Marcus presintió que se aproximaba su fin, porque cada noche tenía el mismo sueño, pero con algunas ligeras diferencias. Soñaba que desde hacia años cundía el malestar entre los pueblos del mundo. Se habían formado dos grandes bloques ideológicos que eran irreconciliables: De un lado estaba el partido de los Buenos y del otro el de los Malos, pero lo paradójico era que el partido de los Malos se consideraban a sí mismo el partido de los Buenos, y viceversa, por lo que cualquier intento de diálogo era totalmente inútil, y todo era confuso y, en realidad, no se sabía quiénes eran los buenos y quienes los malos.
En el lado de los Buenos de un bando, se distinguían por una bandera con una hogaza de pan en un fondo de color rojo, mientras que los otros Buenos del otro bando les distinguía una bandera con un signo de una de las monedas más valiosa de la época, en un fondo de color azul celest.
Pero el malestar fue creciendo hasta que se hizo insostenible. Los Buenos de un bando y de otro estaban ya al borde de la guerra contra los Malos de ambos bandos. Y se empezaron a producir movilizaciones callejeras pidiendo que se declarase la guerra y se pusiera fin a aquella tensa situación.
Los Buenos del bando de la bandera roja eligieron a un líder para que les llevara a la victoria sobre los Malos, y los Buenos del bando de la bandera azul, hicieron lo mismo con las mismas ambiciones de dominio y exterminio de los que consideraban que eran los Malos, sus enemigos históricos, para lo que no había entendimiento posible.
Por fin, el líder de los rojos decidió que había llegado el momento de pasar a la acción y declarar la guerra a los Malos. Convocó una gran concentración y les alentó a la batalla final en un discurso apasionado y encendido, que justificaba la necesidad de declarar la guerra a los Malos del partido Azul:
—Camaradas, trabajadores del mundo; hombres y mujeres buenos y justos; hijos y nietos de estos hombres y mujeres buenos; intelectuales que estáis también del lado de los Buenos; artistas y profesionales que formáis parte de este partido de los Buenos, ¿vamos a consentir que los Malos y su perversas gentes del partido Azul, dominen el mundo y lo perviertan con sus malas leyes, sus malas costumbres y sus malas ideas?
La muchedumbre respondió como una sola voz:
—¡No, nunca! ¡Muerte a los Malos del partido Azul! ¡Muerte, muerte!
—¡Sí, eso esperaba escuchar de vosotros! ¡Muerte también a sus mujeres, sus hijos y nietos y a toda su descendencia, para que los Malos no se puedan reproducir! ¡Exterminemos el mal de raíz!
—¡Exterminémoslos, exterminémoslos! —gritó la muchedumbre.
—Cuando el mundo se libre de los Malos del partido Azul, florecerá la paz en el mundo y la prosperidad alcanzará a todos sin exclusiones. De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades. ¡Por eso debemos declarar la guerra a los Malos!
—¡Guerra, guerra, guerra! —gritó la muchedumbre enardecida.
Al día siguiente el mensaje había llegado a todos los rincones del planeta, y todos los que simpatizaban con el partido de los Buenos de la bandera roja se alistaron como voluntarios, y se formó el ejército más numeroso que se haya conocido en la historia. Millones de hombres y mujeres de todas las edades, nacionalidades y clases sociales se alistaron voluntarios en este partido y juraron luchar hasta morir para exterminar a los Malos. Como no había armas para todos, muchos irían a la gran batalla armados con sables tomados de los museos de las guerras, los carniceros con sus afilados cuchillos, los sastres y las modistas se armaron con sus tijeras, los campesinos con sus horcas, los burócratas con sus abrecartas, los obreros de la construcción con picos, los niños con tirachinas y los locos, que también se alistaron, vinieron con alfileres y agujas, que ellos creían que eran armas mortales.
Los generales llegaron montados sobre mortíferos misiles con cabezas nucleares. Los de rango inferior llegaron armados con sofisticados tanques, cañones, fusiles ametralladores y millones de pistolas de todos los calibres y modelos. A la tropa baja, se les dio un fusil con esta inscripción en la culata: «Yo llevo la paz a los hombres Buenos de buena voluntad, y el caos y la muerte a los hombres Malos de mala voluntad». Frase que deberían repetir cada cinco minutos, cuando estuvieran inmersos en el fragor de la batalla final.
Pero alertados los Buenos del partido azul de las intenciones agresivas del los Malos, movilizaron también a su simpatizantes con un mensaje televisado y radiado por todas las emisoras afines a su partido. El mensaje lo pronunció su líder, un anciano astuto y buen comunicador:
—«¡Estimados hombres y mujeres del partido Bueno! ¡Ciudadanos del mundo libre! Los Malos se han movilizado y armado con la intención de destruir nuestros valores e imponer un sistema radicalmente malo. Nuestro partido es sin la menor duda el partido de los Buenos, porque nosotros representamos el mundo libre, donde cada individuo es libre de opinar sobre lo que crear que no es bueno, por lo que debe de estar de acuerdo con nosotros en que ellos son los malos. También defendemos la propiedad privada, para que cada uno pueda disfrutar libremente de lo que haya adquirido con su dinero, y el respeto a las leyes, para que todos tengamos oportunidad de defender nuestros privilegios honestamente conseguidos. Hoy es un día histórico, porque los Buenos del partido azul tenemos que movilizarnos también y combatir contra el partido de los Malos, hasta derramar la última gota de sangre en el campo de batalla.
El líder del partido de la bandera azul se creyó el mensajero del Dios, el de los Buenos de su partido, de quien aseguraba recibir el mandato para declarar la guerra a los Malos, y se lo hizo saber a la muchedumbre.
—Lo he visto en una revelación: Dios está de nuestro lado; del lado de los Buenos del partido azul, y me ha ordenado el exterminio de los Malos. ¡Alabado sea el Señor que protege nuestro pueblo y nos llevará a la victoria!
—¡Que sea por siempre alabado y que nos lleve a la victoria! —grito el pueblo entusiasmado por el apoyo divino.
—¡Ciudadanos libres del mundo, el partido Bueno os necesita! ¡Todos contra los Malos hasta que sean exterminados de la Tierra y podamos vivir en un nuevo mundo donde solo haya Buenos! ¡Viva la guerra!
Aquel breve pero encendido discurso del líder del partido de la bandera azul, consiguió movilizar a millones de simpatizantes. En este bando abundaban las armas y nadie tuvo que presentarse con armas ridículas y poco eficaces, por lo que estaban totalmente convencidos de su que su superioridad era apabullante.
Al día siguiente todos estaban mentalizados para enfrentarse al ejército de los Malos, y se sabían los ganadores. En unas horas quedó formado un impresionante ejército, superior en número y armamento al de los Malos de la bandera roja. No obstante éstos decidieron presentar batalla, porque ellos tenían la ventaja de estar más motivados, porque estaban convencidos de que ellos eran los buenos.
La madrugada del día siguiente, apenas despuntaba el alba y ya estaban ambos ejércitos en sus posiciones para comenzar la batalla que decidiría el destino del mundo. A la orden de «¡Al ataque!» ambos ejércitos se pusieron en marcha el uno contra el otro en medio de un griterío ensordecedor. Cuando entraron en contacto los gritos iniciales se volvieron aullidos de dolor, lamentos, llantos y gritos de «Muerte a los Malos!, ¡viva los Buenos!», que se repetía en uno y otro bando, hasta que no quedó ni un solo combatiente con vida.
Ya solo quedaban los líderes, que montados en sendos caballos, enjaezados con las respectivas banderas, se acercaron el uno al otro y se contemplaron como dos perros rabiosos.
—Ahora solo quedamos lo dos para decidir quién dominará el mundo...
—¡Solo los Buenos gobernarán el mundo! ¡Muerte a los Malos!
Y se ensartaron mutuamente con sus afilados sables, porque los dos estaban convencidos de que habían dado muerte a un malo.
Tras aquella sangrienta batalla se hizo un silencio aterrador. Ni las aves se atrevían a entonar sus alegres trinos. Ni siquiera se escuchaba el rumor del viento entre las hojas de los árboles. ¡Nada, no se escuchaba nada! Era como si el mundo hubiera detenido su movimiento. Cayó la noche y seguía aquel sepulcral silencio, mientras millones de cuerpos ensangrentados yacían sobre un campo de margaritas, campanillas azules, jacintos, hortensias, gardenias, anémonas, y otras flores silvestres que se refrescaban con el rocío de la siguiente madrugada. ¡Y seguía el silencio!
Pero de pronto apareció Marcus en aquel sangriento campo de exterminio, y contempló horrorizado el espectáculo después de la batalla. Instantes después, fueron surgiendo unas pequeñas alas de su espalda, que fueron creciendo hasta convertirse en dos grandes alas capaces de sustentarle en el aire. Marcus ensayo con torpeza inicial los movimientos de las alas necesarios para poder volar, y tras varios intentos fallidos, se vio finalmente suspendido en el aire con la agilidad de un pájaro.
De nuevo sobre el suelo se preguntó qué significado podía tener aquellas grandes alas que habían crecido en sus espaldas. Pero no tenía una razonable explicación. El alba despuntaba y el rocío hacía brillar los pétalos de las sencillas flores silvestres del paraje en que se libró la última batalla de este mundo, sin ningún vencedor ni vencido. Millones de hombres y mujeres, incluso algunos adolescentes, casi unos niños, simpatizantes de ambos bandos, yacían sin vida, sin que nadie pudiera darles sepultura. Ni sus madres sabrían reconocer a sus hijos entre tantos cuerpos uniformados por el color rojo de la sangre. Marcus recorrió el campo de batalla esperando encontrar alguna cara conocida; algún viejo amigo del barrio que hubiera participado en aquella sangrienta batalla, pero no encontró a nadie conocido. No tenía fuerzas para desplegar de nuevo las alas y salir de aquel macabro paisaje y se dejó caer abatido sobre uno de los pocos espacios donde no había cadáveres. De pronto le sobresaltó el ruido de un aleteo que no podía ser de un ave y con la tenue luz del alba divisó alguien que, como él, estaba poseído de alas y se acercaba batiéndolas a un ritmo pausado pero constante. Instantes después reconoció al hombre alado que se posaba sobre la fresca hierba. ¡Era Calixto, el mendigo de otro planeta!
—¡Calixto! ¿Eres tú el mendigo de mi antiguo barrio? ¿Por qué también tú tienes alas? ¿Por qué las tengo yo? ¡Tú estabas muerto! ¡Yo vi como te introducían en el crematorio!
—¡Calmate, Marcus, soy el mismo mendigo! ¡Viste un ataúd vacío! Ya te dije que tenía poderes sobrenaturales. ¡Yo he provocado esta guerra! Y ahora no hagas más preguntas y levántate, que nos espera un largo viaje. Tú ya no perteneces a este mundo, y al que vamos a ir los hombres son alados. Tú no podías emigrar a este mundo sin tener tus alas.
—¿A otro mundo? ¿Qué mundo? ¿Así que tú eres el responsable de esta matanza? ¿Por qué, Calixto?
—¡No hay uno solo de estos muertos que no mereciera este castigo! Estaban dispuestos a matar a sus hermanos porque sus banderas eran de distintos colores. Ninguno conocía al enemigo que odiaba y que ardía en deseos de matar. Siguieron ciegamente a un líder desquiciado que se odiaba a sí mismo, y proyectó su odio a un enemigo inventado. Pero los del otro bando no fueron mejores. Solo necesitaron una escusa para convertirse en asesinos. Tampoco conocían a sus enemigos, tan solo el color de su bandera, que para ellos ya era suficiente. Los dos bandos eran los malos. Los buenos no se alistaron. Permanecieron en sus hogares, con sus esposas y sus hijos. Desdeñaron el poder de sugestión de los líderes, porque ellos son los líderes de sí mismos. No necesitan quién los guíe, porque ellos son sus propios guías. No odian a quien no conocen. No matan ni siquiera con una causa justificada; no corean eslóganes revolucionarios junto con la muchedumbre, porque ellos no son parte de la muchedumbre; no vitorean a sus líderes porque nadie es lo suficientemente justo como para merece alabanzas; no creen en un Dios común, sino en el Dios personal y único. No rezan salmos aprendidos en los libros sagrados, sino oraciones creadas por ellos mismos, según sean sus necesidades espirituales. Pero esos, Marcus, no son ni buenos ni malos, simplemente son seres humanos que se esfuerzan por ser ellos mismos, escuchar lo que les dicta su conciencia, creer en lo que le induce la fe; piensan razonablemente; no imaginan más allá de lo tolerable; no gozan de más placeres que los que obtienen con consentimiento. ¡Y de esos hombres o mujeres no hay ni uno solo en este campo de batalla! Y ahora, ¡basta de charlas y emprendamos el vuelo!
Marcus no despertó de este sueño. Murió plácidamente soñando que volaba a un mundo donde solo habitan ángeles, porque él se había ganado sobradamente sus alas de ángel.
Linda yacía en su lecho cuando él murió, pero no lo supo hasta las primeras luces del nuevo amanecer. Cuando descubrió que su marido había muerto durante la noche, le cubrió el rostro con la sábana y le susurró al oído: «¡Que sea la última vez que te duermes sin darme un beso!» Después lloró en silencio para no despertar a Isabel, a su marido y a su nieto, que estaban pasando el fin de semana en su casa, porque ese día era el 93 cumpleaños de Marcus, y habían planeado celebrarlo juntos.