«La lectura de un buen libro
es un diálogo incesante
en que el libro habla y el alma contesta.»
André Maurois
«La eternidad es una de las
raras virtudes de la literatura.»
Adolfo Bio y Casares
«Un buen escritor expresa grandes cosas
con pequeñas palabras;
a la inversa del mal escritor,
que dice cosas insignificantes
con palabras grandiosas»
Ernesto Sabato
PRIMERA PARTE: LA TRAICIÓN
«Mas he aquí, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa.»
(Lucas 22:21)
«Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que había sido condenado, sintió remordimiento y devolvió las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos.»
(Mateo 27:3-5)
1. El diagnóstico
Han sido suficientes cinco sencillas palabras para que todo el fantástico universo que he creado con mis novelas y en el que he vivido apartado de este mundo se venga abajo: «Padece usted una enfermedad incurable.» Me lo acaba de comunicar el especialista que trata mi enfermedad. El mensajero espera mi reacción, pero yo soy incapaz de hacerme una idea de lo que acabo de escuchar. Hay un tenso silencio. Parece como si el facultativo temiera continuar describiendo mi situación, pero ha considerado que debía ser claro para que no me hiciera falsas ilusiones, y me ha advertido que no tengo más de seis meses de vida, o, en caso excepcional, y si respondo bien al tratamiento, tal vez un año.
Salgo del hospital renegando por haber permitido que me diagnosticaran la causa de mis molestias. Por supuesto que no acepto el diagnóstico. Después de todo los dolores son todavía soportables. Es una mañana fresca y húmeda, como son las del otoño, pero agradable para pasear. Para demostrar que no es aceptable el diagnóstico, regresaré caminando a mi apartamento. ¿Por qué yo? Sí, conozco mucha gente que padecen enfermedades incurables, pero por alguna inexplicable razón yo me creía inmune. Ahora necesito algún tiempo para hacerme a la idea de mi error. Aún a mi pesar, tengo que aceptar que soy tan humano como los demás, y puedo sufrir sus mismas enfermedades.
Estoy cansado y todavía me falta más de la mitad del trayecto. Entro en un pequeño parque junto a la iglesia del barrio. En uno de sus bancos dormita un mendigo, que al acercarme me mira con una clara expresión de odio, porque debe sentirse humillado por mi apariencia de persona bien situada. Él no puede saber que acababan de condenarme a morir prematuramente, si lo supiera no tendría ningún motivo para envidiarme. Me siento en un banco contiguo, porque mis piernas no pueden dar un paso más. El mendigo parece contrariado y se revuelve en sus harapos, como si esta fuera su casa y yo hubiera entrado sin llamar.
El facultativo me ha creado un estigma. Ya no soy el yo-mismo que apenas una hora antes podía hacer aquello que me apeteciera, sino yo-mismo-y-la-muerte. En adelante cada uno de mis pensamientos o actos deberán contar con ella. Pero no estoy resignado. Los médicos pueden estar equivocados. Tal vez mis informes médicos se hayan traspapelado y sean los de otro paciente. Alguna inexperta secretaria ha podido cometer ese terrible error. La naturaleza no puede abandonarme y la vida no puede ser tan irresponsable conmigo. El destino no puede ir en contra de mi voluntad, porque es mi voluntad la que debe crear mi destino.
Esto no me puede estar pasando a mí. Todavía tengo muchas cosas nuevas que admirar, muchas historias fantásticas que contar, y, por qué no, tal vez alguna persona a quien amar. ¿Es un castigo divino? ¿Me condenan a una muerte prematura por supuestos pecados cometidos, aunque no pueda saber la naturaleza de mi culpa? Un pecador no necesita conocer los detalles de su culpa, le basta con padecer el castigo para saber que ha pecado.
Es perfectamente posible que esta enfermedad estuviera escrita en las estrellas, o puede leerse en la palma de mi mano, sin que por ello deba considerarlo un castigo. Pero lo más razonable es que sea el resultado de mis largas noches de insomnio voluntario, dando vida a personajes que en agradecimiento me llevan a mí a la muerte. Pero no les guardo rencor. Desde el principio acepté que cada obra que merece el elogio es porque en ella hay un poco arrancado de nuestra propia humanidad, y la humanidad debe tener también sus límites.
Tal vez haya sido esa mi culpa: haber creado fantasmas y presumido de ser su dios. Pero sin mí nunca hubieran existido, luego debo de estar en lo cierto: yo soy su dios, y por ello no merezco ser castigado con tanta crueldad. Si esa es la justicia divina, todos los artistas iremos al infierno y la imaginación sería perseguida y severamente castigada.
2. La reacción
La gran impresión y desasosiego que me ha causado el diagnóstico anula totalmente mi sentido del tiempo. No sé cuánto tiempo he permanecido sentado en este banco. Mientras yo pienso en mi desolación en algún remoto lugar del universo, estoy seguro de que alguien, que ya conoce mi destino, debe estar compadeciéndose de mí. Probablemente sea un ángel, el mismo que aparecía en las estampas que nos regalaban cuando éramos unos críos en la clases de religión. Por entonces yo también quería ser un ángel. Quería volar, ver el mundo desde lo alto, emigrar a tierras cálidas, ser libre como los pájaros, y, de acuerdo a aquellas brillantes estampas, solo los ángeles sabían volar. Por eso quería ser un ángel.
Se me erizan los cabellos, porque presiento que ese ángel puede estar ahora sentado en este mismo banco, escuchando mis nostálgicos pensamientos, intentando inútilmente consolarme, porque los ángeles y los humanos, por alguna razón que solo Dios debe saber, somos incompatibles. Pero he vuelto al tiempo real por la turbia y resignada mirada que me dirije de vez en cuando el mendigo, incapaz de comprender qué hace alguien como yo sentado en este banco a estas horas de la mañana, reservado para indigentes. Me gustaría decirle que yo tampoco lo sé, pero para él no tendría ninguna utilidad.
Luce un sol frío, otoñal, pero limpio y brillante. Una fresca y húmeda brisa procedente de un mar cercano humedece mi acalorado rostro. Todavía quedan rastros del relente matutino sobre los coches y en las aceras. Pronto llegará el invierno. Es inevitable que a todos nos llegue algún día el invierno, pero algunos ya no vivirán para contemplar la próxima primavera. El mendigo se ha erguido y me contempla extrañado. Creo que a pesar de su aspecto, debe tener la capacidad de leer los pensamientos. Sí, sabe lo que estoy pensando, porque los que sufrimos tenemos el mismo rictus, la misma languidez en la mirada, la misma curvatura de la espalda, los mismos ojos enrojecidos, y todo eso es fácil de traducir al lenguaje común: Desolación.
Durante unos instantes parece indeciso. Finalmente se decide, y con la forma de caminar de quien tiene los músculos entumecidos, viene a mi banco, pero no se sienta. Permanece de pie, vacilante, indeciso. Por fin se decide, y me pide un cigarrillo, pero lamentablemente yo no fumo. Le ofrezco unas monedas, pero incomprensiblemente las rechaza. Extravía su mirada en un punto indeterminado, parece meditar si entablar conversación o volverse a su mundo. Como si aquel encuentro no hubiera tenido lugar y sin hacer el más mínimo gesto, recorre de nuevo con la misma torpeza esa corta distancia que separa nuestros dos mundos, y de nuevo se envuelve en sus harapos para seguir dormitando. No tiene valor para salir de su pobreza y yo no tengo valor para aceptar la mía. Él ha perdido la confianza en los seres humanos, a los que solo les pide un cigarrillo; yo he perdido la confianza en mí mismo, al que solo pido valor para enfrentarme a mi desgracia.
El mendigo ha vuelto a levantarse y de nuevo viene hacia mí. Me pide con gesto de fingida humildad las monedas que le ofrecí. No tengo ganas de interesarme por su situación, solo tengo algún interés por la mía. No ha transcurrido ni una hora desde que he conocido mi condena y presiento que antes de regresar a mi apartamento habré pasado a la fase de rebeldía, que no es otra cosa que el recurso del pataleo, paso previo a la aceptación y el sometimiento ya sin defensas ni reservas. «He aquí el esclavo del Señor, hágase en mí según tu palabra».
El mendigo se impacienta, seguramente piensa que deseo humillarle y noto en su extraviada mirada más odio que en la anterior. Le entrego las monedas y se vuelve a su banco sin darme las gracias. Las cuenta y me dirige una despreciativa y tosca mirada. Sin duda esperaba que hubiera sido más generoso. No soporto más su andrajosa presencia y reemprendo el camino, pero una .parte de mi cuerpo arde como si ya estuviera en el infierno, y me cuesta caminar. ¿Existirá el infierno? ¿Existirá el cielo? ¿Existirá Dios, y sus ángeles y querubines? Me horrorizo al darme cuenta de mi rápida transformación. Por primera vez he dudado de mis arraigadas convicciones seculares. Hasta hace solo un minuto el infierno, el cielo y Dios, eran algo anecdótico; un tema de conversación lleno de incongruencias y fanatismo para crédulos e ignorantes; de ceguera intelectual e irracionalidad. Y de improviso surgen de nuevo estas preguntas teológicas pero con una renovada importancia. También presiento que mi mente se quedará pronto en blanco, negándose a pensar, puesto que no podría dejar de pensar en la muerte y sus intrincados misterios. Tengo que redescubrir la nada, y sumergirme en ella hasta el día de mi anunciada muerte.
3. La primera noche
Son las tres de la madrugada y no consigo conciliar el sueño. Solo oscuridad y nada más. Esas figuras que las luces de los automóviles proyectan sobre el techo es lo único que llama mi atención, lo demás parece haberse desvanecido. Todo a mi alrededor es silencio, oscuridad, nada. Quien haya creado esta absurda palabra pensaba en mí, yo le he dado su verdadero sentido; su auténtico significado; su opresivo vacío. A las cuatro de la madrugada seguiré pensando en lo mismo que pienso ahora, y las próximas horas, los próximos días hasta el día de mi muerte seguiré teniendo los mismos pensamientos: nada. Ya no me queda nada en qué pensar excepto en la nada, y, pensar en la nada es como no pensar.
Dejo la mente en blanco para intentar disuadir a mi cerebro para que no me reviva malos recuerdos, los buenos no los he olvidado. Pero de todo aquello ya no queda nada. Es la hora de mi propio juicio final. He sido ambicioso, egoísta y desleal. Si existe el infierno sin duda que me condenaré.
Tengo que reconocerlo, estos insistentes dolores, sumados a mis remordimientos, han mermado la creatividad de mi imaginación. Mi última novela es mediocre, incluso patética. Los personajes han nacido muertos y actúan como verdaderos zombis. Creo que he perdido la conexión con la realidad y vivo en un mundo paralelo. Veo el nuevo mundo pero no lo siento; lo escucho pero no lo entiendo, y ya no tengo a nadie a mi alrededor para comentar esta faena del tiempo; un confidente al que se le puedan contar un cúmulo de desdichas sin que te rechace, te ignore, o te olvide. He traspasado de una a otra dimensión sin apenas darme cuenta, entretenido con mis sueños de grandeza, con el convencimiento de que pondría el mundo a mis pies y ahora yo soy su felpudo.
He traicionado a la única mujer que he amado. He despreciado a mis amigos, y admirado a mis enemigos, porque prefería el estímulo de la victoria después de una enconada guerra contra mis enemigos a la estéril paz de los amigos. Y ahora no tengo amigos ni enemigos. A unos los he humillado, y los otros me han ignorado y rechazado mi enemistad, así que no queda nada, ni de unos ni de otros.
Estoy postrado sobre la cama intentando olvidar que tengo un cuerpo corrompido, que amenaza con destruir también mi alma y mi mente. Esta noche las esporádicas luces de los automóviles que cruzan por el techo me parecen almas en pena que me advierten que muy pronto seré una de ellas y cruzaré los techos de otros condenados; que ni el cielo ni el infierno existen, solo la insoportable nada.
4. El primer amanecer
Por fin amanece. He dormido dos o tres reparadoras horas. Es un alivio dormir; poder tener la oportunidad de encontrarte con las personas más queridas, pero no las reales, sino las que tu estado de ánimo necesita, y que durante la vigilia duermen en tu imaginación. Solo en sueños las cosas suceden como deseamos que sucedan; sin los sueños el alma no tendría donde refugiarse; donde anidar y entonar su canto, estaría presa de la cruda y severa realidad. No sé quién nos dio la facultad de soñar, pero debió ser alguien muy comprensivo y buen conocedor de las debilidades del ser humano. Tal vez fuera el Dios del que hablan las religiones, pero yo no puedo aceptarlo, porque simplemente no creo en nada. Incluso he dejado de creer en mí mismo. Quien vive sumido en la nada no puede creer en nada.
Pero está amaneciendo y es mi hora para el optimismo; el momento más esperado, porque la luz debe ser la causa de todo lo creado, mientras que las tinieblas son las encargadas de destruirlo, de sumir lo creado en un abismo sin retorno, el mismo que nos debe esperar tras la muerte. He pensado mucho en la muerte, especialmente en mi muerte; en mi irreversible y temprana muerte. Me gustaría creer en la transmigración, porque la vida no se destruye, solo se transforma. Sería un consuelo poder creer que instantes después de mi último suspiro ser parte de una nueva vida, en algún lugar de la Tierra o del Universo. Al fin y al cabo de él venimos y a él volveremos.
Pero mi habitación se ha inundado de luz y ahora veo las cosas como son y no como las sueño. Veo en la estantería minuciosamente ordenados por grosor, color y altura mis novelas, en las que gastado, o tal vez desgastado, toda mi vida, y algunas fotos de tiempos remotos e irrecuperable. Las mejores novelas las escribí cuando mi mente y mi imaginación tenían alas, porque eran jóvenes y libres, y se entendían mutuamente: lo que la imaginación creaba mi disciplinada mente lo escribía. La mayoría de mis novelas han sido un rotundo éxito, pero la última estaba contaminada de mi enfermedad. En mi mesa de escritorio, junto al ventanal por donde contemplo la parte de mundo que me corresponde, veo que permanece inactivo y silencioso el ordenador que en días mejores me provocaba constantemente, sin apenas dejarme respiro, ni tiempo para el descanso. Solo se escuchaba el excitante y rápido sonido de las teclas describiendo sobre la pantalla iluminada las imágenes que brotaban como un manantial de agua fresca de mi exuberante imaginación. Entonces esta máquina era una extensión de mi mente y de mi espíritu, ahora es un vulgar ordenador, como hay miles, sin alma y sin actividad, porque ya no tengo nada que contar.
El teclado me parecían un universo, con el que se podían expresar hasta los más recónditos pensamientos filosóficos, escribir los más apasionados diálogos, o describir los más bellos escenarios. Todo estaba allí, a la vista, solo había que elegir las letras adecuadas, en la forma más acertada y con el ritmo también adecuado. Esa era otra vida. Cada personaje que salía de ese ahora inerte teclado trastocaba completamente la realidad: ellos eran los reales, lo demás era un sueño. Los sentía tan vivos que muchas veces los invocaba convencido de que aparecerían en mi habitación, y discutiríamos sobre su futuro como personaje de la novela. Siempre tuve la sensación de que no estaban conformes con su papel, porque yo nunca llegué a conocerlos como realmente eran, a pesar de que yo mismo los había creado. Pero eso fue antes del diagnóstico; antes de que mi caminar se hiciera torpe y descompasado; mucho antes de que los primeros síntomas de mi enfermedad me hicieran perder el sentido por causa de un intenso dolor surgido de alguna parte imprecisa del interior de mi cuerpo. Pero yo presentí mi enfermedad mucho años antes. Posiblemente tuve el presentimiento ya desde mi nacimiento, por eso viví con urgencia, escribí con urgencia y también envejecí con la misma urgencia. Ahora ya puedo descansar y tranquilizarme, ya no hay razón para la urgencia.
5. Una muerte digna
He desechado toda esperanza. Sé que voy a morir, pero en contra de mi voluntad. No puedo aceptar que la naturaleza decida por mí. Tengo que anticiparme a sus ciegos impulsos; a su destrucción irracional. Solo yo puedo decidir cuándo y cómo debo morir. Es un pensamiento que me horroriza, pero tal vez deba poner yo mismo fin a mi vida. ¿Suicidarme? ¿Sería capaz de hacerlo? Pero ¿cómo? No quiero tener una muerte violenta. ¿Recurriendo a los sedantes? Pero, sabiendo mi situación ningún médico me los recetaría. Nunca pensé que fuera tan difícil atentar contra la propia vida. Envidio a los que tienen la fortuna de morir durante el sueño, porque la mayor dificultad de un suicida es tomar la última decisión de su vida, porque no es posible rectificar. Tal vez podría recurrir a la eutanasia, pero no quiero morir donde la ley lo permite, ni que mi muerte sea un intercambio comercial. Desearía morir junto al mar, al atardecer de un crepúsculo otoñal, para llevarme su belleza a la eternidad. ¿No se cumplen los deseos de un moribundo? ¿Por qué no pueden cumplirse los míos?
Pero estoy hablando de mí; planeando mi muerte por mis propias manos y por mi voluntad. Pretendo ser yo mismo el homicida que destruya todo cuanto he creado; acabar con el fruto de mis ilusiones juveniles, mis ambiciones consumadas tras muchos años de soledad y tristeza, con mis gratos recuerdos. Al menos si me mata la naturaleza yo no seré responsable de este homicidio. No, no puedo atentar contra mí mismo. Ningún árbol destruiría sus propios frutos.
Pero si no tengo el valor suficiente para atentar contra mi cuerpo, tengo que acallar mi conciencia, limitar los lúgubres pensamientos y cerrar los ojos de la imaginación, la única responsable de mis sufrimientos, porque no sufrimos si no imaginamos. ¿Entonces, tengo que dejar que esta terrible enfermedad siga su curso? ¿Cómo soportaré esta larga agonía? ¿Con qué estímulo contaré? No me puedo imaginar esperar impasible la muerte postrado en la cama de un hospital, con la mente aturdida por los analgésicos y la vista nublada, tontamente fija en algún punto de la habitación. No, esa no es una forma digna de morir. Debe de haber otra forma más humana y menos dolorosa. Puede que la única forma digna de morir sea en aquel lugar que llames tu hogar, y estar junto a quién sienta verdadero afecto por ti; que puedas estrechar su mano hasta que en el último suspiro se pierda su contacto, porque es a través de las manos como las almas se comunican y expresan sus deseos y sentimientos, de esta manera te puedes llevar su afecto y su sonrisa a la eternidad, aunque mis ojos ya no vean, mis oídos ya no escuchen y mi cuerpo ya no sienta nada. ¡Esa es la única forma digna de morir!
Una sabia reflexión pero inútil, porque yo no tengo un hogar ni nadie que sienta tanto afecto por mí. Este apartamento no es un hogar, porque falta lo esencial: una mujer. Solo es un lugar de residencia; un confortable refugio; el espacio adecuado para un escritor; una jaula dorada donde dejar libre la imaginación. Solo una mujer puede convertir la sala de espera de una estación en un hogar, porque ella es el hogar. Está entre su brazos, en su seno, en su energía femenina. El hogar está en el lecho donde yace una mujer.
En cuanto a alguien que sienta por mí tanto afecto como para velar mi agonía y estrechar la débil mano de un moribundo, lamentablemente hace muchos años que no sé nada de ella. Fue mi primer y único amor, la persona que estimuló mi imaginación y mi creatividad. A ella le debo lo que soy y los recuerdos que han inspirados la mayoría de mis novelas. Pero por entonces mi ciega ambición era más fuerte que mis sentimientos. Nos unió y nos separó nuestra pasión por la literatura. Los dos teníamos confianza en nuestro talento y no teníamos la menor duda sobre nuestros futuros éxitos. Nuestra relación le inspiró sus mejores poemas, por lo que yo me sentía halagado y transportado a otro mundo, pero la providencia le tenía reservado un doloroso destino.
También fue fruto de nuestra relación el argumento de mi primera novela: la historia de una poetisa fracasada que describe en su último poema su suicidio. ¡Una amarga paradoja del destino! Ella me ayudó a corregir mis notables defectos literarios de principiante, incluso mecanografió el manuscrito y me sugirió que lo enviase a un conocido concurso literario para principiantes. Compartía mis ilusiones y mis ambiciones con generosidad y sin la menor sombra de envidia. Se entregó por entero a esta labor, que finalmente dio sus inesperados frutos: ¡Gané el primer premio! Lo que siguió después es la causa de mis remordimientos y que nunca podré perdonarme.
Una reconocida agente literaria se interesó por mí, y me aseguró que tenía un gran talento literario y que en uno o dos años haría de mi el escritor más leído y admirado de aquella época. Yo me sentí profundamente halagado y acepté su apuesta. Ella me sugirió el tema de mi segunda novela: una historia romántica con final feliz, y yo no tuve dificultad en imaginar el argumento, tan solo tenía que añadir algunas escenas nuevas a mis propias vivencias personales. En esta segunda novela fue ella quien revisó y corrigió los numerosos defectos de estilo y errores gramaticales del primer manuscrito. Solíamos trabajar en su propia casa, en un ambiente de intimidad y familiaridad, creado para seducirme y hacerme caer literalmente en sus brazos. No solo había visto en mí un escritor con talento, sino también un amante.
Desgraciadamente para mi fiel compañera, mi agente era una mujer con el atractivo de las mujeres maduras todavía bellas, con un espíritu joven y una gran experiencia en las artes de la seducción, por lo que fue imposible resistirme. En poco tiempo consiguió dominar completamente mi voluntad. Pasaba los días en un frenético programa de promoción de mi novela que apenas me permitía dedicar unos minutos al recuerdo de otra mujer que debía sufrir en silencio cada vez que mi imagen, con una sonrisa estudiada de triunfador prepotente, aparecía en algún medio de comunicación. Los pocos momentos que no dedicaba a mi promoción tenía que ocuparlos en satisfacer sus deseos, siempre insatisfechos, no como mi agente sino como mi amante.
Aunque había momentos en que era consciente de mi desleal comportamiento, no pude renunciar a la vanidosa sensación de estar por encima de la gente común; de dominar sus voluntades, convirtiéndolos en aduladores y en mis admiradores. Desde entonces no ha habido paz para mi espíritu y no he conocido ni la verdadera amistad ni mucho menos, el apasionado sentimiento del amor. Ahora ya es demasiado tarde, porque tanto la amistad como el amor son como una bella planta, necesita tiempo para florecer.
6. Recuerdos
A veces me pregunto qué hubiera sido de mí si no hubiera ganado aquel inesperado premio. Posiblemente estaría casado, tendría dos o tres hijos, un abdomen más prominente y podría haber encontrado un buen empleo en una compañía de seguros, donde ya habría ascendido a subdirector. Viviríamos en una bonita casa con suficientes habitaciones para todos, situada en un tranquilo suburbio residencial. Tendríamos dos perros, un histérico Yorkshire de mi mujer y otro de una raza más grande, además de un gato siamés. Dos de mis hijos irían ya a la Universidad. El mayor estudiaría Derecho, y tendría ya asegurado un empleo en mi empresa, y mi hija mediana estudiaría periodismo, porque creería tener vocación de escritora, y ya habría publicado en la red un libro de tema romántico.
La pequeña, porque muy probablemente tendríamos dos hembras, estaría todavía en el Instituto y llevaría una prótesis dental para corregir la desviación de su dentadura. Mi mujer sería presidenta de alguna asociación cultural, y cada primer sábado de mes nuestro amplio salón se convertiría en una sala de reuniones, donde una docena de activas madres de familia, y algún viudo jubilado, discutirían los detalles de un ambicioso programa cultural. Tendríamos una buena relación con nuestros vecinos. Él podría ser un alto ejecutivo de una multinacional de alimentos para mascotas, y ella regentaría una pequeña boutique de ropa exclusiva, dentro de nuestra zona residencial, que con toda probabilidad sería un negocio ruinoso.
Cada verano mi mujer, yo y nuestra hija pequeña pasaríamos dos semanas en una popular localidad de la costa, donde tendríamos reservado cada año un apartamento en el piso 15 de un edificio en la tercera línea de mar, mientras nuestros hijos mayores aprovecharían el verano para seguir cursos intensivos de inglés en Londres o en Nueva York.
¿Es eso lo que me he perdido? No; es una suposición demasiado convencional que yo nunca hubiera aceptado. Pero no quiero pensar en lo que hubiera podido ser mi vida con aquella mujer como si se tratara del argumento de una de mis novelas. Ella es una persona y no debo confundirla con un personaje; nuestra relación no fue una novela. A veces no sé distinguir el sueño de la realidad, porque los recuerdos con el tiempo se vuelven sueños, y los sueños con el tiempo se hacen realidad.
Todo hubiera podido ser distinto si yo no hubiera sido tan ciego y ambicioso y no hubiera caído en los brazos de mi agente literaria. Pero pronto su avidez por sentirse joven y atractiva no encontraba ya en mí el estímulo suficiente, y se buscó un nuevo amante, otro joven escritor ambicioso.
No sentí en absoluto su traición, más bien supuso una liberación, porque yo también necesitaba nuevos estímulos para proseguir la meteórica ascensión de mi popularidad. Entonces intenté recuperar mi primer amor, pero perdí su rastro, daba la impresión de que había emigrado a otro planeta o se la había tragado la tierra, porque se había ausentado de todos los medios que pudieran identificar su paradero. Desalentado por la inútil búsqueda, intenté buscar consuelo en alguna de mis jóvenes admiradoras. No me fue difícil seducirlas, incluso podía elegir entre las muchas jovencitas que me idolatraban. No la elegí por su inteligencia sino por su cuerpo, porque mi capacidad para amar había quedado anulada por mi traición. Por desgracia, a pesar de su atractivo, mi constante remordimiento me hacía impotente e insensible, por lo que mi relación con mis jóvenes amantes era breve y frustrante.
Mis remordimientos me llevaron a aceptar la soledad y me entregué en cuerpo y alma a mi trabajo. Pero cambió radicalmente la temática de mis novelas, los anteriores argumentos tenían siempre un final feliz, los nuevos se tornaron desdichados, negativos y con finales trágicos, en los que invariablemente moría el protagonista de la historia. Pero lejos de decaer mi popularidad siguió creciendo, porque en nuestra época apenas se conocen relaciones con un final feliz, y mis lectores se identificaban mejor con el nuevo giro dramático de mis trágicos argumentos.
7. Ella
Sí, a pesar de todos estos años, todavía guardo viva su imagen, porque ella ha sido la que ha inspirado mis más entrañables personajes femeninos. La he descrito tantas veces que no podría olvidarla aunque me lo propusiera. Y si mi memoria me jugara una mala pasada y borrase su imagen, solo tengo que leer una y otra vez las novelas donde ella está presente para volver a recuperarla intacta, tal como la he tenido guardada estos últimos veinte años. Pero los años pasan y dejan su horrible huella. Puede que si me cruzase con ella en la calle no la reconocería. ¿Qué estragos habrá hecho el tiempo en su rostro aniñado y en sus mejillas sonrosadas? ¿Cómo serán aquellos labios carnosos e irresistibles? ¿Y de qué color serán sus rubios cabellos rizados, siempre alborotados, que se enredaban entre mis dedos? ¿Y sus senos, menudos pero sensuales? Lo que no ha debido cambiar es su mirada sincera y tierna, ni el color azul de sus ojos. ¡Cuánto la he añorado en mis largas noches de insomnio dando vida a personajes con sus cualidades! ¡Cuánto hubiera dado por sentir sus manos en mis hombros doloridos por aquellas interminables horas intentando recrear el mundo con las fantasías de mi agotada imaginación! ¡Y cuántas mañanas he amanecido abrazado a la almohada, despertando de un sueño en que yo la tomaba entre mis brazos, y tumbados sobre un oloroso césped recién cortado, contemplábamos un cielo azul impoluto, que nuestros ojos apenas podían contemplar una ínfima parte de su inmensidad.
La conocí en la cantina de la facultad un día de principios de la primavera de 1997, el año que Darío Fo ganó el premio Nobel de literatura, y que secretamente yo aspiraba a ganar algún día. Ella estaba delante de mí en la fila de la cafetería y pretendía coger su taza de café y un enorme pastel de nata y fresas con una sola mano, porque la otra sujetaba varios libros de poesía. Yo me ofrecí a sujetarle los libros, pero lo rechazó. Finalmente, y como era de temer, la taza de café, el pastel y sus preciados libros rodaron por el suelo. Entonces sí aceptó mi ayuda. Mientras ella limpiaba los trozos de tarta que habían embadurnado los libros, yo conseguí una nueva taza de café y la última porción de tarta que quedaba. Pero quiso el destino que aquella mañana de principios de la primavera ella se quedase sin su café y su deliciosa tarta de nata y fresas, porque tropecé con una silla descolocada y, una vez más, café y pastel fueron a parar al suelo. Aquella coincidencia en nuestra torpeza lo interpretamos como una señal del destino, de que estábamos hechos el uno para el otro.
Los días y meses que siguieron a nuestro accidentado encuentro fueron simplemente gloriosos. Nos descubrimos nuestras respectivas vocaciones y ambiciones, y acordamos, sellado con un beso, recorrer juntos el camino hacia la gloria, que nuestro optimismo juvenil daba por conquistada. Solíamos sentarnos sobre el mullido césped de nuestro campus y nos intercambiábamos cuartillas con nuestros respectivas creaciones. Yo leía y valoraba sus poesías y ella leía mis narraciones y las comentábamos en acaloradas discusiones literarias. Todavía hoy recuerdo uno de sus poemas, dedicado a mí, naturalmente:
Si tu corazón fuera espuma, yo sería océano;
Si tu alma fuera cielo, yo sería nube;
Si tu mirada fuera lluvia, yo sería campo;
Si tus manos fueran agua, yo sería sed.
Acudíamos a todos los actos culturales relacionados con la literatura, y éramos considerados «Les enfants terribles» de las presentaciones de libros, por nuestras exhaustivas preguntas. Creo que los autores nos temían. No nos perdíamos ninguna película biográficas de escritores. Hacíamos planes para el futuro, para cuando fuéramos ricos y famosos. Acordamos que pasaríamos medio año en París y el otro medio en Mallorca, en una pequeña casa sobre algún acantilado y que desde la ventana del dormitorio se pudiera contemplar el amanecer en el mar Mediterráneo. Incluso habíamos decidido tener nuestro primer hijo cuando yo cumpliese 30 años, y tener tiempo suficiente para consolidar nuestras respectivas carreras literarias.
Todas esas maravillosas fantasías sucedían antes de que yo ganara aquel maldito premio. Ahora me doy cuenta de que estaba seguro de cómo sería mi brillante porvenir con toda clase de detalles, pero no estaba seguro de cómo era yo, y apenas soporté la primera prueba que el destino puso en mi camino.
8. El mensaje
Apenas he tenido tiempo de reflexionar y ser plenamente consciente de mi lamentable destino y mañana tengo que presentarme en público y hacer la presentación de mi última novela. Soy el esclavo de mi propio éxito, preso de las cláusulas de un draconiano contrato. Hace mucho que he dejado de ser libre para convertirme en un esclavo admirado.
Daría todo lo que poseo para volver atrás y reemprender mi vida junto ella, y que nunca hubiera tenido la torpeza de presentar mi primera novela y un concurso literario, para tener la desgracia de ganarlo. Pero ya es demasiado tarde. Ahora volveré a ser portada de las revistas especializadas, pero para anunciar mi inevitable muerte. Se escribirán panegíricos llenos de elogios y virtudes que seguramente no tengo, pero a los muertos se les ensalza o se les mancilla, pero rara vez se les respeta.
Seguramente que se triplicarán las ventas de mis libros, por lo que mi prematura muerte es un magnífico negocio para mi editorial, para las imprentas y para las librerías. Estos llorarán mi muerte con lágrimas de cocodrilo. Mi agente me visitará repetidas veces para asegurarse su comisión tras de mi muerte. El editor también me visitará, y con afectada tristeza, me hará firmar un nuevo contrato para asegurarse la exclusiva de mis libros cuando deje este mundo. Recibiré miles de condolencias de mis admiradores, y serán tan hipócritas que desearán mi pronta mejoría, pero en el fondo mi muerte es mucho más morbosa y excitante para ellos.
¿Y qué será de mi obra? ¿Cuánto tiempo permanecerá en la memoria de mis actuales admiradores? Un escritor muerto solo es rentable mientras dure sus funerales y homenajes, después otros escritores vivos ocuparán mi vacío, y seguramente serán víctimas de mi misma enfermedad. No es probable que me sobreviva mucho tiempo. Siempre he tenido la sensación de que estaba escribiendo lo que los lectores querían leer no lo que yo deseaba escribir. Nunca sabré que clase de escritor soy porque realmente nunca me he puesto a prueba. Todo ha resultado demasiado fácil para ser importante. No hay mayor desgracia para un escritor de vocación que ganar un concurso a una temprana edad ni peor tortura que triunfar en algo que no te gusta. Para escribir lo que te dicta tu propia intuición es necesario no pensar en los lectores por lo menos hasta haber cumplido los cuarenta. Yo soy una de esas víctimas.
Intento apartar de mi mente estos patéticos pensamientos leyendo alguno de los numerosos mensajes que recibo cada día. Hoy no quiero leer ese coro de elogios de los que parecen haber nacido para admirar a cualquiera que tenga su nombre impreso en algún lugar que no sea su documento de identidad o en el buzón del correo postal. La mayoría me admiran solo porque tengo otros cientos de admiradores y seguidores, pero en realidad no saben por qué me admiran. Todos esperan lo mismo de mí: una pocas palabras de respuesta del mito al que están subyugados para sentirse bendecidos por la gracia divina. Las de estos admiradores incondicionales son una breves frases que deben tener guardadas en la memoria del ordenador para enviarlas a sus escritores favoritos: «Muy buena su última novela», «Me ha enganchado su última novela», «He disfrutado con su última novela», «Me ha encantado su última novela»; etc. ¿Y qué puedo responder? Les podría dar unas enormes gracias y que se las repartan entre ellos.
Pero hay un mensaje que llama mi atención. Es el de una joven. No puedo explicarlo, pero su imagen me produce desasosiego e inquietud. Tal vez sea porque hay algo común en nuestros rasgos; o por su altiva y provocadora mirada, y sin embargo, hay algo de dulzura en su rostro. Tengo la impresión de que su arrogancia oculta una personalidad vulnerable. Casi no me atrevo a leer su mensaje, presiento que no será favorable y no tengo el día para soportar críticas. Después de todo los elogios son un bálsamo, no curan pero calman; las críticas son una amarga medicina, saben mal pero curan. Me atrevo a leerlo:
«Hola, soy una aspirante a escritora que ha leído todas sus novelas y en mi modesta opinión solo hay una que tiene una buena motivación: la primera, el resto son aceptables, pero carecen de esta importante cualidad. Parece como si después de la primera novela usted hubiera perdido la motivación de la primera. En cuanto a su última novela, lamento decirle que parece como si hubiera perdido tanto la motivación como la inspiración. Disculpe que sea tan sincera, pero esa es mi opinión. Noemí.»
Quién quiera que seas, Noemí, ¡has descubierto mi secreto mejor guardado! Confieso que esta severa crítica de una jovencita arrogante y engreída me ha afectado. No debería preocuparme, todas la invitaciones para la presentación de mi nueva novela están reservadas desde hace una semana, y las críticas no han sido muy efusivas pero tampoco malas, pero lo que me sorprende es la seguridad de sus juicios, que coinciden plenamente con la realidad de mi carrera literaria. Es cierto que las novelas posteriores a la primera las escribí influenciado por mi agente literario, no por un ser humano, y que no las escribió el artista sino el profesional con un buen estilo. Y ese rostro... esa expresión... esos rasgos tan similares a los míos; la frente despejada, los hoyuelos de las mejillas y la ligera caída de los párpados... son idénticos. Pero me pregunto ¿quién es esta misteriosa Noemí? No hay nada en su perfil que la identifique, ni dónde estudió, ni donde vive, ni fotografías, ni un blog; ¡nada! Le respondo:
«Estimada Noemí, tu dura crítica ha herido mi amor propio, pero agradezco tu sinceridad. No me cabe la menor de que serás una gran escritora. Soy consciente de que ninguna de mis novelas merecerá ni un modesto rincón de la posteridad. Si escribiera pensando en la posteridad perdería prácticamente todos mis lectores. En los tiempos que nos ha tocado vivir ningún escritor puede estar por encima del nivel intelectual de sus lectores, porque de ser así les haría sentirse culpables e ignorantes. Si apareces media docena de veces en un canal de televisión de gran audiencia y tienes algún atractivo físico, te conviertes automáticamente en el ídolo de millares de personas que han nacido para ser seguidores. Los medios tienen tanto poder que si se lo propusieran harían que ganara el premio Nobel el redactor de las crónicas de sucesos de un periódico de provincias. Si los medios te han idealizado, puedes escribir cualquier cosa, porque no dejarán de admirarte. Mi última novela no es brillante, es tan normal y corriente como los lectores normales y corrientes que disfrutaran con su lectura, porque habla en su mismo idioma, tiene sus mismos vicios y virtudes. En fin, esa es la novela que ellos mismos escribirían, pero yo les he ahorrado ese penoso trabajo. La mayoría de los escritores actuales no perseguimos a los lectores sino a los periodistas y a los creadores de imagen, que son los que realmente gobiernan el mundo. Si sueñas con ser una escritora fuera de lo común, tu vida transcurrirá dentro de ese mismo sueño fuera de lo común, y nunca podrás vivir en la realidad. Espero tu comprensión. Un afectuoso saludo»
Lo envío. Me parece una buena réplica, pero tengo que admitir que su crítica tiene fundamento. No debo mi fama a mi supuesto talento sino a la popularidad que me dio mi primera novela, y que ella me inspiró, y el inteligente marketing de mi protectora. Yo no tengo más mérito que haber sabido interpretar sus consejos, su profundo conocimiento de la psicología de los lectores y sus acertadas ideas, con mi capacidad para escribirlos con un estilo aceptable. Pero estoy seguro de que habrá cientos de escritores con mucho más talento que yo que no han tenido mi misma suerte.
Acabo de recibir un nuevo mensaje de Noemí. Me pregunto cómo habrá interpretado mi réplica. Podría borrarlo. Después de todo es solo la opinión de una joven inmadura, no tengo por qué tenerla en consideración. Me sobran los admiradores y ya no me preocupa ni el éxito ni el fracaso, porque ya no habrá más novelas que criticar. Ella lleva razón: carezco de musa y de inspiración. Pero siento curiosidad por conocer su opinión y lo abro:
«Sí, las buenas novelas necesitan buenos lectores, por eso son tan escasas. Pero los buenos escritores hacen los buenos lectores, y si escribe usted novelas mediocres siempre tendrá lectores mediocres. Espero con gran interés escuchar sus opiniones en la presentación de su nueva novela. Un cordial saludo y nos vemos mañana. Noemí.»
Me hiere, pero lo acepto. Lleva toda la razón: cada lector tiene el autor que se merece. Sin duda yo soy uno de los culpables de la mediocridad de los lectores, porque me he conformado con sus halagos sin preocuparme si eran o no fundados. Ya es demasiado tarde para rectificar. ¿Qué puedo decir yo sobre la novela si no he escrito jamás una verdadera novela?
9. Alucinaciones
Otra interminable noche en vela. Veo misteriosas sombras que se deslizan sigilosas en torno a mi cama. Sin duda que padezco alucinaciones. He tenido que ocultar todas las imágenes que decoraban esta habitación, porque al contemplarlas parecía como si se movieran y salieran de sus marcos. A veces contemplo mis manos y me parece que son de otra persona y no las mías. Cualquier pequeño objeto se convierte en un insecto que se arrastra por los estantes de mi librería, o por la mesa de mi estudio, incluso los veo moverse sobre la colcha de mi cama. Sé que son simples alucinaciones causadas por mi vista cansada y mi ánimo deprimido, pero me angustian. No puedo soportar este sufrimiento hasta el día de mi muerte. Tengo que hacer algo. Necesito su perdón. Tengo que encontrarla aunque tenga que ba jar a los mismísimos infiernos, de los que estoy ya a solo un paso.
¿Por qué no se ha puesto en contacto conmigo en todos estos años? Soy un personaje público. Ella ha debido de saber cómo ponerse en contacto conmigo. Una herida no puede estar abierta durante veinte años. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero no dicen qué clase de heridas son las que cura. Hay algunas por las que, al parecer, no pasa el tiempo, y probablemente algunas de ella sean la deslealtad y la traición. Pero también puede estar ya casada y con familia, y ya no sienta ningún interés por mí. O, quién sabe, y me angustia el solo pensamiento, pero puede estar ya muerta.
Los fantasmas siguen rondando mi cama. Parece como si todos los espíritus se confabulasen contra mí para acabar con mi poco juicio que me queda, pero resistiré; no es un buen momento para la locura. He tomado de la estantería mi última novela y leo el pasaje en que la heroína descubre que su amante le engaña. Es una historia de amor corriente, y también en la vida real el engaño es corriente, y yo tengo vivencias personales como para escribir con realismo estas escenas.
Otro amanecer sin ninguna razón para el optimismo. He debido dormir dos o tres horas, pero me siento cansado y dolorido, porque las pocas horas que he conciliado el sueño han estado ocupadas por una horrible pesadilla. Afortunadamente solo puedo recordar los instantes finales. Yo estaba postrado en la cama de un hospital, pero la habitación estaba pintada de rojo y una enfermera sin rostro me inyectaba una dosis de morfina. Enfrente de mi lecho se podían ver escenas de un carnicero degollando cerdos. Los cerdos hablaban y preguntaban al carnicero: «¿Por qué yo?» Pero el carnicero no escuchaba sus lamentos y descargaba uno tras otro sus golpes mortales. Incomprensiblemente me llegaba el turno a mí, y volví a hacerle la misma angustiosa pregunta: «¿Por qué yo?» Con el mismo resultado.
Y el carnicero se preparaba para asentar su golpe mortal, cuando súbitamente se transformó en ella, sonriente, tal como la vi por última vez en el campus. Me acarició mi aturdida cabeza. Me contempló unos instantes, y apenas como un susurro, exclamó:
«Despliega sus alas el ángel de la muerte,
porque tiene un importante encargo de Lucifer.
Cuando estés suspendido por sus mortíferas garras,
no lloraré por ti sino por mí,
pues no podré acompañarte a los infiernos,
como era mi deseo.»
Y se desvaneció, transformándose en el carnicero, quién de nuevo se disponía a asentar su golpe mortal cuando afortunadamente una llamada de mi móvil me despertó de este horrible sueño. Es mi actual agente literario.
—Perdona que te llame a estas horas, pero quiero que sepas que lo siento; ¡lo siento de veras! —su ambiguo mensaje me causa una gran inquietud— ¡Siento lo de tu diagnóstico!
—¿Cómo sabes lo de mi diagnóstico?
—¡Alguien del hospital ha filtrado la noticia de tu enfermedad incurable y está circulando por todas las redes sociales! ¡No sabía que fuera tan grave! ¡Créeme que lo siento; no sé qué decir..! —mi agente se cree en la obligación de hacerse cargo de situación y comenta visiblemente afectado—: Si no te encuentras bien podemos cancelar la presentación.
Pero esto significaría incumplir el contrato con la editorial y nos traería muchos males de cabeza. Solo la muerte puede ser una justificación legal. No, tengo que hacer la presentación. Tarde o temprano sabrán mi estado de salud. Un escritor sin un contrato es libre de hacer lo que le venga en gana, porque no tiene nada publicado. En cambio un escritor con un contrato y que ha publicado tiene algo que justifica su esclavitud. Escribimos para tener un motivo para perder nuestra libertad. Así de paradójico es el mundo del escritor. Quedamos en desayunar juntos en un café cercano a mi apartamento.
Mi agente ha venido acompañado de una joven que me ha causado una gran impresión. Pero no por su belleza, sino por su aspecto y curioso atuendo. Viste una amplia cazadora de piel de un llamativo color escarlata, que contrasta con su cabello negro y lacio, recortado a la altura de su nuca, pálida como la nieve. Lleva unos ajustados leotardos, negros, y una falda también negra que le cubre una escasa parte de sus muslos. Pero lo más llamativo son sus enormes botas de estilo militar, que ata con cordones también de color rojo. En cuanto a su rostro, me parece vulgar, sin nada que destacar. Tengo la impresión de que con esa llamativa vestimenta pretende que no prestemos atención a su rostro, que ella misma debe ser consciente de su falta de atractivo o encanto. Sin embargo su mirada y sus gestos son sencillos y francos. Solo por su forma de saludar deduzco que es culta e inteligente.
La joven es la última representada de mi agente. Según él tiene talento. Ha querido que nos acompañase en nuestra entrevista porque necesita introducirse en el mundo de la literatura, y ha considerado que yo soy un buen comienzo. La joven parece algo intimidada por mi presencia. Ha derramado su café dos veces al agitarlo con demasiada energía. No se atreve a mirarme de frente, y no aparta su mirada de su agitada taza de café. Me pregunto qué estará pensando. Espera que yo le dirija la palabra y la verdad es que no sé de qué podemos hablar, que no sea sobre el tiempo.
Rompo el silencio comentando que está siendo un otoño muy húmedo. La joven asiente con un leve movimiento de cabeza, pero solo por cortesía. Mi trivial observación confunde a mi agente, que no quiere perder el tiempo con estas nimiedades. De un bolsillo de su chaqueta saca un recorte de periódico y me lo entrega. Es la última crítica publicada sobre mi novela. Le pido que me la resuma, para eso tengo un agente:
—Es buena —asegura, sin ocultar la satisfacción del hombre de negocios—, incluso sugiere que puede ser la novela del año.
No lo comento con mi agente, pero sospecho que este crítico debe cobrar un cheque cada mes de mi editorial, y no quiere enemistarse con ellos. Ya quedan pocos críticos honestos, o si lo son, ignoran los fundamentos de la literatura. Por el bien de este arte milenario hubiera preferido una mala crítica, como se merece esta novela. En otra ocasión me hubiera alegrado, pero ahora que debo rendir cuentas a mi conciencia de todos mis actos, me entristece, porque también ahora tiene sentido la sabia frase: «Ha llegado la hora de la verdad». Y la verdad es que es una mala novela.
La joven escritora me felicita y asegura que lo merezco, y parece esperar mi agradecimiento. Creo que está tratando de sugerir algún tema de conversación en el que ella pueda participar.
—Perdone que me entrometa —se decide por fin a intervenir—, pero a mí también me parece una buena novela.
Le pregunto qué le motiva esa opinión.
—Está bien escrita y los personajes están muy bien caracterizados —responde algo azorada, porque no esperaba mi pregunta—. Tiene descripciones muy bien dibujadas y los diálogos son muy naturales. Sí, creo que su última novela es muy buena.
Es evidente que esta jovencita pertenece a esta generación en que son raros los ideales, porque ha omitido lo fundamental: El argumento. Una poesía no necesita argumentos, le basta con las palabras, pero una novela no puede existir sin argumento. El argumento es lo que vincula la ficción con la realidad, y una buena novela debe ser testigo de la realidad de su tiempo a través del argumento; del compromiso del autor con su tiempo. Si no existe esta vinculación, no puede trascender de su inmediatez, y en lugar de una novela escribimos un panfleto de trescientas páginas, decorado con una sugestiva portada, y con un precio injustificado. No le expongo esta idea porque muy probablemente ella no se sienta comprometida con su época. Le pregunto qué opina del argumento y parece meditar la respuesta:
—Es un tema clásico —responde sin demasiada convicción—. La traición del ser a quién amamos. Es un buen argumento.
Pero es una descortesía que no muestre interés por su trabajo. También estoy interesado por su idea de la literatura. Le pregunto cuál es el género de la literatura que más le atrae, y sin apenas dejarme terminar la frase, responde:
—¡La novela, por supuesto!
Debe ser así, porque su rostro se ha transfigurado con el encanto que da el entusiasmo. Parece complacida por mi interés; es evidente que deseaba comunicarse conmigo, pero de escritor a escritora. Ya lo ha conseguido. Le pregunto cuál es la razón de su entusiasmo por la narrativa, y su respuesta no deja lugar a dudas:
—Solo con la novela se puede contar una historia compleja y que sea un mundo completo. El cuento es muy breve y el relato solo puede contar una parte de ese mundo.
Sin duda esta joven sabe lo que quiere. Ahora veremos si también sabe por qué lo quiere. Le pregunto por su motivación.
—¿Mi motivación? Nunca me he hecho esta pregunta. ¡Creo que nací ya motivada por el amor por la literatura! Tengo muchas razones para estar motivada —responde mostrando una súbita y asombrosa seguridad en sí misma—. Pero tal vez la principal es que a través de la literatura se pueden trasmitir muchos valores que pueden ayudar a que cada generación sea moralmente superior a la anterior.
Es una buena respuesta. Me he equivocado con esta joven y la he subestimado. Le hago la última pregunta: —¿Y qué es para ti la literatura?
—La literatura es un modo de contar historias que provoquen en el lector el sentimiento de la belleza del lenguaje, la creatividad de la imaginación y el entendimiento de la realidad en la que vienen o desean vivir. Cuando las palabras no impiden a la imaginación ver, escuchar o sentir lo que estás leyendo, porque todas están en perfecta harmonía, sin que sobre o falte alguna. Esa es mi opinión.
Su respuesta me ha impresionado, y felicito a mi agente por su acertada elección. La joven está fuera de lo común, pero eso no quiere decir que tenga el éxito que sin duda merece.
10. El paseo
Me despido de mi agente y de su joven acompañante, a quien le doy ánimos para continuar porque creo que tiene el talento necesario para el éxito, pero también le advierto del precio que deberá pagar por su pasión. Advertencia inútil, porque la pasión desborda todo intento de contención. Seguirá su camino sin tener en cuenta mis advertencias. Mi agente me pregunta qué pienso hacer hasta la hora de la presentación, y si me apetecería que almorzásemos también juntos. Tal vez esté pensando que no es un día para dejarme solo y necesite compañía. Le digo que había pensado dar un largo paseo por el parque, pero rechazo su invitación; nunca me han gustado los restaurantes. La joven también parece preocupada por mí estado de ánimo y me hace una tentadora oferta: Le gustaría acompañarme en mi paseo y después ir a su apartamento, donde cocinará para mí una de las especialidades de su región. Me parece un buen programa y acepto. Noto en su invitación el deseo de comunicarme sus inquietudes y enseñarme sus obras para conocer mi opinión, pero también un súbito afecto por mí, que debe tener una gran dosis de compasión.
Está nublado y a intervalos se abren claros por los que penetra la luz del sol, y todo el follaje se ilumina como si fuera un fresco pintado por algún genio de los que probablemente habiten en este parque. Mi joven acompañante parece sentirse feliz por haber aceptado su invitación, y camina a mi lado pero en silencio. Tengo la impresión de que ya ha conseguido su propósito y no cree necesario más argumentos o razones para convencerme. No hay duda de que me admira, lo que me hace sentir incómodo. Ninguna persona es más admirable que otra, lo que se admira son los resultados de su educación, intuición o creatividad, pero no el ser humano en sí. Puesto que todos merecemos el mismo respeto y consideración, no puede haber unos más admirables que otros.
Intento hacérselo ver con una comprometida pregunta personal:
—Me encantaría saber qué idea tienes formada sobre mí; y ¿por qué tenías interés en conocerme personalmente?
La pregunta la ha cogido desprevenida. Medita unos instantes su respuesta, perdiendo la mirada en un punto indefinido del frondoso paseo, esbozando una sonrisa que debe surgir de sus pensamientos. Se vuelve hacia mí, me clava literalmente con su mirada, y no duda en su sorprendente respuesta:
—¡Porque estoy enamorada de usted!
Ahora el sorprendido soy yo, pero los años me han hecho escéptico y limitar mi capacidad de sentir afecto por los demás. Pero hay otra razón para que rechace su sorprendente declaración: no tengo otra misión en lo que me resta de vida que encontrar a la mujer a quien debo lo que esta joven admira. Mientras no pague mi deuda mis sentimientos están bloqueados. Se lo hago saber de la manera menos dolorosa posible:
—A veces los escritores vivimos nuestras fantasías como si fueran realidad. Seguro que a quien amas es a algún personaje de tus novelas que se parece a mí.
Pero su respuesta me sorprende todavía más que la primera:
—Yo le he dicho que estoy enamorada de usted, pero no que usted esté enamorado de mí. No puede usted impedir que le ame, pero yo tampoco puedo impedir que usted no sienta ningún afecto por mí. Sé que no me encuentra atractiva, incluso puede que me considere fea, y no le guste mi manera de vestir. Yo elijo a quién amar, pero no pretendo que además sea mi amante. Me conformo con poder pasear a su lado, y si le apetece, probar mis guisos, ¡pero debe saber que le amo!
Es sublime su generosidad: entrega sus sentimientos a cambio de acompañar el vacilante paso de un moribundo, y tener un comensal en su mesa. Sin duda que esta joven poco agraciada tiene un corazón inmenso y puede permitirse derrochar sus afectos. No debo permitir este derroche, puede que más adelante los necesite para ella misma.
—Pero tú misma has sido testigo de que te has enamorado de un enfermo que pronto dejará este mundo!
—Lo sé, y siento una gran tristeza, pero usted también es escritor y hace que se amen personas que solo existen en su imaginación. ¿Por qué no puedo hacer yo lo mismo? Cuando llegue el lamentable día en que usted se haya ido, yo seguiré teniéndolo en mi imaginación, y seguiré amándole como le amo ahora.
Es inevitable que le haga esta crucial pregunta:
—Pero ¿qué puede tener de atractivo un curentón desahuciado que despierte en ti esa pasión?
—Son muy pocos los hombres que han sido capaces de penetrar en el alma de una mujer. Admiramos al hombre que tiene ideas brillantes, pero amamos al hombre no por su inteligencia sino por ser esencialmente un hombre, en cambio podemos caer perdidamente enamoradas de un gigoló, un mecánico de manos grasientas o un alcantarillero maloliente, ¡siempre que sean esencialmente hombres! Si además es inteligente y creativo, ¡entonces es irresistible!.
—¿Pertenezco yo a esa categoría?
No me responde, pero su sonrisa contesta a mi pregunta.
11. El almuerzo
El apartamento de mi joven enamorada es un museo de nostalgias, porque está lleno de objetos que le recuerdan su lugar de origen, y que debe añorar profundamente. Es una sola habitación donde reina un cierto caos.
Su mesa de escritorio está junto a la única ventana de la estancia, y está repleta de cuartillas con textos impresos, que deben ser sus escritos, por donde aparece su portátil. Sobre la impresora hay un pequeño oso panda de peluche, y en la repisa de la ventana, ordenados en fila, hay una verdadera colección de objetos variados, posiblemente regalos o recuerdos de viajes. Su cama es un amplio sofá convertible, porque no hay espacio suficiente para una cama normal.
En el lado opuesto a la ventana hay un espacio separado por una amplia cortina que debe ser su cocina. Y junto a ella una mesa en la que no caben más de dos cubiertos, siempre que se retire el enorme ramo de flores que empiezan a marchitarse.
También la mesa está ocupada por restos de una comida anterior, como platos sin fregar, vasos medio llenos o restos de pan. Es evidente que no esperaba visitas, por eso se apresura a justificar aquel desorden:
—Perdone este desorden, pero no esperaba visitas, lo ordeno en un momento.
A pesar del desorden el conjunto es íntimo y acogedor. Preferiría que no lo ordenara.
—¿Quiere leer alguno de mis escritos mientras preparo el almuerzo?
Le ruego que no me trate de usted, porque ya nos hemos hecho suficientes confidencias como para tutearnos.
—Los leeré con sumo interés.
Intenta poner orden en las cuartillas desparramadas sobre su escritorio hasta reunir una veintena de páginas.
—Son las primeras páginas de mi nueva novela —me dice con cierto embarazo—, es la historia de amor entre una joven bailarina y su coreógrafo... que está inspirado en usted.
Insiste en no tutearme. Supongo que su amor por mí incluye este distante tratamiento. Si me tutease, se perdería parte de su encanto. Tengo que aceptarlo.
Me gusta su estilo. Me llama especialmente la atención este pasaje:
«Una bailarina con talento entiende el lenguaje de la música y lo traduce en los armoniosos movimientos de su ágil cuerpo. Tú ya no necesitas un coreógrafo, sino ¡un amante que interprete la música que mueva tu cuerpo!»
La comida ha sido deliciosa y para ella, además, motivo de añoranzas. Todavía me quedan unas horas para la presentación. Ella me sugiere que duerma un poco para estar más despejado. Acepto la idea. Desplegamos la cama y me recuesto. Ella me cubre con una ligera manta, cierra la persiana de la ventana y se encierra en su minúscula cocina para lavar los platos y el resto del servicio. Escucho el trajín de la cocina ya casi en sueños, y me trae el recuerdo de imágenes de otros tiempos, en que ella también cocinaba para mí.
Me despierta el sonido de un llanto. Es la joven que está llorando. Está recostada junto a mí, y se apresura a secar sus lágrimas cuando nota que despierto.
—¿Te sucede algo, Alicia?
Le pregunto alarmado. Pero su respuesta me desconcierta:
—Discúlpeme, soy una tonta; lloraba de felicidad, por tenerle junto a mí, en mi propia cama!
Nunca pude imaginar que esa joven poco agraciada y con una vestimenta llamativa fuera un ser humano tan excepcional. Sin duda que las apariencias engañan. Siento necesidad de saber más sobre ella. Dejo que se aproxime a mí, porque siento por ella un afecto más paternal que apasionado. Le ruego que me cuente algo sobre ella. Se aproxima más a mí. Creo que desea que la estreche entre mis brazos. No puedo desairarla y hago sus deseos. Me sonríe agradecida.
—¡Solo soy una chica de provincias, fea y torpe —intento protestar, pero me interrumpe—. No; es verdad, soy fea, por eso me visto con ropa llamativa, aunque no sirve de mucho. A los chicos no les gustaba, aunque más de uno intentara violarme. He crecido sin el menor afecto y pronto no me quedó otra alternativa para mitigar mi soledad que inventarme amantes y amigos. Sentía verdadera repugnancia por los chicos de mi edad, violentos y groseros. Me enamoré por primera vez de un hombre maduro y casado. Me trataba con delicadeza y, aunque yo se lo hubiera permitido, nunca me pidió hacer el amor. Es mi destino, él tampoco estaba enamorado de mí, creo que sentía lástima.
No tuve otra opción que salir de mi ciudad, y me vine aquí. La literatura fue mi única amiga. Mis novelas mi único consuelo. Conseguí interesar a un modesto editor para que publicase una de mis novelas, aunque tuve que pagar la edición de mi bolsillo. De eso hace casi dos años. Envié el manuscrito a varias editoriales, pero en todas me lo rechazaron. Alguien me aconsejo que buscara un agente literario, y encontré su agente en Internet. Le envié un ejemplar de mi novela, y el resto ya lo conoce.
Permanezco en silencio porque me ha impresionado su relato, ¡tan distinto del mío! Yo he traicionado a los que me amaban; ella ha sido fiel a los que no la amaban. Su historia me hace sentirme todavía más culpable. Pero ha omitido algo y ya no puedo aceptar que no estoy interesado:
—¡Pero en tu relato falto yo!
—¡Sí, claro; falta usted! Le conocí durante la presentación de su anterior novela. Yo estaba sentada en la última fila. Entonces tenía el aspecto de una joven normal, y usted se acercó a mí en varias ocasiones, pero debía ser invisible, porque no me dirigió ni una simple mirada y yo no me atreví a llamar su atención. Siempre he sido algo tímida e introvertida, pero aquel día estaba fuera de este mundo. Al verle en la tribuna, con la camisa desabrochada, con su gesto burlón y provocador, tan seguro de sí mismo, algo se agitó en todo mi cuerpo, y enseguida comprendí que me había enamorado de usted, pero del hombre, todavía no conocía al escritor —permanece unos instantes en silencio, como reviviendo aquel momento en su imaginación, porque siento como si su cuerpo se agitara; sonríe como si ahora le pareciera gracioso su súbita pasión por mí—. Cuando salí de su presentación no sé cuánto tiempo estuve andando sin rumbo fijo, tratando de contener el llanto. Me había enamorado del hombre más admirado del mundo de la literatura. Aún me duelen los aplausos a su brillante intervención. Cuando finalizó y bajó de lo que para mí ya era un trono, pues usted ya era mi rey, todas las mujeres jóvenes de la sala le rodearon porque querían tocar a su ídolo. Todas eran hermosas y vestían ropa de marca. Yo era una chica de provincias, fea, tímida y torpe, y vestía ropa pasada de moda. Aquella noche la pasé en vela, sin parar de llorar. Cuando una mujer se enamora, el amante forma parte de su carne y de su alma, y su ausencia duele como si te arrancaran ambas cosas. Creemos que no podremos sobrevivir a estas terribles heridas —hace una nueva pausa, pero ahora parece estar reviviendo aquellos amargos momentos. Inesperadamente toma una de mis manos y la acaricia. Eso la reconforta y prosigue su relato—. Pasé unos días angustiosos, pero finalmente me resigné e intenté echar tierra al fuego que me abrasaba, pero no dejé de amarle, solo adormecer su memoria. Pero me propuse estar algún día a su mismo nivel, para que se fijara en mí. Cambié mi vestuario y escribía frenéticamente una novela tras otra en las que de alguna manera usted era siempre el protagonista —cambia una significativa mirada conmigo y prosigue—. ¡No se puede imaginar la alegría que me invadió cuando vi su fotografía en el despacho del agente que había aceptado representarme!
—¡Sí, puedo imaginármelo! —la interrumpo.
—Y ahora está usted aquí, en mi propia cama, y me estrecha entre sus brazos. ¿no tengo motivos para llorar de felicidad?
12. La presentación
El relato de su generoso amor por mí, que desde luego no merezco, cambia mi afecto por esta sensible joven, que tiene el evocador nombre de Alicia. Ya no la encuentro fea, ni torpe; no veo su rostro sino su alma, y me parece hermosa. Me gustaría hacérselo saber, pero temo que pueda cambiar de opinión cuando vuelvan mis remordimientos por mi imperdonable traición. Solo si me libro de ellos podría incluso corresponder a su amor por mí. Pero no puedo olvidarme de que no debo hacerme la ilusión de gozar de los placeres de la vida, porque antes de que mis sentimientos pueda ser libres de amar a quien lo desee, habré muerto. Alicia no merece este castigo.
Es hora de acudir al lugar de la presentación. Mi agente me ha llamado al móvil, está preocupado por mi estado de ánimo, pero le tranquilizo, me siento con fuerzas para afrontar la presentación. Incluso la historia de esta joven me ha sugerido nuevos argumentos para defender la literatura que surge de lo más profundo de los sentimientos y condenar la banal y entretenida.
Tal como lo esperaba la sala está a rebosar de público. La mayoría permanecen de pie porque no hay suficientes sillas para todos. No hay duda de que conocen la noticia de mi diagnóstico. Mi agente me espera en una sala contigua para ponerme al corriente de los asistentes más prominentes. Han venido los directores de varias revistas literarias, y la mayoría de los periodistas de las secciones de cultura de los periódicos. Deben estar interesados en el relato del escritor que muere no por el que escribe. Alicia me ha acompañado hasta aquí, pero se ha confundido con el público y la he perdido de vista. El moderador y otros invitados ya están en la tribuna. Cuando aparezco en la sala se escucha un murmullo delatador. Varios fotógrafos toman instantáneas del panel, pero sobre todo dirigen sus cámaras hacia mí. Deben pensar que estas serán las últimas fotografías que me tomarán.
El moderador me introduce y hace una breve síntesis de la novela que voy a presentar. Ha llegado el momento de mi intervención. Busco a Alicia entre la multitud, y la descubro en un extremo de la sala, apoyada sobre una columna. Ella ha sentido mi mirada y me sonríe. Quiere darme ánimos; su sonrisa me facilita el comienzo de mi intervención.
—Buenas tardes. Antes de nada quiero darles las gracias a todos ustedes por asistir a la presentación de mi última novela. Me siento culpable de disponer de este confortable sillón cuando la mayoría de ustedes tienen que estar de pie. De haber sabido que vendrían tantos hubiéramos celebrado esta presentación en el Estadio Olímpico —ríen mi broma, pero estoy seguro que la mayoría no esperaban que dadas las circunstancias, todavía tenga sentido del humor—.Supongo que todos ustedes han leído las críticas de mi nueva novela. La mayoría son favorables, pero no todas. ¡Me olvidé de enviar el cheque a dos o tres críticos! También supongo que ya deben saber la noticia de mi diagnóstico. Sí, me quedan pocos meses de vida, y no es como para tomárselo a broma, pero mi salud no mejorará si me lo tomo en serio —me interrumpe un gran murmullo, pero ruego silencio—. Supe el diagnóstico ayer, y por culpa de la filtración no he podido ampliar la prima de mi seguro de vida. Lo siento por mi gata, que es la beneficiaria del seguro, porque como ustedes deben saber, no tengo descendencia. Aprecio mucho a mi gata, porque es a la única que entiendo. ¡A los humanos hace años que he renunciado a entenderlos! Pero supongo que no han venido para que les hable de mi buen entendimiento con mi gata, sino de mi última novela. Aunque pueda sorprenderles, esta novela y las anteriores no hubiera podido escribirlas sin mi gata. Ella me ha enseñado a aceptar quien me alimenta sin perder mi dignidad. También me ha enseñado que siempre hay un momento para jugar. ¡A pesar de mi avanzada edad no he dejado nunca de jugar! Para mí escribir es un juego, pero un juego serio. Para jugar es necesario conocer solo estas tres reglas básicas: tener una buena técnica, tener un estilo propio y una sólida motivación. Quien conoce bien estas tres reglas tiene todas las de ganar.
Hoy los escritores tenemos un sólida formación, y sabemos distinguir un pretérito perfecto de un pluscuamperfecto, no cometemos faltas de ortografía y sabemos dónde poner una coma o punto y coma. Al fin y al cabo, solo son reglas que hay que memorizar, por tanto la gran mayoría tenemos una buena técnica.
Pero cuando hablamos de estilo no todos entienden cuál es su significado y como se valora, aunque los críticos se empeñen en encasillarnos con tal o cual corriente, porque el estilo no tiene reglas, sino que depende de nuestra sensibilidad y el valor que damos a las palabras. Cada palabra, además de un significado, tiene un tono y debe unirse a otras palabras perfectamente afinadas, lo que no es corriente en la literatura actual, prevalece el significado y no la entonación.
Y si hablamos de motivación, por lo general lo asociamos con remuneración, y no con un compromiso con los valores de nuestro tiempo, que deben reflejarse de alguna manera en los argumentos de lo que escribimos.
Los artistas también pagamos alquiler; para hacienda somos uno más y en los supermercados no nos dan crédito, si no pagamos no comemos. Por eso el escritor debe estar remunerado. Pero esta no debe de ser la motivación. Y esa es la enfermedad incurable del arte, porque lo que es patrimonio de espíritu se transforma en un producto del mercado; lo que no debe tener precio se convierte en un valor contable; lo que debe ilustrar se convierte en algo para entretener. Finalmente el espíritu no tiene con qué ejercitarse y se atrofia por inactividad y el resultado es que perdemos la sensibilidad para distinguir lo bello de lo feo; lo bueno de lo malo; lo trascendente de lo intrascendente. Y ese es el deplorable estado en que se encuentras hoy en día la literatura, prácticamente a nivel global, porque la insensibilidad por el arte también se ha globalizado. Toda la responsabilidad de esta situación recae en un cincuenta por ciento de los lectores y otro cincuenta de los autores, porque cada lector tiene el autor que se merece, y cada escritor tiene los lectores que se merece.
Sobre esta última novela, no voy a desvelar el argumento, solo avanzarles que se trata del drama de dos escritores, ella es poeta y el es narrador, a quienes les une la literatura, pero les separan las palabras. Entendemos a las personas que imaginamos, pero no a las reales que amamos.
Para finalizar quiero contarles una emotiva historia que ilustra mejor que ningún complicado argumento lo que es y para qué sirve la Literatura.
La historia que deseo contarles es la de una joven escritora de provincias, que se considera a sí misma fea y torpe, a quien todos rechazaban, y que aprendió a amar con generosidad a través de los personajes de sus novelas. Esta joven no escribe para conseguir fama y dinero, sino para sentirse amada, aunque sus amantes sean de ficción. Pero su extraordinaria humanidad y generosidad ha tenido su recompensa, y el amado protagonista de su ficción se ha hecho realidad.
No obstante, pese a su felicidad pasajera, la historia no tiene un final feliz, porque el personaje real morirá pocos meses después, y esta joven escritora de provincias, que como he dicho, se considera a sí misma fea y torpe, volverá a recurrir al poder de sugestión de la literatura para conservarlo en su memoria y mantener siempre viva la llama de su amor. —intento ver cuál es la reacción de Alicia a mi mención, pero ya no está junto a la columna. ¡Ha desaparecido! Tal vez la he ofendido, pero tengo que continuar—. Y es de este extraordinario poder de la literatura del que deseaba hablarles en esta presentación. Poder que solo tiene la literatura que surge de la inspiración y que moldea una creativa imaginación. No puede haber nada más obsceno que una literatura embrutecida, sin inspiración y sin alma. Miles de palabras juntas sin armonía ni humanidad, que nos cuentan historias banales, deshumanizadas, sin otra finalidad que la de entretener nuestro hastío y distraernos de nuestras preocupaciones. Me asusta la muerte, como a cualquier ser humano, pero a cambio me ha dado algo que no hubiera tenido sin su terrible amenaza: ¡libertad! Ahora puedo decir lo que pienso sin temor a las consecuencias, y pienso que la novela que les presento hoy aquí no la he escrito yo, sino que la ha escrito la demanda del mercado, como prácticamente todas las demás novelas que se publican en la actualidad. Solo esa joven escritora provinciana, fea y torpe, y tal vez miles más tan provincianas, feas y torpes como ella, a las que nadie les prestará atención, escriben sus novelas para ellas mismas, según le dictaba su corazón y su mente, porque simplemente lo necesitan. La Literatura, escrita con mayúsculas, es una necesidad, no un pasatiempo; no solo entretiene, sino que enseña; no solo calma, sino que cura; no solo se lee, sino que se vive. Si volviera a nacer me gustaría que fuera en un mundo donde se pudiese sobrevivir sin las leyes del mercado; y donde todos fuéramos provincianos, feos y torpes.
No tengo más que añadir, pero responderé gustoso a sus preguntas, siempre que no sean demasiado personales.
Varias manos se han alzado pidiendo turno para sus preguntas. Respondo la de un periodista:
—Lamento lo de su enfermedad, pero me gustaría saber cómo piensa usted pasar sus últimos días.
Respondo sin titubear:
—Meditando sobre la muerte.
La siguiente pregunta es de una mujer que debe tener mi misma edad:
—¿Qué es lo que ha deseado pero no ha conseguido realizar?
—¡Entender el mundo en que vivimos!
La tercera pregunta me ha causado una inexplicable emoción. Es de la joven Noemí, con la que intercambié varios mensajes. La pregunta me desconcierta, para la que no tengo una respuesta preparada.
—¿Lamenta usted no haber formado una familia, y tal vez haber tenido uno o varios hijos, y que ahora cuidarían de usted?
Presiento que su pregunta encierra algún oculto sentido. ¿Qué puedo responder? Es demasiado tarde para lamentos.
—Tu pregunta es demasiado personal y ya he advertido que no respondería a esas preguntas.
La joven parece muy contrariada, y no quiere renunciar. Insiste.
—¿Qué o quién le ha inspirado esta novela y cuál ha sido su motivación?
No he meditado mi respuesta, ha surgido directamente de mi subconsciente, donde debía estar desde hace muchos años:
—Todos los escritores tenemos un conflicto emocional entre lo que creamos y dónde nos inspiramos. Por lo general hacemos que nuestra imaginación haga realidad lo que no es posible en la vida real. Yo me he inspirado en una persona real a la que no entiendo. En cuanto a mi motivación, es precisamente tratar de entenderla
La joven parece satisfecha con mi respuesta y no insiste.
Aplauden mi intervención, pero solo los más jóvenes parecen haber entendido mi mensaje. La utopía no tiene más de veinte años.
El dolor vuelve con severa intensidad. Ruego al moderador que dé por concluida la presentación. Los asistentes parecen comprender las razones y la sala se está quedando vacía.
Alicia se ha reunido conmigo. Había salido precipitadamente de la sala para que no la vieran llorar. Tal vez yo me excediera y debí ser menos dramático. Mi agente me comunica que fuera de la sala nos espera una multitud para que firme ejemplares. No puedo negarme. La mayoría me muestra su tristeza por mi enfermedad con alguna palabra de consuelo. No sé cuántos libros he firmado pero estoy agotado. Ruego a Alicia que deje que me apoye en su hombro y volvemos a la sala para recoger nuestros abrigos.
Siento que el dolor nubla mi vista y estoy tan débil que si no me apoyara en ella ya me habría desplomado. En este deplorable estado no soy capaz de reconocer a la joven Noemí, que permanece es su asiento, porque me está esperando. Mi agente ha hablado con ella y me trasmite su deseo de hablar conmigo, pero no le ha revelado el motivo. Pero no me encuentro con el estado de ánimo como para mantener charlas sobre literatura con mis admiradoras. Le pido que se excuse, y que se comunique conmigo por correo.
Mi agente le comunica mi mensaje, pero la joven insiste en hablar conmigo. No es sobre literatura, al parecer es algo personal. Alicia me ayuda a acomodarme en un sillón de la sala contigua, y parece que el dolor remite. Le pido a mi agente que llame a la joven. ¡Confío en que no se trate de otro amor platónico!
13. Noemí
Por primera vez mi enfermedad me ha impedido cumplir con los compromisos de mi editorial. Es evidente que mi estado de salud empeora cada día que pasa. Ha sido una bendición que conociera a Alicia en este crucial momento. Por primera vez no puedo valerme por mí mismo y necesito ayuda. Empiezo a sentir los dolorosos preámbulo de la muerte. Estoy inquieto por la entrevista con la joven Noemí.
Hay algo en ella que me resulta familiar, como si la hubiera conocido en una vida anterior. Pero, por otro lado, presiento que trae consigo graves sucesos que pueden alterar lo poco que me quede de vida. Alicia parece compartir mi inquietud. Puede que se trate de una rival con ventaja, porque Noemí es una joven muy agraciada. Es de una complexión mediana, sus larga melena, de un elegante color castaño y sus armoniosas formas, la hacen una joven muy atractiva.
Entra en la sala acompañada por mi agente. Parece inquieta o tal vez nerviosa. Me contempla postrado en el sofá. Debe comprender lo inoportuno de esta entrevista. Al acercarse siento en su mirada una profunda lástima. Parece que siente mi enfermedad como si ya nos conociéramos. Le ruego que se siente en el sillón contiguo.
—Y bien, Noemí, ¿qué es eso tan importante que tienes que decirme?
Hace un ademán para sentarse, pero vuelve a mantenerse erguida, algo le inquieta. Cambia una mirada con mi agente y con Alicia, que permanece junto a mí, recostada sobre uno los brazos del amplio sofá:
—¿Podríamos estar solos unos minutos —me ruega visiblemente nerviosa—, lo que tengo que decirle es muy personal.
Mi agente cambia una mirada de interrogación conmigo, y Alicia se inquieta, porque debe creer que la joven es definitivamente una temida rival. Si les ruego que nos dejen solos, pensarán que no les tengo confianza, pero ahora estoy vivamente interesado en lo que esa joven quiere decirme. Les ruego que nos dejen solos. Alicia no puede evitar cambiar conmigo una mirada triste y a la vez de duda, pero respeta mi deseo. Los dos salen de la sala sin ningún reproche. Noemí los sigue con la mirada y parece aliviada cuando cierra la puerta tras de sí. Durante unos instantes, en que parece ordenar sus pensamientos y tranquilizarse, no aparta su mirada de un punto indeterminado de suelo. Después alza su mirada y visiblemente emocionada me pregunta:
—¿Recuerda usted quién escribió este verso?:
Si tu corazón fuera espuma, yo sería océano;
Si tu alma fuera cielo, yo sería nube;
Si tu mirada fuera lluvia, yo sería campo;
Si tus manos fueran agua, yo sería sed.
Es como si un rayo cruzase mi mente. Tengo una poderosa intuición, pero me niego a reconocerla. ¿Cómo ha llegado ese poema a esta joven? No respondo, pero soy yo quien hace la siguiente pregunta, y siento que mi respiración se hace difícil y mi viejo corazón se agita:
—¿Quién lo escribió?
Ella me mira y siento en su mirada una profunda ansiedad. Está al borde del llanto.
—¡Lo escribió mi madre hace veinte años...!
Rompe a llorar en silencio y se cubre el rostro con sus manos. No se atreve a mirarme. Yo me siento aturdido, y no sé cómo reaccionar. Me hago la pregunta de la que espero con ansiedad una respuesta: ¿Es esta joven mi hija? Si es así, ¿cómo han podido pasar todos estos años sin que su madre me lo dijera? Sí, es posible; hicimos el amor pocas semanas antes de mi traición, y no tomamos ninguna precaución. Pero, ¿cómo debo comportarme con ella? No puedo sentir afecto paternal repentino por alguien que no conozco, aunque sea mi propia hija. Necesitaremos algún tiempo para conocernos y mantener una relación normal de padre a hija.
Por un lado la noticia me llena de júbilo, pero por otro me entristece, porque durante veinte años he ignorado su existencia y cuando la conozco apenas me quedan unos meses de vida. He conseguido recuperar la calma, tengo que obrar con sensatez.
Espero que ella también recupere la calma y me aclare mis muchas dudas. ¿Dónde está su madre? ¿Por qué ha mantenido a mi hija lejos de mí todos estos años?
Mi supuesta hija se ha calmado y deja de llorar. Se vuelve hacía mí con una mirada de súplica, porque espera que le demuestre de alguna manera que la he adoptado. Pero yo necesito algunas respuestas:
—Querida Noemí, debes comprender que esta situación es muy confusa. No puedo comportarme como un padre en unos instantes. Cálmate y cuéntame por qué no me habéis contactado antes. ¿Dónde está tu madre? Pero permite que vengan mi agente y Alicia, son de absoluta confianza y pueden estar presentes. No debo mostrarles desconfianza.
Mi supuesta hija asienta con un leve movimiento de cabeza mientras se seca las lágrimas y trata de recuperar la calma. Llamo a mi agente y a Alicia y les pongo al corriente de la nueva situación. Ambos están perplejos y no saben qué decir. Alicia se acerca a Noemí y trata de consolarla acariciando su larga y sedosa cabellera. Noemí se lo agradece con una sonrisa. Ya parece que está calmada. Espero que pueda despejar todas mis dudas.
14. La historia de Noemí
—Yo no he sabido que usted era mi padre hasta hace apenas un mes, cuando necesitaba una novela para un trabajo sobre la literatura actual y encontré en la biblioteca de la facultad una de sus novelas. Cuando vi su fotografía me asombró nuestro parecido físico, pero no le presté más atención, pero cuando leí la descripción del personaje femenino, me di cuenta de que estaba describiendo a mi madre.
Leí todas sus novelas y en todas con pequeños cambios, seguía siendo la misma descripción de mi madre. Pero me faltaba uno de sus libros: el primero, que ganó un conocido concurso literario de aquella época, y que podía tener la prueba definitiva. Pero no tenían ningún ejemplar en la biblioteca. El libro estaba agotado y un librero me informó que usted no había autorizado su reedición. Entonces recorrí todas las librerías de usado de la ciudad, sin ningún éxito.
Cuando ya había perdido toda la esperanza de encontrar ese libro, recibí la llamada de una compañera de la facultad para darme la buena noticia de que tenía un ejemplar del libro que buscaba. Cuando lo leí se despejaron todas mis dudas. Su novela se titulaba «Poetas sin cielo», como una poesía escrita por mi madre y que es el argumento de su novela. Segura de que era usted mi padre, reservé una invitación para la presentación de su nueva novela. Pero no deseaba que usted lo supiera hasta no estar segura de qué clase de persona era mi padre, porque me había formado una idea muy negativa de quién había abandonado a mi madre.
Cuando me enteré de su enfermedad, cambié de actitud, pero cuando le he escuchado hoy me he sentido enormemente orgullosa de ser su hija, y quiero creer que tendrá alguna poderosa razón que pueda justificar que la abandonara cuando estaba embarazada de mí. Por desgracia mi madre no tiene la respuesta. Usted no lo sabe, pero fue tan grande el trauma de la separación, que sufrió un ataque de amnesia severa, de la que todavía hoy no se ha recuperado. Sigue sin recordar su relación con usted. Yo me crié con mis abuelos, en una pequeña localidad del norte, pero ellos tampoco estaban al corriente de las relaciones de su hija con usted. Mi madre era una mujer libre e independiente, siempre hacía lo que deseaba, hasta que perdió la memoria. Mis abuelos la acogieron y sigue viviendo allí, pero ahora está sola, porque mis dos abuelos han muerto y yo me he matriculado en la universidad de esta ciudad, la misma donde mi madre y usted se conocieron, ¡hace veinte años!
¡Es cierto que la realidad supera la ficción! Estoy desolado, mi alma me duele más que mi cuerpo, pero para este mal no venden calmantes en las farmacias, solo se pueden encontrar en el infierno. No merezco el afecto de esta hija ignorada; no merezco el afecto de nadie y dudo mucho que ya pueda evitar mi condenación. ¡Casi la deseo como merecido castigo!
15. El arrepentimiento
Hay un silencio sepulcral. Noto en las expresiones de mi agente y de Alicia un velado reproche. Noemí parece agotada, indecisa, espera mi reacción. Ahora debería de darle una justificación sobre mi comportamiento, pero no tengo ninguna y ella debe de saberlo. No espero su perdón, pero al menos no vivirá engañada. Debe saber quién es su padre, y si a pesar de todo cree que merece su afecto y su comprensión.
—No, querida Noemí, no tengo ninguna justificación. ¡Tu padre es un canalla! —Alicia quiere protestar, ella no puede entender que yo me haya podido comportar de aquella manera, pero le ruego que me deje concluir, necesito confesar mi culpa. Noemí no puede culpar a su madre; yo soy el único culpable—. Cuando somos jóvenes y ambiciosos todo nos parece válido y creemos que las heridas se curan con facilidad. Yo sabía que tu madre sufriría por mi traición, pero supuse que pronto lo superaría. Tal vez encontrase otro joven y pronto se olvidaría de mí. Nunca pude imaginar que su amor por mí fuese tan profundo, y mi traición tan dolorosa. Tampoco sabía que estaba embarazada, porque después de abandonarla no tuve el suficiente valor como para interesarme por ella, y no la volví a ver.
Sé que Noemí debe sentirse defraudada con mi declaración de culpabilidad. Noto en su expresión el desconsuelo y la confusión. Es lamentable, pero sigo creyendo que la juventud cura pronto las heridas. Noemí debe curar también pronto esta herida. Solo se me ocurre en mi desesperación una remota justificación:
—La literatura nos unió y la misma literatura nos separó. Yo creía que mi carrera literaria estaba por encima de los sentimientos; como si hubiera nacido para cumplir una misión, y no podía anteponer nada, incluidas las personas y sus sentimientos, a esta ciega ambición. Mi único amor era la literatura, ¡no había lugar para nadie ni nada más! Cuando recibí tu primer mensaje comprendí mi error, y por qué mis novelas carecían de motivación y humanidad, porque no puede haber humanidad en una novela si no es inspirada por el amor a las personas, de donde surgen los personajes. Alicia me ha terminado de probar mi error: ella sí sabe qué es y para qué nos sirve la literatura. Ella no ha tenido la desdicha de encontrar un agente literario con habilidad para promocionar las obras de un autor; alguien que conoce los gustos de los lectores corrientes y sabe lo que les gusta leer. Una agente que se sirve de tu talento para sus propósitos comerciales. Que te convierte en el ídolo de la gente corriente y en el monstruo de ti mismo.
Mi agente ha reaccionado. Parece preguntarse si no estará haciendo él lo mismo conmigo. No quiero que se sienta también él culpable.
—No estaba pensando en tí —le digo—, cuando aceptaste representarme yo ya había adoptado el mal hábito y todas mis novelas adolecían de lo misma falta de motivación, pero tenían él éxito asegurado. Sólo empecé a inquietarme a partir de esta última novela, era el resultado de todos estos años negarme a mí mismo; el escritor que escribió «Poetas sin cielo», la única novela fruto de mi amor por una persona, y no del marketing y del mercado. Noemí me lo recordó cuando ya es demasiado tarde para redimir mi pecado. ¡No volveré a escribir porque no merezco ser amado ni yo puedo amar a nadie!
Alicia no admite mi renuncia. Protesta y quiere dar su opinión:
—¡No estoy de acuerdo; tu padre no es totalmente culpable! Quién tiene el coraje de reconocer su culpa merece el perdón; los más santos fueron los más pecadores. No es el santo quien necesita compasión, sino ¡el pecador! Noemí, tienes que perdonarle, no porque sea tu padre y aunque en el pasado se haya comportado como un canalla, sino un ser humano arrepentido que reconoce sus culpas, merece tu compasión y tu perdón. Perdonar es lo que nos hace seres humanos; el rencor nos vuelve bestias sin alma, solo con memoria.
Mi hija vuelve a estar al borde del llanto. Está sufriendo una gran presión emocional y ¡parece tan vulnerable! Me mira y noto en su mirada su deseo de perdonarme. Alicia toma una de sus manos y la pone sobre la mía. Su mano está ardiendo y tiembla. Ha sido el prodigio de una verdadera escritora quién ha hecho el milagro del perdón. Noemí se abraza a mí y llora en silencio. Creo escuchar como un susurro:
—¡Papá, te quiero!
Yo también tengo deseos de llorar. ¡Pero ahora tengo una hija que necesita un padre que sea fuerte!
16. La reconciliación
Han pasado dos días desde la accidentada presentación de mi última novela. No es mucho tiempo para asumir que ahora soy el padre de una joven encantadora. He recibido una dura lección, pero no es más que el principio de mi redención. He vivido veinte años de soledad y aislamiento y ahora me resulta difícil asumir que tengo que dedicar algo de mi tiempo en pensar en los demás.
Desconozco cuáles son las responsabilidades de un padre. Noemí es tan independiente como su madre y no necesita que nadie le diga lo que tiene que hacer o cómo lo tiene que hacer, y no me crea grandes responsabilidades. Seguirá viviendo en el apartamento que comparte con dos compañeras de la universidad, pero haremos lo posible por cenar juntos dos o tres veces a la semana en mi apartamento. Alicia se ha ofrecido a ser nuestra cocinera, y nos deleitará con sus deliciosos guisos locales. Noemí confiesa que no es muy hábil en la cocina, es una joven entregada a su carrera. Creo que ha heredado la pasión mía por la literatura y la sensibilidad de su madre para la poesía.
No puedo decir si tiene o no talento, todavía no ha tenido tiempo ni oportunidad de ponerse a prueba. No ha escrito nada importante. Pero siempre he creído que el talento no se hereda, sino que se nace ya con él. No está en los genes; está en la mente y en el alma y debemos adquirirlo en el mismo instante de nuestra gestación. Puede que nos venga del cosmos o de algún fallecido en ese mismo instante.
Creo en la transmigración, porque el espíritu, como la energía, no se destruye, se transforma. Desde el principio de los tiempos hay un espíritu universal, al que los creyentes llaman Dios, de donde provienen todos los de los seres animados. La prueba evidente de la transmigración es que en mi familia no hay artistas ni escritores, solo personas normales, preocupadas por cosas normales. Tal vez haya habido alguno entre mis remotos ancestros, pero yo lo desconozco.
Mi enfermedad sigue su diabólico curso y no me deja mucho tiempo libre y sin dolores. Tengo que acudir con frecuencia al hospital para seguir un doloroso tratamiento. A cambio de soportar todas estas molestias me aseguran poder prolongar el tiempo que me quede de vida y que necesito para poner en orden mi conciencia.
Como era de esperar, mi última novela ha triplicado las ventas de las anteriores. La muerte es un extraordinario reclamo. Mi editor no puede ocultar su satisfacción, aunque se muestre compasivo. Los medios de comunicación me acosan y he tenido que cambiar de número de teléfono. Los mensajes de condolencia son abrumadores, me resulta imposible leerlos todos. Pero por fortuna aún desconocen mi inesperada paternidad, deben creer que la joven que me acompaña es mi última conquista.
En cuanto a Alicia, no puedo negar que siento por ella un profundo afecto, pero no se puede llamar amor, porque en estos críticos momentos desconozco el significado de esta hermosa palabra. Ella parece resignada y creo que, a pesar de todo, es feliz solo con poder estar a mi lado y servirme de ayuda. Sí, debe ser su destino el que no sea correspondida. No ha tenido suerte en la elección de sus amantes.
Ella y Noemí parecen entenderse bien, y comparten las mismas inquietudes. Creo que se han hecho buenas amigas. Pero esta pasajera felicidad tiene una oscura sombra: ¡su madre!
He hablado con Noemí sobre ella, no es un tema fácil. Noemí cree que mi presencia podría ayudarla a recobrar la memoria. Pero yo me pregunto si no será mejor que mantenga su amnesia. No debe ser para ella nada grato el recordar mi traición. Si recobra la memoria tal vez pueda perdonarme, pero también puede aumentar su resentimiento hacia mí. Por mi culpa ha malogrado veinte preciosos años de su existencia, no hay penitencia lo suficientemente grande para compensar su sufrimiento.
Sé que a Noemí le haría enormemente feliz vernos juntos otra vez. Como si el tiempo no hubiera transcurrido, y reconstruir el pasado en el momento en que éramos más felices. Cuando escribió aquel corto y apasionado poema para decirme, con cuatro rimas, cuánto me amaba, y que ha marcado nuestras vidas.
Hoy cenaremos en mi apartamento. Mis dos mujeres llegarán de un momento a otro y tengo que poner un poco de orden. No me encuentro muy bien, a pesar de los calmantes que hacen estragos en mi estómago, persiste un dolor constante que consigue hacerme perder la calma y agriar mi buen carácter.
Es asombroso y tristemente paradójico que durante los últimos veinte años en los que he gozado de una excelente salud no creo haber tenido ni cinco minutos de felicidad, y cuando mi salud se ha quebrantado no soy capaz de gestionar tantos momentos de felicidad, he conocido a una extraordinaria mujer y he recuperado una hija ignorada! Vivir es un juego que consiste en hacer lo contrario de lo que consideramos razonable.
La primera en llegar ha sido Alicia. Ha venido con algo de antelación para que cuando llegue Noemí esté a punto la cena. Se interesa por mi salud. Me sugiere que dado el estado en que me encuentro debería tener alguien que cuidase de mí las 24 horas del día y probablemente tiene razón, pero insisto que no ha llegado todavía el momento.
—¿Y cuándo llegará ese momento, cuando esté muerto?
Ha sido una reacción espontánea, pero lamenta habérmelo dicho. Está profundamente arrepentida.
—¡Perdóneme; yo no quería...!
—No hay nada que perdonar —la interrumpo—, llevas razón y sé que tú misma lo harías con agrado, pero no puedo aceptar tu ayuda. Antes tengo que terminar de pagar mis deudas. La madre de Noemí necesita más ayuda que la que necesito yo, y ella cree que mi presencia puede hacer que recupere la memoria. Pero no sé cómo reaccionaría si recuerda nuestra relación.
Alicia ha entendido lo que no me atrevo a decir. Ahora su rival es la madre de Noemí, porque si aceptase perdonarme ella sería quien cuidaría de mí hasta el día de mi muerte.
—Lo comprendo, una vez más se cumple mi triste destino: nunca seré correspondida por las personas a quienes amo. De nada me ha servido todos mis esfuerzos para vivir este momento. Siempre soy la última de la fila, y cuando llego yo se ha terminado lo que estaban regalando.
Alicia ha vuelto a deleitarme con sus guisos, pero Noemí no parece haber disfrutado de la cena. Ha permanecido ausente y con su pensamiento lejos de aquí. Antes de venir habló con su madre por teléfono y cree que está profundamente deprimida y desorientada.
—Teme olvidarse también de mí —comenta angustiada—. Me ha enviado un verso que reflejan su confusión y lamentable estado anímico. Tenemos que tomar una decisión esta misma noche.
Hoy he soñado que soñaba,
que tú no eras quien eras,
que el tiempo no tenía tiempo,
y que la muerte había muerto.
No puedo evitar comparar este verso con el de hace veinte años. A pesar de todos esos años olvidados, sigue siendo una gran poetisa.
17. La amnesia
Le ruego a Noemí que me cuente todo lo que recuerda de su madre después de su ataque de amnesia.
—Lo que sé de los primeros años, de los que apenas guardo un borrosa imagen, me lo han contado mis abuelos.
Noemí no parece estar muy entusiasmada con mi sugerencia. Deben ser recuerdos tristes. Recuerdos de una niña criada por dos ancianos y una madre sin pasado, sin que pueda contar a su hija cómo se gestó, por quién y dónde. Sin que fuera capaz ni siquiera de mencionar el nombre de su posible padre. No solo no ha tenido un padre desconocido, sino olvidado. Pero le ruego que intente superar su tristeza y prosiga. Antes de que nos encontremos necesito saber cómo han transcurrido todos estos años de olvido.
—No sabemos nada de cómo se produjo la separación —continuó superando la tristeza de revivir su infancia—, pero debió ser muy dolorosa porque no recordaba nada de lo sucedido y ni siquiera recordaba quiénes eran sus padres o dónde vivía. Una policía la encontró dormitando en un parque y afortunadamente pudieron identificarla gracias a una receta de un medicamento contra las náuseas del embarazo, porque no llevaba ningún documento oficial de identidad. Pero no podían dejarla sola en aquel estado, y localizaron a mis abuelos, que la acogieron. Y eso es todo lo que sabemos de los primeros días de su amnesia.
Noemí ha cambiado varias miradas inquietantes conmigo. Posiblemente todavía se esté preguntando si después de todo merezco su perdón. Yo permanezco en un patético silencio, sin atreverme a decir nada en mi defensa. Yo solo conozco la historia a partir de un domingo en que habíamos acordado asistir a la proyección de una película de Oscar Wilde, pero yo nunca acudí a la cita... mientras ella esperaba inútilmente en las puertas del cine, ¡yo estaba en la cama de mi seductora agente! ¿Tendré el valor de confesarlo? ¡Si no lo confieso mi conciencia nunca estará tranquila! Esperaré a conocer toda la historia. Le ruego que me cuente qué pasó durante los años siguientes. Mi pobre hija está rememorando una parte de su vida que posiblemente desee también ella olvidar, pero se sobrepone y continua:
—Mi madre se trasladó a vivir a la pequeña localidad del norte de sus padres, mis abuelos maternos, y todos los esfuerzos por que recuperase la memoria fueron inútiles. Aparentemente podía llevar una vida normal, pero tuvo que aprender a reconocer su propio nombre, el de sus padres, y todas las demás circunstancias posteriores a su amnesia. Cuando nací yo ya era plenamente consciente de todo, excepto de su estancia en esta ciudad y de sus relaciones contigo —se dirige a mí con la misma expresión de velado reproche—. Mi abuelo era un funcionario del Ayuntamiento y consiguió una pequeña pensión para mi madre, porque tenía frecuentes lapsus de memoria y no estaba capacitada para realizar ningún trabajo. Mi abuelo murió cuando yo tenía diez años, su salud empezó a deteriorarse desde el día en que se enteró de la amnesia de mi madre, y mi abuela murió unos meses antes de que me matriculase en la universidad. La pobre fue muy desdichada por todos estos sucesos, pero jamás le hizo ningún reproche a mi madre.
Teníamos una criada desde hacía varios años, antes de que yo naciera, de la misma edad de mi madre, que es quien la acompaña en estos momentos. Yo no podía renunciar a la Universidad, porque conseguí una beca de estudios, con la que sobrevivo en estos momentos. Ella no dejó de escribir poemas, debe de tener escritos los suficientes para llenar una docena de volúmenes, pero se ha negado a publicarlos. Siempre sospeché que te los dedicaba a ti, pero solo debía ser una débil intuición, que no accedía a su consciencia. Tal vez por eso vivía atormentada por la incapacidad de concebir la imagen de quien tenía solo una intuición. Eso es todo lo que puedo contar sobre mi madre.
Alicia nos ha preparado café, que nos sirve mientras guardamos un pensativo silencio. Yo trato de imaginarme a su madre veinte años después, la mujer con la que tendré que reencontrarme muy pronto y rendir cuentas de mi imperdonable comportamiento. Tengo la impresión de que me horrorizará, porque creo ver en su envejecido rostro la indeleble marca del sufrimiento, del que yo soy culpable.
Alicia rompe este tenso silencio:
—Tal vez si recibe un fuerte estímulo para recordar a la persona a quién según parece que sigue amando, recobre la memoria. Alicia ha puesto el dedo en la llaga. No es suficiente con que se reencuentre conmigo, sino con su amante, como si nunca hubiera sucedido mi traición. Alicia parece profundamente afectada, creo que se arrepiente de su sugerencia. Pero mi redención requiere algún sacrificio, y Alicia lo comprenderá y terminará por aceptarlo. Veinte años después tengo que intentar volver a seducir a la misma mujer que traicioné. El destino quiere ponerme a prueba y no puedo defraudarle.
18. Preámbulo
¿Es posible sanar un corazón herido? ¿Puede borrar el tiempo las heridas olvidadas? ¿Puede amar un viejo con un corazón agotado? ¿Puede un enfermo sanar a otro enfermo? Me hago estas angustiosas preguntas para sentirme todavía un ser humano, pero sé que yo no tengo la respuesta.Noemí y Alicia se han marchado hace algo más de una hora, y han dejado un vacío inmenso. Nunca me había sentido tan esencialmente solo. Es una soledad abismal, sin fondo, sin el menor atisbo de luz. Mi alma ha quedado en la más absoluta oscuridad. El cuerpo la ha abandonado; la alegría ha emigrado a otras tierras más cálidas y acogedoras. El placer se ha transformado en intenso dolor y la felicidad, que hasta hace solo una hora rebosaba por todos sus bordes, se ha ido con ellas, yo soy incapaz de retenerla mucho tiempo junto a mí. Una interminable noche más me esfuerzo inútilmente por estar ausente de mí mismo. Busco con verdadera desesperación un estado mental cercano a la nada, sin pensamientos incontrolados, sin movimientos de ningún tipo. Intento ejercitarme para preparar mi muerte sin sobresaltos de última hora, pero es totalmente inútil. La mente no duerme, solo se desconecta provisionalmente de la conciencia. Deja de pensar en lo que ve para pensar en lo que imagina. No se cansa, no se agota, no se rinde, porque no tiene una carne que pueda enfermar, ni un esqueleto que la sustente; no tiene ojos, ni boca, ni oídos, no come, ni bebe ni ve ni oye, solo piensa sin reposo porque es eterna y ya existía antes de que fuera mi mente.
Noemí cree que, a pesar de las huellas visibles de mi enfermedad, yo sigo siendo un hombre atractivo y que puedo volver a seducir a su madre. Alicia no me ha dado su opinión, que ya conozco. Es una mujer desgraciada, pero en algún momento y en algún lugar tendrá su recompensa. Pero el tiempo apremia, la enfermedad se agrava y mi ánimo decae. No estoy seguro de poder llevar este plan hasta el final.
Hemos acordado que Noemí invitará a su madre a pasar unos días con ella en la ciudad. Nuestro encuentro será durante una cena de bienvenida, en el apartamento de Noemí
Me acaba de llamar Noemí, su madre ha aceptado la invitación y vendrá este mismo fin de semana y el sábado será el gran día de la prueba. Tengo que retroceder veinte años y tratar de entender las razones que motivaron mi traición. No basta con culpar a la ambición, la vanidad o al egoísmo. Tiene que haber una explicación razonable para justificar ese comportamiento, porque los humanos siempre tenemos una buena razón para justificar nuestra conducta.
Lo he pensado en infinidad de ocasiones que descubrir significa destruir lo que estaba oculto. El sol brilla a costa de destruir sus reservas de hidrógeno. La imaginación crea a costa de destruir lo que todavía no ha sido imaginado. Al final no quedará nada que imaginar porque habremos destruido las reservas de imágenes, la muerte. Era inevitable destruir las causas que habían provocado mi creatividad, y esa causa era la mujer que las había inspirado. Si quería seguir creando tenía que buscar nuevas fuentes para mi inspiración, para volver a destruirlas, y así hasta la muerte. No soy del todo culpable. Nunca debimos inventar la literatura porque se alimenta del alma de los humanos. Cada novela, cada relato, cada cuento o cada poesía han devorado su insaciable ración de humanidad. Yo no soy una excepción, también tengo mis víctimas, pero de otro modo no habría literatura ni arte ni ninguna otra expresión del alma humana que necesite alimentarse del alma humana. Nadie entenderá estas razones, solo nuestro creador conoce nuestras debilidades, nuestro canibalismo espiritual, nuestra venganza por ser humanos.
No puedo argumentar estas razones para mi exculpación, solo las entiende quienes somos víctimas de la inspiración, por donde se contagia este mal. Las personas corrientes están inmunizadas contra esta enfermedad del espíritu. Ahora ya no me cabe la menor duda de que ha sido esta la causa de mi enfermedad corporal. Mi espíritu dañino se ha introducido en mi cuerpo y no cejará hasta provocar su muerte. No hay cielos reservados para los escritores, pero tampoco hay infiernos, solo hay purgatorios: cerca del cielo, cerca del infierno. Si me quedasen fuerzas y el tiempo de vida necesario, escribiría una novela con este título, que sería la gran novela de mi vida, pero puede que la escriba después de muerto, y sea la gran novela de mi muerte. Pero ¿por qué escribir; por qué remover las tranquilas aguas de la inconsciencia; por qué sacar a relucir los defectos y las virtudes, las pasiones y los desencantos o las lealtades o traiciones de los seres humanos? ¿Por qué contar tantas mentiras; tantas historias que nunca han sucedido ni nunca sucederán? ¿Por qué ese enfermizo afán de perpetuar nuestra memoria después de que hayamos perdido la memoria? No, aunque me quedaran cien años más de vida no volvería escribir ni una novela más. Alguien tiene que dar el primer paso para librar de esta lacra a la humanidad.
Tengo la impresión de que estoy delirando y pienso cosas que carecen de sentido. No hay justificación para quién causa daño a un ser humano sin una razón también humana. Un médico puede causarte algún daño para curarte una herida, pero un escritor no puede alegar sus fuentes de inspiración para causar daño. Si pusiera en una balanza el placer que hayan podido causar mis novelas y el daño causado el escribirlas, ¿de qué lado se inclinaría la balanza? ¿Y quién puede tener la respuesta? No tengo escapatoria posible. No tengo más juez que mi propia conciencia, y no cesa de gritarme que soy culpable.
19. La madre
Hoy ha amanecido un día desapacible que influirá en mi estado de ánimo. Hoy también es el día en que llegará a la ciudad la madre de Noemí; la persona de la que depende mi salvación. No me siento con el ánimo adecuado para las circunstancias. Debería de sobreponerme y mentalizarme de que he vuelto a mis años de la universidad; años en que la vida era una pliego en blanco, esperando a ser escrito por ambas caras; años en que lo más importante era ser joven, no solo para gozar de la vida sino para vivir alejado de la muerte; años en los que estaba todo permitido menos la nostalgia; que el amor era una herramienta de trabajo, en los que la sabiduría de la experiencia era considerada una manía de viejos y no valía nada comparada con la vitalidad de los hechos. Esos años en que las personas que te rodeaban eran muestras para tu laboratorio o el plomo de tu redoma, de la que esperaba obtener oro, siguiendo la mágica fórmula inventada por tu excluyente imaginación. Años, en fin, que siempre he deseado olvidar y que ahora tengo que rememorar.
Mi memoria tiene que borrar sin dejar el menor rastro lo que sucedió después de que ganara el inoportuno premio literario, como si no hubiera sucedido. Como si hubiéramos seguido juntos nuestro anhelado sendero de la gloria, y una vez alcanzada, puesto que parecía inevitable dada nuestra genialidad, viviríamos seis meses al año en Pigalle, en Montmartre o en Saint-German-des-Prés, donde yo escribiría mis novelas al calor de su inspiración, y ella sus apasionados versos inspirados por su amor por mí. Como si cada primavera amaneciéramos en nuestra casita de Mallorca, junto al acantilado más elevado del litoral, desde donde nuestra vista se perdiese en un horizonte tan infinito como nuestros deseos de vivir; tan hermoso como nuestras almas gemelas, tan misterioso como nuestra intuición, o tan acogedor como nuestro lecho donde hacemos el amor.
Cuando tenía veinte años no podía imaginarme con sesenta años, ahora que estoy a punto de cumplirlos no puedo imaginarme con veinte años. No obstante, tenía que suceder, porque el tiempo es la mayor estafa del entendimiento humano, ya que se trata de un instante eterno, este instante en el que vivo, o mejor diré, malvivo hoy, es el mismo en el que vivía hace veinte años, lo que ha cambiado es la perspectiva y el escenario, ¡pero el instante es el mismo!
Noemí me ha llamado para decirme que ha recogido a su madre en la estación de ferrocarril, y que la ha encontrado muy desmejorada y aturdida. Ya están en su piso, y ha podido descansar y recuperarse algo. Me comenta que, si se encuentra mejor, asistirán a la Ópera, que es la pasión de su madre. Representarán «Madame Butterfly», que le parece muy oportuno para las circunstancias. Su madre no recuerda haber visto antes esta ópera, pero la había visto dos veces porque aún guardaba las entradas como recuerdo. Cree que puede ayudar a nuestro plan. Le ha comentado su deseo de que el lunes le acompañe a la Facultad, la misma a la que asistió ella, pero insiste que ella no no recuerda haber asistido nunca a una universidad en aquella ciudad. Es evidente que sigue obstinada en no permitir que las imágenes y sentimientos que guarda en su subconsciente accedan a la conciencia.
También me ha llamado Alicia. Está preocupada por el empeoramiento de mi salud. Quiere saber si necesito ayuda. Se lo agradezco, pero insisto en valerme solo hasta ver como acaba la prueba. Alicia está confundida y apenada, porque no puede desear que sea un fracaso, pero tampoco que sea un éxito. Se hubiera sentido dichosa solo por tener la exclusiva de mis cuidados hasta el día de mi muerte. Pero la madre de Noemí tiene preferencia. Si tan solo fuéramos buenos amigos, ambas mujeres podría velar mi agonía, pero ha cometido la debilidad de enamorarse de mí, y el amor es egoísta y rigurosamente incompartible. Parece resignada pero no vencida. Yo soy el gran amor de su vida y no está dispuesta a retirarse y darse por vencida. Merodeará esperando una oportunidad. He creado muchos personajes femeninos, y presumía de cocerlas incluso mejor que se conocen ellas mismas, pero Alicia me ha demostrado lo irrisorio de mi petulancia: aún me quedan muchos recovecos del alma femenina por descubrir. Tal vez mi prematura muerte me ayude a descubrirlos. Lo que no he sabido comprender es cómo ve la muerte quien da la vida. Posiblemente sientan el mismo afecto por ambas. Muchas mujeres sufren más depresiones inmediatamente después de traer al mundo una nueva vida, que ante la visión de un moribundo. La vida les duele tanto como la muerte.
20. Un mal día
Sigue el tiempo desapacible. Sobre el cristal de mi gran ventanal resbalan las gotas de agua de una lluvia débil pero persistente. La lluvia no me deprime, al contrario, me vivifica, el agua trae vida, pone brillo en todo lo que cubre. Las plantas se vigorizan y muestran todo su esplendor y belleza. Pero lo que agrada a la naturaleza desagrada a los humanos. Veo desde mi ventana gente contrariada. Les molesta todo lo que no pueden dominar y controlar, y la naturaleza no se somete fácilmente. Por esa razón estamos poniendo todo nuestro empeño en destruirla. Puede que logremos destruir también la lluvia.
Permanezco recostado en la cama hasta casi el mediodía porque no sé qué puedo hacer que justifique el estar levantado. No tengo nada que escribir, a ningún acontecimiento que asistir ni alguna visita que recibir, nada; pero he encontrado una ocupación: releer mi primera novela, y tal vez también debería decir que es la única que he escrito, porque pienso que reúne las tres condiciones básicas para que pueda considerarse una novela: tiene una motivación: un apasionado alegato en defensa de la poesía y los poetas. Argumento también fruto de su imaginación y no de la mía. Las novelas que siguieron después carecían de motivación, solo tenían técnica y estilo, por eso no eran de este mundo mundo, sino de un mundo paralelo y deshumanizado. Noemí lleva razón.
«Es media noche. Las luces de la ciudad ensucian el cielo y no puedo ver las estrellas. Tengo que imaginarlas. También tengo que imaginar la gente en esta calle desierta. Y los rosales, las orquídeas y las geranios inexistentes en los balcones de sus casas deshabitadas. Tengo que imaginar los niños que juegan en una escuela fantasma, y los gorriones que anidan en unos árboles ausentes. Esta es mi calle, donde no vivo, donde no habito, donde solo me imagino que vivo y habito.»
Así debe ser. Nuestra vida debe transcurrir en una de estas calles desiertas, donde no vivimos sino que imaginamos que vivimos, porque cuando menos te lo esperas se agota tu tiempo, y te parece que en realidad no has vivido sino que te has soñado.
Al releer esta primera novela siento con toda su crudeza la falsedad en la que he vivido todos estos años, y me pregunto qué clase de escritor sería hoy si hubiera seguido fiel a mí mismo. ¡No hubiera sido extraño que ganara el Premio Nobel! Ahora me tengo que conformar con el premio del mercado, y con los millares de adeptos al consumo de literatura entretenida y con fecha de caducidad. No tienen nada que trasmitir sobre nuestra forma de entender la vida y sus valores a generaciones venideras. No tengo vocación de redentor, y me agobian los elogios, pero cuando un artista se expresa en cualquiera disciplina, está enviando un mensaje en una botella que indefectiblemente caerá en manos de gentes de otras épocas, en otras latitudes del inmenso océano del tiempo; que tendrán otros valores, y que, gracias a esos mensajes, podrán asentarlos en el tronco general de la historia. Dada la brevedad de nuestra existencia, lo único sólido que tenemos los humanos para salvarnos de la riada de los inevitables cambios que todo lo arrollan, es la Historia.
Hoy tengo uno de esos días en que me siento demasiado insignificante como para tener grandes ambiciones, porque esta gran humanidad que puebla nuestro planeta, de la que yo soy una ínfima parte, no es ni siquiera un grano de arena del desierto comparado con la inmensidad del universo que habitamos. Los hombres poderosos se creen grandes porque reinan sobre sus diminutos dominios, mientras que aquellos que reconocen ser infinitamente pequeños, habitan en el gran dominio de la inmensidad del universo. Los humanos tenemos un sin fin de alternativas para elegir la forma en que deseamos consumir nuestro valioso tiempo, pero solo hay una que se corresponde con nuestra personalidad. La razón de nuestra existencia no es otra que encontrarla y serle fieles hasta la muerte. Solo así cada individuo será una persona, y cada persona será un mundo, y todos los mundos juntos formarán un universo, y muchos universos reunidos en uno solo será la única idea que podemos hacernos de algo a lo que llamar «Dios», por lo que solo las personas y sus mundos están en contacto directo con Dios.
Yo he vivido en permanente contacto con el infierno, porque renuncié a mi mundo personal, por lo que no tengo acceso al cielo. Puede que todavía me quede tiempo para reparar mi gran error, pero tendría que escribir una última novela: la continuación de la primera, lo que me allanaría el camino de mi salvación, pero para ello no solo necesito tiempo, sino inspiración; no solo tendría que reencontrarme con el escritor, sino también con su amante. ¿Podría suceder mañana?
Debería pensar en la cena de mañana y en mi salvación, y creo que tengo una idea que serviría para ambas cosas: escribir mi última novela con la historia de nuestra relación. Revivir su memoria día a día, beso a beso, caricia a caricia, con todo detalle, matiz, sentimientos, ilusiones, esperanzas y proyectos para el futuro. Sí, ella tendría el relato que su conciencia se niega a recordar. Sería sin duda la gran novela de mi vida, la que me facilitaría una buena muerte. Pero ¿me quedará tiempo suficiente? ¿Podré afrontar el reto con la clarividencia y estado de ánimo adecuado para que esté al nivel de mi primera novela?
Noemí me ha enviado un mensaje para comunicarme que su madre se ha recuperado y está muy animada. Por la tarde irán a la Ópera, como estaba previsto, y a la salida cenarán en un pequeño restaurante italiano que hay en las proximidades. Dice que me echa de menos y hubiera sido una dicha completa si pudiéramos estar los tres ya juntos y unidos como una familia. ¡Pobre Noemí! Aunque se cumplieran tus deseo tu dicha durará poco. Es mejor que te acostumbres a mi ausencia, aunque sigas echándome de menos en tus momentos felices, puede que yo te acompañe, aunque tú no puedas verme. Mañana le comentaré mi idea.
21. La espera
También ha invitado a Alicia a la cena de bienvenida de su madre, porque quiere que parezca una reunión de viejos amigos, en la que su madre no sea el foco de mayor atención. Quiere probar si me reconocerá. Todavía no le he comunicado mi nueva idea, porque no estoy seguro de que esté en las condiciones y el estado de ánimo para realizarla.
Llamo a Alicia para comunicarle la invitación de Noemí. Acepta.
—Si le parece bien, puedo pasarme ahora por su casa y preparar algo de comer —me sugiere—, después podemos ir juntos al apartamento de su hija.
Noto por el tono de su voz que ha recibido la noticia con gran alegría. Ahora la balanza del destino se inclina a su favor y en mi contra, pero acepto su oferta. Esta mujer se está convirtiendo en una necesidad, siempre está donde yo la necesito. No es un viejo sueño del pasado sino una realidad del presente, sin historia, sin remordimientos, sin necesidad de recuperar la memoria de lo que no ha sucedido. Ella trae paz a mi espíritu y consigue hacerme olvidar mi pasado, para recuperar el presente, que tanto lo necesito en estos difíciles momentos.
Alicia ya está en mi apartamento y de nuevo escucho el sonido doméstico y de gratas recuerdos del trajín en la cocina. Esta mujer va dejando por donde va el halo de lo cotidiano, lo simple, pero que es lo verdaderamente entrañable. No solo está preparando una deliciosa comida, sino el ambiente hogareño que no es solo un caluroso sentimiento, sino una necesidad de cualquier ser humano.
—¿Qué hará usted si no le reconoce?
Me pregunta con aire despreocupado, como si no le afectase mi respuesta, mientras me sirve lo que ha cocinado. Yo le pido una vez más que no me trate de usted, porque ya no soy el héroe de sus sueños, sino el hombre desvalido y torturado que necesita de su ayuda. Pero Alicia sabe que tutearme significa dar un paso de gigantes en nuestra breve relación, y no desea cambiar el trato hasta que no esté segura de que ha conquistado mi alma y mi voluntad. Mientras tanto, seguirá con el mismo trato distante y respetuoso. Necesito descansar y dormir un poco para estar presentable durante la cena con mi hija y Alicia me prepara la cama, tal como hizo la primera vez en su minúsculo estudio. Mientras ahueca las almohadas me dirige varias miradas que yo puedo interpretar fácilmente. Parece quererme decir que esta vez no me despertará su llanto. Me ayuda a recostarme y, al igual que la primera vez, se vuelve a la cocina, y yo vuelvo a escuchar ese sonido tan doméstico y relajante del trajín de la cocina, con el que me quedo dormido.
Alicia ha velado mi sueño leyendo el manuscrito de mi primera novela, que había quedado sobre la mesita del salón. Cuando despierto me lee en voz alta uno de sus pasajes más trágicos de la novela, momentos antes del suicidio de la protagonista.
«No he nacido para vivir. No vine a este mundo para gozar de los placeres de la carne. No estoy viva para celebrar las maravillas de la naturaleza. No me siento parte de la vida. No, yo he venido al mundo para cantarlo, para recitarlo, para convertirlo en un largo poema, para disolverlo entre bellas palabras. Para que se diga de mí cuando muera que fui solo poesía, sin nada que me lo impidiera, ni mi cuerpo, ni mi mente; solo poesía, nada más que poesía.»
—¿Quién ha podido inspirarle estas dramáticas líneas? —me pregunta con un gesto de desolación o tal vez de horror—, ¿ella?
Todavía no tengo la mente suficientemente despejada para responder y me limito a sonreír. Ella lo entiende, y sigue leyendo, pero en silencio. Veo por su expresión de asombro que le impacta lo que está leyendo, no me extraña, son los pasajes previos al suicidio de la poetisa protagonista. Cierra el libro y se recuesta sobre el sofá. No espera mi respuesta porque ya la conoce. Cambia una triste mira conmigo. Creo que quiere darme su opinión:
—¿Sabe?, creo que el suicidio de su poetisa protagonista está justificado —hace una pausa y parece como si lo que dice a continuación sea para ella misma—. Todos nacemos con un estigma grabado en nuestra frente, que nos dice quiénes somos y para qué hemos venido a este mundo; y a lo que podemos aspirar y lo que tenemos rigurosamente prohibido. Su protagonista nació con el estigma de la poesía en un mundo sin poesía, no tenía otra opción que inmolarse con ella —nuevo silencio que rompe con un sentido suspiro, y prosigue—. Yo también he nacido con un estigma: el de la fealdad. Sin duda un accidente de la naturaleza, porque no se parece en nada a mi alma. Debieron que nacer cada uno por su lado, sin ponerse de acuerdo. Mi alma me colma de buenos y nobles sentimientos, mientras mi cara me impide que los aproveche y muestre a los demás. Solo cuando escribo soy libre de regalar generosamente esos sentimientos a mis personajes, porque ellos no me encuentra fea y no ven mi estigma.
No me cabe duda de que sabe de qué habla. Yo mismo la rechacé en los primeros momentos por su poco agraciado rostro. Me pregunto por qué los humanos hemos creado cánones de belleza que marginan al ostracismo y la soledad a personas como Alicia, o a mujeres y hombres en lo mejor de sus vidas, solo porque sus espaldas se encorvan, sus manos se descarnan, y en sus frentes aparecen las arrugas, que son el precio pagado por su sabia madurez, serenidad, dulzura, equilibrio e inteligencia! Sin duda merecemos cada uno de los tormentos a que conduce este comportamiento.
Es inútil que trate de consolarla elogiando la belleza de su alma, porque el alma no se ve, el rostro sí. Lamentablemente para las personas con estos estigmas, el rechazo termina por contagiar también su alma del mismo estigma. Alicia es una gloriosa excepción, pero sin duda que se lo debe a la literatura.
Parece que ambos estamos sumidos en nuestros respectivos pensamiento, y permanecemos en un elocuente silencio. Es Alicia quien lo rompe con una pregunta que me recuerda la idea de escribir un nuevo libro:
—¿Aún nos quedan tres horas para reunirnos con su hija, ¿por qué no me cuenta algo de su romance con su madre?
Creo que la idea es interesante, puede servirme de ejercicio para esa última novela que me ronda por la cabeza. Accedo y Alicia prepara café. ¡Sin duda espera una larga e interesante confesión!
22. La confesión
Alicia parece una niña a quien la abuela se dispone a contarle un cuento de príncipes y princesas encantadas. Se ha quitado los zapatos (desde que me conoce ha moderado su vestimenta, y sobre todo ya no lleva aquellas horribles botas de militar), se arrellana en el sillón, recogiendo las piernas también en el sillón, y espera con ansiedad infantil mi relato. No sé cómo explicarlo, pero parece totalmente transfigurada. Soy incapaz de reconocer la joven torpe y fea, como ella misma se define, y veo una joven con una expresión radiante, una mirada inteligente, a la vez que curiosa como la de un gato, y un cuerpo rebosante de vitalidad. La naturaleza se ha portado mal con su rostro, pero ha sido generosa con su cuerpo.
Empiezo contándole la anécdota de la cafetería donde nos conocimos.
—Después de aquel gracioso suceso cada uno nos fuimos a nuestras clases correspondientes. Estábamos en la misma universidad y cursábamos los mismos estudios, pero yo le aventajaba en un curso, por lo que nuestras clases no coincidían. No nos intercambiamos nada con que poder ponernos nuevamente en contacto. Ella parecía desconfiar de todo el mundo, aunque yo por entonces desconocía la razón. Ha sufrido varias agresiones sexuales de alguno de sus compañeros de clase. Aquel día ninguno de los dos pudimos concentrarnos en las clases, algo mágico había sucedido. Creo que me enamoré de ella cuando me ofrecí a sujetarle los libros. No me miró con desconfianza, sino que apenas me vio noté como si yo fuese un viejo amante, a quien no había visto desde hacía mucho tiempo y se alegrase de volverme a ver, pero pasado ese instante de grata sorpresa, volvió su desconfianza, y rechazó mi ayuda. De no haber sufrido aquel aparatoso accidente posiblemente todo hubiera concluido así, pero el destino lo tenía todo previsto.
—Aquel fin de semana nuestra facultad había organizado un encuentro de jóvenes poetas. Yo no hubiera dudado en asistir de haber sido de narrativa, pero de poesía no me entusiasmaba la idea. Pero aquel sábado estaba profundamente aburrido. Era fin de mes y mi asignación estaba prácticamente agotada. El encuentro era gratuito, así es que parecía una buena manera de matar el tiempo. Llegué con algo de retraso, justo en el momento de la intervención de la joven que conocí en la cafetería. Nos cruzamos en el pasillo central de la sala, cuando yo entraba y ella se dirigía al escenario, y creo que tanto a ella como a mí nos dio un vuelco el corazón, y nos saludamos con una delatadora sonrisa. Cuando la vi sobre el escenario, completamente a oscuras, excepto ella, iluminada con un haz de luz, me pareció un ángel que había descendido del cielo para anunciar la buena nueva de su poesía. Este fue el verso que escribió después de nuestro primer encuentro:
Apenas nos miramos y ya nos besábamos
Apenas nos conocíamos y ya nos amábamos,
Apenas nos hablamos y ya nos entendíamos.
Apenas nos separamos y ya nos añorábamos.
Alicia parece sobrecogida por la pasión que hay en estas cuatro líneas. Ella no es apasionada, es sensible, porque la pasión ciega el entendimiento y Alicia es una persona reflexiva y razonable. Permanece en silencio para no distraerme de mi confesión.
—Cuando finalizó aquel acto yo me apresuré a felicitarla por la lectura de sus poemas, que fue muy aplaudida por los asistentes, en su mayoría compañeros de la facultad. Al salir de la sala la encontré rodeada de sus amigos y admiradores, que la asediaban con preguntas y felicitaciones. Apenas había intercambiado unas miradas y unas sonrisas y ya me creía con derecho de tenerla para mí en exclusiva. Estaba tan contrariado que no sentí deseos de despedirme de ella, y malhumorado salí del auditorio. De nuevo parecía que el destino fuera en contra nuestra. Pero apenas estuve fuera del auditorio comprendí que había actuado con ira y sin una justificación, y regresé precipitadamente, justo en el momento en que ella salía acompañada de una de sus amigas. Al verme pude observar de nuevo su expresión de alegría reflejada en su rostro, y esta vez no dudó en llamar mi atención.
—¿Por qué te has ido sin despedirte? ¿No te han gustado mis poemas? ¡Me gustaría conocer tu opinión!
La amiga comprendió la situación y se excusó dejándonos solos.
—¡Me han encantado!
No me atreví a confesarle que había sentido celos. Le dije que yo también escribía, pero narrativa, no había nacido con la gracia de la poesía, pero sí con la necesaria imaginación para escribir novelas. Estuvimos paseando un buen rato, hablando de nuestras obras, de la importancia de la poesía, la mediocridad de las novelas que se publicaban, la excesiva comercialización del arte. Parecíamos haber encontrado el interlocutor ideal para desahogarnos de nuestras inquietudes artísticas. Por lo general coincidíamos en todo.
Quedamos en vernos al día siguiente en el parque. Yo le enseñaría mis historias y ella sus últimos poemas. Aquella noche prácticamente la pasé en vela, porque no estaba satisfecho con ninguna de las historias que había escrito y no quería defraudar a mi nueva amiga.
Yo por entonces era un perfecto desconocido, mientras que ella era muy conocida entre los estudiantes de la facultad y otros círculos locales sobre poesía. Todas las críticas eran favorables y le auguraban una brillante carrera literaria. Sin duda que influyó en mi inspiración su benéfica amistad, y aquella noche escribí mi primera obra verdaderamente literaría, las anteriores no pasaban de ser simples relatos, casi todos autobiográficos, que carecían de lo principal: una motivación.
Cuando la conocí tenía 18 años. Como tú, había llegado de provincias, con una idea fija, que llevaba más en corazón que en la mente: ¡Triunfar como poetisa! No necesitaba los elogios, ella se consideraba genial, y no estaba equivocada. Todos los que la conocíamos nos habíamos formado la misma opinión. Para mí su genialidad era su mejor atractivo. Me atraía más como poetisa que como mujer, porque ninguno de los dos habitábamos en este mundo, sino en esos dos mundos hermanos: ella en el de la poesía y yo en el de la novela. ¡Y esa fue la causa de nuestra separación! Vivíamos con demasiada intensidad lo irreal y nos olvidamos de lo real.
Nos encontramos en el parque en un día que hubiera podido haber pintado Botticelli o Velázquez. Era a principios de la primavera, en que el tono de las hojas nuevas es verde intenso. El cielo de un azul inimitable, decorado con nubes blancas de formas caprichosas e imaginativas. Huele a la savia de los rejuvenecidos tallos y a las resinas perfumadas que desprenden los tilos. Las aves nuevas aletean en sus nidos, impacientes por volar y conocer lo que será su mundo. En este mágico ambiente y en un apartado y solitario rincón del parque, le leí mi primer cuento escrito gracias a ella y para ella. En ese mismo instante empezó a fraguarse nuestra separación.
Nuestra relación se hacía más íntima cada día, pero siempre sostenida por la pasión común de la literatura. Nuestra euforia crecía al mismo ritmo e intensidad que la calidad de sus poesías o de mis cuentos y relatos, porque por entonces todavía me sentía incapaz de abordar la novela. Nunca pensamos seriamente en nuestra relación como una simple pareja de enamorados, sino enamorados de la poetisa y del escritor. En ningún momento se nos pasó por la mente vivir juntos, porque eso supondría privarnos de la soledad necesaria para crear, teníamos suficiente con nuestros encuentros diarios, durante los que nos cargábamos de frases geniales, poemas apasionados, historias fantásticas y una dosis moderada de sensualidad. No hicimos el amor hasta después de los seis meses que duró nuestra relación. ¡En esa única relación se gestó Noemí!
Alicia parece meditar sobre todo lo que le contado hasta ahora, porque tiene su mirada perdida en algún punto de la calle que se ve através de mis ventanas. Ha reaccionado y me mira con un cierto aire de reproche.
—Entonces, no amaba a esa mujer, solo la utilizaba.
—Sí, puedes decirlo así.
—Y ella, ¿crees que también le utilizaba?
—No, ella no me utilizaba; ella no necesitaba estímulos, ya te he dicho que estaba plenamente segura de su talento; era yo quien los necesitaba para descubrir el mío. Un mes después de nuestro encuentro, cuando ya había escrito una docena de relatos y cuentos que a ella le parecían geniales, me sugirió que escribiera una novela. Acepté su consejo y traté de encontrar un argumento que me motivara. Todos giraban, de una manera u otra, entorno a ella y nuestras extrañas relaciones. Le expuse mis ideas, pero no las encontró suficientemente originales. Fue entonces cuando me leyó su poesía sobre el suicidio de una poetisa, y me sugirió que ese podía ser un buen argumento, en el que ella podría colaborar con sus poesías. Acepté encantado su propuesta y comencé a trabajar en el argumento. Durante el tiempo que tardé en escribirla, tan solo dos meses, nuestros encuentros se centraban en el progreso de mi novela. Ella revisaba diariamente cada capítulo, cada párrafo y cada palabra que escribía, y corregía mis muchos defectos y erratas, hasta que le parecía que la síntaxis, ortografía, ritmo y estilo eran perfectos. Parecía como si la estuviera escribiendo ella misma. Cuando mi novela estaba prácticamente concluida, me sugirió que la enviara a un popular concurso literario para nuevos autores. Yo no podía negarme, porque no era solo mi novela, sino nuestra novela.
Alicia me interrumpe.
—¡Ahora entiendo por qué sufrió ese terrible ataque de amnesia. Su traición fue doble, porque traicionó a la amante y a la escritora!
—¡Sin duda, fue una doble traición, pero entonces yo no lo tuve en consideración! No solo colaboró en su redacción, sino que se tomó la molestia de mecanografiar el original y enviarlo ella misma al concurso.
—¿Por qué razón cree usted que lo haría? ¿Estaba realmente tan enamorada de usted que se sacrificó para ayudarle en su carrera?
—Aunque me apena reconocerlo, debió ser así. Los días previos al fallo del concurso fueron realmente angustiosos para mí, pero no para ella. Sabía perfectamente que habíamos presentado una de las posibles novelas ganadoras, hasta ese extremo tenía confianza en sí misma y en sus juicios sobre literatura. Pero, además, era consciente de que entre los principiantes hay escasas posibilidades de que se presenten buenas novelas. La mayoría adolecen de un exceso de pasión, estilos disparatados, defectos de estructura y sintaxis, y argumentos poco originales. En realidad la gran mayoría son simples imitaciones de sus ídolos, o de los escritores de moda. Ella sabía que ganaríamos, ¡y así fue!
Ella fue también la primera en conocer la noticia del premio, porque recibió el mensaje con el resultado y la invitación para la entrega de premios para ese mismo fin de semana en un conocido hotel de la ciudad. Cuando nos vimos en la facultad, ella me recitó la famosa sentencia de Julio César: «Vini, vidi, vici», que yo comprendí su sentido inmediatamente. Confieso que instantes después de conocer la noticia, me consideraba un ser superior, había matado al indeciso y modesto escritor para sentirme un nuevo miembro de las élites culturales del país. Y esa imagen me cegó desde el primer momento. Ella no sospechó nunca mi arrogancia, y se sentía tan feliz como si ella hubiera sido la premiada.
Durante la ceremonia de entrega del premio, debió sentirse como la madre que asiste a la entrega del diploma de honor a su hijo en la universidad: sin envidia o celos profesionales. Pero yo ya estaba muy distante de ella. Veía mis libros apilados en las librerías, con la mención de aquel galardón. Me veía firmando ejemplares de mis boquiabiertas admiradores, pero sobre todo, me sentía superior y dominante.
Alicia ha reaccionado, se yergue y me dirige una interrogante mirada.
—¡Creo que se está inventando la historia! ¡Le conozco ya lo suficiente como para no creer que usted se comportara de esa manera!
—¡Conoces un demonio arrepentido veinte años después. Pero no hubiera cometido ese pecado si no hubiera conocido a la verdadera culpable. Durante el cóctel que nos ofrecieron los patrocinadores, fueron muchos las invitados que se acercaron a mí para felicitarme. Ella parecía orgullosa de mi súbita popularidad. Desde el primer día en que supo mi vocación de escritor, deseaba que adquiriesemás seguridad en mí mismo, para proseguir nuestras ambiciosas carreras al mismo nivel. Ya daba por hecho que lograríamos nuestro ambicioso proyecto de fama y gloria sin que uno le hiciera sombra al otro. Cuando, fatigados por tantas emociones y ajetreo, estábamos a punto de abandonar la reunión, se nos acercó una mujer de mediana edad y de aspecto elegante, vestida con un sobrio traje chaqueta, el cabello de media melena, rubio y ligeramente rizado, y dirigiéndose a mí, como si no se hubiera percibido la presencia de mi compañera, y sin dejar de clavar su profunda e insinuante mirada en la mía, me entregó una tarjeta de visita, que debía estar perfumada con las fragancias del infierno, porque cuando la leí el perfume me evocó un abismo en el que no tardaría en caer
—Necesitará un buen agente. Llámeme mañana y hablaremos sobre su futuro.
Fue todo lo que dijo, y volvió a reunirse con un grupo de invitados. Aquella mirada me perturbó de tal manera que por un momento yo también me olvidé de su presencia. ¡Ella debió presentir en aquel momento mi traición!
Ruego a Alicia que me perdone, pero no deseo continuar. Lo que sigue es la parte más dolorosa para mí, y su recuerdo me ha perseguido durante todos estos años.
Alicia parece despertar de un sueño, o tal vez sea una pesadilla. Se ha terminado el café. Recoge la cafetera y las tazas y las lleva a la cocina. Permanece en silencio pero su mente debe estar rememorando la historia que acabo de contarle. Regresa de la cocina, cambia una triste mirada conmigo, vuelve a sentarse y, por fin, sé en qué está pensando.
—¡Pobre mujer, no me hubiera gustado estar en su lugar. Yo también hubiera perdido la memoria. ¡No, yo hubiera perdido la cabeza!
Su comentario me hace sentirme más culpable. Los que no tienen remordimientos no pueden saber lo duele recordarnos nuestros pecados.
—¡Perdóneme. Sé que está profundamente arrepentido, y si yo fuera esa mujer, probablemente le perdonaría, pero eso no repara el daño causado.
Tal vez fuese mejor que no recobrase la memoria! Si ella no recobra la memoria y no tengo su perdón, ¡me condenaré sin remedio!
23. Final de la confesión
Han sido unos momentos de gran tensión emocional. Alicia se debate entre su elevado sentido de la justicia, su solidaridad con otras mujeres, su misericordia y su amor por mí. Finalmente han vencido la misericordia y el amor, pero eso no quiere decir que me considere redimido. Cree que de alguna manera debo recompensar a esa mujer. Pero ella no sabe cómo. Tampoco yo lo sé.
—Aunque le reviva malos recuerdos, creo que se sentirá mejor si me cuenta el final de la historia. ¡Le prometo que no le haré ninguna recriminación!
Tal vez Alicia tenga razón. Ocultando mi culpa solo consigo que se enquiste en mi conciencia, es más saludable airearlos.
—Está bien, te contaré el resto de esta lamentable historia.
Ni yo ni ella nos sentíamos como se supone que debíamos sentirnos después de la entrega de premios. Yo todavía no me había repuesto de la impresión que me causó la insinuante mirada de aquella mujer, y ella parecía quererme preguntar en qué estaba pensado, porque creo que leía mis pensamientos. Con un tono de voz casi suplicante, me rogó que no aceptara aquella mujer como mi agente, porque habría otros que estarían encantados en representarme. Supuse que sentía celos de ella, pero no tuve el valor de confesarle que, pese a sus temores, la llamaría y nos entrevistaríamos para conocer sus planes sobre mi promoción como escritor. Lo que sucedía era que aquella mujer vivía en el nuevo mundo en el que yo creía haber entrado después del premio, mientras que ella pertenecía a uno ya superado y sin alicientes para un escritor ambicioso. Yo no era ya un estudiante de letras, ¡era un escritor!, y los escritores pueden transgredir todas las normas morales porque están justificados. Aquella noche no pude conciliar el sueño hasta el amanecer, porque yo también me debatía entre lo que me dictaba mi conciencia y lo que me reclamaba mi ambición, porque no tenía sentido haber llegado hasta allí y renunciar a lo que cualquier otro autor haría en mi lugar. Después de todo, ella misma me ayudó a llegar hasta allí, ¿por qué no aceptar la ayuda de alguien que haga realidad tu sueño de escritor? Cuando aquella mañana nos encontramos en el campus, ya había tomado una decisión y ella me parecía una intromisión en mi libertad inaceptable, pero no tuve el valor de hacérselo saber, y traté de aparentar que nada había cambiado después del premio y seguiríamos nuestros planes de futuro tal como lo habíamos soñado. Ella debió sentirse aliviada por mi actitud, pero era evidente que mi entusiasmo y jovialidad había cambiado. Ya no ponía atención a sus lecturas ni estaba motivado para escribir nuevas historias. Ella lo interpretó como mi cansancio por los esfuerzos realizados para escribir mi primera novela, y no me lo reprochó. Esa misma tarde acudí al despacho de la agente, con la que ya había concertado una entrevista esa misma mañana. Su despacho estaba situado en su propio domicilio. Un amplio apartamento en un edificio noble, situado en una de las avenidas más caras de la ciudad. Ella misma me recibió a la salida del ascensor. Apenas si pude reconocerla. Ahora vestía unos tejanos ceñidos, que resaltaba las formas suaves de sus caderas, y una holgada blusa, con lo que parecía el logotipo de su agencia. Su recibimiento fue extremadamente cordial. Era evidente que tenía un gran interés por mí, no solo como escritor, sino como persona.
—¡Mi más calurosa felicitación por el premio, pero ahora tienes que evitar que se olviden de tí en un par de meses.., yo puedo ayudarte —me dijo apenas salí del ascensor.
Me introdujo en su despacho, una amplia y luminosa habitación sobriamente amueblada con dos confortables sillones de cuero negro, una gran mesa de trabajo y un amplio sofá del mismo material que los sillones. El único detalle que indicaba que estábamos en un despacho de trabajo eran las decenas de fotografías de sus autores representados que pendían de las paredes. Algunos de sus escritores encabezaban frecuentemente los primeros puestos de las más prestigiosas secciones de libros de periódicos y de revistas de literatura. Pronto estaría la mía también allí. Todo ello me demostraba que había elegido un buen agente. Nos acomodamos en los dos sillones. Me ofreció un dulce de una pequeña cesta que había sobre una mesita de cristal, y sin perder tiempo en presentaciones, me preguntó:
—¿Quieres convertirte en el autor de moda?
¿Cuál podía ser mi respuesta: «No»? No había más que una posible respuesta:
—¡Sí!
—Bien, entonces a partir de hoy tenemos que trabajar en un programa que puede resultar duro y requerir toda tu dedicación. ¿Estás decidido?
Me limité a asentir con un firme gesto de cabeza.
—Mi comisión es del cinco por ciento; el contrato es por dos años, y tengo tu representación en exclusiva para todos los medios donde sea publicada, incluidos cine, televisión, radio y en la red. ¿Estás conforme?
Volví a dar mi conformidad con un enérgico gesto afirmativo de cabeza.
—Bien, entonces vuelve mañana a esta misma hora y firmaremos el contrato. ¡Antes de dos años serás uno de los escritores más leídos y cotizados del país!
¡Y así fue como firmé el contrato que arruinaría mi vida personal y de donde nacería el escritor profesional!
Al día siguiente, y como estaba previsto, firmé mi condenación. Mi nueva agente fue más explícita y me argumentó las razones por las que estaba segura de mi éxito.
—Tú representas el ideal de joven con talento, triunfador desde su primera obra, que no recurre a la pornografía, ni a la violencia, ni a tramas esotéricas, ni a romanticismos empalagoso, ni a detectives filósofos. Que escribes novelas sencillas, pero reales y ejemplares, que gustan a todos. Que además, tienes suficientes atractivos físicos como para atraer a las jóvenes lectoras. Tú escribes novelas que pueden leer toda la familia, en todas las edades, y en todas las épocas...
—¡Pero yo solo he escrito una novela!
La respuesta debí de haberla imaginado. Prácticamente estaban en las cláusulas del contrato que no me molesté en leer:
—¡Pero las escribirás, yo te diré cómo!
24. La seducción
Cuando salí del despacho de mi nueva agente comprendí el grave error que había cometido por mi precipitación y ceguera. Lo culpé a mi falta de experiencia, pero me consoló el que afortunadamente eran solo dos años, que pasaron vertiginosamente.
Ahora me sentía avergonzado porque había echado tierra sobre nuestras nobles inquietudes, nuestra ilusión de mantenernos puros, desinteresados, alejados de los mercaderes de sueños, que nos atraen con cantos de sirena, y acaban por arrastrarnos a su sucio mundo de transacciones económicas, balances, accionistas, inversores, directores ejecutivos, banqueros, comerciantes sin principios ni escrúpulos y toda una marabunta de individuos incapaces de valorar lo que no tiene un precio y puede venderse en el mercado, como la honestidad, la generosidad o la ilusión... No tienen escrúpulos en vender y comprar almas, y subastarlas en sus corrompidos mercados financieros. Yo seré una de ellas. Pero, a decir verdad, antes de entrar en este despacho ya estaba corrompida.
Aquella tarde habíamos quedado para asistir al estreno de una película sobre la vida de Oscar Wilde. Yo no estaba con el humor para asistir a la representación de otra crucifixión de un autor, pero debía mantener en secreto mi relación con mi nuevo agente. Acudí a la cita, aunque con cierto retraso, cuando la película ya había comenzado. Ella esperaba pacientemente en la solitaria entrada de cine. Pese a mi tardanza ella siempre justificaba mis deslealtades, porque no tenía ni una sombra de duda sobre mi fidelidad.
Necesito hacer una pausa. Alicia está tan conmocionada como yo, pero ha prometido no hacerme recriminaciones y lo cumple. Yo me siento mal, porque no puedo borrar de mis recuerdos su frágil figura, iluminada por los letreros parpadeantes de la cartelera, cruzada de brazos, mirando angustiada a un lado y otro de la calle, tratando de justificar mi tardanza. Es probable que me hubiera esperado mucho tiempo más sin perder la fe en mí fidelidad.
—Cuando me vio aparecer por el lado de la calle opuesto al que esperaba que llegase, tuvo un momento de duda, pero mi visión desbordaba cualquier deseo de reproche, y me recibió con una sonrisa que intentaría arrancársela a la tristeza que minutos antes la atenazaba. Creo que por primera vez sentí lástima de ella, y tal vez tuve un sincero deseo de arrepentimiento. Estuve tentado de ponerla al corriente de su situación, pero su sonrisa desbarató mi deseo. La abracé, nos besamos e improvisé una excusa. Ella me creyó porque necesitaba creerme y me urgió a que sacara cuanto las entradas que ya tendríamos tiempo después de la película para aclarar los detalles. ¡No era posible despertar a quien vive como sonámbula sin peligro de causarle algún daño irreparable! No hubo aclaración. La película nos había impactado tanto que al salir del cine durante un buen rato, paseamos por las calles ya desiertas sin decir una palabra. Ella rompió el silencio con un comentario que echó más fuego sobre mi conciencia:
—¿Por qué tienen que pagar tan alto precio los genios solo por ser famosos? ¿Tendremos que pagar también nosotros tan alto precio? ¡No, claro que no; nosotros no cometeremos su error ni llevaremos dobles vidas que puedan causar escándalo! Seremos una pareja de escritores perfecta sin dar motivos para que no suceda lo que al desgraciado Oscar Wilde, ¿verdad?
¿Qué podía responder? En aquel momento no tuve el valor necesario para decirle la verdad y deshacer el engaño de una vez. Por mucho que sufriera no sería comparado a lo que tuvo que sufrir después. ¡Tanto que justificase su amnesia!
Alicia me indica con gesto de su brazo que quiere decirme algo.
—¿Y esa es la mujer que se sentará esta noche a su lado, en la misma mesa? Desde luego que si recobrase la memoria tendría motivos para odiarle. Pero siga, perdone mi interrupción!
—Los días que siguieron a la firma del contrato fueron tan intensos que no tuve oportunidad de pensar en ella. Mi agente me invitaba a su apartamento, y, después de una ligera cena, nos sentábamos en los sillones de su despacho y discutíamos sobre el argumento de mi próxima novela. Desde luego que sería una historia de amor con final feliz. Una vez en mi apartamento yo escribía un capítulo o dos que le mostraba la noche siguiente. Ella hacía las correcciones y me sugería los cambios que creía eran necesarios. Tengo que confesar que llegamos a estar bien coordinados, porque a mí sus argumentos e ideas no me desagradaban y me resultaba fácil interpretarlas y escribirlas. Como dijo Noemí en su primer mensaje: Solo cambie de musa, y anulé cualquier noble motivación. Durante los primeros días su comportamiento fue estrictamente profesional, pero a medida que pasaban los día se fue haciendo más familiar e íntima, y se cambiaba de ropa para vestir una cómoda bata de noche, que dejaba sus atractivas piernas práticamente al descubierto. Tenía un plan para seducirme, pero no lo llevaría a cabo hasta que yo no finalizara la novela. ¡Ese sería el premio! Mis relaciones con la otra mujer que se había enredado en este drama, seguían siendo superficiales, como son las relaciones de quienes ocultan sus verdaderos sentimientos. Algunas veces se atrevía a preguntarme la causa de mi apatía, que tanto la hacía sufrir, y ella misma llegó a la conclusión de que la causa podría estar en una falta de relaciones más sensuales. Aunque no estaba en sus planes, se propuso seducirme y consentiría en que hiciéramos el amor. Nuestra relación había sido desde un principio una afinidad artística y no estábamos seguros de nuestra atracción física. En esos momentos me atraía infinitamente mas la belleza madura y la esperimentada sensualidad de mi agente que la de aquella poetisa, que no había despertado de su sueño de gloria y fantasías. Con la escusa de invitarme a cenar, preparó el ambiente necesario para mi seducción. Aquella noche gestamos a Noemí, pero ninguno de los dos quedó satisfecho de aquella relación. No; no nos habíamos unido para el amor carnal, ¡solo para el espiritual!
No puedo continuar este relato, porque hoy, veinte años después, siento todavía la vergüenza de aquel precipitado placer, de aquellas relaciones frustradas que estaban más cercanas de la prostitución que del amor.
—Discúlpame Alicia, pero creo que ya es hora de ir a nuestra cita con mi hija..
—¡Y con su madre!
—Sí, y con su madre. Esta será la última vuelta de tuerca del destino. ¡No quiero pensar en nada más!
Alicia está visiblemente abatida, lo noto en su mirada triste y ausente, tan distinta de la del principio de este relato. Se levanta apesadumbrada, como si le pesaran las piernas, y me ayuda a vestirme. Salgo de mi refugio privado como si me moviera una fuerza sobrenatural, contra la que de nada sirve mi propia voluntad. Ya es de noche, los días son cortos en octubre. Me sienta bien la brisa fresca del crepúsculo vespertino. Todavía queda una pálida franja de rojo en el horizonte. Hemos llamado un taxi que nos recogerá en la puerta, pero le pido al conductor que nos deje dos manzanas antes de la casa de mi hija. Alicia aprueba la idea. Quiero terminar mi relato ante de enfrentarme a esta difícil prueba.
—Dos semanas después yo ponía punto y final a mi segunda novela, aunque tendría que reescribir varios capítulos que no eran del agrado de mi exigente agente. Pero ese era el día elegido por ella para seducirme, y preparó todo para que no tuviera escapatoria. Pero ese mismo día había quedado con la otra desgraciada mujer para volver a ver la película sobre Oscar Wilde, porque la vez anterior nos habíamos perdido buena parte del comienzo. La idea surgió de ella y no me pude negar. Pero no era solo el interés por la película por lo que deseaban verme, sino porque al parecer tenía una importante noticia que darme, pero no quiso avanzarme de qué se trataba. Deseaba que estuviera presente cuando me la diera. Supuse que debía tratarse de algo relacionado con sus poesías, tal vez había ganado un premio, o había encontrado un importante editor que se las publicase. Yo acudí a mi cita diaria con mi agente, con la intención de dejarle el manuscrito para que lo leyera y me anotara las correcciones, pero para mi sorpresa, me encontré con una mesa preparada con sumo esmero y detalles para dos personas, iluminada pálidamente por dos artísticas velas, Sobre una mesita auxiliar había una botella de champan puesta a enfriar, y en el centro de la mesa una bandeja de plata con canapés de caviar, salmón y otras delicatessen por el estilo. Pero lo que más me impresionó, y por supuesto me excitó, fue la forma que se había vestido para esa ocasión. Llevaba puesta una blusa de seda del mismo color de la piel abierta prácticamente hasta la cintura, donde se entreveían parte de sus senos, todavía firmes y una falda negra, ceñida y que le cubría por encima de sus rodillas. El conjunto era de una extrema elegancia, pero sobre todo ¡de un irresistible atractivo! No sé si conoces bien a los hombres, Alicia, pero no hay voluntad capaz de vencer una tentación como aquella. Por esta misma causa se condenó la humanidad; es el eterno pecado que ha cometido el hombre desde sus inicios: ¡la irresistible atracción de Eva y su manzana! En aquella sala se reproducía este drama bíblico: Caviar, champán y sexo. Después ya puede llevarnos la parca a sus tinieblas. Tenía que elegir entre las dos mujeres: una me ofrecía fama. La otra afecto espiritual, amistad sincera y, por supuesto, lealtad.
—¿A quién hubieras elegido tú, Alicia?
La pregunta la ha cogido desprevenida, pero la respuesta es fulminante:
—¡A la segunda, por supuesto!
—¡Yo no quería elegir; deseaba que las cosas siguieran como estaban, podía seguir teniendo ambas relaciones y no hacer daño a ninguna, pero mi agente me obligó a elegir. Finalmente quien decidió fue el champán y su irresistible atractivo sexual. Para festejar mi traición, comenzamos la velada en un cabaret donde escenificaban escenas sexuales de un indecente mal gusto, pero era parte de su plan. En la entrada del cine, iluminada solo por las luces parpadeantes de los letreros de neón, con los brazos cruzados, y sin dejar de mirar angustiada a un lado y otro de la calle, esperó inútilmente a quien ahora sé que deseaba comunicarme ¡que iba a ser padre! ¡Afortunadamente perdió la memoria!
25. El reentro
Nos aproximamos a la casa del Noemí. Yo he concluido mi doloroso relato, y nos entregamos en silencio a nuestros propios pensamientos.
Alicia debe preguntarse si no se habrá cegado por mi popularidad, porque no merezco su afecto; y yo me pregunto si podré mirar de frente a la mujer que espera la visita de un perfecto extraño. Los últimos acontecimientos sobrepasan mi capacidad de asimilación, y ahora me tengo que enfrentar a una nueva prueba descomunal. A unos pasos de distancia voy a encontrarme con la mujer a quien he robado los mejores años de su vida. Puede que me reconozca, en cuyo caso no sé cómo podré justificarme, y si no me reconoce, tampoco podré justificarme. Todos estos años solo me han servido para comprender que la ambición sin una causa noble no da frutos nobles, sino envenenados, con el veneno de tu propio espíritu igualmente envenenado.
Pero hay algo que me inquieta y me asombra: ¿Realmente ha transcurrido todo ese tiempo? ¿No estamos siempre en el mismo instante? ¿Cuánto camino recorre el barquero en su barca? ¡Ninguno! Y, sin embargo, la barca sí recorre un espacio y consume un tiempo, arrastrada por la corriente. Yo también he sido arrastrado por la corriente, pero sigo en la misma barca; el mismo instante de siempre, y que probablemente sea eterno.
La mujer que debe estar en el apartamento de Noemí es la misma que abandoné en la puerta de un cine de barrio, pero sigue, como yo, viviendo el mi mismo instante, ¡por nosotros no ha pasado el tiempo, nosotros hemos pasado sobre el tiempo, como el barquero sobre la corriente del río! Pero no es el cuerpo el que viaja dentro de la barca, sino el alma, a la que no afecta el tiempo. Ella tendrá la misma alma que tenía el día en que perdió la memoria, y es esa alma la que no ha envejecido y a buen seguro me reconocerá. Ahora se vuelven a encontrar y se preguntarán: ¿qué hemos hecho de nuestras vidas que tuvieran que separarse? Solo yo tengo la respuesta: No haberla escuchado ni seguido sus deseos.
Estamos ante la puerta de su apartamento. Alicia me dirige una suplicante mirada.
—¡Ha llegado su gran momento! Ahora tendrá la única oportunidad de salvar o condenar su alma!
Llama y se escuchan unos pasos ágiles que deben ser los de mi hija Noemí. Pero no nos abre Noemí, ¡sino ella!
Alicia no ha podido evitar un expresivo gesto de sorpresa y yo siento como si me precipitara por un abismo del tiempo y recorriese los veinte años pasado para caer en el mismo sitio donde me encontraba la noche de mi traición: ¡por ella no ha pasado el tiempo! ¡No hay en su rostro, todavía terso y joven, ningún rastro de sufrimiento. Su figura es la misma. Sus cabellos siguen rizados, pero algo más descoloridos, y lo que más me impresiona es su mirada serena y tierna, pero como perdida en la nada.
No sé qué decir, pero estoy angustiado por su posible reacción. ¿Me habrá reconocido? Escucho unos pasos rápidos, es Noemí que viene a recibirnos. Pero se ha quedado como paralizada y contempla con ansiedad la escena. Por fin estamos su madre y yo frente a frente y ninguno de los dos es capaz de romper la tensión del momento. Noemí observa a su madre, pero no se produce ninguna reacción que pueda dale a entender que me ha reconocido. Ella permanece sujetando el pomo de la puerta, y parece relajada, está esperando que venga su hija.
—¿Son tus invitados, Noemí?
Noemí intenta disimular su desolación, ¡no me ha reconocido!
—Si, mamá, son nuestros invitados.
Cambia una desconsolada mirada conmigo. Alicia también siente la tensión del momento, y me mira interrogadora. La madre de Noemí nos ruega que entremos, nos deja libre la entrada y cierra la puerta detrás de Alicia. Nos sigue hasta un pequeño salón, donde ya está preparada una mesa para cuatro comensales. Nos quitamos los abrigos y Noemí los cuelga de un perchero. Su madre permanece callada frotándose las manos, no sabe qué hacer con ellas. Nos dirige fugaces miradas y sonríe levemente. Hay en su expresión extrañeza, es evidente que nos considera extraños, y no sabe cuál debe ser su comportamiento. Creo que está esperando a que su hija se los presente. Noemí esperaba algún gesto en la expresión de su madre que mostrase algún indicio de que me recordaba, pero es evidente que no ha sido así. Parece resignada y nos presenta a su indecisa madre.
—Mamá, estos son mis amigos de los que te he hablado. Los dos son escritores, como nosotras.
La madre parece acoger nuestra profesión con agrado, porque nos ha dedicado una amplia sonrisa con un gesto de admiración. Noemí intenta sin demasiadas esperanzas, provocar la memoria de su madre.
—¡Él es un escritor muy famoso, seguro habrás visto su fotografía en algún periódico o en las revistas de literatura!
Pero la madre lo niega rotundamente con un gesto de cabeza. Nos coge a todos de improviso una pregunta de su madre dirigida a mí:
—Y qué escribe usted, ¿novelas o poesía...? Yo escribo poesías..., sí, he escrito muchas poesías...
Pierde su mirada en un indeterminado punto de la habitación. Yo trato de no mostrar mi deplorable estado de ánimo y le respondo forzando una amistosa sonrisa:
—Escribo Novelas, historias de gente corriente. Nada especial... pero conocí a una poetisa admirable, que por desgracia para sus muchos admiradores, ¡nunca las publicó!
Ella me devuelve la sonrisa, pero no hace ningún comentario. Tengo la sensación de que algo está perturbando su mente, porque la sonrisa se ha quedado congelada en sus labios. Parece ausentarse y trasladarse algún otro lugar. Tal vez al campus de nuestra universidad. Es una mujer desvalida y vulnerable, la misma de hace veinte años, pero el tiempo y la amnesia la han tornado extremadamente sensible y emotiva. Me encantaría leer sus poesías. Me atrevo a sugerirlo:
—¿Por qué no nos lee alguna?
Ella se ha sobresaltado por mi inesperada sugerencia y parece avergonzarse.
—¡Oh, no, no; las escribo para mí... Son muy personales... No les gustarían!
Noemí escucha a su madre y parece desolada
—Mamá, estos son mis amigos. Puedes confiar en ellos. ¡Vamos, anímate y léenos algunos de tus poemas! Todavía falta algo de tiempo para que esté la cena lista.
Noemí quiere intentarlo todo. Posiblemente no habrá otra oportunidad. Su madre parece aturdida. Nos mira como si con ello quisiera comprobar nuestra disposición a escuchar sus poemas. Una vez más parece sumirse en lugares lejanos. Noemí vuelve a intentarlo y sugiere a su madre que lea los primeros que escribió, pero que ella no recuerda cuándo y dónde los escribió. No hay duda de que está padeciendo una gran presión.
Siento lástima por ella, pero sobre todo me siento todavía más miserable. Esta pobre mujer asustada, que escribe poemas románticos dedicados a un amante que no consigue recordar y que lo tiene delante de ella, no merece este sufrimiento. Parece estar dudando. Todos estamos pendientes de su decisión. Ella vuelve a mirarnos como si tratara de leer nuestros pensamientos.
Alicia ha estado en silencio, debe darse cuenta de que ahora tiene una verdadera rival. Tiene motivos justificados, ahora que la he vuelto a ver, retornan a mi mente con infinita nostalgia aquellos días felices, puros y generosos, y empiezo a creer que si el destino lo tiene previsto, podrían volver, aunque sea por poco tiempo.
Neomí ha conseguido vencer los temores de su madre y accede a leernos algunos de sus poemas. Nos acomodamos los tres en un pequeño sofá mientras ella revuelve nerviosa varios cuadernos que guarda en una bolsa de viaje, y parece que no sabe por cuál decidirse.
Por fin se decide por uno con las tapas de color rosa, donde hay una leyenda que no puedo leer. Se sienta en una de las sillas del comedor, hojea varias páginas y, por fin, parece decidirse por uno. Tiene el mismo tono de voz, la misma pausada cadencia y entonación. Era una grata experiencia escucharla recitar, ¡y veo que sigue igual!
SI TU FUERAS...
Si tu corazón fuera espuma, yo sería océano;
Si tu alma fuera cielo, yo sería nube;
Si tu mirada fuera lluvia, yo sería campo;
Si tus manos fueran agua, yo sería sed.
¡Por el amor de Dios, otra vez ese verso! ¿Por qué juega el destino al gato y el ratón? ¿Por qué ha elegido precisamente este poema? Creo que ella ha notado mi turbación. Me dirige una extraña mirada que podría ser de interrogación, tal vez esté empezando a recordar! Noemí ha cambiado una mirada de asombro conmigo, parece que se está haciendo la misma pregunta. Alicia no ha reaccionado, pero sospecho lo que debe estar pensando: ¡Su estigma le persigue! La madre de Noemí ha salido de su momentáneo impase y prosigue la lectura.
Cuando lo concluye tenemos la sensación de que ha hecho un gran esfuerzo. Cierra el cuaderno, lo deja sobre la mesa y se deja caer relajada sobre la silla. No quiere leer más poemas. Algo está perturbando nuevamente su mente. Ahora puedo leer la leyenda del cuaderno: «Poemas de amor y olvido. Primavera de 1997». Pero no hay ninguna indicación del lugar ni nombre de su autora. La felicito efusivamente, ella me lo agradece con una bondadosa sonrisa, pero la noto ausente, turbada.
Noemí está preocupada por el abatimiento de su madre. Debe pensar que no debemos presionarla. Despertar su memoria bruscamente puede causarle un nuevo trauma. No insiste.
La cena ya está lista. Alicia acompaña a Noemí a la cocina para ayudarla a servir la mesa. Ha cocinado mi hija y me ha sorprendido, no sabía que era tan buena cocinera. Su madre se ha relajado; está más tranquila y intercambiamos comentarios sobre lo húmedo que está resultando este otoño y lo que ha visto durante su estancia en la ciudad.
—¿Le gustó la ópera «Madame Butterfly»?
—¡Oh, sí; mucho!
—¿No la encuentra un poco triste?
—Sí, usted lleva razón, es un poco triste...
Tengo la impresión de que está hablando conmigo, pero sus pensamientos están en otra parte. ¡Daría cualquier cosa por saber dónde! Noemí interviene en la conversación.
—¡Tengo una idea —se dirige a mí—, ¿por qué no acompaña a mi madre a visitar algún museo? Yo no puedo faltar a clase, pero usted tal vez tenga tiempo. Sé que tenía deseos de ver la última exposición del Museo Nacional.
Su madre intenta protestar. A mí me parece una buena idea.
—¡Estaré encantado de acompañarla. Yo también tenía deseos de verla!
Alicia permanece en un dramático silencio. Todo se está confabulando contra ella. Ha notado que yo empiezo estar vivamente interesado por la madre de Noemí, y hasta creo que sospecha que pueda sentir algo más que compasión. Lo cierto es que siento una gran añoranza de los tiempos en que éramos dos enamorados de la literatura, pero también dos buenos amigos, y la amistad es menos apasionada que el amor, pero más leal y generosa. Por otro lado, me gustaría pagarle con mi afecto su sufrimiento. Pero no puedo hacer nada por ella si no recobra la memoria y recuerda quien soy. Creo que Noemí es de la misma opinión.
La cena ha sido deliciosa. Felicito a mi hija, que se siente muy halagada. Pero mis dolores amenazan con volver y me gustaría estar de vuelta a mi apartamento antes de que esto ocurra. Noemí nos trae los abrigos y noto en la mirada de su madre que siente nuestra marcha, creo que le he caído bien y ha superado sus recelos iniciales, posiblemente me recuerde vagamente.
Quedamos en que la recogería aquí el día siguiente y pasaríamos la mañana visitando la exposición. Después iríamos a almorzar a un restaurante italiano, pues Noemi me ha puesto al día de los gustos gastronómicos de su madre, y adora la pasta italiana. ¡Sí, ya lo recuerdo!
26. La memoria
He pasado una noche con intensos dolores. Puede que todas estas emociones perjudiquen mi salud. A los dolores se ha unido la incertidumbre sobre la madre de Noemí. Es muy probable que de no haber mediado nuestro pasado me hubiese sentido atraído por ella; por su bondad y sensibilidad, tan poco frecuente en el ambiente en que he vivido estos últimos veinte años. La he encontrado todavía atractiva, pero no es una atracción exclusivamente física, tal vez no pueda explicarlo a pesar de ser escritor, pero es una atracción física que emana del espíritu; una atracción física propia de seres humanos y no de animales. Es el gozo del placer cuando está atemperado por la sensibilidad y no solo por la sexualidad. Es como si el alma te diera su bendición para gozar de los placeres de la carne sin inconsciencia y bestialidad. No es sexo, es senso, si puedo decirlo así. Tal vez por eso tuvimos aquella frustrada relación, porque ella intentó imitar un comportamiento que no estaba en su personalidad, y yo por entonces tampoco lo hubiera sabido interpretar.
No me siento bien, estoy decaído y me duele todo el cuerpo, pero tengo que sobreponerme y cumplir con la promesa que hice a la madre de Noemí. ¡Una nueva ausencia sería intolerable! El tiempo nos acompaña. Ha amanecido un día soleado, casi veraniego. La ducha me ha despejado y me siento algo mejor. La perspectiva de pasar una mañana con alguien que te ha amado pero es incapaz de reconocerte me llena de incertidumbre. Puede que no esté a la altura de las circunstancias y no sepa cómo comportarme. Después de todo somos dos enfermos, y los enfermos se entienden entre sí. Un taxi me lleva a la casa de Noemí, le pido que espere, porque nos llevará al Museo Nacional. La madre de Noemí me estaba esperando vestida para salir desde hacía mucho tiempo. Cuando me abre la puerta noto entusiasmo en su expresión. La saludo con un amistoso beso en la mejilla y no puedo evitar hacer un elogio de su buen aspecto, que ella parece agradecer. Sospecho que le he caído bien y se siente segura conmigo. ¿Qué ocurriría si supiera quién soy en realidad? No lo sé, pero tarde o temprano tiene que saberlo.
Me cuesta aceptar lo que está sucediendo. Paso la mañana al lado de una mujer que he añorado durante muchos años, y ahora que está junto a mí me siento incapaz de manifestarle abiertamente mi afecto, y sigo padeciendo de los mismos remordimientos que con las anteriores, pero agravado por el constante temor de que recobre la memoria y se dé cuenta que esta junto al hombre que más daño le ha causado. Me gustaría que terminara esta pesadilla; que me reconociera y me condenase o perdonase. Si en muchas ocasiones me he preguntado qué hubiera sido de mí si no la hubiera abandonado, ahora no necesito imaginarlo. Visitaríamos la última exposición del Museo Nacional, pero iríamos cogidos de la mano, y hablaríamos de la marcha de las ventas de mi última novela, que a buen seguro no alcanzarías ni el décimo puesto de los más vendidos, pero a cambio contaría con un buen número de lectores cultos y fieles, con los que intercambiaría pensamientos, inquietudes, ideas y comentarios sobre mis novelas, el mensaje de los personajes, sobre literatura y arte en general. A muchos los conocería personalmente y podría considerarlos mis amigos, además de fieles lectores. Pero no me adularían, aunque sintieran admiración por mis novelas. No sería un ídolo de jovencitas cegadas por mi popularidad y el atractivo de un cuarentón con experiencia y que me consideran sexy, ya que tendría una compañera que todos conocerían y sabrían que siempre le había sido fiel, como dijo ella misma a la salida del cine de tan amargo recuerdo y que me resuenan en los oídos como si las hubiera pronunciado ayer: «Nosotros no cometeremos errores ni llevaremos dobles vidas que puedan causar escándalo! Seremos una pareja de escritores perfecta, sin dar motivos para que no suceda lo que al desgraciado Oscar Wilde, ¿verdad?». ¡Cómo desearía que hubiera sido así! Pero también hablaríamos del éxito de su último libro de poesías, porque sería mucho más popular y admirada que yo. Sus libros sí estarían en la cabeza de los más vendidos y valorados. Y no serían poemas dirigidos a un amante fantasma, sino a todo ese espectro multicolor que se puede expresar con la poesía. Este es el sueño que yo he malogrado y que ni siquiera puedo convertirlo en una novela ejemplar, escrita con el corazón y no con la cabeza, sin estudiar los gustos y tendencias del mercado, el número de lectores potenciales y las posibles regalías, ni malgastar el tiempo en eternas sesiones fotográficas para publicar la imagen más comercial, o mendigar una entrevista en el programa de mayor difusión a cambio de promocionar a un patrocinador al que no interesa lo que opinas sobre literatura, para que las futuras generaciones recibieran ese mensaje de amistad, fidelidad y generosidad de las gentes de generaciones ya desaparecidas. Esa hubiera sido posiblemente mi vida con ella.
Durante el recorrido del taxi hasta el Museo, ella observa extrañada lo que ve como si nunca hubiera estado aquí. Cuando algo le llama especialmente la atención, cambia una mirada de asombro conmigo, yo le respondo con una sonrisa en señal de aprobación. En el museo ella parece entusiasmada con las pinturas que exponen. No hay duda que es una artista. Me comenta las que llaman más su atención. He adquirido para ella como recuerdo de esta visita un libro ilustrado sobre el pintor de la exposición, que me agradece con un discreto beso en la mejilla. Sin lugar a dudas es la misma encantadora mujer de hace veinte años. Sería una mañana memorable si yo no padeciera esté constante dolor. Intento que ella no note mi padecimiento, porque aunque sea breve, hoy es probablemente uno de los días más felices de los últimos años. Lo que nos hace más humanos es nuestra capacidad para conseguir el afecto y los amigos que solo nos conocen. Una amistad sin afecto es como una fotografía en blanco y negro: le falta color.
La visita al Museo me está resultando agotadora, pero ella parece inmune al cansancio. Le sugiero que hagamos un descanso y tomemos algo en la cafetería del museo. Le parece buena idea. La cafetería me trae el lejano recuerdo de la de nuestra universidad. Veinte años después ella está otra vez en la fila delante de mí ¡y también lleva un libro en una mano! Por si no fuese suficiente esta coincidencia, ¡también tienen porciones de tarta de nata y fresas! Ella las ha visto y parece dudar si pone una porción en su bandeja. Hace el gesto con la intención de tomar una porción pero se retrae. Creo que la visión de esa tarta ha despertado posiblemente alguna zona de su inconsciencia. No puedo ver la expresión de su rostro, pero es incapaz de seguir adelante solo con una taza de café. Tengo la impresión de que algo vuelve a perturbar su mente. Hay varias personas detrás de nosotros que se están impacientando, porque ella se ha quedado como paralizada delante de la bandeja de las tartas. En un extraño gesto, que me parece más impulsivo que voluntario, toma por fin una de las porciones. Estoy empezando a inquietarme, presiento que veinte años de amnesia pueden tener aquí un trágico final. Pero no me importa, y doy un paso más hacia ese abismo, ¡me ofrezco a sujetarle el libro para que pueda coger la bandeja con las dos manos! Se vuelve bruscamente hacia mí y tengo la alarmante sensación de que su mirada me resulta remotamente familiar, ¡la misma que recuerdo cuando se volvió hacia mí en la cafetería de la facultad. Puede que ella también esté empezando a recordar aquella escena porque ¡vuelve a rechazar mi ayuda! No sé si afortunadamente o desgraciadamente, pero no se ha repetido el accidentado suceso que nos unió, y conseguimos llegar a una mesa sin accidentes! Ella ha debido notar mi turbación mezclada con mis dolores, porque su mirada muestra cierta inquietud, parece como si estuviese mirando a un extraño, que no es el mismo al que diez minutos antes había besado para agradecerle el inesperado regalo. El café y su porción de tarta están sobre la mesa, y por alguna razón permanecen intactos. Es como si fueran testigos de algún importante suceso y eran necesarios presentarlos como pruebas condenatorias a un jurado imaginario pero exigente. No puedo mirarla a los ojos sin sentirme descubierto, perdido en una profunda sensación de culpa para la que no hay redención. Si pudiera leer su mente seguro que mi imagen aparece desdibujada en una densa niebla, pero se encamina con rapidez a zonas más despejadas, donde terminará por ser perfectamente visible. Yo también estoy teniendo la sensación de que esta mujer se está transfigurando, y en poco tiempo puede emerger de la bruma y podrá, ¡por fin, conocer la identidad de su traidor! En medio de este estado de angustiosa transformación, escucho el ruido familiar de tazas y platos rodar por el suelo ¡Una mujer de avanzada edad ha perdido el equilibrio, y se le ha caído la bandeja! ¡Otra vez el destino entrometiéndose en nuestras atormentadas vidas! La mujer que está sentada frente a mí tiene ahora el rostro crispado, los ojos desorbitados, la mirada acusadora fija en la mía, que me siento incapaz de sostener. Se ha levantado tan bruscamente que ha provocado la caída de nuestras tazas de café y las porciones de tarta acusadores. Casi me grita:
—¡Tú; eres tú!
SEGUNDA PARTE: EL REENCUENTRO
«El que perdona el pecado, busca afecto; el que lo divulga, aleja al amigo.»
(Proverbios 17:9)
27. El rechazo
La madre de Noemí se ha desvanecido en la cafetería. No sé hasta dónde ha recobrado la memoria, pero es evidente que me ha reconocido. Un guarda de seguridad del museo ha localizado a un médico entre los visitantes, que está intentando reanimarla. Me ha preguntado por la causa del desvanecimiento. Le he dicho que ha sufrido un shock. El médico quiere saber qué le causó el shock. Le respondo que la causa ha sido la fuerte impresión de reconocer a una persona que había olvidado durante los últimos veinte años.
—Esa no es causa para un desvanecimiento.
—Ella no deseaba reconocerle.
Parece recuperarse. Entreabre los ojos, me contempla unos instantes y vuelve a cerrarlos.
—¡Quiero volver a la casa de mi hija; llamen a mi hija y que venga a buscarme...!
Le pide al médico que la atiende.
—Le puede llevar el caballero que la acompaña.
—¡No, no; llamen a mi hija!
El médico me mira extrañado.
—Es a mí a quien no quería reconocer. Es una larga historia; no sabría cómo explicársela.
El guarda del museo sugiere que busquemos un taxi y que indiquemos al taxista dónde debe llevarla. Ella asiente con un débil gesto de cabeza.
Alguien de los que contemplan la escena me ha reconocido, y corre la voz entre los demás que contemplan la escena. Noto en sus miradas un velado reproche. Creo que saben por lo que publican las revistas del corazón que mis relaciones con las mujeres son tortuosas, y que ella puede ser otra de mis víctimas. Nada causa más placer a los admiradores que descubrir las debilidades de sus ídolos, porque en el fondo los odian. Su admiración les esclaviza y este descubrimiento es una liberación. Pasan unos minutos angustiosos, pero por fin aparece un joven que debe ser el taxista, porque le acompaña el guarda. Le indico dónde deben llevarla. El joven taxista y el médico la acompañan, y salen de la cafetería. Yo me encuentro terriblemente solo, rodeado de gente que probablemente me odien por mi supuesta mala conducta con la víctima.
Es posible que alguien haya podido tomar alguna foto con su móvil y mañana en toda la prensa amarilla y en las redes se publicará la foto, y algún periodista sin principios ni ética, aprovechará el incidente para escalar puestos recurriendo al libelo. Se inventará una historia asegurando que yo maltrato a mis compañeras, que deleitará a los lectores. Sabe perfectamente que yo no le demandaré, porque con toda seguridad será un pobre diablo al que no le llegará su mísero sueldo a fin del mes, y solo podría pagar los daños y perjuicios a costa de los contribuyentes, dándole cobijo y alimento en alguna de nuestras abarrotadas prisiones. Pero mi imagen se deteriorará, y en estos críticos momentos es lo que más deseo conservar.
No doy oportunidad a los que han contemplado la escena de darles explicaciones y salgo precipitadamente del museo. Es urgente que llame a Noemí para que esté informada de la recuperación de la memoria de su madre y el dramático desenlace, que desgraciadamente ya me temía. Su móvil está desconectado, debe estar en una clase. Llamo a la secretaría de la Universidad y les ruego que le envíen mi mensaje, y que vaya a su casa urgentemente. No sé qué más puedo hacer. Después de hacer estas llamadas, me detengo a pensar sobre lo que ha sucedido. Y no necesito hacer grandes alardes de inteligencia para comprender que mi vida carece ya de sentido. Ni siquiera me sirve de agarradero de esta vida el tener una hija, porque no he sido, no soy ni podría ser, el padre que cualquier hija necesita. Conocerla ha sido un error. Hubiera sido mejor que no nos hubiéramos conocido. Cuando yo no existía, todo su afecto era para su madre y yo no tenía a nadie que juzgase mi conducta. Ahora yo me he entrometido y se siente obligada a repartirlo conmigo, y yo me siento obligado a rendir cuentas de mi conducta. Es mejor que yo me aparte cuanto antes de su camino, como si hubiera sido un espejismo, y que emplee sus nobles sentimientos en quién los merezca.
Estoy paseando sin rumbo fijo por una avenida muy concurrida, pero dudo de que se percaten de mi presencia, porque ya me siento flotando en un lugar impreciso, antesala de mi viaje final, que ya no tardaré mucho en emprender. ¡Tal vez antes de lo previsto! ¡Alicia; sí, Alicia me ayudará! ¡Puedo confiar en ella; hará lo que le pida! Desconozco el sentimiento del amor y hasta donde podemos sacrificarnos por el ser amado, pero ella debe saberlo porque no hay sacrificio más sublime que amar sin ser correspondido. Y ella lo ha soportado con infinita generosidad. Alguien tiene que darme el empujón para que me encamine a un lugar donde pueda encontrar la paz.
Me sobresalta la alarma de mi móvil. ¡Es Alicia! ¡Es como si mis anteriores pensamientos hubieran sido un conjuro para invocarla y hubiera escuchado mis deseos de morir antes de lo previsto. Ha sabido por Noemí que su madre ha recuperado la memoria y quiere saber cómo ha reaccionado al recordarme. Hace solo un minuto Alicia era poco menos que mi ángel exterminador, y ahora que la escucho la vida me vuelve a reclamar su atención, y consigue alejar de mi mente estos lúgubres pensamientos. Ella es una mujer y sabe cómo piensan y sienten las mujeres, por eso sabía que me rechazaría. Me pregunta cómo me encuentro de ánimo y le respondo que como un niño perdido en unos grandes almacenes a quienes los adultos les piden que no llore porque pronto encontrarán a sus padres. Yo también lloraba antes de su llamada porque me sentía perdido y asustado. Me pregunta si quiere que venga a mi apartamento para que le cuente que ha sucedido para que la madre de Noemí recuperase la memoria.
—¡Gracias a una porción de tarta de nata con fresas! —le contesto.
Alicia tiene libre el camino, pero sabe que yo seguiré siendo inaccesible en tanto no tenga el perdón de la mujer que ahora ya sabe quién soy y dónde vive su enemigo. Por supuesto, le ruego que venga.
28. La depresión
A pesar de la inestimable ayuda moral y espiritual de Alicia, estoy profundamente deprimido. Debe ser una de esas depresiones que conducen inevitablemente al suicidio. Si no lo he cometido todavía es por cobardía y horror al dolor físico, pero hay muchas maneras de acabar con este sufrimiento. Si la vida no se apoya en el algún aliciente, no es posible vivirla. En los seres humanos la defensa de la vida no es instintiva, sino mental; es una decisión razonada y justificada, pero presionada por la falta irreversible de alicientes. Ningún animal se suicida. Yo he consumido y malgastado todos mis alicientes, sin que el resultado haya sido el que yo hubiera deseado. Pero también debo admitir que nunca he sabido qué es lo que realmente deseaba.
Noemí me ha llamado. Ya está en su apartamento. Su madre está muy afectada y quiere marcharse mañana mismo a su localidad. Ha recuperado totalmente la memoria y recuerda como si hubiera pasado ayer las causas de su amnesia con todo detalle. Noemí ha intentado hacerla ver que estoy profundamente arrepentido, pero no quiere que hablen de mí. Cree que necesitará algún tiempo para superar sus resentimiento, pero lo único que yo no tengo es tiempo. No le ha hablado de mi enfermedad para que no piense que la quiere hacer chantaje. Ella siente profundamente esta situación, por tener que dividir sus afectos entre dos padres enfrentados. Su madre no comprende por qué ella me ha perdonado, cuando yo soy la principal víctima de este drama. Noemí teme que su madre se distancie de ella porque cree que no se ha comportado como ella esperaba. Piensa que debía haber sido más consecuente y no haberme perdonado, y pienso que tal vez su madre lleve razón.
Alicia acaba de llegar. Desde el día que nos conocimos no ha pasado un solo día en que no se haya preocupado por mí y yo sigo obstinado en ignorarla. ¿Por qué insiste en mantener su lealtad a un hombre condenado y desahuciado que solo puede inspirar compasión y lástima? La respuesta debe estar en esos recovecos del alma de las mujeres que no he conseguido entender.
29. El plan de Alicia
(Narradora: Alicia)
Hoy lo he encontrado en un estado deplorable. Sé que esperaba que la madre de Noemí le hubiera dado la oportunidad de expresarle su arrepentimiento y sus propios sufrimientos y remordimientos en veinte años de soledad. Si ella ha vivido esos veinte años en la oscuridad, él hubiera preferido haber perdido también la memoria. Las mujeres estamos condenadas a perdonar las infidelidades de los hombres, porque han creado un mundo donde no es posible evitar este pecado. Si fuera el mundo de las mujeres, no sería posible la infidelidad porque tampoco existiría la propiedad. Los hombres serían tan compartidos como los alimentos o el trabajo. Nadie sería propiedad de nadie. Este hombre es una víctima de ese mundo, donde no hay otro aliciente que la competencia y el irrisorio placer de los vencedores. Él es también un vencedor desgraciado en un mundo hecho a su imagen y semejanza. Nosotras no podemos cambiar un mundo que tiene un Dios masculino. Pero las mujeres tampoco tendríamos dioses, solo energías, positivas o negativas. La energía ha creado el mundo, todos somos energías. Sé que en su desesperación estará pensando en el suicidio, pero es un hombre débil, y para suicidarse es necesario tener coraje. Los hombres se sienten fuertes si disponen de armas terribles, nosotras no necesitamos esas diabólicas armas ¡pero si nos lo propusiéramos, podríamos provocar la destrucción del mundo en el mismo tiempo que tardó Dios en crearlo! El mismo Dios tuvo que ser engendrado por una mujer.
Me gustaría hacerle entender que él no es culpable y que sus remordimientos no tienen fundamento. Si hay que buscar una culpable es la madre de Noemí, porque su fantasía y su ignorancia de la naturaleza humana y de la realidad en la que vive provocaron la infidelidad de este hombre. Los pecados más graves no los cometen los inteligentes, sino los ignorantes, pero no se sienten culpables porque su ignorancia les sirve de atenuante. Su agente literario vivía en el mundo real, era una cuestión de competencia y ella tenía la mejor oferta, por eso fue la ganadora y consiguió el producto. Sería necesario revisar completamente nuestra moralidad y adaptarla también a las leyes de la oferta y la demanda. Si amo a este hombre es porque, además de la atracción física, durante veinte años ha sido consecuente y ha escrito lo que el mercado requería, pero su soledad justifica su rechazo. Solo cuando le amenazó la muerte decidió poner fin a esta inmoralidad, y decir en público lo que realmente sentía y pensaba. ¡Para mí es un héroe!
Se pregunta por qué la madre de Noemí no quiere escucharle y le sugiero una idea que podría ayudarle:
—¿Por qué no escribes una nueva novela con la historia de tus relaciones con ella y cómo has vivido en estos últimos veinte años. Ella no deseará verte, pero puede que leyese la novela.
Creo que esta idea ya le rondaba por la cabeza desde hace algún tiempo, pero no se siente con suficientes fuerzas como para hacer algo así
—¡Ya es demasiado tarde, Alicia, temo que mi enfermedad se agrava y ni siquiera podré contar con esos seis meses de tregua. Presiento que yo no viviré para ver florecer la próxima primavera y que no me libraré ya del frío invierno de la muerte!
Es inútil que le dé ánimos, el sabe mejor que nadie cuándo le sobrevendrá la muerte, porque debe ser el acontecimiento más presentido. Sí, es posible que no vea florecer la próxima primavera y que para él sea demasiado tarde, pero no para mí: ¡Yo escribiré en su nombre esa novela!
30. La primera novela
He tenido que ayudarle para que se cambie de ropa y se ponga cómodo. Tal vez haya llegado el momento de tutearle. Creo que ya solo me tiene a mí. Su hija Noemí solo sentirá piedad y compasión por él, pero permanecerá unida a su madre. Ahora es joven e idealista, y cree amar a todo el mundo, pero pronto será más selectiva, y será más exigente al prodigar sus afectos. Este ya es un padre muerto, del que solo quedará el recuerdo, pero la madre seguirá viva y reclamará exigente su afecto maternal, más como una obligación familiar que como un sincero sentimiento moral. Ahora mi pobre amigo es un perdedor, ya que con la muerte lo pierde todo. Necesito que me cuente lo que ha sido su vida en estos veinte años de remordimientos infundados.
—Te prepararé algo de comer y después puedes descansar. Mientras duermes yo terminaré de leer tu primera novela. Pero cuando te despiertes, si te encuentras bien, quiero que me cuentes lo que ha sido tu vida durante estos veinte años.
—¡Alicia, me has tuteado!
Esperaba esta observación
—Sí, te he tuteado; ya no hay razón para seguir guardando las distancias. Ahora estamos más cerca el uno del otro y compartimos la misma soledad. Puede que no me ames, pero me necesitas tú a mí como yo te necesito a ti. Ahora somos compañeros de viaje. Tú te apearás antes que yo, pero mi viaje tampoco será muy largo. Yo solo puedo confiar en ti y tú solo puedes confiar en mí. Posiblemente yo sea la única que llore tu muerte.
Ahora descansa y yo vuelvo a la lectura de su primer libro, que ahora leo con suma atención. El que yo escriba debe tener su mismo estilo, porque debe ser su libro. No sé si debo informarle de mi idea, es posible que se sintiera frustrado al no poder escribirlo él mismo. He leído un párrafo que me impacta:
«El día es oscuro para los poetas malditos, y la noche es clara y acogedora para nosotros; la luz daña nuestros ojos acostumbrados a las tinieblas. En las tinieblas no hay caminos visibles, es necesario recorrerlos con la imaginación. Durante el día son visibles todos los senderos donde te obligan a transitar. Por eso solo en las tinieblas somos libres, mientras que en la claridad del día somos esclavos. Yo he elegido la oscuridad de la muerte, porque al otro lado de la oscuridad siempre hay claridad. Renaceré en nuevo mundo saturado de luz, donde viviré eternamente.»
¿Será verdaderamente así? ¿Cómo saberlo en vida? Mi buen amigo lo comprobará muy pronto, y yo debería acordar con el un conjuro para que traspasara nuestra dimensión y me informase. ¿Sería posible?
El breve descanso le ha sentado bien. Se ha levantado con buen estado de ánimo y accede a contarme su historia. Preparo café para los dos; me siento cómodamente en el sillón y le escucho con enorme atención.
—Mi agente sabía que yo había traicionado a la otra mujer, pero no se sentía culpable. Creía que ella era infinitamente más beneficiosa para mi carrera que mi compañera. Como agente daba prioridad al triunfo de sus representados por encima de sus sentimientos. En solo tres meses conseguimos situar mi novela entre las 10 más vendidos, y dos meses más tarde, alcanzamos el primer puesto. ¡Ella había cumplido su promesa! Conocía todos los resortes para promocionar la novela de un perfecto desconocido. Y en ocasiones esos resortes no se movían con mucha ética o moralidad. Nuestra relación extraprofesional no era muy satisfactoria para ambos. Yo no era un amante a la altura de sus exigencias. La verdad es que por unas razones o por otras nunca he sido un gran amante. Cuando consiguió situarme en la cúspide de la popularidad dejó de interesarse por mí. Su pasión era sacar del anonimato a jóvenes escritores y compartir sus triunfos de una forma muy personal y física.
Durante los primeros seis meses no tuve el valor necesario para interesarme por la suerte que había podido correr la víctima de mi ambición, pero no pasaba un solo día sin que su recuerdo y mi traición no pesase en mi conciencia. Me había prometido a mí mismo que tan pronto como mi carrera estuviera consolidada y libre de las ataduras de mi contrato con mi agente, la buscaría y le propondría retomar nuestros viejos sueños de gloria, y volveríamos a ser la pareja de escritores que ella había imaginado. Yo tenía ya los medios para hacerlo realidad. Pero todavía me quedaba un año de compromiso con mi agente.
No, esa mujer no merece el afecto de este hombre; y por supuesto que él no es culpable. Si él es culpable ¡vivir es pecado! Nada de lo fundamental que hacemos los seres humanos es justo, porque nos mueve la necesidad y no la voluntad, pero en esto consiste el vivir. Todos hemos heredado el «pecado original.»
—Mi agente no esperó a que terminara nuestro contrato para buscarse un nuevo amante. Otro joven escritor, tan ignorante e inexperto como era yo. Seguramente que le propondría la misma fama y éxito que a mí, pero él no había ganado ningún concurso. Es posible que no fuera mejor escritor que yo, pero probablemente era mejor amante. Por entonces no solo había ascendido a los primeros puestos de popularidad, sino que había creado una saga que prácticamente aseguraba el éxito de mis futuras novelas. Por eso decidí que había llegado el momento de reparar el daño causado, reencontrarme con ella, tratar de que me perdonara, y recuperar el tiempo perdido, que no obstante para mí había sido muy provechoso. ¡Pero no había ni rastro de ella —permanece unos instantes en silencio, creo que se da cuenta de la desolación que le esperaba si no lograba dar con el paradero de aquella mujer—. Ella estaba escondida en una remota localidad que apenas tenía contacto con el resto del país, y nadie sabía con quién se relacionaba durante su estancia en la universidad. Ella nunca reveló el nombre de aquella localidad, que tampoco coincidía con su lugar de nacimiento. Su padre era el secretario del Ayuntamiento y había hecho ya varios traslados, hasta ocupar ese cargo en aquella pequeña localidad. Fueron inútiles todas mis pesquisas. Para colmo ella había adoptado un nombre artístico para firmar sus poesías por el que era conocida, y no por su verdadero nombre, ¡que ni yo mismo sé!
—¿Entonces, es cierto que agotaste todos los intentos para dar con ella? —le pregunto, aunque ya me ha dado la respuesta.
—Todos los que estaban en mis manos. Supuse que había eliminado todo rastro del lugar en que se encontraba para que no pudiera localizarla. Yo no sabía que había perdido la memoria. Todavía dejé pasar el año que quedaba en nuestro contrato, sin dejar ni un solo día de intentar algún otro medio de dar con ella, pero todos mis esfuerzos resultaron inútiles. Finalmente llegué a la conclusión de que ella no quería ser localizada, porque de lo contrario después de dos años no había ninguna razón para que no fuese ella la que intentara ponerse en contacto conmigo. Sobre todo para que conociera a Noemí ¡No la creía tan rencorosa!, y desistí de seguir buscándola. Dos años de duro trabajo, de haber alcanzado la cúspide de popularidad y contar con los medios necesarios para realizar nuestro sueño, carecían de sentido y utilidad; en otras palabras: ¡se habían malogrado!
—Pero ella dice todo lo contrario: que tú no tenías intención de dar con su paradero.
—¡Para ella yo debía de estar ya muerto; no era necesario esperar a que padeciera esta enfermedad!
—¿Y cómo viviste los años siguientes?
—Los años siguientes no viví; sobreviví! No tenía otro aliciente que esas novelas de encargo, una cada año, ¡veinte espinas clavadas en mi mente! Contaba con miles de admiradoras, pero ni una sola a quién poder confiarme. Cuando escribes novelas para gente corriente, no esperes encontrar ni una sola fuera de lo corriente. Han sido unos años tan perdidos como para ella, a pesar de tener una excelente memoria.
31. Confidencias de una madre
(Narradora Noemí)
Mi padre no me ha contado toda la historia de su relación con mi madre. Ahora que ha recuperado la memoria y conozco la verdadera historia por mi madre, creo que tal vez ella lleva razón y no merece mi perdón. Mi madre pudo haber evitado mi nacimiento haciéndome abortar, que posiblemente lo habría hecho si mi padre hubiera conocido mi gestación. Si me gestaron es porque ella creía amarle y no quería perderlo, pero él no supo valorar su sacrificio y la abandonó. Ella sabía que había aceptado la representación de aquella mujer viciosa y desalmada, y fue tan ingenua que creyó que podría competir con ella. ¿Qué otra cosa podía hacer para retenerlo a su lado? De nada servía que escribiera los mejores poemas y se los dedicara, porque él había dejado de interesarse por la poetisa, y por supuesto por la mujer, pero no tuvo el valor de sincerarse con ella.
Mi pobre madre ha estado llorando prácticamente desde que ha llegado a mi casa. Ha sido muy doloroso encontrarse cara a cara con un hombre que había mostrado tan poco coraje al ocultarle su infidelidad.
—Es fácil arrepentirse cuando se presiente la muerte... —me comenta entre sollozos—. Has tenido que ser tú quien le encontraras... Si hubiera puesto más empeño hace años que hubiera dado conmigo, pero el éxito, y seguramente que sus muchas admiradoras, le tenían muy ocupado.
No puedo reprocharle su rencor, no se olvidan veinte años perdidos en unas horas solo porque padezca una enfermedad incurable. Él es la causa de que mi madre padezca también un enfermedad incurable, pero del alma.
Pero me entristece profundamente esta situación. Me hubiera gustado poder encontrar una justificación para los dos, porque en el fondo creo que son dos buenas personas. Los dos tienen un alma noble, y, si se han hecho daño debe de haber una poderosa razón. Mi padre culpa a su pasión por la literatura y tal vez tenga razón.
Para crear es necesario salir de este mundo y contemplarlo sin que exista una relación afectiva, de otro modo no es posible entenderlo. Supongo que para crear personajes con distintas personalidades, el autor no tiene que estar vinculado emocionalmente a ninguna de ellas. Cuando mi padre se vio inmerso en la creación de sus novelas, su relación con el mundo que le rodeaba, incluida mi madre, debió cambiar y ya no eran personas sino personajes. Su vida era una ficción y su relación con mi madre, el argumento de alguna de sus futuras novelas. Como así fue. Si pretendo seguir sus pasos y ser tan buena escritora como es él, debo evitar crearme lazos afectivos con nadie de este mundo, porque, como él mismo me dijo, y que no he podido olvidar: «Si sueñas con ser una escritora fuera de lo común, tu vida transcurrirá dentro de ese mismo sueño fuera de lo común, y nunca podrás vivir en la realidad.» Mi madre también vivía su sueño fuera de lo común, pero cometió la torpeza de enamorarse de uno de sus personajes.
No puedo exponer esta reflexión a mi madre porque tal vez no podría entenderla. A pesar de haber recobrado la memoria, sigue viviendo en su mundo de ficción, y mi padre es un personaje de su imaginación que accidentalmente se ha encarnado en el cuerpo de un amante. Deberían despertar de sus respectivos sueños y contemplarse el uno al otro tal y como son. Solo así podrían saber qué sienten realmente el uno por el otro. ¿Pero cómo despertar de un sueño a quién no sabe que está soñando? Sé que es inútil, pero intento hacer ver a mi madre este otro punto de vista:
—Comprendo que estés dolida, pero tal vez vuestra pasión por la literatura os jugase una mala pasada, ninguno de los dos sabíais cómo era el otro verdaderamente. El amor es ciego, y solo ve lo que imagina que ve. Puede que tú estuvieras enamorado de alguien que existía solo en tu imaginación.
Mi madre ha reaccionado, y me mira confusa y con cierto recelo. Parece que no ha entendido lo que he querido decir. Intento ser más explícita:
—Lo que quiero decir es que tanto tú como él os necesitabais como admiradores de vuestras respectivas obras, que era lo que realmente amábais. Cuando mi padre encontró otra admiradora, ya no te necesitaba, pero tú seguías necesitándolo.
Creo que sigue sin entender mis pensamientos sobre sus relaciones. Temo que crea que lo estoy tratando de justificar.
—¡Noemí, hija, no sé qué intentas decirme! Su culpa es evidente, se aprovechó de mi inocencia. Yo siempre trataba de justificar su falta de interés porque creía ciegamente en que, a pesar de todo, me seguía siendo fiel. No era la primera vez que esa mujer le hacía llegar con retraso a nuestras citas, pero aquella noche necesitaba verle y comunicarle que estaba embarazada de ti, y no sabía cómo podría reaccionar. No era probable que deseara ser padre en aquellos delicados momentos de su carrera. Era necesario que lo supiera cuanto antes, pero no creía adecuado comunicárselo por escrito o por teléfono. Deseaba ver su primera reacción para saber si te aceptaba o te rechazaba. Por eso, ya puedes imaginar mi enorme frustración y angustia, por su ausencia. A pesar de dolor, intenté creer que tendría alguna poderosa razón para no acudir a la cita, ¡seguía confiando ciegamente en su fidelidad!
Su expresión ha cambiado. Parece estar sintiendo la desolación y el dolor de aquella noche. Lo noto en las arrugas de su frente y en la humedad de sus párpados, está a punto de volver a llorar.
—Me sentía tan angustiada e impotente que después de esperarle inútilmente más de una hora, no regresé directamente a mi apartamento. La noche era cálida y clara por lo que apetecía pasear. Pensé que un largo y relajante paseo calmaría mi angustia y estuve vagando por las calles más concurridas, para mezclarme con la gente y distraerme de mis pensamientos. Confiaba en que al día siguiente tendríamos oportunidad de encontrarnos. Y es entonces cuando tuve la terrible impresión que causó mi amnesia.
En una de estas calles, había un club nocturno de mala fama, y me entretuve en contemplar las obscenas fotografías del reclamo, cuando de un taxi descendió él, acompañado de aquella mujer, que le tomó por el brazo y entraron en el club. Los dos parecían embriagados. Aquella imagen me produjo un fuerte impacto y sentí como si mi cabeza fuera a estallar. Cuando me recuperé de aquella terrible impresión no sabía dónde me encontraba ni tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí... —solloza en silencio; ahora la comprendo mejor—. Tampoco sabía dónde vivía, !ni siquiera recordaba mi nombre! Cerca de aquel lugar había un pequeño parque, perteneciente a una parroquia del barrio. En la mayoría de los bancos dormitaban indigentes. Estaba aterrorizada, pero necesitaba descansar, y me dejé caer exhausta sobre el único que estaba libre. Momentos después una mujer de la policía urbana que patrullaba el barrio se extrañó de mi aspecto, que no era de un mendigo y quiso que me identificara, pero yo no pude responder a ninguna de sus preguntas, por lo que comprendieron que me encontraba en estado de shock, y me trasladaron a la comisaría del barrio... El resto ya lo conoces...
¡Por el amor de Dios! ¿Por qué tengo que encontrarme ante este horrible dilema? ¡Si salvo a uno condeno al otro! ¿Dónde está la justicia? ¿Quién de los dos es verdaderamente inocente y quién es verdaderamente culpable? ¿Y por qué tiene que ser uno de ellos culpable? ¿Por qué no pueden ser los dos inocentes? Cada uno tiene sus razones para hacer lo que han hecho y yo soy incapaz de juzgarlos. ¡Supongo que solo Dios puede juzgarlos!
Mi madre está haciendo su pequeña maleta de viaje, porque se dispone a tomar el primer tren de la mañana. No habrá oportunidad para la reconciliación. Es probable que no esté en la cabecera de su lecho cuando él fallezca. No quiere volver esta ciudad que tan malos recuerdos le trae. Está decidida a olvidarse de él, pero ahora voluntariamente. Quién sabe, ahora que ha recobrado la memoria y puede hacer una vida normal, tal vez conozca a otro hombre con quien rehacer su traumática vida. Y yo, ¿qué debo hacer yo? Quiero que ella misma me dé la respuesta:
—Mama, comprendo que tú estés resentida y quieras olvidarte de él, pero yo, ¿qué debo hacer yo? ¡Es mi padre, y es un moribundo! ¿Debo estar en la cabecera de su cama cuando fallezca?
Su respuesta me hunde más en mi incertidumbre:
—Hija mía; haz lo que te dicte tu conciencia, ya eres adulta, debes decidir por ti misma...
Ahora soy yo quien siente deseos de llorar.
—¡Yo no quiero ser adulta!
32. La madre de Noemí
(Narradora: la madre de Noemí)
Todavía no ha amanecido y ya estamos dispuestas para encaminarnos a la estación. Mi tren tiene su salida dentro de una hora y la estación no está lejos, pero aprovecharemos el tiempo para desayunar en la cafetería. Mi hija no está acostumbrada a estos madrugones y todavía está soñolienta. Se ha empeñado en acompañarme a la estación, pero ahora yo puedo manejarme sola perfectamente. El taxi nos espera en la calle y en menos de veinte minutos nos deja en la estación. Contemplo con nostalgia el paisaje urbano de mi juventud y que ya no volveré a ver. Tenemos mucho tiempo para charlar, pero antes de nada necesitamos un café bien cargado para despejarnos.
Nos sentamos en una mesa apartada de la cafetería y Noemí me trae los cafés y dos croissants que todavía están calientes. Desayunamos en silencio. Ella espera que le cuente algo sobre cómo será mi vida desde ahora en mi pequeña localidad. Le digo que no cambiará nada, pero que ahora intentaré publicar algunos de mis poemas.
—¿Incluso si están dedicados a mi padre?
—¿Por qué no? Un poema es un poema, y no importa a quién esté dedicado, lo que importa es que mueva el sentimiento y emocione
—Pero él puede leerlos.
—Él no ha perdido la memoria; no tiene nada que recordar.
—¿Volverás algún día a esta ciudad?
—No, Noemí, mi pobre niña, no volveré a pisar esta ciudad. Para mí él ya está muerto ¡desde hace veinte años! Se quitó la vida la noche en que asistió a ese club de mala fama del brazo de aquella mujer. Ella cavó su propia sepultura, y después borró el epitafio de su tumba, porque también ella se olvidó de su víctima. Para mí ha permanecido muerto estos veinte años, hasta que resucitó momentáneamente para revivir de nuevo su agonía. He escrito el último verso dedicado a él, que puede servirle de panegírico:
Fallezco cuando todavía soy joven;
Muero cuando todavía soy adulto;
Resucito cuando estoy a punto de morir;
Vuelvo a morir cuando estaba a punto de vivir.
—Este es mi regalo de despedida hasta que la muerte me quiera llevar también a su lado. Entonces sabremos quién de nosotros dos ha obrado justamente. La literatura perderá un escritor con todo su talento sin apenas usar y una poetisa con todo su talento sin apenas recordar. No, Noemí, no quiero forzarte a que tengas que elegir a quién condenas o a quién salvas. Tu alma y tu mente no nos pertenecen, solo tu cuerpo. El alma la has recibido de Dios, y solo tú tienes la posibilidad de descubrir cuál es tu verdadera personalidad. No trates de imitarnos y elige tu propio camino, que puede que te lleve a ser una escritora genial, pero también podrías ser una excelente doctora o una genial futbolista. No nos debes nada. Te engendramos por nuestra imprudencia, sin que ese fuera nuestro deseo, como se engendran la mayoría de los seres humanos. Somos nosotros los que estamos en deuda contigo, pero no tenemos los medios para compensarte por nuestros errores. Naciste libre y libre eres de elegir quién merece tu afecto y tu recuerdo. Tu madre te recibirá siempre con los brazos abiertos, pero vive tu vida y no sientas compasión ni esperes consuelo de nosotros. Si necesitas consuelo, aprende a consolarte tú misma; si necesitas apoyo, aprende a apoyarte en ti misma; si necesitas compasión; aprende a compadecerte de ti misma y si necesitas amor, aprende a amarte a ti misma.
Tal vez no haya sido el consejo que una madre debe dar a su hija, pero al menos en esto coincido con su padre, a las personas solo les unen los afectos que suscitan sus obras; sin obras no puede haber afectos.
—Tu padre y yo fuimos felices cuando ambos admirábamos nuestras respectivas obras, pero cuando él dejó de interesarse por mis poesías y yo dejé de admirar las suyas, porque dejó de escribir relatos para dedicarse a escribir novelas inspiradas por su perversa agente, no teníamos ninguna razón para seguir amándonos. Pero yo no quise aceptar que aquel joven escritor con talento se dejaría manejar por su agente, y seguía admirando al autor de «Poetas sin cielo». ¡Ahora sé lo equivocada que estaba! Solo si volviera a ser el escritor que yo idolatraba podría perdonarle. Pero tal vez para él sea ya demasiado tarde. Ese debe ser su destino y este debe ser el mío.
La megafonía de la estación anuncia la inminente salida de mi tren. Mi pobre hija lo ha sentido como si anunciasen la salida de un tren hacia la eternidad y sin retorno, porque me mira angustiada y sé que está haciendo grandes esfuerzos para contener el llanto.
—Mamá, si tengo que ser adulta, quiero ser como tú. Te quiero mucho... pero también a mi desgraciado padre...
—Lo sé, tienes un corazón generoso porque eres joven. Con la edad se encoje y se vuelve más egoísta, aunque más fiel y exigente. —quiere acompañarme al andén—. No, nos despedimos aquí... Cuídate mucho, y no hagas pucheros como cuando eras una niña o me harás llorar también a mí. Regálame una sonrisa de despedida!
Noemí intenta complacerme, pero su sonrisa es una alegre forma de llorar. Se me rompe el corazón en mil pedazos cuando me alejo de ella arrastrando mi pequeña maleta de viaje como si fuera mi ataúd. Cuando al fin traspaso la puerta de entrada al andén y ella ya no puede verme, dejo que mi alma oprimida se desahogue libremente y lloro en silencio... ¡No puedo evitar sentirme culpable de haber vivido!
33. La segunda novela
(Narradora: Alicia)
He leído dos veces el manuscrito de su primera novela y creo estar preparada para asumir este importante reto. Por supuesto que alteraré algunas cosas, ella tiene que comprender las razones de su abandono y ser capaz de justificarlo. Este hombre no puede dejar este mundo sin que tenga la conciencia tranquila y yo no podré convencerle de que es inocente. Pero tengo poco tiempo. ¡Me esperan largas noches en vela!
He sabido por Noemí que su madre ha vuelto a su localidad y parece que no tiene intención de volver nunca más.
Afortunadamente Noemí me sigue considerando una buena amiga en la que puede confiar. No me lo ha dicho de forma expresa, pero está atravesando por unos momentos muy complicados. Hemos quedado en encontrarnos en la cafetería donde conocí a su padre, pero él no asistirá, porque no le informaré de nuestro encuentro. Quiero que Noemí no tenga nada que le impida abrirme su corazón y me diga qué conclusiones ha sacado después de que lo que haya podido contar su madre sobre el comportamiento de su padre. Necesito esa información para terminar de hacerme una idea del argumento de esta nueva novela. Ahora ella conoce toda la historia, pero según la versión de su madre, quiero que conozca también la de su padre.
Aprovecho hoy que pasará la mañana en el hospital para encontrarme con ella. Yo he llegado la primera y ocupo la misma mesa de aquel día. Frente a la mesa hay unos grandes espejos donde me veo reflejada y apenas puedo creerme que esa mujer sea yo. Mi mirada se vuelto severa, o mejor diría, fría y desencantada. Ya no me encuentro ni fea ni guapa, solo sobria y adulta. Tampoco necesito llamar la atención de nadie, porque ya tengo a quien prestar toda mi atención, por eso me visto otra vez con las mismas prendas pasadas de moda de cuando llegué de provincias. Incluso noto que mis movimientos son pausados y mi aspecto en general sugiere el de una sencilla asistenta social. Me encuentro más yo misma que con aquellas provocadoras prendas. ¡Qué poco se estiman a sí mismas quiénes necesitan esconderse en su forma de vestir!
Noemí acaba de llegar. Tiene todo el aspecto de una criatura indefensa y confundida. Se queda indecisa en la puerta, como si temiera ser descubierta. No me ha visto o tal vez no me haya reconocido con mi nuevo aspecto, y hace ademán de salir. Le hago una señal con el brazo, y al reconocerme parece volver a la vida. Sonríe como si la hubiera salvado de algún peligro imaginario. Se sienta enfrente de mí. Me pregunta por el estado de salud de su padre.
—No quiero engañarte Noemí, todos estos acontecimientos le han afectado... creo que no pasará de este inverno —su sonrisa se ha convertido en una amarga expresión de profunda tristeza—. Yo creo que lo que está empeorando su salud es su profunda depresión tras el rechazo de tu madre.
Noemí baja la vista, como si no quisiera que note en su mirada el conflicto de sus sentimientos repartidos. Guardamos unos instantes de silencio en memoria del padre moribundo. Ella no tiene nada que decir, soy yo quien inicio la conversación.
—¿Puedo preguntarte por qué razón tu madre no quiere escuchar la confesión de tu padre?
Me cuenta la verdadera causa y no la que todos creíamos. Me temo que la madre tiene una poderosa razón para su actitud rencorosa. Incluso a mí me costaría perdonarle si estuviera en su lugar. La traición tiene ahora una imagen pornográfica, algo simplemente intolerante para una sensible poetisa. En sus delirios debió imaginárselo como un sátiro con cara de ángel. ¿Cómo podré justificar esa escena? ¿Por qué fueron a ese club después de que, con toda probabilidad, hubieran bebido con exceso durante la romántica cena privada? Debe haber una buena razón que le exculpe.
—Querida amiga, a veces me pregunto, sobre todo como escritora, de qué nos sirve el lenguaje sin con él no logramos entendernos. Tal vez hubiera sido mejor comunicarnos con unos cuantos sonidos para expresar los sentimientos fundamentales, como hacen los animales, porque las palabras, por cultos, creativos o realistas que seamos, no son capaces de expresarse con la misma claridad que esos sencillos sonidos. Tus padres son dos excelentes personas, y se hubieran entendido con simples sonidos, sin utilizar palabras. El uso de las palabras los han confundido y separado. ¡Es una maldición bíblica! Las mismas palabras tienen distinto significado según quién y cómo las pronuncia. El corazón no entiende el significado de las palabras, sino el tono con que se pronuncian. El significado es tarea de la mente, pero la mente carece de sentimientos, lo mismo le da una palabra que otra. Tu madre solo escucha lo que se dice si es poético; pero tu padre solo presta atención de lo que le dicen si se parece a los diálogos de una novela. ¡Ninguno escucha lo que verdaderamente dice el otro!
—¡Sí; ellos mismos admiten que su pasión por la literatura es lo que les ha separado!
—No, Noemí; no es la literatura, sino las palabras. La literatura es un noble intento de dar algún sentido emotivo o intelectual a las palabras para que sus mensajes sean claros para los sentidos. Pero la vida no es una novela, no sabemos quiénes son los personajes ni de qué va el argumento ni siquiera conocemos su autor. Confiamos en que las palabras y sus significados sean suficientes para ir por el mundo con moralidad y sentido de la justicia, pero lo único que hacemos es inventarnos moralidades y justicias con palabras que no tienen el mismo significado para todos, por lo que no puede haber moralidad ni justicia mientras haya palabras.
Noemí parece reflexionar sobre mis pensamientos. Ha llegado a una sabia conclusión:
—Entonces, ¿tú crees que los dos son culpables?
—Sin duda, pero es un pecado inevitable, porque necesitamos las palabras, no para entendernos, sino para comunicarnos. Por eso es tan necesaria la literatura que nace de esta maldición y trata de redimirse, pero no la que nace ya maldita y se regocija en su maldad, como el cerdo se revuelca en sus excrementos. Los escritores solo tenemos una misión: liberar las palabras de las llamas del infierno y conseguir que alcancen el cielo. Somos los ángeles caídos en este infierno, mientras habitamos la Tierra, y del cielo, cuando la abandonamos.
—¿Y qué puedo hacer para que se reconcilien?
—Las palabras no los reconciliarán, a menos que estén dichas de tal manera que el corazón las entienda.
—¿Qué quieres decir?
—¡Tu madre solo reaccionará si recibe el mensaje en una poesía!
—¿Y quién escribirá esa poesía?
—La persona que más los quiere... Tú la escribirás. Será tu debut en este mágico mundo de la Literatura y lo pasarás con un sobresaliente, porque tienes lo principal: una gran motivación.
Sé que se siente abrumada, pero al mismo tiempo noto en su mirada la chispa del genio que exige su oportunidad.
—Pero mi madre solo se reconciliaría si le prueba con una nueva novela que es el mismo que escribió «Poetas sin cielo», y que ella ha amado inconscientemente estos veinte años...
—¡Tu padre la escribirá!
No quiero revelar a Noemí que seré yo quien la escriba, porque inconscientemente podría revelárselo a su madre y todo el trabajo sería inútil.
—Alicia, nunca me has dicho por qué te sientes obligada a cuidar a mi padre, porque siempre le tratas de usted, que no es propio de una amante... ¿Tienes algo que ver con su editorial o con su representante?
Siempre había temido que Noemí me hiciera esta pregunta. Pero no tengo una clara respuesta aunque me la haga a mí misma. Hace solo un mes era una mujer enamorada de un escritor de fama, que me atraía físicamente y admiraba por su talento, por lo que no tenía la menor duda de las causas. Ahora mis sentimientos han sobrepasado el amor y están en una dimensión desconocida, que probablemente no sea de este mundo. Gracias a su enfermedad nos hemos encontrado en una dimensión que vas más allá de lo humano y debe tener algo que ver con lo divino, y que debe de ocultarse en nuestra personalidad astral. Solo en situaciones extremas penetramos en esa dimensión, que crea lazos eternos. Es como si yo estuviera ayudando a este hombre a entrar en esa dimensión, que debe ser el mito del Paraíso, donde nos volveremos a encontrar y ser amantes por toda la eternidad, por lo que no podemos escatimar esfuerzos para conseguirlo. Estoy tratando de asegurarme el amor de este hombre después de su muerte, por lo que no puedo sentir celos de su madre, que solo podrá amarlo con ese amor terrenal, temporal y de seres humanos, cuando yo me reservo su amor eterno y divino. Pero Noemí no lo entendería.
—Tu padre y yo somos, además de colegas de profesión, viejos amigos. Me siento obligada a ayudarle a tener una buena muerte. Haría lo mismo por cualquiera de mis amigos y colegas escritores.
34. La redacción
Hoy he comenzado la redacción de la novela. Tengo la extraña sensación de estar cumpliendo un mandato divino; la voluntad me llega de una fuente desconocida. De su resultado depende la salvación o condenación de un alma humana. Es como si estuviera donando sangre a un malherido. Empiezo con esa aterradora frase para todos los escritores:
«Capítulo primero».
Es como abrir las ataduras de la imaginación, en una perfecta unión con la mente. Es absolutamente necesario que las primeras lineas susciten en la madre de Noemí la necesidad de leer las siguientes líneas restantes o el fracaso estará asegurado. Estas son mis primeras líneas:
«Los personajes protagonistas de esta historia no se conocieron por el azar, sino por el destino. Pero durante veinte años pusieron todo su empeño en ir contra lo que estaba escrito en las estrellas. Esta es la historia de dos amantes unidos por la literatura, pero separados por las palabras.»
Creo que es un buen comienzo, y solo con un buen comienzo es posible un buen final. Ahora tengo que crear el autor de la novela, porque esta novela no la escribiré yo sino mis personajes. También en la vida real las cosas funcionan de la misma manera. Dios ha creado el hombre, y le ha dotado del entendimiento necesario para que decida por sí mismo el argumento de su historia. Prosigo:
«Estos personajes son dos jóvenes con los defectos y las virtudes de todos los jóvenes: utópicos, independientes, rebeldes, temerarios, inconformistas, generosos, inocentes y descreídos. Como todos los jóvenes no viven en el presente, sino en el futuro; no tienen historia, solo grandes deseos de hacer historia. Tampoco tienen experiencia, solo vivencias. No son sabios, solo tienen deseos de saber. Hacen complicado lo sencillo, porque creen que lo sencillo es de viejos o de niños, pero no de ellos. Son, en fin, dos jóvenes de nuestro tiempo, pero como han sido los jóvenes en todos los tiempos. Ella siente pasión por la sensibilidad de Garcilaso y él por la imaginación de Cervantes; ella adora a Dante Alighieri, él a Lope de Vega; ella es poeta, el narrador. Ella se sabe con talento y está segura de sí misma; él duda de su talento, y no tiene confianza en sí mismo. Pero ella cree en él y decide posponer temporalmente su inevitable conquista de fama y gloria para ayudar al narrador joven inseguro, para así recorrer juntos el camino de la gloria, sin que uno haga sombra al otro.»
Han pasado ya cuatro agotadoras semanas. La novela progresa con el mismo ritmo que decaen mis fuerzas. He llegado al punto crítico de la separación y no tengo ninguna dificultad para exonerar de toda culpa a mi reo de muerte. ¿Dónde puede el escritor encontrar la fuente de su inspiración si no es en la vida real? ¿Cómo describir un prostíbulo, observar la profunda tristeza que encierra la falsa alegría de las prostitutas; el afán de hacer pagar hasta la más mínima gota de placer recibido, si nunca ha estado en un prostíbulo? ¿Cómo puede una escritora con sus alas intactas y libre de volar donde le plazca, cortarle las suyas a otro escritor para que no se aleje demasiado de su nido? La poesía surge del alma; la narrativa de la vida. El poeta ve el mundo desde una nube; el narrador desde las alcantarillas. La poesía es música; la narrativa es ruido. La madre de Noemí todavía sigue viendo el mundo desde una nube, y si no desciende a tierra firme nunca sabrá que las nubes se hacen lluvia, ¡y el agua de la lluvia corre por las alcantarillas!
He utilizado estas notas en este decisivo capítulo :
«No fue una sorpresa encontrarme con una mesa montada con su inconfundible estilo para dos comensales. El champán puesto a enfriar, los canapés de caviar y otras delicatessen. Incluso sabía que elegiría las prendas más provocativas, en otras palabras, no era más que un escenario de novela que yo debía describir en la novela que escribía en aquellos momentos. Era la peculiar forma de colaboración de mi inteligente agente. Pero todavía quedaban algunas complicadas escenas por describir para las que carecía de las imágenes necesarias y podía caer fácilmente en el ridículo. Lo comenté con mi agente y me sugirió que hiciéramos una visita a uno de los clubes de peor reputación de la ciudad, donde seguramente tendría las imágenes que necesitaba. Pero recordé mi cita. Fue una dolorosa decisión. Sabía que se indignaría, pero quien tiene por compañero a un escritor debe estar habituada a estos desplantes. ¿Se enfadaría si yo fuera un médico que falta a su cita porque tiene que atender a un enfermo? Con mis novelas yo también curo a miles de enfermos de aburrimiento y falta de alicientes. ¡Mañana me excusaré y ella lo entenderá! Antes de aquella excursión a las entrañas más nauseabundas de la ciudad, terminamos el champán, porque sobrios no hubiéramos tenido valor para entrar en aquel lupanar.»
»Lamentablemente dio la fatal coincidencia de que ella, frustrada y herida por mi ausencia, paseara por la calle donde se encontraba el club y nos sorprendió en el momento en que descendíamos del taxi y entrábamos en el club algo mareados, por lo que mi agente tuvo que apoyase en mi brazo. Si era cierto que confiaba ciegamente en mi fidelidad, debió esperar al día siguiente para comprobar que, a pesar de que las apariencias me condenaban, yo seguía siendo fiel. Pero aquella equívoca imagen superó toda su capacidad de tolerancia, y le hirió profundamente, ¡causándola el fatal trauma que nos ha mantenido separados durante estos últimos veinte años!»
Si después de leer esto no le perdona, ¡esta mujer ha perdido el alma!
35. Invierno
Cuanto más lento deseas que pase el tiempo más rápido se empeña en pasar. He estado tan ocupada este último mes que no he tenido consciencia del paso del tiempo ¡y ya estamos en invierno! Después de su entrevista con la madre, Noemí se muestra menos afectuosa con su padre. Lo que haya podido contarle su madre sobre sus relaciones con su padre le ha afectado notablemente. Hay algo que los separa, pero Noemí no quiere comentar con él su encuentro con la madre, y su versión de lo sucedido. Si lo oculta será porque debe ser algo muy escabroso y que no se atreve a comentar. También se ha habituado a la enfermedad de su padre, incluso parece mentalizada para asumir su prematura muerte, y tan solo le visita una vez por semana. Su disculpa es que está tan atareada con sus exámenes que apenas puede permanecer una hora en su apartamento, y ni siquiera se queda para la cena. Desde su precipitado regreso, de la madre no sabemos nada. Parece enterrada en un absoluto silencio. Al menos Noemí no la menciona.
Lamentablemente es como si todo nuestro comportamiento hubiera entrado en una irresponsable rutina, sin que seamos verdaderamente conscientes de la gravedad del momento. Su padre ha tenido que ser ingresado varias veces en urgencias, porque su enfermedad se está agravando alarmantemente.
Cada vez que llamo a una ambulancia para transportarlo al hospital, me ruega que le deje morir en su cama. ¡Siente horror de los hospitales, porque cree que allí están todos tan familiarizados con la muerte que ellos mismos la provocan! Los dolores le enturbian la mente y en esos críticos momentos pierde totalmente la voluntad de vivir, pero no puedo acceder a sus deseos, porque todavía necesito que sobreviva al menos el suficiente tiempo para ver culminado mi propósito.
La novela está prácticamente concluida, porque no es muy extensa. Solo faltan algunas correcciones. Tuve alguna dificultad para encontrar un buen desenlace, pero creo haberlo resuelto satisfactoriamente. Su editor no tendrá conocimiento de esta novela, de la que editaré tan solo unas cuantas copias, las suficientes para cumplir con su cometido y ninguna más.
Sobre el poema que debe escribir Noemí, tal vez sobrevaloré su talento, pero sigo confiando en ella, cualquier día me sorprenderá. Mi plan es que por Navidad se consume la reconciliación, y, por fin, yo también podré reconciliarme conmigo misma. Tal vez también aproveche esta penosa experiencia para escribir mi propia novela y con mi propia versión de los hechos, pero lo más probable es que dedique mi próxima obra a la memoria de este gran hombre.
Tal como esperaba, Noemí no me ha defraudado, y ha escrito una conmovedora poesía que con toda seguridad influirá en el ánimo de su madre.
De todas formas no creo que siga los pasos de sus padres. Es demasiado realista y tiene los pies demasiado firmes en la tierra. Sería una buena investigadora, o profesora. Si sus padres tienen problemas es por su temperamento artístico, creativo, inconstante, impredecible. Es difícil convivir con un artista.
36. El último invierno
(Narrador: el enfermo)
Este será, si la medicina no lo impide, mi último invierno. Me gustaría vivirlo intensamente, pero la vida se me escapa por entre los dedos como finos granos de arena de una playa. Pronto habré abandonado este conflictivo mundo. Cada día que pasa me siento más familiarizado con la muerte. Cada nuevo amanecer sale para mí el sol más oscuro, y su luz es más tenue. Lentamente lo que era una pesadilla se convierte en un sueño. A medida que la vida me castiga, la muerte me premia. La muerte me parecía un drama antes de conocer el verdadero rostro de la vida. Ahora que lo conozco la muerte me parece una comedia, y me causa un irresistible deseo de reír. Al final terminaré por convertir mi muerte en gran evento y me sentaré en el patio de butacas con verdaderas ansias de que se levante el telón.
Puede que esté empezando a perder el juicio, pero esa debe ser la estrategia de la mente para eludir el sufrimiento. ¡Bendita sea la locura cuando la cordura se alía con el dolor para que lo sufras conscientemente! Pero yo deseo ser un testigo de excepción de mi propia muerte, porque es una experiencia única en la vida, y yo soy un escritor. Si pretendo describir la muerte en mis novelas ¡tengo que haberla experimentado!
Sé que parece un pensamiento absurdo, pero más absurdo es creer que nuestra mente y nuestro espíritu no trascienden más allá del umbral de la muerte. Creo que todo cuanto hemos llegado a concebir e imaginar permanecerá de alguna manera, y sobrepasará a nuestra muerte, para ser los fundamentos de la personalidad de una nueva vida en el instante de su gestación, en quien nos transmigremos. También sé que este es un consuelo ingenuo, porque nadie ha podido comprobar semejante teoría. Otros creen que sus almas subirán al cielo, permanecerán en el purgatorio o descenderán al infierno, donde se reunirán con otras almas gemelas, virtuosas o pecadoras. Esta es la versión más popular. En mi teoría no hay cielos ni infiernos, pero si superación o degradación. Un alma ruin y depravada puede transmigrar en el feto de una bestia. No es la más popular, pero yo creo que debe ser así.
Ahora paso la mayor parte del día postrado en la cama y mi mente solo está despejada cuando me hacen efecto los sedantes y desaparecen los dolores, cada vez con más intensidad. Alicia pasa el día junto a mí, pero por la noche, después de dejarme sedado y que consigo conciliar el sueño, regresa a su apartamento, para volver a primera hora de la mañana. Debe estar agotada, porque a veces se queda dormida en el sofá y soy yo quién vela su sueño. Se ha traído su portátil con el que pasa el tiempo cuando yo dormito. Dice que está trabajando en su nueva novela sobre la bailarina, pero no quiere leerme nada hasta que no esté finalizada. Se ha vuelto muy supersticiosa y cree que trae mala suerte.
La encuentro cada día más desmejorada, incluso más delgada. Temo que ella pueda caer también enferma. Hoy hace uno de los días más crudos del invierno. Cae una copiosa nevada y los copos parecen como enloquecidos al ser empujados por un fuerte viento racheado, que cambia de dirección constantemente. Como cada mañana, escucho el agradable ruido de la cerradura cuando Alicia llega a mi apartamento. Está temblando de frío y completamente empapada. Le sugiero que se ponga una de mis batas y seque su ropa en el radiador de la calefacción. Muchas veces he tenido su cuerpo entre mis brazos, pero nunca la había visto desnuda. Esta mañana he tenido por fin esa oportunidad. Veo el cuerpo de una mujer atractiva pero no provocadora; sensual pero no sexual. Es armonioso pero no erótico. Es solo un cuerpo de ser humano. Ya se siente mejor. Mientras prepara mi desayuno, me intereso por la situación de su carrera, que parece haber abandonado por mi culpa.
—Alicia, ¿cómo te van las cosas con mi agente? ¿Te ha conseguido algún contrato?
Alicia lo niega con leve gesto de cabeza.
—¿Y te ha dado alguna razón?
—A los editores no les gusta las novelas donde no hay sexo, o por lo menos algo que excite su imaginación, y mis novelas las encuentran demasiado intelectuales o espirituales.
—Sí, creo que mi primer agente me sedujo para que tuviera una experiencia sexual de primera mano y que pudiera describirlo con todos sus mínimos detalles. Esa fue también una de las clave del éxito de mis novelas. La sexualidad no es un invento de la cultura, es una realidad natural y no hay razón para que no sea parte de una trama, pero no debe ser descrita como una simple relación sexual, similar a la que mantienen los animales, porque lo que caracteriza a un ser humano es que de todas sus vivencias naturales extrae una valoración moral, lo que no existe en los animales. Entre los humanos el sexo no puede estar exento de esa misma moralidad. En la mayoría de las novelas se prescinde de esta necesaria premisa moral para describirlo como una relación puramente animal y, por tanto, inmoral. No es verdad que tanto en la guerra como en el amor todo vale. En la guerra también hay normas de conducta, ¿por qué no ha de haberlas en la sexualidad?
Alicia escucha atentamente mi breve disertación sobre la sexualidad y parece estar de acuerdo, pero matiza algunos detalles.
—La moral es relativa, y sus valores no son compartidos por todos, por eso creo que la sexualidad tiene que basarse en otras normas más realistas, que satisfaga el deseo sin incurrir en la prostitución...
—¿Y cuáles son esas normas?
—Por supuesto, el consentimiento mutuo, y el respeto de la sensibilidad de cada amante, siempre que ambos sean conscientes de las consecuencias de esta relación. Esa actitud ya es suficientemente moral. Ningún amante debe ser considerado un objeto de placer, sino que el placer debe tener un objeto, el de la mutua satisfacción de los sentidos, sin que nos cree una mala conciencia: ¡lo contrario sería prostitución!
37. La última Navidad
(Narradora: la madre de Noemí)
De nuevo estoy en esta pequeña y remota localidad. Me ha acogido con la primera nevada de este año y siento que esa nieve está cayendo también sobre mi alma. Ahora que he recuperado la memoria, los últimos veinte años de bendita amnesia me parecen un breve instante. Si no fuera por las arrugas, las del rostro y las del alma, no sabría que el tiempo ha pasado. Recordar para qué; ¿para reconocer el causante de tu amnesia?; ¿para volver a ver aquella dolorosa escena a la entrada de aquel burdel?; ¿para revivir aquellos sueños truncados por la ambición de un amigo desleal? ¡Para esto es mejor no recordar! Ahora tengo que olvidar lo que he recordado para que no me siga perturbando y reencontrarme con la poesía, que es mi única amiga y confidente. La única que es leal y por ninguna causa, justificada o no, te traiciona. No somos más que aquello en lo que creemos y creamos, lo demás es una quimera, porque solo existe en nuestra imaginación. Yo le imaginé como deseaba que fuera, pero él no era como yo le imaginaba, porque nadie puede penetrar en la mente y en el alma de otra persona. ¡Siempre nos defraudarán! Ahora tengo que seguir los mismos consejos que di a Noemí: Si necesitas consuelo, aprende a consolarte tú misma; si necesitas apoyo, aprende a apoyarte en ti misma; si necesitas compasión; aprende a compadecerte de ti misma y si necesitas amor, aprende a amarte a ti misma.
¿Qué hubiera sido de mí si él no hubiese ganado aquel inoportuno premio? ¿Seguiríamos unidos, se habría cansado de mí? Posiblemente estaríamos separados. Recuerdo la noche del recital. No se despidió de mí porque tenía celos de mis amigos. Pero, por otro lado, solo los que aman sienten celos. ¿Y qué hubiera sido de su carrera literaria si no hubiese conocido aquella mujer? Noemí quiere que lea sus novelas, pero ella misma asegura que están bien escritas y son interesantes, pero carecen de motivación. No trasmiten nada trascendental o humano, son novelas para regalar los oídos de gente corriente, sin ambiciones, conformistas y resignados a su vulgaridad. Si yo le hubiese ayudado, posiblemente no sería tan famoso, pero estaría mejor considerado y tendría más alicientes. Tenía el talento necesario para escribir algo más ambicioso; algo que mereciera pasar a la posteridad.
Acabo de recibir un correo de Noemí. ¡La hecho tanto de menos! Debería escribirme más a menudo. Lo abro sin poder contener la emoción:
«Querida mamá, dentro de dos semanas vuelve a ser Navidad y este año no sé con quién de vosotros dos debo pasar estas entrañables fechas. Sabes lo mucho que te quiero, pero me duele que mi padre las pase solo, estando tan enfermo. Mi corazón sigue dividido entre los dos, y no puedo decidirme por ninguno, ¡porque me gustaría que pudiera pasarlas con los dos!»
Mi pobre hija se debate en una insoportable lucha emocional. Debería escribirla y decirle que no me importará si no viene y que la pase con su padre. ¡Alguien tiene que sacrificarse, porque ninguno de nosotros dos ha hecho más méritos para que merecer su cariño!
«Tengo otra importante noticia para ti: Alicia me ha dado varias copias de la última novela autobiográfica de papá. A pesar de estar muy débil ha cumplido su promesa. La he leído y no he podido evitar llorar de alegría, pero no te digo por qué, es mejor que la leas y lo sepas por ti misma. ¿Me prometes que la leerás? Te envío una copia por correo. También te adjunto mi primera poesía dedicada a vosotros dos. Ya te dije en la estación que deseaba ser como tú. Espero que te guste. Un abrazo muy fuerte de tu hija que te quiere y te echa de menos, Noemí»
Bien sabe Dios que haría cualquier sacrificio porque Noemí fuera feliz y no tuviera que sufrir por nuestras faltas, ¡pero me pide lo imposible! La traición no tiene redención. Jesús tampoco hubiera perdonado a Judas ni Dios perdona al demonio. Con una traición es suficiente, ahora no puedo traicionarme también a mí misma. No, Noemí, mi pobre niña, tú no puedes entender todavía como duelen las heridas del corazón. El mío ha sangrado durante veinte años, y ahora necesita cicatrizar su herida, puede suceder mañana o nunca. Todo está escrito en el destino. Deja que él decida por nosotros.
Me dice que su padre ha publicado una nueva novela, y que es autobiográfica. Presiento que no debe dejarme en un buen lugar entre sus recuerdos. ¿Por qué Noemí tiene tanto interés en que la lea? No soy rencorosa. Yo también hubiera deseado que todo hubiera sucedido de otra manera. También añoro aquellos felices días del campus; aquel joven escritor inseguro que necesitaba mi ayuda; aquellos sueños prácticamente al alcance de nuestra mano. Pero el renegó de todo a cambio de treinta monedas de plata. ¡Dios es justo y le ha enviado el castigo que merece!
Sin embargo los senderos del Señor son inescrutables, gracias a mí debilidad nació esta hija mía, que promete superarnos a los dos y ser el consuelo de ambos. Solo Dios sabe lo que está bien y lo que está mal. Si me mantengo firme será su voluntad y si él debe morir con remordimientos, también.
Hoy ha amanecido con un denso manto de nieve que iguala todo con la misma blancura. A duras penas se puede caminar por estas empinadas callejuelas. Me he encontrado con el cartero cuando salía de la panadería y me ha entregado el sobre con el libro que me envía Noemí. Aquí todos nos conocemos y no son necesarios los buzones. Si no supiera que contiene también una poesía de mi hija ni siquiera lo abriría, pero quiero ver si Noemí llegará a ser una gran poetisa o está siguiendo un camino equivocado. Lo abro y me causa un doloroso impacto el título del libro: «Si tú fueras..., Memorias de dos amantes unidos por la literatura y separados por las palabras». ¿Qué pretende con este título? Pero veo el poema de Noemí. No es muy extenso. Lo leo:
«NACÍ DE PADRES OLVIDADOS
Por el amor o desamor,
por el encanto o desencanto,
de dos amantes desconocidos
nací yo del olvido.
De bebé no tuve quien me meciera,
de niña no tuve quien me mimara,
de adulta no tuve quién me aconsejara
porque nací de padres olvidados
Conocí a mi padre cuando se moría,
conocí a mi madre cuando no recordaba,
me conocí a mí misma cuando lloraba,
porque seguimos estando olvidados.
Te escribo este sencillo poema
para que olvides lo que has recordado
y recuerdes lo que has olvidado
del escritor que habías amado.
Tu hija que te quiere, Noemí.»
Es un poema digno de mi hija. No ha podido expresar mejor sus deseos. Me ha llegado a lo más profundo de mi alma dolorida. Me siento culpable de haber ignorado los anhelos de mi hija. Tal vez ella tenga la correcta perspectiva de este drama y yo esté obcecada en mi venganza. Tal vez, después de todo, esté escrito en el destino que deba perdonarle. Pero ¿cómo saberlo? ¿Quién puede aconsejarme? ¿Debería recurrir a un sacerdote? ¿Saben ellos más sobre el alma humana que nosotros? ¿Les ha donado el mismo Dios la gracia de la fe, por lo que están más cerca de la virtud que los demás seres humanos? Yo he perdido la fe y confiado solo en mi propio juicio, sin esperar el milagro de la revelación, pero después de leer el emotivo poema de mi hija estoy empezando a dudar de mis certidumbres morales y puede que haya llegado el momento de pedir consejo a quien está entregado a la salvación de las almas, y la mía debe de estar en riesgo de condenarse. Si mi hija lo desea, creo que debo leer esta nueva novela.
38. La alarma
(Narradora: Alicia)
Tengo que avisar a Noemí, ¡su padre se está muriendo! Sé que es en contra de su voluntad, y es la voluntad de un moribundo, pero voy a llamar al hospital para que lo ingresen. Tiene que seguir aferrado a la vida unos días más. No puedo aceptar que esa mujer no tenga corazón. Tiene que venir y salvarle del infierno de sus remordimientos o no descansará en paz ni podremos encontrarnos en ese lugar del cosmos reservado para nuestras almas.
Está postrado en la cama. Ya apenas puede moverse y no tiene ningún deseo de hablarme. Pero sigue todos mis movimientos con una mirada apagada, sin vitalidad, como si ya solo pudiera mover las niñas de sus ojos. Pero en esa turbia mirada de moribundo debe de haber una mente lúcida, que no está afectada por la enfermedad, y debe estar pensando en su situación. Casi puedo leer sus pensamientos. Acepta que su viaje por este mundo ha llegado a su fin, y espera la muerte con serenidad y resignación. También me dedicará alguno de sus últimos pensamientos. Sé que me escucha, lo noto en el parpadeo de sus ojos, y tengo que intentar reconfortarle:
—Sé que puedes escucharme —parpadea ligeramente—. Tú no has sido un hombre fuerte, porque los genios son más débiles cuanta más sabiduría adquieren, pero la enfermedad te ha dado la fuerza necesaria para aceptarla sin quejas ni lamentos. Cada día que pasa y se acerca tu fin mi amor por ti se acrecienta con la misma proporción. En el momento de tu muerte seré la mujer más enamorada del universo. Ya sé que esto no te consuela... no estés triste, porque ella vendrá! Pero tienes que mantener un titánico pulso con la muerte. ¡No dejes que te lleve hasta que ella no te de su bendición! —sujeto su trémula mano que ya apenas tiene fuerza, para saber cómo reacciona—. Tienes que perdonarme, pero tengo que llamar al hospital para que prolonguen tu vida tanto como les sea posible. Cuando ella y Noemí lleguen te traeremos de nuevo aquí y podrás morir como sé que deseas: estrechando su mano hasta tu último suspiro. Después empezará nuestra verdadera vida. Entonces yo no seré la chica de provincias, fea y torpe, sino un alma luminosa que se encontrará con la tuya y permanecerán unidas por toda la eternidad. Pero si mueres sin su bendición, tu alma vagará errática de un universo a otro eternamente, sin que encuentre la paz, y yo estaré sola por la eternidad. Sé que harás esto por mí.
Intento retirar mi mano para marcar el teléfono del hospital, pero he notado una ligera presión y sus mirada parece avivarse. Creo que trata de decirme algo. Tal vez quiera que no deje de estrecharle la mano. Sí, eso debe ser.
—No quieres que llame al hospital, ni que deje de estrecharte la mano, ¿verdad? —lo confirma con un débil parpadeo—. Está bien, no llamaré al hospital, pero tienes que ser fuerte y resistir hasta que llegue ella y tu hija Noemí.
Cierra los ojos y tengo la sensación de que está tratando de decirme que ya es muy tarde. ¿Quiere esto decir que puede morir en cualquier momento?
39. Un fatal destino
(Narradora: la madre de Noemí)
No he podido terminar de leer su última novela. Creo que es suficiente para sentirme cerca del infierno, ¡cuando me creía cerca de cielo! ¿Por qué el destino me tendió esa monstruosa trampa? ¿Por qué no confié en su lealtad? ¿Cómo es posible que una engañosa imagen haya podido robarnos los veinte mejores años de nuestras vidas? ¿Quién me impulsó a estar en aquel lugar en aquel preciso momento? ¿El demonio? ¿Qué monstruoso pecado había cometido para merecer ese castigo? ¡Pobre hombre, durante todos estos años no ha podido contarme lo que realmente había sucedido! ¡De haberlo sabido, por supuesto que yo le hubiera perdonado! ¿Cómo podía escribir las novelas que yo le inspiraba si se ha sentido culpable todos estos años? Tengo que escribir urgentemente a Noemí, comunicándole mi deseo de volver cuanto antes y mostrar a su padre mi arrepentimiento y mi deseo de reconciliación. ¡Posiblemente no habrá otra persona más feliz en este mundo que ella cuando reciba mi mensaje! Pero yo también siento como si mi corazón dejara de estar oprimido por primera vez desde hace veinte años, y está rebosante de júbilo y siento que vuelve a latir con la misma fuerza que cuando tenía diez y ocho años, el día que conocí a este desgraciado escritor por culpa de una porción de tarta de nata con fresas! ¡Esa debe ser la felicidad que causa el perdón! ¡Bendito sea Dios que me ha iluminado!
¡Estoy desesperada y al borde de una nueva crisis: la última tormenta de nieve nos ha dejado incomunicados! No hay ningún medio de comunicarme con Noemí. Sé por experiencia de otros años que estaremos varios días incomunicados, ¡y él puede morir en cualquier momento! ¿Por qué? ¿Qué fuerza maligna se interfiere en nuestro destino una y otra vez? ¡Por el amor de Dios, espero que no sea demasiado tarde!
No; no puedo esperar a que reparen las líneas del teléfono y limpien de nieve de la carretera. Tengo que intentar llegar a la estación del ferrocarril, porque los trenes siguen circulando. Solo son cinco kilómetros. Dentro de una semana es Navidad y podía estar junto a su lecho, y pasar todos juntos las primeras navidades después de veinte años de ausencias. Tal vez el taxista del pueblo quiera llevarme. Iré a su casa ahora mismo.
El taxista es un hombre ya mayor, a punto de jubilarse, y no se atreve a circular con esta ventisca. La carretera es angosta, con tramos con pendientes muy pronunciadas. Me sugiere que esperemos a que pase los vehículos quita-nieves, pero no cree que despejen la carretera hasta mañana o tal vez pasado mañana. Pero ni mañana ni pasado mañana hay trenes que enlacen con el que lleva a la capital. Tengo que tomar el próximo, que sale a las cinco de la mañana. Ha dejado de nevar y puedo hacer andando este recorrido. Para este viaje no necesito equipaje, será suficiente con lo quepa en el bolso. ¡Tengo que intentarlo!
40. La agonía
(Narrador: el moribundo)
¡Pobre Alicia! ¿Cómo podría decirle que mi mente está despejada y soy plenamente consciente de que estoy a punto de morir? ¿Cómo decirle también que ya no tengo ningún remordimiento, porque solo he hecho lo que el destino tenía previsto para mí. Nuestras vidas están escritas en las estrellas, y nuestro espíritu es una parte del destino del universo. Destino que desconocemos. También la madre de Noemí tenía un destino; que se ha cumplido ya. No sé como decirle que he presentido su muerte en algún gélido lugar, y que nunca estará en la cabecera de mi lecho de muerte.
Una vez dije que una muerte digna es morir estrechando la mano que quién sienta más afecto por ti, y esa persona eres tú, Alicia, además que tu presencia en este lugar lo convierte en un hogar, con lo que se cumplen sobradamente mis condiciones para una buena muerte.
Ahora ya puedo morir en paz. Ella lo ha comprendido y sigue estrechando mi mano. Siento como late su vida en ella, ya inerte, y ese contacto hace que empiece a sentir una paz interior indescriptible. Es su alma que me traspasa y la siento dentro de mí, cuando apenas me quedan unos segundos de vida.
Ahora aparecen las más emotivas imágenes familiares de mi infancia que guardaba en el subconsciente. Se suceden una detrás de otra con sus sonidos y sus sensaciones. Escucho mi propio llanto y la voz de mi madre que me mece en la cuna que le regalaron mis abuelos; veo a mi padre empujando el columpio del parque cercano a nuestra modesta casa en las afueras de la ciudad, cuando apenas debía tener dos o tres años. Él es joven y vigoroso, y empuja el columpio con tanta fuerza que me hace llorar por la excitación del juego. Pasan muchas otras imágenes, y de todas guardo alguna impresión. Me veo vestido con mi traje de almirante de mi primera comunión, y a mis padres, que me llevan de la mano casi en volandas a la iglesia del barrio. Allí veo a la niña, con su virginal vestido de primera comunión, que me hizo sentir la primera emoción apasionado del amor. Se suceden multitud de imágenes familiares, como la fotografía del colegio de primaria, el primer automóvil de mi padre, mi primer viaje en tren, la primera chica con que salí y el primer beso en los labios de una mujer, y después de muchas otras, también las imágenes de la cafetería de la universidad y las que sucedieron después. Pero todas pasan vertiginosamente y va quedando un vacío indescriptible tras de su efímera visión.
Es como si se estuvieran borrando de mi conciencia para que cuando sobrevenga la muerte no queda ni rastro en mi alma de lo que ha sido mi vida en este mundo. Presiento que cuando llegue a la última imagen moriré, y ese momento está llegando ya, porque veo la imagen de mi agente literario, aquella noche que destruyó nuestras vidas. Veo a ella en la puerta entreabierta del apartamento de Noemí. Mi imaginación se ha quedado en blanco, y me invade una inmensa paz. Ya no siento la mano de Alicia, Ahora veo una luz intensa, cegadora, sé que voy a penetrar en esa luz donde permaneceré eterna... mente....
41. La muerte
(Narradora: Alicia)
Ha hecho apenas un leve movimiento de cabeza recostándose contra la almohada, y no siento ninguna señal de vida en su mano, ¡creo que ha muerto! Pero parece que se ha quedado plácidamente dormido. No hay en su rostro el más mínimo signo de dolor. Retiro mi mano y la suya se desploma. ¡Sí, ha muerto! ¡El gran amor de mi vida yace muerto ante mis ojos! A partir de este instante la muerte hará su trabajo y sus bellas manos, su prodigiosa cabeza, y su maltrecho cuerpo los convertirá en cenizas. Pero la odiosa parca no tiene suficiente poder para destruir el fruto de quién ahora le pertenece. Su obra sobrevivirá, y su memoria no se borrará de mi imaginación hasta la muerte me lleve a mí también.
Ahora debería llorarle evocando su memoria, pero quien se lo ha llevado de mi lado no se saldrá con la suya. Aunque mi alma está rota en pedazos, no derramaré una sola lágrima, porque ya le he llorado cuando estaba vivo. Ahora ya no me quedan apenas lágrimas, y debo guardar las que todavía me queden para cuando empiece a echarlo de menos y sienta su ausencia.
¡Ha sido un hombre con suerte, porque ha vivido haciendo la voluntad de otros, pero ha muerto de acuerdo a su propia voluntad. Solo unos pocos privilegiados tienen una muerte así. ¡Si es difícil vivir, mucho más es morir!
42. Las dos muertes
(Narrador: el autor)
Los dos amantes de la literatura mueren en el mismo día y a la misma hora, porque así estaba escrito en las estrellas. El cuerpo congelado de la madre de Noemí lo encontró el conductor del vehículo quita-nieves, que circularía esa misma mañana, limpiando de nieve la tortuosa carretera. Su cuerpo no estaba sobre la carretera, sino en un pequeño barranco, donde debió caer dada la oscuridad y la capa de nieve que lo ocultaba. Su antiguo amante murió por complicaciones mortales de su enfermedad incurable. Noemí había presentido la muerte de su madre cuando se despidieron en la estación del ferrocarril. Lamentablemente no tuvo que elegir con quién de los dos pasaría las Navidades, sino a quién de los dos lloraba. No fueron enterrados juntos. Ella yace en el pequeño cementerio de su localidad, y él se hizo incinerar su cadáver, y aventadas sus cenizas en una playa cercana, como era su deseo. Alicia se sintió profundamente afectada, pues según sus creencias, no se reuniría con su amado en esa dimensión que creyó descubrir en su personalidad astral.
TERCERA PARTE: ENCUENTRO ASTRAL
«Trabajad no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece.»
(Juan 6:27)
43. La despedida
La muerte me lo ha quitado y la muerte me lo devolverá. ¡Te buscaré allí donde te encuentres y volveremos a estar juntos, pero para la eternidad! Si estás en el Infierno te rescataré; si estás en el purgatorio, te acompañaré hasta que ganemos el Cielo, y si ya estás en el Paraíso, allí nos encontraremos, porque el amor no conoce barreras, ni humanas ni divinas.
Este cadáver que yace en la cama ha perdido su alma, que debe vagar por el cosmos sin un destino en concreto. Nadie excepto yo podré dar con su paradero, porque mi cuerpo astral podrá viajar por todos los rincones más allá del universo, y en alguno de estos lugares te encontraré.
Ella te condenó al infierno en una de tus pesadillas, y no ha venido para librarte de esta maldición. Ahora ya no es necesaria su presencia. Tengo que comunicar esta penosa noticia a Noemí, porque ella, a pesar de la oposición de su madre, le tenían un gran afecto.
Ha muerto cuando faltan unas horas para un nuevo amanecer. No vale la pena despertar a Noemí tan temprano. Ya no es necesario que se apresure, su padre ya no la necesita. Esperaré a que amanezca. Me siento como si yo fuera la mensajera de la muerte, pero de una muerte esperada. Nadie se sorprenderá. Quienes conocieron su diagnóstico ya solo esperan leer su nota necrológica en la prensa o en la red, y exclamarán aquellas frases de condolencia que habrán escuchado en otras defunciones de otros personajes famosos. «Pobre, ha muerto en la flor de su vida y en la cúspide de su popularidad»; «Ha muerto cuando lo había tenido todo menos la salud»; «Así acaban sus vidas la mayoría de los grandes personajes: siempre antes de lo previsto»; «Los artistas viven a un ritmo e intensidad insano, por eso mueren temprano», etc.
Creo que en el fondo llevan razón. El alma es lo que da vida al cuerpo y si abusamos de nuestra alma, abusamos también de nuestro cuerpo. Al final, el alma exhausta, pierde sus defensas y las pierde también el cuerpo, y sobreviene la inevitable enfermedad mortal. Mi desdichado amigo estaba condenado, porque vivió abusando de su alma desde que tuvo conciencia de su existencia.
Amanece, pero este no es el mismo sol de ayer, ni las mismas estrellas que se desvanecen. No es la misma brisa matutina, ni el mismo color azul del cielo. No es la misma ciudad, ni la misma calle. Porque esta noche ha muerto un escritor, y cuando un escritor muere algo muere en el alma colectiva del mundo, porque los escritores y los artistas somos el alma del mundo.
Con gran dolor de mi corazón me decido a llamar a la desdichada Noemí para comunicarle la triste noticia. Ella no responde, pero recibo un mensaje del contestador de su móvil: «Lo siento, no estoy disponible. Me dirijo a la localidad de mi madre. Me acaban de comunicar que la han encontrado muerta por congelación en la carretera cuando se dirigía a pie a la estación del ferrocarril. Estoy desolada y no puedo hablar. Déjame tu mensaje».
Me siento profundamente afectada y, al mismo tiempo culpable, porque juzgué prematuramente a esa mujer. ¡Espero que me perdone! No obstante, ha tardado demasiado en perdonarle. Es ella quien hubiera tenido que estar estrechando su mano cuando expiró. Sin duda que ha encontrado la muerte cuando intentaba acudir a la llamada de su falsa novela, pero cuando ya era demasiado tarde. Nuevamente el destino se vuelve incomprensiblemente contra mí, y ella volverá a ser mi rival después de su muerte, porque los tres nos volveremos a encontrar más allá de esta atormentada vida.
44. El último viaje
La infeliz Noemí ha tenido que hacerse cargo de dos sepelios en pocos días. Ha asistido al de su madre y, apenas ha tenido tiempo de llorarla, cuando tiene que hacerse cargo del de su padre. El hospital se ha encargado de su incineración y le ha entregado las cenizas. Ahora tiene que cumplir con la última voluntad de su padre y esparcirlas en el mar. Me ha pedido que la acompañe y saldremos para la costa mañana a primera hora.
—¿Cómo murió mi padre —me pregunta Noemí cuando regresamos en un taxi a su apartamento, sin poder ocultar en su mirada una gran tristeza y su delicado rostro desfigurado por el dolor.
—Creo que en paz, pero no puedo decirte más porque apenas podía hablar, solo puedo decirte que su semblante era sereno y parecía haber aceptado la muerte con resignación.
—¿No mencionó a mi madre?
—No podía hablar, pero estoy seguro que la tendría en sus últimos pensamientos.
—El taxista de la localidad me dijo que intentaba coger el primer tren de la mañana para reunirse con mi padre, y que él no se atrevió a llevarla a la estación, por lo que ella intentó llegar a pie.
—¿Por qué no esperó a que despejaran la carretera de la estación? —le pregunto, aunque yo puedo suponer la razón.
—No lo sé, pero he encontrado un breve verso que escribió la noche de su muerte:
«Esta noche no hay estrellas
y no dejará de ser noche
Esta noche no habrá luna,
y nunca será de día.»
Debió presentir también ella su muerte, porque no creía poder ver a mi padre con vida. Pero lo intentó y le costó también a ella la vida. Estén donde estén, mis padres se habrán reconciliado y por fin tendrán la paz que merecen.
Escucho a Noemí y no puedo evitar un injusto deseo de que no se cumplan sus esperanzas. ¡No puede interponerse entre nosotros también después de muerta!
Ya estamos en el apartamento de su padre. Yo no puedo evitar tener la sensación de su presencia, como si todavía su alma no hubiera salido de esta habitación y no pudiera salir por alguna razón que solo él debe saber. Noemí recorre con la mirada todo lo que perteneció a su padre, y que ahora le pertenece a ella, pero no parece que le preste interés. Ha ido a la estantería y selecciona una de sus novelas. Contempla la fotografía de su padre en la contraportada, y no puede contener el llanto.
—Alicia, ¿cómo era mi padre realmente? Tú debiste conocerle mejor que yo.
—Creo que sobre todo tenía miedo de condenarse, porque nunca pudo vivir de acuerdo a sus deseos por culpa de sus constantes remordimientos. Era un alma atormentada que escribía novelas para olvidarse de la causa de sus tormentos.
—¿Tú le amabas?
—Sí, le amaba, pero él nunca me correspondió.
—Entonces ¿por qué no le abandonaste?
—¿Abandonarle? ¿Cómo puedes abandonar lo que ya es una parte de ti?
—Y ahora, ¿que harás?
—Escribiré una novela sobre el viaje que hará tu padre por el cosmos. ¡Su vida después de muerto!
—¡Pero eso es imposible! Supongo que te lo imaginarás. ¡Nadie ha podido reunirse con los muertos!
No quiero alarmar a Noemí y explicarle que yo puedo desdoblar mi personalidad y separar mi cuerpo astral del físico. Lo he experimentado una vez y lo lograré una segunda vez. La primera apenas me moví a cortas distancias de mi cuerpo físico, pero esta nueva experiencia tengo que tomar todas las precauciones necesarias para que nadie perturbe mi concentración, porque tardaré mucho tiempo en regresar.
—Sí, por supuesto que me lo imaginaré.
—¿Dónde crees tú que estará en estos momentos? —noto en su mirada que se siente inquieta y temerosa, pero debe acostumbrarse a los fenómenos paranormales, porque sus padres intentarán ponerse en contacto con ella por medio de sus sueños, y debo prevenirla.
—Creo que está aquí, porque su alma todavía no se habrá desarraigado totalmente de las emociones que le trasmitirán los objetos con los que ha tenido contacto en vida.
—¿Y crees que nos estará viendo y escuchando? —me pregunta sin poder disimular su inquietud.
—No, ni nos ve ni nos oye. Solo puede ponerse en contacto con nosotros a través de nuestro cuerpo astral, lo que sucede durante los sueños. Tienes que estar prevenida, porque es probable que aparezcan en tus sueños, y querrán saber en qué estado de ánimo te encuentras. Pero es probable que no hagan ninguna referencia a sus muertes, sino que aparecerán en escenas que no tendrán ningún sentido para ti. En los sueños no tenemos control de nuestra imaginación ni del tiempo ni del espacio.
Creo que no debí hablarle de esta posibilidad. Ahora parece realmente asustada y lo estará más cuando llegue la noche y se enfrente a los sueños.
Amanece un día brumoso y desapacible. No es el más adecuado para diseminar sus cenizas. Hemos quedado en la estación del ferrocarril, donde tomaremos un tren que nos dejará en una localidad costera. Noemí ya me está esperando en la entrada de la estación. Todavía tenemos tiempo de tomar un té caliente, que nos levante el ánimo. Nos hemos sentado en la misma mesa en que estuvo por última vez con su madre. Ella parece que ha recuperado su entereza.
—Ahora sé por qué mi pobre madre me dio aquellos tristes consejos. «No esperes consuelo de nosotros. Si necesitas consuelo, aprende a consolarte tú misma». Yo presentí su muerte. Cuando se alejó de mí, ¡tuve el presentimiento de que esa era la última vez que la vería con vida!
Durante el viaje a la costa apenas hemos intercambiado algunas palabras sobre el tiempo desapacible. Al otro lado de la ventanilla el paisaje parece participar de nuestra profunda tristeza. Una densa niebla se cierne sobre las pequeñas poblaciones que vamos dejando atrás. Es difícil creer que pueda haber gente feliz en un paisaje tan deprimente. A veces el tren circula junto a la carretera, y podemos ver los automóviles que circulan a la misma velocidad, ocupados por gente con obligaciones y responsabilidades que no piensan en la muerte, pero tampoco tienen oportunidad de pensar en la vida. ¡Viven, eso es todo!
45. Las cenizas
A medida que nos aproximamos a la localidad costera se puede sentir el olor a salitre. Salimos de la pequeña estación del ferrocarril y es fácil orientarse y saber dónde está el mar, porque el frescor de la brisa marina nos indica claramente la dirección. El cielo parece un inmenso manto grisáceo, y una fría y húmeda niebla confunde las formas de las cosas. Los automóviles circulan con las luces encendidas a pesar de no ser todavía mediodía. Hay poca gente en las calles, parece una ciudad fantasma. Nos encaminamos al paseo marítimo. No está lejos. Ya se escucha el escandaloso graznido de las gaviotas.
La calle de la estación desemboca directamente en un sencillo paseo marítimo, tan desolado como el resto. Ya podemos escuchar las olas chocando con la pared del paseo. Desde este paseo divisamos el mar, pero no puede verse la linea del horizonte, que se confunde con el cielo por su tono grisáceo y la densa neblina. A un lado del paseo hay un pequeño espigón, donde están amarradas unas pocas embarcaciones pesqueras, que seguramente no se han hecho a la mar por el temporal. Elegimos ese lugar para esparcir las cenizas.
—Es muy triste acabar una larga vida de ilusiones, proyectos y ambiciones —comenta Noemí preparándose para volcar en el mar los restos de su padre—, en un puñado de polvo que se lo llevará las corrientes hasta el fondo del mar, y así termina su desgraciada historia.
—Es solo su cuerpo, su alma seguirá existiendo, como seguirán existiendo sus obras.
Un grupo de hambrientas gaviotas revolotean alrededor, sin duda deben creer que los restos que Naomí esparce sobre el agua puede ser alimento.
—Ya se ha cumplido su deseo —me comenta sollozante—. ¡Ya no habrá mas muertes; ya no necesitamos esta urna!
Con un gesto airado, arroja también la pequeña urna al mar. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano, me coge enérgicamente del brazo y nos alejamos de aquel lugar.
—«Si necesitas consuelo, aprende a consolarte tú misma». ¡Sí, mamá, ya he aprendido!
Noemí ha recobrado el ánimo. La vida sigue y carece de utilidad llorar a los muertos. Bastante les hemos llorado cuando estaban vivos. De los muertos solo queda el recuerdo y él ha dejado un buen recuerdo. No es motivo de llanto. Me asombra su entereza, pero en realidad hasta hace solo unos meses ha sido huérfana desde que nació. No es de extrañar su comportamiento.
El viaje de regreso es tan silencioso como el anterior. Noemí parece ausente, o tal vez esté pensando en su futuro como huérfana. Tiene su mirada perdida en el paisaje brumoso que vamos dejando atrás. Parece reaccionar a algún pensamiento que le obsesiona, porque de improviso se vuelve hacia mí y me comenta:
—Tenías razón, esta noche he soñado con mis padres... —guarda un elocuente silencio, como si se preguntara si debe desvelarme su sueño—. Yo estaba sentada en un banco del parque y mi padre apareció de pronto y se sentó junto a mí, pero estaba muerto. Yo le pregunté por qué había abandonado a mi madre, y, de súbito, ella apareció sentada junto a él, pero también parecía estar muerta. No podían responder a mi pregunta. De pronto apareció un policía, y dirigiéndose a mí, me dijo. «Perdone, pero los muertos no pueden estar en el parque. Llévelos al cementerio y entiérrelos». Yo no sabía qué contestar, estaba aterrada. Pero incomprensiblemente, los dos se incorporaron, y dirigiéndose al policía, mi padre le dijo: «No es necesario que nos entierre ella, nosotros mismos nos enterraremos. Adiós Noemí, no tardes en reunirte con nosotros...», y desaparecieron hundiéndose en el suelo del parque. En ese momento desperté —guarda un silencio sepulcral, parece muy afectada por el sueño—. ¿Qué puede significar este sueño, Alicia?
—¡Que tus padres te echan de menos! —respondo sin vacilar.
—¿Quieres decir que desean mi muerte?
—Para ellos ahora tu vives en la muerte, y ellos en la vida. Se han cambiado los papeles, por eso quieren que te reúnas con ellos. Es posible que este mismo sueño vuelva a repetirse, aunque con diferente argumento, y volverán a insistir en que te reúnas con ellos. Tienes que ser fuerte y no dejarte obsesionar por lo que escuches de tus padres durante el sueño. Aunque suceden en la dimensión astral, están perturbados por tu propio subconsciente.
—¿Quieres decir que subconscientemente deseo morir y reunirme con ellos? —me pregunta alarmada.
—Sí, pero es por causa de tu estado de ánimo actual. Lo superarás y tus padres ya solo aparecerán en tus sueños cuando los añores.
Noemí parece reconfortada por mi explicación. Pero sigue sumida en sus pensamientos, y vuelve a perder su mirada en el paisaje brumoso que contemplamos al paso del tren. Noemí parece salir nuevamente de sus lúgubres pensamientos, se vuelve hacia mí y me confiesa:
—¡Me gustaría ser como tú, Alicia: segura de quién eres y lo que deseas hacer de tu vida. Pero ¿quién soy yo? La hija no deseada de dos soñadores que fueron amantes de la literatura, pero que no entendieron el significado de la palabra amor, a pesar de que la escribieron cientos de veces. ¿Qué debo hacer? Ya no estoy segura de que quiera escribir, ¡con el ejemplo de mis padres he tenido suficiente! Tal vez, como dijo mi madre, sería una excelente doctora.
No estoy segura de si debo animarla a que siga la vocación de sus padres, pero precisamente porque ellos no supieron combinar sus ambiciones mundanas con sus relaciones personales, Noemí aprenderá de los errores de sus padres y podría ser una excelente escritora sin necesidad de arruinar su vida. Sí, creo que debo animarla. ¡Sería el mejor tributo que rendiría a sus malogrados padres!
—Noemí, en estos tiempos en que ya nadie cree en lo que escuchan o ven, solo pueden creer en lo que pueden imaginar, ¡y los escritores podemos proporcionarles esas imágenes del mundo que desearían escuchar o ver! Lamentablemente son mayoría los escritores que se regocijan en recrear las nauseabundas imágenes de lo que ya no podemos creer ni deberíamos ver. ¡Tú puedes ser una escritora que ilumine a los lectores!
—Pero ¿cómo sé si tengo el talento necesario para no quedarme en la mediocridad?
—Mi querida amiga, ¡eso nos preguntamos todos! No sabrás la respuesta hasta que no hayas superado unos cuantos fracasos, porque cada fracaso significará que has elegido un mal camino, y debes rectificar hasta que encuentres el tuyo propio. El talento consiste en ser tú misma.
El tren está entrando en la estación central. Noemí no se trasladará al apartamento de su padre, porque no quiere vivir sola. Prefiere seguir viviendo con sus compañeras de la facultad, pero me ha sugerido que, si lo deseo, puedo acuparlo yo. La idea es muy atractiva, porque me facilita mi experiencia. Acepto su ofrecimiento, al menos por lo que reste del curso, y me trasladaré lo antes posible.
46. La preparación
Ya estoy instalada provisionalmente en el apartamento del padre de Noemí. Es una sensación difícil de describir, porque todos los objetos del apartamento tienen algo de él, y aún tengo viva la memoria de su cuerpo muerto sobre la cama en que me dispongo a dormir. Pero no siento ningún temor, sino todo lo contrario, dormir en la cama donde todavía están los eflujos de un difunto es la mejor forma de comunicarse con él.
Soy consciente de los riesgos y desconozco qué puede haber más allá de esta dimensión. Puede que se encuentre atrapado por alguna fuerza superior y mi energía no sea suficiente para liberarle. Pero también puede haber alcanzado alguna dimensión que se asemeje al Cielo, y mi viaje será en vano. De cualquir modo, su destino estaba escrito en las estrellas desde el día de su nacimiento, y se habrá cumplido sin apelación posible.
Sobre todo tengo que asegurarme que nadie perturbará mi sueño mientras mi espectro se encuentre separado de mi cuerpo. Tengo que desconectar todo lo que pueda sonar, incluido el teléfono y todo lo que cree campos magnéticos, lo que me temo que será imposible de eliminar, y no se cómo me afectará. Después de todo, cuando me separe del cuerpo seré solo energía y no sé cómo pueden afectarle otras fuentes de energía que pueda haber en el apartamento. Es un riesgo que tengo que correr.
La otra duda es, en el caso de que se encuentren nuestros espectros, saber cómo nos comunicaremos, porque en el encuentro solo nos podremos comunicar a través de nuestros pensamientos, para lo que deberemos ascender al plano mental. Si lográsemos alcanzar esa dimensión no podremos ocultar nuestros pensamientos, por lo que es imposible la mentira o el engaño, y todo debe suceder con total transparencia. Esa debe ser la maldición de la vida material: ¡la posibilidad de engañar y mentir, la causa de todos los desastres de este mundo!
¿Qué sucederá si no pudiera volver a mi cuerpo? ¿Moriré yo también? ¡Sería un suicidio, lo que supone ir contra mi destino escrito en las estrellas y mi alma vagaría, sin encontrar reposo, ¿hasta cuándo? ¿Pero cómo tener una noción del tiempo donde no hay más que energía? Todo es muy confuso, y sé que corro un gran riesgo. Pero ¿qué sentido tiene ya mi existencia en este mundo? He entregado mi corazón a un difunto y ahora no tengo otra opción que reunirme con él, ¡tanto si está en el Cielo como en el Infierno!
Este fin de semana podría ser el día señalado para el encuentro, porque Noemí viajará a la localidad de su madre para gestionar los trámites de su herencia y no existe el riesgo de que pueda presentarse de improviso. Tampoco espero visitas inesperadas, porque en los últimos meses de su vida no tenía más amigo que su agente literario. Su negativa opinión sobre los escritores actuales le causó la enemistad con los que tenía alguna relación. De todas formas dejaré una nota en la puerta para asegurarme de cualquier otra eventualidad.
Esta noche será el gran viaje. Quiero aprovechar estas horas previas para dejar por escrito lo que me propongo hacer, y espero poder escribir también lo que haya podido suceder a mi regreso. Para relajarme, doy un largo paseo por el mismo parque en el que le declaré mi amor. Es un paseo lleno de nostalgia y de profunda tristeza. Todo lo que veo me recuerda su amable persona, y a veces tengo la sensación de que está paseando junto a mí y me hace nuevas preguntas, pero esta vez son sobre los misterios de la vida y la muerte, para los que no tengo respuestas. Me siento en un banco y recuerdo el sueño de Noemí, me gustaría que me sucediera a mí, pero eso solo pasa en los sueños, la realidad es más terca, se niega a cambiar sus rígidas normas y todo sucede como está previsto que suceda.
Estoy de nuevo en el apartamento y escribo las notas sobre la experiencia de esta noche. Ya oscurece. Es un gélido día de finales del invierno. Es posible que nieve. Por alguna razón la nieve me deprime. No me gusta, porque siento como si me estuviera callendo en mi alma. Me gustan los países cálidos, porque son más acogedores y la vida es más sencilla. Escucho los oratorios de Bach, porque creo que es la música que debe escucharse en el Paraíso. Me tiendo sobre la cama y me preparo para la concentración.
47. El viaje astral
(Narrador: el difunto)
Sé que he fallecido. He sentido una extraña vibración y lo que debe ser mi alma se desprende de mi cuerpo. Alicia ya se ha dado cuenta de mi fallecimiento y ha soltado mi mano, que cae ya inerte. Siento que una fuerza me impulsa a salir de mi apartamento, y traspaso la pared sin ninguna dificultad. Ahora estoy viajando a una velocidad vertiginosa, y me dirijo hacía la luz que vi en el momento de mi fallecimiento.
He entrado en una extraña dimensión y continúo mi viaje atravesando un espacio en semi tinieblas. En esta dimensión veo multitud de espectros atrapados, que me imploran ayuda y tratan inútilmente de retenerme, porque sus manos crispadas penetran en mi espectro sin poder asirlo. Por su aspecto y vestiduras deduzco que algunos están en estas tinieblas desde hace miles de años. También creo que se trata de personas que han debido morir de forma violenta, porque sus espectros están horriblemente mutilados. Algunos carecen de extremidades, otros de cabeza y la mayoría muestran heridas posiblemente causadas por las guerras o accidentes, por las que habrán muerto. Pero ¿por qué permanecen en estas tinieblas y no ascienden a la zona luminosa donde parece que me dirijo yo?
Noto una importante diferencia entre ellos y yo, donde debe estar la explicación. Mi aura es absolutamente resplandeciente, las de ellos están oscurecidas. Tal vez al morir con la conciencia tranquila y en paz, mi aura se cargó con energía positiva, que le confiere ese resplandor. He descrito este fenómeno en una de mis novelas, fruto de mi intuición, pero que ahora compruebo que era acertada. Por esta razón mi alma debe ser atraída directamente hacia la fuente de luz. Debe tratarse de un efecto simple de atracción electromagnética.
Por esta razón, supongo que quien muere con la conciencia intranquila, de improviso o por accidente, el alma debe contener energía negativa que oscurece el espectro, y en esas condiciones deben de ser atraídos solo hasta esta dimensión, que debe ser la astral, la primera dimensión de donde están los que han muerto. Estas almas están suspendidas entre lo que los teólogos llaman el Cielo y el Infierno, que debe ser el Purgatorio. Su desesperado intento por adherirse a mí debe ser para que les transfiera la energía positiva que necesitan para entrar en una nueva dimensión que les lleve hasta la luz a la que me dirijo yo. Pero no parece que esta transferencia sea posible entre espectros. Posiblemente esa energía positiva que necesitan se les debe poder transferir desde el mundo físico, con invocaciones, oraciones o cualquier otra forma que desconozco, dirigidas especialmente a ellos y que les muestren su afecto.
Sigo viajando a una velocidad que posiblemente sea la de la luz, pero todavía no he salido de esta dimensión donde posiblemente haya millones de almas en similares condiciones.
Si este es el Purgatorio, donde las almas no están lo suficientemente iluminadas para alcanzar el Cielo, aquellas personas que mueran y que hayan cometido faltas que no tengan redención, sus auras estarán cargadas de energía negativa, y deben aparecer absolutamente oscuros, por lo que no podrán elevarse y permanecen en el mundo físico, y esto debe ser el Infierno de las almas en pena de la teología, y que por alguna causa que desconozco, pueden aparecer como muertos vivientes, o zombies. No tengo otra explicación.
He atravesado otro plano cósmico y, por fin, estoy en la dimensión de la luz cegadora que me atrae irresistiblemente desde el instante de mi muerte. Tiene las mismas luminosidad que mi alma. Sin sombra que la oscurezca.
Mi viaje por las dimensiones del cosmos parece que termina aquí, porque he dejado de moverme a velocidades vertiginosas. También aquí tal vez haya millones de almas luminosas como la mía. Todas parecen tener la mismo aspecto juvenil, no deben tener más de 18 ó 20 años, y permanecen suspendidos en esta inmensa dimensión luminosa. Mi espectro se mueve lentamente entre ellos. Me sonríen y parece que me dieran la bienvenida. Me detengo frente a un espectro que asombrosamente tiene mi apariencia de cuando tenía 18 ó 20 años, y estaba todavía en la universidad. Parece que sea mi doble. Ha ocurrido algo extraordinario: siento una extraña vibración y mi doble se ha fusionado penetrando en mi espectro. Ahora también yo tengo su misma apariencia. Me siento confundido, pero al mismo tiempo siento una gran sensación de bondad indescifrable. Una de las almas que ha contemplado mi transformación se acerca a mí y parece que desea comunicarme algo. Yo intento leer sus pensamientos, pero no escucho nada. Instantes después se acerca a mí otra alma todavía más resplandeciente, y, como la anterior, creo que está intentando que escuche sus pensamientos. ¡Le escucho!
—¡Bienvenido a la dimensión luminosa, porque tu alma solo tiene energía positiva, y brilla como la luz que genera la fuente que alumbra y ha creado el cosmos! Una extraordinaria fuente de energía positiva, situada en una dimensión todavía más elevada, y que su luz es la creadora de todas las ilusiones visible e invisibles del cosmos. Cuanto más luminosa es nuestra alma, más nos acercamos a esa extraordinaria fuente de luz. Allí están las almas de los más virtuosos personajes de la historia, como Sócrates, Jesucristo o San Juan de la Cruz. Yo también soy una entidad luminosa superior y puedo comunicarme con cualquier alma, pero tú solo puedes comunicarte con los que hayas tenido contacto en vida y sientan afecto por ti. De ellos podrás escuchar sus pensamientos, pero ellos no podrán leer los tuyos.
—Pero ¿qué me ha sucedido? ¿Quién era ese doble mío? ¿De dónde ha surgido?
—Escucho tus pensamientos y contestaré a tus preguntas. Cuando nos gestan se generan dos entidades espirituales. Una tiene la forma del espacio que llegaremos a ocupar en el límite de nuestro crecimiento. Esa entidad está compuesta por energía positiva y permanece en esta dimensión. En ella está escrito nuestro destino. La otra entidad espiritual permanece en el embrión, que lo anima. Su energía es variable y depende de los procesos de su conciencia, que pueden generar energía positiva o negativa. Nuestro destino se cumple cuando actuamos de tal manera que se mantiene con energía positiva hasta el instante de nuestra muerte. De lo contrario actuamos en contra de nuestro destino y al morir no podemos fusionarnos con nuestro doble energético y permanecemos en una dimensión intermedia o en el mundo físico, si nuestra conciencia no tiene redención. Ese doble tuyo ha seguido tu desarrollo personal, y ha estado a tu lado siempre que lo invocabas. ¡Era tu ángel custodio!
—¡Sí, ahora recuerdo mi experiencia en el pequeño parque de la iglesia horas después de conocer mi diagnóstico, en la que creí que un ángel estaba sentado en mi mismo banco. Debía ser este doble mío, al que yo había invocado previamente.
—Ahora estás constituido tal y como estaba previsto en tu destino. ¡Ya no hay dualidad en ti, sino una absoluta unidad energética!
Mi extraño viaje hasta esta dimensión luminosa ha concluido al reunirme con mi doble personalidad. Es como si a partir de este momento empezara una nueva vida eterna, pero no puedo decir que sea feliz, porque sería aceptar la infelicidad, desconocida en esta dimensión. Es un estado neutro, indescriptible, carente de toda angustia, temor o inquietud. Posiblemente la expresión adecuada sea «beatífico».
Pero afortunadamente no estoy completamente separado de mi realidad física anterior, porque, en efecto, puedo escuchar los pensamientos de quienes se acuerdan de mí y me invocan, aunque débiles, como un susurro. En estos instantes Alicia me está invocando y escucho débilmente sus pensamientos. Me temo que está a punto de cometer una grave imprudencia, porque pretende unirse a mí en el plano astral, donde yo no estoy, y ella nunca podrá acceder a esta dimensión luminosa mientras esté viva. Si el cuerpo astral de Alicia penetra en la dimensión de los muertos corre el riesgo de que no pueda reincorporarse a su cuerpo físico, y es muy posible que se quede también atrapada en las tinieblas del Purgatorio, ¡y ya no podrá reunirse conmigo, como era su deseo! Tengo que encontrar la manera de comunicarme con ella y hacerla ver el riego que corre si persiste en su intento.
Ahora no soy más que un contingente de energía sutil invisible, pero que puede desplazarse al mundo físico. Corro el riesgo de contagiarme con energía negativa y no poder regresar a esta dimensión, pero no puedo permitir que Alicia se condene por mi culpa. ¡Tengo que intentarlo!
48. El regreso
He regresado a la dimensión del mundo físico y estoy a los pies de la cama donde yace Alicia. Está acercándose al estado de concentración donde puede producirse el desdoblamiento de su cuerpo astral. Si provoco una descarga de energía tal vez consiga encender la lámpara de la mesita de noche e interrumpir su concentración. Consigo que la lámpara parpadee y afortunadamente Alicia ha salido bruscamente de su concentración. Contempla extrañada la lámpara, pero no lo asocia con mi presencia. La desenchufa y vuelve a concentrarse. Tengo que intentarlo de nuevo y espero que se de cuenta de que trato de comunicarme con ella, porque la energía de mi áurea decae. Consigo que vuelva a parpadear débilmente, y Alicia se ha sobresaltado. Creo que ha comprendido que soy yo quien lo provoca.
—¿Eres tú? ¿Estás aquí?
Vuelvo a hacer parpadear la lámpara. Alicia ha comprendido que es mi respuesta.
—¡Entonces, no has salido de tu apartamento, tal como yo suponía! Pero no puedes comunicarte conmigo. Ten paciencia pronto me reuniré contigo. Tal vez esta misma noche. Estoy intentando concentrarme y lograr desdoblar mi cuerpo astral, y entonces podremos comunicarnos y me podrás contar dónde te encuentras!
Intento hacer parpadear de nuevo la lámpara pero es inútil. No podré evitar que se desdoble y entre en la dimensión de los muertos, y si llega a esa dimensión y queda atrapada no podré rescatarla. Solo espero que su alma no se condene y no pueda ya salir del mundo físico, lo que podría suceder si muere, porque el suicidio es una falta grave, ¡y llenaría su alma de energía negativa!
—Por si me escuchas te comunico que la madre de Noemí también ha muerto —Alicia no sabe que no puedo escuchar cuando me habla, pero sí sus pensamientos, y se confirma mi presentimiento de la muerte de la madre de Noemí. Pero está pensando que confía en que no nos hayamos encontrado, porque sigue considerándola su rival, incluso después de muerta. Si la madre de Noemi está muerta debería poder comunicarme con ella. Tal vez sea que por no haberme dado su perdón antes de morir esté en el Purgatorio. ¿Pero, cómo saber dónde se encuentra? Debería escuchar sus pensamientos para saber dónde dirigirme, de otro modo me resulta imposible encontrar su alma entre millones de almas. Tal vez sus pensamientos no me mencionen y solo piense en la desdichada Noemí. Eso lo explicaría.
Alicia vuelve a estar al borde de su proyección astral. Si lo consigue nos volveremos a encontrar, pero será por breve tiempo, porque ella debe regresar a su mundo físico de los vivos y yo al mío energético de los muertos. Son inútiles todos sus esfuerzos, nuestros destinos no se encuentran ni en la vida ni en la muerte. Siento verdadera lástima por esta mujer, pero ahora sé que es inútil luchar contra lo que está escrito en las estrellas. Debe ser el estigma de que ella me hablaba.
El cuerpo de Alicia parece agitarse. Está vibrando. Mueve la cabeza de lado para otro, como si algo estuviera intentando desprenderse. Sí, lo está consiguiendo, y el espectro de su cabeza se desprende de su cuerpo, y el resto de su cuerpo astral también. Su cuerpo físico ha quedado en absoluto reposo, sin duda que duerme profundamente, mientras ella sueña su desdoblamiento. Sus primeros movimientos son imprecisos, se eleva lentamente pero mantiene sus ojos cerrados. Un delgado hilo de energía la mantiene unida a la vida. ¡Confío que no se rompa!
Su ascensión se ha detenido. Abre los ojos y me contempla asombrada, pero no puede hablar. Ahora deberá leer mis pensamientos y yo los suyos.
—Alicia, ¿por qué lo has hecho?
—¡Está aquí! ¡Lo he conseguido! Pero ha cambiado su aspecto, ¡ahora es un hombre joven!
—¡Alicia, lo que has conseguido es poner en riesgo tu vida!
—Me reprocha lo que hecho, solo por estar a su lado.
—Alicia, puedo escuchar tus pensamientos. Sí, tengo que reprochártelo. Ahora no podrás reunirte conmigo. Yo estoy muerto y tú estás viva...
—¡Entonces si mi muerte puede solucionar nuestras diferencias, no volveré a mi cuerpo!
—No conseguirías nada, porque sería un suicidio, y sabes que tu alma se condenaría y no podría separarse del mundo físico. ¡Renuncia a este amor inútil y peligroso para los dos!
—¿Tú me lo pides? ¿No he sido tu fiel compañera hasta tu último suspiro?
—Alicia, estás poniendo en peligro también mi salvación. Estos reproches, que sé que no son justos, harán que mi alma se contamine con energía negativa, y puede impedirme volver a la dimensión de la luz en la que había logrado ascender. Por el bien de los dos, ¡renuncia!
—Lo entiendo... mi estigma me persigue también aquí, entre los muertos. Deseas estar con ella por toda la eternidad. ¿No es así? Si renuncio me condenaré de todos modos...
—¡Pero salvarás mi alma, y también la de ella!
—¡Os habéis encontrado! ¡Ella, con su inesperada muerte, ha ganado!
—No, Alicia, no nos hemos encontrado. No sé dónde pueda estar. Tal vez nunca nos encontremos. Pero donde estoy el tiempo no existe. ¡Te esperaré, pero tienes que morir en paz con tu conciencia! No te asuste la vejez, cuando te reúnas conmigo volverás a tener 18 años.
—¿Y ella?
—Alicia, donde nos reuniremos no existe la felicidad ni la desdicha, solo la bondad; allí no podrás amarme ni odiarme; los tres podremos gozar de esa infinita bondad eternamente, y cuando le llegue su hora, confío en que también Noemí se reunirá con nosotros.
—¿Me pides que deje consumir mi vida con la esperanza de compartir eternamente contigo la bondad de tu Paraíso?
—!Sí, te lo ruego!
—¿No tengo elección?
—El Infierno ahora o el Cielo cuando la muerte quiera llevarte.
—¡Me das a elegir entre dos infiernos!
—Sí, Alicia, pero uno puede durar 30 ó 40 años y el otro la eternidad...
—Supongo que debo renunciar y despedirnos hasta dentro de 30 ó 40 años, ¡y ni siquira puedo estrechar la mano que sostuve en el instante de tu muerte!
—Así debe ser, Alicia... Pero tengo que pedirte algo más... Es sobre la madre de Noemí. Temo que esté retenida en un espacio tenebroso, intermedio entre el Cielo y el Infierno. Para que se libre de esta oscura dimensión necesita la ayuda de alguien vivo, que le trasmita la energía positiva que le ayude a ascender a un plano superior, y tú puedes ayudarla, y al mismo tiempo, ayudarte a ti misma para ganar tu salvación...
—¿Me pides que salve a mi rival?
—Ya no es tu rival, es un alma, que igual que tú, merece ascender a la dimensión de la luz y salir de las tinieblas donde puede que se encuentre.
—¿Y qué puedo hacer por ella?
—¡Reza por ella!
—¡Nunca he rezado; no sabría cómo hacerlo!
—Solo tienes que invocar su nombre y mostrarle tu afecto. Eso será suficiente para trasmitirle energía positiva. Trasmite este deseo también a mi hija, Noemí, que rece también por su madre, y entre las dos la salvareis.
—¡Qué triste es mi destino!
—No, querida Alicia, en el mundo de los vivos no hay mayor dicha que sentirse útil y necesario. Entrégate el resto de tu vida a escribir novelas con argumentos que inciten a la generosidad y la bondad, y vivirás feliz hasta que llegue tu hora y te reúnas con nosotros.
—¡Ni siquiera tengo el consuelo del llanto!
—Vuelve con los vivos y podrás aliviar tu corazón con el llanto.
—Adiós entonces. ¡Hasta que la muerte nos una!
—Adiós, mi querida Alicia, te esperaré en el Paraiso...
Su espectro vuelve a unirse con su cuerpo, que permanece inmóvil. No puedo escucharlo, pero noto por su triste expresión que debe estar a punto de llorar. Ahora se lleva las manos al rostro y debe sollozar amargamente. ¡Pobre Alicia, nadie más que ella merece entrar en el Paraíso!
49. En el Purgatorio
(Narradora: la madre de Noemí)
¿Por qué estoy encerrada en estas tinieblas? ¿Es este el destino de los muertos? ¿Dónde me encuentro? He visto mi cuerpo congelado al borde de la carretera mientras mi alma ascendía hasta llegar este tenebroso lugar. Sí, debo de estar muerta. ¡He sido una imprudente, y lo he pagado con la vida! ¿Qué será de mi pobre Noemí? Pretendía salvar a alguien de sus remordimientos y muero yo sin tener a nadie que me salvara de los míos! ¡Es este lugar el Infierno que merezco! ¡Sufriré esta angustia eternamente!
Creo ver un pequeño resplandor que se aproxima a mí. Ahora distingo el espectro de un joven... ¡Oh, Dios mío; es él! ¡También él ha muerto! Pero es tal como era cuando le conocí hace veinte años! Sí, es él; es el mismo joven inquieto y ambicioso que leía mis poemas en el campus de nuestra universidad; con la misma sonrisa burlona; el mismo encanto en su mirada. Me avergüenzo de que me encuentre envejecida, aunque no sea más que un fantasma. Tal vez haya escuchado mis lamentos. ¡La muerte nos une de nuevo! Se acerca a mí y puedo escuchar sus pensamientos:
—Mi querida amiga y admirada poeta, nos volvemos a encontrar en extrañas circunstancias. He sabido de tu triste muerte en la nieve cuando te disponías a velar mi lecho de muerte. Tan pronto como he escuchado tus lamentos me he apresurado a reunirme contigo. ¡No sé por qué estás en este tenebroso lugar, pero yo te ayudaré y te devolveré en la muerte con creces lo que has sufrido por mi culpa en vida. Yo necesitaba tu perdón para morir con la conciencia en paz, pero mi sincero arrepentimiento y las ayudas de nuestra hija y de esa extraordinaria persona, Alicia, me salvaron del infierno.
—Yo te hubiera perdonado, pero la muerte se interpuso. Pero, ¡por el amor de Dios!, ¿puedes decirme dónde me encuentro?
—Estás a medio camino entre el Cielo y el Infierno; en el Purgatorio. Tu conciencia no debía estar en paz en el momento de morir, y se contaminó con energía negativa, lo que te impide ascender a una nueva dimensión, donde yo me encuentro. Pero no temás, tu hija Noemí y Alicia de sacarán de aquí y podrás reunirte conmigo.
—Nunca he hecho mal a nadie, ¿por qué merezco este castigo?
—No tengo la respuesta. La energía y su relación con la conciencia tiene su propia norma, pero supongo que la energía positiva o negativa que acumula nuestra alma depende de estado del estado de nuestra conciencia en el momento de la muerte.
—Entonces merezco estar en este siniestro lugar, porque fui una imprudente... ¡pero tenía una buena causa!
—No hubiera servido de nada, porque yo fallecí el mismo día. ¡Ya era demasiado tarde!
—Pero yo no sabía las razones que te llevaron a ese burdel aquella noche, y que cuentas en tu última novela. Si lo hubiese sabido, yo te habría perdonado desde el primer encuentro.
—¡Yo no he escrito ninguna novela describiendo ese desgraciado suceso!
—Noemí me envió una copia que le había entregado Alicia...
—¡Alicia! Ella escribió ese libro y alteró los hechos para que tú acudieras a cofortarme en mi lecho de muerte. No sé que habrá relatado sobre aquel desgraciado suceso, pero tu impresión fue la verdadera: ¡yo te traicioné!
—¿Es también este engaño parte de mi trágico destino?
—Alicia solo pretendía salvar mi alma...
—¡A costa de condenar la mía!
—Se había propuesto prolongar mi vida hasta que tú llegases, pero yo se lo impedí. ¡Yo soy una vez más el culpable! Pero ya es tarde para lamentaciones. Nuestros destinos están a punto de cumplirse. El mío ya se ha cumplido, y Alicia y Noemí te ayudarán para que se cumpla también el tuyo. Ninguno de nosotros merece el Purgatorio, y mucho menos el Infierno. Nos equivocamos porque éramos humanos, pero por la misma razón nos arrepentimos, y pagamos con sufrimiento nuestra absolución. Ahora ya solo nos queda ganar el Cielo y toda una eternidad para sumirnos en una beatífica calma en la dimensión de la luz.
—Si ese es también mi destino, ya solo me queda confiar en mi hija Noemí y reunirme contigo es ese Paraíso. ¡Así concluye una dramática historia que comenzó un día a principio de la primavera, ¡por causa de una tarta de nata y fresas!
EPÍLOGO: REUNIÓN ASTRAL
50. Oraciones
(Narradora: Noemí)
Alicia me ha llamado porque desea verme para algo relacionado con mis padres fallecidos. Quedamos esta misma tarde y cenaremos juntas en el apartamento de mi padre, como en otros tiempos. Yo he recuperado el ánimo y hago una vida normal. Por suerte mi carrera me absorbe todo mi tiempo y ocupa mis pensamientos. Solo por las noches siento la ausencia de mis padres, pero en realidad siempre he sentido esta ausencia.
Vuelvo a estar en el apartamento de mi difunto padre. Alicia no ha cambiado nada y sus libros, ordenador y todos sus objetos personales permanecen en el mismo lugar. Parece muy desmejorada. Es como si padeciera alguna enfermedad. Su mirada es lánguida y distante. Algo la distrae y la perturba constantemente. Me da la bienvenida con una leve sonrisa. Ya no es la mujer fuerte y segura de sí misma. Sin duda que la muerte de mi padre la ha afectado profundamente.
—Alicia, ¿no te sientes bien? Pareces cansada, te encuentro muy desmejorada.
—Sí, Noemí, no me encuentro bien. Estoy deprimida y triste.
—¡Es por causa del fallecimiento de mi padre!
—Sí, es por eso...
Permanece en silencio, como si no quisiera darme otras razones para su depresión. Nos sentamos a la mesa y Alicia me sirve lo que ha cocinado para la cena y comemos en silencio.
—He pensado en tu madre —me dice en una pausa, porque parece no tener apetito—. No soy creyente, pero creo que deberíamos rezar por la salvación de su alma...
—¿Quieres decir que su alma no merecía ir al Cielo, si es que existe?
—Las circunstancias de su muerte no han sido naturales sino accidentales, y en estas condiciones murió sin una compañía que la reconfortase y ayudase a limpiar su alma de cualquier remordimiento. Puede que esté en una dimensión en la que necesite nuestra ayuda.
—¡Alicia, me inquietas! ¿Está sugiriendo que mi madre puede estar en el Infierno?
—Si estuviera en el Infierno ya no tendría salvación, pero si está en el Purgatorio, nuestros rezos pueden ayudarla a salir de allí y subir al Cielo, ¡que es donde merece estar!
—Alicia, estás hablando como una creyente. ¿De verdad crees en infiernos, purgatorios y cielos?
Mi comentario parece haberla confundido, y creo que está meditando su respuesta.
—¡Noemí, yo ya no sé en lo que creo! Te ruego que no me hagas más preguntas, porque no sabría qué contestar. Pero presiento que debemos invocarla y mostrarle nuestro afecto. Solo necesitas pensar en ella y trasmitirle tu cariño. Esté donde quiera que esté ella recibirá tu mensaje, y estará más cerca del Cielo.
—Alicia, siempre he creído que tú y mi madre erais rivales.
—Querida Noemí, con los muertos no se compite. Fuera de este mundo ya no late el corazón y no hay lugar para emociones como el amor. Solo hay bondad en el Cielo y maldad en el Infierno. Cerca de Cielo y del Infierno solo hay ansiedad y dudas.
Nota del autor
Alicia murió de tristeza dos meses más tarde. Su corazón se detuvo porque ya no tenía utilidad. No había en su alma ni un átomo de energía negativa y ascendió a la dimensión de la luz sin el mínimo contratiempo.
FIN
OTRAS OBRAS DEL MISMO AUTOR
NOVELAS
• La guerra de Inés (Novela histórica ambientada en la II República y la Guerra Civil en España)
• La extraña (Una historia sobre las dramáticas consecuencias de la inmigración)
• Mi querida libertad (Una historia ambientada en la Transición democrática en España)
• Marcus. Historia de un barrio.
• La pasión de Alicia..
CUENTOS Y RELATOS
• Berlín sin muro (Impresiones y reflexiones sobre Berlín)
• Cuentos berlineses (Cuentos inspirados en las vivencias del autor sobre Berlín)
• Relatos celestiales (Relatos fantásticos en clave de humor, sobre las metáforas de la religión)
ENSAYOS
• Filosofía de los sistemas sociales (Teoría de los sistemas político, económico y religioso)
• Filosofando sobre el Ser, Dios y el Cosmos, con el extenso prólogo: ¿Qué es la realidad?
• Ecología y sociedad civil (Propuestas políticas, económicas, sociales y culturales de Los Verdes)
• eDemocracia para “Indignados” (Propuesta de un modelo de democracia sin partidos políticos)
• Cómo nace y se hace una novela (Ensayo dirigido a jóvenes autores)
HISTORIA
• La batalla de Sigüenza (Diario de la batalla en la localidad castellana de Sigüenza, durante la Guerra Civil en España)
JAIME DESPR
Relatos
Celestiales y otros cuentos
C
1. Mis conversaciones con Dios y con el Diablo
Primera conversación
He cumplido 70 años y debería sentirme viejo, al menos razonablemente viejo, pero pese a poner todo mi empeño en ello no consigo librarme de una juventud que no quiere abandonarme. Mi empeño es perfectamente lógico y natural. Las razones por las que estoy interesado en hacerme viejo son porque mi idea de la vida no coincide con la opinión del común, y porque no veo la muerte como el final de algo maravilloso y deseable, como es la vida, en especial cuando como en mi caso se disfruta de una larga e irremediable juventud.
La vida está llena de imperfecciones porque, según mi opinión, es la consecuencia así mismo de una imperfección. Algo debió de desbarajustarse en la perfección de la nada de donde provenimos y de este desarreglo surgió un ser condenado a pasar por un sinnúmero de penosas vicisitudes, que comienzan con el nacimiento, una de las primeras faenas de la vida y sus posteriores desarreglos.
No es que la vida en el seno materno sea ideal, pero de vivir tranquila y plácidamente en el cálido vientre, sin necesidad de padecer los inconvenientes del aire libre, nos vemos en la penosa obligación de aprender cosas a marchas forzadas, esfuerzo que como es lógico molesta a cualquiera. Por esta razón no hacemos más que echarle un rápido vistazo al mundo del lado de afuera para ponernos a llorar rabiosa y desconsoladamente. Desde luego que es imperdonable el estúpido afán de algunos por nacer antes de tiempo, como si tuvieran por saborear cuanto antes todas las desdichas de este mundo. Puedo perdonar un adelanto de un mes, pero dos es inexcusable. Tampoco estoy de acuerdo con aquellos que optan por todo lo contrario y en su obcecación cometen el asesinato de su propia madre, obviamente se trata de un acto no premeditado porque de otro modo apenas tuvieran la edad legal podrían ser juzgados y condenados por matricidio. Pese a lo horrendo del crimen no estoy de acuerdo con que se les aplique la pena capital, pero yo les impondría cadena perpetua si redención por trabajo. Afortunadamente en los tiempos actuales y en aquellos países que actúan de forma lógica y razonable, los perezosos son forzados a nacer. También se da el caso de que se les impida continuar esta aventura de la vida de forma más drástica, pero esto es un delicado asunto moral en el que no quiero entrar.
También es algo fuera de lo común que algunos abran los ojos apenas salen del útero materno, como si lo que hay en el exterior fuera de gran interés. Obviamente se dan cuenta inmediatamente de que el mundo exterior no es una gran cosa, antes bien debe de asustarlos, y lo encuentro razonable, porque nada de lo que vemos en el exterior nos resulta familiar, y mucho más si nacemos en el quirófano de una clínica privada. Al menos naciendo en casa no tenemos que soportar la imagen extravagante, verde y enmascarada del ginecólogo y de sus ayudantes, y siempre es más grato la sencilla expresión de una comadrona de las de antes, quien conoce mejor que nadie las penalidades de este mundo.
Pese a que dentro del vientre materno el paisaje es algo monótono, después de nueve aburridos meses uno debe de acostumbrarse al tono viscoso de la placenta, como si se tratara de vivir en la celda de un convento de clausura, con la sola claridad de un ventanuco que a duras penas ilumina la estancia. Por esa razón hay quien después de nacido, y tras comprobar por sí mismo los inconvenientes del mundo exterior, profundamente decepcionado vuelve al útero materno, la celda monacal, en busca de la paz y la seguridad perdida años atrás. Estos prematuros boyeurs suelen ser aventureros o artistas, por la avidez con que quieren verlo todo, interese o no, y terminan pegados a un ordenador, navegando por «Google» con la opción de «Imágenes», o en el colmo del paroxismo espiritual, con «Google Earth», pero lo que ya es intolerable es aquellos que les da por escribir libros de temas disparatados, pero también pueden ser de filosofía o de historia natural, como es mi caso. Por lo general no alcanzan posiciones sociales muy destacadas. Son aquellos que abren los ojos progresivamente a la realidad, sobre la marcha y no viendo más que aquello que les interesa, los predestinados para los grandes negocios, el mundo académico, o para la abogacía y la administración pública, es decir, los más útiles a la sociedad actual sin aspiraciones éticas ni estéticas. Ese no es mi caso, por lo que estoy condenado a una vida de aventura, propia de un artista, y por esta misma razón a la condena inevitable de esta persistente juventud que no me abandona.
Algunos de mis lectores ya se habrán hecho cargo de mi paradójica desgracia y si pudieran estoy seguro de que me sugerirían una solución tan razonable como la eutanasia. En efecto, lo he pensado decenas de veces, pero la vida, que está regida por las fuerzas del mal, en su probable eternidad no ha pensado en otra cosa que en la forma de perdurarse y defenderse de quienes como yo pretenden ingenuamente que pueden destruirla. El primer invento maléfico fue sin duda el dolor. Todo ese complejo sistema nervioso que envuelve esta máquina perfecta que es el cuerpo no tiene otra finalidad que hacernos sentir molestias intolerables apenas atentamos contra él. Gracias al dolor las cosas vivas sienten repulsión natural por ser víctimas de un acto violento y huyen de ellos como el gato escaldado lo hace del agua fría. Si no existiera el dolor físico podríamos disponer de nuestra vida sin molestia alguna, e incluso prescindir de todas aquellas partes u órganos que nos parecieran irrelevantes. Pero gracias a las molestias que ocasiona el dolor, el cuerpo no sólo se mantiene íntegro sino que desarrolla sustancias y deformaciones indeseables, y ése es precisamente el aspecto que muestra hasta qué punto la vida se rige por el mal.
Para cualquier persona que no sea más lerdo de lo habitual, carece de sentido que la perversa vida se empeñé en conservarse mientras solapadamente va haciéndola completamente inviable. ¿Puede haber mayor contradicción? ¿Dónde está la lógica de una vida cuya perversidad consiste en preservarse de toda violencia excepto de la inevitable muerte? ¿Para qué se toma tantas molestias? ¿Cuál es su diabólico plan, si es que tiene alguno? No sólo yo sino personas sensatas que me han precedido han visto en esta contradicción las marca de Satanás; el juego diabólico de la vida consiste en jugar con ella como el gato juega con el ratón moribundo, sólo por el placer de destruir lo que ha construido, sin otra razón de ser que el juego en sí mismo. No es de extrañar que las personas más vitales sean, al mismo tiempo, los más aficionados al juego, ¡sobre todo los niños!, y los más anodinos y vulgares, los que nacen con los ojos cerrados y cuando les toca, los que lo detestan y condenan.
Pero la vida no se conformó con dotarse de una protección física, sino que se las ha apañado para desarrollar otra protección más sutil y perversa, aquella que utilizamos para pensar, bien o mal, que engendra la monstruosidad más deleznable de este mundo: la duda. Precisamente porque dudamos de lo que nos puede esperar después de la vida, no queremos admitir la maldad intrínseca que subyace en ella. Tan pronto como nacemos aprendemos que hay ciertas cosas que ya no tienen respuesta, precisamente por el hecho de preguntárnoslas estando ya vivos, porque se han cerrado las puertas del acceso a la nada de donde provenimos. Y esa es la puerta que estoy intentando abrir y la razón por la que me deprime esta prolongada juventud, pues es evidente que mientras siga vivo no tendré la mínima oportunidad de dar con ella, pese a que he utilizado buena parte de mi contradictoria existencia en librarme de la duda y darme respuestas concluyentes a preguntas tan elementales como: ¿Qué hay después de la muerte?, o ¿Qué es la nada? Preguntas que estoy seguro se las habrán hecho alguna vez casi todos mis lectores y cuya respuesta, necesariamente ambigua y desdibujada, no habrá pasado de alguna ingenua hipótesis, leída en alguno de los inútiles tratados de filosofía escritos hasta ahora, o más irreal, en la sagrada Biblia, en el supuesto de que sea hijo de cristianos, claro está. ¡Nada concluyente que pueda probar la razón o la experiencia!
Tengo que puntualizar que cuando me pregunto ¿qué hay después de la muerte?, no me refiero de forma literal a qué sucede después de expirar y perder la vida, porque la respuesta es elemental: después de la vida viene necesariamente la muerte de aquello que está vivo, pero no el fin de la vida en sí misma, ni por supuesto de la propia muerte, que es tan perseverante y necesaria como la misma vida. Por tanto mi pregunta va mucho más allá y pretende hallar una respuesta bastante más compleja, que vaya más allá de la vida y de la muerte, es decir, ¿qué hubo antes o qué habrá después de la vida y de la muerte?
—¡Absolutamente nada!
—¡Muy bien! Se supone que estaba pensando, y cuando alguien está pensando aquello que piensa pertenece a su intimidad y nadie, excepto, claro está, Dios mismo en el supuesto de que exista, se puede enterar.
—¡Es que, obviamente, yo soy Dios!
—¡Estupendo, usted obviamente es Dios! Pero aún está a tiempo de rectificar y no tomaré en consideración semejante disparate.
—Dios no puede evitar ser Dios, por tanto no hay nada que rectificar. Por otro lado no me avergüenzo de serlo, pero reconozco que según como se mire soy un personaje molesto e increíble. Lo peor de mi carácter es mi omnipotencia y omnipresencia, que por lo general cae mal a la mayoría de los humanos, pero como digo, no puedo evitarlo, pero esto dudo de que tú puedas entenderlo.
—Estoy intentando no perder la compostura y comportarme con la mayor naturalidad que me sea posible. De tanto hablar de Dios es natural que tarde o temprano tenía que hacerse ver, pero ¿por qué yo?
—No sé. En realidad yo pasaba por aquí…
—¡Pasabas por aquí! Estupendo, ahora resulta que Dios se pasea por ahí como si tal cosa, de la misma manera que si fuera un jubilado paseando por el parque y aburrido le da por enrollarse con el primero que tiene un pensamiento sobre el más allá.
—No es exactamente así. Yo paseo por todas partes porque soy omnipresente, pero cuando alguien se pregunta por el más allá, obviamente el tema me interesa y suelo participar en el debate.
—Pero ¿qué debate puede haber entre alguien que duda de todo y alguien, pongamos que sea Dios, que lo sabe todo?
—De hecho yo tampoco lo sé todo, tan sólo sé todo sobre mí mismo, pero la realidad en sí misma me trasciende. Pero el que lo sepa no quiere decir que pueda demostrarlo así sin más, sin apenas esforzarme por el hecho de ser Dios. Cuando uno sabe todo sobre uno mismo no hay necesidad de demostrarse nada a sí mismo, pero cuando se participa en un debate uno tiene que tener siempre en consideración lo que el otro sabe sobre todo lo que se puede saber. Entonces es cuando surge el problema, y a pesar de ser Dios me veo obligado a razonar mis conocimientos como cualquier ser humano.
—Eso tiene sentido.
—De hecho yo también tengo mis obligaciones como todo el mundo. Mi trabajo no consiste en ser Dios sin más y rodearme de seres celestiales y creyentes, como son los ángeles y los arcángeles y otras personas más o menos divinas que sería largo enumerar; no, mi trabajo consiste en ir por ahí resolviendo dudas importantes a quienes se las plantean, y en este asunto llevo ya casi medio millón de años de vuestros tiempo intentando ayudar a resolver cuestiones como la que tú te estabas planteando.
—Supongamos que me trago el cuento de que eres Dios, bastaría con que me dijeras dónde vives para dar respuesta a todas las preguntas planteadas y nos ahorramos otros males de cabeza. Pese a mi curiosidad no creo estar dotado de la mente adecuada para resolver complejas cuestiones teológicas o filosóficas. En el colegio no pasé de los quebrados y fui incapaz de resolver una ecuación de primer grado. Sobre filosofía sé lo que todo el mundo, es decir, poca cosa…
—Ese es el problema, que no puedo decirte así sin más dónde vivo, pues la dificultad no está tanto en describir el lugar, algo ya común en muchos de vuestros libros, sino razonar el camino que hay que seguir para dar con él. ¿Comprendes?
—¡Por supuesto! ¡No soy Dios, pero tampoco soy tonto!
—Según como se mire eres tan dios como yo, pero, por decirlo de alguna manera, a pequeña escala; dios de tu propio mundo.
—Esa idea ya es vieja, pero no resuelve el dilema. Si yo soy también dios, por muy personal que sea, ¿por qué tengo dudas y sigo sin saber lo que hay más allá de la vida y de la muerte?
—¡Es una simple cuestión de tiempo! Además el dios de cada cual es, por decirlo de alguna manera, porque hay otras, una intuición; una intuición de ti mismo, tal y como serás hasta el final de tus días. Yo también soy una intuición pero de otro nivel, pero yo tampoco sé todo lo que se puede saber sobre todo, tan solo sé aquello que me concierne como Dios de mi propio mundo, es decir, del universo que también es el tuyo, y aquello que he podido aprender en mi propio tiempo. Pese a lo que se dice por ahí, yo no soy eterno, pero obviamente mi duración es infinitamente superior a la tuya, de ahí que sepa más que tú sobre el más allá. Además hay otra cuestión que debes saber cuanto antes, y es raro que no haya intervenido todavía en nuestra conversación. El saber no depende de mí, es decir, de Dios, sino del Diablo. Él es fundamentalmente ignorante pero con el tiempo, aún a su pesar, llegará a adquirir tanta sabiduría como yo mismo, pero para entonces se habrá agotado el tiempo de los dos y no le servirá de nada su empeño ni yo podré por fin descansar y dejar de ser molestado por él…
—¡No crean que no escucho la conversación, simplemente tengo la educación suficiente como para no intervenir si no se me menciona! Pero ya que ha salido el tema del Diablo, es mi obligación participar en el debate y defenderme. De hecho no me dejan ustedes un minuto de descanso, pero reconozco que disfruto en estas charlas ¡porque siempre se aprende algo nuevo! No hay nada más aburrido que el conformismo santurrón de esos creyentes que no se molestan en saber más sobre mi interesante personalidad.
—¡Genial! ¡Ahora se presenta el Diablo, así sin más, como por arte de magia y sin avisar ni cita previa!
—Ya te dije que me extrañaba que no hubiera aparecido ya. Siempre lo hace. No puede soportar verme conversar con alguien sin venir a exponer sus propios puntos de vista, ese es precisamente su peor defecto.
—No es de buena educación mencionar al Diablo y atribuirle cosas y hacer juicios de valor prematuros sin que el afectado, que soy yo, se pueda defender. De hecho sin mi influencia no habría ni tema de conversación, pues yo soy precisamente la causa de todas las dudas de este y de todos los mundos posibles, porque soy la causa de que las cosas se muevan. Sin mi influencia el universo entero colapsaría.
—¡Pero colapsará inevitablemente!
—Un momento, que aquí el interesado por saber soy yo ¡y ya me he perdido!
—Perdona, chico, pero cuando nos enredamos Dios y yo en estos temas pierdo el control. A ver, ¿dónde te has perdido?
—Lo primero y fundamental es poner las cosas claras. A mí no me importa mantener una charla con alguien que se presenta así por las buenas diciendo que es Dios y con otro que se apunta a la charla por su cuenta, también sin previo aviso, y que pretende ser el Diablo, pero yo tengo que estar prevenido contra los dos y quiero dejar claro que vamos a dejar a un lado la valoración moral habitual de que uno es el bueno y otro es el malo. Yo sé de sobra que hay razones más que suficientes como para aceptar que ciertas cosas están regidas por el bien y otras por el mal, pero ésta es una valoración bastante confusa, relativa y circunstancial. Acepto que la vida esté regida por el mal…
—¡Obviamente!
—¡Pero orientada hacia el bien!
—¡Dejarme terminar! Al decir el mal se trata de una valoración subjetiva basada en la relación inevitable y consustancial entre vida y el dolor, o la vida y la duda, y tanto el dolor como la duda vamos a decir que son básicamente malas…
—¡Pero necesarias!
—¡Ya, ya; a eso iba! El dolor está justificado para preservar la vida, sin entrar a valorar si merece o no la pena preservarla, y la duda está justificada para aprender lo que es la vida, sin que a su vez entre a considerar si vale la pena saberlo. Lo que yo quiero saber, dicho de vuestra propia boca, es qué os diferencia y por qué sois ambos necesarios siendo tan dispares.
—¿Empiezo yo?
—Como gustes.
—Personalmente no tengo nada contra el Diablo, pero tiene que reconocer que su ignorancia es la causa de todas las desgracias de este mundo…
—¡Claro, cuando se vive con la idea de que se es omnipotente, sabio, bueno y justo, pero no se hace nada en absoluto por demostrarlo, no se causa mal alguno, ¡pero tampoco bien! Aquí el que se ha movido desde el principio de los tiempos he sido yo. ¿Qué podía saber yo de la vida si no tenía experiencia? El saber sólo se adquiere con el tiempo y el tiempo supone sufrimiento, pero para Dios el tiempo es como si no existiera, porque tanto es pasado como presente como futuro. Por decirlo de alguna manera, ¡controla el tiempo desde el principio hasta el final!
—Intenta ser más conciso o esta pobre criatura sacará una falsa opinión sobre nosotros.
—¡Explícamelo tú!
—Lo que el Diablo ha querido decir, pero sin poder evitar hacerme el reproche de siempre, es que la duración es una entidad en su totalidad, desde un principio hasta un final sin presente, o lo que es lo mismo, para mí no hay sino una cantidad de tiempo, que como digo debemos llamar duración, y siempre he sabido lo que sucedería en cada uno de sus posibles instantes a lo que tú llamas presente. En cambio el Diablo, que surgió en el mismo instante que yo no sabe nada del futuro y debe descubrirlo por sí mismo, gracias a que él se mueve y consume el tiempo y yo no me muevo porque no tengo necesidad de saber algo que ya sé, es decir, que no consumo un tiempo del que tengo conciencia en su totalidad.
—¡Lo que yo digo!
—¿Y por qué tú Diablo eres tan ignorante?
—¡Que manía con prejuzgarme! ¿Pero es que no te das cuenta del detalle? ¿Quién eres tú? ¿Un ser vivo, no? Algo con sustancia, y todo lo que tiene sustancia transcurre en el tiempo. ¡Por eso como yo tienes dudas y eres ignorante! Es decir, y no te lo tomes a mal y vuelvas a los prejuicios de siempre: tú estás constituido fundamentalmente de sustancia diabólica. Yo soy, en realidad, la causa de tu existencia.
—¡Eso ya lo sabía!
—Un inciso. En realidad el Diablo es un «pobre diablo», porque su único deseo y aspiración es ser igual que yo, porque, y eso es lo que más le molesta, en este mundo no se puede aspirar a otra cosa superior que a ser Dios. Haga lo que haga, tire para donde tire, al final no hará otra cosa que intentar imitarme en todo.
—¡Pero no es por envidia, desde luego! Simplemente porque cuando ambos surgimos en el tiempo, el era ya el modelo y yo el aprendiz, y esto es inevitable. Ahora comprenderás por qué me revienta que a mí, que soy quien realmente se esfuerza, se me tenga en tan baja consideración, y a Él, que se limita a verlas venir, le den todos los honores. Yo cometo los errores y soy la causa del sufrimiento del mundo, pero yo mismo rectifico y resuelvo los problemas y las dudas que causan las desgracias, porque no tengo otra alternativa que superarme, siempre tomando como modelo a Dios.
—¡Esto es más complejo de lo que suponía!
—El Diablo lleva razón y creo que te lo ha explicado con absoluta claridad, y tengo que decir que es la primera vez que reconoce su inferioridad en público…
—¡Yo no me creo inferior! ¿Lo ves?, ¡ya surgió la prepotencia divina! Incluso si lo vemos de forma realista es todo lo contrario, ¡y conste que no intento ofender! Dios está ahí, tranquilamente sentado en su trono, sabiéndolo todo, en actitud pasiva, sin molestarse en mover un dedo por nada ni por nadie. ¡Como sabe que incluso el Diablo no aspira a otra cosa que a ser como Él!
—¡Eh, un momento, aquí hay algo que no me cuadra!
—¿Cómo por ejemplo?
—Si Dios no hace nada, ¿cómo sabemos que lo que debemos aprender y conocer para ser como Él?
—¡Ahí has dado con la cuestión principal y que no le puede entrar en la cabeza al Diablo! En primer lugar es verdad que yo no tengo como cualidad principal la actividad. Es cierto que mi existencia es totalmente pasiva. Reconozco que el Diablo hace todo el trabajo y yo me limito a la mera contemplación, si quitamos estas charlas excepcionales que no pasan de un cambio de impresiones meramente insustancial. ¡Yo no me puedo mover porque no tengo a donde ir! ¿Dónde puede ir Dios si acaparo en mi propia realidad divina todo el tiempo y todo el espacio? Yo estoy necesariamente inmóvil porque no tengo como referencia un punto de partida y otro de llegada, condición indispensable para moverse. ¿Si lo sé todo cómo quieres que aprenda más cosas? ¡No tiene sentido la crítica del Diablo!
—Entonces, él lleva razón, tu actitud es aparentemente irresponsable.
—Aparentemente sí, pero no realmente. La manera en que yo intervengo en las cosas del mundo es precisamente a través de la capacidad del Diablo de conocer mis puntos de vista. Si alguien hace daño a alguien yo no puedo evitarlo pero el Diablo sí, porque él sabe perfectamente que yo no apruebo esa conducta. Sólo él, que está en contacto con la realidad natural, tiene capacidad para influir y rectificar la conducta de quienes causan daño.
—¡Pero no tiene sentido que el Diablo sea el abogado de Dios!
—¡Naturalmente que no! Yo no abogo a favor de Dios, eso carecería de sentido, pero me veo obligado a rectificar mi conducta por causa de la dichosa razón. Las cosas eran más sencillas antes de que en la naturaleza apareciera la razón. La razón es la causa de la aparición del bien y del mal.
—¿Tiene eso algo que ver con el mito de la expulsión del Paraíso?
—¿Puedo contestar yo?
—¡Adelante!
—En primer lugar es evidente que se trata de un mito fruto de la imaginación de quienes lo divulgaron. No hubo tal Paraíso ni yo expulsé a nadie de ningún supuesto Jardín del Edén. ¡Qué imaginación! Es una forma de introducir un punto crítico en la evolución hacia las formas humanas.
—¡Cuando mi personalidad se asoció al mal y la de Dios al bien! Pero quizás sería conveniente que Dios te hablara algo sobre la evolución, pese a que sería yo mismo el más adecuado para explicarlo.
—¡No me vendría mal! Creo que lo comprendo perfectamente porque hay pruebas científicas que son evidentes, pero quedan varias dudas. Bueno, el asunto del «Diseño inteligente» y toda esa controversia.
—No me extraña. Pero la explicación es simple: sólo yo tengo la capacidad de ser inmutable a pesar del transcurso del tiempo, por la razón que ya te he explicado con anterioridad. Pero las cosas naturales parten de un elemento simple y deben terminar siendo organismos complejos, capaces de mantener esta conversación entre otras cosas. De no darse la evolución ¿cómo podría suceder tal cosa?
—Es extraño que Dios no haya mencionado el hecho de que es precisamente por mi causa que debe darse le evolución, razón por la que muchos la consideran una teoría diabólica. ¡Sin duda que lo es! Pero sin embargo, como acaba de explicártelo Él mismo, tiene sentido divino.
—¡Perfecto! ¡Si antes tenía alguna duda ahora ya no sé donde tengo la mano derecha!
—¡Pero si es simple! Un solo organismo imperecedero no tendría capacidad alguna para mutar y evolucionar en el transcurso del tiempo. Es preciso que cada organismo tenga una duración breve; que muera después de haber cumplido con su misión reproductora. De esta manera se suceden las oportunidades de utilizar las influencias de los cambios del medio ambiente, los cruces genéticos y otros aspectos concurrentes para transformarse progresivamente en lo que en el transcurso del tiempo está previsto que llegue a ser.
—¿Y qué es lo que debe llegar a ser?
—Como yo, evidentemente. ¡A mi imagen y semejanza!
—¡Para mi desgracia!
—Entonces, ¡es cierto lo del Diseño inteligente!
—Obviamente. Por explicarlo de alguna manera y sin que esto quiera decir que debamos hacer una valoración moral de la comparación. Las cosas naturales parten con la imagen del Diablo y terminan con la de Dios, es decir con la mía. Pero como yo no puedo obrar el milagro por la razón de mi incapacidad para intervenir en los asuntos del Diablo, es decir, de la vida natural, es él mismo quien gracias a la evolución se encarga de esta compleja misión.
—¡Por esa razón te decía que la evolución es una teoría diabólica con sentido divino! ¿Lo comprendes ahora?
—¡A duras penas! Lo que no comprendo es la causa de la vida misma; el por qué de este jueguecito de que si tú eres malo y yo soy el bueno, y luego resulta que todos somos buenos. ¿No se hubiera podido hacer algo más simple?
—¡Nunca debiéramos haber permitido que la evolución produjera seres humanos! ¿Es que no puedes aceptar las cosas como son y tratar de explicártelas sin más y sin pretender ser más listo que Dios?
—¡Calma, calma! Es perfectamente razonable que se haga esta pregunta porque ya en el principio trataba de saber qué había o habrá antes o después de la vida y de la muerte…
—¿Te ha preguntado eso?
—¡Con las mismas palabras!
—Y Tú, ¿qué le has dicho?
—¿Qué quieres que le dijera?, ¡que no hay nada!
—¿Y se ha conformado con la respuesta?
—¡No, obviamente que no me conformo! ¡Lo que yo me pregunto es qué hay en la nada!
—¿Lo ves? ¡Insiste en saber lo que hay en la nada!
—¿Pues que va a haber?, ¡nada! ¿Cómo va a haber algo donde no hay nada?
—Entonces ¡no lo sabéis ninguno de los dos!
—¿Qué tenemos que saber?
—¡Pues eso, qué hay después de la vida y de la muerte!
—Pero si no hay otra cosa que vida y muerte, ¿cómo puede haber algo antes o después?
—Pero…
—¡Ni pero ni nada! Y ahora no me importa ser el malo de esta charla, que ya me parece inútil. De manera que no te conformas con saber cómo funciona lo que existe que quieres saber también cómo funciona lo que no existe. ¡Y yo que me creía soberbio!
—No es soberbia, es una pregunta razonable porque puede hacerse, y todo lo que es razonable debe plantearse y debe tener también una razonable respuesta.
—Es razonable, ¡pero no es lógica!
—El problema es que tu mente no es tan perfecta como supones. Ni siquiera mi mente, la de Dios, es perfecta y tú no puedes aspirar a más perfección que a la mía. Yo constituyo tu propia limitación.
—Pero lo poco o mucho que llegues a saber será con mi ayuda, es decir, con la ayuda de la filosofía. ¡Un saber tan diabólico como el de la ciencia!
—Está bien, retiro por el momento la pregunta, pero sigo pensando en que la necesidad del bien y del mal para hacer posible la evolución hacia Dios me parece, si me permiten los dos la expresión, una verdadera chapuza ¡y tiene muy poco de Diseño intelige
Segunda conversación
Después de dos horas de charla, a mi entender no muy Inteligente, con Dios y con el Diablo no he sacada nada en claro. Sigo pensando que esta parte de la realidad, es decir la vida y su correspondiente e inevitable muerte, no puede ser la más interesante. Debe de haber otra realidad donde no tengamos que soportar la irresponsable dualidad, con sus sabidas consecuencias, como la existencia del bien y del mal; la virtud y el pecado, etc., a la que no tengo ni idea cómo debo de calificar, que sea más perfecta e interesante que ésta. Como he dicho mi situación no es la más adecuada para averiguarlo. La vida me halaga otorgándome esta perniciosa y larga juventud y sus placeres. Gracias a mi propia inteligencia he aprendido a eludir muchos de sus dolores. En esta situación dudo de que esté en las mejores condiciones de responderme a la pregunta sobre el más allá. Ni siquiera Dios ha podido darme la respuesta, pues es evidente, a juzgar por sus propias palabras, que vive en un mundo totalmente limitado a sí mismo y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Es decir, mucho me temo que Dios desconoce la causa de sí mismo, por lo que es evidente que no puede darme la respuesta. Ésta tendré que hallarla por mí mismo y sin su ayuda, pero dudo que me lo permita, pues supongo que no podré ir más allá de sus propias limitaciones, después de todo debo de estar hecho a su imagen y semejanza.
Por otro lado, y en tanto que el Diablo se mueve más, mejor dicho, es quien en realidad se mueve, sospecho que sabe más cosas de las que presume, pero por alguna razón se las calla. Dios no pudo tener una causa en sí mismo, por tanto debió ser causado por algo y ese algo es lo que me interesa saber e insisto que sólo el Diablo debe tener la respuesta. Por otro lado la respuesta, si la hay, sólo puede provenir del Diablo, pues es el único capaz de aprender cosas, ya que Dios lo sabe todo, ¡pero no sabe la causa de sí mismo porque es un conocimiento que está fuera de sí mismo! Por tanto es evidente que la próxima charla, si es que tengo una nueva oportunidad de volver a debatir con ellos dos, debería llevarme al Diablo a un lugar apartado y sin testigos y sonsacarle la verdad sobre este delicado asunto.
Sólo me preocupa pensar si no estaré perdiendo el tiempo en especulaciones inútiles y malogrando esta prolongada juventud. No obstante me consuela probarme a mí mismo que no la desperdicio en absoluto. Precisamente es por haberme cuestionado semejantes preguntas por lo que debo de gozar de esta misteriosa e inquebrantable buena salud y prolongada juventud. Por esa razón he aprendido otras cosas, muchas de las cuales tienen una indiscutible utilidad en la vida real. Por ejemplo estoy relacionado con una encantadora mujer, una preciosidad, a la que doblo en edad. Pese a ello me quiere apasionadamente y se entrega a mí sin reservas. Ella no hace cálculos sobre nuestras edades, porque no tiene sentido del tiempo; ella sólo tiene una innata capacidad para valorar las cosas según es su intensidad vital, porque necesita estímulos y yo debo de ser para ella como guindilla picante en un pastel de crema de chocolate. Por supuesto que yo no la defraudo. Ambos sabemos conectarnos sabiamente con las esencias de la vida, evitando sus defectos y sus contradicciones. La clave es dejar que la naturaleza haga bien su trabajo siguiendo un estricto plan basado en sus propios principios, ni más ni menos; sin excesos pero sin carencias. Verle el lado positivo de cada contratiempo, lo que obviamente me evita el considerarlos contratiempos. Cada cosa a su tiempo y cuando deba ser, y no cuando pueda ser. El poder es innecesario cuando se tiene como norma de conducta el deber. También tengo unos cuantos buenos amigos que me aprecian por mis locuras, que ellos asocian con genialidad. Como todos los buenos amigos gozan del estímulo de mi amistad a cambio de su generosidad y lealtad, es decir, cada cual le da al otro lo mejor que tiene, pero en la misma cantidad y sin regateos. Yo no tengo otra cosa que ofrecer que el fruto de mis extravagancias, que no es poco y escasea entre la gente común. Pasamos ratos divertidos, cada cual contando sus cosas, que todas son igualmente importantes. Por último, ya sea por mi aspecto saludable, por mi eterna media sonrisa o por mi sincera cordialidad, me encuentro con la paradoja de que apenas me cruzo con alguien, a quien suelo mirar a los ojos sin reparos, le da por sonreírme. Es una sensación difícil de explicar, pero es como si les diera los buenos días en algún lenguaje universal que todos entienden, ausente de toda maldad, pese a que todos estos astutos conocimientos no pueden venir de otra parte que del mismísimo Diablo.
De manera que puede decirse que la humanidad en su conjunto me resulta grata y yo debo resultarles así mismo también grato. Se me olvidaba decir que me sucede lo mismo con los animales, pero debe ser por otra razón. Hay en un parque cercano a mi casa una clase de pájaros que vienen a comer en mi mano. Tampoco me preocupa el dinero ni la manera de ganarlo, porque hasta la fecha éste ha venido a mí, de forma que bien pudiera decir milagrosa, siempre que me ha hecho verdadera falta. Y digo verdadera falta porque en la mayoría de los casos lo despilfarramos inútilmente.
Estoy al día en el uso de todos los prodigios de las nuevas tecnologías, incluido Internet, pero después de probarlos casi todos he renunciado a varios de sus inventos más espectaculares. Uno de ellos es el teléfono móvil. No me cabe la menor duda de que las personas que tienen necesidad de él no gozan como yo de los placeres de esta vida, sino todo lo contrario, sus esfuerzos no conducen a nada apreciable por la naturaleza, es decir, confío en que tarde o temprano se eliminen como se han eliminado tantos otros inventos también molestos e innecesarios, como debería suceder con la energía nuclear, una de las mayores aberraciones de la mente humana, que estoy seguro de que no agrada ni a Dios ni al Diablo. En resumen, mi vida no es lo que se dice un valle de lágrimas, sino todo lo contrario, vivo lo más cerca que se puede estar del Paraíso. Precisamente esto es lo que estoy tratando de averiguar y que hasta ahora ni uno ni otro me lo han querido aclarar: si existe el Paraíso en eso que obcecadamente llamamos la nada.
No es que mi insistencia en este asunto quiera decir que me quejo de las condiciones de vida de este mundo, que no es el caso, sino que es una pregunta inevitable en cualquier mente sana. Supongo que gozo del favor tanto de Dios como del Diablo, y no es una contradicción, pues es evidente que el mejor servidor de Dios es el propio Diablo, sin su apreciable ayuda no se cumplirían sus designios.
Pero siempre vuelve a surgir una y otra vez el asunto del bien y del mal, de sus causas y sus efectos y no estaría de más reanudar la discusión precisamente en este punto, pues es evidente que el mundo se debate entre una y otra influencia, pero carece de una idea objetiva para optar por uno o por otro.
—Hola. He escuchado la última parte de tus pensamientos, la primera carece interés para mí, y por las alusiones debo hacer alguna aclaración.
—¿Dónde está Dios?
—No tardará; no se pierde un debate si es interesante. Le gusta meter las narices en todas partes.
—¡Un poco de respeto!
—No, si él ya me conoce y por eso no se enfada. Ah, de debatir asuntos de Dios en privado y sin su presencia ni lo sueñes, lo que se tenga que decir en la cara y sin tapujos.
—¡Era una suposición, pero de acuerdo, siempre que hables claro en su presencia!
—¡Yo no temo a Dios!
—Eso suena muy fuerte, supongo que tendrás tus razones.
—¡Claro, somos colegas, pero cada uno en lo suyo!
—¡Pero Dios es todopoderoso!
—Sin duda, pero carece de la capacidad de demostrarlo. Como te dije, Dios no puede hacer otra cosa que permanecer inmóvil con su inmenso poder potencial. Pero no actúa, ni para remediar males ni para enviarlos. Yo sí, por lo que si nos referimos a la vida real yo soy infinitamente más poderoso que Él.
—¡Y sabes más cosas que te las callas!
—Posiblemente… ¡pero no quieras ir tan deprisa!
—¡No le preguntes al Diablo más que aquello que te quiera decir, en eso consiste su táctica!
—¡Ah, estás aquí!
—He estado desde el principio de la charla, ¡yo soy omnipresente!
—Entonces ¿por qué no te había visto hasta ahora?
—Debimos empezar por esto al principio. ¿Recuerdas el mito del Jardín del Edén? ¿Lo de la expulsión y todo eso?
—Claro, es lo primero que nos enseñan en las clases de religión. Los teólogos y religiosos se apresuran a enseñarnos que somos hijos naturales del demonio…
—¡Con razón!
—Yo no he sido visible siempre. Puede decirse que lo soy desde tiempos relativamente recientes. Para entendernos, desde lo del Paraíso. Desde entonces no he tenido ni un día de descanso, porque desde que dieron con mi idea todo el mundo me pide cosas imposibles, me hacen extrañas preguntas; me afirman o me niegan, incluso reniegan de mí casi a diario, ¡y no con la educación y vocabulario que cabría esperar después de tantos años! ¡Por no citar las barbaridades que se cometen en mi nombre!
—¡Yo no tengo la culpa! Son las consecuencias de la evolución, ya lo hemos comentado antes.
—En efecto. Antes de que apareciera vuestra especie, que es también la mía desde luego, ninguna criatura viviente tenía ni la más remota idea de Dios. Es más, no tenían ideas de ningún tipo, ni buenas ni malas; ni profundas ni estúpidas. Las cosas eran sencillas en aquellos tiempos…
—¡Y yo tenía buena imagen, no como ahora! Cuando se producía una muerte violenta nadie culpaba al Diablo, ¡era lo más natural y tenía que pasar!
—Entonces ¿queréis decir que sólo cuando nos hicimos una idea de Dios surgió además la idea del bien y del mal?
—¡Exacto! Pero no es tan simple.
—Permíteme que se lo explique yo, el Diablo tiene más facilidad de palabra para la filosofía, lo tuyo es la teología.
—¡Bueno, quien sea pero poneros de acuerdo!
—¿Qué es el mal?
—No lo sé con total certidumbre, pero San Agustín dijo que es la ausencia de bien.
—¡Correcto! Este obispo, pese a vivir tiempos poco razonables, dio con la respuesta correcta ¡porque más que teólogo era filósofo! Podemos decir que estaba más inspirado por mí que por Dios. Pero cometió un pequeño error de planteamiento. El mal es la ausencia del bien que tiene el Diablo, es decir, es una cuestión del Diablo y no de Dios.
—¿Y tú no dices nada?
—Lleva razón el Diablo, yo no me muevo en la dualidad maldad-bondad, ¡ni siquiera me muevo!, él sí. Yo soy inmutable, es decir, bien absoluto, que no puede devenir en mal, él, sin embargo, como parte de las substancias temporales, si se mueve en esta dualidad, por lo tanto, el mal es la ausencia de bien que hay en él. La idea es correcta.
—¡Nunca lo había visto así!
—¡Y espera y verás! Para que lo entiendas mejor, el mal es causar dolor sin una justificación lógica y razonable, por lo que el mal depende siempre de la lógica y la razón que justifican la acción de causar dolor. Por ejemplo, cuando un león caza una desprevenida e indefensa cría de gacela y le da muerte ante los ojos de la desesperada madre no decimos que sea una mala acción, sencillamente porque el león carece de la capacidad de razonar. Es pues una acción lógica y natural, ¡pero no es razonable! Por tanto la condición indispensable para la existencia del mal, y del bien desde luego, es estar dotado de razón; ser un ser humano razonable. ¿Comprendes?
—Entonces, sólo los seres humanos somos buenos o malos, pero no podemos hacer juicios de valor sobre la moralidad de los animales.
—¡Por supuesto que no! Pero los seres humanos que no justifican razonablemente el daño que causan tienen la misma categoría amoral que un animal.
—Y por esa misma razón sólo los seres humanos tienen la remota posibilidad de hablar conmigo o con el Diablo, pues no somos más que el aspecto moral de su existencia. Cuando hablamos de mí o del Diablo estamos hablando de moral, no de ciencia o de matemáticas, por poner dos ejemplos de otros aspectos de la existencia humana.
—Es decir, que vuestras ideas no tienen otra utilidad que resolver razonablemente cuando y cómo debemos causar dolor a los demás.
—¡O placer, no olvides la otra cara de la moneda!
—¿Cómo puedo olvidarlo si mi propia existencia es puro placer?
—¡Tú debes ser un caso raro de evolución moral avanzada!
—Gracias, es el mejor cumplido que me han hecho jamás, ¡sobre todo viniendo del Diablo!
—Dios no hace cumplidos.
—Pero tampoco críticas, mi pasividad tiene también su lado positivo, todo eso es asunto del Diablo. El ser humano empezó a saber si obraba bien o mal sólo cuando el Diablo se aficionó a la filosofía, algo inevitable en la evolución de su peculiar mentalidad, pero una de las causas más importantes de su previsible final como tal Diablo. La filosofía lleva inevitablemente a mí; es decir, el descubrimiento razonable de la verdad lleva al pleno descubrimiento de mi personalidad divina. La filosofía es el único camino para evitar el mal, porque si es preciso causar daño debe hacerse por una razón justificada, como cuando desinfectamos una herida con alcohol, pero como a la larga para el ser humano moral no habrá nada que justifique el causar dolor, alcanzará el estado de bondad absoluta y desaparecerá el mal.
—Yo siempre he creído que era la teología la ciencia de la moral.
—¡En absoluto! En tanto que la teología no es razonable puede justificar causar daño por razones que no están justificadas en la verdad, sino en el fanatismo de los dogmas.
—¡Pero se supone que los dogmas son revelados por ti mismo!
—Yo, como estoy cansado ya de decir, no puedo hacer tal prodigio, porque, insisto, no hago nada. Es el Diablo quien provoca esas supuestas apariciones y revelaciones.
—Pero ¿por qué?
—¡Por la dichosa intuición de Dios!
—¡El Diablo quiere decir la fe, pero no pronunciará esta palabra ni aunque le fuera en ello su perdición! Sí, éste es el único camino de comunicación abierto entre yo y los seres humanos. ¡Un auténtico agujero negro en la mente humana!
—¡Sin triunfalismos!, porque la intuición de Dios no dice de él nada en concreto, sino que trasmite una vaga, por no decir confusa, sensación de Dios, que debe ser razonablemente interpretada por mí. ¡Y no por la teología sino por la filosofía!
—Ya, razonablemente. Entonces las revelaciones son innecesarias.
—¡Totalmente! Y además regresivas para la moralidad de propio ser humano. Con el tiempo y la necesaria evolución, la razón por sí sola tiene capacidad suficiente como alcanzar una elevada moralidad social, incluso llegará inevitablemente a confluir con la bondad absoluta del propio Dios, que será, desde luego, el fin de mi misión en este mundo.
—En otras palabras, los pueblos gobernados sobre los fundamentos de la razón podemos decir que son los más divinos.
—Puedes simplificarlo así si lo deseas.
—Todo el daño que yo he causado a la humanidad no ha sido debido a mi maldad sino a mi ignorancia; a mi irracionalidad. Si soy malo es porque soy ignorante. Es decir, el mal está en el desconocimiento de Dios…
—¡Nunca hubiera esperado escuchar de tus labios semejante verdad! ¿Te estás haciendo viejo, Diablo?
—¡Por supuesto, yo no soy Dios, con toda su duración intacta, yo transcurro en el tiempo porque soy del mundo! Pero, por otro lado ¿es que no conoces el refrán «Sabe más el Diablo por viejo que por Diablo»?
—¡Bueno, vamos a llevar la charla sin acaloramientos y sin hacer de menos a nadie!
—Está bien, prosigue, Diablo.
—Yo he cometido infinidad de errores desde que el ser humano adquirió la capacidad del raciocinio. Antes las cosas eran simples y actuaba según los designios de la naturaleza que me ha creado…
—¿Cómo que la naturaleza? Las cosas, incluido el Diablo, ¿no las ha creado todas Dios?
—¡Qué disparate!
—¡Propio de las limitaciones de la razón humana!
—¿Pero qué sentido tendría que Dios crease el Diablo?
—¿Entonces…?
—Vamos por partes y sin salirnos del tema del bien y del mal. Ese es un asunto más complicado de lo que imaginas y dudo de que estés ya capacitado para comprenderlo.
—De acuerdo, pero sin poner en duda mi capacidad mental. Si fuera lerdo ¿qué sentido tendría esta charla?
—¡Aprendes pronto, se ve claro que has aprovechado bien mis enseñanzas! Sin duda Dios es la verdad absoluta, ¿pero qué es la verdad?
—La ausencia de contradicción en el enunciado de algo.
—Entonces comprenderás que la verdad ¡no puede ser de este mundo! Tan pronto como alcanzases un enunciado sin contradicción alguna no habría ya nada que preguntar ni aclarar, ¡sería el fin de la falsedad, pero también de la verdad!
—Entonces ¿para qué tanto interés por descubrir la verdad?
—No es un interés caprichoso, es una necesidad imperiosa consecuencia del transcurrir del tiempo. Todo lo que transcurre termina con su duración, y al final de la duración está inevitablemente Dios.
—De ahí mi incapacidad para el movimiento, pues todo movimiento se detiene en mí. Sólo tengo que esperar. El Diablo es quien hace todo el trabajo; es quien entiende de los asuntos del tiempo. Yo sólo entiendo de duración.
—Pero ¿cuál es la diferencia entre tiempo y duración?
—¡Alma de Dios (¡perdón!), si está clarísimo! La duración es todo el tiempo que ha de transcurrir, en tanto que el tiempo en sí mismo es la sucesión de instantes que transcurren dentro de esa misma duración. La duración no se mueve, es decir, Dios; el tiempo sí, es decir, yo. La duración es absoluta, otra vez Dios, el tiempo es necesariamente dual: pasado y presente, y pertenece a lo substancial, una vez más, yo.
—Pero se supone que la duración también tuvo una causa; un principio y debe tener un final, como lo tiene el tiempo.
—¡No insistas machaconamente sobre esta idea! Si la duración es todo el tiempo ¿cómo puede haber un tiempo antes de la duración?
—¡Ahí está el dilema, una vez más, de la causa de la primera causa!
—Entre nosotros, te recomiendo que en presencia de Dios no vuelvas a plantear esta aporía o te meterás en problemas. Todo lo creado tiene las mismas limitaciones que su creador. Nada puede escapar a esta realidad… ¡ni siquiera el Diablo!
—Supongamos que cedo y me conformo, entonces ¿puedes decirme que hay al final de tiempo, una vez concluida la duración?
—Ya te lo ha dicho Dios mil veces, ¡de nuevo el Paraíso!
—¡Ahí quería yo llegar, y no voy a aceptar más evasivas! ¿Qué es el Paraíso?
—¡El Paraíso es la nada! Creo habértelo dicho ya al principio de esta discusión.
—Y tú, Diablo, ¿qué tienes que decir?
—¿Cómo puede el Diablo hablar sobre el Paraíso? ¿Es que has perdido el juicio?
—¡Pero entonces, estamos otra vez al cabo del camino! ¿Es que ninguno de los dos va a ser capaz de contestar qué hay por encima del bien o del mal?
—Tal vez en otra ocasión…
—¡El Diablo trata de confundirte! ¿Cómo puede haber algo por encima de Dios y del Diablo?
—¡Hasta la vista!, porque obviamente el Diablo no se puede despedir con un «adiós», o «con Dios»
—Hasta la vista, Diablo
—Yo también me voy. Tu pregunta me ha desconcertado algo, cosa poco habitual en mí, necesito meditar sobre este asunto.
—Yo no quería…
—No, si no pasa nada, sólo que es un tema nuevo y tengo que darle algunasas. ¡Nos vemos en otra ocasión!
—¡Adiós, Dios!
—¡Adiós, hombre!!
Tercera conversación
¡Nada, que no consigo avanzar en mis legítimas dudas! Dios no sale de lo suyo, el bien; y el Diablo, que sin duda está más dotado para la filosofía, es evidente que trata de ocultar lo que verdaderamente sabe. Sin duda que debe tener sus razones, pero es desconcertante. Han pasado ya varios días desde la última charla. La verdad es que no he tenido mucho tiempo y no he pensado en invocarlos. Los acontecimientos del mundo están revueltos, y sin duda que los dos, Dios y el Diablo, tienen mucho que ver con ellos. Mientras yo vivo ingenuamente entregado a mi razonable existencia, lo que me proporciona una larga y saludable juventud, la irracionalidad se ha instalado del mundo de las finanzas. La culpa la han tenido dos o tres políticos norteamericanos que no asumieron que la política es el brazo social de la razón y del Derecho; es decir, que en realidad no eran políticos. ¡Con decir que uno de ellos era un actor de tercera fila y que ni siquiera se puede considerar que era un artista! Los otros eran simplemente lerdos, sobre todo el último. ¡Lo más negado para la filosofía! Debía creer que Platón era el título de la una película sobre la guerra del Vietnam y que Aristóteles fue un millonario griego que se casó con la viuda de Kennedy. Su maldad, citando las teorías del Diablo, fue que no se paró a razonar si el dolor que causaban a tantos millones de personas en todo el mundo, ya sea por sus belicosas intervenciones o por favorecer el libre mercado sin apenas regulaciones, tenía una legítima justificación. Afortunadamente el Diablo, que una vez más tiene razón, ha enderezado las cosas e inspirado al pueblo norteamericano para que eligiera, ¡por fin!, a un político de verdad, con todos sus defectos, desde luego, que se está replanteando esas razones con argumentos más inteligentes y por tanto más gratos a Dios. Los buenos políticos deben surgir de las facultades de Derecho o Filosofía, pero no de Economía o de Bellas Artes ¡y mucho menos de Hollywood! Otra cosa es que se lo permitan esa pandilla de ignorantes, financieros y economistas, que comercian con el dinero de los demás para beneficio propio, sin tener en cuenta valoración moral alguna. Creen que el mercado sabe decidir por sí mismo lo que es bueno o malo para el ser humano y no entiende que el mercado no es más que un mecanismo al servicio del hombre moral y no viceversa, que el hombre moral debe de estar al servicio del mercado, ¡lo que es imposible que pueda suceder! Pero ahora lo están pagando caro. Bueno, a decir verdad lo estamos pagando todos, pero al menos yo vivo en un país donde la política sí está al servicio de la razón y del derecho, y espero que no nos afecte demasiado. Antes bien, confío en que suceda todo lo contrario: que seamos el modelo a imitar en el futuro.
Pero con todos estos líos me estoy olvidando de lo fundamental y mi pregunta queda sin contestar. Ya no espero nada de Dios, pero cada vez estoy más convencido que el Diablo tiene la respuesta, pero por alguna razón se la calla.
—¡Es que la respuesta no es de utilidad para el ser humano!
—¡Ah, entonces hay respuesta! Perdona que ni siquiera te he saludado.
—Vives demasiado obcecado con un asunto que carece de interés para ti.
—Entonces si carece de interés ¿por qué surge la pregunta?
—Es… ¡por un desajuste de la mente humana! No debiera decir esto si no es en presencia de Dios, pero la creación no es perfecta; es más, la creación misma es fruto de una imperfección… ¡de la nada!
—¡Ah, entonces mi intuición era cierta!
—Me extraña que Dios no intervenga ya en esta nueva charla.
—Es que la última vez se fue con dudas…
—¡Yo no tengo dudas sobre mis cosas, sólo las tengo sobre las del Diablo! Hola a los dos…
—Hola, Dios, me alegra de que intervengas otra vez en la charla. Esta conversación no sería lo mismo sin tu opinión.
—Sobre mi creación estoy plenamente seguro. Lo sé todo: pasado, presente y futuro, pero si la mente humana puede llegar a concebir que haya algo por encima de mí, entonces yo me pierdo, sobrepasa mi poder. Yo no tengo medio alguno de saber nada sobre mis orígenes porque según mi propia opinión carezco de orígenes. Yo no puedo entrar a discutir asuntos que me sobrepasan. Debí cometer algún error en mi creación, tal y como te decía el Diablo, para que tú puedas plantearte semejante pregunta. Si aceptaras la idea de que la nada no existe, el problema estaría resuelto, pero insistes en buscarle tres patas al gato, como se suele decir…
—¡Ejem!
—¿Quieres decir algo, Diablo?
—Sí, pero es un asunto delicado, no se si debería…
—Habla claro, Diablo, tú mismo me dijiste que las opiniones en la cara y sin tapujos.
—Pero Dios vive en la ingenuidad de que Él es único, omnipotente y absoluto creador de todo lo visible… pero no es así. Él ni siquiera ha creado este mundo…
—¡Esta si que es buena! Entonces que alguien me diga por qué yo sé de antemano en lo que devendrá el mundo, porque vivo tanto en su pasado, en su presente como en su futuro. Yo sé lo que sucederá mañana, y pasado y al otro y todo cuanto sucede en el mundo está previsto según mis designios, ¡porque yo soy su creador!
—¡Pero el Diablo debe tener algún argumento para hacer semejante afirmación!
—¡Ahora nos vendrá con que también el mundo es su creación!
—Imposible, yo no puedo hacer semejante afirmación, porque no sería lógico. ¿Cómo puedo yo ser el creador del mundo y desconocer, como tú, tanto mis orígenes como mi destino?
—¡Tu destino soy yo!
—El mío sí, pero no el de la naturaleza. ¡La naturaleza es razonablemente eterna! Nosotros no somos más que seres meramente instrumentales y circunstanciales, ¡al servicio de la naturaleza!
—¡Un momento, un momento; pongamos un poco de orden! Aquí han salido conceptos nuevos que hay que aclarar: mundo y naturaleza. Por muy Dios o Diablo que seáis esto no funciona sin un poco de rigor filosófico. En primer lugar, Diablo, ¿qué entiendes tú por mundo?
—Esa es una complicada pregunta. Prefiero que sea Dios quien empiece dando su opinión.
—¿El mundo? ¿Pues qué va a ser el mundo?: el universo, el cosmos; todo lo que existe, todo lo visible y lo invisible; lo conocido y lo por conocer, es decir, ¡Yo!
—¿Y tu definición, Diablo?
—El mundo es sin duda el cosmos, pero también eres tú mismo, o una cucaracha, o un microbio que no se ve a simple vista. La verdadera definición de mundo la desconoce Dios, por su escaso interés por la filosofía y excesivo apego por la teología. En filosofía podemos decir que un mundo es toda unidad espacio-temporal contenida en un organismo. Lo que define al mundo es su totalidad en sí mismo. Por eso decimos vulgarmente «cada persona es un mundo» o «el mundo de los caballos» o «el mundo es un pañuelo», etc., porque siempre nos referimos a una totalidad de algo afín y consustancial, sin que quede determinado cuál es su espacio.
—Entonces Dios lleva razón: Él es también una totalidad afín; la totalidad de todas las totalidades espacio-temporales, por decirlo de alguna manera.
—Sí, ¡pero no es la única! Él es sin duda el Dios del universo…
—¿Entonces, en qué quedamos?
—¿Pero no lo entiendes? Ese es precisamente el desarreglo de la mente humana. Todos los mundos necesariamente tienen una duración. Como unidades espacio-temporales no son eternas, ¡el tiempo termina por hacerlas desaparecer! Si Dios es una totalidad también tendrá necesariamente que desaparecer. El universo es una totalidad y tendrá que desaparecer cuando se agote su tiempo.
—Por esa razón tú sabes algo que te callas, ¡porque tú entiendes sobre tiempo más que el mismo Dios!
—¡Yo no necesito entender el tiempo, porque como Dios soy todo el tiempo!
—¡Perdona, todo «tu» tiempo; el de tu mundo o de tu universo, pero no tienes ni idea de lo que es el tiempo en sí mismo. A un mundo le sucede otro nuevo mundo y, perdona que te lo diga de forma tan categórica y sin rodeos, ¡cada mundo tiene su propia duración, es decir, su propio Dios!
—Acepto que lo mío no es la filosofía, pero aquí hay una contradicción simple: si el mundo es todo, no puede haber más que todo. Reconozco que suena extraño, pero no hay alternativa razonable para creer que fuera del todo puede haber algo; es decir, fuera de mí mismo no puede haber nada.
—Mejor podría decir: la nada; ¡y esa era mi pregunta desde el principio!
—Yo no he dicho que la existencia no transcurra en un todo, eso ya lo sabía desde hace veinte siglos o más, desde mi afición por la filosofía, lo que yo cuestiono es la dimensión y estructura precisamente del todo, pues nuestras mentes, tanto la de Dios como la mía, no están capacitadas para hacerse una idea verdadera del todo, de ahí que nunca lleguemos a verle un final, donde se supone que no hay nada, ¡porque siempre hay algo!
—Pero ¿dónde hay siempre algo?
—¡En la naturaleza, ya te lo he dicho!
—Entonces la naturaleza no tiene principio ni fin.
—No, que nosotros podamos concebir.
—Pero Dios dice…
—Él puede concebirlo menos que nadie; Dios sólo se concibe a sí mismo y no va más allá de su propia duración como Dios de un universo necesariamente finito, pero que para nosotros es todo. De lo que estamos hablando es del lugar donde se encuentra el mismo universo. Un espacio y un tiempo donde se encuentra esa magnitud delimitada por otro tiempo y por otro espacio como es nuestro universo.
—¿Pretendes decir que yo no soy un Dios único; que hay más dioses y más universos?
—¡Te has pasado, Diablo!
—Ya advertí que a Dios esta idea no le haría ninguna gracia. Él no puede ver más allá de la dimensión espacio-tiempo de nuestro universo, yo sí.
—¿Tú sí?, ¿y por qué razón, si puede saberse?
—Por que yo… Bueno, para decirlo de alguna manera, porque yo viajo, pero no sólo por este mundo, sino por los otros. ¡Yo estoy siempre en movimiento y cuando un mundo se acaba, empiezo otro! ¿Lo entiendes? Yo no puedo estarme quieto ni un instante, eso es inconcebible, porque ¡la realidad no es más que movimiento! Si cesara el movimiento cesaría la misma realidad.
—Entonces, cuando un mundo se acaba, ¿qué pasa con Dios?
—No es correcto que lo diga yo. Él ya debe saberlo.
—¡La nada; por eso yo no puedo tener fin!
—Ya sabía yo que esa sería su respuesta, ¡simplemente es incapaz de concebir el movimiento! ¡Él no se ha movido en su vida! En efecto, la nada, es decir, ¡desaparece sin dejar ni rastro!
—¿Cómo es posible?
—¿Pero es que no lo he expuesto con suficiente claridad? Si Dios tiene un tiempo de duración, mientras dure y haya tiempo hay movimiento y es posible la existencia de las cosas, y por tanto, hay algo. Pero si se consume el tiempo se termina el movimiento y no hay nada, ¡ni Dios!… Excepto el espacio potencial donde estaba el propio Dios, que es lo que ahora llamamos precisamente la nada.
—¡Absurdo! ¡No hay nada más allá de Dios!
—¿Lo ves? ¡Siempre la misma canción, y de ahí no hay quien lo saque!
—Y ¿qué es ese espacio donde se supone que está Dios?
—¡Ahí es donde tú quieres llegar!
—¡Sí, precisamente esa es la única duda que me estropea mi tranquilidad de espíritu!
—Pero ¿qué objeto tiene el saberlo? Tú y tu mundo desapareceréis con el final del tiempo de vuestro Dios… ¡Esa es la realidad; nuestra realidad! Ésa es otra dimensión espacio-temporal, en la que sólo yo tengo acceso, y sólo en contadas ocasiones.
—Bueno, aunque no tenga para mí sentido práctico y sea irreal, ¿hay alguna razón por la que no deba saberlo?
—Pregúntaselo a Dios. Los seres humanos alcanzáis vuestra realización moral al llegar a conocer a Dios y ser a su imagen y semejanza, pero si pretendéis sobrepasarlo eso os sitúa otra vez en el punto de partida, es decir, ante la ignorancia de algo nuevo y desconocido, o dicho de otra manera, de nuevo ante el mal en sus peores momentos.
—Ningún ser humano debe aspirar a conocer más allá de los atributos de su Dios, es decir, los míos. Yo proporciono felicidad, placer y alegría. Si tú mismo presumías de gozar de ambas cosas, ¿qué necesidad tienes de hacerte preguntas que te devuelven al Diablo en sus orígenes? ¡Yo te ofrezco el Paraíso!
—¡Es el desarreglo mental de que os hablaba a los dos! ¡Un fallo en el sistema de la nada! ¡No hay tal Paraíso, porque no hay tal nada!
—¡Bueno, ya está bien de tomarme el pelo! Si la nada es una idea y todas las ideas tienen un significado, ¿qué narices significa la idea de la nada, y por qué existe como tal idea? ¿Cuál es su necesidad?
—Que te conteste el Diablo, yo no necesito saberlo; no puedo concebir tal idea, ¡esa idea debe ser cosa del Diablo!
—En efecto, la idea de la nada, como todas las demás, la he inventado yo. ¡Dios no tiene ideas!; es decir, sólo tiene una idea, la de sí mismo, pero como has podido ver resulta demasiado monótona y aburrida. La idea de la nada representa lo inconcebible; lo que no puede verse ni experimentarse porque está en lo potencial. Pero eso no quiere decir que por el hecho de que no podamos ver o experimentar algo sea necesariamente «nada»; se trata de una idea provisional absolutamente necesaria para progresar en el conocimiento de las cosas. ¡Donde hoy no hay nada mañana puede haber algo! Es, por decirlo de alguna manera, una barrera necesaria para el desarrollo de las propias ideas y para la consistencia de la misma realidad en que nos movemos.
—Por tanto, la idea de Dios está limitada por la nada…
—¡Correcto! De ahí su obsesión por la nada, a la que Él prefiere llamar el Paraíso. Una manera como otra cualquiera de hacer deseable lo desconocido.
—¡Interesante!
—¡Absurdo!
—¡No tan absurdo! Para que se cause una idea es fundamental un punto de partida y otro de llegada en un pensamiento. Todo lo que está fuera de ese espacio ¡es la nada!
—¡Entonces, Diablo, me das la razón: yo soy todo lo existente como idea que soy de todo y lo que no se puede concebir fuera esta idea, que es todo, simplemente no existe, ¡no es nada!
—¡Me estoy perdiendo!
—No, si Dios lleva razón; el problema es que la nada, como decía, es una irrealidad temporal, un espacio desconocido, pero potencialmente existente. Dicho con todo rigor filosófico: «está, pero todavía no es ni existe».
—¡Por eso Parménides decía que el «el ser no puede no-ser»!
—¡Correcto! El ser siempre ha sido, pero visto desde nuestra propia perspectiva de la realidad espacio-temporal, no siempre ha existido. Cuando llega a existir no es más que un ser limitado por una duración, siempre dentro de un espacio-tiempo concreto.
—¡Eso debe referirse a ti, Dios!
—Lamento decir que no puedo estar de acuerdo, y me estoy aficionando a algo que en realidad no me interesa, como es la filosofía, un asunto del Diablo, pero ¿cómo puede el ser permanecer sin existir?
—¡Ahí está la gracia! ¡Es que siempre ha existido, pero en diferentes dimensiones espacio-temporales! Por eso cuando pensamos en el ser lo hacemos desde la perspectiva de nuestra propia realidad o dimensión, y el ser que existe en otra dimensión para nosotros no existe, porque no se puede mesurar con nuestro propio espacio y tiempo y está fuera de nuestra duración, pero el que no exista no quiere decir que no sea, de otro modo ¿cómo podríamos plantear su hipótesis?
—¡Luego después de mí, es la nada!
—¡Desde luego, desde luego; después de ti, la nada! Pero este muchacho no se conforma con aceptar los hechos tal y como son en apariencia, lo que le llevaría a ti sin más preguntas. ¡El quiere saber lo que es «en realidad» la nada!
—¡Eso es pecado de soberbia!
—¡Por favor, Dios, que estamos en el siglo XXI! Eso del pecado está un poco pasado de moda. Ahora se dice simplemente que es incorrecto o poco realista, ¡pero pecado! ¡Ponte al día!
—¡Yo siempre estoy al día!
—En asuntos de la moral e incluso de la verdad sobre este mundo, de acuerdo, pero en asuntos de la razón especulativa y de la filosofía, nunca has estado muy actualizado. Las personas no sólo experimentan aquello que desean conocer, también plantean hipótesis sobre todo lo concebible, a pesar de que no pueda ser experimentado ni, por tanto, conocido, precisamente ¡por ser de otro mundo!
—Pero ese proceder no les hará dichosos.
—Yo soy razonablemente feliz, probablemente por encima de la media normal, y me hago esas preguntas. En la vida real no reniego de ti y me agrada la idea de que el Diablo se esté reformando, pero la mente no puede evitar cuestionarse todo aquello que sea razonable, sea real o irreal; de este o de otro mundo.
—Pero, ¿qué sentido tiene plantearse hipótesis sobre cosas que no tienen utilidad para la vida real? Si yo soy el destino de este mundo, incluida su humanidad, ¿por qué preguntarse qué hay más allá de ese destino, si como el propio concepto indica, el destino es el fin último de todo lo creado por mí?
—¡Es inútil, Dios no aceptará jamás ninguna idea que le sobrepase! Pero es evidente que a diferencia de los animales, que sólo conocen aquello que necesitan saber con sentido práctico, el ser humano quiere saber por amor a la verdad, sin buscarle utilidad alguna a lo que descubre por medio de la razón. ¡Es lo más natural! Si su mente está capacitada para trascender la idea misma de Dios, es inevitable que lo haga. ¡Es el desarreglo de que te hablaba con anterioridad!
—¡No es ningún desarreglo mental! En mi opinión, y admito que como ser humano es muy limitada, todo saber debe tener tarde o temprano alguna utilidad, incluso aquello que trasciende la misma realidad y pueda parecernos irreal. De hecho no soy el primero en hacerse estas preguntas. ¡Éstas han sido las cuestiones fundamentales desde el inicio de la filosofía!
—Dios no quiere admitir lo que es evidente: yo soy quien busca la verdad, y puesto que fui anterior a Dios, debo ser también posterior…
—¡Por fin lo has soltado, Diablo! ¡De manera que el mito de que tú eres un ángel caído no es verdad!
—Sólo a medias, ¡y creo que he metido la pata! ¡Nunca debí desvelar este secreto!
—¿Qué secreto? ¡Para Dios no hay secretos!
—Sobre las cosas de este mundo, pero no de otros; de otros mundos no tienes ni la menor idea.
—¡Cuenta, Diablo!
—En otra ocasión, ya he hablado bastante. El Diablo debe ser comedido en sus descubrimientos porque cuando deje de ser malo, es decir, ignorar las cosas de este y de otros mundos, será el fin…
—¡Pero sólo de este mundo!
—¡Por supuesto, ya he dicho que la naturaleza no tiene principio ni fin concebible! Bueno, hasta otra ocasión, también el Diablo necesita descansar.
—Ya te lo había dicho, no pidas al Diablo que te diga más de lo que él desee decirte. No sé si valdrá la pena que participe yo en la próxima charla. Sobre mí ya se ha dicho todo lo que se tiene que decir y yo no estoy interesado en saber nada sobre la nada, ¡y valga la redundancia! Así es que, adiós, y no sé si nos volveremos a ver. Pero no te olvides de que yo soy el límite de lo real y ¡más allá de Dios sólo puede haber maldad!
—Lo tendré en cuenta. Adiós, Dios.
—Adiós, hombre.
—Pues si no nos volvemos a ver, Dios, hasta que nos veamos las caras en el fin de tu mundo.
—¡Hasta entonces, Diablo!
—¡Hasta pronto, Diablo, yo sigo interesado en el tema del más allá!
Cuarta conversación
Lamento que en la última conversación Dios se fuera contrariado. Comprendo que Él, que carece en todos los sentidos de los atributos del Diablo, carezca a su vez de interés por el conocimiento más allá del mundo real, es decir, de su mundo y, por su puesto, del mío también. En mis tiempos del catecismo me enseñaron a honrar a Dios, pero omitieron decirme cuál era la manera más correcta de hacerlo. Me dijeron, con la boca pequeña desde luego, que la verdad nos haría libres, sin darnos ni siquiera una ligera pista de lo que era la libertad. ¡Sobre todo en vida del dictador! Ahora yo intento hacerme una idea concreta y el resultado es contrario al mismo Dios, ¡no lo entiendo! Desde luego que Dios no parece muy razonable. Claro, Él no necesita la razón para averiguar lo que ya sabe, ¡Dios es la verdad, y punto!
En la última conversación con ellos dos surgieron varias ideas que me han impresionado. Desde luego que el Diablo siempre impresiona por su habilidad para razonar. ¡Sin duda que es el padre de la filosofía! La idea más inquietante, lamentablemente inconclusa, es que al parecer la naturaleza, ¡y no Dios!, es lo eterno. ¡Menudo chasco! Sin embargo yo no concibo tal idea, pues la naturaleza como un ser que existe debe tener necesariamente un principio y un final. Pero, claro, si lo vemos desde otro punto de vista, es evidente que la muerte no es el final de la vida, sino otra forma de ser de la vida; en otro nivel, o dicho en palabras del Diablo, en otra dimensión. El problema, como decía el Diablo, es hacerse una idea de las diversas dimensiones de espacio-tiempo, o dicho en palabras más comprensibles, de los diversos mundos y sus respectivas naturalezas. Pero no lo entiendo muy bien. Es decir, lo entiendo planteado como una hipótesis aislada, pero no veo la conexión entre las diversas dimensiones espacio-temporales, ni alcanzo a concebir su estructura. Digamos que si lo veo de cerca me hago una idea más clara, es decir, si cada ser vivo es un mundo, puedo ver la relación que hay entre nosotros: teoría de la evolución. Pero cuando pienso en el universo, ¡sencillamente es que me pierdo! ¿Estará también el universo sometido a las leyes de la evolución? ¡El Diablo debe de saberlo, porque él ha viajado por todas partes!
Pero la idea más desconcertante es la de Dios mismo. Resulta que como algo que tiene una duración transcurre en un tiempo, porque todo lo que es algo necesariamente debe tener una duración, ¡aunque sea el todo! De manera que hasta ahora hemos vivido limitando el todo a la idea del cosmos, y según este razonamiento, el cosmos mismo, en tanto que es algo tiene duración y transcurre en un tiempo, ¡por tanto Dios, el Dios del cosmos, no puede ser infinito, sino necesariamente finito! ¿Qué es realmente Dios? y ¿qué es entonces lo infinito? El Diablo dice que es la naturaleza, pero la naturaleza se supone que es todo lo existente, real y experimentable, y como tal necesariamente debe ser finito. ¡Pero no, claro, porque la dualidad de la naturaleza se resuelve entre la vida y la muerte, y no es posible saber cuando termina esta contradicción, si será todo muerte o todo vida! Ni una opción ni la otra, pues ambas se necesitan de forma dialéctica: la vida debe concluir necesariamente en la muerte, pero ésta no puede proceder de otro estado que el de la muerte… ¡porque no hay más dónde buscar!
—¡Sí hay una tercera opción! ¡Siempre hay una tercera opción! ¿O es que no has escuchado decir aquello de «No hay dos sin tres»?
—¡Ah, menos mal que has aparecido, Diablo, porque estoy hecho un lío!
—¿Qué se sabe de Dios?
—Dudo de que venga. Debe de estar enfadado con los dos…
—¡Pobre! No es fácil ser Dios y vivir encerrado en su inmensa integridad, sin poder plantearse nada fuera de sí mismo; sin viajar por ahí y ver cosas fuera de su propia dimensión espacio temporal. Claro que si sucediera tal cosa sería el caos. Él tiene que seguir siendo como es hasta el final del tiempo cósmico, el nuestro claro está. De todas maneras despareceremos con él. ¿De qué nos sirve a nosotros saber cosas que le trascienden?
—¡Según Él, simple y malvada curiosidad!
—¡Siempre tengo que ser yo el culpable de todo en este mundo!
—En este caso no hay ninguna duda. Si no lo he entendido mal, el amor a la verdad, para nosotros, es el amor a Dios, y no pretender ir más allá, pero buscar verdades que no podrán nunca ser probadas, sólo por la curiosidad de saberlo, ya no es amor a Dios, tal vez sea odio…
—¡Que sabes tú del amor, muchacho!
—¡Vivo enamorado!
—Sí, sin duda, pero no tienes ni idea de por qué.
—Porque… Porque… ¡Pues es verdad, ahora resulta que no tengo ni idea de por qué!
—El amor, amigo mío, es la atracción por lo desconocido, lo insondable, lo misterioso.
—¡Entonces sólo amo aquello que me atrae pero que desconozco!
—¡Correcto! Por eso ahora que hemos conocido a Dios hemos dejado de amarle.
—¡Razón por la que se fue enfadado!
—No hay ninguna razón para enfadarse, al contrario, ¡ahora debería ser más amigo nuestro que antes!
—Pero si dices que no se ama aquello que se conoce…
—Entonces, amigo mío, surge la amistad, porque la amistad es la atracción por lo conocido y afín; y la amistad es más duradera que el amor, ¡aunque no sea un sentimiento tan fuerte ni tan emotivo!
—¡Curioso, pero llevas razón! Más que enamorado, vivo en armonía con todo lo que me rodea. Bueno, a mi compañera creo que la amo porque en realidad no la conozco muy bien, ¡pero me atrae apasionadamente! ¿Entonces lo que siento por ella es realmente amor?
—Sin duda, pero tarde o temprano se trasformará en amistad ¡o enemistad, si descubres que no es realmente como creías que era! ¡De ahí todas esas grandes decepciones amorosas! Pero también una buena razón para justificar el deseo de descubrir verdades que sobrepasen la misma realidad, ¡por el amor a la verdad, que es lo desconocido!
—Bueno, dejemos a un lado mis asuntos personales y vamos al grano, Diablo, que estoy en ascuas.
—¡Confías demasiado en mí, deberías esforzarte un poco más y hallar todas las respuestas por ti mismo!
—Entonces, ¿qué utilidad tienes tú en este mundo?
—¡Yo también tengo mis duda, porque no soy Dios!
—Pero tú mismo has dicho que estás por encima de Él; que existes desde antes de la aparición del Dios de nuestro universo…
—¡No es así exactamente! Digamos que he servido a otros dioses anteriores a él, pero yo nunca he sido libre ni he existido en solitario. ¡Siempre he tenido a un Dios por encima de mí!
—¿Y eso te molesta?
—¿Qué importancia tiene? ¡Las cosas son así y no hay que darle vueltas! Existe el mal porque existe el bien; existe el dolor pero también el placer; el amor y el odio, etc. ¡No puede haber dioses sin diablos! La realidad, sea en la dimensión que sea, siempre es dual.
—¡Volvemos al caos! Pero ¿cuántas realidades hay?
—¡Millones, trillones; no se sabe!
—¿Ni siquiera tú?
—¡Ni siquiera yo!
—¿Y lo sabe Dios?
—¡Menos que yo! Como te he dicho, Él no viaja, yo sí.
—Bueno, está bien; lo acepto pese a que no lo comprendo. Pero volvamos al principio. Nada más llegar me dijiste que había una tercera opción, además de la vida y la muerte. ¿No será la inmortalidad?
—¡Absurdo! ¿Es que no aprendes nada después de todo cuanto hemos hablado? Si fuera la inmortalidad tendría que haber también una «invitalidad». ¿Has escuchado alguna vez esa palabra?
—Obviamente no, ¡porque carece de sentido!
—Entonces, ¿cómo puedes concebir la inmortalidad, es decir, una vida que no muere? ¡Completamente irracional, y por tanto, pertenece a mis peores momentos de ignorancia y maldad! Afortunadamente para los designios de Dios, me voy superando cada siglo que pasa y me hago más viejo…
—Por cierto, ¿qué edad tienes?
—Más o menos 13,7 mil millones de años, el tiempo de vida del universo. ¡Los mismos que Dios!
—¡Nuestro Dios, claro está!
—¿Conoces a otro?
—Pero tú dices que hay más…
—Pero no pueden llegar a conocerse porque pertenecen, pertenecieron y hasta pertenecerán a otra dimensión espacio-temporal. ¡Para nosotros ni existen, ni han existido ni existirán!
—¡Cada vez lo haces más complicado! Lo tuyo es enrevesado y complejo, lo de Dios era más simple y fácil de entender…
—¡Por eso soy el Diablo! ¡El inconformista! ¡El verdadero creador! ¡El filósofo!
—¡Si sigues por ese camino, nunca te redimirás!
—¡Alguien tiene que mantener la llama de la vida, y del tiempo! Si yo fuera como Dios dentro de 13 o 14 mil millones de años más todo se acabaría, así sin más, sin dejar rastro. Mi trabajo es siempre ir más allá, pero sin llegar nunca a saber hacia dónde voy. Sólo se que siempre habrá un Dios en mi constante tránsito por cualquier realidad o dimensión en la que me mueva. Pero los dioses no tienen esa misión.
—¡Hablas como si fueras un filósofo pagano de la antigua Grecia!
—Ellos tenían una idea más objetiva de la realidad. La culpa del cambio fue de Platón. Después de él la idea de varios dioses, que es la razonable, desaparece y caemos en esa irracionalidad de concebir a Dios sin principio ni final, ¡lo que hace imposible su existencia!
—Entonces, ¡volveremos al politeísmo pagano!
—¿Otra vez tengo que repetirlo? ¿Pero es que todavía no lo has entendido? ¡Sólo existe un Dios verdadero y millones, trillones o cuatrillones de falsos!
—¡Pero…!
—Son falsos porque no podemos concebir su existencia razonablemente, como una afirmación sin contradicción. Ya te lo he dicho en otra ocasión: ¡están, pero no son ni existen!
—¡Vasta de acertijos! ¡Esto cada vez se parece más a teología y no a filosofía!
—Eso es lo que tu pobre, ignorante y diabólica mente supone. ¡El misterio es perfectamente razonable, pero no deja de ser un misterio! ¡Es la tercera opción de la que hablamos!
—Pero ¿cuál, cuál? ¡Que ya empiezo a perder la calma y los buenos modales!
—¡La nada, obviamente!
—¡Es para enfadarse de verdad!
—¡Está bien, está bien; trataré de ser más específico, pero si no encuentro una metáfora adecuada dudo de que lo entiendas… Umm, umm… ¡Ya la tengo! ¿Qué tal te manejas con los ordenadores?
—Como todo el mundo, supongo; tengo una idea básica.
—Es suficiente. Veamos, ¿qué sucede cuando instalas un programa nuevo?
—Que aparece una ventana en la pantalla con una barra en blanco y después otra negra, que va llenando la blanca hasta que se termina la instalación. Pero ¿qué relación…?
—¡Calla y escucha! El universo se creó de la misma forma en que se instala un programa en nuestro ordenador. Primero aparece el espacio total necesario, ¡pero sin tiempo! ¡Es la duración de la descarga! ¡Ese espacio en blanco es Dios! Pero se trata de un espacio potencial. En realidad no es nada, ¿lo entiendes? Luego necesariamente aparezco yo, el Diablo, la barra negra que progresivamente va alcanzado la duración de Dios gracias al tiempo, ¡que soy yo! Dentro del espacio reservado de Dios no puede haber otra cosa que aquello que está previsto que haya, ¡el programa en su totalidad!, o dicho en términos teológicos, el destino o la predestinación. ¿Lo entiendes ahora?
—Me impresiona que una cosa tan simple tenga una relación tan trascendental, ¡pero hasta ahora lo entiendo!
—¡Muy bien, sigamos! ¿Qué sucede una vez descargado el programa?
—Que desaparece la ventana de descarga.
—¡Ahí está la cuestión que Dios no puede aceptar, que desaparece el mundo, y con él mismo Dios, el Diablo y todo lo demás! El programa ya está instalado; el tiempo de la duración de la descarga ha concluido y por tanto el espacio ha sido completado, o lo que es lo mismo, los designios de Dios se han cumplido…
—¿Y…?
—¡Y, qué!
—¿Y qué pasa después?
—¡Pues que se instala otro programa; otro mundo con otro Dios, otro Diablo y otra naturaleza y otra humanidad!
—Pero, ¿quién instala los programas?
—Ése es el final del proceso, ¡pero no sé si tu mente lo concebirá!
—Si lo concibes tú también puedo hacerlo yo, ¡soy de tu misma sustancia!
—¡Está bien, está bien; te lo explicaré! Ése es el principio del misterio, pero no el final. Ese ser que supuestamente está instalando programas ¡no es más que otro programa en descarga! ¿Lo entiendes? El primero contiene el segundo, pero el segundo, a su vez, contiene millones, billones, trillones, o vaya usted a saber cuántos, programas en descarga. Lo mismo podemos decir del primero, que a su vez es contenido por otros tantos programas en descarga en sentido inverso ¡Siempre hay programas en descarga, porque siempre hay movimiento, y si hay movimiento hay tiempo; y si hay tiempo hay vida y muerte, pero sin saber dónde está el final o el principio de esta dualidad! Y no sólo eso. Además de los programas que se descargan contenidos unos en los otros, también se descargan otros en paralelo, unos junto a los otros con la misma estructura interior inconcebible. ¡Y ahora ya lo sabes prácticamente todo!
—¡Es una hipótesis de mareo! ¡Pero no resuelve mis dudas!
—Tus dudas sólo tienen una respuesta, que está contenida en la tercera opción, ¡pero carece de sentido el que lo sepas, porque volvemos a la nada que tanto te inquieta!
—¿Entonces, de qué han servido todas estas charlas?
—¡Ya te lo dijo Dios en el primer momento: después de Él, o en su caso de ellos, no hay nada, y ése es el Paraíso, ¡donde por supuesto yo no tengo acceso!
—¿Y yo?
—Supongo que tampoco. ¡Haces demasiadas preguntas!
—¿Quieres decir que el Paraíso está reservado para los ignorantes?
—No, tampoco es eso, por que los ignorantes son tan malos o más que yo. La verdad es que no tengo ni idea. Quizás Dios lo sepa…
—¡A buenas horas me citáis! Después de haber dicho mil barbaridades esperáis de mí la última respuesta.
—Ah, hola, Dios; me alegro que hayas venido, ¡todo esto es un verdadero lío! Pero no creo que debas molestarte porque deseemos aclarar nuestras dudas, sean sobre lo que sean. El Diablo ya no es tan malo como parece, cada vez es más sabio y, por tanto, más virtuoso, pero él está hecho de otra pasta; tiene otras ambiciones; ¡ha viajado mucho!
—No hace falta viajar para saber la verdad. No hace falta moverse para encontrar la respuesta, porque precisamente el movimiento es lo que hace que no encontremos la respuesta.
—¿Tiene esto sentido, Diablo?
—¡Si Él lo dice, que es Dios, lo tiene!
—De manera que estamos los tres aquí gracias al movimiento, pero ¿queréis decir que precisamente por causa del moviendo no estamos capacitados para desvelar el misterio de la nada?
—¡Precisamente por eso! Pero yo estoy más capacitado que el Diablo para entenderlo. Yo no estoy en movimiento, pero tampoco estoy totalmente inmóvil, porque ¡contengo el movimiento; hago posible que las cosas sean porque se mueven dentro de mi espacio potencial! ¡Dentro del universo en el que está todo el espacio-tiempo concebible! Yo sólo he hecho un movimiento en toda mi larga existencia: crear el espacio y la duración, ¡un solo y fundamental movimiento, pero suficiente como para no ser ya parte de la nada absoluta! También por esa razón es absolutamente necesario que exista. Sin mi existencia el mundo no sería posible, el tiempo no transcurriría; el Diablo no existiría; la naturaleza no sería viable. Yo soy el espacio que contiene las cosas reales, ¡pero no me muevo!
—Entonces, ¿hay en la realidad algo que no se mueve ni se ha movido jamás?
—¡En efecto, lo hay!
—¡Imposible, porque no sería real, sino irreal!
—Sí, sería y es irreal, pero está. ¡Es lo que no-es, pero que está!
—Dicho con toda propiedad: está, pero para nosotros no existe ¡porque está en la nada! ¡Dios te lo ha dicho ya mil veces!
—¡Es para perder el juicio! ¿No podéis alguno de los dos hablar claro de una vez por todas, para que una mente normal como la mía lo entienda? Tal vez sería mejor dejar esta conversación, yo vuelvo a mis cosas y me olvido del asunto…
—¡Te harías viejo de la noche a la mañana! ¡Con 70 años sería como si tuvieras 90 y tendrías que olvidarte de esa preciosidad de la que tanto presumes!
—¡Pero tal vez después de muerto daría con la respuesta!
—No seas ingenuo: después de muerto la cebada al rabo, como dice el refrán.
—¿Por qué no atiendes a mis argumentos? El Diablo confunde las cosas y no tiene la última respuesta. Él siempre se mueve; va de aquí para allá, pero siempre está en el mundo, en éste o en el que sea. Yo estoy creado de la sustancia de la nada, porque ¡no soy nada! ¡Apenas pura potencialidad debida a un solo movimiento, el necesario para crear el espacio potencial que ocupa el cosmos, nada más!
—¡Lo has terminado de arreglar, Dios! Si no eres nada, ¿con quién Diablos hablo yo?
—¡Con nadie! Es decir, como tú bien dices, ¡sólo con el Diablo! Yo no he hablado en mi vida, pero el Diablo no ha dejado de hacerlo desde la creación del mundo. ¡Gruñendo, ladrando o hablando como una persona, pero él nunca ha estado callado! Todas esas historias de que yo he hablado alguna vez con los humanos, mandado señales o me he aparecido en sueños son las artimañas del Diablo. A ver si queda claro de una vez: ¡yo no puedo hablar con nadie porque soy pura y simple potencialidad! Es decir, para los humanos ¡no soy nada, pero existo necesariamente por la razón expuesta!
—¿Entonces con quién hablo yo ahora?
—Con el Diablo, por supuesto; con su doble personalidad: la suya real y la engañosa en la que trata de imitarme. ¡El Diablo es un extraordinario ventrílocuo!
—¡Ahora sí que la hemos terminado de arreglar! Y tú, Diablo, ¿que dices a eso?
—¡Sí, es verdad! Perdona chico, son cosas que un Diablo no puede evitar, ¡soy ventrículo e imito a Dios a la perfección!
—Entonces tú lo sabes todo; ¡tú eres como Dios y te has estado burlando de mí todo el tiempo!
—¡Calla, no digas disparates! ¡Dios es Dios y el Diablo es el Diablo!, pero no me queda más remedio que hacer de abogado de Dios, ¿quién sino lo podría hacerlo? Ya te lo he dicho en otra ocasión, ¿de qué te asombras ahora?
—¡Acabemos ya esta charla de un puñetera vez! Suelta todo lo que quede y sin engaños ni trucos. Habla como el Diablo que eres y no me vuelvas a liar con tus patrañas.
—¡No deberías confiar en mí en tanto no esté completamente redimido, porque no puedo evitar cometer alguna maldad, pero allá tú.
—¡Sí, allá yo; asumo lo que sea, pero venga, cuenta el resto de esta historia!
—¡Pero si está todo dicho! Dios es de este mundo porque fue el creador del espacio y la duración del universo, pero precisamente por esa razón se ha «naturalizado», hecho naturaleza, para entendernos. Él es parte de la dualidad bien-mal; verdad-falsedad o más propiamente dicho, positividad-negatividad, ¡porque todo es energía! ¡Por tanto debe de existir necesariamente! Pero Dios es, obviamente, de sustancia divina, proviene de la nada inmutable, la que nunca ha hecho un solo movimiento; la que contiene todo el espacio y la duración en potencia de todo lo que ha existido, existe o pueda llegar a existir. ¿Me sigues?
—¡A duras penas!
—Si quieres lo dejamos…
—Sí, tal vez sea lo más adecuado, al menos por unos cuantos días. De alguna manera ya me hecho una idea de ese ser inconcebible e inexistente; es decir, ahora más o menos comprendo el significado de la nada que tanto me obsesionaba. ¡La nada absoluta no es Dios, ni el nuestro ni los otros posibles dioses, sino «lo divino», lo que está pero que no alcanza a tener existencia, ni nombre alguno, porque no se ha movido jamás, pero que está en la nada! Ya veo que no hay conexión posible para el ser humano. Una vez que llegamos a existir no hay puerta para el regreso a la no existencia, por decirlo de alguna manera. La muerte no soluciona el problema… ¡Es una verdadera lástima!
—¡Lamentablemente no la hay! ¡Al menos que yo sepa!
—¡Hasta la vista, Diablo!
—¡Hasta cuando quieras, hombre!
—Por cierto, ya que está aquí aprovecho para preguntarte: ¿qué piensas hacer con la crisis financiera?
—Se arreglará, tranquilo hombre; los seres humanos, como el mismo Diablo, sólo aprendemos de nuestros errores, ¡pero aprendemos!
Quinta y última conversació
Las últimas revelaciones del Diablo han sido demoledoras, sin embargo no he perdido completamente el optimismo. En cierta manera me han servido para ser más realista y menos soñador. Ahora empiezo a darme cuenta de que mi deseo de superar cuanto antes esta juventud rebelde carece de sentido. Más vale que las cosas sigan así todo el tiempo que sea posible, pues ahora que sé que el paso del tiempo es un asunto del Diablo, ¡como todo lo demás!, también sé que será despiadado y, pese a que me siga sin entusiasmar la idea, ya no estoy tan interesado como antes por hacerme viejo. Si la muerte no aclara nada; si no podré disfrutar de alguna clase de Paraíso después de tanto darle vueltas al asunto, será mejor que me quede como estoy, que no se está tan mal.
En cuanto a sus ideas sobre el amor, la verdad es que ahora que me doy cuenta que deben ser ciertas, porque cada día que pasa siento menos pasión amorosa por mi compañera pero me entiendo mejor con ella, ¡porque cada vez nos conocemos mejor! Es una lástima que el Diablo goce de tan mala imagen, porque sus ideas son razonables. A parte de su tendencia inevitable al engaño y la imitación, no hay duda de que le debemos muchas cosas buenas de este mundo. Por otro lado, dada la pasividad de Dios en sus alturas, no tenemos más que al Diablo para que nos ayude a superarnos moralmente. Su experiencia es lo que le hace más bueno y más sabio cada nuevo siglo que cumple. Creo que dadas las circunstancias en que nos movemos aquí en el mundo, no hay duda de que la amistad del Diablo resulta a la larga positiva y, sobre todo, ¡ilustrativa!
Si lo he entendido bien Dios es una cuestión más física que teológica o filosófica. Se trata de un espacio lleno de energía potencial, con una duración, dentro del cual se desarrolla el tiempo. Ese espacio obviamente no se mueve porque es todo lo que es, ¡dentro de este universo nuestro, claro está! Lo que se mueve es el tiempo en el instante del presente dentro de ese espacio, en sentido del pasado al futuro, y en este devenir gracias a la evolución se producen los fenómenos que conocemos como la vida y la muerte, sin solución de continuidad, además de otros como la conciencia, la intuición, etc. La vida y la muerte, es decir, la naturaleza, son el movimiento; en tanto lo divino es lo estático e inmóvil, ¡pero no es la muerte, sino la nada! ¡La dichosa e inconcebible nada de siempre! Por eso Dios es incapaz de intervenir en los asuntos de la naturaleza, humana o salvaje, pero sí puede intervenir en los asuntos del espíritu, ¡pero como si nada, porque no está capacitado para evitar el dolor causado por la ignorancia; es decir, el mal propiamente dicho! Resulta que es el propio Diablo quien nos pone en comunicación con Dios a través de su prodigiosa imitación, ¡que hasta yo me lo había creído! Es un contrasentido pero tiene su lógica.
Otro asunto que ahora me explico con absoluta claridad es la interpretación del conocido Misterio de la Trinidad, lo que sucede es que al enunciarlo en términos teológicos, tan ambiguos y confusos, parece irresoluble, ¡pero es sencillo de entender! El Hijo, para entendernos es el ser humano redimido por el saber y el conocimiento de Dios. Es decir, que es la etapa final del ser humano en su necesaria evolución moral, mental y con toda probabilidad hasta física, pues de alguna manera debemos ser a imagen y semejanza de Dios. Por cierto, que en mi próxima charla, si tengo oportunidad, le tengo que preguntar al Diablo cómo es posible que Dios tenga nuestra imagen, ¡o viceversa, claro! En cuanto al Padre, obviamente es ese espacio potencial que constituye el estuche del universo o de nuestra realidad, por decirlo de alguna manera. El destino o predestinación de todo lo viviente en esta dimensión espacio-temporal nuestra. Y desde luego que el misterioso Espíritu Santo, sin duda que es la potencialidad que hay en la nada absoluta; la divinidad en calma; lo que está, pero que no existe, como decían tanto Dios como el Diablo, porque en esto los dos están de acuerdo. Las tres personas del Misterio están necesariamente relacionados entre sí. La única duda sigue siendo la naturaleza de la nada; es decir, del Espíritu Santo. ¡Pero casi ya no me atrevo a seguir insistiendo! A fin de cuentas, como dice el Diablo, carece de utilidad práctica para el ser humano.
—¡Hola, humano! ¿Qué tal has dormido? ¿Se te han aclarado las ideas? ¿Vas a volver a preguntarme otra vez sobre el más allá o te conformarás con disfrutar de la vida como cualquier persona normal?
—¡Hola, Diablo! Yo siempre duermo bien, y si tengo problemas enciendo la televisión y veo los programas de ofertas de sexo telefónico. Me relajan bastante.
—¿Y no te interesan los de adivinación?
—¿Para qué, si el futuro está perfectamente claro?
—Por eso son buenos contra el insomnio.
—Veo que hoy bienes de buen humor. ¡Me alegro, porque no hay nada más divertido que un Diablo feliz!
—Yo no tengo motivos para estar enfadado o ser infeliz. Si las cosas van mal, ¡mejor para mí! Pero si van bien, ¡también convienen para mi futura redención! Es decir, que vayan como vayan, siempre son positivas para mí.
—¡Se ve que eres una persona positiva! ¿Pero no es una contradicción? Se supone que el mal es negativo.
—¡Se suponen tantas cosas equivocadas sobre el Diablo!
—No creas que me he creído a pies juntillos todo lo que me has dicho hasta ahora. Hay cosas que no me encajan. Por cierto que ahora que has vuelto tienes que aclararme un dicho: ¿Por qué se dice que estamos hechos a imagen y semejaza de Dios?
—Ya veo que vuelves a las andadas y no te conformas con saber lo que te conviene, también quieres saber lo que no te conviene.
—No empecemos con moralinas desfasadas. ¡A buenas horas vienes tú con esas, después de todo lo que me has dicho sobre la realidad y Dios! Dime lo que sepas y olvídate de mi salvación, que eso es cosa mía.
—Entonces vayamos por partes. Dime, ¿qué eres tú?
—¿Yo? ¡Una persona, desde luego!
—¡No eres nada!
—¡No es necesario hacerme de menos! Ya sé que soy más ignorante que tú, y por esa razón debo de ser más malo, pero puesto que tengo voluntad de saber, creo que a pesar de todo me salvaré.
—No, si no es por hacerte de menos, ¡es que no eres nada! ¡Ni yo, ni Dios, ni el universo, éste y todos los posibles!
—¿De vueltas otra vez con la dichosa nada? Ya no estoy interesado en saber nada sobre este asunto, con que responde a mi pregunta inicial, ¡pero no con otra pregunta!
—Es que es verdad, ¡no somos nada!
—Bueno, cuando vaya al cine la próxima vez no pienso pagar entrada, ¡porque a fin de cuentas no ocupare ninguna butaca, porque no soy nada!
—Tómatelo a broma si quieres, pero sigo insistiendo que no somos nada. ¡Nada más que apariencias!
—¿Y lo aparente no es nada?
—¡Exacto!
—¡Ya empezamos otra vez con tus enredos filosóficos endiablados!
—Si lo aparente fuera algo consistente no sería aparente, ¿o es que no está clara la expresión «apariencia»?
—¡Juegas con el lenguaje!
—No, el lenguaje juega con nosotros, ¡que no es lo mismo! Pero su significado es literal y no está errado: ¡lo que vemos no son más que apariencias!
—Y ¿qué es entonces lo sustancial?
—No hay tal sustancia, sólo hay apariencia de sustancia. Lo que vemos consiste en algo, pero no es algo sustancial, o si lo prefieres, material.
—Si te refieres a la estructura atómica de la materia…
—¡Pero que materia ni que ocho cuartos! ¡No existe tal materia!
—¡Eres exasperante! ¿Es que pretendes negarlo todo, hasta lo que es evidente?
—Lo evidente es tan sólo lo que se ve, pero no nos dice en qué consiste.
—¡Dímelo tú!
—¡No consiste en nada, ya te lo he dicho!
—Entonces tú y yo somos dos fantasmas; una ilusión de la mente; un sueño. Incluso podríamos decir que una revelación.
—¡Vas por buen camino!
—Envía tu teoría a la Academia de las Ciencias, ¡seguro que les encantará!
—Los científicos no saben de la misa la mitad.
—¡Y tú te la sabes hasta en latín!
—Me alegra que no pierdas tu sentido del humor. Según como se mire la realidad es para morirse de risa, pero si lo vemos con apego por lo mundano es de pena, ¡una gran decepción!
—La verdad es que me estas empezando a inquietar. Si no somos nada y provenimos de la nada, no sólo seguimos en ella sino que volveremos a ella, ¡porque nunca hemos sido nada más que meras apariencias! ¿No es así?
—Tu razonamiento es extr