
RELATO
Yo, Adán. Mis memorias del Paraíso
JAIME DESPREE
A algunos lectores les sorprenderá el título de este relato, ¡no me extraña! Que después de tantos años me haya decidido a escribir mis memorias tiene que tener una buena razón, y la tiene. De Eva y de mí se han contado tantas cosas absurdas y sin sentido que se impone un poco de seriedad, y ¿quién mejor que yo mismo para contar mi verdadera historia y mis penalidades? No es fácil para nadie ser el primer hombre de este mundo, pero pese a las dificultades salimos adelante y ¡ahí está la humanidad, con cerca de siete mil millones de descendientes y sigue creciendo!
No es necesario que me presente, pero para algunos despistados de culturas remotas todavía pendientes de civilizar como Dios manda, mi nombre es Adán. Obviamente no tengo apellido porque tampoco tuve un padre natural reconocido, pero para entendernos se me puede llamar Adán del Paraíso o Adán del Barro, que da lo mismo, pues ambas ideas tienen relación con mis orígenes.
Mis biógrafos aseguran que me creó Dios a partir de una figura de barro a la que sopló con su aliento, y no voy a discutir lo fundamental, que fui creado por Dios, pero lo del barro es necesaria una importante aclaración. Yo nací en el interior del océano, y no especifico cuál porque en mis tiempos sólo había uno y todo lo demás era tierra. Al parecer ya teníamos por entonces problemas de contaminación en la atmósfera, pese a que no sabría decir por qué, ya que por entonces no había ni coches ni fábricas, por no haber no había nada más que lodo viscoso y fuertemente contaminado. No sé quién lo arregló ni cuantos millones costó, porque entre otras cosas no habíamos inventado todavía el dinero, pero tan pronto como la atmósfera fue respirable, puede decirse que volví a nacer pero fuera, sobre la tierra, de ahí la idea de mis biógrafos. Todavía recuerdo mi tierna infancia, cuando no era más que una insignificante ranita, que empezaba sus aventuras por tierra firme. Lo que sucedió después es muy largo de contar, por tanto lo resumiré diciendo que un buen día me vi adulto viviendo en un paradisíaco lugar al que Dios llamaba el Jardín del Edén. ¿Qué cómo era? Yo no sé mucho sobre este asunto porque nunca he destacado por mis conocimientos de botánica, pero recuerdo que había muchos árboles, ya que en mi juventud puede decirse que no pisaba el suelo. Nada me divertía más que saltar de rama en rama, de árbol en árbol y recorrer en un santiamén los límites del Paraíso terrenal. Aunque no esté bien el que yo mismo me elogie, ¡era una monada de criatura!
El clima debía ser como el de Canarias, entre 25 y 30 grados centígrados, porque recuerdo que debido a ello ni se me ocurrió inventar los vestidos. Eso vino después de la tragedia. Además, ¿para qué los quería? ¿Quién podía verme si Eva ni siquiera existía? Por entonces era estrictamente vegetariano, auque por error de vez en cuando me comía algún bicho por su manía de camuflarse entre el follaje. ¡Como iba yo a saber las costumbres de los camaleones! Había ríos normales, donde solía darme buenos chapuzones y de paso mantener la higiene, porque eso sí, limpio siempre he sido; pero otros eran de miel, auque tal vez sea algo exagerado llamarlos ríos, más bien eran arroyos, y ni siquiera eso, digamos que chorreaba miel por todas partes, porque había abundancia de paneles de abejas silvestres. ¡Por supuesto que las abejas del Edén no picaban como las de ahora! De comer no digamos; puede decirse que no había nada dentro del Paraíso que no fuera comestible. Las legumbres y las verduras no eran como las de ahora, todas eran orgánicas por supuesto, y tan tiernas y suaves que no había necesidad alguna de cocerlas. ¡Claro que, por otro lado, todavía no se había inventado el fuego! En cuanto a los otros animales, a los que de ninguna manera podía llamar salvajes, porque todos eran dóciles como corderos, puede decirse que había de todos. De hecho por esa razón años más tarde Noe tuvo bastante trabajo para reunirlos a todos en su barcaza, cuando lo del Diluvio.
Mi animal predilecto era un león africano, bueno es un decir, porque África por entonces tampoco existía, como digo a todo se le llamaba con el mismo nombre de Pangea, a pesar de que tengo mis dudas de si para entonces no habría ya algún que otro conteniente. Era un león tranquilo y bien enseñado, cuya finalidad fundamental era servirme de almohada para mis sueños normales y la siesta. ¿Nadie ha probado lo cómoda y calentita que es la melena de un león africano? Bueno, a decir verdad, después del Paraíso a los leones les molesta hacer estos y otros favores al ser humano. Puede decirse que en el Jardín del Edén no me faltaba de nada y todo estaba a la mano, no como ahora. ¡Por entonces las cosas eran como Dios manda!
Y hablando de Dios, desde luego que desde el primer momento nos entendimos de maravilla. No se vayan a creer que Dios se conformaba con cualquier cosa, que era en extremo exigente en todo. No hubo nada de lo que creara antes de mí que no le diera su visto bueno después de ver como funcionaba. Los cielos los hizo tan grandes que hasta hoy no se sabe el final. La Tierra le salió algo más pequeña, pero también tiene sus distancias, que ninguno de mis primeros descendientes se pudo hacer una idea cabal de las distancias, y hubo uno que hizo mal los cálculos, y menos mal que descubrió América porque de otro modo no quiero ni pensar lo que le hubiera sucedido.
Al principio yo creía que la Tierra era plana, ¡como iba yo a imaginar que era redonda! Aún hoy me sigo preguntando qué movió a Dios para semejante idea, con lo sencillo que hubiera sido hacerla plana. En fin, sus razones tendría.
Como digo, después de ver cómo me comportaba, pasada mi adolescencia y mi locura por lo árboles y otras barbaridades propias de la edad, parece que se sintió plenamente satisfecho. Durante bastante tiempo las cosas en el Paraíso funcionaron a las mil maravillas. No hubo ni el más motivo de queja por ambas partes. Desde luego que yo no me hubiera quejado, pues siempre he sabido actuar con discreción y guardar las distancias. Tengo que decir, en honor a la verdad, que nunca llegamos a encontrarnos cara a cara y todavía no sé la razón, pero sospecho que Dios es demasiado grande para caber en el mundo que Él mismo ha creado.
Por eso decía que le había quedado algo pequeño, al contrario de los cielos, que como dije son inmensos y Él debe de moverse en ellos como en su casa. A decir verdad, el cielo es su casa, como está escrito en todos los manuales de religión.
A pesar de las primeras dificultades para comunicarnos, Él siempre se las apañaba para ponerse en contacto conmigo e interesarse por mis cosas. Mi salud le traía sin cuidado porque las enfermedades no se conocían todavía. Unas veces lo hacía a través de algún animal, desde luego que no utilizaba las serpientes por la razón de todos ya conocida, de la que hablaré más adelante, otras provocando un vendaval con voz en off, como se dice ahora, y las más de las veces se me aparecía en sueños. Durante estas amenas charlas de Creador a criatura Él solía hacerme preguntas a veces difíciles de responder dada mi ignorancia de la vida, por las que trataba de interesarse por mi bienestar, pues puede decirse que no hacía otra cosa que estar al tanto de mis deseos y, por supuesto, controlar los otros aspectos de su creación. Pero tengo que aclarar que mientras la Creación en sí misma no le preocupaba en absoluto, porque la había dotado de medios propios para su supervivencia y estabilidad, yo le preocupaba de forma especial. Era como si no estuviera completamente seguro de haber hecho un buen trabajo conmigo. Creo que sospechaba que estaba tramando algo contra Él, cuando es obvio que ni me pasaba por la cabeza tal idea. ¿Por qué razón habría yo de rebelarme contra Dios si me proporcionaba todo cuando deseaba y era feliz? Pero Él insistía una y otra vez:
—¿Estás seguro, Adán, de que no echas a faltar nada?
—¡Nada en absoluto!
—Bueno, me refiero a si hay algo que te molesta; algo que no te gusta…
—La verdad es que, ahora que lo dices, si pudieras hacer los elefantes algo más pequeños… ¡Es que ocupan demasiado sitio y este jardín no es muy grande! Además está el riesgo de un pisotón, sin mala intención, desde luego.
—No, yo no me refiero a eso; me refiero a si hechas algo de menos; si hay algo en tu naturaleza humana que no funciona como debería.
—La verdad es que si no hablas claro, ¡no te entiendo! Si te refieres a que hago mis necesidades en cualquier sitio cuando me vienen las ganas, la próxima vez buscaré un lugar más apartado…
—¡No es eso, alma de Dios!
—¡Pues no te entiendo!
—¿Pero es que no observas a los otros animales?
—Bueno, a decir verdad hecho de menos mis habilidades de cuando era joven de subirme a los árboles como hacen los monos, pero eso ya pasó porque he sentado la cabeza…
—Bueno, está bien, te lo diré claramente: ¿Es que no hechas de menos alguien más de tu especie para charlar, pasear y… bueno, que narices, ¡gozar de los placeres de la naturaleza!?
¡Y así cada día! Lo cierto es que no había sueño en que no charláramos de esta nueva idea que se le había metido en la cabeza, porque la verdad es que yo no echaba nada de menos. Poco a poco empecé a comprender sus motivos. Tal vez le aburría mi conversación, y como no hablaba de esta misma forma con el resto de la Creación, se le debió de ocurrir la idea de que fuéramos más para tener también más motivos de charla y otros temas de conversación. Pero a mí la idea, para ser sinceros, no me gustaba en absoluto, porque presentía que sería sencillamente un error, además de terminar con la tranquilidad del Paraíso terrenal. Pero por entonces no sabía razonar este presentimiento, así es que Dios seguía empeñado en que le diera mi aprobación, porque como digo, no vivía para otra cosa que para complacerme, como si fuera yo un hijo mimado, ¡claro, era el único!
Tanto insistió Dios sobre la idea de crear una humanidad que poblara la Tierra y dominara sobre el resto de los pobres animales y las infelices plantas, que acabé cediendo a regañadientes. Pero lo que no hizo ninguna gracia fue el medio en que se proponía utilizar para su propósito. ¡Nada menos que utilizar una de mis costillas! No es que yo supiera por entonces cuántas costillas eran necesarias para una existencia normal, y si sobreviviría con una menos, pero lo que yo me preguntaba era que habiendo tanto barro como había, ¿por qué no utilizar el mismo sistema, con lo que fuera que estuviera pensando en crear, tal y como hizo conmigo? ¿Es que se le había acabado el aliento divino? ¿Es que no estaba seguro de que la criatura que fuera le saliera siquiera tan bien como sucedió conmigo?
—¿Por qué de mi costilla? —me atreví a preguntarle en uno de los sueños en el que volvimos sobre el tema.
—¡Porque es mi voluntad!
—¿Hay alguna segunda intención que te callas?
—¡La hay, quiero que tenga claro el lugar subordinado que debe de ocupar en el mundo según fue creada de tu costilla!
—No le veo la gracia.
—¡Ya lo entenderás cuando la veas!
—¿Es una sorpresa?
—¡No te lo puedes ni imaginar!
Y ésa fue toda la conversación que tuvimos sobre la nueva criatura que tenía proyectado extraer de una de mis costillas. Afortunadamente debido a sus poderes especiales la operación no revestiría riesgo alguno para mi salud ni sería dolorosa. Es más, ni me enteraría, porque tenía previsto hacer esta delicada operación mientras durmiera. Así es que un buen día, ¡no sé si es correcto decirlo así!, al levantarme una brumosa mañana de primavera ¡allí estaba eso!
La primera impresión fue decepcionante. Era evidente que aquello, porque no sé cómo calificarlo, no se parecía a mí en nada; le faltaban cosas y le sobraban otras. Por ejemplo en la parte baja de la ingle no tenía con que desahogar las ganas de orinar y a la altura del pecho le salían dos bultos horribles y deformes. Con semejante cuerpo no era posible tomarse en serio la idea de que eso era «humano», y lo digo por la alusión de Dios de crear una humanidad. La cosa al principio no dijo nada, pero ya desde el primer instante noté cierto aire de superioridad, y sin duda que, pese a sus notables y evidentes defectos, para sus adentros ya se debía creer hermosa. ¡Qué equivocación! ¡Ya sabía yo que si no utilizaba otra vez el barro, Dios metería la pata!
Inmediatamente fui con la queja a Dios pero aquel día le tocaba descansar, así es que tuve que afrontar los hechos y hacerme a la idea de que al menos me tocaría pasar el fin de semana con aquella deforme criatura.
Ya desde el primer momento de su existencia esa cosa no cumplió las previsiones de Dios sobre su posición social, y sin que le diera permiso para dirigirme la palabra, se puso a hablar de un montón de cosas incongruentes.
—¡Eeeh, pero mira quién está aquí, el tipazo de Adán! Ah, pero no creas que yo voy a ser fácil, no; ¡vete haciéndote a la idea, guapo, de que yo no soy de ésas!
—¿De cuáles? —no era mi intención seguirle la charla, pero a penas abrió la boca por primera vez y ya me sacó de quicio.
—Como ésas de los árboles. ¡Aquí se acabó lo del macho dominante y todas esas tonterías!
Yo no sabía de qué me estaba hablando y tuve que soportar un sinfín de impertinencias y reivindicaciones de todo tipo hasta que por fin, aquella noche, pasado el descanso dominical, pude presentar mi queja a Dios, a ver si aquello tenía todavía remedio.
—¡Ya te harás a ella, Adán!
—¡Pero es un ser monstruoso! —le contesté con unos modales poco habituales en mí, pero estaba tan furioso que no me controlé—. Además, le faltan cosas y le abultan demasiado otras, ¡no creo que sobreviva!
—Adán, Adán, criatura, ¿pero es que no lo comprendes? ¡En esas diferencias está la gracia!
Pero Dios no quiso darme más detalles, tan sólo me planteó el argumento de que debía ser distinta entre otras buenas razones para evitar la homosexualidad, o por lo menos hasta que hubiera siquiera un par de docenas más de seres humanos en la Tierra, tarea que me había encomendado a mí, ¡pero sin molestarse en darme una pista de cómo se hacía!
Naturalmente que desde el primer momento intentó organizar mi vida, decirme lo que debía comer y lo que no; corregir algunos de mis modales, algo animales desde luego, a la hora de comer; decidir dónde debíamos pasear y qué lugares no debíamos frecuentar porque según ella, no eran propios de seres humanos. Se empeñó en que viviéramos en una gruta en particular, que a ella le parecía segura, cuando en el Paraíso no había nada que temer, pero debía de llevar eso de la seguridad como una tara genética, porque desde el primer día la obsesionaba. Me prohibió terminantemente que me subiera a los árboles, o que durmiera junto al león africano, al que no permitió entrar en la gruta porque decía que esos animales traían bichos y lo ponía todo perdido de orín, además de pelos y otras cosas indeseables. Me dijo a qué hora debía levantarme y acostarme, cuando y cómo debía lavarme, sobre todo las orejas, que yo detestaba. También se metió con mi barba y mis largos y hermosos cabellos, que me llegaban ya a la cintura, porque decía que no me hacían varonil, ¡cómo si yo supiese a qué se refería! En fin, que en apenas dos o tres días puso patas para arriba el Jardín del Edén, ¡que ya no fue lo mismo después de su llegada!
Pero con todo lo peor fue llevar a cabo la tarea que se me había encomendado de poblar el mundo. Al principio, atareada como estaba poniendo orden en la gruta, limpiando obsesivamente cada rincón, colocando cosas raras en los rincones que ella decía que creaban ambiente, y fabricando un lecho de heno, que a decir verdad era más confortable que el duro suelo donde yo solía dormir, no me prestaba la mínima atención. Entre los artilugios que inventó por aquella época el más curioso fue un palo con ramas en un extremo con el que limpiaba el suelo, al que con el tiempo llamamos escoba, sin duda una de sus ideas más geniales, además de la cama, claro está. Por todo esto, en realidad poco a poco empecé a darme cuenta de las ventajas de su peculiar manera de ser, pues era obvio que a ella se le ocurrían más ideas que a mí, que si vamos a ser sincero, por aquel entonces no tuve ninguna.
Resignado a tener que compartir mi vida con tal persona, al menos debería conocer su nombre, porque no le gustaba que la llamara «cosa», como solía hacerlo al principio de nuestras relaciones, y Dios no me dejó dicho como se llamaba.
—¡Eva, me llamo Eva; Eva del Paraíso! Y no se te ocurra volver a llamarme «cosa», y menos con ese despectivo y prepotente nombre de «mi costilla». Eso ya es historia, ahora los dos somos iguales ante la sociedad. Y la verdad ahora que te conozco, no sé en qué estaba pensando Dios para haberte creado de esa manera. ¡Sin duda que debería de estar un poco cansado después de crear tantas cosas buenas y útiles, como es la Creación! Por que yo sirvo para muchas cosas, pero tú, ¡ya me dirás de qué sirve un hombre en este mundo!
Ella siempre tenía palabras de crítica contra mi persona, a la que no veía nada bueno ni positivo. De haber sido por ella habría intrigado para convencer a Dios de mi inutilidad, y aprovechando que era el único en toda la Tierra, me destruyera. Pero sea por la razón que fuera, lo cierto es que Dios no solía dirigirse directamente a ella en sus apariciones, sino que se dirigía directamente a mí. Creo que por entonces Dios debió comprender el error de haber creado semejante criatura, pero las cosas en la Creación son irreversibles, así es que tuve que aprender a convivir con ella.
Al cabo de algunas semanas Dios se me apareció otra vez en sueños, y por el tono de su voz sabía que no estaba de buen humor.
—¿Cómo van las cosas con Eva? —me preguntó.
—Regular, pero supongo que será cosa de dar tiempo al tiempo. ¡No es fácil acostumbrarse a sus manías por la limpieza!
—¿Y sobre mi humanidad?
—¿A qué te refieres?
—¿A qué quieres que me refiera? ¿Crees que he creado a Eva para que sea tu criada? ¡A vuestra descendencia!
—¿Qué descendencia?
—¿Pero es que todavía no…? ¿Es que Eva no te atrae sexualmente?
—Pues ahora que lo dices, si te refieres a que por las noches me siento extraño cuando me rozo…
—¡Sí, claro; llámalo como te parezca! Pero ¿lo has hecho ya?
—¿Hacer el qué?
—¡El amor, hombre de Dios, el amor!
—¡Si no hablas más claro!
—¡Bueno, dejemos este tema, porque no soy yo quién para enseñarte esas cosas; ya las aprenderás tarde o temprano, que para eso Eva tiene habilidad y mano izquierda. Cuando te lo pida, ¡ya te enterarás!
—No entiendo por qué desde que está Eva en el Paraíso me hablas con acertijos, ¡antes hablabas siempre claro!
—Hablando de Eva, he notado que charla demasiado con las serpientes…
—Hombre, ahora que lo dices, es verdad, ¡y a mí no me deja dormir con mi león!
—Tienes que vigilar este asunto. Las serpientes son uno de mis pocos errores de la Creación. No me fío de ellas, ¡son tan rastreras!
—Bueno, si es por eso, has creado otros bichos más repugnantes, ¡como las cucarachas y las chinches!
—¡Tú siempre tan ocurrente!
—La verdad es que yo soy incapaz de controlarla, porque siempre hace lo que le viene en gana. No quiere ni oír hablar de su inferioridad y sumisión a mí, eso la saca de quicio, ¡y yo no estoy para pasarme el día peleando con ella por esta razón!
—Siento tener que decírtelo, pero tengo que hacer algo para poner a prueba su lealtad. No me queda más remedio que prohibiros comer del manzano que hay en el montecillo central del Jardín del Edén.
—¡Pero ese es precisamente el que da las manzanas más dulces y jugosas!
—Precisamente por eso; porque es una gran tentación os las prohíbo, para poner a prueba vuestra voluntad. Tenéis que aprender que en este mundo no hay que hacer todo lo que se puede sino lo que se debe. ¡El deber es la norma de conducta de todo ser humano civilizado!
Este era el tipo de conversaciones que teníamos Dios y yo desde que Eva llegó al Paraíso. ¡Siempre discutiendo por culpa de ella! Pero lo cierto es que Eva me superaba prácticamente en todo y mientras yo aprendía a duras penas todas las cosas de la naturaleza humana, ella parecía saberlo todo sin haber tenido experiencia de nada. ¡Era desconcertante! ¿Qué tenía ella que no tenía yo? ¿Cómo era posible, si había sido creada de una de mis costillas, que fuera tan distinta? La respuesta me la dio una serpiente, precisamente una que solía merodear por el manzano prohibido, cierta vez que me interesé por sus conversaciones con Eva.
—¡Ella tiene intuición y tú no! —me aclaró.
—¿Y qué es esa cosa tan importante?
—Es el saber que hay en la naturaleza; la sabiduría natural.
—¿No se lo habrás contagiado tú?
—Puede…
—Y ya que estoy aquí, ¿puede saberse de qué habláis todas esas horas que pasáis juntos debajo del manzano sagrado? ¿No estaréis tramando algo contra Dios?
—¿Qué manzano sagrado? ¡Aquí todos los árboles son iguales!
—Eso era antes, ahora es distinto y es preciso que lo sepas. ¡De este manzano no podemos comer, ni Eva ni yo!
—Y ¿quién lo ha dicho?
—¡Dios, por supuesto!
—¿Y quién es Dios para interferir en la naturaleza?
—¡Qué disparate! Él puede ordenar lo que le parezca bien, ¡para eso la ha creado!
—Te equivocas, Adán, ni Él ni nadie puede interferir en las leyes naturales una vez que han sido establecidas. ¡Eso sería antinatural! ¿Comprendes?
Desde aquella conversación con la serpiente tuve claro que tendríamos problemas. Sin duda que Eva y ella estaban tramando algo gordo, que era preciso descubrir y poner a Dios al corriente del complot. Aquella misma noche me propuse sonsacarle lo que pudiera. No elegí desde luego el mejor momento, porque tenía un humor de perros, y es un decir, porque en el Paraíso hasta los perros tenían buen humor. Pero a pesar de mi corta experiencia con el otro sexo, algo había aprendido ya, y supe cómo entrarla para no despertar sospechas sobre mis verdaderas intenciones.
—¡Que buen aspecto tienes hoy, Eva, si parece que fuera ayer cuando Dios te sacó de mi costilla!
Esta primera alusión a su aspecto la debilitó algo, pero persistió en su mal humor.
—¡Déjame de cuentos, Adán, que hoy no tengo el día!
—Pero ¿qué te sucede, mujer?
—¡Cosas de mujeres; tú de eso no entiendes!
—Enséñame…
—No estoy de humor.
—Bueno, yo sólo quería comentarte que hoy he hablado un rato con la serpiente del manzano, ¡y me ha parecido un animal inteligentísimo!
—¿De veras, Adán; tú también estas de acuerdo con sus opiniones sobre Dios?
Fue sencillo hacerla caer en la trampa, porque las mujeres podrán tener mucha intuición, pero a malicia y a estrategia no nos ganan. En el fondo son unas ingenuas, por muy sabias y muy naturales que sean.
De esta manera supe que Eva estaba de acuerdo con la serpiente de que Dios no tenía ningún derecho a prohibirnos nada, y menos que comiéramos del árbol frutal más sabroso del Jardín del Edén. La verdad es que yo tampoco entendí muy bien la idea de Dios y la intención moral de la prohibición. ¿Por qué crear cosas si estaban prohibidas? Si no quería que comiésemos de ese árbol en particular, ¿por qué no me mandó que lo cortara, o lo hizo Él mismo, que se supone tenía poder para ello? ¿Es que Dios no sabía que lo prohibido es lo más deseado por el ser humano, incluso por los dos primeros? ¿Es qué no confiaba en nosotros? ¿Por qué ponernos a prueba si en el Jardín del Edén no hay motivo alguno para quejarnos de nada? Lo cierto es que cada día que pasaba el asunto de la prohibición se me hacía más difícil de entender. Por otro lado, empecé a sospechar que una vez inventadas las prohibiciones, llegaría el día en que todo estaría prohibido. ¡Eso no tenía sentido en el Paraíso terrenal! ¿Llegaríamos a tener con el tiempo senderos con dirección prohibida y lugares donde fuera prohibido pasear, tumbarse o sestear? ¿Habría cuevas donde estuviera reservado el derecho de admisión? ¿Cosas que estén prohibidas beber, comer o fumar? ¡No, definitivamente aquella no fue una buena idea! Aunque me pesara reconocerlo, Dios había metido la pata y dar lugar a que la serpiente del manzano urdiera su plan.
Finalmente sucedió lo inevitable. Un buen día, que debía ser hacia el otoño, momento en que las manzanas del árbol prohibido estaban en sazón, Eva me sugirió dar un paseo por el centro, para ver qué había de nuevo por allí. Yo no estaba muy dispuesto, porque el centro del Jardín del Edén se había convertido en un lugar ruidoso y muy estresante. No sólo por los elefantes, a quienes Dios no quiso reducirles el tamaño, sino porque desde un tiempo a esta parte parecía que todos los animales del Paraíso tuviesen la misma idea, y no había día que no se dieran una vuelta por allí. Llegamos al dichoso manzano y ahí estaba, como ya era habitual, la serpiente rebelde. Yo hice como que no la había visto, pero Eva, que había llegado a tener con ella una gran familiaridad, aprovechó para saludarla.
—Buenos días, serpiente.
—Buenos días, Eva y compañía. ¿Qué os trae por aquí?
—Dando una vueltecita. ¡Hacía tiempo que no veníamos por el centro!
—Hay bastante ambiente, sobre todo por estas fechas del año que abundan los frutos y las manzanas.
—Pero de este árbol no comerán, supongo yo. Como Dios dijo que…
—¡Más que de ningún otro! ¡Son las más sabrosas!
—¿Y Dios no los castiga?
—¿Por qué iba a hacerlo? Lo que crece en la naturaleza es de todos. ¡Anda, toma, prueba ésta! ¿No es una pena que las manzanas más jugosas del Jardín del Edén se pudran en el árbol? ¡Eso no puede ser justo ni aunque lo haya ordenado el mismo Dios!
Eva, que no se paraba a reflexionar mucho las cosas que hacía, porque no tenía ni idea de lo que era justo o injusto, es decir, del bien y del mal, ya estaba a punto de morder la manzana cuando yo tuve que prevenirla sobre las consecuencias.
—¡Espera, Eva, no hagas tonterías; piensa en tu descendencia! ¡Eso que vas ha hacer está mal hecho!
—Pero ¿qué es el mal? —preguntó ella bastante desconcertada.
—Pues el mal… el mal es… Bueno, no lo sé, aquí en el Paraíso no hay de eso, pero si comes ¡a lo mejor lo aprendemos y no nos conviene!
—¡Tú siempre con tus monsergas sobre moral!
—¡Bien dicho, Eva! —dijo la rastrera de la serpiente, decidida a salirse con la suya.
Y sin pensar en las consecuencias futuras de sus actos, propio de ella, y me temo que de su descendencia femenina, mordió con ganas la manzana. Yo esperaba que Dios se nos apareciera y reprendiera su acción, la castigase con algún mal todavía desconocido y asunto concluido, ¡pero no sucedió nada especial! Dios ni se presentó, ni en forma de vendaval, con alguna señal en el cielo, ni por voz de algún animal más presentable que la serpiente, de los que no faltaban por aquellos alrededores, o por cualquier otra forma. Supuse que esperaría a aquella noche para llamarnos la atención en sueños, pero lo que más lógica tenía era que nos había gastado una broma, y comer de aquel manzano no estaba prohibido. Después de todo la serpiente parecía tener razón.
—¿Lo veis? ¡Nada, no pasa nada!
—Es verdad, Adán, eso de la prohibición no era más que para poner a prueba nuestra ingenuidad de primerizos. Pero comiendo le demostramos que hemos madurado y tenemos ideas propias; que ya no somos unos críos a los que se les puede decir: «No comas eso, no comas lo otro», etc. ¡Toma, demuéstrale a Dios que tú también eres un adulto; come también tú de mi manzana!
—¡Ni lo sueñes! —repliqué yo convencido de que, pese a todo, si Dios nos lo había prohibido sus razones tendría.
—¡Hombres! ¡Mucho presumir de machos, sexo fuerte y todo eso, pero a la hora de la verdad son incapaces de tomar decisiones por sí mismos, y sin que nadie se lo mande! —me reprochó despectivamente.
Ya desde el principio Eva sabía como provocarme poniendo en entredicho mi hombría a la menor oportunidad. Pero por otro lado, ella llevaba razón, había cosas que debíamos hacer por nosotros mismos, según nuestro propio entendimiento, que para eso lo teníamos, y lo de la prohibición, como decía, no tenía mucho sentido. Por último estaba la circunstancia de que yo debía de convivir con Eva y no con Dios. Dios estaba en sus alturas, tranquilamente, haciendo sus cosas de dioses, pero yo tenía que soportar los cambios de humor de Eva, convivir con ella cada día, cada hora y hasta cada minuto, porque en el Paraíso terrenal no existían las oficinas, ni los empleos donde uno pudiera pasar unas horas lejos de su mujer, y relajarse con los compañeros de trabajo, y no digamos cosas tan necesarias como el fútbol de los domingos o la partidita de póquer de los jueves por la noche; en fin, excusas para librarse de ella al menos por unas horas al día. Pero en el Jardín del Edén eso era imposible, porque allí no había nada de lo expuesto y todo se reducía a pasear por ahí, sestear bajo los árboles o charlar con los animales que tenía la habilidad del habla, que no eran muchos. Por todo eso comprendí que si no mordía la manzana a partir de aquel mismo día mi vida, incluso en el Paraíso, sería un infierno. Ella me reprocharía una y otra vez, durante nuestra eternidad, porque por entonces no moríamos, el que no hubiera tenido el valor de morder aquella dichosa manzana, ya que, después de todo, ¡ella lo había hecho y no había sucedido nada!
No sé por qué tuve ese momento de debilidad, ¡para desgracia de mi descendencia y del resto de los inocentes animales y plantas!, que sin duda fue influenciado por las circunstancias expuestas y la complicidad de la serpiente. Lo cierto es que acepté la manzana que me ofrecía Eva, y le di un bocado con gusto. En efecto, se trataba de la manzana más jugosa y dulce que he comido jamás. ¡Pero, como era de temer, sucedió la tragedia!
De pronto el cielo se oscureció con oscuros nubarrones y se desató una impresionante tormenta, algo totalmente desconocido en aquellas latitudes, por eso supe que era cosa del enfado de Dios por morder la manzana. No cayó una gota de agua, pero se desataron todas las fuerzas ciegas de la naturaleza. Sopló un viento huracanado seguido de rayos y truenos y estaba esperando que de un momento a otro se apareciera el mismo Dios para reprenderme por mi mala acción. Cuando amainó el temporal enseguida me di cuenta de que algo había cambiado radicalmente, y la reacción inmediata fue buscar la hoja de parra más grande que pude encontrar para cubrirme con ella el sexo. Pero, ¿por qué aquella extraña reacción? Debía ser sin duda uno de los efectos secundarios del pecado cometido. Eva al principio se lo tomó a risa, pero a juzgar por el color sonrojado de sus mejillas, estaba también avergonzada, y se buscó otra hoja para cubrir el suyo. ¡Era cómico vernos con una mano delante y otra detrás, sin saber muy bien por qué lo hacíamos! Pero sin duda que había una razón: hasta ese momento no me había dado cuenta de lo atractiva que era Eva, y ahora la veía con otros ojos, razón por la cual sentíamos vergüenza el uno del otro. ¡Porque por primera vez nos deseábamos! Bueno, al menos yo la deseaba, si ella sentía lo mismo que yo la verdad es que no estoy seguro.
En medio de la confusión por las nuevas emociones, escuchamos los pasos característicos y familiares de Dios, dando su paseo habitual por el Jardín del Edén, y por primera vez sentimos deseos de ocultarnos, más por vergüenza que por otra cosa. No queríamos que Dios nos viera desnudos. Dios, extrañado de no verme, me llamó:
—¿Dónde estás, Adán?
La verdad es que la pregunta me desconcertó, porque yo siempre había creído que Dios lo veía y lo sabía todo. Pero todavía fue más sorprendente el resto de nuestra conversación:
—Disculpa que me ocultara de ti, pero me avergüenza el estar desnudo y no he tenido tiempo de fabricarme algo más decente.
—¿Por qué te avergüenzas?
—¡Vaya pregunta para hacerla Dios! Ya deberías saber que hemos comido del manzano prohibido, porque se supone que Tú lo ves y lo oyes todo.
—No sólo me has desobedecido sino que además pretendes pasarte de listo.
—¡Yo sólo comento lo que he oído decir por ahí!
—¡Bien dicho, Adán! —interrumpió Eva, que se ocultaba detrás de una palmera.
—¡Tú eres la culpable, mujer! Yo te maldigo y maldigo tu descendencia por haberme desobedecido…
—Yo no tengo la culpa, fue la serpiente, que también es una criatura de Dios, bueno, quiero decir, tuya.
—¿No te estás pasando un poco, Dios? Pero ya te advertí que no era una buena idea crear a la mujer. ¡Y ahora la pagas conmigo!
—¡Es verdad, Adán, la mujer es peor que las serpientes, pero esto no quedará así! A partir de hoy no lo va a tener fácil. Parirá con dolor…
—¿Qué significa «parir»?
—¡No me interrumpas, Adán! Sobre tu vientre caminarás y polvo comerás cada día de tu vida…
—¿Y yo qué…?
—Por haber caído en la tentación, a ti te enemistaré con ella y con su linaje.
—¡Lo que me faltaba!
—Y prepárate porque tendrás que aprender un oficio. ¡Se acabó el chollo del Paraíso de vivir sin trabajar!
—Bueno, eso no es tan malo. En realidad esto del Paraíso era algo aburrido.
—¡Aún no he terminado!
—¿Todavía hay más por darle un simple mordisco a una manzana?
—¡De polvo te hice y en polvo te convertirás!
—¿Qué significa eso?
—Adán, creo que Dios quiere decir que ya somos mortales.
Y así fue como terminó aquel engorroso asunto. Después envió a uno de sus querubines armado con una espada de fuego para que hiciera el trabajo sucio.
—¡Andando; estáis desterrados!
Y con malos modales nos amenazó con su espada indicándonos el camino de salida del Jardín del Edén.
—No os preocupéis —tuvo el cinismo de decirnos la serpiente, quien por cierto, se vino con nosotros—. ¡Ahora que habéis tenido el valor de rebelaros contra el mismo Dios no me cabe la menor duda de que saldréis adelante!
—Sí, muy graciosa, pero, ¿cómo es la vida ahí afuera?
—Ahí tendréis que trabajar duro desde el primer momento que pongáis los pies en el mundo real, y andaros con cuidado conmigo y libraros de mis mordiscos, porque una vez fuera no respondo de mis actos, ¡y pudiera suceder la desgracia de que la humanidad ni siquiera empiece!
Por fortuna vivíamos cerca de la salida, creo que del lado norte, y llegamos pronto a los linderos. Una vez allí el ángel que nos expulsó del Paraíso nos dio los últimos consejos, yo creo que por iniciativa propia, compadecido por nuestra desgracia.
—Tan pronto como salgáis del Paraíso notareis cosas raras, como que se os cansan las piernas en las cuestas arriba, o frío en las manos, bueno en todo el cuerpo, porque estáis desnudos. Tendréis algo tan desconocido como es el dolor de cabeza y de muelas, que son los peores, aunque los dolores más insoportables los padecerá Eva, pues parirá con dolor, y, para colmo, siendo como es primeriza. Tendréis sentimientos nuevos, como la vergüenza de ir desnudos y el miedo a la oscuridad. También os asaltará la duda, el desencanto, la desdicha y la desilusión, y todo eso es debido a que a partir de entonces seréis mortales, ¡y ya no os digo más, el resto tenéis que aprenderlo por vosotros mismos! Y ahora, adiós, salir ya del Edén al que no podréis volver jamás, porque tengo orden de cerrar las puertas a cal y canto ¡por los siglos de los siglos, amén! ¡Y nos puso de patitas en el mundo real!
Nunca me perdonaré mi debilidad y el tremendo dolor que ha causado a mis descendientes. Pero, a decir verdad, junto con infinitas cosas malas, aprendí unas cuantas buenas que ahora, después de todos estos siglos transcurridos, no sé si pensar que pese a todo valió la pena desobedecer a Dios. La primera cosa buena es que descubrí el placer sexual, pues en el Paraíso no existía, razón por la cual al principio no tuvimos descendencia, lo que ahora pienso que fue la verdadera razón por la que Dios nos mandó expulsar, pues ¿cómo íbamos a tener descendencia si no existía el deseo? Lo segundo es que Eva, orgullosa de mí y contrariamente a las previsiones de Dios, me tomó verdadero afecto y descubrimos el amor, la amistad y el compañerismo, y por tanto, gozamos de la felicidad, pero la humana y no esa felicidad celestial que aquí en la Tierra no tiene utilidad, además se acabaron sus ataques de histeria del Paraíso. Por último, decir que Eva tuvo la peor parte, pero al mismo tiempo las mayores satisfacciones, pues vio cumplidos sus deseos naturales de tener un hijo, Caín, una encantadora criatura nacida de su seno y no con trucos de costillas, como fue su caso. ¡Lástima que nos saliera una calamidad, pero eso ya es otra historia!
Y esta es la verdadera historia de mis orígenes y de mi vida en el Paraíso, confío en que les haya entretenido. Ah, por cierto, me han enviado un e-mail de Hollywood interesándose por mi historia, pero creo que han pasado los tiempos para este tipo de películas sobre estos temas, ni quedan ya buenos actores para estos papeles tan comprometidos. En fin, ya veré que hago, les he dicho que me lo estoy pensando.