AUTOBIOGRAFÍA

No soñarás en vano
JAIME DESPREE

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Infancia y adolescencia

“No tienes que sufrir para ser un poeta. La adolescencia es suficiente sufrimiento para todos.” John Ciardi (Poeta estadounidense.) Nací el peor mes (enero), el peor día (lunes), a la peor hora (las 4 de la madrugada), de la peor forma (prematuro) y con el peor sexo (mi madre deseaba una niña, porque ya tengo dos hermanos mayores). Con este currículo de mi nacimiento, ¿cómo podí aspirar a ser un triunfador? Según mi madre, cabía en una caja de zapatos. Mi abuela daba por hecho que abandonaría este mundo antes de que pudiera echarle un simple vistazo, y opinaba que si por algún milagro lograba sobrevivir, seria un niño enclenque y enfermizo toda mi vida. En la primera predicción falló, porque la suerte empezaba ya a contrarrestar mis fracasos y sobreviví; en la segunda acertó, pero solo a medias: hasta los veinte años padecí un fuerte complejo por mi delgadez, hasta el día que me di cuenta de que millones de personas en todo el mundo hacen terribles sacrificios y gastan una considerable fortuna ¡para ser tan delgados como yo! En cuanto a enfermizo, hasta cumplir 70 años habré visitado un médico una docena de veces, a pesar de mi agitada y descontrolada vida. De mi primera infancia no recuerdo nada, excepto que dormía en una cuna en la habitación de mis padres, y que me asustaban unas grotescas figuras de barro que mi padre había modelado para nuestro Belén, que pretendían ser los tres Reyes Magos, y que estaban sobre una repisa, junto a mi cuna. Nada más. Mis recuerdos más nítidos comienzan a partir de los 6 o 7 años, cuando asistía a la escuela de primaria y daba mis primeros pasos por este mundo. Son destellos inconexos de imágenes adheridas a la retina, que vuelven a la imaginación con nitidez cada vez que las invocamos. Una de esas eternas imágenes es el camino de la escuela en las gélidas mañana de aquellos crudos inviernos. El camino pasaba entre las humildes casas de los alfareros, de cuyos tejados pendían tímpanos de hielo puntiagudos y los muros de las huertas, yermas en esta época del año. Todo el camino estaba tapizado de una fría escarcha y el aire seco de las serranías cercanas me dolía en la cara y me congelaba los pies. Cuando entrábamos en las aulas, hacía algún tiempo que el maestro había encendido una estufa, que apenas calentaba su tarima y las primeras filas de pupitres. Sobre la estufa cada mañana hervía una gran olla con leche en polvo, regalo de los norteamericanos, a cambio de militarizar varias ciudades del país con sus bases navales y aéreas. Todos los niños llevábamos un cacillo para beber la leche, acompañada de una rebanada de pan untada con una horrible mantequilla salada, también generoso regalo de los yanquis. La razón era que la mayoría de los niños estaban desnutridos y no solían desayunar nada sustancioso en sus casas. Recuerdo que mis dos amigos más íntimos nos confesaban que su madre no tenía suficiente dinero para comprar leche y menos café. Y ellos desayunaban una taza de café puro, hecho con posos recogidos en las cafeterías de la ciudad, con un trozo de pan, y eso era todo para toda la mañana. Al menos nosotros sí podíamos comprar leche y nuestra abuela nos traía de vez en cuando unos deliciosos bollos que amasaba ella misma y horneaba en el horno de un panadero local. Comparado con las situaciones de pobreza extrema de otros niños, nosotros podíamos decir que éramos privilegiados. Recuerdo algunas escenas de mi infancia, con agridulce nostalgia, de un niño que intenta ser feliz en el infierno. Mis recuerdos de la escuela primaria están atascados en mi imposibilidad para entender los polinomios, pero disfrutar con las redacciones, sin importar sobre qué tema. Como todos los niños esperaba que mis padres me atendieran; era tan solo una presunción si fundamento: —¡Mamá, hoy me he caído dos veces a la salida del colegio y me hecho sangre en las rodillas! —yo esperaba unas palabras de aliento, de piedad o incluso de compasión. Pero ella seguía hilvanando y pespunteando un enorme vestido blanco, su último encargo después de obtener un llamativo diploma de “Corte y confección”, emitido por una academia de cursos por correspondencia, y que mi laboriosa madre había hecho enmarcar y colgaba de la pared más vistosa de la sala donde recibía a sus eventuales clientas. —Hijo, ¿por qué no miras por dónde pisas? —no tenía la necesaria concentración para una respuesta más elaborada. —Me han empujado ellos. Estaban muy enfados porque yo les he ganado todas bolas, las de china y las de cristal. Por eso estaban enfadados y me empujaron y me hicieron caer dos veces. Alertada por mi voz, mi vieja gata de angora, blanca como la nieve, abandonó su única y afortunada cría que le habían permitido amamantar, al resto de la camada mi tía materna los ahogó uno tras otro en un cubo de agua, sin que su ajado rostro mostrase la más mínima emoción. La cariñosa gata me saludó restregando su hocico y su blanco lomo por mis piernas, todavía sucias de sangre seca mezclada con los restos de arena de las dos caídas, para marcarlas con su peculiar olor, con lo que trataba de hacerme ver que ella y yo éramos de una misma familia. Ante mi deplorable estado, mi madre debió comprender que mi salud era más importante que aquel aparatoso vestido de novia, un verdadero reto para una modista formada con un curso por correspondencia. Lavó apresuradamente mis heridas de las rodillas, y las embadurnó con un desinfectante tan rojo como la sangre, que hacía que las heridas parecieran más graves, pero estaba demasiado ocupada para curar también las heridas de mi dignidad y de mi alma, todavía en estado de pura inocencia. —Mira, hijo, estoy muy ocupada y no tengo tiempo para prepararte la merienda. Coge tu mismo una onza de chocolate y un trozo de pan, y vete a jugar a la calle. Y tú, gata, sal de aquí no vayas a mancharme este vestido, que se ensucia con que lo miren. Y ambos, mi cariñosa gata y yo, fuimos desterrados de ese territorio afectivo de las madres. La calle era el único territorio del que no tenía que temer ser desterrado, ¡porque ya era el destierro! ¡La calle! ¡No hay una palabra en nuestro rico diccionario más adherida a los recuerdos de infancia! ¡La calle era nuestro universo! Un territorio mitad cielo, mitad infierno. Un lugar que nos obligaba a ser libres y atenernos a sus consecuencias: Yo recuerdo mi calle como puede recordar un ex—presidiario el patio de la cárcel donde estuvo recluido, ¡siempre era mejor que estar encerrado en la celda. Mi calle estaba limitada por dos muros invisibles pero infranqueable: al norte el odioso muro de la pobreza, la ignorancia, la brutalidad y la violencia; al sur el arrogante muro que levantan las clases medias provincianas y algún que otro personaje enriquecido con el comercio de ganado o con algunas de las pocas oportunidades locales para enriquecerse, además de alguna familia de abolengo con ínfulas de aristocracia, ricos engreídos y vanidosos, con sus costosos y caprichosos hábitos, además de su instintivo odio a la clase media humilde, ¡los bastardos de clase media! ¡Nadie que no sea rico se siente bien en barrio para ricos! Con mi pan y mi chocolate, uno en cada mano, mi alma sin consuelo, mis pantalones cortos y las rodillas que probaban de sobra la urgencia con que habían sido curadas, aparecí en el umbral del portal de nuestra casa para, como si fuera un temeroso gatito, husmear qué posibilidades me ofrecía para complacer a mi madre en su deseo de encontrar la forma de jugar en la calle. Ya había en nuestra calle otros niños que seguramente estaban en las mismas circunstancias, es decir, tan exiliados como yo. Pero por alguna peregrina razón habían dejado de “ajuntarme”, estado que duraría hasta que por otra, no menos peregrina volviese a “ajuntarme”. Debido sin duda a un injustificado optimismo, siempre salía a la calle convencido de que, de una u otra manera acabaría encontrando algo con lo que jugar, por esa razón no salia a la calle sin los bolsillos llenos de las necesarias herramientas de juego para las oportunidades que pudieran presentarse de jugar con otros niños del barrio: un tacón de zapato y un puñado de santos para jugármelos; una chapa con un cristal sujeto con jabón, a través del que se veía el cromo de un sonriente Puskas, por si jugábamos a las carreras de chapas; un pequeño hueso de taba, para el caso de ser este el juego y un puñado de canicas de barro, y una maravillosa recién ganada canica de china, por si alguien sugería que jugásemos al “guá”. Había otros juegos, pero eran para más adultos o con más recursos familiares y con Reyes Magos más generosos. Los mayores de 14 años podían jugar al burro, o a tirar a los inocentes gorriones con un tirachinas magníficamente elaborado, con equilibrio y bien balanceado, sujetas las gomas a una horquilla de palo elegida con sumo cuidado en los arbustos junto al riachuelo que cruzaba nuestra ciudad. La peonza, que también requería suma destreza para elaborar una que bufara y fuera capaz de ser movida a diferentes posiciones sin cesar en el movimientos. Los maestros de esta técnicas eran capaces de subir la extraordinaria peonza en la palma de la mano. En comparación las que vendían en las tiendas eran muy pesadas y dejaban de girar muy pronto. También era para mayores que yo, el juego del “cirrio”, que tan solo consistía en lanzar un palo con dos puntas con otro palo golpeando las puntas y lanzarlo tan lejos como fuera posible. Los niños de otros barrios de más elevada clase desconocían estos juegos sin juguetes. Ellos jugaban a guerras o a policías y ladrones, porque los Reyes Magos eran por entonces tan irresponsables que les traían un arsenal de armas de lo más variado, como una pistola de calamina que hacía explotar una tira de mixtos, lo que daba más realismo al juego de matarse unos a otros. Más inocentes eran los pequeños rifles que disparaba ventosas a escasa distancia del tirador y que nunca se adherían por la ventosa como estaba previsto. Jugábamos a guerras y a matarnos mutuamente, porque ningún adulto nos enseñaba que la guerra no era un juego. Pero eso sucedía en el sur de nuestro barrio, en la del norte el juego de las guerras no era tan inocente y se intentaban matar entre ellos realmente. Ellos tampoco tenían juguetes ni madres modistas, formadas con un curso por correspondencia. No, sus madres eran por lo general obesas, pero anémicas, analfabetas, vestían de negro por sus lutos permanentes, porque cada año o dos años moría algún allegado. Juraban más que hablaban, por lo general a gritos, se peleaban frecuentemente entre ellas por justificar el que sus hijos llegasen a sus casas descalabrados por el hijo de la vecina. Mientras sus padres, el que lo tuviera, liaban un fino cigarrillo tras otro con una picadura barata y apestosa, en una sombría taberna, donde colgaba del techo un pegajoso atrapa-moscas lleno ya de insectos, pero que nadie parecía interesado en reemplazar, y mataban el miserable tiempo con interminables partidas de cartas, dando fuertes golpes sobre el mugriento tape verde que cubría la mesa cada vez que echaban un triunfo. Entonces aprovechaban para dar un largo trago de vino hasta embriagarse. Tambaleándose y semi-conscientes regresaban a sus sucias guaridas, y antes de que sus mujeres les reprocharan su mala conducta, las maltrataban para hacerlas callar antes de que comenzaran a hablar, y con el resto de conciencia que les quedaba, les exigían a las maltratadas mujeres algo de cenar, que le asentara el estómago y pudieran conciliar sus pesados sueños de borrachos. Esta era la escuela a la que asistían los niños de la zona norte de la ciudad, por eso formaban violentas bandas, ¡el único lugar donde podían sentir algo de familiaridad! En las frecuentes razias por nuestro barrio, pisoteaban los laboriosas pistas por donde competían nuestras chapas enjabonadas; nos robaban los tacos y los santos, las canicas e incluso la taba. Pero era frecuente el reto entre los niños más corpulentos y violentos de ambos bandos, perfectamente a imitación de cualquier reto entre animales que se disputan el liderazgo del grupo. Para hacer más humana y justificable la pelea, ambos recurrían al más emotivo e infalible instigador: dudar de la honestidad de sus respectivas madres. Como todos sabíamos, sobre todo los que asistíamos a la catequesis para la preparación a la primera comunión, que la Iglesia Católica había otorgado el celestial grado de sagrado a la madre de Dios y, por ende a todas las madres, se veían obligados a pelear a muerte si fuera preciso. Pero no por defender la reputación de sus madres, que les tenía sin cuidado, sino por carácter de sagrada que debía haber en sus madres. Puede decirse que en realidad eran peleas de religión. La técnica de la pelea consistía en lanzar los puños en cualquier dirección donde suponían que estaba la cabeza del adversario, porque la ira bloqueaba sus mentes y solo les quedaba el instinto puramente animal. Alguna de sus alocadas puñadas alcanzaba su objetivo y el desgraciado caía dolorido al suelo, pero en lugar de reaccionar y seguir la pelea, rompía llorar, amenazando a su verdugo con decirselo a su mamá, para que le ajustara las cuentas su otra mamá. Los partidarios del vencedor se creían en la obligación de aclamar a su héroe con un mantra dirigido al humillado y lloroso vencido: “¡Cobarde, gallina; capitán de la sardina! ¡Cobarde, gallina; capitán de la sardina!...” ¡Al fin y al cabo, éramos niños! Pero ¿qué hacían las niñas en aquellas trifulcas infantiles? Ellas pertenecían a otro mundo. Sus juegos eran abominables para los niños, como dar saltos entre las vueltas de una cuerda que volteaban otras dos niñas, o a la Rayuela, dando saltitos sobre unos cuadros mal dibujados sobre las aceras con un trozo de yeso. A ningún niño normal se le ocurriría participar en esos insulsos juegos infantiles de las niñas. La verdad es que las niñas eran educadas desde la cuna para ignorar a los niños, porque todos estábamos hechos de la piel del diablo, en tanto que las niñas eran angelitos de alma inocente y sumisa, como las quería el Señor, y les hacían ver de forma que quedara clara cuál era su misión en este mundo, que estaba dominado por los hombres, incluso ya desde que éramos niños. Por tanto, no intervenían, simplemente detenían el juego para comprobar que su educación era la correcta, porque los niños éramos verdaderamente de la piel del diablo. La primera comunión Mi primera comunión fue para mí una experiencia religiosa memorable, pero sobre todo fue memorable porque, después de nueve años siendo ignorado por hijo tardío, y por venir a este mundo en el momento más inoportuno, por primera vez era el centro de atención de la familia. Aquella memorable experiencia comenzó cuando el párroco que nos daba la asignatura de religión en el colegio de primaria nos comunicó que los candidatos a recibir por primera vez el cuerpo de Dios en la Sagrada Forma debíamos acudir por las tardes a su parroquia para aprendernos de memoria el catecismo, condición indispensable de todo cristiano de la fe católica. En mi familia la religión era una inquietud que había quedado en segundo plano, muy por debajo de la lucha cotidiana por la supervivencia. Pero si todavía quedaba algo de ella en mi familia, era por parte de mi madre y su tradicional familia de católicos declarados, pero en ningún caso llegaban a rozar el calificativo de devotos. “Primero la obligación y después la devoción”, era la consigna religiosa de toda mi laboriosa familia materna. Nuestra parroquia era una iglesia de barrio, consagrada a Santa María, de un sencillo barroco tardío, que no obstante albergaba un apreciable número de imágenes y pinturas de gran valor, además de custodiar dos Pasos de la Semana Santa desgarradores y de buena factura. Pero a mí personalmente lo que me impresionaba de aquella sencilla iglesia estaba sobre el tejado: una leal pareja de cigüeñas que cada año, por el mes de marzo, llegaban a nuestra ciudad procedentes de los cálidos humedales del sur, para sacar adelante dos o tres polluelos, entre el incesante tabletear de sus largos picos. En cuanto a mi padre, no había pisado una iglesia desde el día de su boda, y an así no podría asegurar si realmente se casaron por la Iglesia, porque, dado su temperamento, propio de las gentes del Sur, y su ateísmo radical, causado por su resentimiento contra la actitud de la Iglesia durante la Guerra civil, no me lo puedo imaginar ante un sacerdote para decir el “Sí, quiero”, porque él nunca acepto que un sacerdote tuviera autoridad moral para aprobar su matrimonio, o perdonar los pecados, y mucho menos los pecados de lesa humanidad, cometidos durante la guerra por algunos católicos, y que seguramente algún sacerdote confesor les habría perdonado, con lo que les daban un billete de primera para el Paraíso por el módico precio de media docena de avemarías y otros tantos padrenuestros. Él permaneció al margen de mi ingreso en la religión de nuestra tradición occidental, porque opinaba que era una paparruchada destinada a volver idiotas a sus adeptos. Tenía el mismo criterio que los marxistas, “La religión es el opio del pueblo”, aunque estaba muy lejos de ser marxista. No compartiría ni el aire que respiraba, si eso fuera posible. Así es que entre mi abuela materna y mi madre, se propusieron que tuviera una primera comunión, si bien no espectacular, sí digna, como correspondía a nuestra clase. La sesiones de catequesis fueron como era de esperar terriblemente aburridas, y solo el hecho de que participaban en la misma clase niños y niñas, aunque estábamos juntos, pero no revueltos, las hacía a veces divertidas. Pocos adultos comprenden la importancia del nacimiento de la atracción sexual. Depende como suceda nos convertiremos en personas normales o desequilibrados mentales. Y los encargados de las doctrinas morales de la Iglesia Católica sobre el sexo, anulaban toda posibilidad de un desarrollo normal de los niños bajo su maniquea tutela moral. Pero eso no era excusa para que algunos de sus miembros alteraran a conveniencia los preceptos, asegurando a las inocentes víctimas que caían bajo su sotana, que Dios bendecía a los niños que le masturbaran. Y como nos habían descrito el infierno como un sufrimiento eterno, ardiendo sin consumirnos, los inocentes deseaban estar en gracia de Dios, y accedían a las prácticas pederastas. Por fortuna yo no tuve que sufrir ningún acoso de este tipo, pero creo que la causa era debida a mis pocos atractivos físicos, por mi extrema delgadez. Como era un niño, y los niños absorbemos todos las historias que nos cuentan los adultos por absurdas o irreales que parezcan, puesto que no las escuchamos con la cabeza sino con la imaginación, yo no tuve ningún inconveniente en aceptar que Dios creó Adán del barro y sacó a su compañera de una costilla, que al parecer no necesitaba. Me resultaba fácil imaginar a Dios, un bondadoso anciano de abundante barba y cabellos blancos, según aparecía en algunos imaginativos grabados, arremangado en un barrizal y dar forma a un ser humano “A su imagen y semejanza”, y no me atrevía a preguntar al narrador de tamañas fantasías, si también los órganos los hizo de barro. Era Dios y, por tanto, todo era posible, y yo no dudaba de que no sucediese de aquella manera. La narración de la Creación era la parte divertida y fácil de asimilar por la mente de un niño, pero las oraciones, más adecuadas para mentes adultas ya no lo eran tanto. Las oraciones sugieren creencias difíciles de entender a nuestra tierna edad. ¿Cómo podíamos entender una oración como: “Dios te salve María, llena eres de gracia...” si no sabíamos qué era la “gracia”, o “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre..! si no teníamos ni idea de lo que significaba “santificar”, o la más compleja: “Creo en Dios Padre, todopoderoso..!”, si solo teníamos una vaga idea de lo que significaba “creer”, o la “fe”, o la “misericordia”, etc. Era evidente que nuestro instructor ignoraba cuál era nuestra capacidad de asimilación, y se conformaba con que tuviéramos capacidad de memorizarlas. Cuando salía aturdido de aquellas pesadas clases de preparación para la comunión por el camino me repetía una y otra vez las oraciones aprendidas, atascándome siempre en alguna parte, sin poder llegar al final. Tenía la vana esperanza de encontrar ayuda en la familia. —Mama, ¿tú sabes la oración del Credo? —¡Ay, hijo, la aprendí cuando era niña y ya se me ha olvidado! La respuesta era de esperar, porque los responsables de la asimilación de sus doctrinas no se había modificado en varias generaciones, porque la Iglesia Católica se creía infalible y ¡no era necesario actualizar nada! A mi madre se le planteaba el delicado problema del traje de comunión. Ella había probado ser una buena modista, ¡pero no sastra! Y no sabía confeccionar un traje de comunión. Entre mi abuela y ella consiguieron de una de sus vecinas un traje que convenientemente modificado podría pasar por uno de comunión. Me dijeron que era un traje de marino, pero no alcanzaba el grado de almirante, como eran los trajes de comunión de toda la vida: azul marino, con charreteras y galones. El mío era gris, con una chaquetilla de torero y unos pantalones que no eran ni cortos ni largos, sino que llegaban a las pantorrillas. Yo confiaba en el buen juicio de mi madre como profesional de la moda, y también creí que era un bonito traje de comunión. Solo estrené en aquella ocasión zapatos nuevos, pero con la intención que después de la comunión sirviesen para uso diario, por lo que no eran de corte muy fino. Junto con el rosario y el devocionario con tapas de nácar prestados por otras vecinas, la cara bien lavada y recién peinado, me hicieron una fotografía que me ha permitido revivir estos recuerdos, en la que no cabe la menor duda de que se trataba de un niño vestido para su primera comunión, no por el traje, sino por su angelical expresión. En cuanto a la ceremonia, solo recuerdo mi pánico porque accidentalmente mordiera la Sagrada Forma porque era como ¡darle un mordisco al mismo Dios! No hubo regalos, pero si unos deliciosos merengues, especialidad de una de las pastelerías locales, que nos trajo mi abuela. Pero antes de que pudiera saborearlos, me puso una severa condición: —Este regalo de tu abuela es para que a partir de hoy tienes que ser bueno, obedecer a tus padres y ser aplicado en el colegio, para cumplir como un buen hijo y buen cristiano. Con aquel comentario me hizo creer que hasta ese sagrado día había sido malo, desobediente, mal escolar y pecador. Pero los merengues merecían aquella humillación. —¡Sí, abuela! —contesté con el suficiente énfasis para que estuviera convencida de mi contrición y culpabilidad, y me alcanzó la bandeja con los deliciosos pasteles. Y esto es todo lo que recuerdo de mi primera comunión. Mi padre Se supone que esta es mi autobiografía, y sobre mi padre ya he hablado bastante. No fue un padre ejemplar, porque apenas si tenía conciencia de que yo existía. Si lo juzgo someramente no hay razón para que le dedique todo un capítulo en mi autobiografía. Pero las difíciles circunstancias en las que transcurrió su agitada vida, son, al menos, un atenuante. Mi padre vino al mundo en ese profundo Sur de nuestro país, entre interminables olivares. Donde no faltaban las iglesias, pero escaseaban los colegios, por lo que la mayoría eran devotos, pero analfabetos; donde un señorito residente en un confortable y lujoso piso de la capital, poseía tantos olivares que no podían ser recorridos a caballo en una jornada, administrado por algún sanguinario capataz, servil y adulador; donde el plato fuerte de miles de familias de peones, jornaleros o temporeros, eran unas miserables gachas compartidas, acompañadas con unas olivas robadas y mal aliñadas, y un mendrugo de pan rociado con aceite; donde los niños ayudaban en las labores del campo apenas sus piernas les sustentaban con cierta firmeza, que andaban descalzos o con unas destrozadas sandalias de esparto, que era tanto como ir descalzos. En este paupérrimo escenario, podía decirse que la familia de mi padre gozaba de una buena posición, porque eran propietarios de una modesta finca de olivares y otros cultivos, pero suficiente para mantener la familia. Así es que mi padre, a pesar de haberse incorporado al trabajo a la edad que era habitual en la comarca, era libre y nunca tuvo ni amo ni patrón. Pero esta privilegiada situación cambió dramáticamente cuando le diagnosticaron un cáncer a mi abuela. Por entonces se desconocía el tratamiento adecuado. En un desesperado e inútil intento por salvarla la vida tuvieron que empeñar su modesto patrimonio para los gastos de médicos y hospitales. Mi padre se vio en la necesidad de unirse a la legión de jornaleros en busca de los medios necesarios para mantener a mi deprimido abuelo. En medio de estos luctuosos acontecimientos, se proclamó la II República y dieron comienzo las movilizaciones de los campesinos para conseguir tierras requisadas a los terratenientes, y mi padre, a pesar de ser analfabeto, reunía las condiciones personales adecuadas para convertirse en líder de estos movimientos sociales en su comarca. Con la llegada al Gobierno de los conservadores, los días de libertad de mi padre estaban contados, y ¡afortunadamente, ingresó en prisión, con un repertorio de cargos que le aseguraban que se jubilaría en prisión! He dicho “afortunadamente”, porque en la cárcel es donde aprendió a leer, escribir, y las cuatro reglas. Finalizado el breve gobierno conservador, hubo amnistía para los encarcelados por motivos políticos, y mi padre salió de la prisión siendo otro hombre, más consciente e ilustrado. Para librar a la sociedad de una policía tan controvertida como la Guardia Civil, el Gobierno creó una nueva fuerza policial que fuera fiel a la República, y convocó plazas para el nuevo cuerpo de policía, los Guardias de Asalto. Mi padre vio en esta convocatoria su oportunidad y, dado que ya sabía leer y escribir y su historial de adhesión al nuevo régimen era inequívoco, amén de su considerable estatura, buen porte y por lo visto, con sentido del humor, fue admitido en el acto. Por entonces mi madre servía en la misma ciudad donde mi padre estaba acuartelado, en la casa de unos marqueses, porque la reputación de mi familia materna era excelente, y debió coincidir con el flamante guardia de asalto. Él debió ganar su atención con algún piropo de su tierra, con la gracia del ceceo del sur. Mi madre mantenía tímidas relaciones con un paisano, pero no debía de entusiasmarle, porque consideró que mi padre le ofrecía más seguridad, ya que era un funcionario del Estado; un empleo seguro, y cedió a sus encantos. ¿Nunca hubo en todo el orbe dos personas más dispares! ¡No coincidían absolutamente en nada ni en los gustos culinarios ni el estilo de las vestimentas ni en el sentido del humor ni en la fe religiosa ni en las ideas políticas ni en la música ni en sus ídolos cinematográficos de la época, en fin, ¡en nada! ¿Por qué unieron sus vidas? ¡Yo nunca lo entendí! Mis abuelos rechazaron al candidato a yerno, porque lo consideraban poco menos que un extranjero, y para colmo era “rojo”, cuando mis abuelos eran conservadores, como lo era prácticamente toda la población de mi madre, históricamente tutelada por la Iglesia, ya que era la sede episcopal de la provincia. Pero ella hizo caso omiso de los realistas consejos de sus padres y contrajo matrimonio con mi padre sin contar con la bendición de mis abuelos. ¡Pronto pudo comprobar las consecuencias de su decisión! La guerra civil estalló y mi padre fue inmediatamente movilizado como parte de la escolta personal de un conocido comandante republicano. Sobrevivió a la guerra, pero no hubiera sobrevivido a los fusilamientos de posguerra de no haber sido porque mis abuelos, en contra de su voluntad, pero que accedieron por los insistentes ruegos de mi madre, lo escondieran en el desván de su vieja casona, en los límites de la zona norte de la ciudad. Nadie podía suponer que aquella familia, favorable a los vencedores, ocultase un destacado rojo. Cada mañana mi padre podía escuchar desde su escondite las descargas de los que fusilaban en el muro del cementerio. Supuestos rojos denunciados por su mismos vecinos o enemigos personales por alguna causa, arrojando sus cadáveres en una fosa común, con la inscripción: “Hordas marxistas”. Bastaría la denuncia anónima de cualquier rencoroso vecino para que mi padre corriese la misma suerte. Durante un largo y angustioso año, vivió pendiente del ruido de botas sobre el entarimado del piso de abajo. Un año después del fin de la guerra, mi padre se atrevió a salir de su escondite, para alivio de mis abuelos. Durante ese terrible año rehízo totalmente su personalidad, perdió el acento del sur y borró de su memoria cualquier dato asociado con su lugar de nacimiento. Para ganarse el sustento y el de su nueva familia, pues por entonces nació mi hermano mayor, no le quedó otra alternativa que dedicarse al estraperlo, comerciando con huevos y otros productos que se podían encontrar en nuestra comarca, transportados a más de cien kilómetros por un vetusto Ford Modelo T, burlando o sobornando a la guardia civil que controlaban las carreteras en varios puntos del trayecto. Diez años después consiguió establecerse, siempre permaneciendo en el más absoluto anonimato, y montó un negocio de bicicletas, donde bicicletas desahuciadas eran reconstruidas, pintadas y hábilmente fileteadas que eran adquiridas por los campesinos de la comarca que empezaban a sustituir las caballerías por las bicis. A principio de los años 60 mi padre era el representante oficial de una famosa marca de motocicletas italiana. Mi padre ocultó su personalidad y su pasado durante más de cuarenta años, incluso a sus hijos, por eso permanecía con la mentalidad de un fugitivo, lo que ahora entiendo que debía ser la causa de su desinterés por mí. Ya siendo un saludable anciano con cerca de ochenta años, pudo ver cumplido uno de sus sueños: poseer un flamante automóvil Mercedes y viajar a su pueblo natal, en un emotivo recorrido por los lugares donde transcurrió su infancia junto a mis abuelos, que yo nunca conocí, en el que yo mismo le acompañé. Mis abuelos Creo que una autobiografía no está completa si no se citan todas las personas o circunstancias que pudieron influir en la formación de su futuro desarrollo personal, por lo que considero necesario hacer una somera semblanza de mis abuelos maternos, porque a los paternos, como ya he dicho, no llegué a conocerlos. Nuestra tierra castellana se caracteriza por la sobriedad, la austeridad, el realismo, el apego a sus tradiciones y las viejas costumbres y, por tanto, por una escasa fantasía y limitada imaginación, que solo se manifiesta con vehemencia en lo religioso, y es prácticamente nula en la vida real. Naturalmente que esta definición pertenece más al tiempo de mis abuelos que al actual, pero es así como podría definir a mis dos abuelos. Habitaban en una enorme casona de dos plantas en la parte alta de la ciudad, en el límite de los dos mundos que he descrito en el primer capítulo. Ninguno de mis abuelos debieron ser como yo lo conocí, porque entre los dos regentaban un baile popular en el salón de la planta baja de su propia casa, amenizado con una pianola que accionaba mi tía abuela. Al parecer mi abuela era una mujer muy atractiva y debía ser uno de los motivos que atraía a tantos jóvenes a su baile. Y allí donde había hombres casaderos no faltaban las mujeres casaderas. Pero también había pasiones y celos. Y fue un novio celoso traicionado, que además era cojo, con lo que se exacerbaba su ira, quien de una certera puñalada por la espalda mientras bailaba alguna alegre polca o un reposado fox—trot con su rival, acabó con la vida de su amante infiel. Y con ella, también acabo con el lucrativo negocio de entretenimiento popular de mis abuelos. Pero mi abuelo era lo que se dice una persona emprendedora. Vendió la pianola y compró maquinaria y herramientas para trabajar la madera, y entre él y dos de sus hijos, montó una carpintería, que en poco tiempo puede decirse que todos los campesinos de la pedanía que contraían matrimonio en nuestra ciudad, gestaban el primer hijo en una resistente cama fabricada por mi abuelo y, para completar su ajuar, podían adquirir un ligero baúl, pero reforzado con cantoneras metálicas, y barnizados con diferentes tonos y texturas. En los días de mercado era corriente ver una caballería cargada con los cabezales de una cama de mi abuelo, o uno de sus vistosos baúles. Sin embargo las relaciones de una pareja tan activa, fueron progresivamente deteriorándose, no sé si por el temperamento soberbio de mi abuela, o el hosco carácter de mi abuelo, que terminó por aislarle completamente de la realidad. Ya jubilado, su mundo se reducía a bajar penosamente al centro por su empinada calle mal empedrada hasta uno de los cafés. Saboreaba un café solo sin prisas, para volver a remontar la calle con dobladas dificultades hasta su casa, con medio azucarillo en el bolsillo de su pantalón negro de pana, que vestía todo el año. Cuando murió, mi abuela pudo ver por fin lo que contenía un baúl que mi abuelo guardaba celosamente, creyendo que podría contener alguna considerable suma de dinero. Pero para su consternación y callados insultos para el difunto, ¡solo encontró un baúl lleno de azucarillos! Mi abuelo me consideraba poco menos que un bastardo, por ser el hijo de una persona tan desclasada como para él era mi padre, con quien en toda su vida posiblemente no intercambiaría más de una docena de palabras. Pero conmigo a veces se mostraba condescendiente y nuestra relación afectiva parecía consolidarse. Un día mi madre quiso que acompañase a mi abuelo a la misa de doce en la catedral. La casa estaba a escasos cinco minutos de la catedral. Dieron las doce campanadas en el gran reloj de su torre y mi abuelo permanecía sentado plácidamente en el salón de su casa. —Abuelo, ¡vayámonos ya, que ya han dado las doce. Como era un poco duro de oído, no escuchó las campanadas del reloj de la catedral. Mi abuelo consultó su reloj, sujeto con una cadena y guardado en el bolsillo de su chaleco, y respondió. —Aún faltan 15 minutos. Tenemos tiempo de sobra. Yo sabía que no toleraba que le contradijeran, pero yo insistí. —No, abuelo, ¡tu reloj está mal! He contado las campanadas y eran 12. ¡Vámonos ya o llegaremos tarde! Mi enérgica respuesta me costó su afecto. —¿Es eso lo que te enseña tu padre?, ¡abogadillo de secano! —me bautizó—, ¡contestar a los mayores! ¡Nunca más volvió a dirigirme la palabra! Pero no sería aquel injusto rechazo lo que dejó una profunda impresión en mis recuerdos de infancia de mi abuelo, sino su muerte. Por alguna razón que nunca entendí, mi madre quiso que la acompañase hasta la misma sala donde yacía agonizante mi abuelo, rodeado, por su afectada familia y siendo confortado por un sacerdote con palabras de aliento y promesas de otra vida en un Paraíso, al lado del Señor, que él no parecía estar ya en condiciones de escuchar. —¡Se muere! —dijo mi abuela, cuando entrábamos en la habitación del moribundo. Mi madre parecía realmente afectada y trataba de contener las lágrimas, pero mi abuela no mostraba estar afectada. Había dicho aquel “Se muere” sin ninguna emoción. Como si en realidad hubiera querido decir: “¡Por fin se muere!” La moribunda expresión de mi abuelo en su lecho de muerte me horrorizaba, y permanecía escondido detrás de las faldas de mi madre, pero eso no evitaba que le dirigiera de vez en cuando una furtiva mirada, que apartaba rápidamente. Había contraído una neumonía por causa de un repentino chaparrón en un frío día de otoño, cuando ascendía penosamente su calle durante su rutinario paseo al café, por lo que se había calado hasta los huesos. Respiraba con enorme dificultad y daba la impresión que podía morir por asfixia. Tenía la boca hundida la nariz prominente, los ojos abiertos, pero la mirada extraviada en algún punto del techo. Por su moribunda expresión parecía como si en el techo estuviera pasando algo que él contemplaba. De pronto dejó de respirar y su expresión se volvió neutra. Pasaron nos tensos segundos hasta que el sacerdote confirmó su muerte: —¡Ha muerto, descanse en paz; que Dios misericordioso le acoja en su seno. Amén! Sobrecogido por el terror, escuché un lastimero gemido generalizado y algunos llantos, pero no de mi abuela, que parecía que ya estaba haciendo planes para su inmediato entierro. Mi ciudad No estarían completas las influencias en mi formación de escritor fracasado sin describir la ciudad donde pasé los primeros 14 años de mi existencia, porque estos años fueron críticos para la formación de los rasgos de mi carácter. Lo esencial que caracteriza a mi milenaria ciudad son las piedras. Las piedras son omnipresentes en todas las fachadas. No existe ni la posibilidad ni el deseo de pintar la fachada de tu casa de color rojo, rosa o amarillo, porque, como comentaba en un capítulo anterior, la comunidad tenía poca imaginación y menos aún fantasía. Las piedras tampoco la tienen. Los principales responsables de este carácter local, tan poco adecuado para un escritor, la tienen: un monje francés, aventurero, ambicioso y guerrero, procedente de la ciudad francesa de Agén; Doña Urraca, reina de León y Castilla y su sucesor, Alfonso VII. El religioso de la contestataria orden de Cluny, Bernardo de Agén, colgó temporalmente los hábitos para vestir un traje de mallas, como era habitual en sus guerras, y con la ayuda de mercenarios, a los que debió asegurarles el Paraíso si morían, y si sobrevivían el rico botín que guardarían los infieles detrás de aquellos muros, y expulsó de su fortaleza-castillo a los árabes almoravides, dejando desprotegida a la escasa población que habitaba un puñado de casas, guardadas por una muralla que resultó totalmente ineficaz, y tomó posesión del castillo y de la aldea, donde, además de saquearla, como era costumbre en aquellas guerras, debió hacer una limpieza de sangre entre los escasos habitantes de la aldea, para asegurarse de que todos eran cristianos o decididos a convertirse al cristianismo. Enterada Doña Urraca, por entonces reina de Castilla, de la gesta del religioso, concedió al libertador del castillo, la aldea y algunos territorios y aldeas colindantes, para que, con el importe total de sus diezmos, asegurasen sus gastos personales y los de su obispado, pues antes de su enfrentamiento con un puñado de árabes asediados y hambrientos, fue ordenado arzobispo, por lo que la modesta aldea se convirtió en sede episcopal. Pero el prelado tenía planes mucho más ambiciosos para convertir su insignificante episcopado en uno similar a los de su Borgoña natal, y una de las primeras y lógicas iniciativas era construir un símbolo de poder y dominio: una grandiosa catedral y su cabildo, para lo que necesitaba aumentar drásticamente las rentas de la nueva diócesis. El sucesor de doña Urraca, Alfonso VII, se hizo cargo de la importancia de la iniciativa de construir una monumental catedral en una población campesina de 1500 o 2000 habitantes, que apenas lograban sobrevivir con el mísero rendimiento de las cosechas de cereales en tierras exhaustas y los pocos vegetales y frutos que producían en las huertas próximas a un riachuelo, que apenas fluía en verano. El devoto Enrique VII, vinculado por lazos familiares a la Borgoña, igual que el monje, hizo posible su sueño aumentando generosamente su influencia, con sus consiguientes diezmos, sobre más ciudades y territorios, cediéndole, además, la rentable explotación de las salinas más productivas de la región. Finalmente, dejó escrito y sellado el poder total de la iglesia sobre mi ciudad: “...terminando por repetir (El rey Alfonso VII) que cuantos en esta ciudad hallan poblado o vengan a poblar, reconozcan y obedezcan como único Señor al Obispo y su iglesia.” Es decir, que yo y mi familia que vivíamos allí, debíamos estar sometidos al poder del obispo, porque nadie había derogado la voluntad del monarca borgoñés. Poder e influencia que se mantuvo prácticamente hasta la llegada de la democracia y su nueva Constitución. El ambicioso obispo no deseaba convivir con analfabetos y rudos campesinos y se propuso crear una clase media urbana, devota e ilustrada, dotando a la población de los servicios e infraestructuras necesarias para estimular el comercio, y alrededor de la catedral surgió un nuevo barrio, habitado por comerciantes y sus comercios. La misma estructura urbana en que se encontraba cuando yo vine al mundo, como he descrito en un capítulo anterior. Las iniciativas del obispo favorecieron en un principio el desarrollo de la ciudad, pero la comarca era pobre y, por tanto, el comercio era escaso, y pronto su desarrollo alcanzó sus límites naturales, y la población se estancó en los 5.000 habitantes, prácticamente los mismos que en la actualidad. La iglesia local vetó cualquier iniciativa de industrialización. Crearon una clase media de comerciantes, devotos y sumisos a los deseos del obispo, pero ¡no estaba dispuesta a crear una clase obrera, que en su mayoría era atea y beligerante contra la Iglesia! La población, en especial los comerciantes, aceptaron de buen grado la tutela del obispo. Asumió sus valores espirituales y suprimió prácticamente el goce de los sentidos, como los carnavales. Expresiones consideradas incompatibles con la moral religiosa fueron borradas de la mente de los feligreses, como “atracción sexual” o “deseo carnal”, “pasión erótica.” En fin, que todo lo relacionado con los sentidos, y en especial lo relacionado con la sexualidad, sufrieron un severo descalabro. La iglesia no tiene potestad ni influencia sobre el cuerpo ni sobre la mente, solo tiene ascendencia y total dominio sobre el alma. En sustitución, lo más lúdico, si descontamos la semana de su fiesta mayor, en que se permitía ciertos excesos, eran las solemnes procesiones, donde el pueblo volcaba toda su imaginación y fantasías reprimidas. Y sin duda que el mejor ejemplo eran las tradicionales alfombras de flores, durante la celebración del Corpus Christi, que tapizaban la calle por la que debía pasar el obispo a lomo de un humilde burro, castrado, naturalmente. En los siglos siguientes bajo el dominio eclesiástico, además de terminar la construcción de la catedral-fortaleza, con todos los estilos habidos, desde el románico al barroco, se construyeron hasta diez grandes edificios religiosos, incluido el palacio del obispado, y varias ermitas en una población estancada que no sobrepasaba los 5,000 habitantes, un tercio viviendo en el umbral de la pobreza, que incluían conventos, un seminario y dos internados de chicas y otro de chicos, dependientes de la Iglesia, y un solo colegio de primaria dependiente del municipio. Este es el ambiente en el que viví durante mis tiernos 14 primeros años de existencia, y tardé al menos 5 años más hasta que logré rescatar del pozo de mi memoria donde se entraban los sentidos y las ideas. Adolescencia Mi adolescencia está profundamente marcada por varios sucesos, de los que me ha quedado un vago recuerdo: la continuación de mi educación frustrada, mi negativa relación con mis dos hermanos mayores y el traslado definitivo de mi familia a Madrid, después de un breve cambio de domicilio al barrio de las familias de más abolengo, la calle donde vivía lo más selecto de la sociedad local. El principal suceso, que marcaría el inicio de mis desavenencias y desarraigo familiar, tuvo que ver con mi deseo de acceder a la Universidad. Cuando terminé primaria, se planteaba el dilema de cómo continuar mi educación hasta acceder a la Universidad. Mis padres no tenían ni la menor idea de lo que era el bachillerato, y mucho menos la Universidad. Para ellos no había para las gentes de nuestra clase otra opción que aprender un oficio de lo que fuera. Estudiar sin ningún sentido práctico inmediato, como era el bachillerato, no era un derecho sino un privilegio que solo las familias con recursos se lo podían permitir. La Universidad era simplemente para los ricos. En nuestra ciudad, como ya he comentado en capítulos anteriores, solo había una escuela donde se podía cursar el bachillerato, y era de la Iglesia. Había que pagar las matrículas y otros gastos eventuales, sobre todo los libros de texto, y mis padres, que seguían pensando en la inutilidad práctica del bachillerato, se negaron en redondo a costear mi educación. Insistían en las ventajas de aprender un oficio, incluso por correspondencia, como habían hecho mi madre, uno de mis tíos, reparación de aparatos de radio y mi propio hermano intermedio, que estaba a punto de conseguir su deseado diploma de delineante por correspondencia. —¿Para qué quieres estudiar cosas que no dan de comer— insistía mi madre—, eso es para familias ricas, pero los pobres tenemos que ser más prácticos y estudiar algo con provecho. Era totalmente inútil tratar de convencerles de la importancia de la educación superior, y me hubieran considerado poco menos que un demente si les hubiera confesado mi deseo de cursar estudios superiores para tener una formación sólida como escritor. Aunque la filosofía no estaba por entonces entre mis inquietudes de adolescente, ya tenía decidido seguir la opción de “Filosofía y letras”. —¿Filosofía y Letras? —me preguntó mi madre, sin ocultar un claro gesto de ignorancia cuando le revelé cuál era mi deseo—. ¿Y que oficio es ése? Sabía que era inútil hacerle comprender que cualquier graduado superior es la base para lo que desees dedicarte, como en mi caso escritor, así es que no insistí, y comprendí que no tendría nunca una graduación universitaria. ¡Ni siquiera el bachillerato! Solo me quedaba la alternativa de educarme siendo yo mismo el jefe de estudios, el profesor y el examinador. ¡Y eso es lo que intenté hacer, pero una opción a la desesperada! El segundo amargo recuerdo de mi adolescencia fue debido a mis difíciles, y a veces violentas, relaciones con mis hermanos mayores, que por el simple hecho de ser mayores, se creían que yo, no solo debía guardarles respeto, sino sumisión. Esta triste experiencia me hizo creer en dos aspectos fundamentales en la formación de la personalidad, que con el paso del tiempo se ha consolidado plenamente en mi conciencia: la existencia de la transmigración y la maldad o la bondad innata de las personas. Yo formaba parte de una familia en la que no reconocía ninguno de mis valores personales. No teníamos nada en común que pudiese considerarse como herencia familiar. Yo me consideraba un adolescente sensible amable, imaginativo y rebosante de fantasía; ellos eran insensibles, rudos y con ideas que para mí eran malvadas, que solo podían tener mentes perversas. Yo intentaba ser razonable y ellos solo sabían pontificar dogmáticamente sus absurdas opiniones; yo deseaba fervientemente llegar a la educación superior, pero ellos lo interpretaban como un gesto de soberbia y de altivez. Ellos también pensaban que los de nuestra clase no podían aspirar a tanto, y era más realista aprender un buen oficio, como hicieron ellos dos. Con mi hermano mayor, del que me separaban 10 años de diferencia, apenas me relacionaba. Tuvo la mala suerte de ser él quien en realidad soportaba toda la familia, porque el negocio poco rentable de las bicicletas dio paso al de las motocicletas, y él demostró ser un gran mecánico, lo que atrajo numerosa clientela. ¡Demasiada responsabilidad para un joven con 20 años, al borde de la neurosis, por su incapacidad para entablar amistad con jóvenes de su edad, a pesar de ser atractivo y tener a algunas jóvenes interesadas por él, por lo que hubiera podido seducirlas fácilmente. Pero la fatal combinación de su timidez y la negativa influencia de mi padre, que le obligaba a trabajar hasta las horas en que otros jóvenes alternaban y se divertían en los bares. Al terminar su penoso trabajo ni siquiera tenía deseos de cambiarse de ropa, y vestido con un mono grasiento con olor a gasolina, acudía a la última sesión del cine local, y esa era su única diversión hasta que por su causa, tuvimos que trasladarnos a Madrid, ¿De dónde surgía mi personalidad tan dispar del resto de mi familia, incluidos mis abuelos maternos? Solo tenía alguna afinidad con mi madre, pero en el fondo no era más que un deseo de mantener una relación afectiva con alguien de la familia, para no sentirme solo e ignorado, porque el resto, no solo me ignoraban, sino que, como sucediera con mi abuelo, creo que en el fondo y calladamente me detestaban. Por esta deprimente situación llegué a la conclusión de que mi personalidad no la había sido herencia ni de mis padres ni de mis abuelos, sino de alguien, sin tener una respuesta sobre cómo y de quién podía ser el donante. De mis padres solo había recibido la herencia genética, pero no la ética, la moral o la inteligencia. En fin, que consideraba a mi familia como gente común, sin ambiciones, sin imaginación ni por supuesto, creatividad. Yo no podía decirles que aspiraba a ser un buen escritor, porque todavía se estarían riendo de mí por lo que para ellos era una disparatada ambición. Parecía como sintieran orgullosos de ser unos “don nadie”. ¡No, al menos una parte de mí no podía ser miembro de aquella familia! Creo que ellos también pensaban igual que yo, y que mis aspiraciones eran poco realistas y hasta humillantes. Para todos yo era el “Abogadillo de secano”, como me había bautizado mi abuelo. La otra idea que fue ganando credibilidad en mi mente era que estaba convencido, y aún hoy lo estoy, que esa personalidad que adquirimos por la transmigración podía ser bondadosa o perversa, y no había medio alguno de cambiar esta situación. Creo que quien nace perverso, pasará toda su vida intentando hacer daño, porque es lo que les hace sentirse realizados, en tanto que otros nacen con un carácter bondadoso, y procuran dedicar sus vidas a hacer el bien de la forma que le permita su vocación. De otro modo no podía justificar el comportamiento de mis dos hermanos conmigo. Mi propia madre me proporcionó algunas informaciones sobre mi hermano intermedio que corroboraba mi tesis. La crianza de mi hermano supuso un auténtico calvario para ella, porque escupía las papillas y no cesaba de llorar, en tanto que mi crianza a pesar de las difíciles condiciones de los primeros meses no les di apenas trabajo. En cuanto al breve cambio de residencia a uno de los mejores barrio de mi ciudad, en realidad se trataba de una buhardilla en un edificio del siglo pasado, no como la viviendas nobles del resto de la calle, construidas en el siglo XVIII por uno de los obispos. En nuestra buhardilla todo era reducido al mínimo espacio, donde no cabíamos toda la familia, pero tenía algo especial que convenció a mi madre, para que hiciésemos aquel radical cambio de ambiente: una enorme terraza, desde donde se contemplaban las nobles y espaciosas viviendas de la calle, un palacio barroco, que había sido la sede de la coral de la catedral que existía antes de la guerra civil, y una impresionante vista sobre los tejados, en los que destacaba la imponente silueta de la catedral. Desde las ventanas del lado norte, podíamos ver los cerros yermos y los campos sembrados de las laderas. Esas privilegiadas vistas y la soleada terraza justificaron nuestras dificultades para encontrar la manera acoplarnos a tan reducido espacio. Pero algo cambió mi vida: los niños de aquel barrio no eran como los que había en nuestro antiguo barrio. Ya no necesitaba salir a la calle con los bolsillos llenos de utensilios para el juego, porque allí no había arena para hacer carreteras ni para hacer hoyos y jugar al gua. Allí los niños no jugaban en la calle, sino en sus amplios portales o en sus patios traseros, por lo general bien cuidados jardines. Tampoco jugábamos los niños en un lado de la calle y las niñas en el otro, sino todos juntos, porque eran juegos menos competitivos y más compatibles. De todas formas yo ya no era un niño sino un adolescente que experimentaba sus primeros juegos sensuales, y empezaba a descubrir los encantos del sexo femenino. Todo esos excitantes sensaciones, que me estimulaban a ser alguien importante para estar a la altura de mis nuevas vecinas, se terminó bruscamente por culpa de mi hermano mayor. Debido a su neurosis cometió un delito sexual que no tuvo trascendencias judiciales, porque la víctima le perdonó, pero fue suficiente para avergonzarle y se negaba a acudir al trabajo. Mi padre no tuvo otra opción que dejar nuestra ciudad para instalarnos en Madrid, con toda la incertidumbre que suponía aquella dramática decisión, y que pronto las padeceríamos toda la familia. Sensualidad Nuestra estancia en la minúscula pero alegre nueva vivienda duró poco, pero lo suficiente para estimular mi adormecida vocación de escritor. Seguía sin resolverse el dilema de mi educación. Tampoco podía poner en marcha mi plan de estudios de autodidacta, porque no contaba con medios ni había en la ciudad donde comprar los libros que creía necesarios. Todos los adolescentes de mi nuevo barrio cursaban ya algún año de bachillerato, y con toda probabilidad conseguirían alguna graduación universitaria. Afortunadamente para los nuevos juegos sensuales no era necesaria ninguna graduación. La adolescencia es probablemente la edad más crítica de nuestra vida. Hasta ese delicado periodo toda nuestra atención se concentra en descubrir las posibilidades de nuestro cuerpo, a partir de la adolescencia empezamos a descubrir las posibilidades del alma y sus anhelos y deseos. Es el despertar de los sentidos internos, como la conciencia, la razón y la lógica, la imaginación, las emociones, y también de los externos, el sonido de la música, las caricias o el buen gusto, pero tamizados por una precaria moralidad recién adquirida. En adelante todos nuestros actos tienen una valoración ética o moral. Es el momento de nuestra vida en que la conciencia se expresa ya con claridad y nos dice si nuestros actos son o no son aceptables. Pero lo más importante de esta delicada edad de crecimiento personal es la imperativa necesidad de comunicar nuestras inquietudes. Son tan nuevas que no podemos estar seguros de si son acertadas o erróneas sin consultarlas con adultos que merezcan nuestra confianza, como los propios padres o los profesores. Si no encontramos comprensión ni en nuestros padres ni en nuestros profesores ni en cualquier adulto de confianza, esa frustración se convertirá en una poderosa energía creadora, tanto más intensa cuanto mayor haya sido su frustración y sentimiento de soledad y abandono. Todos los adolescentes desean crear su propio mundo, lo que les incita a imaginar qué puede haber en ese mundo personal. En el mío había un escritor aclamado, junto a una compañera amable y complaciente, pero sobre todo inteligente, para que fuera mi amante, mi amiga y mi consejera y crítica de mis previsibles obras literarias futuras. Son esas poderosas y emotivas imágenes de la adolescencia las que estimulan la voluntad del artista para intentar hacerlos realidad. La creatividad sugiere felicidad. Todos los artistas, incluidos los escritores, nacen es ese critico momento de nuestra vida. Si no comienza con un sueño de adolescentes, sus obras perderán emotividad y creatividad. No tendrán otro fin que el de entretener, pero no deleitar. Fue enormemente gratificante para mi encontrarme con aquellos adolescentes de mi nuevo barrio y que me aceptaran en sus juegos. Yo tenía muchos valores en común con ellos. No estaban resentidos por ninguna marginación o trato vejatorio. Sus padres no eran santos, pero como comerciantes, habían aprendido a tratar a todos por igual, fueran de la clase social y del barrio que fueran, siempre que pagasen religiosamente lo que compraban, lo que podía interpretarse como liberales. Otro aspecto que facilitó mi rápida integración en el selecto barrio fue la buena reputación de mis abuelos. Bastaba decir: “Soy el nieto de los Fernanditos”, respetuoso apodo con que se conocía a la familia de mi madre, para que me abrieran todas las puertas. Salvando, no obstante, las diferencias de nuestra posición social. Apenas entré a formar parte del grupo, me enamoré perdidamente de una de las chicas. En mi exuberante fantasía ella era sin duda la compañera de mis sueños de gloria. Incluso su nombre me parecía glorioso a la vez que insinuante. ¡Mercedes! ¿Mi primer amor y por tanto inolvidable y eternamente añorado! Pero de la noche a la mañana todo ese caudal de nuevas y gratificantes experiencias se desmoronó, porque una vez se impuso el fracaso, tan familiar ya para mí. La familia de mi gran primer amor había desaparecido. Su amplio portal, que permanecía siempre abierto, estaba cerrado. De uno de los balcones pendía un crespón negro, ¡su padre había muerto!, y la viuda y su hija se habían trasladado a otra ciudad, que yo nunca supe cuál era, porque hubiera dado igual. Solo había sido una fantasía de un adolescente con urgente necesidad de afecto, porque vivía inmerso en un infierno familiar, que ya no la consideraba que era la mía. Este triste suceso fue el desencadenante de un cúmulo de nuevos sucesos, que culminaron con mi huida de lo que ya no podía llamar mi casa, mi hogar o mi familia. ¡Huiría del aquel infierno! El traslado No tuve tiempo de asimilar el trágico final de mi primer amor, cuando mi madre me reveló los planes de la familia. Le costaba pronunciar con claridad algo que terminaba con sus aspiraciones de consolidar su profesión y su callado proyecto de crear una modesta escuela para enseñar “Corte y Confección” a las jóvenes que pudieran estar interesadas. También mi padre había hecho planes para la construcción de un nuevo taller, pero de automóviles, con una vivienda en la planta superior, con habitaciones para todos. —¡Hijo, la semana que viene nos vamos de la ciudad! —¿Nos vamos? ¿A dónde? —le pregunté alarmado por aquella inesperada noticia. —A Madrid. —Pero ¿por qué? ¿Es que ya no te gusta esta nueva vivienda? —¡Hijo, claro que me gusta! Pero tu hermano se avergüenza por lo que ha hecho y no quiere salir de casa, y sin él nuestro taller no puede funcionar... ¡Otra vez mis hermanos interfiriendo en mis proyecto e ilusiones! Ahora que parecía que todo iría bien en la familia; que mi madre tenía ya de su propiedad la vivienda que le gustaba, en el mejor barrio de la ciudad, y que mi padre había conseguido la representación de una popular scooter italiana, de las que ya había vendido algunas, lo que le dio alas para proyectar una drástica ampliación del negocio, y que por la buena reputación que había conseguido nuestro modesto taller, un banco local estaba dispuesto a financiar. En cuanto a mí, no solo había encontrado el ambiente adecuado, sino que estaba seguro de que pasado el verano, en el que ayudé a mi padre ocupándome de las bicicletas de alquiler para los veraneantes, de los que recibía generosas propinas, cederían y me matricularían en la escuela del obispado, para proseguir con mi educación. ¡La torpeza de mi hermano mayor arrasó todos los sueños de la familia! Mis padres habían invertido todos sus ahorros, gracias a muchos sacrificios, incluido el de mi educación, en la buhardilla y se encontraban en una precaria situación financiera para afrontar los gastos del traslado. Para mí ya no habría solución. Dejar mi ciudad, mis nuevos amigos, el nuevo barrio, con sus admiradas viviendas y distinguidos habitantes. La posibilidad de dar un simple paseo y encontrarme en plena naturaleza. El antiguo barrio, donde había pasado mi niñez y, sobre todo, la tan deseada posibilidad de continuar mi educación, eran imágenes y escenarios que una semana antes de nuestra huida, porque era eso nuestro arrebatada partida, ¡ya las añoraba! Mi madre lloraba mientras empaquetaba las cuatro cosas que pudiese necesitar y mi padre volvió a recobrar su ya superada actitud de fugitivo, y su carácter se hizo irritable y muchas veces colérico, porque estaba profundamente afectado por aquellos inesperados acontecimientos. ¡Su hijo mayor le había levantado el negocio, para hundirlo años después! Ahora tenía que empezar de nuevo en una ciudad que apenas conocía, inmensa, deshumanizada y agobiante. En nuestra ciudad si pasabas un mal momento financiero, siempre podías encontrar alguien que te ayudara, pero en la nueva ciudad no conocíamos a nadie, excepto una amiga de mi madre, quien fuera su compañera cuando servía, y donde, junto con mi madre, yo pasaría la primera noche de nuestra llegada, porque ni siquiera habíamos tenido tiempo de buscar una vivienda adecuada para nuestro presupuesto. Un día antes de subir al tren de mi exilio forzoso, visité, sin poder contener las lágrimas, el portal cerrado de mi primer amor, con el crespón negro todavía en el balcón, la única persona que había conseguido hacerme sentir la grata emoción de la felicidad, ¡que yo hasta entonces desconocía! “Adios, Mercedes, contigo subí al cielo —susurré angustiado y lloroso—, y ahora mi familia me llevan otra vez al infierno. ¡Estés donde estés y pase el tiempo que quiera pasar, nunca te olvidaré!” El único que se libró de aquel purgatorio fue mi hermano mediano, que recibió su diploma de “Delineante”, se presentó con él en una refinería ubicada en el litoral del Mediterráneo y fue admitido. Allí transcurrió toda su vida laboral, aunque no como delineante, sino como responsable del mantenimiento de la flota de bicicletas que la empresa ponía a disposición de sus empleados para recorrer las extensas instalaciones. ¡Fiel a la tradición familiar! El causante de este debacle familiar era el único que se beneficiaba del traslado y estaba ya en Madrid desde hacía una semana, con el encargo de buscar un local adecuado para rehacer el que habíamos abandonado en nuestra ciudad. También tenía el encargo de buscar algún sitio donde alojarnos, pero fue incapaz de encontrar una vivienda ajustada a nuestras posibilidades, y nos sugirió que, de forma provisional, podíamos habilitar el sótano del local como vivienda, hasta que encontrásemos un lugar más adecuado. Mi madre se negó a vivir en un sótano, aunque fuera por un solo día, donde posiblemente las ratas se pasearían como si estuvieran solas. Pero mi padre se había vuelto autoritario y violento, la obligó a aceptar la propuesta. Estaba en un verdadero mar de lágrimas cuando se despidió de mi abuela, quien sin la mínima delicadeza ni compasión, le recordó los oídos sordos que hizo a sus proféticos consejos y advertencias que le hizo cuando les comunicó su deseo de casarse con mi padre. ¡Mi abuela, simplemente, no tenía corazón! Mi pobre madre tuvo que recurrir a unas desfasadas gafas de sol de su juventud para ocultar sus ojos enrojecidos por el llanto, cuando subimos al tren que nos llevaba al exilio voluntario. Cuando desde la ventanilla del vagón contemple la panorámica de mi ciudad, en esa extraña hora del crepúsculo, en que solo quedaba iluminado con los últimos rayos de sol la imponente mole del deforme castillo, situado sobre la cumbre de la ladera dónde se asentaba mi ciudad, me preguntaba a mí mismo por qué había venido al mundo en el seno de aquella desdichada familia. O si existía alguna clave oculta que yo no era capaz de descifrar. Miré a mi madre, encogida e inmóvil, oculta con sus desfasadas gafas y tuve la impresión de que ¡ella se estaba haciendo la misma pregunta! Madrid Durante el viaje a Madrid parecía que asistiéramos a un entierro, que en realidad era eso. Ni mif padre ni mi madre cambiaron más de cinco o seis palabras para pasarse uno al otro una botella de agua o lo que había preparado mi madre de comer para el viaje, y poco más. Era evidente que estaban profundamente afectados, y en esos críticos momentos mi padre perdía los nervios y la gritaba con facilidad. Sin duda que la peor parte de este drama familiar lo padecía mi madre, porque ella también era temperamental y de espíritu independiente, por lo que sus discusiones alcanzaban niveles de gran tensión y violencia. Mi madre no ocultaba a mi padre que se había equivocado en la elección de marido, y siempre se lamentaba de haber rechazado a su paisano, lo que obviamente irritaba a mi padre. ¡Y yo siempre estaba en medio de sus constantes peleas! Ninguno de los dos se contenía ante mi presencia, incluso en ocasiones me pedían que entrara en la discusión y les dijese de qué lado estaba, y, por supuesto, yo no apoyaba ni a uno ni a otro, aunque en la mayoría de las discusiones, me hubiera puesto del lado de mi madre, y hubiera sido en todas si mi madre hubiera tenido más tacto y no provocase inútilmente el colérico carácter de mi padre, después de la debacle familiar. Pero tampoco ella se contenía, y era una situación muy violenta para mí. Era evidente que el matrimonio estaba roto desde hacía varios años, pero, no solo el divorcio era ilegal por entonces, sino que habían asumido que el matrimonio era un lazo indestructible, y debían mantenerse unidos hasta que la muerte los liberase. La llegada a Madrid me produjo una fuerte impresión de malestar. Tanta gente moviéndose de un lado para otro, sin encontrarte con ninguna cara conocida, como ocurría en mi ciudad, me trasmitía una profunda sensación de soledad, rodeado de solitarios, en un lugar donde no se podía estar solo. No; no me gustaba aquel lugar y no auguraba ni mucho menos que fuera feliz en aquel deshumanizado ambiente. Pero no tenía otra opción que seguir a mis padres a donde quisieran ir. El reencuentro de mi padre con mi hermano mayor fue violento y no cesaban de culparse el uno al otro por lo sucedido. Mi hermano argumentaba en su defensa que mi padre le había exigido más de lo que era tolerable por un joven de 22 años, y mi padre enfurecido le replicaba que él había trabajado junto a sus padres tan pronto como se aguantó firme sobre sus dos piernas. Mi madre y yo estábamos invitados a cenar y a dormir en el piso de su amiga, mientras mi padre y mi hermano ponían a punto todo lo necesario para el taller y limpiaban el sótano para instalarnos allí tan pronto como estuviera habitable. Cuando finalmente nos instalamos, el espectáculo era patético y deplorable. En el fondo, ventilado por un ventanuco que daba directamente a la calle, había 4 colchonetas, que no tengo ni idea de dónde salieron. En el otro extremo estaba lo que se supone que era la cocina, con un hornillo eléctrico sobre un cajón de embalaje y un gran cubo con agua, que había que traer del taller, donde también estaba el WC, y en el centro, junto a la escalera, estaba la mesa donde comíamos las pocas cosas que mi deprimida madre era capaz de cocinar en aquel horrible lugar. Así pasamos el primer mes de apertura del nuevo negocio, con mediocres resultados económicos, pero con buenas perspectivas, por lo que mi padre parecía más calmado, mi madre pasaba el día intentando encontrar una vivienda ajustada a nuestras posibilidades, ¡lo que parecía imposible de lograr! De mí nadie se ocupaba y no tenía nada mejor que hacer que recorrer el barrio, descubriendo qué posibilidades tenía de encontrarme con otros chicos de mi edad, con lo que pudiera hacer amistad. Pero parecía que allí solo vivían adultos ocupados en sus cosas, sin prestar atención a un desolado adolescente, que se detenía delante de los escaparates de reposterías y de las librerías, porque tenía hambre de ambas cosas por igual. Pero, bien reza en la sabiduría popular, que la dicha dura poco en la casa del pobre, porque cuando por fin, ayudada por su antigua compañera en el servicio domético, encontró la única vivienda que podíamos costear, y el negocio parecía despegar, nuevamente mi hermano mayor puso un brusco final a nuestra penosa recuperación, ¡apartándose definitivamente de la severa tutela de mi padre! La nueva vivienda Las relaciones entre mi hermano mayor y mi padre eran cada día más tensas, con enfrentamientos constantes por cualquier nimiedad en el negocio. Era evidente que mi hermano deseaba librarse de la férrea tutela de mi padre, y la solución le vino de una peluquería de señoras, situada dos puertas más abajo de nuestro taller. Como he comentado en otra ocasión, mi hermano era bastante atractivo y hubiera podido seducir a muchas mujeres. Así es que la única oportunidad para su problema psicológico era cambiar los papeles y dejarse seducir por una mujer. Y esa fue la complicada labor de una ingenua empleada de la peluquería. ¡Una sencilla mujer con la pretensión de seducir a un hombre complicado! Otra unión contra la lógica, pero que no sería la última. Parecía una maldición ancestral de nuestra familia, condenados a elegir la pareja menos idónea. ¡Pobre víctima del predador sin conciencia de mi hermano mayor! Con la burda excusa de tener siempre algo estropeado en la peluquería, venía a nuestro taller para pedirle a mi hermano una herramienta con que reparar un supuesto desarreglo, pero aprovechaba para insinuarse a mi inexperto hermano, con los sutiles juegos de la seducción. Pero él no parecía darse por enterado de las intenciones de la peluquera. No sé cómo solucionaron esta limitación psicológica, pero poco tiempo después ya eran oficialmente novios. Cada día él la llevaba a su casa, prácticamente en el otro extremo de la ciudad, en alguna de las motocicletas que los clientes dejaban para reparar. Era una joven tan ingenua y sencilla como sus padres, que acogieron al novio con alivio, porque no creían que la pudieran casar. Eran tan profundas sus desavenencias con mi padre que, a pesar de contar ya con una vivienda, prefería quedarse a dormir en el sótano del taller. Pero la nueva vivienda no era mucho mejor que el sótano. Estaba ubicada en un edificio de principios de siglo, ¡y no había sido reformada!, por lo que todavía tenía los utensilios y servicios originales, como el fregadero de mármol, la cocina de carbón, no tenía ni baño ni agua caliente y la vetusta grifería goteaba por todas partes. Para colmo era tan reducido que me tocó dormir en una cama instalada en el comedor. ¡Aquella maldita vivienda es uno de mis recuerdos más amargos! A su incomodidad y fealdad se unían las dificultades económicas, las discusiones con mi hermano y el lento progreso del negocio en el que habían invertido prácticamente todos sus recursos. No pasaba un solo día sin que en aquella casa se produjera alguna discusión, en ocasiones, extremamente violentas. Mi madre amenazaba a mi padre con volver a su ciudad, lo que enfurecía todavía más a mi padre. ¿Por qué no era posible el divorcio, que hubiera sido la solución? ¡Era un auténtico infierno y empezó a pasar por mi mente la idea de escapar de lo que ya no podía calificar de familia ni mucho menos hogar. Era consciente que mi huida podía ser echar más leña al fuego en la crítica situación de mis padres, pero al mismo tiempo podía servir para que abrieran los ojos y se acordaran de que yo era un ser humano con sentimientos, para quien su mal comportamiento era intolerable y les serviría de lección. En una dramática decisión pensé que sería la segunda opción la más probable y tomé la firme decisión de escapar tan pronto como consiguiera algún dinero para sobrevivir. Mientras yo padecía los efectos de su desarreglo mental, mi hermano apresuraba su separación de la familia con una formidable excusa: “El casado casa quiere”, y dio el primer paso para su propio desastre familiar, casándose precipitadamente con la ingenua peluquera. Por parte de nuestra familia, la boda fue lo más parecido a un entierro, porque la familia de ella, una pareja de proletarios, habitantes de un suburbio con pequeñas viviendas protegidas, parecían encantados y encontraban a su yerno un muchacho formal y trabajador, a juzgar por los entusiastas informes de su hija. Fue ese el único día que mis padres no discutieron, y aparentaban ser una pareja bien avenida. La siguiente novedad del recién casado, que acabó por desquiciar a mi padre, fue que pasarían su luna de miel en la remota Alemania, donde debería incorporarse en la cadena de montaje de una popular marca de automóviles alemana, en los próximos 15 días. Contrato que había gestionado con anterioridad en el Instituto Español de Emigración. Tal vez eligió ese remoto lugar para estar lo más lejos posible de los despojos de su familia. Mi padre tuvo que aceptar su decisión, porque su hijo ya era un hombre casado, independiente y responsable de su propia familia. Al día siguiente de la sencilla boda partían los recién casados en un tren especial para los que viajaban por aquellas fechas con destino a las cadenas de montaje, las fabricas de herramientas y otros cientos de industrias que necesitaban con urgencia “trabajadores extranjeros temporales”, porque confiaban en que pasados unos años no se adaptarían al ordenado y metódico estilo de de vida del país y volverían al suyo, para invertir sus ahorros en la entrada de un pisito en alguna nueva barriada obrera de la periferia. Algunos, que habían vuelto conduciendo un Mercedes de quinta mano y restaurado tras sufrir algún accidente, contaban sus proezas en tierras germanas y las maravillas técnicas de su flamante automóvil! ¡Eso era todo! Tengo que decir, cambiando el tono del relato, que en aquella boda yo conocí al segundo gran amor de mi vida. No recuerdo ni su nombre ni las causas de mi enamoramiento, pero seguro que fue porque me debió parecer ella también con las cualidades que había soñado un años antes. Es con esos primeros amores con los debíamos unirnos, y con toda seguridad que acertaríamos, pero por desgracia aparecen demasiado pronto y perdemos su rastro. Pasé cerca de un año merodeando por su casa, por si salía a comprar el pan o a otro recado y podía volver a verla, ¡pero nunca la volví a ver! Tenía todo preparado para mi arriesgada fuga, porque dada mi edad no tardaría en ser devuelto a mi familia. Pero estaba decidido y una soleada mañana de finales del mes junio, estaba yo en el arcén de la autopista haciendo auto—stop sin un destino concreto, ¡cualquier lugar en el que hubiese paz y libertad! En aquellos años los conductores recelaban menos de los que nos echábamos a las carreteras para viajar gratis. Yo probablemente hice 20.000 kilómetros en unos pocos años, hasta que tuve mi propio automóvil. No sólo viajaba gratis, sino en ocasiones si le caías bien al conductor, también podía almorzar o cenar gratis. Como ya he comentado en otra ocasión, mis fracasos iban casi siempre acompañados de algún inesperado golpe de suerte, como sucedió en mi primer día de libertad. Sin la negativa influencia de mis padres intenté recuperar mi temperamento jovial y apasionado. Debí caerle bien a la persona que me recogió, porque no paramos de charlar sobre mil cosas durante el largo viaje con destino a una ciudad costera, donde tenía previsto pasar unas cortas vacaciones. Fue como viajar en una burbuja, disfrutando de un viaje lleno de interesantes detalles del paisaje para contemplar y comentar. Durante aquel agradable viaje pude saborear la vida como sencillamente debería ser normal, y me olvidé por unas horas de que era un fugitivo menor de edad. La escapada Era la noche de San Juan, y las gentes de aquella gran ciudad portuaria celebraban esta romántica noche con animadas verbenas de barrio, en calles engalanadas con cadenetas de colores y farolillos chinos, y para no perder el aliento en el baile, había sobre grandes mesas sus imaginativas y populares “Cocas de la revetlla de Sant Joan”, unas sencillas tortas, pero decoradas con mil formas y colores diferentes. No era ese mi estado de ánimo para tan festivo recibimiento, pero me dejé contagiar y me acerqué a una de las verbenas, y la mujer que estaba al cuidado de las cocas me ofreció un trozo, con un comentario que apenas entendí: —Tome jove, per que alegres esa cara, que estem a Sant Joan! Aquel recibimiento me impresionó tanto, que tenía la sensación de haber entrado en otra dimensión y estaba en un mundo distinto del que había huido unas horas antes. La intuición me dijo que si mi espíritu era trasmigrado de otra persona, posiblemente habría habitado en esta ciudad. Tenía la extraña sensación de haber estado allí antes, porque todo me resultaba familiar, incluso su idioma, aunque no lo entendía completamente, sí me resultaba familiar su entonación. Pero la realidad era muy distinta. Se agotaron las cocas, el cava y las verbenas y tenía que pensar dónde dormir aquella festiva noche con mi escaso presupuesto y tan solo con 15 años a punto de cumplir 16. Con la incertidumbre y la angustia por las consecuencias que podía tener mi escapada, lo primero que hice después de aquel amable recibimiento fue peregrinar al santuario de los oprimidos: ¡El mar Mediterráneo! Desde el lugar al que pude acceder solo podía contemplar una ínfima parte de su inmensidad, pero sí llegaba hasta mí su perfumada brisa, que me traía las imágenes de tantos relatos de extraordinarias criaturas marinas, viejos pescadores en una titánico duelo con su captura, historias de un tiempo mítico, rebosantes de héroes, sirenas encantadoras y viajes eternos en busca de una quimera guardada celosamente por un gigante deforme y vulnerable. Aquella sensación de libertad, y al mismo tiempo tristeza, estimulaba poderosamente mi imaginación, y en ese momento hubiera podido escribir brillantes páginas con solo aquella sugerente mezcla de imágenes que rompían con todas las leyes físicas del espacio y del tiempo. Pero tenía que encontrar un lugar donde mi cuerpo y mi alma se sosegaran, para poder pensar con claridad lo que estaba haciendo. Alguien me informó de una pensión barata donde no pedían papeles, situada en el barrio más sórdido de la ciudad, entre prostíbulos y clínicas para el tratamiento de enfermedades venéreas. Callejuelas oscuras, con sombras vivientes, que iban de prostíbulo en prostíbulo preguntando a las resignadas mujeres el importe de su cuerpo y los servicios sexuales que le ofrecían. La misteriosa pensión estaba en el centro de ese submundo de pesadilla, que es la prostitución ya decadente, de mujeres envejecidas y hombres derrotados por su incapacidad para vivir; desterrados de la familia, la sociedad y del Estado. La pensión me recordaba imágenes de campos de concentración nazis. En una gran sala, prácticamente en penumbra, había una docena de camastros colocados con cierto orden, que desprendía un denso olor a suciedad, tabaco y otros desagradables olores difíciles de identificar. Sobre los camastros yacían supuestos seres humanos, aunque por su aspecto había suficientes razones para ponerlo en duda. En la entrada un personaje tétrico, vestido de negro y sentado en un sillón de enea desvencijado, controlaba la sala, cobraba los clientes, nos proporcionaba una sábana supuestamente limpia, para que hiciésemos nosotros mismos la cama. Yo estaba aterrorizado, pero no podía seguir deambulando por aquellas tenebrosas calles, y acepté aquel alojamiento con gran repugnancia y una profunda depresión, porque aquellas sórdidas imágenes no formaban parte de mis sueño de adolescente. No obstante, me consolaba pensar que aquella penosa experiencia era muy valiosa para un futuro escritor y no pueden ser contempladas si no es forzados por la necesidad. Con ese pensamiento y las intensas emociones de aquel día, me quedé profundamente dormido. A pesar del hosco ambiente de aquella sala, me desperté con renovado ánimo, propio de un nuevo día, en el que todo puede suceder. Si alguien en esa gran ciudad esperaba de aquel nuevo día un milagro, ¡ese era yo! De otro modo mis reservas no durarían ni dos días, sobre todo porque tenía que invertir en cafés con leche, que descartando el agua del grifo era lo más económico y que mejor disimulaba el hambre, en los lugares dónde hubiese gente de mi edad e intentar entablar conversación y que me pudiesen ayudar. Por desgracia, no tuve suerte esta vez y el único joven que conseguí contactar, no fue precisamente un buen consejero. —¿Que estás sin un duro? Pues haz lo que yo y tendrás pasta fácil y rápido. —¿Y qué hay que hacer? —¡Ah, qué hay que hacer! Tú nada, solo dejarte manusear un poco por unos maricones. ¡Ese no era el milagro que yo esperaba. Los dos días siguientes los pase deambulando de un sitio a otro, sin saber qué buscar ni a dónde ir. Del poco dinero que llevaba ya solo me quedaba para uno o dos cafés con leche, lo único que había injerido desde el trozo de coca y mi estómago estaba pidiendo algo, antes de devorar sus propios jugos gástricos. Había descubierto una forma de conseguir bebidas embotelladas gratis, porque el agua de los grifos era nauseabunda. Pedía en los bares usar el baño, y muchos por falta de espacio solían almacenar las bebidas dentro del baño. Solo necesitaba una abrebotellas y beber rápidamente la bebida hurtada. En uno de estos bares, en el baño no solamente había bebidas almacenadas, también había dos grandes latas de melocotones de almibar. Tenía demasiada hambre como para no intentar sacarla de allí sin ser visto. El bar estaba muy concurrido, y nadie sospecharía que un joven educado llevase en su abultado macuto una de las latas de melocotones en almibar. No sé cuántos comí cuando pude abrirla con la ayuda de una navaja que consideré tendría que ser parte de lo que posiblemente iba a necesitar. Pero aún quedaban muchos en la lata y yo volvería a tener hambre muy pronto. Así es decidí esconder el resto en el interior del coche abandonado en el que pasé la siguiente noche, porque ya tampoco podía costear la miserable cantidad de la pensión de los camastros. El resultado de aquel hurto fue una severa intoxicación, con todo el cuerpo lleno de granos y el estómago muy afectado. En el centro médico que me atendieron se pusieron en contacto con mis padres, y al día siguiente me reuní con mi sufrida madre, que viajó 600 kilómetros en un tren nocturno para venir a rescatarme. . Tal como yo pensaba, se culparon a ellos mismos por mi huida y no hubo recriminaciones ni castigos, sino todo lo contrario, se sentían aliviados por final feliz de mi aventura y durante algún tiempo cesaron de pelearse, ¡al menos en mi presencia. El barrio obrero No puedo, ¡ni quiero!, recordar cuánto tiempo permanecimos en aquella horrible primera vivienda, pero, una vez más gracias a la providencial ayuda de la amiga de mi madre, mis padres lograron encontrar una vivienda algo más digna y, en lo que me afectaba a mí, también creían tener la solución a mi insistencia por cursar el bachillerato. La vivienda era una reciente construcción de un nuevo barrio obrero, de los que proliferaban por todos los límites de la ciudad, debido a la masiva inmigración de las zonas rurales, empobrecidas o marginadas por la mejora de la economía nacional y las buenas expectativas de encontrar un empleo en las muchas fábricas o servicios creados durante la década de los años 60. Los bloques de viviendas, sin ninguna concesión al diseño o el estilo, solo al sentido práctico, con los materiales más baratos y el espacio mínimo para un matrimonio y dos hijos, si eran capaces de compartir una misma habitación sin pelearse, al menos tenía donde ducharse y todos los mínimos servicios necesarios para gente sin demasiadas ambiciones de confort. El urbanista que lo diseñó dejó un generoso espacio entre un bloque y otro, con la intención de que fueran zonas ajardinadas, pero nunca hubo jardines ni siquiera plantas silvestres, solo arena, donde no podía crecer nada con vida. Allí había suficientes adolescentes como para formar pandillas, y como todos éramos nuevos y habíamos caído en ese barrio por causas similares, no era difícil entenderse con ellos, a pesar de que no eran precisamente muy ambiciosos. La mayoría solo aspiraban a conseguir un buen empleo, pero no les preocupaba la educación, tenían suficiente con la primaria. Yo sentía cierto afecto por una de las chicas de nuestra pandilla, nada apasionado, además era tres años menor que yo, y a esa edad se notan estas diferencias. Ella parecía mostrar la misma simpatía por mí, pero de una forma extraña, porque siempre teníamos que hablar de nuestras cosas en un punto concreto, junto a una de las ventanas de su bloque. Finalmente le pregunté por la razón. ¡Mejor no la hubiera sabido! —¡Nines, ¿por qué tenemos que hablar siempre aquí y no en otro lugar?! —¡Pssssss, habla bajo y no mires para arriba cuando te lo diga! —me contestó sin hacer ningún gesto fuera de lo normal—. Tengo una hermana de tu edad, pero está paralítica en una silla de ruedas y no puede moverse… ella dice que… ¡bueno, que se ha enamorado de ti, y si estamos en este sitio, ella, con un espejo que tiene colocado en la ventana, puede verte… Yo le cuento a ella lo que tú me cuentas, y dice que debes ser muy simpático… y guapo… Jamás me he sentido más culpable por no haberme atrevido a subir y saludarla, pero las personas severamente enfermas o deformes nos asustan e instintivamente las rehuimos. Cuando en los años siguientes me he sentido acosado por algún cúmulo de desgracias, el recuerdo de aquella desgraciada adolescente me reconfortaba. De ella sí recuerdo su nombre: Maribel, ¡perdóname por mi cobardía! El oficio El nuevo barrio no era precisamente el ideal para la inspiración de un futuro escritor, sino todo lo contrario, los chicos de la pandilla solo tenía dos o tres temas de conversación: chicas, fútbol y las últimas hazañas que hicieron en el maravilloso pueblo del que procedían. El de chicas era monográfico: cuál de todas las que conocíamos era la más “caliente”, en lo que no nos poníamos de acuerdo; el fútbol no me interesaba y las aventuras locales, las escuchaba, pero no creía ni una palabra. Dejé de merodear por el barrio con la pandilla y me busqué un pasatiempo más literario. Si podía sisar algo a mi madre en alguna compra y me llegaba para un café con leche, metía en un macuto mi cuaderno con el manuscrito de mi última obra, una pluma estilográfica barata que me dejaba los dedos azules de tinta y el libro que estuviese leyendo en aquellos momentos. Entraba en una cafetería que ya sabía su tolerancia a los clientes de largas estancias con una sola consumición, y el familiarizado camarero ya me la servía sin que se la pidiera. Sacaba mi preciado cuaderno del futuro premio Nobel de literatura, mi mágica pluma estilográfica, bebía unos sorbos de café para entrar en acción y me desconectaba de la realidad para entregarme en cuerpo y alma a la redacción de la que ya daba por sentado que sería la primera obra de gran éxito de un escritor revelación. ¡Mi pobre autoestima lo necesitaba! Pero una vez más mi incierto destino se interpuso bruscamente en mi camino. Sin consultarlo conmigo, mis padres prácticamente me obligaron a matricularme en una escuela de formación profesional de la Obra Sindical del Régimen, y con una gran influencia de la Iglesia, donde podría aprender un oficio y, al mismo tiempo, cursar el bachillerato hasta cuarto y revalida. La enorme escuela estaba pensada para formar obreros con cierta cultura, apartados de cualquier veleidad marxista o incluso socialista y devotos miembros de la congregación católica. De esta labor se ocupaba la Iglesia, que parecía creer que con rezar todos los sábados por la tarde el Santo Rosario, el Espíritu Santo haría el milagro y todos saldríamos bien formados, cultos, adictos al Movimiento y creyentes, además de acatar dócilmente las disposiciones laborales del sindicato vertical, del que dependía la escuela. Por supuesto que como todos los de mi generación y mi limitada cultura social, todavía carecía de conciencia política y no sabría contestar a la pregunta: “¿En qué se diferencian el marxismo del capitalismo?”, porque no tenía ni idea de qué era el capitalismo ni mucho menos el marxismo. Lo único que sabía era que por alguna razón estaba prohibido. Así es que mi inicial rechazo no fue por razones ideológicas, sino porque yo quería ser escritor ¡y no electricista o mecánico ajustador! Pero no pude negarme, porque, además de tener asegurado el almuerzo gratis, habían tenido que recurrir a gente influyente para que me admitieran. Poco tiempo después me veía a mí mismo limando un trozo rectangular de hierro una y otra vez hasta dejarlo calibrado a una medida determinada, entonces me daban otro pedazo de hierro y vuelta a empezar. Así era como se formaba un mecánico ajustador, oficio que elegí sin tener la menor idea de en que consistía ni que salida laboral tenía. En cuanto a las clases del bachillerato me sentía mucho más motivado, pero cuando llegamos al Álgebra empecé a darme cuenta de mi visceral incompatibilidad con las matemáticas y empecé a temer un gran fracaso en los exámenes finales. Con mi posible fracaso, mis padres tendrían un buen argumento en defensa de la profesión y olvidarme de estudios para los que no tenía suficiente capacidad. Solo las asignaturas de Geografía e Historia me fascinaban, en las que por lo general sacaba siempre sobresalientes. Eso no quiere decir que yo fuera consciente de las manipulaciones del libro de Historia, que calificaba a la católica Isabel de Castilla, como una mujer culta del Renacimiento, sobre todo en Geografía, al creer en las disparatadas teorías del genovés aventurero, cuando la Comisión de sabios de Salamanca vaticinaba el descalabro de la empresa, porque por el Este, con aquellos pesados y lentos bergantes, no se podían alcanzar las islas de las especies. Afortunadamente estaba en medio del trayecto un continente desconocido, lo que salvó el prestigio, y la inversión, de la Reina. También glorificaba la colonización de América como una gesta sin precedentes, en la que habían salvado de las llamas del infierno a millones de indígenas con su conversión al cristianismo. Y hubieran salvado muchos más si el Papa no hubiese tardado tanto en asegurar que los indígenas también tenían alma, por lo que no podían ser exterminados ni esclavizados como si se tratara de animales, cuando los jesuitas dudaban de que la tuvieran. Pero mi mayor contradicción, para alguien que estaba pensando ser escritor, fue mi incompatibilidad con la gramática, sus irregularidades, sus enrevesadas conjugaciones y sus numerosas y complicadas reglas. Lo que yo me preguntaba entonces era si se podía ser un buen escritor sin todos aquellos conocimientos. Hoy respondería: Sí, pero es conveniente conocerlas, porque la belleza de una obra resalta más cuando está correctamente escrita. La emigración No tuve necesidad de enfrentarme a un posible fracaso, algo que ya era una constante en mis proyectos, porque, como siempre por sorpresa, mis padres me comunicaron su intención de emigrar también a Alemania. —Nunca hubiera podido imaginar —me dijo mi madre para darme la sorprendente noticia—, pero la vida da muchas vueltas y nunca sabes qué sucederá mañana… —¿Qué quieres decir, mamá? —Hijo, te sacamos de la escuela porque ¡nosotros nos vamos también a trabajar en Alemania! Tu padre no tiene aquí ninguna oportunidad. Sabe Dios qué será de nosotros viviendo en un país que no sé ni dónde está y cómo nos entenderemos si no sabemos su lengua. La noticia me dejó perplejo. Mi padre tenía más de sesenta años y mi madre estaba a punto de cumplirlos. ¿Cómo podrían valerse en un país extranjero del que no conocían ni una sola palabra de su lengua, y seguro que tampoco lo aprenderían? Pero como sucedía con otras miles de familias del país, ya no tenía otra salida que la dolorosa emigración. Mi padre había estado desorientado y confuso, pero cuando recibió la noticia del contrato, su autoestima creció considerablemente. Yo sabía que algo fuera de lo normal estaba pasando, porque en los últimos días se dirigían el uno al otro por sus nombres de pila, lo que no sucedía desde los tiempos en que todo parecía ir bien en la familia. Sin duda que no hay nada más destructivo que la impotencia. Poco después de la marcha de mi hermano, mis padres también se inscribieron en Instituto Español de Emigración. Pero dada su avanzada edad no esperaba que le contrataran, por lo que fue una gran sorpresa incluso para ellos. Le había contratado una fábrica de hilados de cobre en el centro de Alemania. Mi madre también conseguiría un empleo en una industria textil próxima a nuestra casa. Mi reacción más pausada fue confusa. Por un lado ya quedaba claro que debía olvidarme de la educación superior, pero como compensación viajar a Alemania me aportaría nuevas e interesantes experiencias, que no eran posible vivir si no salía del estrecho mundo de mi barrio. Además, estaba la favorable oportunidad para aprender la lengua de los poetas, escritores, filósofos y músicos más aclamados de Europa, y hasta podría llegar a leerlos en su versión original. También tenía claro que mi carrera de escritor no podría comenzar hasta que no me librase de la negativa influencia de mis padres, para lo que me faltaban todavía dos años y ese era el tiempo que habían acordado permanecer en este país. Yo podía aprovechar mi estancia para integrarme allí y no regresar con ellos. Ese sería el inicio de mi ambicionada carrera literaria. Ante estas nuevas y excitantes perspectivas, traté de justificar el abandono de mi educación académica convencional, cuestionando por primera vez su necesidad. ¿Para qué necesitaba un escritor de humanidades extraer la razón cúbica de 100 o de 1,000.000? ¿Qué utilidad tenía para un escritor con vocación conocer la fórmula de todos los elementos químicos? ¡Ninguna! Estas reflexiones me llevaron a la conclusión de que un buen escritor es aquel que tiene la capacidad de contar una historia que cautive al lector, y para eso no es necesario ser Álgebra, sino simplemente tener alma de artista, con sensibilidad y estilo propio, pero no es imperativo tener un impresionante diploma de tu graduación universitaria. Es más, llegué a la conclusión de que podía suceder todo lo contrario: ¡que la graduación podía matar al escritor! Desde allí podría visitar los países limítrofes, lo que me proporcionaría una sólida cultura cosmopolita, necesaria para cualquier escritor. Así es que la noticia no me desagradó, al contrario, ¡fue un gran estímulo para mi castigada imaginación! Otra vez volvieron a salir las socorridas gafas de sol pasadas de moda, porque mi madre volvía a tener sus tó aceptar este nuevo giro brusco en su agitada vida, para la que no había nacido. Pero en esta ocasión no derramaba lágrimas por añoranzas, sino por temor a lo que sería de nosotros en aquel lejano país donde seríamos extranjeros. Eran inútiles mis intentos de tranquilizarla —Mamá, no es un país de bárbaros, son personas como nosotros, y seguro que se harán cargo de nuestra situación y nos ayudarán. —Tú siempre has sido muy optimista! Pero ¿qué comeremos? ¿Cómo sabré lo que compro si no lo entiendo... No, hijo; no estoy tranquila. Esto es otra locura de tu padre, ¡Dios sabe cómo terminará! Un día antes velaban en el comedor las tres maletas y algunas bolsas con comida para el largo viaje. Fue muy difícil seleccionar lo que nos llevábamos, porque no sabíamos qué tiempo nos esperaba, pero mi madre metió en las abultadas maletas gruesos calcetines de lana que ella misma había tricotado. Puso también todos sus utensilios de modista, por si las necesitaba. Creo que esa dramática noche ninguno de nosotros consiguió conciliar más de dos o tres horas de sueño. Al amanecer ya estábamos preparados para el gran viaje. Partiríamos un grupo de emigrantes en dos autobuses, que no daban la impresión de que pudieran soportar tan largo viaje, uno de ellos carecía de los más elementales sistemas de confort, como respaldos reclinables. Por suerte nosotros viajaríamos en el más moderno. El ambiente no respondía al dramatismo del momento y los emigrantes se mostraban alegres como si fueran a una excursión o en una de sus populares romerías. Arrancaron los autobuses y en el hangar quedaban esposas, madres e hijos agitando llorosos sus pañuelos hasta que los vehículos se perdieron de vista entre el escaso tráfico de aquella madrugada. Mi madre se persignó y creo que le pidió a Dios que tuviera misericordia con nosotros y no nos llevasen a algún lugar indeseable. Supongo que Dios debió escucharla, porque se lo pedía una mujer sin culpas que reconocer, y que había sufrido lo suficiente para merecer esa gracia. Esa misma noche cruzamos la frontera francesa, y creo que fue entonces cuando empezamos a sentirnos emigrantes. Hombres y mujeres forzadas a exiliarse de su propio país porque unos cuantos militares habían decidido años antes que una guerra fratricida traería la prosperidad y la riqueza al país. Pero no tuvieron en cuenta las más elementales reglas del verdadero progreso: libertad responsable; creatividad tolerable y estabilidad política, que solo se consigue con el ejercicio de una democracia parlamentaria, y un gobierno honrado y consciente de su responsabilidad y misión social. Después de 12 horas de viaje, sin que pudiéramos encontrar ya una postura cómoda en nuestro asiento, llegamos al control de pasaportes y visados de la frontera alemana. Las imágenes de los uniformados policías de aduana en la oscuridad nos sobrecogieron. No era nuestra Guardia civil, de rasgos familiares y con un tupido bigote. No, estos eran corpulentos y perfectamente rasurados. Sus gorras de visera no eran como los cómicos tricornios nuestros. Más que policía parecían militares de elevado rango. Uno de estos policías subió a nuestro autobús junto con un agente de aduanas para revisar nuestros pasaportes. Mi madre parecía asustada, pero mi padre debió traerle recuerdos de cuando él también hacía rutinarios controles y no se alteró lo más mínimo. Cuando tras una angustiosa espera vimos a nuestro chófer salir de las dependencias de aduana con un gesto de que todo estaba en regla, nos sentimos aliviados. Unos minutos después circulábamos por una amplia autopista y todos queríamos ver cómo era aquel país, pero un muro de frondosos abetos nos impedía cualquier visión del panorama. Solo al amanecer, cuando faltaban ya pocos kilómetros para el final de aquel incómodo viaje, el espectáculo que pudimos contemplar a través de las empañadas ventanillas nos sobrecogió. Cientos de viviendas de similar construcción se desparramaban en un laberinto de autopistas y carreteras que bordeaban un gran río de aguas negras sobre el que navegaban grandes barcazas en las dos direcciones. A intervalos surgían grandes chimeneas de las fábricas que bordeaban el río, que arrojaban columnas blancas de vapor, lo que indicaban su actividad. No había nada familiar en aquel paisaje, y para colmo el cielo estaba cubierto por densos nubarrones que amenazaban lluvia. Creo que todos nosotros sentimos el mismo estremecimiento por la frialdad de aquellas imágenes, pero nos resignamos. Bienvenidos Por fin, y con el cuerpo y el espíritu en un lamentable estado, llegamos a una terminal de autobuses, donde nos esperaba un comité de recepción, que nos llevaría a cada uno a su residencia pactada. Yo confiaba que fuera en un lugar concurrido, pero nos habían reservado el piso alto de una casa de campo, sobre una carretera bordeada por bosques de abetos impenetrables. Media docena de casas similares constituían nuestro vecindario. La panadería más cercana estaba a 300 metros, y la población con algunas tiendas y un pequeño supermercado a 3 kilómetros. La fábrica de mi padre distaba 5 kilómetros. La primera impresión fue lamentable, como si nos hubieran confinado en el lugar más solitario del país. Pero cuando subimos a la vivienda nos consoló lo amplia y bien equipada que estaba, y su agradable temperatura, a pesar de ser una vieja construcción de fábrica y madera, ennegrecida por las sucesivas capas de barniz protector. Mi madre parecía satisfecha, posiblemente era la vivienda más confortable en las que habíamos vivido. Nuestros caseros, que habitaban la planta baja, era un amable matrimonio de campesinos, con un hijo algo mayor que yo, que manejaba una motocicleta que no paraba de reparar. En las proximidades tenían un establo con varias vacas y un robusto caballo de tiro, aunque hacían las labores agrícolas con la ayuda de un viejo tractor, además de otros muchos animales de granja. Los paisajes que se divisaban desde nuestras ventanas, los frondosos y oscuros bosques de abetos no era bucólico, pero a fin de cuentas era naturaleza. Como habíamos temido lo peor, aquello nos alivió. Yo disponía de una pequeña habitación, con una doble ventana que daba a la zona agrícola. Esa fue la primera vez que tenía ese privilegio, porque siempre había compartido habitación con mi hermano mediano, así que también se elevó algo mi estatus de vida. Faltaba una semana para que mi padre se incorporara a su empresa, y la pasamos aprendiendo lo esencial: dónde comprar, cómo coger el autobús que circulaba cada media hora por delante de nuestra casa y en hacer una primera visita a un centro español no muy lejos de nuestra casa. Aquel paraje era una maraña de barrios, aldeas y pequeñas localidades, donde se concentraban los comercios y la inevitable taberna, discretamente oculta tras unos visillos en sus ventanas. Prácticamente no había zonas sin urbanizar excepto los densos y oscuros bosques de abetos. La ciudad de más de 100.000 habitantes estaba a 25 kilómetros, y la capital del Estado federal a 150, pero antes había que cruzar por una infinidad de zonas urbanizadas cada vez más densas. Si querías evitarlas era necesario buscar la autopista. Una de las razones por las que querían que les acompañara era porque contaban conmigo para resolver el problema del idioma. Esperaban que yo lo aprendiera fácilmente y así fue. Cuando llegué a Alemania ya tenía un conocimiento básico de alemán, aprendido con uno de los textos de una popular escuela de idiomas, y ya era suficiente para comunicar lo esencial. En el centro español pude comprobar cómo la cultura social alemana había calado en la poderosa idiosincrasia española, y no parecía que estuviéramos entre españoles. Hablaban bajo, se dirigían en alemán y español a sus hijos pequeños y participaban activamente en las variadas actividades del centro. ¡Una gran sorpresa, teniendo en cuenta que en su mayoría no tenían ni el graduado escolar. Aquel día mi madre fue sin duda la estrella del centro, porque todos admiraban su valentía por haber emigrado a tan avanzada edad. Aquel afortunado encuentro con la colonia española levantó su deprimido ánimo y aún se atrevió a ofrecerse como modista. Cuando el responsable del centro supo su oficio, nos informó que en una industria textil local necesitaban mujeres que tuvieran conocimientos de costura. A las dos semanas de nuestra llegada a este gran país los tres estábamos empleados, porque mi padre consiguió que me admitieran como aprendiz en el taller de la fábrica donde se construía la maquinaria de los hilados. Fue sin duda una paradoja que los pocos conocimientos que adquirí en la escuela de oficios, me sirvieran ahora para convertirme en el aprendiz favorito del ingeniero jefe. ¡No podía haber salido mejor nuestra arriesgada aventura familiar de la emigración. Pero yo tuve que olvidarme de mi carrera literaria y concentrarme en la complicada lengua alemana, ¡y sin contar con un profesor! Como anécdota, les cuento que por aquellas fechas arrasaba en este país la pequeña y vivaracha Rita Pavone, y los Beatles comenzaban su fulgurante carrera musical en un club nocturno de Hamburgo. La aldea Mis vivencias de aquella aldea no me hicieron olvidar mis inquietudes de adolescencia y, a medida que pasaban los meses y yo me veía convertido en un oficial del departamento de construcción y mantenimiento de maquinaria, en una de las miles de fábricas alemanas, crecía mi interés por volver a escribir aunque fueran cuentos y narraciones cortas, pero mi imaginación se negaba a colaborar. Vivía demasiado abrumado por mi nuevo empleo, estudiar alemán y ayudar en todo a mis padres con el idioma, que no me quedaba lugar para la creación literaria. Esta frustración cambió mi carácter y me volví menos accesible a las continuas demandas de ayuda de mis padres. Tenía la sensación de estar perdiendo un precioso tiempo en ocupaciones en las que no estaba interesado. Esas no eran las expectativas que yo esperaba de esta experiencia. Necesitaba moverme. Ir a la capital del Estado. Conocer gente interesante y, lo más importante para mí, en transición de una adolescencia de las ilusiones a una juventud de los deseos, tener una amiga; alguien que me sirviera de estímulo para sobrellevar aquella rutina diaria: de casa al trabajo y del trabajo a casa. La única diversión que estaba a mi alcance era pasear por los senderos abiertos por el bosque de abetos que comunicaban unas localidades con otras, y en los que era frecuente que los cruzaran asustadizos ciervos, jabalíes o conejos. Mis padres solían frecuentar el Centro español una o dos veces al mes y habían hecho amistad con otros matrimonios en parecidas circunstancias, pero no había nadie de mi edad, a excepción de una atractiva joven, pero que debía ser varios años mayor que yo. Tan solo llegué a tener una simple amistad cordial con una adolescente alemana, quien debía ser hija de alguien de las oficinas de la fábrica, porque solía encontrarme con ella en el recinto de la fábrica, cuando salía o entraba en las oficinas. Tal vez fuese por nuestra afinidad generacional, que la primera vez que nos encontramos ella me saludó con una encantadora sonrisa, que por mi desconocimiento de sus hábitos y educación, lo interpreté como una insinuación. Tan solo era su manera de darme la bienvenida con cordialidad y buena educación, pero no una declaración de amor como yo lo imaginaba. Algo había en ella que me atraía poderosamente, a pesar de que no era una mujer plenamente formada. Lo que me atraía era la novedad de un carácter femenino que desconocía. Lo más notable era su naturalidad y libertad de mostrarse sin amaneramientos o juegos sucios. También fue una novedad su mirada franca y limpia; sin recato ni falso pudor. Era como si caminase desnuda, y tal vez fuera esa la causa de su gran atractivo. No tenía nada en común con las adolescentes que yo había conocido. Pero, para mi desdicha, ella no parecía estar interesada por mí y, aparte de sus calurosos saludos, no tuve la mínima oportunidad de entablar alguna forma de relación con ella, aunque solo hubiera sido una inocente amistad. Al llegar el verano, mi padre compró un automóvil de ocasión a un vecino, muy barato y en buen estado, con la intención de hacer un viaje turístico cruzando otros países en el itinerario que había elegido hasta nuestro país. Ese sería el viaje de su vida y, como era de esperar, necesitaban mi ayuda, por lo que tenía que acompañarles. Yo también me había motorizado, pero con un ciclomotor, también de ocasión, casi un regalo, que en las cuestas muy empinadas tenía que pedalear, pero en terreno llamo, andaba bastante aceptable, con la que tenía proyectado recorrer la comarca y llegar hasta la capital de aquel Estado federal. Parecía como si en mi familia unos y otros se hubieran puesto de acuerdo para destruir todos mis proyectos, pero me hice cargo que para mis padres aquel sería su primer viaje de placer en toda su vida, y tuve que aceptar. Afortunadamente el largo viaje transcurrió sin incidencias, salvo algún que otro despiste de carreteras. Yo no estaba tan feliz como lo estaban mis padres, que les impresionaba cada cosa que veían, en especial los espectaculares paisajes de alta montaña que atravesamos, y sus típicas casas de madera, profusamente adornadas con florecillas de todos los colores, o como contraste, la aristocrática capital de un imperio con cabezas reales ricamente decoradas, pero con pies de barro. Ciudades suficientemente caras para disuadir a sin-papeles de intentarlo y que ofrecen un piadoso secreto bancario a quines si no fuera secreto, tendrían problemas con el fisco varios países, cuando no con la justicia. Ciudades de dos países montañeses más espectaculares y por la zona más pintoresca de nuestro país vecino. Y hubieran disfrutad todavía más si yo hubiera estado en mejor estado de ánimo. En los últimos meses las relaciones entre mis progenitores había mejorado tanto que esas no eran las mismas personas que me obligaron a huir de su lado. Era evidente que la causa de este milagro tenía mucho que ver con las excelentes nóminas de cada mes, con las que habían planeado regresar tan pronto como hubieran ahorrado suficiente para pagar la hipoteca de la nueva vivienda y algo para emprender algún otro negocio que les permitiese sobrevivir con cierta normalidad. El viaje concluyó con una triunfal entrada a marcha lenta en nuestra ciudad, el día de mercado, el día que más gente y conocidos había en la calle. Mi madre les saludaba intentando torpemente encontrar los botones que abrían los cristales No fueron directamente a nuestra buhardilla, porque tenía preparado su plan de venganza inmediata, y nos dirigimos a la casa de mis abuelos. Cuando estuvo enfrente de la vetusta puerta, hizo sonar el claxon reiteradas veces para que le escucharan todos los vecinos. Mi abuela, alarmada, salió al balcón. Mi madre había salido ya del coche y, al verla, exclamó casi a gritos: —¡Ay, Señor; mi hija que ha vuelto de Alemania! —¡Madre, ya estamos de vuelta! —y señaló nuestro flamante automóvil, porque estoy seguro que ella también quería su pequeña ración de venganza. Mi padre, que se había puesto una corbata sobre la camisa para la ocasión, salió ceremoniosamente del coche y exclamó, dando unas cariñosas palmadas sobre el techo del vehículo: —¡Con éste ha sido un paseo! Mi abuela estaría rabiando por dentro, pero les invitó a que subieran, y ahí también estaba mi abuelo. Mi padre no desaprovechó la oportunidad de vengarse de su histórico enemigo, y sin molestarse en disimular su tono socarrón, le dijo a mi contrariado abuelo: —Suegro, si quiere usted le puedo acercar con mi coche al café, no vaya usted a caerse por estas calles mal adoquinadas. A lo que mi abuelo, sin disimular la rabia, le replicó —¡No, gracias, conozco bien el camino! Mi padre parecía satisfecho. Había herido la dignidad de mi arrogante abuelo. Ya podía quitarse la sofocante corbata y marchar a nuestra buhardilla. Había esperado durante cuarenta años esta oportunidad y tenía en su rostro la inequívoca expresión de un vencedor. Mi madre no hizo ninguna objeción, porque creo que por primera vez estaba del lado de su marido El verano Aquel verano lo recuerdo con alegría y tristeza al mismo tiempo. Me parecía un milagro que no hacía ni dos años que salimos de esta ciudad casi como fugitivos, dejando abandonado un negocio que tanto nos había costado levantar y ahora volvemos con la cabeza alta y en un automóvil que muchos de nuestros paisanos tenderos, porque han languidecido tanto que ya no pueden llamarse comerciantes, desearían tener. Lo que mis padres no habían conseguido en 20 penosos años de duro trabajo, lo habían conseguido en dos, a pesar de que a sido en buena medida gracias al sacrificio de sus hijos. Al menos, yo tengo el pobre consuelo de que mi ayuda fue más rentable y menos conflictiva. Al entrar en nuestra antigua y selecta calle, vi el portal de mi añorado primer amor estaba abierto. ¿Estaría ella también aquí? Si era así habría merecido la pena haber recorrido aquellos 2.000 kilómetros y darle las gracias a mi madre por haber tenido la buena idea de pasar estos días en la buhardilla que a ella le entusiasmaba. Se refrescaron y se arreglaron para ir a la frondosa alameda y hacer lo que siempre había deseado, y que por unas razones o por otras nunca lo pudo hacer. Era algo tan simple como es sentarse en la terraza de alguno de sus animados quioscos de la alameda y degustar un refrescante helado sin que estuviera agobiada por preocupaciones que parecían las cuentas de un rosario, que nunca parecían terminar. Aquel era por fin el día tan largamente esperado. Bajamos a la alameda, que distaba solo una manzana de nuestra privilegiada buhardilla, e hicimos todo el ritual previsto por mi madre, hasta el apoteósico momento de la llegada del helado. Pero antes de degustarlo improvisó una especie de oración de gracias dirigida a sus benefactores. —Esto se lo debemos a los alemanes, la gente más amable y buenas personas que he conocido jamás, y yo he servido en casas de gente muy importante. ¡Que Dios les bendiga! —¡Amén! —apostillé yo. Nunca he visto a nadie saborear un helado con tanta trascendencia filosófica y agradecimiento. Pero aquel glorioso día familiar tuvo para mí un amargo final. ¡Ella también estaba en la ciudad y acababa de entrar en la alameda acompañada de su madre y sus dos tías. Yo no podía contener la emoción de aquel reencuentro y cuando ya estaban cerca de mi mesa hice el ademán de levantarme para saludarles, pero me contuve, porque parecían no haberse dado cuenta de mi presencia, y se dirigieron hacia otra mesa ocupada por otra familia residente en nuestra misma calle, con quines entablaron una animada charla. Mi madre me había estado observando y comprendió lo que había sucedido. —¿No decías que eráis muy amigos? No parece que te hayan hecho mucho caso. —¡No comprendo! Cuando jugábamos en su casa la madre y las tías eran muy amables conmigo —respondí muy contrariado por aquel inesperado desprecio. —En privado sí, pero en público tienen que mirar a quién saludan para no confundir a los de su clase —me respondió mi madre, que compartía mi ofensa—. ¡Eso no pasa en Alemania! Más de una vez yo he coincidido con mi jefa de la fábrica en el supermercado y se desvivía por ayudarme con la compra, y seguro que tiene en el banco más dinero que estas marquesitas. Tu te creías que por vivir en la misma calle ya eras de su misma clase. Mientras mi madre me reprochaba mi ingenuidad, la que hasta ese desagradable suceso era mi gran amor, se volvió hacia mí y me dirigió una mirada entre compasiva y culpable, como si me pidiera disculpas, pero volvió a darme la espalda para participar en el animado coloquio y no volvió a girarse. Dos semanas después de aquel amargo suceso, regresamos a nuestra aldea por la ruta más directa. La novedad más destacable era que en este viaje la más interesada era mi madre. El siguiente año pasó sin apenas darme cuenta. Mis padres preparaban su definitivo regreso a Madrid, donde mi padre tenía proyectado comprar una furgoneta y dedicarse al pequeño transporte. Por entonces mi hermano mayor había regresado a nuestro país y se había instalado en la buhardilla, junto con su mujer. Impresionado por lo que había visto en Alemania, tenía la idea de crear una gran industria local gracias a ciertos inventos suyos que esperaba que tuvieran gran éxito comercial. Pero, como tenía que empezar desde abajo, montó un miserable taller de cerrajería donde creó su primer gran invento: un sistema de faros para automóviles que giraban en las curvas y que no llegó nunca a funcionar. Pero él insistía con nuevos inventos con el mismo resultado. Por desgracia algunos meses más tarde, también yo me vi envuelto en su quimera industrial. Yo había alcanzado la mayoría de edad, tenía pasaporte y ansias de volar con mis propias alas. Mis padres aceptaron regresar sin mí, y yo había hecho gestiones para trasladarme a una residencia para emigrantes en la seguda ciudad de importancia de aquel Estado, donde abundaban los empleos en sus numerosas fábricas. Había llegado mi hora de levantar el vuelo, aunque por el momento me tenía que conformar con rodar con un ciclomotor de quita mano. ¡Las alas tendrían que esperar! DE MI PRIMERA JUVENTUD AL SERVICIO MILITAR “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!” Rubén Darío, poeta nicaragüense. (1667-1916) La residencia Nunca me había sentido más libre que el día que despedí a mis padres en la misma terminal de autobuses en la que llegamos. Naturalmente que hubo lágrimas y consejos sobre mi futuro comportamiento sin su tutela. Cuando perdí el autobús de vista, en mi primer sentimiento de euforia se mezcló sin que estuviera previsto una sensación de soledad. ¿Qué diablos hacía un joven de 18 años recién cumplidos en un país, que pese a su buena acogida no dejaba de ser extraño? Con la separación de mis padres ya no había nada familiar a mi alrededor. La gente hablaba en una lengua que yo entendía pero no la sentía. Las mismas palabras pronunciadas en mi idioma materno tenían un extraordinario poder evocador de sentimientos, paisajes, sonidos, perfumes y otras muchas sensaciones. No era solo una lengua para hablar y escribir, sino para pintar, cantar o recitar por su poderosa capacidad de sugestión. Con el alemán solo había palabras y sus significado, pero, para mí, carecían de emoción. ¿Cómo podía pretender ser escritor en aquel desolador ambiente lingüístico? Era una contradicción imposible de superar. Tenía que elegir entre dos males: volver a escuchar mi propia lengua y vivir en un barrio sin alicientes o quedarme aquí y asumir las consecuencias. Decidí quedarme y dejar pasar el tiempo para ver sus efectos. Después de todo, yo era todavía muy joven para tener esas preocupaciones. Aquella dinámica ciudad no era la tranquila aldea, donde pronto conocimos a todos los vecinos, que nos trataban con cortesía y respeto. Esta era la Alemania gris, con olores a bencina y otros diversos olores procedentes de una interminable maraña de industrias, obsesionadas por la calidad insuperable de sus productos, famosos en todo el mundo. Una ciudad que no dormía, porque trabajaban sin descanso, día y noche. No solo el aire estaba contaminado, sino por las expresiones que pude observar en la gente de esta ciudad-fábrica, también el alma debería estar contaminada. Se puede ser fanático de cualquier cosa, pero ser un fanático de la industria, adicto al trabajo y subyugado por la técnica, puede que sea una de las dependencias más dañinas para la condición humana, porque cuanto mayor es tu adicción más beneficios se obtienen. Al final de este endiablado circulo vicioso, almacenas una considerable cantidad de dinero, pero careces del gusto y la necesaria sensibilidad para que sepas en qué invertirlo que te pueda hacer feliz. Esa fue la primera angustiosa imagen que contemplamos desde las ventanillas de nuestro autobús, y en el que viví más de un año sin que apenas tuviera la mínima oportunidad de responder a la obsesiva pregunta: ¿Qué hacía yo en un sitio como aquel? Esa primera angustia que me provocó una libertad que tendría que aprender a manejar, no fue nada comparado a lo que me esperaba en la nueva residencia. Después de hacer todos los trámites de ingreso, me asignaron una habitación que compartiría con otros tres emigrantes españoles. ¡Hacía tan solo unas horas que había estrenado mi libertad y ya la perdía el tiempo que estuviese en aquella habitación! Cuando entré y conocí quiénes eran mis tres compañeros, había uno en especial que me permitió hacerme una idea precisa de la evolución de los seres humanos, porque éste debía pertenecer a las especies anteriores al hombre de Cromañón, que ya eran más civilizados que él! Procedía de una región de la Meseta Central, que según su propia valoración, tenían los testículos más grandes del país, y el debía ser un comisionado por el alcalde de su pueblo para comprobar si también superaban a los alemanes, para publicarlo en el tablón de avisos de la alcaldía, para que fuera del conocimiento público. Todos sus temas de conversación giraban en torno a esta característica genética local. Intenté que me cambiaran de habitación, pero fue inútil y tuve que soportar las bravuconadas de aquel energúmeno durante seis martirizantes meses, hasta que debió dar por concluidas sus investigaciones y regresó a su pueblo para informar a su alcalde. En cuanto al empleo, lo encontré en la primera fábrica en la que me ofrecí, tal era la necesidad de trabajadores. Estaba a dos pasos de la residencia y el sueldo era aceptable. Mi especialidad laboral dentro de la fábrica podría calificarse como “Taladrero” y “Remachero”, porque eso es lo que hacía durante ocho interminables horas: taladrar unos mangos y unirlos a un gato (herramienta para sujetar cosas) con un remache. La cabeza remachada tenia que quedar con la perfecta forma de una semi-esfera, para que los compradores pudieran exclamar asombrados: “¡Es un remachado perfecto. Se ve que lo han hecho los alemanes!” No, ninguna de mis excitantes expectativas se había cumplido, pero ya no se trataba de expectativas, ¡sino simplemente de sobrevivir! Los Beatles Por las dificultades que surgían por todas partes, mi carrera literaria entró en invernación y no despertaría hasta muchos años después. Pero si se tiene un temperamento artístico, de alguna manera tiene que manifestar. Si no podía continuar con mis ambiciones literarias, podía probar otras disciplinas, y fue la gira de conciertos de los Beatles por varias ciudades alemanas lo que me envió la señal, fuerte y clara, de lo que estaba necesitando como sustituto forzado de la literatura: ¡la nueva música pop! Los alemanes siempre han sostenido que la imagen de los Beatles se creó en Hamburgo. Fue una peluquera estilista alemana quien creó la moda de los cabellos largos y sobre la frente, que sería la pesadilla de muchos padres horrorizados por el aspecto femenino de sus hijos melenudos. Fue también en Hamburgo donde maduraron el estilo que tendrían sus primeros grandes éxitos, como “Love me do” o “She loves you”. En fin, que para los alemanes los Beatles nacieron en Hamburgo. Por eso en los millares de carteles y anuncios en prensa decían: “Beatles kommen zürick!” (“Vuelven los Beatles!”). Teniendo en cuenta la gran influencia que este grupo tendría sobre la adolescencia alemana, porque los jóvenes eran admiradores de los rockeros de finales de los años 50 y principio de los 60, la vuelta de los Beatles se puede decir que fue una cuestión de Estado. Por entonces mi cultura musical no estaba todavía definida. Había pasado mi niñez y adolescencia escuchando por la radio las desgarradoras coplas de las tonadilleras, los rítmicos “Mambos” o los festivos “Cha, cha, chas”, que me parecían músicas y bailes de la generación de mis padres. Llegué a ver a mi madre intentando bailar un mambo, pero no con mi padre, sino con un pariente lejano, buen bailarín, que junto con sus hermanas y otros miembros de su familia veraneaban en mi ciudad y se alojaban en la casa de mis abuelos. La noche que invitó a mi madre a bailar en un club exclusivos para veraneantes, vestía un holgado traje blanco y tocado con un ladeado sombrero Panamá, intentando que mi madre siguiera los frenéticos pasos de este baile caribeño. Pero ni el Rock n Roll ni la música pop eran frecuentes en nuestras desfasadas emisoras de radio. Cuando solo tenía 14 años ingresé en la escuela de música de la banda municipal de mi ciudad, por lo que ya tenía nociones básicas de música. Ya solo necesitaba una guitarra para entrar en una nueva dimensión de mi versátil personalidad artística. Con la paga de aquel mes, descontados los destrozos de brocas rotas y mangos mal remachados, me hice con la guitarra más barata de la tienda de música de la ciudad, que además estaba de oferta porque tenía algunos rasguños en el barniz, pero yo no pensaba dar un recital y los rasguños me daban igual. El método estaba en alemán, pero la música es un lenguaje internacional. En poco tiempo aprendí los acordes de toda la escala y ya estaba a punto para interpretar mi primera canción. Elegí una que no tuviera complicados acordes, como “La bamba”, y esa fue la primera canción que aprendí a cantar acompañándome con la guitarra. Ahora que había dado mi primer paso como músico y guitarrista, solo me restaba decidirme por un estilo y no me cabía la menor duda: ¡quería ser como John Lennon! Pero ¿cómo era John Lennon? ¿Cuál fue la causa de su extraordinario éxito? ¿Qué tenían los Beatles que no tenían los cientos de otros grupos que se formaron en aquellos años? Entonces yo no tenía la formación ni los elementos de juicio para responder a estas preguntas. Hoy tengo los suficientes como para intentar una respuesta. Los Beatles y los adolescentes El primer factor fue la relativa emancipación de los adolescentes, fundamentalmente los que vivían en el ámbito político liberal y capitalista, como sucede en el Reino Unido y en los Estados Unidos de América. El considerable aumento de los ingresos de la clase media de los años 60 permitió a los padres dar a sus hijos adolescentes una asignación más generosa, con lo que accedieron a un modesto trozo del pastel del consumo, sobre todo de la industria discográfica y la nueva ropa de diseño, pero a precios asequibles para los bolsillos de los adolescentes, producidas en países subdesarrollados. Estos adolescentes, fundamentalmente anglosajones fueron su clientela hasta que alcanzaron la edad de asumir responsabilidades serias, y dejaron a un lado sus ídolos de su adolescencia, y los Beatles se quedaron sin su audiencia prácticamente de la noche a la mañana. Los nuevos adolescentes preferían a Madonna o a Michael Jackson, El otro factor decisivo fue el “alma cándida” de John Lennon y Paul McCartney, que sintonizaba con la misma alma cándida de los verdaderos adolescentes, especialmente de ellas. Para colmo se unía la particular candidez extrema de las adolescentes británicas. Tanto John como Paul se comportaban como dos adolescentes: jugaban, decían tonterías, entraban en los escenarios corriendo, no se tomaban nada en serio, etc. En su primera película, “Qué noche la de aquel día” John aparece en una escena junto a una imponente mujer del coro y su expresión es la de un adolescente que la admira, pero no se siente atraído, y ellas no le prestan la mínima atención. Es una película protagonizada por adolescentes para adolescentes. Ya en solitario John Lennon demuestra seguir teniendo la ingenuidad de un adolescente, en sus dos canciones más importantes: “Imagine”, donde propone una utopía en la que no queda nada que pueda servir para organizar algún modelo social, y “Woman” donde él mismo declara que su vida está en las manos de una mujer. Solo una extravagante Joko Ono podía aceptar un amante con la mentalidad de John. Las canciones Los Beatles fueron evolucionando de acuerdo a la edad de sus seguidores. Desde sus primeras canciones de un romanticismo ingenuo y asexuado, como “Love me do” (Ámame), “She loves you” (Ella te ama) o “I want to hold your hand” (Quiero coger tu mano), canciones que llegaban directamente al corazón de las emotivas adolescentes, hasta “Sargent Pepper´s”, cuando comienza su declinar. Y su época intermedia, con temas más acordes con la mentalidad de un joven, como los contenidos en sus LP´s “Help!” o “Revolver”. Fue en esa segunda época cuando me incorporé yo a la música, porque yo también había dejado de ser un adolescente. El "conjunto" Ya empezaba a estar harto de hacer taladros y remachar mangos. Tampoco estaba ya a gusto en la residencia, que la hubiera soportado mejor si hubieran cambiado la salsa de las patatas cocidas que acompañaban un trozo de carne de cerdo empanada (supongo que para que no se viera de que parte del cerdo era), con sabor a corcho, unos pescados capturados hacía probablemente seis meses antes y mantenidos en el congelador de algún barco-factoría, que se hacía estropajo en la boca, una salchicha de Francfort que no había visto esa ciudad ni en películas. Pero el cocinero no brillaba precisamente por su imaginación. No podía volver a depender de mis padres y se me presentaba un terrible dilema. Los inventos de mi hermano mayor no daban el resultado que él esperaba, y su excusa era que él solo no podía hacer de fabricante y vendedor al mismo tiempo. Necesitaba alguien que se ocupara de la producción, mientras él se dedicaba a vendedor, ¡y ese alguien podía ser yo! Al destino le encanta hacer las cosas de manera que pongas a prueba tu capacidad de salir airoso de la adversidad, y esa fue la que me tenía reservado el mío. Así es que acepté la oferta, regresé a mi ciudad y me instalaron en la buhardilla, con mi hermano mayor y mi cuñada. El ambiente que se respiraba en aquella soleada vivienda no podía ser más anodino y negativo para mí. Pero, como es una constante en mi destino, cada suceso desagradable era inmediatamente compensado con otro agradable, como volvió a suceder en esta ocasión. Llegué a mi ciudad en el momento en que se estaba formando uno de los cientos de conjuntos que se formaron en todo el país, con la misma estructura musical que los Beatles: dos guitarras, una solista y la otra de acompañamiento, un bajo y un batería. Yo caí como del cielo para ocupar el puesto de guitarra de acompañamiento, cantar alguna canción y hacer los coros. De los cuatro componentes yo era el que tenía la imagen más parecida a los Beatles, porque llevaba el cabello largo, peinado como ellos, y venía del extranjero, los otros tres tenían aspecto provinciano, sin nada que se asociase a un miembro de un conjunto de música pop. Por supuesto que teníamos parte del repertorio de los Beatles, pero también de los “Beatles” nacionales, “Los Brincos”. Este grupo también se identificaría con nuestros adolescentes, como se hace evidente en esta letra de una de sus canciones de éxito: “Pero tienes que volver / porque ya empieza a anochecer / a tu casa con tus padres / otra vez...”. Pero Fernando Arbex, líder del grupo, no tenía un alma cándida, sino una gran capacidad para crear sencillas melodías originales y pegadizas, como “Flamenco” o “Borracho”, dos de sus grandes éxitos. La catarsis que se produjo en mi ciudad con nuestra entrada en escena fue memorable, gracias en parte a la imagen que aportaba yo y en mayor medida a la habilidad y el buen oído del fundador y líder, para descifrar de oído todos los elementos de las canciones que interpretábamos. El grupo trajo los aires de la cultura pop a una población enquistada en todas sus manifestaciones artísticas y culturales en los años de la posguerra. ¡Fuimos una bocanada de aire fresco en un ambiente enrarecido! Pero hoy, con la perspectiva de los años transcurridos, veo aquella experiencia como una extraordinaria transmutación en la que nosotros éramos los Beatles reales, pero en versión local, al menos para las adolescentes del internado de chicas, hambrientas de sensaciones y emociones del mundo exterior, que estaba inmerso en unas transformaciones en su favor, y los Beatles eran uno de sus arietes. La Superiora del colegió debió comprender que esas expectativas estaban creando una gran ansiedad entre aquellas chicas, que no encontraban justo su internado, porque la mayoría estaban allí “castigadas” por haber suspendido algún tramo del bachillerato, y creyó que sería una buena terapia que los cuatro jóvenes que mejor representaban ese nuevo mundo, vinieran a su colegío y cantaran solo para ellas esas canciones que asociaban con los grandes cambios culturales. A esas emotivas vivencias se unirían las de nuestra imagen, cada vez más similar a la original. Yo había conseguido que el sastre local me confeccionase un traje sin solapas, idéntico al de los Beatles, pero tuve que traerle numerosos recortes de revistas con imágenes del traje para que se hiciera una idea de lo que quería. —¡Un traje sin cuello ni solapas, eso es ridículo! —se quejaba en defensa de la tradición. —No es en absoluto ridículo —me defendía yo—. Lo visten los Beatles, y no creo que hagan el ridículo. —Está bien, te lo haré, ¡pero no digas a nadie que lo he confeccionado yo! Hasta nuestras guitarras eran similares a las de su primera época, incluido el bajo con forma de violín, de Paul McCartney. Por eso cuando aparecimos en el escenario del teatro de la escuela, nos recibieron con el mismo entusiasmo que si fuéramos los reales, y al escuchar nuestras versiones en castellano de sus ya míticas canciones, “Ella te ama” o “Quiero coger tu mano”, la emoción las hacía gritar y hasta creo que llorar, como lo hacían las adolescentes que asistían a los conciertos de los Beatles reales. Nuestra actuación tenía gran similitud a la que aparece en el comienzo de su primera película, “Que noche la de aquel día”, en que actúan en los estudios de la televisión ante enardecidas adolescentes. Estoy seguro de que si entre mis lectoras hay alguna de aquellas chicas, no habrá podido olvidar la actuación de aquella modesta banda local, que les trajo los emotivos sonidos e imágenes de un mundo nuevo que nacía al otro lado del muro de su reclusión. Al menos yo no lo he podido olvidar. Un sueño efímero Pero en algún sitio debía estar escrito que tampoco era la música mi verdadera vocación. Aquella experiencia fue muy gratificante, pero superficial, apenas un entretenimiento sin ninguna trascendencia, y creo que en el fondo lo que deseaba era “trascender” más alla de esta corta existencia, y la literatura era el camino más seguro, aunque no el más corto. No había ninguna posibilidad de ser creativo en algo que no dominas, y yo nunca pasé de tocar la guitarra de acompañamiento, pero impensable la solista. Como era de esperar tuve muchos conflictos con mi hermano mayor, que trató de hacer conmigo lo mismo que hiciera mi padre con él, pero no lo consiguió. En cuanto a sus inventos, el único que tuvo cierto éxito comercial fue idea mía. Las suyas eran simplemente estúpidas. Como una “silla-pupitre”, que, además de incómoda, era fea. El respaldo, que se convertía en mesita, era demasiado grande y rígido como respaldo y demasiado pequeño como pupitre. Pero él no era consciente de estos defectos y de sus limitaciones como creador, y estaba convencido de que había inventado una gran cosa. Pero lo que provocó nuesta definitiva ruptura fue un suceso que me demostró claramente la perversidad innata de su carácter. Debí cometer algúna falta grave, que me es imposible recordar, mientras él estaba ausente. Cuando regresó y vio lo que fuera que había sucedido, como castigo solo se le ocurrió hacerme subir a su coche para llevarme a un lugar solitario donde propinarme una buena paliza. ¡Ni un despreciable agente de la Gestapo hubiera tenido semejante idea para castigar a su propio hermano! Teniendo en cuenta, además, los atenuantes de juventud, y de ayudarle prácticamente a cambio de un reducido alojamiento y una pésima alimentación, porque mi cuñada no destacaba, precisamente, por sus habilidades culinarias. Tampoco puedo recordar si llegó a cumplir el castigo o no, pero solo la idea me horroriza cada vez que lo recuerdo. Desde aquel suceso nos volvimos a encontrar en alguna ocasión, pero solo para corroborar que su innata maldad no se había atemperado con los años, sino acrecentado. Era prácticamente imposible estar 15 minutos a su lado sin discutir airadamente sobre cualquier nimiedad. Admiro las familias donde los hermanos se quieren y se ayudan mutuamente, pero mucho me temo que son más frecuentes los que se detestan o, simplemente, se ignoran, como es mi caso. Finalmente, los hechos probaron que mi hermano mayor no había nacido para convertirse en un gran empresario gracias a sus inventos (posiblemente yo tampoco haya nacido para ser escritor gracias a mis novelas, y no pase de ser un “Abogadillo de secano”, como me calificó mi abuelo), y él no pasó de ser un buen mecánico autodidacta. Cerró el ruinoso negocio y encontró un empleo en otra localidad, donde se trasladaron. ¡Por fin pude saber lo que significaban estas tres bellas palabras: “Vivir en libertad”. ¡Solo y disfrutando de aquella soleada buhardilla! Gracias a las actuaciones los fines de semana en un salón de baile local, alguna boda o animando las fiestas de alguna localidad cercana, pude sobrevivir, pero era evidente que debía tomar nuevamente una decisión para retomar mi verdadera vocación. Las alternativas no eran muchas, dado mis escasos recursos. Una era volver a Alemania, pero intentar llegar a Berlín, donde se estaba produciendo el revolucionario fenómeno cultural, político y social de lo que ellos llamaron “Movimiento alternativo de Berlín”. Pero como por entonces era una ciudad dividida y literalmente sitiada, no parecía probable que allí abundaran los empleos como en el resto de la Alemania industrial. La otra alternativa era una idea que me rondaba desde hacía algún tiempo: buscar un trabajo de temporada en la costa y el resto del año intentar sobrevivir en Berlín con lo que hubiera podido ahorrar. Tenía que ser un lugar donde la mayoría de turistas fueran alemanes, porque el alemán lo hablaba ya con fluidez, pero eran escasos mis conocimientos de inglés o francés. Otra vez “En la carretera”, como se titulaba la obra cumbre de Jack Kerouac, el escritor de la beat-generation, a quien también habían rechazado las editoriales y apesar de que él no aceptara convertirse en un ícono de nada. Sobre la beat-generatión tal vez la hayamos mitificado y exagerado sus valores, porque salvo en la música y la estética, no profundizó mucho en las humanidades de su tiempo, y resultó ser un fenómeno urbano, con sus mimas ataduras históricas de la clases medias a las que pertenecían. Mis viajes en auto-stop a las ciudades del litoral se habían convertido en una rutina. Ya conocía perfectamente las principales localidades que había en cada ruta. También mi “técnica del auto-stop” había mejorado ostensiblemente. Conocía los puntos buenos para encontrar quien te aceptara. Por lo general eran las salidas de los restaurantes o los hoteles, porque después de una suculenta comida los conductores estaban somnolientos y necesitaban alguien que les entretuviera y les mantuviese despiertos. También la imagen era sumamente importante. No funcionaban los que acarreaban una gran y sucia mochila, ni maletas convencionales, sino una bolsa que les hiciera suponer que eras un estudiante de regreso a su hogar, que no estaría lejos de allí. Cuando les comunicabas que tendrían que hacer todo el viaje juntos, parecían contrariados, pero no se atrevían a rechazarte y solo cabía ser un ameno compañero de viaje, y yo lo era. En 12 horas, cambiando tres o cuatro veces de coche, recorría los 600 kilómetros que distaba mi destino. ¡Y en tiempos en que no había autopistas! Desde que tomé la decisión de la hormiga y abandoné la de la cigarra, los meses de mayo y octubre eran los de mi migración. La primera estaba llena de incertidumbre, por si no encontraba el empleo adecuado, y el tiempo que tardaría en encontrarlo, para contar con un alojamiento y manutención. La segunda era excitante, porque tenía la sensación de volver al mundo de mis propios sueños, después de tres asfixiantes meses trabajando para hacer posibles los modestos sueños de los demás. El primer intento tuvo un éxito inesperado, porque el primer día de mi llegada a una popular localidad costera, encontré un empleo como recepcionista en un discreto hotel para turistas de bajo presupuesto. La contrariedad era que ese año los clientes ya no serían alemanes, sino modestos escoceses e irlandeses, ¡y yo no tenía prácticamente ni idea de inglés! Sin embargo, dos semanas más tarde, me defendía lo suficiente como para justificar mi empleo. ¿Cómo lo conseguí? ¡El amor (británico) obra milagros! En el primer grupo la mayoría eran chicas que no superaban los 20 años. Llegaban en vuelos nocturnos y lo primero que hacían no era pedir un baso de agua, sino una botella de cava barato, por lo que había que conducirlas una a una a sus habitaciones, para que no entraran en la cocina o en los lavabos. Una de ellas, la más sobria, pero también la más “británica”, que traducido a nuestra lengua quiere decir “la más rara, de ropa más estrafalaria”, se encaprichó conmigo, y en lugar de ir a la playa y achicharrarse hasta que se despellejaban la piel por las quemaduras, se sentaba en un sillón de la recepción, abría un libro y hacía ver que leía, pero en realidad no me quitaba la vista de encima. Yo supe aprovechar aquella extraordinaria oportunidad para convertirla en la mejor profesora de inglés que he tenido jamás, y pasábamos las mañanas repasando una tras otra las lecciones de mi libro de inglés. Cuando estábamos ya en la última era el día de su retorno y yo pude despedirla en un aceptable inglés. —Thank you, my dear, I would never ever forget what did you do to me! Como las demás chicas, también ella lloraba al subir al autobús. Pero la mayoría era porque sus turísticos amantes locales no habían venido a despedirlas al autobús, a pesar de haberles prometido amor eterno. Por lo general se conocían el viernes en la discoteca, se enamoraban el sábado y hacían el amor el domingo, concluyendo todo el proceso a tiempo para coger el primer tren de la mañana, donde poder dar una cabezada antes de volver a sus respectivos trabajos. Hemos sido miles (fue inevitable que tuviera un affair con mi profesora de inglés) los que nos iniciamos en el complicado mundo de la sexualidad gracias a estas ingenuas turistas, en su gran mayoría británicas o nórdicas. París Y llegó el mes de octubre en que el instinto me urgía a emigrar a mi propio mundo. La población se preparaba también para invernar. Por el ahora desolado paseo marítimo corría una húmeda y desagradable brisa, presagio de lluvias otoñales, cielos grises y noches interminables. Todo invitaba a abandonar aquel desolado lugar. Era como si los turistas fueran el alma de la localidad y al marchar dejaban tras de si un cuerpo sin vida, sin actividad, ocupado por fantasmas que eran parte de la localidad, como los gusanos son parte de un cadáver. No era lo que esperaba, pero gracias al suplemento del sueldo de las propinas, había ahorrado lo suficiente para elegir entre tres alternativas: Mi ciudad, Berlín ¡o París! La idea de ir a París me surgió tras los buenos resultados con el inglés, que al final de la temporada hablaba ya con soltura, y hasta con el ampuloso acento londinense, y pensé que si dominaba también el francés podría aspirar a empleos mejor pagados. Pero tenía otra emotiva razón que conectaba directamente con mi vocación, ¡tan necesitada de estímulos! París había sido, y seguía siendo, el refugio de grandes escritores, que por una u otra razón se habían exiliado allí y quería saber por qué. Esta vez no viajé gratis, sino que hice el viaje en un tren nocturno, que tomé en la misma localidad, y al amanecer del día siguiente entraba en la grandiosa estación de Austerlitz. Voilá, je suis a París! Una vez más la suerte fue mi aliada, porque me resultó fácil encontrar una buhardilla típica parisina, es decir una habitación minúscula sobre los tejados de las grandes mansiones parisinas. Tenían todos los servicios en un largo pasillo, y una ventana desde donde podía divisar la torre Eiffel. Todo un privilegio. El único mobiliario de la pequeña estancia era una cama, una mesa con dos sillas plegables y un reducido armario. No había sitio para más. Dos días después encontré un empleo no muy digno de fregaplatos, con horarios que eran compartibles con los de la Alliance Française, donde me matriculé el día después de tomar posesión de mi buhardilla. París es la meca de los escritores, como el Vaticano es la de los católicos, y su esencia se encuentra en los cafés del famoso barrio de Saint Germain-de-Pres, como Montmartre es para los pintores. En estos cafés es fácil imaginar un gran argumento para una buena novela. Como tal vez hicieron Gabriel García-Márquez, Joyce o Julio Cortázar, entre otros muchos escritores. Esa fue al menos mi sensación cuando entré por primera vez en uno de estos cafés. Por ese poderoso estímulo volví a escribir en mi buhardilla, pero, como todo lo que he escrito durante aquellos años, buscando la oportunidad y el ambiente necesario para crear, no puedo recordar qué es lo que escribí ni dónde se encuentran los posibles manuscritos, pero supongo que si no los conservo es porque no debían ser candidatos a la posteridad. Por entonces seguía influenciado por los sucesos familiares, que no había podido superar todavía, por lo que supongo que todos los argumentos tratarían del mismo tema y con el mismo tono patético y melodramático, propio de los principiantes con problemas, sean de la índole que sean. París es una ciudad abierta y estimulante para un autor, que, a diferencia de Londres, no afecta su personalidad. Esta ciudad no te exige ni es necesaria una integración para sobrevivir, lo que puede afectar la creatividad personal del autor. Aquí se puede vivir con tus propios valores, sin que te consideren un inadaptadoa principal razón para atraer a tantos escritores de culturas tan diversas. Pero esta neutralidad solo puede soportarse durante algún tiempo, porque un escritor necesita estar integrado en la comunidad de la que surgen sus obras. Es un refugio temporal, como ha sido para la mayoría de los escritores que han pasado por aquí. Para los no europeos supone una memorable experiencia el tomar contacto con la realidad de la “vieja Europa”, para comprobar por sí mismos lo que había de mito y de realidad en la idea preconcebida que tenían de nosotros. París es una de las mejores muestra de esta Europa de culturas milenarias, con una asombrosa cantidad de vestigios testigos de nuestra Historia, no solo en París, sino en toda Francia. Copenhagen Tal como había supuesto, la siguiente temporada era un uniformado segundo recepcionista en un hotel de lujo de la costa más codiciada de nuestro litoral, solo apta para millonarios o famosos. En la temporada de verano en que trabajé yo se rodaron en el hotel dos películas de “destape” con los actores cómicos de moda de la época, como José López Vázquez y Toni Leblanc y la inevitable “chica ye-ye”, Concha Velasco o Gracita Morales. Durante cuatro meses viví de cerca lo estresante que es la vida de un millonario, porque en su mayoría son especuladores. En esta guerra de intereses, una rápida decisión, desde cualquier sitio, cualquier día de la semana y a cualquier hora del día, puede significar la pérdida o ganancia de enormes cantidades de dinero. Con este estado de estrés permanente sus fabulosas fortunas no le proporcionaban placer ni distracción, porque no tienen la oportunidad ni el deseo de dar tiempo a que las cosas maduren, ya que el tiempo para ellos es un valor esencial en sus balances, y tiene que ser invertido con rentabilidad. Si desean una mujer, no pueden perder el tiempo en largos romances, ¡la compran! Como compran todo lo necesita tiempo para consolidarse. Es por esa causa que ellos, pese a su grandes fortunas, no sentirán ni gozarán nunca de la amistad ni del amor, en su lugar tendrán socios y concubinas. Para justificarse difunden la opinión de que tales sentimientos y emociones no existen o son falsas e hipócritas. Pero una amistad sincera y afectuosa o un amor apasionado causan más bienestar espiritual que un crucero en un yate de lujo. Y es que en ausencia de un alma noble a los millonarios solo pueden encontrar bienestar en el cuerpo, pero no en el alma. Los sentimientos nobles, como la amistad o el amor, no se les puede poner precio, porque entonces dejarían de ser nobles. Eso no lo entienden la mayoría de los millonarios, convencidos de que el dinero abre todas las puertas, pero las que conducen a habitaciones sin nadie dentro, pero no las que encierran personas con un corazón noble y una cabeza lúcida y bien pensante. Los ricos no pueden tener amigos o amadas, ¡solo socios y concubinas! Esta iba a ser una provechosa temporada, porque las propinas superaban el sueldo. Nada satisface más a un millonario que escuchar las expresiones de servil agradecimiento cuando dan propina a alguien. Yo solía dramatizar las gracias con toda clase de frases de agradecimiento con la imaginación de un futuro escritor de fama, que probó ser rentable. Puede decirse que me daban la propina como el que mete una moneda en una máquina tocadiscos para escuchar la música que más le gustaba. Después de aquella agotadora temporada, en que ninguna de las jóvenes hijas de presuntos millonarios se encaprichara de mí, como sucedió en el modesto hotel anterior. ¡Debió ser porque éstas tenían mejor gusto! Pero había algo que amenazaba mi libertad y mi dignidad: ¡el Servicio Militar obligatorio! Yo apenas había tenido enfrentamientos con el régimen franquismo, antes bien su relativa apertura auspiciada por el influyente Opu Dei, había provocado la avalancha de turistas a nuestro país, lo que facilitó mi trabajo. No era por razones políticas por las que me había propuesto no hacer el servicio militar ni por objeción de conciencia; objeción que entonces no existía, sino simplemente porque no quería regalar al Estado un año de mi apreciada vida para un servicio que no tenía sentido, ¡nadie invadiría nuestro país en estos tiempos! Y si querían jugar a la guerra, que se buscasen profesionales, como ya sucedía en otros países civilizados. No sé de dónde me surgió la idea de tomar un tren y no bajarme hasta que no se acabasen las vías, en algún país del norte de Europa. Supongo que era una forma de expresar mi deseo de huir de todo ese mundo de miseria espiritual en el que estaba viviendo. Tenía que elegir un país donde hacerme residente incluso solicitar la nacionalidad, porque ya no podría volver en muchos años, y para estar seguro de cuál era el más adecuado para mí era necesario vivir algún tiempo en ellos. Para cogerles sabor, elegí empezar por Dinamarca, porque la idea que me había formado de este país era poco menos que la de un paraíso aquí en la Tierra. Volando al Paraíso Apenas me dieron la liquidación, en un caluroso día del otoño en aquella latitud, salí, literalmente hablando, volando del aeropuerto local a Madrid, donde debía llegar a tiempo para tomar un tren que me llevaba directamente a París. Ya estaba acostumbrado a estos largos viajes y sabía dónde acudir para encontrar un empleo temporal o un alojamiento barato. Como ya hablaba las cuatro lenguas más importantes de Europa, incluso con el acento local, porque las lenguas no solo hay que aprenderlas, sino también interpretarlas, no me sentía desplazado en ningún país. Cruzar una frontera era como cambiar de barrio y de vecinos. Para este decisivo viaje mi equipaje consistía en dos mudas, dos camisas, un grueso jersey, por si hacía más frio del previsto y utensilios de aseo personal, que trasportaba en una bolsa de viaje. Cuando no sabes qué harás al día siguiente, es mejor ir ligero de equipaje para moverte con facilidad. Hay personas que apenas se han movido de su hogar, y otras que no han puestos sus pies en nada que llamar “hogar”. Para ellos el mundo es su hogar, y los países las habitaciones, en las que habitan gentes de todas las culturas, mitos y creencias. Y la democracia es lo que hace que podamos vivir en paz en el mismo espacio, dentro de este hogar común. Pero en este viaje también llevaba algo muy especial que había comprado hacía tan solo unos días antes: una máquina de escribir, “Olivetti Pluma 22”, de un agradable color azul. Creo que todos los escritores hemos tenido una, que sería claro mensaje de que no iba a demorar más el ejercicio de mi vocación y empezar a escribir algo en serio, que justificase la molestia de acarrearla por media Europa. Durante este viaje tenía la inquietante sensación de que esa era mi gran oportunidad de demostrarme a mí mismo que mis ilusiones estaban a la altura de mi capacidad creadora, o simplemente, se trataba de una quimera para la que no había nacido. En otras palabras, había llegado la hora de la verdad y demostrarme a mí mismo si tenía las cualidades y creatividad para estar a la altura de mis ambiciones. A medida que nos aproximábamos a la frontera entre Alemania y Dinamarca crecía mi inquietud de que por alguna razón no me permitieran entrar en un país tan restringido para aventureros, pero una vez más la suerte se aliaría conmigo. En el departamento establecí relación con una mujer danesa a la que debí caer bien, porque cuando vino el controlador de pasaportes no sé que debió decirle sobre mí, que el funcionario selló mi visado sin la menor objeción. Después el tren fue literalmente engullido por un transbordador que hacía el pasaje entre los dos países. Era anochecido, subí a cubierta y al contemplar el inexistente horizonte presentí por primera vez la posibilidad de un fracaso. Y que yo estaba jugando a ser escritor para eludir la realidad y vivir en una burbuja, que tarde o temprano tendría que explotar, porque me hice la temida pregunta: “¿Soy realmente un escritor?”. Era una sencilla pregunta con una difícil respuesta, que yo todavía no estaba preparado para contestar. Wonderful Copenhagen! Y una fría noche del otoño nórdico, vestido con una ropa inadecuada, pero lleno de felices expectativas, puse mis pies en los andenes de la estación de ferrocarril más al norte que había estado jamás. Al salir a la calle me encontré con uno de los iconos que hablaban por sí mismos de la fama de una ciudad que merecía el calificativo de “Wonderful” (Maravillosa): los jardines del parque de atracciones “Tivoli”, en pleno corazón de una ciudad con un gran corazón. Allí cada tarde Arlequín y Colombina salían al escenario para demostrar que los adultos también sueñan, porque, además, estaba en el país de los ingeniosos sueños de un genio de los sueños, como fue Hans Christian Andersen, y su mundo de sirenitas enamoradas, o cisnes camuflados de patos feos. Cuentos para niños que se hacen hombres sin perder su recuerdo y su mensaje. Mi estancia en aquel Copenhagen de los años 70 fue como un cuento en el que la realidad no tenía nada de real, porque todo era “fantástico”. No había mejor lugar para empezar una carrera literaria. Pero debía olvidarme de todo lo que había dejado atrás, que no eran más que malas copias de la vida como merece ser vivida. En Copenhagen vivir con imaginación era una obligación cívica y yo acaté religiosamente esta norma, por eso puedo decir que empecé a vivir realmente a partir de mi llegada a esa maravillosa ciudad; los latinos del norte de Europa. Solo había el problema de que ¡me faltaba experiencia de lo que significaba vivir! Como es norma en el mundo de la emigración me tocó trabajar de fregaplatos en un club nocturno, donde, además de las cosas de un club, ofrecían la posibilidad de una cena con el plato nacional: “Pato a la naranja” (No entiendo que sea una especialidad danesa. Patos le sobran, pero naranjas…). Pero los clientes no parecían muy entusiasmado con la especialidad de la casa (o estaban demasiado ocupados haciendo lo que debieran hacer) porque las bandejas volvían a la cocina sin las naranjas pero con el pato. Cuando salía del trabajo, a las tres de la madrugada en verano, ya estaba amaneciendo, o mejor, estaba clareando, porque en los veranos prácticamente no hay noche. Copenhagen me contagió su fantasía, así es que con el primer sueldo renové completamente mi imagen, empezando por el vestuario. Entre en tienda de ropa donde se proveían todos los jóvenes de Copenhagen, algo así como ZARA en la actualidad, y compré todo lo más llamativo posible. El día que estrené toda aquella ropa fui consciente de haber asesinado mi antigua personalidad de camisas azules, pantalón gris y chaqueta azul marino con solapas cruzadas. Ahora vestía una camisa floreada, un pantalón blanco ceñido, pero estilo de campana, un jersey color fucsia que se abotonaba en el hombro y, como toque personal, un llamativo pañuelo de seda alrededor del cuello. Solo en Copenhaguen se podía estar cómodo con semejante vestuario. Pues bién, fue un acierto total, y aunque no recuerdo cómo sucedió, me veo en la famosa discoteca Paladium, en una zona convenientemente oscurecida, recostado en uno de sus almohadones de goma-espuma; teniendo entre mis brazos una danesita que era el vivo retrato de la jovencísima Julie Andrews. Tampoco recuerdo por qué aquel primer romance con las nativas duró solo una semana, ¡las danesas eran así! Pero han sido esas encantadoras mujeres las que me llevaban siempre a la perdición. Mi sueño danés terminó por culpa del “charme” de una francesa, con el evocador nombre galo de “Clodine”, que te atraen hasta la locura, y para lo que no hay antídoto ni cura posible. Hacía ya más de seis meses que residía en esta maravillosa ciudad. Ya era legalmente un prófugo, porque ya debía haberme presentado en mi cuartel, pero no me preocupaba en absoluto, porque ya tenía enfocado mi futuro en aquel país. Había contactado con una operadora de turismo especializada en nuestro país, en la que me prometieron un empleo tan pronto como tuviera un aceptable conocimiento de danés. No perdí el tiempo y me matriculé en los cursos de danés de la Universidad de Copenhagen. Cuando estaba a la mitad del curso sucedió el desastre . Yo me alojaba en una amplia y confortable casa particular, propiedad de una viuda, que alquilaba sus numerosas habitaciones, tanto a residentes como a turistas. Un día en que yo vestía con mi uniforme de gigolo, me encontré en el pasillo con dos francesitas recién llegadas en visita turística, y debió de impresionarles mi floreada apariencia, incluido el pañuelo de seda, porque nos hicimos inmediatamente amigos, sobre todo por su sorpresa al responderles en francés con acento parisién. Fue una semana gloriosa, a pesar de que yo dormí apenas unas horas. Visitamos el castillo de Kronborg, donde se supone que sucede el drama de Hamlet, los museos vikingos, el parque donde posa la famosa sirena, el Tívoli y una exhaustiva lista de lugares turísticos maravillosos. Pero llegó el temido momento de la despedida, y a mí se me ocurrió la estúpida idea. Sin que ellas lo supieran, reservé un billete a París en el mismo tren, porque no veía ningún problema para regresar el día siguiente a Copenague. Por supuesto que la sorpresa fue mayúscula, y creo que comprendieron que estaban ante un loco, pero que no era peligroso. Una de ellas, la menos agraciada, no le sentó bien mi iniciativa, pero la otra, Clodine, en la que yo estaba interesado, parecía alegrarse y aceptó que las acompañara hasta París. Una romántica noche Llegamos a París al anochecer, que es cuando la ciudad de la luz despierta. Clodine vivía con su padre divorciado (por alguna misteriosa razón casi todas las mujeres que he conocido, ninguna tenía una familia normal) en una elegante Maisonette a las afueras de París. El padre estaba de viaje y Clodine me invitó a que pasara la noche en su casa. ¡Nunca he pasado una noche más romántica que aquella! He conocido muchas mujeres de diversos países y todas ellas tenían algo especial propio de su cultura; una forma de expresar su femineidad diferente, y las francesas tienen en el charme la suya. Tal vez sean una gloriosa mezcla entre Brigitte Bardot y Françoise Hardy la esencia de la mujer francesa: atraen más su sensualidad y delicadeza que por el sexualidad. Son sensibles y detallistas, con un gusto especial para vestir y rodearse de objetos con estilo. A una francesa no puedes invitarla a comer una hamburguesa en un McDonald, sería un insulto. Creo que les gustan los hombres con personalidad, creativos, activos y con clase, sin necesidad de que sean millonarios. Les encantan los perfumes, sobre todo lo que se extraen de la flor de la lavanda. Son independientes pero al mismo tiempo frágiles y vulnerables, sobre todo cuando se enamoran. Así era Clodine. Pero aquella noche encantada me trajo un nuevo día catastrófico. Debía coger de nuevo el tren y regresar a mi trabajo en Copenague, ¡y entonces fue cuando se desató la catástrofe: perdí el pasaporte, por lo que no podía regresar a mi refugio en Copenague! Tampoco podía quedarme en la casa de Clodine, porque su padre podría regresar. No podía pedir ayuda en la embajada porque podían averiguar mi situación de prófugo. Era verano y las noches eran cálidas, por lo que pasé varias noches al aire libre en los bancos de un parque público. Clodine conocía mi situación y trató de ayudarme trayéndome al parque algo para comer, porque mis ahorros y todas mis pertenencias, incluida mi querida máquina de escribir, se quedaron en Copenague. También me sugirió que tal vez mi pasaporte estuviera en una dependencia de aduanas en una localidad limítrofe con la frontera española, donde recibían los pasaportes extraviados, o facilitaban pases para abandonar el país, y emprendimos los dos, en un caluroso día de agosto, el viaje en auto-stop hasta esa localidad costera. Pero allí no habían recibido ningún pasaporte extraviado a mi nombre. Me extendieron un pase y conseguí cruzar la frontera sin que averiguasen mi situación de prófugo. Lo más doloroso fue despedirme de la encantadora Clodine, que regresó en tren a París. ¡Nunca más supe de ella! Muchas veces me he preguntado si el precio que pagué por aquella maravillosa noche romántica no fue demasiado elevado. Pero mi respuesta es siempre la misma: ¡para un escritor, no! ¿De dónde han podido surgir mis personajes femeninos sino de estas costosas experiencias? Todos los personajes femeninos de mis novelas: Nina, Alicia, Noemí, Linda, María, Margarita, Tania, Inés, Betsy y muchos más, están inspirados en alguna de las extraordinarias mujeres que he tenido la dicha de conocer. Hoy ya solo vivo para su recuerdo y poco más. Apenas crucé la frontera me hice cargo de mi delicada situación. Debía evitar cualquier roce con la policía o cualquiera que pudiese denunciarme. Mi familia me hacía seguro y bien situado en Copenague, por lo que era impensable pedirles ayuda, y decidí tratar de sobrevivir en la ciudad que tan bien me acogió durante mi frustrada escapada. No tenía más opción que hacer el arriesgado viaje en auto-stop. Estaba ya a pocos kilómetros de concluirlo cuando nuevamente el destino hizo que otra mujer se interpusiera en mi camino. Estaba situado al borde de la carretera, a la salida de la población, cuando pasó junto a mí un grupo de varias jóvenes. Una de ellas se acercó a mí, tal vez atraída por mi lamentable estado y mi expresión triste y evasiva. —Hola —me saludó como si ya nos conociésemos— ¿no tienes dinero para coger el tren? Vente con nosotras, que también vamos a coger el tren. Yo te pago el billete. ¡Y así fue como conocí a la que, años más tarde, seria mi futura esposa. Por supuesto que me impresionó su espontaneidad y generosidad y, dada mi precaria situación, fue sin duda provincial este encuentro, porque durante algún tiempo sería de gran ayuda. Pero un buen día desapareció y no volví a saber nada más de ella hasta casi dos años más tarde. Era una mujer con una bonita figura y un rostro de rasgos hebreos. Posiblemente era descendiente de judíos conversos. Me recordaba a Barbra Streisand. No era muy letrada, porque no había pasado del bachiller elemental y con mala nota, pero había conseguido un puesto en la sanidad pública, porque era un eficiente asistenta social. La esquizofrenia Mi situación empeoraba cada día, y no tuve más opción que dormir escondido en un espacio cerrado por una valla metálica que no era visible desde la calle, donde mi futura esposa me traía bocadillos y bebidas. Mi colchón era las páginas de un periódico y me costaba conciliar el sueño, no solo por la dureza del suelo, el frío y la humedad, sino por el temor de ser descubierto, detenido y enviado a mi cuartel. Tuve la suerte de encontrar un trabajo de camarero en un bar situado en el peor barrio de la ciudad, frecuentado por prostitutas y sus clientes, pero mi jefe no hacía preguntas y llegó a estar muy satisfecho con mi trabajo, porque yo siempre estaba alegre y era amable con los parroquianos, sin que me importara su moralidad. Como reza en la sabiduría popular, “La procesión iba por dentro”. Al mismo tiempo, conseguí alojarme en un piso compartido por un pintor sudamericano de ascendencia indígena, que no se ganaba la vida con sus extrañas pinturas, sino con la confección artesana de bolsos de cuero, tan extravagantes como sus pinturas. En aquellos días la artesanía de objetos de cuero repujado hacían furor. Esto permitió a muchos un medio de vida independiente y fácil de iniciar. ¡Y eso es lo que hice yo! Finalmente tuve que aceptar los consejos familiares y aprender un “oficio” para ganarme la vida y aprendí los rudimentos de la profesión de guarnicionero. Con aquellos rudimentarios conocimientos y mi creatividad, conseguí crear un modelo de bolso que fue un gran éxito de ventas, y me permitió prosperar en medio de mi creciente temor a ser detenido y deportado. Pero mi justificado temor empezaba a afectarme con síntomas de paranoia, y mis temores fueron haciéndose extensible a otras personas a las consideraba policías camuflados de paisano. A esta creciente paranoia se sumo la negativa influencia de un grupo de intelectuales que solía frecuentar en uno de los que llamábamos “cafés alternativos”. La mayoría, además de ser radicales de izquierdas, lo que les hacía también candidatos a sufrir de paranoia, eran adictos al ocultismo y la cábala. A mi alarmante paranoia se añadieron los primeros síntomas de esquizofrenia, y comencé a tener las temidas asociación de ideas que me producían delirios de doble personalidad, relacionada con personajes bíblicos, visiones, alucinaciones y finalmente, acabé vaticinando el inminente fin del mundo, del que yo era el responsable. Tan convencido y con tanto ímpetu defendía la idea que conseguí sugestionar al grupo, y el día y la hora prevista para que un ángel de la muerte extendiera su mortal sombra sobre la Tierra y convirtiendo todo ser viviente en estatuas de piedra, estábamos reunidos doce personas en un café, que para mí enferma imaginación eran la reencarnación de los 12 apóstoles (ya se imaginan quién creía ser yo), a la espera de que se produjera esta catastrófica predicción. Como le corresponde a todos los profetas, yo había tenido esa información en una visión enviada por el mismo Dios. Por si todas estas pruebas de mi supuesta identidad no eran suficientes, también había descubierto la piedra filosofal, una piedra de color negra que encontré entre los escombros de unas obras, y que se ajustaba perfectamente a la forma interior de mi mano. Por tanto “yo debía ser el elegido” para provocar del fin del mundo. Naturalmente que el mundo, aunque maltrecho siguió en pie, y nadie se convirtió en estatua de piedra, aunque muchos lo sean, por sus escasos sentimientos y sensibilidad. Los doce “Apóstoles” respiraron aliviados y yo quedé como un profeta marrullero, pero fueron condescendientes conmigo y no me reprocharon que les hiciera pasar un mal rato. ¡No hubiera sucedido si no leyeran tanta literatura esotérica! El fracaso como aprendiz de Nostradamus trajo un poco de luz a mi perturbada mente y comprendí que corría un gran peligro si no ponía fin a aquella locura, y ese mismo día me entregué voluntario en una comisaría. Dos días después me ingresaron en un hospital militar, donde un psiquiatra confirmó mi esquizofrenia y mi paranoia. Este diagnóstico, más el hecho de haberme entregado voluntario, fueron para un juez militar suficientes atenuantes para evitar el castigo, así es que cuando consideraron que era útil para el servicio para las armas, me incorporé a mi regimiento, uno de los primeros que se movilizarían en el caso de que hubiera algún conflicto. Allí me produjeron otra enfermedad mental, pero esta no estaba reconocida como tal: “Militarosis”. ¿En que consiste esta enfermedad mental y cuáles son los síntomas? La enfermedad consiste en creer que tu patria podía ser invadida por hordas de bárbaros del norte de Europa o de África y yo tenía que evitarlo “eliminando” al enemigo invasor (nunca se utilizaba la expresión “matar a tus enemigos” porque era demasiado cruda para las tiernas mentes de los reclutas). En cuanto a los síntomas son la pérdida del yo, que es sustituida por “nosotros”, la incapacidad de pensar por ti mismo y con lógica y razonablemente, porque pensar, de cualquier manera, estaba rigurosamente prohibido. Un sargento chusquero se encargaba de los pensamientos más elementales y un capitán general los más elevados. Pero yo no tenía el hábito de la disciplina, tampoco toleraba el despotismo, la prepotencia o el autoritarismo, sin los que los ejércitos no son efectivos, como quedó probado en nuestra guerra civil. Por tanto mi relación con el ejército fue conflictiva, y apenas terminó mi instrucción y su inútil intento de convertir un artista libre en un soldado descerebrado y humillado, ¡tuve oportunidad de probarlo! Yo entonces me preguntaba (y aún hoy me lo sigo preguntando), para qué sirve el ejército y cuándo es legítimo recurrir a la guerra. Las guerras que emprendió Napoleón no son las mismas que las que provocó Hitler. En el primer caso los invasores trataban de liberar al país invadido de los regímenes anclados en la Edad Media, y debían contar con la simpatía de los invadidos; en el segundo caso, la invasión trataba de esclavizar a un pueblo por la supremacía del invasor. De acuerdo a esta reflexión podía caer en la simpleza de considerar como justas la primeras e injustas las segundas, porque las guerras, sean de liberación o represión, son igualmente guerras. Es como pretender lavar una herida con agua infectada de virus nocivos. ¡Todas las guerras son injustas! Recurrir al ejército para solucionar un conflicto es recurrir a la barbarie y la prueba del fracaso del diálogo y el consenso, que es lo que nos sitúa a un nivel moral por debajo incluso de los animales. La existencia de los ejércitos es la prueba de nuestra escasa humanidad y entendimiento. La deserción Durante mi estancia en el cuartel mantuve una fluida correspondencia con la mujer que tanto me había ayudado, porque todavía era localizable. Quedamos en que me reuniría unos días con ella durante la semana de permiso que nos concedían al terminar el periodo de instrucción. El comandante del cuartel pasaría revista a los reclutas antes del inicio del permiso. Todos nos apresuramos a buscar quien pudiera cortarnos el pelo, prácticamente al rape, como mandaban las ordenanzas, pero yo no pude encontrar alguno que estuviera desocupado y llegué a la revisión con el cabello un centímetro más largo del reglamentado. Ya estábamos formados pendientes de la llegada del comandante cuando uno de esos incultos sargentos chusqueros se acercó a mí, cogió una piedra, me golpeó con ella la nuca y me dijo casi al oído simplemente: “Castigado sin permiso”. Se libró de la piedra y prosiguió su revista previa como si allí no hubiera pasado nada, pero acababa de dar suficientes motivos para mi inevitable deserción. ¡No podía tolerar aquella monstruosa injusticia! ¿Es que no se podía pelear en una guerra con el pelo un centímetro más largo de lo que mandaba el reglamento? No tenía nada que considerar ni sobre lo que reflexionar, simplemente ¡el ejército y yo eramos incompatibles! Así es que empecé a planear mi deserción, que resulto bastante fácil. Guardé mi uniforme de paseo bajo unas piedras en un lugar de la valla que debía saltar y unas horas después de que no quedara ni un soldado en el recinto, yo también me fui de permiso, pero por mi cuenta, y con la amenaza de 10 años de condena por deserción. Mi plan era volver a París, donde tenía algunos contactos que me podían ayudar. Cuando mi madre me vio en nuestra casa para cambiar mi uniforme por ropas de paisano no sospechó mi deserción porque creía que disfrutaba de un permiso, como estaba previsto. Yo la tranquilicé y le comuniqué mi deseo de viajar esa misma noche para reunirme con la mujer que yo les había hecho creer que ya era mi novia, por lo que aceptó mi precipitado viaje sin ninguna sospecha de lo que había sucedido en realidad. Incluso me dio algo de dinero de sus escuálidos ahorros. Yo tuve que controlar mis emociones, porque ya no la volvería a ver en muchos años, incluso que podía morir antes de que nos volviéramos a ver. Cargado con un cúmulo de sentimientos encontrados que me oprimían el alma, viajé durante toda la noche sin que pudiera conciliar el sueño. Al amanecer ya sería un desertor en busca y captura, por lo que tendría que darme prisa en cruzar la frontera lo antes posible. La nueva huida El servicio militar ha sido una de las experiencias más traumáticas de mi agitada vida. La pesadilla duró dos interminables años, en los que no pude librarme de cumplir más del tiempo previsto si no hubiera tenido todos estos serios conflictos. Durante la España tercermundista, el servicio militar era una oportunidad única para que cientos de jóvenes de las deprimidas zonas rurales pudieran salir de sus miserables aldeas y aprender un oficio, aunque limitado a ciertas profesiones. En fin, en cierta manera era una buena experiencia, pero para los que no estábamos en esa deprimente situación era un martirio, porque éramos tratados como si fuéramos uno de ellos. Especialmente por los brutales suboficiales, porque los tenientes y otros oficiales eran más comprensivos y tolerantes. Apenas pude pasar unas horas con la mujer con la que ya mantenía una afectiva amistad, pero que no era amor, y creo que nunca lo fue. Cuando la puse al corriente de mi situación creo que dio por terminada nuestra relación, porque no creía que yo pudiera salir airoso de esta deserción, pero no me lo hizo saber, tal vez para no desmoralizarme más de lo que ya estaba. A la mañana siguiente viajé a una población fronteriza en los Pirineos, y haciendo ver que paseaba por un paraje que lindaba con Francia y que apenas estaba vigilado, me vi, para mi sorpresa, en una pequeña población del otro lado de la frontera. Me sorprendió lo fácil que había sido ponerme a salvo, y eufórico, emprendí nuevamente un viaje a París, cuya ruta conocía ya a la perfección. Como en los viajes anteriores, no me resultó difícil encontrar un empleo y una habitación en una residencia, por lo que superé lo más difícil de aquella nueva huida. El regreso Como ya he comentado en un capítulo anterior, una vez más es una mujer la causa de una nueva catástrofe. Ya hacía tres meses que residía en París cuando recibí una carta de mi amiga, de la que no puedo recordar lo que contenía, pero debía ser algo importante, porque hizo que me decidiera a regresar a España, a pesar del enorme riesgo que corría. Supuse que podría entrar y volver salir por el mismo lugar por el que había huido tres meses atrás. Así es que, una vez más, estaba en la carretera para viajar por una Francia que ya me resultaba familiar. Pero este viaje tuvo un final inesperado. Nunca antes había sido molestado por los gendarmes franceses cuando me encontraba haciendo auto-stop a la salida de las poblaciones, pero en este viaje algo extraño debieron ver en mí que se detuvieron y me pidieron que me identificara mostrándoles mi pasaporte (los policías desarrollan un sexto sentido para detectar a los que por una u otra causa están fuera de la ley), lo que obviamente no pude hacer. Apenas vi que su vehículo se detenía delante de mi, sentí una dolorosa presión en el pecho, porque sabía que aquellos gendarmes no soltarían su presa hasta que no estuviera fuera de sus fronteras. Me condujeron a una bonita comisaría, con macetas de evónimos a la entrada, con un patio trasero convertido en un relajante y florido jardín. De no haber ido detenido, la hubiera confundido con la entrada de pequeño hotel de una pintoresca localidad delPirineo francés. Por el camino recordé la arenga que nos soltó el irresponsable sargento causante de mis muchos problemas, sobre los castigos para los delitos de deserción con salida al extranjero: ¡10 años y un día y, en tiempo de guerra, el fusilamiento! Así que no entré en aquella bonita comisaría riendo, sino casi al borde del llanto. Solo me quedaba un último recurso para impedir mi deportación: solicitar el derecho de asilo político. Atendieron mi petición, porque supongo que tampoco ellos simpatizaban con el dictador del otro la do de su frontera. Unas horas después llegó a la comisaría un funcionario encargado de dictaminar si mi caso tenía este derecho, que por esas fechas vísperas de la Transición democrática, eran muchos, y con verdaderas causas y motivos, los solicitantes de asilo. Yo a penas había adquirido una verdadera conciencia política, a pesar de simpatizar con la gente y los artistas de izquierdas, y solo tenía una vaga idea de quién fue Karl Marx y el marxismo. La entrevista duró poco y el funcionario escribió un breve informe sobre mi caso con el veredicto de una simple deserción por motivos personales. Los gendarmes ya podían proceder a mi deportación. Me liberaron en la orilla francesa de un puente sobre un río “tierra de nadie” con la garita de la aduana española en la otra orilla, ¡por lo que no había escapatoria posible! Me detuvieron y, en efecto, comprobaron que mi nombre estaba en su larga lista de “Caza y captura”. ¡Esa fue la primera vez que comprendí el inmenso valor de la palabra Libertad! La prisión Como escritor creo que me quedan ya pocas experiencias mundanas por vivir, y solo me faltaba la de una prisión. Aquel nefasto día empecé a hacer cálculos sobre qué edad tendría cuando me liberasen, porque ya estaba haciéndome a la idea de que había caído en las garras de un Estado que maltrataba a su propio pueblo. Rebelarse contra el ejército era rebelarse contra el Estado, un delito más grave que robar un banco privado. Por eso estaba convencido que esa sería la condena. Me trasladaron a un pequeño caserío que al parecer servía de calabozo preventivo, pero lo impresionante de aquel recinto era un gran ventanal enrejado que daba a un campo silvestre, que en aquella época del año estaba en apogeo su floración. El contraste de mi depresión con la imagen de alegría de vivir de aquel paisaje, que parecía una pintura de Van Gogh, era sencillamente patético. Al día siguiente me trasladaron a la cárcel Modelo de Barcelona, pero a una zona para militares, por lo que afortunadamente no tuve contacto con los presos comunes, que se rigen por despiadadas y violentas leyes internas de personas que cuando se excitan pierden el sentido de la realidad y son capaces de cometer atrocidades sin ser conscientes de ello. Psicópatas impredecibles. Este carácter proviene de la amargura por estar consumiendo los mejores años de sus vidas entre cuatro paredes y un escaso patio con la provocadora imagen de los pájaros que sobrevuelan libres sobre sus atormentadas cabezas. ¡Así es una prisión! De la cárcel Modelo me trasladaron a una prisión militar cercana a Madrid, donde debía esperar la celebración del juicio. Esta vez si tuve contacto con presos comunes, porque me trasladaban en un autobús junto con ellos y pude conocer a un curioso personaje que me impresionó. Era un hombre de mediana edad, bien vestido y aseado, que según él tenía la “honrada” ocupación de ladrón profesional. —Sí, chico, yo me he criado entre ladrones. Mi padre robaba a mi abuelo, y mi abuelo a mi tatarabuelo. ¡Sabe Dios desde cuándo somos ladrones! Tengo una familia, y tres chavales que ya están casi para entrar en la universidad. Yo no tengo más oficio que el de ladrón, ¡y de algo tenemos que vivir! Damos cuatro o cinco golpes al año y vamos tirando… —¿Vamos? —le pregunté sin creerme una palabra de lo que me estaba contando. —Si los chicos me acompañan, ¡ya tienen edad para empezar a robar! —¿Y qué pasa cuando le detienen? —le volví a preguntar. —Mira chico, un ladrón es como un torero, ¡se la juega en cada corrida! Si sale bien la faena y el toro enviste por el lado que le manda se lleva un fajo de billetes! Pero si el toro es bravío y enviste por el que no, ¡se lleva la cornada, y seis meses en el talego! —¿Solo seis meses? —me sorprendía su extraordinaria imaginación. Hubiera podido ser un brillante escritor. Mira chico, ¿qué juez honrado va a condenar a quien roba a otro ladrón? Yo no le arranco el bolso a una viejecita que acaba de salir de banco con su pensión, como esos rateros, drogadictos y sin moralidad. No, chico; yo solo trabajo en chalets y pisos de lujo, y alguna joyería si viene al caso. Allí donde hay joyas valiosas en cajas fuerte que puede abrirlas el más pequeño de mis chavales, ¡allí dejan el guante los Benítez! —Me parece que usted ha leído muchas novelas de policías y ladrones famosos! —le interrumpí. —¿Me llamas mentiroso? —me preguntó contrariado. Introdujo sus dedos en la boca y sacó de ella lo que parecía un diente de cristal, miró a su alrededor para comprobar que nadie nos observaba y, bajando la voz para que solo yo pudiera escucharle, me preguntó: —Mira, chico, ¿sabes lo que esto? Yo lo negué con un gesto de cabeza. —No, claro que no, tú no has visto tan cerca algo como esto en toda tu vida. ¡Es un diamante en bruto, sin tallar! —¡Y lo lleva en la boca! —Allí no te registran. En casa tengo más de veinte como éste, por si mi parienta se viera en apuros, ¡aunque también ella es una ladrona fina! —¡Y se lo cuenta a todo el mundo! —No, te lo cuento a ti porque ya he visto que tú no eres como éstos! Tú no entiendes este negocio. Lo que yo robo está cubierto por el seguro, y si se quieren deshacer de sus antiguas joyas, es mejor que se las roben que venderlas en el mercado. Y tú ¿qué delito has cometido para verte revuelto con esta basura? —En mi opinión ninguno, pero para la del ejército si piensan que he cometido un grave delito: ¡desertor y reincidente! Hizo un gesto de asombro, y sin ninguna consideración por mi estado depresivo, me dijo: —¡Pues como no tengas un buen abogado, chico, te va a caer un buen marrón; con los “milis” no se juega, porque se lo toman todo como cosas del honor! Para ellos tu delito es deshonrar a tu patria ¡Milagro será que no te fusilen! En la conversación con este curioso personaje he puesto algo de creación personal, pero recuerdo que el verdadero se jactaba de ser un ladrón profesional y honrado y buen padre de familia, pero sus negativas opiniones terminaron por desmoralizarme y considerar que de una manera o de otra no saldría ileso de este difícil trance. Diez años de reclusión acabarían con mi imaginación y mi precaria creatividad, que solo en libertad puede manifestarse. Entre cuatro paredes La celda de una prisión se reduce a un camastro, una mesa pintarrajeada con mil autógrafos ilegibles, una silla y cuatro paredes pintadas con cualquier color que no excite a los reclusos. No hay duda que el ser humano es el único animal que, no solo soporta la reclusión prolongada, sino que termina por crearse un nuevo mundo con ciertos alicientes dentro del limitado espacio en que está recluido. Para muchos indigentes (y cada año se duplican el número en los países más ricos) la seguridad alimenticia y de alojamiento de una prisión es mejor que la incertidumbre y sufrimientos de la libertad de ser un respetable paria callejero. En la calle son libres de elegir dónde mendigar, en qué banco del parque quieren dormir o qué escaparate quieren contemplar. Aún así persisten en sus deseos de libertad. Como nuestro mundo está asentado sobre paradojas, los indigentes también tienen la suya. En la calle son físicamente libres, pero mental y espiritualmente son esclavos de la lucha por la supervivencia, y en la prisión no tienen libertad fisica, pero la seguridad en la supervivencia, dejar en libertad a la imaginación y la mente. Aunque la prisión era militar, no dejaba de ser una prisión, y había presos con más de 10 años cumplidos de reclusión. Como siempre la suerte no podía abandonarme en aquellas críticas circunstancias, y como era evidente que habría democracia, ya se empezaba a cuestionar el servicio militar obligatorio, y yo me beneficié de esta providencial circunstancia. Apenas habían transcurrido tres amargos meses de reclusión cuando se celebró el juicio. Me asignaron un hábil abogado de oficio. Yo tenía escrito y ensayado uns declaración que al menos atenuase las graves acusaciones contra mí. Esta fue la declaración que entregué a mi abogado para que conociera los detalle del caso: “Fui a la localidad fronteriza en la que me detuvieron porque allí vivía un buen amigo mío. Pero hacía ya dos años que por razones de trabajo se había trasladado a otra localidad. Tenía hambre y no podía permitirme gastar los pocos recursos que me quedaban en comida. Fue entonces cundo divisé en las afueras del pueblo un gran campo de árboles frutales y pensé que unas cuantas frutas me calmaría el hambre, y me arriesgué a ser sorprendido robando sus frutos. Pero la plantación estaba al otro lado de la frontera, sin que hubiera ninguna señal o aviso que marcara los límites. Fue entonces cuando me sorprendió el propietario de los frutales, quien me obligó a entregarme a los gendarmes, y éstos me dejaron en el paso fronterizo donde me entregué. ¡Fue totalmente fortuito, y yo nunca tuve intención de traspasar la frontera!” No puedo recordar cómo se desarrolló el juicio, pero creo que no hubo necesidad de mi declaración, sino que debieron llegar a un acuerdo entre el tribunal militar y el abogado. Lo cierto es que diez días después recibí el veredicto y la condena fue de ¡seis meses en el calabozo de mi regimiento! Era obvio que no querían encarcelar a un joven inconsciente a cambio de que me incorporase inmediatamente a su regimiento. ¡Una vez más mi buena estrella no me abandonaría en los momentos más delicados, y este lo era! “¡Más mili que Cascorro!” No quería hacer un año de servicio militar y tuve que hacer entre unas cosas y otras, cerca de dos años. Ya no me pasaba por la cabeza volver a intentarlo, y aterricé en el cuartel convertido en un amasijo de sentimientos, recuerdos y experiencias tan intensas y recientes que en cierta manera encontré en el calabozo del cuartel la tranquilidad necesaria para intentar poner en mi mente cada cosa en su sitio, y tomarme ese a año sabático para decidir cómo pensaba orientar mi vida y mis ambiciones. Así es que, pese a todo, entré con buen pie en el cuartel, y no como la primera vez, en la que creo que que solo esperaba una excusa para desertar. Hubo, además, otra circunstancia que hizo que esta segunda parte de historia me favorecía. Era un regimiento de acorazados y responsable de la vanguardia en cualquier posible confrontación militar. Por tanto manejamos mucho material de guerra (la mayoría obsoleta) cuyo uso requería de una cierta cultura, y la mayoría de mis compañeros eran jóvenes campesinos o braceros, con una escasa educación, es decir, las cuatro reglas y poco más. En estas circunstancias el teniente de mi compañía me propuso apenas salí del calabozo y participara en las primeras maniobras con fuego real, ascenderme a cabo. Me parecía poco menos que antinatural que me viera yo con cierta autoridad militar, ¡Imposible! No obstante mantuve una buena relación con él hasta que me licencié. En una de esas peligrosas maniobras con fuego real estuve a punto de causar una masacre, debido al mal orden y descuidada seguridad de mandos y oficiales. Estábamos al menos cinco soldados a cargo de un mortero, con el que disparábamos los proyectiles sobre una colina y las voces de orden de fuego las daba un capitán sin ayuda de ningún sistema de megafonía por lo que no nos llegaban con la necesaria claridad. El responsable de disparar nuestro motero no lo disparó y el proyectil continuaba en el tubo. Dieron una nueva orden de cargar el mortero y esa era precisamente mi misión, tomar el proyectil de manos de un asustado soldado e introducirlo en el tubo del mortero. Pero entonces mi protector invisible me advirtió que dentro había otro proyectil sin disparar y si hubiera dejado caer el nuevo hubieran estallado los dos y de mí hubieran quedado trozos más grandes de una pelota de tenis. ¿Quién o qué me inspiró aquel milagroso presentimiento? ¡Sigo deseando saberlo! A pesar de aquel grabe incidente yo me dije que tal vez llegaría el día en que mi vida dependiera de saber hacer uso de aquel armamento y me presenté voluntario para disparar con toda clase de armamentos. Era una grave contradicción, pero cuando se está en el fragor de una batalla, el estruendo de los proyectiles enturbia la mente y se pueden llegar a cometer muchas locuras, que los militares llaman “heroísmo”. Finalmente el servicio militar fue soportable, porque cuando corrió la voz entre los oficiales que yo hablaba inglés, me hice cargo de la traducción de varios manuales para el uso de armas donadas por los Estados Unidos, por lo que contaba con ciertos privilegios y favores. Finalmente, después de doce meses, algunas romerías que los militares llamaban “maniobras”, por estepas y campos de la península, de las que solo guardo el recuerdo de las ancas de rana que alguno de los compañeros tenía una gran habilidad para cazar y cocinar con los escasos medios culinarios que disponíamos. Transcurrió el tiempo perdido de aquella experiencia y me licencié sin mayores contratiempos. Cuando me vi fuera del cuartel y con la ropa de paisano, me sobresalto la idea de cuál podría ser el siguiente paso. Había consumido mi primera juventud sin haber escrito nada notable, tan solo había acumulado experiencias muy valiosas para un futuro escritor. Era necesario que a partir de aquel momento me concentrara en buscar un lugar donde poder escribir. Pero estaba el eterno problema de la supervivencia. Yo no tenía ni un oficio ni un nombre en el mundo literario que pudiera valerme. Buscar un empleo en un hotel significaba perder cuatro meses al año, sin ninguna posibilidad de escribir algo creativo en una angosta habitación para el personal en la buhardilla del hotel, y en general por el ambiente festivo y banal de una población entregada de cuerpo y alma a satisfacer los deseos y excentricidades de sus visitantes temporales, por lo que tampoco era una opción aceptable. Lo único que había hecho con relativo éxito eran bolsos y otros objetos de cuero artesanos, que, además, podría contar con la libertad necesaria para escribir, así es que no había duda, regresaría la costa y retomaría aquella inesperada profesión. A la mañana siguiente estaba yo en el mismo lugar en el que había estado años atrás: haciendo auto-stop en el arcén de la autopista de salida de la ciudad, pero era una persona distinta. La anterior estaba ávida por recorrer mundo, la actual por escribir sobre el mundo. ¡Ya había acumulado suficientes experiencias como para escribir media docena de novelas, al menos por el momento no necesitaba ninguna más! TERCERA PARTE Desde el servicio miitar hasta el divorcio La juventud necesita creerse, a priori, superior. Claro que se equivoca, pero esta es precisamente el gran derecho de la juventud. José Ortega y Gasset (Filósofo español, 1883-1955) Ser jóvenes Cuando somos jóvenes creemos que todo es posible porque contamos con la energía y el tiempo futuro necesario para emprender cualquier cosa, pero no contamos con que ser joven significa también ignorar muchas cosas sencillas y situaciones a las que debemos enfrentarnos sin que tengamos la necesaria experiencia para resolverlas correctamente. Por eso es también durante la juventud cuando cometemos los mayores errores de nuestra vida, y yo no he sido una excepción, ¡también los cometí! Como ya contaba con buenos amigos en Barcelona, me resultó relativamente fácil volver a mi inesperada profesión de artesano y pronto estuve en condiciones de comprar un automóvil de ocasión y a plazos, del que, aun tratándose de una máquina, guardo un grato recuerdo, porque fue la clave para mi recuperación. Era un pequeño Opel Kadett familiar, pero lo suficientemente grande para que, una vez plegados los asientos traseros, se convirtiera en una aceptable cama para una emergencia, y que ronroneaba alegremente, siempre dispuesto y que nunca me dejaría tirado. Recuerdo un viaje nocturno a Madrid, el pequeño automóvil y yo formábamos algo así como un mítico unicornio persiguiendo una luna llena, protegida por legiones de nubes que clareaba en la oscuridad de cielo otoñal, oscuro y misterioso, cuando la atravesaban. Fue mi primer automóvil, como el primer amor, tampoco éste se olvida. Aquel fue un verano agotador, y no tuve ni tiempo ni la disposición para pensar en la literatura. No sé cuantos bolsos era capaz de hacer cada semana, pero llenaba el coche y, a pesar de todo, nunca tenía los suficientes para abastecer a todos mis clientes. Un día a la semana hacía un largo y caluroso recorrido por las poblaciones costeras hasta terminar con toda mi apreciada mercancía. Como todas las ventas eran en negro y al contado, regresaba con una considerable suma de dinero. Por fin creía estar trabajando para poder buscar una vivienda adecuada donde comenzar de una vez por todas mi supuesta vocación literaria tantas veces demorada. A mitad del verano tenía el proyecto de alquilar la planta alta de un chalet en una urbanización próxima, que no gozaba de un clima ideal, sino húmedo y sombrío. Por eso los alquileres eran moderados. La que yo deseaba alquilar estaba en los límites de la urbanización y desde las ventanas se podía contemplar impresionantes puestas de sol y un paisaje aceptable, aunque en su mayoría eran arbustos y matorrales silvestres sin ningún encanto. Por no pensaba en que en invierno no tendría ninguna posibilidad de mantenerla caliente, porque carecía de calefacción y era enorme. Pero para aquel invierno tenía el destino preparado para mí un lecho más tibio y acogedor que el que tenía el chalet. Recibí una inesperada postal, en contestación a una mía, de una de las chicas con las que había compartido juegos y primeras pasiones en mi breve estancia en el prestigioso barrio de mi ciudad, del que ya hablé en otros capítulos, y más tarde, durante mi experiencia como músico, ella era mi más rendida fan y habíamos tenido una cariñosa relación, fruto sin duda de nuestra mutua admiración, porque era una mujer excepcional, sensible, sumamente cordial y una inmensa dulce, además ¡éramos paisanos! Sin duda era la perfecta “musa” para un escritor. La postal simplemente me saludaba y se interesaba por mí y para notificarme que acababa de matricularse en la facultad de Filosofía y Letras en la Complutense de Madrid. Aquel breve mensaje me causó un verdadero revuelco en mi conciencia y creí despertar de una pesadilla, en que me veía enterrado bajo una montaña de bolsos artesanos y reaccioné quitándomelos de encima y recordándome que yo no era un artesano sino un escritor, y los escritores necesitan vivir lo que escriben, ¿y dónde puede haber más vida que en el lecho de una mujer? Así es que no me lo pensé dos veces. Vacié de trastos mi pequeño Opel Kadett, recogí en una gran bolsa de viaje lo que pudiera necesitar, me lavé los dientes, reposté gasolina y esa misma tarde, cuando ya anochecía, emprendí viaje a lo desconocido, pero que tenía la corazonada que tendría un final feliz. Para alguien como yo, que ha vivido prácticamente desde la adolescencia en una permanente incertidumbre, sin tener la mínima garantía de que las cosas sucedieran como estaban planeadas sino por la irracional fuerza del destino, la incertidumbre misma es el aliciente. La noche era brillante y hasta luminosa. Mi pequeño Opel ronroneaba con perfecta armonía, como si la máquina sintiera un callado respeto por la naturaleza y no quisiera desentonar con el paisaje. A mi me fascinaban los viajes improvisados y disfruté contemplando como pasaba vertiginosamente el asfalto bajo las ruedas del dócil automóvil. Sólo me sentía bien cuando estaba en movimiento. La luna correteaba en un cielo escrupulosamente negro entre jirones de nubes que se encendía a su paso. Aquel mágico espectáculo me traía a la memoria y a la imaginación escenas de mi despreocupada vida del conjunto, en la que ella era mi admiradora más querida, comencé a tararear las canciones que cantábamos. En especial “Con un sorbito de champan”, de Los Brincos, con la que yo sentí por primera vez el sedoso cabello de una mujer en mejilla y el embriagador perfume de la piel fresca y húmeda, mientras alternaba su fascinación entre la visión del asfalto y las correrías de aquella inmensa luna por el laberinto de nubes. Más que rodar parecía volar. No podía haber mayor goce que volar por un cielo así en busca de una promesa de felicidad. ¡Bienvenido! Mi corazonada no me falló. Cuando me presenté en su apartamento de Cuatro Caminos, casi se desmaya de la sorpresa. —¡Jaime! Pero, ¿qué haces aquí? —Me has llamado, ¿no? —¿Que yo te he llamado? —La postal que me enviaste... —¿La postal? ¡Estás como una cabra, pero me alegro de verte... De verdad, me alegro mucho de verte... ¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —¡El tiempo que tú quieras! —¿Yo? Pero si yo... —Pero si tú lo quieres me voy mañana mismo... —¡Pues claro que quiero que te quedes!, pero es que así de pronto... ¿Todo lo haces así de rápido? —No, sólo cuando mi corazón me dice que debe ser así. Esther, estoy muy feliz de verte y sé que tú también lo estás, dejemos las introducciones para más adelante. Si tú quieres descargo mis cosas y me quedo contigo. —¡Vale, vale! No vas a volverte ahora. Quédate unos días. Ya veremos... Pero en este piso vivimos cuatro chicas, yo no sé qué pensarán ellas. —Pregúntales —Sí, por supuesto que tengo que preguntarles... ¡Dios mío, qué cosas me pasan! Fui generalmente aceptado. Era lo suficientemente original y atípico como para complacer al resto de las compañeras. Incluso me convertí en cierta manera en el centro de atención. Por otro lado, casi todas tenía algún compañero eventual. Yo era como el «jardinero» de la finca. Un hombre en la casa para arreglar todo lo que no funcionara, porque, para colmo, era muy hábil para las pequeñas reparaciones domésticas. Hubo que hacer alguna reforma en el piso, porque Esther, que había llegado la última, ocupaba una cama en el salón. Y me las ingenié para separar la cama con un gran tablero y construí una curiosa mesa de estudio con perfiles de hierro perforado. Una vez decorado y pintado, aquel pequeño rincón se convirtió en el más acogedor de todo el apartamento. El espacio no tenía puerta, pero si un amplio balcón a la calle por donde entraba un torrente de luz durante toda la mañana. Estaba el problema de la intimidad, sobre todo cuando hacíamos el amor, pero procuraban ser discretos, aunque era inevitable que perdiéramos el control en el momento del orgasmo. Afortunadamente las otras chicas estaban ocupadas en sus propias relaciones sexuales con sus compañeros y nadie parecía preocuparse por los demás. Puede que aquella generación fuera la más liberada que había producido este país, ya que hacer el amor era una forma de protestar contra la dictadura del General. La otra forma de protestar era más peligrosa y costaba frecuentes carreras y sobresaltos: —¡Eh, chicas, que nos van a hacer un registro! ¡Que viene la secreta y nos van a pillar con todo este marrón! —¿Quién te lo ha dicho? —Lo sé, me lo han dicho en la Facultad. Nos han fichado... —¡Hay que tirarlo todo! ¡De prisa, vamos a meterlo en bolsas de basura y lo tiramos todo! ¡Malditos cabrones! Esta escena podía repetirse al menos una vez al mes. Nunca llegaron a registrar el piso, pero eran inevitables aquellos sobresaltos. La disertación Esther se esforzaba en sacar la carrera adelante, pero era como si estuviera en campo de trabajos forzados. Era inteligente e intuitiva, pero nada ordenada ni perseverante. —¿Qué tema tenéis para hoy? —Hegel —contestó Esther frenética porque no sabía como ordenar las notas que le había pasado Teresa, su compañera de apartamento. —¿Hegel? ¡Qué interesante! —¿Interesante? ¡Muy gracioso, ya se ve que tú no tienes que examinarte! ¡Nunca conseguiré entenderlo! Y Teresa escribe fatal, no hay quien entienda estas notas… —Pero tienes esta «Historia de la Filosofía»... —¡No tengo tiempo! Tenemos un examen pasado mañana y tengo otros temas, además de ese dichoso Hegel. ¿Por qué esta chica no escribirá mejor? Colocaba y descolocaba los apuntes. Los desparramaba sobre la pequeña mesa de estudio. Se mesaba los cabellos. Se quedaba tensa, suspiraba, intentaba concentrarse, y terminaba golpeándose la frente con aire de desesperación. Yo permanecía callado incomprensiblemente angustiado, porque ese no era mi problema. Podía aconsejarla: «¡Olvídate de ese dichoso examen! ¿Para qué necesitas un aprobado? ¡Al final no te estás enterando de nada!». Pero era absurdo, ella necesitaba terminar aquella inútil carrera. Ni Esther ni sus compa ñeras reflexionaban seriamente sobre la utilidad de sus carreras, era parte de una educación social obligatoria. Sólo servía para otorgarle el grado de «gente cultivada que sabe leer y entender un libro», la verdadera educación vendría después. Los días que estaba de mejor humor solía acompañarla a la facultad y asistía a las clases como oyente. Por entonces yo ya había leído la “Historia de la filosofía”, de Julián Marías, y muchos de los filósofos citados, como naturalmente Platón, del que no entendí absolutamente nada. Afronté Aristóteles con el mismo resultado negativo, y así hasta Ortega y Gasset, con quién llegué a congeniar algo mejor por ser más coloquial y accesible, pero aún hoy me sigo preguntando en qué consiste la “Razón vital” que nos dejó en su legado. A pesar de mi catastrófico primer contacto, consiguió despertar en mí el interés por la filosofía. Muchas veces me pregunto por qué me intereso por la filosofía, ¡y en la pregunta he encontrado la respuesta! Porque tenía en la cabeza infinidad de ideas que no entendía su significado, incluida la idea de “filosofía”, y mucho menos de sus causas. El famoso axioma con el sentido literal para definir la filosofía, “Amor a la verdad”, me parece un soberana paradoja, de las que hay a rebosar en la cultura, porque no tenemos ni la más somera idea de qué es el amor y qué es la verdad! Durante mi asistencia a las clases en la cátedra de filosofía creo que me di cuenta de que yo no era el único que tenía dificultades para entender en qué consiste la filosofía y cuál es su utilidad y función. Yo tardé muchos años en entenderlo, pero finalmente he llegado a esta conclusión: Los humanos decidimos relegar la comunicación por simples sonidos con una determinada modulación, para crear un mundo paralelo con ciertas voces que éramos capaces de articular, que representaran las cosas por su forma de ser, creando como consecuencia los objetos, y, de éstos, su nombre o sujeto, o lo que es lo mismo, creamos un mundo paralelo pero subjetivo. Como tal, eramos libres de aceptar su significados, y esta libertad dio lugar a la confusión, o más propiamente, la “mentira”. En su búsqueda de la verdad, la filosofía solo trata de devolver el sentido original, o “verdadero”, de los sujetos confundidos, y gracias a ello dar sentido al diálogo en torno a la realidad a través del sentido verdadero de los conceptos, ¡y nada más! Por entonces esta idea era solo una intuición, pero suficiente para mi primer intento de clarificar las causas y el sentido de conceptos, como “hombre” y “mujer”. Me preguntaba por qué los seres humanos, y buena parte de los animales domesticados, tenían distintos nombres según su sexo y los salvajes no, como por ejemplo, “águila”. La respuesta me la inventé, y no sé si algún antropólogo la puede confirmar, pero me parecía lógica. Los primeros homínidos en comunicarse a través del lenguaje, ambos sexos debían ser muy parecidos, como son un águila macho y otra hembra, por lo que una misma voz servía para ambos. Pero con la creación del poblado, la vida sedentaria, y la mayor frecuencia de las gestaciones, la biología femenina fue cambiando hasta diferenciarse de tal modo que se hacía necesario nombrarla con una voz diferente, con diferente raíz, aunque, como en el caso del inglés, solo se añadiera un prefijo al de hombre, “who-man”. Parece lógico suponer que el concepto “hembra” provenga de un hipotético concepto “hombra”, del lenguaje inicial. Lo trascendental de este cambio fue la ruptura de la unidad hombre-hombra para crear el antagonismo entre el hombre-mujer. Por esta razón, desde la formación del patriarcado la mujer quedaría históricamente relegada a un segundo plano. Estaba tan convencido de la lógica de mi tesis que pedí al catedrático de filosofía que me permitiera exponerla a la clase, ¡y lo acepto! Fue muy aplaudida, pero no por el argumento de la tesis, sino por mi atrevimiento, tratándose de un autodidacta. Ese fue el feliz comienzo de mi matrimonio con la filosofía, con la que siempre he mantenido una excelente relación. La separación Yo quería ser escritor y tenía que tener una formación especial y concreta. Ella era parte del programa. Aquella chica alta y desgarbada se había convertido en una joven liberada, esbelta y bien formada, y que era como un libro de la vida donde se podían aprender muchas más cosas que en los de verdad, incluidos los de filosofía. Por ejemplo, contemplarla desnuda mientras dormía a primeras horas de la mañana, cuando los primeros rayos de sol se posaban agresivos sobre sus caderas, y ella, entre sueños, trataba de evitarlos volviéndose hacia mí, mostrando toda la belleza de sus formas sensuales e irresistibles. Aquella contemplación, sin más, era un caudal de emociones que iba guardando en algún lugar de mi memoria de futuro escritor, para que volvieran algún día con aquella misma pasión y erotismo. Ese era mi trabajo y procuraba hacerlo con absoluta dedicación. Cuando ella no estaba, trataba de escribir con urgencia todas aquellas emociones. Pero también me preocupaba la cultura en un sentido más amplio, especialmente la política, la filosofía y el arte. Unos meses después, Esther sacó adelante su primer año de carrera con más pena que gloria. A finales de junio aquellas chicas frenéticas y estresadas ya sólo hablaban de vacaciones, cursillos de verano, viajes imaginarios, prendas nuevas que tendrían que comprar para esa temporada. Hegel, Kant o Comte habían dejado de existir. El piso compartido entraba en franca decadencia. No había amenazas de registros y las chicas ya no madrugaban. Aparecían soñolientas en la cocina, se hacían un café casi a tientas sujetándose la bata que les caía por los hombros. Por las noches regresaban casi de madrugada algo mareadas, a veces tristes y otras eufóricas, pero sin una razón aparente. Para mí aquel piso había dejado de ser una escuela para mis ambiciones literarias. Las chicas, y Esther, que no podía dejar de contagiarse, se habían quedado vacías, desmotivadas. Estaban pensando en cosas que carecía de interés para mi. Algunos compañeros ya no aparecían por el piso porque habían regresado a sus localidades de origen, y esto las desmotivaba mucho más. Finalmente, comprendí que Esther ya no me necesitaba: —¿Qué vas a hacer este verano? —le pregunté una de esas mañanas indiferentes y aburridas. —No lo sé... Queremos ir a Londres..., pero no estoy segura... Había dicho «queremos», por lo que era evidente que yo ya no formaba parte de sus planes. —¿Y tú, qué piensas hacer? —me preguntó ella a su vez. —¿Yo? No sé, ya veré... volveré a Barcelona. ¿Qué hago yo en Madrid? —Es que necesito aprender inglés y me pagan el viaje. No puedo decir que no voy... ya estaba planeado antes de que tú vinieras... —No te preocupes por mí. Creo que voy a alquilar una casa a las afueras de Barcelona. Quiero empezar a escribir en serio; hacer algo un poco más comprometido que ir de aquí para allá sin un plan concreto. —¡Que interesante! ¡Estoy segura que tendrás mucho éxito! ¡Pero el éxito no llegaría nunca! Durante el triste retorno a Barcelona no había lunas brillantes entre jirones de nubes a su alrededor, sino un cielo tan gris como mi mente en aquellos momentos. Algo no estaba saliendo bien, porque siempre acaba volviendo solo con destino a ninguna parte. Había convertido mi vida en un carrusel, moviéndome, pero en círculos, sin llegar a ningún sitio en concreto. La comuna Alquilé la casa prevista, pero solo para convertirla en un factoría de bolsos cada vez menos artesanos, porque pronto empezaría la temporada de verano y quería tener almacenado un considerable stock, pero ni una palabra de literatura. También Esther se presentó en Barcelona por sorpresa en su paso hacía Londres, y yo no tuve más remedio que invitarla a mi “factoría”, cuando ella esperaba encontrarse con el inspirador estudio de un escritor. Pero en mi casa no había libros sino pieles, utensilios para fabricar bolsos, y, sobre todo, un intenso y desagradable olor a piel curtida, mezclado con el de las anilinas, la cola de pegar y otros desagradables olores y objetos que la defraudaron profundamente. Pasamos aquella desagradable noche juntos, pero al día siguiente ella continuó viaje a Londres ¡y nunca más la volví a ver! ¡Quedó profundamente defraudada! Yo estaba de nuevo abducido por la supervivencia, ahora sumada la responsabilidad de las numerosas facturas y gastos extras para mejorar el negocio, y no sabía como librarme de todo aquello. Sin apenas motivación, volví a la rutina de mis viajes de ventas por toda la costa, con el mismo éxito comercial, lo que al menos era un aliciente. Pero tuve que endeudarme en un nuevo automóvil, porque mi querido Opel Kadett tenía ya demasiados achaques y no podría soportar otra intensa temporada de viajes por la costa, y compré al mismo vendedor un SEAT 124 familiar, que me desagradó desde el primer kilómetro, porque, además de doblar el consumo de gasolina, no era ni la mitad de estable y dócil de conducir que el pequeño Opel. Pero tenía más espacio para trasportar mis bolsos y era más moderno y rápido. Al regreso de mis repartos solía recoger algún auto-estopista, moralmente obligado por los tiempos en que yo estaba en su misma situación. Algunos me confesaban que carecían de recursos y no sabían qué hacer ni donde pasar la noche, y mi casa era grande y tenía habitaciones de sobra, así es que les propuse alojarles por un tiempo si me ayudaban en mi trabajo. Naturalmente que todos aceptaban profundamente agradecidos. Llegué a reunir en mi casa 6 personas, incluida una pareja con un niño de 3 años. Al principio trabajaban entusiasmados y llegamos a considerarlo como una “comuna”. Incluso trajimos varias gallinas, y estábamos pensando en crear un huerto biológico en el jardín. Pero un mes después la casa se había convertido en un estercolero, porque nadie se sentía obligado a ocuparse de la limpieza. Las gallinas, sin un gallinero adecuado, se subían a los armarios cuando empezaba a oscurecer y ponían allí sus huevos, pero al no ingerir cal carecían de cáscara. Nadie tenía la menor idea de jardinería, por lo que desechamos la idea del huerto biológico. Finalmente la situación se hizo insostenible y les pedí que se buscasen un sitio donde ir porque iba a dejar de pagar el alquiler y rescindir el contrato la casa. No les gustó mi sugerencia y lo interpretaron como que yo los despedía. Hicieron sus cuentas y llegaron a la conclusión de que yo les había explotado y tenía que compensarles. No esperaron a saber mi opinión y cuando regresé del recorrido de ventas me obligaron a darles todo lo que había recaudado, de otro modo me amenazaban con llevarse el nuevo automóvil, porque se hicieron con las llaves. Tuve que ceder a sus amenazas y gracias a que había ingresado algo en un banco, pude sobrevivir aquel robo de los que había sacado de la indigencia. Para colmo alguien trajo la sarna a la casa y me infecté con esa asquerosa epidemia y tarde varias semanas en librarme completamente de ella. La lección fue dura, pero pude conocer de primera mano el resultado de las utópicas ideas de las famosas “comunidades hippies” que hacían furor entre los “alternativos” como la más idónea forma de convivencia solidaria. Pero yo también tuve mi parte de culpa en esta debacle, porque me comportaba como un empresario, director-gerente, y no como un “miembro de una comunidad solidaria” en la que todos, sin excepción, deben estar al corriente de forma asamblearia de todas las decisiones y de la situación financiera. Pero dada la manera en que se había formado, yo no me sentía obligado a pedir su opinión para tomar mis decisiones financieras ni con la forma en que llevaba el “negocio”. Por eso ellos no se sentían miembros de un comuna, sino mis empleados, y actuaron como tal. El catastrófico resultado de aquella experiencia, sumados a la decepción de mi última compañera, más los compromisos adquiridos, terminaron por desmoralizarme profundamente, dejándome sin estímulos ni para trabajar ni para escribir, porque mi confundida mente no tenía la suficiente claridad para superar tanta contradicción. ¿Por qué me estaba comportando de la forma más contraria a mis deseos? ¡Sin duda era el resultado lógico de lo que exigía la realidad, que casi nunca coinciden con nuestros deseos! En esos críticos momentos, en que estaba a punto de renunciar a mis sueños de adolescente, en lugar de encontrar la persona que me ayudase a recuperarlos, ¡encontré la que me ayudaría a enterrarlos! El reencuentro Estaba tan desmoralizado que pasaba más tiempo en los cafés del Barrio Gótico de Barcelona, leyendo los clásicos, como Flaubert, Maupassant, Balsac, Zola, Vítor Hugo o del Conde de Lautréamont, que trabajando en casa. Aquel invierno iba a ser muy duro para mí, porque la temporada de ventas estaba finalizando y apenas tenía reservas para uno o dos meses, para el resto tenía que pensar en algo urgentemente. Pero lo que más estaba necesitando era una nueva amiga; alguien que me levantara el ánimo, que estaba a la altura de las alcantarillas, y, sobre todo, que nuestra relación superase siquiera los tres meses. Entonces fue cuando me acordé de mi desaparecida amiga benefactora durante los complicados días de mi deserción y me propuse averiguar su paradero, porque hacía ya casi dos años que no sabía nada de ella. Así que movido sobre todo por mi estado depresivo no porque sintiera algo especial por ella, excepto gratitud y valoraba su espontaneidad y buen corazón, como lo había demostrado cuando nos conocimos. Sabía dónde vivía pero no me atrevía a presentarme en su casa y preguntar por ella. Así es que me limité a merodear por las calles próximas a su casa por si tenía la suerte de que saliera y coincidiéramos. Y así fue, al tercer día de merodear nos encontramos. —¡Jaime, qué sorpresa! Exclamó al verme, pero por su expresión de asombro deduje que la sorpresa no fue agradable, sino que daba la impresión que trataba de ocultarse y yo la había descubierto. ¡Tenía buenas razones para evitarme! Cuando pasó la sorpresa se sintió más relajada. Fuimos a un café y allí me contó la razón de sus reservas. La historia parecía salida de una novela de terror psicológico. Pertenecía a una familia catalana de clase media alta, dedicados desde varias generaciones a la venta de juguetes. Contaban con una tienda situada en el corazón de Barcelona, que se había convertido en un ícono. Como toda la alta burguesía catalana, eran especialmente sensibles por mantener las apariencias de una intachable moralidad. Principio del que depende su prestigio. Su hija cometió una de las peores faltas de la moralidad burguesa: ¡quedarse embarazada estando todavía soltera! No podía caer mayor desgracia sobre esta respetable familia, tanto así que la madre, que ya estaba gravemente, falleció antes de lo previsto. Apenas el padre tuvo noticia del embarazo trataron de ocultarlo, encerrándola en una pequeña población costera donde nadie la conociera e hicieron planes para dar lo que naciera en adopción. Pero ella amenazó con provocar un escándalo todavía mayor si se lo quitaban, suicidándose. Lo que más desconcertó al padre era que el embarazo no fue accidental, sino premeditado. Ella engañó a su amante asegurándole que había tomado las consiguientes precauciones, y gestaron la criatura durante un deportivo fin de semana de esquí en el principado de Andorra. El padre de la criatura nunca reconoció su paternidad y la criatura se quedó sin apellido paterno y fue registrado con los dos apellidos de la madre. Naturalmente que debía ser un niño, porque si hubiera sido niña seguramente que no hubiera tenido ningún inconveniente en darla en adopción! Este comportamiento tiene un nombre en psiquiatría, pero no lo cito porque desconfío de las conclusiones de la psiquiatría y no soy argentino para estar demasiado intresado por estos temas o en el psicoanálisis y su pasión por los desarreglos de la mente humana. De aquel accidentado embarazo nació un niño como era su deseo, pero escaso de peso, que no alcanzaría gran altura y tenía un ligero problema cardíaco que podía agravarse cuando fuera adulto. ¡Nunca fue realmente aceptado en la familia! Para justificar su existencia, el padre extendió la idea en el vecindario que su hija se había casado con un marino mercante que solo tocaba puerto en Barcelona dos veces al año. En fin, me confesó que su vida era un infierno. Y, como sucede en la mayoría de los cuentos, siempre que hay una princesa presa de un malvado dragón, surge un príncipe valiente para salvarla, y que generalmente termina con una suntuosa boda real entre ambos príncipes, con el consabido final de “Fueron felices y comieron perdices.” ¡Este no fue nuestro caso! El compromiso He cometido muchos errores en mi vida, pero ninguno tan grave y con tanta trascendencia como este: casarme por compasión. En aquella época no tenía ni la más mínima noción de la realidad. Y la mejor prueba fue la experiencia de la “comuna”. Mi vida anterior me parecía que había sucedido en otra dimensión y en otro planeta, porque ahora no me sentía tan audaz como entonces, y había caído en una vulgaridad desconcertante. Ideas como la de convertirme en un aclamado escritor ya no eran visibles ni en la realidad ni en mi imaginación, y empecé a caer en los peligrosos sofismas, en los que se argumenta como favorables dos soluciones contrarias. Después del reencuentro, nos veíamos prácticamente a diario y ella me contaba los últimos enfrentamientos con el padre. Yo estaba llegando a un estado de confusión tal que llegué a la conclusión que si con 25 años no había conseguido escribir nada importante, sería mejor no desperdiciar mi vida de escritor frustrado y dedicarla a ser un buen marido y un buen padre para su repudiado hijo. Creía que eso conseguiría centrarme y adquirir “sentido común”, que era evidente que me faltaba. Es decir, hacer lo que hace todo el mundo: ¡vivir sin que puedan elegir la forma como desearían vivir esa vida! —Lo he estado meditando —le dije uno de aquellos días grises y deprimentes en los que no habla nuestra conciencia, sino un corazón maltrecho y desencantado y estoy dispuesto a casarme contigo y reconocer a tu hijo, así tu padre no tendrá mas oportunidad de hacerte la vida imposible. A pesar de que ella conocía mi precario negocio, creo que hacía tiempo que esperaba esta declaración, porque su única obsesión en aquellos momentos era salir de su casa de la forma más suave posible, sin una ruptura violenta con su padre, porque ella sabía que tendríamos que recurrir a su ayuda financiera para salir adelante en nuestro inesperado matrimonio. Por supuesto que ella no confiaba en que el negocio de la artesanía pudiera producir lo suficiente para mantener a una familia. Pero yo ya estaba mentalizado para asumir aquel desafío y planeé crear nuevos productos y buscar nuevos clientes, no solo para la temporada turística, sino para todo el año y hacer más rentable mi modesto negocio. Después de aquel compromiso de matrimonio, me centré en esa idea y borré completamente de mi mente cualquier pensamiento que me vinculase a mi pasado de futuro escritor. Intenté matar al escritor con severas puñaladas de sentido común y realismo, pero solo quedó en coma profunda y no despertaría hasta muchos años después. Una boda por compasión Si quieres hacer una obra de caridad, ofrece lo que desees menos a ti mismo, porque te convertirás también tú en parte de la limosna. Este no es un proverbio chino, sino una reflexión personal fruto de mi propia experiencia. Yo no estaba enamorado de aquella mujer. No existía entre nosotros la más mínima pasión amorosa ni el menor síntoma de romanticismo, como había sucedido con todas las mujeres que había conocido, con las que me hubiera casado con los ojos cerrado. Todas tenían alma de artista, eran creativas, hablaban más claro con la mirada y los gestos que con las palabras y eran femeninas por naturaleza no por convicción. Nunca la hubiera propuesto el matrimonio de no haber sido por el estado de confusión en que me encontraba. Por eso siempre me he considerado el culpable de lo que sucedió años más tarde. Cuando el padre supo la noticia de nuestro compromiso debió sentirse aliviado porque eso significaba poner orden en la familia, pero cuando conoció al yerno debió quedar profundamente decepcionado, porque era la peor elección posible. No obstante, creo que valoró mi gesto altruista de cargar con un hijo ajeno y darle un apellido y nuestra relación fue cordial desde el primer momento. Creo que llegó a tener más afecto por mí que su propia hija. Tuvimos una boda acorde con las circunstancias. Tan solo acudieron el padre, una de sus tías con su marido y mis padres. Los dos vestíamos ropas casuales, sin nada especial. La ceremonia religiosa la celebramos en una ermita de la localidad costera donde pensábamos asentarnos, porque allí había instalado mi negocio en los bajos de un edificio de un barrio obrero. De esta forma estaba más cerca de los clientes de la costa. Pero nosotros residiríamos en un luminoso apartamento de una urbanización cercana, con esplendidas vistas sobre el mar Mediterráneo. Después de la ceremonia no hubo celebraciones ni convites, y creo, por las fotografías que nos hicimos, que solo estábamos sonrientes nosotros dos. Los demás no podían disimular su escepticismo, porque debían pensar que nuestro matrimonio no duraría mucho. Por supuesto que su padre nos entregó un cheque como regalo de boda, pero era mucho menos de que esperábamos, y mis padres también nos regalaron otro de un importe todavía más reducido. Ellos tampoco aprobaron mi elección porque tuvieron una desfavorable opinión de su nuera catalana. Pero se resignaron y la aceptaron, advirtiéndome de su desfavorable opinión. —Es una mujer muy complicada, te costará vivir con ella y el hijo que vas a adoptar algún día no te reconocerá como su padre y te considerará un impostor. Me auguraron mi fracaso como si los estuvieran viendo en una bola de cristal. No puedo decir que los primeros meses de casado fuera feliz, pero tampoco desdichado. Nuestra relación no cambió de como había sido desde el día en que la conocí: la de dos personas que se habían conocido para hacerse favores recíprocos, pero que habitaban en mundos diferentes, y por alguna tenebrosa razón contra-natura, se habían unido y ahora intentaban adaptarse el uno al otro en lo poco que tuvieran en común, renunciando cada uno a sus sueños, totalmente dispares entre sí: ella había soñado llevar una vida independiente, sin que nadie la censurase ni la molestase, en compañía de su deseado hijo. Pero tuvo que renunciar y aceptar aquel desigual matrimonio. Yo tuve que cambiar totalmente mi vieja piel de artista para convertirme, de la noche a la mañana y sin tiempo para asimilarlo, en un marido y padre responsable, que asumía todos los discretos valores de la pequeña burguesía. Entre estos valores estaba la mortificación sexual, porque pronto descubrí su poca apetencia, o dicho con toda su crudeza, su extrema frigidez. Yo siempre he sabido sobrellevar la abstinencia cuando no surgía una oportunidad de una relación sexual con la pasión y el deseo compartido. Tan solo una vez en toda mi vida he recurrido a una prostituta, más por curiosidad que por deseo. Pero no se puede justificar la abstinencia cuando compartes el lecho con una mujer joven y deseable. Solo durante los primeros meses mantuvimos una aceptable relación sexual, ¡hasta que se quedó embarazada! Yo no era consciente de su renovado enfermizo interés por traer a este mundo un nuevo varón. Para desgracia suya, y de la recién nacida, fue una niña, y pienso que la repudió desde el instante que despertó de la anestesia y supo que había traído al mundo una saludable niña. Como bienvenida, saludó su nacimiento con dos palabras, una en su lengua materna y la otra única que conocía del inglés: “¡Quin show!” ¡Nunca la quiso! Por el contrario yo era el padre más feliz de la tierra, porque quería que fuese niña. Por entonces estaba convencido que la visión del mundo de una mujer era infinitamente superior a la competitiva y agresiva de los hombres. Desde el principio de la civilización la cultura y sus valores han ido progresivamente acercándose a los valores femeninos. ¡Me parecía que el futuro era de las mujeres! Hoy pienso que el futuro no tiene sexo, sino creatividad e inteligencia. En un principio yo intenté justificarla porque podía deberse a un pasajero trastorno hormonal debido a su reciente maternidad. Pero pasaron los meses y la situación no mejoraba, sino todo lo contrario, ¡empeoraba! Finalmente tuve que resignarme y aceptar que me había casado con una mujer que no sentía ningún deseo sexual, no porque yo no le pareciera suficientemente atractivo, simplemente su naturaleza no le pedía ningún deseo. Tal vez el culpable de ese posible desarreglo de su personalidad fuera causado por el rechazo del padre, ya en su nacimiento, pues seguía aplicando la tradicional ley catalana del “hereu”, por eso el padre deseaba que hubiera sido un varón. Era simplemente que solo necesitaba un hombre para gestar un hijo varón y para nada más. Esa sería una de las principales causas de nuestras desavenencias futuras, aunque la principal causa, como suele ser en todos los matrimonios arruinados, fue mi incapacidad para mantener una familia, y seguimos necesitando las ayudas puntuales de su padre para cualquier gasto imprevisto, porque mi negocio apenas cubría lo esencial. Diseñador gráfico Conozco pocos escritores independientes y no integrados al sistema, que no hayan ejercido al menos media docena de oficios, ¡yo conseguí sobrepasar esta media! Mi negocio de artesanía tuvo un paradójico final: murió de éxito. Al principio siguió suministrando suficientes beneficios para mantener un aceptable nivel de vida, que incluso nos permitía pasar algún fin de semana en una localidad de los Pirineos, y que aprovechábamos para repostar gasolina en el principado de Andorra y comprar las cuatro cosas típicas de estas excursiones. Como nos casamos en primavera, coincidió con el inicio de la temporada turística. Yo había conseguido nuevos clientes, en especial un comerciante que vendía en los concurridos mercados semanales de varias localidades de la costa, y solo él me proporcionaba suficientes beneficios como para cubrir lo esencial de la familia. Para atender toda la demanda tuve que contratar dos ayudantes, emigrantes andaluces, que trabajaban con entusiasmo y eficacia. Yo deseaba tener con ellos una relación más allá de la profesional y una vez al mes los invitaba a cenar en mi apartamento. Pero pronto rechazaron mi invitación porque mi mujer no desaprovechaba la menor oportunidad para hacer comentarios xenófobos o denigrantes sobre Andalucía y los andaluces y ensalzando la superioridad de Cataluña y su laboriosa gente. Pero lo más grave era que no tenía consciencia del daño que causaba a mis invitados. A ella aquellas críticas le parecían fundadas y los mismos andaluces debían aceptarlo. Por supuesto que lo hacía sin mala intención. Su escasa inteligencia no daba para más. Esa era una faceta de su peculiar personalidad que yo desconocía. Así es que a partir del primer día de casados cada día me sorprendía con algo nuevo y desagradable. Lo que no me sorprendió fue que fuera una mediocridad en la cocina, porque las buenas cocineras suelen ser también buenas amantes. Llegó el otoño y, como era de esperar, las ventas de mi negocio disminuyeron drásticamente. Cada mes apenas llegaba para pagar parte del sueldo de mis dos empleados y yo llegaba a casa con los bolsillos vacíos. Yo sabía que esta caída de las ventas era inevitable y pasado el mes de agosto me había entrevistado con varios jefes de compras de los más importantes grandes almacenes, y a primeros de noviembre me llegó un extraordinario pedido de miles de billeteras, monederos y otros artículos destinadas a las rebajas de enero del año siguiente. En total el pedido ascendía a cerca de un millón de pesetas de las de antes (unos 165.000 euros). De la euforia inicial pasé a la consternación, porque ¿de dónde sacaría el dinero para comprar todos los materiales necesarios? Y ¿de qué viviríamos los 90 días que demoraban el pago? ¡De mi suegro, por supuesto! Pero esa nueva ayuda financiera colmó el baso de la tolerancia de la familia, especialmente de su hermano menor, destinado a ser el sucesor del padre en el negocio familiar, y nos acusaron de despilfarrar el dinero de la familia por causa de mi probada inutilidad para llevar mi negocio. Es evidente que no se hacían cargo de nuestra situación. Mi suegro nos ayudó, pero también nos advirtió que sería la última vez que acudía en nuestro socorro. Aquel pedido estuvo a punto de costarme una enfermedad, porque excedía nuestras posibilidades. No había en mi proveedor habitual de material suficientes pieles y tuve que recorrer cientos de kilómetros para conseguirlas directamente de los curtidores, pero eran de peor calidad y las carteras no quedaban igual que las que había ofrecido. Pero como eran destinadas a las rebajas los responsables no notaron la diferencia. Para colmo el alcohol de las anilinas me produjo un fuerte dolor en las articulaciones y apenas podía trabajar y solo gracias la ayuda de mis empleados pude entregar el pedido a tiempo. Pero aquella traumática experiencia me convenció de que debía buscar urgentemente una nueva fuente de ingresos y olvidarme de la artesanía. ¡No se puede emprender un negocio sin tener asegurada la financiación! Si yo tenía creatividad para diseñar bolsos y otros objetos con notable éxito, ¿por qué no podía hacer lo mismo pero sobre el papel? Monté un pequeño estudio en el apartamento y me ofrecí como diseñador gráfico a las empresas de la localidad. Tuve la suerte de iniciarme en el nuevo oficio con un encargo de una inmobiliaria local para que les diseñara su catálogo de ofertas inmobiliarias. Así comencé una nueva profesión que nos llevaría a residir en el Principado de Andorra meses después. El negocio de la artesanía se lo traspasé gratis a mis dos empleados, en compensación a su crucial ayuda, y lo continuaron con notable éxito. Andorra Con los beneficios del pedido de los grandes almacenes nos permitimos pasar un fin de semana en Andorra para cambiar de aires y disfrutar de la alta montaña. En una revista local había publicado un anuncio de una oferta de trabajo para un diseñador grafico para una nueva imprenta. Me pareció como si se tratara de un mensaje del destino, porque yo ya contaba con un pequeño portafolio de mis primeros encargos. Los presenté y fui contratado. El sueldo era aceptable y mi mujer no puso ningún impedimento, porque le gustaba Andorra, tal vez porque fue aquí donde gestó a su hijo, por lo que se podía considerar andorrano. Mi suegro también se sintió aliviado, porque ahora contaba con la seguridad de un sueldo, y no tendría que acudir más en nuestro socorro. Otra vez se me presentó el reto de tener que ejercer una profesión de la que desconocía casi todo, pero afortunadamente el propietario, un joven andorrano muy ambicioso y de carácter sombrío y distante, conocía el negocio todavía menos que yo. Nos instalamos en un pequeño chalet estilo tirolés, algo destartalado por los años, pero resultaba acogedor y el alquiler no era muy elevado. También pudimos escolarizar a mis dos hijos, porque el adoptado ya tenía mi apellido, y algún tiempo después contábamos con la eficaz protección de un precioso perro pastor de raza alsaciana, que acudía cada día y a una hora precisa a la parada del autobús escolar para acompañar a los niños. Sin duda que nuestra decisión de trasladarnos a Andorra parecía un acierto, incluso nos podíamos permitir durante el invierno, practicar el esquí en unas impresionantes pistas cercanas a nuestra casa. Entonces me comportaba con sentido común, como cualquier cabeza de familia de clase media. Mis sueños de escritor se habían disipado y olvidado como si hubiera reconocido que yo era una persona tan común y corriente como son la mayoría, lo que justificaba mi comportamiento. Pero los acontecimientos posteriores me demostraron que aquella idílica situación no sobreviviría al primer revés financiero, la causa principal de todos los matrimonios fracasados. A pesar de que no tardé mucho tiempo en ponerme al día en la preparación de originales para impresión, mis relaciones con mi joven jefe nunca fueron cordiales, debido a su extraño carácter, pero nos soportamos durante dos agitados años, lo que tardaría la imprenta en despegar. Por mi parte, cada día estaba más desmotivado. No me encontraba cómodo en un país entregado obsesivamente al comercio, sin alicientes culturales, conviviendo con una mujer que había perdido totalmente su interés por el sexo; con un hijo adoptivo que empezaba a mostrar una personalidad conflictiva y un jefe decidido a prescindir de mis servicios. Cada día, cuando regresaba del trabajo en mi coche por aquellas empinadas y oscuras carreteras, me preguntaba si no sería mejor dar media vuelta y cruzar el puerto de Envalira para viajar a París, como en los viejos tiempos, porque yo no tenía ni mujer ni hijos, sino que eran fantasmas de una pesadilla de la que despertaría apenas cruzase la frontera francesa. La oportunidad para despedirme se la puse yo en bandeja. Mi falta de alicientes también influía en mi capacidad de concentrarme en el trabajo y cometí un una grave errata en un folleto del que hubo que repetir la impresión. Esa noche volví a casa por última vez del trabajo, ¡estaba despedido! Cuando mi mujer lo supo me llovieron los reproches por mi irresponsabilidad y se lamentaba de haberse casado con un hombre incapaz de mantener una familia. Fue tal mi indignación por sus reproches que perdí la calma y le dí una bofetada en presencia de nuestros hijos, lo que a sus tiernos ojos me condenaban irreversiblemente como el “malo” de aquella historia. Por supuesto que yo he lamentado de por vida mi falta de control y sabía perfectamente que a partir de aquel desgraciado incidente, nuestro matrimonio ya estaba roto. Solo cabía hacer la separación lo menos dolorosa posible para nuestros hijos. No obstante yo todavía creía que estábamos a tiempo de evitar nuestra separación si yo encontraba rápido un nuevo empleo. ¡Y lo encontré, pero mejor que no lo hubiera aceptado, porque en lugar de unirnos nos terminó de separar, y de la peor forma posible. Un empresario local, gerente de una promotora inmobiliaria me propuso ser su agente en España para contactar los posibles compradores de apartamentos, y me ofrecía una sustanciosa comisión, además de poner a mi disposició un automóvil de más clase que mi utilitario. Era una nueva actividad para mí, pero tenía otra opción y acepté. La tensión entre nosotros se calmó algo. Incluso con el anticipo que me dio pude llevar a mi mujer y los niños en el flamante nuevo automóvil a una localidad costera para que pasaran 15 dias de vacaciones en la playa, como habíamos hecho otros años. Cuando regresamos yo comencé mi nuevo empleo viajando a España con una lista de posibles compradores, pero para mi sorpresa y consternación, fui detenido por la policía en la misma puerta del presunto comprador. ¿Qué delito había cometido? ¡Nunca lo supe! Posiblemente me vi involucrado en algún asunto de blanqueo de capital, del que yo no tenía la menor idea. Pero esa noche la pasé en calabozo de una comisaría de Barcelona. Estaba profundamente deprimido porque pensaba en lo que sería de mi conflictiva familia si me acusaban de algo en que fuera culpable y me encarcelaran. Creí que debía informar a mi mujer lo que me había sucedido para que estuviera prevenida y llamara a su padre para que fuera a recogerles si yo no era liberado en 48 horas, porque yo no era consciente de haber cometido ningún delito. Pero ella no creyó en mi inocencia y daba por hecho que había cometido algún delito grave y sería encarcelado, por lo que se dispuso a reorganizar su vida sin contar ya conmigo. Dos días después acudió a la comisaría donde estaba retenido el verdadero implicado en el delito que fuera, porque yo nunca tuve acceso al sumario, y confirmó que no me conocía y nunca me había visto antes, por lo que la policía no tenía pruebas incriminatorias contra mí y me pusieron en libertad. Regresé a Andorra convencido de que aquel desagradable suceso supondría la inevitable separación, porque ya había agotado mi capacidad de salir adelante en aquel país y tendríamos que regresar a España, donde nos encontraríamos en la misma situación, ¡pero en nuestro país! El intruso Lo que me encontré en mi casa cuando llegué de improviso casi a medianoche me costaba creerlo: Mi mujer estaba en compañía de un hombre con quien, al parecer, pensaba rehacer su vida de esposa de un presidiario. Este nuevo príncipe valiente me superaba a mí, porque estaba dispuesto a cargar, ¡no con una criatura sino con las dos! Mi mujer parecía haber perdido el habla y el aliento, el intruso estaba tan desconcertado y y sorprendido que no sabía qué hacer ni qué decir. Mi primera reacción fue agredirle, pero estaban presentes los asustados niños y fue por ellos que me contuve y traté de reprimir mi cólera. Lo cogí del brazo con violencia y le puse en la calle, advirtiéndole que si le volvía a ver no me contendría. El candidato a príncipe salvador no ofreció resistencia y abandonó a su princesa sin la más mínima lucha. ¡No era un príncipe valiente, sino un miserable carroñero oportunista! En cuanto a mi mujer, estaba demasiado asustada para darle explicaciones de lo sucedido ni ella parecía interesada en saberlo. Por otro lado, los hechos eran demasiado evidentes y no valía la pena pedir explicaciones: Ella estaba haciendo planes para regresar a España con aquel hombre, con el que habría estado en contacto con anterioridad, recuperar su empleo en la Seguridad Social e instalarse, o más propiamente dicho, esconderse en una ciudad del interior, al norte de Barcelona. Sobre mí, por supuesto que ya me daba por convicto y condenado, y no sería una de esas fieles esposas que acuden a la prisión los días de visita para dar ánimo a sus deprimidos maridos presos. ¡Ella ya se consideraba viuda! No recuerdo con precisión lo que sucedió después, solo que de nuevo mi suegro tuvo que intervenir y cuando supo las circunstancias de lo ocurrido, creo que fue entonces cuando sintió más afecto por mí que por su propia hija, pero no estaba a favor de ninguno de los dos, porque, por una u otra razón, nos consideraba culpables a los dos. Por si no fuera suficiente con nuestro caso, por aquellas mismas fechas se divorciaba su hijo menor de su bella mujer canaria, supongo que por incompatibilidad de caracteres y de culturas. Es evidente que yo había juzgado mal a esta paciente persona, a quien tomé por un burgués catalán reaccionario, pero detrás de esa apariencia se ocultaba una persona generosa, de firmes principios, amante de su familia, al que el destino le negó lo que más quería: precisamente una familia unida, respetable y hacendosa, que son tres de los valores catalanes fundamentales. Mi etapa de diseñador gráfico había concluido y regresamos a España para instalarnos en un pequeño apartamento de una localidad costera cercana a Barcelona. Nuestras relaciones eran muy tensas, pero ninguno de los dos tomaba la iniciativa para iniciar las gestiones de nuestro divorcio. Personalmente detesto hacer cualquier gestión burocrática, lo que me ha costado más de un mal de cabeza. Fue ella la que tomó una drástica decisión para poner fin a nuestro matrimonio: simplemente un buen día desapareció y me dejó al cuidado de dos criaturas de 5 y 7 años, ¡y sin ninguna clase de ingresos! Intenté ganarme la vida con todo lo que tenía algún conocimiento, incluida la artesanía, y conseguí algunos ingresos gracias al vendedor ambulante, con el que llegué a tener una buena amistad. No necesitaba nada de lo que le ofrecía, porque todavía no había comenzado la temporada turística, pero se hizo cargo de mi situación y me hizo un pedido que me permitió atender lo más necesario. Me vi obligado a hacer de padre y de madre, limpiando, cocinando, bañándolos, lavando la ropa, recogiéndolos a la salida del colegio y todavía me quedaban ganas algunos domingos para pasar unas horas en la playa. Y, además de todas estas ocupaciones domésticas, tenía que seguir buscando desesperadamente un empleo o cualquier otro medio de subsistencia. ¡Qué nadie me pregunte cómo lo conseguí porque ni yo mismo lo sé! Seis meses después y con la ayuda de mi sufrido suegro, la localizamos, pero no puedo recordar la cronología de los hechos posteriores hasta que ella inició los trámites del divorcio. Sé que me envió la documentación del divorcio, pero yo, por alguna razón, no acudí al juzgado de la localidad en que nos casamos, y hoy, con 73 años de edad, no sé si estoy casado o divorciado. Personalmente no ha vuelto a pasarme por la mente volverme a casar. Estoy absolutamente convencido de que el matrimonio lo ha inventado el diablo (o en su defecto, el Estado patriarcal), porque es el lugar donde se cometen las más atroces vejaciones contra los seres humanos, los mayores actos de violencia consentida, las más ignominiosas violaciones y el más angustioso sentimiento de soledad, al no poder sufrirla en solitario o convertirla en algo creativo, ¡es una soledad estéril y embrutecida. En resumen, es la institución creada para justificar la existencia del el Estado patriarcal, donde más se violan los derechos humanos. Alguno de mis eventuales lectores puede discrepar y pensar que exagero en mi valoración solo porque a mí no me haya ido bien, y que hay matrimonios felices y duraderos. Sí, por supuesto, siempre que uno de los dos sacrifique su personalidad y se acomode a la personalidad del cónyugue más dominante y no sepa el significado de las palabras pasión y romanticismo. El matrimonio es el nicho perfecto para enterrar el amor, desterrar la pasión, negar el romanticismo y cegar la imaginación. El empresario Lo que estaba sucediendo era que sentía de nuevo el retorno mis sueños de adolescencia, pero yo me negaba a escucharlos y para apagarlos y enmudecerlos, emprendía grandes ideas de negocios que me sobrepasaban, pero anulaba mi voluntad de pensar en la literatura. El más atrevido fue una empresa de construcción chalets de madera, “Casakit” se nominaba. Yo mismo diseñe la estructura y todos los servicios necesarios después de consultar infinidad de revistas especializadas alemanas y francesas sobre esta modalidad de construción. Los trabajadores de la empresa éramos yo, un alemán que conocí cuando hacía auto-stop, pero este no se comportaría como los españoles y fue un leal amigo y un ayuda fundamental y un marroquí, ua excelente persona y trabafsdur incansable a pesar de que solo comía tortillas, para ahorrar el máximo de lo que yo le pagaba que no era mucho. Aunque hoy me parece imposible, conseguí un primer cliente que me entregó un millón y medio de pesetas y confiaba en una empresa que no tenía ni tarjetas de visita. El cliente tuvo su casa en el plazo previsto, y antes de afincarme definitivamente en Berlín, cerca de 40 años estaba en pie y con buen aspecto. La casa solo tenía un enemigo: las voraces termitas, confío en que los afortunados propietarios lo habrán tenido en cuenta. Pero de nuevo tuve la clara visión de que de haber continuado hoy sería un empresario retirado, sin nada notable que recordar, y hubiera matado y enterrado en algún rincón inaccesible de mi cerebro mi moribunda vocación literaria. Pero debía de estar todavía viva porque resurgía en cada crisis, desengaño o frustración. Yo no soy uno de esos escritores que anotan en su agenda cuando deben terminar cada capítulo y escriben solo cuando salen de despacho X, comen unas tapas de jabugo y pimientos asados para compensar, con los colegas de la oficina, hacen una cena ligera, ven un rato las noticias del telediario y ya, satisfechos y relajados, pero no despejados, sin moverse del cómodo sofá, se colocan el portátil sobre las piernas y, lo quiera o no la imaginación, que todavía guarda la despreciable imagen del subdirector y confidente del jefe de su oficina, y escribe la parte del capítulo que le toca esa semana, le hace la vida imposible, escribiendo preámbulos innecesarios, descripciones interminables y observaciones que a nadie interesan, porque sabe que en esas condiciones no se puede estar inspirado para sacar a los protagonistas al escenario, tal vez el fin de semana tenga la cabeza despejada y esté inspirado para la acción de un nuevo misterio en torno a un crimen execrable que investiga por su cuenta un detective retirado de su “thriller” de una saga interminable, del que ya ha cobrado un anticipo de la editorial, a cambio que doble el número de crímenes, rebaje la edad de las víctimas y haya suficiente sangre como para abastecer un hospital durante un año. Pero como la novela está previsto que tenga 500 páginas, un poco de relleno ni se notará. No, ese no es mi caso. Yo ahora vivo para escribir y escribo sobre lo que he vivido, y con poca habilidad estoy tratando de contar con este que será posiblemente mi último libro. Pero, volviendo a mi negocio inmobiliario, tuve la suerte de que entre los inspectores, por sus interminables certificados, y los arquitectos, por sus objeciones técnicas y la necesidad de su bien remunerada firma, acabaran hundiendo lo que con gran esfuerzo había sacado a flote. Yo no hubiera sido capaz de cerrar un negocio con tantas buenas expectativas como aquel, porque en los alrededores de Barcelona había cientos de parcelas en las numerosas urbanizaciones con chamizos hechos los fines de semana, que estaban pidiendo a gritos una bonita y ecológica casa de dos plantas y un gran balcón de un lado al otro de la casa por solo un millón y medio de aquellas pesetas “rubias” del banco de Franco, quiero decir, el Banco de España. El siguiente negocio no supuso un menor reto para mi capacidad de crear cosas innovadoras, o por lo menos actuales. Nada más y nada menos que crear los cimientos de una futura fábrica de auto-caravanas integrales, o lo que es lo mismo, sin aprovechar nada más que el chasis y el motor, el resto lo fabricaría yo. ¿Cómo? Esa es una buena pregunta que hoy me la hago yo mismo. Debe haber algo en mi expresión que inspira confianza, porque si no ¿cómo es posible que, con solo un bonito dibujo de lo que sería su auto-caravana, el primer cliente me anticipara una tercera parte del presupuesto acordado y, además, comprara el chasis del vehículo sobre el que construiríamos una auténtica mini-casa con ruedas? Y la siguiente pregunta es ¿cómo construir semejante maravilla con cuatro herramientas, en una “fábrica” donde apenas había sitio para el vehículo? Y la última es ¿dónde comprar los utensilios especialmente diseñados para auto-caravanas, como la cocina, la nevera o los cierres de los almarios, cuando en España no había dónde encontrarlos o si los había, no eran los adecuados? Estas preguntas tuve que respondérmelas yo desde el momento en que acepté el encargo. Superé todas las dificultades y tuve que viajar a Francia para comprar todos los utensilios necesarios. Llegué a construir dos unidades con plena satisfacción del cliente, y hubiera podido construir muchas más de no haber sido por culpa de la burocracia y sus reglamentaciones. Como sucedió con la inmobiliaria, hice lo más difícil, y renuncié cuando venía lo más fácil. Pero una vez más, no fui yo el responsable de abandono del negocio, sino nuevos certificados y papeleo necesarios para homologar el nuevo uso del vehículo. Y así fue como transcurrió una extraña época de mi existencia, en que puse todo mi empeño en destruir al ya maltrecho escritor que todavía sobrevivía, porque tenía fe absoluta en que vendrían días de éxito y de reconocimiento reservados para el escritor y no para el empresario. Mi ideología ¿Que son las ideas? La respuesta es clara y obvia: son las que definen el ser de las cosas. Por lo tanto, las cosas no son para nosotros si no podemos “hacernos una idea” de lo que son. Para ser parte de la familia de la humanidad es preciso tener al menos una somera idea de ti mismo, es decir, una idea que defina lo que eres como persona y no solo como individuo, cuyas ideas son similares para todos ellos. Por tanto, la idea de ti mismo tiene tanto valor como la propia persona y podemos llegar al sacrificio de nuestra vida por defender esa idea, que incluye nuestra fe, moral, gustos y todos los valores que hemos adoptado y que son los que dan sentido a nuestra existencia como seres humanos. Si nos obligaran a renunciar a estos valores seríamos simplemente como los animales regidos por el instinto, sin otras ambiciones que las naturales e inconscientes: alimentarnos y reproducirnos. Cuando esa idea de nosotros mismos se interpreta en el ámbito de la política el resultado es una ideología afín con nuestra personalidad, por tanto la apoyamos y defendemos como si nos defendiéramos nosotros mismos. Si hay otras personas con tus mismas ideas o ideales, se forma un grupo de “partidarios” de esa ideología, unidas por la misma causa para conseguir la fuerza y el poder necesario y, por todos los medios que ofrece la democracia, ver realizadas esas ideas. Pero si la democracia es incapaz de favorecer los deseos de la mayoría, ya sea porque esté corrompida o aducida por intereses ajenos a los participantes, o controlada por unos cuantos oligarcas indeseables, se crean las condiciones de una revolución, que deberá traer el nuevo mundo con el que soñábamos antes de la revolución. Lo que quiero decir con este largo argumento es que las personas idealistas están moralmente obligadas a trabajar con el grupo de partidarios por que se realicen sus ideales. Si el momento histórico es grave y ya se han producido los síntomas de la perversión de la democracia, está obligado a secundar una revolución que ponga fin al sistema corrupto, participando activamente. Ni siquiera la familia puede ser una excusa o atenuante para eludir esta responsabilidad, porque si por causa de nuestro desinterés o apatía las condiciones sociales, políticas y económicas provocaran una guerra civil, entonces también tendríamos que renunciar a la familia, pero no voluntariamente, sino forzados por la movilización. Y ese fue el grave dilema que yo tuve que resolver: revolución o familia. ¡Me decidí por la revolución y sacrifiqué a la familia! ¿Qué revolución? Naturalmente que se preguntarán a qué revolución me refiero. La respuesta es obvia: ¡A ninguna, porque que yo sepa, y soy el más interesado, no ha habido ninguna! Pero en 1968 yo no pensaba así. Aquella mini-revolución de la primavera del 68 dio un decidido impulso a otra forma de pensar y entender la vida, sus necesidades reales, su verdadero goce y en definitiva, una nueva forma de relacionarnos con la naturaleza, no como materia prima, sino como el sustento de la misma vida, es decir, la ecología convertida en una idea relacionada con los seres humanos y su comportamiento. Ideología que se estaba debatiendo intensamente en muchos foro y encuentros en toda Europa, pero sobre todo en un Berlín cercado por un socialismo desfasado, que no admitía una profunda renovación, porque su “tempo” ya había pasado. La nueva izquierda tenía que considerar nuevos elementos más allá de la lucha de clases o su histórico enemigo, el capitalismo. ¡Y esa nueva izquierda estaba naciendo sobre todo en Berlín y yo quería ser testigo directo de su nacimiento! Por supuesto que me refiero la creación del partido verde alemán. Desde el fiasco de mi petición de asilo en Francia por mi ignorancia política, me propuse conocer todas las opciones ideológicas. Los textos más actualizados todavía no incorporaban a los nuevos partidos ecologistas, y fue la escueta noticia publicada en un diario nacional informando del primer congreso del nuevo partido verde alemán que pude hacerme una idea de sus propuestas. Cuando terminé de leer la noticia supe que esa sería mi opción. Por la influencia de mi padre y de la baja clase media a la pertenecía (no podía considerarme proletario, porque, salvo el periodo de emigración, siempre hemos tenido algún negocio propio, mi padre nunca fue un asalariado, excepto como Guardia de Asalto) era natural mi temprana inclinación por las izquierdas, pero como persona libre y algo anárquica, la intromisión de los marxistas en el libre albedrío y la ambigüedad de los socialistas y social-demócratas, me hicieron rechazar estas opciones. Aquella imaginativa y espectacular sedición de la juventud contra el autoritarismo, el derroche consumidor, la doble moral de la clase burguesa y, sobre todo, la estúpida y peligrosa guerra fría, con el enfrentamiento a cara de perro entre dos potencias que en el fondo tenían la mima finalidad: la defensa de los privilegios de una oligarquía del capital o del partido comunista, fue un primer síntoma de la enfermedad del sistema. Desde el momento en que pude hacerme una idea más amplia y concisa del programa de los verdes alemanes surgido en su primer congreso, tuve la certeza que llevaría a una inevitable revolución, en la que yo tenía que ser necesariamente parte activa y comprometida. Pero tengo que hacer una importante aclaración. La revolución que provocarían los verdes, y en la que yo me sentía comprometido, sería una revolución de las conciencias, donde no habría movilizaciones dispuesta a levantar barricadas, como habían sido todas las revoluciones pasadas. Una buena excusa para que violentos y carroñeros, se divirtiesen desahogando sus probables frustraciones o problemas personales destruyendo mobiliario público y algún escaparate de negocios que por lo que fuera les caían mal, no porque tuvieran argumentos en contra, pero que en ningún caso puede recurrirse a la violencia para solucionar los problemas. ¡Esa era la revolución que me movía a la acción y por eso tenía que viajar inmediatamente a Berlín! Pero todavía tengo un argumento infinitamente más convincente. El 16 de julio de 1945, en el Centro de Investigaciones del Ejército Norteamericano en Los Álamos, Nuevo México, un grupo de científicos estrechamente vigilados por los militares, ¡firmaron el certificado de defunción de la humanidad! ´ No, no exagero ni soy un iluminado. La desintegración de los átomos del plutonio hizo algo que no estaba previsto por el mismo Dios, y que el Génesis describe en el mito de la desobediencia de nuestros primeros padres al comer los frutos prohibidos del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Voy ha exponer un argumento en clave teológica porque así se entenderá mejor. La vida no comienza en el átomo, sino en las células. El átomo no pertenece a la naturaleza, que es necesariamente dual y finita, sino a lo que esta fuera de la naturaleza; es decir, lo sobre-natural, absoluto e infinito. Si con ayuda de nuevos o más poderosos aceleradores de partículas llegásemos a la conclusión de que la serie de sub-partículas parece infinita o si admitimos que la división tiene un límite, en ambos casos la estructura real del átomo excede nuestra capacidad de concebirlo, porque lo infinito es una cualidad de lo divino, y en el segundo caso la última partícula no tendría en que sustentase, y quedaría suspendida en la nada, lo que para nosotros es una idea tan inconcebible como es la de Dios, con lo que tenemos la prueba de que el átomo está relacionado con la fuerza creadora de la naturaleza, y que de alguna manera debe contener la información que guía la evolución como predestinación, que sumado a las condiciones ambientales, enunciadas por Darwin, da forma a la diversidad y la especialización, en el que está incluida la aparición de la ¡supuestamente inteligente especie humana! Y como la naturaleza es todo aquello que está vivo o muerto, lo que no está ni vivo ni muerto, como son los átomos, podemos decir que son la anti-naturaleza, o en términos teológicos, lo sobre-natural. Por tanto, desintegrar el átomo es como desintegrar a una parte de Dios para “robarle” su energía y utilizarla para satisfacer nuestras supuestas necesidades y, en algunos casos, matar con rapidez y eficacia a miles de hombres, mujeres y niños, supuestamente merecedores de semejante castigo por alguna grave ofensa cometida contra los atacantes. Desde una lectura teológica, el cristianismo debería condenar la manipulación de átomo ¡un sacrilegio! De hecho, el Papa Francisco es contrario al uso de la energía nuclear. Por supuesto, que yo creía que tenía suficientes argumentos para militar activamente contra el lobby nuclear por la condición sobre-natural del átomo y sus similitudes con lo que entendemos como Dios, al menos según la concepción panteísta del supuesto ateo, Spinoza. Dios, como el átomo, son omnipresentes, pues no existe ningún espacio natural que no contenga átomos. Ambos son omniscientes, pues como ya he dicho, el átomo debe contener información, y son eternos e infinitos. Einstein puede considerarse un héroe para la comunidad científica y para la mayoría de la humanidad, pero es un villano para los muchos que condenamos la manipulación del átomo en cualquiera que sea su aplicación. Estamos muy lejos de moderar el consumo de utensilios y toda clase de vehículos eléctricos, y la competencia obliga a los fabricantes a sumarle prestaciones con el consiguiente aumento del consumo de energía eléctrica. Si seguimos creciendo a este mismo ritmo la próxima generación tendrá un planeta minado de potenciales bombas atómicas y el subsuelo rebosantes de residuos tóxicos de larga duración. Por esa razón aseguraba al principio de esta reflexión como justificación de mi conducta que habíamos firmado nuestra sentencia de muerte, no solo por el potencial de desastres nucleares, sino porque los egoísmos entre las naciones no hacen irreversible la posibilidad de una guerra termonuclear, que sería probablemente la última! . Yo no había nacido para formar una familia, pero el destino se enredó y me tendió una sucia trampa. Ahora estaba corrigiendo de mala manera esa intolerable intromisión. Pero no tenía alternativa. Así es que fui recuperando el ánimo a medida que me acercaba a Berlín, porque me había impuesto una importante misión que cumplir: ¡demostrar que otro mundo es posible! Berlín ¿alternativo? Era la primera vez que cruzaba la franja de territorio del sector Oriental que separa Berlín del sector Occidental en tren, y el tétrico panorama que se observaba en cada parada no contribuía a levantar mi decaído ánimo. Era de madrugada y en los andenes pobremente iluminados había apostados policías armados con subfusiles rodeando literalmente el tren, vigilando que nadie subiera, porque el tren era territorio occidental. Sin duda una imagen que no decía mucho sobre el modelo del “socialismo científico” de la Alemania del Este. Todo fue muy deprimente en aquel accidentado viaje. Cuando al amanecer entramos nuevamente en la zona occidental de Berlín, fui consciente que me había metido en una ratonera, rodeada de gatos hambrientos por todas partes. Mi justificación para hacer aquel viaje, cuidadosamente argumentada, estaba haciendo aguas por todas partes y me aterrorizaba la idea de que allí no hubiera algo extraordinario y revolucionario con suficiente interés como para hacervtan lsrgo viaje La primera impresión que tuve cuando descendí del tren y entré en las salas de la estación no pudo ser peor. Había mucha gente joven de aspecto indigente, barbudos y sucios, merodeando por las salas. Unos pedían unos céntimos de ayuda a los estresados pasajeros y algunos permanecían sentados con la mirada ausente, como si estuvieran drogados o ebrios. ¿Era este el maravilloso Berlín alternativo que yo esperaba encontrar? No, Berlín no era lo que yo había imaginado. Fue precisamente el haberme dejado llevar por mi imaginación lo que me hizo sospechar que mi mente trabajaba inconscientemente para justificar el deseo de conservar mi libertad. El juego consistía en imaginar la existencia de grandes eventos en los que yo debía estar presente, porque estaba convencido de que yo sería algo así como la luz que alumbra el camino de la verdad; en fin, un iluminado. ¡Lo que yo criticaba a los demás! Pero como era una constante ya en mi vida, a un desengaño le seguía algún suceso para recobrar la ilusión y la confianza en mí mismo. Entré en un café para desayunar y entablé conversación con una pareja de alemanes contigua a mi mesa, interesados por la situación en España tras la muerte de Franco. —Franco, pero no podemos esperar nada nuevo en España. Si hay democracia nacerá con alguna deficiencia que le impedirá caminar sin ayuda de muletas. —¿Y cómo debía haber muerto? —Como todos los que han cometido crímenes de lesa humanidad: juzgado, y, si era condenado, encarcelado, ¡como hicieron ustedes con los nazis! Después de una animada charla sobre política, me invitaron a alojarme en su casa, hasta que encontrase mi propio alojamiento, en una acogedora habitación para invitados. Sí, ahora estaba seguro que en Berlín se estaba produciendo una revolución, pero sobre todo personal, como yo mismo pude comprobar! Pero la política alternativa era un caos difícil de entender, y los Verdes, que yo daba como el partido que dominaba el escenario político alternativo, era un grupo más entre los que se habían creado tras los sucesos de mayo del 68. Lo que ocurría en el Berlín de los años 80 era que después de la construcción del muro, muchas familias que habían perdido sus empleos por el traslado de fábricas a la zona occidental, siguieron a sus empresas y evacuaron la ciudad. En su lugar fueron reemplazados por jóvenes radicalizados en alguna causa, que deseaban eludir el servicio militar obligatorio, porque los berlineses estaban exentos de esta obligación. Así, en el Berlín sitiado, donde ninguna familia deseaba vivir, se había juntado lo más radical de Alemania, pero fragmentados en grupos de diversa ideología y programas, que antes de la creación del partido verde, se presentaban a las elecciones en una lista alternativa. La imaginación de estos jóvenes berlineses no tenía límite. En los patios interiores de las casas era habitual encontrar un escenario donde se representaban obras de autores polémicos o proscritos; o un restaurante vegetariano; o un taller de cerámica y todas las actividades artísticas, lúdicas o profesionales. Además de decorar profusamente edificios en los barrios mas radicales, en especial el entonces conflictivo barrio de Kreuzberg, habían convertido los solares sin construcciones en granjas, con sus correspondientes animales. Muchos edificios de viviendas habían creado una cocina y comedor colectivo, para todos los vecinos, y en los tejados se podían ver placas solares. En algunos edificios dañados por los bombardeos, pero estables, que no habían sido reconstruidos o derruidos y estaban abandonados, después de ocuparlos se crearon centros de arte alternativos, como “Tacheles”, un edificio de cinco plantas en un estado deplorable, apenas quedaban las paredes y algunas ventanas no tenían cristales, se convirtió en el centro artístico alternativo más popular de Berlín. Pero yo no fui a Berlín de turismo alternativo, sino para ver en directo el desarrollo de las ideas expuestas en sus creativos programas, panfletos y otras imaginativas publicaciones. !Sí, en parte me decepcionaron! Todo era demasiado irreal y sin un verdadero fundamento para ser viables fuera del escenario berlinés, tolerante y puede decirse que subvencionado por el Oeste, tal vez para evitar su despoblación. En plena guerra fría no era el mejor sitio para vivir. En cuanto al nuevo estilo de la gestión política, se enredaban en una agria polémica que para mi carecía de mucho sentido. El sector más radical quería que los cargos fueran rotativos, para evitar la corrupción del poder, y los realistas creían que el sistema estaba bien y la corrupción se evitaba nominando personas de probada honestidad. Ninguna facción aportaba nada verdaderamente orginal y revolucionario, pero realista. No se trata de elegir personas honradas, sino de crear un modelo de democracia que haga imposible la corrupción o el abuso de poder, aunque el elegido sea un sinvergüenza. Los políticos, honrados o no, siguen siendo políticos y su litemotiv no es sacar adelante un programa, sino el ejercicio del poder por el poder mismo y su poderosa seducción. Legislar es la excusa que justifica su elección. Un buen ejemplo de que todos, verdes, amarillos o rojos, tienen en el fondo la misma actitud a pesar de su honradez y buenas intenciones, es el del eurodiputado verde, Daniel Cohn-Bendit, en los turbulentos días de Mayo del 68, alias “Dani el rojo”, que tiene una poltrona en el Parlamento Europeo prácticamente vitalicia. Es muy posible que en su momento fue partidario de la rotación. Para colmo, estaban también sumidos en otra lucha entre los realistas, favorables a entrar en el Parlamento y formar coaliciones para sacar adelante proyectos ecológicos, aunque fueran de poca importancia, y los radicales extra-parlamentarios, que optaban por trabajar en las bases de la sociedad civil para cambiar todas las estructuras creadas por el capitalismo. Yo no veía en ninguna de sus propuestas un cambio radical del sistema democrático que fuera “razonable” y “lógico”, porque no era ni razonable ni lógico abandonar un cargo cuando prácticamente has podido aprender y controlar todas las gestiones y cometidos del cargo. Vivimos en una compleja sociedad fundamentada sobre la burocracia a todos los niveles, por lo que los políticos necesitan tener una dedicación en exclusiva para hacer bien su trabajo. Pero tampoco estaba de acuerdo con dejar las cosas como estaban y considerar la corrupción como uno de los males endémicos e inevitables de la democracia. Yo viajé a Berlín para aprender algo nuevo y revolucionario, y me encontré con unos berlineses amables, tolerantes y acogedores, pero un movimiento alternativo frágil y fragmentado, revolucionario en los signos externos, pero conservador en su comportamientos políticos, tan solo decorado con unas cuantas pinceladas de los colores del arco iris y muy poco más. Desde la adopción universal de la democracias parlamentaría, basada en las elecciones libres y populares, el sistema se ha deteriorado tanto que hoy se puede ganar una presidencia de una nación como los Estados Unidos con dinero. Todos lo sabemos, pero lo toleramos y no nos importa saber que nuestro voto vale solo calderilla y con toda probabilidad ha sido inducido por la publicidad del candidato multimillonario de turno. “Mi padre ha muerto...” No, mi padre no había muerto, todo lo contrario, envejecía con un enorme vigor y vitalidad. ¡El padre supuestamente muerto era yo! La experiencia berlinesa había sido, no obstante enriquecedora, porque esta ciudad alemana me sedujo desde que supere mis incontrolables prejuicios. En un ciudad multicultural como Berlín no se pueden tener prejuicios, pero decidí regresar e instalarme en la buhardilla familiar que nadie ocupaba donde, por primera vez en muchos años, me encontraba con el estado de ánimo, la motivación y el lugar adecuado donde poder, de un vez por todas, poner a prueba mi vocación literaria, y ahora también política y filosófica. El Valle Dorado Profundamente influenciado por mi experiencia de Berlín, mi primer libro fue una típica novela sobre una utopía ecologista. Yo hubiera querido escribir un ensayo en toda regla como respuesta a las ideas que había escuchado en Berlín, pero todavía estaba en proceso de formación en mi conciencia. Al escribirlo en forma novelada me ponía también a prueba como escritor. Como era una constante en mi complicada existencia, no podía afrontar mi primer libro sin dejar resuelto el problema de la subsistencia, y también por lo que había visto en Berlín, tuve la acertada idea de dibujar un plano ilustrado de mi monumental ciudad y lo ofrecí al gobierno conservador del Ayuntamiento. Si no hubiera sido por el obstinado esfuerzo de un polémico concejal socialista, que vio el interés turístico ndel plano, el alcalde conservador, quien acababa de inaugurar una horrible e ignominiosa plaza de toros en unos terrenos que deberían estar reservados para una expansión de la mejor zona residencial, lo hubiera rechazado. Los conservadores tienen la manía de dejar su nefasta huella con obras que sean del pasado; y si alguien pretende hacer algo novedoso se sienten ofendidos. Con la venta de aquel plano pude comenzar la redacción del libro. El argumento era catastrófico pero posible: Juan es un miembro destacado de la fracción realista de un hipotético partido verde español y se prepara para intervenir en un congreso que decidirá la futura linea política del partido (una copia del congreso de los Verdes alemanes). En pleno acalorado debate se produce un atentado contra una central nuclear cercana a Madrid, que tiene que ser evacuada en 24 horas, con el consiguiente caos y destrucción. Afortunadamente la nube radioactiva no la afecta, pero el Gobierno aprueba las propuestas de Juan de la creación con financiación oficial de pequeños “eco-estados” autónomos y auto-suficientes, construidos con las últimas tecnologías ecológicas disponibles. En el centro de la comunidad habría una gran construcción en forma de pirámide acristalada, donde estarían concentrados todos los servicios: escuela, clínica, centro de reunión, estaciones de radio y televisión (hoy habría un servidor de Internet), mercado, administración, sede de la gestora pública (gobierno), escuela de artes y música, sala de exposiciones, Asamblea y todos los servicios básicos para una comunidad de 5.000 habitantes. Las viviendas distribuidas alrededor de la pirámide serían modulares y prefabricadas, de manera que se pudieran desmontar y trasladar a otra comunidad, o ampliar nuevas habitaciones con la llegada de nuevos miembros a la familia. El cerebro de la vivienda estaría en una pantalla conectada al Centro de Gestión (en la época que escribí esta novela no existía Internet, por lo que la describo como de un televisor) por la que se trasmitirían varios canales: comunicados y noticias, sesiones de la Asamblea, disponibilidad de alimentos en el mercado entre otros. No habría empleos fijos, sino una oferta diaria de los empresarios, que son privados, de empleos temporales según sus necesidades a partir de una hora, que contratarían a través del canal de ofertas de empleo. No hay dinero, todo se gestiona a través de un Centro de Gestión financiera, donde se registra el valor acordado entre el empresario y el trabajador, quien tendría asegurado unos ingresos mínimos si la comunidad no ha podido crear los empleos suficientes. Por tanto, es una economía liberal y de mercado, pero solidaria. La otra sería interna: la prestación de servicios adicionales a los esenciales aportados por la comunidad con cargo al presupuesto local, generado por los impuestos directos e indirectos, cuya cuantía se fijaría anualmente en una asamblea general. Dos sistemas combinados de producción de energía, solar y eólica, más las placas solares instaladas en cada vivienda, suministrarían la energía necesaria, no obstante, tendría una conexión al exterior para casos de emergencia. Otra zona insonorizada estaría reservada para industrias ecológicas. Por último, habría otra zona dedicada a deportes, competitivos, pero sin premios, junto a una zona de recreo infantil y otra para los ancianos. En cuanto a su economía, se basaría en dos fuentes de ingresos: una externa por la exportación de productos ecológicos, incluidos libros y material multimedia didáctica sobre ecología, más los eventuales turistas ecológicos y seminarios relacionados, con la experiencia de la comunidad. Sobre la población, tendría un límite ajustado a los recursos energéticos locales. Una comisión valoraría el perfil humano y profesional de los solicitantes de residencia, así como las posibilidades de integración en la comunidad, sin discriminación racial o nacionalidad, con preferencia de las familias. Pero los hijos, solo podrían permanecer en la comunidad hasta su mayoría de edad. A partir de esa edad, tendrían que incorporarse a empresas ubicadas fuera de la comunidad, en las se hubieran concertado contratos laborales de un año renovables o, en su caso, en las universidades, de acuerdo a sus deseos. Finalizado este proceso de formación y d experiencias en el exterior, podían regresar, pero para formar una nueva comunidad. En los eco-estados solo habría menores, adultos y ancianos. Los jóvenes solo periodos limitados. En cuanto a su relación con el Estado, serían “eco-estados autónomos”. Solo pagarían un canon anual al Estado en proporción de su producto interior. Sobre el uso de los bienes actuales considerados anti-ecológicos, dentro de la zona residencial no habría vías por donde pudieran circular automóviles, solo algún vehículo eléctrico compartido para transportar objetos pesados. El transporte personal sería con cualquier clase de vehículo con tracción humana. Los residentes podrían tener automóviles pero para circlar solo fuera de la comunidad, donde permanecerían en un aparcamiento general. A grandes rasgos este fue el argumento de la novela, dramatizada por sus personajes. El resultado no fue muy satisfactorio, porque era más ensayo que novela, a pesar de que intenté crear unos personajes de una gran emotividad. Mi deseo de destacar la idea oscureció la calidad literaria, y los hechos eran demasiado catastróficos, amen de la irreal reacción del presidente del Gobierno, convirtiéndose de socialista a ecologista apasionado de la noche a la mañana. Ese primer fracaso me dejo un amargo sabor, porque había esperado muchos añospsra un resultado tan mediocre. Hay dos maneras de escribir una novela: empujando las palabras para que salgan o poniéndoles freno para que no se agolpen: la primera no está inspirada, la segunda, sí! Yo tuve que empujarlas, porque después de años de ausencia eran las primeras y se obstinaban en no salir. En cuanto al argumento, debe nacer en la conciencia, pero apenas se tenga en pie debe mudarse a la imaginación. ¡Lo que yo no hice! El periodista Aquel relativo fracaso, al menos a mí así me lo parecía, me desanimó profundamente, y llegué a pensar que lo mío no era la creación, sino la reflexión. Pero mientras me debatía mi propio ser o no ser un imaginativo narrador, se interpuso como siempre el problema de la supervivencia. No podía buscar un empleo porque no tengo oficio alguno, pero tenía la natural habilidad de probar nuevas experiencias profesionales y salir adelante. En esta ocasión le tocó el turno a la de “editor y periodista”. La nueva idea era crear un periódico local progresista y comprometido. Desde el fin de la II República, en que había tres publicaciones periódicas, no hubo ningún medio de información escrito. ¿Cómo puede una comunidad participar en una democracia si no está bien informada? Pero en mi conservadora ciudad el nombre de democracia tenía un vago significado. Creo que la mayoría de habitantes les desconcertaba tener que tomar una decisión para elegir un candidato o candidata, cuando según sus criterios, siempre habían tenido buenos regidores cuando se nombraban a dedo. Lamento reconocer por esta vez, y sin que sirva de precedente, que estoy de acuerdo con ellos, porque la democracia trajo a nefastos alcaldes, de izquierdas y de derechas. Junto con uno de los farmacéuticos locales y un universitario ecologista radical, creamos una editorial para publicar un periódico mensual, en el que yo era el director, redactores (con varios seudónimos), maquetista, publicista y distribuidor. El resto lo hacían mis socios y los eventuales colaboradores. De esta época, que duró dos estresados años, solo recuerdo una anécdota, que me dio la reputación que creo seguir teniendo, a pesar de los años y la distancia, de periodista, escritor e historiador (años más tarde escribí un libro sobre la Guerra civil en nuestra ciudad) independiente. Un periódico nacional publicó un reportaje sobre un escándalo inmobiliario en el que nuestro obispo podría estar implicado. Le solicité una entrevista para que me diera su versión sobre su presunta implicación y me la concedió, pero solo para advertirme que no debía publicar nada sobre aquel asunto. No sé si todavía estoy dentro de la comunidad cristiana o estaré excomulgado, pero le dediqué tres páginas con todos los datos que pude reunir. Creo que aquel suceso acabó con el mito de la inmunidad del obispo. Pero, como es natural, no cayó bien a Acción Católica ni a los miembros de hermandades próximos a la Iglesia. Desde aquella edición no podía dar un paso por mi ciudad sin que alguien me detuviera para felicitarme, pero otros a los que solía saludar, pasaban de largo negándome el saludo. Por supuesto que aquella edición se agotó. Es fácil y poco comprometido ser redactor de un gran periódico, donde solo te conocen tus amigos y tus vecinos, pero mucho más difícil donde todo el mundo te conoce, y compruebas las reacciones personalmente de lo que escribes. Aquella experiencia como editor y periodista me sería muy útil unos años después, pero como sucediera con todas mis iniciativas que no estaban vinculadas a mi vieja vocación terminaban en su mejor momento, y cerré aquel periódico cuando se había consolidado y era rentable. Pero la ciudad se había acostumbrado a disponer de un medio local y no tardó mucho en aparecer el reemplazo. Una nueva publicación, más adecuada para cronistas locales y colaboradores que para periodistas. La otra poderosa razón fue aprovechar mis buenas relaciones y coordinación con la imprenta para crear un nuevo y más ambicioso proyecto: un periódico mensual ecologista con distribución nacional, de carácter político, donde divulgar esta alternativa, que suponía el primer fruto de mi pasada experiencia berlinesa. “El Correo Verde” En el otoño de 1987 apareció en algunos quioscos de toda España la primera edición de “El Correo Verde”, de la que se vendió solo un 30%, suficiente para cubrir gastos, pero insuficiente para el distribuidor, que, no obstante, accedió a distribuirme los siguientes números, con la optimista previsión de que aumentaran las ventas. Con este nuevo proyecto asumí una grave responsabilidad que requería plena dedicación, por lo que, una vez más, tenía que posponer lo que quedase de mi vocación literaria, si tenía en cuenta mi fracaso inicial, pero al menos estaba más cerca con aquel proyecto. Con el segundo número tuve enormes dificultades para conseguir información actualizada y reportajes interesantes, ¡Internet todavía no existía!, y los móviles pesaban más de un kilo y había que llevarlos en una bolsa especial. Era evidente que la buhardilla, por muy bien situada que estuviera, no era lo más adecuado para la redacción de un periódico de aquella importancia. Gracias al encargo de un amigo de la infancia, quien con un gigantesco esfuerzo había levantado una moderna planta de envasado de miel, me encargó crear una nueva imagen de su empresa, que incluía logotipo, etiquetas, catalogo y hasta los grandes rótulos de la planta de envasado, pude trasladar la redacción a Barcelona, la única ciudad donde había arraigado con más fuerza la ecología, incluida la ecología política, gracias a la extraordinaria revista “Integral” y su activo “Correo del Sol”, un suplemento de contactos y noticias entre sus lectores. Mi relación con esta revista fue muy ambigua, porque además de que era la competencia, no estaba totalmente de acuerdo con su linea editorial. Mi idea era mucho mas radical. “El Correo Verde” quería ser una publicación dirigida a los verdes más que a los ecologistas. Volver a Barcelona era regresar a los escenarios familiares de mi traumática primera juventud, pero la ciudad no era culpable de mis errores y seguía ejerciendo sobre mi una poderosa atracción, a pesar de haber conocido de primera mano sus muchas miserias y lugares sórdidos y depravados. Después de todo era una ciudad portuaria. Esa personalidad agridulce, situada entre el cielo y el infierno, que seguramente vivió Carmen Laforet para poder escribir una novela como “Nada”, es la que fascina, porque no hay nada más aburrido que la virtud. Pero también fascina por la extraña personalidad de los catalanes que, parecen surgir de una lejana tradición mediterránea, posiblemente fenicia, donde bajo su apariencia de un simple tendero burgués se esconde un exaltado Gaudí, un genio surrealista como Dalí ¡o quién sabe qué! Claro que juegan con ventaja, porque tienen el legado de la milenaria cultura mediterránea y la educación de la Europa interior, al menos los barceloneses. Dada la urgencia del traslado no tuve oportunidad de alquilar un lugar muy apropiado y me instalé en un piso del casco antiguo, a solo cien metros de la tienda de juguetes de mi ex-suegro, donde años más tarde trabajaría mi hija, pero no llegamos nunca a coincidir. Después de dejar todo instalado, quise dar un nostálgico paseo por el Barrio Gótico, por cuyas calles decoradas con horribles cabezas de grifos, que ayudaron a agravar mi pasada esquizofrenia, y acercarme al café donde reuní a mis 12 apóstoles a la espera del fin del mundo. El café había cambiado de dueño y los clientes no tenían largas y descuidadas barbas que pudieran confundirse con apóstoles. Cuando pagué el café que había pedido comprendí la razón: ¡habían doblado el precio! Cuando regresé a la improvisada redacción, me propuse redactar las páginas de Contactos, que ya era numerosos, y entre los sobres me llamó la atención uno de un llamativo color verde con ilustraciones. Lo remitía Nuria F. que residía en el barrio obrero barcelonés de Hospitalet de Llobregat (por razones obvias, pues hoy es una mujer felizmente casada que ha formado una familia, he cambiado su verdadero nombre). Estaba ya muy cansado del traslado y el acondicionamiento con los muebles disponibles de lo que sería la redacción, para leer más cartas y la dejé para leerla al día siguiente. No podía imaginar que aquel llamativo sobre lo había enviado la mujer de mis sueños de adolescente, por lo que puedo dejar este mundo habiendo gozado de todas las dulzuras del amor apasionado y correspondido. Los perfectos amantes Muchas veces como filósofo me he preguntado ¿qué es el amor?, y solo recientemente he llegado a una conclusión que puede parecer demasiado simple para la supuesta complejidad de este apasionado sentimiento: El amor es la atracción de lo desconocido. Por esta causa el amor más sublime e insuperable es, para los creyentes, el amor a Dios, pues les atrae apasionadamente, pero nunca llegarán a conocerle. Aquí, en el mundo real, el amor tiene fecha de caducidad, porque tarde o tempano llegaremos a conocer lo que no atraía, con lo que deja de ser “atractivo”,y con la atracción desaparece también la pasión. Por esta paradoja, quien termina sus días en soledad es porque ha amado y ha sido amado, y quien los termina acompañado es porque, solo ha “querido” o deseado, pero no ha amado. Hay una diferencia sustancial entre amar y querer, porque el cariño funciona en sentido contrario al amor, ya que es la atracción de lo conocido. El amor es una pasión ciega, el cariño es un afecto con buena vista. El amor es dulce pero tenebroso, en tanto que el cariño no es tan dulce pero es más diáfano y comprensible. El amor es acaparador, egoísta y dogmático, y no puede compartirse, en tanto que el cariño es abierto y generoso y puede compartirse. Tal vez por esa razón solemos declarar nuestro amor con un “te quiero” en lugar de “te amo”. Pero desgraciadamente el cariño también tiene su fecha de caducidad, y lo que en un momento de nuestras vidas conocíamos de los seres queridos suele cambiar con el transcurso del tiempo. Los valores cambian con el desarrollo de nuestra personalidad o de nuestras circunstancias, para convertirnos en desconocidos, que no pueden seguir siendo queridos. Por último hay otro importante lazo que une a los amantes: la compañía. Un compañero o compañera es alguien que comparte tus intereses, profesionales o lúdicos, o permanece a tu lado solo por hacerte compañía, pero no está obligada a sentir afecto o amor por ti. Por esta razón no es muy delicado presentar a tus amigos a tu amante solo como tu compañera, sin más, sino como tu amada y cariñosa compañera, con lo que estás confirmando que es tu amante, tu querida y tu compañera. Después de hacerme esta reflexión la contrasté con mis sueños de adolescente y me casaba perfectamente, ¡y esa mujer soñada estaba a pocos kilómetros de allí! A la mañana siguiente me encontraba profundamente agobiado por el poco tiempo que tenía para el cierre de la siguiente edición, ¡y tenía todo por hacer! Por eso fue un gran alivio recibir aquella llamativa carta verde en la que una estudiante de tercer año de periodismo y ecologista activa, se ofrecía a colaborar gratis, solo como prácticas, y me sugería la publicación de alguno de sus reportajes más recientes. De nuevo el destino se había propuesto interferir, porque me adjuntaba fotocopias de extractos de sus reportajes y me parecieron suficientemente interesantes como para dedicarles las cuatro páginas centrales, que junto a las de portada eran las únicas en color. Cuando se lo comuniqué por teléfono escuche una exclamación de asombro, y tardó algunos instantes en responder. —¿En serio? —me preguntó asombrada. —¡En serio! Pero necesitaría que me los trajeras lo antes posible. —Se los mandaré por correo urgente. —No es necesario, puedes traerlos personalmente… —¿Personalmente? —preguntó sin que decayera su asombro. —Sí, he trasladado la redacción a Barcelona. Pero yo no quería que viera lo que yo llamaba “redacción” y quedamos en encontrarnos esa misma tarde en el Café Zurich, en la céntrica plaza de Cataluña. Amante, amiga y compañera Yo nunca he creído en el “flechazo”. Me parecía propio de la literatura romántica. Yo era de la opinión que en nuestros días nos tomamos algún tiempo y casi exigimos pruebas científicas de que nuestras almas son gemelas. Pero aquella tarde cambié radicalmente de opinión: ¡el flechazo existe! Cuando esta joven periodista entró en el café y se acercó a mi mesa, yo me sentí como secuestrado por su mirada. No sé que había en esa mirada que me perturbaba, y no se puede decir que aquella tarde estaba yo de humor para romances. Lo que yo había visto en esa mirada era mi propia alma. Esa debía ser también mi mirada, porque ella tuvo la misma extraña impresión. Casi titubeando como un adolescente, la saludé con un beso rutinario, pero que dadas las emociones del momento, ya era de pasión. Pero yo le doblaba dolorosamente la edad, ella tenía tan solo 20 años y yo era por entonces un cuarentón curtido por toda clase de sucesos, por lo que reaccioné con la absurda resignación de quien cree que se pude apagar el incendio de un rascacielos con un baso de agua. La pasión se había librado de sus ataduras y haría sus acostumbrados estragos. ¡Desde aquel encuentro no podía concentrarme en el trabajo, porque ella bloqueaba mi imaginación. Solo había una solución a mi bloqueo: declararle mi pasión con la esperanza de ser correspondido. Si no, ¡esa pasión podría costarme el periódico! Ese mismo fin de semana tuve el atrevimiento de invitarla a pasar el domingo en algún lugar de la Costa Brava, y ella aceptó mi invitación a pesar que sabía, como lo sabe toda mujer, ¡que yo me había enamorado perdidamente de ella! Elegimos una pequeña cala apenas visible desde la carretera, de difícil acceso, pero creo que estábamos buscando un lugar tan especial y único como eran nuestros sentimientos. Yo tenía la certeza que ella sentía lo mismo por mí. Así es que ya éramos dos amantes en busca del santuario donde celebrásemos el feliz encuentro. Como ambos sentíamos igual respeto y admiración por la naturaleza, el santuario debería estar libre de la acción irresponsable de los humanos. Después de un peligroso descenso, por fin llegamos a la solitaria cala. ¡Sin duda que aquel era el santuario que estábamos buscando! Ahora debíamos fundirnos con él y ser parte activa de aquel espacio natural. Solo con una sonrisa comprendimos que debíamos desnudarnos, no solo de las ropas, sino de cualquier pensamiento negativo. Entramos en el agua chapoteando como dos críos. Nadamos hacia unas rocas pacientemente alisada por las persistente erosión olas, donde nos tendimos para que la brisa marina secara nuestros cuerpos. Permanecimos en aquella cala hasta que la cubrieron las sombras y el cielo comenzaba a enrojecer en el horizonte. Si todos pudieran tener esta experiencia de comunión con la naturaleza, sin el artificio de los vestidos y enamorados, no solo de una persona, sino de uno mismo y de la vida, no me cabe la menor duda que en una década este mundo sería irreconocible y en todo el mundo había muchos pequeños paraíso como aquella cala de la Costa Brava. Cuando regresamos a Barcelona la puse al corriente de la realidad del periódico que iba a publicar sus reportajes, y aunque le sorprendió que yo solo hubiera podido redactar los dos primeros números, que daban la impresión de un periódico escrito por un equipo de varios redactores, con una imagen profesional, como yo esperaba, se ofreció a ayudarme, con lo que se cumplía la tercera condición de los amantes “perfectos” de mi teoría: además de amante y querida, sería ¡mi compañera! Hoy recuerdo esa experiencia con verdadera añoranza, porque me veo acompañarla a su casa después de un agotador cierre de edición, circulando sin prisas con el “Cuatrolatas” del periódico (un Renault 4L, con un vistoso rotulo de “El Correo Verde”) por la autopista casi desierta, con su cabeza apoyada sobre mi hombro mientras contemplábamos una romántica luna llena delante de nosotros, como si nos estuviera alumbrando el camino. ¡Nunca me había sentido más importante y responsable de la felicidad de aquella extraordinaria mujer que descansaba sobre mi hombro! Los Verdes ¿Se han preguntado alguna vez por qué en Europa Los Verdes tienen ya diputados en sus parlamentos (en Alemania están a solo unas elecciones para ganar la Cancillería), pero no ha habido ni uno en España? Yo sí, pero la respuesta nos costó más de un año de enormes esfuerzos, con muchas noches de insomnio, además de un insano estrés cada nueva edición. La respuesta es ésta: España sigue viviendo en el siglo XIX, pero viaja en Audi y toda la familia tiene un móvil, ¡incluidos los que todavía están en el parvulario! La derrota de la II República puso fin a un proceso de regeneración de España para ponerla en sintonía con la mentalidad de la clase media europea. Los más destacados artistas, escritores e intelectuales de esta época, inmensamente superiores a los actuales, estaban dispuestos a apoyar este fundamental proceso. Pero un puñado de militares golpistas consideró que los centr-europeos eran todos liberales y masones, controlados por los judíos. Después de provocar y ganar una guerra fraticida, y bendecidos por una Iglesia católica, que comulgaba abiertamente con el pensamiento político de los golpistas, levantaron un muro entre la España de la pandereta y las sopas de ajo y la Europa de judeo-masones, que no había mente por despejada o inteligente que fuera que pudiera traspasarlo. Encerrados en ese gueto ibérico, perdimos cualquier oportunidad de evolucionar al mismo ritmo que las democracias europeas. Cuando el huracán democrático derribó el muro, ya teníamos en el ADN los genes del franquismo, que mezclados con los de la democracia dio como resultado la nueva raza de españoles “dictocratas”, actuamos como demócratas, pero pensamos como dictadores, que ha perdido irremediablemente toda conexión con una Europa cincuenta años, si no contamos el atraso secular de España, irrecuperables más adelantada. No se puede asistir a un debate convencido de que no tienes que ceder porque tu propuesta es la mejor. Como tampoco es posible hacer propuestas para unas elecciones a diputados en medio de desavenencias territoriales. Un militante verde gallego o vasco debe ser igual que un andaluz, o uno de los tres no es verde, sino verde con un adjetivo territorial: verde-gallego, verde-vasco o verde-catalán. No se puede considerar democrático un partido que tiene un secretario político vitalicio. No se puede ganar diputados en un partido dividido, enfrentado, y puñaladas bajas, y con un programa rebosante de tópicos sin utilizar un poco de imaginación, pero sin caer en la utopía. Y, sobre todo, no se puede conseguir votos donde no hay ni ha habido nunca una cultura ecológica; es decir, sin clientela política partidaria. ¡Por todas esta razones no hay diputados verdes en España! Yo tuve que sufrir todas estas desavenencias y su estilo dictatorial. Pretendían utilizar el periódico para su promoción personal y de su partido, pero yo no podía publicar lo que me enviaban porque, dejando a un lado la mala redacción, eran panfletos electoralistas descarados. Y cuando publicaba alguno, los ecologistas, que detestan a los políticos, sobretodo a los que lideran los partidos verdes, me amenazaban con cancelar su suscripción si continuaba en esa linea editorial, y los Verdes me acusaban de tener intereses con los partidos verdes contrarios, por no publicar su colaboración. Por si esto ya era difícil de manejar, estaban los ecologistas de fin de semana, sin tener la más remota idea de ninguna de las premisas de la ecología, que parecía que se dedicaban en sus salidas al campo a fotografiar cadáveres de animales atropellados, con las tripas fuera o el cráneo aplastado, ¡y pretendían que las publicásemos! ¿Y qué podíamos escribir al pie de la foto? “Aquí yace un conejo atropellado por un vil e imprudente conductor. Su familia conejera les ruega recen por la salvación de su alma. Amén”. El problema con los ecologistas era su enfermiza separación de la realidad. ¿Debía escribir una editorial pidiendo que se prohibiera la circulación o limitar la velocidad máxima a 20 km por hora donde hubiera conejos sueltos? El mismo día de su aniversario tomé la resolución de cerrar un periódico con una cabecera y un director ¡que se había equivocado de país! El último reportaje que publicamos fue por desgracia el accidente de la central nuclear Vandellos II, que solo mediaron 3 grados de temperatura para que se produjera el Chernobyl español. Un cálido día de otoño de 1989 algo no funcionó en el generador de electricidad y se produjo un incendio que puso la central al borde de la catástrofe, el mismo que yo había descrito años antes en una novela y que me parecía alarmista. Al día siguiente estaba convocada una gigantesca manifestación y creo que dimos una lección de periodismo dinámico. En 24 horas reunimos toda la información disponible, la redactamos, maquetamos e imprimimos un especial de ocho páginas. Cuando la manifestación regresaba de la central al aparcamiento donde esperaban los autobuses, ¡ahí estaba el 4L de “El Correo Verde” cargado con un especial sobre el accidente y, mientras ella atendía a los ansiosos lectores en el coche, yo cargaba con ejemplares y me introducía entre la multitud, que prácticamente me quitaban los ejemplares de las manos y me ponían el dinero en el bolsillo, que llegó a ser muy pesado, porque vendimos los 500 ejemplares que habíamos hecho imprimir. Como de costumbre cerré el periódico cuando empezaba a ser popular, aunque las ventas nunca superaron el 40%. Después de la clausura del periódico, mis relaciones con quien había sido una amante perfecta sufrieron el desgaste que yo mismo había predicho. Se rompió el primer vínculo de los tres que nos unían: ¡ya no era mi compañera! Los dos restantes no tardarían en romperse también. Gracias a la experiencia adquirida en el periódico, ella consiguió un empleo en la popular revista “Integral”, pero durante algunos meses no formaría parte del consejo de redacción. El segundo lazo que se deterioró fue el del cariño, porque su nuevo empleo cambió notablemente su personalidad, y cada día me sorprendía con alguna nueva faceta que ya no era de mi agrado. El más grave era que no me gustaban sus colaboraciones en la revista. Tenía, además, un callado resentimiento porque consideraba una traición que trabajase para una publicación que fue nuestro competidor. A pesar de que mi modesto periódico nunca le hizo sombra a esta gran revista, que se edita hace más de un cuarto de siglo y sigue con la misma linea editorial: información para un cuerpo y una mente sanas en un medio ambiente sano. Pero creo que descuidaron el alma. A medida que se iban prolongando los encuentros, el cariño se fue transformando en amistad, y el amor se había extinguido. Mis 25 años de vivencias barcelonesas y catalanas llegaban a su fin, porque, además, la propia ciudad me estaba invitando sutilmente al exilio, por mi incompatibilidad con un recuperado nacionalismo catalán. Atrás dejaba una hija incapacitada para el perdón, un corto noviazgo con la hija del alcalde de una localidad del Maresme, y que no cito en estas memorias, una esposa que nunca supo quién era su marido y una amante, querida y compañera, breve pero perfecta, que justificaba mi paso por esta breve vida. Yo me llevaba un nuevo idioma romance y cientos de recuerdos memorables, no todos felices, que son el estimulante de mi inevitable vejez. Tercera parte Madurez Almería, Londres y Nueva York “Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan.” Atoine de Saint-Exupery (Escritor francés, 1900 - 1944) La despedida En los meses que siguieron al cierre del periódico estuve bagando por una Barcelona familiar, pero que puede ser muy dura si no tienes tu espacio donde moverte y un circulo de amigos con los que charlar sobre mil cosas en alguno de los acogedores cafés que ya he citado con anterioridad. Yo los tuve durante mi época de desertor y esquizofrenia, pero a mi retorno a Barcelona todos habían desaparecido y los cafés no eran tan acogedores ni baratos. Mi situación volvía a la precariedad de costumbre. Pero había pasado por aquella misma situación demasiadas veces, y siempre aparecía un imprevisto con alguna solución, por lo que ya apenas me inquietaba. ¡Y en esa ocasión volvió a suceder! En Madrid nacía un periódico con pretensiones dee emular a los grandes diarios internacionales, porque tenía el nombre adecuado, el diseño adecuado y el formato “elefante” (doble tabloide) también adecuado, lo que no podría asegurar si el director y el equipo de redacción también eran los adecuados. En Europa por lo general se consideran los tabloides, como el de “El País”, prensa amarilla. No sé si yo, periodista autodidacta, era considerado europeo, pero este periódico me encargó un nuevo suplemento de Ecología. ¡La oferta no pudo llegar en el momento más oportuno! Pero, como ya he dicho, estaba habituado y no me sorprendió. El primer suplemento gustó, recibí las consiguientes felicitaciones. Por entonces mi ex-compañera todavía no había sido contratada por la revista y quise darle una oportunidad para que su nombre figurase en un diario de ámbito nacional. Le sugerí que escribiera ella el reportaje principal. Lo escribió, pero no gustó nada en Madrid, y fue entonces cuando fui consciente de que la había sobre-valorado, pero tenía mis razones. Cuando nos conocimos, ella escribía cuentos y parecía que también tenía como yo vocación literaria. Estaban escritos en catalán y yo todavía no dominaba su lengua, por lo que no pude valorarlos adecuadamente. Pero un buen día llegó eufórica a la redacción porque había ganado el primer premio en un concurso de cuentos en catalán patrocinado por la Generalitat, lo que me demostraba que había conocido una futura escritora de talento. ¡No podía tener mejor compañera!, era una versión humana de la de mis sueños; la “Simone de Beauvoir” de Jean Paul-Sartre. Sin duda que el ferviente deseo de encontrar la pareja ideal nos hace deformar la realidad. Ella no supo nunca la mala impresión que causó su reportaje, pero no volví a pedir su colaboración. Con este inesperado encargo, que duraría lo poco que duró este ambicioso periódico, pude comprar un nuevo automóvil (del Renault 4 pasé al 5, ya había tenido el 6 y el 21) con el que recorrería de nuevo media Europa sin el menor percance. Tuve mucha suerte con los automóviles de segunda y tercera mano que llegué a comprar, ocho en total. El último fue un potente y confortable Alfa Romeo, naturalmente rojo, con el que hice un arriesgado viaje hasta la capital de Ucrania, Kiev.). Ya no encontraba alicientes en una Barcelona que no tenía ningún parecido a la yo encontré 25 años antes en que me ofrecieron un trozo de coca en una noche de San Juan. Ahora parecía como si todos los que no habíamos nacido en Cataluña conspirábamos en la sombra contra los deseos independentistas de la mayoría de los catalanes. El rechazo era evidente por las estrictas normas como se impuso el uso del catalán. Esa no era la Barcelona liberal, regida por comerciantes e industriales, sino la Barcelona nacionalista regida por políticos. En aquellos tiempos se hablaba el catalán en familia y en un perfecto castellano en los despachos, eso era realista y rentable. ¿Es que se es menos catalán por ser bilingüe? Un pueblo situado en las márgenes del Mediterráneo no puede ser monolingüe, ¡eso no está en su historia! No creo que sea justo reprimir a las minorías para que se muevan a su gusto las mayorías. En mi opinión el nacionalismo tiene que superar su idea obsesiva de que Cataluña es una propiedad privada de los catalanes. Si la mayoría son de izquierdas, tendrían que aceptar que “la tierra es de quien la trabaja”. Los muros más altos no son los de hormigón, sino los que se levantan en el corazón, y los catalanes estaban levantando en sus corazones un nuevo muro de Berlín, pero ya han visto como, tarde o temprano caen los muros. Un país no es más grande por que sea más libre, sino más justo; y esa fue la impresión que tuve yo en mis últimos días en Barcelona, por eso decidí cambiar de aires y marchar donde se respirase mejor y exiliarme, pero ¿dónde? No lo sabía. Emprendería unlargo viaje de exploración a través de todo el litoral Mediterráneo, y me quedaría allí donde me sintiera mejor, y después ya vería la forma de ganarme la vida. Lo más doloroso era despedirme de mi gran amor, que a pesar de que se había enfriado nuestras relaciones, siempre que nos encontrábamos surgía de nuevo la pasión estimulada por el recuerdo de los días felices. Nos citamos en el mismo lugar en que nos conocimos, a la misma hora y en la misma mesa. Ahora haré algo impropio de un escritor, copiar lo que más tarde escribí en un libro también autobiográfico sobre mi despedida, que no llegué a publicar, cuyo título era: “Cinco minuto de gloria”. Es el título de una novela que me había prometido que la escribiría, pero creo que no pasó del título y el primer capítulo. Yo escribí la novela con ese mismo título como castigo por su renuncia a la literatura, que por entonces no la perdonaría. En esta novela su nombre es Mireia y el mío, Marc. “—¿Recuerdas el libro de «El Principito» que te regalé por tu cumpleaños? —dijo como si fuera un general que se preparase para lanzar un ataque frontal. —Sí, lo he leído mil veces —contestó Mireia mientras se decidía a pedir algo que justificara el estar allí. —Entonces espero que te acuerdes de estas frases que he entresacado: «Si alguien ama a una flor de la que solo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, basta que las mires para ser dichoso». Mireia dejó la carta sobre la mesa. Miró sorprendida a Marc como si le hubiera tendido una trampa en la que estaba a punto de caer. —¿Cómo tengo que interpretar eso? —¿No quedamos en que tú eras el Principito el día que te regalé el libro, precisamente en este mismo lugar? Además, ¿quién está a punto de viajar por otros planetas aprovechando el paso de la migración de una bandada de aves silvestres? ¿No eres tú? —Muy original —comentó sonriendo y sin saber si sentirse halagada o utilizada. —No te preocupes, en el fondo me he comportado como la caprichosa rosa de tu pequeño asteroide. En el último instante de tu partida yo también te diré: «He sido una tonta. Perdóname. Procura ser feliz. Será necesario que soporte dos o tres orugas si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas. Si no, ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos». —Oye Marc, ya está bien. No sigas con todas esas alusiones. No sé cómo interpretarlas, yo... —Entiendo perfectamente que hagas este viaje. Y puesto que estamos haciendo una metáfora, yo también opino como aquel orgulloso pero razonable rey: «Si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía». No puedo ordenarte que te quedes, no sería razonable, y harías bien en no hacer el menor caso. «solo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar». —¿Me vas a leer todo el cuento? Es bonito, pero quizás no sea el momento... —¡Mireia, siempre es el momento! Tarde o temprano todos acabamos reconociéndonos de alguna manera en él. Yo solo quiero probarte que nosotros no somos una excepción. —Entonces yo soy el principito y tú, ¿quién eres?, ¿la serpiente? —Desgraciadamente tengo varios papeles y no sé cuál de ellos es el más triste. En realidad no hay ningún personaje verdaderamente alegre en todo el cuento —no pretendía impresionarla, pero se estaba dejando impresionar él mismo por la extraordinaria coincidencia entre ellos dos y la historia de «El Principito»—. En cierta manera soy el desgraciado aviador perdido en el desierto. No solo porque tengo que soportar la incertidumbre de mi futuro, sino conocer a una persona encantadora, a la que más tarde veré desvanecerse mordida por una serpiente samaritana. A Mireia no le gustó esa observación. Ella no tenía en realidad ningún motivo real para no seguir sintiendo un profundo afecto por él. Simplemente las circunstancias habían cambiado. Ella había cambiado. Necesitaba sentirse libre. Pensar por sí misma y, finalmente, decidir por sí misma, incluso a quién deseaba amar. Pero eso llevaría algún tiempo. Mireia sentía que con aquella representación la estaba presionando, utilizando sutilezas contra las que no estaba preparada para combatir. —Tal y como se preguntaba el Principito, yo también me pregunto —prosiguió imaginando que estaba rompiendo sus defensas—«si las estrellas no estarán encendidas para que cada cual pueda un día encontrar la suya. Mira mi planeta; está precisamente aquí al lado. Pero... ¡qué lejos está!». Mireia protestó cariñosamente algo turbada por aquella alusión tan directa. —Creo que no es exactamente así —dijo. —Esta bien, en realidad la parte más brillante y melancólica es su encuentro con el zorro. ¿Quién no se ha sentido alguna vez como aquel zorro astuto y hablador al encontrarse con un dulce e ingenuo Principito? ¿Quién no ha sido domesticado alguna vez aún en contra del sentido común? ¿Quién no guarda en la memoria el color dorado del trigo madurando y que le recuerda al Principito? «Hace un año tú tampoco eras para mí más que una mujer igual a otras cien mil mujeres y no te necesitaba para nada. Tampoco tú tenías necesidad de mí, y yo no era para ti más que un hombre entre otros cien mil hombres semejantes. Pero me dejé domesticar, y ahora deberíamos tener necesidad el uno del otro y, sobre todo, ser responsables el uno con los sentimientos del otro». Mireia no estaba dispuesta a permitir que continuara aquel inesperado torrente de alusiones porque, en el fondo, estaba de acuerdo con él, pero no había nada que ella pudiera hacer para volver a empezar otra vez. —Marc, aunque no te lo creas —contestó algo turbada por lo que iba a decir—, yo también, igual que el zorro, he llorado por causa de nuestra relación, y después de todo y como también dice el libro, «no es mi intención hacerte daño, pero tú has querido que te domesticara...». Y ahora, por favor, preferiría no seguir con este juego. La parodia del cuento parecía entrar en el mismo dramático momento que el original. Quería simplemente que supiera que estaba conforme con la situación, pero le dolía profundamente. Las alusiones solo pretendían hacer más bello aquel dolor insoportable. —Está bien, ya estamos prácticamente llegando al final. Pero sigo pensado que «las estrellas son hermosas, por una mujer que no se ve. Porque solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos». —Has vuelto a hacer trampas. ¡No es así! —Disculpa. Ya lo sé. Es que siento todo lo nuestro como si tú también te desvanecieras en el mismo lugar donde apareciste. También yo he empezado a comprender que no podré soportar la idea de no volver a oír nunca más tu risa. Es para mí como una fuente en el desierto. Pero cuando te vayas «será agradable, ¿sabes? Yo miraré también las estrellas. Todas serán pozos con roldanas herrumbrosas. Todas las estrellas me darán de beber». Procuraré guardar el recuerdo de este lugar y este mágico momento, porque: «Este es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo. Fue aquí donde el Principito apareció sobre la Tierra, desapareciendo después». Mireia le acarició la mejilla como la madre que consuela al niño que se acaba de caer. En cierta manera no había dejado de amarle, pero ya no se podía volver atrás. Él le besó la mano y la estrecho entre las suyas sintiendo el mismo ardor y pasión que aquella lejana noche de julio cuando también había estrechado furtivamente las manos de su primer amor.” Así fue nuestra despedida. No supe nada de ella hasta que varios años después la encontré casualmente en la red. Intercambiamos un solo correo electrónico. En el suyo aparecían las fotografías de tres criaturas muy saludables. ¿Por qué me envió precisamente a mí las fotografías de sus tres hijos? Yo hubiera preferido ver la portada de una novela titulada “Cinco minutos de gloria”, pero supongo que su gloria estaba en sus tres hermosas criaturas. Sí, lamentablemente la sobrestime, ¡pero fue un maravilloso romance! El Cabo de Gata Preferiría no hacer publicidad del último reducto en el litoral Mediterráneo que no ha sido víctima del boom turístico a partir de la relativa apertura de los enmohecidos goznes de nuestras fronteras y la tolerancia al bikini y a otras costumbres y modos de vida radicalmente distinto al nuestro, pero este libro no será un “Super-ventas”, y los pocos que lo lean no constituirán ningún peligro de invasión y que pudiera correr la misma suerte de otros lugares maravillosos destruidos sin el menor reparo ni consideración. Profundamente desilusionado de la Barcelona que encontré a mi regreso, cargué en el coche las cuatro o cinco cosas que era todo lo que poseía: un PC, una pantalla, una impresora láser DIN A3 (el tamaño de los periódicos), un scáner y una caja con una docena de programas y ficheros con información de utilidad Con aquel material podía editar un nuevo periódico en cualquier lugar que tuviera donde enchufarlos, y comencé mi peregrinaje por la costa del Mediterráneo en busca del lugar donde descansar y meditar sobre mi agitado pasado, como rumian las ovejas en el cercado la hierba ramoneada en mil lugares distintos. ¿Habría un lugar en este mundo al que pudiera llamar hogar? Ya empezaba a resignarme, porque si quieres conocer tu futuro, pregúntale a tu pasado. En los primeros 500 kilómetro, más que paraísos me encontré con infiernos, como centrales nucleares, refinerías o plantas químicas con vistosas chimeneas humeantes y extraños olores en el aire. Lo que siguió eran también fábricas pero de ocio para turistas, con sus altas chimeneas con forma de apartamentos. Otros tenían el agua de las extensas playas contaminadas por causa de la urgencia que tiene la Naturaleza por producir sus frutos hostigada por agresivos fertilizantes químicos, cuyos tóxicos residuos van irremediablemente al mar. De frustración en frustración llegué hasta la frontera portuguesa, ¡y ni rastro de mi paraíso! Tengo muchos defectos, pero el peor es mi testarudez. Había salido en busca de un paraíso y no cejaría hasta encontrarlo. Volví a hacer el mismo recorrido, pero en dirección contraria, y fue entonces cuando me di cuenta que en el viaje anterior había pasado de largo un desvío que llevaba directamente a lo que con tanta ansiedad estaba buscando: ¡el parque natural del Cabo de Gata! Posiblemente el último espacio natural protegido en todo nuestro litoral, al que podía calificar de “paraíso”. Lo que me confundió en el anterior viaje fue el océano de plástico de los invernaderos que hay en la estrecha carretera de acceso. Era la mágica hora del crepúsculo, cuando se abrazan el día y la noche y ésta vela el sueño ligero del día, porque amanecerá pronto. Fascinado por el impresionante escarlata que estaba tomando la línea del horizonte llegué a lo alto de una suave colina, había un mirador desde donde se divisaban los acantilados que bordeaban las costas. Los más lejanos se estaban cubriendo con suave azul pastel, que me recordaban los fondos de un Carbaggio o Del Vosco, dando la sensción de lejanía y profundidad. Desde aquel mirador yo me sentía el máster de aquellas tenebrosas profundidades que seguramente ocultaba tesoros de naufragios remotos. Lo que me mostraba lo efímera que era vida convertida en historia. Después descubriría las pequeñas localidades de Rodalquilar, con los restos de una antigua mina de oro y una playa cercana donde se toleraba la práctica del nudismo, rodeada de rocas areniscas esculpidas pacientemente por el viento y las temporales con formas que un artista no podría imitar. Al día siguiente descubriría el resto de las peueñas aldeas, que fueran de pescadores, como “Las Negras”, extraño nombre para una localidad blanca. Donde degusté el pescado más fresco, sabroso y en el mejor entorno natural posible. Estaba fascinado por el afortunado descubrimiento y empecé a hacer planes para instalarme allí, al menos por unos días, hasta que pusiera ordenen en mi mente, en mi espíritu y en mi cuerpo, que estaba todos gritándome que necesitaban reposo urgentemente. Como ya he dicho, aquella primera noche dormí en el coche, en el solitario aparcamiento de la playa de Rodalquilar. Estuve dando largos paseos por la orilla escuchando el susurro de las débiles olas romperse en la pla ya, o el graznar de algún ave nocturna y disfrutando de un cielo que, a pesar de la ligera bruma, mostraba todo su grandioso espectáculo y me sugería creer en cualquier hipótesis que hablara de la creación y no de la evolución. Porque tanta belleza y precisión de aquellos millones de astros moviéndose en perfecta armonía no podía ser solo causado por estrictas leyes naturales, tendría que haber contado con la participación de un espíritu que se oculta en la materia y que le dice cómo debe comportarse. Cuando despertó el día y brillaba un sol acogedor, nadé un buen rato en unas aguas balsámicas en una solitaria, que parecía que me perteneciera. Poco tiempo después, compartí ese lado del paraíso con una pareja, probablemente jubilados, que viajaban en una auto-caravana, y que por sus expresivos gestos, parecían tan asombrados como yo de la belleza del lugar. En 24 horas me libré del estrés y recuperaré mi natural optimismo, y no tenía ninguna preocupación por el futuro porque no dudaba de mi buena suerte, y pronto encontraría algún medio de ganarme la vida y ¡por supuesto que así fue!, aunque tuvo que ser en un diario de Almería. De los dos diarios que había en Almería, uno de ellos tenía un diseño anticuado, por no decir horrible. Me entrevisté con el director y me ofrecí para rediseñarlo y hacerlo más actual y atractivo. Por alguna faceta de mi personalidad que yo mismo desconozco, mis jefes siempre han acabado siendo mis amigos. No solo aceptó mi oferta, sino que me ofreció los medios para instalarme en un pequeño estudio en primera linea de mar. Pero lo cierto es que yo no me sentía cómodo con esta súbita amistad porque era una persona de hábitos y forma de ser que no era de mi agrado: parecía el director del “New York Times” por la generosidad con que gastaba el dinero. Había hecho una pequeña fortuna como director y propietario de la última etapa de un periódico de sucesos muy popular en su tiempo, pero en esos momentos su diario no parecía tener mucha aceptación, pero él derrochaba el dinero como si la tuviera, por eso conmigo no deparó en gastos. No tenía horario de trabajo y solía hacer frecuentes escapadas al Cabo de Gata. Otras veces me invitaba a su finca entre naranjos, protegida por dos feroces perros que podían despedazar a cualquier intruso que se atreviera a entrar. Lo que yo no sabía era que la razón para tener esos salvajes perros, que solo dejaba sueltos al anochecer, es que la poderosa comunidad gitana de esa ciudad le habían condenado a muerte por ciertas informaciones escandalosas sobre esta comunidad, ¡y yo le acompañaba tranquilamente en su automóvil sin ser consciente del riesgo que corría, porque ya le habían tiroteado en una ocasión, de la que salió milagrosamente ileso. Por supuesto que en la guantera del coche siempre había un arma. Londres Fue muy doloroso alejarme del Cabo de Gata, pero no me podía pasar lo que me restara de vida paseando desnudo por la playa cada amanecer, porque la felicidad no está en los paraísos mismos, sino en nuestra imaginación, por la emoción que nos causa el imaginarlos, por eso los buscamos, pero una vez que los encontramos y estamos dentro de ellos ya no tenemos nada que imaginar, y desaparece la emoción, que es la causa de la felicidad, y ya solo nos queda la impresión de su belleza y el placer de sus agradable sensaciones pero ya no nos hace felices, simplemente nos alegra y nos satisfacen. Pero la satisfacción tiene sus reglas y la más importante es del dominio público: “Lo bueno cuanto más breve mejor”. Este descubrimiento me proporcionó el escenario de mis novelas “La extraña” y “Nina y Nano”, por lo que aquel viaje en busca de un paraíso, tuvo su provecho. Reconfortado por estas consoladoras reflexiones, me despedí de aquel privilegiado paisaje en el mismo mirador desde el que lo descubrí, pero en lugar de las melancólicas luces del atardecer era con las alegres luces de amanecer. Aquella magnífica visión del nacimiento de un nuevo día me proporción el estado de ánimo ideal para iniciar la nueva aventura de Londres. ¿Por qué me fui a Londres cuando concluí mi trabajo en el periódico? ¡No lo sé! (cuando descubrí sus peligrosas diferencias con la comunidad gitana, me di mucha más prisa para concluirlo lo antes posible y marcharme de allí). Había estado en otra ocasión en Londres y atrajo poderosamente mi atención, pero era porque estuve poco tiempo y no pude conocer el Londres profundo y verdadero, que se concentra entre el Banco de Inglaterra, la Bolsa de valores y las consultorías de inversión y otros imaginativos negocios financieros, concentradas en la City, que es lo que mueve la isla, lo demás es folclore. Pero por culpa de estos yuppies de la City, dispuestos a pagar lo que sea por lo que sea, la ciudad es una de las más caras de Europa. Es prácticamente imposible encontrar una vivienda, y si la encuentras no podrás asumir su astronómico alquiler, a menos que seas un jeque árabe, un petrolero tejano, de los de antes, o uno de los yuppies de la City. La única manera de alojarte es hacer de au pair o simplemente de criada para alguna activa familia londinense. ¿Resultado? Una numerosa comunidad de indigentes que viven y duermen precisamente en las calles de la City. Suelen reunirse en ciertos lugares para intercambiar sus miserias y charlar sobre sus penalidades, hasta que se fuman la penúltima colilla (la última se la guardan para fumársela en la cama) hasta que llega la hora de irse a dormir. Entonces recogen sus escasas pertenencias, sus dos mantas andrajosas y cada uno se acomodan en sus dormitorios habituales: los rellanos de las tiendas más caras, las reducidas salas de los cajeros automáticos, o los pórticos de importantes edificios de oficinas de multimillonarios negocios financieros. Dicen que los extremos se tocan, pero aquí hay dos extremos, y yo no los he visto nunca comiendo en el mismo restaurante o paseando juntos por el parque. Es cierto que es una ciudad liberal que acoge a personajes excepcionales, pero también a verdaderos malhechores, dictadores y políticos corruptos enriquecidos. Yo no me creo que sea solo por una cuestión de derechos humanos, sino de derechos mercantiles. Lo que quiero decir es que la razón por lo que son generosamente acogidos es porque, en general, suelen llevar entre su equipaje un maletín que apesta a dinero mal ganado destinado a invertirlo a través de una de estas consultoras de inversiones con un buen bocado de comisión. Pero los despachos de la City están muy bien ventilados. No sé si todavía quedarán grandes mansiones que tengan propietarios autóctonos, pero yo creo que si la reina se retirase definitivamente a Balmoral, no tendrían reparos en vender el palacio de Buckingham a un inversor chino o de Arabia Saudí. “Business are Business! MI EXPERIENCIA AMERICANA - La experiencia americana Aquella fue la primera vez que hacía un vuelo transatlántico y me impresionó encontrarme volando sobre ese inmenso “charco” que es el océano Atlántico. Desde mi ventanilla, a 12 mil metros de altura, podía ver diminutos cargueros que dejaban una estela blanca tras de sí. Tenía como compañero de asiento un judío ortodoxo que al crepúsculo se preparó para hacer sus oraciones utilizando extraños objetos, que se fijaba sobre la frente con un paño y otros rituales. Me pareció asombroso que todavía se mantengan en sus complejos ritos tradicionales, que parecen teatrales para cualquier persona ajena a sus cultura, pero era evidente que él lo consideraba de gran seriedad y trascendencia. Posiblemente sea su intolerancia a la evolución lo que hace que muchas persona vean con antipatía a los semitas. A mí, más que antipatía, me causaba un cierto sentido de comicidad. Aterricé al anochecer en el aeropuerto de LaGuardia, y cuando el autobús que nos transportaba llegó al lado oeste de Manhattan, el espectáculo que se divisaba al otro lado del río Hudson era simplemente sobrecogedor. Miles de luces de los impresionantes rascacielos formaban un escenario difícil de asimilar, por su grandiosidad y desproporción, en una ciudad que crecía hacia lo alto, en lugar de hacia lo ancho, porque no había más espacio disponible entre East river y el Hudson River. ¿Qué se puede decir de un país que se ha formado con una particular interpretación de los salmos de la Biblia y la pericia en el uso de un revólver; que tiene un sentido de la realidad desproporcionado, como queda presente en la contemplación de Nueva York; donde las leyes están pensadas para favorecer el comercio más que al ciudadano (y hago esta afirmación por experiencia propia); que su cultura es más entretenida que interesante; que tiene un sentido de la convivencia más gregario que social y que no tiene barrios, sino guetos? ¡Creo que con estas preguntas está todo dicho! Antes de la Segunda Guerra mundial los Estados Unidos solo tenía una obsesión: “América para los americanos”, según rezaba en la doctrina Moroe, pero después de la guerra ampliaron la extensión de esa política por la de “El mundo para los norteamericanos”, que practican hasta nuestros días, a pesar del desafío que supuso la creación de la Unión Europea. Me instalé en una habitación de un hotel económico del Bronx y los primeros días los pasaba como abducido por aquella ciudad que me impresionaba y me transfería una poderosa energía para hacer cualquier cosa, porque en Manhattan es imposible permanecer ocioso. ¡Todo está en movimiento, día y noche! Necesitaba un cierto tiempo para adaptarme a la ciudad y descubrir qué podría hacer yo para ganarme la vida, aunque por el momento eso no tenía prioridad y otras me comportaba como un turista adinerado, que disfrutaba de su estancia en la ciudad más excitante del mundo. Con la mentalidad de un turista decidí que debía conocer el país, y visitar las grandes ciudades de la costa Este, Los Ángeles y San Francisco. De Los Ángeles me atraía el mito de Hollywood, de San Francisco el histórico movimiento Hippy. Una semana después ya había recorrido los lugares y guetos de la ciudad. Había estado en Queens, Brooklyn, el Bronx, Chelsea, Greenwich Village, Soho, Battery Park, Staten Island, Greenpoint y visitado Wall Street, cruzado varias veces el puente de Brooklyn y recorrido el Central Park, puede decirse que me hice una idea de la ciudad. Para mi proyecto inmediato de conocer el país necesitaba un vehículo apropiado, y le compré a un judío una enorme furgoneta Chevrolet, por la que pedía 3.000 dólares, pero tardé varios días en cerrar la compra, porque le regateé hasta conseguir que me rebajara 500 dolares. El judío me confió una vez cerrado el trato que ¡nunca más haría negocios con un español! La furgoneta se convertía en una amplia cama, tenía todas las extravagancias de los vehículos norteamericanos y, por supuesto, era de cambio automático, por lo que podía conducirla hasta un niño. Decidí subir a Chicago y desde allí tomar la histórica “Ruta 66”, la que hicieron los pioneros que poblaron el Oeste. Conducir por las autopistas de este país es fácil, porque tienen restringido el máximo de velocidad a 120km/hora, que ya es como caminar a pie, cuando en las autopistas alemanas puedes circular a 150 km/hora, pero tienes que estar pendiente del retrovisor porque te pedirán paso otros vehículos que vayan a 180 o 200 km/hora. Pero lo que resulta molesto son los constantes tramos de peaje, incluida la travesía de muchos puentes. La famosa “Ruta 66” me defraudó, porque a diferencia de Europa, donde todo cambia cada 200 km. (paisaje, lengua, cultura, costumbres y gastronomía …) en la “Ruta 66” solo hay 4 o 5 franquicias cada 100 kms, por lo que no se aprecia ninguna diferencia sustancial. Además de que se hacen interminables las planicies del interior sembradas de cereales posiblemente transgénico. Salir de la carretera para estirar las piernas o tomar un tente en pie en algún paraje pintoresco es prácticamente imposible, porque todas las carreteras de este país están cercadas y no hay otra opción que detenerse en alguna de las áreas de servicios, donde no puede faltar el MacDonald de turno. La ruta solo tiene interés al final del trayecto, cuando es necesario cruzar el desierto de Mohave, 300 km en tierra de nadie, donde es fatal tener una simple avería, porque solo hay un área de servicios en todo el recorrido, ¡y yo la tuve! Pero mi supuesto ángel de la guarda, al que no le daba descanso, quiso que la avería se produjera a 100 metros de la entrada a este área y la avería no fuera importante: un manguito de la refrigeración suelto. Lo arreglé en 10 minutos. Me desvié en algunos casos para visitar poblaciones míticas del periodo violento de la colonización, como “Carson city”, pero no era más que una población formada en su mayoría por casas móviles, pero ni rastro del “Saloon”. Todavía era más insignificante una localidad con el mismo nombre de nuestra capital, “Madrid”. En todo el trayecto solo me detuve en “Santa Fe”, una curiosa población que ha restaurado sus tradicionales viviendas de barro cocido de los españoles, convertidas en un activo recinto para toda clase de artistas, en especial pintores. Los Ángeles No se puede decir que el nombre haga justicia a esta monstruosa ciudad de duros contrastes entre la miseria de los miles de indigentes y la opulencia extravagante de los millonarios de “Beverly Hills”. El centro, donde están los habituales rascacielos, se convierte en una zona urbana fantasmagórica después de las 5 de la tarde, cuando finaliza la actividad de las miles de oficinas de esta zona, y apenas hay comercios. Los únicos habitantes asiduos del centro son los 50 o 60 mil indigentes (según el censo realizado por un organismo oficial) porque es allí donde están las organizaciones de ayuda para estos marginados. El resto es un gigantesco suburbio, atravesado por autopistas con cinco carriles, donde siempre circula una marea de automóviles en todas las direcciones, en especial hacia las playas de Santa Mónica y Venice Beach. Para caer en la indigencia en este país solo es necesario que dejes de pagar algunas facturas, de forma que tu puntuación de crédito sea negativa y pierdas el crédito, y con ello los derechos de todo ciudadano. Si te niegan el crédito es como negarte la vida, porque nadie te venderá algo a plazos ni te alquilará un apartamento, sobre todo para los que no tienen una formación profesional adecuada. Y el proceso se vuelve irreversible. El 30% de los sin techo son crónicos y llevan muchos años de indigencia, el 25% padecen alguna severa enfermedad mental, y lo más asombroso, el 31% son mujeres. No se puede decir que un país que tiene esta población marginal sea un país digno de admiración, pero los creadores de imagen, que son los gurús de la cultura actual, y tienen más poder que el presidente, saben ocultar este fenómeno social incluso, convertirlo en un valor cultural para hacer buenos negocios. En Los Ángeles alquilé un pequeño apartamento en el barrio de Hollywood, a pocos metros del “Paseo de la fama”, con sus miles de estrellas, y sus asombrados turistas, que sienten como si pisar las estrellas fuera como pisar a quienes representan. Desde mi apartamento podía divisar el gigantesco letrero que indica el lugar de los famosos estudios cinematográficos, que tan eficaces han sido para crear la imagen de este país con sus comedias, en las que sus protagonistas eran de una clase media pero con acceso al consumo de cualquier extravagancia, y que para los europeos de los años 40 y 50, cuando más activa estaba esta industria, eran imágenes de riqueza y bienestar envidiable. El barrio de Hollywood solo tiene el nombre de espectacular, porque es una barriada con viejos edificios que no han sido renovados y muchos están deshabitados por su mal estado, como es frecuente ver en todas las grandes ciudades. Puede decirse que mi experiencia americana consistió fundamentalmente en una profunda y constante desmitificación y desencanto, porque nada era como lo había imaginado. Por entonces estaba tan abducido por las muchas impresiones que estaba recibiendo que me había olvidado completamente de mis viejas inquietudes literarias. Era como la letra de la canción de Sting, “Oh, I´m an alien, I´m a legal alien; I´m a Spanish Man in New York”. Yo también me sentía un alien. Definitivamente Los Ángeles carecía de interés para mí: no tenía la energía de Nueva York ni el encanto de San Francisco, a donde me dirigí dos semanas después. San Francisco Puedo decir que al menos San Francisco no me defraudó, porque cumplia ampliamente con mis espectativas. Tan favorable fue mi primera impresión que tomé la decisión de instalarme allí y buscar cuanto antes un medio de ganarme la vida, porque del millón ya solo quedaba un grato recuerdo. San Francisco, junto con Nueva York, no puede decirse que sean ciudades norteamericanas, sino mundiales. Las dos superan los tópicos nacionales para crear un ambiente cosmopolita donde todos, sean del país y de la cultura que tengan, son respetados y aceptados, como puede verse en sus calles o en sus cafés. En San Francisco también hay guetos y millares de indigentes, porque es una ciudad tan liberal como las demás, pero, a pesar de todo, están más integrados. Es una ciudad tan cosmopolita y tolerante, que puede muy bien decirse que es el paraíso de los homosexuales, que ocupan el rico y activo barrio de “Potrero Hill”, como describe un blog de la comunidad gay: “San Francisco is the city ruled by love and celebration of diversity” (San Francisco es una ciudad regida por el amor y la celebración de la diversidad). Tal vez se exceda con lo del amor, que yo dejaría en afección, porque el concepto “love” es muy amplio y ambiguo. El barrio que mejor refleja esta tolerancia y de diversidad por supuesto que es “La Missión” del Área de la Bahía, con una extensa comunidad sudamericana, en su mayoría mexicanos, cuyos poderosos símbolos culturales de Frida Cahlo y Francisco Rivera decoran alguno de los muchos graffitis del barrio. También hay una extensa comunidad de cubanos contrarios al régimen del desaparecido, Fidel castro, pero socialdemócratas o simplemente demócratas. Los de derechas se quedaron en Miami. No pude encontrar alojamiento para mi mermado presupuesto en La Mission, como me hubiera gustado y tuve que desplazarme a la vertiente de las playas del Pacífico, donde son frecuentes la formación súbita de densas y frías nieblas, pero si el tiempo es bueno es agradable pasear por las playas, desde donde se divisa la imponente imagen del famoso puente, que por cierto no fue una maravilla de la ingeniería de su época, porque poco tiempo después de su inauguración, las fuertes rachas de viento huracanado procedentes del Pacífico lo hacían balancearse como si fuera un columpio. Prácticamente tuvieron que rehacerlo de nuevo. Los íconos de esta cosmopolita ciudad son sin duda los pequeños tranvías que remontan la colina con un sistema de cables que están en permanente movimiento, ocultos bajo el pavimento, y a los que se traban los tranvías con una especie de embrague. Siempre hay los mismos coches en ambas vertientes, por lo que los que descienden impulsan a los que remontan y de esta manera no es necesaria mucha potencia para ponerlos en movimiento. El otro ícono son sus impresionantes casas victorianas, que le da al barrio donde se encuentran una sensación de una fantasía del siglo XIX, cuando fueron construidas. Otro mítico lugar es el famoso Haight-Ashbury park, donde se reunían la comunidad hippy. Los europeos no podíamos asimilar los movimientos culturales que sucedían en California o en las orillas del Thames, porque por nuestra manía de racionalizarlo todo los vaciamos de contenido, ya que la mayoría eran movimientos creados precisamente para no pensar, ¡solo sentir y soñar! Por eso el movimiento hippy solo tuvo una ligera representación entre sus primos los ingleses. Aquello fue una extraña mezcla entre la mística oriental y el pastoril europeo: mucha ingenuidad, ningún sentido de la realidad y un retorno urbano a la naturaleza, pero preferían el manzano cuando está florido que vencidas sus ramas por el peso de sus frutos. En otras palabras, fue un movimiento que surgió en corazón y no en la cabeza. La versión que hicieron los jóvenes franceses fue más reflexiva y revolucionaria, tradición europea, que en lugar de flores en el pelo, arrancaban adoquines para hacer barricadas o arrojárselos a los defensores del sistema. Yo hice una síntesis de los dos modelos: ni llevaría flores en el pelo ni haría viajes psicodélicos con la ayuda de LSD (aunque llegué a tener una horrible experiencia en una sola ocasión) El LSD te vacía el subconsciente, y la marihuana te elimina la conciencia. A pesar de estar ya instalado y todavía con recursos para subsistir, mi mente estaba alterada por tantas nuevas experiencias, sumada a la incertidumbre sobre mi futuro, que no era posible afrontar un trabajo que requería escribir una novela, solo podía escribir algún cuento o reportaje sobre lo que estaba visitando, y se me ocurrió escribir sobre los tranvías y enviar el reportaje a la revista donde mi frustrado gran amor ya era parte del consejo de redacción y para mi asombro fue aceptado y unos días después recibí un giro de 100 dólares. ¡Por fin me ganaba la vida con mis escritos sin necesidad de crear un periódico! Además me sugirieron que me publicarían más reportages si tenían el mismo interés para los lectores que el que les había enviado. Todavía me publicarían un reportaje sobre los famosos “Garage sale”, donde la gente vende todo lo que ya no usa y era posible encontrar objetos muy valiosos a un precio irrisorio, y alguno más que no recuerdo, pero había agotado todos los temas y, como siempre sucedía mi temperamento inestable y aventurero, me hacía rechazar todo aquello que que terminaba siendo una rutina y decidí regresaría a Nueva York, pero por la ruta del sur y del Golfo de México y la Costa Este. Así crucé de nuevo desiertos de Arizona y Nuevo México. El impresionante estado de Texas y su cuidada capital Austin, dode se celebraba su famoso festival de música “Country” y sus vastos pastos para abastecer de entrecots de vaca a los millones de norteamericanos asiduos a las parrilladas en el jardín de sus viviendas de las periferias. Entre en la ciudad afrancesada de Nueva Orleans, me pareció el escenario de una comedia musical de Jazz, la sede de Coca Cola, Atlanta, con un nuevo espectáculo de desigualdad de las rentas, porque se mezclan los barrios suntuosos con viviendas de ensueño con los guetos habitados, la mayoría habitados por afro-americanos, en total abandono y promiscuidad. Después hice la ruta de Ponce de León, pero a la inversa y sin tener que vérmelas con los indios nativos ni con las lagunas infestadas de cocodrilos, y llegué hasta Miami, donde pude sentir el anticastrismo hasta en el aire que se respira, aunque lo más llamativo de la comunidad hispana sea su pasión poel juego del dominó. Subí ya por la costa Este por el estado de Georgia y las Carolinas. Del resto del recorrido hasta Nueva York solo destacaría la ciudad-jardín de Charlestón, un ejemplo vivo de lo que fue la norteamérica galante del Sur. Algunos puentes que crucé me recordaban “El Gran Gatsby”, por lo antiguos y estrechos, que estaban pidiendo una renovación urgente. Productor, realizador y presentador de TV Cuando por fin regresé a Nueva York sin el menor incidente en aquel largo y, por supuesto, ilustrativo viaje, ya no era un turista adinerado, sino un candidato a la indigencia si no me asentaba en algún sitio y buscaba un empleo. El problema era dónde alojarme. Si tenía la suerte de encontrar un apartamento destartalado, infectado de cucarachas y ratones, una auténtica plaga en Nueva York, en algún lejano suburbio, a 200 metro de la última estación de alguna línea del Metro, tendría que invertir la mitad de lo que me quedaba de mi herencia, y solo para residir en un desangelado suburbio lejos de Manhattan. Pretender encontrar en Manhattan un apartamento, por reducido que fuera, era tanto como pretender derribar un rascacielos con un alfiler, simplemente imposible … ¡pero no para mí! Así es que por el momento tendría que vivir en la furgoneta hasta que encontrase una solución, lo que no me parecía muy prudente en una ciudad como Nueva York. Lo que necesitaba era encontrar algún contacto; alquien que me pusiera cuanto antes al corriente de cómo funciona Nueva York. Repasé cuidadosamente mis viejas agendas desde los tiempos de “El correo verde” (Yo siempre llevo conmigo todas las viejas agendas, porque soy incapaz de trasladar los datos de la vieja a la nueva, de esta manera estoy en contacto con mi pasado; con todos esos nombres y números de teléfono de las muchas personas que en algún momento de mi vida fueron suficientemente importantes para que las anotase en mi agenda, y ahora no son más que un nombre y un número de teléfono, que ni siquiera seguirá operativo, y en cuanto al nombre, solo nos queda una borrosa imagen y alguna característica especial suya. Y esa fue la sensación que tuve cuando en una de las más antiguas había una anotación de un nombre en inglés y un número de teléfono de Nueva York. No me parecía realista reclamar una relación de amistad solo por haber dejado su nombre y su teléfono, pero ese era el único posible contacto en aquella ciudad que parecía estar hecha solo para solitarios. Aún dudé algún tiempo en decidirme a hacer aquella incierta llamada, pero finalmente la hice. -Hallo? No reconocía aquella voz y no sabía como introducirme. -Hello, maybe I'am wrong, but are you Agnes S. who was in Barcelona n 1992? -Yes, it's me, and I was in Bacelona, but who are you? -I was the editor of the environmental newspaper "The Green Mail". -Are you really?: Who helped us as an interpreter in the encounter with the Spanish communists? (Hola, puede que esté equivocado, pero no eres Agnes S. que estuvo en Barcelona n 1992? -Sí, soy yo, y estuve en Barcelona, pero quién eres tú? -Era el editor del periódico ecologista "El correo verde"... -Eres tú de verdad, quien nos ayudó como intérprete en el encuentro con los comunistas españoles?) ¡Ahora recordaba quién era! Fue a Barcelona para asistir al homenaje a los voluntarios norteamericanos caídos durante la Guerra civil, y yo les ayudé como intérprete. Lo que sucedió después de aquel fortuito encuentro aún hoy me resulta difícil de creer. Había cambiado tanto que no la hubiera reconocido. Lo que recordaba de ella era una joven con el cabello rubio, muy activa y con una expresión muy viva, que se interesaba por todo cuanto veía, lo que me dió bastante trabajo como intérprete. Ahora era una mujer madura y menuda, con el cabello gris y un rostro con visibles arrugas, pero que desaparecían como por encanto cuando sonreía, y recuperaba la viveza de entonces. Cuando le expuse mi propósito de permanecer en Nueva York al menos hasta la clausura de la cumbre de Río de Janeiro, me ofreció su propia casa para alojarme hasta entonces. Ella vivía en una casa de dos plantas en el barrio de Chelsea, en la calle 14, puede decirse que estaba en el mismo corazón de Manhattan. Durante décadas había sido el barrio preferido de los artistas neoyorquinos, pero a partir de la década los noventa los alquileres se dispararon y la mayoría emigró a otros barrios más asequibles, como Greenpoint o el Bronx. La casa había sido construida con urgencia y materiales baratos durante la época de las masivas inmigraciones y estaba tan deteriorada que el Ayuntamiento no le autorizaba ni venderla ni alquilarla. Ella ocupaba la planta alta y la baja estaba desocupada y desamueblada. Tan solo tenía un somier y un colchón como todo mobiliario. No se puede decir fuera muy grata la perspectiva de dormir rodeado de cucarachas y ratones, pero no tenía alternativa. Descargué la furgoneta incluidas dos mantas con las que acomodé la cama para pasar la primera noche, que como era de temer, fue de insomnio. Al día siguiente me propuse declarar la guerra de aquellas indeseables criaturas, aunque ellas no fueran responsables de su desagradable aspecto y costumbres. Sembré la casa con “minas” para cucarachas, unos pequeños contenedores con un veneno atractivo en su interior. Al día siguiente el apartamento parecía un campo de batalla entre cucarachas, llena de cadáveres, algunas se debatían entre la vida y los efectos del terrible veneno, pero prácticamente me libré de ellas, a penas sobrevivió alguna que debería estar desganada o era miope. En cuanto a los ratones, el caso tenía connotaciones morales, porque se trataba de criaturas más evolucionados e inteligentes y no es fácil engañarle. Me desagradan las ratas, frecuentes en los parques de Nueva York, pero no los pequeños ratones domésticos, como los que había en el apartamento. Así es que me propuse cazarlos y mandarlos al exilio. Ideé la manera de cazarlos colocando una regla por un lado estable por el que pudieran trepar, y la otra mitad, donde ponía el queso de cebo sobre un cubo. Naturalmente que al caminar sobre la regla para alcanzar el queso caían al cubo de donde no podían escapar. Así, uno a uno, conseguí librarme también de aquella plaga. En cuanto al mobiliario, quien haya vivido en Manhattan debe saber lo fácil que es amueblar un pequeño con lo esencial con los contenedores para objetos desechados por los vecinos, y unos pocos días después, puede decirse que habitaba un estudio relativamente confortable y aseado, y además ¡gratis! Pero no solo por el tiempo que duraron las sesiones de la Cumbre por la Tierra, sino ¡durante un año! El tiempo que mi benefactora tardó en tener en regla los documentos que le permitían venderla. Por eso decía que todavía hoy no lo puedo creer: ¡vivir un año gratis en el corazón de Manhattan, pero así fue! En Nueva York Mi primer empleo en Nueva York Como me sucedió en Londres, tarde poco tiempo en familiarizarme con el tráfico de Nueva York, sobre todo conduciendo un vehículo tan voluminoso, y una inmobiliaria especializada en alquileres, la misma que había tramitado la venta de la casa de la Calle 14, me ofreció un empleo para llevar a los clientes a visitar los alojamientos en los que estaban interesados en alquilar. La mayoría, a pesar de tener un precio astronómico, eran prácticamente inhabitables. En una ocasión tuve que enseñar un pequeño estudio habilitado en el sótano de las calderas de la calefacción del edificio. Nueva York no me inspiraba para escribir temas fruto de la imaginación, porque la ciudad no soñaba, sino que vivía esclavizada por un enfermizo hiper-realismo, que se expresaba mejor con imágenes que con palabras. Por eso me embarqué en un nuevo proyecto que era una total novedad para mí: ¡un magazine para la televisión! La última experiencia como escritor y periodista que me faltaba en mi historial profesional. En Nueva York existe un organismo público que ofrece canales de televisión de ámbito local a quien los solicite y que tengan alguna credencial que lo justifique. Gracias a mis credenciales, ahora ampliadas con las de la ONU, conseguí uno de estos canales y me propuse emitir un magazine sobre España, con la esperanza de que encontraría patrocinadores que me permitieran cubrir los gastos de la producción y obtuviese algún beneficio. Productor, realizador y presentador de TV Hay muchas cosas que he aprendido del comportamiento natural de mi gato, aunque ya sea demasiado tarde: Cada vez que intenta dar un salto para encaramarse a un lugar más elevado valora el esfuerzo necesario, y sólo cuando está seguro de que tiene la fuerza para el impulso necesario se decide a saltar. Yo, lejos de este comportamiento realista y natural, nunca valoré si contaba con las fuerzas y los recursos necesarios para emprender un nuevo proyecto, y, como era de esperar, nunca conseguí realizar lo que emprendía. Como buen representante de la mentalidad humana, confiaba en que podría superar la falta de recursos gracias a un imprevisto y oportuno golpe de suerte, por lo que siempre fracasaba por mi falta de previsión y mi excesivo idealismo (defecto que sigo sin haber superado). Pero no debo sentirme del todo culpable, porque es así, con la prueba-y-el-error, como ha sido posible la creación de la variedad de la naturaleza. Por tanto, una vez más comencé un proyecto condenado al fracaso y que me costó derrochar los últimos recursos financieros de mi herencia anticipada. Compré un editor de video analógico en un programa semanal de televisión de Nueva York. Pero no hubo patrocinadores y, una vez más, me vi obligado a buscar un empleo de supervivencia y volver a retrasar sine die mis proyectos literarios. Hasta ese momento solo había conseguido escribir «La extraña Para editar un video con el antiguo sistema analógico, se necesita el esfuerzo necesario para hacer una simple edición de un video de 10 o 15 minutos, porque para editar cada escena es necesario rebobinar una y otra vez la cinta del cassette. Hoy con un teléfono móvil y la consiguiente aplicación se puede editar fácilmente las escenas de un video con una mayor resolución y con más creativos efectos especiales. Así es que me daban altas horas de la madrugada sólo para editar unos pocos minutos de tiempo del video. Me tomé este nuevo reto tan en serio que regresé a España para grabar suficiente material para varias semanas de programación. En mi ciudad entrevisté a varios artistas locales y grabé abundante material de paisajes y lugares destacados por toda la comarca. Regresé a Nueva York y conseguí editar con más o menos calidad de la imagen e interés de las escenas, programas para un mes de emisión no sin realizar un gran esfuerzo en la edición. Nueva York es una ciudad de servicios, no hay industrias ni grandes conglomerados de empresas de la nueva era digital, como los hay en la costa este, entre Seattle y California. Es una ciudad de servicios clásicos: abogados, economistas, políticos, médicos, entretenimiento, comercio, etc. No es el lugar elegido por un artista, a menos que sea latino o ecléctico. Las salas de exposición están repletas de obras incalificables, propias de un ambiente que no puede inspirar belleza. Una de las actividades artísticas más valorada es la de imagen de video, a la que se entregan cientos de jóvenes subvencionados por la municipalidad o por emisoras de televisión, para que hagan sus prácticas audiovisuales. Estos son los jóvenes que acaparan los canales públicos de televisión y que proyectan sobre todo conceptos nuevos de la imagen en historias ininteligibles pero experimentales. Así es que yo era una vez más un herrero en la casa de un violinista, alguien totalmente atípico que no encajaba en ninguna de las corrientes artísticas de esta gran ciudad. Cuando me hice cargo de mi error ya era nuevamente poco menos que un indigente y me urgía cuanto antes buscar una ocupación menos interesante pero más rentable. Por suerte mi pasado de diseñador de periódicos me salvó de la mendicidad y encontré un empleo en un periodico latino local, que como el resto, tenía un pobre diseño que yo les propuse actualizar. Lo cierto es que una vez se produjo el extraño caso de una afinidad fruto de una repentina amistad con mi nuevo jefe, que apreciaba mi presencia en el periodico aunque no tuviera una ocupación específica, porque yo desconocía totalmente los entresijos de la comunidad latina de Nueva York.. Las Naciones Unidas Tengo que reconocer que Nueva York me fascinó y estaba decidido a terminar aquí mi deambular por el mundo. También influía el hecho de vivir con desahogo por aquel golpe de extraordinaria suerte. Como ciudad cosmopolita no sentía ningún rechazo, por el contrario me sentía más integrado que en mi propio país, porque sus valores se aproximaban a los míos: individualista, libre, independiente, ambicioso, soñador y aventurero. ¡Así era Nueva York! De acuerdo a estos principios fundamentales de mi personalidad, entraba como lógico mi deseo de acreditarme en las Naciones Unidas como corresponsal del “El Europeo”, del que tenía las credenciales, papel timbrado y el correspondiente sello. Así es que me “fabriqué” una carta de solicitud de credenciales y a penas estuve instalado me dirigí al imponente edificio junto al río Hudson y presenté mi solicitud, que unos días más tarde ¡fue aceptada! El primer día que traspase la gran sala de recepción para entrar en las dependencias destinadas a la prensa, me preguntaba a mí mismo: ¿qué demonios hacía yo en aquel lugar?, ¿para qué me había acreditado?, ¿a quién podía interesar lo que se tramitaba allí? Por el momento carecía de respuestas coherentes, pero cuando recorrí todos los espacios y servicios a los que podíamos acceder encontré un respuesta que me justificaba: el restaurante y los ordenadores de la sala de prensa. El primer sitio de interés era el restaurante, porque por un precio irrisorio se comía espléndidamente un menú pensado para el paladar de diplomáticos, además de un comedor con una impresionante vista sobre el río Hudson y el puente de Brooklyn. El segundo lugar que me interesaba era una sala de ordenadores en la zona de prensa, porque por entonces yo no tenía ningún ordenador y era el único lugar desde donde se podía conectar a una primera época de la red Internet, aunque tuviera poca utilidad porque todavía era muy lenta y apenas había páginas a las que acceder. En España los pioneros fueron los periódicos ABC y El País. Pero había otra razón mucho más importante: la culminación de una oculta ambición de llegar a lo más alto que era posible llegar para un periodista autodidacta. Después de las Naciones Unidas ya no había nada más elevado. Aquella era la culminación de mi ambición y tan solo esa sensación justificaba el estar allí, aunque no supiera qué hacer ni sobre qué escribir. Pero el hecho de tomar contacto con el organismo más internacional y de sus responsabilidades y actuciones, me recordó mi pasado de militante activo de la ecología social, y me propuse aprovechar esta oportunidad para escribir un ensayo sobre ecología política, porque tenía la perspectiva adecuada para escribirlo. Pero no tenía ordenador y por entonces no eran precisamente baratos y los portátiles eran demasiado pesados y con pocas utilidades. Y sucedió lo que hoy me parece una conjura del destino para facilitarme las cosas y que pudiera ponerme a trabajar en el ensayo. Después de acreditarme en la casa de todos, y haber degustado el primer delicioso menú en el restaurante, regresé a pié a mi nuevo apartamento, y una manzana antes prácticamente me tropecé con un objeto supuestamente abandonado, y para mi asombro era un pequeño ordenador Macintosh de aquel modelo tan popular entonces; que tenía la disquetera integrada en la pantalla. No había nadie que pudiera haberlo dejado sobre la acera provisionalmente para recogerlo después y supuse que debía estar averiado, y por eso lo habían dejado allí. Yo no me lo pensé dos veces y me lo llevé al apartamento. Pero una vez allí no pude probarlo porque no tenía ni el cable de alimentación ni el teclado. Al día siguiente conseguí un teclado, un ratón y el cable en un negocio de ordenadores Apple de segunda mano y el huérfano abandonado funcionaba perfectamente. ¡No salía de mi asombro!