JAIME DESPREE

SUMARIOc

1. Qué es la Realidad
Buscando a Dios
Una exploración contextual de la realidad, el alma y lo divino

Prólogo: La intuición que resistió al exilio Desde que cayó en mis manos un ejemplar del ensayo «El miedo a la libertad» del filósofo alemán Erich Fromm, han transcurrido 50 años de pasión por la filosofía. Una de las primeras preguntas que me hice fue sobre la existencia de Dios, y he tardado esos 50 años en encontrar una respuesta satisfactoria. Nunca pude negar categóricamente su existencia, pero tampoco la pude afirmar con certeza. A lo largo del tiempo comprendí que muchas tesis filosóficas podían simplificarse, aunque pareciera que sus autores preferían lo enrevesado y técnico. No tengo ninguna aversión hacia las facultades de filosofía; de hecho, sufrí una gran desilusión cuando, por motivos familiares, tuve que abandonar mi sueño de estudiar Filosofía y Letras. Sin embargo, con los años descubrí que la universidad puede muchas veces desconectarnos de la intuición y someternos a corrientes dominantes, relegando la filosofía a una repetición de sistemas ajenos. La intuición, en cambio, conecta con la información más pura que hace posible la naturaleza. Mi vida autodidacta me llevó a ver la filosofía no como una cuestión de erudición, sino como el ejercicio libre de la razón en armonía con la intuición. Desde mi llegada a Berlín en 2004, retomé con más fuerza que nunca la histórica pregunta sobre Dios y la realidad. Así surgió este método que aquí presento, basado en la idea de que todo puede comprenderse desde tres contextos fundamentales: físico, teológico y metafísico. Este libro es el resultado de esa búsqueda. Capítulo 2 — El alma, el cuerpo y las vibraciones del pensamiento Si todo en la naturaleza tiene causa natural, los pensamientos son energía sutil. El alma, nacida del espíritu, no es eterna, pero sueña más allá de la muerte. Si aceptamos que todo lo que sucede en la naturaleza debe tener una causa natural, entonces también debemos aceptar que los pensamientos no son entidades abstractas, sino fenómenos materiales, aunque extremadamente sutiles. Son, en esta visión, vibraciones cuánticas inapreciables que emergen de una fuente de energía más fina: el espíritu. Esta afirmación nos lleva a replantear el papel del alma. El alma no es algo que poseemos ni una sustancia separada del cuerpo, sino una manifestación viva de esa energía espiritual. Es la forma en que el espíritu informa y anima la materia viviente. No es eterna, porque todo lo que tiene principio tiene también un fin. Pero mientras vive, es el lugar donde ocurren los pensamientos, la imaginación, la conciencia y los sueños. Al morir, el alma comienza a disolverse. Esta disolución es inversa al proceso de formación del cuerpo: así como nacer es un ascenso a la vida, morir es un descenso hacia el olvido. Pero no todo se extingue. Algunas formas de conciencia pueden persistir, al menos parcialmente. Las impresiones —pensamientos, conciencia e imaginación— requieren voluntad y, por tanto, un cerebro activo para operar. Con la muerte, esa voluntad se extingue. Pero no ocurre lo mismo con los sueños. Ellos aparecen cuando el cerebro está en reposo, sin la intervención de la voluntad. Por eso, los sueños podrían sobrevivir a la muerte física, flotando en la conciencia residual del alma en disolución. Este es el sentido profundo de la expresión sueño eterno. Después de la muerte, ya no hay un cuerpo que despierte ni una voluntad que interrumpa el flujo onírico. El alma, liberada de sus funciones activas, podría entonces prolongar indefinidamente sus sueños, que podrían ser terribles o plácidos, dependiendo de las impresiones acumuladas durante la vida. De este modo, el alma no es juzgada por un tribunal exterior, sino que se juzga a sí misma por la sustancia de sus propios sueños. Los infiernos y los cielos no serían lugares físicos ni castigos impuestos, sino estados internos permanentes: memorias convertidas en paisajes, emociones en atmósferas, remordimientos en pesadillas. Así entendida, la continuidad post-mortem no necesita de una teología formal. Basta con entender al alma como el campo de resonancia de todo lo que fuimos. La materia desaparece. La energía vital se dispersa. Pero los sueños permanecen, no porque sean verdaderos, sino porque son autónomos. Y con ellos, quizás, el último eco de nuestra humanidad. Capítulo 3 — Método contextual: una nueva forma de conocer Física, teología y metafísica: tres contextos, un mismo fenómeno. Dios como productor, creador y causa. La revelación como forma de conocimiento legítimo. A lo largo de la historia, la filosofía ha tratado de explicar la realidad como si pudiera hacerlo desde un único sistema. Pero la realidad no se deja atrapar por un solo marco lógico. Por eso propongo un método contextual, que no busca reducir, sino ampliar: entender que todo fenómeno puede ser interpretado desde tres contextos distintos y complementarios: el físico, el teológico y el metafísico. El contexto físico nos habla de lo que puede ser medido y comprobado. Es el dominio de la ciencia y la causalidad. El contexto teológico interpreta los mismos hechos como expresión de un orden espiritual, de una voluntad o propósito divino. Y el contexto metafísico los contempla como ideas puras: como esencia, como forma, como ser. Tomemos como ejemplo el origen del universo. Desde el contexto físico hablamos del Big Bang, de energía expandiéndose en el tiempo. Desde el contexto teológico lo concebimos como la Creación, el acto divino que da lugar a lo existente. Desde la metafísica lo entendemos como la manifestación del Ser: algo que es, simplemente, porque no podría no ser. Ninguno de estos marcos anula a los otros. Al contrario: se iluminan mutuamente. Este método contextual permite resolver aparentes contradicciones. Dios, por ejemplo, es productor en el plano físico (fuente de energía y orden), es creador en el plano teológico (voluntad y providencia), y es causa en el plano metafísico (acto de ser). No se trata de tres dioses distintos, sino de tres formas de entender la misma realidad desde diferentes niveles de profundidad. Incluso las formas de conocimiento pueden clasificarse bajo este esquema. La percepción sensorial pertenece al contexto físico. La revelación —tradicionalmente atribuida a lo divino— forma parte del contexto teológico. Y la intuición profunda, aquella que no se explica por causas externas, sino por una comprensión directa, pertenece al contexto metafísico. No es que uno de estos modos sea más verdadero que los otros. La verdad se manifiesta de forma distinta en cada contexto. Por eso, un pensamiento completo no puede quedarse en uno solo. Requiere moverse entre los tres, cruzar fronteras sin perderse en dogmas. Con este método no se niega la ciencia, pero tampoco se niega la espiritualidad ni la filosofía primera. Es una invitación a leer la realidad como un texto escrito en varios lenguajes a la vez. Solo así podemos comprender a Dios, al alma, a la naturaleza, y a nosotros mismos en su totalidad.