I. INTRODUCCIÓN Estimado lector/a, Este no es sólo un ensayo de crítica literaria, sino también es un panegírico en memoria de una bella dama, que hasta mediados del siglo pasado había gozado de una excelente salud, pero que empezó a quebrantarse después de la muerte, en la mediterránea localidad francesa de Collioure, de uno de sus últimos amantes. Sobrevivió nuestra guerra civil con algunos achaques, pero cuando se instauró la cuartelaria dictadura del súper general Franco, sus censores, que fueron elegidos por méritos de guerra y por su total adhesión a la total ausencia de ideas de su caudillo (el régimen era totalitario en todos sentidos), fue acusada de por sus amorosas relaciones con masones, judíos y comunistas. Fue juzgada y declarada culpable sin apelación y encarcelada en el Castillo de Montjuich de la liberal Ciudad Condal de entonces, con la sentencia de cadena perpetua. Allí permaneció recluida hasta que por mediación de algunos latinoamericanos, que no la habían olvidado, consiguieron su excarcelación para pasar sus últimos años en una residencia de la cuarta edad. Allí la visitaron un grupo de jóvenes escritores barceloneses, o residentes en Barcelona, que habían oído hablar de ella y de su marchita belleza, pero debieron encontrarla irreconocible y demasiado anciana para que les sedujera con sus fenecidos encantos y prefirieron adorar a un becerro de oro. Lo que causó su muerte fue el título de una novela galardonada con el Premio Planeta de 1976, del recientemente fallecido, Juan Marsé, por lo que merece todos mis respetos y no voy a sacar más conclusiones sobre este lamentable episodio. Supongo que ya han adivinado que me refiero a la literatura nacional y a la novela “La muchacha de las bragas de oro”, que la fulminó. ¿Por qué sitúo la muerte de la novela nacional en Barcelona? Porque fue en esta entrañable ciudad, (allí conocí a la mujer que fue mi mejor amiga, compañera y amante, y que justifica toda mi azarosa existencia), donde se gestó la debacle actual, justo cuando Gabriel García Márquez la abandonase, después de ocho creativos y productivos años de estancia. Allí se gestó una literatura despojada de los valores tradicionales heredados de nuestro irrepetible Siglo de Oro. Un desastre literario. Yo no soy la persona adecuada para afrontar la crítica de este desastre, pero en vista de que, por unas razones o por otras, la más realista es que nadie se atreve con el gigante Planeta. Seguramente que se verá afectada, y las hipotecas son cada día más caras. Por esta razón me encuentro ante el dilema de afrontarlo yo mismo y asumir las críticas por parte de los afectados. Por si todavía no tiene una opinión formada sobre el lamentable estado de la literatura actual, antes de iniciar este trabajo, les citaré un inadmisibles párrafos que no puede ni debe ser considerado como “Literatura”, a pesar de que pertenece a la novela, “La soledad era eso”, del conocido autor Juan José Millás, galardonada con el premios Nadal de 1999. Este párrafo no es una excepción en la producción literaria actual, sino que ya es una regla general, porque sus defectos e incongruencias se repiten en prácticamente todas las novelas escritas por autores nacionales publicadas en las últimas cinco décadas, y muy especialmente en las obras galardonadas con los premios Planeta y Nadal. Este es el párrafo: «Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir. Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza; las seis y media de la tarde. Aunque los días habían comenzado a alargar, era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo.» En este párrafo no hay ni una linea que no incurra en alguna incongruencia o ausencia de los valores que definen la literatura. El escenario: «Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño”. ¿Por qué Millás elige un escenario tan personal y poco literario y con una actividad tan desagradable como el depilado? ¿Tiene alguna clave oculta? No, simplemente el escenario carece de interés para él. Lo mismo le da que esté en el baño, como comiéndose una pizza en una franquicia de moda. Millás tiene la idea de una historia con un determinado desenlace, y escribe unas cuantas páginas de relleno para llegar cuantos antes a ese argumento, que apreciarán sus lectores, el resto carece de importancia para él. Insensibilidad. “...sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir.” Millás no solo carece de sentido de la estética, sino también de la ética, y es difícil ser escritor sin una determinada ética. ¿Qué puede pensar el lector de esta mujer que sabe que su madre debe estar agonizando en algún hospital y prefiere depilarse las piernas a estar al pie de la cama de su moribunda made. Estoy seguro de que Millás no tuvo en consideración este inhumano comportamiento de la heroína de la novela. Incongruencia! “Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza; las seis y media de la tarde…. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo.” En este increíble pasaje, la insensible protagonista demuestra ser una mujer sin sentimientos, porque el autor, no solo no nos dice si siente o no la muerte de su madre, sino que hace un quiebro para informarnos del tiempo y que las nubles se han colocado como un techo sobre la ciudad. ¡Ni una palabra sobre la muerte de la madre que ha fallecido a la hora más conveniente! ¡Intolerable! “...era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo.» Las pocas líneas del final de este párrafo exceden todo lo establecido por la naturaleza, la sociedad, la cultura y el sentido común. ¡Francamente, no sé por dónde comenzar mi crítica! Resulta que la hija no debía de estar al corriente de la grave enfermedad de la madre, sino que es el yerno el que está junto al lecho de su suegra, quien asiste a su muerte y quien informará a la insensible hija de su fallecimiento! Pero Millás no tiene suficiente con esta situación argumental intolerable, sino que la remata con un apostillado incomprensible! “...pensó cogida al teléfono, mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo.» El autor debería aclarar quién coge a quién, porque tal como está escrito es el teléfono el que coge a la mujer. Y si puede aclarárnoslo, no está de más que argumente la relación que puede haber entre la eficacia y el cariño, porque yo no puedo verla por mucho que me esfuerce. Este párrafo no es una excepción en la literatura actual, sino que gracias a estos descuidados autores se ha convertido en norma, por que no son conscientes de que esto “no es literatura”, sino una forma degradada y empobrecida. ¿Qué relación natural y lógica se puede establecer entre la “eficacia”, relativo a las profesiones y el cariño, relativo a los sentimientos, ¡ninguna! Con este breve pero significativo ejemplo mis eventuales lectores ya están informados sobre el objeto de este ensayo: aportar mi modesta colaboración para salvar el milenario arte de la Literatura, en el país donde puede decirse que nació el género de la novela. Es necesario y urgente que se abra un amplio debate sobre su estado actual, en el que participen autores, agentes, editoriales y lectores, y la primera tarea es el sentido del mismo concepto de “Literatura”, desdibujado y confundido por estas negativas influencias. ¿Qué es la Literatura? En una sociedad democrática como es la nuestra, no se puede decir que existan valores inmutables, porque todo se vuelve relativo, y cada participante puede exponer y defender sus ideas y merecer el debido respeto, por disparatadas que nos puedan parecer. Es lo que Unamuno calificó de ”La igualdad en la ramplonería” y que Ortega y Gasset describe en su breve ensayo “La rebelión de las masas”. Esta situación, necesaria para la convivencia pacífica y ordenada, es, sin embargo, negativa para fijar valores que nos ayuden a proseguir con la tarea en la que estamos involucrados desde que el ser humano fue consciente de su humanidad: mejorar su conducta y su circunstancia, citando de nuevo a Ortega y Gasset. El riesgo de la democracia es que nos escudemos en las libertades para justificar nuestros errores, y si exceden lo tolerable nos lleve a una dictadura.. El escandaloso Premio Planeta Los españoles siempre hemos tenido la tendencia a evadirnos de la realidad y vivir en mundos ilusorios. Esto nos hace ser fantasiosos y exagerados. Hay dos ejemplos espléndidos de este anormal comportamiento: somos el país que más gasta en fichajes de deportistas y el que más dinero otorga en un premio literario, si exceptuamos el premio Nobel. Por su modesta posición entre los países desarrollados, no le corresponden estas generosas exageraciones. Todos los países incurren en alguna desproporcionada actividad. Los británicos exageran en sus alardes monárquicos; los italianos en su sentido teatral de la existencia; los franceses en su visceral republicanismo; los daneses en su liberalismo, los suecos en su pasión por las saunas; los alemanes por el sentido del orden; los austriacos por su aristocratismo; los suizos por su cantonismo; los húngaros por su indisciplina; los polacos por su catolicismo, los checos por su kafkianismo; los rusos por su despotismo; los irlandeses por su folclorismo, y solo me quedan los holandeses, los belgas y los luxemburgueses, que exageran su individualismo. El premio Planeta es una anomalía, que solo se justifica por esta anormal tendencia a la fantasía y la exageración nacional. Pero de la misma manera que los grandes clubs de fútbol han aprendido a rentabilizar sus astronómicas inversiones, la editorial Planeta a dado con el perfil idóneo de los lectores para conseguir que el premio sea rentable. No son los adultos, padres de familia, agobiados por deudas y las complicaciones familiares. Tampoco son los mayores de sesenta años, porque, además de perder el hábito de la lectura, tienen la vista cansada y les resulta penosa la lectura, excepto la de los pies de las fotos de las revistas de chismes que compran ellas y de los periódicos amarillos que compran ellos. Mucho menos los estudiantes, que se gastan el poco dinero que tienen en botellones. Por lo que llegan a la obvia conclusión, de que los que los compran son jóvenes entre 25 y 35 años, solteros, tal vez con compromiso, pero que cada uno hace lo que le viene en gana, con aceptables empleos, que les permiten disponer de algunos euros para malgastarlos en los premios Planeta, a condición de que les distraigan de su aburrimiento en su tiempo libre, porque en su mayoría hacen jornada inglesa. Todos ellos disponen de una extensa y variada colección de tarjetas de crédito, son asiduos compradores de las tiendas y las librerías online. En la mayoría de los casos son compradores compulsivos, porque comprar es su principal aliciente para justificar su presencia en este mundo. ¿Y qué les gusta leer a estos jóvenes? Desde luego que no leen las Églogas de Garcilaso, o la Divina Comedia, ni Cortadillo y Rinconete, o El elogio de la locura, ni siquiera pueden soportar las novelas de Tolstoi, Víctor Hugo, Unamuno o Pío Baroja. Estos lectores se han iniciado en la lectura de ocio de la mano de editoriales como Planeta o Nadal, y no conocen otra literatura que la de sus autores, y han ajustado su sensibilidad literaria a la de ellos, o lo que es lo mismo, se han habituado de tal manera a esta literatura que admiten toda clase de abruptos, vulgaridad del lenguaje, oraciones sin sentido, adjetivos incalificables, descripciones incomprensibles, situaciones absurdas, diálogos insípidos, argumentos manidos, expresiones soeces, escenas pornográficas, personajes imposibles, violencias irracionales y gratuitas, y toda una colección de horrores literarios que ya son incapaces de distinguir lo que es y no es literatura. De estos lectores han surgido muchos nuevos autores, y, como es de esperar, repiten los mismos horrores literarios que sus mentores. De esta manera hemos llegado a esta tragedia nacional, como es la irreparable pérdida del gusto por la buena literatura. Pero esta no ha sido la única pérdida, también hemos perdido el interés por la novela social y comprometida; la novela testimonio, como “Los miserables”, “Madame Bovary”, “Niebla”, “Resurrección” o, incluso, “El Quijote”, porque estos lectores y autores no encuentran motivos de queja ni nada que reivindicar, porque ellos reciben cada mes una nómina que les permite dilapidar una considerable cantidad de dinero en el fomento de esta clase de literatura, que si somos rigurosos con el lenguaje y sus significados, bien podemos llamar “literatura basura”, o para hacerlo más concreto, “basuratura”. Ellos creen que el mundo está bien como está, y también la novela está bien como está. Por tanto, que no les vengan con historias que les hagan pensar; que hablen de pobreza, marginación, corrupción, soledad o muerte. Prefieren historias que no tengan ni la más remota vinculación con la realidad actual, sus injusticias, sus desigualdades sociales, su desprecio por la virtud, la belleza y la generosidad. Novelas con historias que hayan sucedido muchos siglos atrás, mucho antes de la revolución copernicana, el discurso racionalista cartesiano, y por supuesto, del pensamiento ilustrado, antecedente de nuestra cultura social actual. No, ellos solo están interesados en historias que no sobrepasen el siglo XIII, o como máximo el XIV. Pero sus favoritos son los siglos IX, X y XI, los de mayor oscurantismo y violencia confesional. Si hablamos de la antigüedad, les deleitan los sanguinarios reinados de Nerón o Calígula, pero no saben quién fue Parménides. Si les dan a elegir entre historias sobre Jesús o Judas, no tienen la menor duda en elegir las de Judas. Sus mitos literarios son sin duda Umberto Eco, padre de la saga medievalista, y Dan Brown, o la versión moderna de thriller oscurantista. En cuanto a los escenarios, sin duda que Roma, y en especial el Vaticano, son sus predilectos. La democrática Atenas o la sabia Alejandría no están entre sus favoritas. Pero la realidad es que no saben lo que les gusta hasta no verlo anunciado o publicitado y jaleado por los críticos de los medios que forman parte de esta confabulación contra la literatura. Indiscutiblemente el plan de marketing decidido es un éxito comercial y un fracaso de la dignidad del autor premiado, la literatura y de la novela en particular. Estos escritores no son conscientes de su responsabilidad y la influencia de sus obras en el comportamiento social. Todos esos remilgados perjuicios morales, afortunadamente para los balances de estas editoriales, ya no existen. Sus autores pueden escribir lo que les venga en gana y como les dé la real gana. A los autores que somos conscientes de este drama, solo nos queda escribir un emotivo panegírico para que quede algo en la memoria colectiva, por si algún día resurgiera la literatura de creación en nuestro país. En Berlín, un 15 de octubre de 2018, día de la concesión de un nuevo Premio Planeta; es decir, un luctuoso día para la literatura nacional. Manual para jóvenes escritores con vocación y talento ¿Por qué he escrito este ensayo? Al escribir este libro, hace ya más de cuatro años, pensaba en jóvenes autores con vocación y talento, pero que se han formado en un ambiente literario profundamente viciado por la abrumadora cantidad de literatura basura que pueden encontrar en las librerías. Por esta razón creí que debía hacer algo para recordarles qué es la literatura, de acuerdo a los cánones que han servido para la creación literaria de todas nuestras glorias nacionales y de la literatura universal. También pensaba en los lectores asiduos a esta literatura, pero no para censurarles, sino para mostrarles que existe otra categoría de literatura escrita para perdurar en la memoria colectiva cultural de los pueblos, para que las futuras generaciones se sientan orgullosas de sus antepasados, como nosotros nos sentimos del nuestro, en el que habido escritores como Cervantes, Lope de Vega, Góngora y tantos otros que han elevado nuestra literatura a las altas cotas de perfección y belleza del lenguaje y de la narración. Pero, sobre todo, pensaba en mí mismo, cuando cayó en mis manos la dichosa novela de Joyce, cuya lectura y total incomprensión estuvo a punto de frustrar mis inquietudes literarias; es decir, un joven que tiene inquietudes literarias, ha escrito ya sus primeras y cuartillas y se pregunta si aquello es o no es literatura, cometiendo el comprensible error de dárselas a leer a un amigo, de quien espera una favorable opinión. Lo primero y fundamental que el futuro escritor necesita adquirir es «confianza en sí mismo», y suficiente juicio crítico como para valorar por sí mismo si lo que escribe es o no es literatura. ¿Por qué razón su amigo va a saber sobre buena literatura más que él mismo que se esfuerza y estudia precisamente para saber distinguirla? En efecto, el primer y mejor crítico del trabajo de un escritor debe ser él mismo, hasta llegar al extremo de «desconfiar por sistema del juicio crítico de los demás», incluso de cualquier jurado de los muchos concursos literarios que se convocan en nuestro país, porque debe de estar convencido de que los premios nunca se otorgan a los mejores, sino a los que más se acomodan a los intereses y gustos del jurado, que en nuestro país, además, están generalmente constituidos por «mercenarios» de las editoriales que los convocan. ¡Impensable en el resto de Europa! Es decir, que lo primero que debe evitar es someter sus trabajos al juicio crítico de los demás si no está convencido él mismo del valor de su obra. Pero, entonces, ya será un contrasentido presentarse a concursos literarios, porque si los gana nunca Estará seguro de que ha sido por causa de la calidad de su obra, pero si no los gana, puede pensar que es por causa de la escasa calidad de su obra. No es que un escritor no deba recibir con agrado cuantos premios quieran darle, pero siempre que estos sean por nominación de terceros, como sucede con el Cervantes o el premio Nobel. Nada más desgraciado para la carrera de un joven escritor que ser galardonado con un premio literario convocado por una editorial, al que él mismo se ha presentado, porque a partir de ese momento se convierte en un «empleado» de la editorial, y ésta, que lo atará como ataron los príncipes y obispos al genio de Mozart, no le publicará nada más a menos que sea de su «gusto» y acorde con las «tendencias del mercado». Recordemos que la obra «cumbre» de muchos escritores fue precisamente la única y que se corresponde con algún premio, como es el caso de la excelente escritora Carmen Laforet, premio Nadal de 1944, con «Nada». Si realmente es un escritor no habrá impedimento para que tarde o temprano su obra sea reconocida y publicada, incluso como suele ser norma general, a título póstumo; pero si no es un escritor, puede que un premio accidental le haga creer que lo sea, pero no tardará mucho en desengañarse. Aunque no es todavía el momento de «filosofar» acerca de la personalidad del escritor, la tensión creadora sólo existe bajo la permanente necesidad de creación en sí misma, y el éxito debe reservarse para el postre de esta suculenta comida que es la vida creadora del escritor; es decir, él éxito debe llegar con la madurez, única manera de saberlo administrar y cuando ya no impedirá el futuro desarrollo creativo del escritor, porque su carrera está ya concluida por imperativo de la edad. Lo que hace feliz a un escritor es escribir y para escribir no es necesario otra cosa que una motivación, que en ningún caso debe ser la del éxito, la «vanidad» del glamour que supuestamente rodea al escritor, ni mucho menos el dinero. Por último, antes de comenzar este nuevo trabajo, he buscado toda la bibliografía que pudiera servirme de utilidad, tanto para justificar mis propios argumentos como para mencionar los de otros autores que puedan apoyar y realzar los míos. En este sentido resulta bastante frustrante reconocer que bastaría con recomendar al lector el libro de Ernesto Sábato, «El escritor y sus fantasmas», para prescindir del mío, porque todo cuanto yo pueda decir sobre este tema lo hace Sabato con una prosa deliciosa y desde la perspectiva de un escritor consagrado, extremadamente crítico consigo mismo y, por tanto, con los demás escritores. Pero, aun cuando lo citaré en múltiples ocasiones, mi trabajo pretende dirigirse a un público específicamente español, a partir de nuestra propia idiosincrasia nacional, y del contexto literario del futuro escritor a quien me estoy refiriendo. Sobre la crítica y los críticos Cualquier persona que entra en una librería con la intención de comprar un libro se convierte, de hecho, en un crítico literario, porque no comprará un libro cualquiera, sino aquel que considere, según su juicio crítico, el más interesante. Naturalmente que este juicio puede ser inducido por la publicidad, en cuyo caso no será sino un intermediario entre el crítico que ha generado la publicidad y él mismo. Pero, aun así, lo más probable es que antes de comprarlo ojear algunas páginas para ver si el «tono» de la obra encaja con sus gustos y si a grosso modo las alabanzas de la publicidad coinciden con la realidad. Es durante esa breve lectura cuando el lector se convierte en crítico, lo que quiere decir que, de todas formas, cada lector es forzosamente un «lector-crítico». Todo aquello que tiene un precio se le exige una contrapartida, porque el coste es una parte de nuestro tiempo transformado en trabajo remunerado. Podemos regalar todo menos nuestro tiempo. Incluso, aunque el dinero nos hubiera tocado en la lotería, el tiempo de leer el libro también puede ser considerado como un coste a nuestro cargo, pues ese tiempo es irrecuperable y no puede ser perdido inútilmente. Por tanto, la necesidad del juicio crítico del lector es una reacción económica y natural y está moralmente autorizado a ejercerlo. Por otro lado, el libro es una mercancía cuya finalidad es educar o entretener, y, por tanto, no puede prescindir de alguno de estos dos valores: o educa o entretiene, o hace ambas cosas a la vez. Horacio ya definió esta función del libro: «Los poetas quieren ser útiles o deleitar o decir a la vez cosas agradables y adecuadas a la vida […] Todos los votos se los lleva el que mezcla lo útil a lo agradable, deleita al lector al mismo tiempo que lo instruye». Es evidente que todo libro que «deleita» instruye el espíritu, pero no todo el que intenta instruir deleita, porque el autor no ha sido capaz de encontrar el tono y el estilo adecuado para introducir sus enseñanzas de forma amena y entretenida, como es el caso del libro sobre «Teoría literaria», de Jordi Llovet. Lo que interesa de este primer capítulo es dejar sentado que el escritor se somete al juicio crítico del lector y éste tiene el derecho moral de ejercer su crítica, de forma radical y a priori, no comprando su libro, o más pausada y a posteriori, después de haberlo comprado y leído. Pretender que el escritor pueda negar la autoridad de sus lectores de ser sus críticos o considerar sus críticas injustificadas es un gesto de soberbia que en poco le favorece. Otra cosa es que las considere acertadas o equivocadas, lo que nos llevará a considerar más adelante si la crítica, después de todo, tiene bases objetivas o siempre serán subjetivas, por lo que carecen de interés para el autor. Lo importante ahora es ver que todo lector es, como decíamos, un «lector-crítico». Naturalmente que, aunque parezca una perogrullada, conviene remarcar que no pueden desunirse ambas funciones; es decir, para ser crítico hay que ser lector y para ser lector hay que ser crítico. Carece de sentido que alguien critique un libro que no haya leído, o que alguien lea un libro y no extraiga de su lectura un juicio crítico. Pero ¿qué diferencia hay entre un lector-crítico que se limita a no comprar el libro, o si lo hace, a comentar su valoración con su reducido grupo de amigos, y el lector-crítico que tiene la oportunidad de hacer públicas las valoraciones de forma más generalizada, a través de medios de comunicación de masas? En rigor, ninguna, porque en la medida de que ambos tienen «gustos personales o comunes» tienen, a su vez, opiniones personales o comunes. La única diferencia es que al lector-crítico que trabaja para un medio de comunicación, por lo que percibe un sueldo, se le exige una mayor «amplitud en las consideraciones de su crítica». Es decir, no puede limitarse a decir «es bueno o es malo», sino que debe de dar alguna razón que justifique su juicio crítico. Pero es precisamente aquí donde surge el dilema, porque, en rigor, el crítico, sea privado o profesional, sólo puede valorar si lo que ha leído «es o no es literatura» y no si es «literatura buena o mala». Si no le parece que lo sea, debe dar sus razones, y si le parece que lo es, sólo puede remarcar las peculiaridades personales del autor y la forma en que se reflejan en su obra, porque en la medida de que es una «creación personal» no caben los calificativos de buena o mala. Las «Señoritas de Avignon» de Picasso no tienen formas sensuales, son «raras» y hasta deformes, pero no se puede decir que sea una obra «buena o mala», sino personal, «incomparable». Por tanto, más que crítica, lo que admite es un cierto «análisis» o estudio de sus formas que expliquen la razón de su estilo, lo que no significa que este análisis nos ayude a «sentir» la emoción de la obra en sí misma. Ahora bien, ¿quién sino el propio Picasso estaría autorizado para hacer este análisis?; ¿quién mejor que el propio autor puede describir los valores de su obra si ésta es personal y original? Esto nos lleva al segundo sujeto que ejerce la crítica, como es el «escritor-crítico». En el primer caso el lector no tiene en consideración las circunstancias que han hecho posible la obra. Volviendo al ejemplo de Picasso, al contemplar las «Señoritas» no piensa en las circunstancias que llevaron al pintor a deformar las imágenes, sino que se limita a valorar si le atraen o le repulsan. Lo mismo sucede con las obras literarias. Cualquier lector de Sartre no se para a pensar cuáles eran las circunstancias culturales y filosóficas que impulsaron a este autor a elegir un título como «La náusea», ni por qué la prosa es tan descarnada y hasta violenta, y se limita a ejercer su juicio crítico de acuerdo a sus propias circunstancias que lo ligan a los gustos comunes. Puede que tenga una noción de los postulados filosóficos del existencialismo y encuentre la relación entre la obra y esta corriente de pensamiento, pero puede que se limite a valorar la «estética» del libro y lo acepte o lo rechace. Ahora bien, si en lugar de ser un simple lector-crítico fuera, además, un lector-escritor-crítico podría tener en consideración, no sólo los valores «estéticos» de la obra, sino también los «éticos». Es decir, que no sólo existen lectores-críticos, sino también escritores-críticos. Entre éstos naturalmente debería encuadrarme yo mismo. Sin embargo, esto no cambia el hecho en sí de que la crítica debe limitarse a «denunciar» una obra literaria que no lo es, pero sigue sin estar autorizado a valorar una obra que sí lo es. ¿Cuál es la diferencia? Simplemente, que el escritor-crítico tiene más elementos de juicio que el simple lector-crítico, sobre todo relacionados con la técnica y el estilo. Por tanto, los críticos literarios sólo deberían serlo escritores «consagrados». En el siglo XIX y principios del XX (hasta el franquismo) las columnas de crítica literaria estaban en su mayoría ejercidas por escritores reconocidos, que eran, a su vez, objeto de las críticas de sus colegas desde las columnas de los periódicos rivales. Finalmente se «veían las caras» en el Ateneo y allí no era raro que incluso llegasen a las manos. Valle-Inclán perdió un brazo por culpa de una de estas apasionadas trifulcas. Lo que ocurrió después, y que sólo puede suceder en el entorno cultural e histórico de una dictadura, es que surgió el «crítico-crítico» –¡y además, censor!–, que ni es lector (al menos no lee para deleitarse, sino para ganarse la vida criticando o ejerciendo la censura) ni es escritor. Una vez más se trata, por tanto, de una pura abstracción imposible de concebir, como es la de un «intelectual» que carece de «personalidad». El genial escritor, Manuel Vicent, tiene una forma mucho más literaria de exponer estas diferencias: «Un intelectual no sabe llevar siquiera las cuentas de una tienda de comestibles y un poeta puesto al frente de una licorería acabaría por beberse hasta la última botella.» O lo que es lo mismo, el intelectual sin más es un crítico que no está ligado al lector ni al escritor, y no «entiende de nada», pero el escritor tiene unos gustos demasiado personales para criticar a otro escritor. En estas condiciones, las opiniones de un «simple intelectual» no sólo carecen de fundamento, sino que con toda probabilidad no sabrá ni siquiera enfocar el correcto alcance de sus críticas, que, como hemos visto, sólo puede limitarse a denunciar «fraudes literarios», o analizar las peculiaridades de las verdaderas obras literarias. El propio Jordi Llovet, que en mi opinión pertenece más a la categoría de «intelectual» que al de lector-crítico o escritor-crítico, se ve obligado a reconocer en el epílogo de su monumental tratado sobre la «Teoría literaria» que no existe tal teoría: «De lo tratado en el primer capítulo se deduce que el hecho literario, una vez establecido qué tipo de ‘objeto verbal’ es o debería ser (el entrecomillado es del original, lo que demuestra que el autor quería remarcar la dificultad de concebir tal idea); está sujeto a un conjunto de determinaciones (yo diría peculiaridades de la personalidad creadora del autor, porque lo veo como escritor y no como intelectual) de orden enormemente heterogéneo. La heterogeneidad de los factores o funciones que intervienen en el hecho literario (vuelve a eludir la realidad del hecho, como es la personalidad creadora del autor), como vimos, es razón suficiente para considerar que no existe, en propiedad, un método único capaz de agotar la materia, la sustancia y los elementos de orden tanto ‘textual’ como ‘contextual’ que se dan cita en la constitución y en la recepción de la literatura». ¿No hubiera sido más sencillo reconocer que dado que toda verdadera creación es fruto de la intuición única y personal de cada autor, tendría que haber un método para cada autor, y que, por tanto, no puede haber ninguno? Por la misma razón, ¿no simplificaría las cosas eliminando la asignatura de «Teoría de la literatura», ya que, en rigor, no puede haberla? De este párrafo se deduce que el «crítico-crítico» va creando elementos nuevos en su supuesto método a la zaga de las nuevas creaciones, por lo que, en realidad, nunca termina por tener un juicio crítico y menos «un método», porque se le va «descomponiendo» con cada nueva aportación creativa del autor. Podríamos decir, a modo de resumen, que sólo hay dos sujetos que tienen la capacidad y el derecho moral de erigirse como críticos literarios: los lectores y los propios escritores. No hay lugar para «un tercer sujeto», como sería aquel que por su función docente, política o moralizante, no es ni una cosa ni la otra, pero se autoriza a sí mismo –por deferencia y con la financiación del medio de comunicación, de la institución de enseñanza, del régimen político o de la confesión religiosa–. Puesto que no hay más que dos sujetos que merecen nuestra atención, sólo vale la pena que hablemos de ellos, porque, además, constituyen en sí mismos el núcleo de una relación dialéctica –escritor-lector– «aparentemente» inseparable. Los que pretenden incorporarse a ella sin estar realmente en una de las dos situaciones, no tienen cabida ni interés para este ensayo. Es decir, doy por sentado que tengo una total aversión por los intelectuales que «sólo son intelectuales». En primer lugar porque son «intratables», en el sentido de que como tal no pueden existir, y en segundo lugar porque los tiempos del «racionalismo de todo y a toda costa» del legado cartesiano deberían de estar ya superados. Hay cosas en las que no debe intervenir la razón, sino el sentimiento y la inspiración. Esto es pura teología, como es la «revelación», que no es más que la expresión artística de la inspiración, y la revelación no admite juicio crítico alguno. Esto es así porque la teología también tiene su propio «contexto» y fundamento y le corresponden ciertas vivencias personales que no pueden ser abarcadas por la «ciencia», como, por la misma razón, hay un contexto científico que no debe ser abarcado por la teología. ¡Cada cosa en su lugar y a su debido tiempo. Sobre la vocación del escritor Hasta los cuatro o cinco años, todos, sin excepción, somos «escritores», o, al menos, nos comportamos de la manera en que se comporta un escritor: el mundo es una hoja de papel en blanco esperando que escribamos en ella cualquier cosa que se nos ocurra, con la seguridad de que será original y fruto de nuestra intuición personal, es decir, pura y llanamente «creativo», puesto que la intuición es «todo» lo que contiene nuestro «lado oculto», o lo desconocido de nosotros mismos. El ser humano nace desarrollándose como persona, es decir, con personalidad, porque todo cuanto se manifiesta en él surge de su intuición personal. A partir de esta edad, la familia, la escuela, la comunidad y el Estado se encargan con denodado entusiasmo de anular su personalidad y en su lugar inculcarle una serie de conocimientos del «común», que una vez «memorizados», su reproducción mimética e inconsciente se supone que le asegurará la supervivencia. Nada de lo que aprende el niño le concierne ni es personal, todo está en el común y es parte del legado común o de la comunidad. Empezando por el lenguaje y terminando por una carrera, todos son conocimientos que están «fuera de sí» y tienen, sobre todo, «sentido común», que es lo que valora tanto la familia como la futura sociedad donde se desarrollará el niño. Todo aquello que está fuera de lo común está considerado como «subversivo» contra el orden establecido, cuando no como alguna forma de «demencia» o «anormalidad». El libro que citaba en el capítulo anterior está constituido por cerca de 500 páginas de conocimientos «comunes» que están en el legado de la comunidad cultural de donde han sido extraídos. No hay en todo el libro nada de «creativo» por parte de sus autores, porque la comunidad cultural a la que pertenecen les ha encargado una recopilación de conocimientos que están fuera de sí. Para que nos hagamos una idea de hasta qué punto se trata de una recopilación exenta de cualquier indicio de creatividad, la bibliografía que ofrece consta de 348 títulos, y se citan cerca de 500 autores, que, a su vez, aportan nuevas recopilaciones de conocimientos comunes, basados en otros tantos textos y no menos autores. Pero ahora viene la gran paradoja, porque estos 348 libros que aporta la bibliografía y las 500 páginas de texto en realidad están intentando «teorizar» sobre un «método» que explique la manera en que el niño crea sus «monerías infantiles», que son cosas de «niños y fuera de lo común». Es decir, por cada frase creativa se escriben un centenar de frases que tratan de «teorizar» las causas de esa creación y la forma en que se ha creado, para ver si se puede encasillar en una cierta metodología, gracias a la cual en adelante cada niñería pueda ser clasificada metódicamente. ¡Este es el sentido profundo de este «monstruoso» trabajo! Por tanto, ya tenemos una primera pista: no se trata de saber si tenemos o no vocación de escritores, sino de saber en qué momento la perdimos porque nos la anularon. En mi caso la culpa fue de una lectura inadecuada, en otros es la «suerte» de nacer en una familia bien asentada y donde cada miembro tiene ya predestinado su futuro; en otros es porque la necesidad obliga a atender con prioridad todo aquello que sirve a la mera supervivencia, etcétera. Pero no nos quepa la menor duda de que todos «nacemos siendo artistas» y en algún momento, entre los 3 y los 7 años, nos convierten en «buenos ciudadanos» con los valores propios de nuestra comunidad, además de obligarnos a adquirir unos conocimientos ajenos a nosotros mismos para hacernos «útiles» a la sociedad de lo «común». Naturalmente que la rebeldía natural se servirá de esos conocimientos comunes para «atentar» contra ellos y utilizarlos de forma creativa, para desconcierto de «teóricos» y «metódicos» cartesianos empeñados en «normalizar» lo que ellos entienden como «anormal». Sin embargo, cada época o circunstancia social, política o cultural, tiene más o menos tolerancia a lo personal. Hasta finales del siglo XVIII los artistas, es decir las personas que eran y hacían cosas fuera de lo común, eran tolerados y hasta bien recibidos, siempre que aceptaran el mecenazgo de príncipes y obispos, a quienes debían servir interpretando sus deseos, dejándoles más o menos libertad de creación. Se ha dicho mucho sobre el talante «ilustrado» y casi liberar de Federico II de Prusia, uno de los monarcas más ilustrados de su tiempo, pero lo cierto es que tuvo en su corte a músicos a los que podía imponer sus criterios personales, que no eran precisamente muy originales, y rechazó a los verdaderos artistas, a los que no podía manejar a su capricho de monarca «absolutista» (no ha habido monarcas que no lo fueran antes del predominio político de los parlamentos democráticos). En cuanto a la gran Catalina de Rusia, hizo otro tanto, así como la «liberal» Cristina de Suecia. Sólo con la revolución del Romanticismo, que llevaba aparejada la Revolución industrial y la aparición de más y mejores medios para la difusión popular de las obras de los artistas, estos se libraron de las imposiciones de los mecenas y pudieron crear más libremente. Uno de los primeros frutos gloriosos de esta independencia fue Beethoven. Mozart lucharía toda su vida contra sus mecenas, pero podemos decir sin temor a equivocarnos que «pereció en el intento». Nuestro genial Quevedo buscaba congratularse con la nobleza local, dedicándoles sus obras, y el propio Cervantes escribió su «Quijote» buscando cierto prestigio entre la burocracia estatal para ver si conseguía algún cargo estable que le asegurara su precaria existencia. Por suerte para las letras españolas no sucedió así, porque los burócratas simplemente detestan a los artistas, ya que son sus antagonistas naturales. En resumen, todos nacemos con vocación de algo creativo y personal y, con el tiempo, unos antes y otros después, esta vocación va siendo sistemáticamente anulada por el totalitarismo de lo «común», cuya acción está patrocinada sobre todo por el Estado (sustituto del monarca ilustrado del siglo XVIII). Sólo unos pocos, que sin duda son unos auténticos privilegiados, consiguen a duras penas y con enormes sufrimientos físicos, pero sobre todo morales –pues supone enfrentarse abiertamente y en soledad a la abrumadora presión de los común, cuya autoridad moral se basa precisamente en el «sentido común»– consiguen ser «fieles a sí mismos» y defender su derecho a ser creativos y originales. Sólo entre estos debemos buscar a los verdaderos escritores. Es decir, un escritor vocacional es, sobre todo, un «inadaptado» y cualquier escritor que esté «bien adaptado» deberíamos por principio sospechar que lo sea realmente. Precisamente ésta es la tarea que me he propuesto con este libro, que no es otra cosa que reivindicar el derecho de algunas personas de ser ellas mismas. Personas que son despreciables y despreciadas, marginadas y condenadas a la exclusión social, a las dificultades económicas, a la sospecha de traición a los valores «comunes», como la patria, la nación, la cultura nacional, la religión dominante, la raza y hasta la selección nacional de fútbol. Por tanto, y volviendo al tema de este capítulo, cualquier «individuo» –más adelante veremos la fundamental diferencia entre «individuo» y «persona», en la que radica todo el ser mismo del artista y del escritor– que sienta la necesidad de «rebelarse contra la norma impuesta por el común» tiene vocación de ser algo de acuerdo a su propia personalidad; su propia norma interna, y lo que queda por averiguar es, por un lado, en qué disciplina puede manifestar mejor su necesidad de rebeldía, y, por otro, hasta qué punto su deseo de liberación de lo común es suficientemente fuerte como para asumir todos sus inconvenientes, o si se conformará con una «cómoda rebeldía», a medio camino entre lo común y lo personal. Esta tibia actitud es la más corriente y es por esa razón que la mayoría de los escritores son también tibios y corrientes. Recordemos que León Tolstoi, que era un hacendado aristócrata, murió en la sala de espera de una estación de ferrocarril precisamente porque estaba dispuesto a «todo» con tal de que prevaleciera su deseo de vivir de acuerdo a su conciencia personal, algo que su buena y «sensata» esposa no pudo comprender. Recordemos también que los escritores que tras un periodo de rebeldía, fructífero y creativo, se «acomodan» a los valores y gustos del común «pierden su genialidad y frescura personal», como, por ejemplo, fue el caso de Camilo José Cela, cuya rebeldía de última hora se limitó a lo verbal, pero sus obras posteriores a «La Colmena» están ya dentro del promedio de los escritores mediocres de su generación. No es fácil saber si nuestro deseo de rebeldía puede manifestarse a través de la literatura o de otras disciplinas, que pueden ser sin duda tanto artísticas como científicas, o incluso religiosas o hasta deportivas. Probablemente Antonio Machado hubiera sido un buen pintor si en lugar de estudiar una carrera de letras se hubiera ejercitado en las artes plásticas. Por lo mismo, no sabemos si Goya no hubiera sido un buen escritor de haberse iniciado en algún estudio relacionado con las letras, porque su pintura tiene mucho de literaria. Para averiguar cuál de todas las disciplinas se ajusta mejor a nuestro «natural» la mejor manera sería «probándolo todo» y quedándonos con la que «mejor se nos diera» o con mayor facilidad pudiéramos expresarnos. De todas formas, son los estudios impuestos por el común los que suelen condicionar nuestra posible vocación. No nos extrañe que «se crean escritores» casi la mayoría de los periodistas y catedráticos de filología y que la mayoría de los políticos, supuestamente vocacionales y con deseo de «servicio público» provengan de la abogacía. Lo que sucede es que la vocación se manifestará a través de la «herramienta» que mejor dominemos. Puesto que los escritores trabajan con el idioma, son entre los que estudian carreras de letras, en especial periodismo y filología, donde surgen la mayor parte de los escritores, sobre todo los «malos escritores». Sin embargo, puesto que habíamos visto que la vocación es sobre todo una «actitud personal frente a lo común», tanto la carrera de periodismo como la de filología son las más «anti-literarias» de cuantas se puedan estudiar, por esa misma razón la mayoría de los «periodistas-escritores» son una auténtica mediocridad, por no decir simplemente que no lo son. Ahí están el significativo ejemplo de Dan Brown, que muestra cómo un periodista que escribe supuestas novelas no quiere decir que sea escritor, cuya pseudo novela «El código da Vinci» no es más que un relato periodístico en forma de novela, o una historia-novelada y no una novela-histórica. No nos extrañe que este tipo de productos, profundamente corruptos, provengan de una sociedad donde domina el interés económico sobre cualquier otra consideración ética o estética. Aspecto que está proliferando también en España. Este libro no ha hecho daño a la Iglesia católica en absoluto, antes bien la ha popularizado en un momento de secularización y ateísmo galopante. A fin de cuentas los cristianos modernos creo que pueden estar dispuestos a aceptar que Jesús se hubiera casado y hubiera tenido descendencia, sin que por ello la ejemplaridad de su vida y su mensaje cambien en absoluto. Pero el daño lo ha producido sobre todo a los valores de la literatura universal, porque ha enviado un mensaje a millares de periodistas de todo el mundo de que una novela de «éxito» consiste en «novelar un hecho histórico» escandaloso y con cierto morbo, al margen de la creatividad y el estilo personal, y cientos de ellos andan ya consultando los archivos de todo el mundo en busca de alguna «Sábana santa falsa», «una conjura templaria desconocida», «una profecía jesuita oculta en algún incunable», un «Santo Grial reaparecido en una catedral cismática», etcétera. Por tanto, aunque el surgimiento de un verdadero escritor no depende de su conocimiento y dominio previo de la lengua, que puede adquirirlo una vez que reconoce su vocación, obviamente le facilita el trabajo. Lo que prueba la existencia de una vocación no es más que una actitud de rebeldía y renuncia a los convencionalismos del común para emprender la arriesgada tarea de «ser uno mismo», expresando esta personalidad a través del uso de la lengua. Es decir, la vocación del escritor se «revela» cuando cree en sí mismo y está decidido a sacrificar la seguridad y estabilidad que proporciona el común a cambio de los frutos de su creatividad personal. Por lo tanto, asumir la vocación constituye, sobre todo, un sacrificio profundamente angustioso y que, casi con toda seguridad, durará de por vida, pues el artista nunca «sintoniza» con lo común y vive en una permanente soledad consigo mismo. Lo paradójico es que, una vez adquirida esta seguridad y adoptada una actitud responsable, el «mundo» desaparece de su alrededor y en su entorno no hay más que las criaturas de su propia creación, y sólo ellas constituyen los fundamentos de su seguridad y estabilidad. Lo dramático, para el sentir común, es que una vez llegado a este punto, el triunfo le será indiferente, porque el hecho de ser uno mismo ya constituye un triunfo en sí mismo, que, además, no sólo produce satisfacción personal, sino felicidad. Por cierto, «verdadera felicidad», porque ésta es el fruto de la liberación de toda tiranía, incluida la tiranía de lo común. Por último, si no le preocupa el éxito no existe posibilidad alguna de que pueda fracasar. El escritor vocacional triunfa ya por el hecho de serlo sin necesidad de que nadie se lo diga ni le premie. ¿Quién es un escritor? Naturalmente que todo el que escribe libros, tenga o no éxito, no quiere decir que sea necesariamente un escritor. Es más, la gran mayoría no lo son. Pensemos por un momento que tan sólo un centenar de autores han merecido pasar a la posteridad y es absolutamente probable que sobrepasen el millón los escritores que habrán llegado a publicar algo a lo largo de su vida. Del Siglo de Oro español, que fue extraordinariamente profuso en escritores, apenas si podemos mencionar una docena de ellos. De los escritores actuales no más de una docena merecerán figurar en la historia de la literatura del siglo XXII. La gran mayoría de los que llenan en estos momentos nuestras librerías, sobre todo los galardonados por premios convocados por editoriales, habrán desaparecido de la memoria colectiva. Y de esa docena destacará uno o dos, que con toda probabilidad, y puedo jugarme mi propia posteridad, no habrán sido premiados en ninguno de ellos, simplemente porque nos habrán caído en la torpeza de presentarse a estos concursos. El verdadero escritor se premia a sí mismo con la satisfacción de una obra bien escrita. Nadie mejor que Borges para expresar esta idea: «Sería espantoso saber que voy a seguir siendo Borges [en la supuesta eternidad]. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero librarme de todo eso.» Si me he formado una idea de lo que debe ser un escritor, ésta no puede basarse más que en mi propia experiencia personal. ¿Cómo si no podría escribir sobre algo de lo que no tengo una vivencia personal? ¿Cómo puede el escritor escribir si no es a partir de sí mismo y de su propia inspiración? En efecto, mi opinión sobre las características que definen a un escritor y la manera de distinguirlos están en mi propia experiencia personal, simplemente porque después de superado el «trauma» de la lectura del «Ulises», y casi a punto de cumplir los sesenta años, un buen día me dije a mí mismo que ¡por fin ya era un escritor! Esto no implicaba una valoración, es decir, no estaba seguro de si era bueno, mediocre o malo, simplemente, que ya era escritor. Antes de entrar en esta delicada materia, quiero anticiparme a decir que es mejor ser un mal escritor que un habilidoso escribiente, porque un escribiente no puede ser bueno ni genial ni imaginativo, es decir, no merece valoración alguna. Aunque a lo largo de este ensayo tendremos múltiples oportunidades de valorar los que no son escritores, pero que escriben y publican libros, penetrar en este misterio de la personalidad artística de ciertas personas nos lleva a determinadas consideraciones de tipo filosófico, porque la diferencia que estamos buscando está en la definición tanto de «individuo» como de «persona», siendo el individuo la negación de toda creatividad artística y la persona el artista por su propia naturaleza. Por esta razón no nos queda más remedio que hacer una breve incursión en el significado de estos dos conceptos. La realidad de todo lo que existe está constituida de partes. Las partes constituyen las sustancias de lo que está hecho el todo. No hay duda de que un todo no puede existir si no está constituido de partes. El todo es la suma de las partes, por lo que el todo se convierte en lo «común» y la parte lo «individual» de lo que está formado el común; es decir, la parte necesariamente deben de estar constituida por elementos «comunes», de manera que se convierte en un «individuo» constituido por una parte de lo común del todo. Por tanto, todos los individuos son necesariamente «iguales» frente a lo común. Por ejemplo, los miembros de una nación son todos «iguales», porque si no lo fueran sería de «otra nación». Todos los españoles forman España, y España, a su vez, sólo puede estar formada por españoles. De lo que se deduce que cada español es un «individuo» que forma parte del «común» que es la nación española. Pero la nacionalidad la ha adquirido de forma «circunstancial» por el hecho de haber nacido en España, y no porque sea su propia decisión personal, puesto que cuando fue inscrito como ciudadano español carecía de la posibilidad de renegar o aceptar la nacionalidad que se le imponía. Por tanto, todo lo común está necesariamente formado por individuos de características comunes. Cualquier posterior desarrollo de lo individual sólo puede ser si conserva las características comunes, que constituyen un conocimiento «tradicional». Así, lo común se defiende a sí mismo manteniendo la tradición que constituyen los «valores comunes que forman la identidad global de lo común». Por tanto, el individuo sólo puede evolucionar si «reproduce» esos valores en su propia producción o descendencia; o lo que es lo mismo, la evolución del individuo es fundamentalmente «productiva y reproductiva», porque utiliza elementos que «ya están en la realidad de lo común». Todo este largo rodeo argumental es para justificar que lo común carece de la capacidad de «crear» y se limita a «reproducir», porque la creación no pertenece al ámbito del individuo, sino al de la persona, y todavía no hemos visto de dónde surge la personalidad y cuáles serán las consecuencias de su aparición. Pongamos un simple ejemplo: el campesino es un individuo que repite ciertas técnicas para «producir» alimentos. Todos los campesinos tienen costumbres y hábitos comunes: Si no siembra no recoge; si no alimenta su ganado no tendrá carne; si no podan los árboles no darán los frutos deseados. Todos estos conocimientos son «comunes» en todos los campesinos y todos hacen lo mismo con mejores o peores medios o técnicas. Si un campesino se rebelara contra la naturaleza y pretendiera «producir» trigo sin haberlo sembrado sin duda que cometería un verdadero disparate y simplemente se arruinaría. Sin embargo, incluso un campesino no pude dejar de observar que la naturaleza nunca reproduce dos cosas idénticas, y que por alguna razón se empeña en producir sustancias diferentes que, con el tiempo, llegan a mutar y ser otras sustancias. Es decir, que la naturaleza es «creativa», pero su lentitud produce la impresión de que no lo es. Esta constatación inevitable llevó a Aristóteles a comprender que todas las sustancias aparentes y presentes pueden ser otras distintas en potencia, contradiciendo el «absolutismo» ideal de Platón. Lo que a nosotros nos interesa es saber que «todo individuo puede dejar de ser parte de lo común y ser otra cosa en potencia». Pero como en la realidad no hay sino lo común, ese algo más sólo pude surgir de sí mismo. Es decir, todo individuo es una «persona en potencia», y ser una persona significa reconstruir la realidad a partir de un conocimiento que debe surgir de sí mismo y que no tiene ninguna relación con lo común. Si la persona puede encontrar conocimientos en sí mismo que no están en lo común es sin duda porque dentro de cada persona hay «un mundo completo y complejo» que sólo espera ser «revelado» por la voluntad del individuo, decidido a rebelarse contra lo común. Podemos comprender la necesidad de la rebelión de la persona frente a lo común si pensamos que los conocimientos comunes tuvieron que tener un origen «revelado» por una persona. Para la teología, y está en lo cierto, la «revelación» es la forma en que «Dios» se muestra a la persona que hay en un individuo «excepcional» (entrecomillo Dios porque lo interpreto no con el sentido teológico, sino como la «sustancia» que provoca toda inspiración y revelación). Por tanto, toda revelación es «categóricamente cierta» por proceder de la esencia misma de toda fuente de conocimiento trascendental, como es la mente de una persona. Ahora ya podemos volver al enunciado del capítulo y concluir que el escritor es aquel que se nutre de sí mismo, en una constante creación personal –más objetivamente podríamos decir «recreación», puesto que todo está ya creado, aunque permanezca oculto–, y que el no-escritor es aquel que «reproduce» lo que ve o ha visto y retiene en su memoria, dándole una forma convencional según los usos comunes del lenguaje más o menos «decorado» o «manipulado». Nada mejor que este párrafo del cuento de una popular escritora ya desaparecida como ejemplo de lo que no es literatura. Se trata de este simple diálogo: «—¡Tira!... Un poco más atrás, un poquito más. ¡Ahora! ¡¡Bueno!!» Es evidente que la escritora no «crea» el personaje del empleado de mudanzas dando órdenes al chófer del camión, sino que lo «reproduce», porque debe recordar haber escuchado a este empleado decir esas mismas palabras y cuando las reproduce intenta «imitar» incluso la modulación y fuerza expresiva poniendo una doble admiración en «¡¡Basta!!». Sin duda que debería recordar que el empleado ponía más énfasis en el último «¡Basta!» y lo remarca con una doble admiración. No está creando, está recordando y reproduciendo, como si aquella frase la tuviera guardada en una grabadora. Pero el cuento empieza ya mal y denuncia claramente que se trata de un relato «reproducido» de la realidad, insustancial, nada creativo y hasta desconsiderado. Ya en el segundo párrafo dice: «Los entumecidos, legañosos barrenderos, cuyas voces sonaban como dentro de una cueva…» Una vez más se trata de una reproducción memorizada. Porque no hay nada personal ni creativo, si los hubiera recreado o personalizado, hubiera deducido por sí misma que los barrenderos están acostumbrados a madrugar y, por modestos que sean, se lavan la cara por las mañanas antes de acudir al trabajo. Pero esta popular autora no estaba preocupada por esas menudencias, porque tenía prisa por enmarcar el escenario del cuento y a estas primeras descripciones no les concede la mínima importancia ni valor literario alguno. ¡Las copia y listo! Simplemente, asocia madrugada con legañas, de manera que cualquiera que se mueva por la madrugada debe de andar legañoso, sea un barrendero o un cura que fuera a dar la extremaunción a un moribundo. Por tanto diría: «El entumecido cura, legañoso, cuyas oraciones sonaban como dentro de una cueva...», etcétera. Por tanto, ya tenemos, más o menos, enmarcada la idea de lo que es un escritor y ahora nos queda, para completar el enunciado de este capítulo, saber cómo se «distingue». Pero aquí nos surge una nueva paradoja, puesto que no puede distinguirse lo que no se muestra, y la esencia misma del escritor está en su personalidad, es decir, en su «alma», que obviamente carece de atributos visibles, por lo que los escritores, en realidad, no se distinguen de un individuo común. Cualquier aparente individuo común y corriente que moja un cruasán en un café con leche en la cafetería de una estación de ferrocarril puede ser un genial escritor. No es en la forma «aparente» como se distingue un escritor, sino en la forma de «ser y sentir», y, obviamente, sólo el trato personal permitiría distinguir sus cualidades «personales». Precisamente por esto, la mejor manera de distinguir a un no-escritor es por sus signos distintivos. Cualquier supuesto escritor que muestre signos distintivos, de manera que el común de los individuos al verlo se digan a sí mismos: «Éste debe de ser un escritor», tengan la seguridad de que con toda probabilidad será un fraude. Ramón Gómez de la Serna llegó al extremo de intentar «distinguirse» como escritor vistiendose de torero para llamar la atención en algunas de sus presentaciones. Sin duda que mi opinión sobre este escritor no es en absoluto favorable. Los individuos, que padecen la alienación de lo común, intentan inútilmente rodearse se signos externos de distinción, pero estos signos externos no hacen sino aportar la distinción que hay en los objetos en sí mismos. Por desgracia en nuestra sociedad, donde predomina el individuo sobre la persona, «el hábito hace al monje». Claro que el refrán tiene sentido si hablamos de «monjes», es decir, carecería de sentido si dijéramos «el hábito hace al rico». En otras palabras, los signos externos denuncian la «falta de personalidad» de quienes los llevan y su alienación como individuos a lo común. En realidad, el escritor no se distingue porque «sólo es escritor mientras escribe», después deja de serlo, de la misma manera que el actor sólo es realmente actor cuando está sobre el escenario. Por tanto, lo que distingue a un escritor es, sobre todo, su obra y, a lo sumo, su trato personal. En otras palabras, de un escritor lo que realmente importa es su obra. Pero, por otro lado, las personas no tienen apenas comunicación con los individuos, porque les resulta penoso hacerse una idea de los valores comunes, cuando su vida se rige enteramente por valores personales. No es rebajarse, sino contemporizar con opiniones y criterios que ya no forman parte de sí mismo. En realidad un escritor no tiene ninguna posibilidad de establecer ningún tipo de diálogo con el mundo «exterior», constituido por elementos comunes y tradicionales, a pesar de que sin duda tiene necesidad de mantener abierta alguna forma de comunicación para proveer su propia subsistencia y, en parte, argumentos para sus obras literarias. Una vez que vive en su mundo personal, éste se convierte en un mundo cerrado y completo en sí mismo, sin otra necesidad que la de crear y crearse a sí mismo. No es fácil tratar o convivir con un escritor, y mucho menos complacerle si el interlocutor no es, a su vez, otro escritor o, cuando menos, una persona o un artista. No porque deban coincidir en sus valores personales, que obviamente es imposible, sino porque, al menos, comparten soledad y saben cuáles son sus causas. Por tanto, el escritor es una persona que se rebela contra lo común, pero que no se distingue, sino es a través de sus obras y de su trato personal. Lo que nos lleva a la simple conclusión de que lo fundamental de un escritor no es su persona, sino el fruto de su personalidad; es decir, ¡sus obras! ¿Qué es una obra literaria? Comprendo que se me pueda acusar de derrotista y hasta de ácrata al atreverme a decir que Ortega y Gasset, a quien consideramos como el gran «filósofo» español de todos los tiempos, en mi opinión fue, sobre todo, un intelectual inteligente que pensó mucho sin que su pensamiento diera origen a ideas que pudieran ser consideradas como postulados para una nueva corriente filosófica genuinamente española. Gasset se encontró con el dilema de la «españolidad» tras el fin del Imperio español, lo que absorbió la mayor parte de su capacidad intelectual, además de vivir en un ambiente de gran crispación política, en la que tuvo que trabajar. Tuvo la fortuna de encontrar una frase sobre «el yo y su circunstancia», que le ha valido entrar en la posteridad. Ahora tengo que citarle en su concepción de la literatura, contenida en su ensayo «La deshumanización del Arte». Gasset dice que el «arte moderno no sólo es impopular, sino que es también antipopular; siempre tendrá a las masas en contra». Por tanto, venía a confirmar mi tesis sobre la imposibilidad creativa del individuo, que no produce otra cosa que «arte popular», y proponía un arte «deshumanizado», como una expresión genuina de la personalidad creativa del artista, una vez que la persona surge del individuo y rechaza la estética y los valores del común. Todos los llamados «Novecentistas» estaban decididos a romper con la «tradición» con propuestas estéticas «fuera de lo común», lo que supuso su enfrentamiento con la anterior «Generación de 98», en su mayoría escritores naturalistas, apegados a lo popular y a lo común, como el mismo Unamuno. Por tanto, es necesario que el escritor creativo siempre tenga a las «masas» en contra; las tuvo en tiempos de Homero, durante el Renacimiento, en la Ilustración, en el Romanticismo, y durante la revolución de las clases medias que tanto le obsesionaban y que él llama «las masas». Pero, en mi opinión, en su ensayo Gasset no se detiene a considerar que el arte es contemplado por dos sujetos perfectamente diferenciados, y que ya he intentado definir en este trabajo: el individuo y la persona. El individuo no puede tener más gusto por el arte que aquel que ya forma parte del común, a lo que Ortega y muchos intelectuales de su tiempo, incluido Unamuno, llaman lo «popular», del que se nutre sin adquirir nada personal. Pero la persona, por su propia concepción, obviamente sólo puede tener gusto por el arte que se ajusta a su personalidad. De manera que todo arte nuevo choca inevitablemente con unos y con otros, y no es admitido hasta por lo menos transcurrida una generación, cuando por fin entra a formar parte de los valores estéticos de lo común, pero entonces en su mayoría ya están desfasados, ¡pero no superados! Simplemente se añaden al acervo cultural de la historia. Cuando el músico ruso Igor Stravinsky escandalizó al público «común» parisino con su ópera revolucionaria «La consagración de la primavera», hasta el extremo de que aún hoy sus propuestas estéticas no están todavía plenamente aceptadas por los valores de lo común, hacía sólo una década que Verdi había estrenado, en 1893, una de sus últimas óperas, «Falstaff». Para entonces ya el común había aceptado plenamente la «gran ópera italiana», cuya programación estaba asegurada en todos los teatros operísticos del mundo, pero Stravinsky tendría que esperar hasta la siguiente generación. Es raro el autor con personalidad creativa que goza de reconocimiento en vida, y si lo hace debemos sospechar de su creatividad y originalidad. Con este comentario sobre la obra de Gasset sólo quería introducir el hecho de que toda obra de arte personal y creativa, en este caso literaria, tiene garantizado el «rechazo» del «lector-individuo», cuyo gusto está educado en los valores del común o tradicionales, a menos, claro está, de que no sea realmente una genuina obra de arte, fruto de la creación personal de un artista, sino la reproducción de un «artesano», de acuerdo a los gustos comunes de su tiempo. En resumen, si al hablar del escritor tratábamos de establecer la diferencia entre «individuo» y «persona», ahora tenemos que diferenciar sus obras, porque el individuo sólo «produce» o «reproduce», en tanto que la persona «crea» o «re-crea». Por tanto, en este capítulo lo que nos interesa es establecer la diferencia entre una «reproducción» (o una copia de lo que existe, es decir, un estereotipo) y una «recreación» (o creación original). Por tanto, una obra literaria es aquella que cuenta una historia después de haber sido «interiorizada» por una persona creadora, de manera que lo que pueda haber en ella no es sino una «interpretación» personal de la realidad, ¡nunca un estereotipo, que puede ser tan libre e imaginativa como lo sea el propio autor! Por el contrario, un obra que no es literaria es aquella que cuenta una historia «tal y como sucedió» y cómo el autor la recuerda sin haberla «interiorizado», lo que quiere decir que el autor no crea, sino que «reproduce estereotipos» en una obra a la que no podremos calificar de literaria. Una obra literaria se percibe porque transmite la sensación de «originalidad», y aunque nos cuente una historia «común» –de hecho debe nutrirse del común–, la personalidad creadora del autor nos trasmite la idea de que es algo fuera de lo común. Es decir, lo que se percibe en primer lugar en una obra literaria no es la historia en sí misma, sino al autor y su creatividad. Agatha Christie cuenta historias «comunes», pero lo hace de tal manera que lo que nos impresiona más que la historia es la propia autora, que hace que la historia común adquiera la categoría de fuera de lo común. Charles Dickens sólo contaba historias comunes que llegaban con facilidad al lector «común» de su tiempo, pero lo hacía de manera –y no vamos a entrar en estos momentos en los estilos literarios– que parecían fuera de lo común. Sin duda que Dickens no escribía nada que no hubiera interiorizado previamente. Cada personaje de Dickens no es un personaje de la vida real, sino un «personaje-real-recreado-por-Dickens», lo que lo hacía extraordinario y fuera de lo común. Los ingleses son especialmente dados a recrear historias comunes y elevarlas qa la categoría de fuera de lo común por su sentido pragmático de la existencia. Por el contrario, los alemanes o centroeuropeos, fruto de un idealismo histórico endémico, son más dados a inventar historias fuera de lo común, con lo que se ahorran el tener que interiorizar las experiencias de la vida real. No concibo a un escritor alemán escribiendo por ejemplo «Vanity Fair». El ejemplo más puro de lo que trato de expresar está sin duda en el checo Frank Kafka, quien recrea las historias a partir de situaciones absurdas o irreales, pero que son recreadas como si no lo fueran, pues cada personaje se mueve entre situaciones absurdas, pero las vive como si fueran sensatas y razonables, y ésta es precisamente la peculiaridad de ese estilo que llamamos precisamente «kafkiano», único, personal e inimitable. Si lo que descalifica a una obra literaria es que carezca de estilo, técnica o argumento, se puede transigir en la técnica y en el argumento, pero nunca en el estilo, es decir, la inspiración. ¡No hay literatura sin inspiración! O lo que es lo mismo, no podemos hablar de que tenemos una novela si no está «inspirada». La mayor carencia entre los escritores españoles actuales es precisamente ¡la inspiración! La novela moderna, cuya paternidad no tengo inconveniente en dársela a Miguel de Cervantes, pero que tiene precedentes en Homero o en el relato medieval «Tirant lo Blanc», es un relato en prosa con una extensión mínima que permita al lector «vivir» la acción que transmite el contenido, lo que no se consigue con una extensión breve, o lo que llamamos «novela corta» o «cuento». Tal vez podríamos ampliar esta definición diciendo que toda novela debe contener una historia completa y no una escena aislada de una historia, que sería un capítulo. Como las definiciones nunca se agotan, podemos decir también que una novela es «un mundo con sentido completo, que tiene un principio o planteamiento, una trama o acción y un final o desenlace»; es decir, que tiene lo que tiene la vida misma, porque la novela es parte de la vida misma. Por tanto, cabe todavía una última definición más «radical», como es que una novela es «una vida personal recreada escrito en un libro». Sobre lo que es o no es una novela se ha teorizado hasta el aburrimiento y el absurdo y se seguirá haciendo, pero me temo que la mayoría de los que especulan sobre la esencia misma de la novela «nunca han escrito una novela», porque son los temidos «críticos-críticos», que ni son «lectores-críticos» ni son «escritores-críticos», tal y como habíamos visto en el capítulo anterior. ¿Cómo teorizar sobre la educación de los hijos si no se han tenido hijos? ¿Cómo hablar de las consecuencias sociales del hambre si nunca se ha padecido hambre? ¿Cómo saber de fútbol si nunca se ha jugado un partido? Podía teorizar sobre lo que es una novela Miguel de Unamuno, y hasta atreverse a cambiar su sustancia para escribir «nívolas» en lugar de novelas; podía hacerlo Valle-Inclán, Baroja o Azorín, pero nunca alguien que nunca ha escrito una novela. Si la novela no fuera un trozo de vida personal escrita en un libro, la novela en sí misma no tendría de dónde surgir, porque si surgiera de la «nada» y de la pura abstracción del lenguaje, entonces diríamos que es un «poema» y no una novela. Sólo la poesía puede superar el condicionante de tomar su acción de lo real para hacerlo de lo irreal o inexistente, porque la poesía es puro sentimiento, expresado a través de la sugestión de la palabra. Pero si hemos de distinguir entre poesía y novela, tenemos que acordar que ésta tiene que ser «algo más que poesía», o dicho de otro modo, tiene que contener algo «sustancial», además de lo «insustancial» de la emoción propia de la palabra. Ese algo es precisamente la «historia» que cuenta toda novela. La poesía no necesita contar historias, pero la novela no puede ser si no cuenta una historia. Por tanto toda novela debe tener necesariamente «estilo», «técnica» y «argumento», o lo que es lo mismo, «forma» y «fondo». Si carece de una de estas condiciones, puede ser cualquier otra cosa, con valor en sí mismo, incluso tanto o más como el que pueda tenerlo una buena novela, ¡pero no será una novela! Sobre esta diferenciación habrá tiempo de hablar cuando analicemos supuestas novelas que no lo son, pero también puede darse el caso de poemas que, en realidad, son novelas, como son los poemas épicos de Homero y de la mayoría de los clásicos. No serían novelas si los hechos fueran «históricamente probados», pero en tanto que en muchos casos no son sino «mitos» «recreados» por el autor, trascienden tanto la poesía como la historia y, en rigor, se pueden leer como «novelas». Lo mismo sucede con la Biblia, que pueden ser leída como una «novela revelada», en la medida de que sus relatos han sido previamente interiorizados por sus «profetas» gracias a la revelación o sus fuentes de inspiración. Pero estas fuentes puede considerarse que son las mismas de donde surgen todas las novelas, es decir, la «intuición», que no es otra cosa que la «revelación de lo desconocido de nosotros mismos», y la intuición es el lugar donde reside cualquier idea de lo que podemos llamar «Dios». Dios es siempre una revelación que surge de la intuición de una persona, pero en lugar de entenderlo desde la perspectiva aristotélica, imperfecta y en permanente evolución, que sería el caso de la novela, lo vemos desde la perspectiva platónica, «perfecta» e «inmutable». En esencia, la Biblia surge del mismo lugar que surge El Quijote, sólo varía la intencionalidad y la concepción personal de la propia inspiración. Sobre esta idea nos dejaron una muestra inequívoca los místicos, en especial San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, quienes sin duda consideraban sus escritos como inspirados por Dios, de otro modo no serían místicos. Sobre esto también Sabato tiene la misma opinión, pero la expone citando a Delacroix: «La creación artística se asemeja en ciertos aspectos a la contemplación mística, que puede ir también desde la oración confusa hasta las visiones precisas». Por tanto, ahora tenemos que centrarnos en analizar hasta dónde puede llegar la forma de una novela para no destruirla; es decir, para anular el fondo, y hasta dónde debe llegar el fondo de una novela para no eliminar la forma, en cuyo caso volveríamos a tener otro desastre literario y la anulación de una novela. Puedo anticipar que según esta consideración muy probablemente el 90 por ciento de las supuestas novelas que se nos ofrecen en las librerías españolas no lo son realmente. Más adelante veremos cómo incluso otras supuestas novelas premiadas en concursos, bien dotados económicamente, lo que no quiere decir que sean prestigiosos, como el premio Planeta y el Nadal, tampoco lo son en absoluto. Como extremo en todos los sentidos, pues transgrede todo los más mínimos principios de la ética editorial, está el caso de la «pseudo novela», «La cruz de San Andrés», del desaparecido genial escritor, premio Nobel, Cervantes y Planeta, Camilo José Cela. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, los «culpables» de tamaño error figuran para la historia de los despropósitos en la edición del libro premiado, como miembros del jurado que la premiaron. No conozco ningún clásico en que no se den estas dos condiciones. Incluso el demoledor «Ulises», culpable de todos mis padecimientos literarios, tiene «fondo» o «argumento», y con más o menos dificultad, el lector puede seguir las peripecias de la historia, sin que ello quiera decir que deba tener una relevancia especial. Lo que intento decir es que si el estilo es demasiado abrumador, el lector no tiene oportunidad de seguir el argumento (caso de «La cruz de San Andrés», que no es una novela), y si la acción es demasiado abrumadora, el lector no tiene oportunidad de detenerse a considerar el estilo (caso de «El código da Vinci», que tampoco es una novela). Es decir, puesto que quien debe importar al escritor es el «lector-crítico», éste al comprar una novela al menos debe de dársele realmente una novela. Otra cosa es que por sus gustos, adquiridos del «común» y manipulados por las editoriales sin moralidad literaria alguna, no aprecie en su justa medida el valor intrínseco de la obra, y le gusten o le disgusten, que es otra cuestión y que ya hemos visto con anterioridad. El panorama literario español está «hasta la bandera» de pseudo novelas, donde estilo, técnica y argumentos no son sino malas «reproducciones estereotipadas», carentes de todo indicio de creatividad personal. En algunas se dan casos de puro y simple «oficio», o pura y simple «trama» (ni siquiera podemos llamarlo argumento), lo que no salva la novela del naufragio total y sin supervivientes, porque resultan simplemente ilegibles desde cualquier punto de vista que se intenten leer. El estilo es otro de los dulces paneles de miel que atraen a los críticos-críticos, pues su agudeza consiste en ser capaces de «clasificarlos» de acuerdo a ciertas claves que, al parecer, sólo ellos están interesados en encontrar. El lector no está interesado en saber si una novela es «realista», «naturalista», «simbólica», «surrealista» o «estructuralista»; el lector simplemente quiere que la novela cumpla su función, como es la de satisfacer su necesidad de estímulos sensibles positivos, que viene a significar en palabras llanas, entretenerle y gustarle. El escritor, por su parte, no puede hacer otra cosa que escribir de acuerdo a su natural o personalidad, sin pararse a pensar si será miembro sin saberlo de alguna de estas corrientes literarias. Por tanto, ¿a quién interesan las corrientes, escuelas o tendencias? La respuesta es obvia y no voy a redundar en lo mismo una vez más. Los premios literarios En cuanto a los premios literarios convocados por editoriales y su nefasta influencia en la creación literaria, creo que una simple metáfora puede ilustrar la radical falta de ética profesional de estas editoriales. Es como si un dentista convocara un premio a la peor dentadura dotándolo con cien mil euros, a condición, claro está, de que el premiado y los finalistas se arreglen la boca en su clínica, que les costará ¡ciento cincuenta mil euros! La relación y falta de ética profesional es la misma. Todos los premios literarios convocados por editoriales son «razonablemente» sospechosos de incurrir en fraudes. Pero volviendo a la cuestión de los estilos, puedo encontrar otro argumento mucho más contundente que prueba lo inútil de estos encasillamientos y, sobre todo, lo contraproducente para la creación literaria. Se dice que existe una determinada corriente cuando varias obras tienen rasgos comunes. Lo que sucede, por tanto, es que un creador original tuvo «imitadores». Por tanto, toda escuela está constituida por un «escritor» y varios «no-escritores» o «imitadores». Hemos visto cómo al diferenciar el individuo de la persona lo que caracteriza a la persona es que resulta teóricamente imposible que existan dos iguales, porque los rasgos personales están para diferenciarlas entre sí. Por tanto, no puede haber dos escritores iguales ni que escriban con el mismo estilo, sobre la misma temática y en la misma época. Si esto sucede es porque «alguien debe de copiar de alguien». Si no hubiera críticos tampoco habría escuelas y, por tanto, ningún pseudo escritor tendría «pautas» para llevar a cabo su «producción» literaria, y tendría que limitarse a desarrollar su propia «creación» literaria. Incluso, aunque se diera el caso de que varios escritores creativos coincidieran en ciertos aspectos, como el caso del Emilio Zola y Víctor Hugo, o Benavente y Galdós, el «encasillarlos» en una corriente es profundamente molesto e irritante para el propio escritor, que, como decíamos, es otro de los sujetos que tiene derecho a ejercer la crítica. En resumen, el afán de los críticos por agrupar escritores en corrientes o escuelas no hace sino promocionar a malos escritores que, al carecer de capacidad creadora, desarrollan cierta habilidad para la copia y la reproducción de los que sí la tienen. A las grandes editoriales «globalizadas», que han perdido toda «decencia literaria» (por su culpa ya casi no quedan pequeñas e independientes con decencia literaria) no les importan estos detalles, porque la elección de los originales es tarea de «empleados» de la cultura, críticos-críticos, más preocupados por las primas de «producción y ventas» que tendrán en la nómina a finales de mes que por estas «sutiles» consideraciones éticas y estéticas. Por otro lado, estas editoriales no están en el negocio de la literatura, sino de los libros. Lo que estos contengan no les preocupa mucho si se venden bien. Estas monstruosas editoriales globalizadas han llegado a la paradoja de convertirse en los peores enemigos de la literatura de creación. Y si lo dudan, ahí está una vez más el escandaloso y vergonzoso caso de «El código da Vinci», y su secuela de libros similares. Por tanto, ya es difícil encontrar literatura en los estantes de las librerías, y es más que probable que la buena literatura a estas alturas esté todavía inédita en el cajón de la mesa de trabajo de miles de verdaderos escritores, que no están bien relacionados ni tienen amigos en los medios de comunicación para que les «hagan una buena crítica». No nos debe de extrañar que la gran mayoría de los que publican en la actualidad provienen del entorno de los medios de comunicación, precisamente porque son más hábiles y creativos con sus teléfonos móviles que con el teclado de su ordenador, y dominan mejor el lenguaje de la adulación que el de la creación. Cuando Juan Marsé dimitió como miembro del jurado que otorgó el último Planeta, que fue concedido a la supuesta escritora María de la Pau Janer, se quejaba de la «escasa calidad de los ganadores». Pero Marsé no enfocó adecuadamente su crítica, puesto que ya hemos dicho que ningún escritor-crítico puede «valorar» la obra personal de otro escritor. Lo que debió de haber criticado es si los manuscritos que llegaban a la editorial eran realmente novelas, que obviamente no lo eran. Es decir, no es que la literatura que premia la editorial sea «mala», es que «no es literatura», sino lo que bien podríamos calificar de «basuratura» o «literatura-basura», de la misma forma que existe la llamada «comida-basura». A Marsé, no obstante, le honra su «valiente» gesto, pero, sobre todo, como penitencia por el pecado de haberse presentado él mismo y «ganado» un premio de una editorial que no tiene la profesionalidad de declarar desierto su concurso ante la ausencia de novelas. En rigor, la editorial podía sentirse traicionada por el escritor, quien, no sólo debía dimitir, sino devolver el importe del premio y la popularidad que le reportó, y, de paso, pedir disculpas al público lector por su debilidad juvenil. Por otro lado, como «Premio Planeta», su obra no está menos en entredicho que la de María de la Pau Janer. Su famosa «Últimas tardes con Teresa» es una típica novela de la Transición española: de estilo simplista, poco o nada inspirada y sin argumento o compromiso realmente serio y trascendental. Pero si creen que exagero, vean este diálogo tomado al azar de la página 159: «Manolo reflexionaba. Aplastó el cigarro en el cenicero. —Lo que yo digo es que no hay que mezclar la obligación con la devoción. Hay momentos para todas las cosas, ¿estamos? Porque, vamos a ver, ¿tú que querías del Rafa prestarle libros o besarle?». El estilo afectado y «cinematográfico» de Marsé nos indica que «Manolo aplastó el cigarrillo», dato útil para un director de cine pero no para un lector, porque ¿qué añade a la acción lo que Manolo hiciera con el cigarrillo? Luego, por considerarlo innecesario, ni siquiera indica si fue él quien «dijo» o «no dijo» lo que dijo a continuación. Pero con o sin «introducción» suelta el tópico bíblico del tiempo para todo y que tiene «obligaciones» y se «debe a alguna causa social», pero anda picado porque la muchacha ha besado a su oponente y le está armando el cisco entre cigarrillo y cigarrillo, que aplasta en un cenicero. Parece un diálogo extraído de una película del «destape» español, en que el mecánico le suelta la «moralina» erótica a su novia, una hermosa hembra dependienta de unos grandes almacenes, mientras se come un bocata de calamares con una caña de cerveza en el bar de la esquina. ¿Dónde está el personaje de un joven comprometido y devoto? Desde el punto de vista literario por ningún sitio. Por si fuera poco, no ayuda mucho al lector el resumen de la novela que figura en la contraportada, que dice «El Pijoaparte, protagonista de esta novela, es uno de esos raros y afortunados personajes de ficción que ha venido a incorporarse a la imaginación colectiva y al lenguaje común…». Si es un personaje raro, ¿cómo puede ser común? La memoria no imagina, sino que retiene imágenes. El Pijoaparte es una faceta de la personalidad de su autor, pero «prostituida» por muchos elementos «comunes» o tópicos de fuera de sí mismo, tal y como lo define su comentarista. Por tanto, la dimisión de Marsé, que compartió el «contubernio» del jurado del Planeta, sólo sirve, como digo, de penitencia y arrepentimiento. Ahora sólo le queda que publique sus nuevas obras en Internet para hacer cierto su acertado juicio de que «el verdadero reto para un autor no es entrar en ese mundo, sino ser capaz de rechazarlo». Pero, a la vista de lo dicho, ¿no sería más sencillo no intentar ni siquiera entrar en él? Y esto nos lleva a la cuestión de fondo, que también atrae a los críticos y teóricos, de las supuestas «teorías literarias». Ya hemos visto que toda novela necesita tener «forma y fondo»; que sea reconocible y que el lector pueda seguirla, aunque no sea el elemento fundamental. Por esa razón había calificado a «La cruz de San Andrés» de Cela como «ensayo» en lugar de «novela», porque el lector tiene que renunciar a intentar seguir el fondo o el argumento de la historia abrumado por la «brillante verborrea» de la prosa. Pero lo mejor es poner un ejemplo. Después de un extenso diálogo referido a una poetisa, Cela escribe sorpresivamente: «Ángel Cristo, el domador más joven del mundo, con sus feroces leones abisinios. Circo Checo de Praga. Cinco días en La Coruña. ¡Improrrogables». Después, intercala un par de frases cortas de diálogo, fórmula que se repite monótonamente una y otra vez en el transcurso del libro. «—¿Vamos al circo? —Bueno.» Tras este diálogo el lector por fin tiene un elemento argumental que puede retener en la memoria. Se trata de una escena en que se habla de ir al circo donde actúa Ángel Cristo, y espera la continuación del argumento, pero Cela, que no quiere que el lector retenga nada con sentido argumental, le «castiga» con un quiebro repentino: «Ha entrado en el puerto de Bilbao la escuadrilla de fragatas de la Armada española integrada por el Vicente Yánez Pinzón, el Legazpi, el Júpiter y el Vulcano…» ¿Por qué no quiere Cela que el lector tenga la mínima posibilidad de seguir la trama de un argumento? Sólo hay una explicación, ¡porque Cela ya no tiene argumentos, sólo infinidad de palabras!, y que su comentarista de contraportada, que no sabe qué escribir, finalmente dice: «A través de una larga, estremecedora confesión […] Matilde Verdú, la protagonista, nos hace un relato puntual…». Pero ya hemos visto que es larga pero no estremecedora, porque sólo estremece lo que tiene tensión narrativa, de manera que comienza de forma ligera y termina en una apoteosis final, donde se da lo propiamente «estremecedor». Tampoco hay confesión alguna, porque el lector sólo percibe palabras sueltas, inconexas entre sí y sin argumento que pueda ser seguido. Toda confesión, para que sea aceptada por cualquier juez o sacerdote, tiene que tener sobre todo «fondo», es decir, sentido y argumento. ¿Cómo sabrá el juez si es inocente o culpable si la confesión carece de sentido? ¿Como perdonar los pecados si la confesión no los explicita? Por la misma razón tampoco hay «relato», y mucho menos «puntualidad». Pero, ¿quién mejor y con mayor simpleza que Ernesto Sabato para dejar claro este argumento?: «El principal problema del escritor tal vez sea el de evitar la tentación de juntar palabras para hacer una obra». ¡Exactamente lo que hizo Cela en «La cruz de San Andrés»! Si el estilo es una cuestión de «sensibilidad personal», el argumento es una cuestión de «compromiso» del autor con su entorno o consigo mismo. Lo que motiva un argumento en toda äobra literaria es el «compromiso del autor». Compromiso que puede ser social, político, religioso o incluso artístico. Todas las llamadas «novelas clásicas», sin excepción, son el fruto del compromiso del autor, tanto con los valores sociales, para denunciarlos o ensalzarlos, como los políticos, y no hay una sola obra clásica que carezca de argumento, siempre fruto del compromiso del autor con algo que lo relaciona con su tiempo. Cuando Cela escribió «La cruz de San Andrés» ya debía ser un escritor desmotivado, o tal vez desengañado, que estaba cómodamente retirado en su «Finca El Espinar», de la tranquila y tradicional Alcarria, que tan buenos recuerdos le traía, dato que refleja al final de la novela, como dando a entender la importancia que le da al «aislamiento» que le proporciona la finca. No es que Cela fuera un escritor muy comprometido ni aún en sus mejores tiempos, pero «La familia de Pascual Duarte» y «La Colmena» son novelas con «argumento» basado en cierto compromiso social del autor con la España de la posguerra. «La cruz de San Andrés» es la obra de un escritor desmotivado y des-comprometido, al que ya sólo le queda la «palabra», por eso no hay argumento ni el autor quiere que lo haya, para lo que pone todo su empeño y habilidades literarias. Es decir, si el escritor se distingue por su «creatividad personal» ésta sólo proporciona «estilo», el fondo sólo lo obtiene de su compromiso con el entorno social, político o cultural en el que se desarrolla. Ahora bien, puesto que vivimos en una «confortable sociedad de pensamiento único» que ha levantado elevados muros en su derredor para no ver lo que sucede fuera de su propio entorno, el escritor necesita derribar esos muros para encontrar las razones para su compromiso. Si no los derriba no encontrará argumentos para sus novelas. Es decir, la sociedad occidental actual es feliz porque «no oye ni ve ni piensa», y no quiere que otros oigan, vean o piensen lo que no quiere ni oír ni ver ni pensar. Ésta es una de las principales razones por las que desde la «Generación del 98» y algunos «Novecentistas» de la del «27», en España ya prácticamente no hay literatura, porque España, desde Franco a esta parte, ya no es «novelable». Primero fue porque la censura franquista lo prohibía de manera expresa y contundente, luego, durante la Transición, porque los huesos todavía estaban «entumecidos» y costaba recuperar el precioso tiempo perdido, y la literatura se hizo «entretenida y pueril», y más tarde porque nos «sacudió de lleno la sociedad de consumo» y del «pensamiento único», lo que vino a sustituir la «censura franquista» por otra «censura economicista». En lugar de inducir a los escritores a que fueran «políticamente correctos» ahora se les obliga a que sean «económicamente correctos», y se escribe sólo para que las editoriales hagan sus negocios e intentar al, mismo tiempo, con un estrecho 10 por ciento sujeto a decenas de cláusulas restrictivas, ganar dinero o, al menos, adquirir la posición social que permita ganarlo. Por tanto el fondo sólo es posible si el escritor se compromete y denuncia lo que no le guste de su tiempo, sea de carácter costumbrista, cultural, político o incluso, personal. Sin compromiso no hay argumentos, y por tanto no hay novelas. Sabato dedica a este aspecto de la creación literaria buena parte de su libro, pero yo destacaría su propia opinión sobre este particular. «El compromiso. No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. La tarea del escritor será la de entrever los valores eternos que están implicados en el drama social y político de su tiempo y lugar». Yo personalmente amplio todavía este compromiso a la misma creación literaria. En los momentos más críticos en que España intentaba alcanzar su madurez intelectual y republicana, uno de sus más notables impulsores, García Lorca, dijo que «cuando el pueblo llora y sufre el poeta tenía que llorar y sufrir con el pueblo». Esto concuerda con la tesis de Sabato. Ahora bien, en la actualidad aquella trascendental y humana frase de Lorca se interpreta como que «cuando el pueblo ríe, se atiborra de buenas comilonas y no se pierde un puente en la playa o en la sierra, el poeta tiene que imitarlo». ¡Esto no concuerda con lo que dice Sabato!, porque los valores universales estarán siempre de lado del que llora y sufre, aunque sólo sea media docena de personas en todo el país, y ni siquiera sean ciudadanos «legales». Por último está el compromiso «personal» con las responsabilidades propias de todo escritor. Cuando el escritor se descubre a sí mismo ya no puede renunciar a serlo, de hacerlo sería una «traición a sí mismo», y como todos sabemos, la traición es una de las penas más condenadas a lo largo de la historia. Hasta hace relativamente poco era condenada con la muerte sin apelativos. Es decir, cuando un «joven» juega a ser escritor debe saber que si descubre que lo es ya no puede dar «marcha atrás» y tiene que asumir sus consecuencias: rechazo social, precariedad económica, incomprensión, soledad, grandes dosis de tristeza, angustia y desesperación, y todo por la imprevisible promesa de una «posteridad», que, como es lógico, llega después de la muerte. Puesto que yo mismo soy una víctima de mi compromiso con la literatura, muchas veces me pregunto si obré bien o mal renunciando a mi vida familiar «con sentido común», intentando hacer una familia que necesitaba de todo menos de un escritor, y todo para haber llegado a cumplir los sesenta sin haber publicado realmente un solo libro ni ganado un sencillo premio literario. Esto mismo se preguntaría Cervantes, quien por su empeño en ser escritor tampoco gozó de una vida personal muy satisfactoria. Pero si Cervantes, en un ataque de vértigo por su incierto futuro, hubiera renunciado a ser escritor no tendríamos «El Quijote», ¡lo que hubiera sido una desgracia para la literatura universal! No sé si es correcto plantearse el dilema de si el escritor debe elegir entre su familia «natural» o «literaria». Unamuno supo compaginar lo familiar y lo literario, pero, a pesar de ser un buen padre, fueron muchos los disgustos que ocasionó a la familia su compromiso como escritor. Valle-Inclán fue un fracaso, Tolstoi casi un tirano, Dostojevski un desastre en todos los sentidos. La relación favorece con creces a los que antepusieron su compromiso literario al familiar, y la razón es simple de entender, lo personal difícilmente puede ser compartido y el mundo del escritor es un mundo fuera de lo común. La familia, la comunidad y el Estado, son circunstancias que se desarrollan dentro de lo común y siempre resultan penosas de aceptar por el escritor. Por desgracia he conocido a algunos «traidores» de la literatura, incluso durante algún tiempo fueron mis compañeras, más que sentimentales espirituales y literarias, y aunque sigo sintiendo afecto por ellas, como escritor no les perdonaré nunca su «debilidad» y falta de confianza en sí mismas. La literatura está tan escasas de buenos escritores que cada pérdida es irreparable, y no puede haber piedad para los «traidores» ¿De dónde surge la inspiración? Ya hemos visto que el escritor es un individuo que se rebela contra lo común para encontrarse a sí mismo y desarrollar su propia personalidad. También, que si una novela era un trozo de vida personal escrita en un libro, la novela forzosamente debía surgir de las experiencias vitales y personales de un escritor. Pero también habíamos visto que la motivación principal surge de algún tipo de compromiso del escritor, de donde extrae los argumentos de sus novelas. Lo que el escritor pone de sí mismo no es necesariamente la historia en sí, sino la manera personal de tratar esa historia. Un mismo argumento puede presentar infinidad de variantes, de acuerdo a la personalidad y el tipo de compromiso de cada autor. Una novela llevada al cine por dos directores con personalidad distinta, serán, en realidad, dos películas distintas, aunque estén basadas en el mismo argumento. Por tanto, la novela nace necesariamente de la motivación de un escritor por «contar una historia» con un estilo personal con la que se siente comprometido. Es algo que se debe a sí mismo, porque con la novela el escritor se reivindica a sí mismo. El filósofo alemán Immanuel Kant, en un momento en que la novela todavía no era un género consolidado, dijo que una obra de arte es una «finalidad sin fin», pero en mi opinión toda obra de arte tiene una finalidad con un fin, aquella que exprese el compromiso del autor y lo que desea reivindicar. No es necesario que el compromiso deba de ser necesariamente político o social, como fue la temática de la mayoría de los escritores de izquierdas durante la II República española, como Ramón J. Sénder o Ignacio Aldecoa. Puede ser una reivindicación meramente «estética», pero, aun así, debe ser el fruto de un compromiso, de manera que reivindique el derecho del autor a innovar o revolucionar los estilos dominantes o existentes en el ámbito de lo común. Sólo así se explica que pudieran aparecer estilos tan revolucionarios como el cubismo o el surrealismo. Todos los artistas creativos son revolucionarios por definición, pero unos son más radicales y profundos que otros, es decir, más comprometidos. Por tanto carece de sentido la afirmación de que el arte debe ser por el arte mismo. De ser así no valdría la pena continuar con este ensayo, porque ¿cuál sería la motivación de un escritor potencial si escribir fuera «escribir por escribir»? ¿Qué podría moverle a realizar el extraordinario sacrificio de renunciar a casi todo lo común, con sus beneficios y seguridad, para entregarse a una vida personal y «creativa» y, por tanto, arriesgada y errática? Sólo si la obra de arte tiene una «finalidad» el artista comprometido tiene la motivación suficiente como para asumir estos sacrificios. Por tanto, el escritor siempre persigue algo que le interesa y necesita y con lo que previamente se ha comprometido. Ahora que hemos enmarcado realmente las circunstancias y las motivaciones, la primera pregunta que nos surge es: ¿dónde están las novelas que todavía no han sido escritas? Es decir, ¿de dónde surge una novela? La respuesta, a la vista de todo lo expuesto, no debe ofrecer dudas: surge de la intuición del escritor, y en la intuición caben muchas futuras novelas, tantas como dure el compromiso del escritor, que, como hemos dicho, es su motivación. Una vez agotada la motivación, todo lo que se escribe ya «no son novelas», como era el caso de «La cruz de San Andrés», que no es sino un «ensayo estilista o lingüístico», pero de ninguna manera una novela. Cualquier persona puede llegar a ser un escritor si se lo propone y se compromete a ello, sólo necesita adquirir el «oficio», por eso algunos escritores defienden más el «trabajo laborioso y metódico» que la mera «inspiración», pero lo uno no puede ser sin lo otro. La inspiración sin compromiso y técnica no puede dar fruto alguno. Por ejemplo, la Biblia, que puede ser considerada como una «novela revelada», es sobre todo fruto de una inspiración que se canaliza hacia un compromiso expresado con una determinada técnica. En ella se unen todas las características de una obra literaria, porque es «inspirada» (o revelada), tiene una fuerte motivación, fruto de un trascendental compromiso y está escrita con una buena técnica narrativa. Todo ello hacen de esta obra una de las mejores «novelas» de toda la historia de la literatura. Por tanto, la novela necesita inspiración, técnica y compromiso. Cuanto más intensos y más elaborados son estos tres elementos mejor será la obra resultante. Una obra clásica no es sino aquella que alcanza cierta altura insuperable como consecuencia de todas o cualquiera de estos elementos. En Cervantes se da el compromiso del autor con la denuncia de los abusos literarios de su tiempo, con una «delirante inspiración» por la sucesión inagotable de sucesos y una técnica excelente, con el ennoblecimiento y limpieza de un castellano castigado por el mal uso popular y cortesano de su tiempo. El aprovechamiento de la intuición del escritor depende, por tanto, de que sea capaz de «proyectarla» con «estilo» y «argumento» para que pueda convertirse en una novela. Es una simpleza la afirmación de Jordi Llovet de que «desde la poética de Aristóteles se considera la ficcionalidad como estatuto ontológico que confiere y otorga especificidad a las creaciones lingüísticas literarias frente a las no literarias». La «frasecita» deja claro que ha sido escrita por alguien que «no domina el lenguaje literario». ¿Por qué confundir «estatuto» por «fundamento», y «ontológico» por «principio» u «origen»? Parece un leguaje de un bufete de abogados. Pero el libro en general se hace ilegible desde la primera hasta la última página, por esa razón no lo recomendaba para futuros escritores, porque puede ser causa de una deformación lingüística irreparable. Pero, rebatiendo la tesis que propone la frase, podría citar cientos de casos de relatos de ficción que no son literatura. Por ejemplo, y volviendo al cuento antes citado, verdadero caudal de ejemplos anti-literarios, esta escritora, dice en otro pasaje: «Los hombres se estiraban, hablaban algunas palabras entre sí…» Se supone que esto es ficción, porque de otro modo no se presentaría como un «cuento», pues todo cuento es una obra de ficción, pero no es literatura, porque una vez más su autora está recordando haber visto a unos empleados de mudanzas estirarse perezosamente y «charlar» entre ellos. Como no es literatura de creación ni está mínimamente amparada por la gracia del estilo, y carece de técnica, sin el menor reparo la «escritora» comete la redundancia de «hablar palabras» ¿Qué otra cosa se puede hablar sino palabras? ¿Acaso se podría hablar con ladridos? Es como decir «comían alimentos», «mentían falsedades», etcétera. Lo correcto para poder ser considerado literatura sería que hubiera dicho «Los hombres intercambiaban palabras», «charlaban entre sí», etcétera, porque las posibilidades literarias con muy extensas. Por tanto, no todo lo que es ficción es literatura. Incluso un escritor puede contarnos una historia real y hacerlo con creatividad literaria, como es el caso de Tuñón de Lara, cuya «Historia de España» puede leerse como un relato interesante y creativo, es decir, casi como una novela. En resumen, toda novela surge de la intuición de una persona comprometida, que ha adquirido una aceptable técnica en el dominio del lenguaje. Por lo mismo, toda obra que se nutre de la mera observación del entorno, reproduciéndolo, con más o menos acierto, habilidad y técnica narrativa, no es por definición una novela. Cualquier escritor-crítico siente inmediatamente la diferencia, pero un lector-crítico «común», inducido por los gustos comunes y tradicionales que se propagan a través de las valoraciones de los críticos, también «comunes», no tiene esa posibilidad, y puede dar por libre el gato más común, siempre que esté más o menos bien condimentado. Por la misma razón de que la literatura surge de la intuición de un artista con personalidad, en realidad no trasciende más allá de sí mismo y sólo es convenientemente valorada por el propio creador. Ninguna madre ve defectos en sus hijos, porque lo que es propio es también afín, pero las demás personas verán en sus hijos tantos defectos como los que estén en sí mismos. Es decir, para el escritor su obra siempre es «perfecta», porque la única perfección que puede ser asumida por nosotros los humanos –contradiciendo a Platón– es el resultado del máximo de nuestras posibilidades. No es más que una «perfección relativa y temporal», algo que está en progresión hacia la «virtuoso» o «virtual», que es la anulación de sí mismo una vez que llega a ser «único». Por tanto cada obra de un verdadero escritor es perfecta para el propio escritor, puesto que es lo máximo que ha podido dar de sí mismo, pero no lo es para los demás, que tienen la posibilidad de «contrastarla» con otras obras, creadas sobre otros valores y por otros escritores. Lo que quiero decir es que la novela que surge realmente de la intuición de un escritor sólo puede ser valorada objetivamente por el propio escritor, y será para él temporalmente perfecta. En tanto que la obra que no surge de la inspiración de un escritor, no tiene posibilidad alguna de ser «perfecta» ni siquiera para el propio autor, que le es ajena, sino que surge directamente de la «imperfección» de lo común. No puedo evitar reproducir los «Cantares» de Antonio Machado y cometer la debilidad e irreverencia de analizar verso a verso, pues sin duda que en ellos está contenido el resumen de todo lo dicho hasta ahora. Machado, no sólo era un excelente poeta, con inspiración, técnica y compromiso, sino, además, un profundo filósofo que utilizaba el verso para exponer sus argumentos. Sabato dice que «la razón es ciega para los valores; y no es por medio del análisis lógico o matemático que valoramos una estatua, o un paisaje o un amor». Me atrevo a sugerir que el «caminante» al que alude Machado es la «persona» que busca su camino, es decir, el escritor al que nos hemos referido en el transcurso de este ensayo: «Todo pasa y todo queda / pero lo nuestro es pasar / pasar haciendo caminos, / caminos sobre el mar». Ya en los primeros capítulos advertía que el escritor es un individuo que se rebela de lo común para crear una obra personal, que por serlo no es útil para otros escritores, que deben buscar su propio camino. Es decir, no son sino «caminos sobre el mar». «Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción; / yo amo los mundos sutiles, / ingrávidos y gentiles, / como pompas de jabón. / Me gusta verlos pintarse / de sol y grana, volar / bajo el cielo azul, temblar / y súbitamente y quebrarse.» El poeta escribe para sí mismo, porque lo necesita para reafirmar su propia personalidad y para encontrarse consigo mismo. Por tanto, no puede ser la «gloria» la motivación de su obra, y ésta surge de un «mundo sutil, ingrávido y gentil», como es la «intuición». «Caminante, son tus huellas /el camino y nada más; /caminante no hay camino, / se hace camino al andar.» Puesto que la obra del escritor son «caminos sobre el mar», su propio y personal camino no es sino el que dejan sus propias huellas. El escritor no tiene otra opción que escribir sin «pautas» ni sobre «caminos ya marcados», sino que lo hace siempre sobre un espacio virgen donde quedan sólo sus huellas y nada más. «Al andar se hace el camino / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar». / Caminante no hay camino / sino estelas en el mar.» Sin duda el escribir es un acto irreversible, porque la obra queda siempre atrás, superada, y siempre es necesario volver a crear; es decir, no es posible copiarse a uno mismo, sino que siempre es necesario volver a crear. Los versos que siguen no hacen ya referencia a la obra del «caminante» en sí misma, sino a sus circunstancias personales, obligado al exilio por la brutalidad del régimen fascista del general Franco. En mi opinión, con Antonio Machado y su generación la literatura española parte al exilio y, salvo casos aislados y escasos, puede decirse que todavía no ha regresado. En cuanto a la segunda parte de este capítulo, las novelas se hacen en parte a sí mismas y el proceso es similar en todo a una gestación natural, tal vez por eso los escritores consideremos a nuestras obras como nuestra verdadera familia. El proceso tiene un primer momento de «flirteo», en el que el escritor, por decirlo de alguna manera, se enamora de sí mismo. Descubre lo que Husserl definió como su «alter ego» y le encuentra encantos y atractivos irresistibles. Lo que sucede es que el escritor descubre en sí mismo a otras personas o «personalidades», o más objetivamente «personajes» a los que puede «dar vida», de tal manera que descubre que es dentro de lo desconocido de sí mismo donde está la «persona perfecta» a la que amaría apasionadamente. Esa persona no puede estar en la vida real, porque es irremediablemente parte de sí mismo, pero desconocida, por eso la «ama», ya que el amor debe ser «la atracción por lo desconocido». Es como si una gota de agua fuera atravesada por la luz del sol mostrando que, en realidad, no es incolora, sino que está compuesta de un «maravilloso» espectro de todos los colores del arco iris. Es decir, si le apasiona el color verde no tiene por qué buscarlo en los árboles o en los prados, porque siempre será un verde mucho más «imperfecto» que el verde que está en sí mismo, que es el color de donde surgen todos sus «matices». Así es que, aprovechando la metáfora, podríamos decir que un escritor es sobre todo una persona expuesta a la luz de sol para mostrar todo su cromatismo. Pero lo dramático de esta situación es que una vez expuesto, o más objetivamente, «descompuesto», el escritor en sí mismo carece de «color» y ya no existe, porque se ha convertido en un espectro de sí mismo. Pero, a cambio, ha proyectado todos los colores del arco iris. Es decir, hay que ser «transparente» para vernos a nosotros mismos y por eso Machado aludía a los «mundos sutiles, ingrávidos y gentiles» en sus «Cantares». De manera que el flirteo es la «muerte del cisne» o el «canto de las sirenas»: ¡bello, pero destructivo! Lo que sucede es que el escritor no tiene otra referencia para crear una novela que a sí mismo, es decir, el mundo de sus novelas no puede estar en otro lugar que no sea en sí mismo, porque la persona, a diferencia del individuo común, no tiene como referencia lo particular e inmediato, sino lo universal y trascendente. Es decir, el escritor es un ser solitario en compañía del universo. Después de ese extraordinario «coito» con el universo que hay en sí mismo, ya puede decirse que se gesta el embrión de una auténtica novela, y como el caso de la gestación natural, nunca sabremos cómo será realmente hasta que no haya nacido, y, aun así, su verdadero carácter tardará todavía algunos años en manifestarse. Por eso decía que resulta casi imposible que una buena novela consiga alcanzar su madurez y sea del gusto del común hasta que no haya transcurrido al menos una generación. Tal vez la metáfora haya resultado demasiado «carnal», pero lo cierto es que la gestación de una novela se va «sintiendo» en la conciencia y llegará un momento en que incluso se percibirán sus movimientos, antes incluso de haber visto la luz y de haberse concluido. Para no caer en metáforas hermosas pero algo desconcertantes, lo mejor es ser más prosaico y ver qué sucede realmente desde el momento en que el escritor consigue «sintetizar» una cierta idea a partir de la cual tiene previsto desarrollar una novela. Como ya habíamos dicho, la idea parte siempre del compromiso del autor con algún aspecto del entorno en que vive, incluida la propia literatura en sí misma. El argumento, por tanto, sea importante o secundario; constituya el fundamento o sea una mera excusa, surge siempre de un compromiso. El estilo, sin embargo, surge de la elección de uno de los múltiples colores del espectro descubierto, es decir, es sobre todo una cuestión de sensibilidad personal. El autor tiene que contar una historia y para ello es libre de elegir la técnica y el estilo que mejor se acomode a su propia sensibilidad, que puede evolucionar como evolucionan los gustos por los colores. Sabato lo expresa con más claridad y elocuencia: «Considero legítimo todo lo que es útil para los fines perseguidos, e ilegítimas aquellas innovaciones que se hacen por la innovación misma» En otras palabras, que si hay que innovar es porque el escritor ha cambiado y en lugar de preferir el verde, ahora siente mayor atracción por el azul, pero no porque el azul se halla puesto de moda. Ahora bien, tal vez hemos ido demasiado deprisa y estamos hablando ya de un escritor maduro, que conoce el oficio, domina la técnica y tiene capacidad para decidir sobre un determinado número de alternativas. Pero puede darse el caso de que no sea así y el escritor sea novel, y todavía dude y tenga dificultades para trasladar al papel sus ideas y emociones. La norma es simple: primero tiene que «escribir bien», y después «escribir como le parezca bien». Es decir, al principio no tiene otra alternativa que sacrificar «matices» si no es capaz de hallar la expresión exacta, y, más adelante, cuando la tenga, explotar al máximo todos los posibles matices. Es preferible conformarse con que las estrellas simplemente «brillan» antes de lanzarse a buscar matices que no se corresponden con la idea que se pretende sugerir al lector. Una novela bien escrita, aunque la prosa no sea brillante, es mejor que otra mal escrita pero fijada con «brillantina». La metáfora no es desde luego muy «brillante», pero creo que suficientemente ilustrativa. La belleza no está en los afeites, sino en la frescura de lo natural, que no tiene por qué ser además simple. Unamuno supo expresar como ninguno ese «movimiento» del feto dentro de la mente del escritor cuando permitió que antes de nacer sus personajes ya se revelaran y se negaran a seguir adelante con los planes de su autor. En efecto, el proceso de gestación de una novela tiene varios momentos críticos: el inicio, el desarrollo hacia la mitad de la obra y la conclusión. Si un escritor concluye una obra tal y como la había previsto, tengan la seguridad de que no es una novela, sino una «crónica novelada» de un hecho que se escribirá irremediablemente de acuerdo a lo sucedido. Es decir, un mal escritor no se expone a la luz del sol, sino que fotografía el argumento y lo vuelca tal y como llega de la imagen estereotipada sobre el papel, por tanto, debe ser tal y como estaba en la imagen inicial. Un verdadero escritor, sin embargo, parte de un supuesto en el que, no sólo cabe una gran dosis de libertad, sino que precisamente esa «indecisión inicial» es lo que asegura que la creación final se haga en libertad, y, al mismo tiempo, «genere» libertad para el lector. En efecto, si la obra es creativa, aporta elementos nuevos que liberan el ambiente encorsetado de los viejos. Cuanto más se crea más libertad se genera en el entorno donde surge la creación. En tanto que si no se crea, no se genera libertad, puesto que las premisas y valores son los mismos que había con anterioridad. Es decir, eso que llamamos «libertad» es una sustancia que destilan los artistas, de la misma manera que las abejas producen miel de sus libaciones. Hasta ese punto es importante que el escritor sea realmente un artista y que su obra sea creativa. Todo lo que somos y seremos se lo debemos a los creadores, en un lenguaje más prosaico, «artistas», y sin duda el primer artista debió de ser Dios. Por eso la teología es rigurosamente objetiva y no admite «razonamientos lógicos». Uno de los métodos que solía utilizar para estimular mi propia creatividad personal era entrar en una librería y ojear los primeros párrafos de las últimas novelas publicadas, en especial las galardonadas con «premios literarios». El efecto era fulminante y estimulante, además de barato y que no creaba adicción, porque rara vez era capaz de soportar la lectura más allá del primer párrafo. Treinta años después, aquí en Berlín, donde sólo llegan a las librerías que venden libros en español los «premios literarios», me sigue sucediendo lo mismo, pero ya no lo hago por estímulo, sino tal vez por morbo o, como en este caso, por necesidad. Es como leer la partida de defunción de la literatura española actual en cada uno de sus «mejores obras». No me alegra, por supuesto, pero tampoco me entristece: si España carece de escritores la culpable es de la sociedad española que no los quiere ni, al parecer, los necesita: cada país tiene todo aquello que merece, en todo el más amplio sentido de la palabra. Para colmo, estas editoriales monstruosas que se aprovechan del potencial lingüístico de 350 millones de «víctimas lectores» de su «basuratura», han llegado a tal indecencia editorial que ya no se limitan a «enfajar» sus libros con las indicaciones sobre tal o cual premio, que es una mala costumbre universal, sino que en una obra en castellano le imprimen un «sello de calidad» en la portada con la frasecita anglosajona y en su idioma original de: «Best- Seller», ¡como si no hubiera el equivalente en castellano de «Más vendido», o hasta el moderno «Súper ventas»! Bien está que se etiquete un CD de música pop con este sello, pero en un libro en castellano, ¡no, por favor! Con esta indecencia las grandes editoriales están matando la gallina de los huevos de oro, porque con cada fraude editorial etiquetado como verdadera literatura no hacen sino destruir el gusto por la lectura de los jóvenes. Llegará un momento en que estos se olvidarán del placer de recogerse en el silencio y en la paz de la lectura de una buena novela y se echaran todos a la calle a disfrutar de sus ruidosos y molestos «botellones». Pero, tranquilos, porque cuando llegue ese momento las editoriales no tendrán inconveniente en reconvertirse en destilerías y abandonar el negocio de los libros. Pues bien, la mejor forma de saber si lo que tenemos en las manos es realmente una novela es no haciendo concesiones ya desde el principio de su lectura. Si el primer párrafo no es bueno, tengan la seguridad de que el resto de la novela tampoco lo será. La razón es simple, lo malos escritores nunca saben cómo empezar una obra y se limitan a «calentarse y calentar al lector», por lo general con nimiedades superficiales. Una novela debe de comenzar ya desde el primer párrafo. Ana María Matute, otro sonado fraude literario nacional, empieza así su cuento «La isla»: «Le pareció que era un día como todos los días, pero en cuanto el aire le dio en la cara notó que había algo diferente en el color de cielo...» Imagínense que para apreciar el color del cielo antes tenemos que sentir el aire, ni siquiera la brisa, o el «aire fresco de la mañana», que sería más propio del comienzo de un día y es una matiz más literario de ese burdo «aire» sin más. Pero no sabemos quién, ni dónde ni a qué hora recibe ese mensaje revelador que hay en el «aire». Para colmo incurre en la redundancia «un día como todos los días», con lo sencillo y limpio que es decir «un día como los demás». En fin, que no es literatura. Ahora vemos otro primer párrafo, pero de un verdadero escritor, como es Valle-Inclán, y su novela «Sonata de primavera»: «Anochecía cuando la silla de postas traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos…» Es evidente la diferencia. Valle-Inclán tiene profundamente interiorizada la novela y ya desde el primer párrafo es literatura. El lector se sugestiona inmediatamente por el «misterio y los rumores lejanos», y, animado por esta sugestión profundamente literaria, quiere saber más: como cuál es la causa del misterio y cómo es ese lugar lleno de «rumores lejanos», y Valle-Inclán satisface plenamente esta inquietud del lector: «Los mirlos cantaban en las ramas, y sus cantos se respondían encadenándose en un ritmo remoto como las olas del mar…» Lo que ocurre con los principios es que toda novela, que está en la intuición del autor, se va formando en su conciencia como si fuera un ovillo y cuando creemos que ya está todo en él, el problema es encontrar el cabo del comienzo, porque toda la novela debe ser parte de ese ovillo, desde el principio al final, y no podemos tomar un «cabo suelto» que no forme parte de ella. Puede que pasen varios años hasta que un verdadero escritor crea tener por fin el cabo donde comienza el ovillo, y que, sin embargo, tarde quince días en deshacerlo, o escribir la novela. Pero, aun así, el escritor nunca sabe realmente todo lo que hay oculto en ese ovillo. Y esa es precisamente la característica fundamental que hace que toda obra de arte sea, sobre todo, un ejercicio de libertad creadora, o un número ilimitado de posibilidades a partir de una idea apenas dibujada, pero que contiene, sobre todo, el compromiso asumido por el autor; es decir, un determinado argumento que en lo esencial debe ser respetado desde el principio hasta el final. Veamos otro comienzo de un escritor como Pushkin, en su novela «La hija del capitán»: «En su juventud mi padre, Andréi Petróvich Griniov, había servido a las órdenes del conde Munich, y se retiró con el grado de teniente coronel en 17... A partir de entonces vivió en su aldea de la provincia de Simbirsk; allí se casó con la hija de un noble venido a menos del lugar, Avdotia Vasílievna.» Los escritores citados anteriormente tal vez la empezarían de esta otra forma: «Sirvió como teniente de un noble, y se jubiló de teniente coronel. Su padre vivía en una aldea donde se casó con la hija de un noble arruinado, y allí pasó toda su vida hasta que se murió». Tal vez me he excedido, pero hay pasajes en los cuentos citados que son todavía menos «literarios». Por último, citar dos ejemplos de principios de novela y cuentos que han revalorizado la obra hasta haberse convertido en uno de los elementos fundamentales, como es el de nuestro Quijote: «En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…» Y la forma en que comienzan los cuentos infantiles: «Érase una vez en un país lejano...» En resumen, ya vemos que los comienzos, no sólo presentan la mayor dificultad para el autor, sino que definen de forma contundente e implacable el estilo y argumento de la obra. Un mal comienzo no puede darse en una buena novela y una buena novela debe de tener necesariamente un buen comienzo. En cuanto al desarrollo de la trama, ésta se verá condicionada precisamente por el comienzo, porque todo lo que «empieza mal, acaba mal», es decir, todo lo que haya en la novela debe «intuirse» ya en el comienzo. Por tanto, lo que el escritor tiene al comenzar una obra es sólo una pura y simple «intuición» que debe plasmar sobre el papel. Para ello lo esencial es tener «inspiración y estilo». Es como tejer hilo a partir de un montón de lana, hay que saber dosificar adecuadamente la fibra y hacerlo con manos hábiles. Un buen hilo es aquel que no tiene ni más ni menos lana de la que necesita. Por tanto, si censuraba que Marsé nos indicara lo que hace Manolo con el cigarrillo era porque es una anotación innecesaria. Podría haber dicho simplemente: «Manolo reflexionó y dijo:», etcétera. Puede parecer simple, pero el estilo no consiste en añadir postizos al peinado, sino saber hacer un buen peinado con el cabello que se disponga. Otro ejemplo de postizos innecesarios ya aparece en el primer párrafo de la novela: «Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas […] Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas...» ¡Demasiadas serpentinas! Desde «Cuelgan» hasta el final del párrafo es una redundancia innecesaria que obliga al lector a «rehacer» su escenario mental una vez que ya lo tenía asumido en su imaginación. Sobre esto Sábato dice: «Austeridad del lenguaje. El derrumbe de los mitos burgueses enfrentó al escritor con una realidad dramática que le exigió una voluntad de verdad y purificación más que de simple belleza.» Pongo «simple» en cursiva porque me parece una errata del libro, editado por Seix Barral, y que no es la única, que lo confunde con «siempre». En el cuento de Miguel Delibes, «La conferencia», que es otro buen ejemplo de dudosa literatura, a pesar de que es un autor que cuenta con excelentes novelas, hay otro ejemplo de falta de limpieza y sobriedad del lenguaje: «A veces se desesperaba de haber nacido mujer y tener las caderas redondas y de que los hombres apreciaran en ella sobre todo sus caderas redondas que su vehemente inquietud económico-social. Para la muchacha de las caderas redondas…» El adjetivo sustantivado o sustantivo adjetivado «muchacha de las caderas redondas» se repite hasta la saciedad, y lo curioso es que no conozco ninguna mujer que tenga las caderas «cuadradas». Las caderas femeninas normalmente son todas redondas, pero unas están más redondeadas que otras; son más prominentes, anchas, contundentes, eróticas, exuberantes, hasta se puede decir que tiene un buen trasero o un culo sensacional, si no queremos andarnos con tantos remilgos. Lamentablemente, un cuento que se supone que es una crítica al machismo de la España carpetovetónica de los años cincuenta, en realidad termina por dejar un confuso regusto de un cierto machismo «subconsciente» del autor ¡con tanta «cadera redonda»! Puedo finalizar esta cuestión del lenguaje, que desde luego es inagotable, con esta nueva cita del libro de Sabato: «Cada palabra está respaldada por el escritor-hombre (yo prefiero decir “escritor-persona”), nada está dicho en vano, por simple juego o por pura destreza lingüística. Y cuando lo está, como muchas veces en Joyce, constituye un defecto, no una virtud como imaginan candorosos admiradores.» Es un consuelo que Sabato esté de mi parte con respecto a Joyce, causante de mi «retraso» como escritor, precisamente por haber sido uno de sus «candorosos admiradores». Una vez que el escritor consigue arrancarse con el primer párrafo de su obra y, con mejor o peor fortuna, lo hace con un estilo personal y aceptable, sobreviene uno de los grandes misterios de la literatura, como es saber de dónde surgen y cómo se hacen los personajes de una novela. La «basuratura» no crea personajes, porque el autor, que es un individuo sin personalidad, carece de la posibilidad de interiorizar los matices de cada uno de ellos. Así es que el mal escritor sale a la calle con su cámara fotográfica y su grabadora mental y va sacando fotos y grabando sus conversaciones de gente buena y mala; perversa y bondadosa; intelectuales y lerdos; ricos y pobres; feos y guapos; policías y ladrones; «progres» y retrasados; burgueses y proletarios, etcétera. Luego vuelve a casa y lo vuelca todo en su ordenador. Lo que sucede es que en una sociedad ordenada y «temerosa de Dios» como la nuestra, una «chica bien», por ejemplo, periodista de buena familia y que escriba «novelas», no puede tener pensamientos «lascivos», «deshonestos» o «insensatos». Un señor justo y honrado, por muy escritor que se pueda considerar, no puede pensar en robar un banco, aunque sólo sea una simple hipótesis. Tampoco un devoto y buen cristiano, que publica en una editorial importante, puede sentir simpatía alguna por el diablo, y menos con otras religiones que nos son las «verdaderas». Una mujer de su casa, pese a que escriba libros, no puede pensar como una «pérdida» y pensar en dejar sus hijos ilícitos abandonados en la puerta de una inclusa. Un señor de derechas de toda la vida, intelectual y letrado, aunque se crea escritor, no puede ni por la más noble de las causas, como es la literatura, pensar como un «comunista». Por lo mismo, un varón de pelo en pecho y orgulloso de serlo, por muchas novelas que publique al año, no puede pensar como un «mariquita», y menos ponerse en la piel de una mujer y «travestirse». Todo esto nos viene de la educación religiosa que hemos adquirido, porque también es «pecado» por omisión un «mal pensamiento». Así, la mayoría de los personajes de los libros que no son novelas son burdos estereotipos, están mal dibujados y peor caracterizados. Puedo jugarme los derechos de autor de éste y de otros libros futuros a que no son más de media docena los premios literarios que contienen personajes «literarios», porque estoy plenamente seguro de que en su mayoría son estereotipos, fruto de la memoria fotografía y el oído de lince de sus autores. Es decir, que en su mayoría no son novelas, y tendremos oportunidad de comprobarlo cuando llegue el momento de hacer lecturas críticas de algunas de estas obras. Sabato dice sobre este tema: «Si es cierto que los personajes novelísticos salen del propio corazón del creador, nadie puede crear un personaje más grande que él mismo». Sin duda que lo es. Pero yo prefiero decir que los personajes surgen de ese «espectro» en que se «descompone» la personalidad de todo escritor. Es decir, el escritor como persona social puede haber decidido rodearse de ciertos valores morales que rijan su conducta, pero como creador es un auténtico «desalmado e inmoral». Un personaje ladrón y violador no puede copiarse de una crónica de sucesos, debe de estar «en la mente del creador», porque, como dice Sábato, «no puede ser más grande que él». Y yo añado: «ni tampoco más malo o bueno que él». El verdadero escritor vive bajo la horrible presión de reconocerse un «degenerado», capaz de crear personajes corruptos y asesinos, y, sin embargo, elegir para sí mismo la mentalidad del «policía bueno», que lucha consigo mismo para apresar al asesino que lleva «dentro» y ponerlo entre rejas, no sea que se «rebele» y resulte que el escritor-persona real se vuelva, a su vez, en un asesino-real. Sin esta lucha interna entre el bien y el mal; el cielo y el infierno; la gloria y la condenación; Dios y el Demonio, no hay escritor. ¡Y eso, naturalmente, duele! No nos extrañe el argumento de algunas buenas novelas policíacas inglesas en que un grupo de pequeños burgueses de clase media, bien educados, con buenos modales y responsables ante la ley y las normas sociales, jueguen a pensar un «crimen perfecto» y que, finalmente, cometerán, pero no tan perfecto. El personaje de Charles Dickens, Mr. Scrooge, parece demasiado despreciable para que una «buena persona» como Dickens haya podido crearlo a partir de sí mismo, pero es así: Mr. Scrooge es una faceta de la personalidad de Dickens que éste sin duda rechaza y condena a través de la misma obra hasta que consigue «redimirlo». Es como Mr. Jekyll que se transforma en Mr. Hyde y éste se arrepiente de los crímenes de su doble personalidad cuando es consciente de ello. No existe el bien y el mal absoluto y objetivo, ambos valores forman una sola cosa, lo que existe es la elección de una determinada conducta moral dentro de todas las opciones que se presentan entre ambos extremos. Por otro lado, para que esto sea posible, el autor debe desarrollar, no una doble moral, sino una moral tan amplia y subjetiva como son todos los registros posibles de sus personajes de creación. Una prostituta, cuando se echa a la calle, es porque se ha dado a sí misma una cierta moralidad que justifica su trabajo. Cuando los nazis asesinaban a judíos en los campos de concentración tenía la conciencia tranquila porque se habían dado a sí mismos una moralidad que lo justificaba. Stalin no tenía el menor remordimiento de conciencia deportando y asesinando a millares de compatriotas, porque se las apañó para darse a sí mismo una moralidad adecuada para justificarlas. Es decir, todos «eran buenos a su manera». Por tanto, el escritor que pretende crear una obra de arte carece de un verdadero sentido moral a la hora de crear, pero, por encima de tanta relatividad creativa, permanece su «compromiso» con ciertos valores también relativos pero personales, porque él también es «bueno a su manera» (el compromiso del autor). Como autor será el «dios» de sus propias criaturas, para que finalmente tengan una referencia donde redimirse de su depravación o exceso de bondad. Ese será el mensaje final que siempre traslada en autor, que no es sino el dios de su propia creación. Si ya hemos establecido el origen y la causa de los personajes, ahora nos queda saber hasta qué punto un personaje es totalmente «creación» o si no tendrá su propia «dinámica interna» una vez que están definidos sus rasgos fundamentales. Es decir, un mal escritor desarrolla un personaje estereotipado que, por la misma razón, ya se sabe cómo será y hasta se le puede forzar a que sea de acuerdo al estereotipo bajo el que ha sido creado, de manera que empiece y termine siendo tal y como estaba en la «fotografía» y «diciendo» todo lo que estaba grabado para que dijera. Pero Unamuno en sus «nivolas» se dio cuenta de que en un momento dado los personajes tendían a rebelarse del mismo autor que los pensaba. ¿Por qué? Simplemente porque están creados de «sustancia humana», es decir, también ellos son «personas». Pero sólo cuando el autor los caracteriza plenamente pueden pensarse a sí mismos de acuerdo a esos rasgos de su personalidad. De manera que si el autor había previsto que tal personaje debía morir de tal manera, resulta que el propio personaje, que ha sido engendrado «imperfecto» como toda creación, llega a la conclusión de que no es «lógico» que muera ni que lo haga de la forma en que estaba previsto, y el verdadero escritor no tiene otra opción de amnistiarlo y terminar la novela –o «nivola»– tal y como la lógica de las propias creaciones lo exige. Por eso, en realidad, sólo los que no son escritores «siguen el guión», como el caso de Dan Brown. Los buenos dejan que una vez que «maduran» sus personajes, sean ellos mismos lo que concluyan la novela tal y como lo vean ellos mismos, no como lo vea el autor, que ya ha perdido su poder y soberanía sobre ellos. Por supuesto que la mayoría de la «basuratura» actual española está llena de libros escritos bajo un estricto guión «argumental» con la misma técnica que se utiliza para la realización de un reportaje periodístico o una tesis doctoral. En ambos casos el reportero ya sabe lo que tiene que reflejar en la historia, que ya ha sucedido, y en el segundo, también sabe los argumentos que tiene que desarrollar. Volviendo a Juan Marsé y su «Últimas tardes con Teresa», es probable que el autor esté en «Teresa» o en el «Pijoaparte», pero tal vez en una mezcla de los dos, pero todos esos personajes que su comentarista cita en la contraportada: «hampones, burgueses, criadas, hijos de papá progresistas», etcétera, están claramente estereotipados. Veamos este pequeño ejemplo tomado de un página al azar: «Teresa le dijo a Maruja no sólo que era libre de hacer lo que quisiera, sino que, en su opinión, había hecho muy bien dejándose besar por un desconocido en medio de tantas amigas mojigatas». Por mi propia «interiorización de la condición femenina» creo que la mujeres no son en absoluto «mojigatas», sino «precavidas». Por esa razón no se dejan besar por cualquiera, sino por quienes les interesan o les atraen irresistiblemente. Marsé podía haber consultado el diccionario para comprender esta actitud femenina: «Mojigato, ta: Persona que aparenta humildad, timidez o exceso de recato para conseguir sus propósitos.» Teresa actúa con la mentalidad de un hombre travestido en mujer y es poco «realista», por eso decía que me parecía que era el propio Juan Marsé. No hay mujeres mojigatas, sino hombres «mojigatos» que creen que las astutas mujeres que no se dejan besar por cualquiera son mojigatas. Sólo es un estereotipo más, pero esta novela constituye un auténtico derroche de ellos, además de agotadores e innecesarios «postizos» que no añaden nada sustancial a la narración. Ahora, después de exponer de forma somera y sin llegar ni mucho menos a decir todo cuanto cabe decir sobre cómo se hace una novela, sólo nos queda hablar del final, tanto o más importante que el principio. Como ya hemos dicho, éste no tiene por qué ser tal y como lo había previsto el autor. Aunque no es muy correcto, tengo que citarme a mí mismo para poner un ejemplo ilustrativo, ya que no tengo noticias biográficas sobre casos de autores que hayan hecho «cambios de planes» de última hora, como no sea el caso ya citado de Unamuno y un comentario de Jorge Luís Borges en su prólogo a «Martín Fierro»: «Fierro, que al principio no era otra cosa que un sonido apto para la rima, se impuso a José Hernández», es decir, el gaucho Martín Fierro, cuya idea inicial era un personaje quejumbroso y poco reivindicativo, se impuso hasta convertirse «en el hombre más vívido que nuestra literatura ha soñado», según palabras de Borges. En mi novela «La guerra de Inés» estaba previsto que el protagonista disparara contra un crucifijo. La escena me parecía «necesaria» dadas las circunstancias políticas y religiosas de la acción, en que quedaba ampliamente probado que se había instrumentalizado la religión con fines políticos. Con esta escena dejaba clara mi crítica y mi compromiso, y, al mismo tiempo, aportaba algo novedoso desde el punto de vista argumental, puesto no había muchas novelas en que un seminarista terminará disparando contra un crucifijo. No me importaba en absoluto el «escándalo» moral que pudiera despertar en el lector con sensibilidad religiosa, y, sobre todo, con admiración por la propia ejemplaridad y personalidad de Jesucristo. Era evidente que los fascistas llevaban todos un crucifijo colgado del cuello y seguro que alguno dibujaría una cruz en un proyectil antes de dispararlo contra inocentes niños y mujeres, no menos cristianas. De manera que la escena «a mí» me parecía que estaba sobradamente justificada. Pero sucedió que hacia la página 300 de la novela el personaje, «Andrés», ya tenía su propia personalidad y no «podía» hacer lo que estaba previsto. En la página 400 seguía pensando que, «le gustara o no», debía disparar contra el crucifijo, porque «estaba en el guión» y no podía «estropearme la novela». En la página 450 el personaje y yo empezamos una verdadera pelea moral de la que yo debería forzosamente salir ganando porque era «su autor». Pero ya en las últimas páginas surgió lo «imprevisto de toda novela creativa»: se hizo necesario un cambio de escenario donde no había ningún crucifijo a mano para poderle disparar, sino un simple y hermoso cielo estrellado que se veía a través del hueco abierto por los cañones fascistas en la bóveda de la catedral. El personaje se salió con la suya y no hubo disparos, pero el final fue sin duda mucho más «sublime, hermoso y verdadero» que aquel que yo había previsto. En otras palabras, para enviar al lector mi mensaje no era necesaria la última escena de los disparos, ya que se sobreentendía, sin necesidad de poner en entredicho la ejemplaridad del mismo Jesucristo, sin duda manipulado por unos y por otros. ¡El personaje llevaba razón, y por ello me había derrotado e hizo lo que tenía de hacer, de acuerdo a quien era realmente! Esto ocurre por la misma razón de que las personas no tenemos códigos de conducta grabados en nuestros genes, sino que es a través de la comunicación con «nuestro autor» que decidimos un comportamiento moral u otro, dependiendo de si entendemos o no el mensaje de esa comunicación, que proviene de nuestra fe e intuición. Con este ejemplo personal y, por tanto, inmodesto, creo que queda dicho lo esencial de cómo un escritor crea una novela. Claro está que es un punto de vista personal y, como ya he dicho, lo personal no es un canon que deba tomarse como modelo para otros, se trata simplemente de ciertas «generalidades» que me parecen válidas para todas las personas creadoras. Nada más. Cuándo y cómo publicar una novela No hay mejor prueba de la honestidad de un escritor para consigo mismo que escribir una novela después de otra que todavía no ha sido publicada. Proust decía que «una obra es como un amor que ha fracasado, pero que presagia otros nuevos». Por otro lado, no hay mejor manera de adquirir seguridad en uno mismo que comparar dos obras en el tiempo sin que éstas hayan sido sometidas a la opinión de los lectores. De no haber sido por Boscán es probable que no hubiéramos tenido el placer de leer las Églogas de Garcilaso, porque éste las escribía para sí mismo, por el placer de hacerlo, y como forma de reconocimiento a Carlos I y al virrey de Nápoles por los cargos que le proporcionaron (por cierto, que el celo por cumplir le costó la vida cuando sólo contaba treinta y cinco años). Quevedo escribía para «divertirse» y, también, para congraciarse con los nobles que le patrocinaban. Pero hemos de tener en cuenta que hasta el siglo XIX los derechos de autor no eran respetados, sobre todo en las traducciones. Cualquier impresor podía editar la obra que mejor le pareciera si se hacía con una copia y el autor no reclamaba, como sucedió con el propio Cervantes. En cuanto a los traductores, prácticamente ni se molestaban en comunicárselo a los autores, toda la responsabilidad y el lucro económico eran para ellos. Por tanto, los escritores no podían escribir con la misma mentalidad «mercantil» que lo hacemos en la actualidad. Era raro el caso en que un escritor pudiera vivir exclusivamente de su trabajo y siempre había alguna otra razón para hacerlo. Naturalmente que Sábato tiene una opinión tajante sobre esto: «El otro oficio del escritor. Si nos llega dinero por nuestra obra, está bien. Pero escribir para ganar dinero es una abominación. Esta abominación se paga con el abominable producto que así se engendra.» Otra prueba de sinceridad del autor con sus intenciones y su vocación es no caer en la tentación de creerse los halagos de los amigos que le incitan a presentarse a los premios literarios. Aunque nos duelan, son infinitamente más útiles las críticas que los halagos. El estímulo para escribir no viene de la vanidad del escritor ni cegado por espectaculares éxitos económicos de malos escritores, como Dan Brown, sino de su necesidad de descubrirse a sí mismo como artista y creador. Ya hemos visto que los halagos no pueden ser objetivos, porque nadie excepto nosotros mismos debemos saber si lo que hacemos está bien o está mal, la referencia está en las «lecturas» atentas y críticas de los que nos han precedido y son realmente escritores o, incluso, de los que no lo son. Por otro lado, si una obra literaria debe ser como un hijo para su autor, ¿cómo podemos darlo en adopción apenas haya nacido? Mi opinión es que el escritor debe permanecer «al lado» de su obra, pendiente de ella, revisándola y puliéndola, hasta que esté convencido de que puede emanciparse y ser publicada. Si lo jóvenes escritores con poca vocación o ninguna pero mucha vanidad y pedantería supieran lo penoso que resulta la «crianza» de una obra literaria, probablemente no empezarían ni a escribirla. Una obra acabada es como la imagen fundida que surge del molde, está llena de impurezas y su acabado será infinitamente más laborioso y penoso que la misma fundición. Las dificultades reales de una novela no están en escribirla, sino en pensarla y pulirla, ambos procesos pueden durar años, mientras que la escritura propiamente dicha puede ser cuestión de días. Ningún escritor puede pensar que una obra está terminada cuando ha escrito el último párrafo. También podríamos poner el ejemplo tan socorrido de que la obra de arte es como un buen vino, su calidad la adquiere con el tiempo y el reposo. Es inevitable que el escritor «crea» haber escrito una gran novela apenas la ha concluido, porque en el empeño ha puesto toda su capacidad creadora, conocimientos técnicos, experiencia de la vida, emoción o exaltación creadora, etcétera. Pero apenas pasen unos meses todos esos valores se verán superados por nuevas y más intensas experiencias y vivencias, y al «releer» la novela no podrá evitar «pasar por alto algunos párrafos» sin saber realmente por qué lo hace. Pero la razón es que le resultan «insufribles» porque ya están ampliamente superados. Precisamente, la mejor forma de saber si a pesar de todo lo que hemos escrito es «bueno en sí mismo» es si en una vigésima o trigésima lectura, a pesar de saber que tal o cual párrafo está superado, su estilo e inspiración los hacen soportables y no nos importa volverlos a releer una y otra vez. Es decir, ciertas novelas ofrecen contenidos y valores ya ampliamente superados, pero gracias a su estilo e inspiración, siguen siendo obras literarias que pueden ser leídas una y otra vez sin cansarnos. El martirio propio del escritor es la necesidad de releer sus obras al menos una veintena de veces antes de permitir su publicación, mientras que el lector a lo sumo, pero no es corriente en absoluto, la leerá un par de veces. Hay obras que no soportan una tercera lectura porque se han vaciado en todos los sentidos. Si durante la vigésima lectura nos «saltamos párrafos», no podemos permitir que se publique, porque cada párrafo saltado es claramente innecesario, y puede que una novela de 400 páginas se quede en 100. La mayoría de la «literatura basura» que pueblan los estantes de nuestras librerías podrían reconvertirse en novelas cortas, cuando no en cuentos, si el autor hubiera tenido la paciencia y la profesionalidad de «dejarlas madurar» convenientemente. Sólo el escritor que por sí mismo y de acuerdo a su propio juicio crítico ha conseguido «depurar» su estilo, puede permitirse el leer tan sólo una docena de veces sus obras antes de publicarlas, me refiero a escritores de la talla de Tolstoi, y aun así, su «Guerra y paz» le llevó un total de 10 años, desde que la «pensó» hasta que la «publicó». Por eso, cuando surgen casos de «jóvenes escritores prodigios», como el de María de la Pau Janer, no queda más remedio que sospechar por sistema de que en sus obras debe de haber algún «gato encerrado», que no es difícil de descubrir con una atenta lectura crítica. Desde luego que estos nuevos escritores han iniciado sus respectivas carreras dentro de las ventajas de la «revolución digital», con los fabulosos «procesadores de textos», que corrigen su ortografía y que, incluso, les advierten de las faltas de concordancia de género o número, cuando no de la mala estructura de una oración gramatical. Con estas nuevas herramientas se comprende que el proceso de creación y preparación de una obra se acorte considerablemente. Yo mismo todavía estaría enredado en las correcciones de mi novela «La extraña» de no haber sido por estos programas, porque la acción sucede en dos «tempos» y lugares distintos, Madrid y en un país de la ex-Unión Soviética, que se van alternando de acuerdo a cierto ritmo, y tuve que recapitularla varias veces. Pero gracias la opción «copiar y pegar» la tarea no se hizo muy penosa. A veces me pregunto cómo fue capaz Pérez Galdós de escribir su monumental obra, «Episodios Nacionales», llena de datos, citas y rigurosamente estructurada ¡con la única ayuda de su pluma estilográfica! Se comprende que la corrección de una de estas obras llevará varios años. No obstante, algunos contaban con la inestimable ayuda de sus «secretarios». Tolstoi, por ejemplo, contó con la fundamental ayuda de su joven esposa, y cada día «pasaba en limpio» una y otra vez, y todas que fueran necesarias, todo lo que escribía su exigente esposo. Es una injusticia histórica que estas personas no merezcan apenas atención, y es que la Historia, en sí misma, es uno de los relatos más injustos y manipulados de cuantos se han escrito. Por tanto lo malo de los procesadores de texto es que, si bien favorecen por igual a los buenos que a los malos escritores, estimulan sobre todo a los malos, que les permiten «producir» con más facilidad y menos «sacrificio». Yo soy un escritor que ha vivido la transición entre el sistema «manual» y el «digital», y recuerdo que en nada ha afectado a mi capacidad creadora, incluso al mismo ritmo y fluidez, sólo que entonces siempre tenía el problema para entender yo mismo lo que había escrito, lo que suponía un auténtico tormento. Sigo tomando notas a mano y esforzándome en pulir mi propia caligrafía, y sigo encontrando algo especial en lo caligrafiado que no puede «verse» en lo que aparece en la pantalla de un ordenador, como si en la misma caligrafía hubiera ciertos énfasis que no pueden mostrarse en el texto digitalizado. Pero, obviamente, ya es impensable escribir «a mano» una novela. El otro aspecto fundamental y controvertido de la creación literaria es precisamente si debe o no debe publicarse; es decir, si lo que es fruto de la creación privada de un escritor debe o no hacerse «público». ¿Necesita realmente el escritor a los lectores? ¿Acaso el escritor escribe pensando en los lectores? Voy a poner un ejemplo que violentará a más de un «mal escritor», pero me parece concurrente. El oficio de escritor tiene en muchos aspectos cierto paralelismo con el de la prostitución: ambos se afanan por proporcionar cierto tipo de «satisfacción» a cambio de dinero. Por tanto, podríamos hacernos por comparación esta simple pregunta: ¿Se arregla la prostituta para tener más trabajo o por sentirse segura de sí misma, como puede hacerlo cualquier mujer «decente»? –y entrecomillo «decente», porque las prostitutas no me parece que sean «indecentes», en todo caso es el cliente el que no tiene decencia alguna al utilizar su dinero para conseguir algo que no es capaz de hacerlo por amor o simpatía–. La pregunta no es ociosa porque el autor que «publica» su obra se convierte en un «escritor-público», al que se le puede comprar por unos cuantos euros. La respuesta tampoco es fácil, pues implica que el escritor (desde luego el mal escritor) «arregla» sus obras para que sean del agrado del lector y las compren. Esto plantea un dilema prácticamente irresoluble, por ser parte de una «aparente» relación dialéctica necesaria: el escritor no puede existir sin el lector, porque, al parecer, la razón de ser del uno está en el otro y ambos se esclavizan mutuamente, sin que sepamos muy bien quién es el «amo» y quién es el «esclavo». Tendríamos que resolver el dilema de quién ejerce dominio sobre quién, si el escritor sobre el lector (caso de la buena literatura) o el lector sobre el escritor (caso de la mala literatura). Sin embargo, yo me atrevo a sugerir que tal relación no existe en absoluto y que el escritor puede y «debe» dejar de pensar en el lector como la causa directa del estímulo de sus trabajos para considerarlo apenas un «accidente». Es decir, el escritor escribe por «otras» causas ajenas al lector, pero el lector se encuentra con la posibilidad accidental de acceder a la obra del escritor sin que este hubiera sido su propósito. El «accidente» se llama «editor», que es quien realmente está interesado en el trabajo del autor. Por tanto, la relación dialéctica no se establece entre el escritor y el lector, sino entre el «editor y el lector». Esta es la razón por la que hay «lectores». Sin editores no habría lectores. En inglés resulta mucho más sencillo de entender, porque la expresión para «editor» es «Publisher», es decir, «publicador»; que hace algo público. Sin el «Publisher» la obra del escritor no tendría posibilidad alguna de hacerse pública. Por tanto, el «Publisher» es realmente el que se asemeja a la comparación inicial entre los escritores y las prostitutas, estos son los que comercializan a los escritores y los hacen «públicos». Los escritores, por sí mismos, no lo harían. Cuando no había editores, es decir, antes de la invención de la imprenta, seguía habiendo escritores y, por cierto, excelentes, como el mismo Homero o Sófocles, o filósofos como Platón o Aristóteles. Para justificar esta hipótesis es necesario encontrar la verdadera razón de ser del escritor, aquel que no se «prostituye» a través de los oficios de «alcahuete» de las editoriales «comerciales» (puede que en algún lugar del mundo todavía existan editoriales vocacionales y honestas, ¡quién sabe!). Para encontrar esta razón, una vez más tengo que auto citarme, o mejor dicho, citar algunas reflexiones contenidas en uno de mis ensayo. En este trabajo trato de demostrar que la «mentalidad» se adquiere gracias al estímulo de nuestra «comunicación con lo desconocido», o, también, con la «nada»; y que es de esta «mentalidad» de donde surge la «existencia propiamente dicha», o lo que es lo mismo, y para el caso que nos ocupa, las obras literarias. Ponía el ejemplo del bebé que no «dialoga» con la madre, porque no la entiende, pero establece cierta comunicación con ella gracias a la fuerza de cohesión de su «amor». Es esa comunicación lo que estimula la mente del niño y en forma de sucesivas «revelaciones» (inspiración) va adquiriendo conciencia de sí mismo. Esta idea trasladada a la creación literaria se interpretaría como que el escritor recibe el estímulo de cierto «amor que no es propio y que debe de estar en algún lugar desconocido, fuera de sí mismo». Esta comunicación genera «amor propio», y gracias a las «revelaciones» o la «inspiración» de lo desconocido de sí mismo, surgen seres que no existían, porque son fruto de la mentalidad que genera en el escritor el estímulo del amor propio; es decir, surgen los personajes y sus historias. De manera que lo que estimula la creatividad del escritor no es el lector ni el mundo que le rodea, sino lo «desconocido de sí mismo» o su «amor propio». Por esta razón, el escritor se debe fundamentalmente a sí mismo y muy poco al entorno, incluidos sus lectores. Precisamente los estereotipos de los malos escritores se deben a una dependencia casi exclusiva del entorno. Es en el momento en que interviene el editor cuando se estable la relación entre el escritor y su entorno; es decir, sólo cuando el editor «publica» lo que el escritor ha creado por sí mismo se establece cierta relación con el mundo que le rodea, incluidos los lectores. Borges los expresa mejor en este párrafo extraído de un prólogo a la biografía del escritor Macedonio Fernández: «Macedonio quería comprender el universo y saber quién era o saber si era alguien. Escribir y publicar eran cosas subalternas para él.» Si el escritor no tuviera necesidad de «vender sus obras» (venderse él mismo) podría darlas a conocer sin otro motivo e interés que el que esté justificado por el compromiso que motivó su escritura. Por el contrario, si el escritor pretende vivir de sus obras, necesariamente adquiere un compromiso de intereses económicos con los potenciales lectores, lo que, entre otros negativos efectos, constituye una forma de «prostitución», además de coacción y que limita su libertad creadora. Por tanto, lo adecuado sería que el escritor hiciera públicas sus obras sin otro «interés» que no sea el implícito en el compromiso argumental. Naturalmente que esto es «subversivo» para las empresas que se dedican al «negocio del libro» y que, como hemos visto, no están en absoluto interesadas por la situación en que queda la creatividad y libertad del escritor, antes al contrario, en sus contratos procurarán «esclavizarlo», obligándole a que «su prostitución sea lo más rentable posible», hasta que decaiga su «hermosura» y no atraiga ya a los clientes. Por eso decía, que la comparación con la prostitución era bastante recurrente. Por tanto, la publicación de una obra no es su fin en sí mismo, sino una consecuencia de las circunstancias en que se mueve el autor. Aristóteles escribía para «aclarar sus ideas» sobre el mundo que le rodeaba, el conocido y el desconocido, y su «circunstancia», que le llevó a hacerlas públicas fue su «Ateneo», porque las utilizaba para mostrar sus conclusiones a sus alumnos. En tiempos de Aristóteles no había «editores» husmeando por ahí en busca de buenos negocios editoriales ni «Best-sellers», por eso era un mundo «puro y clásico», y porque el escritor todavía no se había «prostituido». Con esta larga reflexión quiero dejar claro que sólo los malos escritores escriben directamente para «prostituirse», recurriendo, no a la belleza y a la sensualidad del erotismo, sino de los afeites, cremas, ungüentos, pelucas y rellenos. Tanto es así que algunos no se andan con rodeos y escriben «pornografía» ya directamente. La diferencia entre erotismo y pornografía es que el primero estimula todos los sentidos que llevan al deseo y la pornografía los genitales directamente. Por eso, cuando leo ciertos párrafos sueltos de «novelas» en las que se utilizan expresiones pornográficas contundentes y directas, veo claro que se trata de supuestos escritores que ya escriben directamente para el negocio de «prostitución» de ciertas editoriales. Ahora bien, el escritor, además de vivir en su propio mundo y para su propio mundo, comparte también el «mundo real y común» de los demás, y cabe la posibilidad de que considere su obra de creación como una forma de trabajo, la única, y, como todo trabajo, debe ser remunerado. Hasta ahora hemos defendido la creación del escritor desde el punto de vista del «original», es decir, de la obra en sí misma y no de sus posibles reproducciones. Lo que defendíamos es la «creación en sí misma», que no se debe sino a su autor; a la «originalidad» del escritor, de ahí la palabra «original». Si por las circunstancias que sean, el escritor tiene que vivir del producto de sus creaciones literarias, sus originales deben convertirse en «productos», es decir, libros. Sabato no especificaba cómo «recibía el escritor dinero por sus obras», pero consideraba que no se podía escribir para «ganar dinero», pero toda forma de trabajo en nuestra economía de mercado actual no persigue otra cosa que cambiar «esfuerzo por dinero». Por tanto el buen escritor también puede «escribir por dinero», si ésta es su única fuente de ingresos y lo considera como «su trabajo». Lo que sucede es que el escritor permite que se haga «reproducciones» de su original, y una vez hechas, el «publicador» no tiene más derechos adquiridos que aquellos que tenga sobre las copias, ¡nunca sobre el original! Esta condición no está convenientemente contemplada en la actual ley de «Derechos de Autor», que si bien concede al autor el derecho de propiedad del original, permite que éste sea «controlado» por un determinado número de años, tantos que la obra original no vuelve al autor, sino a sus posibles herederos. Pero, bajo ningún concepto, el «publicador» puede adquirir tales derechos sobre el original, y que éste pueda ser considerado de su propiedad. Por tanto, en el momento en que el escritor decide entregar su obra original a un «publicador» para que sea hecha «pública», gracias a un determinado número de copias mecánicas, se establece una relación entre escritor y editor que para el autor termina ahí. Lo que suceda con su obra ya no es de su responsabilidad, y si el lector, por la razón que sea, se sintiera defraudado, el autor sólo está obligado a ofrecerle un «10 por ciento» de explicaciones, el resto se lo deben de dar la imprenta, el editor, el distribuidor, el librero y el Estado, respectivamente, y que perciben el 90 por ciento restante del importe del libro. Además, el lector sólo puede sentirse defraudado del libro como producto, nunca como obra en sí misma. No puede reclamar a Cervantes por estar en desacuerdo con que Don Quijote arremete contra los molinos de viento, aunque se sienta perjudicado por ser propietario de varios de ellos, sólo puede reclamar si la edición no responde en calidad al precio pagado, es decir, si se trata de un «fraude editorial». Este fraude puede ser como consecuencia de una engañosa propaganda del editor, que realza cualidades de un libro que no las tiene, y que debería ser llevado ante los tribunales de ética profesional por tratarse de un «fraude literario». A modo de resumen podríamos decir que una vez cumplidos los requisitos mínimos para considerar que la obra está madura para ser publicada, y siempre que se considere como el trabajo del escritor, la obra puede ser dada a un editor. Pero en el contrato de publicación debe quedar perfectamente claro que sólo se trata de una cesión temporal y limitada de copias del original, por lo que no exista más condición que el número de copias a imprimir y el porcentaje a percibir. ¡Bajo ningún concepto el autor debe aceptar otras condiciones que le aten al editor o coarten su libertad futura como creador! El escritor, que se debe a sí mismo, no sólo necesita libertad para su creación, sino que es su creación la sinergia que produce la misma libertad, y no puede consentir que un editor lo «encasille y enjaule», aunque se trate de una jaula de oro con aire acondicionado y piscina privada. En estas condiciones, es preferible no publicar, hacerlo por sus propios medios o en Internet. Hasta el momento, ésta ha sido mi opción personal para la edición de mis obras. El síndrome de Amazon Era de esperar que de la nación más liberal del planeta surgiese un nuevo concepto del negocio editorial. Si a esta creativa mentalidad empresarial le sumamos las facilidades que ofrecen los medios digitales de edición y de logística para la distribución, el resultado es Amazon y su sistema abierto de «Edítelo usted mismo». Por si esta opción no fuera suficientemente innovadora, ahora también tenemos las nuevas impresoras de libros, situadas en las mismas librerías, donde te imprimen el libro que desees mientras te tomas un café o ves un video de promoción. Gracias a Amazon, y otras editoriales similares, miles de lectores se convierten, prácticamente de la noche a la mañana, en autores, repitiendo las virtudes y los defectos de las lecturas en las que se ha formado su estilo. El resultado de esta revolución es un auténtico tsunami de más literatura basura, pero también la publicación de algunas obras de autores con talento, rechazados por las editoriales convencionales. El contraste entre ambas es abismal, pues mientras en Amazon puedes ver tu libro impreso y disponible para la venta por Internet en 72 horas, y que, además, si los lectores suscriben un plan de promoción, reciben tu libro en su domicilio 24 horas después y sin gastos de envío, las editoriales convencionales pueden demorarse hasta dos años en publicarlo, y eso en el poco probable caso de que acepten tu propuesta. Esta demora tendría justificación si garantizase la elección de obras de gran calidad literaria, lo que no sucede en Amazon, pero, como intentaré demostrar más adelante, lamentablemente no es así. Para colmo, Amazon, y las editoriales de libros sobre demanda, no exigen la intolerable y abusiva cláusula de exclusividad y te ofrecen regalías 3 o 4 veces superiores a las que te ofrece una editorial convencional. Los efectos del «síndrome de Amazon» ya se está notando con el cierre de numerosas librerías, en especial las que no tienen capacidad ni medios para adaptarse a las nuevas condiciones creadas en el mercado de libros, con margenes comerciales cada vez más reducidos. Como todo en esta vida, la aparición de este revolucionario medio de edición tiene su lado positivo y otro negativo. Comencemos por el positivo. La eficacia de Amazon en la edición y distribución de libros ronda lo asombroso. Los autores cuentan con toda clase de facilidades para la edición de sus libros, tanto en formato digital como en papel. Pueden solicitar hasta cinco ejemplares de prueba al precio de coste de la impresión, y que recibirán en solo 2 ó 3 días. Con lo que si el autor es cuidadoso y exigente, puede hacer una edición impecable. Pero a diferencia de las editoriales convencionales, le permite hacer tantos cambios o correcciones como crea necesarios en sucesivas ediciones. Por último, puede comprar hasta 999 ejemplares de su propio libro a un precio especial, por si desea distribuirlo él mismo, como puede ser el caso de un autor local y un libro de tema también local. Ahora el lado negativo: Tantas facilidades estimulan también a malos y descuidados escritores, o escritores de fin de semana, con una abrumadora mayoría de temas románticos, cuando no simplemente pornográficos. Y lo más lamentable es que inundan y bloquean los buscadores, ocultando los autores con talento. SEGUNDA PARTE: Lecturas críticas de premios Nadal y Planeta Sobre la intención de estas críticas La literatura, como la música y cualquier manifestación artísticas, tiene reglas. Si los músicos necesitan adquirir el dominio de su instrumento; si además necesitan la sensibilidad artística para que sea armonioso el sonido de su instrumento, es decir, y, finalmente, si necesitan meterse en la piel del compositor que están interpretando para transmitir su mensaje a los oyentes, o lo que es lo mismo, motivación, los escritores necesitamos dominar esos mismos valores artísticos. Pero los instrumentos se escuchan y nos apercibimos fácilmente si están desafinados o siguen un ritmo inadecuado, en tanto que los libros son silenciosos y esas necesaria reglas no se escuchan, ¡se leen! Por tanto, para que podamos considerarnos escritores necesitamos técnica, inspiración y motivación o compromiso con los valores culturales y humanos de los que formamos parte. Si carece de alguno de estos valores, en lugar de música escucharemos ruido. De donde necesariamente deducimos que la literatura es el arte de contar una historia con técnica, para que no suene desafinado; inspiración, para que nos emocione, y motivación, para justificar nuestra responsabilidad de personajes públicos con el poder de influir sobre nuestros valores y estilo de vida. Con esta breve introducción simplemente deseaba aclarar que no todo lo que se escribe, se premia y se publica, puede considerarse literatura. Yo también debo someterme rigurosamente a estas normas, y estoy intentando construir bien las oraciones, con buena sintaxis, bien puntuada, con ritmo constante y con expresiones que se unan entre sí manteniendo el mismo tono y armonía. Si lo consigo o no es otra cuestión. En cuanto a la inspiración, a pesar de que no estoy escribiendo una novela, he recurrido a ciertas metáforas para hacer más amena la lectura, y nos permita hacer uso de la imaginación, además de la mente. En otras palabras, he intentado elegir las palabras adecuadas para que suenen bien a nuestra conciencia, que es la que, en última instancia, recoge el mensaje. Por último está la motivación o el compromiso. Mi motivación es lamentablemente simple: defender la literatura contra las agresiones que está sufriendo reiteradamente, por parte de pésimos escritores, pero que incomprensiblemente gozan de gran popularidad, porque cuentan con el apoyo incondicional de importantes editoriales y de ciertos críticos literarios, que obedecen a la voz de su amo, e incluso, por el apoyo de algunas importantes librerías. Esto sucede porque han reducido la literatura a una mera excusa para hacer sus negocios. La literatura es una creación del espíritu, por lo tanto todo cuanto se escriba debe ser emotivo y rigurosamente falso; es decir, pura y simplemente creativo. Por contraste, el ensayo es una actividad de la mente, y todo cuanto se escriba debe ser rigurosamente cierto. La novela emociona, el ensayo impresiona. Lo que cuenta una novela se imagina; lo que contiene un ensayo se reflexiona. Ni la novela debe escribirse solo para impresionarnos ni el ensayo debe redactarse solo para emocionarnos. Incluso si se trata de una obra premeditadamente histórica. Con esta reflexión quiero matizar con absoluta claridad que la novela sin calificativos debe ser una pura mentira emotiva, y cuanto más mentirosa sea más creativa es. La novela no informa, no contiene datos contrastables con la realidad, porque la realidad en una novela es la que imagina el autor. ¿Puede ser verdadera la historia de un pequeño príncipe que vive en un minúsculo asteroide? Sin duda es una maravillosa mentira. En una de las críticas de esta segunda parte, citaré el caso de una conocida y premiada escritora, que describe con un lenguaje jurídico el reparto de los bienes de un divorcio. ¡Eso simplemente no es literatura! En otros casos los malos autores se empeñan en identificar con exagerado realismo los lugares donde transcurre la acción de sus novelas. Macondo no puede localizarse en el mapa de Colombia. La archiconocida Rosa Regás, describe con realismo fotográfico los escenarios reales de sus obras (No puedo calificarlas de novelas), además de lugares comunes de la vida real, como oficinas, despachos, etc. Rosa Regás tampoco es escritora. En las reseñas críticas que conforman esta segunda parte, si nos atenemos a estas necesarias reglas, ninguno de los reseñados son escritores, a pesar de ser premios Planeta y Nadal. Algunos tienen buena técnica, pero carecen de inspiración, y son una interminable sarta de estereotipos, tópicos, situaciones comunes, etc. Otros carecen de la más mínima motivación, y nos cuentan historias absurdas, sin alma, trasfondo o mensaje. Son lo que podría decirse “junta palabras”, “rellenapáginas” o “cuentanadas”, como es el caso de Javier Sierra, y su anodino libro (tampoco puedo calificarlo de novela), “El fuego invisible”, del que hablaremos más adelante. Lo realmente asombroso de esta lamentable situación es que que son muy pocos los que se atreven a denunciar públicamente este atropello, y quien lo hace es sistemáticamente anulado y silenciado por el aplastante poder de la publicidad y los medios confabulados con esta tragedia. No hay en la literatura actual española ni un atisbo del rico legado que nos dejaron los grandes escritores de las sucesivas generaciones desde el bien llamado “Siglo de Oro” hasta el final de nuestra guerra civil. A este nefasta nueva era de escritores bien podríamos llamarlo el “Siglo del loro”, porque la mayoría son simplemente malos imitadores de la verdadera literatura. NOTA: Cuando escribí estas críticas no habían fallecido ni Juan Masé ni Rosa Regás. Comprendo que los que siguen siendo admiradores de estos dos escritores sientan que no debía haberlos citado en esta nueva edición. Pero ser escritor es ser un personaje público y lo que menciono de ambos es su faceta pública, pero en ningún caso la personal, que asumo que debieron ser buenas personas. Sin embargo, y en mi modesta opinión, su literatura influenció negativamente en la cultura literaria de nuestro país, por lo que, con el debido respeto, no he cambiado mis opiniones de entonces. 2. Juan Marsé «LA MUCHACHA DE LAS BRAGAS DE ORO» Premio Planeta 1978 Después de finalizada la primera parte de este ensayo, en el que con más o menos claridad y acierto, trataba de establecer lo que es un escritor y su obra, empecé esta nueva parte con buen estado de ánimo. Sabía que me enfrentaría a páginas cuya lectura iban a requerir una gran dosis de paciencia y comprensión, y por nada del mundo estaba dispuesto a perder las formas y la corrección del lenguaje, tratando en todo momento de ser «positivo» y empezar por ver lo bueno para, en último término, ver lo malo. Como no se me hubiera ocurrido dilapidar el poco dinero de mi presupuesto mensual en comprar estos libros, cogí mi «descapotable» (la bicicleta), la mochila, el bloc de notas y una pluma estilográfica comprada en una tienda «todo a un euro», pero que me resultaba grata su escritura, y empecé mi nuevo trabajo desplazándome a la magnífica librería «Hugendubel», que hay en la plaza berlinesa donde está el monumento que los españoles llamamos el «Pintalabios», o las ruinas de la iglesia de «San Matías», que los berlineses decidieron no reconstruir como recuerdo permanente de sus errores políticos del pasado. Allí, en la primera planta, hay una sección de libros en español, donde por lo general sólo llegan los «premios literarios» y algún que otro clásico reconocido, amén de los «Best-Sellers» ya citados. Por tanto, en un sólo estante tenía a mi disposición todo el material necesario para la segunda parte de este ensayo. Al azar elegí los tres primeros «premios», que resultaron ser «La muchacha de las bragas de oro», de Juan Marsé, premio Planeta 1978, «Un encargo difícil», de Pedro Zarraluki, «Premio Nadal 2005», «Un milagro de equilibrio», de Lucía Etxebarría, «Premio Planeta 2004» y un cuarto, que si bien no está premiado, al parecer ha sido un «súper ventas» en España, «La hermandad de la Sábana Santa», de Julia Navarro. Por tanto, me sentía razonablemente feliz y satisfecho porque no hay nada que me agrade más en este mundo que mi trabajo, aunque a veces, como en este caso, resulte algo penoso. Busqué un lugar tranquilo en la cafetería; saqué mi cuaderno, mi pluma y, por fin, me decidí a comenzar el trabajo. Así es que abrí la primera página del libro de Juan Marsé. El efecto fue como si un día nublado, pero con intervalos de sol radiante, saliéramos al parque sin paraguas, y ya a medio camino, estando lejos de casa, se desatara un tormenta, ¡pero de granizo! Por tanto, me estropeó completamente el buen ánimo y mi compañero de mesa empezó a sospechar que estuviera padeciendo un ataque de epilepsia, porque la indignación me hacía revolverme en mi asiento. Cuando se publicó este libro me negué a leerlo, e incluso a ojearlo como hacía con otros, sólo porque el título me «repugnaba». Se dirá que soy un «mojigato», expresión que el mismo Marsé utiliza en «Mis últimas tardes con Teresa», pero es que soy incapaz de relacionar «novela» con «bragas» o «calzoncillos», que me da igual. Imaginemos este otro título «El muchacho de los calzoncillos de oro». Sería como una mofa. ¿Por qué? Porque las bragas tenían más morbo y gancho que los calzoncillos en una sociedad, como la de entonces (¿?), fundamentalmente machista y en plena «transición» hacia el destape, donde era bastante normal verle las bragas a la actriz de comedia de turno. Pero, curiosamente, nunca eran de oro. Esa expresión quedaba más en el entorno fantástico del súper agente de su Graciosa Majestad, «James Bond» (las bragas normalmente eran de algodón y blancas, porque ¡destape sí, pero la virginidad y la higiene todavía se respetaban!). De manera que siempre me pareció una «típica novela de la Transición»: novelas insulsas, con pantalones campana, camisas floreadas con cuellos descomunales, melenas a lo «Beatle» y carreras con «seiscientos» trucados. Mientras tanto, Gironella hacía que los tranquilos y solemnes cipreses creyeran en Dios, en un alarde «enciclopédico» de oportunismo político-literario descomunal. Pues bien, resulta que ahora no me queda otra opción que superar aquel prejuicio histórico e intentar leer el primer párrafo de esta novela. Veamos: «Hay cosas que uno debe apresurarse a contar antes de que nadie le pregunte.» El párrafo afortunadamente es corto y contundente, y es suficiente como para cerrar la novela y devolverla a su estante. No me sorprende que tenga más que fundadas sospechas de que «algo podrido huele en los jurados del Planeta», y también en el resto de los jurados de premios literarios en general, pero ¡que haya sido precisamente Marsé el encargado de denunciarlo es sorprendente! ¿Cómo serían de malos los manuscritos que se vería obligado a leer que él mismo, cuyas obras resultan igualmente difíciles de leer, haya tenido el valor de denunciarlas? Casi estoy seguro de que yo cambiaría con gusto una buena purga de aceite de ricino a tener que leer uno de esos manuscritos. Lo mismo debió pensar Marsé, pero me temo que, como a Sócrates, le dieron en lugar de ricino la cicuta, y él mismo se puso de patitas en la calle, porque no se puede servir a Dios y al diablo al mismo tiempo. Volviendo al párrafo inicial de la novela de Marsé, francamente no sé qué pasaba por la mente del escritor cuando lo escribió. Por qué no decir, por ejemplo: «Hay cosas que uno debe apresurarse a contar antes de que se olviden», o «Hay cosas que uno debe apresurarse a contar antes de morir». Pero, ¿por qué violentar de esa manera la intimidad y soberanía del lector? ¿Es que a alguien se le ocurre dar una respuesta sin que medie previamente una pregunta? ¿Es que puede existir la respuesta sin la pregunta previa? Toda respuesta necesariamente debe de estar precedida de una pregunta y no puede haber pregunta sin respuesta; como no se puede comer sin hambre, o beber sin sed. Es como decir: «Le voy a dar de beber ahora que no tiene sed», o «Le he preparado un buen manjar para que se lo coma antes de que tenga hambre». Podría poner una docena más de ejemplos de incongruencia similar al expresado en el principio de esta novela. Para ilustrar mejor el caso, pongamos esta conversación entre un señor que acaba de ver la previsión del tiempo en la televisión y otro con el que se cruza en la calle: «—Oiga, voy a decirle la previsión del tiempo antes de que me lo pregunte. —Es que ya la sé; que la he visto en la televisión. —Ya, pero yo se lo quiero contar porque soy meteorólogo —¡A mí como si es portero de la Selección! —¿Pero, entonces, qué pinto yo aquí? —¡Usted sabrá! ¡Adiós y hasta nunca, so enterao!» En efecto, da la sensación de que el escritor es un «enterao» que se empeña en contarnos algo cuando no se lo hemos preguntado, lo que es una impertinencia y denota poca educación. ¿Por qué algunos escritores no revisan con atención sus manuscritos antes de darlos a la imprenta o enviarlos a concursos, donde los jueces les prestan todavía menos atención? ¿Por qué Marsé se «cargó» ya la novela en la segunda línea con lo sencillo que hubiera sido cambiar «preguntar» por «olvidar» o «morir», entre otras muchas opciones? Es un misterio insondable que pertenece a la intimidad de cada escritor. Por tanto, hubiera devuelto el libro al estante y dado ya por concluida la lectura, ya que este detalle de falta de «atención» se repetiría constantemente, si no fuera porque todavía tenía tiempo y algún resto de ánimo para seguir leyendo. Por tanto, prosigamos: «Cuando después de mucho torturar el párrafo, Luis Forest lo dio finalmente por bueno, advirtió que no llevaba agenda ni bolígrafo.» No está mal que trate de sugestionar al lector utilizando la expresión de «torturar», cuya ambigüedad refiriéndose a un párrafo literario es notoria, pero como escritor ¡no comprendo cómo se puede corregir todo un párrafo mentalmente y sin ir escribiéndolo o reescribiéndolo varias veces! Tal vez pueda «torturar» un verso o un soneto que ha conseguido memorizar, ¡pero todo un párrafo, imposible! ¿Por qué Marsé fue tan descuidado con estos detalles? Ya en «Mis últimas tardes con Teresa» habla de un «cielo estrellado bajo los farolillos festivos de las calles», y que es «técnicamente imposible» que puedan verse las estrellas por la «polución lumínica». Pero nada menos que un escritor, que se supone que sabe su oficio, que pretenda hacernos creer que se puede memorizar todo un párrafo y rehacerlo varias veces mentalmente es simplemente ¡una falta de respeto por el lector y por su inteligencia! La otra incongruencia de este trozo del párrafo, sobre todo viniendo de un escritor, es que ¡no se anota una corrección en una agenda! Es decir, los escritores, que algunos como yo ya de por sí detestamos las agendas, no podemos anotar tal corrección el «7 de junio de 2006», y otra corrección el «8 de agosto» del mismo año. Lo que normalmente lleva siempre un escritor en su macuto o mochila es un «cuaderno de notas», y tengo que aclarar que es una de las piezas más difíciles de elegir y, al mismo tiempo, uno de los utensilios más queridos de todo escritor, hasta el extremo de que si lo pierde puede sufrir una auténtico ataque de nervios. Pero Marsé es así: habla y habla y dice cosas estereotipadas sin demasiado sentido, pero va llenado páginas y páginas. Paciencia y sigamos con el párrafo: «Prosiguió su paseo por la playa…» ¿Cómo relacionar la continuidad del paseo si no sabíamos que estaba paseando? ¡Otra falta de atención! «…cojeando lentamente, golpeando conchas con el bastón…» Pero, ¿el bastón no era para apoyarse debido a su cojera? Entonces, ¡es mentira, no cojea y se entretiene en golpear las conchas! Porque para golpear hay que apoyarse en las dos piernas, así es que si realmente está cojo de una pierna (no se puede estar cojo de las dos), al golpear las conchas ¡se cae! Sugiero al lector que haga él mismo la prueba y verá como es cierto lo que digo. Adelante… y sin perder la calma: «...tras el perro ansioso que husmeaba corrupciones.» Los perros no husmean realmente, sin que «olfatean», y ¿qué quiere decir con «ansioso» y «corrupciones»? ¡Él debe saberlo, el lector sólo puede hacerse una vaga idea! Adelante, Jaime, y sin desmoralizarte que ya falta poco: «En la concavidad vertiginosa de las olas que avanzaban hasta desplomarse, giraban algas muertas y el último reflejo del poniente.» ¿Hacia dónde avanzaban las olas cóncavas: hacia el horizonte o hacia la playa? El autor no lo dice. ¿Había remolinos en la playa para que giraran las algas? ¿Puede girar el reflejo del poniente?. Sigo, pero acabó porque ya no vale la pena insistir más: «Dejó atrás el Sanatorio Marítimo ruinoso y abandonado…» Está bien que Marsé sepa de sobra que en la carretera de Castelldefels hay (o había) un edificio ruinoso que pretendía ser un sanatorio, pero ¿qué sabe de eso un lector de Burgos? ¿Por qué Marsé lo cita sin molestarse en hacer una mínima descripción para que el lector se haga una idea visual del «escenario»? Y si no quiere describirlo, ¿por qué citarlo? Tal vez porque escribe «como lo ve» y no «como lo siente», que es como un escritor que debe crear los escenarios de la novela y hacerlos «visibles al lector». En fin, que ya hay razones más que de sobra para llegar a la conclusión de que «esto no es una novela» y Marsé es un «dudoso escritor» de novelas. Pero ¿cómo iba a ser de otra forma si, después de todo, también él es un «Premio Planeta»? Lo peor es que, a su pesar, Marsé «creó escuela», y la mayoría de los escritores de la Transición española, jóvenes y jovencitas ambiciosos, algo perezosos y sin talento, creyeron que era así cómo se escribían las «novelas modernas» y que ganaban premios. Y, claro, ¡de aquellos polvos nos llegan ahora estos lodos. 2. Juan Pedro Aparicio «RETRATOS DE AMBIGÚ» Premio Nadal 1988 He consultado en el diccionario el significado de «ambigú» porque, aunque a estas alturas mi vocabulario debe contar con unos miles de vocablos, éste confieso que no lo tenía registrado. «Ambigú: del francés ambigú. Comida generalmente fría donde los alimentos están dispuestos conjuntamente para libre servicio y elección por parte de los comensales. Espacio, generalmente en un local destinado a espectáculos públicos, donde tiene lugar esa comida.» ¡Ah, de modo que es sinónimo de lo que generalmente solemos decir como «libre servicio»! De manera que el título podríamos traducirlo por «Retratos de libre servicio». Lo he traducido porque supongo que entre mis lectores no serán muchos los «afrancesados», y tal vez les haga un favor con la molestia. Si el primer párrafo de un libro es fundamental no digamos el título. Un mal título como «La muchacha de las bragas de oro», o tanto otros malos títulos como veremos después, echan a perder una novela antes de abrirla. Confieso que apenas he comenzado esta segunda parte y ya me queda poca paciencia y menos tolerancia, por lo que después de haber visto que se trata de una novela sobre «libre servicio» no sé si valdrá la pena que abra la tapa y me arriesgue a tener un nuevo sofocón, como me ha sucedido con la anterior. Además, no sé por qué, pero tengo la impresión de que estamos ante un autor que «rebusca el lenguaje» en lugares bastante lejanos a la «Madre Patria». En este caso concreto tengo la impresión de que se fue a Perpiñán a ver «Último tango en París», después paró por el Casino de Le Boulou y se aprendió lo que «ambiguo «ambiguo», o lo que sea. Con su palabreja ya en la «agenda», como decía Marsé (lástima que no se hubiera dejado también el bolígrafo en casa) se le ocurrió que era motivo más que suficiente como para inspirarle una novela, ¡y la escribe! Años después, yo voy con mi bici por el canal del Tiergarten, paro un momento en el WC que hay a medio camino, me desahogo; sigo y llego a la biblioteca; le digo «Guten Tag!» al portero, me sonríe y me dice no sé qué de corrido, porque no sólo es alemán, que lo entiendo más o menos bien, sino que en ese momento se estaba comiendo un «sándwich» de salami, y debía estar bastante seco con ese pan de centeno de ellos; así es que sonrío y digo «Jawohl!», por cortesía. Pero sigo, me siento en uno de los ordenadores del archivo y tecleo «Aparicio, Juan Pedro», porque era el que tocaba para la crítica. Le doy al «Intro», ¡y ahí está la palabreja que ha viajado desde Le Boulou a Madrid y luego a Berlín, y me doy cuenta de que, a pesar de todo, ¡he podido sobrevivir sin ella durante 28 años! ¡Lo que es el destino! Pues bien, como sospecho que ¡nada de nada!, y lo confirmo inmediatamente, ya no me molesto en perder más tiempo, y me limito a reproducir unos cuantos «epítetos» (Del latín epitheton y del griego epítheton: Adjetivo o participio cuyo fin principal es caracterizar al nombre), ¡y basta! «Las calles rezumaban humedad, una humedad que parecía brotar de su interior como una gran lágrima urbana, que espejeaba el asfalto, una nostalgia de proyección futura, como si el presente se estrujara ya en la memoria con los dolores del recuerdo.» ¡Válgame Dios, qué tranquilo está don Miguel de Cervantes en su sepultura! Hasta la más angelical y dulce de las criaturas, capaz de sufrir un ataque de nervios por que le ha caído una mosca en la sopa y se ha ahogado sin que la pobre criatura pudiera hacer nada por salvarle la vida, sabría que ¡esto es una soberana sand…….. y una descomunal cursi……! ¡Y no digo más! Pero le ofrezco mi versión personal para la próxima edición, ¡pero en forma de pequeño soneto! «Rezuma que te rezuma, humedad de las humedades. Lágrima urbana que espejea en el asfalto, Estrujando la memoria, con los dolores del recuerdo.» ¿A que queda mejor que el original? Pero también le puedo ofrecer mi versión en prosa: «La calle estaba húmeda y triste» ¡Ya está, no esperen más porque no hay más sustancia ni contenido! [Después de la siesta para tener la mente despejada y afrontar el reto del verbo «espejear»] Tal vez sea éste el momento de aplicar lo que Jordi Llovet llama «Literatura comparada», porque el verbo «espejear» presenta serias dificultades y hay que afinar. Por tanto, tomamos otro sustantivo al azar, como «gato». ¿El gato «gatea»? ¡Podemos aceptarlo! Así, «comparamos» y decimos: ¿Puede un espejo pasar por una gatera? ¡No! ¿Puede un espejo subir a un árbol y cazar un desprevenido gorrión? ¡No! ¿Puede un espejo arrastrase por el suelo? ¡No! Entonces, ¿cómo «espejea» un espejo? ¿No será un verbo «utópico»; algo así como «panear» o «cochear»? Porque el pan «alimenta», el coche «circula» y el espejo «¡reflejea!», ¡perdón!, que hasta yo mismo acabaré diciendo barbaridades, quiero decir, ¡refleja! Ahora vemos lo de «rezumar». Llueve sobre la calle, el agua se filtra por las alcantarillas y en algunas casas mal aisladas la «humedad rezuma por las paredes». Ahora bien, puede haber casos, como el de Venecia, donde las calles, en sí mismas, podemos aceptar que «rezumen algo de humedad». En cuanto a la «lágrima urbana». Yo sólo tengo registrado eso de «¡Una lágrima cayó en la arena, en la arena cayó una lágrima…!», etcétera. Pero no dice si es arena urbana. Por último, y por no forzar más la inteligencia sin blindaje para estos casos del lector, tratamos el asunto del «presente estrujado». Esto me suena a «astrofísica», o a la teoría que demuestra que el tiempo tiene sus defectos, y no es tal y como lo veíamos antes de Einstein, de manera que se puede «estrujar y desestrujar», según la conocida fórmula de la relatividad «E=mc2». Cabría la posibilidad de hablar de la«memoria con dolores», pero prefiero evitar este nuevo «dolor» al ya bastante «dolorido» lector. En estos momentos siento auténtica vergüenza de ser parte de una cultura nacional que es capaz de «premiar» un libro como éste. Quiero a mi país como deben de quererlo todos los españoles, pero sin fanatismos, por eso vivo en Berlín. Pero, a la vista de esto, creo que ya nunca podré regresar hasta que no esté seguro de que no pasan cosas así y las editoriales citadas han desconvocado sus nefastos premios literarios que tanto daño han hecho a las letras españolas desde la Transición. Esto no es escribir es, como decía Marsé, ¡torturar un párrafo! Es como si hubiera cogido el castellano y lo hubiera puesto en un potro de tortura: primero le hubiera estirado los sustantivos, después le hubiera metido hierros ardiendo por entre los verbos y los adjetivos, para, finalmente, hubiera tirado los restos ensangrentados en un descampado para que se lo comieran los cuervos. ¡Al estante con él! 3. Soledad Puértolas «QUEDA LA NOCHE» Premio Planeta 1989 Con una sola ojeada veo que estamos ante otro caso de falta de atención en las correcciones, algo que ya es evidente en las dos primeras líneas de esta supuesta novela. No tengo una gran formación lingüística y no debería meterme tanto en cuestiones de «técnica», porque yo mismo puedo estar incurriendo en defectos parecidos sin darme cuenta. Pero es como el niño pobre que pilla cuatro cuartos y tiene mucho cuidado en qué se los gasta. Yo sé poco de gramática, pero lo poco que he aprendido me lo he aprendido bien y procuro respetarlo. Por otro lado, éste es un libro dirigido a jóvenes escritores (me refiero al mío) que, con toda seguridad, y a la vista de los malos ejemplos de sus «mayores», habrán cometido montones de errores como el que voy denunciar de esta escritora. Por tanto, lo hago para que nos demos cuenta de que un error de sintaxis poco literario puede pasar desapercibido, pero el lector, que está obligado a leer en el orden y con el ritmo que nosotros le imponemos, sentirá este «desorden», que en armonía sería tanto como «desafinar» y dar una nota por otra, aunque no sea más que una ligero sostenido. Esta escritora empieza así el libro: «El verano pasado hice un viaje, el más largo de mi vida, por Oriente.» Hay en esta oración algo de «desafinado», porque se supone que «el verano pasado hizo un viaje por Oriente (coma) que fue el más largo de su vida». Así estaría «afinado». Lo reescribimos: «El verano pasado hice un viaje por Oriente, el más largo de toda mi vida.» Vemos que resolvemos la oración con una sola coma, lo que facilita la «entonación» y el «ritmo» de la oración. Pero también puede decirse: «El verano pasado hice el viaje más largo de mi vida por Oriente.» Así resolvemos la oración incluso sin comas, lo que facilita todavía más su «afinación» y «ritmo», pero yo me quedo con la versión anterior, porque ésta, con ser más «exacta», es más «pesada y larga». Por tanto, ya vemos que el «pecado» de esta escritora puede ser de «técnica», y, por desgracia, lo vamos a poder comprobar en la siguiente oración: «No tengo ninguna facilidad para resolver los veranos, ese mes de vacaciones…» El verano consta de tres meses y no de un mes. Naturalmente que para alguien pegado a sus responsabilidades laborales, «verano» es sinónimo de «un mes» de vacaciones pagadas, normalmente en agosto. La mayoría combina playa, montaña y turismo cultural o urbano por Europa. Esa es la moda. Naturalmente que cada uno lo «resuelve» a su manera. El predicado de la resolución de los veranos, que es el sustantivo de la oración, es algo largo y sin comas, por lo que para algunos que tengan dificultades respiratorias no es recomendable: «…ese mes de vacaciones en el que me encuentro libre de mis responsabilidades y deberes y libre y perfectamente disponible para disfrutar de las ventajas que la vida puede ofrecer.» Tenemos tres conjunciones copulativas «y,y,y» que podrían haberse resumido en una, como en rigor debe hacerse gramaticalmente hablando: «…libre de mis responsabilidades, deberes y perfectamente disponible…». Nótese la redundancia de «libre» que la autora se ha pasado por alto con lo fácil que hubiera sido eliminarlo (en mi versión la he eliminado). Personalmente, ya prácticamente no necesito «correctores», porque suelo leer mis propios manuscritos decenas de veces (además de repasarlos con los mismos correctores de los programas que utilizo). Antes los imprimía enseguida y me iba al parque, o a la cafetería «literaria» de moda, para hacer estas correcciones. Quedaba bien y provocaba cierta curiosidad en la chica de la mesa de enfrente, con la que, a veces, entablaba conversación. Otros sacan al perro y con esta excusa suelen romper el hielo de la comunicación y enrollarse con la chica del otro perro, que, por lo general, es más feo y de menos casta, es decir ¡insoportable! La experiencia me ha enseñado que en cada nueva lectura, ¡aunque sean trescientas!, siempre encuentras algún «gazapo» que hay que corregir. Pero ya vemos que esta escritora debe dar sus manuscritos a malos correctores, que no encuentran una falta ni por casualidad. Pues, a lo que íbamos, en un par de oraciones, ¡las primeras!, tenemos ya faltas de «técnica» y como decíamos que una novela, además de inspiración y compromiso, necesitaba «oficio», ésta se nos cae de las manos ya sin más. Pero queda otra observación de tipo filosófico, disciplina del espíritu que me apasiona, porque la Puértolas no ve de la vida más que las «ventajas». Es una ventaja vivir para tener las ventajas de vivir. Es curiosa la definición de «ventaja» de la Real Academia: «Ventaja: situación favorable o de superioridad de una persona o cosa respecto de otra. Beneficio que alguien disfruta en un empleo, además del sueldo. Ganancia anticipada que un jugador concede a otro para compensar la superioridad que tiene o se atribuye en habilidad o destreza.» Digo curiosa porque no veo la relación entre el hecho de vivir y la «ventajas de la vida». La vida puede ser excitante, hermosa, variopinta, feliz, triste, suculenta, maravillosa… ¡pero ventajosa! ¡Que no, sencillamente, que no!, ¡que no veo la «ventaja» por ningún sitio! Parece un reflejo de alguien que necesita tener cierta posición de ventaja para vivir la vida, y esa posición ventajosa llega por las vacaciones. Con esta somera valoración ya tenemos que Soledad Puértolas no es una escritora y que no ha escrito una novela, al menos ésta. Ha sido premiada por el Planeta, pero ya hemos visto, y veremos en las siguientes lecturas críticas, que el premio Planeta, salvo raras y honrosas excepciones, ¡no ha premiado una sola novela en toda su historia! Pero, como siempre, le damos una tercera oportunidad y abrimos una página al azar y vemos que los defectos de técnica crecen abrumadoramente: «—Porque yo estaba allí cuando la hicieron. Y yo tengo una muy parecida. Tengo varias. Las sacó…» Que debería de haberse escrito de esta posible manera: «—Porque yo estaba allí cuando la hicieron y tengo una parecida. En realidad, tengo varias.» El uso del pronombre «yo» es obligado en inglés y habitual en francés, pero no mucho en español. Sobra la coma. Si tiene una, no puede tener varias, a menos que «rectifique». ¡En fin, que no hay novela! Vemos que pasa la década de los ochenta y entre unos y otros la literatura española sigue sin aparecer por ningún sitio. Por esta época yo había desistido de ser escritor por culpa, como dije en la primera parte, de la lectura del «Ulises», por tanto ya no solía ir a las librerías y leer los primeros párrafos para estimular mi vocación. No sólo no me perdí nada importante, sino que me ahorré innecesarios berrinches. ¡Y ahora, yo mismo, sin que nadie me lo pida, voy y me pongo a leer todos esos «primeros párrafos» que Joyce me había evitado con su enrevesada novela! ¡Lo que son las cosas y el destino de las personas. 4. Juan José Millás «LA SOLEDAD ERA ESTO» Premio Nadal 1990 La editorial Destino puede sentirse de todo menos orgullosa de su labor como «descubridora» de buenos escritores, porque, a excepción de Carmen Laforet, el primer Premio Nadal de novela, en 1944; es decir, en la peor época de la dictadura de Franco, no llegaría a descubrir ninguno más. Creo que Miguel Delibes, y otros buenos escritores premiados, ya lo eran antes de ganar su premio Nadal. Sin embargo, con su nefasta influencia pasará a la historia como una de las editoriales que inundaron el panorama literario español de la Transición de libros de «literatura basura». Lo mismo podríamos decir de la editorial Planeta y algunas más. ¿Por qué? No tengo una respuesta categórica ni documentada, pero si una idea aproximada. Estas editoriales tuvieron una auténtica época dorada gracias al «boom» de escritores hispanoamericanos de los años inmediatamente posteriores a la Transición, al que se sumaban las traducciones de los escritores europeos de moda tras la Segunda Guerra Mundial, y, finalmente, la edición de las obras prohibidas por el franquismo de la propia cantera nacional. Cuando todo eso se acabó se encontraron con que habían crecido tanto que necesitaban «meter libros a las prensas», alimentar a las distribuidoras y llenar los estantes de las librerías. ¿Con qué? ¡Con lo que fuera! ¡Y así fue como sacrificaron la literatura por el negocio. Si este autor cita a Kafka ya al inicio, es que estamos ante un autor de la escuela «kafkiana», pero que no es surrealista, porque el estilo «kafkiano», como ya he dicho en otra ocasión, no se puede encasillar en corriente alguna, porque es simplemente inimitable y personal. No reproduzco la cita porque no «dice nada» al estar «fuera de contexto». Por tanto, entramos de lleno en el texto del primer párrafo. No sé por qué, pero al igual que en otros casos la lectura me producía hilaridad, ésta me produce tristeza, desconsuelo, frialdad, desconsideración y hasta crueldad. Es decir, que no es como para reírse, sino para llorar. Veamos: «Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir. Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza; las seis y media de la tarde. Aunque los días habían comenzado a alargar, era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo.» ¡Por qué estos escritores españoles de la Transición eran como eran! No tengo ni idea de dónde surgen sus «raíces»; cuáles fueron sus escuelas y sus maestros. Desde luego que no tienen ni la más remota vinculación con nuestros clásicos. Se olvidaron de don Miguel, de don Pío, de don Antonio o de don Ramón, tal vez porque les parecían «superados» y no encajaba en los gustos de los años setenta, hijos ilegales de «El País», sin abuelos ni antepasados reconocibles. De no ser así; si tuvieran la mínima sangre en las venas de algunos de nuestros clásicos nacionales, ¡no hubieran escrito como lo hicieron! No sólo la mayoría «no saben escribir en absoluto», sino que los que tal vez sepan no quieren saberlo y lo hacen mal a propósito para provocar. Vemos en este primer párrafo que el autor ha decidido que la protagonista se está depilando (en el baño) cuando recibe la noticia de la muerte de su madre, que igual hubiera sido la de una tía abuela del pueblo, o del gato de la vecina, porque no parece que le afecte. El autor no sabe, ¡o no quiere saber!, que todo en una novela es significativo, y que esta primera imagen de la hija que se entera de la muerte de su madre mientras se depila va a pesar como un losa en el transcurso de la novela, porque, lo quiera o no el autor, tiene una tremenda significación. Por fríos y desalmados que sean los lectores, estos tienen moralmente asumido que ante una madre moribunda las hijas, sobre todo, suelen estar cerca de la madre, cuando no junto a su lecho. Los hijos es más corriente que por sus ocupaciones o por lo que sea estén ausentes. Pero casi no se muere una sola madre sin tener a su hija a los pies de su cama. Esta imagen de una hija que se depila tranquilamente cuando recibe la noticia de su madre basta para producir una tremenda impresión de impiedad. Pero, no sólo eso, sino que la reacción es seguir depilándose como si nada, porque el autor no dice que dejara de hacerlo. ¡No iba a dejar su depilación a medias! Después, como si fuera un animal, «mira instintivamente el reloj». Es, sobre todo, una mujer que se mueve por instintos. Pero debe tener la profesión de juez de paz, porque intenta retener la hora en que le comunican la muerte de su madre: «las seis y media de la tarde». Hasta este momento el lector tiene claro que la mujer «ni se inmuta», porque madres se mueren cada día en todas partes y, al parecer, no es un suceso tan extraordinario ni original. El insensible autor deja al lector con tres palmos de narices, y sin que sepa si la mujer siente la muerte de su madre o no la siente, pasa a otra oración, que, en rigor, debería de constituir un nuevo párrafo, porque, al menos al principio, se refiere a algo que no tiene relación con la noticia de la muerte de la madre propiamente dicha. Es decir, la noticia y la reacción la resuelve en cinco líneas, después, tranquila y escalofriantemente, pasa a hablar de los días que se alargan. Pero, ¡atención a la oración!: «Aunque los días habían comenzado a alargar». Creo que para ser correcta le falta el «se», es decir, «alargarse». Estamos ante un caso tan triste que ni siquiera es capaz de sugerirme algún chascarrillo con que animar la lectura. ¡Es simplemente patético! La oración termina con un predicado de imposible lectura: «Era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la ciudad.» Esas «unas» nubes tienen forma de techo y causan el efecto de la «casi-noche». Pero, eso sí, la impiedad general del párrafo tiene su final filosófico: «La mejor hora de la tarde para irse de este mundo» ¿Quién le ha dicho semejante valoración, señor Millás? ¿A qué viene tanta incongruencia e impiedad en tan poco texto? ¡Que está hablando de la muerte de una madre! ¿Por qué la media tarde es mejor o peor que otras horas para morirse? ¿Qué clase de monstruo es ese personaje suyo que todo lo que se le ocurre pensar cuando le comunican la muerte de su madre, mientras se depila tranquilamente, es que la madre había tenido un gran acierto al morirse en aquella precisa hora de la tarde? Francamente me resulta imposible hacerme ni la más somera idea de lo que podría pasar por la mente de este autor cuando escribió este primer párrafo. ¡Tanta impiedad y frialdad no es posible. La única conclusión a la que puedo llegar, porque ya me siento abrumado y hasta desconsolado, es que desde luego no debo pensar más en este libro ni en su autor, porque no es una novela ni él es un escritor. Y esta vez es tan abrumador y evidente que casi resulta doloroso. Sobre todo por la impiedad del párrafo. Lucía Etxebarría, como veremos después, también comete la falta de sensibilidad de unir con una conjunción copulativa «Madre y prostituta», pero ¡al menos no la mata de forma tan despiadada y ya en el primer párrafo! Pero todavía cabe una última reflexión acerca de su técnica narrativa. Si ya resulta intolerable resumir la muerte de una madre en cuatro líneas, resulta que en rigor todavía le sobran al menos tres! ¿Por qué decir que está en el baño? ¿Dónde se suelen depilar las mujeres?, ¿en la cocina? Bastaría con decir «Se estaba depilando», ¡y punto! ¿Por qué mirar «instintivamente» como si fuera un animal? ¿Por qué no decir simplemente «Miró el reloj»?, ¡y punto! ¿Para qué queremos saber que eran las seis y media? ¡Ni es necesario que mire instintivamente el reloj ni nos importa la hora que era! ¿Por qué las nubes que se formaban lo hacían en forma de techo? Bastaría con decir «Se había nublado», ¡y punto! ¿Por qué «Aunque»? Bastaría con decir: «Los días eran más largos…», ¡y punto! ¿Por qué decir que las seis y media es la mejor hora para morirse? ¡Todas son malas horas para morirse! ¿Por qué una mujer tan poco sensible y torpe pensaba, escuchaba al marido y se depilaba al mismo tiempo? ¡Sobra! ¿Por qué nos dice que el marido estaba al otro lado de la línea? ¿Y dónde va a estar si está hablando por teléfono? ¡Sobra! ¿Qué quiere decir eso de «eficaz» a la hora de comunicar la noticia de la muerte de la suegra? ¿Dónde estaba el marido? ¿Dónde estaba la suegra muerta? ¿Por qué quería ser cariñoso con una mujer tan despiadada, si no es un relato de amor? ¡Todo sobra! Con gran esfuerzo, rehago la frase y se la reescribo con la esperanza de que nunca sea utilizada y que jamás se cometa la atrocidad de reeditar esta nueva «novela-basura» de la editorial Destino: «Era media tarde cuando sonó el teléfono. Era su marido, que le comunicó la triste noticia de la muerte de su madre». ¡Tres líneas para decir exactamente lo mismo, pero claro y simple! No digo ¡al estante con él!, porque este merece ir directamente ¡al contenedor de papeles para el reciclaje! No soy partidario de destruir libros y seguramente que este arrebato es injusto, pero a veces uno no sabe ya si no será cuestión de ser menos tolerante y liberal y admitir la posibilidad de quemar alguno que otro libro de vez en cuando. ¡Por ejemplo, este... premio Nadal. 5. Alfredo Conde «LOS OTROS DÍAS» Premio Nadal 1991 Me hago cargo de que con este trabajo me voy a crear infinidad de enemigos, pero me consuela la posibilidad de que me cree también algún que otro amigo. Por desgracia, los amigos permanecerán en el anonimato, en tanto que los enemigos ya tienen nombres y apellidos y algunos, si estuviera en Madrid, me los podría encontrar seguramente en el café «Gijón» o en el «Ateneo», o en ambos sitios a la vez, tal es su afición a esos dos lugares. Hago estas últimas citas porque en gran parte la mayoría de los que acuden al Gijón es para hacer «contactos», relaciones públicas, o no tan públicas, y contar que han escrito tal o cual libro, para después poner cara de no darle la menor importancia, incluso aunque haya merecido el premio Nadal o el Planeta. Resulta que el café Gijón está hecho para que algunos puedan decir a algunos otros que «son escritores», y la importancia del café es que es el lugar para decirlo. Porque, supongamos que alguien va a la carnicería del mercado de su barrio, y allí, entre un «¡Pepa, cómo está el niño!», «¡A ver si no subimos tanto el cordero que no somos millonarios!», «¡Esta celulitis me está comiendo el coco!», va alguien y suelta que «es escritor». Entonces las mujeres se lo quedan mirando y le dicen: «Pues váyase al Gijón». Una respuesta sensata, porque el pueblo llano, con o sin celulitis, ¡tiene más sabiduría de la que se supone por dejadez y costumbre! Así, el próximo enemigo será este autor, que ha escrito un libro supuestamente relacionado con las abejas o la enfermedad del Parkinson, que no sé en qué orden citarlos. Pero antes les quiero describir las circunstancias en que lo he leído: Hoy es un día bastante caluroso en Berlín. Tal vez estemos a 33 ó 34 grados, es decir, que estamos sufriendo una auténtica ola de calor. Por la tarde, que no refresca mucho, suelo coger la bici y darme una vuelta por los jardines del Palacio de Charlotemburgo. Allí controlo a los cuatro bichos que me caen bien, como la nutria de un canalillo, que ha tenido tres crías. Después, si tengo la suerte de localizar la grulla y la pillo en su exasperante inmovilidad, mirando a no sé dónde, le hago gestos para que pesque o haga algo, pero que no haga como que no la veo, y cada vez que mueve una pata parece que lo haya estado reflexionando con más tiempo e intensidad que cualquiera de los escritores analizados antes de empezar una de sus novelas. Luego localizo a los cisnes y provoco al macho, que es un tigre con malas pulgas. En cierta ocasión tuve que intervenir, a decir verdad lo hicimos entre un señor turco y yo, para que no matara a otro cisne, padre de familia numerosa, que se había colado en su estanque. El tío bestia le tiraba picotazos en las alas para rompérselas. Y lo peor era que la hembra del agredido (porque los cisnes son monógamos, y, además, fieles) andaba toda asustada con sus seis polluelos que acaban de nacer, que no sabía dónde meterse la pobre. Así es que el turco, un señor con bigote y la mar de decidido, cuando se acercaron a la orilla, los cogió a los dos por el cuello y los separó. Entonces les dijo algo en turco que supongo que sería «¡Qué es eso de pelearse de esta manera por cuatro malas hierbas y el pan seco de los turistas, y dar ese mal ejemplo a las criaturas!». De manera que al separarlos, el pedazo de tigre de este macho del que hablo, se quedó como si hubiera sido él el que había ganado la pelea. Entonces yo con un palo, tal y como lo había visto hacer en «La casa de la pradera», incité al cisne irresponsable a que volviera a su río y dejara de meter las narices en territorios que no le correspondían. A «regaña picos» y medio cojeando, siguió mis indicaciones y se volvió con su hembra y sus asustados polluelos. Pero resulta que había una esclusa que no eran capaces de saltar. Arriesgando los pantalones (que la vida no estaba en riesgo), entre el turco y yo conseguimos abrir la esclusa y, todavía con impertinencias y bufidos, salieron del parque. Pero quedaba una pequeña barrera de un par de centímetros que los polluelos eran incapaces de remontar, y se armó el caos: los padres todavía me echaban a mí la culpa de haberlos puesto en aquella situación sin dejar de bufarme, en su idioma, desde luego, pero que yo entendí perfectamente cuál era el sentido de sus «insultos»; la gente decían, en alemán, claro: «¡Hay que hacer algo!», «¡Pobres criaturas!», etcétera. Total, que calculé la situación y comprendí que si disponía de un palo largo, podría empujarles por el culo1 y ayudarles a saltar. Por suerte di pronto con el palo y uno a uno los pasé al río. ¿Me dieron las gracias? ¡No señor!, y aún seguían bufando. Entonces alguien de los presentes dijo en alemán: «¡Lo que yo había pensado!». ¡Y ya está! Pues bien, por eso le tengo manía a este dichoso cisne, porque a mí no me la pega, con su carita de cisne de cuento infantil, que conozco sus malos modales. Como decía, es un día bastante caluroso y, para colmo, están haciendo alguna obra por aquí cerca, y al tener el balcón abierto con el ruido no me podía concentrar, pero no sé por qué este ruido me molesta menos que los «botellones» españoles, porque no me impide trabajar. Al tiempo que escribo estas penosas lecturas críticas, para no caer en la depresión, corrijo algunas de las obras que he escrito aquí en Berlín en lo que va de año. Ya había terminado con la corrección de un capítulo de mi propia novela, cuando haciendo de «tripas hígado» (no puedo poner el corazón en estas lecturas) cojo el nuevo libro, me siento en la otra mesa, la del comedor, porque la del estudio está llena de papeles, me preparo un café (en estos casos quita más la sed algo caliente que frío) y, atención a la escena: 1: Abro el libro y leo la cita Paso la página y leo la primera línea…. ¡Lo estampo contra la pared! El problema es que ya estoy tan quemado que he perdido la compostura y los buenos modales. ¡Que me perdone su autor! Para quitarme el mal humor me acuerdo de que tengo que bajar al «súper» a comprar leche, porque acabo de poner la última que quedaba en el café. ¡Así es que me voy al «súper» y en paz! [De regreso] No puedo dejar al lector sin una pista para que comprenda mi airado gesto, así es que, me guste o no, lo que se empieza se tiene que terminar. Pues bien, la cita previa dice: «En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente, un órgano al lado de la especie. Toda su vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo de que forma parte. Es curioso observar que no siempre fue así.» Tendría mucho que discutir al autor de esta cita. Conozco bien las abejas porque soy de tierra de miel y sé que no se sacrifican en absoluto, que van como fieras a su trabajo y lo hacen con verdadero gusto. Lo que realmente les cabrea2 es que después de tanto trabajo, vaya el apicultor y se la quite (algunos no les dejan ni para el desayuno y les ponen glucosa). Por cierto, ¡siempre ha sido así! Pero, ¡pase! Hay otra cita en la primera página del primer capítulo que vuelve a insistir sobre abejas, lo que me indujo a pensar que era un libro sobre «Literatura apícola». (¡Ojalá hubiera sido así). Por último llega la frase que provocó mi airado gesto: «—Tiemblo, pero no de emoción, sino de Parkinson.» [¡Clack!] Sonido del libro al estrellarse contra la pared. ¡Y con esto me ahorro el trabajo de devolverlo al estante! ¡Si por lo menos hubiera dicho: «Tiemblo, pero no de Parkinson, sino de emoción.»! Porque, digo yo, ¿qué necesidad hay de hacer esa absolutamente innecesaria comparación entre la emoción y la enfermedad del Párkinson? Por qué no decir simplemente: «Me tiembla la mano por el Párkinson». Pero sí le parece simple y poco lograda, también podría haber escrito: «No me tiembla la mano ni por la emoción, ni por la excitación, ni por el nerviosismo, ni por las prisas, ni por el susto, ni por que voy montado en una moto, ni porque tengo la mano sobre en la lavadora cuando está centrifugando, ni porque estoy saludando al inspector de hacienda, sino ¡por el Parkinson!» Al menos sería más explícito y hasta más literario, pero tal y como está no me atrevo a continuar porque no quiero saber nada más ¡sobre la enfermedad del Parkinson!, al menos en estos precisos momentos con estos calores, y con el recuerdo del dichoso cisne malcarado todavía fresco. ¿Vale la pena realmente continuar, no sólo con la lectura de este libro, sino de todos los que se han escr 6. Alejandro Gándara «CIEGAS ESPERANZAS» Premio Nadal 1992 Tengo que confesar una pequeña marrullería, porque, en realidad, no estoy consiguiendo los libros en la librería citada en el principio de este ensayo, sino que en su mayoría los estoy obteniendo en esa extraordinaria institución cultural berlinesa, como es el «Instituto Iberoamericano». Lo que ha sucedido es que al principio no tenía intención de hacer muy extensa esta segunda parte de «Lecturas críticas», pero al no encontrar en la librería ni un solo libro donde hubiera una «novela» propiamente dicha, me picó el amor propio y me propuse seguir investigando hasta que, por lo menos, diera con una sola novela, lo que me obligó a ser más metódico y ampliar el objeto de mis investigaciones. Con gran sorpresa y alegría pude comprobar que esta biblioteca, de origen prusiano, tenía prácticamente todos los premios literarios concedidos en España por editoriales, que son el objeto principal de mis críticas, pues en mi fuero interno desearía que este trabajo les demostrara la inutilidad y hasta «perversidad literaria» de estos premios y terminen por desconvocarlos. De manera que seleccionaba un número determinado de libros, los pedía en préstamo y me los llevaba a casa para «leerlos tranquila y reposadamente». La operación, no sólo no era molesta, sino agradable, pues en estos días de verano hacer el recorrido en bicicleta desde Charlotemburgo hasta la Postdamerplatz, atravesando el parque del Tiergarten, bordeando el canal, es bastante agradable. Pero lo que resultaba algo incongruente era pedir en préstamo un libro para después no pasar de la primera o la segunda línea, como es el caso de este nuevo libro. Hubiera sido más lógico haberlo ojeando por encima, copiar las cuatro o cinco primeras líneas y devolverlo. Pero en esta biblioteca están acostumbrados a prestar pilas de libros a estudiantes, que después de tomar sus notas, los devuelven casi inmediatamente, por lo que no les molesta en absoluto registrar una y otra vez tantos libros como pidamos los lectores. Por otro lado, lo tienen todo bastante bien organizado y resultan operaciones bastante rápidas y sencillas. Por supuesto que no les reprocho que guarden en sus estanterías tanta «literatura basura», pues soy de la opinión que todos los libros son interesantes, lo buenos y los malos; unos porque deleitan y otros porque nos enseñan cómo son los libros que no deleitan. ¿Cómo hubiera podido llegar a todas estas conclusiones y qué sentido hubiera tenido este ensayo de no haber existidos todos estos libros? Por tanto, y sin más preámbulos, anticipo que estamos ante otra obra de «literatura basura», que, no obstante, ha merecido un premio literario, y las claves para este apresurado juicio, como siempre, están en sus tres primeras líneas: «Una mancha roja derivaba hacia la derecha arrastrando un capote negro. Esas dos luces dividían el cielo y también los ojos del hombre que estaba tendido». Una mancha roja que no sabemos de qué es, va a la deriva. Puede ser sangre, salsa de tomate, el capote de un torero, un ramo de rosas, un bote de pintura derramado en el agua, en fin, cualquier cosa. Pero el lector no es «adivino» y necesita una mínima orientación descriptiva para hacerse una «imagen mental» de lo que el «escritor» pretende que «vea», ya que no considera oportuno describir otros importantes detalles, como dónde va a la deriva la susodicha mancha roja, si en la corriente de un río, en mar abierto, sobre la bañera, en un pantano, en una cloaca… etcétera. Por tanto el lector empieza a leer a ciegas,que hay una mancha roja a la deriva «hacia la derecha» ¡y punto! «...un capote negro...» No es fácil para un lector de 1992 saber realmente lo que es un «capote». La Real Academia da bastantes significados: «Capote: (Del francés capot). Capa con mangas y con menos vuelo que la capa común. Especie de gabán ceñido al cuerpo y con largos faldones, usado por los soldados». Sigue hasta dar un total de 5 definiciones con algún apartado. Es de suponer que el autor se refiere al segundo significado. O sea, que ya tenemos que la «mancha roja deriva hacia la derecha con un capote negro». La otra urgente pregunta es: ¿por qué a la derecha y no a la izquierda? ¿Qué intención encierra la orientación de la deriva? ¿Por qué es importante que derive hacia la derecha o hacia la izquierda, o no derive en absoluto? ¡El autor no lo aclara! Pero el lector, ciego y sordo, se ve obligado a ubicar la dirección de algo que no sabe qué es ni dónde está. Si al menos hubiera dicho: «hacia la derecha, donde había una catarata», ya sabríamos que el capote va directo a la catarata. Por otro lado, asumimos que «derivar» tiene relación con algo que flota, porque también puede volar. Veamos que dice la Real Academia: «Deriva: Abatimiento o desvío de la nave de su rumbo por efecto del viento, del mar o de la corriente.» Ofrece otras definiciones, pero ya vemos que ésta es la más ajustada. Por tanto el lector, que sabe el significado de «deriva», ya deduce que «la corriente arrastraba a un capote hacia la derecha sobre una mancha roja». Bueno, ¡algo es algo! Seguimos: «Esas dos luces…». Primero deja «ciego al lector» y ahora lo «deslumbra». Pero ¿de dónde surgen esas dos luces? Porque habla como si el lector las estuviera «viendo»; es decir, dice: «Esas dos luces», pero ¿cuáles?, ¿dónde están? ¿Por qué tanto misterio? Primero algo deriva sin saber dónde, ahora hay luces sin saber dónde. ¿Qué más nos queda por ignorar? Sin duda que todavía hay grandes sorpresas, porque a continuación dice: «…dividían el cielo…» Ni Galileo se atrevió a conjeturar que el cielo era «divisible», cuanto menos la intolerante Iglesia de su tiempo, que hubiera quemado a la hoguera a este autor por semejante afirmación. Imaginemos ahora que nos viene con que el cielo puede «dividirse», es decir, no partirse en dos, sino en muchos, de acuerdo al dividendo. Así el cielo puede dividirse por 6 o por 8 o por 16. Lo malo es saber qué haremos con el resto de cielo si la división no es exacta. Ahora bien, si se divide es que se puede multiplicar, por no decir, sumar o restar, que eso resultaría más sencillo. Por tanto, y por la misma razón, podríamos decir que «esas dos luces multiplicaban el cielo», «sumaban el cielo», «restaban el cielo», «elevaban al cielo a la quinta potencia» y así sucesivamente, con toda clase de operaciones matemáticas, hasta llegar a la teoría de la relatividad de Einstein, es decir, «E=mc2 el cielo». Lo que sigue, y es más que suficiente para comprender que estamos ante un libro escrito a «voleo», por si cuela y porque al autor le parece «bonito», dice: «...y también los ojos del hombre que estaba tendido.» Puede que con tantas lecturas de «literatura basura» haya perdido hasta el gusto por la poesía, por lo que antes de proseguir sería conveniente hacer una nueva lectura rápida a Garcilaso, mi poeta favorito, cuyas Églogas siempre me emocionan. Puede, por otro lado, que mis conocimientos de anatomía sean tan pobres y escasos que no sepa nada sobre los mecanismos de los ojos y no sabía que éstos, como ciertos gusanos y animales unicelulares, se pueden «dividir». Hasta hoy yo creía que los ojos, aún siendo un par, iban bastante al unísono, salvo en el caso de los bizcos, que sí suelen estar algo «divididos». Por tanto, no sé a qué se refiere el autor cuando dice que los ojos estaban «divididos». ¿Acaso uno ojo estaba en un sitio y el otro, por ahí desperdigado, en otro? La verdad es que suena a «martiriológico», como descuartizar un cuerpo, estirar los huesos con el potro, o dividir los ojos en cierto aparato de tortura sin definir por el autor. Todo lo más, y con mucha tolerancia poética, admito que se dividan los sentimientos, las opiniones, los criterios, ¡pero los ojos, imposible! Por si no hay ya bastante en estas tres miserables líneas, todavía queda la puntilla, pues no hay corrida bien rematada si el toro no está muerto y bien muerto, no a medias o aparentemente muerto, y dice: «…que estaba tendido.» No se por qué, pero mi sensibilidad de escritor me dice que cuando algo está sobre el agua lo correcto es decir que «flotaba», porque así, a primer golpe de vista, lo que está tendido se asocia normalmente a que está sobre algo sólido. Si está en el mar, se dirá que está «tendido sobre la cubierta del barco», pero si está en el agua, normalmente se dice que «está flotando», y si se quiere abusar del lector, hasta se puede decir que «sobre el agua». Pero este autor desde luego que no pretende abusar de la paciencia del lector, y le priva de éste y de otros fundamentales detalles. ¿Cree el autor que «así queda mejor y es más literario»? Lo que el autor no debe saber es que así no queda ni mejor ni peor, simplemente ¡no queda de ninguna manera! Puedo echarle una mano y rehacerle el párrafo para la siguiente edición: «Un capote negro era arrastrado por la corriente del río junto a una mancha roja de sangre. En la otra orilla, dos luces, retando la débil claridad del cielo, iluminaban el cuerpo del hombre que flotaba envuelto en el capote». Yo no hubiera escrito algo así, pero, al menos, queda claro que el lector debe de agradecerme a estas alturas que le ponga algo de luz en la descripción, para que se haga una somera idea de lo que le están contando. Ya no es necesario «dividir lo indivisible», y que tengamos que detener la lectura para hacernos una idea cabal de cómo se puede «dividir el cielo o los ojos de un hombre». Pero ¿qué pasaba con los autores de esta generación? ¿Es que no han leído a Baroja, Unamuno, Azorín, Valle-Inclán, Galdós, Benavente o tantos y tanto escritores que tenemos en nuestro acervo cultural para «destrozar el lenguaje» con significados imposibles, oraciones mal compuestas, sugestiones confusas y sobre todo, un uso tan «atolondrado y gratuito» del idioma castellano? Dejo al lector la respuesta, pero este libro va de vuelta a la biblioteca, y por respeto a tan digna institución, no lo marco con un rótulo en rojo (como si fuera una mancha roja) que diga: «¡Ojo (sin dividir), basuratura!» 7. Fernando Sánchez Dragó «LA PRUEBA DEL LABERINTO» Premio Planeta 1992 Ésta es una «novela» que compara ciertas cosas sagradas con toreros y con coletas de toreros que «nunca mueren»; es una novela que dice: «—¡Alto ahí! —ladró más que gritó la Princesita del Almendro». O que se pregunta: «—¿Podré encontrar a Jesús de Galilea si mientras lo busco no estoy en gracia de Dios?» También dice: «—Hace el muerto en el Mar Muerto… ¡Hopla!». Pero tiene el acierto de sugerir que: «¿Y si la Galilea que describes fuese un sueño literario?». Y digo yo, ¿y si este libro fuera un sueño literario y no fuera literatura? ¡Cabe esta posibilidad! Por tanto, empecemos por el principio: Ya la dedicatoria es insufriblemente personal. La cita previa es del historiador especialista en religiones, «Mircea Eliade», y nos dice que: «El laberinto es la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación.» Y otras cosas parecidas y no menos incongruentes. Veamos qué dice el diccionario: «Laberinto: (del latín labyrinthus, del griego labyrinthos): Lugar formado por calles, encrucijadas y plazas, dispuesto de modo que sea difícil encontrar la salida». Por tanto, ya tenemos que difícilmente un laberinto puede tener «centro alguno». El laberinto, por otro lado, es un sustantivo incapaz de defender nada. ¿Ocultar?, ¡tal vez! ¿Confundir?, ¡puede! Un laberinto no puede defender un tesoro. Probemos: «El laberinto defendía el tesoro», tal vez «el laberinto guardaba un tesoro». Por último está lo de la «significación», pero creo que gramaticalmente hablando hubiera sido más apropiado decir un «significado», es decir, tendría algo más de sentido si dijera: «El laberinto defendía un significado», sin embargo lo correcto hubiera sido: «El laberinto tenía un significado». Bueno, esto sólo se refiere a la cita previa que, puesto que no es del autor, no debemos culparle a él de estos primeros errores de concordancia y de significado, algo de lo que advertía a mis jóvenes lectores ya desde el «introito» de este ensayo. ¿Por qué digo «Introito» en lugar de «Introducción»? Simple, porque es lo que leo después de la cita, y me llama la atención: «I. Introito». A pesar de que el significado es correcto, el origen semántico de este vocablo viene de la religión, pues es lo primero que decía el sacerdote antes de iniciar la misa, y como el libro va de cosas de religión, tiene sentido. Aunque con toda probabilidad este libro tampoco es una novela, nuevas citas pretenden que lo sea, citando a un «verdadero y genial novelista», como Herman Hesse, que yo a veces confundo con su compatriota Günter Grass (por cierto, que me encantó su libro «Mi siglo», y en especial el cuento dedicado al juego de los milicianos contra los falangistas encerrados en el Alcázar de Toledo, ¡Genial!). Todas son citas que critican el maniqueísmo en el que se mueve el ser humano, pero la última es algo apocalíptica: dice que tenemos que «meditar o suicidarnos», ¡sin término medio! Pero ya está bien de preámbulos y vayamos al grano. Primer párrafo: «La Biblia lleva razón cuando dice que el Maligno se embosca en lo baladí. Todo empezó con una vulgar llamada de teléfono. Sonó el timbre de éste, lo descolgué en un descuido antes de que entre su auricular y mi persona se interpusiera el parapeto acústico del contestador –tan feliz y distraído andaba en ese momento que ni siquiera aparté los ojos del periódico que previamente había desplegado sobre la mesa– y, atónito, escuché la voz razonable, competente y obsequiosa de la secretaría de la editorial catalana que tiene la gentileza de publicar mis libros.» ¡Basta!, ¡ya es suficiente! Antes de analizar el párrafo ofrezco mi versión: «Todo empezó cuando recibí una llamada de mi editorial». Porque, ¡vamos a ver!, ¿cómo va a ser una «vulgar llamada» si es de su editorial? ¡Hombre, un respeto! ¿Cómo es eso de que «sonó el timbre de éste»? ¿Pues, cuál iba a ser? ¿Por qué en lugar de decir «antes de que saltara el contestador» nos suelta todo ese rollo de «mi persona…» y, sobre todo, lo del «parapeto acústico», que suena a material aislante, etcétera? Si estaba ojeando el periódico es que ¡ya lo había «desplegado»! ¡Sobra! Pero, además, si lo había «desplegado» es porque debería de estar plegado. Esto no es corriente en los «tabloides» españoles, que no se despliegan, sino que se «abren» sin más. Los que se «despliegan» son los de formato «elefante», que sí vienen «plegados», no sólo por la mitad, que es lo corriente, sino por el «cuartillo». Cosa que no ocurre en España. ¿Por qué le «atoniza» la voz de la secretaria? ¿Tan mala voz tenía la pobre chica? ¡Pero si era «razonable, competente y obsequiosa»! ¿Qué le estaba obsequiando? ¿Qué le importa al lector si su editorial es catalana o gallega? ¿No estaría ya haciendo la «pelota a los del Planeta»? ¿Por qué pretende hacernos creer que las editoriales publican «Por gentileza de tal o cual persona», y no por el simple y vil metal? ¡Vaya, que ya es demasiado! ¡Al estante con este contundente ejemplo de «literatura basura», premio Planeta, claro está! Otro dato fundamental y escandaloso: Fernando Sánchez Dragó es (o era) ¡presentador de un programa de «libros» en la Segunda de TVE! Vi algunos programas y ahora comprendo por qué, a pesar de estar interesado por los libros, cambié de canal y preferí ver un partido de fútbol, cuando no sé ni lo que significa qué es un «extremo izquierda», ¡cuando menos uno de «derechas»! 8. Rafael Argullol «LA RAZÓN DEL MAL» Premio Nadal 1993 Después de todo lo visto y oído hasta este momento del ensayo, la verdad es que me tiemblan las manos y se me sobrecoge el espíritu (el literario, sobre todo) cuando, finalizada una lectura crítica, se aproxima el momento en que tengo que tomar de la pila de libros el siguiente para intentar siquiera pasar de la cita previa, y, si no la tiene, del primer párrafo. Tengo la sensación de que no son letras lo que hay dentro del libro, sino un regimiento de «Mamelucos» napoleónicos, que tan pronto como abra la tapa saltarán sobre mí y me rebanaran la cabeza de un certero sablazo. He citado a estas tropas de Napoleón porque de entre sus soldados estos mercenarios fueron los más despreciables y crueles. Ahora le toca el turno a Rafael Argullol, del que no quiero saber nada biográfico para evitar tener prejuicios, y me limitaré leer su contenido con calma y buena moral. La lectura empieza bien, clara y concisa: «A Laura». Al menos la dedicatoria se entiende: se lo dedica a Laura. No es necesario el apellido porque las dedicatorias son una parte muy sentida y personal de todo libro, en muchos casos incluso son el «leit motiv»; el impulso; el deseo de demostrar algo a alguien que por fin, una vez concluido el libro y convenientemente premiado, se dedica con entera satisfacción, como diciendo «¿Lo ves, ya te dije que yo valía para escritor?» El dedicado se ve a sí mismo o misma presidiendo un «triunfo» en la primera página, como pensando: «¡Ya sabía yo que este chico prometía!». Nuestros clásicos también dedicaban los libros pero eran algo más expresivos. Las dedicatorias de Quevedo constituían, por sí mismas, parte de su creatividad literaria, como ésta de sus «Sueños y discursos»: «Bien sé que a los ojos de V. Señoría es más endemoniado el autor que el sujeto; si lo fuere el discurso también, habré dado lo que se esperaba de mis pocas letras, que amparadas como su dueño de V. Señoría y su grandeza, despreciarán cualquier temor. Guarde Dios a V. Señoría. Desde mi celda». Nótese la «modestia» de un autor que ha merecido la más alta consideración literaria. De paso, remarcar su «humildad», pues, a diferencia de otro autor mencionado, que provoca al lector haciéndole responsable de sus «esfuerzos», Quevedo se hace responsable a sí mismo y a sus «pocas letras». En fin, prosigamos y empecemos a intentar leer el primer párrafo: «Primero hubo vagos rumores, luego incertidumbre y desconcierto, finalmente, escándalo y temor. Lo que estaba a flor de piel se hundió en la espesura de la carne, atravesando todo el organismo hasta revolver las entrañas. Lo que permanecía en la intimidad fue arrancado por la fuerza para ser expuesto a la obscenidad de las miradas. Con la excepción convertida en regla se hizo necesario promulgar leyes excepcionales que se enfrentarán a la disolución de las normas. Las voces se volvieron sombrías cuando se constató que la memoria acudía al baile con la máscara del olvido. Y en el tramo culminante del vértigo las conciencias enmudecieron ante la comprobación de que ese mundo vuelto al revés, en el que nada era como se había previsto que fuera, ese mundo tan irreal era, en definitiva, el verdadero mundo.» (¿¡!?). He puesto estas interrogaciones y admiraciones entre paréntesis seguidas de punto y aparte porque la verdad es que no sé qué decir de lo que acabo de leer, porque, insisto, a decir verdad, no sin cierta dificultad y desasosiego, pues ya sentía rodar mi cabeza por el suelo tras el sablazo de un mameluco, ¡no sé lo que acabo de leer! Primera pregunta: ¿Qué es lo que he leído? ¡No sé! Segunda pregunta: ¿Qué quiere decirme con lo que he leído? ¡No sé! Tercera pregunta: ¿Qué sucede en lo que hemos leído? ¡No se sabe! Cuarta pregunta: ¿Dónde sucede lo que hemos leído? ¡No se sabe! Lo único que saco en claro es que «En medio de rumores nos damos cuenta de que el mundo que parece irreal es el verdadero». Pero, ¿qué mundo? ¡No se sabe! Si entresacamos algunas ideas orientativas, vemos que «Lo que estaba a flor de piel se hundió en la espesura de la carne». Es decir que la carne, como la mayonesa, puede ser clara o espesa. Que algo pasa «a través del organismo hasta revolver las entrañas», pero no dice si al atravesarlo lo giramos (lo que fuera con lo que atravesamos), para que se produzca la «revoltura» que sugiere. Que «algo fue expuesto a la obscenidad», es decir que la obscenidad ya existía allí donde se expusiera lo que se expusiera, por lo que al menos sabemos que era una «lugar obsceno». ¿Una casa de prostitución? ¡No lo dice! Que la «expresión se reglamentó»; es decir se «convirtió en regla» ¿De tres, de menstruación, de medir magnitudes, «Norma DIN»? ¡No lo dice! Pero la regla cayó por efecto de leyes excepcionales. Pero ahora viene la metáfora que marca el verdadero «clímax» del párrafo, porque en este supuesto carnaval veneciano, de «máscaras y bailes», apenas los bailarines se pusieron las máscaras del olvido las voces se volvieron sombrías. O sea, estaban dando voces en el baile de carnaval, ¡normal! La gente llevaba máscaras del «recuerdo», ¡normal! Pero resulta que se las cambian y se ponen las del olvido ¡y las voces se apartan del sol y se van a la sombra! ¡Ya no es tan normal! Ahora viene lo del vértigo, puesto que el baile de disfraces se debe de estar celebrando en la terraza del piso 40 de un rascacielos y algunos de los invitados lo están pasado fatal y apenas pueden acercarse a la barandilla y contemplar la ciudad a sus anchas, porque tienen vértigo. Por tanto, las «conciencias enmudecieron», porque, imagínense que el rascacielos estaba del «revés» y todos creían que se caería para «abajo», con lo que aumentaba el vértigo. Pero ¡no!, no estaban del revés, sino del derecho, porque, en realidad, estaban leyendo el primer párrafo de una «novela» premiada con el Nadal, en que «nada era como se había previsto». Es decir, que si los lectores creían que tenían un libro en las manos, ¡mentira!; si creían que ese libro era una novela, ¡mentira!; si creían que la novela les iba a contar algo, ¡mentira!; si, a pesar de todo, creían que lo poco que les contara lo iban a entender, ¡mentira! Pero, cuidado, porque «ese mundo tan irreal era, en definitiva, el verdadero mundo». Por eso había escrito (¡¿?!) como comentario del párrafo ¿Lo entienden ahora? ¡Menos mal, porque esta vez me he aplicado a fondo para que lo entendieran! Por tanto, ¡al estante con él y no se hable más! ¡Otro Premio literario más de «literatura basura» española de la Transición! 9. Fernando Schwartz «EL DESENCUENTRO» Premio Planeta 1996 A estas alturas ya no creo en «milagros» ni en «aparecidos» y menos en «príncipes y princesas encantadas» ni siquiera encantadoras. Por tanto, cojo el siguiente libro de la pila que me he traído hoy del «Iberoamericano» y le toca el turno a una «novela» escrita en 1995 (porque se publicó en 1996), es decir, después de que los españoles hubieran estado leyendo «literatura basura» durante 25 años sin que se quejaran ni que les dejara señal. De manera que difícilmente podían, a esas alturas de la película, saber si iba de tiros o de intriga. Por tanto, este autor no lo tenía muy difícil para ganar el Planeta de aquel año. Así, escribió una novela donde cita a García Márquez, lo que me parece muy bien, y a Isabel Allende, escritora que me fascinaba hasta que «produjo» su versión de «El Zorro», lo que me hizo sospechar de cierta debilidad de convicciones personales como escritora y se le desvió la conciencia hacia lo «positivo», pero que como por aquel entonces todavía no había escrito su versión de «El Zorro», pase, y la cita la damos por bien elegida. Después, un escueto «I» indica que, por fin, estamos ante el temido primer párrafo, que según nuestro «método» debe ser el principio real del hilo de todo el ovillo que contiene la madeja de la novela. Y ¡mire usted por dónde el principio tiene cierto aire de final catatónico! Pero, por otro lado, siento como si Lebrija se levantara de su tumba, y muerto y todo, clamara al cielo por la primera escueta oración con que da comienzo esta novela: «La miré, muerta» Punto y aparte y pasa al párrafo siguiente. Vamos a ver. «La mire (coma) muerta». ¡Otra vez!: «La miré (coma) muerta)». ¡Nada, que no doy con el sentido! Una vez más: «La miré (coma) muerta». ¿Puede ser que «¿La miró muerta (de risa, de pena, de asombro, de miedo?) ¡No, porque hay una coma. O sea, ¡no la miró muerta, la miró, muerta, ¡que es distinto! Pero, aún así, sigo sin poder coger el sentido. ¿Podría ser que «La miró (y vio que estaba) muerta? Si es así, ¿por qué no lo dice? Veamos estas otras alternativas: «La miré; estaba muerta»; «La miré y comprendí que estaba muerta»; «La miré y me di cuenta de que estaba muerta»; «La mire y vi que estaba muerta»; «La miré, y me sobrecogió ver que estaba muerta»; «La miré, y ya estaba muerta»… ¡Hasta doscientas diferentes variaciones podrían hacerse de este «La miré, muerta», para que tuviera sentido de acuerdo a lo que en rigor se entiende como una oración, libre, pero bien compuesta! Entonces, ¿por qué se «carga» la novela en las dos primeras palabras? ¿Por qué ese carácter «suicida» de los escritores españoles? Este señor, además, ha estado gozado de la admiración y aclamación del gran público por sus reiteradas apariciones en programas más o menos «basura», pero tirando a «inservible y poco entretenido» de la televisión privada (que ya todas son privadas en España, aunque algunas las paguen los españoles). Si pasamos por alto este «capricho suicida del autor» tenemos una segunda línea donde el suicida, que al parecer no quedaría muerto del primer golpe, vuelve a coger el ascensor (ya que la acción por lo visto sucede en parte en Nueva York) y maltrecho y ensangrentado, pero lleno de sano entusiasmo por suicidarse rigurosamente, se vuelve a tirar desde el piso cuarenta, para volverse a estrellar contra la calle, esta vez para rematarse convincentemente: «La muerte, y la larga enfermedad antes de ella…» Imagínense que se diera el caso de una larga enfermedad que se diera después de la muerte. Sería un caso típico para que fuera llevado a uno de sus programas de televisión, para que el muerto con su larga enfermedad posterior explicara a los incrédulos telespectadores (que carecen de expectativas) y discuta con otro que tiene otra larga enfermedad, pero como Dios manda, es decir, antes de la muerte. Y digo yo, ¿no hubiera sido más fácil decir esto otro?: «La muerte, y la larga enfermedad que la precedió…» Parece lo mismo, pero no lo es, porque en el primer caso el «escritor» tiene que recurrir a un pronombre equivalente, creando una redundancia: «Muerte» y «ella», que también es la muerte. En otra crítica, la de Sánchez Dragó, decía también «teléfono» y «éste», que también era el teléfono. Lo que pasa es que ninguno de los dos sabe escribir, pero se empeñan en «producir libros» y ganar premios Planeta. En cuanto a los diálogos, no sólo están estereotipados, sino que en rigor no son diálogos, porque nadie «dialogaría» de esta manera: «—Aquel tipo iba a ser tu marido, ¿verdad? —Sí, chamaquito, sí. Aquel tipo iba a ser mi marido […] O sea, que él dice: «Aquel tipo iba a ser tu marido» y ella le contesta: «Sí, chamaquito, sí. Aquel tipo iba a ser mi marido». Incluso, en este caso sería necesario un «;», después del segundo «sí», porque se trata de una sola oración. Otro diálogo: «—No tienes remedio, ¿no? Hice un gesto negativo con la cabeza. —No.» ¡Pero, por el amor de Dios!, ¿cómo puede ser tan «negativo» este autor? Primero redunda el «no» en la primera frase: «No tienes remedio, ¿no?»; después él o ella niega con la cabeza, lo que está claro que quiere decir que dice «no». Pero, no, ¡tiene que decir «no»!, a pesar de que está más claro que el agua que dice «no» con la negación de cabeza. Pero, ¿en qué piensan estos escritores cuando escriben?: ¿En la «pasta» que ganarán con el Planeta, porque saben que lo tienen «en el bote»?; ¿en que han dejado el coche mal aparcado?; ¿en que la chica del piso de enfrente lleva días sin aparecer desnuda en la terraza? ¡Ni idea, pero en este caso particular, en algo «serio y preocupante» debía de estar pensando para prestarle tan poca atención a la novela de la que estamos hablando. ¿Resultado? ¡Otra novela de «literatura basura»! ¡Otro Premio Planeta! ¡Otro descalabro de la literatura española de la dichosa Transición, de tan mala pata para la literatura! En fin, esperemos que en el próximo tengamos más suerte, porque éste va al estante sin mirar a cuál, y ¡ojala me equivoque y lo ponga en el de «Informática»!, ¡por lo menos! 10. Pedro Maestre «MATANDO DINOSAURIOS CON TIRACHINAS» Premio Nadal 1996 este libro carece de escuela, este libro carece de todo, este no es un libro, ¿qué es?, ¡un dinosaurio muerto por una china! He comenzado esta otra lectura crítica sin faltas de ortografía, porque me he fiado del criterio de los jueces del Nadal y he imitado el libro de los «dinosaurios». Pero existe, no obstante, una curiosidad: mientras el libro empieza con minúsculas y como le viene en gana, el título empieza, sin embargo, de la manera más convencional posible, es decir, con mayúsculas. Lo suyo hubiera sido haberlo titulado: «matando dinosaurios… etcétera». Pero, por alguna razón, no es así. Dije en cierta ocasión que mi carrera literaria se vio violentamente truncada por culpa de la lectura del «Ulises». Este autor debió de haberlo leído y seguir adelante convencido de que lo había entendido todo a pies juntillos y era capaz de hacer la versión «Ulises 2» de un tirón y sin parpadear ni ir al baño. ¡Lo hizo y le dieron el premio Nadal! No cito a Cervantes porque no vale la pena; no cito a mi vecina polaca, que no tiene ni idea de castellano, porque no vale la pena; no cito a Camilo José Cela, que en paz descanse, porque no vale la pena… No cito nada porque no vale la pena… ¿Vale la pena intentar leer siquiera la dedicatoria? ¡No! Pero como éste es precisamente ¡un libro de pena!, vale la pena citarla: «A todos los que salen porque han hecho muy bien el papel que les he escrito, sí, abuelo, a ti también» ¿Valía o no valía la pena? No valía, pero siendo la «pena» el objeto mismo del libro, era necesario hacerlo. Tal vez algún lector deberá pensar: «Este crítico es como aquel que cuando leyó a Marcel Proust dijo: “Este escritor se esfuerza concienzudamente para que su libro no se parezca en nada a una obra literaria”». Puede que meta la pata hasta la rodilla y que cualquier día nos enteramos de que este autor ha ganado el «Premio Nobel» de literatura, de manera que podrá restregarme estos comentarios por las narices. ¡Puede! Sobre este asunto del Premio Nobel, quiero hace una puntuación. Supongamos que los del Comité que concede el premio dijeran: «Hay que premiar a un español, que ya llevamos unos cuantos años sin darles esa alegría.» Se ponen en marcha, viene a España, lee esto y lo otro, se reúnen un año después, y el presidente pregunta: «¿A quién concedemos el premio?» Y el portavoz del jurado dice: «A Rogelio Rodríguez Pérez». El presidente pregunta: «¿Quién es ese escritor?». Y el portavoz responde: «¡No es un escritor, pero escribe bien!». ¿Qué es, entonces, ese tal Rogelio Rodríguez Pérez?». Y la respuesta es fría y lacónica: «El cartero de Cantalapiedra». «¿Y qué ha escrito para merecer el Nobel?». Y la respuesta es también contundente: «¡Ausente. Devolver al remitente!». «¿Y eso merece el premio?». A lo que el portavoz responde: «¡Es lo más claro y bien escrito que hemos visto en España!» Así nos darían el Nobel de Literatura del 2007 o el año que nos tocase. Que conste que he hecho alusión al Nobel porque estoy casi convencido de que voy a ganarlo, no sé si el 2007 o un año posterior, y con esto trato de ir llamando la atención de los del Comité. Este autor no es patético, es gracioso. Básicamente se trata de un cazador de dinosaurios con abuelo. No sabemos nada del abuelo en sí, pero imaginamos que también será aficionado a cazar dinosaurios. No debería molestarme en reproducir el primer párrafo porque, en este libro en particular, ni el primero ni el último ni los intermedios son relevantes, lo fundamental es la dedicatoria y de ella la última parte, la única que se entiende: «Sí, a ti también, abuelo». De este comentario deducimos que el abuelo llegaría a amenazarle con algo, no sabemos si contundente o ligero, si no se la dedicaba, y a última hora el autor no tuvo otro remedio que dedicarle el libro. Este noble detalle, en primer lugar deja contento al abuelo, en segundo aporta algo de luz y claridad al libro en sí, y en tercer lugar resulta francamente enternecedor y no me cabe la menor duda que debió de influir en el jurado del Nadal, donde sin duda debe de haber más de un abuelo. No soy cruel ni despiadado. No tengo malas pulgas ni siquiera mencionó a la madre del conductor que se pasa un semáforo y por poco me atropella. Espero a pleno sol, con treinta grados a la sombra, a que cambie el semáforo para arrancar con la bicicleta. Casi soy vegetariano. No como huevos con jamón por la mañana, y reciclo mis basuras en tres bolsas diferentes. De manera que no se puede decir que sea una «mala persona», pero tampoco «buena», sólo «regular», con lo que ya me conformo. Por tanto, no tengo nada ni contra el autor ni contra los miembros del jurado ni contra el lector, pero después no se quejen de que les he trascrito el primer párrafo, que lo hago por educación y punto, por lo que no me hago responsable de las secuelas mentales que pueda dejar entre los lectores: «diciendo, mamá?, pero ¿qué me estás diciendo?, ¿me estás diciendo que el tío Paco (advierto que no es el mío, aunque también se llame Paco) abusaba de ti?, ¿me estás diciendo eso?, ¿cómo que te tocaba?, ¿que te tocaba cómo? (del original), pero ¿dónde?, ¿qué quieres decir?, ¿que qué quieres decir? (¿problemas con la línea del teléfono?, aclaración mía), ¿quieres decir lo que estás diciendo? (no se aclara), lo creo, lo creo (¡se aclara!), ¿y el abuelo? (¡ahí está el abuelo, clave de la trama!), ¿qué hacía el abuelo? (¡qué quieres que haga, leche!), ¿el abuelo no hacía nada?, no puede ser (incredulidad, resignación y sometimiento), me puedo creer cualquier cosa (¡me lo creo!), pero esto no (¡no me lo creo!).» ¡Ya les había puesto en aviso! ¡No me siento responsable de nada! Este autor nació en Elda (Alicante). Punto. este libro carece de escuela, este libro carece de todo, este no es un libro, ¿que es?, ¡un dinosaurio muerto por una china… con abuelo, premio Nadal 1999! 11. Carlos Cañeque «QUIÉN» Premio Nadal 1997 Hay libros que se caen de las manos en el primer párrafo, otros en las primeras líneas, pero lo que ya es una exageración es que se caigan sólo leyendo el título. ¡Este se cae! No sé mucho de ortografía y gracias a los nuevos procesadores de textos puedo apañarme más o menos bien, incluso, a fuerza de que el dichoso programa me va corrigiendo las faltas constantemente, en muchos casos he conseguido memorizar que «vanidad» no se escribe con «b» o que «proibido» tiene una «h» intercalada. Pues bien, no sé si será por culpa de estos procesadores o por mi empeño en dominar la ortografía de una vez por todas que tengo la impresión de que este libro tiene una tremenda falta de ortografía ya en el título. Según todos los manuales ortográficos «Quien» sólo se acentúa si actúa como pronombre o entre interrogaciones o admiraciones. Si escribimos «Quien» sin que forme parte de una oración difícilmente podremos considerarlo como un pronombre. Por ejemplo: «No le dijo quién había sido», ¡correcto! «Quién», ¡incorrecto, porque no sustituye al nombre!; es decir, al que había sido. Entonces, ¿cómo se puede titular el libro «Quién» sin encerrarlo entre interrogantes o admiraciones? Por tanto, el libro debería de haberse titulado para ser correcto. «¿Quién?» o «¡Quién!». Tal y como está, no es correcto. Por tanto, tratándose de una obra literaria, queda inmediatamente descalificada, porque ni siquiera es permisible una sola falta en un manuscrito de mil páginas, ¡cuanto más en la portada! Pero vamos a suponer que pasamos por alto este fallo y hacemos como que no lo hemos «notado», para dar comienzo a su lectura. La primera buena impresión es la elección de las citas, sugerentes y de «buena casta»: «Me pregunto si, a pesar de mis precauciones, no estaré hablando de mí» No sé por qué pero esto me huele a «novela autobiográfica», lo que quiere decir «primeriza», lo que me agrada, porque las novelas primerizas, a pesar de sus «defectillos», suelen ser sinceras y hasta algo desgarradas. La segunda es: «No sé cuál de los dos escribe esta página» Sí, no hay duda, se trata de una novela autobiográfica, al menos esto es lo que sugieren ambas citas, nada menos que de Samuel Beckett y José Luis Borges respectivamente. El primer párrafo empieza así: «Cuando era más joven mi padre siempre me decía: hijo, cuesta mucho salir de la fila, yo lo he conseguido, tú no lo vas a conseguir jamás, pero no te preocupes, ya te he dejado bien situado en la parrilla de salida. Hay gente que nace con carisma, destinada a triunfar, pero ése no es tu caso.» Inmediatamente me siento como abofeteado en algún lugar de mi subconsciente de escritor, porque veo dos conceptos «extraños» en una obra literaria que cita a Borges, como son «fila» y «parrilla». ¿Se refiere a la fila de un cine? ¿A la fila de los quintos haciendo la instrucción? ¿A la fila de la caja de un supermercado? ¿Se refiere a una carrera de coches? ¿Al Giro de Italia? ¿A la Volta a Catalunya? ¿A una merendola campestre a base de hamburguesas, chuletas de cordero y salchichas de Fráncfort y alguna que otra molleja de cordero? A veces los que no son escritores creen que «vulgarizando» el lenguaje y utilizando expresiones al «voleo», tomadas de la televisión y citándolas totalmente fuera de contexto, creen que están «dando realismo a la obra» y lo que están es denunciándose a sí mismos como fraudes literarios que «tiran» de estereotipos. Sin duda de que este autor es de la escuela de Marsé. Vamos por partes. No se puede relacionar el «salirse de una fila» con el ser «original» y salir de la mediocridad. Quien sale de una fila es porque tiene necesidad de ir urgentemente al baño, pero eso le costará perder la vez. Hasta el mismo Borges, citado al principio, habrá hecho alguna vez alguna fila para algo sin que le resultara humillante. Los que no guardan la fila son los enchufados, déspotas o mal educados. La gente de bien se pone en la fila, sean o no genios. Para buscar un sinónimo de «original» o para «salir de la mediocridad» podría ofrecer una larga lista, como «destacar», «brillar con luz propia», «salir de lo común», «huir de lo trillado», «tener personalidad»… Realmente sería una lista inagotable, ¡pero no se me ocurriría nunca relacionar estas metáforas con «salir de la fila» porque como hemos visto no tiene ese significado. En cuanto a la «parrilla de salida», no veo la relación entre esta metáfora y alguien que goza de una buena educación o una desahogada situación económica, lo que le proporcionará una vida vulgar, pero segura. Se mire por donde se mire, la «parrilla de salida» se refiere a las posiciones de ciertos corredores antes de dar comienzo la carrera. Tratar de trasladar esta metáfora al futuro desarrollo profesional y laboral de un persona es simplemente una barbaridad. También para este caso hay cientos de alternativas más «humanas» y comprensibles para el lector común, como «bien situado», «con una buena situación económica», «en buena posición», «con las espaldas cubiertas», «con el futuro asegurado», ¡qué sé yo!, pero hay cientos de ellas infinitamente más literarias. Imaginemos la cita de Borges «rehecha» al estilo Cañeque: «No sé cuál de los dos de la parrilla de salida escribe esta página fuera de la fila». Así quedaría, más o menos. Por alguna razón Cañeque cree que queda mejor y es más original eso de la «fila» y la «parrilla de salida», pero si tanto insiste puedo sugerirle que cambie el argumento para casar esas ideas de filas y parrillas, como por ejemplo: «Hijo, nunca llegarás a ser un buen soldado porque siempre te sales de la fila en la instrucción», o «Hijo, nunca serás un buen piloto de carreras, pero lo he apañado para que salgas bien situado en la parrilla de salida». ¡Al menos, tiene sentido! Otra vez la falta de atención, cuando no de técnica, estilo e inspiración, destruye un libro apenas en las primeras líneas, y no puedo pasar del primer párrafo tal y como me pasaba hace 30 años. Por tanto, me veo en la obligación moral de dejar en la «parrilla de salida» este libro, dar la razón al padre, y coger otro «premio literario» a ver si tengo más suerte. Con lo sencillo que hubiera sido decir: «Cuesta mucho destacar y tú no lo conseguirás, pero al menos te dejo bien situado.» ¿Simple? ¡Tal vez!, ¡pero mucho más literario! Pero eso de la fila y la parrilla de salida rechinan a los oídos de cualquier escritor por mediocre que sea. ¡Siguiente, y no se hable más!, porque ya no me interesa saber «quién» es ese quién que ni siquiera sabe escribir bien el «Quien» del título. Pero al fin y al cabo no es más que otro premio Nadal, que, como vemos, no es ni mucho menos garantía de que sea una novela. 12. Juan Manuel de Prada «LA TEMPESTAD» Premio Planeta 1997 Afortunadamente veo que éste es el último libro de la pila y, por tanto, con él finaliza mi tarea por hoy. Es un alivio temporal, porque todavía me quedan unos cuantos más, siete u ocho, que tengo ya reservados, pero que no me los traje a casa para no cargar tanto la bicicleta. No es un modelo muy resistente porque la compré de ocasión y tiene una rueda un poco gastada. Por tanto, lo prudente es ir poco a poco y sin sobrecargarla. Afortunadamente, como muchos españoles sabrán, Berlín es una ciudad prácticamente plana, sin subidas ni bajadas, excepto los repechos de los puentes para cruzar los dos ríos o sus varios canales. Fuera de eso, se lleva bien el ritmo casi sin cambiar de marchas. Por tanto, afronto esta nueva crítica como si fuera viernes, con la perspectiva de un largo «fin de semana» tumbado en la terraza, porque tampoco estoy para muchos dispendios. Paso por alto la dedicatoria que no entiendo y voy directo a las citas. Son tres muy variadas, pero la primera es muy significativa, dado que se trata de una «sugerencia» sobre cómo se debería de escribir una novela, por tanto la transcribo: «Habría que escribir una novela que tuviera la consistencia de una pesadilla. Una novela cuyo tiempo transcurre pastoso y opresivo como los sueños. O que ni siquiera transcurre. André Pierre Mandiargues.» Ustedes van a creer que soy un patán si les digo que no había oído hablar de este autor, pero en cuanto vuelva al «Ibero» voy derecho a Internet y me entero de quién es. Sospecho que es un escritor muy leído entre los «escritores» españoles, porque describe con lucidez y sencillez las claves de la novela española de los últimos 40 años de democracia y progreso en algunos sentidos. En efecto, la cita menciona por omisión a nuestros talentosos literatos actuales, porque en su grandísima mayoría son una «pesadilla», «pastosos», «opresivos» y ni siquiera «transcurren», es decir, que no hay novelas que leer. ¡Buena cita para el caso de este libro! Ya empieza escribiendo una carta a su padre, agradeciéndole su labor de mecanógrafo, pero, por alguna razón la editorial la ha puesto en el libro, o a lo mejor fue una indicación del autor. Lo más probable. De cualquier manera el lector, que compra libros con la intención de «evadirse de muchas cosas», entre las que puede darse el caso de algo de tipo personal, se ve de lleno metido en un asunto de familia que «ni le va ni le viene» en absoluto, pero que el autor considera que, le guste o no, se interese o no, la familia es lo primero, ¡y ahí se queda! No la reproduzco porque, insisto, me parece demasiado personal y está fuera de la novela. Por otro lado, advierto al lector que, al margen de que el primer párrafo sea bueno o malo, no lo reproduzco entero por ser algo largo. Así es que vamos oración por oración: «Es difícil y obsceno soslayar la mirada de un hombre que se desangra hasta morir, pero más difícil aún es sostenerla e intentar zambullirse en el torbellino de pasiones confusas y secretos póstumos que se agolpan en sus retinas». Puede que tengamos que proseguir con la siguiente oración, pero hay un par de cosillas de ésta que me llaman poderosamente la atención: Dice que, además de difícil, es obsceno: Por lo que deducimos que el que se está desangrando debe de estar haciendo algo contrario a la moral, algo deshonesto, impúdico, etcétera. No se muere normalmente, sino que lo hace de forma impúdica, poco recatada, por lo que a la «dificultad» se le une lo de «obscenidad». En cuanto al significado de «soslayar» es este: «Soslayar: poner una cosa ladeada para pasar una estrechura; dejar de lado alguna dificultad». De manera que la dificultad está en mantener la mirada del hombre que se desangra con impudor. Pero si dice que es difícil «soslayar» y luego que más difícil «sostenerla» quiere decir lo mismo con los conceptos opuestos. Si es difícil soslayar es que es fácil no soslayar; si es fácil no soslayar es que es fácil sostenerla. Entonces ¿cómo podemos decir que es difícil sostenerla? Me gustan los acertijos y los trabalenguas, pero no veo que sea muy apropiado para una novela, que empieza en un tono tan «sangrante y patético», plantearnos ya de entrada uno irresoluble. Si el lector es medianamente avispado y no pasa por alto los detalles, seguramente que habrá sentido una convulsión en algún lugar de la parte del cerebro que se suele emplear para la lógica. Yo les voy a decir por qué este señor dijo lo que dijo y lo dejó escrito como lo dijo: Lo escribe, lo relee, ¡no entiende nada!; vuelve a releerlo, ¡le suena raro!; lo lee por tercera vez y ¡decide dejarlo como está!, ¿por qué?: porque es una «pesadilla», es «pastoso», es «opresivo» y «no transcurre», ¡tal y como le recomendaba su admirado André! Con lo fácil y sencillo que hubiera sido decir simplemente: «Es muy difícil mirar cara a cara a un hombre que se está desangrando». ¿Por qué todos los escritores que aparecen en este ensayo, los que ya hemos visto y los que vendrán, digo ¡todos!, son tan «marrulleros» con el lenguaje? ¿Es que se creen que en eso consiste el «estilo»? ¿Es que están intentando crear una nueva forma de expresión literaria, una nueva escuela, un nuevo «ismo»? ¿Es que no hacían redacciones en el bachillerato? ¿Es que no se dan cuenta de que «soslayar» y «sostener» en una misma oración se contradicen a sí mismos? ¡Es como juntar «apartar» y «asegurar». ¿Por qué si tienen dudas no hacen lo correcto que es «ante la duda lo mejor es abstenerse»? ¿Hasta qué punto ha llegado la soberbia de estos autores, que les importa un pepino lo que opinen los lectores, ya que los críticos del jurado de los premios ni opinan? Ni siquiera les menciono lo de «zambullirse», los «golpes de retina» y todo lo demás. ¡Para qué, si ya no vale la pena! Pero, como de costumbre, abrimos una página al azar y vemos cómo no debe de escribirse un libro que pretende ser una novela: «—Me parece que vas muy deprisa. ¿Tú crees que si tuviera las llaves iba a estar aquí, tan campante, departiendo contigo? A Valenzín se lo cargaron por culpa de esa maleta; el cabrón que le pegó el tiro le birló también las llaves, de las que Valenzín nunca se separa, y antes de marchar anduvo revolviendo el palacio, en busca de la maleta, el hijo de la grandísima puta.» En cierta ocasión comentaba con una aspirante a escritora si los «diálogos» debería ser literalmente copiados de la realidad, y mi respuesta fue clara y contundente: «¡Sí, pero sin dejar de ser literatura!». Esto, como es «basuratura», reproduce barbaridades que ni siquiera las ha oído, sino que el autor se las inventa al voleo y a lo «bruto», porque le parece que pueden decirse, incluido lo de «grandísima...», que bien podía haberse queda en «gran...», aunque tampoco era necesario. Porque, por malo que sea el personaje, no es moralmente aceptable que mencioné a la madre, quien con toda seguridad es inocente de las barbaridades que imagina este autor. No se trata de que la Iglesia censure estos libros, que son auténticos «pecados literarios», porque la Iglesia no tiene que censurar más que sus catecismos; estos libros deben ser censurados por el mismo lector, si todavía es que queda algún lector de novelas en España, cosa que a estas altura dudo que quede alguno, y de ello no sólo debemos culpar a estos «delincuentes del idioma», sino a sus cómplices: las editoriales como Planeta o Destino, y sus nefastos premios anuales. En fin, por lo menos, como decía, era el último libro de la pila. Así es que me arreglo por encima, me refresco un poco, y me voy al parque a disfrutar con la compañía de los animales, cuyos cantos, graznidos, croares o ladridos me resultan mucho más familiares y reconfortantes que toda la literatura que se ha escrito en España desde la gloriosa reconquista de la democracia. ¡Y todo gracias a editoriales como Planeta o Destino! ¡Que me disculpen las excepciones, pero no están sino para confirmar la regla! 13. Carmen Posadas «PEQUEÑAS INFAMIAS» Premio Planeta 1998 Estamos en los años noventa, casi rozando el siglo XXI. España es ya un país «europeo», «moderno» y «democrático». En la política, socialistas y conservadores se alternan en el poder. Se ha celebrado algún que otro magno festival, encuentro, feria o campeonato. El Producto Interior «Bruto» no para de crecer. Surgen más canales de televisión privada, con su consiguiente nueva programación de «tele-basura». Llega la moda del «Audi». Empieza sus andadas el teléfono móvil, porque resulta que no se sabe cómo habíamos podido vivir sin él. La nueva televisión «digital» invade los hogares con su «cine doméstico» y que se verá complementado con la llegada de los DVDs. Los «Top-manta» dignifican las industrias del disco, porque ya sólo ganan lo que les corresponde y no lo abusivo de antes. En fin, que se supone que los españoles ya podemos respirar hondo y a gusto, lejos ya de los sobresaltos políticos, las inflaciones galopantes, devaluaciones ignominiosas, los uniformes grises de los guardias, y hasta la Guardia Civil es asombrosamente educada y «flemática», que da gusto hasta que le pongan a uno una multa por saltarse un «Stop». Pero ¿qué pasa con la literatura? ¡Nada, no pasa nada en absoluto! ¡La literatura no se ha enterado de todas estas maravillosas transformaciones! Sigue «a lo Marsé»; sigue «buscando» la moneda donde hay más luz no donde la perdimos. Sigue atolondrada, despistada, escribiendo por escribir y sin enterarse de nada. Resulta que ¡con Franco escribíamos mejor! Este es, por tanto, el caso del siguiente libro sometido a esa «prueba del algodón», que consiste en pasar la vista, blanca y virginal, por un primer párrafo que, aunque parecía limpio e inmaculado, resulta que está bastante «sucio y grasiento». Pero este libro, como reza el título, no es una «gran infamia», sino «pequeña», y tiene, nada menos, que una cita de Shakespeare (cuyo nombre finalmente he aprendido a escribir correctamente), que dice que no hay que andarse con monerías ni ñoñerías, es decir: «Sé de corazón de león; ten arrogancia y no te cuides de los que se agite o conspira contra ti…» Naturalmente que es una cita de Macbeth, que dada la época y las circunstancias, además del tono general de la obra, tiene poco que ver con el presente. Pero Carmen Posadas, que sospecha que en algún lugar del planeta puede haber alguien como yo que la ponga de vuelta y media por su libro (no hay nada personal, desde luego) ¡se cura en salud! Pero antes de la cita, nos sitúa en un escenario que se agradece en estos días de julio, que están resultando bastante calurosos, y la «Primera parte» sucede «A treinta grados bajo cero», según reza textualmente. Como vivo en una latitud de Europa relativamente fría, pero no tanto, supongo que la acción debe transcurrir en Siberia, ¡por lo menos! Por tanto, ya tenemos que el libro empieza bastante bien, con una especie de blindaje literario tomado del clásico más clásico que cuantos hayan habido. Sigamos. «Domingo, 29 de marzo (madrugada del sábado al domingo).» Y digo yo, ¿no hubiera resultado más fácil decir: «Madrugada del sábado al domingo del 29 de marzo?» ¿Lo ven? ¡Siempre complicando innecesariamente las cosas! ¡Siempre maltratando la sintaxis! ¡Siempre escribiendo de forma atolondrada sin pararse a ver estos detalles en las correcciones! ¡Y en la primera línea, como de costumbre! Pongamos que no le damos importancia a este detalle, pero me apuesto lo que quieran con la Posadas a que confunde a más de un lector. Porque, a ver, primero nos situamos en domingo, ¡de acuerdo! Sabemos el día pero no el tiempo que hace, pero, por alguna razón, pensamos que es un domingo soleado y alegre, como uno piensa que son todos los domingos, ¡de acuerdo! Pero, ahora tenemos que volver a la cama y despertarnos de nuevo en la madrugada inmediatamente anterior al domingo «completo». ¡Una verdadera molestia innecesaria! Bueno, pase por esta vez. Leemos la primera línea del primer párrafo: «Tenía los bigotes más rígidos que nunca…» Sin pararnos en detalles posteriores, uno piensa inmediatamente que está hablando de su gato, porque la Posadas ni espero que tenga bigote ni que lo haya tenido ni sabe cómo «se tiene», si tieso o lacio, si puntiagudo o ligeramente chafado, si largo o de «raya» sobre el mentón superior del labio; si a lo facha o a lo progre. No sabe nada en absoluto de bigotes, pero empieza hablando de un bigote tieso que parece ser que no se trata del de un gato, sino un bigote que, como veremos, atrae a las moscas equilibristas, porque dice a continuación: «…tanto que una mosca habría caminado por ellos igual que un convicto sobre la tabla de un barco pirata.» Mira por donde, realmente nunca he visto hacer equilibrios a una mosca en un bigote, ni siquiera en los dibujos animados, que normalmente son algo más imaginativos. Más que andarinas, las moscas son «volarinas». De animales que vuelan he visto caminar a los loros, a los patos, que lo hacen bastante mal, a los pingüinos, que hacen tanta gracia que se han hecho algunas películas de cierto éxito con ellos; además, he visto caminar a los elefantes, pero ni pensar que puedan hacerlo sobre un bigote estirado. ¡Incluso, fíjate lo que son las cosas!, he visto caminar a un «convicto» por la tabla de un barco pirata, sólo que no lo habían «convictado», sino «finiquitado», porque lo piratas no solían hacer juicios de ninguna clase, ¡los tiraban a los tiburones y listo! ¿Sabe la Posadas por qué hacían esto? Yo se lo diré: ¡para ahorrarse el entierro! Sobre moscas se ha escrito alguna que otra página gloriosa de la literatura universal, y ahí están estos versos de Machado sobre las molestas moscas vulgares, tan familiares y nostálgicas: «Vosotras, las familiares / inevitables golosas / vosotras, moscas vulgares, / me evocáis todas las cosas.» Pero sobre moscas que andan por el filo de unos bigotes tiesos, ¡no se ha escrito nada de nada! ¿Vale realmente la pena seguir este nuevo e impresionante caso de «literatura basura» de la España rica e influyente, cuyo signos distintivos son el teléfono móvil y el Audi? ¡Realmente, no! ¡Que Dios nos bendiga y nos coja confesados, porque tamaña ruina literaria no puede presagiar sino la muerte de esa disciplina del espíritu humano que «llamábamos» literatura! (El lector se habrá sorprendido de que una y otra vez mencione a Dios en mis exclamaciones de impiedad y desesperación, pero recordará el caso de Garcilaso, «El Divino», en el que explicaba que la «inspiración» del escritor es, o debe ser, «divina», y daba algunas explicaciones sobre este asunto. Por eso me sale lo que mencionar a Dios). ¡Otro Premio Planeta! ¡Otro año de sequía, y ya van veintitantos! 14. Espido Freide «MELOCOTONES HELADOS» Premio Planeta 1999 Estoy empezando a considerar que, pese a mi aversión por encasillar a los escritores en corrientes, a los que no son escritores sí que podríamos encasillarlos, puesto que estos ya escriben «encasillados» directamente y por gusto propio. De manera que al escribir «a tontas y a locas», sin oído ni entonación para las letras, podríamos calificarlos como de «Braguismo», porque tiene su origen en «las bragas de oro» de Marsé. También podríamos decir «Marseísmo» pero se puede confundir con «Marxismo» y no se entendería, porque ya nadie sabe el significado de esta remota expresión correspondiente a cierta corriente de pensamiento político de otro siglo. Por tanto lo dejo en «Braguismo» y este nuevo libro es otro de sus más acertados ejemplos. La autora empieza por titular a «tontas y locas», es decir, al estilo «braguista», porque los melocotones pueden ser «frescos», «jugosos», «rojos», «sabrosos» y hasta sirven como ejemplo de textura para ciertos tejidos y pieles con problemas de salud. Pero «helados», así sin más, se mire como se mire, parece puesto algo a tontas y a locas. Podríamos salvar el título diciendo «Helado de melocotón», «Compota de melocotón», etcétera y sabríamos que estamos hablando de algo con «sentido», pero «Melocotones helados» es algo extraño al oído y a la imaginación, porque suena a que por error hemos metido los melocotones en el congelador y tendremos que descongelarlos antes de servirlos, ya sea al natural, o, como digo, en compota. Como es un caso de «braguismo», la cita de A.M. está también escrita a tontas y a locas: «Escribiste: Voy a ir. Pregunté: Para qué venir (faltan las interrogaciones). Dijiste: Para conocernos (faltan las admiraciones, que le hubieran dado más énfasis) La otra cita, de K. Kavafis, como es menos «loca» y nada «tonta», no la transcribo. Estamos, pues, ante el momento culminante en que empezamos a desenrollar el cabo del ovillo del que está compuesta la novela, en el supuesto de que sea el principio del cabo y no uno suelto y escrito «a tontas y a locas». Veamos: «Existen mucho modos de matar a una persona y escapar sin culpa…» Se confirma plenamente la escuela de esta nueva escritora de la tardía Transición española, ya en transición hacia el caos literario con visos de tragedia nacional. Se trata de un caso típico de «braguismo» y, al mismo tiempo, de «literatura basura», de la que es tan adicta la editorial Planeta. Parece como si los miembros del jurado de este nefasto premio, ¡que no acierta ni una!, se hubieran aficionado al estilo «braguista» y no tuvieran ojos más que para la «basuratura». Estos miembros son, por orden de aparición en el libro: Alberto Becua, Ricardo Fernández de Reguera, José Manuel Lara Hernández, Antonio Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y Zoe Valdés. ¿Ha dado ya el lector con el disparate que contiene esta sencilla frase? ¿No? No se trata de una adivinanza; se trata de saber si después de tantos años de agresiones a los lectores quedará uno solo capaz de ver lo que hay de intolerable, por atolondrado e irreflexivo, en esta corta frase inicial. Les sacaré de dudas, pero si le sorprende será cuestión de que, en adelante, ponga más atención en lo que leen, ¡por el bien de todos! Quien mata a alguien sin ser descubierto ¡no se libra de la «culpa», sino del «castigo»! Existe una novela rusa de un escritor que hasta hace cuatro días era admirado (no sé ahora) que se llamaba Fedor Dostojevski, que escribió una novela que se llamaba precisamente: «Crimen y castigo», y que ya en el título se aprecian dos ideas relacionadas y en sintonía, como son el «crimen» y el «castigo». Lo que pase después en la novela no viene al caso, pero esto nos lleva al siguiente comentario sobre esta escueta y sencilla frase inicial. Cuando se escribe de forma arrebatada y sin pararse a detalles puede ocurrir, como en este caso, que se comentan varias faltas de sentido, por no decir defectos de disonancia, en una sola línea, ¡la primera!, que es el caso que nos ocupa, porque vemos, por el título de Dostojevski, que al «castigo» le corresponde, siendo el trabajo de un escritor o un juez, el «crimen». De manera que quien intenta matar a una persona no lo hace con la mentalidad de un «matarife» o un «carnicero», ni siquiera con la de un verdugo, sino con la mentalidad de un «asesino» o un «criminal», que es «más que matar». En los Estados Unidos matar, si es «legal», no está «culpabilizado», es decir, los verdugos que accionan el interruptor de la silla eléctrica no son culpables de nada ante la ley, desde luego la de ellos, porque en otros países más civilizados la ejecución de un condenado se considera también un «crimen de Estado». Por tanto, ya tenemos que el que «mata a una persona» no es un «matarife», sino un «asesino», de manera que rehacemos esta primera y escueta frase y la dejamos como sigue: «Existen muchas formas de asesinar a una persona y escapar al castigo». Cabe otra posibilidad, tan literaria como la anterior: «Existen muchas maneras de cometer un crimen y quedar impune». Los que escriben a tontas y a locas ¡ni ven esta diferencia! Nótese que he cambiado «modos» por «formas», pero no vale la pena disertar sobre la causa, espero que ya esté claro. Es decir: ¡tres disonancias en el primer párrafo! Me aburre soberanamente tener que citar el siguiente párrafo que sigue a los dos puntos, es decir, la relación de las diversas formas (modos para la autora) de «matar» sin «culpa» (Dios debe revolverse en su trono celestial, y lo curioso es que no paro de citarlo, cuando creo que soy un completo e irredento agnóstico, pero dado el caso, y hablando de «creación», no queda otro remedio que traer Dios a colación). Los dos puntos dan paso a una solemne simplería, totalmente inútil, innecesaria, sobrante, redundante, enfarragosa, evitable, etcétera, como es decir que se puede matar sin culpa «deslizando» una seta venenosa en un plato con hongos que no lo son. Por tanto hay que distinguir entre setas y hongos; hay que «deslizar» la seta, además de considerar otras cosas como la capacidad ofensiva de determinados hongos. Como la autora se siente «desbordante de imaginación matarife», sugiere el truco de los medicamentos para niños y ancianos, porque los otros no los toman. Por último, sin que la autora se haya molestado en consultar algún libro de Agatha Christie, donde se dan una colección de imaginativos sistemas de asesinar (no matar) con bastantes posibilidades de salir sin castigo (no sin culpa, el asesino ¡siempre es culpable, de eso no debe cabernos ninguna duda!), sugiere esta autora de la escuela «braguista» que siempre se puede recurrir al socorrido, rápido, limpio y eficaz asesinato del atropello sin testigos en una carretera solitaria, de tercer orden y de noche, para poder darse a la fuga sin ser visto. Las «tonterías y locuras» que siguen son simplemente «dolorosas» para oídos literarios normales, y si no son normales, con más motivo; es decir, ¡patético! Es tan patético que mi sentido de la ironía ya no tiene agarraderos, porque la ironía es el recurso de los desengañados para «seguir viviendo» en una realidad agobiante e irrespirable. Alfredo Bryce Echenique (por cierto, uno de los pocos premios Planeta que no son «literatura basura») tiene un ensayo que titula «Del humor quevedesco a la ironía cervantina». Sobre esto tendremos que hablar más adelante, pero acierta este escritor ya sólo con el título, porque, en efecto, «El Quijote» es sobre todo una obra «irónica» de un hombre «desengañado». Yo también estoy desengañado, pero no soy Cervantes. Como él, cuando la realidad no me gusta y su fealdad me desborda, recurro a la ironía, cuanto más fina y elegante, además de imaginativa, mejor. Pero hay casos en que el desengaño es tan profundo que surge el patetismo, y del patetismo ya no se puede extraer ninguna ironía. Solo unos pocos han sido capaces de ironizar sobre Hitler, como Charles Chaplin, y con Franco pocas bromas porque es un caso también «patético». De manera que este libro se vuelve patético y sugiere pocas bromas. Por tanto, lo devuelvo a donde estaba y procuraré olvidar lo poco que he leído pronto y limpiamente, ¡y sin que me deje marca! . 15. Gustavo Martín Garzo «LAS HISTORIAS DE MARTA Y FERNANDO» Premio Nadal 1999 «—Te juro que no tardo nada —le dijo a Fernando besándole en el carrillo.» Primer párrafo, línea cuarta, ¡y ya hemos concluido el libro! ¿Qué se puede esperar de una novela en que una chica jura en vano y le besa el «carrillo» a su novio?: ¡que es una «carrillada»! ¡Otro caso de «literatura basura» XXL! Ruego al lector que me disculpe, pero estoy tratando de pensar de qué le puedo hablar para llenar siquiera tres o cuatro páginas para que no quede tan blanca la crítica de esta nueva lectura, que para mí ya está concluida. Se me ocurre insistir sobre las razones por las que todas las novelas que hemos intentado leer se copian unas a otras como dos gotas de agua (salvo escasas excepciones). La primera reflexión me lleva a considerar que por alguna razón la novela está desahuciada en España. Es un género en decadencia en todo el mundo, y esa decadencia se agudiza más en unos países que en otros. La razón es simple: nuestra cultura actual está basada en la «imagen», pero no la «interior», sino la «exterior». Es, además, una cultura dominada por los logros espectaculares que lleva aparejada la revolución digital y sus medios propios de difusión de la cultura: video, televisión digital, DVD, Internet, etc. El libro es una antigualla romántica, que como tal libro, al margen de su contenido, aún aguanta bien el tipo, porque ya sólo consiste en un objeto bellamente ilustrado que se expone en un escaparate con una «fajín orientativo» que decide su compra por parte del potencial lector, ¡hasta que se acaben! Ya quedan pocos buenos y honestos críticos y todavía menos buenas secciones de libros en los medios de comunicación; no hay una cultura del libro y menos de la novela; no hay amantes de la literatura; no hay señoras sin televisión que mataban sus largas horas de ocio sentadas en su mesa camilla, a la luz de un candelabro, «viendo» las aventuras y desventuras de héroes y heroínas. La novela ya no tiene razón de ser, no puede competir con la multicolor y ruidosa oferta de entretenimiento de base digital (Digital entertainment) ¡Es un anacronismo! Eso lo saben las editoriales. Pero tienen empleados, oficinas, compromisos, acuerdos, accionistas exigentes y un sinfín de cosas que les atan a los libros como «artículo de consumo», pero ¡ya no creen en ellos ni les importa lo que contengan! Saben que no se vende lo bueno, sino lo mejor publicitado. Saben que ya no necesitan perder horas y horas leyendo manuscritos, bastan con dos o tres llamadas telefónicas y el premio está decidido. ¡Qué más da! Por tanto, del libro ya sólo quedan las tapas, y es en la portada donde las editoriales ponen toda la carne en el asador. El escritor escribe para ser leído en un libro y no tiene otro sueño que ver sus historias convertidas en libros. Pero para un escritor el libro es «todo», y, sobre ese todo, siente más lo de dentro; que es el libro en sí. Si las editoriales no ponen atención en el interior del libro no ponen atención en quien lo ha escrito. Muchas editoriales ya sólo quieren «manuscritos» para cumplir con sus planes de mercado y eligen autores y portadas al unísono y parejas: ambos con «buena presencia». Ya no miramos lo que comemos ni lo que leemos; comemos deprisa y leemos deprisa. Nos indigestamos con ambas cosas, pero nos apañamos con una pastilla contra la acidez de estómago y seguimos adelante sin inmutarnos ni cambiar nuestros malos hábitos; ni de comida ni de lectura. Los que siguen tomándose la vida con «filosofía» no quieren sorpresas y releen los clásicos o escuchan música también clásica, porque es más seguro. De manera que los escritores estamos sentenciados, como tantas cosas del siglo pasado: la televisión analógica, el cine de barrio, la tertulia de café, el bastón, el sombrero o la pajarita. El cambio ha sido sorpresivo y teledirigido desde «Silicon Valley». Empezaron en un garaje y han terminado por meterse en los parlamentos de Gobiernos democráticos. En un par de décadas nos han mostrado la imagen digitalizada de lo que seremos una vez abrazada sin reservas su revolución: seremos «perfectos», «virtuosos», es decir, «virtuales»; seremos, pero «para nada», o «como si nada». Nada de lo que tengamos en las manos será lo que parece que sea, porque será «virtual»: el libro también. Lo del libro ya está en proceso porque ha perdido las «tripas», como suelen denominar los impresores al interior del libro. Pronto perderá también la «cabeza». ¿Me quejo? ¡No, sólo lo lamento! Supongo que a mí me deben de quedar dos o tres novelas de vida, por lo que no es para alarmarse. Una ya la tengo pensada y con título, que me lo callo, las otras dos todavía no, pero sospecho como serán: hablarán de cosas virtuales, de mundos que se acaban, tal vez una se titulé: «El fin del mundo», y lo anticipo para que nadie me lo copie, y la otra no lo sé todavía. Supongo que por entonces habré ganado el premio Nobel y me sabré conformar, no como otros que querían también el Planeta. En otra parte decía que cualquiera puede ser escritor si se lo propone verdaderamente, y una vez que se es escritor, cualquiera puede ganar el premio Nobel si también se lo propone verdaderamente. De todas maneras al Nobel de literatura le quedan pocas ediciones de vida, tal vez no llegue a tiempo para el mío, por las razones expuestas. Éste es el panorama que le veo yo a la novela, cuyas reflexiones han surgido precisamente como consecuencia de uno de los ejemplos más claros y elocuentes de la caída y muerte de este género, primero lentamente, luego más rápido, y después desaparecerá casi con euforia. 16. Lorenzo Silva «EL ALQUIMISTA IMPACIENTE» Premio Nadal 2000 Como a estas alturas ya no me creo que un premio Nadal tenga que ser necesariamente una novela, dudo de que ésta lo sea. Me llama la atención, por tanto, la advertencia del autor sobre los «lugares que aparecen en la novela». ¡Ya veremos si tenemos o no tenemos una novela! Por tanto, ya hay una primera cita que tendremos que aclarar. Hablando de cita, este libro se abre con una de nuestro rey castellano Alfonso X, también llamado «El Sabio». Sin duda que gracias a este rey tenemos la dicha de gozar del «Poema del mío Cid» y otras obras de la literatura castellana medieval importantes. Ahora bien, es conveniente puntualizar que la historia está llena de erratas intencionadas y ésta es una de ellas, porque, en realidad, Alfonso X, por muy «sabio» que fuera, no escribió ni una sola línea de lo que se atribuye a sí mismo como autor. Fue el «director» de una de las primeras «enciclopedias» europeas, antes incluso que la de Diderot en Francia, y mandó recopilar todo lo que había por ahí de recopilable, incluida la cita de este libro, perteneciente a su «Lapidario». La cita está en un castellano bastante antiguo, pero que no es realmente el antiguo de la época, sólo «bastante antiguo», pero lo suficiente como para que sea de difícil lectura, cuando no imposible, ¡pero queda la mar de bien! Tampoco es para alarmarse, se trata de algunas explicaciones sencillas, dados los conocimientos de química y geología de entonces, sobre el comportamiento de ciertos minerales. Nada fundamental. La «advertencia» sí que es jugosa, hasta el extremo de que sacada directamente de la nevera sería hasta refrescante. El autor dice que los «lugares» que aparecen están «inspirados, más o menos libremente», no que están «basados» o «medio basados». ¿Cuál es la diferencia? Muy simple, la inspiración no puede ser algo «más o menos inspirado», no caben cosas medianamente inspiradas, y los lugares, si son «inspirados» no son reales. Ahora bien, los escenarios pueden estar basados en (ponga el lugar que quiera). Pero vemos que la confusión no acaba aquí, porque si bien los lugares están medio-inspirados, los personajes están totalmente «ficticiados», y utilizo esta expresión porque el autor debería de haber respetado la continuidad de los significados previos de la oración y, de esta manera, si los lugares están medio-inspirado, los personajes deben de estar «totalmente-inspirados». Se dirá que «hilo fino y con mala fe». Se puede decir lo que se quiera, pero ya no paso ni una, porque de otro modo ya habría desistido de continuar con estas lecturas críticas que realmente no conducen a nada. Ya advertía en otras lecturas que la cita misma nos daba una idea del resto del libro, y en éste tenemos un ejemplo de lo más contundente. Sugiero que el lector, sin prejuicios «morfológicos» previos, intente imaginar la «forma» de la postura, de lo que sea, descrita en el primer párrafo del libro, porque la única pista es un «cuerpo», pero hasta las gallinas ponedoras tienen cuerpo, cuanto más los pulpos, las comadrejas, las cucarachas y algunas arañas venenosas. «La postura era cualquier cosa menos confortable.» Por tanto, puede ser un helado de vainilla con chocolate, una gaita gallega, una pinza para la ropa, un tren eléctrico de juguete, ¡cualquier cosa, menos confortable! «El cuerpo estaba boca abajo, con los brazos extendidos en toda su longitud…». Por tanto, los brazos tenían una longitud que extendida era toda. «…y las muñecas amarradas a las patas de la cama.» Es decir, que está «debajo de la cama», porque las patas están normalmente debajo de la cama. No están «atadas», que es poco atar para un caso tan horripilante de multiformismo, están «amarradas», al estilo trasatlántico en escala turística o petrolero haciendo sus rutinarias descargas de crudo. Es un atar grandilocuente, ampuloso, marítimo y oceánico. También algo palurdo. «Tenía la cara vuelta hacia la izquierda…» Lo que no concuerda con lo de boca abajo, o de otro modo tendría que haber puntualizado: «boca abajo pero ligeramente hacia la izquierda». «Y las piernas dobladas bajo el vientre». O sea que… ¡no se! «...las nalgas se sostenían un poco en alto sobre los talones…» Sospecho que se trata de la postura fetal, pero ya sin que sea feto. «…y entre ellas se alzaba, merced a su imponente curvatura…» «V. Merced» me disculpe pero es una «antigualla» de antes de las guerras púnicas eso de «merced», cuando ahora se dice normalmente «gracias a», «debido a», «por causa de», etcétera, y, además, ¡que no hay cristiano, ni viejo ni nuevo o de medias tintas que a estas alturas sea capaz de saber qué postura es ésa! ¡Menos mal que no es un libro sobre relaciones sexuales! «… un aparatoso mástil de caucho rojo rematado por un pompón rosa». ¡Que no, que no voy a molestar a la Real Academia para saber qué es eso del «pompón», que suena a erotismo decimonónico! Tampoco quiero saber qué se entiende en términos industriales por los materiales derivados del caucho, aunque lo sospecho. Si prosigo, y cometo el error y la desconsideración de reproducir los diálogos que vienen a continuación, nos vamos a meter en una polémica sin un fin previsible, por tanto, desisto. ¡Sólo una frase que resume este libro!: «—Pues la combinación resulta de chiste.» Que conste que no lo digo yo, sino el autor en la línea 13, para ir más a tono con la «alquimia» y la «piromancia» (sé que no es el término correcto, pero en este caso es el que en rigor le corresponde). Esta «cosa» es un premio Nadal, pero no de los tiempo de «María Castaña», sino del flamante, desconcertante, alarmante y excitante ¡año 2000! Éste es el buen hacer de los miembros del jurado que no se citan para no tener responsabilidades con la posteridad. ¡Ésta es la «literatura basura» que se escribía en España el mismo año en que estrenábamos centuria! No se puede decir que sea de la escuela «Braguista» ni de escuela alguna, sólo que está «medio inspirado» y que es totalmente de «ficción» , pero de ciencia ficción, de redoma de plástico, de brujería sin raíces gallegas, de alquimista neoyorquino, de médico curandero que no ha puesto nunca los pies en Extremadura. Vamos, de nada de nada, ¡y se acabó! 17. Maruja Torres «MIENTRAS VIVIMOS» Premio Planeta 2000 Lo malo de este penoso trabajo que me he impuesto a mí mismo, y que afortunadamente estoy a punto de concluir, es que, después de haber gastado los últimos 30 años en pulir algún defectillo personal, como el de tener «prejuicios», todo el esfuerzo se viene abajo y vuelven a aparecer sin que valgan penitencias ni flagelaciones que lo evite. Ya antes de copiar el título de este nuevo libro tenía el «prejuicio» de que era otro caso de «basuratura» flagrante y hasta despampanante por lo espectacular de sus monstruosidades literarias. El libro, por otro lado, carece de sobre cubierta, porque los del «Ibero» lo tienen todo controlado y éstas pueden encontrarse plegadas al final, por si el lector está interesado en consultarlas. De manera que ni siquiera tenía la posibilidad de dejarme tentar por la carita de ángel de la chica de portada, con su cigarrillo y su rosa, que van tan aparejadas y concordantes, su falda plisada y su suéter de «angora», que suele dulcificar mucho a las criaturas angelicales de este mundo. Además del «sepia virado» con los radiadores de fondo, que no me casa mucho, porque el «sepia» indica años 40 o 50, pero los radiadores son modernos, porque les he visto el «grifo» y es similar a los que tengo yo aquí en mi estudio de Berlín. De manera que es un prejuicio «natural», «nato», «instintivo», de los que antes de la guerra. Así es que pierdo un rato de tiempo escribiendo cosas que no vienen a cuento, porque ese prejuicio me dice que tan pronto abra el libro no tardaré ni dos líneas en concluirlo, y por respeto al lector y para evitar problemas con la impresora, tengo que escribir al menos un par de folios con el «Word», que vienen a ser 3 ó 4 de libro normal. De manera que me entretengo algo en la página del título y me llama la atención la modestia de la editorial que remarca lo de «Premio Planeta 2000» con un cuerpo de letra pequeñísimo, que apenas si se ve, y la verdad es que no entiendo el «mensaje». ¿Tratan de que pase por alto? ¿Es una prueba de sana modestia? ¿Se sienten avergonzados de esta circunstancia, pero no les queda más remedio que mencionarlo en la primera página? Seguro que es un capricho del diseñador del libro y yo me estoy comiendo el coco para nada. Así es que, vamos al grano y pasamos la página. La novela está dedicada a los Moix «por la amistad compartida» (No quiero sacar conclusiones precipitadas sobre la compatibilidad de la amistad, por tanto, prosigamos). La siguiente página dice: «REGINA» La siguiente página: «Hoy es el principio de su vida. Por primera vez, alguien la espera». Este es el primer párrafo y debería ser el último, porque no estoy ahora para leer cuentos infantiles. Incluso yo, que era un enclenque impresentable cuando era un niño, ya entonces mi vida había comenzado porque alguien, que no recuerdo bien, me esperó en algún sitio que no recuerdo dónde. De manera que si alguien tiene que empezar a vivir ya mayor cuando alguien le espera, es por estas posibles buenas razones: Vive aislada en un planeta como el de Marte, pero con atmósfera respirable Ha estado presa e incomunicada toda su vida Es un monstruo horripilante y maloliente. No sabe lo que significa la palabra «esperar» y, por tanto, por mucho que la espere a ella le da igual. Podría citar cientos de circunstancias posibles (tanto es así que el «Word» ya me había puesto el solito el punto número «5», y que detesto estas libertades del programa, que en nada favorecen a los buenos escritores, porque ellos deben ser quienes deciden si ponen más o menos puntos y no el programa por sí mismo. De manera que ya tenemos que la novela empieza diciéndonos que alguien comienza a vivir porque alguien le espera. Pero, dicho así, en realidad la autora lleva razón, porque cuando nacemos es porque nuestra madre, padre, eventuales hermanos, la tía abuela que asiste al parto, médico, si es un parto moderno y hasta varias enfermeras si es en una clínica privada, ¡esperan que nazcamos! Segunda parte del segundo párrafo (lo siento, pero no habrá párrafo completo): «Judit no ha nacido para lucir ropa barata. Nunca será sorprendida en los probadores de Zara, embutiéndose en un sinfín de prendas, ni la veremos competir con una multitud de chicas de su edad en las rebajas de unos grandes almacenes». Al tanto, futuros escritores, porque este párrafo de auténtica «basuratura» tiene mucha sustancia: «Judit no ha nacido para lucir ropa barata». Es decir, se nace para lucir ropa cara o barata, o de término medio, como hace casi todo el mundo. Por esta misma razón, yo, que suelo comprar mi ropa en las tiendas de segunda mano de «Humana» o de otras organizaciones por el estilo, y que no es barata, sino baratísima, ¡no tengo derecho ni de haber nacido! 2. «Nunca será sorprendida en los probadores de Zara». La Torres, no contenta con crear un personaje que no vive más que para lucir ropa cara; de exponerlo clara y contundentemente en el primera oración, se mete ahora con un honrado comerciante (Zara) a quien cita, dando a entender que es una tienda de «baratijas». Yo no entiendo de esas cosas, pero creo que una vez me compré algo en Zara y no sé si era barato o caro, pero no me dio la impresión de estar en una tienda de «Todo a un euro» (antes «Todo a cien»), sino que tengo la impresión de que el precio (barato) es una cuestión de «política comercial» de esta importante multinacional española, y que la Torres hace muy mal en desprestigiarla de forma tan gratuita e innecesaria, sobre todo teniendo en cuenta que si algo hay barato, prácticamente regalado, es la calidad literaria de este libro que, obviamente, no es una novela. 3. (Sobre los probadores de Zara). A mí me repatea probarme ropa, por eso la compro un poco al voleo y la mido a cuartas, tanto de largo como de ancho, hasta que veo que puede irme bien. No obstante, las pocas veces que me he encerrado en un probador, me he dado cuenta de que tienen una discreta cortina para evitar que «nadie te sorprenda en el probador». Supongo que la Torres ha querido decir otra cosa, pero como ya la cita es «impertinente» de por sí, no puede salir otra cosa que otra impertinencia similar. 4. «…embutiéndose en un sinfín de prendas». No haría falta comentario alguno, porque el verbo «embutir» no pega ni con cola en los probadores de Zara. No digo que en la carnicería se «embuta» mucho y sabroso. Tampoco dudo de que el embutido, en sí mismo, si es de pueblo y no tiene mucha pimienta, no sea bueno; es decir, que no tengo nada contra «embutir», siempre que sea para hacer «embutido», pero embutirme los pantalones, o embutirme los calzoncillos; o embutirme los calcetines; o embutirme en una eternidad de prendas baratas, ¡eso debe ser doloroso! ¿Por qué no decir simplemente: «Nunca será sorprendida comprando en Z...». ¿Por qué meterse en el callejón sin salida de «probarse en un probador», que es inevitable la redundancia y obliga a utilizar un verbo como «embutir»? 5. «Ni la veremos competir con un multitud de chicas…». Al menos, ya sabemos que es una «chica», al parecer «pija y malcriada», pero no sabemos nada más de ella, excepto lo que nunca hará. Pero se me antoja que las chicas no «compiten» en las rebajas. Pongamos un ejemplo: ¿Ir de rebajas consiste en competir a ver quién consigue la mejor rebaja, por lo que obtiene un premio? ¡No! ¿Salen todas corriendo por entre los cajones de ropa rebajada a ver la que llega primera a la caja con la prenda más rebajada? ¡No! ¿Entonces? ¡Ah, creo que quiere decir, competir no «en la rebajas», sino «por las rebajas»; mejor dicho, «pelearse en unas rebajas». Es decir, se compite por algo. Por otro lado, señora Torres, las rebajas no son «prendas baratas», sino como su propio nombre indica «ropa rebajada», que puede ser muy cara al mismo tiempo. Por ejemplo, esta niña pija y enterada podría aprovechar las rebajas para comprarse un indecente y anti ecológico abrigo de visón, o de otros animalitos que tienen la desgracia de que Dios los cubrió con un pelaje suave y calentito, que no es propiamente dicho «barato», sino que está «rebajado». Pero esto puede ser hilar demasiado fino. Punto siguiente. 6. ¿Puesto que cita a Zara como ejemplo de baratijas inapropiadas para una joven que empieza su vida el mismo día en que la esperan, ¿por qué no citar el nombre de los grandes almacenes de las rebajas? ¡Yo se lo diré! ¡Por que en El Corte Inglés se venden muchos libros y en Zara no! ¿Cómo jugarse los garbanzos por una indiscreta cita que pueda ser mal interpretada? El Corte Inglés, como la editorial Planeta, son «monstruos sagrados» de los «escritores-basura» españoles, porque es allí donde venden más libros. Por tanto, ¡atención con qué nombre de negocios se citan! No vale la pena extenderse más, pero podemos citar alguna que otra «conversación» cogida al azar: «—resopló Regina, presa de furor generacional—» «—¿Qué es ese ruido? ¿El apocalípsis? (Hago observar que el «Word» se me ha rebelado y escrito por sí mismo el sustantivo «Apocalipsis» con mayúsculas) —Regina no pudo evitar la ironía (¿? Interrogaciones mías), aunque le quedó desvirtuada porque tuvo que gritarla a voz en cuello (faltan los dos puntos y muchas cosas sobran). —Hamlet —respondió el chico bajando el volumen (si grita debería poner admiraciones, ¡Hamlet!) —Qué bien. Debe ser el monólogo.» ¡Dios bendito que debes estar revolviéndote en los cielos, si Shakespeare hubiera leído este diálogo! ¡Pobre criatura, mejor está donde está! O sea, que la tonta del bote de la Judit le parece que escucha un ruido apocalíptico, sin mayúscula, pero cuando le aclaran que es Hamlet, resulta que es una enteradilla y ¡distingue el monólogo de lo que no es monólogo! ¡Al estante con él y sin miramientos! ¡Y estamos ya en el año 2000! ¿Cómo será el Planeta del 2010 si esto no cambia? ¿Galáctico? 18. Rosa Regás «LA CANCIÓN DE DOROTEA» Premio Planeta 2000 A Rosa Regás no le supo bastante el Nadal y quiso probar suerte con el Planeta, ¡y lo ganó! No sólo eso, sino que ahora, al parecer, también es juez en su jurado. Es una mujer polifacética, empleada del Estado, al cuidado de nuestros libros, los buenos y los malos; los que son novelas y los que no los son. Ya he tenido oportunidad de leer el primer párrafo de su premio Nadal y ahora le toca al Planeta, a ver cuál es el próximo. Lo que sucede es que a estas alturas de este trabajo, en el 2001, ya no me creo que por muy Rosa Regás que sea, este libro vaya a ser una excepción de lo que ya ha sido la regla, y que la editorial Planeta hubiera encontrado por fin la luz en la tinieblas premiando a una verdadera novela y a una verdadera escritora. Eso no puede suceder, porque los miembros del jurado son prácticamente los mismos y no se puede cambiar de la noche a la mañana. Sospecho que este libro no ha sido leído por nadie del jurado, porque no necesitan leer un libro de Rosa Regás, ¡se le premia y listo! Si me equivoco me da igual, porque el resultado será el mismo, ¡de todas formas no es una novela! En el caso anterior nos habíamos dado cuenta de lo «floja» que andaba la Regás de «florituras», que decíamos que eran los diálogos. Eran cortos, simples, innecesarios, poco naturales, muy convencionales, estereotipados, etcétera. No era un caso de «tontas y locas»; todavía no habíamos descubierto el «Braguismo» de Marsé y por tanto no podíamos calificar a esta autora como de la escuela de nadie, ni tampoco creará escuela para nadie, excepto para dos o tres chicas, también premiadas por Planeta, como el caso de la Pau Janer. En este libro se han producido algunos cambios «curiosos» y hasta originales: ha utilizado una «grafía» (no sé si la expresión es correcta) a la «europea». Les explicaré. Si tienen oportunidad de leer un libro de la «Penguin», en inglés, claro está, se habrán sentido algo confundidos, porque los diálogos, en lugar de iniciarse con un guión largo (—), como es común en España, se inician con una comillas de «imprenta» “«»”, y digo «comillas de imprenta» porque la verdad es que no sé cómo se llaman. De manera que este libro está ya preparado para ingresar en la «Unión Europea» de los diálogos novelados. Yo prefiero el sistema español, porque tiene más recursos: el guión largo sirve para los diálogos concretos y las comillas, por lo general sin punto y aparte, para los diálogos «inconcretos», de alguien que habla pero no decimos quién es ni cómo se llama. Pero los ingleses, y también los alemanes, no lo ven así, porque, por llevarnos la contraria, ellos todo lo hacen al revés. Esta es la mayor originalidad del libro, cuya razón desconozco, pero sospecho que la Regás intuye que no «anda bien de diálogos» y con esta «originalidad» lo arreglaría, pero no ha sido así. Yo también quiero hacer ahora un nuevo experimento; voy a reproducir un diálogo de su libro y, a continuación, otro de otro libro distinto, pero de una auténtica novela, para que los jóvenes aspirantes a verdaderos escritores vean la diferencia. Empezamos por el de la Regás: «(Sin guión) Quisiera ver al señor Pérez Montguió, por favor.» La chica de la entrada apenas me había mirado cuando entré, pero al oír el nombre de Pérez Montguió levantó la cabeza y suspendió el tecleo de su ordenador. «¿De qué empresa?» «De ninguna. Soy Aurelia Fontana. Estuve aquí en enero.» «El señor Pérez Montguió no está.» «¿Puede darme hora para más tarde, o para mañana o pasado?» «Es que yo, la verdad, no sé cuando vendrá» y como si hubiera acabado conmigo, volvió a su ordenador. Segundo diálogo: «—¡Ay, Piotr Andréyevich —exclamó retorciéndose las manos—, ¡Qué día! ¡Qué horror! —¿Y María Ivánovna? —pregunté impaciente—. ¿Qué ha sido de María Ivánovna? —La señorita sigue con vida —contestó Palashka—; está escondida en casa de Azulina Pamfílovna. —¡En casa del pope! —exclamó horrorizado—. ¡Dios mío! ¡Y Purgachov ha ido hasta allí!...» Aquí tenemos, por tanto, dos diálogos en que alguien pregunta por alguien. En el segundo caso es el joven oficial Andréi Petróvich, que se enamora de la hija de un capitán de una fortaleza en los límites del imperio ruso, María Ivánovna. Si el lector es un futuro candidato a la hermosa profesión de escritor no es necesario que le diga nada más, si no lo es o no lo sabe que lo es, podemos dar algunas explicaciones sobre las notables diferencias. Para simplificar digamos que el primer diálogo está escrito por alguien que no es verdaderamente escritor, o escritora en este caso, y el segundo por Alexander Pushkin, uno de mis escritores favoritos. He dicho categóricamente que Rosa Regás no es escritora porque al leer el primer diálogo no lo asocio a un diálogo «literario», sino un «parloteo» de relleno, soso, convencional, burocrático, estereotipado, amanerado, confuso, mal casado, mal todo, si lo que estamos tratando es leer es una «obra literaria». Es, en definitiva, un «diálogo innecesario», ¡como siempre en la Regás! Pero ya veíamos que Rosa Regás es especialista en diálogos insulsos e innecesarios, digamos que «de relleno»; diálogos descriptivos, para ir tirando, para no suspender el «tecleo del ordenador». Es un «anti diálogo», para ser más concretos. En el segundo caso es un diálogo «absolutamente necesario», porque la «emoción» del oficial no puede ser descrita sin el diálogo: es breve, está bien puntuado, bien expuesto, sin detalles innecesario, con tensión, ritmo y hasta música de Tchaikovsky. ¡Es un diálogo como Dios manda y como deben escribirse los diálogos, entre guiones largos o comillas de imprenta! En el primer caso tenemos a un personaje que visita a «peces gordos», con apellidos combinados, y que se conoce bien los pasillos, que tiene una buena agenda, un móvil de contrato con una tarifa especial para llamadas interprovinciales y algunas al extranjero. En el segundo, un personaje sin móvil, ¡y basta! En el primer caso tenemos una autora sin personalidad, pero de una gran adaptabilidad a las circunstancias, que sabe de visitas a despachos (redundo porque estoy comentando el diálogo en que el personaje intenta entrar en un despacho y hablar con alguien importante sin conseguirlo, no por otra cosa). En el segundo, un escritor que sabe mucho de la vida, ¡y basta! La «Canción de Dorotea» no suena, no canta, no entona, no es nada que tenga relación con canciones, músicas o melodías. Por no ser, no es desde luego ni una novela. Planeta celebró así su «50 Aniversario», ¡que mire que casualidad que lo hizo con Rosa Regás! Creo en las casualidades, por lo que no se me puede censurar de malintencionado ni mal pensado, sólo de malas pulgas cuando me asalta una bandada de ellas y tengo que recurrir al genio (el malo) y al temperamento para quitármelas de encima. Ya me da igual que la señora Regás me ponga de vuelta y media allí donde le parezca oportuno y que retire mis pocos libros que debe tener en la Biblioteca Nacional. A estas alturas ya me importa un bledo muchas cosas relacionadas con las letras españolas, desde sus no-escritores y no-escritoras, hasta sus presentadores de programas no-literarios, pasando por las editoriales premiantes, y los periodistas «especializados» en dinamitar el gusto por la buena literatura en España. 19. Ángela Vallvey «LA CIUDAD DEL DIABLO» Autora Premio Nadal 2002 con «Los estados carenciales» No he tenido la oportunidad de conseguir el libro premiado, pero podemos ver este otro, de una fecha similar. Antes de iniciar una lectura a un libro propiamente dicho, suelo poner atención especial en las citas, porque ya he visto por otros libros que en algunos de ellos con las citas ya era suficiente como para no proseguir con la lectura. Éste tiene una cita que también se hace sospechosa y denuncia esa dejadez de los escritores de esta generación a la hora de prestar atención al verdadero sentido de las palabras y de su sugestión o imagen que transmiten al lector. La cita dice así: «Se llama “La ciudad del diablo” a la otra España en los términos de la dialéctica agustiniana de aquellos cardenales que contribuyeron a adornar, si no idearon, el imaginario de la Cruzada Franquista.» Una vez más se impone cierto método y sistema para analizar un párrafo tan «denso» como éste y con tantos enunciados y significados, para desgranarlo casi palabra por palabra, porque, como veremos, cada una prácticamente tiene «trampa». Primera observación importante: «...en los términos de la dialéctica agustiniana...» Imagino que hace referencia a la obra de San Agustín, y, en especial, «La Ciudad de Dios». Como me apasiona la filosofía, hago la observación de que San Agustín no escribió nada sobre la «dialéctica», todo lo contrario, su teología, de inspiración idealista, es decir, neoplatónica, es bastante poco «dialéctica», todo lo más «dual», ya que parte del maniqueísmo hacia una cierta síntesis donde sólo existe el bien y la ausencia de bien, que es el mal. Por alguna razón tenemos el vicio de confundir «decir, hablar o dialogar», por «dialectar». La dialéctica no es «dialogar sin más», sino que es la relación que se establece entre dos «decires» o «pareceres», u «opiniones», etc. De este intercambio surge, tal y como lo estableció Hegel, una «síntesis» o «consenso», de manera que «dialogar» no es simplemente decir. Así es que San Agustín no «dialogó» nada que tuviera relación con ciudades endemoniadas, tal vez «dijo algo», «expresó alguna opinión», «comentó ciertas opiniones personales», pero la «dialéctica agustiniana» sencillamente no existe. Lo más acertado es que hubiera escrito simplemente «en términos de San Agustín», o «como dijera San Agustín», o «según opinaba San Agustín». Pero no, otra vez el uso gratuito e irresponsable del lenguaje «por si cuela», ya que se supone que la mayoría de sus lectores tampoco han leído a San Agustín. Al decir «en los términos de la dialéctica agustiniana» está claro que ella tampoco ha leído a este teólogo, para algunos también filósofo escolástico, de origen norteafricano, y si lo ha leído no lo ha hecho con la debida atención. San Agustín precisamente negaba la dialéctica porque era dogmático, algo que Santo Tomás, acercándose a Aristóteles, sí era «dialogante» o «dialéctico». Seguimos: «...aquellos cardenales...» De los cuatro cardenales de aquella época solo Gomá y Segura eran realmente «decoradores», los otros dos no se destacaron mucho que digamos. Así es que no sé de dónde saca «tanto cardenal» de la España republicana. Si ya con uno la República tuvo más que suficiente «decorador», me imagino lo que hubiera sido de este país de haber tenido los nueve de la actualidad. Pero, por otro lado, es demasiado exclusivista otorgarles a los cardenales la tarea de decorar lo que tuvieran que decorar, porque también decoraban los suyo tanto obispos como arzobispos, ¡que tampoco se quedaron cortos! Más bien debiera haber dicho «la Iglesia católica española». Nuevo pequeño error: «...contribuyeron a adornar...» O sea, que la «Ciudad maldita» ya estaba pero ellos la adornaron para que quedara una «Ciudad del diablo» más bonita y bien adornada. ¿Cómo la adornaron?: ¡con un imaginario! ¿Quería decir la autora un «escapulario» y se trata de un error de imprenta? Porque se pueden adornar las imágenes con escapularios, pero no puede ser, porque previamente cabe la posibilidad de que «idearan» ellos la «imaginería» de la decorada «Ciudad del diablo» con algún escapulario. ¡La verdad es que me he perdido! Volvamos a comenzar: «...contribuyeron a adornar, si no idearon, el imaginario de la Cruzada Franquista». Ahora resulta que el régimen de Franco era «imaginario» y no «real». Supongo que la autora quería decir «ideario» pero se le fue el santo o la imagen al cielo, y lo confundió por «imaginario» que es más «imaginativo». Pero, por otro lado, «idear un imaginario» tengo la impresión de que debe ser algo doloroso, algo así como este trabalenguas: «La Cruzada Española estaba imagineriada, El desimagineriador que la desimaginerice, ¡Qué buen desimaginerador será!» ¡Cuesta, pero sale! Así es que resulta que los supuestos cardenales españoles idearon un imaginario que era la Cruzada Española, y eso no «fue», sino que «es». Pero, ¡claro!, ¿cómo no había caído?: ¡Resulta que la historia transcurre en un lugar «imaginario»! No quiero leer el currículo de esta escritora porque sería muy lamentable encontrarme con alguna «profesional del lenguaje», como filóloga o periodista, pero veo que también ostenta un amplio «palmarés» de galardones, incluido el «Premio Jaén de poesía». ¡No, si ya decía yo que «imaginación» no le faltaba! La segunda cita no tiene peros, porque está escrita por un «verdadero escritor», el poeta inglés William Cullen Bryant. La tercera cita sirve para que los que somos profanos en las materias eclesiásticas nos pongamos al día, y como la mayoría de nosotros se ve que no sabemos lo que es un «monaguillo» nos lo recuerda. Yo sabía que esta generación iba poco a misa, y la verdad es que después del Concilio Vaticano II las misas ya no son lo que eran, pero tanto como para no saber que un monaguillo es un chaval que ayuda al cura a decir misa, es una vergüenza que la Iglesia debería de solucionar urgentemente editando un pequeño folleto para «embuzonar» por toda la España descreída («La ciudad del diablo») con las explicaciones de la Real Academia: «Monaguillo»: Servidor en el altar durante la Misa, Vísperas, y otras funciones litúrgicas. Hace algunas funciones de acólito, pero sin haber recibido esta orden menor». Naturalmente que conviene puntualizar, no sólo la diferencia entre «acólito y alcohólico», sino entre «órdenes mayores y menores», por lo que el mencionado folleto debe incluir la definición, tanto de «alcohólico» (por si cabe el error o el trabalenguas) y el de «acólito»: «Etim. Griego akolouthus, seguidor que ayuda. El que acompaña. En tanto que: «Alcohólicos, bacus alcoholicus», ni acompaña ni ayuda, ¡y menos a decir misa!». Perdonen que me lo tome a chanza, pero de otro modo, si me lo tomo en serio, en lugar de reír no tendría más remedio que ponerme a llorar. ¡Hasta ese extremo se trata de un uso irresponsable de uno de los idiomas más literarios del mundo! Como mi actitud, no obstante, sigue siendo positiva, intento empezar el libro a ver si aguanta unas cuantas líneas, pero, a la vista de los antecedentes, dudo de que sea capaz de finalizar el primer párrafo. «Día 1 de noviembre de 1975, sábado (falta la anotación «Día de todos los Santos) «Algo tenía de extraño la mañana. Pronto sonaron campanas a muerto que empaparon el ambiente…» ¡Lo siento, pero me es imposible continuar! Pido sinceras disculpas a mis lectores, sobre todo porque, aun a mi pesar, estoy tratando de contener la risa para no morirme de lo mismo, precisamente ¡en el día los mismos! Pero ¿cómo las campanas van a sonar a muerto? ¿No será «tocar a muerto»? Las campanas suenan porque alguien las toca y las toca de una manera determinada para una celebración determinada. También pueden tocar a arrebato si se prende fuego el pinar del pueblo. Por último, ¿cómo las campanas que suenan pueden empapar el ambiente? ¿Empapar de qué, si no llueve? No hay manera de asociar «empapar» con el sonido de una campana, por muy licenciosos que seamos. Esto es lo que se dice una novela «poetizada» o en «verso», que ni es novela ni es poesía. Si Garcilaso levantara la cabeza, que se la aplastó una piedra durante el asalto a una fortaleza, volvería a pedir a los del castillo que se la tirarán otra vez, ¡para no tener que escuchar cosas como éstas! Por algunas páginas sueltas he leído cosas como éstas: «tejido del silencio», «timbre de necesidad», «colores del aire». Y digo yo, puesto a imaginar cosas, ¿por qué no decir también: «Hambre de sed», «zumbidos de gorrión», «aroma de torreón», «agua de año nuevo», «amargura de biberón», etcétera? Hay casos en que por amargo que resulte no queda más remedio que desengañar a ciertos autores y sugerirles otras ocupaciones, porque es evidente que escribir no es realmente lo suyo, cuando a lo mejor en otras disciplinas podrían llegar a ser excelentes profesionales y desarrollar con más naturalidad y maña su personalidad. ¡Al estante con este otro libro! Pero, la verdad, es que estoy perdiendo el ánimo y no creo que valga la pena seguir leyendo más. De momento he devuelto también al estante, aun sin abrirlo, «La hermandad de la Sábana Santa», de Julia Navarro, porque tengo muchos defectos ¡pero no el de masoquista! 20. Andrés Trapiello «LOS AMIGOS DEL CRIMEN PERFECTO» Premio Nadal 2003 Al empezar a ojear este libro me he dicho «¡Malo, otro que apoya el «carrillo» con la mano en la foto de contraportada!» ¿Es un prejuicio? ¿Es que los escritores padecen por lo general de dolor de muelas y por eso se ponen como se ponen para la foto? ¿Es la foto oficial de carné del escritor? ¿Es la mano parte de la idea de un escritor que escribe con las manos? Si no es así, ¿por qué puñetas todos los malos escritores se apoyan la mejilla (no el carrillo, como decía un colega) con la mano, y por lo general la izquierda? ¿Por qué no la derecha? También los hay de «a dos manos», pero es más cosa de mujeres. Yo sé la respuesta: porque el fotógrafo le decía: «ponte así o asá». ¿Por qué?, porque el fotógrafo, que entiende de novelas menos que el modelo a fotografiar, lo ha visto en otras novelas, sobre todo americanas. ¿Por qué?, porque ve muchas novelas americanas. ¿Por qué?, porque lo que no entienden de novelas suelen leer con preferencia las americanas, no las de antes, sino las de ahora; no las propiamente novelas, sino las «noveladas». ¿Por qué?, ¡porque les da la gana, y listo! El lector debe notar ya mi «cansancio y desazón», por lo que también debe notar que me repito ya más de lo debido ¡y yo detesto repetirme ni siquiera cuando hago fotocopias! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué decir de un libro que es igual al anterior y será igual, con toda probabilidad, al siguiente? ¿No decir nada? De todas maneras he decidido no volver a pedir más «premios» literarios en la biblioteca del «Iberoamericano», porque ¡ya no lo soporto más!, y con los que todavía tengo en casa ya es suficiente. Debería hacer este resumen en la última parte del último capítulo del libro, como se suelen hacer siempre, pero como no sé ni de qué hablar sobre este nuevo caso de «literatura-súperbasura», me permito avanzar ya algunas conclusiones para ir haciendo tiempo. Las cosas empezaron relativamente bien durante la dictadura. La editorial Destino tuvo el acierto de premiar a Carmen Laforet, cuya novela, «Nada» he podido ver en alemán expuesta en las vitrinas que tiene en la calle la «Literaturhaus» (Casa de la Literatura) aquí en Berlín. Fue una sensación tan agradable como la que puede tener un aficionado al fútbol si España hubiera ganado el mundial. Después premiaron a Delibes y todo parecía indicar que las cosas iban por buen camino. Murió el «Generalísimo» y llegó la democracia y, ¡como por arte de magia, desapareció la literatura de nuestro país! ¡Se evaporó! Entonces, fueron los hispanoamericanos los que salvaron la cara de estas dos editoriales, con Vargas Llosa, Bryce Echenique o Skármeta. En 1978 un jurado del Planeta consideró que las «Bragas» de Marsé era una novela ¡y sobrevino la desgracia! Desde entonces no se han escrito, sino malas versiones de esta pseudo novela y algún que otro exabrupto esperpéntico, como las «extrañas» novelas «La Cruz de San Andrés», de Cela, o «Filomeno, a mi pesar» de Torrente Ballester y otras que ya hemos comentado. Marsé creó escuela a su pesar, seguramente porque premiando las «Bragas» se lanzaba el mensaje de que se podía conseguir un montón de dinero ganando un premio de esos para los que no era necesario ser escritor, sino tener el acierto de hacer «tilín» a los del jurado y cogerles en un día bueno (¿o malo?). Entonces todos los españoles aburridos de la vida, con profesiones preferentemente relacionadas con el periodismo, sin novia o novio, y con problemas de ascensos dentro del periódico, se lanzaron a decir cosas como las que dice este autor (nunca digo escritor porque no lo son) en las tres primeras líneas de este libro (nunca digo novela porque no lo es): «Delley nunca pensó que un timbre pudiese gruñir como un armadillo. Fggg… Fggggggg… Fggg…» No sé si he copiado todas las «g» del original y si esta omisión puede alterar el sentido de la frase, pero, en fin, prosigamos. Premiando las «Bragas» de Marsé ya se sabía que podría llegar un día en que se pudiera premiar un «Fggg…». Las puertas del precipicio estaban abiertas de par en par, sólo era cuestión de darnos a nosotros mismos un empujoncito y caer en él. Debimos caer allá por los inicios de los ochenta. Ahora bien, el premio por «Fggg…» es mucho más elevado que el de las «Bragas», y cabe la posibilidad de que para dentro de unos años se doble la cantidad y se doblen también los «Fggg…». Hay una relación directa entre «Fgggs…» y la cuantía del premio: cuanto menos novela sea el libro más dinero puede ganar. Por tanto, el mensaje está claro: no se trata de escribir una «buena novela», sino un buen «Fggg…», más grande y grotesco si cabe. Sabato sabía que esto podría llegar a suceder algún día, por eso dijo aquello de que: «Escribir para ganar dinero es una abominación. Esta abominación se paga con el abominable producto que así se engendra.» Por tanto, este nuevo premio Nadal es simplemente «abominable», en palabras de Sabato, y con eso está dicho casi todo. No, no voy a reproducir nada porque no hay nada reproducible. ¡Bastante basuratura he reproducido ya! Por tanto, doy por concluida esta nueva lectura de abominación literaria promovida, premiada, editada y publicitada, como si se tratara de una novela, por la editorial Destino. ¡Quién tenga alguna queja ya sabe a dónde se tiene que dirigir! ¡No vayamos a repetir la triste historia de matar al mensajero! 21. Antonio Soler «EL CAMINO DE LOS INGLESES» Premio Nadal 2004 Hay veranos que centran la vida de determinadas personas. Hay riñones, el derecho en concreto, que tienen historia; hay enanos de mirada aterciopelada que saltan trampolines de piscinas; hay nubes que se llevan hombres por las noches. También hay malos poetas que dicen que: «Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados» Y otros buenos que dicen: «Antes que te derribe, olmo del Duero / con su hacha el leñador, y el carpintero» Porque los árboles puede que estén algo viejos y hasta aburridos, pero cansados ¡no creo!, más que nada porque no recorren grandes distancias. Hay novelas que cuentan la historia de «mucha otra gente», de coches color fresa y nata, en el que alguien se pasea mientras el padre está en la cárcel. Hay paisajistas que son viejos y que, por esa razón, pintan hojas a los árboles y las montañas de color azul, como si estuvieran dibujando el contorno de sus ojos, es decir, su autorretrato. Lo que quiero decir es que hay malos poetas que escriben malas novelas y hay malos novelistas que escriben pésimas poesías; y, por último, está todo lo contrario. En este nuevo ejemplo de literatura basura también hay malos poetas que andan buscando filosofía en las emulsiones de la «Kodachrome». Hay filósofos (malos) que consideran que hay un «encima del tiempo» y un «debajo del tiempo», y que ciertas imágenes fotográficas tiene la capacidad de definir, no por su gran definición, sino porque definen ¡y punto! Por último, lo que sigue me veo obligado a reproducirlo literalmente, porque yo, que tengo tendencia a librarme del desengaño con algún que otro irónico chascarrillo para no caer en el llanto, hay casos, como digo, que no se me ocurre nada de nada, como en este caso: «Pero sí sé que el verano en el que ocurrió la historia de Miguel Dávila es la foto que define lo que fue el germen, la verdadera esencia de nuestras vidas». Digo que no se me ocurre nada porque no se me ocurre que esto diga nada, y ante la nada lo mejor es no decir nada. Este es un libro que habla de enanos, coches de fresa con nata, fotos de gran definición, historias que ocurren, paisajes que autorretratan, riñones derechos, árboles con hojas que están algo cansados de la vida, de Paco Frontón (o que juega al frontón), de Amadeo Nunni, alias «El Babirusa», de Casco Cartaginés (sin alias ¿o es éste el alias?) de un señor con nombre normal, castizo pero algo sospechoso de ser de derechas, Miguel Dávila, de nubes raptoras de hombres, y de veranos que centran vidas. Este, en definitiva, es un libro en cuya portada se ven dos chicos que se besan detrás (ocultos) de un cubre parabrisas de coche, de los que dan en la playa, con un fondo de estrellas y que está escrito por un tal Antonio Soler, y cuya portada tiene «Copyright». ¿Es necesario decir algo más? ¡Bueno, sí! Que tiene una contraportada donde aparece el chico que he citado, y apoya lo que otro colega suyo diría el «carrillo» sobre la mano; que tiene mirada de chico bueno que nunca ha escrito una mala novela, y que está, curiosamente, en blanco y negro. Es una foto de contraportada de libro de Destino, porque para la editorial Destino lo importante ya son las tapas, y, la verdad, éstas son bastante «monas». Si yo no fuera tan crítico y puntilloso, hasta lo compraría, ¡total por los 15 o 20 euros que debió costar, siempre cabría la posibilidad de regalárselo a nuestro jefe, ¡para que reviente! Por si creen que exagero, puedo reproducir, sin mirar mucho, y al puro voleo, algún que otro diálogo, por cierto que algo erótico, por lo que espero que si entre los lectores hay algún menor de 7 años que no lo lea: «—Pelos —le besó en la boca Paco Frontón sin dejar de andar. Volvió a reírse y mirar atrás.» O este otro, también tomado al voleo, ¡y no les miento! «—Se emborrachó. ¿Tú has visto borracha alguna vez a tu madre?» O este otro: «—Le puedes preguntar a tu tía. Si conoce a uno que siempre va con traje de rayas.» Como no hacen falta comentarios, ni graciosos ni normales ni siquiera patéticos, hacemos algo fuera lo acostumbrado y nos vamos directamente a las últimas líneas del libro a ver en qué queda tanto disparate: «…la bailarina sin futuro a la que una noche de lluvia espié a través de los cristales de la Estrella Pontificia y que en el ritmo de su cuerpo adolescente llevaba la cadencia, toda la furia del mundo.» Pero ¿cómo no va a tener futuro? En primer lugar, la pobre chica todavía es adolescente, por lo que tiene tiempo más que de sobra de demostrar lo que vale, y en segundo lugar, ¡por el amor de Dios, que «lleva toda la furia del mundo en su cadencia»¡ Si la editorial Destino premió este libro como si fuera una novela en el muy reciente 2004, en el 2010 veremos como el premio se lo llevará la Guía Telefónica de Barcelona. ¡Solo hace falta que alguien tenga la ocurrencia de enviársela con plicas cerradas y firmada bajo seudónimo! ¡Cualquier tomo vale! 22. Lucía Etxebarría «UN MILAGRO DE EQUILIBRIO» Premio Planeta en 2004 Ya no sólo es que en España se esté escribiendo mala literatura o «literatura basura», es que, además, y en algunos casos, es «grosera» y atenta descaradamente y sin miramientos contra los más elementales principios de la dignidad humana, como es el caso de este libro. La verdad es que cuando llegó el momento de abrirlo ya empecé a considerar si no sería mejor ahorrarme nuevos disgustos y dejar el ensayo donde estaba y no intentar ni siquiera leer más «basuratura», que, además era grosera, insensible, agresiva, «deslenguada» y deshonesta, como es el caso de este libro, ¡Premio Planeta 2004! Pero ya que estamos en harina intentemos hacer algún pan, por poco digestible que resulte. La Etxebarría «introduce» al lector con una cita de un tal Shahrukh Husain, que debe ser muy conocido en su tierra, pero yo no tenía ni idea de su existencia, y ahora ni siquiera tengo interés por saber si realmente existe, que dice: «En la mitología de diversas culturas y en el pensamiento feminista pagano, la Diosa representa tres fases de la vida de la mujer que se corresponden con el ciclo lunar: La luna nueva es la virgen, la llena es la mujer sexualmente productiva que suele describirse como madre y prostituta, y la menguante la vieja. Sus adoradores han dado el título de Triple Diosa a esta manifestación de la divinidad». Si el lector no se ha percatado ya de los «horrores» que contiene este párrafo citado, debe de estar ya tan contaminado de «basuratura» que tal vez no sea necesario que se lo haga ver yo. De todas formas, como me he propuesto ser paciente y guardar las formas, lo haré. El horror principal está en unir «madre y prostituta». ¿Cómo es posible que los bien pensadores miembros del jurado y los responsables de la editorial Planeta, que sin duda deben tener en alta estima a sus respectivas madres, permiten que una chica descarada y deslenguada reproduzca una cita al inicio de su libro que dice que en «ciertas culturas» las madres son sinónimo de prostitutas? ¿Cómo es posible que la Iglesia católica, que ha puesto el grito en el cielo por la hipótesis de que Jesús fuera un ser humano como los demás, pase por alto que la misma «madre de Dios» pueda ser sinónimo de «prostituta»? ¿Por qué Lucía (mal nombre para sus pocas luces) Etxebarría ha traído a colación en la primera página de su supuesta novela una cita de alguien que debe pertenecer a una cultura no cristiana y, por tanto, totalmente fuera de contexto, en la que, al parecer, en «ciertas culturas» las madres son iguales a las prostitutas? Incluso yo, que soy un perfecto agnóstico y poco dado a las moralinas, que admito cualquier confesionalidad religiosa, porque considero que en el fondo, más o menos dogmáticas o fanatizadas, todas persiguen cierta clase de virtud y moralidad, esta cita, por muy de otra cultura que sea, me hiere profundamente mi sensibilidad, no sólo de escritor por la propia sugestión de las palabras, que eso ya lo veremos después, sino de ser humano, o mejor, de persona con un mínimo de respeto por la maternidad y sus fascinantes cualidades morales. Por supuesto que no tengo nada en contra las prostitutas, es más, ni siquiera las considero «indecentes», tal y como he argumentado en otra parte de este ensayo, pero no tiene sentido, ni ético ni estético, «mezclar» en una misma frase ambas ideas, que se rechazan tan enérgicamente la una de la otra. Es ya una auténtica barbaridad fonética unir con una conjunción copulativa «madre y prostituta». Después de leer esa cita uno queda totalmente desconcertado y desplazado, sin saber a qué atenerse ni qué sentido puede tener esa cita para el resto de la novela. ¿Acaso nos hablará de cierta mujer que evoluciona de virgen a madre y prostituta y luego envejece? ¿Será ese el sentido de la cita? Y si no, ¿cuál puede ser? Porque toda cita inicial de un libro «necesariamente» debe guardar relación con el libro donde se cita. Tal vez ahora convenga detenernos un momento en tratar de ver la utilidad real de las citas, que suelen estar presentes en casi todas las novelas, y las que no lo son. La cita inicial de una novela pretende ser la «esencia misma de la novela», lo que suele ofrecer grandes dificultades a la hora de encontrarlas. A veces la propia cita influye considerablemente en el desarrollo posterior de la novela. Tolstoi, en una de sus últimas novelas, «Resurrección», que ya preconizaba su crisis espiritual, cita varios pasajes del Evangelio de San Mateo, cuidadosamente elegidos, en los que trata de hacernos ver la necesidad del perdón, del arrepentimiento, la renovación y, finalmente, la «resurrección» moral de la persona redimida de sus pecados tras una larga y dolorosa penitencia. ¡Esa es la trama de la novela y el mensaje que Tolstoi quería enviar al lector con ella! Las citas quieren dejar claro que alguien «superior a nosotros ha hecho o dicho algo que contiene todo cuanto nosotros podamos decir». Nuevamente recurro a mi propia experiencia como escritor y puedo contar de qué «curiosa» manera surgieron las dos citas previas de mi novela «La guerra de Inés». Cuando ya tenía la novela «totalmente interiorizada» no podía comenzarla porque no encontraba los nombres de los protagonistas, de manera que los propios nombres sugirieran al lector parte de la trama, el tono y hasta el entorno. Pasaron días y hasta semanas y los nombres no aparecían, hasta que un buen día no sé cómo cayó en mis manos la cancioncilla infantil «Tres hojitas madre». No voy a desvelar el argumento de la novela, pero inmediatamente comprendí que estaba resumido en aquellas tres simples y hermosas estrofas: las hojas frescas, el viento que las agita y la sequedad y muerte del árbol, ¡Asombroso! Por tanto, el personaje femenino ya tenía nombre y acababa de nacer para la literatura, se llamaría «Inés». Pero faltaba el apellido, y volvió a surgir el problema, porque sin apellido no se puede ir por el mundo, ni siquiera por el literario. Así es que, otra vez atascado y sin poder empezar. Pero, gracias a otro «golpe de suerte» (la suerte es esa ayudante misteriosa que tenemos los que somos incapaces de ser metódicos y ordenados) que cayó en mis manos este verso del poeta uruguayo, «vocero» del pueblo, Fernán Silva Valdés: «Los tres hermanos Valiente / los tres a la misma hora / murieron el mismo día / naciendo para la gloria» ¡Inés ya tenía apellido: se llamaría «Inés Valiente»! Cuando terminé la novela comprendí que parte de la «fuerza dramática» de la obra se la debía a Silva Valdés y al autor anónimo de la cancioncilla infantil «Tres hojitas madre». ¡Ésa es la función de las citas en una novela! Por tanto, la cita que elige la Etxebarría sin duda que si nos atenemos a esta norma tiene sugerencias tenebrosas y desconsideradas para con las mismas mujeres, a las que trata de «lunáticas» e inevitablemente «prostitutas». Pero no queda aquí el despropósito de la cita, sino que todavía tiene flecos como para escribir otro libro. Para empezar, es poco profesional decir «diversas» culturas, porque algo tan grave debe matizarse y especificar a qué culturas se refiere en concreto. Es como decir que «en ciertas culturas se comían los unos a los otros». Es una «vaguedad» a propósito para no comprometerse con nadie en particular, lo que descalifica a quien la menciona. Después, atención que esto va por las propias mujeres, dice que «en el paganismo feminista». Que yo sepa, pero las mismas mujeres deberían saberlo mejor que yo, el «feminismo» es un concepto «occidental» y tiene su origen en las «sufragistas», o las primeras mujeres que lucharon por conseguir el derecho al voto, que sucede en los Estados Unidos en el siglo XIX, concretamente en Nueva York, cuyo trágico suceso de la quema de una fábrica textil en Manhattan se considera como el inicio del movimiento propiamente «feminista». Pero, por otro lado, ¿a qué paganismo se refiere? Porque el paganismo es una idea «cristiana», que considera como «paganos» a todo aquel que no creen en el Dios de los cristianos, la divinidad de Jesucristo y el misterio de la Santísima Trinidad. ¿Cómo la Etxebarría puede ignorar tantas cosas de sí misma y de su entorno cultural, que es el occidental y cristiano? Por último, está esa otra atrocidad de «la mujer sexualmente productiva». ¿Es que las mujeres son máquinas sexuales de producir hijos? ¡Pero mujer, lo correcto es decir «sexualmente madura»! La sexualidad «madura» no «produce», que es una forma burda, «machista» y totalmente desconsiderada de definir a una mujer «sexualmente madura», ¡y es que no se puede decir de otra manera! Ya hubiera devuelto el libro a donde estaba, porque con aquella cita ya tenía bastante, pero parecía un despropósito «tirar la toalla al primer asalto», y me propuse armarme de santa y bendita paciencia, es decir, superando mi propio natural que me pedía a gritos acabar con aquel suplicio y me atreví a pasar la página ¡Mejor que no lo hubiera hecho! Ahora sé de dónde viene el dicho ¡tienes más paciencia que un santo!, porque, a pesar de que nunca seré canonizado y ni siquiera propuesto para la santidad, con la lectura de esta segunda cita ¡me gané de sobra el derecho a compartir gloria y éxtasis con ángeles y arcángeles! «Oxitocina: La oxitocina influye en funciones básicas como el enamoramiento, el orgasmo, el parto, y la lactancia. En el periodo de celo, muchos mamíferos (especie humana incluida) y algunas aves producen químicamente esta hormona, tanto desde el cerebro como desde los genitales (ovarios y testículos).» Primera pregunta urgente y necesaria: ¿Es Lucía Etxebarría realmente de la «especie humana», o no será una «extraterrestre» camuflada? ¡Me niego en redondo a que esta autora me diga que mis amores, lo más hermoso y digno de recordar de mi pasado, y que han sido una de mis mejores fuentes de inspiración, fueron en realidad fruto de la «Oxitocina», que al parecer, segregué en los testículos y en el cerebro sin apenas darme cuenta, al igual que algunas aves, cuando estaba en celo! Por si esto no fuera suficiente, está la «impertinencia» de meternos a los «verdaderos seres humanos» en sus elucubraciones, sin la menor autoridad ni científica ni moral. Y, para colmo, está la matización de «genitales» con la aclaración entre paréntesis (ovarios y testículos). Finalmente, y si nos atenemos a las citas, la novela va de una mujer lunática, que por culpa de la «Oxitocina» pierde la virginidad, se queda embarazada y se mete a prostituta. Si no es así, ¿qué sentido tienen esas dos citas iniciales? No es que la Etxebarría con estas inapropiadas citas «eche a perder la novela», es que «no hay novela que echar a perder». Y si no veamos el primer párrafo: «Voy a empezar esta historia con el título de una canción de los secretos que decía Soy como dos.» Lo correcto hubiera sido decir «voy a empezar esta historia citando el título de...», porque la novela ¡ya tiene título! Además, ¿quiénes o qué son Los Secretos? Sigamos: «...y te voy advirtiendo, querida, queridísima, juguete mío, bomboncito de licor con guinda, luz de donde el sol la toma y, ya de paso, de todos los flexos eléctricos de esta casa...» Pero, ¿quién advierte a quién: Los Secretos en su canción o un supuesto personaje que no sabemos todavía nada de él? ¿A Qué viene tanta expresión pueril, ñoña, chabacana, y hasta machista? ¿Es que la Etxebarría tampoco sabe que el sol no toma luz de ningún sitio, sino que la produce él mismo por fisión? ¿Es que colecciona flexos de luz eléctrica en su casa? ¿Cómo se puede rebajar tanto a la amante poniéndola primero a la altura de la luz que debe «reflejar» el sol para después rebajarla a la de sus flexos eléctricos? ¿De qué la está advirtiendo? ¡Por el amor de Dios!, ¿es que esta mujer ha perdido el juicio? ¡Y qué decir del jurado que le dio el premio Planeta del 2004! ¿Es que hemos perdido en España todos el juicio? En definitiva, que tal y como me sucedía hace treinta años, vuelvo a cerrar el libro antes de concluir el primer párrafo y a dejarlo donde estaba, rogando para que ningún desprevenido joven interesado en la literatura tenga la desgracia de comprarlo, o incluso, pedirlo prestado en una Biblioteca pública, donde seguro que la editorial Planeta, a través de sus «buenos oficios y contactos» habrá conseguido colocar unos cientos de ejemplares. Este es un ejemplo puro de «literatura basura» sin que haya posibilidad alguna de salvar ni el «milagroso» título. Es, además, un ejemplo vergonzante de cómo ciertas editoriales han caído en el más absoluto descrédito convirtiendo sus «premios» en marchamo seguro de «basuratura», y una de las causas de la destrucción del gusto por la lectura de los españoles. ¡Esto no es una novela ni Lucía Etxebarría es una escritora! Pero no me atrevo a calificarla porque, teniendo en cuenta el total desconocimiento que tiene del mundo que le rodea, incluido parte del cósmico, como decía, tengo la sospecha que se trata de ¡una extraterrestre! 23. Pedro Zarraluki «UN ENCARGO DIFÍCIL» Premio Nadal 2005 ¡El encargo difícil es el mío! Como ya he comentado en otra ocasión, al menos en sus inicios la editorial «Destino» tuvo el acierto de premiar a una verdadera escritora, cuando pagaba mucho menos y los premiados más que dinero buscaban «popularidad» y «darse a conocer» en un ambiente literario viciado por la censura franquista y sus estereotipos. Así, el primer «Premio Nadal» «descubriría» a Carmen Laforet, con su novela «Nada», que junto «La familia de Pascual Duarte» y «La colmena», de Camilo José Cela, es lo mejor que se escribió durante el franquismo y que supera con creces todo lo actual. Pero esos «buenos tiempos» han quedado atrás y este premio no es mejor que el Planeta. Sin duda que la competencia entre editoriales debe ser feroz y no pueden permitirse patinazos, así es que si una publica «literatura basura» la otra ¡todavía más! Este es, por enésima vez, el caso de este libro del que intentaré leer siquiera la primera parte del primer párrafo, pero que ya se viene abajo en la cuarta o quinta línea. Veamos: «Benito Buroy Frere llevaba media hora sentado en la sala de espera…» Se agradece que nos identifique plenamente la filiación familiar del protagonista, pero por la misma razón, resulta incomprensible que no nos diga algo más concreto sobre la sala de espera ¿Es del dentista, del ambulatorio de su barrio, de la clínica de maternidad, de la estación de ferrocarril? ¿Por qué los malos escritores sienten una especial aversión por «orientar» al lector y se empeñan en confundirlos, omitiendo detalles que son fundamentales para centrar la acción? Es fundamental saber a qué pertenece esa sala de espera, porque no es lo mismo estar esperando un hijo que un tren; o una revisión dental a el resultado de una operación a vida o muerte de la esposa o de la madre. ¿Es que ellos mismos no han pasado por estas circunstancias y saben la enorme diferencia «emocional» que hay entre una sala de espera y otra? Para mí la supuesta novela ya está «sentenciada» y el libro puede volver al estante, porque este mismo «error» estoy completamente seguro de que se repetirá una y otra vez, pues Zarraluki seguro que «ni se ha dado cuenta» de que está omisión confunde y angustia al lector. Ya vemos que es de la «escuela de Marsé», maestro de las omisiones. Pero seamos generosos y prosigamos: «Había dejado el sombrero en la silla contigua…» Las cosas se dejan «sobre» y no «en», es más correcto decir: «dejó el plato sobre la mesa» que «en la mesa», porque puede dejarlo atado a la pata o en el cajón, que también son de la mesa. Pero si dice «sobre», está claro que no está «atado», sino «apoyado». También hubiera sido extraño que hubiera dejado el sombrero en la silla «discontinua», o en la cuarta empezando por la suya. Es un dato evidente que debe evitarse cambiando el escenario, y si no decir simplemente: «Dejó el sombrero sobre una silla», sin necesidad de la enfarragosa puntualización de «contigüidad». «…y de vez en cuando palpaba el forro con la esperanza de que se hubiera secado» ¿Por qué Pedro Zurraluki considera importante la escena de un señor que deja un sombrero sudado encima de la silla contigua, hasta el extremo de comenzar así una novela, cuando habíamos quedado que el principio es tan importante como la trama o el desenlace? ¿Qué puede sugerirle al lector la imagen, totalmente asquerosa, de un sombrero sudado que se deja «en» una silla contigua? ¿Quería el escritor sugerir que hacía calor? ¿Qué le sudaba la calva al protagonista? ¿Qué venía sofocado de la calle a una sala de espera, todavía misteriosa? ¿Cómo se puede cometer la «cochinada» de dejar un sombrero sudado sobre una silla donde se sienta la gente, cuando para la época en que sucede esta escena en todas las salas de espera, por misteriosas que fueran, había un sombrerero, lugar adecuado por higiene y por sentido común para dejar los sombreros, sobre todo si estaban sudados? ¿Qué se puede esperar de una novela que empieza diciéndonos que un señor deja su sombrero sudado de forma negligente en la silla contigua de una sala de espera? ¿Hay alguna clave oculta y me la he perdido, como que el protagonista tiene un problema de sudor que terminará arruinando su vida sentimental? ¿Es el mes de agosto?, ¿está en África?, ¿no funciona el aire acondicionado? Por otro lado, por deducción, al menos sabemos que debe de está solo en la sala de espera, porque se atreve a dejar su sombrero sudado sobre una silla, cuando si hubiera más gente esperando en la misma sala, tal vez no se atrevería. ¿De dónde le viene esa «fuerte» impresión de un sombrero sudado para ponerla en el comienzo de su novela?Me juego mi pensión mínima (si me la dan) a que la sugestión le viene de una película de gángsters de Chicago, de esas de Humphrey Bogart, en que los malos, que siempre iban bien trajeados y con sombrero, por lo que en esas bochornosas y húmedas noches de esa ciudad junto al lago Eire, sudaban todos como cochinos y lo dejaban en cualquier lugar de los billares, descuidados como eran todos los gánsters. Y si no, ¿de dónde ha podido adquirirla si ya no se llevan los sombreros y sólo se ven en las películas? ¿Por qué los malos escritores son tan descuidados con sus «escenarios», y no se cansan nunca de reproducir estereotipos? ¡Otra vez la escuela Marsé! Y eso en un escritor que por su apellido deduzco que cuenta en su tierra con el impresionante legado de escritores, como Baroja o Unamuno, de una técnica impecable, imposible de encontrarles defectos de este tipo, y no digamos nada sobre el estilo, la limpieza, la inspiración y el compromiso! ¿Es que los escritores vascos ya no leen a sus clásicos? Pero, por si todo esto no fuera ya suficiente para descalificar este libro como «novela», ahora viene lo mejor: resulta que se trata de un señor «melindroso» que toquetea el forro de su sombrero de forma «histérica», sabiendo que un forro no se seca así como así por mucho que lo manosee. Se trata de una escena, que no sólo es repugnante, sino que es desconcertante, porque no conduce a ningún sitio. Resulta que todo el «rollo» inicial viene a justificarse porque, como a cualquiera que use sombrero, le resulta molesto que esté sudado. Pero, digo yo, ¿toqueteándolo una y otra vez se secará antes? ¿Pero, qué clase de personaje es éste con tan poca «sustancia»? Al escritor debió de parecerle «interesante» que nos enterásemos de esta curiosa faceta del personaje, en lugar de si era miope, bajo, alto, gordo o hipertenso. Quería que estuviéramos conscientes de que teníamos delante un señor con cierta repulsión a los sombreros sudados, pero lo demás era irrelevante. ¡Finalicemos!: «Odiaba volver a ponerse el sombrero todavía húmedo.» De momento, hubiera sido más correcto decir «volverselo a poner» y ahorrarse otra vez citar el dichoso «sombrero». Pero no le «molestaba», sino que «¡odiaba!». Así es que se trata de un personaje de «odio flojo», capaz de odiar cualquier cosa que le moleste. Francamente, parece una frase sacada del «Corín Tellado», pero con una diferencia: la Tellado escribía directamente «mala literatura», pero era capaz de hacerlo bien si la editorial se lo hubiera pedido, en tanto que este autor «ni siquiera sabe que no está escribiendo literatura», y, por otro lado, la editorial tampoco se lo reprocha, antes bien, ¡le premia! ¿Por qué estas dos editoriales no hacen como hizo «Tusquets» con su premio «La sonrisa vertical» y reconocen que tiene que desconvocar los premios ante la ausencia de «novelas»? Por lo visto a su premio «Sonrisa vertical» sólo llegaba «pornografía». ¿Y quién nos dice que esto no sea también «pornografía literaria»? En mis años jóvenes, cuando teníamos a Sánchez Ferlosio, al menos era capaz de leer de corrido el primer párrafo, pero ahora ¡es que no puedo pasar ya de la cuarta o quinta línea! ¡Que desastre! 24. María de la Pau Janer «PASIONES ROMANAS» Premio Planeta 2005 No sé de qué se quejaba Juan Marsé por la mala calidad de los premios Planeta, y en especial por el concedido a la mallorquina María de la Pau Janer, si es de su escuela, que recuerdo habíamos quedado en calificar de «Braguismo», aunque tenga también algo de «Regasismo». A la Pau Janer también le gustan los misterios, los amagos, las ausencias provocativas, las oraciones enrevesadas, los adjetivos incalificables, las reflexiones que no parecen originadas en el pensamiento, sino en la televisión, las descripciones innecesarias o las ausencias de descripciones cuando debería de hacerlas, es decir, ¡son como dos gotas de agua! ¿Será que los iguales se repelen? Por lo poco que he leído no creo que estemos ante una novelista, sino ante una «filologista», porque en lugar de contarnos una historia nos la «filóloga». Es de la escuela de «a tontas y a la locas», pero disimula con más habilidad debido a su cualidad personal de filóloga. Sabe que el idioma es para hablar y escribir, entiende el significado de muchas palabras, pero otras las «intuye». Escribe viendo la vida desde la ventana de su estudio de trabajo, con el susurro de fondo del presentador del telediario. Otras veces toma notas en el aeropuerto, cuando viaja a Madrid para su «aparición» en una programa de entrevistas con payaso y público reidor y aplaudidor de la primera y tercera edad respectivamente; o un programa de libros al estilo Sánchez Dragó, donde Sánchez Dragó es el programa y los libros la excusa. También le gusta Roma e Italia en general. Sabe que en Roma hay un filón de historias interesante, hijos ilegales de Leonardo da Vinci. Ya otras escritoras y escritores españoles han comprendido que el tirón italiano tiene más sustancia que el mismo Renacimiento. Escribe un libro de «pasiones» sin apasionamiento, sin apresuramiento, sin entendimiento, casi sin escribirlo, solo lo roza ligeramente. Pero no tiene tiempo para más. Cuando termina sus novelas, las mete en un sobre y las envía a los premios, así en general y deliberadamente ambiguo, e inmediatamente tiene que salir corriendo para estar en la Universidad a su hora puntual. Hay que escribir deprisita y sin pausa. Dejar que la «imaginación» haga lo que le de la real gana y no censurarle ni un eventual e inoportuno estornudo. Todo vale cuando está dentro de una oración debidamente entrecomilla, «entrepunteada» y «entredós punteada». Para la Pau Janer escribir consiste en «poner», «plasmas», «introducir», «grabar», «deletrear», en fin, dejar constancia sobre un papel de que ahí hay letras que forman algunas palabras, cuya sucesión continua originan oraciones, que dan origen a párrafos que constituyen páginas y capítulos, que deben empezar por «1», ¡y ya está! ¡Hecha la novela! Dice en su primer párrafo: «Siempre ha llegado al aeropuerto con tiempo suficiente, este hombre no subirá al avión.» Primera oración en que nos muestra a un hombre que es asiduo a los aeropuertos, pero no para tomar aviones. La «sugestión» inevitable es que se trata del «barrendero» y por esta misma razón tiene que madrugar y llegar con tiempo suficiente. En cuanto a lo del «hombre», así sin más, y esa confusión intencionada de «al avión» (¿qué avión? ¿sólo hay un avión? ¿es un aeropuerto pequeñito, pobre, humilde, moroso, «uniavional»?) lo pasamos por alto, además de pasar por alto la coma que no debería ser una coma, sino un «punto y coma». Una última observación: ¿para qué tiene tiempo suficiente si no cogerá el único avión del aeropuerto «uniavional»? ¡No lo dice! Segunda oración «Nunca le han gustado las prisas, prefiere tomarse la vida con calma.» Ni siquiera cuando era un bebé le gustaba tomarse la vida con prisas, ni aún en el vientre de su madre, ni cuando no era más que un deseo carnal. Las prisas son cosas que gustan, así uno va al restaurante y pide un plato de prisas escalfadas, pero sin prisas. Ahora bien, prefiere tomarse la vida con calma, pausadamente, relajadamente, tranquilamente. No es que la frase esté mal es que ¡no es una frase que venga bien a una novela! Por no venir bien no viene bien a casi nada, porque dice poco y con simpleza. Es como la portera de la casa, la tratamos con amabilidad pero es la portera y no solemos invitarla al «party» de los viernes, como hacemos con los vecinos del cuarto o del quinto. Está, pero no está; la vemos, pero no la vemos; hacemos ver que la vemos, pero en realidad no queremos verla, porque estamos algo cansados de la misma rutina: «Buenos días, Roberta», «Buenos días, señora tal o cual», «¿Qué tiempo tenemos hoy?», «Calor, como ayer», «Bueno, es la época. Adiós, Roberta», «Adiós, doña tal o cual». ¡Y se acabó! «Hace tiempo descubrió que vivía una serie de situaciones relativas:….» El hombre sin prisas, que puede ser: barrendero, empleado de facturación, policía, aparcacoches, taxista, acarreador de maletas, camarero, mendigo bien situado, guía de turismo, dependiente de una corbatería franquiciada o cualquier otro que madrugue, pero que no tome aviones, resulta que tiene «una serie de situaciones relativas»: 1. Serie: sucesión 2. Situaciones: poses 3. Relativas: inconcretas De manera que «hace tiempo que vive una sucesión de poses inconcretas». «… una estabilidad que a veces pende de un hilo, un equilibrio que nunca ha inspirado demasiada confianza.» La serie se reduce a dos «poses». Es una serie corta, breve, seriecilla; casi no es serie; casi no es sucesión; casi ni sucede. La primera es que anda mal de cuartos y la segunda es que es un desequilibrado mental, un casi loco, un loquillo, sólo atolondrado, atontado, amodorrado. De manera que la serie se reduce a que no tiene un euro y esto le pone de mala leche. ¡A todos nos pasa! Pero a unos más que a otros, a mí ya casi no (he intentado escribir «casi que no», pero el Word me borraba el «que» después del «casi» y he tenido que «engañarle». ¡Que bárbaro, lo que afinan estos programas en cuestiones de libertad de expresión literaria!). Pero, siempre existe después de una serie, o miniserie, un «al fin y al cabo»: «Al fin y al cabo, un con…. (no sé que viene porque es una fotocopia y está borroso) de incertidumbres que intenta apuntalar.» O sea: 1. Intenta apuntalar la estabilidad que pende del hilo poniendo un hilo más «estable» pero sin dejar de «pender» 2. Intenta estabilizar su desequilibrio con un desequilibrio más estable pero sin dejar de estar desequilibrado. «Al bajar del taxi (véase la sucesión de personajes posibles expuesta con anterioridad) ha mirado al cielo; (obsérvese que ahora sí ha puesto el punto y coma); un movimiento instintivo de la barbilla, de las cejas que dibuja un arco.» Paro aquí. El caso es que la Pau Janer intenta que sigamos los gestos de un personajes del que «no sabemos nada en absoluto», pero que, poco a poco, a base de coger taxis por arte de magia, en cualquier mágico lugar, basándose en la magia del tiempo y lo mágico que es la magia misma de escribir, intenta describirlo. Así es que ponemos el pie en el suelo, hacemos un gesto instintivo y miramos el cielo. ¿Dónde he leído yo que la «mujer miró instintivamente el reloj?». ¿Por qué los personajes de estas novelas son todos tan «animales de instintos básicos», tanto para mirar los relojes como para mirar los cielos? Ahora viene esa cualidad innata de «filóloga atrevida» con vocación de anatomista, o forense, o pintora de «hobby», u observadora de terraza de café, y nos hace un alarde de expresión literaria diciéndonos que «la cejas toman los pinceles y cuando se alza la barbilla se ponen a dibujar un arco en la frente». ¡Totalmente de la escuela «Braguista» de Marsé! ¿Vale la pena permitir que nos suelte más «rollos» como los expuestos hasta ahora? Y digo «rollos» utilizando la expresión más poco literaria que se me ha ocurrido. «Rollo», como puede ser un atestado judicial, el catálogo de las características de la nueva lavadora, el pliego de condiciones de una contrata, el edicto de un Ayuntamiento sobre la recogida de basuras, la redacción de un chaval de 14 años sobre el pasado verano en la casa de su abuela, etcétera. Ya en la primera parte cité a esta autora y decía que por su «brillante currículo» no podía presagiar nada bueno y se confirma. Pero bastaba con fiarse de algo tan sencillo como el haber sido galardonada con el «desprestigiado» premio Planeta y nos hubiéramos ahorrado esta breve pero penosa lectura. Por tanto, le comunico al padre que tiene una hija responsable, trabajadora, con futuro y que, con toda probabilidad, le dará todavía muchas alegrías y muchos premios más, pero que se olvide del Nobel, ¡que ése será para mí! 25. Eduardo Mendoza «RIÑA DE GATOS. MADRID 1936» Premio Planeta 2010 ¡No, y cien veces no! ¡No me entra en la cabeza (y en mi cabeza han entrado asuntos filosóficos muy complicados) que esta novela haya sido premiada, cuando lo que merece es un castigo! No es necesario esforzarse mucho para llegar a la conclusión de que esto no es, ni por aproximación, una novela. Solo es necesario leer este vergonzoso diálogo para saber que estamos ante otro horror literario de la saga Planeta: “—Yo no hablo inglés, ¿sabe usted? —prosiguió diciendo ante la aparente aquiescencia del inglés a su pregunta inicial—. No Inglis. Yo, espanis. Usted inglis, yo espanis. España muy diferente de Inglaterra. Different. España, sol, toros, guitarras, vino. Everibodi olé. Inglaterra, no sol, no toros, no alegría. Everibodi kaput. Guardó silencio durante un rato para dar tiempo al inglés a asimilar su teoría sociológica y añadió: —En Inglaterra, rey. En España, no rey. Antes, rey. Alfonso. Ahora no más rey. Se acabó. Ahora República” ¿¡!? Conque “Inglis”, “espanis”, “kaput”. “Sol, toros, guitarras, vino, Everibodi olé”, “no rey”, escrito así, por las buenas, sin cursivas o comillas. Como si tal cosa, tan campante; tan desenfadado y hortera. Este diálogo constituye un ejemplo de lo más sombrío de nuestra idiosincrasia literaria nacional. No se debe escribir en ningún sitio, pero mucho menos en una novela que van a leer miles inocentes lectores. ¡O tal vez no tan inocentes, porque son tan culpables como quien lo ha escrito, por comprarla y, además, leerla! En este diálogo se insulta al idioma, a la inteligencia, al buen gusto, a la literatura, a la novela, a la gramática, a las relaciones entre seres humanos cultos e inteligentes, a España, al Reino Unido, a los reyes y a los republicanos. ¡Nadie que indemne! Y para echar más tierra al asunto, resulta que el inglés hablaba castellano correctamente, no espanis, pero obviamente el español no sabe ni una palabra de inglés, a pesar de haber residido en el Reino Unido. ¡Que vergüenza nacional! Y se seguimos siendo, no bilingues o trilingues, sino mediolinguis, ¡porque maltratamos la mitad de nuestro lenguaje! Definitivamente la editorial Planeta ha urdido un complot para terminar con la novela en España. ¡Ya le quedan pocas ediciones para completar su macabro trabajo! 26-. Lorenzo Silva «LA MARCA DEL MERIDIANO» Premio Planeta, 2012 Como a Rosa Regás, también a este autor le supo a poco ganar el premio Nadal, y, como está escrito en las normas no publicadas del premio Planeta, quien gana un premio como el Nadal tiene que ganar el Planeta y así se ahorran muchos euros en publicidad. ¿Es que nadie le ha dicho a este autor que la literatura, como la música, tiene sus reglas, y que no consiste en escribir cualquier cosa que le pase por su poco literaria mente? He leído las primeras páginas de su premio Planeta y todavía no se qué he leído; o al menos que sea parte de una novela, que se supone, como advierte el mismo autor, debe ser recreado, porque hace un superficial recuento de todos los males que padece nuestro país y que estamos más que hartos de leerlos en todas partes, pero donde menos se espera es en una novela. Pero Lorenzo Silva, sencillamente no tiene ni la más remota idea de lo que es una novela. Porque ¿cómo es posible escribir este párrafo, y otros parecidos, perteneciente a otra de sus novelas, y creerse que ha escrito una novela? Es como si Plácido Domingo cantase en el Metropolitan Opera House de Nueva York “Las vacas del pueblo se han escapao, riau, riau”. Atención a este párrafo, futuros escritores, porque es un magnífico ejemplo de literatura basura: “La contracción del pecho proyectó la cadera hacia delante, profundizando la penetración. Se dijo que por fin iba a correrse”. En una obra considerada literatura, el erotismo debe tratarse con mucho cuidado para no caer, como en este caso, en la pornografía. Pero, incluso sin tener en cuenta esta tremenda falta de sensibilidad literaria, este autor crea una situación absolutamente irreal, porque resulta que cuando está a punto de “correrse” tiene la mente despejada para decirse a sí mismo que por fin iba a “correrse”. ¡No me extraña que semejante personaje tan cerebral e intelectual no pudiera “correrse”! La editorial Planeta repite una y otra vez, año tras año, los mismos errores. No puedo creer que de entre las 500 ó 600 obras que reciben, no haya una novela mejor que la premiada. Pero ¿a quién se le ocurrió nombrar un jurado compuesto por otros escritores, cuando es bien sabido las rivalidades entre colegas, e incluso animosidad, como sucederá entre este autor y yo si lee esta crítica. Somos pocos, por no decir ninguno, los escritores que leemos las obras de otros que pertenezcan a nuestro mismo entorno cultural. Yo soy incapaz de leer una novela de Arturo Pérez-Reverte, que crea un personaje capaz de asesinar a un perseguidor con una cuchilla de afeitar, que casualmente llevaba escondida en el sombrero; o a Javier Marías, que se imagina a una mujer que duda de si su marido es su marido, o de Lucía Etchevarría, que dice “donde el sol toma la luz”, etc. Confieso que estoy desconcertado, porque no puedo creer que los editores no sean conscientes de que están publicando unas historias (no puedo llamarlas novelas) que parecen escritas por un chaval de 14 ó 15 años, durante sus aburridas vacaciones en el pueblo con sus abuelos. He ojeado otras novelas de este mismo autor y se supera en su lenguaje vulgar y anti-literario, como “hacer la pelota”, “les corremos a gorrazos” (dirigiéndose a un sacerdote). “No sea cateto, leche”, “A la porra las mujeres”. “Gumersindo Marranón” (Nombre de un personaje). Carece de sentido que se establezca un diálogo entre un hombre culto (el inglés) y otro vulgar e ignorante (el español). Es evidente que intenta crear un personaje común en la vida real, pero eso no justifica el uso de ese vocabulario, porque incluso estos personajes tienen que tener algún matiz literario. Sugiero que vean un ejemplo en las novelas de Cortázar, o todavía mejor, en Cervantes. Una de las grandes responsabilidades del escritor es pulir y enriquecer la lengua, y no denigrarla y reproducir expresiones y modismos que deben ser descartados, como ha sucedido a lo largo de la historia. 27. Javier Sierra EL FUEGO INVISIBLE Premio Planeta 2017 Hace unos cuantos años que escribí este ensayo, y ha permanecido en el cajón de mi escritorio, porque lo consideraba exagerado y demasiado agresivo. Además, estaba convencido de que la lamentable situación en que se encontraban nuestras letras era pasajera, y las editoriales escucharían el clamor de las redes sociales en sus críticas negativas y reaccionarían, siendo más exigentes con calidad de lo que publicaran. Pero lamentablemente ha sucedido todo lo contrario y estas editoriales han reincidido año tras año en los mismos criterios de selección de lo que publican, con los mismos autores, agravado además con la desaparición de críticos independientes, así como de buenas revistas y suplementos sobre literatura, con honrosas excepciones, controladas en su mayoría por las dos multinacionales que acaparan el mercado, ahogando cualquier intento de sobrevivir de las pequeñas editoriales independientes al margen de su influencia. Encumbraron a escritores mediocres y sin talento y ahora se ven obligadas a rentabilizar su inversión publicando sus rescoldos, como es el caso más que evidente de Arturo Pérez-Reverte, y su novela sobre perros duros y alcoholizados, o una Historia de España que ni ilustra ni entretiene. Este es caso de esta última reseña, que he decidido publicar como prueba evidente de que todo sigue igual o peor. En algunos conocidos portales sobre libros no alcanzó ni el 40% de aprobación de los frustrados y desengañados lectores, que reconocían no haber sido capaces de finalizar su lectura. Pero estas editoriales hacen oídos sordos a este clamor, con lo que están cavando su propia sepultura, una fosa común donde se enterrarán también críticos y publicaciones afines. Es más que evidente que el jurado del premio Planeta es meramente nominal, pero quienes deciden a quién premiar son los ejecutivos del consejo de dirección, quienes se juegan el cargo si las ventas del premio no van bien. Ellos no preguntan cuántos nuevos autores han descubierto, sino cuántos ejemplares se han vendido. Por tanto premian a aquel autor cuyas novelas atraigan el mayor número de lectores. Esta mayoría son jóvenes solteros, con empleos estables, que además de disponer de algún dinero para invertir en libros, no quieren saber nada de novelas que les hagan pensar; nada que tenga que ver con la época actual. Este diálogo machista y humillante para cualquier mujer, excepto que sea una descerebrada, es típico de una alcahueta o una casamentera de los tiempos de María Castaña. “Abre tu agenda, escoge a una de esas amigas que revolotean a tu alrededor y vete de vacaciones de una vez. Seguro que cualquiera estaría encantada de acompañarte” No me pregunten por qué, pero sospecho que al señor Sierra le ha traicionado el subconsciente, y esa es su fantasía erótica: tener una agenda llena hasta la Z de amigas revoloteadoras dispuestas a irse encantadas de vacaciones con él. Pero la alcahueta no se conforma con esta recomendación, sino que matiza su propuesta con algunos detalles sumamente importantes: “Búscala fuera del campus si no quieres problemas y llega a un acuerdo que os beneficie a los dos. Tú ya me entiendes. Y cuando termine el verano tomáis caminos distintos. No conozco a ningún hombre con tu presencia y tu posición que necesite insistirle mucho a una chica para llevársela de vacaciones.” Pues bien, esa alcahueta es, nada más y nada menos, que “la doctora Peacock (que) era entonces mi jefa más inmediata y la docente más respetada del campus” ¿Puede haber una incongruencia argumental mayor? Sospecho la novela debe rebosar de estas incongruencias, diálogos absurdos, desmotivados, desangelados y desdichos, por lo que no vale la pena que insista más sobre esta última reseña de literatura basura de la conocida marca “Made in Planeta”. Epílogo Más que un epílogo debería de escribir un panegírico, un réquiem, o firmar un finiquito con la liquidación de la literatura nacional. Dada la «dureza» de algunas críticas, muchos lectores se dirán que me he cerrado prácticamente todas las puertas, incluida la sección de libros de «El Corte Inglés». No es cierto, yo nunca he abierto ninguna de estas puerta, y si he cometido la debilidad de llamar en algunas, afortunadamente ¡me han rechazado! Eso ya pasó. Como todos las personas he cometido mis pecados literarios de juventud y los he pagado ampliamente con largos años de responsable silencio. Por otro lado, he renunciado a muchas alegrías familiares por culpa de la literatura. Por tanto, ya he pagado de sobra. Ahora vuelvo a escribir y no me pasa por la cabeza otra cosa que el escribir, y procurar hacerlo bien. Vivo «del cuento» y con poco, pero mentiría si dijera que necesito mucho más. Con esta breve pero concisa explicación sobre mi situación sólo quiero dejar claro que soy un escritor libre, sin otro horario que el de mi inspiración; sin amo ni señor, ni siquiera un Dios común. Soy yo mismo y con eso me conformo. En cuanto al panorama literario español, la verdad es que entre los citados autores premiados con el Nadal o el Planeta analizados no llegan, en la mayoría de casos, ni a «escribientes», porque cometen errores tan elementales que, en mi opinión, resulta más laborioso el cometerlos que el evitarlos. Es decir, que lo hacen tan mal que merecen mi admiración. Son lo que antes se calificaba como «escritores sin talento» y que ahora no sé cómo se dirá. Como he dicho en otra ocasión, no tengo una gran formación cultural ni mucho menos erudición, y para colmo, tengo una pésima memoria, por eso me sorprendo a mí mismo no ser capaz, ni aún proponiéndomelo, de cometer semejantes errores. Si hubiera sido profesor de literatura, y estos autores fueran mis alumnos, todos suspenderían y algunos tendrían que abandonar sus pretensiones universitarias y dedicarse a profesiones menos ambiciosas, pero útiles para sociedad y tan dignas como cualquier otra, como mecánicos o ascensoristas, y para ellas «sus labores», de manera que no pongamos ninguna profesión femenina en entredicho. Sé que esta dura crítica no será del agrado de casi nadie, incluso de los lectores, pero mi decepción es tan monstruosa y la falta de ética de estos autores es tan inmensa que no merecen mucho respeto. Se dirá que con estas críticas sobrepaso lo puramente literario para inmiscuirme casi en lo personal (aunque lo correcto sería decir lo «individual»), pero lo cierto es que la mayoría de estos autores han cometido uno de los peores delitos que se pueden cometer: el creerse escritores, actuar como si fueran escritores, hablar como si fueran escritores, fantasear como si realmente fueran escritores, lo que quiere decir que hacen mofa de quienes lo son o lo han sido. Han humillado la memoria de aquellos a quienes le deben todo lo que son, mejor dicho, lo que no son, porque si sus antepasados no hubieran cuidado su trabajo y puesto atención en lo que escribían y cómo lo escribían, ellos no podría haberse servido del prestigio de vivir en un país de «gran tradición literaria», hasta el extremo de haber «inventado» la novela. Su delito, imperdonable, es su irresponsabilidad literaria, pereza y falta de amor por la misma literatura. Si la amaran sólo la mitad de que aman a su gato no harían lo que hacen. Sin embargo, los verdaderos culpables no son ellos, que pueden escribir bien, mal o como les parezca, sino de los editores, que publican y premian libros que más bien merecen castigos. ¡Ellos son los verdaderos culpables! También los lectores tienen su parte de responsabilidad en este desastre, por no ejercitar su juicio soberano negándose a comprar «premios literarios», una vez que hemos visto que detrás de ellos ni hay escritores ni hay novelas. Pese a todo, no hay por qué alarmarse. En realidad no hemos visto nada que no estuviera previsto. Ninguno de los autores citados ha escrito sus libros pensando en la posteridad, sino entre seis meses a un año. Algo hay en lo profundo del ser humano que lo hace realista aún a su pesar; siempre hay algo de lógico en lo irracional; en toda mente hay siempre una cláusula de rescisión inconsciente, pero que se aplica sin paliativos. Ni uno de estos autores se sabe hecho para pasar a la posteridad, porque no alcanzan a comprender ni su sentido ni su interés ni su utilidad. No son posteriores a dos o tres años. Si pudiéramos viajar en el tiempo al Madrid de Galdós, tendríamos una copia calcada de la actualidad: veríamos a decenas de escritorcillos folletinescos y atrevidos, de cabellos engominados y bigotes estirados, pululando por los cafetines de moda, entre chocolatada y melindrada; entre señoritas de familias bien, o mal, pero disimulado, haciendo alardes de ingenio pero de escaso sentido de la posteridad, dejando, por tanto, el camino libre al mismo Galdós o a Benavente. Ni uno solo se hubiera atrevido a zancadillearlos, a pesar de que vendieran más libros y comieran más melindres y en más cafetines que don Benito o don Jacinto. Es una pura y simple ley de probabilidades y de estadísticas sobre el reparto del genio entre el género humano. No es que sólo unos pocos lo tengan, que lo tenemos todos, pero sólo unos pocos lo usan debidamente, con aprovechamiento y originalidad. El resto se conforman con poco, pero que ya es mucho para sus limitadas ambiciones de trascendencia. Este libro no lo he escrito para meterme con nadie en particular. No conozco a ninguno de los autores citados, excepto a Rosa Regás y escasamente. Todo el mundo tiene el derecho de dar la espalda a la inteligencia, a la sensibilidad y al buen gusto literario; puede conformarse con lo que sea bueno para ellos y «sus circunstancias». Si estos escritores analizados no quieren dar más de sí es porque con lo que han escrito para ellos ya debe ser suficiente, ¡pues perfecto! Éste es un libro escrito para recordarnos que la literatura no es escribir libros que luego son premiados, sino que la literatura es escribir para el siglo XXX; pensando en el siglo XXX, imaginando el siglo XXX, de manera que, aunque no tengamos ni idea de si en el siglo XXX habrá libros, sí debemos de estar seguros de que habrá personas que se interesen por nuestros libros de ahora. Allá ellos con sus máquinas y sus robots, que lean como les venga en gana, incluso que los tenga en cápsulas de colores según el estilo y el género. Pero, sean como sean, serán parte de esta historia nuestra y no podrán prescindir de las cosas que escribimos en nuestra época, porque serán lo que serán por culpa de lo que nosotros somos ahora; es decir, que tendrán que seguir interesándose por nosotros. Y en eso consiste la posteridad, seguir interesando diez siglos después. No consiste en ser un «figura» de parque público, que eso es para los políticos, sino un «Shakespeare» de biblioteca pública, sea digital o en cápsulas. Por tanto, el escritor es, sobre todo, un navegante del tiempo; un mensajero de la palabra antigua; un alquimista del lenguaje arcaico; un profeta de la palabra revelada; un genio de la botella en las aguas de tiempo futuro, en definitiva: un artista sin tiempo que lo limite ni espacio que lo encierre. ¡Una persona libre! NOTA FINAL Por supuesto que toda regla tiene su excepción, y también estos dos premios la tienen. En mi opinión el premio Nadal acertó con Carmen Laforet (1944), Miguel Delibes (1947), Rafael Sánchez Ferlosio (1955), Francisco Umbral (1975) y Manuel Vicent (1986). El Premio Planeta con Jorge Semprún (1977), Terenci Moix (1986), Mario Vargas Llosa (1993) y Antonio Skármeta (2003)