JAIME DESPREE

Democracia para indignados.
La democracia sin partidos poíticos

1. Sobre los gobernados Al comenzar este nuevo ensayo intento ser lo más lógico y razonable posible, y empiezo por preguntarme cuál es el sujeto fundamental de la acción de gobierno, y no es difícil deducir que los protagonistas indiscutibles son los gobernados; es decir, el sujeto es el pueblo. Sin el pueblo no tiene sentido el gobierno. Pero el pueblo, a su vez, está compuesto por individuos, que son seres humanos, con su diversidad de caracteres y personalidades. Luego, finalmente, el sujeto fundamental de todo gobierno es el ser humano. Esto me lleva a intentar entender, con una previa reflexión filosófica, ese sujeto que llamamos ser humano. Para ello es necesario que defina con la mayor precisión posible cómo es el ser humano y cuáles son las certidumbres que determinan su comportamiento, tanto natural como social. El interés previo de esta investigación es obvio, pues todo buen gobierno debe tener en cuenta las necesidades reales de aquellos a quienes gobiernan. Lo físico y lo psíquico o espiritual El ser humano es por supuesto un organismo vivo. Como tal organismo está sometido a las deterministas leyes de la naturaleza. Su ciclo de vida es similar al de todos los organismos vivos: nace, crece, se reproduce y muere. Para realizar satisfactoriamente estas funciones dispone de un determinado tiempo y ciertos recursos naturales en forma de estímulos, como son las sensaciones de placer y satisfacción y de dolor e insatisfacción. Con estos dos simples estímulos primarios y naturales, de hecho son los primeros de los bebés humanos y del resto de los animales, aprende buena parte de cuanto necesita para sobrevivir y determinar su comportamiento más fundamental. Padecer hambre es doloroso y le obliga a procurarse el alimento. Hacer el amor es placentero, lo que facilita su reproducción, etc. Pero este comportamiento determina tan solo su condición animal, y de no contar con otras certidumbres no estaría yo ahora escribiendo un modesto ensayo acerca de una nueva forma de democracia para la actual era digital. En efecto, en el transcurso de nuestra traumática evolución desde el estado animal, los seres humanos hemos desarrollado dos nuevas y revolucionarias percepciones, como son las emociones y las impresiones. Estas percepciones no son directas, como son los sentidos físicos, trasmitidas por alguna forma de contacto directo, sino que son lo que podemos llamar como percepciones indirectas; es decir, que no requieren contacto físico directo alguno. En otras palabras, no son percepciones físicas sino «psíquicas». Pero, ¿qué es la psique; qué son estas percepciones; dónde se producen, y que estímulos y certidumbres causan? Las percepciones psíquicas son también el resultado de alguna sensación física, pero en lugar de percibirse directamente por el sistema nervioso y ser trasmitidas inmediatamente al cerebro para establecer la adecuada reacción y respuesta, se «proyectan» previamente en un espacio insustancial, o más propiamente «psíquico», donde son valoradas y trasmitidas las correspondientes órdenes al cerebro, para que éste responda finalmente con la reacción más apropiada. En otras palabras, las percepciones psíquicas no se resuelven directamente en el cerebro, sino indirectamente en la psique. Cuando tocamos algo caliente no nos paramos a reflexionar si será o no conveniente retirar la mano, porque la sensación de dolor indica al cerebro que debemos retirarla inmediatamente, lo que hacemos sin reflexión alguna. Pero si contemplásemos un hierro candente, y tenemos la experiencia o la información adecuada, la imagen roja de la zona calentada nos sugiere que tocarla nos producirá dolor, y ordenamos al cerebro que se abstenga de hacerlo. Por tanto, no hemos reaccionado inmediatamente al estímulo, sino indirectamente, tras una simple reflexión basada en el significado de una imagen. Esa es la función de la psique, en perfecta combinación con el cerebro y su capacidad de memorizar y segregar sustancias que estimulen físicamente nuestras sensaciones y emociones. Pero la psique tampoco puede ser algo estático e insustancial sino que debe ser una «fuerza», o forma de energía, que activa las imágenes que causan las emociones y los procesos que suceden en la conciencia. Como las cosas vivas con sentidos indirectos están en permanente actividad, la psique constituye un «principio vital», tal y como ya la entendían los filósofos de la antigua Grecia. Por tanto, se induce que la psique debe ser los flujos de energía vital que circundan el cerebro, y no el cerebro en sí mismo, como pretenden algunos neurólogos. En resumen, podemos simplificar definiendo la psique como la «energía vital» que activa la imaginación y la conciencia. Sobre el alma y el espíritu Desde antes de Aristóteles ya se vinculaba la psique con el alma, y desde entonces hemos venido asociando inevitablemente psique con todos los fenómenos relacionados con un supuesto espíritu y con la conciencia. Si bien debe ser así, es absolutamente necesario, no solo definir con precisión qué entendemos por espíritu y por conciencia, sino, una vez entendidos, separar ambos fenómenos psicológicos y establecer con toda claridad las causas de ambos, sus percepciones y sus efectos. En primer lugar, la aparición de la psique es, como decía, el resultado a su vez de la aparición de los sentidos indirectos, como el oído, el olfato y, sobre todo, la vista, pues estos sentidos necesitan contar con «algo» donde proyectar provisionalmente el resultado de sus percepciones. Por tanto, ya podemos establecer que todo organismo vivo que cuente con sentidos indirectos tiene necesariamente psique. Esto quiere decir que su comportamiento no es solo «lógico», de acuerdo a las leyes deterministas de la naturaleza, sino que también es «psico-lógico», o, lo que es lo mismo, que no solo actúa con determinación sino también con alguna forma de reflexión y libre albedrío, gracias precisamente a su psique. La otra causa de confusión entorno a su vinculación con el alma es la remota creencia, desde las doctrinas sobre Orfeo de la antigua Grecia, de que el alma, no solo es una entidad insustancial e inmortal, sino también independiente del cuerpo. El mismo Platón la considera superior al cuerpo, y nuestra tradición judeo-cristiana le concede cualidades trascendentales, sobre las que se sustentan ambas doctrinas. La teología puede inducirnos a creer en la existencia del alma como independiente del cuerpo y de otros seres extraordinarios y sobre naturales, como el Espíritu Santo, pero con la simple experiencia de la realidad sensible no se puede probar su «consistencia». En otras palabras, su existencia tan solo se basa en una certidumbre fundamentada en una hipótesis improbable, pero sí perfectamente creíble, puesto que la fe nos permite creer en la existencia de lo improbable. Naturalmente que la certidumbre teológica tiene su fundamento en la creencia de que las entidades extraordinarias que creamos en la imaginación son de inspiración divina, es decir, reveladas. Pero la simple experiencia de los hechos nos prueba que la psique; es decir, el alma para el contexto de la teología, y que se supone es la responsable de las cualidades morales del ser humano, no se une al cuerpo en el momento de la gestación, sino que surge durante el proceso de desarrollo progresivo de los sentidos indirectos. Por esta razón podemos perfectamente determinar que carecen de alma, o son “desalmados”, los organismos vivos que no tienen sentidos indirectos, o que teniéndolos no los consideran para determinar su comportamiento, limitándose a seguir los impulsos físicos directos; es decir, los estímulos del placer y la satisfacción y del dolor y la insatisfacción sin más. Pero la Revelación, puesto que es una cuestión de fe y la fe debe tener algún fundamento, también debe tener una razonable explicación que sea compatible con la experiencia de la realidad. La explicación debe estar vinculada a la idea de «espíritu», de donde proviene la del alma. Si el razonamiento inductivo anterior nos había llevado a considerar la psique, el alma, como la energía vital o activa, el espíritu debe ser por inducción lógica, y considerada en el contexto físico, la energía en sí misma, o, más propiamente, la «energía en reposo o pasiva» que contiene toda forma de materia, sea orgánica o inorgánica, y que enunció Einstein en su famosa fórmula E=mc2. De manera que tenemos una psique personal «animada», el alma, con cualidades éticas y morales, y otra psique universal «inanimada» y sin alma, y, por tanto, sin cualidades éticas o morales. Ese espíritu universal está presente en todo el cosmos, y que, para las culturas ancestrales chamánicas, no es otra cosa que el espíritu de la naturaleza, animada e inanimada. Pero, entonces, ¿de dónde proceden las cualidades éticas, estéticas y morales del alma humana? Las cualidades del alma De acuerdo a lo expuesto en el apartado anterior, y utilizando expresiones propias de la teología, puesto que provienen de la teología y no de la filosofía o la ciencia, podemos decir que el ser humano nace con espíritu, pero sin alma. Esta aseveración es por supuesto una herejía teológica, a pesar de que concuerda con el ritual del bautismo y del supuesto pecado original, pero sin embargo es algo fácil de constatar en la experiencia de la realidad. Para satisfacer sus primeras necesidades, los bebés empiezan por desarrollar plenamente los sentidos básicos y directos del placer y el dolor a través del gusto y del tacto, y solo a partir del desarrollo progresivo de los sentidos indirectos del oído, el olfato y la vista adquieren la capacidad de otras formas de percepción y de expresión, cuyas sensaciones, agradables o desagradables, dependerán de su sensibilidad natural para apercibirse del valor ético y estético de aquello que ven o sienten; es decir, distinguir el bien del mal. Más adelante estos valores los determinará la conciencia y sus juicios de valor, y terminarán por modelarlos la educación y su cultura local. Las nanas que le canta la madre al bebé le relajarán hasta provocarle el sueño; los sonajeros excitarán su curiosidad y, sobre todo, las expresiones de las imágenes de la madre y de las personas que le rodean determinará su primer sentido natural del bien y del mal, siendo «buenas» aquellas imágenes que le emocionan con agrado y le hacen sonreír y “malas” las imágenes que le emocionan con angustia y le hacen llorar. Por supuesto que la primera valoración del bien proviene de la «buena imagen» que le sugiere la madre, emoción de felicidad que es recíproca y constituye el principal fundamento de la poderosa afinidad materno-filial, mientras que, por desgracia para los padres, en bastantes ocasiones la primera imagen del mal puede ser la «mala imagen» que les sugiere el padre, que le angustia hasta hacerle llorar. Por tanto, el alma, y con ella la capacidad natural para distinguir el bien del mal, surge progresivamente con el desarrollo y actividad de los sentidos indirectos. En otras palabras, el alma surge de las emociones y tiene como utilidad para el ser humano establecer el valor ético y estético de aquello que percibimos. Así mismo, podemos considerar que la mayoría de los animales distinguen también el bien del mal a través de las valoraciones que hacen de lo que oyen, olfatean o contemplan, por lo que, no solo se induce que tienen psique y alma, es decir, su comportamiento también es de fundamento psicológico, sino que son seres éticos y emotivos como nosotros. La manzana de Eva Si el alma valora la ética y la estética de las cosas que percibimos a través de sus emociones, esta experiencia es una mera sensación de la que no sabemos nada más que el valor de las imágenes, sonidos o perfumes, pero si no pasamos de la pura emoción a otra forma superior de percepción, desconoceremos otros aspectos fundamentales, aquellos que nos permitan determinar su «forma de ser». Si no tuviéramos esta importante percepción todo aquello que nos emociona no pasaría de ser algo «informal», o, dicho de otro modo, una sensación de algo que está ahí y es aparente, pero que no podemos saber qué es ni si existe verdaderamente, puesto que carece de forma de ser. Es como estar delante de un fantasma, algo de lo que solo tenemos la certeza de su existencia durante el tiempo que lo vemos, oímos u olemos, pero que tal como aparece, desaparece. ¿Dónde está la música, el perfume o las imágenes de los sueños que nos emocionan? Sólo sabemos que están mientras las percibimos por la emoción que nos producen, después desaparecen. Para descubrir qué son las cosas que nos emocionan fue necesario realizar la extraordinaria proeza psicológica de convertir las emociones en «impresiones», y ésta es la más revolucionaria faceta en la evolución de la psique, tanto de los animales como del ser humano, porque gracias a las impresiones pudimos pasar de un mundo fantasmagórico y aparente a otro formal y existente. Para ilustrar este proceso nada mejor que recurrir al mito bíblico de la manzana de Eva, que demuestra una vez más la asombrosa analogía entre Revelación y la experiencia real de los hechos. Las plantas tardaron millones de años en diseñar, y no me pregunten cómo lo consiguieron, su estrategia para diseminar sus simientes. Cada nueva mutación de especie generó la suya propia, que era radicalmente distinta de las demás, pero con un asombroso espíritu competitivo. Los frutos debían tener en consideración las percepciones fundamentales de los animales encargados de esta importante función: Sensación, emoción e impresión. Por tanto, tenían que ser sustanciales y tener un agradable sabor; una imagen poderosamente atractiva y, por último, una forma ergonómica y manejable. Cada planta tiene su propia «idea» de estas condiciones, pero, a través de sus frutos, todas las cumplen con una asombrosa efectividad. Siguiendo este sencillo ejemplo, hasta ahora hemos establecido el origen y la causa de la primera y segunda condición; es decir, de lo sustancial, que es percibido por el sentido directo del gusto, y el segundo, que es percibido por el fenómeno psicológico del alma y su emotividad. Siguiendo el símil del relato bíblico, tenemos que Eva se siente poderosamente atraída por la «buena» imagen de la manzana del árbol prohibido, lo que significa que nada atrae nuestra atención ni nos impresiona si no tiene para nosotros una buena imagen. El siguiente paso es degustar aquello cuya buena imagen nos sugiere que puede ser algo positivo, en este caso gustoso y alimenticio. Con esta simple experiencia, Eva aprende de forma natural a distinguir el bien del mal, precisamente lo que, al parecer, Dios temía que sucediera. Tras esta pecaminosa acción, tanto Eva como Adán adquieren el «conocimiento» de las cualidades alimenticias del fruto por su forma y su imagen, y, por el mismo proceso, pueden llegar a conocer las del resto de los frutos del Paraíso. Al conocer una diversidad de frutos, Eva; es decir, cualquier organismo vivo con sentidos indirectos, tuvo el prodigio de descubrir lo que Aristóteles enunciaría como el principio de la lógica: «Lo que no es igual, es necesariamente distinto». En otras palabras descubre que dos frutos pueden tener el mismo color e incluso el mismo sabor y, sin embargo, ser distintos. Pero ¿dónde estába entonces la diferencia? Obviamente, ¡en la forma! Las impresiones formales El apercibirnos de las diferencias de las formas fue sin duda un punto crítico en la evolución hacia el ser humano actual, a pesar que debieron pasar todavía algunos millones de años más para que tal descubrimiento culminará en su propósito inicial. Lo que sucedió fue que ese organismo pionero se apercibió de una tercera diferencia de las cosas entre sí, que no podía distinguirla ni con los sentidos del cuerpo, ni con las emociones del alma. Para hacerlo tuvo que observar dos cosas distintas entre sí y ser capaz de compararlas y descubrir sus diferencias formales. Pero algo tan sencillo para nosotros supuso un extraordinario logro para este organismo pionero, pues al observar, no la imagen sino la forma, lo que hizo fue crear una «impresión» de lo observado y trasladarla a su psique, donde las compararía y establecería las diferencias, para, una vez realizado este proceso, guardar cada forma en un espacio distinto de su prodigiosa memoria, de manera que pudiera «reconocerlas» cuando volviera a encontrarse con cosas con formas similares. Es decir, ahora ya era capaz de conocer las cosas, no solo por la experiencia de los sentidos y por su valor emotivo, sino también por su particular forma de ser. Con este extraordinario prodigio desencadenó un importante suceso en su psique, como es el nacimiento de la propia conciencia, pues lo que hizo fue «concebir» las formas de lo que observaba y abstraerlas en «objetos mentales», convertidos en sujetos con lo que, al mismo tiempo, añadía un nuevo fenómeno activo a su psique, como es la «mente». Una nueva forma de energía psíquica, cuya función específica es la concepción de las cosas físicas para convertirlas en objetos puramente psíquicos; es decir, activar la conciencia. Por este proceso, los objetos se convierten en abstracciones mentales fieles a las cosas reales de donde provienen, de donde surgirán los «conceptos» y, de estos, las ideas, proceso fundamental para la formación de la inteligencia humana. Por tanto, a partir de las primeras impresiones ya podemos decir que los organismos vivos, incluidos los seres humanos, somos entidades «sensibles, emotivas y conscientes». De las impresiones a las ideas Pero la aparición del fenómeno de la mente y de la conciencia no fue suficiente para llegar al ser humano. Los animales son tan conscientes como nosotros y saben distinguir perfectamente unas formas de otras. Observan las cosas y las conciben como objetos formales, que memorizan, de manera que no hay la menor duda que los perros reconocen a sus dueños, no solo por su olor e imagen, sino por su forma particular de ser. Lo que sucede es que los animales, al carecer de un lenguaje complejo, son incapaces de identificar el objeto con una voz específica, de manera que les resulta imposible transformar el objeto concebido en un sujeto, y sin esta capacidad los objetos no pueden ser relacionados entre sí, según sus causas y efectos, de manera que llegan a conocerlos pero no a entenderlos; es decir, tienen conocimiento, pero un entendimiento tan limitado como sea la capacidad de expresión de su lenguaje, corporal o por sonidos. Un pájaro se expresa a través de sus gestos y sus trinos, de los que, por simple que sean, conoce su significado, y que entienden otros pájaros de su misma especie. Un gato entiende los gestos, bufidos y maullidos de su rival, y obra en consecuencia. Estas limitadas expresiones de su lenguaje constituyen los fundamentos de su limitado entendimiento, así como de su mentalidad, pero su comportamiento está determinado, además, por sus instintos y su psicología, que pueden ser tanto o más complejos que la de muchos seres humanos. Por tanto, lo que define la condición específicamente humana es su capacidad, gracias a la complejidad de su lenguaje, para transformar los objetos en sujetos, de manera que al nombrar los objetos que concibe es capaz de relacionarlos entre sí en la conciencia y establecer sus relaciones causa-efecto; o dicho de otro modo, es capaz de entender las cosas que conoce y las relaciones que pueden existir entre ellas, capacidad muy limitada entre los animales. Pero no termina aquí el proceso del desarrollo de su entendimiento, sino que cada sujeto relacionado con un objeto se convierte automáticamente en una «idea objetiva»; es decir, que con el sujeto nacen también las ideas. Nacimiento que tiene tantas ventajas como desventajas, y cuya polémica todavía hoy estamos arrastrando, porque, casi inmediatamente después de su descubrimiento, nos llevó al «idealismo», una concepción de la realidad radicalmente opuesta al materialismo propio de la naturaleza sin entendimiento. La condición de toda idea es que provenga de la nominación de un objeto, pero la propia condición subjetiva del lenguaje nos llevará a caer en la trampa de concebir objetos inexistentes, pero que debemos crear necesariamente para restablecer la lógica de las causas y los efectos. Por ejemplo, un caballo blanco es un sujeto con un objeto que puede ser experimentado con los sentidos, pero la blancura del caballo, que también es una idea, es un sujeto que no puede ser experimentado en sí mismo, porque carece de forma de ser y de objeto, ya que no nos dice qué cosa tiene la blancura. Esta contradictoria situación llevó a Platón a creer que las ideas existían por sí mismas, sin cosas experimentables que las contuvieran. Pero gracias a esta errónea concepción filosófica, la poderosa imaginación del ser humano creó ideas «irreales», pero que servían de estímulo para el progreso en todos los sentidos; es decir, concibió la utopía. Por lo que nuestra historia, pese a la posterior rectificación de su aventajado discípulo Aristóteles, es, y sigue siendo, en buena medida la consecuencia de este error filosófico, es decir, del «idealismo platónico». Resumen del capítulo Cualquier forma de democracia que deba considerarse, no solo justa sino también razonable e inteligente, tiene que ofrecer las condiciones idóneas para que el ser humano pueda satisfacer sus necesidades físicas y psíquicas fundamentales. Por supuesto que debemos empezar por satisfacer las necesidades físicas, pues no es cierto que el hambre agudice el ingenio, tan solo agudiza la agresividad y los comportamientos antisociales y violentos. El ingenio lo estimula la intuición y la curiosidad natural del ser humano. Pero también un exceso de satisfacción puede anular la voluntad y el entendimiento. Para ello se deben crear las condiciones idóneas necesarias para que la sociedad civil pueda emprender iniciativas económicas que aseguren la satisfacción de sus necesidades más allá de la mera supervivencia, así como proporcionarle un espacio vital seguro y un medio ambiente saludable, donde desarrollar sus otras necesidades psíquicas fundamentales. La segunda condición de toda democracia es crear un ambiente adecuado para el desarrollo de la creatividad y emotividad del ser humano, que permita desarrollar su imaginación en obras de arte que le emocionen y le haga feliz. En esta gran actuación debemos incluir la religión, siempre que se limite a su labor pastoral y no intervenga directamente en política, pues buena parte de la población es creyente y encuentra en su fe la causa de su felicidad. Y, por último, la tercera condición es, una vez más, crear el ambiente idóneo para que el ser humano pueda desarrollar plenamente su entendimiento, al mismo tiempo que le facilite el acceso a la adecuada información para ampliar cuanto desee sus conocimientos. Naturalmente que la función de la democracia en sí misma no es formar empresarios, financieros, artistas, clérigos, filósofos o científicos, sino limitarse a crear las condiciones para que estos puedan surgir de la sociedad civil en igualdad de oportunidades y sin ningún tipo de discriminación. Estas condiciones se consiguen con estas tres grandes actividades: economía y finanzas, para las necesidades del cuerpo; arte y religión, para las del alma; y ciencia y filosofía, para las de la mente. Una sociedad que no tuviera la posibilidad de satisfacer todas estas necesidades humanas fundamentales, o por las razones que fueran, decidiera prescindir de alguna de ellas, sería sin duda una sociedad enferma. 3. SOBRE LOS GOBERNANTES Un gobierno democrático solo tiene sentido si gobierna sobre un cierto número de individuos que conformen algún tipo de sociedad. A su vez, una sociedad es un grupo de individuos vinculados por algún tipo de derecho fundamental, de otro modo sería una congregación, que es una agrupación vinculada por principios éticos, religiosos, o por instintivas leyes naturales, como es el caso de las comunidades gregarias de la naturaleza. Por tanto, la condición fundamental de un grupo de individuos que conforman una sociedad es, como escribe Rousseau, que estén vinculados entre sí por los derechos y obligaciones contenidos en un «contrato social». Si no existe este vínculo legal y obligatorio no puede haber sociedad, sea política, recreativa o del tipo que sea; lo social es sinónimo de compromiso legal. Pero, al mismo tiempo, la sociedad como tal solo obliga a sus participantes o «socios» a respetar las normas del Derecho que los une, pero no a tenerse afecto, amistad o entendimiento mutuo. Estos son valores que se deben adquirir fuera del derecho fundamental del contrato social, y que son promovidos por doctrinas religiosas o filosóficas que inciten a la fraternidad. Así es que tanto el gobierno como los gobernados están supeditados a observar ciertas normas legales que conforman los estatutos de la sociedad o la constitución del estado. Tampoco el estado tiene sentido en sí mismo si no está vinculado a un territorio, donde habita un grupo de individuos que conforman una nación. Su función fundamental es delimitar el ámbito de la soberanía nacional, necesaria para determinar a qué individuos les corresponden los derechos y deberes contenidos en su constitución. Por tanto, el estado es la entidad política que otorga la soberanía a una nación establecida dentro de un territorio, con el objeto de determinar los derechos y deberes por pertenecer a una nación. El estado puede ser político o natural. El estado de las naciones primitivas estaba constituido por un determinado nicho ecológico de supervivencia, con límites territoriales imprecisos. Así, las naciones indias americanas colonizadas constituían en realidad estados naturales, que también podemos denominar ecológicos, sobre los que se impusieron los estados políticos instaurados por los colonos conquistadores. La otra condición histórica del estado político, y que dio sentido a la formación del sistema monárquico absolutista, fue la necesidad de un líder supremo, o jefe de estado, de quien emanaban las leyes constitucionales y la soberanía nacional. El absolutista Luís XIV llevaba razón al sentenciar «El estado soy yo». Pero naturalmente que en los estados actuales, con sistemas democráticos y parlamentarios, donde la soberanía reside en el pueblo, el jefe del estado ha quedado reducido a una figura política representativa y simbólica, ya sea su presidente en una república no presidencialista o el rey en una monarquía parlamentaria. En resumen, el estado moderno es el resultado de la nacionalización de un territorio delimitado, ya sea por medio del consenso de un gobierno nacional democrático, por acuerdos dinásticos, o por la fuerza de un militar apoyado por su ejército. Por su parte, la nación es la población que habita en los límites del estado. De donde se deduce que no puede existir una nación sin estado, pues un territorio sin una nación, aunque esté poblado, no es un Estado. No puede haber más de una nación dentro de un Estado, incluso en un Estado federal. El Estado federal alemán de Renania-Palatinado pertenece a la nación alemana; el Estado federal de California pertenece a la nación norteamericana, etc. Pero la nación es, a su vez, una entidad política que adquiere su personalidad cultural del «país». Por tanto los rasgos característicos de la nación: lengua, religión y costumbres, son los del país y no los de la nación o del Estado. El país integra también las características naturales del territorio, «paisaje», que es uno de los factores determinantes de su identidad cultural y costumbrista. En cuanto al concepto político de patria, proviene del de país, pues significa simplemente el país de nuestros padres o antepasados. Políticamente el país debe coincidir con la nación, pero la heterogénea y circunstancial composición de la población de algunas naciones, permiten denominar determinadas regiones, autonomías o estados federados, como «países» (los estados alemanes se denominan «Länder», que se traduce por «países»). A su vez, un país, con su patria y su pueblo, puede estar repartido entre varios Estados nacionales, dado que el concepto de país es cultural y no afecta a la integridad del concepto político de nación. Y así se llega a la causa circunstancial del concepto político de «pueblo», que es el componente humano de un país. Por tanto, el pueblo adquiere sus rasgos culturales del país, sus valores tradicionales de la patria, su entidad política de la nación y su integridad soberana del estado. De esta reflexión se deduce que la soberanía de un estado reside en última instancia en el pueblo, y no en el país, la patria o la nación. Pero esta concepción política tradicionalmente aceptada también está en crisis, y no recientemente sino desde la misma Revolución francesa, que dio pleno sentido al moderno concepto político de «ciudadano». En efecto, ciudadano es un concepto político que relaciona directamente el pueblo con su nación a través del vínculo de la ciudad. Lo que determina el sentido de esta nueva concepción del individuo social es que la nacionalidad no solo se adquiere por nacer en una nación, patria o país, sino por el hecho de residir durante un determinado periodo de tiempo en una «ciudad», entendiendo que todos los individuos residen en alguna ciudad, grande o pequeña, donde están legalmente empadronados. Así, un ciudadano alemán es un individuo de nacionalidad alemana porque reside, o ha residido, en una ciudad alemana, donde se ha naturalizado, aunque no hubiera nacido en este país. Pero, por esta misma razón, la ciudadanía es la causa de una nación, real o virtual. Por ejemplo, un ciudadano de la Unión Europea pertenece a la nación virtual europea, y un ciudadano del mundo lo es de una nación virtual mundial. Por esta razón la Unión Europea es ya en la práctica una potencial nación-estado, compuesta por diversas naciones, países y patrias, con sus características culturales y valores tradicionales. En las democracias más avanzadas y dinámicas, donde es creciente la movilidad de la población y existe un intenso flujo de inmigración, la tendencia política es equiparar el derecho de residencia al de nacimiento para otorgar su nacionalidad y sus prerrogativas políticas y civiles, relegando cada vez más a un segundo plano los conceptos vinculados al país, como patria y pueblo. De manera que en estos estados, y sobre todo en el estado virtual de la Unión Europea, la soberanía ya no reside en el pueblo, sino en la ciudadanía, y las naciones están formadas por ciudadanos en lugar de por un pueblo de «paisanos» y de «patriotas». El gobierno y la autoridad En una democracia se supone que las personas deciden libremente y por sí mismas su comportamiento cívico, que no puede ser tan solo el que le dicta su conciencia y juicio crítico, sino que debe someterse también a las normas y leyes democráticamente promulgadas y contenidas en el derecho social. Esto quiere decir que las personas para ejercer razonablemente sus derechos y deberes de ciudadanos necesitan formarse libremente un criterio personal de conducta. Para ello deben tomar decisiones que fuercen su voluntad a obrar en consecuencia, aún en contra de sus principios y convicciones. En otras palabras, su libertad les obliga a «gobernarse» a sí mismos, para establecer su conducta social y así convivir en armonía en sociedad. Por el contrario, en una dictadura las personas no pueden decidir libremente su conducta social, sino que deben seguir las doctrinas de un líder, al que están alienados, por convicción o por obligación, por lo que se convierten en individuos sin criterio personal que deben ser gobernados, porque carecen de la capacidad de autogobernarse libremente a sí mismos. De esta reflexión se deduce que en una dictadura los individuos necesitan ser gobernados, pero en una democracia se presenta el conflicto de la existencia de dos gobiernos superpuestos, el personal y el del estado. El del estado intenta gobernar a las personas considerándolas como individuos, y el personal rechaza ser gobernado por el estado porque ello significa la anulación de su personalidad y libre albedrío. Los indignados son «personas», por lo que rechazan cualquier forma de gobierno alienante, y ese es precisamente el aspecto revolucionario de este movimiento, que no obedece a consignas de partidos, sindicatos o religiones, sino a su propio juicio personal de la realidad política y social en la que viven. Por esa razón sus movilizaciones son espontáneas y carecen, ¡y siempre carecerán!, de un líder en concreto. En tanto que las movilizaciones tradicionales a lo largo de la historia las han realizado «individuos» motivados por una doctrina personalizada en un líder. Si queremos que la sociedad futura sea más libre y responsable y el estado no se convierta en policial y represor; es decir, simplemente en una dictadura hábilmente disfrazada de democracia, como ya son muchos en la actualidad, sin duda que debe prevalecer el personal. De donde se deduce que las personas libres simplemente no pueden ser gobernadas. De manera que la institución del gobierno del estado debe cambiar de función y cometido, y en lugar de dirigir, ordenar y mandar, debe limitarse a «gestionar» o «administrar» los intereses de los ciudadanos, porque en una sociedad libre y democrática, el gobierno ya está en cada uno de ellos. Los ciudadanos no pueden obedecer otras órdenes que aquellas que emanen del derecho y de la constitución. Esto puede parecer una utopía, pero si en el futuro la sociedad civil no progresa en este sentido, lo hará en el opuesto, y será inevitable caer en una falsa democracia, con un gobierno tutelado por intereses económicos y soportado por una mayoría de individuos que prefieren obrar al dictado a asumir la responsabilidad de ser libres y gobernarse a sí mismos. Por tanto, los indignados quieren una libertad que ya no puede ofrecer esta democracia. Por otro lado, los actuales gobiernos supuestamente democráticos reciben de sus electores la autoridad necesaria para que en su nombre lleven a cabo la realización de una determinada agenda política. Pero las agendas de los gobiernos son meros proyectos, que sirvieron para confeccionar sus programas con sus promesas electorales, y que están sujetos a las circunstancias cambiantes de la realidad política, social y económica. Por tanto, el gobierno no recibe un mandato específico, sino un voto de confianza y la «autoridad» necesaria para que realice a grosso modo, y en la medida de lo posible, las ideas fundamentales propuestas en su programa electoral. Esto significa que el gobierno tiene autoridad suficiente como para cambiar sus planes políticos o incluir en el transcurso de su legislatura otros por razones circunstanciales y más convenientes si así lo cree conveniente, pero que no estaban en su agenda política inicial y que pueden estar en total oposición con los argumentos y razones por las que les apoyaron sus electores. Pero, como ya es más que evidente en la actual acción de los gobiernos, esta autoridad puede degenerar fácilmente en autoritarismo cuando el gobierno actúa fuera del mandato que le otorgaron los ciudadanos de acuerdo a sus programas y a su ideología, o, incluso, del control parlamentario. La causa de esta malversación de la voluntad de los ciudadanos que los eligieron no solo está en el gobierno en sí, sino en su autoridad. Siempre nos referimos a los miembros de cualquier gobierno como «autoridades»; es decir, que tienen autoridad para proponer un proyecto de ley o cualquier otro tipo de iniciativa política, económica o social, pero sobre todo, y esa es la esencia misma de toda autoridad, para «mandar» y dar “órdenes”, lo que les puede hacer caer fácilmente en el autoritarismo. De donde se deduce que si el gobierno no tuviera autoridad no habría posibilidad alguna de que cayera en el autoritarismo. Luego la primera y más importante propuesta de reforma política es que el gobierno deje de tener autoridad. Pero, en rigor, un gobierno sin autoridad ni siquiera puede calificarse de «gobierno», sino, como decía, de «gestor» o “administrador”. Por tanto, y una vez más, lo que una sociedad democrática necesita no es un gobierno para que nos ordene y mande, con autoridad o autoritarismo, sino una comisión para que nos gestione y administre, con el poder delegado por los ciudadanos libres y soberanos, que es muy distinto. Luego lo que debemos sustituir es el propio gobierno y su autoridad por otro modelo de gestión de lo público sin necesidad de autoridad pero con poder, y que, por tanto, no pueda degenerar en autoritarismo. Los partidos políticos Las facciones o partidos existen desde que se formaron las primeras asambleas populares. La razón es que en toda discusión política siempre surge un grupo minoritario de individuos que lideran los debates y una mayoría que los apoyan o los rechazan, de acuerdo a sus ideas y argumentos, pero que carecen de iniciativa propia; es decir, grupos de «partidarios» de los diversos líderes de una asamblea. Naturalmente que el interés fundamental de un líder es contar con el mayor número de partidarios, pues de ello depende que se aprueben o rechacen sus propuestas. En esta relación dialéctica los partidarios están alienados al líder, y su única opción es cambiar de líder, o lo que es lo mismo, sustituir una alienación por otra distinta. Los partidos políticos serán la consecuencia histórica de la adopción del sufragio universal, en la que el voto de la asamblea se hace extensible a un gran número de población. No obstante, la relación de alienación entre el líder y sus partidarios es la misma, pero tan numerosa que requiere una cierta organización. Esta necesidad de organización generará una estructura más o menos jerarquizada, cuya competencia llegará a necesitar una asamblea interna, donde se elige el líder, se aprueban sus estatutos, sus órganos de gobierno y sus programas electorales. A partir de la formación de los partidos políticos y su plena integración en el sistema democrático representativo, las personas con vocación política tienen que integrarse necesariamente en alguna de estas organizaciones, y, una vez integrados, lograr ser nominados candidatos dentro de sus listas electorales, por lo que se repite el proceso de la asamblea original, y los líderes siguen necesitando el apoyo de «partidarios» dentro del propio partido; es decir, siempre que haya facciones habrá individuos alienados a sus líderes. O, dicho de otro modo, mientras haya partidos habrá un líder libre y unos partidarios alienados. Por tanto, lo que hacemos al elegir un determinado líder de un partido es, en realidad, elegir a un potencial «dictador» y reconocer tácitamente nuestra alienación y sometimiento. Por esta razón, y una vez más, no deberíamos elegirlos para que nos gobiernen, sino para que nos administren. Por si esto no fuera ya suficientemente grave, en la actual democracia los ciudadanos apenas tienen la posibilidad real de saber objetivamente a quienes han votado. Su elección se basa en el conocimiento que obtienen a través de la «propaganda» electoral y la manipulación de aquellos medios de masas interesados en su elección. En la actualidad las opiniones a favor o en contra de las ideologías políticas y de sus partidos se manipulan con la misma facilidad que las modas, las tendencias culturales o las preferencias de los ídolos de masas. En nuestra sociedad de consumo, donde existe una total imbricación entre política y economía, los partidos se convierten en organizaciones fuertemente burocratizadas, cuyo objetivo es vencer la competencia con la misma estrategia que si se tratara de un producto más para el mercado. Y este modelo organizativo se encuentra lo mismo en partidos de derechas como de izquierdas, porque, según lo expresa Hawley, «tan pronto como la participación política de masas se organiza en una democracia de partidos competitivos [...] se convierten en formas que conducen al oportunismo». La exigencia de la competencia política les obliga, por encima de todo, a la conquista del poder. Una vez conquistado el poder y alcanzados los fines se supone que encontrarán la forma de justificar los medios. Pero por desgracia suele ocurrir que los medios fraudulentos, engañosos y corruptos que utilizan, terminan por convertirse en los fines. También existe una lamentable relación entre la mediocridad de la política de los partidos y la mediocridad del criterio de la sociedad masificada que los apoya y elige, que es la consecuencia de este fraudulento procedimiento democrático y del consiguiente distanciamiento de los ciudadanos más conscientes de sus representantes. Por tanto, la soberanía en la sociedad actual no reside en los ciudadanos, sino en las masas convenientemente manipuladas por los partidos. Si los fabricantes están obligados a vender su producción para hacer rentable la inversión, en la medida de que los partidos políticos necesitan realizar fuertes inversiones para crear la imagen de sus candidatos, también están obligados a ganar, sin tener demasiado en consideración otro criterio que el de la pura rentabilidad electoral. Así, un reducido grupo de corporaciones y súper-millonarios, afines a los grandes partidos políticos, controlan la mayoría de los mensajes publicitarios de los medios de comunicación de masas que los llevan a la victoria electoral. Por tanto, los partidos políticos están en manos de quienes financian sus campañas electorales. ¿Quién, que no tenga todavía una sólida formación política puede resistirse a esta poderosa influencia? Las democracias actuales son las mejores que se pueden comprar con dinero. Por otro lado, las actuales discrepancias ideológicas entre los diversos partidos políticos radican en sus diferentes concepciones sobre valores éticos y morales que deben o no ser considerados derechos fundamentales del ciudadano; criterios sobre medidas económicas y financieras para promover la creación de empleo; los límites que deben imponerse a la libertad de acción y de expresión; diferencias sobre la concepción política y la forma del estado u otros criterios e ideas sobre el bienestar social en general. Esta discrepancia se basa en la incapacidad de aceptar que ya existen valores universales, tanto éticos como económicos, que deberían ser adoptados por todos los partidos, sea cual sea su ideología. Pero esta actitud está cambiando porque, debido a la dramáticas consecuencias de las sucesivas guerras y conflictos armados; los catastróficos efectos de la especulación financiera y a la destrucción del medio ambiente, estamos empezando a aceptar ciertos valores consensuados como universales y de obligado cumplimiento, sobre los que deba regirse tanto el comportamiento social como el económico a nivel global. En otras palabras, descartadas las ideologías totalitarias y radicales, cada vez somos más conscientes de que no hay más que una manera de gestionar la economía y la convivencia ciudadana sobre principios que ya son universalmente aceptados. Como consecuencia de esta unificación globalizada de criterios y valores, debe llegar un momento en que ya no haya lugar para defender discrepancias fundamentales entre los diversos partidos políticos, lo que en la práctica significará su inutilidad e inevitable desaparición. Llegado este crítico momento, deberemos hallar una nueva forma de gestionar los legítimos intereses de los ciudadanos, sin caer en la torpeza de eliminar la democracia, ni en el egoísmo insolidario. Una vez adoptados estos principios fundamentales y universales, ya no hará falta un gobierno sino tan solo una simple «comisión gestora», con poder, pero no autoridad, para gestionar aquello para lo que haya sido comisionada. Por tanto, dejará de haber «autoridades» vinculadas a partidos políticos para ser sustituidos por «gestores» independientes, integrados en sendas comisiones. Esto, que puede parecer revolucionario, es la manera en que estamos construyendo el «gobierno» de la Unión Europea, basado en una Comisión, un Parlamento y un Consejo, que actúa como Cámara alta, o Senado europeo. El hipotético componente revolucionario de esta tesis es simplemente la manera de adaptar este sistema a los estados nacionales, e incorporar los medios digitales puestos a nuestra disposición, no solo para facilitar la gestión sino para hacerla más barata, ágil, participativa y, sobre todo, transparente. Las ideologías POSIBLEMENTE UNO de los errores más descomunales de la historia del pensamiento político haya sido el haber considerado el liberalismo como una doctrina política, cuando lo que Adam Smith describió en su ensayo «La riqueza de las naciones» fue simplemente una teoría económica. La política es siempre social, puesto que su fundamento lo tiene en su imbricación con la sociedad donde se realiza. Por tanto, toda política es necesariamente social; o, lo que es lo mismo, «socialista», en el más estricto y exacto sentido de la palabra. Lo que diferencia a unos socialismos de otros es el grado de importancia que conceden a la libertad individual sobre el interés general. Solo las ideologías totalitarias, como el comunismo ortodoxo, el totalitarismo autárquico o las teocracias dogmáticas y aisladas, pueden no considerarse socialismos, porque no están compuestos por sociedades libres por comunidades sometidas al dictado de sus ideologías o creencias. Por tanto, todas las ideologías políticas son socialistas, pero unas son más liberales que otras. Por la misma razón, todos los sistemas económicos son liberales, pero unos son más sociales que otros. Las diferencias están en la mayor o menor intervención del sistema político sobre el sistema económico; eliminando su tutela, como es el liberalismo radical o libertario, o privándolas totalmente de libertad, como es la economía planificada del comunismo. Si llamamos las cosas por sus nombres, cualquier persona vinculada a una actividad social es por definición un “socialista”, de la misma manera que cualquiera que lo esté a la economía es también por definición un “economista”. De manera que podemos decir que ya solo existe una ideología política, que bien podemos llamar «socio-liberal», pero con diferencias de matices sobre el grado de socialización de su economía o de liberalización de su sociedad. Algunos países del centro y norte de Europa, que han soportado razonablemente bien la actual crisis económica y financiera, ya han adoptado en la práctica real esta ideología centrista, hasta el extremo de que el electorado tradicional de izquierdas y de derechas está perplejo, sin poder ver con claridad dónde está la diferencia. Después de más de diez mil años de relaciones e intercambios que de una forma u otra podemos llamar «socio-económicas», la síntesis de todas estas experiencias han confluido en un modelo que consiste en una fórmula de equilibrio entre cuatro pilares fundamentales: inversión, producción, consumo y gasto público, que es deducido de una parte proporcional de la propia actividad económica. Los gobiernos, o en este caso los gestores, no pueden hacer otra cosa que encontrar la fórmula de una presión fiscal equilibrada, que no perjudique la productividad y rentabilidad de las empresas, en una justa proporción entre grandes y pequeñas, nuevas y consolidadas. Además de fiscalizar y regular el mercado laboral lo más libre y tolerable posible, pero sin caer en los extremos, e incentivando sobre todo el empleo juvenil. En cuanto al consumo, aplicar la misma fórmula proporcional grabando menos aquellos bienes que sean de primera necesidad, como alimentos básicos, medicamentos de prescripción médica o bienes culturales fundamentales, y más los de lujo o innecesarios. Con el rendimiento de esta política fiscal equilibrada y proporcional, que no es de izquierda ni de derechas, sino como decía con anterioridad, «socio-liberal», es de donde debe adquirir sus recursos financieros para el gasto social. Este capital debe emplearse, además de para los gastos corrientes del Estado, que deben ser lo más ajustados posible a los ingresos, pues no es más social el estado que más gasta sino el que mejor gasta, para financiar aquellas obras y servicios que rechaza el mercado, o que son fundamentales y no pueden dejarse al capricho de sus fluctuaciones, como la educación o la sanidad. Financiar el gasto público con créditos solo tiene justificación durante cortos periodos de tiempo, para estimular la economía y el empleo durante las fluctuaciones cíclicas de la economía, pero es una práctica nefasta cuando se convierte en un hábito establecido, porque en este caso el estado cae en manos de los especuladores financieros y ya no puede regularlos ni combatirlos, además de perder su libertad y soberanía. Ningún estado puede tener una economía social saneada ni ser libre y soberano si está fuertemente endeudado. En cuanto a las desigualdades sociales, éstas no son debidas a la economía de mercado en sí, pues es perfectamente lícito que alguien se enriquezca si triunfa en alguna actividad económica rentable. Pero una vez adquirida la riqueza, la misma riqueza le otorga una posición de dominio que le permite competir con ventaja. Por eso los gestores públicos tienen que equilibrar este efecto fiscalizando más a quien más tiene, pues si una parte de la sociedad tiene problemas a la larga la otra acabará teniéndolos también. Por último, debe perseguir y castigar cualquier tipo de fraude fiscal, especialmente de los grandes defraudadores y evasores de impuestos, así como la especulación financiera arriesgada o el blanqueo de dinero, verdadera lacra del sistema financiero actual. Por muy radicales que fueran nuestras propuestas no podemos prescindir de la economía de libre mercado y de su soporte financiero. De hecho, uno de los fundamentos sobre los que se apoya este movimiento, como son los avanzados medios de comunicación digitales, son el fruto indiscutible de este dinámico modelo, por lo que no se trata de destruirlo sino de hacerlo compatible con la democracia real y con las necesidades fundamentales de los ciudadanos. Resumen del capítulo El tiempo de las grandes reformas sociales para librar a los ciudadanos de los restos del feudalismo, y que han justificado todas las grandes revoluciones de la historia, ya hace tiempo que han concluido, y con él desaparecen las tradicionales ideologías que las promovieron. En las revueltas juveniles de Mayo del 68, a cuya generación pertenezco yo mismo, ya se empezó a cuestionar la necesidad de renovar completamente un sistema democrático que daba sus primeros síntomas de decadencia y su incapacidad para gestionar con eficacia, transparencia y honestidad los intereses de los ciudadanos. Los jóvenes de entonces intentamos experimentar nuevos modelos políticos y democráticos «alternativos», pero eran más imaginativos que realistas. «La imaginación al poder» era por entonces nuestro eslogan. Pero el momento para el cambio todavía no había llegado. Por entonces comunismo y capitalismo estaban en su pleno apogeo y competían con parecidas tácticas imperialistas y militaristas por dominar un mundo compuesto por una minoría de naciones cultas y ricas, que explotaban y exprimían una inmensa mayoría de naciones incultas, supersticiosas y horriblemente empobrecidas y atrasadas. Por entonces las naciones del llamado «Tercer mundo» estaban desconectadas del mundo exterior y soportaban su indigencia con resignación, dominados por tiranos nacionales que se consideraban los dueños y señores del estado. El mundo todavía no estaba globalizado. En medio del sórdido fragor de la guerra fría el también llamado «Mundo libre» intentaba ganar adeptos exportando su confusa ideología liberal y capitalista. Para ello convencía a los tiranos nacionales para que instaurasen sistemas democráticos multipartidistas, y a cambio serían candidatos a recibir cuantiosas inversiones y préstamos para el «desarrollo» concedidos por los países ricos. Los tiranos comprendieron enseguida que podían implementar la democracia sin cambiar ni un ápice su tiranía. Para ello bastaba con crear un partido político «oficial» e invertir unos cuantos millones, tomados del escuálido erario nacional, en propaganda electoral, con lo que ganaban por mayoría absoluta unas elecciones tras otras. Al mundo libre le pareció suficiente y los consideraron afines a su ideología, intercambiando visitas oficiales al más alto nivel, con revistas de tropas, himnos nacionales y grandilocuentes discursos de alabanza por haber abrazado la causa de la libertad y la democracia. Pero tanta hipocresía tenía que generar, tarde o temprano, una explosión de indignación social, y aquí es donde intervienen los nuevos medios de comunicación de la era digital. Tanto Internet como la telefonía móvil son las primeras tecnologías avanzadas creadas por las naciones ricas, pero que pueden ser fácilmente asimilables por las pobres. Y esta es la gran novedad que hace historia, porque su utilización masiva, sobre todo entre jóvenes de clase media urbana, sean de un país rico, pobre, o simplemente empobrecido súbitamente por alguna crisis económica, como es el caso de España, es de donde surgirá este movimiento de “indignación”, que los llevará a tomar las calles, y a acampar en emblemáticas plazas, para intentar cambiar de raíz este lamentable estado de cosas. A través de las redes sociales intercambian las razones de su indignación y denuncian el maltrecho estado de sus democracias meramente formales, que, no solo les privan de derechos fundamentales y que consideran naturales, sino que la acusan también de ser la causante de sus crisis. Así es que en un momento dado se intercambian mensajes con convocatorias para mostrar su descontento, y consensúan uno o dos eslóganes fundamentales, pero el más significativo será el de «¡Democracia real ya!». Slogan que arrastrará partidos e ideologías de la escena política como es arrastrada la materia en un agujero negro, con rapidez y sin dejar ni rastro de los dos. II.3. SOBRE LA LIBERTAD Una definición de la libertad LA SUSTANCIA MISMA de la historia es la permanente lucha del ser humano por evitar caer en cualquier forma de vasallaje; es decir, la defensa de su libertad aún a costa de su vida. Por tanto, mientras padezca alguna forma de esclavitud o servidumbre siempre habrá una causa para que siga haciendo su historia. Pero la libertad no es una idea simple de concebir, pues podemos llegar a aceptar libremente diversas formas de vasallaje, ya que el hecho social mismo es una forma de sometimiento de nuestra libertad a cambio de seguridad. Se supone que el ser humano solo puede ser libre en estado de naturaleza, como argumentaba Rousseau, pero esto es discutible, porque los animales también conviven asociados y vinculados por estrictas y deterministas leyes naturales, que también coartan su libertad o libre albedrío. Los seres humanos no hemos hecho otra cosa que interpretar estas leyes de acuerdo al nivel de nuestro entendimiento; es decir, como una imperfecta interpretación cultural. La libertad en sí misma es una idea inconcebible porque no proviene de la observación y concepción de un objeto, como un árbol o una casa, sino de la conducta o comportamiento de un objeto que no es la libertad misma, sino aquello a lo que está vinculada y que le concierne. Por tanto, la idea de la libertad está necesariamente basada en la experiencia de algo que le concierne y que la experimenta. Ese algo puede ser cualquier cosa natural, pues incluso los vegetales, a pesar de estar arraigados, son libres de dirigir sus ramas en la dirección más conveniente de acuerdo a sus condiciones climáticas circunstanciales. Otra condición fundamental para establecer la definición de libertad es que exista una relación necesaria y dialéctica entre aquello que es libre y un determinado entorno o circunstancia que le impide serlo, ya sea natural o cultural. De manera que si tratamos de concebir la idea de libertad, ésta debe referirse siempre a un contexto natural o social, y no puede limitarse al ser humano y su conducta, sino a todo aquello que de alguna manera necesita libertad para organizarse o desarrollarse. Para ello deberemos establecer qué es consustancial con cualquier forma de libertad, para posteriormente poder aplicar este principio a cualquier cosa que se considere libre. La libertad y el orden ESTE PRINCIPIO es el “orden”. En efecto, todo comienza en estado de caos, o libertad absoluta, para tender al orden impuesto por las leyes naturales o sociales, hasta terminar en un orden total o servidumbre absoluta. Así, la absoluta libertad es el caos, y el orden absoluto es la esclavitud. No obstante, puesto que todo está en permanente movimiento y evolución, y siempre está sometido a alguna ley dinámica natural, el caos tiende necesariamente al orden, y lo ordenado tiende necesariamente al caos. En resumen, la libertad puede definirse como el grado de orden o desorden de un sistema, natural o social, siendo más libre cuanto más desordenado y menos libre cuanto más ordenado. Cualquier acepción de la libertad estará necesariamente sometida a este principio. Por tanto, la libertad y la servidumbre la establece la causa misma del orden o del desorden. En la naturaleza esta causa es el impulso de la necesidad y del instinto, en el ser humano es la voluntad, cuyas convicciones provienen de la fe y sus creencias, la intuición y sus ideas innatas, y la conciencia y sus juicios razonables. Así, el criterio que determina el grado de libertad de un grupo social será el resultado de los juicios de su conciencia colectiva, basados en sus creencias o conclusiones razonables, que son fijados en un cuerpo de leyes. En determinadas circunstancias, se puede llegar incluso a aceptar “libremente” leyes que les sometan a un orden estricto y autoritario, incluso a la esclavitud, como son todas las dictaduras, políticas o teocráticas, voluntariamente aceptadas. Podemos distinguir al menos tres acepciones de la libertad: la libertad de movimiento, la libertad de creencia y la libertad de conciencia. Las demás posibles acepciones se integran en alguna en estas tres. La libertad de movimiento LA REALIDAD EN sí misma sería inviable sin la libertad de movimiento, pues todo aquello que transcurre en el tiempo se mueve necesariamente en el espacio. Sin movimiento no sería posible ni el tiempo ni el espacio. Lo inmutable no puede ser. También en este caso se cumple el principio expuesto con anterioridad, pues el movimiento puede ser caótico u ordenado; es decir, libre o sometido. Por impulso de sus leyes dinámicas, la naturaleza muerta tiende al movimiento ordenado, a la gravitación, en tanto que la viva tiende a un movimiento caótico y desordenado; es decir, a la liberación. Las sociedades humanas organizadas tienden también a la inmovilidad y al orden. Los automóviles deben circular por las carreteras, las personas por las aceras, las bicicletas por los carriles-bici, etc. Por tanto, una sociedad que ordena el movimiento es menos libre que aquella que se mueve dentro del caos y el desorden. Obviamente si aceptamos movernos con orden en perjuicio de la libertad es porque a cambio obtenemos cierta compensación para nuestra seguridad personal. La libertad de creencias Las creencias son percepciones asumidas provisionalmente como verdades, que son probables pero que no han sido probadas. Si nos aferramos a las creencias es sencillamente porque por la razón que sea tenemos necesidad de confiar en lo que es improbable. Para librarnos de la incertidumbre que nos produce esta provisionalidad recurrimos a la irracional certidumbre de la fe, que justifica nuestras dudosas decisiones. También en este caso es válido el principio del orden como causa de la servidumbre, pues las creencias sirven para dar sentido y ordenar la realidad según la imaginamos; es decir, también sirven para poner orden. Por tanto, es absolutamente libre quien no cree en nada, en tanto que es menos libre quien está sometido a la alienación de sus creencias, hasta el extremo de caer en una absoluta servidumbre si aquello en lo que cree ordena absolutamente su entendimiento de sí mismo y de la realidad, como es el caso del fanatismo religioso. En este caso la renuncia a nuestra libertad no está motivada por la seguridad personal, sino por la estabilidad emocional, al librarnos de la angustia que nos causa la incertidumbre de nuestras creencias. La libertad de conciencia UNA CREENCIA QUE llega a ser probada por la experiencia o la razón y la lógica se convierte en un concepto; es decir, pasa de ser algo simplemente imaginado a ser plenamente concebido. El resultado es un objeto relacionado directamente con alguna cosa sustancial, percibida por los sentidos o razonada en la conciencia. Una vez concebida la cosa sustancial tenemos un objeto y si le asignamos un nombre tendremos, a su vez, un sujeto. Con el sujeto tenemos ya la idea de lo que hemos concebido. Relacionando unas ideas con otras según sus causas y sus efectos llegamos a adquirir el entendimiento, y la relación entre lo que conocemos con lo que entendemos constituye la inteligencia. Una vez más el principio del orden puede aplicarse a la libertad de conciencia, pues la utilidad de las ideas es también poner orden en el caos mental que provocan la multitud de conceptos sin una relación de causa y efecto entre sí; es decir, sin que lleguemos a entenderlos. Por esta misma razón es absolutamente libre quien vive sumido en el caos y no tiene ninguna idea ni es consciente de nada, circunstancia que solo se da en las cosas muertas, pues incluso los animales tienen conciencia del entorno y un entendimiento limitado a su capacidad de expresión o lenguaje, por lo que también están sometidos a un cierto orden natural, y la consiguiente limitación de su libertad. También en este caso podemos concebir y adoptar libremente una ideología que nos lleve al vasallaje y a la renuncia de la libertad. La razón es siempre la de librarnos de contradicciones irresolubles y el caos consiguiente con ayuda de la razón; es decir, lograr una cierta estabilidad mental renunciando a entender la realidad en su totalidad, para aceptar tan solo aquella parte de la realidad que somos capaces de entender. Se supone que la democracia nos debe librar de estas contradicciones y de sus negativos efectos, al tiempo que protege nuestras libertades, pero si una sociedad democrática está excesivamente regulada puede llevarnos a la misma servidumbre que la dictadura, con la única diferencia de que, mientras en una dictadura el orden es impuesto, en una democracia es voluntario. El peligro de la democracia es precisamente caer en una esclavitud voluntariamente aceptada, y que degenere en el “Gran hermano” de George Orwell, o en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley. La libertad de creación HSTA AHORA NOS hemos referido a la libertad y su relación con el orden como causa de su limitación. Esto nos podría llevar a suponer que el impulso inicial del caos debe ser consumido totalmente por el orden, sin que la libertad tenga capacidad para “regenerarse” una vez anulada por el orden. Esto sucede realmente así tan solo entre las cosas muertas y sin capacidad creadora, pero no entre las cosas vivas y creativas. En efecto, la creatividad de las cosas vivas y dinámicas es lo que renueva constantemente la libertad, pues cada creación es una novedad que viene a “desordenar” lo establecido. Solo el orden mecánico carece de creatividad, y, por tanto, ni tiene ni necesita ni genera libertad. En las sociedades humanas la libertad es constantemente regenerada por nuestra capacidad de innovación, ya sea gracias a nuevas creencias, descubrimientos científicos o ideas políticas o filosóficas originales. Esta capacidad de innovación es inmediatamente “sometida” por alguna regulación, normativa o ley. Pero las nuevas leyes y regulaciones van siempre por detrás de las innovaciones, por lo que las sociedades creativas tienen siempre asegurada una determinada dosis de libertad, pero también de desorden. Las revoluciones son siempre la causa de alguna forma de desfase entre legislación y creatividad social. Las progresistas suceden cuando las leyes oprimen la creatividad, y las conservadoras cuando la creatividad oprime las leyes. En resumen, podemos definir la regeneración de la libertad como la sinergia de toda creación. Resumen del capítulo EL MODELO democrático nos proporciona una libertad condicionada por la necesidad de orden y de estabilidad, pero el orden lleva en sí mismo el germen de la esclavitud. La futura democracia no debe limitarse a la defensa del derecho a opinar, manifestarse o desplazarse libremente, sino promover un orden interno y personal que haga innecesaria la coacción de las leyes, pues de otra manera tendríamos que legislar sobre todos los aspectos de nuestro comportamiento personal, además de ser constantemente vigilados y controlados por un estado policial. Por tanto, la labor fundamental de las instituciones del estado no debe ser promover el orden social con leyes coercitivas, sino ciudadanos responsables que sepan hacer un correcto y responsable uso de la libertad sin necesidad de coacción. 4. SOBRE LA e-DEMOCRACIA Las instituciones básicas IMAGINAR UN NUEVO escenario con un sistema democrático sin partidos políticos, gestionado en buena medida a través de Internet, es cuando menos inquietante y se podría considerar como irresponsable, porque puede darnos la sensación de que le estamos amputando algo consustancial a la democracia. Sin embargo la historia nos muestra que los mayores horrores antidemocráticos tuvieron su origen precisamente en un partido político, y no sería extraño que, dada la larga crisis en la que estamos sumidos, no pueda volver a suceder lo mismo en la actualidad. Por tanto, no hay una relación histórica directa entre partidos políticos y democracia, sino, por desgracia, sucede todo lo contrario, y no pensar en un nuevo escenario es precisamente lo irresponsable. Por otro lado, el prescindir de partidos políticos no quiere decir prescindir también de representantes políticos y caer en la ingenuidad de que es viable la democracia directa en el ámbito de un gran estado, incluso con el uso de las últimas tecnologías de la comunicación digital. Lo que debemos desarrollar es un nuevo modelo de gestión política de lo público en la que los ciudadanos más activos y comprometidos tengan facilidades para una mayor participación en la toma de decisiones políticas. Pero también se trataría de evitar el extremo de que tengan que ser estos mismos jóvenes los que, a través de sus multitudinarias manifestaciones y acampadas callejeras, dictasen la agenda política, sin una posible coordinación global que tenga en consideración todas las circunstancias en el posible impacto de sus iniciativas o rechazos. Se trata simplemente de construir un modelo de participación ciudadana que, siendo perfectamente democrático, se adapte a las nuevas tecnologías digitales, y que no tenga los defectos de la actual ni sus limitaciones. La institución fundamental de una democracia es, por supuesto, el parlamento o asamblea popular, donde los ciudadanos deben tener la mayor y más directa participación posible. Una participación directa solo es posible en pequeñas asambleas locales o de barrio, pero es necesariamente indirecta en aquellas asambleas que abarquen un gran número de población. Durante los periodos democráticos de la antigua Grecia, en el Ágora, o asamblea popular, llegaban a reunirse hasta cinco mil personas con derecho al voto, para escuchar y votar las propuestas de los oradores. Pero, por desgracia, y este puede considerarse uno de los puntos débiles de la democracia en sí, no se aprobaban las mociones más justas sino aquellas defendidas con mayor elocuencia, lo que provocaría un gran interés por la escuela filosófica sofista. El otro defecto era que, como sucede en la actualidad, buena parte de los votos eran literalmente comprados, y la asamblea estaba divida en facciones a favor o en contra de los ciudadanos más destacados; es decir, los más ricos. De hecho, Pericles fue un político inteligente pero populista, que ganaba lo votos con toda clase de artimañas posibles. Esta fue la principal razón de la decadencia de esta primera democracia. Por tanto, a partir de un determinado número de ciudadanos que tengan derecho a su participación en los debates de sus asambleas se hace necesario nombrar a representantes, y es a partir de esta necesidad cuando surgen los principales conflictos de soberanía popular, porque es fundamental que la elección de representantes no pueda ser manipulada por nadie, y sea posible establecer una relación directa y, si puede ser personal, entre el candidato y sus electores. Pero, sin la ayuda de algún tipo de organización, los candidatos para asambleas de mayor ámbito de las locales no dispondrían de los medios necesarios para dar a conocer sus candidaturas y programas electorales, para lo que es necesario recurrir a costosos medios de propaganda. Sin contar con este apoyo, solo aquellos candidatos con abundantes recursos financieros podrían presentar su candidatura, tal y como sucedía entre los inventores de la democracia. Así, siempre se presenta el conflicto entre renunciar a la democracia representativa o aceptar la existencia de los partidos políticos. De manera que si creemos conveniente eliminar los partidos políticos pero sin renunciar a los representantes, no hay otra fórmula alternativa que cambiar, precisamente, la forma de elegirlos. Por un razonamiento lógico, se induce que la única forma posible para este fin es que sean aquellos candidatos elegidos directamente por las asambleas locales quienes, a su vez, elijan ellos mismos y de entre ellos mismos, los candidatos para asambleas en las no sea posible su elección directa, pues se supone que, puesto que son nuestros representantes, cuentan también con nuestra confianza. Esto quiere decir que los candidatos elegidos para las asambleas locales elegirían los candidatos para las asambleas de mayor representatividad, como las provinciales; estos a los de las regionales, quienes elegirían, finalmente, a los de la asamblea nacional. Esta sería la única solución para mantener con la mayor efectividad posible la voluntad de los ciudadanos y sus asambleas sin recurrir a los partidos políticos. La otra institución que debe cambiar es la del mismo gobierno, que como he argumentado con anterioridad, debe sustituirse por un organismo de gestión o administración pública, cuyas iniciativas y actuaciones no se basen en promesas electorales, sino en actuaciones concretas con sentido social, o, simplemente, con “sentido común”. Pero, sobre todo, como respuesta a las necesidades reales y prioritarias expresadas por la ciudadanía, y con un espíritu solidario entre ciudadanos de una misma localidad, provincia, región o nación. Estas iniciativas o actuaciones, no solo deberían contar con la aprobación mayoritaria de las diferentes asambleas, sino de la mayoría de la ciudadanía implicada en ellas. Este procedimiento puede coartar considerablemente la capacidad de innovación e iniciativa de esta institución, pero, al mismo tiempo, evitaría los actuales abusos de costosas iniciativas por razones de vanidad personal de sus promotores, o por simple prestigio nacional, lo que provoca inevitables conflictos entre la voluntad del gobierno y la de los ciudadanos. Por supuesto que esta institución debe ser una “comisión gestora”, elegida por un responsable o presidente, y formada en lo esencial por profesionales independientes, especializados en cada una de sus posibles competencias. Pero todavía es necesaria otra institución fundamental, que sin estar por encima de las diversas asambleas, tenga capacidad para discutir y proponer a las asambleas iniciativas y actuaciones concretas que afecten a diversas localidades, provincias y regiones; es decir un “Senado”, o consejo ínter territorial, que estaría formado por los presidentes de las diversas comisiones. Por tanto habría un consejo provincial y un consejo regional, autonómico o federal, o consejo de estado. Por último, es absolutamente necesaria una nueva institución fundamental, que mantuviera en contacto permanente y directo a los ciudadanos con aquellas asambleas que no han sido elegidas directamente, cuya misión sería poder intervenir, en nombre de los ciudadanos, en sus deliberaciones legislativas, con suficiente poder como para bloquear su aprobación, y cuyas características veremos en otro apartado más adelante. Por tanto las instituciones políticas básicas de esta nueva democracia no serían nuevas, sino tan viejas como la historia misma de la democracia: una Asamblea, una Comisión y un Consejo, complementadas con la de un Defensor del ciudadano. Los representantes de la Asamblea local, el presidente de la Comisión y el Defensor del ciudadano serían elegidos directamente por los ciudadanos en tres listas diferentes. Los miembros de la Comisión serían elegidos entre los de la Asamblea por el presidente electo de la Comisión, y el Consejo estaría formado por los presidentes de las diversas Comisiones. Los miembros de la Asamblea y el Defensor del ciudadano tendrían la iniciativa en la presentación de mociones y proyectos de ley, según sea su ámbito territorial y sus competencias; la Comisión tendría la iniciativa en las propuestas de actuaciones concretas, por propia iniciativa, por la de la Asamblea o, indirectamente, por los ciudadanos, también de acuerdo a su ámbito de influencia; el Consejo tendría la potestad de ratificar o anular las actuaciones de la Comisión y de la Asamblea, así como proponer iniciativas de actuaciones especiales y solidarias. Por último, el Defensor del ciudadano tendría también como función permitir a los ciudadanos bloquear o anular normativas y presentar iniciativas ciudadanas directamente a la Asamblea o a la Comisión. Como hemos visto, el principio fundamental de esta nueva democracia debe ser que todo el proceso de elección de representación política tenga lugar en un ámbito suficientemente reducido para que los candidatos no necesiten el apoyo de «partidarios» organizados; es decir, partidos políticos. Pero también para que candidatos y electores tengan la posibilidad de conocerse mejor con una relación personal y directa, y no a través de la «propaganda» electoral de los partidos, que muestran a sus candidatos mediatizados y manipulados por las técnicas del marketing electoral, promovidos y apoyados indirectamente por quienes los financian. Esto quiere decir que las elecciones de representantes en las que participen directamente los ciudadanos de esta nueva democracia deben ser exclusivamente locales, o de distrito en las grandes ciudades. Más allá de esta dimensión los candidatos serían elegidos en sufragios internos por los mismos representantes El número de representantes para las asambleas locales o de distrito elegidas sería también proporcional al de sus habitantes, aumentando progresivamente a mayor número de habitantes. Así, una localidad de cinco mil habitantes podría tener un representante por cada quinientos habitantes; es decir, diez representantes, más los de la pedanía o los barrios, pero una de veinte mil, podría tener tan solo uno por cada mil, por tanto, veinte representantes, etc. En este reducido ámbito electoral los candidatos tendrían mayor facilidad para darse a conocer personalmente a sus electores, conocimiento que, por sus cualidades humanas, profesionales o buena reputación, puede haberse ya establecido con anterioridad a su candidatura. El fin de estas primeras elecciones locales es elegir los miembros de la Asamblea local o de distrito que constituye el fundamento de esta nueva democracia, a partir del cual los representes elegidos pueden ascender a ámbitos de representación superiores. Al mismo tiempo, crear la estructura de representación ciudadana básica y fundamental, que serviría de modelo para la formación de las instituciones de nivel superior, como las provinciales, regionales, nacionales o, incluso, las europeas, como veremos más adelante. Si es conveniente la elección de una reducida Asamblea local de representantes a partir de un determinado número de habitantes en lugar de, gracias a los medios disponibles en Internet, permitir la participación masiva de todos los ciudadanos con derecho a voto en una hipotética democracia directa, sería para evitar caer en el «asamblearismo», o un exceso de representación ciudadana, que la haría poco operativa. No obstante, tampoco se puede permitir que los ciudadanos no puedan recurrir y rechazar alguna de estas iniciativas cuando se consideren mayoritariamente que ocasionan un gran perjuicio social, para lo que estaría la institución independiente del Defensor de ciudadano, con capacidad para bloquear las iniciativas más polémicas, o proponer alternativas más aceptables. Las localidades o aldeas con pocos habitantes, o los barrios de grandes ciudades pertenecientes a un solo distrito, tendrían asambleas de ciudadanos con participación directa, pero limitada a la capacidad de los espacios donde se celebrasen, dando prioridad a los representantes de asociaciones ciudadanas, o a los ciudadanos que estuvieran directamente afectados por el asunto tratado en los debates. Estas asambleas nombrarían una Comisión gestora, coordinada por un presidente, de aldea o de barrio, el equivalente a los actuales alcaldes pedáneos, y se coordinarían entre ellas en los Consejos de aldea o de barrio, constituidos con los presidentes de las Comisiones. Para tener representación en las localidades de donde fueran pedáneas o parte de un distrito, el Consejo nombraría uno o varios representantes, proporcional al número total de habitantes, que se integrarían a las asambleas locales o de distrito. La elección de los candidatos PUESTO QUE NO existirían los partidos políticos, para promover las candidaturas a la Asamblea podrían ser las diversas asociaciones y agrupaciones cívicas locales quienes nominarían los candidatos, sin ningún tipo de discriminación o exclusión, excepto que deba ser un ciudadano con residencia legal y con derecho a voto, apoyadas con un determinado número de firmas, proporcional al número de habitantes. También podrían presentarse candidaturas independientes a título personal, siempre que consiguieran las firmas requeridas. Estas candidaturas serían aceptadas por una comisión electoral local dependiente del Defensor del ciudadano. El número de firmas conseguidas determinaría su posición en las listas electorales de candidatos. En principio este procedimiento, como veremos más adelante, permitiría que una persona con buena reputación, competente e independiente, y que resida en una pequeña localidad, tuviera las mismas oportunidades de llegar a ser elegido diputado a la Asamblea nacional que otra residente en una gran ciudad. Por supuesto que la recogida de firmas de adhesión podría hacerse a través de Internet, en un portal oficial local controlado por la Comisión electoral, donde estaría el perfil básico del candidato. Información que podría complementar utilizando las actuales redes sociales o los blogs. Una vez que la Comisión electoral aceptase a los candidatos, se confeccionarían tres listas separadas: una para la elección de los miembros de la Asamblea, otra para la elección del presidente de la Comisión, equivalente a los alcaldes actuales, y una tercera para la elección del Defensor del ciudadano. Los electores serían todos los ciudadanos residentes y con derecho a voto, a partir de 15 ó 16 años, que es la edad en que es necesario empezar a asumir responsabilidades cívicas, y debería realizarse a través de la red, por voto electrónico, en un portal oficial local. Con los representantes elegidos se constituiría la Asamblea local o de distrito, que elegiría su presidente y portavoz. La Comisión gestora local o de distrito Es obvio que la Comisión gestora tendría la función ejecutiva local, o, en el caso de grandes ciudades, la del distrito, además de la iniciativa en la redacción de normativas o leyes, en tanto que la Asamblea tendría la legislativa, para aprobar o rechazar las propuestas de la Comisión, así como su control y la ratificación de sus comisarios. El presidente de la Comisión local, elegido directamente por los ciudadanos, tendría la competencia y la confianza de la Asamblea para elegir un equipo de «comisarios» acorde a sus competencias, cuyas cualidades personales o profesionales fueran las más idóneas para el cargo, por lo que el criterio sería sobre todo profesional. Así, para la comisión de deportes podría nombrar a un deportista local; para la de cultura a un artista local, etc. Por tanto, al no existir los partidos políticos, estos comisarios serían totalmente independientes, y no tendrían otro objetivo político que el servicio al bienestar de la comunidad que representan. Esto nos lleva a determinar cuáles serían las tres comisiones mínimas fundamentales y sus ámbitos. La primera sería la comisión de Economía, de la que dependerían competencias relacionadas, como la elaboración del presupuesto, industria, comercio, urbanismo, medio ambiente, gestión de recursos, etc. La segunda sería la de Cultura, de la que también dependerían actividades como museos, festivales, fiestas locales, deportes y actividades lúdicas, e, incluso, las relaciones con las iglesias y confesiones locales, etc. La tercera sería la de Educación, de la que dependerían las escuelas públicas, la educación ciudadana, la promoción de las ciencias y las nuevas tecnologías, etc. Por último, estaría el Defensor del ciudadano, cuyo responsable sería elegido directamente por los ciudadanos para garantizar su independencia, de la que dependería la Comisión electoral antes descrita, responsable del control de las elecciones y la recogida de firmas, a través de un portal oficial local en Internet, y la interpelación y presentación de mociones e iniciativas ante la Asamblea y la Comisión, así como la defensa del consumidor. Con estas primeras instituciones, Asamblea, Comisión y el Defensor del ciudadano, los ciudadanos tendrían representantes para atender sus necesidades básicas y que les afectan directamente, pero es obvio que la política local tiene que tener en consideración la realidad provincial, por lo que se necesitan otras instituciones similares a más alto nivel. Las instituciones provinciales También las instituciones provinciales estarían formadas por los tres organismos básicos de la Asamblea, la Comisión y el Consejo, pero la Asamblea provincial no sería elegida directamente por los ciudadanos sino que los elegirían los diputados de las Asambleas locales o de distrito en un número proporcional al de sus habitantes. También el Defensor del ciudadano de ámbito provincial, con las mismas funciones que el local, sería elegido por el mismo procedimiento. A partir de las elecciones locales o de distrito, a celebrar como en la actualidad cada cuatro años, ya no habría más sufragios directos en los que tuvieran que participar los ciudadanos, sino que serían los propios candidatos electos quienes se elegirían entre sí. Las razones de este procedimiento es simple de entender. Por un lado, al no haber partidos políticos tampoco existirían organizaciones lo suficientemente grandes como para promover y apoyar candidaturas, y solo se presentarían candidatos con grandes recursos financieros o apoyados por quienes los tuvieran. Por otro lado, porque ¿quién puede conocer las cualidades personales y profesionales de los candidatos mejor que sus propios colegas cuando el ámbito de la elección excede la localidad o el distrito urbano? ¿Con qué elementos de juicio valoraría un ciudadano estas cualidades en un candidato de otra localidad o distrito? ¡Solo a través de «propaganda» electoral, que es la que hay que tratar de evitar! De manera que serían los propios miembros de las asambleas locales quienes elegirían sus representantes para la Asamblea provincial, y estos eligirían, a su vez, al presidente de su Comisión, pero un año después de las elecciones locales. La razón de esta demora es dar tiempo a los miembros de la Asamblea para conocerse mejor y poder valorar con mayor objetividad las buenas cualidades y el talante político de los candidatos. Una vez constituida la Asamblea provincial, y siguiendo el mismo procedimiento que para las instituciones locales, ésta elegiría su presidente y portavoz. La Comisión gestora provincial y el Consejo provincial En estas nuevas instituciones políticas provinciales habría la importante novedad del Consejo provincial, constituido por los presidentes de las Comisiones locales o de distrito respectivamente. Este nuevo órgano actuaría en la práctica como un Senado provincial, cuya función sería ratificar o rechazar propuestas legislativas de las Asambleas y actuaciones de las Comisiones que afectasen al ámbito provincial o municipal, o coordinar y consensuar al más alto nivel provincial iniciativas de interés primordial y solidario. Al mismo tiempo, y para coordinar mejor las iniciativas locales que requieran la intervención provincial, se crearían Consejos puntuales, formados por los consejeros provinciales de la misma competencia. Por ejemplo, si fuera necesario coordinar un festival cultural de ámbito provincial, se reuniría el Consejo provincial de cultura para tratar de todos los detalles, etc. En las grandes ciudades y capitales de provincia con varios distritos, se constituiría una Asamblea y una Comisión de la ciudad intermedia, formada por representantes de las Asambleas de distrito, que elegiría también un presidente de la Comisión y un Defensor del ciudadano. Así, a partir del ámbito provincial y de las grandes ciudades ya estarían constituidas las tres instituciones fundamentales de esta nueva democracia: La Asamblea, la Comisión y el Consejo. ¡Exactamente lo mismo que tenemos en la gestión política de la Unión Europea! Por tanto, esta propuesta no es ni nueva ni revolucionaria. De lo que se trata, precisamente, es de crear un modelo de democracia nacional que sea compatible con el de la Unión Europea actual, de manera que con el tiempo y las reformas constitucionales necesarias, todas puedan confluir y articularse razonablemente entre sí. Las instituciones políticas regionales, nacionales y europeas El procedimiento para la formación de las instituciones regionales o autonómicas y nacionales sería el mismo que para las provinciales. Tampoco en estos dos niveles se recurriría la elección directa de los ciudadanos, porque obviamente, al ser candidatos independientes no contarían con los medios necesarios para promocionar sus candidaturas a nivel regional o nacional, ni tampoco sería conveniente. En la democracia multipartidista actual los ciudadanos están influenciados por actos electorales multitudinarios, concurridos por acólitos enardecidos, afines a los partidos que los organizan, y que no necesitan ser convencidos, por lo que, además de costosos, son absolutamente inútiles. De cualquier modo, en estos encuentros electorales no se refleja la verdadera personalidad de los candidatos ni el alcance real de sus programas de gobierno. Estos lamentables espectáculos mediáticos de los mítines electorales masificados dejarían de existir, pues ya no se trataría de elegir un «líder carismático», que puede resultar positivo, pero también catastrófico, como lo fueron Hitler o Mussolini, y que solo sirven para la exhibición teatral de los candidatos con sus costosas y espectaculares puestas en escena, sino un buen gestor y administrador de los legítimos intereses de los ciudadanos. El tiempo de los líderes carismáticos tiene que dar paso a de de gestores públicos responsables. Así, los presidentes autonómicos surgirían de una elección interna y directa en el seno de la Asamblea autonómica, y serían los responsables de la Comisión, equivalente a los actuales presidentes autonómicos, además de formar parte del Consejo o Senado regional. También, en este mismo nivel político regional, habría la institución del Defensor del ciudadano, con las mismas atribuciones y competencias que en las instituciones inferiores, pero mejor dotadas de acuerdo a su nuevo ámbito de actuación. De esta simple manera llegamos a las instituciones nacionales, que se formarían con idéntico procedimiento a las de niveles inferiores, pero con la sola diferencia de que obviamente tendrían un mayor número de representantes en la Asamblea, así como más comisiones y competencias para la Comisión nacional, como Interior, Defensa, Exteriores, etc. Así se constituirían la Asamblea nacional (el Parlamento), la Comisión nacional (el Gobierno) y el Consejo nacional, formado por los presidentes de los Consejos regionales o autonómicos (el Consejo de Estado o Senado). El equivalente al actual presidente del Gobierno sería, obviamente, el presidente de la Comisión nacional, elegido entre los miembros de la Asamblea nacional. Una vez más, para la formación de estas instituciones no sería necesaria la elección directa de los ciudadanos. Por último, este nuevo sistema democrático confluiría con los actuales órganos de gestión de la Unión Europea. Es fácil deducir que el único cambio significativo sería el de la elección de los candidatos al Parlamento Europeo. Como hemos argumentado, al no existir los partidos políticos, serían elegidos de forma directa entre los diputados de las Asambleas nacionales. De esta manera se evitaría el fraude político actual de elegir de forma directa representantes cuyo conocimiento por parte de los ciudadanos es prácticamente nulo. El resto de las instituciones europeas actuales prácticamente no habría ni que tocarlas. De manera que, gracias a las reforma del sistema democrático actual según esta propuesta, confluirían todos los sistemas nacionales de representación política en un solo procedimiento a nivel europeo, cuya función política no es gobernar sino gestionar. El Defensor del ciudadano Una efectiva y responsable gestión de lo público es una responsabilidad personal importante, además de laboriosa, y requiere estudiar con profundidad los diferentes aspectos concurrentes de cada gestión, por lo que a partir de ciertos niveles requiere una dedicación absoluta. Por esta razón, la política, siempre que sea de gestión y no de gobierno, debería ser una profesión vocacional razonablemente remunerada, como pueda ser la de médico o pianista. Una vocación política significa dedicarse íntegramente a la buena gestión de lo público, con profesionalidad e independencia. Si los políticos actuales no hacen válido este principio es en buena medida debido a la negativa influencia de los partidos políticos a los que están afiliados, a su intransigencia ideológica y sus estructuras jerárquicas. Un político independiente puede dedicarse íntegramente a la función social para que le ha sido encomendada por el mandato ciudadano sin tener que adaptarse, además, a las exigencias ideológicas y jerárquicas de un partido. La razón que justifica esta propuesta es que la política no debe ocupar a los ciudadanos más de lo razonable, porque estos tienen otras muchas ocupaciones en que concentrar su atención. Por esta razón la democracia no puede agobiar al ciudadano de constantes obligaciones, pues para ello están precisamente los representantes. Por otro lado, los representantes deben contar con ciertas garantías de que sus representados les permitan plantear proyectos e iniciativas a medio y largo plazo, que no podrían realizar si se vieran constantemente interpelados. Por tanto, los ciudadanos deben otorgar un razonable margen de acción a sus representantes, de la misma manera que se la damos a los directores de las empresas, o a los docentes. Esto nos llevaría a evitar en lo posible la intervención directa de los ciudadanos en la gestión pública una vez elegidos los representantes, como la convocatoria de referendos, de los que se suele abusar en aquellos países que practican más o menos la democracia directa, o, lo que todavía es más necesario, evitar la necesidad de las multitudinarias manifestaciones callejeras como métodos de presión política, que son utilizadas inevitablemente por grupos de ciudadanos con comportamientos violentos y antisociales, y que deslegitiman las buenas intenciones de los manifestantes. Naturalmente que los ciudadanos, a pesar de limitarse a elegir a sus representantes locales, deberían tener la oportunidad de intervenir directamente en las iniciativas presentadas por las Asambleas y las Comisiones, pero en lugar de interpelar directamente a estos órganos de gestión, lo harían indirectamente a través del Defensor del ciudadano. Esto quiere decir que los ciudadanos deben contar con medios efectivos para corregir los posibles abusos de poder de sus representantes, o de anular iniciativas ciudadanas que tengan un mayoritario rechazo, o, incluso, poder presentar directamente interpelaciones, mociones o iniciativas ciudadanas a la consideración de las Asambleas, incluidas la nacional y la europea, sin necesidad de convocar referendos populares, ni tener que recurrir a las manifestaciones. Como ya hemos dicho, para ello se crearía el Defensor del ciudadano, o un «súper-representante» con capacidad para intervenir en las deliberaciones de la Asamblea, pero no con un solo voto, sino con tantos como les concediesen los ciudadanos con la recogida de firmas. En otras palabras, si los ciudadanos no estuvieran de acuerdo con un determinado proyecto de ley o iniciativa, los opositores y organizadores recogerían firmas de apoyo, cuya cuantían, y de forma proporcional, determinaría el número de votos que tendría el Defensor del ciudadano en el momento de la votación. Así, si la mitad de la población firma el rechazo a una determinada propuesta, el «súper-representante» de los ciudadanos tendría la mitad de los votos de la Asamblea, y solo necesitaría un tercio más de votos para derrotar el proyecto, o presentar una moción o una nueva iniciativa. Este mismo procedimiento sería válido para las Asambleas provinciales, regionales, nacionales e, incluso, la europea. Al mismo tiempo se evitaría la celebración de referendos de elección directa, pues, como ya he argumentado en el capítulo anterior, más allá de las Asambleas locales o de distrito no existirían las infraestructuras necesarias para implementar el voto electrónico. En aquellas Asambleas que dispusieran de medios suficientes, como las autonómicas y la nacional, los debates deberían poder ser trasmitidos en directo por «streaming» a través de Internet, en audio-video o solo audio, con formatos también para tabletas y teléfonos móviles. Lo que facilitaría el seguimiento de su tramitación por parte de los ciudadanos interesados. Resumen del capítulo Parece poco democrático privar a los ciudadanos de elegir directamente a los miembros de las asambleas provinciales, autonómicas, nacionales e incluso la europea. En realidad sí los elegirían, pero con algunos años de antelación, pues por el procedimiento de esta propuesta, para llegar a la Asamblea nacional o al Parlamento Europeo, antes tendrían que haber pasado por la Asamblea local o de distrito, la provincial y la autonómica. De esta manera se conseguirían innumerables efectos políticos sumamente positivos. El primero sería dinamizar la política de las pequeñas localidades y los distritos de las grandes ciudades, pues los jóvenes interesados en la política tendrían que hacer sus «primeras prácticas» empezando por este ámbito local, para poder llegar con una edad razonable a más altas instituciones. A fin de cuentas así es como funcionan las cosas fuera de la política, como por ejemplo en las grandes empresas, en la docencia, en la carrera militar o, incluso, en la eclesiástica. En otras palabras, para llegar a ser diputado nacional antes tendrían que haber pasado por las asambleas locales, provinciales y autonómicas, con el consiguiente enriquecimiento en conocimientos útiles y la experiencia política que supondría este largo tránsito para culminar su legítima ambición. Por tanto, los ciudadanos los eligen directamente, pero en el comienzo mismo de su carrera política, que es cuando los llegan a conocer realmente. El otro efecto positivo es que, una vez elegidos para la Asamblea local, dependería de ellos mismos, de su buena o mala gestión, así como de su honestidad y buena reputación personal, el que fueran elegidos para cargos de más alto nivel, sin que tengan que someterse a las estrategias electoralistas de los partidos políticos, donde se pierden verdaderos talentos por su legítimo deseo de libertad e independencia, y sin otro interés que el de servir al bienestar de los ciudadanos, y no al triunfo de su partido. Al final, y desgraciadamente, en los partidos políticos actuales no suelen destacar los más inteligentes y mejor preparados, sino los más intrigantes y con menor moralidad política. El siguiente efecto también positivo es impedir la llegada de arrivistas y oportunistas de la política, integrándose en los partidos políticos por conveniencia electoralista y no por afinidad ideológica, también un caso común en la política actual. Otro efecto favorable es que los diputados nacionales tendrían la mejor edad para afrontar y resolver los difíciles problemas y las duras controversias propias de la complicada gestión política, sin la fogosidad y la pasión propia de la juventud, pero sin llegar al extremo de caer en la gerontocracia. Otro positivo efecto de la desaparición de los partidos políticos es que ya no se producirían los lamentables espectáculos, tan negativos para la imagen de una nación, de las luchas entre ellos por formar gobierno tras un resultado electoral conflictivo, y sin una mayoría absoluta, ni serían necesarias coaliciones contra natura, que bloquean la acción de los gobiernos. Tampoco se caería en el negativo bipartidismo actual. Así mismo, no existirían los partidos regionalistas, cuyas políticas son por lo general insolidarias con el resto de la ciudadanía fuera de su región. En esta propuesta, los diputados, al ser elegidos para ámbitos territoriales más amplios, tendrían que jurar servir exclusivamente a los intereses globales de la provincia, región o nación, con espíritu integrador y solidario. Tampoco se darían los casos en que un personaje popular y “carismático” aprovechase su popularidad para formar un “partido-protesta”, apoyado por simples descontentos, y que no aporta nada positivo al entendimiento y la gestión pública, ni a la democracia. Pero, sobre todo y lo que es todavía más peligroso, no correríamos el riesgo de que apareciera algún temido líder populista y demagogo, que desestabilizase completamente la paz social, para llevarnos nuevamente a escenarios históricos que todos queremos superar y olvidar. Tampoco habría masas de acólitos dispuestos a imponer por la fuerza lo que no consiguen por las urnas, como por desgracia está sucediendo cada vez con más frecuencia, en especial en países donde la práctica democrática no está suficientemente consolidada. Por todas estas buenas razones, es necesario rehacer la democracia sin la intervención de los partidos políticos. Se podría argumentar en contra de esta propuesta que semejante sistema de elecciones no permite formar facciones ideológicas, y que, en el fondo, se trataría de parlamentos territoriales, pues estarían formados fundamentalmente por diputados de todos los puntos del territorio nacional. Pero, como ya he tratado de exponer en la segunda parte de este ensayo, el gran conocimiento que tenemos en la actualidad de los mecanismos de la economía nos llevan a la conclusión de que no existe prácticamente margen de maniobra para las tradicionales ideologías de izquierda y de derecha, pues si debe prevalecer el libre mercado solo cabe socializar sus beneficios, y si ha de prevalecer la sociedad solo cabe liberalizar su economía y comportamiento, pero siempre dentro de un razonable equilibrio. El resultado es, por tanto, el fin de las ideologías. Así mismo, se podría argumentar en su contra que este modelo permitiría también la corrupción de los procesos electorales internos. Pero un candidato corrupto puede comprar media docena de votos, pero no los de la mayoría de la Asamblea, que serían todos independientes. Por tanto, las posibilidades de corromper el sistema de representación política son mucho menores que en el actual sistema de partidos políticos Por último, el Estado podría seguir teniendo el mismo estatus político actual, sea República o Monarquía, puesto que seguiría siendo un estado constitucional y democrático. Tan solo sería necesario cambiar algunos procedimientos del jefe del Estado, presidente o monarca, en su intervención para la constitución de la Asamblea, la Comisión y el Consejo nacional, y, por supuesto, algunos rótulos de los despachos y edificios oficiales. SOBRE EL USO DE INTERNET Ls elecciones a través de la red E s una utopía tecnológica creer que en el futuro toda la gestión política se debería realizar a través de un teléfono móvil inteligente o de un ordenador. La principal objeción es que no se puede abrumar a los ciudadanos con un exceso en el uso de las nuevas tecnologías. Es necesario mantener un razonable equilibrio entre las relaciones personales y las virtuales, por lo que hay relaciones que no se deben hacerse a través de estos medios sino de forma personal y directa. Es más, dado que estos medios se desarrollaran con extraordinaria rapidez, la filosofía de su uso debería ser la contraria de la actual. En lugar de aceptar sin reservas todas las novedades inmediatamente, deberíamos asumir tan solo las que resulten absolutamente imprescindibles y rechazar todas las demás, evitando así su excesiva proliferación, con su consiguiente perjuicio. La segunda objeción es la defensa de nuestra privacidad e independencia. Si pretendiéramos realizar todas las gestiones políticas a través de Internet deberíamos de registrarnos en una gigantesca base de datos controlada por el estado, cuyos perfiles y correos electrónicos podrían ser consultados y utilizados sin nuestra autorización, como lamentablemente sucede con nuestros registros en empresas de servicios actuales a través de Internet. Este escenario sería sencillamente nefasto para la nuestra libertad y privacidad personal, amenazada constantemente por la agobiante intromisión de la burocracia del estado y del mercado. En el sistema actual de partidos políticos, en que los principales son de ámbito nacional, cualquier intento de informatizar los procesos de elección a través de la red requeriría este tipo de registro global, además de necesitar un sistema de seguridad para llevar a cabo votaciones electrónicas prácticamente imposible de implementar. En esta propuesta de “eDemocracia” las elecciones directas con la participación ciudadana tendrían tan solo un ámbito local o de distrito, por lo que el necesario registro no trascendería este mismo ámbito, y no tendría conexión con las bases de datos de los registros de otras localidades o distritos. Por tanto, nuestro perfil quedaría restringido a este reducido ámbito local. En realidad las elecciones podrían seguir haciéndose por el método tradicional, pero dado que los medios digitales ya están disponibles para el voto electrónico, su utilización facilitaría la confección de las listas de candidatos y de sus perfiles, evitando los procedimientos más laboriosos y costosos del sistema impreso en papel de la actualidad. Además, el portal electoral local no necesitaría tener una gran complejidad, porque los candidatos podrían complementar su información personal y política, así como el debate de sus propuestas, en las redes sociales actuales o futuras. Tan solo deberían facilitar la elección de candidatos y la recogida firmas, función fundamental para la total participación ciudadana en los órganos locales de gestión. Por otro lado, todo lo relacionado con las elecciones no dependería ni de la Asamblea ni de la Comisión local, sino del Defensor del ciudadano, y su Comisión electoral independiente, cuya misión sería, no solo garantizar la seguridad y transparencia de las propias elecciones, sino también velar precisamente por la protección de nuestra privacidad. El procedimiento electoral Es de suponer que esta propuesta de renovación democrática sería difícil de implementar, puesto que contaría con la radical oposición de los partidos políticos de la actualidad, que tendrían amenazada su misma existencia como tal. Pero los responsables de los partidos deberían entender que un siglo no cambia en balde, y que exige cambios sustanciales acordes con la natural evolución de la realidad social y el deseo de protagonismo de las nuevas generaciones. Pero, si no son sensibles a este menaje, al menos deberían escuchar el clamor de las calles y de las plazas, y tratar de entender su verdadero significado y reivindicaciones, y no desestimarlas recurriendo a caducos argumentos del siglo pasado. Por tanto, sería de desear que la nueva «eDemocracia» llegase por un simple y pacífico proceso de evolución, y no por una nueva revolución, con su potencial de violencia, abusos e irracionalidad, y que deberíamos a toda costa evitar. Sea de una forma o de otra, implementar por primera vez este modelo de democracia requeriría de un periodo de tiempo de al menos cuatro años, pues es conveniente que medie al menos un año entre las elecciones a los cuatro niveles posibles: local, provincial, regional y nacional. La razón es que, exceptuando las elecciones locales directas, los diputados necesitarían por lo menos un año para llegar a conocer verdaderamente las cualidades personales de los aspirantes a las Asambleas y cargos superiores. Puesto que serían procesos electorales anuales y consecutivos, las elecciones locales tendrían que realizarse cada cuatro años, como en la actualidad, cuando daría comienzo todo el proceso electoral. Una vez constituida la Asamblea local y sus órganos gestores, al cabo de un año los aspirantes a los órganos provinciales podrían presentar sus candidaturas a la Comisión electoral. Si lo creyesen conveniente, los mismos ciudadanos podrían impugnar algunas candidaturas por medio del Defensor del ciudadano, con la consiguiente recogida de firmas. Con las candidaturas electas, se constituiría la Asamblea provincial, en un número proporcional al de sus habitantes, de donde surgiría la Comisión provincial. Un año después, los diputados provinciales elegirían sus representantes a la Asamblea regional y su Comisión. Finalmente, el cuarto año, coincidiendo con las nuevas elecciones locales, las Asambleas regionales elegirían los diputados de la Asamblea nacional y se constituiría la Comisión nacional, o el máximo organismo ejecutivo. Por este procedimiento, una persona de excepcionales cualidades políticas y personales tardaría al menos cuatro años en ascender del nivel local al nacional. De esta manera habría elecciones directas e indirectas cada cuatro años, pero escaladas cada año, para que los candidatos pudieran mostrar su capacidad e iniciativa, y a sus electores valorarlas convenientemente. Una vez constituidos todos los órganos de gestión de todos los niveles, los diputados provinciales, regionales o nacionales que desearan volver a presentarse, podrían, una vez disueltas sus Asambleas, incluir nuevamente sus candidaturas en el órgano local, provincial o regional de donde surgieron, donde podrían ser reelegidos junto con los nuevos candidatos. Así, por ejemplo, un año después de constituida la Asamblea local se disolvería la provincial y los diputados que desearan renovar su cargo presentarían sus candidaturas ante la Comisión electoral local a la que pertenecieran. Este procedimiento sería similar para todos los niveles electorales. El portal oficial Uno de los riesgos que amenazan en la actualidad el comportamiento social y la salud mental de los ciudadanos es caer en la dependencia de las nuevas tecnologías y de sus dispositivos. Los teléfonos móviles, mal llamados «inteligentes», y la red Internet deben servir para comunicarse pero no para «incomunicarse», como lamentablemente está sucediendo ya en la actualidad, sobre todo entre los adolescentes. No podemos aceptar irresponsablemente todas las aplicaciones y aparatos que produce el mercado, que no tiene en consideración los perjuicios que pueda ocasionar, sino tan solo su rentabilidad. El uso moderado, saludable y correcto de estos medios debe ser un constante tema de estudio y debate por parte de los consumidores; discusión y análisis que debe ser promovido por los gestores sociales. Por esta misma razón, no debemos utilizar masivamente todas estas facilidades en la gestión pública, sino limitarla a aquellas funciones que sean más convenientes. La primera limitación fundamental es la que ponga en riesgo nuestra privacidad y libertad personal. Por esta razón, a excepción del ámbito local o de distrito, bajo ninguna justificación debemos aceptar la creación de un portal oficial más allá del local de gestiones políticas, como el voto electrónico, que exijan el registro de nuestro perfil personal. Tan solo deberíamos regístranos legalmente; es decir, con nuestro DNI, para esta función en un portal local, y siempre que cada localidad tenga el perfil de sus ciudadanos almacenado en una base de datos distinta. A lo sumo, y siempre bajo protección legal en el uso de los datos, podemos registrarnos en portales nacionales específicos de gestiones fiscales, culturales, educativas, etc. En otras palabras, debemos evitar en lo posible que el estado pueda tener acceso a los datos de nuestro perfil personal. De esta manera, el portal oficial, a excepción del local, no necesitaría ser interactivo, sino simplemente activo; es decir, su función debería ser exclusivamente la de informar puntualmente y con transparencia de todas sus gestiones, con suficiente antelación para que los ciudadanos pudieran obrar en consecuencia. Esta tarea sería encomendada a los diversos portavoces, obviamente ayudados por profesionales. El portal oficial local sí debería ser interactivo, pero tan solo para la función del voto electrónico y la recogida de firmas, y activo para informar de sus gestiones, como el portal oficial general. Para debatir y comentar las actuaciones políticas ya están las actuales o futuras redes sociales, que están bien diseñadas para esta función, y que no suponen ningún riesgo o compromiso político para los usuarios, excepto, claro está, si son secretamente intervenidas por los estados. Para facilitar la gestión de la publicación de información activa y su acceso, debería de haber un solo portal oficial, con menú de acceso a los distintos niveles local, provincial, regional o nacional. Resumen del capítulo En la actualidad, las nuevas tecnologías digitales de la comunicación están dominadas por el interés comercial de gigantescas corporaciones, que harán todo lo imaginable para mantener su rentabilidad, aunque para ello tengan que transgredir los límites de nuestros derechos civiles y de ciudadanos. Por esta razón sería una locura confiarles la gestión pública y administrativa de los ciudadanos, por lo que tan solo deben servir como medios complementarios de comunicación y opinión, o simplemente de entretenimiento y diversión. Pero, no obstante, la red Internet debe ser incorporada a la futura democracia. Para ello el estado debería crear un portal oficial que cubriese el ámbito local, provincial, regional y nacional, alojada en un servidor controlado por los organismos de Defensa de los ciudadanos. Pero, a excepción del ámbito local, serían meramente informativos, sin realizar acciones de participación ciudadana que exijan el registro de nuestro perfil personal en sus bases de datos, como es el voto electrónico o la recogida de firmas. Solo a nivel local sería tolerable nuestro registro, pero siempre bajo la protección y control de un organismo independiente de Defensor del ciudadano. Este registro debería contener nuestro número de identificación personal, o DNI, ratificado personalmente por una oficina local de esta institución, y una contraseña secreta. El objetivo de este registro no iría más allá de la realización segura y legal del voto electrónico en las elecciones locales, además de la recogida de firmas, y nada más. La democracia solo tiene sentido si es practicada por personas libres, porque para los esclavos es más conveniente una dictadura. SOBRE LAS COMISIONES La economía L A ECONOMÍA DE mercado es posiblemente una de las más grandes paradojas inventadas por la mente humana, pues en el fondo se basa tanto en nuestra vanidad como en nuestra inseguridad personal. En efecto, si deseamos saber en todo momento la hora que es tenemos las opciones de comprarnos un sencillo reloj de cinco euros u otro de marca de cien euros. Si elegimos el caro es porque nos parece que tiene un mejor diseño y, sobre todo, porque muestra a los demás que «clase» de persona somos. En otras palabras, el reloj de marca tiene una parte de utilidad, que comparte con el inclusero, y una importante parte «clasista», que no tiene el barato y que justifica su elevado precio. Si necesitamos rodearnos de bienes clasistas es porque este es el medio que hemos elegido para hacer evidentes las diferentes clases sociales. Ya no es válido el dicho «Tanto tienes, tanto vales», sino «Tanto aparentas, tanto vales». Tenemos la convicción de que nuestra clase social se establece automáticamente por la clase de los bienes que consumimos y no por otras consideraciones más importantes, como nuestra personalidad, el nivel cultural, la profesión que ejercemos, o, incluso, por el tradicional del nacimiento, o a la familia que pertenecemos. Cuando nos probamos un traje nuevo, no solo nos preguntamos si nos sienta bien, sino si con él ofrecemos a los demás la imagen de la clase social a la que pertenecemos o, lo más común, a la que deseamos pertenecer. De ahí que mientras vivamos con esta permanente inseguridad tendrán mucho más valor de mercado los bienes clasistas que los de mera supervivencia. Aún así, estos bienes necesarios procuran, por medio del diseño de sus envoltorios, ofrecer al consumidor la imagen de una clase superior, aunque la calidad del contenido sea la misma. Si las personas no tuviéramos esta preocupación por nuestra imagen, en una década volveríamos a la primitiva economía del trueque, y sobrevendría una catástrofe económica descomunal. Por tanto, la paradoja es que debemos seguir necesitando la vanidad para mantener a flote la economía social. Lo negativo es que este comportamiento invita a caer en el extremo de considerar que es suficiente rodearnos de bienes de clase para determinar nuestra clase social, olvidándonos de la necesaria elevación cultural y profesional que debería determinar lo esencial de nuestra posición social. Por desgracia, prácticamente ya hemos caído en este extremo. Si los seres humanos decidimos asociarnos con vínculos legales no fue solo para cumplir con nuestros deberes, sino en compensación gozar también de algún derecho, y el fundamental es el derecho a una vida digna y saludable que satisfaga nuestras necesidades fundamentales, tanto físicas como psicológicas. Si una sociedad no cumple está condición fundamental, ni siquiera puede considerarse una sociedad, sino una agrupación de individuos vinculados por simples intereses creados. Para hacer realidad este derecho fundamental solo existe un medio conocido, como es la economía social. La economía social es el conjunto de actividades que producen una determinada renta; es decir, que son rentables. Como actividad que se produce dentro de la sociedad también debe estar sujeta al derecho social, lo que significa que debe estar enmarcada dentro leyes o regulaciones específicas. Una actividad no regulada sería antisocial. Las actividades rentables, o también sectores económicos, tienen su primitivo origen en la ganadería, practicada por clanes trashumantes que desconocían la agricultura. La producción del fertilizante natural de la ganadería causó el descubrimiento del nuevo sector económico de la agricultura. La productiva combinación de estas dos primeras actividades económicas provocaría la acumulación de excedentes, que se intercambiaban en un mercado local, dando origen a la actividad comercial. Esta nueva actividad estimuló la producción de bienes de intercambio de diversa utilidad, dando lugar al sector manufacturero o artesanal. Los beneficios acumulados del comercio provocaron la acumulación de capital, de donde surgiría el sector financiero. La inversión de capital para la mejora de los procedimientos de las manufacturas y la formación de stocks para el comercio dio como resultado el sector industrial. Con el aumento de la productividad industrial se hizo necesaria la delegación de ciertas funciones personales, dando así origen al sector servicios. A medida de que todos los sectores se hacían más eficaces y rentables, fue posible utilizar menos tiempo en su producción, dando origen al sector económico del ocio o entretenimiento. Por último, la creciente complejidad de todas estas actividades requería de medios de gestión y manejo de la información extraordinariamente complejos, que fue la causa del sector informático, con sus diversas y revolucionarias aplicaciones multisectoriales, o la llamada «revolución digital», y que domina la economía actual. Como vemos en este esquemático resumen las actividades o sectores económicos de una economía social son muchos y variados. La primera responsabilidad de cualquier gestor social es enmarcarlas dentro de la ley, pero la segunda, tan fundamental como la primera, es estimular su creación y consolidación. Ninguna actividad económica debe realizarse fuera de la ley, pues sería antisocial. También es una insensatez política estimular la especialización de la economía social en uno o dos sectores económicos, aunque puedan resultar temporalmente muy rentables, pues estaría sometida a las coyunturales fluctuaciones del mercado. Lo sensato es promover una economía social multisectorial y diversificada, con el mayor número de actividades económicas posibles. Para ello es necesario estudiar cuáles serán las necesarias infraestructuras que soporten esta diversidad y obrar en consecuencia. Para los sectores agrícola y ganadero lo primordial es la preservación de los recursos naturales no-renovables, y la gestión de los renovables que sea sostenible. Pero, además, regular con estrictas normas legales la protección del medio ambiente para preservar sus cualidades naturales y su diversidad biológica. Para el sector del comercio, construir vías de comunicación que permitan la rápida conexión entre los diversos mercados, además de acondicionar espacios urbanos idóneos para el intercambio comercial directo entre productores locales, incluidos los artesanos, y los consumidores, sin que sea un grave perjuicio para el comercio estable local. También promover ferias y exhibiciones de carácter económico, además de crear una Cámara de comercio e industria local. Para el sector financiero o bancario, estimular el crédito local con garantías oficiales limitadas, o la relativa subvención de los intereses, de acuerdo al favorable estudio de viabilidad y positivo impacto social de los proyectos a subvencionar, pero de ninguna manera convirtiéndose en prestamistas directos, con interés o a fondo perdido, porque ello significaría una competencia desleal con el sector financiero y convertirse en capitalistas oficiales. Naturalmente que como contrapartida, el sector financiero debe limitarse con estrictas normas legales para las actividades financieras privadas que sean meramente especulativas, demasiado arriesgadas o claramente usureras. En cuanto al sector industrial y manufacturero, la función del gestor es, en primer lugar, valorar su impacto ambiental, y si es tolerable, acondicionar un espacio urbano idóneo, dotándole de todos los servicios necesarios para el desarrollo de su actividad. Sobre el sector servicios y de ocio, la gestión debe ser acondicionar todos los espacios con valores naturales y culturales que puedan ser susceptibles de explotación económica, pero con estrictas regulaciones que hagan compatible su explotación con su conservación y sostenimiento. Por último, no se debe olvidar que el sector más rentable del futuro será el dedicado a la información y sus diversas aplicaciones, por lo que debe de instalar redes de transmisión digital de datos de alta velocidad, y favorecer con estímulos fiscales la creación de empresas de este nuevo y fundamental sector. Pero todas estas actividades requieren, a su vez, el suministro garantizado de la energía necesaria, con la conexión a las redes de los productores, pero favoreciendo la construcción de fuentes de energía alternativas locales, complementadas con una estricta normativa sobre ahorro de energía y gestión ecológica y sostenible de los residuos. Y estas son las únicas iniciativas económicas que serían responsabilidad de los gestores públicos, porque todas las demás dependerían de la iniciativa privada, cuyo éxito o fracaso dependería a, su vez, del éxito o del fracaso de estos estímulos y actuaciones. La cultura La cultura social es todo aquello que ha realizado el ser humano con su creatividad y entendimiento, sin que esté sujeto necesariamente a las leyes naturales. En realidad la cultura y el arte son sinónimo de «artifiosidad»; es decir, se trata de una realidad artificial paralela, que está en permanente conflicto con la realidad natural, lo que es causa de grandes conflictos y desequilibrios. Pero este es el mundo que nos hemos creado los seres humanos y en el se realiza nuestra personalidad y se muestra nuestra emotividad. Por muy eficaces que fueran las medidas de estímulo de la economía, y por mucho éxito que tuvieran, no tendrían ningún interés humano si no se desarrollasen en un ambiente cultural en el que los ciudadanos pudieran expresar su emotividad natural; es decir, si no pueden gozar de una razonable felicidad. La felicidad es una emoción psicológica causada por la visión en la imaginación de una situación agradable que ha de suceder en el futuro. La alegría, por el contrario, es la expresión emotiva de la visión de la imagen real que sucede en el presente; es decir, la realización de lo imaginado, o, simplemente, de lo «soñado». Por tanto, no podemos ser felices si no podemos soñar con situaciones agradables que podamos llegar a realizar en el futuro. Así, una sociedad próspera pero con la sensación de ver amenazada su seguridad y su futuro, simplemente no puede ser feliz, lo único que puede estar es temporalmente satisfecha. Pero una sociedad infeliz y triste está psicológicamente enferma, y carece de los estímulos emocionales fundamentales para progresar y desarrollarse en armonía, por lo que tan solo le mueve la satisfacción de sus necesidades físicas e inmediatas, y está moralmente por debajo incluso de la convivencia entre los animales. Por tanto, la condición fundamental para ser felices es tener confianza en el futuro y disipar sus amenazas reales o imaginarias. Las amenazas del futuro tienen su causa fundamental en las profundas e injustas desigualdades sociales y en la dominación económica y cultural de los países más desarrollados; es decir, cualquier forma de imperialismo, pero también por la perseverancia de ciertas tradiciones culturales contrarias a los más fundamentales derechos humanos, democráticos y civiles. La primera tiene su causa en las prácticas económicas insolidarias, cada vez más globalizadas, y la segunda en atavismos culturales arraigados en costumbres ancestrales difíciles de desarraigar. No hay más que una fórmula para superar estas amenazas: solidaridad y diálogo. La solidaridad para evitar cualquier práctica imperialista, sea económica, cultural o religiosa, y el diálogo para conocer y tratar de entender las causas de la enemistad, para intentar encontrarles una solución. Sin diálogo la simple enemistad, basada en causas razonables, que deben provocar tan solo la separación y el distanciamiento de los enemigos, se vuelve en odio irracional y destructivo. Y llegado a este extremo ya no es posible ninguna forma de diálogo y entendimiento. Se supone que moralizar la convivencia social es la función de toda religión, pero, por desgracia, esta moralidad está basada en el dogmatismo de la Revelación, y con demasiada frecuencia es utilizada como justificación para enconar todavía más el odio entre confesiones y hacer imposible todo diálogo basado en los hechos y en la razón. La historia de las religiones es el relato de una intransigente intolerancia, plagada de hechos sangrientos injustificables. Por tanto, aun respetando sus creencias y doctrinas, no cabe más opción que basar nuestra moralidad social en aquellos principios laicos razonablemente establecidos tras una discusión democrática; es decir, en los principios de la Declaración de los Derechos Humanos, universalmente consensuados. No es necesario que nos amemos los unos a los otros, bastaría con que nos entendiéramos y nos respetáramos. Es obvio que los gestores públicos deben promover el diálogo intercultural, pero no para que se limite a un simple intercambio de ideas e impresiones, sino para hacer una constante síntesis en la evolución de la conducta social y de sus valores. Al mismo tiempo, y hasta donde lo permita el presupuesto, promover toda clase de eventos culturales que estimulen la sensibilidad y la emotividad de sus ciudadanos. La otra causa de infelicidad es la pérdida de la salud, pues un enfermo no puede contemplar su futuro con optimismo. Por esta razón conservar y prevenir la salud debe ser considerado un derecho social fundamental y una responsabilidad ineludible de la gestión social. Por último, no hay mayor causa de infelicidad que la exclusión social, que no puede ser tolerada ni justificada, pues la razón misma de ser de toda sociedad es precisamente que integre a todos sus participantes o «socios», y no solo los más activos y rentables. La mayoría de las causas de exclusión social son debidas a la mala distribución de las rentas, a una deficiente formación profesional, a la escasez de empleos que no requieren una gran cualificación profesional, y, sobre todo, a la desmoralización y falta de alicientes para afrontar la dura competencia del mercado laboral. Una economía social diversificada, con una oferta de empleos a distintos niveles de formación, mitigaría en parte este complejo problema social. La educación Educarse es adquirir conocimientos con alguna utilidad social, por tanto la educación es consustancial con lo social. Un individuo sin educación es sinónimo de un individuo “maleducado” y antisocial. Si ha de prevalecer la sociedad debe tener algún grado de educación. Pero la educación puede ser cívica, humanística o profesional. La primera sirve para favorecer la buena convivencia, la segunda para conocernos mejor a nosotros mismos y el lugar que ocupamos en la realidad que nos circunda, la tercera para participar activamente en la economía social. Promover la educación cívica y humanística es responsabilidad de las instituciones públicas de enseñanza, en tanto que la profesional debería ser de las instituciones de enseñanza privada, pero con acuerdos puntuales con los gestores públicos para favorecer su acceso en igualdad de oportunidades. No se debería acceder a las enseñanzas superiores sin una sólida educación cívica y humanística. Esta educación debe comenzar en los parvularios. Pero ¿qué es y qué le concierne a la educación cívica? Por desgracia la historia nos demuestra que en demasiadas ocasiones este tipo de educación se ha convertido en manipulación, y hasta en lavado de cerebro, por lo que debería delimitarse con absoluta claridad cuando la educación se convierte en manipulación. Pero la misma historia social nos muestra que los grandes manipuladores de la educación social han sido, precisamente, los partidos políticos, especialmente los afines a alguna confesión religiosa, y la negativa influencia de sus doctrinas totalitarias. Todas las doctrinas políticas o religiosas son totalitarias, pero en democracia están obligadas a respetar la pluralidad de las demás. En principio, eliminando la influencia de las doctrinas en la sociedad civil se eliminaría, así mismo, la manipulación de la educación, así como el riesgo de los totalitarismos. En esencia la educación cívica consiste en saber hasta qué límite puede llegar el ejercicio de nuestra libertad personal frente al interés general. Este conocimiento lo establece la misma sociedad con una discusión plural y democrática, que convierte el resultado de esta discusión en los valores sociales que es obligatorio respetar, no solo por parte de las mayorías, sino también por las minorías. Estos valores cívicos alcanzan a todas las relaciones y comportamientos sociales, desde las normas para cruzar una calle a la correcta selección de los contenedores de reciclaje. No respetar estas normas supone un comportamiento antisocial y, por tanto, intolerable que debe ser rigurosamente amonestado y, en según que grado de agresión, de alguna manera también debe ser castigado, puesto que la cohesión y la paz social dependen de su rigurosa observación. Sobre la educación humanista, se trata simplemente de discernir sobre cuál es nuestro lugar en el cosmos, así como tratar de encontrar una razón que justifique nuestra existencia. Para ello no basta con adquirir profundos conocimientos sobre la naturaleza, la historia o las ciencias, sino, sobre todo, es necesario relacionar estos conocimientos entre sí según sus causas y sus efectos, de manera que podamos ir haciendo una síntesis constante y progresiva de aquello que vamos conociendo, o, lo que es lo mismo, que vallamos entendiendo lo que conocemos, lo que constituye la inteligencia. Para ello está la filosofía, pero no solo como el conocimiento de la historia de los sistemas filosóficos, que también es conveniente, sino para aprender a pensar filosóficamente; es decir, con lógica y raciocinio. En cuanto a la educación profesional, también en este caso se nos presenta un grave dilema, pues por un lado es razonable que los gestores públicos promocionen una educación que se integre favorablemente a las necesidades de la economía social, pero esto puede estar en total oposición con la vocación personal. Un joven con vocación musical puede verse obligado a estudiar una carrera de ciencias, porque tiene más facilidad para integrarse en el mercado laboral y hay más ayudas oficiales. También la diversidad de las actividades económicas y una activa cultura local puede ser en cierta medida una solución. Resumen del capítulo Una sociedad compuesta por seres humanos con personalidad no cumple con sus funciones básicas si no satisface por igual las necesidades físicas, emotivas e intelectuales de sus ciudadanos. Se puede considerar fracasada si es rica pero infeliz e ignorante, pero también si es muy culta pero insensible y desalmada. En una sociedad equilibrada debería tener el mismo valor y consideración la actividad económica que la artística o la intelectual, y todas deben ser activamente promocionadas por los gestores públicos y por la propia ciudadanía. La rentabilidad de una actividad social no debe medirse tan solo por el valor que alcanza en el mercado, sino también por lo que aporta de felicidad, alegría, entendimiento y conocimiento a la ciudadanía. Es siempre preferible ser menos ricos pero más felices y alegres, que más ricos pero más infelices y tristes. En cierta manera, así eran muchas culturas populares ya desaparecidas. Por otro lado, la riqueza de una sociedad no se mide solo por su producto económico bruto, sino por su grado de felicidad y entendimiento. No es más rico el país que tiene más millonarios, sino el que tiene menos pobres, y son más felices. Por tanto, la economía, la cultura y la educación son los tres pilares sobre los que soporta la estabilidad, el progreso y la buena convivencia social, y que deben ser prioritarias en la gestión política social. EPÍLOGO Lo social, lo común y lo personal S I LA PERSONA DEBE ser resonsable de sus actos, su conducta debe surgir de los rasgos propios de su personalidad, pero moderados por lo límites que le imponen las reglas de la sociedad; es decir, debe comportarse como una persona, y no como un individuo. Si sucediera en sentido contrario; o que su comportamiento lo dictara en primer lugar la observación de las reglas sociales, moldeadas después por los rasgos de su personalidad, esto no sería socialismo sino comunismo. Puesto que no hay dos personas iguales, lo personal es sinónimo de «fuera de lo común», por lo que las personas están siempre en conflicto con la sociedad, sus reglas, sus instituciones y su «sentido común», que suponen un ataque constante al libre albedrío al que tiende su personalidad, gracias a la cual establece sus juicios críticos y su comportamiento social. Por tanto lo social, o el socialismo, significa comportarse con personalidad propia, pero dentro de los límites impuestos por la sociedad; en tanto que el comunismo significa comportarse de acuerdo a un riguroso sentido común y, siempre que sea tolerable, permitir las expresiones limitadas de su personalidad. Por su parte los liberales, o libertarios, que se oponen radicalmente a lo social; es decir, al socialismo, pretenden que el comportamiento personal debe regirse únicamente por el ejercicio de la libertad por sí misma, sin las limitaciones impuestas por la sociedad, por lo que están rechazando la misma sociedad para caer en el gregarismo, en que cada cual se comporta de acuerdo a su interés personal con absoluta libertad y libre albedrío, y ¡sálvese quien pueda y que sea el más fuerte! Sin duda que esto no es social, pero tampoco es político, sino natural y salvaje, y según sentenció Aristóteles, «el hombre es un animal político»; y podemos añadir que si no es político y social simplemente no es humano. Por tanto, podemos rehacer la frase y añadir que «el hombre es un animal político y social» que es su correcto significado.. En cuanto a la idea de comunidad, por alguna razón hemos asociado «comunidad» con «fraternidad», cuando una comunidad puede ser precisamente la causa principal de muchas desavenencias, y, sobre todo, de conflictos de personalidad. En efecto, la comunidad es un grado más de lo social, en que no solo deben respetarse las reglas sociales sino también las comunales, porque se comparten más cosas y vivencias en común, pero en muchos casos basadas en costumbres centenarias, la mayoría desfasadas e irracionales, lo que nos hace perder todavía más libertad personal. En un ambiente social, como es el caso de las grandes ciudades, se es más libre que en otro comunal, como sucede en una pequeña localidad. Después de todo, como su raíz semántica indica, la comunidad es el paso previo al comunismo. Esparta era una comunidad extrema, donde no se practicaba precisamente un comportamiento fraternal. No solo mantenían a los ilotas esclavizados, sino que el comportamiento entre ellos era extremadamente cruel, maltratando a los niños y desarraigándolos de sus madres en beneficio del interés «común» del estado. Lo que determina la adhesión fraternal de un grupo de seres humanos no son las leyes sociales ni las costumbres comunales, sino el comportamiento ético y moral de cada persona en particular, independiente de si forma o no parte de una sociedad o una comunidad. Pero estos valores no son leyes ni normas fijas e inmutables, sino fruto del sentido del bien y del mal de cada personalidad, y que dependen, por un lado de su emotividad y por otro de su conciencia. La emotividad no puede cambiarse, pues nace con nuestra naturaleza, pero si se pueden cambiar con la educación los juicios éticos y morales de la conciencia. Es de esta manera como se redactó la declaración de los derechos humanos. Sin duda que una sociedad o comunidad necesita estar unida por más vínculos que los legales, de otro modo es imposible la solidaridad. Por tanto, son necesarios crear vínculos emotivos y conscientes. Los emotivos solo pueden ser fruto de la creatividad artística personal y los conscientes del entendimiento. Una forma de creatividad natural es la «creación» de una familia y el consiguiente «hogar», que es el núcleo fundamental de la sociedad, y que puede ser una fundamental fuente de emotividad y felicidad, e incita a la paz y la buena convivencia social. La otra es el arte, fruto de la imaginación y del idealismo; es decir, soñar con «un mundo más bueno y más bello», y expresarlo en cualquier forma artística posible. También deberían servir a este mismo fin las doctrinas religiosas, pero lamentablemente están inspiradas en dogmas contrarios a la libertad personal y a la razón, por lo que pueden aceptarse, pero con la consiguiente reserva y siempre que no inciten al sectarismo o a cualquier otra forma de discriminación social. Los vínculos conscientes que pueden llevarnos al entendimiento y a la amistad deben desarrollarse a través de una información independiente y sin prejuicios, que facilite el conocimiento mutuo entre las personas. Pero también puede hacerse a través de la reflexión filosófica en torno a la condición humana, sus necesidades y sus afinidades, como modestamente intento hacer con este mismo trabajo. Progreso sí, pero equitativo El progreso es una fuerza innovadora impulsada en la actualidad por la economía de mercado, por lo que en principio carece de sentido social. Los agentes principales de este modelo de progreso son las personas creativas, que proporcionan las ideas, y los que disponen del capital necesario para convertirlas en bienes de consumo para el mercado. Rara vez es el creador el que explota su propia idea. Ninguno de estos agentes del progreso tiene necesariamente en consideración el hecho social en sí, pues el creador necesita total libertad para crear y el inversor para negociar. Esta no es, ni ha sido nunca, una relación equitativa, sino que el inversor es quien impone las reglas del juego, de donde surge la figura tan denigrada históricamente del «capitalista», pero entre ambos existe una necesaria connivencia, pues se necesitan mutuamente. De esta manera hemos llegado a crear un modelo de progreso dictado por el capital y sus inversores, y por las ideas y sus creadores, pero no por la sociedad y sus ciudadanos; es decir, vivimos en un mundo básicamente dominado por los intereses de los capitalistas, sean privados o asociados, y por la imaginación de los creadores, pero no artísticos, sino de bienes para el consumo. Pero si la economía social no puede prescindir de las inversiones ni de las ideas, tampoco se puede consentir que prevalezcan los valores del mercado o de la creatividad de ciertas personas, sino que deben prevalecer los valores sociales, pues a fin cuentas el capital y las ideas surgen de la propia sociedad. Por tanto es necesario dar un sentido social al progreso, ya que más vale progresar más despacio y con menos innovaciones, pero sin grandes desigualdades sociales, que rápidamente y con grandes novedades, pero abriendo una intolerable brecha en las desigualdades sociales, como sucede actualmente. El equilibrio entre los intereses anti-sociales, tanto de los capitalistas; es decir, de Wall Street y sus correligionarios, como de los creativos que nos inundan con miles de nuevas ideas susceptibles de ser explotadas sin importarles demasiado por sus consecuencias sociales, psicológicas, sanitarias o medio ambientales, solo puede lograrse con una regulación efectiva y equilibrada, pero que devuelva el sentido del progreso para el bienestar social. Por tanto, es necesario socializar, tanto el capital como la creatividad personal de bienes para el mercado. Una nueva era Lo que marca la diferencia de una nueva era es siempre un mayor grado de libertad ciudadana que en la anterior. No ha habido ninguna revolución que no fuera por causa de alguna forma de tiranía, aunque lamentablemente en demasiadas ocasiones después del agitado proceso revolucionario se cayera en una nueva forma de dictadura. El movimiento de los indignados no es una excepción, también es contra otra forma de represión de la libertad. Pero lo significativo de esta nueva revolución es que se produce en el seno de sociedades supuestamente libres y democráticas, al menos así reza en sus respectivas constituciones, donde los ciudadanos son libres de opinar y expresarse con libertad, sin otra limitación que la impuesta por el código penal, que son muy reducidas. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la libertad, y si realmente sabemos lo que significa y cómo se manifiesta en la convivencia. En lo fundamental, la libertad es la sinergia que produce la creatividad personal. En efecto, cada nueva creación necesita imperativamente un nuevo espacio de la realidad ya existente, de otra manera no sería una creación sino una reproducción. Ese nuevo espacio debe ser tolerado y asimilado por el contexto cultural y social donde se produce, o sería rechazado e incluso reprimido. Por tanto, toda nueva creación supone agregar algo nuevo y distinto a lo ya existente. De manera que a mayor creatividad social mayor libertad y variedad, y a menor creatividad menor libertad y más uniformidad. Un movimiento social que promueva alguna forma de uniformidad, ya sea basada en las costumbres, en creencias religiosas o en ideologías totalitarias, no solo es contrario a la libertad en sí misma, sino que es un proceso retrógrado y contrario al sentido progresista de la historia. Pero por desgracia el ser humano es un «animal de costumbres», y por i pocas las sociedades abiertas a los cambios, que evolucionan al mismo ritmo de la creatividad de sus ciudadanos, sin más limitaciones que el resultado de sus debates internos, que concluyen en procesos legislativos progresistas. Por desgracia, lo más común es que, una vez aceptados ciertos cambios tras traumáticos procesos de agitación social, se encastillan nuevamente hasta la siguiente agitación o revolución social, que es lo que está ocurriendo en la actualidad. Lo que está sucediendo es que cada vez son más numerosos los ciudadanos, especialmente las nuevas generaciones educadas en lo que hemos llamado la «sociedad de la información», mucho más creativas que las anteriores, que rechazan cualquier forma de uniformidad impuesta desde la «autoridad» de un gobierno, y reclaman el derecho de comportarse con más personalidad, y, por tanto, con más creatividad, lo que debe redundar en beneficio de la sociedad. Pero la libertad, en tanto que es creativa tiende a desestabilizar lo establecido, y es inevitable que los poderes del estado tiendan, a su vez, a negar en lo posible la libertad de los ciudadanos para mantener la estabilidad. De hecho el sistema político natural del estado es el absolutismo, según ya lo entendía Hobbes, que permite un total control y estabilidad social, mientras que la democracia es el resultado del sistema económico liberal y su creatividad social, que lleva inevitablemente a ciertos periodos de inestabilidad. Por tanto, la historia es el resultado de la lucha entre los intereses naturales de la política y los de la economía. Pero también se puede resumir como el enfrentamiento de la persona creativa y su estado totalitario. Pues el estado considera a las personas como individuos comunes, miembros de una misma nación, sin tener en consideración sus diferencias personales. Por esta razón cada nueva era de progreso social significa ganar algún grado de mayor libertad personal, en perjuicio del estado, hasta que llegue un día en que desaparezca el mismo estado, y sea sustituido por un «sistema», que es el medio en que la naturaleza equilibra su extraordinaria variedad. La estabilidad del universo no se basa en la cohesión de un estado, sino de un sistema. Por último, este nuevo movimiento social es también una reacción que se repite cíclicamente en el transcurso de nuestra historia, como es la moralización de una cultura relajada y sin valores cívicos ni solidarios, entregada a la depravación y el robo encubierto por buena parte de sus elites, tanto políticas como económicas. Por lo que estos movimientos renovadores de la moralidad pública, pese a sus perturbaciones, siempre deben ser bien recibidos. Resumen del capítulo La idea de una nueva «eDemocracia» no consiste simplemente e implementar masivamente las nuevas tecnologías digitales a la gestión de la democracia actual; ni que los partidos tengan bonitas páginas web interactivas, o largos y pesados blogs cargados de mensajes políticos y sus cientos de desordenados comentarios, sino que es una oportunidad histórica para tratar de reinventar la misma democracia, y, una vez reinventada, implementar solo aquellos medios y funciones que estimemos que sean convenientes y necesarios. Lo que está sucediendo no es que los indignados c​rean que estos nuevos medios por sí mismos traerán la nueva democracia, sino que su uso los ha movilizado para pensar precisamente en crear una nueva democracia. Eso mismo nos sucedió a los jóvenes «alternativos» durantes las revueltas políticas de otro mes de mayo, pero de 1968, pero entonces no contábamos con Internet, sino tan solo con engorrosas multicopistas, en las que imprimíamos panfletos que repartíamos a la salida de los cines o de los Metros, pero la inquietud política era la misma. También entonces, y mucho más que ahora, las ideologías más radicales intentaban infiltrarse en nuestro movimiento, dando argumentos a los poderes de turno para justificar sus represiones. Pero lo cierto es que también entonces deseábamos encontrar una «alternativa» a la democracia de partidos y a la histórica división y fractura social causada por las ideologías políticas. Por eso creo que comprendo los verdaderos motivos de los actuales indignados, porque hace ya casi 50 años que también nosotros lo estábamos. Los indignados ya no quieren gobiernos ni partidos políticos, lo que quieren es un nuevo modelo de gestión pública más libre y transparente que la actual, y que permita a los ciudadanos una mayor participación y control. Además, desean poder ejercitar sus libertades personales sin la intromisión de un gobierno autoritario. Por tanto, lo que sucede es que estamos ante los albores de una nueva concepción de la democracia, la «eDemocracia», cuyos orígenes tuvieron lugar en una plaza madrileña con el significativo nombre de «Puerta del Sol». Por último, después de todo lo argumentado es evidente que ya no tiene sentido organizar este movimiento como partido político, como sabiamente han evitado hacer la gran mayoría de ellos, porque, a pesar de que pudieran tener éxitos esporádicos capitalizando votos de descontentos, como los casos de Alemania e Italia, simplemente nacerían ya cadáveres. En Berlín, junio . 1 James Nin La democracia sinpartidos políticos ENSAYO II.1. Sobre los gobernados ¿Para quién es el gobierno? AL DAR COMIENZO este nuevo ensayo intento ser lo más lógico y razonable posible, y empiezo por preguntarme cuál es el sujeto fundamental de la acción de gobierno, y no es difícil deducir que los protagonistas indiscutibles son los gobernados; es decir, el sujeto es el pueblo. Sin el pueblo no tiene sentido el gobierno. Pero el pueblo, a su vez, está compuesto por individuos, que son seres humanos, con su diversidad de caracteres y personalidades. Luego, finalmente, el sujeto fundamental de todo gobierno es el ser humano. Esto me lleva a intentar entender, con una previa reflexión filosófica, ese sujeto que llamamos ser humano. Para ello es necesario que defina con la mayor precisión posible cómo es el ser humano y cuáles son las certidumbres que determinan su comportamiento, tanto natural como social. El interés previo de esta investigación es obvio, pues todo buen gobierno debe tener en cuenta las necesidades reales de aquellos a quienes gobiernan. Lo físico y lo psíquico o espiritual El ser humano es por supuesto un organismo vivo. Como tal organismo está sometido a las deterministas leyes de la naturaleza. Su ciclo de vida es similar al de todos los organismos vivos: nace, crece, se reproduce y muere. Para realizar satisfactoriamente estas funciones dispone de un determinado tiempo y ciertos recursos naturales en forma de estímulos, como son las sensaciones de placer y satisfacción y de dolor e insatisfacción. Con estos dos simples estímulos primarios y naturales, de hecho son los primeros de los bebés humanos y del resto de los animales, aprende buena parte de cuanto necesita para sobrevivir y determinar su comportamiento más fundamental. Padecer hambre es doloroso y le obliga a procurarse el alimento. Hacer el amor es placentero, lo que facilita su reproducción, etc. Pero este comportamiento determina tan solo su condición animal, y de no contar con otras certidumbres no estaría yo ahora escribiendo un modesto ensayo acerca de una nueva forma de democracia para la actual era digital. En efecto, en el transcurso de nuestra traumática evolución desde el estado animal, los seres humanos hemos desarrollado dos nuevas y revolucionarias percepciones, como son las emociones y las impresiones. Estas percepciones no son directas, como son los sentidos físicos, trasmitidas por alguna forma de contacto directo, sino que son lo que podemos llamar como percepciones indirectas; es decir, que no requieren contacto físico directo alguno. En otras palabras, no son percepciones físicas sino «psíquicas». Pero, ¿qué es la psique; qué son estas percepciones; dónde se producen, y que estímulos y certidumbres causan? Las percepciones psíquicas son también el resultado de alguna sensación física, pero en lugar de percibirse directamente por el sistema nervioso y ser trasmitidas inmediatamente al cerebro para establecer la adecuada reacción y respuesta, se «proyectan» previamente en un espacio insustancial, o más propiamente «psíquico», donde son valoradas y trasmitidas las correspondientes órdenes al cerebro, para que éste responda finalmente con la reacción más apropiada. En otras palabras, las percepciones psíquicas no se resuelven directamente en el cerebro, sino indirectamente en la psique. Cuando tocamos algo caliente no nos paramos a reflexionar si será o no conveniente retirar la mano, porque la sensación de dolor indica al cerebro que debemos retirarla inmediatamente, lo que hacemos sin reflexión alguna. Pero si contemplásemos un hierro candente, y tenemos la experiencia o la información adecuada, la imagen roja de la zona calentada nos sugiere que tocarla nos producirá dolor, y ordenamos al cerebro que se abstenga de hacerlo. Por tanto, no hemos reaccionado inmediatamente al estímulo, sino indirectamente, tras una simple reflexión basada en el significado de una imagen. Esa es la función de la psique, en perfecta combinación con el cerebro y su capacidad de memorizar y segregar sustancias que estimulen físicamente nuestras sensaciones y emociones. Pero la psique tampoco puede ser algo estático e insustancial sino que debe ser una «fuerza», o forma de energía, que activa las imágenes que causan las emociones y los procesos que suceden en la conciencia. Como las cosas vivas con sentidos indirectos están en permanente actividad, la psique constituye un «principio vital», tal y como ya la entendían los filósofos de la antigua Grecia. Por tanto, se induce que la psique debe ser los flujos de energía vital que circundan el cerebro, y no el cerebro en sí mismo, como pretenden algunos neurólogos. En resumen, podemos simplificar definiendo la psique como la «energía vital» que activa la imaginación y la conciencia. Sobre el alma y el espíritu Desde antes de Aristóteles ya se vinculaba la psique con el alma, y desde entonces hemos venido asociando inevitablemente psique con todos los fenómenos relacionados con un supuesto espíritu y con la conciencia. Si bien debe ser así, es absolutamente necesario, no solo definir con precisión qué entendemos por espíritu y por conciencia, sino, una vez entendidos, separar ambos fenómenos psicológicos y establecer con toda claridad las causas de ambos, sus percepciones y sus efectos. En primer lugar, la aparición de la psique es, como decía, el resultado a su vez de la aparición de los sentidos indirectos, como el oído, el olfato y, sobre todo, la vista, pues estos sentidos necesitan contar con «algo» donde proyectar provisionalmente el resultado de sus percepciones. Por tanto, ya podemos establecer que todo organismo vivo que cuente con sentidos indirectos tiene necesariamente psique. Esto quiere decir que su comportamiento no es solo «lógico», de acuerdo a las leyes deterministas de la naturaleza, sino que también es «psico-lógico», o, lo que es lo mismo, que no solo actúa con determinación sino también con alguna forma de reflexión y libre albedrío, gracias precisamente a su psique. La otra causa de confusión entorno a su vinculación con el alma es la remota creencia, desde las doctrinas sobre Orfeo de la antigua Grecia, de que el alma, no solo es una entidad insustancial e inmortal, sino también independiente del cuerpo. El mismo Platón la considera superior al cuerpo, y nuestra tradición judeo-cristiana le concede cualidades trascendentales, sobre las que se sustentan ambas doctrinas. La teología puede inducirnos a creer en la existencia del alma como independiente del cuerpo y de otros seres extraordinarios y sobre naturales, como el Espíritu Santo, pero con la simple experiencia de la realidad sensible no se puede probar su «consistencia». En otras palabras, su existencia tan solo se basa en una certidumbre fundamentada en una hipótesis improbable, pero sí perfectamente creíble, puesto que la fe nos permite creer en la existencia de lo improbable. Naturalmente que la certidumbre teológica tiene su fundamento en la creencia de que las entidades extraordinarias que creamos en la imaginación son de inspiración divina, es decir, reveladas. Pero la simple experiencia de los hechos nos prueba que la psique; es decir, el alma para el contexto de la teología, y que se supone es la responsable de las cualidades morales del ser humano, no se «une» al cuerpo en el momento de la gestación, sino que surge durante el proceso de desarrollo progresivo de los sentidos indirectos. Por esta razón podemos perfectamente determinar que carecen de alma, o son “desalmados”, los organismos vivos que no tienen sentidos indirectos, o que teniéndolos no los consideran para determinar su comportamiento, limitándose a seguir los impulsos físicos directos; es decir, los estímulos del placer y la satisfacción y del dolor y la insatisfacción sin más. Pero la Revelación, puesto que es una cuestión de fe y la fe debe tener algún fundamento, también debe tener una razonable explicación que sea compatible con la experiencia de la realidad. La explicación debe estar vinculada a la idea de «espíritu», de donde proviene la del alma. Si el razonamiento inductivo anterior nos había llevado a considerar la psique, el alma, como la energía vital o activa, el espíritu debe ser por inducción lógica, y considerada en el contexto físico, la energía en sí misma, o, más propiamente, la «energía en reposo o pasiva» que contiene toda forma de materia, sea orgánica o inorgánica, y que enunció Einstein en su famosa fórmula E=mc2. De manera que tenemos una psique personal «animada», el alma, con cualidades éticas y morales, y otra psique universal «inanimada» y sin alma, y, por tanto, sin cualidades éticas o morales. Ese espíritu universal está presente en todo el cosmos, y que, para las culturas ancestrales chamánicas, no es otra cosa que el espíritu de la naturaleza, animada e inanimada. Pero, entonces, ¿de dónde proceden las cualidades éticas, estéticas y morales del alma humana? Las cualidades del alma De acuerdo a lo expuesto en el apartado anterior, y utilizando expresiones propias de la teología, puesto que provienen de la teología y no de la filosofía o la ciencia, podemos decir que el ser humano nace con espíritu, pero sin alma. Esta aseveración es por supuesto una herejía teológica, a pesar de que concuerda con el ritual del bautismo y del supuesto pecado original, pero sin embargo es algo fácil de constatar en la experiencia de la realidad. Para satisfacer sus primeras necesidades, los bebés empiezan por desarrollar plenamente los sentidos básicos y directos del placer y el dolor a través del gusto y del tacto, y solo a partir del desarrollo progresivo de los sentidos indirectos del oído, el olfato y la vista adquieren la capacidad de otras formas de percepción y de expresión, cuyas sensaciones, agradables o desagradables, dependerán de su sensibilidad natural para apercibirse del valor ético y estético de aquello que ven o sienten; es decir, distinguir el bien del mal. Más adelante estos valores los determinará la conciencia y sus juicios de valor, y terminarán por modelarlos la educación y su cultura local. Las nanas que le canta la madre al bebé le relajarán hasta provocarle el sueño; los sonajeros excitarán su curiosidad y, sobre todo, las expresiones de las imágenes de la madre y de las personas que le rodean determinará su primer sentido natural del bien y del mal, siendo «buenas» aquellas imágenes que le emocionan con agrado y le hacen sonreír y “malas” las imágenes que le emocionan con angustia y le hacen llorar. Por supuesto que la primera valoración del bien proviene de la «buena imagen» que le sugiere la madre, emoción de felicidad que es recíproca y constituye el principal fundamento de la poderosa afinidad materno-filial, mientras que, por desgracia para los padres, en bastantes ocasiones la primera imagen del mal puede ser la «mala imagen» que les sugiere el padre, que le angustia hasta hacerle llorar. Por tanto, el alma, y con ella la capacidad natural para distinguir el bien del mal, surge progresivamente con el desarrollo y actividad de los sentidos indirectos. En otras palabras, el alma surge de las emociones y tiene como utilidad para el ser humano establecer el valor ético y estético de aquello que percibimos. Así mismo, podemos considerar que la mayoría de los animales distinguen también el bien del mal a través de las valoraciones que hacen de lo que oyen, olfatean o contemplan, por lo que, no solo se induce que tienen psique y alma, es decir, su comportamiento también es de fundamento psicológico, sino que son seres éticos y emotivos como nosotros. La manzana de Eva Si el alma valora la ética y la estética de las cosas que percibimos a través de sus emociones, esta experiencia es una mera sensación de la que no sabemos nada más que el valor de las imágenes, sonidos o perfumes, pero si no pasamos de la pura emoción a otra forma superior de percepción, desconoceremos otros aspectos fundamentales, aquellos que nos permitan determinar su «forma de ser». Si no tuviéramos esta importante percepción todo aquello que nos emociona no pasaría de ser algo «informal», o, dicho de otro modo, una sensación de algo que está ahí y es aparente, pero que no podemos saber qué es ni si existe verdaderamente, puesto que carece de forma de ser. Es como estar delante de un fantasma, algo de lo que solo tenemos la certeza de su existencia durante el tiempo que lo vemos, oímos u olemos, pero que tal como se aparece, desaparece. ¿Dónde está la música, el perfume o las imágenes de los sueños que nos emocionan? Sólo sabemos que están mientras las percibimos por la emoción que nos producen, después desaparecen. Para descubrir qué son las cosas que nos emocionan fue necesario realizar la extraordinaria proeza psicológica de convertir las emociones en «impresiones», y ésta es la más revolucionaria faceta en la evolución de la psique, tanto de los animales como del ser humano, porque gracias a las impresiones pudimos pasar de un mundo fantasmagórico y aparente a otro formal y existente. Para ilustrar este proceso nada mejor que recurrir al mito bíblico de la manzana de Eva, que demuestra una vez más la asombrosa analogía entre Revelación y la experiencia real de los hechos. Las plantas tardaron millones de años en diseñar, y no me pregunten cómo lo consiguieron, su estrategia para diseminar sus simientes. Cada nueva mutación de especie generó la suya propia, que era radicalmente distinta de las demás, pero con un asombroso espíritu competitivo. Los frutos debían tener en consideración las percepciones fundamentales de los animales encargados de esta importante función: Sensación, emoción e impresión. Por tanto, tenían que ser sustanciales y tener un agradable sabor; una imagen poderosamente atractiva y, por último, una forma ergonómica y manejable. Cada planta tiene su propia «idea» de estas condiciones, pero, a través de sus frutos, todas las cumplen con una asombrosa efectividad. Siguiendo este sencillo ejemplo, hasta ahora hemos establecido el origen y la causa de la primera y segunda condición; es decir, de lo sustancial, que es percibido por el sentido directo del gusto, y el segundo, que es percibido por el fenómeno psicológico del alma y su emotividad. Siguiendo el símil del relato bíblico, tenemos que Eva se siente poderosamente atraída por la «buena» imagen de la manzana del árbol prohibido, lo que significa que nada atrae nuestra atención ni nos impresiona si no tiene para nosotros una buena imagen. El siguiente paso es degustar aquello cuya buena imagen nos sugiere que puede ser algo positivo, en este caso gustoso y alimenticio. Con esta simple experiencia, Eva aprende de forma natural a distinguir el bien del mal, precisamente lo que, al parecer, Dios temía que sucediera. Tras esta pecaminosa acción, tanto Eva como Adán adquieren el «conocimiento» de las cualidades alimenticias del fruto por su forma y su imagen, y, por el mismo proceso, pueden llegar a conocer las del resto de los frutos del Paraíso. Al conocer una diversidad de frutos, Eva; es decir, cualquier organismo vivo con sentidos indirectos, tuvo el prodigio de descubrir lo que Aristóteles enunciaría como el principio de la lógica: «Lo que no es igual, es necesariamente distinto». En otras palabras descubre que dos frutos pueden tener el mismo color e incluso el mismo sabor y, sin embargo, ser distintos. Pero ¿dónde estába entonces la diferencia? Obviamente, ¡en la forma! Las impresiones formales El apercibirnos de las diferencias de las formas fue sin duda un punto crítico en la evolución hacia el ser humano actual, a pesar que debieron pasar todavía algunos millones de años más para que tal descubrimiento culminara en su propósito inicial. Lo que sucedió fue que ese organismo pionero se apercibió de una tercera diferencia de las cosas entre sí, que no podía distinguirla ni con los sentidos del cuerpo, ni con las emociones del alma. Para hacerlo tuvo que observar dos cosas distintas entre sí y ser capaz de compararlas y descubrir sus diferencias formales. Pero algo tan sencillo para nosotros supuso un extraordinario logro para este organismo pionero, pues al observar, no la imagen sino la forma, lo que hizo fue crear una «impresión» de lo observado y trasladarla a su psique, donde las compararía y establecería las diferencias, para, una vez realizado este proceso, guardar cada forma en un espacio distinto de su prodigiosa memoria, de manera que pudiera «reconocerlas» cuando volviera a encontrarse con cosas con formas similares. Es decir, ahora ya era capaz de conocer las cosas, no solo por la experiencia de los sentidos y por su valor emotivo, sino también por su particular forma de ser. Con este extraordinario prodigio desencadenó un importante suceso en su psique, como es el nacimiento de la propia conciencia, pues lo que hizo fue «concebir» las formas de lo que observaba y abstraerlas en «objetos mentales», con lo que, al mismo tiempo, añadía un nuevo fenómeno activo a su psique, como es la «mente». Una nueva forma de energía psíquica, cuya función específica es la concepción de las cosas físicas para convertirlas en objetos puramente psíquicos; es decir, activar la conciencia. Por este proceso, los objetos se convierten en abstracciones mentales fieles a las cosas reales de donde provienen, de donde surgirán los «conceptos» y, de estos, las ideas, proceso fundamental para la formación de la inteligencia humana. Por tanto, a partir de las primeras impresiones ya podemos decir que los organismos vivos, incluidos los seres humanos, somos entidades «sensibles, emotivas y conscientes». De las impresiones a las ideas Pero la aparición del fenómeno de la mente y de la conciencia no fue suficiente para llegar al ser humano. Los animales son tan conscientes como nosotros y saben distinguir perfectamente unas formas de otras. Observan las cosas y las conciben como objetos formales, que memorizan, de manera que no hay la menor duda que los perros reconocen a sus dueños, no solo por su olor e imagen, sino por su forma particular de ser. Lo que sucede es que los animales, al carecer de un lenguaje complejo, son incapaces de identificar el objeto con una voz específica, de manera que les resulta imposible transformar el objeto concebido en un sujeto, y sin esta capacidad los objetos no pueden ser relacionados entre sí, según sus causas y efectos, de manera que llegan a conocerlos pero no a entenderlos; es decir, tienen conocimiento, pero un entendimiento tan limitado como sea la capacidad de expresión de su lenguaje, corporal o por sonidos. Un pájaro se expresa a través de sus gestos y sus trinos, de los que, por simple que sean, conoce su significado, y que entienden otros pájaros de su misma especie. Un gato entiende los gestos, bufidos y maullidos de su rival, y obra en consecuencia. Estas limitadas expresiones de su lenguaje constituyen los fundamentos de su limitado entendimiento, así como de su mentalidad, pero su comportamiento está determinado, además, por sus instintos y su psicología, que pueden ser tanto o más complejos que la de muchos seres humanos. Por tanto, lo que define la condición específicamente humana es su capacidad, gracias a la complejidad de su lenguaje, para transformar los objetos en sujetos, de manera que al nombrar los objetos que concibe es capaz de relacionarlos entre sí en la conciencia y establecer sus relaciones causa-efecto; o dicho de otro modo, es capaz de entender las cosas que conoce y las relaciones que pueden existir entre ellas, capacidad muy limitada entre los animales. Pero no termina aquí el proceso del desarrollo de su entendimiento, sino que cada sujeto relacionado con un objeto se convierte automáticamente en una «idea objetiva»; es decir, que con el sujeto nacen también las ideas. Nacimiento que tiene tantas ventajas como desventajas, y cuya polémica todavía hoy estamos arrastrando, porque, casi inmediatamente después de su descubrimiento, nos llevó al «idealismo», una concepción de la realidad radicalmente opuesta al materialismo propio de la naturaleza sin entendimiento. La condición de toda idea es que provenga de la nominación de un objeto, pero la propia condición subjetiva del lenguaje nos llevará a caer en la trampa de concebir objetos inexistentes, pero que debemos crear necesariamente para restablecer la lógica de las causas y los efectos. Por ejemplo, un caballo blanco es un sujeto con un objeto que puede ser experimentado con los sentidos, pero la blancura del caballo, que también es una idea, es un sujeto que no puede ser experimentado en sí mismo, porque carece de forma de ser y de objeto, ya que no nos dice qué cosa tiene la blancura. Esta contradictoria situación llevó a Platón a creer que las ideas existían por sí mismas, sin cosas experimentables que las contuvieran. Pero gracias a esta errónea concepción filosófica, la poderosa imaginación del ser humano creó ideas «irreales», pero que servían de estímulo para el progreso en todos los sentidos; es decir, concibió la utopía. Por lo que nuestra historia, pese a la posterior rectificación de su aventajado discípulo Aristóteles, es, y sigue siendo, en buena medida la consecuencia de este error filosófico, es decir, del «idealismo platónico». Resumen del capítulo Cualquier forma de democracia que deba considerarse, no solo justa sino también razonable e inteligente, tiene que ofrecer las condiciones idóneas para que el ser humano pueda satisfacer sus necesidades físicas y psíquicas fundamentales. Por supuesto que debemos empezar por satisfacer las necesidades físicas, pues no es cierto que el hambre agudice el ingenio, tan solo agudiza la agresividad y los comportamientos antisociales y violentos. El ingenio lo estimula la intuición y la curiosidad natural del ser humano. Pero también un exceso de satisfacción puede anular la voluntad y el entendimiento. Para ello se deben crear las condiciones idóneas necesarias para que la sociedad civil pueda emprender iniciativas económicas que aseguren la satisfacción de sus necesidades más allá de la mera supervivencia, así como proporcionarle un espacio vital seguro y un medio ambiente saludable, donde desarrollar sus otras necesidades psíquicas fundamentales. La segunda condición de toda democracia es crear un ambiente adecuado para el desarrollo de la creatividad y emotividad del ser humano, que permita desarrollar su imaginación en obras de arte que le emocionen y le haga feliz. En esta gran actuación debemos incluir la religión, siempre que se limite a su labor pastoral y no intervenga directamente en política, pues buena parte de la población es creyente y encuentra en su fe la causa de su felicidad. Y, por último, la tercera condición es, una vez más, crear el ambiente idóneo para que el ser humano pueda desarrollar plenamente su entendimiento, al mismo tiempo que le facilite el acceso a la adecuada información para ampliar cuanto desee sus conocimientos. Naturalmente que la función de la democracia en sí misma no es formar empresarios, financieros, artistas, clérigos, filósofos o científicos, sino limitarse a crear las condiciones para que estos puedan surgir de la sociedad civil en igualdad de oportunidades y sin ningún tipo de discriminación. Estas condiciones se consiguen con estas tres grandes actividades: economía y finanzas, para las necesidades del cuerpo; arte y religión, para las del alma; y ciencia y filosofía, para las de la mente. Una sociedad que no tuviera la posibilidad de satisfacer todas estas necesidades humanas fundamentales, o por las razones que fueran, decidiera prescindir de alguna de ellas, sería sin duda una sociedad enferma. II.2. SOBRE LOS GOBERNANTES El estado y su estructura UN GOBIERNO DEMOCRÁTICO solo tiene sentido si gobierna sobre un cierto número de individuos que conformen algún tipo de sociedad. A su vez, una sociedad es un grupo de individuos vinculados por algún tipo de derecho fundamental, de otro modo sería una congregación, que es una agrupación vinculada por principios éticos, religiosos, o por instintivas leyes naturales, como es el caso de las comunidades gregarias de la naturaleza. Por tanto, la condición fundamental de un grupo de individuos que conforman una sociedad es, como escribe Rousseau, que estén vinculados entre sí por los derechos y obligaciones contenidos en un «contrato social». Si no existe este vínculo legal y obligatorio no puede haber sociedad, sea política, recreativa o del tipo que sea; lo social es sinónimo de compromiso legal. Pero, al mismo tiempo, la sociedad como tal solo obliga a sus participantes o «socios» a respetar las normas del Derecho que los une, pero no a tenerse afecto, amistad o entendimiento mutuo. Estos son valores que se deben adquier fuera del derecho fundamental del contrato social, y que son promovidos por doctrinas religiosas o filosóficas que inciten a la fraternidad. Así es que tanto el gobierno como los gobernados están supeditados a observar ciertas normas legales que conforman los estatutos de la sociedad o la constitución del estado. Tampoco el estado tiene sentido en sí mismo si no está vinculado a un territorio, donde habita un grupo de individuos que conforman una nación. Su función fundamental es delimitar el ámbito de la soberanía nacional, necesaria para determinar a qué individuos les corresponden los derechos y deberes contenidos en su constitución. Por tanto, el estado es la entidad política que otorga la soberanía a una nación establecida dentro de un territorio, con el objeto de determinar los derechos y deberes por pertenecer a una nación. El estado puede ser político o natural. El estado de las naciones primitivas estaba constituido por un determinado nicho ecológico de supervivencia, con límites territoriales imprecisos. Así, las naciones indias americanas colonizadas constituían en realidad estados naturales, que también podemos denominar ecológicos, sobre los que se impusieron los estados políticos instaurados por los colonos conquistadores. La otra condición histórica del estado político, y que dio sentido a la formación del sistema monárquico absolutista, fue la necesidad de un líder supremo, o jefe de estado, de quien emanaban las leyes constitucionales y la soberanía nacional. El absolutista Luís XIV llevaba razón al sentenciar «El estado soy yo». Pero naturalmente que en los estados actuales, con sistemas democráticos y parlamentarios, donde la soberanía reside en el pueblo, el jefe del estado ha quedado reducido a una figura política representativa y simbólica, ya sea su presidente en una república no presidencialista o el rey en una monarquía parlamentaria. En resumen, el estado moderno es el resultado de la nacionalización de un territorio delimitado, ya sea por medio del consenso de un gobierno nacional democrático, por acuerdos dinásticos, o por la fuerza de un militar apoyado por su ejército. Por su parte, la nación es la población de que está constituido el estado. De donde se deduce que no puede existir una nación sin estado, pues un territorio sin una nación, aunque esté poblado, no es un estado. Así, los palestinos no son una nación en tanto no tengan un estado; tan solo son el «pueblo palestino». No puede haber más de una nación dentro de un estado, incluso en un estado federal. El estado federal alemán de Renania-Palatinado pertenece a la nación alemana; el estado federal de California pertenece a la nación norteamericana, etc. Pero la nación es, a su vez, una entidad política que adquiere su personalidad cultural del «país». Por tanto los rasgos característicos de la nación: lengua, religión y costumbres, son los del país y no los de la nación o del estado. El país integra también las características naturales del territorio, «paisaje», que es uno de los factores determinantes de su identidad cultural y costumbrista. En cuanto al concepto político de patria, proviene del de país, pues significa simplemente el país de nuestros padres o antepasados. Políticamente el país debe coincidir con la nación, pero la heterogénea y circunstancial composición de la población de algunas naciones, permiten denominar determinadas regiones, autonomías o estados federados, como «países» (los estados alemanes se denominan «Länder», que se traduce por «países»). A su vez, un país, con su patria y su pueblo, puede estar repartido entre varios estados nacionales, dado que el concepto de país es cultural y no afecta a la integridad del concepto político de nación. Y así se llega a la causa circunstancial del concepto político de «pueblo», que es el componente humano de un país. Por tanto, el pueblo adquiere sus rasgos culturales del país, sus valores tradicionales de la patria, su entidad política de la nación y su integridad soberana del estado. De esta reflexión se deduce que la soberanía de un estado reside en última instancia en el pueblo, y no en el país, la patria o la nación. Pero esta concepción política tradicionalmente aceptada también está en crisis, y no recientemente sino desde la misma Revolución francesa, que dio pleno sentido al moderno concepto político de «ciudadano». En efecto, ciudadano es un concepto político que relaciona directamente el pueblo con su nación a través del vínculo de la ciudad. Lo que determina el sentido de esta nueva concepción del individuo social es que la nacionalidad no solo se adquiere por nacer en una nación, patria o país, sino por el hecho de residir durante un determinado periodo de tiempo en una «ciudad», entendiendo que todos los individuos residen en alguna ciudad, grande o pequeña, donde están legalmente empadronados. Así, un ciudadano alemán es un individuo de nacionalidad alemana porque reside, o ha residido, en una ciudad alemana, donde se ha naturalizado, aunque no hubiera nacido en este país. Pero, por esta misma razón, la ciudadanía es la causa de una nación, real o virtual. Por ejemplo, un ciudadano de la Unión Europea pertenece a la nación virtual europea, y un ciudadano del mundo lo es de una nación virtual mundial. Por esta razón la Unión Europea es ya en la práctica una potencial nación-estado, compuesta por diversas naciones, países y patrias, con sus características culturales y valores tradicionales. En las democracias más avanzadas y dinámicas, donde es creciente la movilidad de la población y existe un intenso flujo de inmigración, la tendencia política es equiparar el derecho de residencia al de nacimiento para otorgar su nacionalidad y sus prerrogativas políticas y civiles, relegando cada vez más a un segundo plano los conceptos vinculados al país, como patria y pueblo. De manera que en estos estados, y sobre todo en el estado virtual de la Unión Europea, la soberanía ya no reside en el pueblo, sino en la ciudadanía, y las naciones están formadas por ciudadanos en lugar de por un pueblo de «paisanos» y de «patriotas». El gobierno y la autoridad EN UNA DEMOCRACIA se supone que las personas deciden libremente y por sí mismas su comportamiento cívico, que no puede ser tan solo el que le dicta su conciencia y juicio crítico, sino que debe someterse también a las normas y leyes democráticamente promulgadas y contenidas en el derecho social. Esto quiere decir que las personas para ejercer razonablemente sus derechos y deberes de ciudadanos necesitan formarse libremente un criterio personal de conducta. Para ello deben tomar decisiones que fuercen su voluntad a obrar en consecuencia, aún en contra de sus principios y convicciones. En otras palabras, su libertad les obliga a «gobernarse» a sí mismos, para establecer su conducta social y así convivir en armonía en sociedad. Por el contrario, en una dictadura las personas no pueden decidir libremente su conducta social, sino que deben seguir las doctrinas de un líder, al que están alienados, por convicción o por obligación, por lo que se convierten en individuos sin criterio personal que deben ser gobernados, porque carecen de la capacidad de autogobernarse libremente a sí mismos. De esta reflexión se deduce que en una dictadura los individuos necesitan ser gobernados, pero en una democracia se presenta el conflicto de la existencia de dos gobiernos superpuestos, el personal y el del estado. El del estado intenta gobernar a las personas considerándolas como individuos, y el personal rechaza ser gobernado por el estado porque ello significa la anulación de su personalidad y libre albedrío. Los indignados son «personas», por lo que rechazan cualquier forma de gobierno alienante, y ese es precisamente el aspecto revolucionario de este movimiento, que no obedece a consignas de partidos, sindicatos o religiones, sino a su propio juicio personal de la realidad política y social en la que viven. Por esa razón sus movilizaciones son espontáneas y carecen, ¡y siempre carecerán!, de un líder en concreto. En tanto que las movilizaciones tradicionales a lo largo de la historia las han realizado «individuos» motivados por una doctrina personalizada en un líder. Si queremos que la sociedad futura sea más libre y responsable y el estado no se convierta en policial y represor; es decir, simplemente en una dictadura hábilmente disfrazada de democracia, como ya son muchos en la actualidad, sin duda que debe prevalecer el personal. De donde se deduce que las personas libres simplemente no pueden ser gobernadas. De manera que la institución del gobierno del estado debe cambiar de función y cometido, y en lugar de dirigir, ordenar y mandar, debe limitarse a «gestionar» o «administrar» los intereses de los ciudadanos, porque en una sociedad libre y democrática, el gobierno ya está en cada uno de ellos. Los ciudadanos no pueden obedecer otras órdenes que aquellas que emanen del derecho y de la constitución. Esto puede parecer una utopía, pero si en el futuro la sociedad civil no progresa en este sentido, lo hará en el opuesto, y será inevitable caer en una falsa democracia, con un gobierno tutelado por intereses económicos y soportado por una mayoría de individuos que prefieren obrar al dictado a asumir la responsabilidad de ser libres y gobernarse a sí mismos. Por tanto, los indignados quieren una libertad que ya no puede ofrecer esta democracia. Por otro lado, los actuales gobiernos supuestamente democráticos reciben de sus electores la autoridad necesaria para que en su nombre lleven a cabo la realización de una determinada agenda política. Pero las agendas de los gobiernos son meros proyectos, que sirvieron para confeccionar sus programas con sus promesas electorales, y que están sujetos a las circunstancias cambiantes de la realidad política, social y económica. Por tanto, el gobierno no recibe un mandato específico, sino un voto de confianza y la «autoridad» necesaria para que realice a grosso modo, y en la medida de lo posible, las ideas fundamentales propuestas en su programa electoral. Esto significa que el gobierno tiene autoridad suficiente como para cambiar sus planes políticos o incluir en el transcurso de su legislatura otros por razones circunstanciales y más convenientes si así lo cree conveniente, pero que no estaban en su agenda política inicial y que pueden estar en total oposición con los argumentos y razones por las que les apoyaron sus electores. Pero, como ya es más que evidente en la actual acción de los gobiernos, esta autoridad puede degenerar fácilmente en autoritarismo cuando el gobierno actúa fuera del mandato que le otorgaron los ciudadanos de acuerdo a sus programas y a su ideología, o, incluso, del control parlamentario. La causa de esta malversación de la voluntad de los ciudadanos que los eligieron no solo está en el gobierno en sí, sino en su autoridad. Siempre nos referimos a los miembros de cualquier gobierno como «autoridades»; es decir, que tienen autoridad para proponer un proyecto de ley o cualquier otro tipo de iniciativa política, económica o social, pero sobre todo, y esa es la esencia misma de toda autoridad, para «mandar» y dar “órdenes”, lo que les puede hacer caer fácilmente en el autoritarismo. De donde se deduce que si el gobierno no tuviera autoridad no habría posibilidad alguna de que cayera en el autoritarismo. Luego la primera y más importante propuesta de reforma política es que el gobierno deje de tener autoridad. Pero, en rigor, un gobierno sin autoridad ni siquiera puede calificarse de «gobierno», sino, como decía, de «gestor» o “administrador”. Por tanto, y una vez más, lo que una sociedad democrática necesita no es un gobierno para que nos ordene y mande, con autoridad o autoritarismo, sino una comisión para que nos gestione y administre, con el poder delegado por los ciudadanos libres y soberanos, que es muy distinto. Luego lo que debemos sustituir es el propio gobierno y su autoridad por otro modelo de gestión de lo público sin necesidad de autoridad pero con poder, y que, por tanto, no pueda degenerar en autoritarismo. Los partidos políticos LAS FACCIONES o partidos existen desde que se formaron las primeras asambleas populares. La razón es que en toda discusión política siempre surge un grupo minoritario de individuos que lideran los debates y una mayoría que los apoyan o los rechazan, de acuerdo a sus ideas y argumentos, pero que carecen de iniciativa propia; es decir, grupos de «partidarios» de los diversos líderes de una asamblea. Naturalmente que el interés fundamental de un líder es contar con el mayor número de partidarios, pues de ello depende que se aprueben o rechacen sus propuestas. En esta relación dialéctica los partidarios están alienados al líder, y su única opción es cambiar de líder, o lo que es lo mismo, sustituir una alienación por otra distinta. Los partidos políticos serán la consecuencia histórica de la adopción del sufragio universal, en la que el voto de la asamblea se hace extensible a un gran número de población. No obstante, la relación de alienación entre el líder y sus partidarios es la misma, pero tan numerosa que requiere una cierta organización. Esta necesidad de organización generará una estructura más o menos jerarquizada, cuya competencia llegará a necesitar una asamblea interna, donde se elige el líder, se aprueban sus estatutos, sus órganos de gobierno y sus programas electorales. A partir de la formación de los partidos políticos y su plena integración en el sistema democrático representativo, las personas con vocación política tienen que integrarse necesariamente en alguna de estas organizaciones, y, una vez integrados, lograr ser nominados candidatos dentro de sus listas electorales, por lo que se repite el proceso de la asamblea original, y los líderes siguen necesitando el apoyo de «partidarios» dentro del propio partido; es decir, siempre que haya facciones habrá individuos alienados a sus líderes. O, dicho de otro modo, mientras haya partidos habrá un líder libre y unos partidarios alienados. Por tanto, lo que hacemos al elegir un determinado líder de un partido es, en realidad, elegir a un potencial «dictador» y reconocer tácitamente nuestra alienación y sometimiento. Por esta razón, y una vez más, no deberíamos elegirlos para que nos gobiernen, sino para que nos administren. Por si esto no fuera ya suficientemente grave, en la actual democracia los ciudadanos apenas tienen la posibilidad real de saber objetivamente a quienes han votado. Su elección se basa en el conocimiento que obtienen a través de la «propaganda» electoral y la manipulación de aquellos medios de masas interesados en su elección. En la actualidad las opiniones a favor o en contra de las ideologías políticas y de sus partidos se manipulan con la misma facilidad que las modas, las tendencias culturales o las preferencias de los ídolos de masas. En nuestra sociedad de consumo, donde existe una total imbricación entre política y economía, los partidos se convierten en organizaciones fuertemente burocratizadas, cuyo objetivo es vencer la competencia con la misma estrategia que si se tratara de un producto más para el mercado. Y este modelo organizativo se encuentra lo mismo en partidos de derechas como de izquierdas, porque, según lo expresa Hawley, «tan pronto como la participación política de masas se organiza en una democracia de partidos competitivos [...] se convierten en formas que conducen al oportunismo». La exigencia de la competencia política les obliga, por encima de todo, a la conquista del poder. Una vez conquistado el poder y alcanzados los fines se supone que encontrarán la forma de justificar los medios. Pero por desgracia suele ocurrir que los medios fraudulentos, engañosos y corruptos que utilizan, terminan por convertirse en los fines. También existe una lamentable relación entre la mediocridad de la política de los partidos y la mediocridad del criterio de la sociedad masificada que los apoya y elige, que es la consecuencia de este fraudulento procedimiento democrático y del consiguiente distanciamiento de los ciudadanos más conscientes de sus representantes. Por tanto, la soberanía en la sociedad actual no reside en los ciudadanos, sino en las masas convenientemente manipuladas por los partidos. Si los fabricantes están obligados a vender su producción para hacer rentable la inversión, en la medida de que los partidos políticos necesitan realizar fuertes inversiones para crear la imagen de sus candidatos, también están obligados a ganar, sin tener demasiado en consideración otro criterio que el de la pura rentabilidad electoral. Así, un reducido grupo de corporaciones y súper-millonarios, afines a los grandes partidos políticos, controlan la mayoría de los mensajes publicitarios de los medios de comunicación de masas que los llevan a la victoria electoral. Por tanto, los partidos políticos están en manos de quienes financian sus campañas electorales. ¿Quién, que no tenga todavía una sólida formación política puede resistirse a esta poderosa influencia? Las democracias actuales son las mejores que se pueden comprar con dinero. Por otro lado, las actuales discrepancias ideológicas entre los diversos partidos políticos radican en sus diferentes concepciones sobre valores éticos y morales que deben o no ser considerados derechos fundamentales del ciudadano; criterios sobre medidas económicas y financieras para promover la creación de empleo; los límites que deben imponerse a la libertad de acción y de expresión; diferencias sobre la concepción política y la forma del estado u otros criterios e ideas sobre el bienestar social en general. Esta discrepancia se basa en la incapacidad de aceptar que ya existen valores universales, tanto éticos como económicos, que deberían ser adoptados por todos los partidos, sea cual sea su ideología. Pero esta actitud está cambiando porque, debido a la dramáticas consecuencias de las sucesivas guerras y conflictos armados; los catastróficos efectos de la especulación financiera y a la destrucción del medio ambiente, estamos empezando a aceptar ciertos valores consensuados como universales y de obligado cumplimiento, sobre los que deba regirse tanto el comportamiento social como el económico a nivel global. En otras palabras, descartadas las ideologías totalitarias y radicales, cada vez somos más conscientes de que no hay más que una manera de gestionar la economía y la convivencia ciudadana sobre principios que ya son universalmente aceptados. Como consecuencia de esta unificación globalizada de criterios y valores, debe llegar un momento en que ya no haya lugar para defender discrepancias fundamentales entre los diversos partidos políticos, lo que en la práctica significará su inutilidad e inevitable desaparición. Llegado este crítico momento, deberemos hallar una nueva forma de gestionar los legítimos intereses de los ciudadanos, sin caer en la torpeza de eliminar la democracia, ni en el egoísmo insolidario. Una vez adoptados estos principios fundamentales y universales, ya no hará falta un gobierno sino tan solo una simple «comisión gestora», con poder, pero no autoridad, para gestionar aquello para lo que haya sido comisionada. Por tanto, dejará de haber «autoridades» vinculadas a partidos políticos para ser sustituidos por «gestores» independientes, integrados en sendas comisiones. Esto, que puede parecer revolucionario, es la manera en que estamos construyendo el «gobierno» de la Unión Europea, basado en una Comisión, un Parlamento y un Consejo, que actúa como Cámara alta, o Senado europeo. El hipotético componente revolucionario de esta tesis es simplemente la manera de adaptar este sistema a los estados nacionales, e incorporar los medios digitales puestos a nuestra disposición, no solo para facilitar la gestión sino para hacerla más barata, ágil, participativa y, sobre todo, transparente. Las ideologías POSIBLEMENTE UNO de los errores más descomunales de la historia del pensamiento político haya sido el haber considerado el liberalismo como una doctrina política, cuando lo que Adam Smith describió en su ensayo «La riqueza de las naciones» fue simplemente una teoría económica. La política es siempre social, puesto que su fundamento lo tiene en su imbricación con la sociedad donde se realiza. Por tanto, toda política es necesariamente social; o, lo que es lo mismo, «socialista», en el más estricto y exacto sentido de la palabra. Lo que diferencia a unos socialismos de otros es el grado de importancia que conceden a la libertad individual sobre el interés general. Solo las ideologías totalitarias, como el comunismo ortodoxo, el totalitarismo autárquico o las teocracias dogmáticas y aisladas, pueden no considerarse socialismos, porque no están compuestos por sociedades libres por comunidades sometidas al dictado de sus ideologías o creencias. Por tanto, todas las ideologías políticas son socialistas, pero unas son más liberales que otras. Por la misma razón, todos los sistemas económicos son liberales, pero unos son más sociales que otros. Las diferencias están en la mayor o menor intervención del sistema político sobre el sistema económico; eliminando su tutela, como es el liberalismo radical o libertario, o privándolas totalmente de libertad, como es la economía planificada del comunismo. Si llamamos las cosas por sus nombres, cualquier persona vinculada a una actividad social es por definición un “socialista”, de la misma manera que cualquiera que lo esté a la economía es también por definición un “economista”. De manera que podemos decir que ya solo existe una ideología política, que bien podemos llamar «socio-liberal», pero con diferencias de matices sobre el grado de socialización de su economía o de liberalización de su sociedad. Algunos países del centro y norte de Europa, que han soportado razonablemente bien la actual crisis económica y financiera, ya han adoptado en la práctica real esta ideología centrista, hasta el extremo de que el electorado tradicional de izquierdas y de derechas está perplejo, sin poder ver con claridad dónde está la diferencia. Después de más de diez mil años de relaciones e intercambios que de una forma u otra podemos llamar «socio-económicas», la síntesis de todas estas experiencias han confluido en un modelo que consiste en una fórmula de equilibrio entre cuatro pilares fundamentales: inversión, producción, consumo y gasto público, que es deducido de una parte proporcional de la propia actividad económica. Los gobiernos, o en este caso los gestores, no pueden hacer otra cosa que encontrar la fórmula de una presión fiscal equilibrada, que no perjudique la productividad y rentabilidad de las empresas, en una justa proporción entre grandes y pequeñas, nuevas y consolidadas. Además de fiscalizar y regular el mercado laboral lo más libre y tolerable posible, pero sin caer en los extremos, e incentivando sobre todo el empleo juvenil. En cuanto al consumo, aplicar la misma fórmula proporcional grabando menos aquellos bienes que sean de primera necesidad, como alimentos básicos, medicamentos de prescripción médica o bienes culturales fundamentales, y más los de lujo o innecesarios. Con el rendimiento de esta política fiscal equilibrada y proporcional, que no es de izquierda ni de derechas, sino como decía con anterioridad, «socio-liberal», es de donde debe adquirir sus recursos financieros para el gasto social. Este capital debe emplearse, además de para los gastos corrientes del Estado, que deben ser lo más ajustados posible a los ingresos, pues no es más social el estado que más gasta sino el que mejor gasta, para financiar aquellas obras y servicios que rechaza el mercado, o que son fundamentales y no pueden dejarse al capricho de sus fluctuaciones, como la educación o la sanidad. Financiar el gasto público con créditos solo tiene justificación durante cortos periodos de tiempo, para estimular la economía y el empleo durante las fluctuaciones cíclicas de la economía, pero es una práctica nefasta cuando se convierte en un hábito establecido, porque en este caso el estado cae en manos de los especuladores financieros y ya no puede regularlos ni combatirlos, además de perder su libertad y soberanía. Ningún estado puede tener una economía social saneada ni ser libre y soberano si está fuertemente endeudado. En cuanto a las desigualdades sociales, éstas no son debidas a la economía de mercado en sí, pues es perfectamente lícito que alguien se enriquezca si triunfa en alguna actividad económica rentable. Pero una vez adquirida la riqueza, la misma riqueza le otorga una posición de dominio que le permite competir con ventaja. Por eso los gestores públicos tienen que equilibrar este efecto fiscalizando más a quien más tiene, pues si una parte de la sociedad tiene problemas a la larga la otra acabará teniéndolos también. Por último, debe perseguir y castigar cualquier tipo de fraude fiscal, especialmente de los grandes defraudadores y evasores de impuestos, así como la especulación financiera arriesgada o el blanqueo de dinero, verdadera lacra del sistema financiero actual. Por muy radicales que fueran nuestras propuestas no podemos prescindir de la economía de libre mercado y de su soporte financiero. De hecho, uno de los fundamentos sobre los que se apoya este movimiento, como son los avanzados medios de comunicación digitales, son el fruto indiscutible de este dinámico modelo, por lo que no se trata de destruirlo sino de hacerlo compatible con la democracia real y con las necesidades fundamentales de los ciudadanos. Resumen del capítulo El tiempo de las grandes reformas sociales para librar a los ciudadanos de los restos del feudalismo, y que han justificado todas las grandes revoluciones de la historia, ya hace tiempo que han concluido, y con él desaparecen las tradicionales ideologías que las promovieron. En las revueltas juveniles de Mayo del 68, a cuya generación pertenezco yo mismo, ya se empezó a cuestionar la necesidad de renovar completamente un sistema democrático que daba sus primeros síntomas de decadencia y su incapacidad para gestionar con eficacia, transparencia y honestidad los intereses de los ciudadanos. Los jóvenes de entonces intentamos experimentar nuevos modelos políticos y democráticos «alternativos», pero eran más imaginativos que realistas. «La imaginación al poder» era por entonces nuestro eslogan. Pero el momento para el cambio todavía no había llegado. Por entonces comunismo y capitalismo estaban en su pleno apogeo y competían con parecidas tácticas imperialistas y militaristas por dominar un mundo compuesto por una minoría de naciones cultas y ricas, que explotaban y exprimían una inmensa mayoría de naciones incultas, supersticiosas y horriblemente empobrecidas y atrasadas. Por entonces las naciones del llamado «Tercer mundo» estaban desconectadas del mundo exterior y soportaban su indigencia con resignación, dominados por tiranos nacionales que se consideraban los dueños y señores del estado. El mundo todavía no estaba globalizado. En medio del sórdido fragor de la guerra fría el también llamado «Mundo libre» intentaba ganar adeptos exportando su confusa ideología liberal y capitalista. Para ello convencía a los tiranos nacionales para que instaurasen sistemas democráticos multipartidistas, y a cambio serían candidatos a recibir cuantiosas inversiones y préstamos para el «desarrollo» concedidos por los países ricos. Los tiranos comprendieron enseguida que podían implementar la democracia sin cambiar ni un ápice su tiranía. Para ello bastaba con crear un partido político «oficial» e invertir unos cuantos millones, tomados del escuálido erario nacional, en propaganda electoral, con lo que ganaban por mayoría absoluta unas elecciones tras otras. Al mundo libre le pareció suficiente y los consideraron afines a su ideología, intercambiando visitas oficiales al más alto nivel, con revistas de tropas, himnos nacionales y grandilocuentes discursos de alabanza por haber abrazado la causa de la libertad y la democracia. Pero tanta hipocresía tenía que generar, tarde o temprano, una explosión de indignación social, y aquí es donde intervienen los nuevos medios de comunicación de la era digital. Tanto Internet como la telefonía móvil son las primeras tecnologías avanzadas creadas por las naciones ricas, pero que pueden ser fácilmente asimilables por las pobres. Y esta es la gran novedad que hace historia, porque su utilización masiva, sobre todo entre jóvenes de clase media urbana, sean de un país rico, pobre, o simplemente empobrecido súbitamente por alguna crisis económica, como es el caso de España, es de donde surgirá este movimiento de “indignación”, que los llevará a tomar las calles, y a acampar en emblemáticas plazas, para intentar cambiar de raíz este lamentable estado de cosas. A través de las redes sociales intercambian las razones de su indignación y denuncian el maltrecho estado de sus democracias meramente formales, que, no solo les privan de derechos fundamentales y que consideran naturales, sino que la acusan también de ser la causante de sus crisis. Así es que en un momento dado se intercambian mensajes con convocatorias para mostrar su descontento, y consensúan uno o dos eslóganes fundamentales, pero el más significativo será el de «¡Democracia real ya!». Slogan que arrastrará partidos e ideologías de la escena política como es arrastrada la materia en un agujero negro, con rapidez y sin dejar ni rastro de los dos. II.3. SOBRE LA LIBERTAD Una definición de la libertad LA SUSTANCIA MISMA de la historia es la permanente lucha del ser humano por evitar caer en cualquier forma de vasallaje; es decir, la defensa de su libertad aún a costa de su vida. Por tanto, mientras padezca alguna forma de esclavitud o servidumbre siempre habrá una causa para que siga haciendo su historia. Pero la libertad no es una idea simple de concebir, pues podemos llegar a aceptar libremente diversas formas de vasallaje, ya que el hecho social mismo es una forma de sometimiento de nuestra libertad a cambio de seguridad. Se supone que el ser humano solo puede ser libre en estado de naturaleza, como argumentaba Rousseau, pero esto es discutible, porque los animales también conviven asociados y vinculados por estrictas y deterministas leyes naturales, que también coartan su libertad o libre albedrío. Los seres humanos no hemos hecho otra cosa que interpretar estas leyes de acuerdo al nivel de nuestro entendimiento; es decir, como una imperfecta interpretación cultural. La libertad en sí misma es una idea inconcebible porque no proviene de la observación y concepción de un objeto, como un árbol o una casa, sino de la conducta o comportamiento de un objeto que no es la libertad misma, sino aquello a lo que está vinculada y que le concierne. Por tanto, la idea de la libertad está necesariamente basada en la experiencia de algo que le concierne y que la experimenta. Ese algo puede ser cualquier cosa natural, pues incluso los vegetales, a pesar de estar arraigados, son libres de dirigir sus ramas en la dirección más conveniente de acuerdo a sus condiciones climáticas circunstanciales. Otra condición fundamental para establecer la definición de libertad es que exista una relación necesaria y dialéctica entre aquello que es libre y un determinado entorno o circunstancia que le impide serlo, ya sea natural o cultural. De manera que si tratamos de concebir la idea de libertad, ésta debe referirse siempre a un contexto natural o social, y no puede limitarse al ser humano y su conducta, sino a todo aquello que de alguna manera necesita libertad para organizarse o desarrollarse. Para ello deberemos establecer qué es consustancial con cualquier forma de libertad, para posteriormente poder aplicar este principio a cualquier cosa que se considere libre. La libertad y el orden ESTE PRINCIPIO es el “orden”. En efecto, todo comienza en estado de caos, o libertad absoluta, para tender al orden impuesto por las leyes naturales o sociales, hasta terminar en un orden total o servidumbre absoluta. Así, la absoluta libertad es el caos, y el orden absoluto es la esclavitud. No obstante, puesto que todo está en permanente movimiento y evolución, y siempre está sometido a alguna ley dinámica natural, el caos tiende necesariamente al orden, y lo ordenado tiende necesariamente al caos. En resumen, la libertad puede definirse como el grado de orden o desorden de un sistema, natural o social, siendo más libre cuanto más desordenado y menos libre cuanto más ordenado. Cualquier acepción de la libertad estará necesariamente sometida a este principio. Por tanto, la libertad y la servidumbre la establece la causa misma del orden o del desorden. En la naturaleza esta causa es el impulso de la necesidad y del instinto, en el ser humano es la voluntad, cuyas convicciones provienen de la fe y sus creencias, la intuición y sus ideas innatas, y la conciencia y sus juicios razonables. Así, el criterio que determina el grado de libertad de un grupo social será el resultado de los juicios de su conciencia colectiva, basados en sus creencias o conclusiones razonables, que son fijados en un cuerpo de leyes. En determinadas circunstancias, se puede llegar incluso a aceptar “libremente” leyes que les sometan a un orden estricto y autoritario, incluso a la esclavitud, como son todas las dictaduras, políticas o teocráticas, voluntariamente aceptadas. Podemos distinguir al menos tres acepciones de la libertad: la libertad de movimiento, la libertad de creencia y la libertad de conciencia. Las demás posibles acepciones se integran en alguna en estas tres. La libertad de movimiento LA REALIDAD EN sí misma sería inviable sin la libertad de movimiento, pues todo aquello que transcurre en el tiempo se mueve necesariamente en el espacio. Sin movimiento no sería posible ni el tiempo ni el espacio. Lo inmutable no puede ser. También en este caso se cumple el principio expuesto con anterioridad, pues el movimiento puede ser caótico u ordenado; es decir, libre o sometido. Por impulso de sus leyes dinámicas, la naturaleza muerta tiende al movimiento ordenado, a la gravitación, en tanto que la viva tiende a un movimiento caótico y desordenado; es decir, a la liberación. Las sociedades humanas organizadas tienden también a la inmovilidad y al orden. Los automóviles deben circular por las carreteras, las personas por las aceras, las bicicletas por los carriles-bici, etc. Por tanto, una sociedad que ordena el movimiento es menos libre que aquella que se mueve dentro del caos y el desorden. Obviamente si aceptamos movernos con orden en perjuicio de la libertad es porque a cambio obtenemos cierta compensación para nuestra seguridad personal. La libertad de creencias Las creencias son percepciones asumidas provisionalmente como verdades, que son probables pero que no han sido probadas. Si nos aferramos a las creencias es sencillamente porque por la razón que sea tenemos necesidad de confiar en lo que es improbable. Para librarnos de la incertidumbre que nos produce esta provisionalidad recurrimos a la irracional certidumbre de la fe, que justifica nuestras dudosas decisiones. También en este caso es válido el principio del orden como causa de la servidumbre, pues las creencias sirven para dar sentido y ordenar la realidad según la imaginamos; es decir, también sirven para poner orden. Por tanto, es absolutamente libre quien no cree en nada, en tanto que es menos libre quien está sometido a la alienación de sus creencias, hasta el extremo de caer en una absoluta servidumbre si aquello en lo que cree ordena absolutamente su entendimiento de sí mismo y de la realidad, como es el caso del fanatismo religioso. En este caso la renuncia a nuestra libertad no está motivada por la seguridad personal, sino por la estabilidad emocional, al librarnos de la angustia que nos causa la incertidumbre de nuestras creencias. La libertad de conciencia UNA CREENCIA QUE llega a ser probada por la experiencia o la razón y la lógica se convierte en un concepto; es decir, pasa de ser algo simplemente imaginado a ser plenamente concebido. El resultado es un objeto relacionado directamente con alguna cosa sustancial, percibida por los sentidos o razonada en la conciencia. Una vez concebida la cosa sustancial tenemos un objeto y si le asignamos un nombre tendremos, a su vez, un sujeto. Con el sujeto tenemos ya la idea de lo que hemos concebido. Relacionando unas ideas con otras según sus causas y sus efectos llegamos a adquirir el entendimiento, y la relación entre lo que conocemos con lo que entendemos constituye la inteligencia. Una vez más el principio del orden puede aplicarse a la libertad de conciencia, pues la utilidad de las ideas es también poner orden en el caos mental que provocan la multitud de conceptos sin una relación de causa y efecto entre sí; es decir, sin que lleguemos a entenderlos. Por esta misma razón es absolutamente libre quien vive sumido en el caos y no tiene ninguna idea ni es consciente de nada, circunstancia que solo se da en las cosas muertas, pues incluso los animales tienen conciencia del entorno y un entendimiento limitado a su capacidad de expresión o lenguaje, por lo que también están sometidos a un cierto orden natural, y la consiguiente limitación de su libertad. También en este caso podemos concebir y adoptar libremente una ideología que nos lleve al vasallaje y a la renuncia de la libertad. La razón es siempre la de librarnos de contradicciones irresolubles y el caos consiguiente con ayuda de la razón; es decir, lograr una cierta estabilidad mental renunciando a entender la realidad en su totalidad, para aceptar tan solo aquella parte de la realidad que somos capaces de entender. Se supone que la democracia nos debe librar de estas contradicciones y de sus negativos efectos, al tiempo que protege nuestras libertades, pero si una sociedad democrática está excesivamente regulada puede llevarnos a la misma servidumbre que la dictadura, con la única diferencia de que, mientras en una dictadura el orden es impuesto, en una democracia es voluntario. El peligro de la democracia es precisamente caer en una esclavitud voluntariamente aceptada, y que degenere en el “Gran hermano” de George Orwell, o en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley. La libertad de creación HSTA AHORA NOS hemos referido a la libertad y su relación con el orden como causa de su limitación. Esto nos podría llevar a suponer que el impulso inicial del caos debe ser consumido totalmente por el orden, sin que la libertad tenga capacidad para “regenerarse” una vez anulada por el orden. Esto sucede realmente así tan solo entre las cosas muertas y sin capacidad creadora, pero no entre las cosas vivas y creativas. En efecto, la creatividad de las cosas vivas y dinámicas es lo que renueva constantemente la libertad, pues cada creación es una novedad que viene a “desordenar” lo establecido. Solo el orden mecánico carece de creatividad, y, por tanto, ni tiene ni necesita ni genera libertad. En las sociedades humanas la libertad es constantemente regenerada por nuestra capacidad de innovación, ya sea gracias a nuevas creencias, descubrimientos científicos o ideas políticas o filosóficas originales. Esta capacidad de innovación es inmediatamente “sometida” por alguna regulación, normativa o ley. Pero las nuevas leyes y regulaciones van siempre por detrás de las innovaciones, por lo que las sociedades creativas tienen siempre asegurada una determinada dosis de libertad, pero también de desorden. Las revoluciones son siempre la causa de alguna forma de desfase entre legislación y creatividad social. Las progresistas suceden cuando las leyes oprimen la creatividad, y las conservadoras cuando la creatividad oprime las leyes. En resumen, podemos definir la regeneración de la libertad como la sinergia de toda creación. Resumen del capítulo EL MODELO democrático nos proporciona una libertad condicionada por la necesidad de orden y de estabilidad, pero el orden lleva en sí mismo el germen de la esclavitud. La futura democracia no debe limitarse a la defensa del derecho a opinar, manifestarse o desplazarse libremente, sino promover un orden interno y personal que haga innecesaria la coacción de las leyes, pues de otra manera tendríamos que legislar sobre todos los aspectos de nuestro comportamiento personal, además de ser constantemente vigilados y controlados por un estado policial. Por tanto, la labor fundamental de las instituciones del estado no debe ser promover el orden social con leyes coercitivas, sino ciudadanos responsables que sepan hacer un correcto y responsable uso de la libertad sin necesidad de coacción. II.4. SOBRE LA e-DEMOCRACIA Las instituciones básicas IMAGINAR UN NUEVO escenario con un sistema democrático sin partidos políticos, gestionado en buena medida a través de Internet, es cuando menos inquietante y se podría considerar como irresponsable, porque puede darnos la sensación de que le estamos amputando algo consustancial a la democracia. Sin embargo la historia nos muestra que los mayores horrores antidemocráticos tuvieron su origen precisamente en un partido político, y no sería extraño que, dada la larga crisis en la que estamos sumidos, no pueda volver a suceder lo mismo en la actualidad. Por tanto, no hay una relación histórica directa entre partidos políticos y democracia, sino, por desgracia, sucede todo lo contrario, y no pensar en un nuevo escenario es precisamente lo irresponsable. Por otro lado, el prescindir de partidos políticos no quiere decir prescindir también de representantes políticos y caer en la ingenuidad de que es viable la democracia directa en el ámbito de un gran estado, incluso con el uso de las últimas tecnologías de la comunicación digital. Lo que debemos desarrollar es un nuevo modelo de gestión política de lo público en la que los ciudadanos más activos y comprometidos tengan facilidades para una mayor participación en la toma de decisiones políticas. Pero también se trataría de evitar el extremo de que tengan que ser estos mismos jóvenes los que, a través de sus multitudinarias manifestaciones y acampadas callejeras, dictasen la agenda política, sin una posible coordinación global que tenga en consideración todas las circunstancias en el posible impacto de sus iniciativas o rechazos. Se trata simplemente de construir un modelo de participación ciudadana que, siendo perfectamente democrático, se adapte a las nuevas tecnologías digitales, y que no tenga los defectos de la actual ni sus limitaciones. La institución fundamental de una democracia es, por supuesto, el parlamento o asamblea popular, donde los ciudadanos deben tener la mayor y más directa participación posible. Una participación directa solo es posible en pequeñas asambleas locales o de barrio, pero es necesariamente indirecta en aquellas asambleas que abarquen un gran número de población. Durante los periodos democráticos de la antigua Grecia, en el Ágora, o asamblea popular, llegaban a reunirse hasta cinco mil personas con derecho al voto, para escuchar y votar las propuestas de los oradores. Pero, por desgracia, y este puede considerarse uno de los puntos débiles de la democracia en sí, no se aprobaban las mociones más justas sino aquellas defendidas con mayor elocuencia, lo que provocaría un gran interés por la escuela filosófica sofista. El otro defecto era que, como sucede en la actualidad, buena parte de los votos eran literalmente comprados, y la asamblea estaba divida en facciones a favor o en contra de los ciudadanos más destacados; es decir, los más ricos. De hecho, Pericles fue un político inteligente pero populista, que ganaba lo votos con toda clase de artimañas posibles. Esta fue la principal razón de la decadencia de esta primera democracia. Por tanto, a partir de un determinado número de ciudadanos que tengan derecho a su participación en los debates de sus asambleas se hace necesario nombrar a representantes, y es a partir de esta necesidad cuando surgen los principales conflictos de soberanía popular, porque es fundamental que la elección de representantes no pueda ser manipulada por nadie, y sea posible establecer una relación directa y, si puede ser personal, entre el candidato y sus electores. Pero, sin la ayuda de algún tipo de organización, los candidatos para asambleas de mayor ámbito de las locales no dispondrían de los medios necesarios para dar a conocer sus candidaturas y programas electorales, para lo que es necesario recurrir a costosos medios de propaganda. Sin contar con este apoyo, solo aquellos candidatos con abundantes recursos financieros podrían presentar su candidatura, tal y como sucedía entre los inventores de la democracia. Así, siempre se presenta el conflicto entre renunciar a la democracia representativa o aceptar la existencia de los partidos políticos. De manera que si creemos conveniente eliminar los partidos políticos pero sin renunciar a los representantes, no hay otra fórmula alternativa que cambiar, precisamente, la forma de elegirlos. Por un razonamiento lógico, se induce que la única forma posible para este fin es que sean aquellos candidatos elegidos directamente por las asambleas locales quienes, a su vez, elijan ellos mismos y de entre ellos mismos, los candidatos para asambleas en las no sea posible su elección directa, pues se supone que, puesto que son nuestros representantes, cuentan también con nuestra confianza. Esto quiere decir que los candidatos elegidos para las asambleas locales elegirían los candidatos para las asambleas de mayor representatividad, como las provinciales; estos a los de las regionales, quienes elegirían, finalmente, a los de la asamblea nacional. Esta sería la única solución para mantener con la mayor efectividad posible la voluntad de los ciudadanos y sus asambleas sin recurrir a los partidos políticos. La otra institución que debe cambiar es la del mismo gobierno, que como he argumentado con anterioridad, debe sustituirse por un organismo de gestión o administración pública, cuyas iniciativas y actuaciones no se basen en promesas electorales, sino en actuaciones concretas con sentido social, o, simplemente, con “sentido común”. Pero, sobre todo, como respuesta a las necesidades reales y prioritarias expresadas por la ciudadanía, y con un espíritu solidario entre ciudadanos de una misma localidad, provincia, región o nación. Estas iniciativas o actuaciones, no solo deberían contar con la aprobación mayoritaria de las diferentes asambleas, sino de la mayoría de la ciudadanía implicada en ellas. Este procedimiento puede coartar considerablemente la capacidad de innovación e iniciativa de esta institución, pero, al mismo tiempo, evitaría los actuales abusos de costosas iniciativas por razones de vanidad personal de sus promotores, o por simple prestigio nacional, lo que provoca inevitables conflictos entre la voluntad del gobierno y la de los ciudadanos. Por supuesto que esta institución debe ser una “comisión gestora”, elegida por un responsable o presidente, y formada en lo esencial por profesionales independientes, especializados en cada una de sus posibles competencias. Pero todavía es necesaria otra institución fundamental, que sin estar por encima de las diversas asambleas, tenga capacidad para discutir y proponer a las asambleas iniciativas y actuaciones concretas que afecten a diversas localidades, provincias y regiones; es decir un “Senado”, o consejo ínter territorial, que estaría formado por los presidentes de las diversas comisiones. Por tanto habría un consejo provincial y un consejo regional, autonómico o federal, o consejo de estado. Por último, es absolutamente necesaria una nueva institución fundamental, que mantuviera en contacto permanente y directo a los ciudadanos con aquellas asambleas que no han sido elegidas directamente, cuya misión sería poder intervenir, en nombre de los ciudadanos, en sus deliberaciones legislativas, con suficiente poder como para bloquear su aprobación, y cuyas características veremos en otro apartado más adelante. Por tanto las instituciones políticas básicas de esta nueva democracia no serían nuevas, sino tan viejas como la historia misma de la democracia: una Asamblea, una Comisión y un Consejo, complementadas con la de un Defensor del ciudadano. Los representantes de la Asamblea local, el presidente de la Comisión y el Defensor del ciudadano serían elegidos directamente por los ciudadanos en tres listas diferentes. Los miembros de la Comisión serían elegidos entre los de la Asamblea por el presidente electo de la Comisión, y el Consejo estaría formado por los presidentes de las diversas Comisiones. Los miembros de la Asamblea y el Defensor del ciudadano tendrían la iniciativa en la presentación de mociones y proyectos de ley, según sea su ámbito territorial y sus competencias; la Comisión tendría la iniciativa en las propuestas de actuaciones concretas, por propia iniciativa, por la de la Asamblea o, indirectamente, por los ciudadanos, también de acuerdo a su ámbito de influencia; el Consejo tendría la potestad de ratificar o anular las actuaciones de la Comisión y de la Asamblea, así como proponer iniciativas de actuaciones especiales y solidarias. Por último, el Defensor del ciudadano tendría también como función permitir a los ciudadanos bloquear o anular normativas y presentar iniciativas ciudadanas directamente a la Asamblea o a la Comisión. Como hemos visto, el principio fundamental de esta nueva democracia debe ser que todo el proceso de elección de representación política tenga lugar en un ámbito suficientemente reducido para que los candidatos no necesiten el apoyo de «partidarios» organizados; es decir, partidos políticos. Pero también para que candidatos y electores tengan la posibilidad de conocerse mejor con una relación personal y directa, y no a través de la «propaganda» electoral de los partidos, que muestran a sus candidatos mediatizados y manipulados por las técnicas del marketing electoral, promovidos y apoyados indirectamente por quienes los financian. Esto quiere decir que las elecciones de representantes en las que participen directamente los ciudadanos de esta nueva democracia deben ser exclusivamente locales, o de distrito en las grandes ciudades. Más allá de esta dimensión los candidatos serían elegidos en sufragios internos por los mismos representantes El número de representantes para las asambleas locales o de distrito elegidas sería también proporcional al de sus habitantes, aumentando progresivamente a mayor número de habitantes. Así, una localidad de cinco mil habitantes podría tener un representante por cada quinientos habitantes; es decir, diez representantes, más los de la pedanía o los barrios, pero una de veinte mil, podría tener tan solo uno por cada mil, por tanto, veinte representantes, etc. En este reducido ámbito electoral los candidatos tendrían mayor facilidad para darse a conocer personalmente a sus electores, conocimiento que, por sus cualidades humanas, profesionales o buena reputación, puede haberse ya establecido con anterioridad a su candidatura. El fin de estas primeras elecciones locales es elegir los miembros de la Asamblea local o de distrito que constituye el fundamento de esta nueva democracia, a partir del cual los representes elegidos pueden ascender a ámbitos de representación superiores. Al mismo tiempo, crear la estructura de representación ciudadana básica y fundamental, que serviría de modelo para la formación de las instituciones de nivel superior, como las provinciales, regionales, nacionales o, incluso, las europeas, como veremos más adelante. Si es conveniente la elección de una reducida Asamblea local de representantes a partir de un determinado número de habitantes en lugar de, gracias a los medios disponibles en Internet, permitir la participación masiva de todos los ciudadanos con derecho a voto en una hipotética democracia directa, sería para evitar caer en el «asamblearismo», o un exceso de representación ciudadana, que la haría poco operativa. No obstante, tampoco se puede permitir que los ciudadanos no puedan recurrir y rechazar alguna de estas iniciativas cuando se consideren mayoritariamente que ocasionan un gran perjuicio social, para lo que estaría la institución independiente del Defensor de ciudadano, con capacidad para bloquear las iniciativas más polémicas, o proponer alternativas más aceptables. Las localidades o aldeas con pocos habitantes, o los barrios de grandes ciudades pertenecientes a un solo distrito, tendrían asambleas de ciudadanos con participación directa, pero limitada a la capacidad de los espacios donde se celebrasen, dando prioridad a los representantes de asociaciones ciudadanas, o a los ciudadanos que estuvieran directamente afectados por el asunto tratado en los debates. Estas asambleas nombrarían una Comisión gestora, coordinada por un presidente, de aldea o de barrio, el equivalente a los actuales alcaldes pedáneos, y se coordinarían entre ellas en los Consejos de aldea o de barrio, constituidos con los presidentes de las Comisiones. Para tener representación en las localidades de donde fueran pedáneas o parte de un distrito, el Consejo nombraría uno o varios representantes, proporcional al número total de habitantes, que se integrarían a las asambleas locales o de distrito. La elección de los candidatos PUESTO QUE NO existirían los partidos políticos, para promover las candidaturas a la Asamblea podrían ser las diversas asociaciones y agrupaciones cívicas locales quienes nominarían los candidatos, sin ningún tipo de discriminación o exclusión, excepto que deba ser un ciudadano con residencia legal y con derecho a voto, apoyadas con un determinado número de firmas, proporcional al número de habitantes. También podrían presentarse candidaturas independientes a título personal, siempre que consiguieran las firmas requeridas. Estas candidaturas serían aceptadas por una comisión electoral local dependiente del Defensor del ciudadano. El número de firmas conseguidas determinaría su posición en las listas electorales de candidatos. En principio este procedimiento, como veremos más adelante, permitiría que una persona con buena reputación, competente e independiente, y que resida en una pequeña localidad, tuviera las mismas oportunidades de llegar a ser elegido diputado a la Asamblea nacional que otra residente en una gran ciudad. Por supuesto que la recogida de firmas de adhesión podría hacerse a través de Internet, en un portal oficial local controlado por la Comisión electoral, donde estaría el perfil básico del candidato. Información que podría complementar utilizando las actuales redes sociales o los blogs. Una vez que la Comisión electoral aceptase a los candidatos, se confeccionarían tres listas separadas: una para la elección de los miembros de la Asamblea, otra para la elección del presidente de la Comisión, equivalente a los alcaldes actuales, y una tercera para la elección del Defensor del ciudadano. Los electores serían todos los ciudadanos residentes y con derecho a voto, a partir de 15 ó 16 años, que es la edad en que es necesario empezar a asumir responsabilidades cívicas, y debería realizarse a través de la red, por voto electrónico, en un portal oficial local. Con los representantes elegidos se constituiría la Asamblea local o de distrito, que elegiría su presidente y portavoz. La Comisión gestora local o de distrito Es obvio que la Comisión gestora tendría la función ejecutiva local, o, en el caso de grandes ciudades, la del distrito, además de la iniciativa en la redacción de normativas o leyes, en tanto que la Asamblea tendría la legislativa, para aprobar o rechazar las propuestas de la Comisión, así como su control y la ratificación de sus comisarios. El presidente de la Comisión local, elegido directamente por los ciudadanos, tendría la competencia y la confianza de la Asamblea para elegir un equipo de «comisarios» acorde a sus competencias, cuyas cualidades personales o profesionales fueran las más idóneas para el cargo, por lo que el criterio sería sobre todo profesional. Así, para la comisión de deportes podría nombrar a un deportista local; para la de cultura a un artista local, etc. Por tanto, al no existir los partidos políticos, estos comisarios serían totalmente independientes, y no tendrían otro objetivo político que el servicio al bienestar de la comunidad que representan. Esto nos lleva a determinar cuáles serían las tres comisiones mínimas fundamentales y sus ámbitos. La primera sería la comisión de Economía, de la que dependerían competencias relacionadas, como la elaboración del presupuesto, industria, comercio, urbanismo, medio ambiente, gestión de recursos, etc. La segunda sería la de Cultura, de la que también dependerían actividades como museos, festivales, fiestas locales, deportes y actividades lúdicas, e, incluso, las relaciones con las iglesias y confesiones locales, etc. La tercera sería la de Educación, de la que dependerían las escuelas públicas, la educación ciudadana, la promoción de las ciencias y las nuevas tecnologías, etc. Por último, estaría el Defensor del ciudadano, cuyo responsable sería elegido directamente por los ciudadanos para garantizar su independencia, de la que dependería la Comisión electoral antes descrita, responsable del control de las elecciones y la recogida de firmas, a través de un portal oficial local en Internet, y la interpelación y presentación de mociones e iniciativas ante la Asamblea y la Comisión, así como la defensa del consumidor. Con estas primeras instituciones, Asamblea, Comisión y el Defensor del ciudadano, los ciudadanos tendrían representantes para atender sus necesidades básicas y que les afectan directamente, pero es obvio que la política local tiene que tener en consideración la realidad provincial, por lo que se necesitan otras instituciones similares a más alto nivel. Las instituciones provinciales También las instituciones provinciales estarían formadas por los tres organismos básicos de la Asamblea, la Comisión y el Consejo, pero la Asamblea provincial no sería elegida directamente por los ciudadanos sino que los elegirían los diputados de las Asambleas locales o de distrito en un número proporcional al de sus habitantes. También el Defensor del ciudadano de ámbito provincial, con las mismas funciones que el local, sería elegido por el mismo procedimiento. A partir de las elecciones locales o de distrito, a celebrar como en la actualidad cada cuatro años, ya no habría más sufragios directos en los que tuvieran que participar los ciudadanos, sino que serían los propios candidatos electos quienes se elegirían entre sí. Las razones de este procedimiento es simple de entender. Por un lado, al no haber partidos políticos tampoco existirían organizaciones lo suficientemente grandes como para promover y apoyar candidaturas, y solo se presentarían candidatos con grandes recursos financieros o apoyados por quienes los tuvieran. Por otro lado, porque ¿quién puede conocer las cualidades personales y profesionales de los candidatos mejor que sus propios colegas cuando el ámbito de la elección excede la localidad o el distrito urbano? ¿Con qué elementos de juicio valoraría un ciudadano estas cualidades en un candidato de otra localidad o distrito? ¡Solo a través de «propaganda» electoral, que es la que hay que tratar de evitar! De manera que serían los propios miembros de las asambleas locales quienes elegirían sus representantes para la Asamblea provincial, y estos eligirían, a su vez, al presidente de su Comisión, pero un año después de las elecciones locales. La razón de esta demora es dar tiempo a los miembros de la Asamblea para conocerse mejor y poder valorar con mayor objetividad las buenas cualidades y el talante político de los candidatos. Una vez constituida la Asamblea provincial, y siguiendo el mismo procedimiento que para las instituciones locales, ésta elegiría su presidente y portavoz. La Comisión gestora provincial y el Consejo provincial En estas nuevas instituciones políticas provinciales habría la importante novedad del Consejo provincial, constituido por los presidentes de las Comisiones locales o de distrito respectivamente. Este nuevo órgano actuaría en la práctica como un Senado provincial, cuya función sería ratificar o rechazar propuestas legislativas de las Asambleas y actuaciones de las Comisiones que afectasen al ámbito provincial o municipal, o coordinar y consensuar al más alto nivel provincial iniciativas de interés primordial y solidario. Al mismo tiempo, y para coordinar mejor las iniciativas locales que requieran la intervención provincial, se crearían Consejos puntuales, formados por los consejeros provinciales de la misma competencia. Por ejemplo, si fuera necesario coordinar un festival cultural de ámbito provincial, se reuniría el Consejo provincial de cultura para tratar de todos los detalles, etc. En las grandes ciudades y capitales de provincia con varios distritos, se constituiría una Asamblea y una Comisión de la ciudad intermedia, formada por representantes de las Asambleas de distrito, que elegiría también un presidente de la Comisión y un Defensor del ciudadano. Así, a partir del ámbito provincial y de las grandes ciudades ya estarían constituidas las tres instituciones fundamentales de esta nueva democracia: La Asamblea, la Comisión y el Consejo. ¡Exactamente lo mismo que tenemos en la gestión política de la Unión Europea! Por tanto, esta propuesta no es ni nueva ni revolucionaria. De lo que se trata, precisamente, es de crear un modelo de democracia nacional que sea compatible con el de la Unión Europea actual, de manera que con el tiempo y las reformas constitucionales necesarias, todas puedan confluir y articularse razonablemente entre sí. Las instituciones políticas regionales, nacionales y europeas El procedimiento para la formación de las instituciones regionales o autonómicas y nacionales sería el mismo que para las provinciales. Tampoco en estos dos niveles se recurriría la elección directa de los ciudadanos, porque obviamente, al ser candidatos independientes no contarían con los medios necesarios para promocionar sus candidaturas a nivel regional o nacional, ni tampoco sería conveniente. En la democracia multipartidista actual los ciudadanos están influenciados por actos electorales multitudinarios, concurridos por acólitos enardecidos, afines a los partidos que los organizan, y que no necesitan ser convencidos, por lo que, además de costosos, son absolutamente inútiles. De cualquier modo, en estos encuentros electorales no se refleja la verdadera personalidad de los candidatos ni el alcance real de sus programas de gobierno. Estos lamentables espectáculos mediáticos de los mítines electorales masificados dejarían de existir, pues ya no se trataría de elegir un «líder carismático», que puede resultar positivo, pero también catastrófico, como lo fueron Hitler o Mussolini, y que solo sirven para la exhibición teatral de los candidatos con sus costosas y espectaculares puestas en escena, sino un buen gestor y administrador de los legítimos intereses de los ciudadanos. El tiempo de los líderes carismáticos tiene que dar paso a de de gestores públicos responsables. Así, los presidentes autonómicos surgirían de una elección interna y directa en el seno de la Asamblea autonómica, y serían los responsables de la Comisión, equivalente a los actuales presidentes autonómicos, además de formar parte del Consejo o Senado regional. También, en este mismo nivel político regional, habría la institución del Defensor del ciudadano, con las mismas atribuciones y competencias que en las instituciones inferiores, pero mejor dotadas de acuerdo a su nuevo ámbito de actuación. De esta simple manera llegamos a las instituciones nacionales, que se formarían con idéntico procedimiento a las de niveles inferiores, pero con la sola diferencia de que obviamente tendrían un mayor número de representantes en la Asamblea, así como más comisiones y competencias para la Comisión nacional, como Interior, Defensa, Exteriores, etc. Así se constituirían la Asamblea nacional (el Parlamento), la Comisión nacional (el Gobierno) y el Consejo nacional, formado por los presidentes de los Consejos regionales o autonómicos (el Consejo de Estado o Senado). El equivalente al actual presidente del Gobierno sería, obviamente, el presidente de la Comisión nacional, elegido entre los miembros de la Asamblea nacional. Una vez más, para la formación de estas instituciones no sería necesaria la elección directa de los ciudadanos. Por último, este nuevo sistema democrático confluiría con los actuales órganos de gestión de la Unión Europea. Es fácil deducir que el único cambio significativo sería el de la elección de los candidatos al Parlamento Europeo. Como hemos argumentado, al no existir los partidos políticos, serían elegidos de forma directa entre los diputados de las Asambleas nacionales. De esta manera se evitaría el fraude político actual de elegir de forma directa representantes cuyo conocimiento por parte de los ciudadanos es prácticamente nulo. El resto de las instituciones europeas actuales prácticamente no habría ni que tocarlas. De manera que, gracias a las reforma del sistema democrático actual según esta propuesta, confluirían todos los sistemas nacionales de representación política en un solo procedimiento a nivel europeo, cuya función política no es gobernar sino gestionar. El Defensor del ciudadano Una efectiva y responsable gestión de lo público es una responsabilidad personal importante, además de laboriosa, y requiere estudiar con profundidad los diferentes aspectos concurrentes de cada gestión, por lo que a partir de ciertos niveles requiere una dedicación absoluta. Por esta razón, la política, siempre que sea de gestión y no de gobierno, debería ser una profesión vocacional razonablemente remunerada, como pueda ser la de médico o pianista. Una vocación política significa dedicarse íntegramente a la buena gestión de lo público, con profesionalidad e independencia. Si los políticos actuales no hacen válido este principio es en buena medida debido a la negativa influencia de los partidos políticos a los que están afiliados, a su intransigencia ideológica y sus estructuras jerárquicas. Un político independiente puede dedicarse íntegramente a la función social para que le ha sido encomendada por el mandato ciudadano sin tener que adaptarse, además, a las exigencias ideológicas y jerárquicas de un partido. La razón que justifica esta propuesta es que la política no debe ocupar a los ciudadanos más de lo razonable, porque estos tienen otras muchas ocupaciones en que concentrar su atención. Por esta razón la democracia no puede agobiar al ciudadano de constantes obligaciones, pues para ello están precisamente los representantes. Por otro lado, los representantes deben contar con ciertas garantías de que sus representados les permitan plantear proyectos e iniciativas a medio y largo plazo, que no podrían realizar si se vieran constantemente interpelados. Por tanto, los ciudadanos deben otorgar un razonable margen de acción a sus representantes, de la misma manera que se la damos a los directores de las empresas, o a los docentes. Esto nos llevaría a evitar en lo posible la intervención directa de los ciudadanos en la gestión pública una vez elegidos los representantes, como la convocatoria de referendos, de los que se suele abusar en aquellos países que practican más o menos la democracia directa, o, lo que todavía es más necesario, evitar la necesidad de las multitudinarias manifestaciones callejeras como métodos de presión política, que son utilizadas inevitablemente por grupos de ciudadanos con comportamientos violentos y antisociales, y que deslegitiman las buenas intenciones de los manifestantes. Naturalmente que los ciudadanos, a pesar de limitarse a elegir a sus representantes locales, deberían tener la oportunidad de intervenir directamente en las iniciativas presentadas por las Asambleas y las Comisiones, pero en lugar de interpelar directamente a estos órganos de gestión, lo harían indirectamente a través del Defensor del ciudadano. Esto quiere decir que los ciudadanos deben contar con medios efectivos para corregir los posibles abusos de poder de sus representantes, o de anular iniciativas ciudadanas que tengan un mayoritario rechazo, o, incluso, poder presentar directamente interpelaciones, mociones o iniciativas ciudadanas a la consideración de las Asambleas, incluidas la nacional y la europea, sin necesidad de convocar referendos populares, ni tener que recurrir a las manifestaciones. Como ya hemos dicho, para ello se crearía el Defensor del ciudadano, o un «súper-representante» con capacidad para intervenir en las deliberaciones de la Asamblea, pero no con un solo voto, sino con tantos como les concediesen los ciudadanos con la recogida de firmas. En otras palabras, si los ciudadanos no estuvieran de acuerdo con un determinado proyecto de ley o iniciativa, los opositores y organizadores recogerían firmas de apoyo, cuya cuantían, y de forma proporcional, determinaría el número de votos que tendría el Defensor del ciudadano en el momento de la votación. Así, si la mitad de la población firma el rechazo a una determinada propuesta, el «súper-representante» de los ciudadanos tendría la mitad de los votos de la Asamblea, y solo necesitaría un tercio más de votos para derrotar el proyecto, o presentar una moción o una nueva iniciativa. Este mismo procedimiento sería válido para las Asambleas provinciales, regionales, nacionales e, incluso, la europea. Al mismo tiempo se evitaría la celebración de referendos de elección directa, pues, como ya he argumentado en el capítulo anterior, más allá de las Asambleas locales o de distrito no existirían las infraestructuras necesarias para implementar el voto electrónico. En aquellas Asambleas que dispusieran de medios suficientes, como las autonómicas y la nacional, los debates deberían poder ser trasmitidos en directo por «streaming» a través de Internet, en audio-video o solo audio, con formatos también para tabletas y teléfonos móviles. Lo que facilitaría el seguimiento de su tramitación por parte de los ciudadanos interesados. Resumen del capítulo Parece poco democrático privar a los ciudadanos de elegir directamente a los miembros de las asambleas provinciales, autonómicas, nacionales e incluso la europea. En realidad sí los elegirían, pero con algunos años de antelación, pues por el procedimiento de esta propuesta, para llegar a la Asamblea nacional o al Parlamento Europeo, antes tendrían que haber pasado por la Asamblea local o de distrito, la provincial y la autonómica. De esta manera se conseguirían innumerables efectos políticos sumamente positivos. El primero sería dinamizar la política de las pequeñas localidades y los distritos de las grandes ciudades, pues los jóvenes interesados en la política tendrían que hacer sus «primeras prácticas» empezando por este ámbito local, para poder llegar con una edad razonable a más altas instituciones. A fin de cuentas así es como funcionan las cosas fuera de la política, como por ejemplo en las grandes empresas, en la docencia, en la carrera militar o, incluso, en la eclesiástica. En otras palabras, para llegar a ser diputado nacional antes tendrían que haber pasado por las asambleas locales, provinciales y autonómicas, con el consiguiente enriquecimiento en conocimientos útiles y la experiencia política que supondría este largo tránsito para culminar su legítima ambición. Por tanto, los ciudadanos los eligen directamente, pero en el comienzo mismo de su carrera política, que es cuando los llegan a conocer realmente. El otro efecto positivo es que, una vez elegidos para la Asamblea local, dependería de ellos mismos, de su buena o mala gestión, así como de su honestidad y buena reputación personal, el que fueran elegidos para cargos de más alto nivel, sin que tengan que someterse a las estrategias electoralistas de los partidos políticos, donde se pierden verdaderos talentos por su legítimo deseo de libertad e independencia, y sin otro interés que el de servir al bienestar de los ciudadanos, y no al triunfo de su partido. Al final, y desgraciadamente, en los partidos políticos actuales no suelen destacar los más inteligentes y mejor preparados, sino los más intrigantes y con menor moralidad política. El siguiente efecto también positivo es impedir la llegada de arrivistas y oportunistas de la política, integrándose en los partidos políticos por conveniencia electoralista y no por afinidad ideológica, también un caso común en la política actual. Otro efecto favorable es que los diputados nacionales tendrían la mejor edad para afrontar y resolver los difíciles problemas y las duras controversias propias de la complicada gestión política, sin la fogosidad y la pasión propia de la juventud, pero sin llegar al extremo de caer en la gerontocracia. Otro positivo efecto de la desaparición de los partidos políticos es que ya no se producirían los lamentables espectáculos, tan negativos para la imagen de una nación, de las luchas entre ellos por formar gobierno tras un resultado electoral conflictivo, y sin una mayoría absoluta, ni serían necesarias coaliciones contra natura, que bloquean la acción de los gobiernos. Tampoco se caería en el negativo bipartidismo actual. Así mismo, no existirían los partidos regionalistas, cuyas políticas son por lo general insolidarias con el resto de la ciudadanía fuera de su región. En esta propuesta, los diputados, al ser elegidos para ámbitos territoriales más amplios, tendrían que jurar servir exclusivamente a los intereses globales de la provincia, región o nación, con espíritu integrador y solidario. Tampoco se darían los casos en que un personaje popular y “carismático” aprovechase su popularidad para formar un “partido-protesta”, apoyado por simples descontentos, y que no aporta nada positivo al entendimiento y la gestión pública, ni a la democracia. Pero, sobre todo y lo que es todavía más peligroso, no correríamos el riesgo de que apareciera algún temido líder populista y demagogo, que desestabilizase completamente la paz social, para llevarnos nuevamente a escenarios históricos que todos queremos superar y olvidar. Tampoco habría masas de acólitos dispuestos a imponer por la fuerza lo que no consiguen por las urnas, como por desgracia está sucediendo cada vez con más frecuencia, en especial en países donde la práctica democrática no está suficientemente consolidada. Por todas estas buenas razones, es necesario rehacer la democracia sin la intervención de los partidos políticos. Se podría argumentar en contra de esta propuesta que semejante sistema de elecciones no permite formar facciones ideológicas, y que, en el fondo, se trataría de parlamentos territoriales, pues estarían formados fundamentalmente por diputados de todos los puntos del territorio nacional. Pero, como ya he tratado de exponer en la segunda parte de este ensayo, el gran conocimiento que tenemos en la actualidad de los mecanismos de la economía nos llevan a la conclusión de que no existe prácticamente margen de maniobra para las tradicionales ideologías de izquierda y de derecha, pues si debe prevalecer el libre mercado solo cabe socializar sus beneficios, y si ha de prevalecer la sociedad solo cabe liberalizar su economía y comportamiento, pero siempre dentro de un razonable equilibrio. El resultado es, por tanto, el fin de las ideologías. Así mismo, se podría argumentar en su contra que este modelo permitiría también la corrupción de los procesos electorales internos. Pero un candidato corrupto puede comprar media docena de votos, pero no los de la mayoría de la Asamblea, que serían todos independientes. Por tanto, las posibilidades de corromper el sistema de representación política son mucho menores que en el actual sistema de partidos políticos Por último, el Estado podría seguir teniendo el mismo estatus político actual, sea República o Monarquía, puesto que seguiría siendo un estado constitucional y democrático. Tan solo sería necesario cambiar algunos procedimientos del jefe del Estado, presidente o monarca, en su intervención para la constitución de la Asamblea, la Comisión y el Consejo nacional, y, por supuesto, algunos rótulos de los despachos y edificios oficiales. SOBRE EL USO DE INTERNET Ls elecciones a través de la red E s una utopía tecnológica creer que en el futuro toda la gestión política se debería realizar a través de un teléfono móvil inteligente o de un ordenador. La principal objeción es que no se puede abrumar a los ciudadanos con un exceso en el uso de las nuevas tecnologías. Es necesario mantener un razonable equilibrio entre las relaciones personales y las virtuales, por lo que hay relaciones que no se deben hacerse a través de estos medios sino de forma personal y directa. Es más, dado que estos medios se desarrollaran con extraordinaria rapidez, la filosofía de su uso debería ser la contraria de la actual. En lugar de aceptar sin reservas todas las novedades inmediatamente, deberíamos asumir tan solo las que resulten absolutamente imprescindibles y rechazar todas las demás, evitando así su excesiva proliferación, con su consiguiente perjuicio. La segunda objeción es la defensa de nuestra privacidad e independencia. Si pretendiéramos realizar todas las gestiones políticas a través de Internet deberíamos de registrarnos en una gigantesca base de datos controlada por el estado, cuyos perfiles y correos electrónicos podrían ser consultados y utilizados sin nuestra autorización, como lamentablemente sucede con nuestros registros en empresas de servicios actuales a través de Internet. Este escenario sería sencillamente nefasto para la nuestra libertad y privacidad personal, amenazada constantemente por la agobiante intromisión de la burocracia del estado y del mercado. En el sistema actual de partidos políticos, en que los principales son de ámbito nacional, cualquier intento de informatizar los procesos de elección a través de la red requeriría este tipo de registro global, además de necesitar un sistema de seguridad para llevar a cabo votaciones electrónicas prácticamente imposible de implementar. En esta propuesta de “eDemocracia” las elecciones directas con la participación ciudadana tendrían tan solo un ámbito local o de distrito, por lo que el necesario registro no trascendería este mismo ámbito, y no tendría conexión con las bases de datos de los registros de otras localidades o distritos. Por tanto, nuestro perfil quedaría restringido a este reducido ámbito local. En realidad las elecciones podrían seguir haciéndose por el método tradicional, pero dado que los medios digitales ya están disponibles para el voto electrónico, su utilización facilitaría la confección de las listas de candidatos y de sus perfiles, evitando los procedimientos más laboriosos y costosos del sistema impreso en papel de la actualidad. Además, el portal electoral local no necesitaría tener una gran complejidad, porque los candidatos podrían complementar su información personal y política, así como el debate de sus propuestas, en las redes sociales actuales o futuras. Tan solo deberían facilitar la elección de candidatos y la recogida firmas, función fundamental para la total participación ciudadana en los órganos locales de gestión. Por otro lado, todo lo relacionado con las elecciones no dependería ni de la Asamblea ni de la Comisión local, sino del Defensor del ciudadano, y su Comisión electoral independiente, cuya misión sería, no solo garantizar la seguridad y transparencia de las propias elecciones, sino también velar precisamente por la protección de nuestra privacidad. El procedimiento electoral Es de suponer que esta propuesta de renovación democrática sería difícil de implementar, puesto que contaría con la radical oposición de los partidos políticos de la actualidad, que tendrían amenazada su misma existencia como tal. Pero los responsables de los partidos deberían entender que un siglo no cambia en balde, y que exige cambios sustanciales acordes con la natural evolución de la realidad social y el deseo de protagonismo de las nuevas generaciones. Pero, si no son sensibles a este menaje, al menos deberían escuchar el clamor de las calles y de las plazas, y tratar de entender su verdadero significado y reivindicaciones, y no desestimarlas recurriendo a caducos argumentos del siglo pasado. Por tanto, sería de desear que la nueva «eDemocracia» llegase por un simple y pacífico proceso de evolución, y no por una nueva revolución, con su potencial de violencia, abusos e irracionalidad, y que deberíamos a toda costa evitar. Sea de una forma o de otra, implementar por primera vez este modelo de democracia requeriría de un periodo de tiempo de al menos cuatro años, pues es conveniente que medie al menos un año entre las elecciones a los cuatro niveles posibles: local, provincial, regional y nacional. La razón es que, exceptuando las elecciones locales directas, los diputados necesitarían por lo menos un año para llegar a conocer verdaderamente las cualidades personales de los aspirantes a las Asambleas y cargos superiores. Puesto que serían procesos electorales anuales y consecutivos, las elecciones locales tendrían que realizarse cada cuatro años, como en la actualidad, cuando daría comienzo todo el proceso electoral. Una vez constituida la Asamblea local y sus órganos gestores, al cabo de un año los aspirantes a los órganos provinciales podrían presentar sus candidaturas a la Comisión electoral. Si lo creyesen conveniente, los mismos ciudadanos podrían impugnar algunas candidaturas por medio del Defensor del ciudadano, con la consiguiente recogida de firmas. Con las candidaturas electas, se constituiría la Asamblea provincial, en un número proporcional al de sus habitantes, de donde surgiría la Comisión provincial. Un año después, los diputados provinciales elegirían sus representantes a la Asamblea regional y su Comisión. Finalmente, el cuarto año, coincidiendo con las nuevas elecciones locales, las Asambleas regionales elegirían los diputados de la Asamblea nacional y se constituiría la Comisión nacional, o el máximo organismo ejecutivo. Por este procedimiento, una persona de excepcionales cualidades políticas y personales tardaría al menos cuatro años en ascender del nivel local al nacional. De esta manera habría elecciones directas e indirectas cada cuatro años, pero escaladas cada año, para que los candidatos pudieran mostrar su capacidad e iniciativa, y a sus electores valorarlas convenientemente. Una vez constituidos todos los órganos de gestión de todos los niveles, los diputados provinciales, regionales o nacionales que desearan volver a presentarse, podrían, una vez disueltas sus Asambleas, incluir nuevamente sus candidaturas en el órgano local, provincial o regional de donde surgieron, donde podrían ser reelegidos junto con los nuevos candidatos. Así, por ejemplo, un año después de constituida la Asamblea local se disolvería la provincial y los diputados que desearan renovar su cargo presentarían sus candidaturas ante la Comisión electoral local a la que pertenecieran. Este procedimiento sería similar para todos los niveles electorales. El portal oficial Uno de los riesgos que amenazan en la actualidad el comportamiento social y la salud mental de los ciudadanos es caer en la dependencia de las nuevas tecnologías y de sus dispositivos. Los teléfonos móviles, mal llamados «inteligentes», y la red Internet deben servir para comunicarse pero no para «incomunicarse», como lamentablemente está sucediendo ya en la actualidad, sobre todo entre los adolescentes. No podemos aceptar irresponsablemente todas las aplicaciones y aparatos que produce el mercado, que no tiene en consideración los perjuicios que pueda ocasionar, sino tan solo su rentabilidad. El uso moderado, saludable y correcto de estos medios debe ser un constante tema de estudio y debate por parte de los consumidores; discusión y análisis que debe ser promovido por los gestores sociales. Por esta misma razón, no debemos utilizar masivamente todas estas facilidades en la gestión pública, sino limitarla a aquellas funciones que sean más convenientes. La primera limitación fundamental es la que ponga en riesgo nuestra privacidad y libertad personal. Por esta razón, a excepción del ámbito local o de distrito, bajo ninguna justificación debemos aceptar la creación de un portal oficial más allá del local de gestiones políticas, como el voto electrónico, que exijan el registro de nuestro perfil personal. Tan solo deberíamos regístranos legalmente; es decir, con nuestro DNI, para esta función en un portal local, y siempre que cada localidad tenga el perfil de sus ciudadanos almacenado en una base de datos distinta. A lo sumo, y siempre bajo protección legal en el uso de los datos, podemos registrarnos en portales nacionales específicos de gestiones fiscales, culturales, educativas, etc. En otras palabras, debemos evitar en lo posible que el estado pueda tener acceso a los datos de nuestro perfil personal. De esta manera, el portal oficial, a excepción del local, no necesitaría ser interactivo, sino simplemente activo; es decir, su función debería ser exclusivamente la de informar puntualmente y con transparencia de todas sus gestiones, con suficiente antelación para que los ciudadanos pudieran obrar en consecuencia. Esta tarea sería encomendada a los diversos portavoces, obviamente ayudados por profesionales. El portal oficial local sí debería ser interactivo, pero tan solo para la función del voto electrónico y la recogida de firmas, y activo para informar de sus gestiones, como el portal oficial general. Para debatir y comentar las actuaciones políticas ya están las actuales o futuras redes sociales, que están bien diseñadas para esta función, y que no suponen ningún riesgo o compromiso político para los usuarios, excepto, claro está, si son secretamente intervenidas por los estados. Para facilitar la gestión de la publicación de información activa y su acceso, debería de haber un solo portal oficial, con menú de acceso a los distintos niveles local, provincial, regional o nacional. Resumen del capítulo En la actualidad, las nuevas tecnologías digitales de la comunicación están dominadas por el interés comercial de gigantescas corporaciones, que harán todo lo imaginable para mantener su rentabilidad, aunque para ello tengan que transgredir los límites de nuestros derechos civiles y de ciudadanos. Por esta razón sería una locura confiarles la gestión pública y administrativa de los ciudadanos, por lo que tan solo deben servir como medios complementarios de comunicación y opinión, o simplemente de entretenimiento y diversión. Pero, no obstante, la red Internet debe ser incorporada a la futura democracia. Para ello el estado debería crear un portal oficial que cubriese el ámbito local, provincial, regional y nacional, alojada en un servidor controlado por los organismos de Defensa de los ciudadanos. Pero, a excepción del ámbito local, serían meramente informativos, sin realizar acciones de participación ciudadana que exijan el registro de nuestro perfil personal en sus bases de datos, como es el voto electrónico o la recogida de firmas. Solo a nivel local sería tolerable nuestro registro, pero siempre bajo la protección y control de un organismo independiente de Defensor del ciudadano. Este registro debería contener nuestro número de identificación personal, o DNI, ratificado personalmente por una oficina local de esta institución, y una contraseña secreta. El objetivo de este registro no iría más allá de la realización segura y legal del voto electrónico en las elecciones locales, además de la recogida de firmas, y nada más. La democracia solo tiene sentido si es practicada por personas libres, porque para los esclavos es más conveniente una dictadura. SOBRE LAS COMISIONES La economía L A ECONOMÍA DE mercado es posiblemente una de las más grandes paradojas inventadas por la mente humana, pues en el fondo se basa tanto en nuestra vanidad como en nuestra inseguridad personal. En efecto, si deseamos saber en todo momento la hora que es tenemos las opciones de comprarnos un sencillo reloj de cinco euros u otro de marca de cien euros. Si elegimos el caro es porque nos parece que tiene un mejor diseño y, sobre todo, porque muestra a los demás que «clase» de persona somos. En otras palabras, el reloj de marca tiene una parte de utilidad, que comparte con el inclusero, y una importante parte «clasista», que no tiene el barato y que justifica su elevado precio. Si necesitamos rodearnos de bienes clasistas es porque este es el medio que hemos elegido para hacer evidentes las diferentes clases sociales. Ya no es válido el dicho «Tanto tienes, tanto vales», sino «Tanto aparentas, tanto vales». Tenemos la convicción de que nuestra clase social se establece automáticamente por la clase de los bienes que consumimos y no por otras consideraciones más importantes, como nuestra personalidad, el nivel cultural, la profesión que ejercemos, o, incluso, por el tradicional del nacimiento, o a la familia que pertenecemos. Cuando nos probamos un traje nuevo, no solo nos preguntamos si nos sienta bien, sino si con él ofrecemos a los demás la imagen de la clase social a la que pertenecemos o, lo más común, a la que deseamos pertenecer. De ahí que mientras vivamos con esta permanente inseguridad tendrán mucho más valor de mercado los bienes clasistas que los de mera supervivencia. Aún así, estos bienes necesarios procuran, por medio del diseño de sus envoltorios, ofrecer al consumidor la imagen de una clase superior, aunque la calidad del contenido sea la misma. Si las personas no tuviéramos esta preocupación por nuestra imagen, en una década volveríamos a la primitiva economía del trueque, y sobrevendría una catástrofe económica descomunal. Por tanto, la paradoja es que debemos seguir necesitando la vanidad para mantener a flote la economía social. Lo negativo es que este comportamiento invita a caer en el extremo de considerar que es suficiente rodearnos de bienes de clase para determinar nuestra clase social, olvidándonos de la necesaria elevación cultural y profesional que debería determinar lo esencial de nuestra posición social. Por desgracia, prácticamente ya hemos caído en este extremo. Si los seres humanos decidimos asociarnos con vínculos legales no fue solo para cumplir con nuestros deberes, sino en compensación gozar también de algún derecho, y el fundamental es el derecho a una vida digna y saludable que satisfaga nuestras necesidades fundamentales, tanto físicas como psicológicas. Si una sociedad no cumple está condición fundamental, ni siquiera puede considerarse una sociedad, sino una agrupación de individuos vinculados por simples intereses creados. Para hacer realidad este derecho fundamental solo existe un medio conocido, como es la economía social. La economía social es el conjunto de actividades que producen una determinada renta; es decir, que son rentables. Como actividad que se produce dentro de la sociedad también debe estar sujeta al derecho social, lo que significa que debe estar enmarcada dentro leyes o regulaciones específicas. Una actividad no regulada sería antisocial. Las actividades rentables, o también sectores económicos, tienen su primitivo origen en la ganadería, practicada por clanes trashumantes que desconocían la agricultura. La producción del fertilizante natural de la ganadería causó el descubrimiento del nuevo sector económico de la agricultura. La productiva combinación de estas dos primeras actividades económicas provocaría la acumulación de excedentes, que se intercambiaban en un mercado local, dando origen a la actividad comercial. Esta nueva actividad estimuló la producción de bienes de intercambio de diversa utilidad, dando lugar al sector manufacturero o artesanal. Los beneficios acumulados del comercio provocaron la acumulación de capital, de donde surgiría el sector financiero. La inversión de capital para la mejora de los procedimientos de las manufacturas y la formación de stocks para el comercio dio como resultado el sector industrial. Con el aumento de la productividad industrial se hizo necesaria la delegación de ciertas funciones personales, dando así origen al sector servicios. A medida de que todos los sectores se hacían más eficaces y rentables, fue posible utilizar menos tiempo en su producción, dando origen al sector económico del ocio o entretenimiento. Por último, la creciente complejidad de todas estas actividades requería de medios de gestión y manejo de la información extraordinariamente complejos, que fue la causa del sector informático, con sus diversas y revolucionarias aplicaciones multisectoriales, o la llamada «revolución digital», y que domina la economía actual. Como vemos en este esquemático resumen las actividades o sectores económicos de una economía social son muchos y variados. La primera responsabilidad de cualquier gestor social es enmarcarlas dentro de la ley, pero la segunda, tan fundamental como la primera, es estimular su creación y consolidación. Ninguna actividad económica debe realizarse fuera de la ley, pues sería antisocial. También es una insensatez política estimular la especialización de la economía social en uno o dos sectores económicos, aunque puedan resultar temporalmente muy rentables, pues estaría sometida a las coyunturales fluctuaciones del mercado. Lo sensato es promover una economía social multisectorial y diversificada, con el mayor número de actividades económicas posibles. Para ello es necesario estudiar cuáles serán las necesarias infraestructuras que soporten esta diversidad y obrar en consecuencia. Para los sectores agrícola y ganadero lo primordial es la preservación de los recursos naturales no-renovables, y la gestión de los renovables que sea sostenible. Pero, además, regular con estrictas normas legales la protección del medio ambiente para preservar sus cualidades naturales y su diversidad biológica. Para el sector del comercio, construir vías de comunicación que permitan la rápida conexión entre los diversos mercados, además de acondicionar espacios urbanos idóneos para el intercambio comercial directo entre productores locales, incluidos los artesanos, y los consumidores, sin que sea un grave perjuicio para el comercio estable local. También promover ferias y exhibiciones de carácter económico, además de crear una Cámara de comercio e industria local. Para el sector financiero o bancario, estimular el crédito local con garantías oficiales limitadas, o la relativa subvención de los intereses, de acuerdo al favorable estudio de viabilidad y positivo impacto social de los proyectos a subvencionar, pero de ninguna manera convirtiéndose en prestamistas directos, con interés o a fondo perdido, porque ello significaría una competencia desleal con el sector financiero y convertirse en capitalistas oficiales. Naturalmente que como contrapartida, el sector financiero debe limitarse con estrictas normas legales para las actividades financieras privadas que sean meramente especulativas, demasiado arriesgadas o claramente usureras. En cuanto al sector industrial y manufacturero, la función del gestor es, en primer lugar, valorar su impacto ambiental, y si es tolerable, acondicionar un espacio urbano idóneo, dotándole de todos los servicios necesarios para el desarrollo de su actividad. Sobre el sector servicios y de ocio, la gestión debe ser acondicionar todos los espacios con valores naturales y culturales que puedan ser susceptibles de explotación económica, pero con estrictas regulaciones que hagan compatible su explotación con su conservación y sostenimiento. Por último, no se debe olvidar que el sector más rentable del futuro será el dedicado a la información y sus diversas aplicaciones, por lo que debe de instalar redes de transmisión digital de datos de alta velocidad, y favorecer con estímulos fiscales la creación de empresas de este nuevo y fundamental sector. Pero todas estas actividades requieren, a su vez, el suministro garantizado de la energía necesaria, con la conexión a las redes de los productores, pero favoreciendo la construcción de fuentes de energía alternativas locales, complementadas con una estricta normativa sobre ahorro de energía y gestión ecológica y sostenible de los residuos. Y estas son las únicas iniciativas económicas que serían responsabilidad de los gestores públicos, porque todas las demás dependerían de la iniciativa privada, cuyo éxito o fracaso dependería a, su vez, del éxito o del fracaso de estos estímulos y actuaciones. La cultura La cultura social es todo aquello que ha realizado el ser humano con su creatividad y entendimiento, sin que esté sujeto necesariamente a las leyes naturales. En realidad la cultura y el arte son sinónimo de «artifiosidad»; es decir, se trata de una realidad artificial paralela, que está en permanente conflicto con la realidad natural, lo que es causa de grandes conflictos y desequilibrios. Pero este es el mundo que nos hemos creado los seres humanos y en el se realiza nuestra personalidad y se muestra nuestra emotividad. Por muy eficaces que fueran las medidas de estímulo de la economía, y por mucho éxito que tuvieran, no tendrían ningún interés humano si no se desarrollasen en un ambiente cultural en el que los ciudadanos pudieran expresar su emotividad natural; es decir, si no pueden gozar de una razonable felicidad. La felicidad es una emoción psicológica causada por la visión en la imaginación de una situación agradable que ha de suceder en el futuro. La alegría, por el contrario, es la expresión emotiva de la visión de la imagen real que sucede en el presente; es decir, la realización de lo imaginado, o, simplemente, de lo «soñado». Por tanto, no podemos ser felices si no podemos soñar con situaciones agradables que podamos llegar a realizar en el futuro. Así, una sociedad próspera pero con la sensación de ver amenazada su seguridad y su futuro, simplemente no puede ser feliz, lo único que puede estar es temporalmente satisfecha. Pero una sociedad infeliz y triste está psicológicamente enferma, y carece de los estímulos emocionales fundamentales para progresar y desarrollarse en armonía, por lo que tan solo le mueve la satisfacción de sus necesidades físicas e inmediatas, y está moralmente por debajo incluso de la convivencia entre los animales. Por tanto, la condición fundamental para ser felices es tener confianza en el futuro y disipar sus amenazas reales o imaginarias. Las amenazas del futuro tienen su causa fundamental en las profundas e injustas desigualdades sociales y en la dominación económica y cultural de los países más desarrollados; es decir, cualquier forma de imperialismo, pero también por la perseverancia de ciertas tradiciones culturales contrarias a los más fundamentales derechos humanos, democráticos y civiles. La primera tiene su causa en las prácticas económicas insolidarias, cada vez más globalizadas, y la segunda en atavismos culturales arraigados en costumbres ancestrales difíciles de desarraigar. No hay más que una fórmula para superar estas amenazas: solidaridad y diálogo. La solidaridad para evitar cualquier práctica imperialista, sea económica, cultural o religiosa, y el diálogo para conocer y tratar de entender las causas de la enemistad, para intentar encontrarles una solución. Sin diálogo la simple enemistad, basada en causas razonables, que deben provocar tan solo la separación y el distanciamiento de los enemigos, se vuelve en odio irracional y destructivo. Y llegado a este extremo ya no es posible ninguna forma de diálogo y entendimiento. Se supone que moralizar la convivencia social es la función de toda religión, pero, por desgracia, esta moralidad está basada en el dogmatismo de la Revelación, y con demasiada frecuencia es utilizada como justificación para enconar todavía más el odio entre confesiones y hacer imposible todo diálogo basado en los hechos y en la razón. La historia de las religiones es el relato de una intransigente intolerancia, plagada de hechos sangrientos injustificables. Por tanto, aun respetando sus creencias y doctrinas, no cabe más opción que basar nuestra moralidad social en aquellos principios laicos razonablemente establecidos tras una discusión democrática; es decir, en los principios de la Declaración de los Derechos Humanos, universalmente consensuados. No es necesario que nos amemos los unos a los otros, bastaría con que nos entendiéramos y nos respetáramos. Es obvio que los gestores públicos deben promover el diálogo intercultural, pero no para que se limite a un simple intercambio de ideas e impresiones, sino para hacer una constante síntesis en la evolución de la conducta social y de sus valores. Al mismo tiempo, y hasta donde lo permita el presupuesto, promover toda clase de eventos culturales que estimulen la sensibilidad y la emotividad de sus ciudadanos. La otra causa de infelicidad es la pérdida de la salud, pues un enfermo no puede contemplar su futuro con optimismo. Por esta razón conservar y prevenir la salud debe ser considerado un derecho social fundamental y una responsabilidad ineludible de la gestión social. Por último, no hay mayor causa de infelicidad que la exclusión social, que no puede ser tolerada ni justificada, pues la razón misma de ser de toda sociedad es precisamente que integre a todos sus participantes o «socios», y no solo los más activos y rentables. La mayoría de las causas de exclusión social son debidas a la mala distribución de las rentas, a una deficiente formación profesional, a la escasez de empleos que no requieren una gran cualificación profesional, y, sobre todo, a la desmoralización y falta de alicientes para afrontar la dura competencia del mercado laboral. Una economía social diversificada, con una oferta de empleos a distintos niveles de formación, mitigaría en parte este complejo problema social. La educación Educarse es adquirir conocimientos con alguna utilidad social, por tanto la educación es consustancial con lo social. Un individuo sin educación es sinónimo de un individuo “maleducado” y antisocial. Si ha de prevalecer la sociedad debe tener algún grado de educación. Pero la educación puede ser cívica, humanística o profesional. La primera sirve para favorecer la buena convivencia, la segunda para conocernos mejor a nosotros mismos y el lugar que ocupamos en la realidad que nos circunda, la tercera para participar activamente en la economía social. Promover la educación cívica y humanística es responsabilidad de las instituciones públicas de enseñanza, en tanto que la profesional debería ser de las instituciones de enseñanza privada, pero con acuerdos puntuales con los gestores públicos para favorecer su acceso en igualdad de oportunidades. No se debería acceder a las enseñanzas superiores sin una sólida educación cívica y humanística. Esta educación debe comenzar en los parvularios. Pero ¿qué es y qué le concierne a la educación cívica? Por desgracia la historia nos demuestra que en demasiadas ocasiones este tipo de educación se ha convertido en manipulación, y hasta en lavado de cerebro, por lo que debería delimitarse con absoluta claridad cuando la educación se convierte en manipulación. Pero la misma historia social nos muestra que los grandes manipuladores de la educación social han sido, precisamente, los partidos políticos, especialmente los afines a alguna confesión religiosa, y la negativa influencia de sus doctrinas totalitarias. Todas las doctrinas políticas o religiosas son totalitarias, pero en democracia están obligadas a respetar la pluralidad de las demás. En principio, eliminando la influencia de las doctrinas en la sociedad civil se eliminaría, así mismo, la manipulación de la educación, así como el riesgo de los totalitarismos. En esencia la educación cívica consiste en saber hasta qué límite puede llegar el ejercicio de nuestra libertad personal frente al interés general. Este conocimiento lo establece la misma sociedad con una discusión plural y democrática, que convierte el resultado de esta discusión en los valores sociales que es obligatorio respetar, no solo por parte de las mayorías, sino también por las minorías. Estos valores cívicos alcanzan a todas las relaciones y comportamientos sociales, desde las normas para cruzar una calle a la correcta selección de los contenedores de reciclaje. No respetar estas normas supone un comportamiento antisocial y, por tanto, intolerable que debe ser rigurosamente amonestado y, en según que grado de agresión, de alguna manera también debe ser castigado, puesto que la cohesión y la paz social dependen de su rigurosa observación. Sobre la educación humanista, se trata simplemente de discernir sobre cuál es nuestro lugar en el cosmos, así como tratar de encontrar una razón que justifique nuestra existencia. Para ello no basta con adquirir profundos conocimientos sobre la naturaleza, la historia o las ciencias, sino, sobre todo, es necesario relacionar estos conocimientos entre sí según sus causas y sus efectos, de manera que podamos ir haciendo una síntesis constante y progresiva de aquello que vamos conociendo, o, lo que es lo mismo, que vallamos entendiendo lo que conocemos, lo que constituye la inteligencia. Para ello está la filosofía, pero no solo como el conocimiento de la historia de los sistemas filosóficos, que también es conveniente, sino para aprender a pensar filosóficamente; es decir, con lógica y raciocinio. En cuanto a la educación profesional, también en este caso se nos presenta un grave dilema, pues por un lado es razonable que los gestores públicos promocionen una educación que se integre favorablemente a las necesidades de la economía social, pero esto puede estar en total oposición con la vocación personal. Un joven con vocación musical puede verse obligado a estudiar una carrera de ciencias, porque tiene más facilidad para integrarse en el mercado laboral y hay más ayudas oficiales. También la diversidad de las actividades económicas y una activa cultura local puede ser en cierta medida una solución. Resumen del capítulo Una sociedad compuesta por seres humanos con personalidad no cumple con sus funciones básicas si no satisface por igual las necesidades físicas, emotivas e intelectuales de sus ciudadanos. Se puede considerar fracasada si es rica pero infeliz e ignorante, pero también si es muy culta pero insensible y desalmada. En una sociedad equilibrada debería tener el mismo valor y consideración la actividad económica que la artística o la intelectual, y todas deben ser activamente promocionadas por los gestores públicos y por la propia ciudadanía. La rentabilidad de una actividad social no debe medirse tan solo por el valor que alcanza en el mercado, sino también por lo que aporta de felicidad, alegría, entendimiento y conocimiento a la ciudadanía. Es siempre preferible ser menos ricos pero más felices y alegres, que más ricos pero más infelices y tristes. En cierta manera, así eran muchas culturas populares ya desaparecidas. Por otro lado, la riqueza de una sociedad no se mide solo por su producto económico bruto, sino por su grado de felicidad y entendimiento. No es más rico el país que tiene más millonarios, sino el que tiene menos pobres, y son más felices. Por tanto, la economía, la cultura y la educación son los tres pilares sobre los que soporta la estabilidad, el progreso y la buena convivencia social, y que deben ser prioritarias en la gestión política social. EPÍLOGO Lo social, lo común y lo personal S I LA PERSONA DEBE ser resonsable de sus actos, su conducta debe surgir de los rasgos propios de su personalidad, pero moderados por lo límites que le imponen las reglas de la sociedad; es decir, debe comportarse como una persona, y no como un individuo. Si sucediera en sentido contrario; o que su comportamiento lo dictara en primer lugar la observación de las reglas sociales, moldeadas después por los rasgos de su personalidad, esto no sería socialismo sino comunismo. Puesto que no hay dos personas iguales, lo personal es sinónimo de «fuera de lo común», por lo que las personas están siempre en conflicto con la sociedad, sus reglas, sus instituciones y su «sentido común», que suponen un ataque constante al libre albedrío al que tiende su personalidad, gracias a la cual establece sus juicios críticos y su comportamiento social. Por tanto lo social, o el socialismo, significa comportarse con personalidad propia, pero dentro de los límites impuestos por la sociedad; en tanto que el comunismo significa comportarse de acuerdo a un riguroso sentido común y, siempre que sea tolerable, permitir las expresiones limitadas de su personalidad. Por su parte los liberales, o libertarios, que se oponen radicalmente a lo social; es decir, al socialismo, pretenden que el comportamiento personal debe regirse únicamente por el ejercicio de la libertad por sí misma, sin las limitaciones impuestas por la sociedad, por lo que están rechazando la misma sociedad para caer en el gregarismo, en que cada cual se comporta de acuerdo a su interés personal con absoluta libertad y libre albedrío, y ¡sálvese quien pueda y que sea el más fuerte! Sin duda que esto no es social, pero tampoco es político, sino natural y salvaje, y según sentenció Aristóteles, «el hombre es un animal político»; y podemos añadir que si no es político y social simplemente no es humano. Por tanto, podemos rehacer la frase y añadir que «el hombre es un animal político y social» que es su correcto significado.. En cuanto a la idea de comunidad, por alguna razón hemos asociado «comunidad» con «fraternidad», cuando una comunidad puede ser precisamente la causa principal de muchas desavenencias, y, sobre todo, de conflictos de personalidad. En efecto, la comunidad es un grado más de lo social, en que no solo deben respetarse las reglas sociales sino también las comunales, porque se comparten más cosas y vivencias en común, pero en muchos casos basadas en costumbres centenarias, la mayoría desfasadas e irracionales, lo que nos hace perder todavía más libertad personal. En un ambiente social, como es el caso de las grandes ciudades, se es más libre que en otro comunal, como sucede en una pequeña localidad. Después de todo, como su raíz semántica indica, la comunidad es el paso previo al comunismo. Esparta era una comunidad extrema, donde no se practicaba precisamente un comportamiento fraternal. No solo mantenían a los ilotas esclavizados, sino que el comportamiento entre ellos era extremadamente cruel, maltratando a los niños y desarraigándolos de sus madres en beneficio del interés «común» del estado. Lo que determina la adhesión fraternal de un grupo de seres humanos no son las leyes sociales ni las costumbres comunales, sino el comportamiento ético y moral de cada persona en particular, independiente de si forma o no parte de una sociedad o una comunidad. Pero estos valores no son leyes ni normas fijas e inmutables, sino fruto del sentido del bien y del mal de cada personalidad, y que dependen, por un lado de su emotividad y por otro de su conciencia. La emotividad no puede cambiarse, pues nace con nuestra naturaleza, pero si se pueden cambiar con la educación los juicios éticos y morales de la conciencia. Es de esta manera como se redactó la declaración de los derechos humanos. Sin duda que una sociedad o comunidad necesita estar unida por más vínculos que los legales, de otro modo es imposible la solidaridad. Por tanto, son necesarios crear vínculos emotivos y conscientes. Los emotivos solo pueden ser fruto de la creatividad artística personal y los conscientes del entendimiento. Una forma de creatividad natural es la «creación» de una familia y el consiguiente «hogar», que es el núcleo fundamental de la sociedad, y que puede ser una fundamental fuente de emotividad y felicidad, e incita a la paz y la buena convivencia social. La otra es el arte, fruto de la imaginación y del idealismo; es decir, soñar con «un mundo más bueno y más bello», y expresarlo en cualquier forma artística posible. También deberían servir a este mismo fin las doctrinas religiosas, pero lamentablemente están inspiradas en dogmas contrarios a la libertad personal y a la razón, por lo que pueden aceptarse, pero con la consiguiente reserva y siempre que no inciten al sectarismo o a cualquier otra forma de discriminación social. Los vínculos conscientes que pueden llevarnos al entendimiento y a la amistad deben desarrollarse a través de una información independiente y sin prejuicios, que facilite el conocimiento mutuo entre las personas. Pero también puede hacerse a través de la reflexión filosófica en torno a la condición humana, sus necesidades y sus afinidades, como modestamente intento hacer con este mismo trabajo. Progreso sí, pero equitativo El progreso es una fuerza innovadora impulsada en la actualidad por la economía de mercado, por lo que en principio carece de sentido social. Los agentes principales de este modelo de progreso son las personas creativas, que proporcionan las ideas, y los que disponen del capital necesario para convertirlas en bienes de consumo para el mercado. Rara vez es el creador el que explota su propia idea. Ninguno de estos agentes del progreso tiene necesariamente en consideración el hecho social en sí, pues el creador necesita total libertad para crear y el inversor para negociar. Esta no es, ni ha sido nunca, una relación equitativa, sino que el inversor es quien impone las reglas del juego, de donde surge la figura tan denigrada históricamente del «capitalista», pero entre ambos existe una necesaria connivencia, pues se necesitan mutuamente. De esta manera hemos llegado a crear un modelo de progreso dictado por el capital y sus inversores, y por las ideas y sus creadores, pero no por la sociedad y sus ciudadanos; es decir, vivimos en un mundo básicamente dominado por los intereses de los capitalistas, sean privados o asociados, y por la imaginación de los creadores, pero no artísticos, sino de bienes para el consumo. Pero si la economía social no puede prescindir de las inversiones ni de las ideas, tampoco se puede consentir que prevalezcan los valores del mercado o de la creatividad de ciertas personas, sino que deben prevalecer los valores sociales, pues a fin cuentas el capital y las ideas surgen de la propia sociedad. Por tanto es necesario dar un sentido social al progreso, ya que más vale progresar más despacio y con menos innovaciones, pero sin grandes desigualdades sociales, que rápidamente y con grandes novedades, pero abriendo una intolerable brecha en las desigualdades sociales, como sucede actualmente. El equilibrio entre los intereses anti-sociales, tanto de los capitalistas; es decir, de Wall Street y sus correligionarios, como de los creativos que nos inundan con miles de nuevas ideas susceptibles de ser explotadas sin importarles demasiado por sus consecuencias sociales, psicológicas, sanitarias o medio ambientales, solo puede lograrse con una regulación efectiva y equilibrada, pero que devuelva el sentido del progreso para el bienestar social. Por tanto, es necesario socializar, tanto el capital como la creatividad personal de bienes para el mercado. Una nueva era Lo que marca la diferencia de una nueva era es siempre un mayor grado de libertad ciudadana que en la anterior. No ha habido ninguna revolución que no fuera por causa de alguna forma de tiranía, aunque lamentablemente en demasiadas ocasiones después del agitado proceso revolucionario se cayera en una nueva forma de dictadura. El movimiento de los indignados no es una excepción, también es contra otra forma de represión de la libertad. Pero lo significativo de esta nueva revolución es que se produce en el seno de sociedades supuestamente libres y democráticas, al menos así reza en sus respectivas constituciones, donde los ciudadanos son libres de opinar y expresarse con libertad, sin otra limitación que la impuesta por el código penal, que son muy reducidas. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la libertad, y si realmente sabemos lo que significa y cómo se manifiesta en la convivencia. En lo fundamental, la libertad es la sinergia que produce la creatividad personal. En efecto, cada nueva creación necesita imperativamente un nuevo espacio de la realidad ya existente, de otra manera no sería una creación sino una reproducción. Ese nuevo espacio debe ser tolerado y asimilado por el contexto cultural y social donde se produce, o sería rechazado e incluso reprimido. Por tanto, toda nueva creación supone agregar algo nuevo y distinto a lo ya existente. De manera que a mayor creatividad social mayor libertad y variedad, y a menor creatividad menor libertad y más uniformidad. Un movimiento social que promueva alguna forma de uniformidad, ya sea basada en las costumbres, en creencias religiosas o en ideologías totalitarias, no solo es contrario a la libertad en sí misma, sino que es un proceso retrógrado y contrario al sentido progresista de la historia. Pero por desgracia el ser humano es un «animal de costumbres», y por i pocas las sociedades abiertas a los cambios, que evolucionan al mismo ritmo de la creatividad de sus ciudadanos, sin más limitaciones que el resultado de sus debates internos, que concluyen en procesos legislativos progresistas. Por desgracia, lo más común es que, una vez aceptados ciertos cambios tras traumáticos procesos de agitación social, se encastillan nuevamente hasta la siguiente agitación o revolución social, que es lo que está ocurriendo en la actualidad. Lo que está sucediendo es que cada vez son más numerosos los ciudadanos, especialmente las nuevas generaciones educadas en lo que hemos llamado la «sociedad de la información», mucho más creativas que las anteriores, que rechazan cualquier forma de uniformidad impuesta desde la «autoridad» de un gobierno, y reclaman el derecho de comportarse con más personalidad, y, por tanto, con más creatividad, lo que debe redundar en beneficio de la sociedad. Pero la libertad, en tanto que es creativa tiende a desestabilizar lo establecido, y es inevitable que los poderes del estado tiendan, a su vez, a negar en lo posible la libertad de los ciudadanos para mantener la estabilidad. De hecho el sistema político natural del estado es el absolutismo, según ya lo entendía Hobbes, que permite un total control y estabilidad social, mientras que la democracia es el resultado del sistema económico liberal y su creatividad social, que lleva inevitablemente a ciertos periodos de inestabilidad. Por tanto, la historia es el resultado de la lucha entre los intereses naturales de la política y los de la economía. Pero también se puede resumir como el enfrentamiento de la persona creativa y su estado totalitario. Pues el estado considera a las personas como individuos comunes, miembros de una misma nación, sin tener en consideración sus diferencias personales. Por esta razón cada nueva era de progreso social significa ganar algún grado de mayor libertad personal, en perjuicio del estado, hasta que llegue un día en que desaparezca el mismo estado, y sea sustituido por un «sistema», que es el medio en que la naturaleza equilibra su extraordinaria variedad. La estabilidad del universo no se basa en la cohesión de un estado, sino de un sistema. Por último, este nuevo movimiento social es también una reacción que se repite cíclicamente en el transcurso de nuestra historia, como es la moralización de una cultura relajada y sin valores cívicos ni solidarios, entregada a la depravación y el robo encubierto por buena parte de sus elites, tanto políticas como económicas. Por lo que estos movimientos renovadores de la moralidad pública, pese a sus perturbaciones, siempre deben ser bien recibidos. Resumen del capítulo La idea de una nueva «eDemocracia» no consiste simplemente e implementar masivamente las nuevas tecnologías digitales a la gestión de la democracia actual; ni que los partidos tengan bonitas páginas web interactivas, o largos y pesados blogs cargados de mensajes políticos y sus cientos de desordenados comentarios, sino que es una oportunidad histórica para tratar de reinventar la misma democracia, y, una vez reinventada, implementar solo aquellos medios y funciones que estimemos que sean convenientes y necesarios. Lo que está sucediendo no es que los indignados c​rean que estos nuevos medios por sí mismos traerán la nueva democracia, sino que su uso los ha movilizado para pensar precisamente en crear una nueva democracia. Eso mismo nos sucedió a los jóvenes «alternativos» durantes las revueltas políticas de otro mes de mayo, pero de 1968, pero entonces no contábamos con Internet, sino tan solo con engorrosas multicopistas, en las que imprimíamos panfletos que repartíamos a la salida de los cines o de los Metros, pero la inquietud política era la misma. También entonces, y mucho más que ahora, las ideologías más radicales intentaban infiltrarse en nuestro movimiento, dando argumentos a los poderes de turno para justificar sus represiones. Pero lo cierto es que también entonces deseábamos encontrar una «alternativa» a la democracia de partidos y a la histórica división y fractura social causada por las ideologías políticas. Por eso creo que comprendo los verdaderos motivos de los actuales indignados, porque hace ya casi 50 años que también nosotros lo estábamos. Los indignados ya no quieren gobiernos ni partidos políticos, lo que quieren es un nuevo modelo de gestión pública más libre y transparente que la actual, y que permita a los ciudadanos una mayor participación y control. Además, desean poder ejercitar sus libertades personales sin la intromisión de un gobierno autoritario. Por tanto, lo que sucede es que estamos ante los albores de una nueva concepción de la democracia, la «eDemocracia», cuyos orígenes tuvieron lugar en una plaza madrileña con el significativo nombre de «Puerta del Sol». Por último, después de todo lo argumentado es evidente que ya no tiene sentido organizar este movimiento como partido político, como sabiamente han evitado hacer la gran mayoría de ellos, porque, a pesar de que pudieran tener éxitos esporádicos capitalizando votos de descontentos, como los casos de Alemania e Italia, simplemente nacerían ya cadáveres. En Berlín, junio . 1 James Nin La democracia sinpartidos políticos ENSAYO II.1. Sobre los gobernados ¿Para quién es el gobierno? AL DAR COMIENZO este nuevo ensayo intento ser lo más lógico y razonable posible, y empiezo por preguntarme cuál es el sujeto fundamental de la acción de gobierno, y no es difícil deducir que los protagonistas indiscutibles son los gobernados; es decir, el sujeto es el pueblo. Sin el pueblo no tiene sentido el gobierno. Pero el pueblo, a su vez, está compuesto por individuos, que son seres humanos, con su diversidad de caracteres y personalidades. Luego, finalmente, el sujeto fundamental de todo gobierno es el ser humano. Esto me lleva a intentar entender, con una previa reflexión filosófica, ese sujeto que llamamos ser humano. Para ello es necesario que defina con la mayor precisión posible cómo es el ser humano y cuáles son las certidumbres que determinan su comportamiento, tanto natural como social. El interés previo de esta investigación es obvio, pues todo buen gobierno debe tener en cuenta las necesidades reales de aquellos a quienes gobiernan. Lo físico y lo psíquico o espiritual El ser humano es por supuesto un organismo vivo. Como tal organismo está sometido a las deterministas leyes de la naturaleza. Su ciclo de vida es similar al de todos los organismos vivos: nace, crece, se reproduce y muere. Para realizar satisfactoriamente estas funciones dispone de un determinado tiempo y ciertos recursos naturales en forma de estímulos, como son las sensaciones de placer y satisfacción y de dolor e insatisfacción. Con estos dos simples estímulos primarios y naturales, de hecho son los primeros de los bebés humanos y del resto de los animales, aprende buena parte de cuanto necesita para sobrevivir y determinar su comportamiento más fundamental. Padecer hambre es doloroso y le obliga a procurarse el alimento. Hacer el amor es placentero, lo que facilita su reproducción, etc. Pero este comportamiento determina tan solo su condición animal, y de no contar con otras certidumbres no estaría yo ahora escribiendo un modesto ensayo acerca de una nueva forma de democracia para la actual era digital. En efecto, en el transcurso de nuestra traumática evolución desde el estado animal, los seres humanos hemos desarrollado dos nuevas y revolucionarias percepciones, como son las emociones y las impresiones. Estas percepciones no son directas, como son los sentidos físicos, trasmitidas por alguna forma de contacto directo, sino que son lo que podemos llamar como percepciones indirectas; es decir, que no requieren contacto físico directo alguno. En otras palabras, no son percepciones físicas sino «psíquicas». Pero, ¿qué es la psique; qué son estas percepciones; dónde se producen, y que estímulos y certidumbres causan? Las percepciones psíquicas son también el resultado de alguna sensación física, pero en lugar de percibirse directamente por el sistema nervioso y ser trasmitidas inmediatamente al cerebro para establecer la adecuada reacción y respuesta, se «proyectan» previamente en un espacio insustancial, o más propiamente «psíquico», donde son valoradas y trasmitidas las correspondientes órdenes al cerebro, para que éste responda finalmente con la reacción más apropiada. En otras palabras, las percepciones psíquicas no se resuelven directamente en el cerebro, sino indirectamente en la psique. Cuando tocamos algo caliente no nos paramos a reflexionar si será o no conveniente retirar la mano, porque la sensación de dolor indica al cerebro que debemos retirarla inmediatamente, lo que hacemos sin reflexión alguna. Pero si contemplásemos un hierro candente, y tenemos la experiencia o la información adecuada, la imagen roja de la zona calentada nos sugiere que tocarla nos producirá dolor, y ordenamos al cerebro que se abstenga de hacerlo. Por tanto, no hemos reaccionado inmediatamente al estímulo, sino indirectamente, tras una simple reflexión basada en el significado de una imagen. Esa es la función de la psique, en perfecta combinación con el cerebro y su capacidad de memorizar y segregar sustancias que estimulen físicamente nuestras sensaciones y emociones. Pero la psique tampoco puede ser algo estático e insustancial sino que debe ser una «fuerza», o forma de energía, que activa las imágenes que causan las emociones y los procesos que suceden en la conciencia. Como las cosas vivas con sentidos indirectos están en permanente actividad, la psique constituye un «principio vital», tal y como ya la entendían los filósofos de la antigua Grecia. Por tanto, se induce que la psique debe ser los flujos de energía vital que circundan el cerebro, y no el cerebro en sí mismo, como pretenden algunos neurólogos. En resumen, podemos simplificar definiendo la psique como la «energía vital» que activa la imaginación y la conciencia. Sobre el alma y el espíritu Desde antes de Aristóteles ya se vinculaba la psique con el alma, y desde entonces hemos venido asociando inevitablemente psique con todos los fenómenos relacionados con un supuesto espíritu y con la conciencia. Si bien debe ser así, es absolutamente necesario, no solo definir con precisión qué entendemos por espíritu y por conciencia, sino, una vez entendidos, separar ambos fenómenos psicológicos y establecer con toda claridad las causas de ambos, sus percepciones y sus efectos. En primer lugar, la aparición de la psique es, como decía, el resultado a su vez de la aparición de los sentidos indirectos, como el oído, el olfato y, sobre todo, la vista, pues estos sentidos necesitan contar con «algo» donde proyectar provisionalmente el resultado de sus percepciones. Por tanto, ya podemos establecer que todo organismo vivo que cuente con sentidos indirectos tiene necesariamente psique. Esto quiere decir que su comportamiento no es solo «lógico», de acuerdo a las leyes deterministas de la naturaleza, sino que también es «psico-lógico», o, lo que es lo mismo, que no solo actúa con determinación sino también con alguna forma de reflexión y libre albedrío, gracias precisamente a su psique. La otra causa de confusión entorno a su vinculación con el alma es la remota creencia, desde las doctrinas sobre Orfeo de la antigua Grecia, de que el alma, no solo es una entidad insustancial e inmortal, sino también independiente del cuerpo. El mismo Platón la considera superior al cuerpo, y nuestra tradición judeo-cristiana le concede cualidades trascendentales, sobre las que se sustentan ambas doctrinas. La teología puede inducirnos a creer en la existencia del alma como independiente del cuerpo y de otros seres extraordinarios y sobre naturales, como el Espíritu Santo, pero con la simple experiencia de la realidad sensible no se puede probar su «consistencia». En otras palabras, su existencia tan solo se basa en una certidumbre fundamentada en una hipótesis improbable, pero sí perfectamente creíble, puesto que la fe nos permite creer en la existencia de lo improbable. Naturalmente que la certidumbre teológica tiene su fundamento en la creencia de que las entidades extraordinarias que creamos en la imaginación son de inspiración divina, es decir, reveladas. Pero la simple experiencia de los hechos nos prueba que la psique; es decir, el alma para el contexto de la teología, y que se supone es la responsable de las cualidades morales del ser humano, no se «une» al cuerpo en el momento de la gestación, sino que surge durante el proceso de desarrollo progresivo de los sentidos indirectos. Por esta razón podemos perfectamente determinar que carecen de alma, o son “desalmados”, los organismos vivos que no tienen sentidos indirectos, o que teniéndolos no los consideran para determinar su comportamiento, limitándose a seguir los impulsos físicos directos; es decir, los estímulos del placer y la satisfacción y del dolor y la insatisfacción sin más. Pero la Revelación, puesto que es una cuestión de fe y la fe debe tener algún fundamento, también debe tener una razonable explicación que sea compatible con la experiencia de la realidad. La explicación debe estar vinculada a la idea de «espíritu», de donde proviene la del alma. Si el razonamiento inductivo anterior nos había llevado a considerar la psique, el alma, como la energía vital o activa, el espíritu debe ser por inducción lógica, y considerada en el contexto físico, la energía en sí misma, o, más propiamente, la «energía en reposo o pasiva» que contiene toda forma de materia, sea orgánica o inorgánica, y que enunció Einstein en su famosa fórmula E=mc2. De manera que tenemos una psique personal «animada», el alma, con cualidades éticas y morales, y otra psique universal «inanimada» y sin alma, y, por tanto, sin cualidades éticas o morales. Ese espíritu universal está presente en todo el cosmos, y que, para las culturas ancestrales chamánicas, no es otra cosa que el espíritu de la naturaleza, animada e inanimada. Pero, entonces, ¿de dónde proceden las cualidades éticas, estéticas y morales del alma humana? Las cualidades del alma De acuerdo a lo expuesto en el apartado anterior, y utilizando expresiones propias de la teología, puesto que provienen de la teología y no de la filosofía o la ciencia, podemos decir que el ser humano nace con espíritu, pero sin alma. Esta aseveración es por supuesto una herejía teológica, a pesar de que concuerda con el ritual del bautismo y del supuesto pecado original, pero sin embargo es algo fácil de constatar en la experiencia de la realidad. Para satisfacer sus primeras necesidades, los bebés empiezan por desarrollar plenamente los sentidos básicos y directos del placer y el dolor a través del gusto y del tacto, y solo a partir del desarrollo progresivo de los sentidos indirectos del oído, el olfato y la vista adquieren la capacidad de otras formas de percepción y de expresión, cuyas sensaciones, agradables o desagradables, dependerán de su sensibilidad natural para apercibirse del valor ético y estético de aquello que ven o sienten; es decir, distinguir el bien del mal. Más adelante estos valores los determinará la conciencia y sus juicios de valor, y terminarán por modelarlos la educación y su cultura local. Las nanas que le canta la madre al bebé le relajarán hasta provocarle el sueño; los sonajeros excitarán su curiosidad y, sobre todo, las expresiones de las imágenes de la madre y de las personas que le rodean determinará su primer sentido natural del bien y del mal, siendo «buenas» aquellas imágenes que le emocionan con agrado y le hacen sonreír y “malas” las imágenes que le emocionan con angustia y le hacen llorar. Por supuesto que la primera valoración del bien proviene de la «buena imagen» que le sugiere la madre, emoción de felicidad que es recíproca y constituye el principal fundamento de la poderosa afinidad materno-filial, mientras que, por desgracia para los padres, en bastantes ocasiones la primera imagen del mal puede ser la «mala imagen» que les sugiere el padre, que le angustia hasta hacerle llorar. Por tanto, el alma, y con ella la capacidad natural para distinguir el bien del mal, surge progresivamente con el desarrollo y actividad de los sentidos indirectos. En otras palabras, el alma surge de las emociones y tiene como utilidad para el ser humano establecer el valor ético y estético de aquello que percibimos. Así mismo, podemos considerar que la mayoría de los animales distinguen también el bien del mal a través de las valoraciones que hacen de lo que oyen, olfatean o contemplan, por lo que, no solo se induce que tienen psique y alma, es decir, su comportamiento también es de fundamento psicológico, sino que son seres éticos y emotivos como nosotros. La manzana de Eva Si el alma valora la ética y la estética de las cosas que percibimos a través de sus emociones, esta experiencia es una mera sensación de la que no sabemos nada más que el valor de las imágenes, sonidos o perfumes, pero si no pasamos de la pura emoción a otra forma superior de percepción, desconoceremos otros aspectos fundamentales, aquellos que nos permitan determinar su «forma de ser». Si no tuviéramos esta importante percepción todo aquello que nos emociona no pasaría de ser algo «informal», o, dicho de otro modo, una sensación de algo que está ahí y es aparente, pero que no podemos saber qué es ni si existe verdaderamente, puesto que carece de forma de ser. Es como estar delante de un fantasma, algo de lo que solo tenemos la certeza de su existencia durante el tiempo que lo vemos, oímos u olemos, pero que tal como se aparece, desaparece. ¿Dónde está la música, el perfume o las imágenes de los sueños que nos emocionan? Sólo sabemos que están mientras las percibimos por la emoción que nos producen, después desaparecen. Para descubrir qué son las cosas que nos emocionan fue necesario realizar la extraordinaria proeza psicológica de convertir las emociones en «impresiones», y ésta es la más revolucionaria faceta en la evolución de la psique, tanto de los animales como del ser humano, porque gracias a las impresiones pudimos pasar de un mundo fantasmagórico y aparente a otro formal y existente. Para ilustrar este proceso nada mejor que recurrir al mito bíblico de la manzana de Eva, que demuestra una vez más la asombrosa analogía entre Revelación y la experiencia real de los hechos. Las plantas tardaron millones de años en diseñar, y no me pregunten cómo lo consiguieron, su estrategia para diseminar sus simientes. Cada nueva mutación de especie generó la suya propia, que era radicalmente distinta de las demás, pero con un asombroso espíritu competitivo. Los frutos debían tener en consideración las percepciones fundamentales de los animales encargados de esta importante función: Sensación, emoción e impresión. Por tanto, tenían que ser sustanciales y tener un agradable sabor; una imagen poderosamente atractiva y, por último, una forma ergonómica y manejable. Cada planta tiene su propia «idea» de estas condiciones, pero, a través de sus frutos, todas las cumplen con una asombrosa efectividad. Siguiendo este sencillo ejemplo, hasta ahora hemos establecido el origen y la causa de la primera y segunda condición; es decir, de lo sustancial, que es percibido por el sentido directo del gusto, y el segundo, que es percibido por el fenómeno psicológico del alma y su emotividad. Siguiendo el símil del relato bíblico, tenemos que Eva se siente poderosamente atraída por la «buena» imagen de la manzana del árbol prohibido, lo que significa que nada atrae nuestra atención ni nos impresiona si no tiene para nosotros una buena imagen. El siguiente paso es degustar aquello cuya buena imagen nos sugiere que puede ser algo positivo, en este caso gustoso y alimenticio. Con esta simple experiencia, Eva aprende de forma natural a distinguir el bien del mal, precisamente lo que, al parecer, Dios temía que sucediera. Tras esta pecaminosa acción, tanto Eva como Adán adquieren el «conocimiento» de las cualidades alimenticias del fruto por su forma y su imagen, y, por el mismo proceso, pueden llegar a conocer las del resto de los frutos del Paraíso. Al conocer una diversidad de frutos, Eva; es decir, cualquier organismo vivo con sentidos indirectos, tuvo el prodigio de descubrir lo que Aristóteles enunciaría como el principio de la lógica: «Lo que no es igual, es necesariamente distinto». En otras palabras descubre que dos frutos pueden tener el mismo color e incluso el mismo sabor y, sin embargo, ser distintos. Pero ¿dónde estába entonces la diferencia? Obviamente, ¡en la forma! Las impresiones formales El apercibirnos de las diferencias de las formas fue sin duda un punto crítico en la evolución hacia el ser humano actual, a pesar que debieron pasar todavía algunos millones de años más para que tal descubrimiento culminara en su propósito inicial. Lo que sucedió fue que ese organismo pionero se apercibió de una tercera diferencia de las cosas entre sí, que no podía distinguirla ni con los sentidos del cuerpo, ni con las emociones del alma. Para hacerlo tuvo que observar dos cosas distintas entre sí y ser capaz de compararlas y descubrir sus diferencias formales. Pero algo tan sencillo para nosotros supuso un extraordinario logro para este organismo pionero, pues al observar, no la imagen sino la forma, lo que hizo fue crear una «impresión» de lo observado y trasladarla a su psique, donde las compararía y establecería las diferencias, para, una vez realizado este proceso, guardar cada forma en un espacio distinto de su prodigiosa memoria, de manera que pudiera «reconocerlas» cuando volviera a encontrarse con cosas con formas similares. Es decir, ahora ya era capaz de conocer las cosas, no solo por la experiencia de los sentidos y por su valor emotivo, sino también por su particular forma de ser. Con este extraordinario prodigio desencadenó un importante suceso en su psique, como es el nacimiento de la propia conciencia, pues lo que hizo fue «concebir» las formas de lo que observaba y abstraerlas en «objetos mentales», con lo que, al mismo tiempo, añadía un nuevo fenómeno activo a su psique, como es la «mente». Una nueva forma de energía psíquica, cuya función específica es la concepción de las cosas físicas para convertirlas en objetos puramente psíquicos; es decir, activar la conciencia. Por este proceso, los objetos se convierten en abstracciones mentales fieles a las cosas reales de donde provienen, de donde surgirán los «conceptos» y, de estos, las ideas, proceso fundamental para la formación de la inteligencia humana. Por tanto, a partir de las primeras impresiones ya podemos decir que los organismos vivos, incluidos los seres humanos, somos entidades «sensibles, emotivas y conscientes». De las impresiones a las ideas Pero la aparición del fenómeno de la mente y de la conciencia no fue suficiente para llegar al ser humano. Los animales son tan conscientes como nosotros y saben distinguir perfectamente unas formas de otras. Observan las cosas y las conciben como objetos formales, que memorizan, de manera que no hay la menor duda que los perros reconocen a sus dueños, no solo por su olor e imagen, sino por su forma particular de ser. Lo que sucede es que los animales, al carecer de un lenguaje complejo, son incapaces de identificar el objeto con una voz específica, de manera que les resulta imposible transformar el objeto concebido en un sujeto, y sin esta capacidad los objetos no pueden ser relacionados entre sí, según sus causas y efectos, de manera que llegan a conocerlos pero no a entenderlos; es decir, tienen conocimiento, pero un entendimiento tan limitado como sea la capacidad de expresión de su lenguaje, corporal o por sonidos. Un pájaro se expresa a través de sus gestos y sus trinos, de los que, por simple que sean, conoce su significado, y que entienden otros pájaros de su misma especie. Un gato entiende los gestos, bufidos y maullidos de su rival, y obra en consecuencia. Estas limitadas expresiones de su lenguaje constituyen los fundamentos de su limitado entendimiento, así como de su mentalidad, pero su comportamiento está determinado, además, por sus instintos y su psicología, que pueden ser tanto o más complejos que la de muchos seres humanos. Por tanto, lo que define la condición específicamente humana es su capacidad, gracias a la complejidad de su lenguaje, para transformar los objetos en sujetos, de manera que al nombrar los objetos que concibe es capaz de relacionarlos entre sí en la conciencia y establecer sus relaciones causa-efecto; o dicho de otro modo, es capaz de entender las cosas que conoce y las relaciones que pueden existir entre ellas, capacidad muy limitada entre los animales. Pero no termina aquí el proceso del desarrollo de su entendimiento, sino que cada sujeto relacionado con un objeto se convierte automáticamente en una «idea objetiva»; es decir, que con el sujeto nacen también las ideas. Nacimiento que tiene tantas ventajas como desventajas, y cuya polémica todavía hoy estamos arrastrando, porque, casi inmediatamente después de su descubrimiento, nos llevó al «idealismo», una concepción de la realidad radicalmente opuesta al materialismo propio de la naturaleza sin entendimiento. La condición de toda idea es que provenga de la nominación de un objeto, pero la propia condición subjetiva del lenguaje nos llevará a caer en la trampa de concebir objetos inexistentes, pero que debemos crear necesariamente para restablecer la lógica de las causas y los efectos. Por ejemplo, un caballo blanco es un sujeto con un objeto que puede ser experimentado con los sentidos, pero la blancura del caballo, que también es una idea, es un sujeto que no puede ser experimentado en sí mismo, porque carece de forma de ser y de objeto, ya que no nos dice qué cosa tiene la blancura. Esta contradictoria situación llevó a Platón a creer que las ideas existían por sí mismas, sin cosas experimentables que las contuvieran. Pero gracias a esta errónea concepción filosófica, la poderosa imaginación del ser humano creó ideas «irreales», pero que servían de estímulo para el progreso en todos los sentidos; es decir, concibió la utopía. Por lo que nuestra historia, pese a la posterior rectificación de su aventajado discípulo Aristóteles, es, y sigue siendo, en buena medida la consecuencia de este error filosófico, es decir, del «idealismo platónico». Resumen del capítulo Cualquier forma de democracia que deba considerarse, no solo justa sino también razonable e inteligente, tiene que ofrecer las condiciones idóneas para que el ser humano pueda satisfacer sus necesidades físicas y psíquicas fundamentales. Por supuesto que debemos empezar por satisfacer las necesidades físicas, pues no es cierto que el hambre agudice el ingenio, tan solo agudiza la agresividad y los comportamientos antisociales y violentos. El ingenio lo estimula la intuición y la curiosidad natural del ser humano. Pero también un exceso de satisfacción puede anular la voluntad y el entendimiento. Para ello se deben crear las condiciones idóneas necesarias para que la sociedad civil pueda emprender iniciativas económicas que aseguren la satisfacción de sus necesidades más allá de la mera supervivencia, así como proporcionarle un espacio vital seguro y un medio ambiente saludable, donde desarrollar sus otras necesidades psíquicas fundamentales. La segunda condición de toda democracia es crear un ambiente adecuado para el desarrollo de la creatividad y emotividad del ser humano, que permita desarrollar su imaginación en obras de arte que le emocionen y le haga feliz. En esta gran actuación debemos incluir la religión, siempre que se limite a su labor pastoral y no intervenga directamente en política, pues buena parte de la población es creyente y encuentra en su fe la causa de su felicidad. Y, por último, la tercera condición es, una vez más, crear el ambiente idóneo para que el ser humano pueda desarrollar plenamente su entendimiento, al mismo tiempo que le facilite el acceso a la adecuada información para ampliar cuanto desee sus conocimientos. Naturalmente que la función de la democracia en sí misma no es formar empresarios, financieros, artistas, clérigos, filósofos o científicos, sino limitarse a crear las condiciones para que estos puedan surgir de la sociedad civil en igualdad de oportunidades y sin ningún tipo de discriminación. Estas condiciones se consiguen con estas tres grandes actividades: economía y finanzas, para las necesidades del cuerpo; arte y religión, para las del alma; y ciencia y filosofía, para las de la mente. Una sociedad que no tuviera la posibilidad de satisfacer todas estas necesidades humanas fundamentales, o por las razones que fueran, decidiera prescindir de alguna de ellas, sería sin duda una sociedad enferma. II.2. SOBRE LOS GOBERNANTES El estado y su estructura UN GOBIERNO DEMOCRÁTICO solo tiene sentido si gobierna sobre un cierto número de individuos que conformen algún tipo de sociedad. A su vez, una sociedad es un grupo de individuos vinculados por algún tipo de derecho fundamental, de otro modo sería una congregación, que es una agrupación vinculada por principios éticos, religiosos, o por instintivas leyes naturales, como es el caso de las comunidades gregarias de la naturaleza. Por tanto, la condición fundamental de un grupo de individuos que conforman una sociedad es, como escribe Rousseau, que estén vinculados entre sí por los derechos y obligaciones contenidos en un «contrato social». Si no existe este vínculo legal y obligatorio no puede haber sociedad, sea política, recreativa o del tipo que sea; lo social es sinónimo de compromiso legal. Pero, al mismo tiempo, la sociedad como tal solo obliga a sus participantes o «socios» a respetar las normas del Derecho que los une, pero no a tenerse afecto, amistad o entendimiento mutuo. Estos son valores que se deben adquier fuera del derecho fundamental del contrato social, y que son promovidos por doctrinas religiosas o filosóficas que inciten a la fraternidad. Así es que tanto el gobierno como los gobernados están supeditados a observar ciertas normas legales que conforman los estatutos de la sociedad o la constitución del estado. Tampoco el estado tiene sentido en sí mismo si no está vinculado a un territorio, donde habita un grupo de individuos que conforman una nación. Su función fundamental es delimitar el ámbito de la soberanía nacional, necesaria para determinar a qué individuos les corresponden los derechos y deberes contenidos en su constitución. Por tanto, el estado es la entidad política que otorga la soberanía a una nación establecida dentro de un territorio, con el objeto de determinar los derechos y deberes por pertenecer a una nación. El estado puede ser político o natural. El estado de las naciones primitivas estaba constituido por un determinado nicho ecológico de supervivencia, con límites territoriales imprecisos. Así, las naciones indias americanas colonizadas constituían en realidad estados naturales, que también podemos denominar ecológicos, sobre los que se impusieron los estados políticos instaurados por los colonos conquistadores. La otra condición histórica del estado político, y que dio sentido a la formación del sistema monárquico absolutista, fue la necesidad de un líder supremo, o jefe de estado, de quien emanaban las leyes constitucionales y la soberanía nacional. El absolutista Luís XIV llevaba razón al sentenciar «El estado soy yo». Pero naturalmente que en los estados actuales, con sistemas democráticos y parlamentarios, donde la soberanía reside en el pueblo, el jefe del estado ha quedado reducido a una figura política representativa y simbólica, ya sea su presidente en una república no presidencialista o el rey en una monarquía parlamentaria. En resumen, el estado moderno es el resultado de la nacionalización de un territorio delimitado, ya sea por medio del consenso de un gobierno nacional democrático, por acuerdos dinásticos, o por la fuerza de un militar apoyado por su ejército. Por su parte, la nación es la población de que está constituido el estado. De donde se deduce que no puede existir una nación sin estado, pues un territorio sin una nación, aunque esté poblado, no es un estado. Así, los palestinos no son una nación en tanto no tengan un estado; tan solo son el «pueblo palestino». No puede haber más de una nación dentro de un estado, incluso en un estado federal. El estado federal alemán de Renania-Palatinado pertenece a la nación alemana; el estado federal de California pertenece a la nación norteamericana, etc. Pero la nación es, a su vez, una entidad política que adquiere su personalidad cultural del «país». Por tanto los rasgos característicos de la nación: lengua, religión y costumbres, son los del país y no los de la nación o del estado. El país integra también las características naturales del territorio, «paisaje», que es uno de los factores determinantes de su identidad cultural y costumbrista. En cuanto al concepto político de patria, proviene del de país, pues significa simplemente el país de nuestros padres o antepasados. Políticamente el país debe coincidir con la nación, pero la heterogénea y circunstancial composición de la población de algunas naciones, permiten denominar determinadas regiones, autonomías o estados federados, como «países» (los estados alemanes se denominan «Länder», que se traduce por «países»). A su vez, un país, con su patria y su pueblo, puede estar repartido entre varios estados nacionales, dado que el concepto de país es cultural y no afecta a la integridad del concepto político de nación. Y así se llega a la causa circunstancial del concepto político de «pueblo», que es el componente humano de un país. Por tanto, el pueblo adquiere sus rasgos culturales del país, sus valores tradicionales de la patria, su entidad política de la nación y su integridad soberana del estado. De esta reflexión se deduce que la soberanía de un estado reside en última instancia en el pueblo, y no en el país, la patria o la nación. Pero esta concepción política tradicionalmente aceptada también está en crisis, y no recientemente sino desde la misma Revolución francesa, que dio pleno sentido al moderno concepto político de «ciudadano». En efecto, ciudadano es un concepto político que relaciona directamente el pueblo con su nación a través del vínculo de la ciudad. Lo que determina el sentido de esta nueva concepción del individuo social es que la nacionalidad no solo se adquiere por nacer en una nación, patria o país, sino por el hecho de residir durante un determinado periodo de tiempo en una «ciudad», entendiendo que todos los individuos residen en alguna ciudad, grande o pequeña, donde están legalmente empadronados. Así, un ciudadano alemán es un individuo de nacionalidad alemana porque reside, o ha residido, en una ciudad alemana, donde se ha naturalizado, aunque no hubiera nacido en este país. Pero, por esta misma razón, la ciudadanía es la causa de una nación, real o virtual. Por ejemplo, un ciudadano de la Unión Europea pertenece a la nación virtual europea, y un ciudadano del mundo lo es de una nación virtual mundial. Por esta razón la Unión Europea es ya en la práctica una potencial nación-estado, compuesta por diversas naciones, países y patrias, con sus características culturales y valores tradicionales. En las democracias más avanzadas y dinámicas, donde es creciente la movilidad de la población y existe un intenso flujo de inmigración, la tendencia política es equiparar el derecho de residencia al de nacimiento para otorgar su nacionalidad y sus prerrogativas políticas y civiles, relegando cada vez más a un segundo plano los conceptos vinculados al país, como patria y pueblo. De manera que en estos estados, y sobre todo en el estado virtual de la Unión Europea, la soberanía ya no reside en el pueblo, sino en la ciudadanía, y las naciones están formadas por ciudadanos en lugar de por un pueblo de «paisanos» y de «patriotas». El gobierno y la autoridad EN UNA DEMOCRACIA se supone que las personas deciden libremente y por sí mismas su comportamiento cívico, que no puede ser tan solo el que le dicta su conciencia y juicio crítico, sino que debe someterse también a las normas y leyes democráticamente promulgadas y contenidas en el derecho social. Esto quiere decir que las personas para ejercer razonablemente sus derechos y deberes de ciudadanos necesitan formarse libremente un criterio personal de conducta. Para ello deben tomar decisiones que fuercen su voluntad a obrar en consecuencia, aún en contra de sus principios y convicciones. En otras palabras, su libertad les obliga a «gobernarse» a sí mismos, para establecer su conducta social y así convivir en armonía en sociedad. Por el contrario, en una dictadura las personas no pueden decidir libremente su conducta social, sino que deben seguir las doctrinas de un líder, al que están alienados, por convicción o por obligación, por lo que se convierten en individuos sin criterio personal que deben ser gobernados, porque carecen de la capacidad de autogobernarse libremente a sí mismos. De esta reflexión se deduce que en una dictadura los individuos necesitan ser gobernados, pero en una democracia se presenta el conflicto de la existencia de dos gobiernos superpuestos, el personal y el del estado. El del estado intenta gobernar a las personas considerándolas como individuos, y el personal rechaza ser gobernado por el estado porque ello significa la anulación de su personalidad y libre albedrío. Los indignados son «personas», por lo que rechazan cualquier forma de gobierno alienante, y ese es precisamente el aspecto revolucionario de este movimiento, que no obedece a consignas de partidos, sindicatos o religiones, sino a su propio juicio personal de la realidad política y social en la que viven. Por esa razón sus movilizaciones son espontáneas y carecen, ¡y siempre carecerán!, de un líder en concreto. En tanto que las movilizaciones tradicionales a lo largo de la historia las han realizado «individuos» motivados por una doctrina personalizada en un líder. Si queremos que la sociedad futura sea más libre y responsable y el estado no se convierta en policial y represor; es decir, simplemente en una dictadura hábilmente disfrazada de democracia, como ya son muchos en la actualidad, sin duda que debe prevalecer el personal. De donde se deduce que las personas libres simplemente no pueden ser gobernadas. De manera que la institución del gobierno del estado debe cambiar de función y cometido, y en lugar de dirigir, ordenar y mandar, debe limitarse a «gestionar» o «administrar» los intereses de los ciudadanos, porque en una sociedad libre y democrática, el gobierno ya está en cada uno de ellos. Los ciudadanos no pueden obedecer otras órdenes que aquellas que emanen del derecho y de la constitución. Esto puede parecer una utopía, pero si en el futuro la sociedad civil no progresa en este sentido, lo hará en el opuesto, y será inevitable caer en una falsa democracia, con un gobierno tutelado por intereses económicos y soportado por una mayoría de individuos que prefieren obrar al dictado a asumir la responsabilidad de ser libres y gobernarse a sí mismos. Por tanto, los indignados quieren una libertad que ya no puede ofrecer esta democracia. Por otro lado, los actuales gobiernos supuestamente democráticos reciben de sus electores la autoridad necesaria para que en su nombre lleven a cabo la realización de una determinada agenda política. Pero las agendas de los gobiernos son meros proyectos, que sirvieron para confeccionar sus programas con sus promesas electorales, y que están sujetos a las circunstancias cambiantes de la realidad política, social y económica. Por tanto, el gobierno no recibe un mandato específico, sino un voto de confianza y la «autoridad» necesaria para que realice a grosso modo, y en la medida de lo posible, las ideas fundamentales propuestas en su programa electoral. Esto significa que el gobierno tiene autoridad suficiente como para cambiar sus planes políticos o incluir en el transcurso de su legislatura otros por razones circunstanciales y más convenientes si así lo cree conveniente, pero que no estaban en su agenda política inicial y que pueden estar en total oposición con los argumentos y razones por las que les apoyaron sus electores. Pero, como ya es más que evidente en la actual acción de los gobiernos, esta autoridad puede degenerar fácilmente en autoritarismo cuando el gobierno actúa fuera del mandato que le otorgaron los ciudadanos de acuerdo a sus programas y a su ideología, o, incluso, del control parlamentario. La causa de esta malversación de la voluntad de los ciudadanos que los eligieron no solo está en el gobierno en sí, sino en su autoridad. Siempre nos referimos a los miembros de cualquier gobierno como «autoridades»; es decir, que tienen autoridad para proponer un proyecto de ley o cualquier otro tipo de iniciativa política, económica o social, pero sobre todo, y esa es la esencia misma de toda autoridad, para «mandar» y dar “órdenes”, lo que les puede hacer caer fácilmente en el autoritarismo. De donde se deduce que si el gobierno no tuviera autoridad no habría posibilidad alguna de que cayera en el autoritarismo. Luego la primera y más importante propuesta de reforma política es que el gobierno deje de tener autoridad. Pero, en rigor, un gobierno sin autoridad ni siquiera puede calificarse de «gobierno», sino, como decía, de «gestor» o “administrador”. Por tanto, y una vez más, lo que una sociedad democrática necesita no es un gobierno para que nos ordene y mande, con autoridad o autoritarismo, sino una comisión para que nos gestione y administre, con el poder delegado por los ciudadanos libres y soberanos, que es muy distinto. Luego lo que debemos sustituir es el propio gobierno y su autoridad por otro modelo de gestión de lo público sin necesidad de autoridad pero con poder, y que, por tanto, no pueda degenerar en autoritarismo. Los partidos políticos LAS FACCIONES o partidos existen desde que se formaron las primeras asambleas populares. La razón es que en toda discusión política siempre surge un grupo minoritario de individuos que lideran los debates y una mayoría que los apoyan o los rechazan, de acuerdo a sus ideas y argumentos, pero que carecen de iniciativa propia; es decir, grupos de «partidarios» de los diversos líderes de una asamblea. Naturalmente que el interés fundamental de un líder es contar con el mayor número de partidarios, pues de ello depende que se aprueben o rechacen sus propuestas. En esta relación dialéctica los partidarios están alienados al líder, y su única opción es cambiar de líder, o lo que es lo mismo, sustituir una alienación por otra distinta. Los partidos políticos serán la consecuencia histórica de la adopción del sufragio universal, en la que el voto de la asamblea se hace extensible a un gran número de población. No obstante, la relación de alienación entre el líder y sus partidarios es la misma, pero tan numerosa que requiere una cierta organización. Esta necesidad de organización generará una estructura más o menos jerarquizada, cuya competencia llegará a necesitar una asamblea interna, donde se elige el líder, se aprueban sus estatutos, sus órganos de gobierno y sus programas electorales. A partir de la formación de los partidos políticos y su plena integración en el sistema democrático representativo, las personas con vocación política tienen que integrarse necesariamente en alguna de estas organizaciones, y, una vez integrados, lograr ser nominados candidatos dentro de sus listas electorales, por lo que se repite el proceso de la asamblea original, y los líderes siguen necesitando el apoyo de «partidarios» dentro del propio partido; es decir, siempre que haya facciones habrá individuos alienados a sus líderes. O, dicho de otro modo, mientras haya partidos habrá un líder libre y unos partidarios alienados. Por tanto, lo que hacemos al elegir un determinado líder de un partido es, en realidad, elegir a un potencial «dictador» y reconocer tácitamente nuestra alienación y sometimiento. Por esta razón, y una vez más, no deberíamos elegirlos para que nos gobiernen, sino para que nos administren. Por si esto no fuera ya suficientemente grave, en la actual democracia los ciudadanos apenas tienen la posibilidad real de saber objetivamente a quienes han votado. Su elección se basa en el conocimiento que obtienen a través de la «propaganda» electoral y la manipulación de aquellos medios de masas interesados en su elección. En la actualidad las opiniones a favor o en contra de las ideologías políticas y de sus partidos se manipulan con la misma facilidad que las modas, las tendencias culturales o las preferencias de los ídolos de masas. En nuestra sociedad de consumo, donde existe una total imbricación entre política y economía, los partidos se convierten en organizaciones fuertemente burocratizadas, cuyo objetivo es vencer la competencia con la misma estrategia que si se tratara de un producto más para el mercado. Y este modelo organizativo se encuentra lo mismo en partidos de derechas como de izquierdas, porque, según lo expresa Hawley, «tan pronto como la participación política de masas se organiza en una democracia de partidos competitivos [...] se convierten en formas que conducen al oportunismo». La exigencia de la competencia política les obliga, por encima de todo, a la conquista del poder. Una vez conquistado el poder y alcanzados los fines se supone que encontrarán la forma de justificar los medios. Pero por desgracia suele ocurrir que los medios fraudulentos, engañosos y corruptos que utilizan, terminan por convertirse en los fines. También existe una lamentable relación entre la mediocridad de la política de los partidos y la mediocridad del criterio de la sociedad masificada que los apoya y elige, que es la consecuencia de este fraudulento procedimiento democrático y del consiguiente distanciamiento de los ciudadanos más conscientes de sus representantes. Por tanto, la soberanía en la sociedad actual no reside en los ciudadanos, sino en las masas convenientemente manipuladas por los partidos. Si los fabricantes están obligados a vender su producción para hacer rentable la inversión, en la medida de que los partidos políticos necesitan realizar fuertes inversiones para crear la imagen de sus candidatos, también están obligados a ganar, sin tener demasiado en consideración otro criterio que el de la pura rentabilidad electoral. Así, un reducido grupo de corporaciones y súper-millonarios, afines a los grandes partidos políticos, controlan la mayoría de los mensajes publicitarios de los medios de comunicación de masas que los llevan a la victoria electoral. Por tanto, los partidos políticos están en manos de quienes financian sus campañas electorales. ¿Quién, que no tenga todavía una sólida formación política puede resistirse a esta poderosa influencia? Las democracias actuales son las mejores que se pueden comprar con dinero. Por otro lado, las actuales discrepancias ideológicas entre los diversos partidos políticos radican en sus diferentes concepciones sobre valores éticos y morales que deben o no ser considerados derechos fundamentales del ciudadano; criterios sobre medidas económicas y financieras para promover la creación de empleo; los límites que deben imponerse a la libertad de acción y de expresión; diferencias sobre la concepción política y la forma del estado u otros criterios e ideas sobre el bienestar social en general. Esta discrepancia se basa en la incapacidad de aceptar que ya existen valores universales, tanto éticos como económicos, que deberían ser adoptados por todos los partidos, sea cual sea su ideología. Pero esta actitud está cambiando porque, debido a la dramáticas consecuencias de las sucesivas guerras y conflictos armados; los catastróficos efectos de la especulación financiera y a la destrucción del medio ambiente, estamos empezando a aceptar ciertos valores consensuados como universales y de obligado cumplimiento, sobre los que deba regirse tanto el comportamiento social como el económico a nivel global. En otras palabras, descartadas las ideologías totalitarias y radicales, cada vez somos más conscientes de que no hay más que una manera de gestionar la economía y la convivencia ciudadana sobre principios que ya son universalmente aceptados. Como consecuencia de esta unificación globalizada de criterios y valores, debe llegar un momento en que ya no haya lugar para defender discrepancias fundamentales entre los diversos partidos políticos, lo que en la práctica significará su inutilidad e inevitable desaparición. Llegado este crítico momento, deberemos hallar una nueva forma de gestionar los legítimos intereses de los ciudadanos, sin caer en la torpeza de eliminar la democracia, ni en el egoísmo insolidario. Una vez adoptados estos principios fundamentales y universales, ya no hará falta un gobierno sino tan solo una simple «comisión gestora», con poder, pero no autoridad, para gestionar aquello para lo que haya sido comisionada. Por tanto, dejará de haber «autoridades» vinculadas a partidos políticos para ser sustituidos por «gestores» independientes, integrados en sendas comisiones. Esto, que puede parecer revolucionario, es la manera en que estamos construyendo el «gobierno» de la Unión Europea, basado en una Comisión, un Parlamento y un Consejo, que actúa como Cámara alta, o Senado europeo. El hipotético componente revolucionario de esta tesis es simplemente la manera de adaptar este sistema a los estados nacionales, e incorporar los medios digitales puestos a nuestra disposición, no solo para facilitar la gestión sino para hacerla más barata, ágil, participativa y, sobre todo, transparente. Las ideologías POSIBLEMENTE UNO de los errores más descomunales de la historia del pensamiento político haya sido el haber considerado el liberalismo como una doctrina política, cuando lo que Adam Smith describió en su ensayo «La riqueza de las naciones» fue simplemente una teoría económica. La política es siempre social, puesto que su fundamento lo tiene en su imbricación con la sociedad donde se realiza. Por tanto, toda política es necesariamente social; o, lo que es lo mismo, «socialista», en el más estricto y exacto sentido de la palabra. Lo que diferencia a unos socialismos de otros es el grado de importancia que conceden a la libertad individual sobre el interés general. Solo las ideologías totalitarias, como el comunismo ortodoxo, el totalitarismo autárquico o las teocracias dogmáticas y aisladas, pueden no considerarse socialismos, porque no están compuestos por sociedades libres por comunidades sometidas al dictado de sus ideologías o creencias. Por tanto, todas las ideologías políticas son socialistas, pero unas son más liberales que otras. Por la misma razón, todos los sistemas económicos son liberales, pero unos son más sociales que otros. Las diferencias están en la mayor o menor intervención del sistema político sobre el sistema económico; eliminando su tutela, como es el liberalismo radical o libertario, o privándolas totalmente de libertad, como es la economía planificada del comunismo. Si llamamos las cosas por sus nombres, cualquier persona vinculada a una actividad social es por definición un “socialista”, de la misma manera que cualquiera que lo esté a la economía es también por definición un “economista”. De manera que podemos decir que ya solo existe una ideología política, que bien podemos llamar «socio-liberal», pero con diferencias de matices sobre el grado de socialización de su economía o de liberalización de su sociedad. Algunos países del centro y norte de Europa, que han soportado razonablemente bien la actual crisis económica y financiera, ya han adoptado en la práctica real esta ideología centrista, hasta el extremo de que el electorado tradicional de izquierdas y de derechas está perplejo, sin poder ver con claridad dónde está la diferencia. Después de más de diez mil años de relaciones e intercambios que de una forma u otra podemos llamar «socio-económicas», la síntesis de todas estas experiencias han confluido en un modelo que consiste en una fórmula de equilibrio entre cuatro pilares fundamentales: inversión, producción, consumo y gasto público, que es deducido de una parte proporcional de la propia actividad económica. Los gobiernos, o en este caso los gestores, no pueden hacer otra cosa que encontrar la fórmula de una presión fiscal equilibrada, que no perjudique la productividad y rentabilidad de las empresas, en una justa proporción entre grandes y pequeñas, nuevas y consolidadas. Además de fiscalizar y regular el mercado laboral lo más libre y tolerable posible, pero sin caer en los extremos, e incentivando sobre todo el empleo juvenil. En cuanto al consumo, aplicar la misma fórmula proporcional grabando menos aquellos bienes que sean de primera necesidad, como alimentos básicos, medicamentos de prescripción médica o bienes culturales fundamentales, y más los de lujo o innecesarios. Con el rendimiento de esta política fiscal equilibrada y proporcional, que no es de izquierda ni de derechas, sino como decía con anterioridad, «socio-liberal», es de donde debe adquirir sus recursos financieros para el gasto social. Este capital debe emplearse, además de para los gastos corrientes del Estado, que deben ser lo más ajustados posible a los ingresos, pues no es más social el estado que más gasta sino el que mejor gasta, para financiar aquellas obras y servicios que rechaza el mercado, o que son fundamentales y no pueden dejarse al capricho de sus fluctuaciones, como la educación o la sanidad. Financiar el gasto público con créditos solo tiene justificación durante cortos periodos de tiempo, para estimular la economía y el empleo durante las fluctuaciones cíclicas de la economía, pero es una práctica nefasta cuando se convierte en un hábito establecido, porque en este caso el estado cae en manos de los especuladores financieros y ya no puede regularlos ni combatirlos, además de perder su libertad y soberanía. Ningún estado puede tener una economía social saneada ni ser libre y soberano si está fuertemente endeudado. En cuanto a las desigualdades sociales, éstas no son debidas a la economía de mercado en sí, pues es perfectamente lícito que alguien se enriquezca si triunfa en alguna actividad económica rentable. Pero una vez adquirida la riqueza, la misma riqueza le otorga una posición de dominio que le permite competir con ventaja. Por eso los gestores públicos tienen que equilibrar este efecto fiscalizando más a quien más tiene, pues si una parte de la sociedad tiene problemas a la larga la otra acabará teniéndolos también. Por último, debe perseguir y castigar cualquier tipo de fraude fiscal, especialmente de los grandes defraudadores y evasores de impuestos, así como la especulación financiera arriesgada o el blanqueo de dinero, verdadera lacra del sistema financiero actual. Por muy radicales que fueran nuestras propuestas no podemos prescindir de la economía de libre mercado y de su soporte financiero. De hecho, uno de los fundamentos sobre los que se apoya este movimiento, como son los avanzados medios de comunicación digitales, son el fruto indiscutible de este dinámico modelo, por lo que no se trata de destruirlo sino de hacerlo compatible con la democracia real y con las necesidades fundamentales de los ciudadanos. Resumen del capítulo El tiempo de las grandes reformas sociales para librar a los ciudadanos de los restos del feudalismo, y que han justificado todas las grandes revoluciones de la historia, ya hace tiempo que han concluido, y con él desaparecen las tradicionales ideologías que las promovieron. En las revueltas juveniles de Mayo del 68, a cuya generación pertenezco yo mismo, ya se empezó a cuestionar la necesidad de renovar completamente un sistema democrático que daba sus primeros síntomas de decadencia y su incapacidad para gestionar con eficacia, transparencia y honestidad los intereses de los ciudadanos. Los jóvenes de entonces intentamos experimentar nuevos modelos políticos y democráticos «alternativos», pero eran más imaginativos que realistas. «La imaginación al poder» era por entonces nuestro eslogan. Pero el momento para el cambio todavía no había llegado. Por entonces comunismo y capitalismo estaban en su pleno apogeo y competían con parecidas tácticas imperialistas y militaristas por dominar un mundo compuesto por una minoría de naciones cultas y ricas, que explotaban y exprimían una inmensa mayoría de naciones incultas, supersticiosas y horriblemente empobrecidas y atrasadas. Por entonces las naciones del llamado «Tercer mundo» estaban desconectadas del mundo exterior y soportaban su indigencia con resignación, dominados por tiranos nacionales que se consideraban los dueños y señores del estado. El mundo todavía no estaba globalizado. En medio del sórdido fragor de la guerra fría el también llamado «Mundo libre» intentaba ganar adeptos exportando su confusa ideología liberal y capitalista. Para ello convencía a los tiranos nacionales para que instaurasen sistemas democráticos multipartidistas, y a cambio serían candidatos a recibir cuantiosas inversiones y préstamos para el «desarrollo» concedidos por los países ricos. Los tiranos comprendieron enseguida que podían implementar la democracia sin cambiar ni un ápice su tiranía. Para ello bastaba con crear un partido político «oficial» e invertir unos cuantos millones, tomados del escuálido erario nacional, en propaganda electoral, con lo que ganaban por mayoría absoluta unas elecciones tras otras. Al mundo libre le pareció suficiente y los consideraron afines a su ideología, intercambiando visitas oficiales al más alto nivel, con revistas de tropas, himnos nacionales y grandilocuentes discursos de alabanza por haber abrazado la causa de la libertad y la democracia. Pero tanta hipocresía tenía que generar, tarde o temprano, una explosión de indignación social, y aquí es donde intervienen los nuevos medios de comunicación de la era digital. Tanto Internet como la telefonía móvil son las primeras tecnologías avanzadas creadas por las naciones ricas, pero que pueden ser fácilmente asimilables por las pobres. Y esta es la gran novedad que hace historia, porque su utilización masiva, sobre todo entre jóvenes de clase media urbana, sean de un país rico, pobre, o simplemente empobrecido súbitamente por alguna crisis económica, como es el caso de España, es de donde surgirá este movimiento de “indignación”, que los llevará a tomar las calles, y a acampar en emblemáticas plazas, para intentar cambiar de raíz este lamentable estado de cosas. A través de las redes sociales intercambian las razones de su indignación y denuncian el maltrecho estado de sus democracias meramente formales, que, no solo les privan de derechos fundamentales y que consideran naturales, sino que la acusan también de ser la causante de sus crisis. Así es que en un momento dado se intercambian mensajes con convocatorias para mostrar su descontento, y consensúan uno o dos eslóganes fundamentales, pero el más significativo será el de «¡Democracia real ya!». Slogan que arrastrará partidos e ideologías de la escena política como es arrastrada la materia en un agujero negro, con rapidez y sin dejar ni rastro de los dos. II.3. SOBRE LA LIBERTAD Una definición de la libertad LA SUSTANCIA MISMA de la historia es la permanente lucha del ser humano por evitar caer en cualquier forma de vasallaje; es decir, la defensa de su libertad aún a costa de su vida. Por tanto, mientras padezca alguna forma de esclavitud o servidumbre siempre habrá una causa para que siga haciendo su historia. Pero la libertad no es una idea simple de concebir, pues podemos llegar a aceptar libremente diversas formas de vasallaje, ya que el hecho social mismo es una forma de sometimiento de nuestra libertad a cambio de seguridad. Se supone que el ser humano solo puede ser libre en estado de naturaleza, como argumentaba Rousseau, pero esto es discutible, porque los animales también conviven asociados y vinculados por estrictas y deterministas leyes naturales, que también coartan su libertad o libre albedrío. Los seres humanos no hemos hecho otra cosa que interpretar estas leyes de acuerdo al nivel de nuestro entendimiento; es decir, como una imperfecta interpretación cultural. La libertad en sí misma es una idea inconcebible porque no proviene de la observación y concepción de un objeto, como un árbol o una casa, sino de la conducta o comportamiento de un objeto que no es la libertad misma, sino aquello a lo que está vinculada y que le concierne. Por tanto, la idea de la libertad está necesariamente basada en la experiencia de algo que le concierne y que la experimenta. Ese algo puede ser cualquier cosa natural, pues incluso los vegetales, a pesar de estar arraigados, son libres de dirigir sus ramas en la dirección más conveniente de acuerdo a sus condiciones climáticas circunstanciales. Otra condición fundamental para establecer la definición de libertad es que exista una relación necesaria y dialéctica entre aquello que es libre y un determinado entorno o circunstancia que le impide serlo, ya sea natural o cultural. De manera que si tratamos de concebir la idea de libertad, ésta debe referirse siempre a un contexto natural o social, y no puede limitarse al ser humano y su conducta, sino a todo aquello que de alguna manera necesita libertad para organizarse o desarrollarse. Para ello deberemos establecer qué es consustancial con cualquier forma de libertad, para posteriormente poder aplicar este principio a cualquier cosa que se considere libre. La libertad y el orden ESTE PRINCIPIO es el “orden”. En efecto, todo comienza en estado de caos, o libertad absoluta, para tender al orden impuesto por las leyes naturales o sociales, hasta terminar en un orden total o servidumbre absoluta. Así, la absoluta libertad es el caos, y el orden absoluto es la esclavitud. No obstante, puesto que todo está en permanente movimiento y evolución, y siempre está sometido a alguna ley dinámica natural, el caos tiende necesariamente al orden, y lo ordenado tiende necesariamente al caos. En resumen, la libertad puede definirse como el grado de orden o desorden de un sistema, natural o social, siendo más libre cuanto más desordenado y menos libre cuanto más ordenado. Cualquier acepción de la libertad estará necesariamente sometida a este principio. Por tanto, la libertad y la servidumbre la establece la causa misma del orden o del desorden. En la naturaleza esta causa es el impulso de la necesidad y del instinto, en el ser humano es la voluntad, cuyas convicciones provienen de la fe y sus creencias, la intuición y sus ideas innatas, y la conciencia y sus juicios razonables. Así, el criterio que determina el grado de libertad de un grupo social será el resultado de los juicios de su conciencia colectiva, basados en sus creencias o conclusiones razonables, que son fijados en un cuerpo de leyes. En determinadas circunstancias, se puede llegar incluso a aceptar “libremente” leyes que les sometan a un orden estricto y autoritario, incluso a la esclavitud, como son todas las dictaduras, políticas o teocráticas, voluntariamente aceptadas. Podemos distinguir al menos tres acepciones de la libertad: la libertad de movimiento, la libertad de creencia y la libertad de conciencia. Las demás posibles acepciones se integran en alguna en estas tres. La libertad de movimiento LA REALIDAD EN sí misma sería inviable sin la libertad de movimiento, pues todo aquello que transcurre en el tiempo se mueve necesariamente en el espacio. Sin movimiento no sería posible ni el tiempo ni el espacio. Lo inmutable no puede ser. También en este caso se cumple el principio expuesto con anterioridad, pues el movimiento puede ser caótico u ordenado; es decir, libre o sometido. Por impulso de sus leyes dinámicas, la naturaleza muerta tiende al movimiento ordenado, a la gravitación, en tanto que la viva tiende a un movimiento caótico y desordenado; es decir, a la liberación. Las sociedades humanas organizadas tienden también a la inmovilidad y al orden. Los automóviles deben circular por las carreteras, las personas por las aceras, las bicicletas por los carriles-bici, etc. Por tanto, una sociedad que ordena el movimiento es menos libre que aquella que se mueve dentro del caos y el desorden. Obviamente si aceptamos movernos con orden en perjuicio de la libertad es porque a cambio obtenemos cierta compensación para nuestra seguridad personal. La libertad de creencias Las creencias son percepciones asumidas provisionalmente como verdades, que son probables pero que no han sido probadas. Si nos aferramos a las creencias es sencillamente porque por la razón que sea tenemos necesidad de confiar en lo que es improbable. Para librarnos de la incertidumbre que nos produce esta provisionalidad recurrimos a la irracional certidumbre de la fe, que justifica nuestras dudosas decisiones. También en este caso es válido el principio del orden como causa de la servidumbre, pues las creencias sirven para dar sentido y ordenar la realidad según la imaginamos; es decir, también sirven para poner orden. Por tanto, es absolutamente libre quien no cree en nada, en tanto que es menos libre quien está sometido a la alienación de sus creencias, hasta el extremo de caer en una absoluta servidumbre si aquello en lo que cree ordena absolutamente su entendimiento de sí mismo y de la realidad, como es el caso del fanatismo religioso. En este caso la renuncia a nuestra libertad no está motivada por la seguridad personal, sino por la estabilidad emocional, al librarnos de la angustia que nos causa la incertidumbre de nuestras creencias. La libertad de conciencia UNA CREENCIA QUE llega a ser probada por la experiencia o la razón y la lógica se convierte en un concepto; es decir, pasa de ser algo simplemente imaginado a ser plenamente concebido. El resultado es un objeto relacionado directamente con alguna cosa sustancial, percibida por los sentidos o razonada en la conciencia. Una vez concebida la cosa sustancial tenemos un objeto y si le asignamos un nombre tendremos, a su vez, un sujeto. Con el sujeto tenemos ya la idea de lo que hemos concebido. Relacionando unas ideas con otras según sus causas y sus efectos llegamos a adquirir el entendimiento, y la relación entre lo que conocemos con lo que entendemos constituye la inteligencia. Una vez más el principio del orden puede aplicarse a la libertad de conciencia, pues la utilidad de las ideas es también poner orden en el caos mental que provocan la multitud de conceptos sin una relación de causa y efecto entre sí; es decir, sin que lleguemos a entenderlos. Por esta misma razón es absolutamente libre quien vive sumido en el caos y no tiene ninguna idea ni es consciente de nada, circunstancia que solo se da en las cosas muertas, pues incluso los animales tienen conciencia del entorno y un entendimiento limitado a su capacidad de expresión o lenguaje, por lo que también están sometidos a un cierto orden natural, y la consiguiente limitación de su libertad. También en este caso podemos concebir y adoptar libremente una ideología que nos lleve al vasallaje y a la renuncia de la libertad. La razón es siempre la de librarnos de contradicciones irresolubles y el caos consiguiente con ayuda de la razón; es decir, lograr una cierta estabilidad mental renunciando a entender la realidad en su totalidad, para aceptar tan solo aquella parte de la realidad que somos capaces de entender. Se supone que la democracia nos debe librar de estas contradicciones y de sus negativos efectos, al tiempo que protege nuestras libertades, pero si una sociedad democrática está excesivamente regulada puede llevarnos a la misma servidumbre que la dictadura, con la única diferencia de que, mientras en una dictadura el orden es impuesto, en una democracia es voluntario. El peligro de la democracia es precisamente caer en una esclavitud voluntariamente aceptada, y que degenere en el “Gran hermano” de George Orwell, o en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley. La libertad de creación HSTA AHORA NOS hemos referido a la libertad y su relación con el orden como causa de su limitación. Esto nos podría llevar a suponer que el impulso inicial del caos debe ser consumido totalmente por el orden, sin que la libertad tenga capacidad para “regenerarse” una vez anulada por el orden. Esto sucede realmente así tan solo entre las cosas muertas y sin capacidad creadora, pero no entre las cosas vivas y creativas. En efecto, la creatividad de las cosas vivas y dinámicas es lo que renueva constantemente la libertad, pues cada creación es una novedad que viene a “desordenar” lo establecido. Solo el orden mecánico carece de creatividad, y, por tanto, ni tiene ni necesita ni genera libertad. En las sociedades humanas la libertad es constantemente regenerada por nuestra capacidad de innovación, ya sea gracias a nuevas creencias, descubrimientos científicos o ideas políticas o filosóficas originales. Esta capacidad de innovación es inmediatamente “sometida” por alguna regulación, normativa o ley. Pero las nuevas leyes y regulaciones van siempre por detrás de las innovaciones, por lo que las sociedades creativas tienen siempre asegurada una determinada dosis de libertad, pero también de desorden. Las revoluciones son siempre la causa de alguna forma de desfase entre legislación y creatividad social. Las progresistas suceden cuando las leyes oprimen la creatividad, y las conservadoras cuando la creatividad oprime las leyes. En resumen, podemos definir la regeneración de la libertad como la sinergia de toda creación. Resumen del capítulo EL MODELO democrático nos proporciona una libertad condicionada por la necesidad de orden y de estabilidad, pero el orden lleva en sí mismo el germen de la esclavitud. La futura democracia no debe limitarse a la defensa del derecho a opinar, manifestarse o desplazarse libremente, sino promover un orden interno y personal que haga innecesaria la coacción de las leyes, pues de otra manera tendríamos que legislar sobre todos los aspectos de nuestro comportamiento personal, además de ser constantemente vigilados y controlados por un estado policial. Por tanto, la labor fundamental de las instituciones del estado no debe ser promover el orden social con leyes coercitivas, sino ciudadanos responsables que sepan hacer un correcto y responsable uso de la libertad sin necesidad de coacción. II.4. SOBRE LA e-DEMOCRACIA Las instituciones básicas IMAGINAR UN NUEVO escenario con un sistema democrático sin partidos políticos, gestionado en buena medida a través de Internet, es cuando menos inquietante y se podría considerar como irresponsable, porque puede darnos la sensación de que le estamos amputando algo consustancial a la democracia. Sin embargo la historia nos muestra que los mayores horrores antidemocráticos tuvieron su origen precisamente en un partido político, y no sería extraño que, dada la larga crisis en la que estamos sumidos, no pueda volver a suceder lo mismo en la actualidad. Por tanto, no hay una relación histórica directa entre partidos políticos y democracia, sino, por desgracia, sucede todo lo contrario, y no pensar en un nuevo escenario es precisamente lo irresponsable. Por otro lado, el prescindir de partidos políticos no quiere decir prescindir también de representantes políticos y caer en la ingenuidad de que es viable la democracia directa en el ámbito de un gran estado, incluso con el uso de las últimas tecnologías de la comunicación digital. Lo que debemos desarrollar es un nuevo modelo de gestión política de lo público en la que los ciudadanos más activos y comprometidos tengan facilidades para una mayor participación en la toma de decisiones políticas. Pero también se trataría de evitar el extremo de que tengan que ser estos mismos jóvenes los que, a través de sus multitudinarias manifestaciones y acampadas callejeras, dictasen la agenda política, sin una posible coordinación global que tenga en consideración todas las circunstancias en el posible impacto de sus iniciativas o rechazos. Se trata simplemente de construir un modelo de participación ciudadana que, siendo perfectamente democrático, se adapte a las nuevas tecnologías digitales, y que no tenga los defectos de la actual ni sus limitaciones. La institución fundamental de una democracia es, por supuesto, el parlamento o asamblea popular, donde los ciudadanos deben tener la mayor y más directa participación posible. Una participación directa solo es posible en pequeñas asambleas locales o de barrio, pero es necesariamente indirecta en aquellas asambleas que abarquen un gran número de población. Durante los periodos democráticos de la antigua Grecia, en el Ágora, o asamblea popular, llegaban a reunirse hasta cinco mil personas con derecho al voto, para escuchar y votar las propuestas de los oradores. Pero, por desgracia, y este puede considerarse uno de los puntos débiles de la democracia en sí, no se aprobaban las mociones más justas sino aquellas defendidas con mayor elocuencia, lo que provocaría un gran interés por la escuela filosófica sofista. El otro defecto era que, como sucede en la actualidad, buena parte de los votos eran literalmente comprados, y la asamblea estaba divida en facciones a favor o en contra de los ciudadanos más destacados; es decir, los más ricos. De hecho, Pericles fue un político inteligente pero populista, que ganaba lo votos con toda clase de artimañas posibles. Esta fue la principal razón de la decadencia de esta primera democracia. Por tanto, a partir de un determinado número de ciudadanos que tengan derecho a su participación en los debates de sus asambleas se hace necesario nombrar a representantes, y es a partir de esta necesidad cuando surgen los principales conflictos de soberanía popular, porque es fundamental que la elección de representantes no pueda ser manipulada por nadie, y sea posible establecer una relación directa y, si puede ser personal, entre el candidato y sus electores. Pero, sin la ayuda de algún tipo de organización, los candidatos para asambleas de mayor ámbito de las locales no dispondrían de los medios necesarios para dar a conocer sus candidaturas y programas electorales, para lo que es necesario recurrir a costosos medios de propaganda. Sin contar con este apoyo, solo aquellos candidatos con abundantes recursos financieros podrían presentar su candidatura, tal y como sucedía entre los inventores de la democracia. Así, siempre se presenta el conflicto entre renunciar a la democracia representativa o aceptar la existencia de los partidos políticos. De manera que si creemos conveniente eliminar los partidos políticos pero sin renunciar a los representantes, no hay otra fórmula alternativa que cambiar, precisamente, la forma de elegirlos. Por un razonamiento lógico, se induce que la única forma posible para este fin es que sean aquellos candidatos elegidos directamente por las asambleas locales quienes, a su vez, elijan ellos mismos y de entre ellos mismos, los candidatos para asambleas en las no sea posible su elección directa, pues se supone que, puesto que son nuestros representantes, cuentan también con nuestra confianza. Esto quiere decir que los candidatos elegidos para las asambleas locales elegirían los candidatos para las asambleas de mayor representatividad, como las provinciales; estos a los de las regionales, quienes elegirían, finalmente, a los de la asamblea nacional. Esta sería la única solución para mantener con la mayor efectividad posible la voluntad de los ciudadanos y sus asambleas sin recurrir a los partidos políticos. La otra institución que debe cambiar es la del mismo gobierno, que como he argumentado con anterioridad, debe sustituirse por un organismo de gestión o administración pública, cuyas iniciativas y actuaciones no se basen en promesas electorales, sino en actuaciones concretas con sentido social, o, simplemente, con “sentido común”. Pero, sobre todo, como respuesta a las necesidades reales y prioritarias expresadas por la ciudadanía, y con un espíritu solidario entre ciudadanos de una misma localidad, provincia, región o nación. Estas iniciativas o actuaciones, no solo deberían contar con la aprobación mayoritaria de las diferentes asambleas, sino de la mayoría de la ciudadanía implicada en ellas. Este procedimiento puede coartar considerablemente la capacidad de innovación e iniciativa de esta institución, pero, al mismo tiempo, evitaría los actuales abusos de costosas iniciativas por razones de vanidad personal de sus promotores, o por simple prestigio nacional, lo que provoca inevitables conflictos entre la voluntad del gobierno y la de los ciudadanos. Por supuesto que esta institución debe ser una “comisión gestora”, elegida por un responsable o presidente, y formada en lo esencial por profesionales independientes, especializados en cada una de sus posibles competencias. Pero todavía es necesaria otra institución fundamental, que sin estar por encima de las diversas asambleas, tenga capacidad para discutir y proponer a las asambleas iniciativas y actuaciones concretas que afecten a diversas localidades, provincias y regiones; es decir un “Senado”, o consejo ínter territorial, que estaría formado por los presidentes de las diversas comisiones. Por tanto habría un consejo provincial y un consejo regional, autonómico o federal, o consejo de estado. Por último, es absolutamente necesaria una nueva institución fundamental, que mantuviera en contacto permanente y directo a los ciudadanos con aquellas asambleas que no han sido elegidas directamente, cuya misión sería poder intervenir, en nombre de los ciudadanos, en sus deliberaciones legislativas, con suficiente poder como para bloquear su aprobación, y cuyas características veremos en otro apartado más adelante. Por tanto las instituciones políticas básicas de esta nueva democracia no serían nuevas, sino tan viejas como la historia misma de la democracia: una Asamblea, una Comisión y un Consejo, complementadas con la de un Defensor del ciudadano. Los representantes de la Asamblea local, el presidente de la Comisión y el Defensor del ciudadano serían elegidos directamente por los ciudadanos en tres listas diferentes. Los miembros de la Comisión serían elegidos entre los de la Asamblea por el presidente electo de la Comisión, y el Consejo estaría formado por los presidentes de las diversas Comisiones. Los miembros de la Asamblea y el Defensor del ciudadano tendrían la iniciativa en la presentación de mociones y proyectos de ley, según sea su ámbito territorial y sus competencias; la Comisión tendría la iniciativa en las propuestas de actuaciones concretas, por propia iniciativa, por la de la Asamblea o, indirectamente, por los ciudadanos, también de acuerdo a su ámbito de influencia; el Consejo tendría la potestad de ratificar o anular las actuaciones de la Comisión y de la Asamblea, así como proponer iniciativas de actuaciones especiales y solidarias. Por último, el Defensor del ciudadano tendría también como función permitir a los ciudadanos bloquear o anular normativas y presentar iniciativas ciudadanas directamente a la Asamblea o a la Comisión. Como hemos visto, el principio fundamental de esta nueva democracia debe ser que todo el proceso de elección de representación política tenga lugar en un ámbito suficientemente reducido para que los candidatos no necesiten el apoyo de «partidarios» organizados; es decir, partidos políticos. Pero también para que candidatos y electores tengan la posibilidad de conocerse mejor con una relación personal y directa, y no a través de la «propaganda» electoral de los partidos, que muestran a sus candidatos mediatizados y manipulados por las técnicas del marketing electoral, promovidos y apoyados indirectamente por quienes los financian. Esto quiere decir que las elecciones de representantes en las que participen directamente los ciudadanos de esta nueva democracia deben ser exclusivamente locales, o de distrito en las grandes ciudades. Más allá de esta dimensión los candidatos serían elegidos en sufragios internos por los mismos representantes El número de representantes para las asambleas locales o de distrito elegidas sería también proporcional al de sus habitantes, aumentando progresivamente a mayor número de habitantes. Así, una localidad de cinco mil habitantes podría tener un representante por cada quinientos habitantes; es decir, diez representantes, más los de la pedanía o los barrios, pero una de veinte mil, podría tener tan solo uno por cada mil, por tanto, veinte representantes, etc. En este reducido ámbito electoral los candidatos tendrían mayor facilidad para darse a conocer personalmente a sus electores, conocimiento que, por sus cualidades humanas, profesionales o buena reputación, puede haberse ya establecido con anterioridad a su candidatura. El fin de estas primeras elecciones locales es elegir los miembros de la Asamblea local o de distrito que constituye el fundamento de esta nueva democracia, a partir del cual los representes elegidos pueden ascender a ámbitos de representación superiores. Al mismo tiempo, crear la estructura de representación ciudadana básica y fundamental, que serviría de modelo para la formación de las instituciones de nivel superior, como las provinciales, regionales, nacionales o, incluso, las europeas, como veremos más adelante. Si es conveniente la elección de una reducida Asamblea local de representantes a partir de un determinado número de habitantes en lugar de, gracias a los medios disponibles en Internet, permitir la participación masiva de todos los ciudadanos con derecho a voto en una hipotética democracia directa, sería para evitar caer en el «asamblearismo», o un exceso de representación ciudadana, que la haría poco operativa. No obstante, tampoco se puede permitir que los ciudadanos no puedan recurrir y rechazar alguna de estas iniciativas cuando se consideren mayoritariamente que ocasionan un gran perjuicio social, para lo que estaría la institución independiente del Defensor de ciudadano, con capacidad para bloquear las iniciativas más polémicas, o proponer alternativas más aceptables. Las localidades o aldeas con pocos habitantes, o los barrios de grandes ciudades pertenecientes a un solo distrito, tendrían asambleas de ciudadanos con participación directa, pero limitada a la capacidad de los espacios donde se celebrasen, dando prioridad a los representantes de asociaciones ciudadanas, o a los ciudadanos que estuvieran directamente afectados por el asunto tratado en los debates. Estas asambleas nombrarían una Comisión gestora, coordinada por un presidente, de aldea o de barrio, el equivalente a los actuales alcaldes pedáneos, y se coordinarían entre ellas en los Consejos de aldea o de barrio, constituidos con los presidentes de las Comisiones. Para tener representación en las localidades de donde fueran pedáneas o parte de un distrito, el Consejo nombraría uno o varios representantes, proporcional al número total de habitantes, que se integrarían a las asambleas locales o de distrito. La elección de los candidatos PUESTO QUE NO existirían los partidos políticos, para promover las candidaturas a la Asamblea podrían ser las diversas asociaciones y agrupaciones cívicas locales quienes nominarían los candidatos, sin ningún tipo de discriminación o exclusión, excepto que deba ser un ciudadano con residencia legal y con derecho a voto, apoyadas con un determinado número de firmas, proporcional al número de habitantes. También podrían presentarse candidaturas independientes a título personal, siempre que consiguieran las firmas requeridas. Estas candidaturas serían aceptadas por una comisión electoral local dependiente del Defensor del ciudadano. El número de firmas conseguidas determinaría su posición en las listas electorales de candidatos. En principio este procedimiento, como veremos más adelante, permitiría que una persona con buena reputación, competente e independiente, y que resida en una pequeña localidad, tuviera las mismas oportunidades de llegar a ser elegido diputado a la Asamblea nacional que otra residente en una gran ciudad. Por supuesto que la recogida de firmas de adhesión podría hacerse a través de Internet, en un portal oficial local controlado por la Comisión electoral, donde estaría el perfil básico del candidato. Información que podría complementar utilizando las actuales redes sociales o los blogs. Una vez que la Comisión electoral aceptase a los candidatos, se confeccionarían tres listas separadas: una para la elección de los miembros de la Asamblea, otra para la elección del presidente de la Comisión, equivalente a los alcaldes actuales, y una tercera para la elección del Defensor del ciudadano. Los electores serían todos los ciudadanos residentes y con derecho a voto, a partir de 15 ó 16 años, que es la edad en que es necesario empezar a asumir responsabilidades cívicas, y debería realizarse a través de la red, por voto electrónico, en un portal oficial local. Con los representantes elegidos se constituiría la Asamblea local o de distrito, que elegiría su presidente y portavoz. La Comisión gestora local o de distrito Es obvio que la Comisión gestora tendría la función ejecutiva local, o, en el caso de grandes ciudades, la del distrito, además de la iniciativa en la redacción de normativas o leyes, en tanto que la Asamblea tendría la legislativa, para aprobar o rechazar las propuestas de la Comisión, así como su control y la ratificación de sus comisarios. El presidente de la Comisión local, elegido directamente por los ciudadanos, tendría la competencia y la confianza de la Asamblea para elegir un equipo de «comisarios» acorde a sus competencias, cuyas cualidades personales o profesionales fueran las más idóneas para el cargo, por lo que el criterio sería sobre todo profesional. Así, para la comisión de deportes podría nombrar a un deportista local; para la de cultura a un artista local, etc. Por tanto, al no existir los partidos políticos, estos comisarios serían totalmente independientes, y no tendrían otro objetivo político que el servicio al bienestar de la comunidad que representan. Esto nos lleva a determinar cuáles serían las tres comisiones mínimas fundamentales y sus ámbitos. La primera sería la comisión de Economía, de la que dependerían competencias relacionadas, como la elaboración del presupuesto, industria, comercio, urbanismo, medio ambiente, gestión de recursos, etc. La segunda sería la de Cultura, de la que también dependerían actividades como museos, festivales, fiestas locales, deportes y actividades lúdicas, e, incluso, las relaciones con las iglesias y confesiones locales, etc. La tercera sería la de Educación, de la que dependerían las escuelas públicas, la educación ciudadana, la promoción de las ciencias y las nuevas tecnologías, etc. Por último, estaría el Defensor del ciudadano, cuyo responsable sería elegido directamente por los ciudadanos para garantizar su independencia, de la que dependería la Comisión electoral antes descrita, responsable del control de las elecciones y la recogida de firmas, a través de un portal oficial local en Internet, y la interpelación y presentación de mociones e iniciativas ante la Asamblea y la Comisión, así como la defensa del consumidor. Con estas primeras instituciones, Asamblea, Comisión y el Defensor del ciudadano, los ciudadanos tendrían representantes para atender sus necesidades básicas y que les afectan directamente, pero es obvio que la política local tiene que tener en consideración la realidad provincial, por lo que se necesitan otras instituciones similares a más alto nivel. Las instituciones provinciales También las instituciones provinciales estarían formadas por los tres organismos básicos de la Asamblea, la Comisión y el Consejo, pero la Asamblea provincial no sería elegida directamente por los ciudadanos sino que los elegirían los diputados de las Asambleas locales o de distrito en un número proporcional al de sus habitantes. También el Defensor del ciudadano de ámbito provincial, con las mismas funciones que el local, sería elegido por el mismo procedimiento. A partir de las elecciones locales o de distrito, a celebrar como en la actualidad cada cuatro años, ya no habría más sufragios directos en los que tuvieran que participar los ciudadanos, sino que serían los propios candidatos electos quienes se elegirían entre sí. Las razones de este procedimiento es simple de entender. Por un lado, al no haber partidos políticos tampoco existirían organizaciones lo suficientemente grandes como para promover y apoyar candidaturas, y solo se presentarían candidatos con grandes recursos financieros o apoyados por quienes los tuvieran. Por otro lado, porque ¿quién puede conocer las cualidades personales y profesionales de los candidatos mejor que sus propios colegas cuando el ámbito de la elección excede la localidad o el distrito urbano? ¿Con qué elementos de juicio valoraría un ciudadano estas cualidades en un candidato de otra localidad o distrito? ¡Solo a través de «propaganda» electoral, que es la que hay que tratar de evitar! De manera que serían los propios miembros de las asambleas locales quienes elegirían sus representantes para la Asamblea provincial, y estos eligirían, a su vez, al presidente de su Comisión, pero un año después de las elecciones locales. La razón de esta demora es dar tiempo a los miembros de la Asamblea para conocerse mejor y poder valorar con mayor objetividad las buenas cualidades y el talante político de los candidatos. Una vez constituida la Asamblea provincial, y siguiendo el mismo procedimiento que para las instituciones locales, ésta elegiría su presidente y portavoz. La Comisión gestora provincial y el Consejo provincial En estas nuevas instituciones políticas provinciales habría la importante novedad del Consejo provincial, constituido por los presidentes de las Comisiones locales o de distrito respectivamente. Este nuevo órgano actuaría en la práctica como un Senado provincial, cuya función sería ratificar o rechazar propuestas legislativas de las Asambleas y actuaciones de las Comisiones que afectasen al ámbito provincial o municipal, o coordinar y consensuar al más alto nivel provincial iniciativas de interés primordial y solidario. Al mismo tiempo, y para coordinar mejor las iniciativas locales que requieran la intervención provincial, se crearían Consejos puntuales, formados por los consejeros provinciales de la misma competencia. Por ejemplo, si fuera necesario coordinar un festival cultural de ámbito provincial, se reuniría el Consejo provincial de cultura para tratar de todos los detalles, etc. En las grandes ciudades y capitales de provincia con varios distritos, se constituiría una Asamblea y una Comisión de la ciudad intermedia, formada por representantes de las Asambleas de distrito, que elegiría también un presidente de la Comisión y un Defensor del ciudadano. Así, a partir del ámbito provincial y de las grandes ciudades ya estarían constituidas las tres instituciones fundamentales de esta nueva democracia: La Asamblea, la Comisión y el Consejo. ¡Exactamente lo mismo que tenemos en la gestión política de la Unión Europea! Por tanto, esta propuesta no es ni nueva ni revolucionaria. De lo que se trata, precisamente, es de crear un modelo de democracia nacional que sea compatible con el de la Unión Europea actual, de manera que con el tiempo y las reformas constitucionales necesarias, todas puedan confluir y articularse razonablemente entre sí. Las instituciones políticas regionales, nacionales y europeas El procedimiento para la formación de las instituciones regionales o autonómicas y nacionales sería el mismo que para las provinciales. Tampoco en estos dos niveles se recurriría la elección directa de los ciudadanos, porque obviamente, al ser candidatos independientes no contarían con los medios necesarios para promocionar sus candidaturas a nivel regional o nacional, ni tampoco sería conveniente. En la democracia multipartidista actual los ciudadanos están influenciados por actos electorales multitudinarios, concurridos por acólitos enardecidos, afines a los partidos que los organizan, y que no necesitan ser convencidos, por lo que, además de costosos, son absolutamente inútiles. De cualquier modo, en estos encuentros electorales no se refleja la verdadera personalidad de los candidatos ni el alcance real de sus programas de gobierno. Estos lamentables espectáculos mediáticos de los mítines electorales masificados dejarían de existir, pues ya no se trataría de elegir un «líder carismático», que puede resultar positivo, pero también catastrófico, como lo fueron Hitler o Mussolini, y que solo sirven para la exhibición teatral de los candidatos con sus costosas y espectaculares puestas en escena, sino un buen gestor y administrador de los legítimos intereses de los ciudadanos. El tiempo de los líderes carismáticos tiene que dar paso a de de gestores públicos responsables. Así, los presidentes autonómicos surgirían de una elección interna y directa en el seno de la Asamblea autonómica, y serían los responsables de la Comisión, equivalente a los actuales presidentes autonómicos, además de formar parte del Consejo o Senado regional. También, en este mismo nivel político regional, habría la institución del Defensor del ciudadano, con las mismas atribuciones y competencias que en las instituciones inferiores, pero mejor dotadas de acuerdo a su nuevo ámbito de actuación. De esta simple manera llegamos a las instituciones nacionales, que se formarían con idéntico procedimiento a las de niveles inferiores, pero con la sola diferencia de que obviamente tendrían un mayor número de representantes en la Asamblea, así como más comisiones y competencias para la Comisión nacional, como Interior, Defensa, Exteriores, etc. Así se constituirían la Asamblea nacional (el Parlamento), la Comisión nacional (el Gobierno) y el Consejo nacional, formado por los presidentes de los Consejos regionales o autonómicos (el Consejo de Estado o Senado). El equivalente al actual presidente del Gobierno sería, obviamente, el presidente de la Comisión nacional, elegido entre los miembros de la Asamblea nacional. Una vez más, para la formación de estas instituciones no sería necesaria la elección directa de los ciudadanos. Por último, este nuevo sistema democrático confluiría con los actuales órganos de gestión de la Unión Europea. Es fácil deducir que el único cambio significativo sería el de la elección de los candidatos al Parlamento Europeo. Como hemos argumentado, al no existir los partidos políticos, serían elegidos de forma directa entre los diputados de las Asambleas nacionales. De esta manera se evitaría el fraude político actual de elegir de forma directa representantes cuyo conocimiento por parte de los ciudadanos es prácticamente nulo. El resto de las instituciones europeas actuales prácticamente no habría ni que tocarlas. De manera que, gracias a las reforma del sistema democrático actual según esta propuesta, confluirían todos los sistemas nacionales de representación política en un solo procedimiento a nivel europeo, cuya función política no es gobernar sino gestionar. El Defensor del ciudadano Una efectiva y responsable gestión de lo público es una responsabilidad personal importante, además de laboriosa, y requiere estudiar con profundidad los diferentes aspectos concurrentes de cada gestión, por lo que a partir de ciertos niveles requiere una dedicación absoluta. Por esta razón, la política, siempre que sea de gestión y no de gobierno, debería ser una profesión vocacional razonablemente remunerada, como pueda ser la de médico o pianista. Una vocación política significa dedicarse íntegramente a la buena gestión de lo público, con profesionalidad e independencia. Si los políticos actuales no hacen válido este principio es en buena medida debido a la negativa influencia de los partidos políticos a los que están afiliados, a su intransigencia ideológica y sus estructuras jerárquicas. Un político independiente puede dedicarse íntegramente a la función social para que le ha sido encomendada por el mandato ciudadano sin tener que adaptarse, además, a las exigencias ideológicas y jerárquicas de un partido. La razón que justifica esta propuesta es que la política no debe ocupar a los ciudadanos más de lo razonable, porque estos tienen otras muchas ocupaciones en que concentrar su atención. Por esta razón la democracia no puede agobiar al ciudadano de constantes obligaciones, pues para ello están precisamente los representantes. Por otro lado, los representantes deben contar con ciertas garantías de que sus representados les permitan plantear proyectos e iniciativas a medio y largo plazo, que no podrían realizar si se vieran constantemente interpelados. Por tanto, los ciudadanos deben otorgar un razonable margen de acción a sus representantes, de la misma manera que se la damos a los directores de las empresas, o a los docentes. Esto nos llevaría a evitar en lo posible la intervención directa de los ciudadanos en la gestión pública una vez elegidos los representantes, como la convocatoria de referendos, de los que se suele abusar en aquellos países que practican más o menos la democracia directa, o, lo que todavía es más necesario, evitar la necesidad de las multitudinarias manifestaciones callejeras como métodos de presión política, que son utilizadas inevitablemente por grupos de ciudadanos con comportamientos violentos y antisociales, y que deslegitiman las buenas intenciones de los manifestantes. Naturalmente que los ciudadanos, a pesar de limitarse a elegir a sus representantes locales, deberían tener la oportunidad de intervenir directamente en las iniciativas presentadas por las Asambleas y las Comisiones, pero en lugar de interpelar directamente a estos órganos de gestión, lo harían indirectamente a través del Defensor del ciudadano. Esto quiere decir que los ciudadanos deben contar con medios efectivos para corregir los posibles abusos de poder de sus representantes, o de anular iniciativas ciudadanas que tengan un mayoritario rechazo, o, incluso, poder presentar directamente interpelaciones, mociones o iniciativas ciudadanas a la consideración de las Asambleas, incluidas la nacional y la europea, sin necesidad de convocar referendos populares, ni tener que recurrir a las manifestaciones. Como ya hemos dicho, para ello se crearía el Defensor del ciudadano, o un «súper-representante» con capacidad para intervenir en las deliberaciones de la Asamblea, pero no con un solo voto, sino con tantos como les concediesen los ciudadanos con la recogida de firmas. En otras palabras, si los ciudadanos no estuvieran de acuerdo con un determinado proyecto de ley o iniciativa, los opositores y organizadores recogerían firmas de apoyo, cuya cuantían, y de forma proporcional, determinaría el número de votos que tendría el Defensor del ciudadano en el momento de la votación. Así, si la mitad de la población firma el rechazo a una determinada propuesta, el «súper-representante» de los ciudadanos tendría la mitad de los votos de la Asamblea, y solo necesitaría un tercio más de votos para derrotar el proyecto, o presentar una moción o una nueva iniciativa. Este mismo procedimiento sería válido para las Asambleas provinciales, regionales, nacionales e, incluso, la europea. Al mismo tiempo se evitaría la celebración de referendos de elección directa, pues, como ya he argumentado en el capítulo anterior, más allá de las Asambleas locales o de distrito no existirían las infraestructuras necesarias para implementar el voto electrónico. En aquellas Asambleas que dispusieran de medios suficientes, como las autonómicas y la nacional, los debates deberían poder ser trasmitidos en directo por «streaming» a través de Internet, en audio-video o solo audio, con formatos también para tabletas y teléfonos móviles. Lo que facilitaría el seguimiento de su tramitación por parte de los ciudadanos interesados. Resumen del capítulo Parece poco democrático privar a los ciudadanos de elegir directamente a los miembros de las asambleas provinciales, autonómicas, nacionales e incluso la europea. En realidad sí los elegirían, pero con algunos años de antelación, pues por el procedimiento de esta propuesta, para llegar a la Asamblea nacional o al Parlamento Europeo, antes tendrían que haber pasado por la Asamblea local o de distrito, la provincial y la autonómica. De esta manera se conseguirían innumerables efectos políticos sumamente positivos. El primero sería dinamizar la política de las pequeñas localidades y los distritos de las grandes ciudades, pues los jóvenes interesados en la política tendrían que hacer sus «primeras prácticas» empezando por este ámbito local, para poder llegar con una edad razonable a más altas instituciones. A fin de cuentas así es como funcionan las cosas fuera de la política, como por ejemplo en las grandes empresas, en la docencia, en la carrera militar o, incluso, en la eclesiástica. En otras palabras, para llegar a ser diputado nacional antes tendrían que haber pasado por las asambleas locales, provinciales y autonómicas, con el consiguiente enriquecimiento en conocimientos útiles y la experiencia política que supondría este largo tránsito para culminar su legítima ambición. Por tanto, los ciudadanos los eligen directamente, pero en el comienzo mismo de su carrera política, que es cuando los llegan a conocer realmente. El otro efecto positivo es que, una vez elegidos para la Asamblea local, dependería de ellos mismos, de su buena o mala gestión, así como de su honestidad y buena reputación personal, el que fueran elegidos para cargos de más alto nivel, sin que tengan que someterse a las estrategias electoralistas de los partidos políticos, donde se pierden verdaderos talentos por su legítimo deseo de libertad e independencia, y sin otro interés que el de servir al bienestar de los ciudadanos, y no al triunfo de su partido. Al final, y desgraciadamente, en los partidos políticos actuales no suelen destacar los más inteligentes y mejor preparados, sino los más intrigantes y con menor moralidad política. El siguiente efecto también positivo es impedir la llegada de arrivistas y oportunistas de la política, integrándose en los partidos políticos por conveniencia electoralista y no por afinidad ideológica, también un caso común en la política actual. Otro efecto favorable es que los diputados nacionales tendrían la mejor edad para afrontar y resolver los difíciles problemas y las duras controversias propias de la complicada gestión política, sin la fogosidad y la pasión propia de la juventud, pero sin llegar al extremo de caer en la gerontocracia. Otro positivo efecto de la desaparición de los partidos políticos es que ya no se producirían los lamentables espectáculos, tan negativos para la imagen de una nación, de las luchas entre ellos por formar gobierno tras un resultado electoral conflictivo, y sin una mayoría absoluta, ni serían necesarias coaliciones contra natura, que bloquean la acción de los gobiernos. Tampoco se caería en el negativo bipartidismo actual. Así mismo, no existirían los partidos regionalistas, cuyas políticas son por lo general insolidarias con el resto de la ciudadanía fuera de su región. En esta propuesta, los diputados, al ser elegidos para ámbitos territoriales más amplios, tendrían que jurar servir exclusivamente a los intereses globales de la provincia, región o nación, con espíritu integrador y solidario. Tampoco se darían los casos en que un personaje popular y “carismático” aprovechase su popularidad para formar un “partido-protesta”, apoyado por simples descontentos, y que no aporta nada positivo al entendimiento y la gestión pública, ni a la democracia. Pero, sobre todo y lo que es todavía más peligroso, no correríamos el riesgo de que apareciera algún temido líder populista y demagogo, que desestabilizase completamente la paz social, para llevarnos nuevamente a escenarios históricos que todos queremos superar y olvidar. Tampoco habría masas de acólitos dispuestos a imponer por la fuerza lo que no consiguen por las urnas, como por desgracia está sucediendo cada vez con más frecuencia, en especial en países donde la práctica democrática no está suficientemente consolidada. Por todas estas buenas razones, es necesario rehacer la democracia sin la intervención de los partidos políticos. Se podría argumentar en contra de esta propuesta que semejante sistema de elecciones no permite formar facciones ideológicas, y que, en el fondo, se trataría de parlamentos territoriales, pues estarían formados fundamentalmente por diputados de todos los puntos del territorio nacional. Pero, como ya he tratado de exponer en la segunda parte de este ensayo, el gran conocimiento que tenemos en la actualidad de los mecanismos de la economía nos llevan a la conclusión de que no existe prácticamente margen de maniobra para las tradicionales ideologías de izquierda y de derecha, pues si debe prevalecer el libre mercado solo cabe socializar sus beneficios, y si ha de prevalecer la sociedad solo cabe liberalizar su economía y comportamiento, pero siempre dentro de un razonable equilibrio. El resultado es, por tanto, el fin de las ideologías. Así mismo, se podría argumentar en su contra que este modelo permitiría también la corrupción de los procesos electorales internos. Pero un candidato corrupto puede comprar media docena de votos, pero no los de la mayoría de la Asamblea, que serían todos independientes. Por tanto, las posibilidades de corromper el sistema de representación política son mucho menores que en el actual sistema de partidos políticos Por último, el Estado podría seguir teniendo el mismo estatus político actual, sea República o Monarquía, puesto que seguiría siendo un estado constitucional y democrático. Tan solo sería necesario cambiar algunos procedimientos del jefe del Estado, presidente o monarca, en su intervención para la constitución de la Asamblea, la Comisión y el Consejo nacional, y, por supuesto, algunos rótulos de los despachos y edificios oficiales. SOBRE EL USO DE INTERNET Ls elecciones a través de la red E s una utopía tecnológica creer que en el futuro toda la gestión política se debería realizar a través de un teléfono móvil inteligente o de un ordenador. La principal objeción es que no se puede abrumar a los ciudadanos con un exceso en el uso de las nuevas tecnologías. Es necesario mantener un razonable equilibrio entre las relaciones personales y las virtuales, por lo que hay relaciones que no se deben hacerse a través de estos medios sino de forma personal y directa. Es más, dado que estos medios se desarrollaran con extraordinaria rapidez, la filosofía de su uso debería ser la contraria de la actual. En lugar de aceptar sin reservas todas las novedades inmediatamente, deberíamos asumir tan solo las que resulten absolutamente imprescindibles y rechazar todas las demás, evitando así su excesiva proliferación, con su consiguiente perjuicio. La segunda objeción es la defensa de nuestra privacidad e independencia. Si pretendiéramos realizar todas las gestiones políticas a través de Internet deberíamos de registrarnos en una gigantesca base de datos controlada por el estado, cuyos perfiles y correos electrónicos podrían ser consultados y utilizados sin nuestra autorización, como lamentablemente sucede con nuestros registros en empresas de servicios actuales a través de Internet. Este escenario sería sencillamente nefasto para la nuestra libertad y privacidad personal, amenazada constantemente por la agobiante intromisión de la burocracia del estado y del mercado. En el sistema actual de partidos políticos, en que los principales son de ámbito nacional, cualquier intento de informatizar los procesos de elección a través de la red requeriría este tipo de registro global, además de necesitar un sistema de seguridad para llevar a cabo votaciones electrónicas prácticamente imposible de implementar. En esta propuesta de “eDemocracia” las elecciones directas con la participación ciudadana tendrían tan solo un ámbito local o de distrito, por lo que el necesario registro no trascendería este mismo ámbito, y no tendría conexión con las bases de datos de los registros de otras localidades o distritos. Por tanto, nuestro perfil quedaría restringido a este reducido ámbito local. En realidad las elecciones podrían seguir haciéndose por el método tradicional, pero dado que los medios digitales ya están disponibles para el voto electrónico, su utilización facilitaría la confección de las listas de candidatos y de sus perfiles, evitando los procedimientos más laboriosos y costosos del sistema impreso en papel de la actualidad. Además, el portal electoral local no necesitaría tener una gran complejidad, porque los candidatos podrían complementar su información personal y política, así como el debate de sus propuestas, en las redes sociales actuales o futuras. Tan solo deberían facilitar la elección de candidatos y la recogida firmas, función fundamental para la total participación ciudadana en los órganos locales de gestión. Por otro lado, todo lo relacionado con las elecciones no dependería ni de la Asamblea ni de la Comisión local, sino del Defensor del ciudadano, y su Comisión electoral independiente, cuya misión sería, no solo garantizar la seguridad y transparencia de las propias elecciones, sino también velar precisamente por la protección de nuestra privacidad. El procedimiento electoral Es de suponer que esta propuesta de renovación democrática sería difícil de implementar, puesto que contaría con la radical oposición de los partidos políticos de la actualidad, que tendrían amenazada su misma existencia como tal. Pero los responsables de los partidos deberían entender que un siglo no cambia en balde, y que exige cambios sustanciales acordes con la natural evolución de la realidad social y el deseo de protagonismo de las nuevas generaciones. Pero, si no son sensibles a este menaje, al menos deberían escuchar el clamor de las calles y de las plazas, y tratar de entender su verdadero significado y reivindicaciones, y no desestimarlas recurriendo a caducos argumentos del siglo pasado. Por tanto, sería de desear que la nueva «eDemocracia» llegase por un simple y pacífico proceso de evolución, y no por una nueva revolución, con su potencial de violencia, abusos e irracionalidad, y que deberíamos a toda costa evitar. Sea de una forma o de otra, implementar por primera vez este modelo de democracia requeriría de un periodo de tiempo de al menos cuatro años, pues es conveniente que medie al menos un año entre las elecciones a los cuatro niveles posibles: local, provincial, regional y nacional. La razón es que, exceptuando las elecciones locales directas, los diputados necesitarían por lo menos un año para llegar a conocer verdaderamente las cualidades personales de los aspirantes a las Asambleas y cargos superiores. Puesto que serían procesos electorales anuales y consecutivos, las elecciones locales tendrían que realizarse cada cuatro años, como en la actualidad, cuando daría comienzo todo el proceso electoral. Una vez constituida la Asamblea local y sus órganos gestores, al cabo de un año los aspirantes a los órganos provinciales podrían presentar sus candidaturas a la Comisión electoral. Si lo creyesen conveniente, los mismos ciudadanos podrían impugnar algunas candidaturas por medio del Defensor del ciudadano, con la consiguiente recogida de firmas. Con las candidaturas electas, se constituiría la Asamblea provincial, en un número proporcional al de sus habitantes, de donde surgiría la Comisión provincial. Un año después, los diputados provinciales elegirían sus representantes a la Asamblea regional y su Comisión. Finalmente, el cuarto año, coincidiendo con las nuevas elecciones locales, las Asambleas regionales elegirían los diputados de la Asamblea nacional y se constituiría la Comisión nacional, o el máximo organismo ejecutivo. Por este procedimiento, una persona de excepcionales cualidades políticas y personales tardaría al menos cuatro años en ascender del nivel local al nacional. De esta manera habría elecciones directas e indirectas cada cuatro años, pero escaladas cada año, para que los candidatos pudieran mostrar su capacidad e iniciativa, y a sus electores valorarlas convenientemente. Una vez constituidos todos los órganos de gestión de todos los niveles, los diputados provinciales, regionales o nacionales que desearan volver a presentarse, podrían, una vez disueltas sus Asambleas, incluir nuevamente sus candidaturas en el órgano local, provincial o regional de donde surgieron, donde podrían ser reelegidos junto con los nuevos candidatos. Así, por ejemplo, un año después de constituida la Asamblea local se disolvería la provincial y los diputados que desearan renovar su cargo presentarían sus candidaturas ante la Comisión electoral local a la que pertenecieran. Este procedimiento sería similar para todos los niveles electorales. El portal oficial Uno de los riesgos que amenazan en la actualidad el comportamiento social y la salud mental de los ciudadanos es caer en la dependencia de las nuevas tecnologías y de sus dispositivos. Los teléfonos móviles, mal llamados «inteligentes», y la red Internet deben servir para comunicarse pero no para «incomunicarse», como lamentablemente está sucediendo ya en la actualidad, sobre todo entre los adolescentes. No podemos aceptar irresponsablemente todas las aplicaciones y aparatos que produce el mercado, que no tiene en consideración los perjuicios que pueda ocasionar, sino tan solo su rentabilidad. El uso moderado, saludable y correcto de estos medios debe ser un constante tema de estudio y debate por parte de los consumidores; discusión y análisis que debe ser promovido por los gestores sociales. Por esta misma razón, no debemos utilizar masivamente todas estas facilidades en la gestión pública, sino limitarla a aquellas funciones que sean más convenientes. La primera limitación fundamental es la que ponga en riesgo nuestra privacidad y libertad personal. Por esta razón, a excepción del ámbito local o de distrito, bajo ninguna justificación debemos aceptar la creación de un portal oficial más allá del local de gestiones políticas, como el voto electrónico, que exijan el registro de nuestro perfil personal. Tan solo deberíamos regístranos legalmente; es decir, con nuestro DNI, para esta función en un portal local, y siempre que cada localidad tenga el perfil de sus ciudadanos almacenado en una base de datos distinta. A lo sumo, y siempre bajo protección legal en el uso de los datos, podemos registrarnos en portales nacionales específicos de gestiones fiscales, culturales, educativas, etc. En otras palabras, debemos evitar en lo posible que el estado pueda tener acceso a los datos de nuestro perfil personal. De esta manera, el portal oficial, a excepción del local, no necesitaría ser interactivo, sino simplemente activo; es decir, su función debería ser exclusivamente la de informar puntualmente y con transparencia de todas sus gestiones, con suficiente antelación para que los ciudadanos pudieran obrar en consecuencia. Esta tarea sería encomendada a los diversos portavoces, obviamente ayudados por profesionales. El portal oficial local sí debería ser interactivo, pero tan solo para la función del voto electrónico y la recogida de firmas, y activo para informar de sus gestiones, como el portal oficial general. Para debatir y comentar las actuaciones políticas ya están las actuales o futuras redes sociales, que están bien diseñadas para esta función, y que no suponen ningún riesgo o compromiso político para los usuarios, excepto, claro está, si son secretamente intervenidas por los estados. Para facilitar la gestión de la publicación de información activa y su acceso, debería de haber un solo portal oficial, con menú de acceso a los distintos niveles local, provincial, regional o nacional. Resumen del capítulo En la actualidad, las nuevas tecnologías digitales de la comunicación están dominadas por el interés comercial de gigantescas corporaciones, que harán todo lo imaginable para mantener su rentabilidad, aunque para ello tengan que transgredir los límites de nuestros derechos civiles y de ciudadanos. Por esta razón sería una locura confiarles la gestión pública y administrativa de los ciudadanos, por lo que tan solo deben servir como medios complementarios de comunicación y opinión, o simplemente de entretenimiento y diversión. Pero, no obstante, la red Internet debe ser incorporada a la futura democracia. Para ello el estado debería crear un portal oficial que cubriese el ámbito local, provincial, regional y nacional, alojada en un servidor controlado por los organismos de Defensa de los ciudadanos. Pero, a excepción del ámbito local, serían meramente informativos, sin realizar acciones de participación ciudadana que exijan el registro de nuestro perfil personal en sus bases de datos, como es el voto electrónico o la recogida de firmas. Solo a nivel local sería tolerable nuestro registro, pero siempre bajo la protección y control de un organismo independiente de Defensor del ciudadano. Este registro debería contener nuestro número de identificación personal, o DNI, ratificado personalmente por una oficina local de esta institución, y una contraseña secreta. El objetivo de este registro no iría más allá de la realización segura y legal del voto electrónico en las elecciones locales, además de la recogida de firmas, y nada más. La democracia solo tiene sentido si es practicada por personas libres, porque para los esclavos es más conveniente una dictadura. SOBRE LAS COMISIONES La economía L A ECONOMÍA DE mercado es posiblemente una de las más grandes paradojas inventadas por la mente humana, pues en el fondo se basa tanto en nuestra vanidad como en nuestra inseguridad personal. En efecto, si deseamos saber en todo momento la hora que es tenemos las opciones de comprarnos un sencillo reloj de cinco euros u otro de marca de cien euros. Si elegimos el caro es porque nos parece que tiene un mejor diseño y, sobre todo, porque muestra a los demás que «clase» de persona somos. En otras palabras, el reloj de marca tiene una parte de utilidad, que comparte con el inclusero, y una importante parte «clasista», que no tiene el barato y que justifica su elevado precio. Si necesitamos rodearnos de bienes clasistas es porque este es el medio que hemos elegido para hacer evidentes las diferentes clases sociales. Ya no es válido el dicho «Tanto tienes, tanto vales», sino «Tanto aparentas, tanto vales». Tenemos la convicción de que nuestra clase social se establece automáticamente por la clase de los bienes que consumimos y no por otras consideraciones más importantes, como nuestra personalidad, el nivel cultural, la profesión que ejercemos, o, incluso, por el tradicional del nacimiento, o a la familia que pertenecemos. Cuando nos probamos un traje nuevo, no solo nos preguntamos si nos sienta bien, sino si con él ofrecemos a los demás la imagen de la clase social a la que pertenecemos o, lo más común, a la que deseamos pertenecer. De ahí que mientras vivamos con esta permanente inseguridad tendrán mucho más valor de mercado los bienes clasistas que los de mera supervivencia. Aún así, estos bienes necesarios procuran, por medio del diseño de sus envoltorios, ofrecer al consumidor la imagen de una clase superior, aunque la calidad del contenido sea la misma. Si las personas no tuviéramos esta preocupación por nuestra imagen, en una década volveríamos a la primitiva economía del trueque, y sobrevendría una catástrofe económica descomunal. Por tanto, la paradoja es que debemos seguir necesitando la vanidad para mantener a flote la economía social. Lo negativo es que este comportamiento invita a caer en el extremo de considerar que es suficiente rodearnos de bienes de clase para determinar nuestra clase social, olvidándonos de la necesaria elevación cultural y profesional que debería determinar lo esencial de nuestra posición social. Por desgracia, prácticamente ya hemos caído en este extremo. Si los seres humanos decidimos asociarnos con vínculos legales no fue solo para cumplir con nuestros deberes, sino en compensación gozar también de algún derecho, y el fundamental es el derecho a una vida digna y saludable que satisfaga nuestras necesidades fundamentales, tanto físicas como psicológicas. Si una sociedad no cumple está condición fundamental, ni siquiera puede considerarse una sociedad, sino una agrupación de individuos vinculados por simples intereses creados. Para hacer realidad este derecho fundamental solo existe un medio conocido, como es la economía social. La economía social es el conjunto de actividades que producen una determinada renta; es decir, que son rentables. Como actividad que se produce dentro de la sociedad también debe estar sujeta al derecho social, lo que significa que debe estar enmarcada dentro leyes o regulaciones específicas. Una actividad no regulada sería antisocial. Las actividades rentables, o también sectores económicos, tienen su primitivo origen en la ganadería, practicada por clanes trashumantes que desconocían la agricultura. La producción del fertilizante natural de la ganadería causó el descubrimiento del nuevo sector económico de la agricultura. La productiva combinación de estas dos primeras actividades económicas provocaría la acumulación de excedentes, que se intercambiaban en un mercado local, dando origen a la actividad comercial. Esta nueva actividad estimuló la producción de bienes de intercambio de diversa utilidad, dando lugar al sector manufacturero o artesanal. Los beneficios acumulados del comercio provocaron la acumulación de capital, de donde surgiría el sector financiero. La inversión de capital para la mejora de los procedimientos de las manufacturas y la formación de stocks para el comercio dio como resultado el sector industrial. Con el aumento de la productividad industrial se hizo necesaria la delegación de ciertas funciones personales, dando así origen al sector servicios. A medida de que todos los sectores se hacían más eficaces y rentables, fue posible utilizar menos tiempo en su producción, dando origen al sector económico del ocio o entretenimiento. Por último, la creciente complejidad de todas estas actividades requería de medios de gestión y manejo de la información extraordinariamente complejos, que fue la causa del sector informático, con sus diversas y revolucionarias aplicaciones multisectoriales, o la llamada «revolución digital», y que domina la economía actual. Como vemos en este esquemático resumen las actividades o sectores económicos de una economía social son muchos y variados. La primera responsabilidad de cualquier gestor social es enmarcarlas dentro de la ley, pero la segunda, tan fundamental como la primera, es estimular su creación y consolidación. Ninguna actividad económica debe realizarse fuera de la ley, pues sería antisocial. También es una insensatez política estimular la especialización de la economía social en uno o dos sectores económicos, aunque puedan resultar temporalmente muy rentables, pues estaría sometida a las coyunturales fluctuaciones del mercado. Lo sensato es promover una economía social multisectorial y diversificada, con el mayor número de actividades económicas posibles. Para ello es necesario estudiar cuáles serán las necesarias infraestructuras que soporten esta diversidad y obrar en consecuencia. Para los sectores agrícola y ganadero lo primordial es la preservación de los recursos naturales no-renovables, y la gestión de los renovables que sea sostenible. Pero, además, regular con estrictas normas legales la protección del medio ambiente para preservar sus cualidades naturales y su diversidad biológica. Para el sector del comercio, construir vías de comunicación que permitan la rápida conexión entre los diversos mercados, además de acondicionar espacios urbanos idóneos para el intercambio comercial directo entre productores locales, incluidos los artesanos, y los consumidores, sin que sea un grave perjuicio para el comercio estable local. También promover ferias y exhibiciones de carácter económico, además de crear una Cámara de comercio e industria local. Para el sector financiero o bancario, estimular el crédito local con garantías oficiales limitadas, o la relativa subvención de los intereses, de acuerdo al favorable estudio de viabilidad y positivo impacto social de los proyectos a subvencionar, pero de ninguna manera convirtiéndose en prestamistas directos, con interés o a fondo perdido, porque ello significaría una competencia desleal con el sector financiero y convertirse en capitalistas oficiales. Naturalmente que como contrapartida, el sector financiero debe limitarse con estrictas normas legales para las actividades financieras privadas que sean meramente especulativas, demasiado arriesgadas o claramente usureras. En cuanto al sector industrial y manufacturero, la función del gestor es, en primer lugar, valorar su impacto ambiental, y si es tolerable, acondicionar un espacio urbano idóneo, dotándole de todos los servicios necesarios para el desarrollo de su actividad. Sobre el sector servicios y de ocio, la gestión debe ser acondicionar todos los espacios con valores naturales y culturales que puedan ser susceptibles de explotación económica, pero con estrictas regulaciones que hagan compatible su explotación con su conservación y sostenimiento. Por último, no se debe olvidar que el sector más rentable del futuro será el dedicado a la información y sus diversas aplicaciones, por lo que debe de instalar redes de transmisión digital de datos de alta velocidad, y favorecer con estímulos fiscales la creación de empresas de este nuevo y fundamental sector. Pero todas estas actividades requieren, a su vez, el suministro garantizado de la energía necesaria, con la conexión a las redes de los productores, pero favoreciendo la construcción de fuentes de energía alternativas locales, complementadas con una estricta normativa sobre ahorro de energía y gestión ecológica y sostenible de los residuos. Y estas son las únicas iniciativas económicas que serían responsabilidad de los gestores públicos, porque todas las demás dependerían de la iniciativa privada, cuyo éxito o fracaso dependería a, su vez, del éxito o del fracaso de estos estímulos y actuaciones. La cultura La cultura social es todo aquello que ha realizado el ser humano con su creatividad y entendimiento, sin que esté sujeto necesariamente a las leyes naturales. En realidad la cultura y el arte son sinónimo de «artifiosidad»; es decir, se trata de una realidad artificial paralela, que está en permanente conflicto con la realidad natural, lo que es causa de grandes conflictos y desequilibrios. Pero este es el mundo que nos hemos creado los seres humanos y en el se realiza nuestra personalidad y se muestra nuestra emotividad. Por muy eficaces que fueran las medidas de estímulo de la economía, y por mucho éxito que tuvieran, no tendrían ningún interés humano si no se desarrollasen en un ambiente cultural en el que los ciudadanos pudieran expresar su emotividad natural; es decir, si no pueden gozar de una razonable felicidad. La felicidad es una emoción psicológica causada por la visión en la imaginación de una situación agradable que ha de suceder en el futuro. La alegría, por el contrario, es la expresión emotiva de la visión de la imagen real que sucede en el presente; es decir, la realización de lo imaginado, o, simplemente, de lo «soñado». Por tanto, no podemos ser felices si no podemos soñar con situaciones agradables que podamos llegar a realizar en el futuro. Así, una sociedad próspera pero con la sensación de ver amenazada su seguridad y su futuro, simplemente no puede ser feliz, lo único que puede estar es temporalmente satisfecha. Pero una sociedad infeliz y triste está psicológicamente enferma, y carece de los estímulos emocionales fundamentales para progresar y desarrollarse en armonía, por lo que tan solo le mueve la satisfacción de sus necesidades físicas e inmediatas, y está moralmente por debajo incluso de la convivencia entre los animales. Por tanto, la condición fundamental para ser felices es tener confianza en el futuro y disipar sus amenazas reales o imaginarias. Las amenazas del futuro tienen su causa fundamental en las profundas e injustas desigualdades sociales y en la dominación económica y cultural de los países más desarrollados; es decir, cualquier forma de imperialismo, pero también por la perseverancia de ciertas tradiciones culturales contrarias a los más fundamentales derechos humanos, democráticos y civiles. La primera tiene su causa en las prácticas económicas insolidarias, cada vez más globalizadas, y la segunda en atavismos culturales arraigados en costumbres ancestrales difíciles de desarraigar. No hay más que una fórmula para superar estas amenazas: solidaridad y diálogo. La solidaridad para evitar cualquier práctica imperialista, sea económica, cultural o religiosa, y el diálogo para conocer y tratar de entender las causas de la enemistad, para intentar encontrarles una solución. Sin diálogo la simple enemistad, basada en causas razonables, que deben provocar tan solo la separación y el distanciamiento de los enemigos, se vuelve en odio irracional y destructivo. Y llegado a este extremo ya no es posible ninguna forma de diálogo y entendimiento. Se supone que moralizar la convivencia social es la función de toda religión, pero, por desgracia, esta moralidad está basada en el dogmatismo de la Revelación, y con demasiada frecuencia es utilizada como justificación para enconar todavía más el odio entre confesiones y hacer imposible todo diálogo basado en los hechos y en la razón. La historia de las religiones es el relato de una intransigente intolerancia, plagada de hechos sangrientos injustificables. Por tanto, aun respetando sus creencias y doctrinas, no cabe más opción que basar nuestra moralidad social en aquellos principios laicos razonablemente establecidos tras una discusión democrática; es decir, en los principios de la Declaración de los Derechos Humanos, universalmente consensuados. No es necesario que nos amemos los unos a los otros, bastaría con que nos entendiéramos y nos respetáramos. Es obvio que los gestores públicos deben promover el diálogo intercultural, pero no para que se limite a un simple intercambio de ideas e impresiones, sino para hacer una constante síntesis en la evolución de la conducta social y de sus valores. Al mismo tiempo, y hasta donde lo permita el presupuesto, promover toda clase de eventos culturales que estimulen la sensibilidad y la emotividad de sus ciudadanos. La otra causa de infelicidad es la pérdida de la salud, pues un enfermo no puede contemplar su futuro con optimismo. Por esta razón conservar y prevenir la salud debe ser considerado un derecho social fundamental y una responsabilidad ineludible de la gestión social. Por último, no hay mayor causa de infelicidad que la exclusión social, que no puede ser tolerada ni justificada, pues la razón misma de ser de toda sociedad es precisamente que integre a todos sus participantes o «socios», y no solo los más activos y rentables. La mayoría de las causas de exclusión social son debidas a la mala distribución de las rentas, a una deficiente formación profesional, a la escasez de empleos que no requieren una gran cualificación profesional, y, sobre todo, a la desmoralización y falta de alicientes para afrontar la dura competencia del mercado laboral. Una economía social diversificada, con una oferta de empleos a distintos niveles de formación, mitigaría en parte este complejo problema social. La educación Educarse es adquirir conocimientos con alguna utilidad social, por tanto la educación es consustancial con lo social. Un individuo sin educación es sinónimo de un individuo “maleducado” y antisocial. Si ha de prevalecer la sociedad debe tener algún grado de educación. Pero la educación puede ser cívica, humanística o profesional. La primera sirve para favorecer la buena convivencia, la segunda para conocernos mejor a nosotros mismos y el lugar que ocupamos en la realidad que nos circunda, la tercera para participar activamente en la economía social. Promover la educación cívica y humanística es responsabilidad de las instituciones públicas de enseñanza, en tanto que la profesional debería ser de las instituciones de enseñanza privada, pero con acuerdos puntuales con los gestores públicos para favorecer su acceso en igualdad de oportunidades. No se debería acceder a las enseñanzas superiores sin una sólida educación cívica y humanística. Esta educación debe comenzar en los parvularios. Pero ¿qué es y qué le concierne a la educación cívica? Por desgracia la historia nos demuestra que en demasiadas ocasiones este tipo de educación se ha convertido en manipulación, y hasta en lavado de cerebro, por lo que debería delimitarse con absoluta claridad cuando la educación se convierte en manipulación. Pero la misma historia social nos muestra que los grandes manipuladores de la educación social han sido, precisamente, los partidos políticos, especialmente los afines a alguna confesión religiosa, y la negativa influencia de sus doctrinas totalitarias. Todas las doctrinas políticas o religiosas son totalitarias, pero en democracia están obligadas a respetar la pluralidad de las demás. En principio, eliminando la influencia de las doctrinas en la sociedad civil se eliminaría, así mismo, la manipulación de la educación, así como el riesgo de los totalitarismos. En esencia la educación cívica consiste en saber hasta qué límite puede llegar el ejercicio de nuestra libertad personal frente al interés general. Este conocimiento lo establece la misma sociedad con una discusión plural y democrática, que convierte el resultado de esta discusión en los valores sociales que es obligatorio respetar, no solo por parte de las mayorías, sino también por las minorías. Estos valores cívicos alcanzan a todas las relaciones y comportamientos sociales, desde las normas para cruzar una calle a la correcta selección de los contenedores de reciclaje. No respetar estas normas supone un comportamiento antisocial y, por tanto, intolerable que debe ser rigurosamente amonestado y, en según que grado de agresión, de alguna manera también debe ser castigado, puesto que la cohesión y la paz social dependen de su rigurosa observación. Sobre la educación humanista, se trata simplemente de discernir sobre cuál es nuestro lugar en el cosmos, así como tratar de encontrar una razón que justifique nuestra existencia. Para ello no basta con adquirir profundos conocimientos sobre la naturaleza, la historia o las ciencias, sino, sobre todo, es necesario relacionar estos conocimientos entre sí según sus causas y sus efectos, de manera que podamos ir haciendo una síntesis constante y progresiva de aquello que vamos conociendo, o, lo que es lo mismo, que vallamos entendiendo lo que conocemos, lo que constituye la inteligencia. Para ello está la filosofía, pero no solo como el conocimiento de la historia de los sistemas filosóficos, que también es conveniente, sino para aprender a pensar filosóficamente; es decir, con lógica y raciocinio. En cuanto a la educación profesional, también en este caso se nos presenta un grave dilema, pues por un lado es razonable que los gestores públicos promocionen una educación que se integre favorablemente a las necesidades de la economía social, pero esto puede estar en total oposición con la vocación personal. Un joven con vocación musical puede verse obligado a estudiar una carrera de ciencias, porque tiene más facilidad para integrarse en el mercado laboral y hay más ayudas oficiales. También la diversidad de las actividades económicas y una activa cultura local puede ser en cierta medida una solución. Resumen del capítulo Una sociedad compuesta por seres humanos con personalidad no cumple con sus funciones básicas si no satisface por igual las necesidades físicas, emotivas e intelectuales de sus ciudadanos. Se puede considerar fracasada si es rica pero infeliz e ignorante, pero también si es muy culta pero insensible y desalmada. En una sociedad equilibrada debería tener el mismo valor y consideración la actividad económica que la artística o la intelectual, y todas deben ser activamente promocionadas por los gestores públicos y por la propia ciudadanía. La rentabilidad de una actividad social no debe medirse tan solo por el valor que alcanza en el mercado, sino también por lo que aporta de felicidad, alegría, entendimiento y conocimiento a la ciudadanía. Es siempre preferible ser menos ricos pero más felices y alegres, que más ricos pero más infelices y tristes. En cierta manera, así eran muchas culturas populares ya desaparecidas. Por otro lado, la riqueza de una sociedad no se mide solo por su producto económico bruto, sino por su grado de felicidad y entendimiento. No es más rico el país que tiene más millonarios, sino el que tiene menos pobres, y son más felices. Por tanto, la economía, la cultura y la educación son los tres pilares sobre los que soporta la estabilidad, el progreso y la buena convivencia social, y que deben ser prioritarias en la gestión política social. EPÍLOGO Lo social, lo común y lo personal S I LA PERSONA DEBE ser resonsable de sus actos, su conducta debe surgir de los rasgos propios de su personalidad, pero moderados por lo límites que le imponen las reglas de la sociedad; es decir, debe comportarse como una persona, y no como un individuo. Si sucediera en sentido contrario; o que su comportamiento lo dictara en primer lugar la observación de las reglas sociales, moldeadas después por los rasgos de su personalidad, esto no sería socialismo sino comunismo. Puesto que no hay dos personas iguales, lo personal es sinónimo de «fuera de lo común», por lo que las personas están siempre en conflicto con la sociedad, sus reglas, sus instituciones y su «sentido común», que suponen un ataque constante al libre albedrío al que tiende su personalidad, gracias a la cual establece sus juicios críticos y su comportamiento social. Por tanto lo social, o el socialismo, significa comportarse con personalidad propia, pero dentro de los límites impuestos por la sociedad; en tanto que el comunismo significa comportarse de acuerdo a un riguroso sentido común y, siempre que sea tolerable, permitir las expresiones limitadas de su personalidad. Por su parte los liberales, o libertarios, que se oponen radicalmente a lo social; es decir, al socialismo, pretenden que el comportamiento personal debe regirse únicamente por el ejercicio de la libertad por sí misma, sin las limitaciones impuestas por la sociedad, por lo que están rechazando la misma sociedad para caer en el gregarismo, en que cada cual se comporta de acuerdo a su interés personal con absoluta libertad y libre albedrío, y ¡sálvese quien pueda y que sea el más fuerte! Sin duda que esto no es social, pero tampoco es político, sino natural y salvaje, y según sentenció Aristóteles, «el hombre es un animal político»; y podemos añadir que si no es político y social simplemente no es humano. Por tanto, podemos rehacer la frase y añadir que «el hombre es un animal político y social» que es su correcto significado.. En cuanto a la idea de comunidad, por alguna razón hemos asociado «comunidad» con «fraternidad», cuando una comunidad puede ser precisamente la causa principal de muchas desavenencias, y, sobre todo, de conflictos de personalidad. En efecto, la comunidad es un grado más de lo social, en que no solo deben respetarse las reglas sociales sino también las comunales, porque se comparten más cosas y vivencias en común, pero en muchos casos basadas en costumbres centenarias, la mayoría desfasadas e irracionales, lo que nos hace perder todavía más libertad personal. En un ambiente social, como es el caso de las grandes ciudades, se es más libre que en otro comunal, como sucede en una pequeña localidad. Después de todo, como su raíz semántica indica, la comunidad es el paso previo al comunismo. Esparta era una comunidad extrema, donde no se practicaba precisamente un comportamiento fraternal. No solo mantenían a los ilotas esclavizados, sino que el comportamiento entre ellos era extremadamente cruel, maltratando a los niños y desarraigándolos de sus madres en beneficio del interés «común» del estado. Lo que determina la adhesión fraternal de un grupo de seres humanos no son las leyes sociales ni las costumbres comunales, sino el comportamiento ético y moral de cada persona en particular, independiente de si forma o no parte de una sociedad o una comunidad. Pero estos valores no son leyes ni normas fijas e inmutables, sino fruto del sentido del bien y del mal de cada personalidad, y que dependen, por un lado de su emotividad y por otro de su conciencia. La emotividad no puede cambiarse, pues nace con nuestra naturaleza, pero si se pueden cambiar con la educación los juicios éticos y morales de la conciencia. Es de esta manera como se redactó la declaración de los derechos humanos. Sin duda que una sociedad o comunidad necesita estar unida por más vínculos que los legales, de otro modo es imposible la solidaridad. Por tanto, son necesarios crear vínculos emotivos y conscientes. Los emotivos solo pueden ser fruto de la creatividad artística personal y los conscientes del entendimiento. Una forma de creatividad natural es la «creación» de una familia y el consiguiente «hogar», que es el núcleo fundamental de la sociedad, y que puede ser una fundamental fuente de emotividad y felicidad, e incita a la paz y la buena convivencia social. La otra es el arte, fruto de la imaginación y del idealismo; es decir, soñar con «un mundo más bueno y más bello», y expresarlo en cualquier forma artística posible. También deberían servir a este mismo fin las doctrinas religiosas, pero lamentablemente están inspiradas en dogmas contrarios a la libertad personal y a la razón, por lo que pueden aceptarse, pero con la consiguiente reserva y siempre que no inciten al sectarismo o a cualquier otra forma de discriminación social. Los vínculos conscientes que pueden llevarnos al entendimiento y a la amistad deben desarrollarse a través de una información independiente y sin prejuicios, que facilite el conocimiento mutuo entre las personas. Pero también puede hacerse a través de la reflexión filosófica en torno a la condición humana, sus necesidades y sus afinidades, como modestamente intento hacer con este mismo trabajo. Progreso sí, pero equitativo El progreso es una fuerza innovadora impulsada en la actualidad por la economía de mercado, por lo que en principio carece de sentido social. Los agentes principales de este modelo de progreso son las personas creativas, que proporcionan las ideas, y los que disponen del capital necesario para convertirlas en bienes de consumo para el mercado. Rara vez es el creador el que explota su propia idea. Ninguno de estos agentes del progreso tiene necesariamente en consideración el hecho social en sí, pues el creador necesita total libertad para crear y el inversor para negociar. Esta no es, ni ha sido nunca, una relación equitativa, sino que el inversor es quien impone las reglas del juego, de donde surge la figura tan denigrada históricamente del «capitalista», pero entre ambos existe una necesaria connivencia, pues se necesitan mutuamente. De esta manera hemos llegado a crear un modelo de progreso dictado por el capital y sus inversores, y por las ideas y sus creadores, pero no por la sociedad y sus ciudadanos; es decir, vivimos en un mundo básicamente dominado por los intereses de los capitalistas, sean privados o asociados, y por la imaginación de los creadores, pero no artísticos, sino de bienes para el consumo. Pero si la economía social no puede prescindir de las inversiones ni de las ideas, tampoco se puede consentir que prevalezcan los valores del mercado o de la creatividad de ciertas personas, sino que deben prevalecer los valores sociales, pues a fin cuentas el capital y las ideas surgen de la propia sociedad. Por tanto es necesario dar un sentido social al progreso, ya que más vale progresar más despacio y con menos innovaciones, pero sin grandes desigualdades sociales, que rápidamente y con grandes novedades, pero abriendo una intolerable brecha en las desigualdades sociales, como sucede actualmente. El equilibrio entre los intereses anti-sociales, tanto de los capitalistas; es decir, de Wall Street y sus correligionarios, como de los creativos que nos inundan con miles de nuevas ideas susceptibles de ser explotadas sin importarles demasiado por sus consecuencias sociales, psicológicas, sanitarias o medio ambientales, solo puede lograrse con una regulación efectiva y equilibrada, pero que devuelva el sentido del progreso para el bienestar social. Por tanto, es necesario socializar, tanto el capital como la creatividad personal de bienes para el mercado. Una nueva era Lo que marca la diferencia de una nueva era es siempre un mayor grado de libertad ciudadana que en la anterior. No ha habido ninguna revolución que no fuera por causa de alguna forma de tiranía, aunque lamentablemente en demasiadas ocasiones después del agitado proceso revolucionario se cayera en una nueva forma de dictadura. El movimiento de los indignados no es una excepción, también es contra otra forma de represión de la libertad. Pero lo significativo de esta nueva revolución es que se produce en el seno de sociedades supuestamente libres y democráticas, al menos así reza en sus respectivas constituciones, donde los ciudadanos son libres de opinar y expresarse con libertad, sin otra limitación que la impuesta por el código penal, que son muy reducidas. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la libertad, y si realmente sabemos lo que significa y cómo se manifiesta en la convivencia. En lo fundamental, la libertad es la sinergia que produce la creatividad personal. En efecto, cada nueva creación necesita imperativamente un nuevo espacio de la realidad ya existente, de otra manera no sería una creación sino una reproducción. Ese nuevo espacio debe ser tolerado y asimilado por el contexto cultural y social donde se produce, o sería rechazado e incluso reprimido. Por tanto, toda nueva creación supone agregar algo nuevo y distinto a lo ya existente. De manera que a mayor creatividad social mayor libertad y variedad, y a menor creatividad menor libertad y más uniformidad. Un movimiento social que promueva alguna forma de uniformidad, ya sea basada en las costumbres, en creencias religiosas o en ideologías totalitarias, no solo es contrario a la libertad en sí misma, sino que es un proceso retrógrado y contrario al sentido progresista de la historia. Pero por desgracia el ser humano es un «animal de costumbres», y por i pocas las sociedades abiertas a los cambios, que evolucionan al mismo ritmo de la creatividad de sus ciudadanos, sin más limitaciones que el resultado de sus debates internos, que concluyen en procesos legislativos progresistas. Por desgracia, lo más común es que, una vez aceptados ciertos cambios tras traumáticos procesos de agitación social, se encastillan nuevamente hasta la siguiente agitación o revolución social, que es lo que está ocurriendo en la actualidad. Lo que está sucediendo es que cada vez son más numerosos los ciudadanos, especialmente las nuevas generaciones educadas en lo que hemos llamado la «sociedad de la información», mucho más creativas que las anteriores, que rechazan cualquier forma de uniformidad impuesta desde la «autoridad» de un gobierno, y reclaman el derecho de comportarse con más personalidad, y, por tanto, con más creatividad, lo que debe redundar en beneficio de la sociedad. Pero la libertad, en tanto que es creativa tiende a desestabilizar lo establecido, y es inevitable que los poderes del estado tiendan, a su vez, a negar en lo posible la libertad de los ciudadanos para mantener la estabilidad. De hecho el sistema político natural del estado es el absolutismo, según ya lo entendía Hobbes, que permite un total control y estabilidad social, mientras que la democracia es el resultado del sistema económico liberal y su creatividad social, que lleva inevitablemente a ciertos periodos de inestabilidad. Por tanto, la historia es el resultado de la lucha entre los intereses naturales de la política y los de la economía. Pero también se puede resumir como el enfrentamiento de la persona creativa y su estado totalitario. Pues el estado considera a las personas como individuos comunes, miembros de una misma nación, sin tener en consideración sus diferencias personales. Por esta razón cada nueva era de progreso social significa ganar algún grado de mayor libertad personal, en perjuicio del estado, hasta que llegue un día en que desaparezca el mismo estado, y sea sustituido por un «sistema», que es el medio en que la naturaleza equilibra su extraordinaria variedad. La estabilidad del universo no se basa en la cohesión de un estado, sino de un sistema. Por último, este nuevo movimiento social es también una reacción que se repite cíclicamente en el transcurso de nuestra historia, como es la moralización de una cultura relajada y sin valores cívicos ni solidarios, entregada a la depravación y el robo encubierto por buena parte de sus elites, tanto políticas como económicas. Por lo que estos movimientos renovadores de la moralidad pública, pese a sus perturbaciones, siempre deben ser bien recibidos. Resumen del capítulo La idea de una nueva «eDemocracia» no consiste simplemente e implementar masivamente las nuevas tecnologías digitales a la gestión de la democracia actual; ni que los partidos tengan bonitas páginas web interactivas, o largos y pesados blogs cargados de mensajes políticos y sus cientos de desordenados comentarios, sino que es una oportunidad histórica para tratar de reinventar la misma democracia, y, una vez reinventada, implementar solo aquellos medios y funciones que estimemos que sean convenientes y necesarios. Lo que está sucediendo no es que los indignados c​rean que estos nuevos medios por sí mismos traerán la nueva democracia, sino que su uso los ha movilizado para pensar precisamente en crear una nueva democracia. Eso mismo nos sucedió a los jóvenes «alternativos» durantes las revueltas políticas de otro mes de mayo, pero de 1968, pero entonces no contábamos con Internet, sino tan solo con engorrosas multicopistas, en las que imprimíamos panfletos que repartíamos a la salida de los cines o de los Metros, pero la inquietud política era la misma. También entonces, y mucho más que ahora, las ideologías más radicales intentaban infiltrarse en nuestro movimiento, dando argumentos a los poderes de turno para justificar sus represiones. Pero lo cierto es que también entonces deseábamos encontrar una «alternativa» a la democracia de partidos y a la histórica división y fractura social causada por las ideologías políticas. Por eso creo que comprendo los verdaderos motivos de los actuales indignados, porque hace ya casi 50 años que también nosotros lo estábamos. Los indignados ya no quieren gobiernos ni partidos políticos, lo que quieren es un nuevo modelo de gestión pública más libre y transparente que la actual, y que permita a los ciudadanos una mayor participación y control. Además, desean poder ejercitar sus libertades personales sin la intromisión de un gobierno autoritario. Por tanto, lo que sucede es que estamos ante los albores de una nueva concepción de la democracia, la «eDemocracia», cuyos orígenes tuvieron lugar en una plaza madrileña con el significativo nombre de «Puerta del Sol». Por último, después de todo lo argumentado es evidente que ya no tiene sentido organizar este movimiento como partido político, como sabiamente han evitado hacer la gran mayoría de ellos, porque, a pesar de que pudieran tener éxitos esporádicos capitalizando votos de descontentos, como los casos de Alemania e Italia, simplemente nacerían ya cadáveres. En Berlín, junio . 1 v