| CUENTOS | NOVELAS | ENSAYOS |

Ecología y Sociedad civil
Anónimo ()

SUMARIO
La primera redacción de este ensayo que escribí en 1989, durante mi estancia de cuatro excitantes años en ese lugar mágico que es Nueva York, la titulé: “La revolución ecologista”. Si se pretende tener una experiencia de primera mano para hacerse una idea emotiva y visual de lo que es y significa el capitalismo es necesario haber residido durante algún tiempo en Nueva York. Si queremos una respuesta sobre las razones de la poderosa influencia de la cultura anglosajona en el mundo hay que haber vivido en Londres. Yo he residido en estas dos mecas del capitalismo mundial, por eso creo que mis argumentos tienen algún fundamento. En esta nueva revisión la principal rectificación ha sido la del título, que he titulado simplemente “Ecología y Sociedad civil”. ¿Por qué razón? Porque ya no creo que los cambios de paradigma tengan que producirse como consecuencia de una revolución, sino por simple y pacífica ¡evolución! Es en cierta manera un sonado fracaso el que esta revisión la heya hecho cuando estoy cerca de ser un octogenario. Por tanto, pertenezco a una generación revolucionaria, por lo que se podía achacar mi renuncia a un un imperativo lógico de la edad, pero no ha sido por esta razón, sino por otra más profunda y natural. Después de conocer el resultado del referendo del Brexit de los británicos me llamó poderosamente la atención que había ganado el Brexit por unos escasos miles de votos. Después seguí los resultados de otras consultas electorales con dos contendientes y todas las diferencias de votos era mínima. Algo me decía que existe una razón “natural” para que coincidieran aquellos resultados, y llegué a la desconcertante conclusión de que la dualidad del mundo natural también de alguna forma se extendía a los resultados de las elecciones, porque la mitad de la población pieopuestansa de una manera y la otra media, como reacción piensa de , y no hay fuerza ni violenta ni pacífica que cambie este desconcertante resultado. Naturalmente que los revolucionarios y sus revoluciones no tienen en consideración este hecho y pretenden que todos asuman los valores de su revolución. Lamentablemente la historia nos demuestra que el éxito de una revolución se consigue exterminando, deportando o forzando su exilio a la mitad de la población afectada. Este modesto ensayo no incita a la revolución y ya doy por sentado que tendrá su correspondiente oposición sin que la considere “reaccionaria”, porque yo también soy un reaccionario, pues reacciono también, pero contra su reacción. Por tanto, la diferencia será las diferentes causas por las ambos reaccionamos. Así, a pesar de divergir en nuestros valores y puntos de vista, estoy de acuerdo de que no se puede evolucionar sin tener un pie en el pasado y otro en el futuro, porque el presente es pura volatilidad. SOBRE LOS GOBERNADOS ¿Para quién es el Gobierno? Al dar comienzo este nuevo ensayo intento ser lo más lógico y razonable posible, y empiezo por preguntarme cuál es el sujeto fundamental de la acción del gobierno, y no es difícil deducir que los protagonistas indiscutibles son los gobernados; es decir, el sujeto es el pueblo. Sin el pueblo no tiene sentido el gobierno. Pero el pueblo, a su vez, está compuesto por individuos, que son seres humanos, con su diversidad de caracteres y personalidades. Luego, finalmente, el sujeto fundamental de todo gobierno es el ser humano. Esto me lleva a intentar entender, con una previa reflexión filosófica, ese sujeto que llamamos ser humano. Para ello es necesario que defina con la mayor precisión posible cómo es el ser humano y cuáles son las certidumbres que determinan su comportamiento, tanto natural como social. El interés previo de esta investigación es obvio, pues todo buen gobierno debe tener en cuenta las necesidades reales de aquellos a quienes gobiernan. La materia y el espíritu El ser humano es por supuesto un organismo vivo. Como tal organismo está sometido a las deterministas leyes de la naturaleza. Su ciclo de vida es similar al de todos los organismos vivos: nace, crece, se reproduce y muere. Para realizar satisfactoriamente estas funciones dispone de un determinado tiempo y ciertos recursos naturales en forma de estímulos, como son las sensaciones de placer y satisfacción y de dolor e insatisfacción. Con estos dos simples estímulos primarios y naturales, de hecho son los primeros de los bebés humanos y del resto de los animales, aprende buena parte de cuanto necesita para sobrevivir y determinar su comportamiento más fundamental. Padecer hambre es doloroso y le obliga a procurarse el alimento. Hacer el amor es placentero, lo que facilita su reproducción, etc. Pero este comportamiento determina tan solo su condición animal, y de no contar con otras certidumbres no estaría yo ahora escribiendo un modesto ensayo acerca de una nueva forma de democracia para la actual era digital. En efecto, en el transcurso de nuestra traumática evolución desde el estado animal, los seres humanos hemos desarrollado dos nuevas y revolucionarias percepciones, como son las emociones y las impresiones. Estas percepciones no son directas, como son los sentidos físicos, trasmitidas por alguna forma de contacto directo, sino que son lo que podemos llamar como percepciones indirectas; es decir, que no requieren contacto físico directo alguno. En otras palabras, no son percepciones físicas sino «psíquicas». Pero, ¿qué es la psique, qué son estas percepciones, dónde se producen, y que estímulos y certidumbres causan? Las percepciones psíquicas son también el resultado de alguna sensación física, pero en lugar de percibirse directamente por el sistema nervioso y ser trasmitidas inmediatamente al cerebro para establecer la adecuada reacción y respuesta, se «proyectan» previamente en un espacio insustancial, o más propiamente «psíquico», donde son valoradas y trasmitidas las correspondientes órdenes al cerebro, para que éste responda finalmente con la reacción más apropiada. En otras palabras, las percepciones psíquicas no se resuelven directamente en el cerebro, sino indirectamente en la psique. Cuando tocamos algo caliente no nos paramos a reflexionar si será o no conveniente retirar la mano, porque la sensación de dolor indica al cerebro que debemos retirarla inmediatamente, lo que hacemos sin reflexión alguna. Pero si contemplásemos un hierro candente, y tenemos la experiencia o la información adecuada, la imagen roja de la zona calentada nos sugiere que tocarla nos producirá dolor, y ordenamos al cerebro que se abstenga de hacerlo. Por tanto, no hemos reaccionado inmediatamente al estímulo, sino indirectamente, tras una simple reflexión basada en el significado de una imagen. Esa es la función de la psique, en perfecta combinación con el cerebro y su capacidad de memorizar y segregar sustancias que estimulen físicamente nuestras sensaciones y emociones. Pero la psique tampoco puede ser algo estático e insustancial, sino que debe ser una «fuerza», o forma de energía, que activa las imágenes que causan las emociones y los procesos que suceden en la conciencia. Como las cosas vivas con sentidos indirectos están en permanente actividad, la psique constituye un «principio vital», tal y como ya la entendían los filósofos de la antigua Grecia. Por tanto, se induce que la psique debe ser los flujos de energía vital que circundan el cerebro, y no el cerebro en sí mismo, como pretenden algunos neurólogos. En resumen, podemos simplificar definiendo la psique como la «energía vital» que activa la imaginación y la conciencia. Desde las doctrinas sobre Orfeo en la antigua Grecia, creían que el alma, no solo es una entidad insustancial e inmortal, sino también independiente del cuerpo. El mismo Platón la considera superior al cuerpo, y nuestra tradición judeocristiana le concede cualidades trascendentales, sobre las que se sustentan ambas doctrinas. La teología puede inducirnos a creer en la existencia del alma como independiente del cuerpo y de otros seres extraordinarios y sobre naturales, como el Espíritu Santo, pero con la simple experiencia de la realidad sensible no se puede probar su «consistencia». En otras palabras, su existencia tan solo se basa en una certidumbre fundamentada en una hipótesis improbable, pero sí perfectamente creíble, puesto que la fe nos permite creer en la existencia de lo improbable. Naturalmente que la certidumbre teológica tiene su fundamento en la creencia de que las entidades extraordinarias que creamos en la imaginación son de inspiración divina, es decir, reveladas. Pero la simple experiencia de los hechos nos prueba que la psique; es decir, el alma para el contexto de la teología, y que se supone es la responsable de las cualidades morales del ser humano, no se «une» al cuerpo en el momento de la gestación, sino que surge durante el proceso de desarrollo progresivo de los sentidos indirectos. Por esta razón podemos perfectamente determinar que carecen de alma, o son “desalmados”, los organismos vivos que no tienen sentidos indirectos, o que teniéndolos no los consideran para determinar su comportamiento, limitándose a seguir los impulsos físicos directos; es decir, los estímulos del placer y la satisfacción y del dolor y la insatisfacción sin más. Si el razonamiento anterior nos había llevado a considerar la psique, el alma, como la energía vital o activa, el espíritu debe ser por inducción lógica, y considerada en el contexto físico, la energía en sí misma, o, más propiamente, la «energía en reposo o pasiva» que contiene toda forma de materia, sea orgánica o inorgánica, y que enunció Einstein en su famosa fórmula E=mc2. De manera que tenemos una psique personal «animada», el alma, con cualidades éticas y morales, y otra psique universal «inanimada» y sin alma, y, por tanto, sin cualidades éticas o morales. Ese espíritu universal está presente en todo el cosmos, y que, para las culturas ancestrales chamánicas, no es otra cosa que el espíritu de la naturaleza, animada e inanimada. Pero, entonces, ¿de dónde proceden las cualidades éticas, estéticas y morales del alma humana? Las cualidades del alma De acuerdo con lo expuesto en el apartado anterior, y utilizando expresiones propias de la teología, puesto que provienen de la teología y no de la filosofía o la ciencia, podemos decir que el ser humano nace con espíritu, pero sin alma. Esta aseveración es por supuesto una herejía teológica, a pesar de que concuerda con el ritual del bautismo y del supuesto pecado original, pero sin embargo es algo fácil de constatar en la experiencia de la realidad. Para satisfacer sus primeras necesidades, los bebés empiezan por desarrollar plenamente los sentidos básicos y directos del placer y el dolor a través del gusto y del tacto, y solo a partir del desarrollo progresivo de los sentidos indirectos del oído, el olfato y la vista adquieren la capacidad de otras formas de percepción y de expresión, cuyas sensaciones, agradables o desagradables, dependerán de su sensibilidad natural para apercibirse del valor ético y estético de aquello que ven o sienten; es decir, distinguir el bien del mal. Más adelante estos valores los determinará la conciencia y sus juicios de valor, y terminarán por modelarlos la educación y su cultura local. Las nanas que le canta la madre al bebé le relajarán hasta provocarle el sueño; los sonajeros excitarán su curiosidad y, sobre todo, las expresiones de las imágenes de la madre y de las personas que le rodean determinará su primer sentido natural del bien y del mal, siendo «buenas» aquellas imágenes que le emocionan con agrado y le hacen sonreír y «malas» las imágenes que le emocionan con angustia y le hacen llorar. Por supuesto que la primera valoración del bien proviene de la «buena imagen» que le sugiere la madre, emoción de felicidad que es recíproca y constituye el principal fundamento de la poderosa afinidad materno-filial, mientras que, por desgracia para los padres, en bastantes ocasiones la primera imagen del mal puede ser la «mala imagen» que les sugiere el padre, que le angustia hasta hacerle llorar. Por tanto, el alma, y con ella la capacidad natural para distinguir el bien del mal, surge progresivamente con el desarrollo y actividad de los sentidos indirectos. En otras palabras, el alma surge de las emociones y tiene como utilidad para el ser humano establecer el valor ético y estético de aquello que percibimos. Así mismo, podemos considerar que la mayoría de los animales distinguen también el bien del mal a través de las valoraciones que hacen de lo que oyen, olfatean o contemplan, por lo que, no solo se induce que tienen psique y alma, es decir, su comportamiento también es de fundamento psicológico, sino que son seres éticos y emotivos como nosotros. La manzana de la discordia Si el alma valora la ética y la estética de las cosas que percibimos a través de sus emociones, esta experiencia es una mera sensación de la que no sabemos nada más que el valor de las imágenes, sonidos o perfumes, pero si no pasamos de la pura emoción a otra forma superior de percepción, desconoceremos otros aspectos fundamentales, aquellos que nos permitan determinar su «forma de ser». Si no tuviéramos esta importante percepción todo aquello que nos emociona no pasaría de ser algo «informal», o, dicho de otro modo, una sensación de algo que está ahí y es aparente, pero que no podemos saber qué es ni si existe verdaderamente, puesto que carece de forma de ser. Es como estar delante de un fantasma, algo de lo que solo tenemos la certeza de su existencia durante el tiempo que lo vemos, oímos u olemos, pero que tal como se aparece, desaparece. ¿Dónde está la música, el perfume o las imágenes de los sueños que nos emocionan? Sólo sabemos que están mientras las percibimos por la emoción que nos producen, después desaparecen. Para descubrir qué son las cosas que nos emocionan fue necesario realizar la extraordinaria proeza psicológica de convertir las emociones en «impresiones», y ésta es la más revolucionaria faceta en la evolución de la psique, tanto de los animales como del ser humano, porque gracias a las impresiones pudimos pasar de un mundo fantasmagórico e inexistente y aparente a otro formal y existente. Para ilustrar este proceso nada mejor que recurrir al mito bíblico de la manzana de Eva, que demuestra una vez más la asombrosa analogía entre Revelación y la experiencia real de los hechos. Las plantas tardaron millones de años en diseñar, y no me pregunten cómo lo consiguieron, su estrategia para diseminar sus simientes. Cada nueva mutación de especie generó la suya propia, que era radicalmente distinta de las demás, pero con un asombroso espíritu competitivo. Los frutos debían tener en consideración las percepciones fundamentales de los animales encargados de esta importante función: Sensación, emoción e impresión. Por tanto, tenían que ser sustanciales y tener un agradable sabor; una imagen poderosamente atractiva y, por último, una forma ergonómica y manejable. Cada planta tiene su propia «idea» de estas condiciones, pero, a través de sus frutos, todas las cumplen con una asombrosa efectividad. Siguiendo este sencillo ejemplo, hasta ahora hemos establecido el origen y la causa de la primera y segunda condición; es decir, de lo sustancial, que es percibido por el sentido directo del gusto, y el segundo, que es percibido por el fenómeno psicológico del alma y su emotividad. Siguiendo el símil del relato bíblico, tenemos que Eva se siente poderosamente atraída por la «buena» imagen de la manzana del árbol prohibido, lo que significa que nada atrae nuestra atención ni nos impresiona si no tiene para nosotros una buena imagen. El siguiente paso es degustar aquello cuya buena imagen nos sugiere que puede ser algo positivo, en este caso gustoso y alimenticio. Con esta simple experiencia, Eva aprende de forma natural a distinguir el bien del mal, precisamente lo que, al parecer, Dios temía que sucediera. Tras esta pecaminosa acción, tanto Eva como Adán adquieren el «conocimiento» de las cualidades alimenticias del fruto por su forma y su imagen, y, por el mismo proceso, pueden llegar a conocer las del resto de los frutos del Paraíso. Al conocer una diversidad de frutos, Eva; es decir, cualquier organismo vivo con sentidos indirectos, tuvo el prodigio de descubrir que dos frutos pueden tener el mismo color e incluso el mismo sabor y, sin embargo, ser distintos. Pero ¿dónde estába entonces la diferencia? Obviamente, ¡en la forma! El apercibirnos de las diferencias de las formas fue sin duda un punto crítico en la evolución hacia el ser humano actual, a pesar de que debieron pasar todavía algunos millones de años más para que tal descubrimiento culminara en su propósito inicial. Lo que sucedió fue que ese organismo pionero se apercibió de una tercera diferencia de las cosas entre sí, que no podía distinguirla ni con los sentidos del cuerpo, ni con las emociones del alma. Para hacerlo tuvo que observar dos cosas distintas entre sí y ser capaz de compararlas y descubrir sus diferencias formales. Pero algo tan sencillo para nosotros supuso un extraordinario logro para este organismo pionero, pues al observar, no la imagen sino la forma, lo que hizo fue crear una «impresión» de lo observado y trasladarla a su psique, donde las compararía y establecería las diferencias, para, una vez realizado este proceso, guardar cada forma en un espacio distinto de su prodigiosa memoria, de manera que pudiera «reconocerlas» cuando volviera a encontrarse con cosas con formas similares. Es decir, ahora ya era capaz de conocer las cosas, no solo por la experiencia de los sentidos y por su valor emotivo, sino también por su particular forma de ser. Con este extraordinario prodigio desencadenó un importante suceso en su psique, como es el nacimiento de la propia conciencia, pues lo que hizo fue «concebir» las formas de lo que observaba y abstraerlas en «objetos mentales», con lo que, al mismo tiempo, añadía un nuevo fenómeno activo a su psique, como es la «mente». Una nueva forma de energía psíquica, cuya función específica es la concepción de las cosas físicas para convertirlas en objetos puramente psíquicos; es decir, activar la conciencia. Por este proceso, los objetos se convierten en abstracciones mentales fieles a las cosas reales de donde provienen, de donde surgirán los «conceptos» y, de estos, las ideas, proceso fundamental para la formación de la inteligencia humana. Por tanto, a partir de las primeras impresiones ya podemos decir que los organismos vivos, incluidos los seres humanos, somos entidades «sensibles, emotivas y conscientes». De las impresiones a las ideas Pero la aparición del fenómeno de la mente y de la conciencia no fue suficiente para llegar al ser humano. Los animales son tan conscientes como nosotros y saben distinguir perfectamente unas formas de otras. Observan las cosas y las conciben como objetos formales, que memorizan, de manera que no hay la menor duda que los perros reconocen a sus dueños, no solo por su olor e imagen, sino por su forma particular de ser. Lo que sucede es que los animales, al carecer de un lenguaje complejo, son incapaces de identificar el objeto con una voz específica, de manera que les resulta imposible transformar el objeto concebido en un sujeto, y sin esta capacidad los objetos no pueden ser relacionados entre sí, según sus causas y efectos, de manera que llegan a conocerlos pero no a entenderlos; es decir, tienen conocimiento, pero un entendimiento tan limitado como sea la capacidad de expresión de su lenguaje, corporal o por sonidos. Un pájaro se expresa a través de sus gestos y sus trinos, de los que, por simple que sean, conoce su significado, y que entienden otros pájaros de su misma especie. Un gato entiende los gestos, bufidos y maullidos de su rival, y obra en consecuencia. Estas limitadas expresiones de su lenguaje constituyen los fundamentos de su limitado entendimiento, así como de su mentalidad, pero su comportamiento está determinado, además, por sus instintos y su psicología, que pueden ser tanto o más complejos que la de muchos seres humanos. Por tanto, lo que define la condición específicamente humana es su capacidad, gracias a la complejidad de su lenguaje, para transformar los objetos en sujetos, de manera que al nombrar los objetos que concibe es capaz de relacionarlos entre sí en la conciencia y establecer sus relaciones causa-efecto; o dicho de otro modo, es capaz de entender las cosas que conoce y las relaciones que pueden existir entre ellas, capacidad muy limitada entre los animales. Pero no termina aquí el proceso del desarrollo de su entendimiento, sino que cada sujeto relacionado con un objeto se convierte automáticamente en una «idea objetiva»; es decir, que con el sujeto nacen también las ideas. Nacimiento que tiene tantas ventajas como desventajas, y cuya polémica todavía hoy estamos arrastrando, porque, casi inmediatamente después de su descubrimiento, nos llevó al «idealismo», una concepción de la realidad radicalmente opuesta al materialismo propio de la naturaleza sin entendimiento. La condición de toda idea es que provenga de la nominación de un objeto, pero la propia condición subjetiva del lenguaje nos llevará a caer en la trampa de concebir objetos inexistentes, pero que debemos crear necesariamente para restablecer la lógica de las causas y los efectos. Por ejemplo, un caballo blanco es un sujeto con un objeto que puede ser experimentado con los sentidos, pero la blancura del caballo, que también es una idea, es un sujeto que no puede ser experimentado en sí mismo, porque carece de forma de ser y de objeto, ya que no nos dice qué cosa tiene la blancura. Esta contradictoria situación llevó a Platón a creer que las ideas existían por sí mismas, sin cosas experimentables que las contuvieran. Pero gracias a esta errónea concepción filosófica, la poderosa imaginación del ser humano creó ideas «irreales», pero que servían de estímulo para el progreso en todos los sentidos; es decir, concibió la utopía. Por lo que nuestra historia, pese a la posterior rectificación de su aventajado discípulo Aristóteles, es, y sigue siendo, en buena medida la consecuencia de este error filosófico, es decir, del «idealismo platónico». Resumen del capítulo Cualquier forma de sociedad que deba considerarse, no solo justa sino también razonable e inteligente, tiene que ofrecer las condiciones idóneas para que el ser humano pueda satisfacer sus necesidades físicas y espirituales y mentales fundamentales. Por supuesto que debemos empezar por satisfacer las necesidades físicas, pues no es cierto que el hambre agudice el ingenio, tan solo agudiza la agresividad y los comportamientos antisociales y violentos. El ingenio lo estimula la intuición y la curiosidad natural del ser humano. Pero también un exceso de curiosidad puede anular la voluntad y el entendimiento. Para ello se deben crear las condiciones idóneas necesarias para que la sociedad civil pueda emprender iniciativas económicas que aseguren la satisfacción de sus necesidades más allá de la mera supervivencia, así como proporcionarle un espacio vital seguro y un medio ambiente saludable, donde desarrollar sus otras necesidades psíquicas fundamentales. La segunda condición de toda democracia es crear un ambiente adecuado para el desarrollo de la creatividad y emotividad del ser humano, que permita desarrollar su imaginación en obras de arte que le emocionen y le haga feliz. En esta gran actuación debemos incluir la religión, siempre que se limite a su labor pastoral y no intervenga directamente en política, pues buena parte de la población es creyente y encuentra en su fe la causa de su felicidad. Y, por último, la tercera condición es, una vez más, crear el ambiente idóneo para que el ser humano pueda desarrollar plenamente su entendimiento, al mismo tiempo que le facilite el acceso a la adecuada información para ampliar cuanto desee sus conocimientos. Estas condiciones se consiguen con estas tres grandes actividades: economía y finanzas, para las necesidades del cuerpo; arte y religión, para las del alma; y ciencia y filosofía, para las de la mente. Una sociedad que no tuviera la posibilidad de satisfacer todas estas necesidades humanas fundamentales, o por las razones que fueran, decidiera prescindir de alguna de ellas, sería sin duda una sociedad enferma. SOBRE LOS GOBERNANTES ¿Qué es el Estado? El Estado no tiene sentido si no está vinculado a un territorio, donde habita un grupo de individuos que conforman una nación. Su función fundamental es delimitar el ámbito de la soberanía nacional, necesaria para determinar a qué individuos les corresponden los derechos y deberes contenidos en su constitución. Por tanto, el Estado es la entidad política que otorga la soberanía a una nación establecida dentro de un territorio, con el objeto de determinar los derechos y deberes por pertenecer a una nación. En resumen, el Estado es el resultado de la nacionalización de un territorio delimitado, ya sea por medio del consenso de un gobierno nacional democrático, por acuerdos dinásticos, o por la fuerza de un militar apoyado por su ejército. Por su parte, la nación es la población de que está constituido el Estado. De donde se deduce que no puede existir una nación sin Estado, pues un territorio sin una nación, aunque esté poblado, no es un Estado. Así, los palestinos no son una nación en tanto no tengan un Estado; tan solo son el «pueblo palestino». No puede haber más de una nación dentro de un Estado, incluso en un Estado federal. El Estado federal alemán de Renania-Palatinado pertenece a la nación alemana; el Estado federal de California pertenece a la nación norteamericana, etc. Pero la nación es, a su vez, una entidad política que adquiere su personalidad cultural del «país». Por tanto los rasgos característicos de la nación: lengua, religión y costumbres, son los del país y no los de la nación o del Estado. El país integra también las características naturales del territorio, «paisaje», que es uno de los factores determinantes de su identidad cultural y costumbrista. En cuanto al concepto político de pátria, proviene del de país, pues significa simplemente el país de nuestros padres o antepasados. Políticamente el país debe coincidir con la nación, pero la circunstancial composición de la población de algunas naciones, permiten denominar determinadas regiones, autonomías o Estados federados, como «países» (los Estados alemanes se denominan «Länder», que se traduce por «países»). A su vez, un país, con su pátria y su pueblo, puede estar repartido entre varios Estados nacionales, dado que el concepto de país es cultural y no afecta a la integridad del concepto político de nación. Y así se llega a la causa circunstancial del concepto político de «pueblo», que es el componente humano de un país. Por tanto, el pueblo adquiere sus rasgos culturales del país, sus valores tradicionales de la pátria, su entidad política de la nación y su integridad soberana del Estado. De esta reflexión se deduce que la soberanía de un Estado reside en última instancia en el pueblo, y no en el país, la pátria o la nación. Pero esta concepción política tradicionalmente aceptada también está en crisis, y no recientemente sino desde la misma Revolución francesa, que dio pleno sentido al moderno concepto político de «ciudadano». En efecto, ciudadano es un concepto político que relaciona directamente el pueblo con su nación a través del vínculo de la ciudad. Lo que determina el sentido de esta nueva concepción del individuo social es que la nacionalidad no solo se adquiere por nacer en una nación, pátria o país, sino por el hecho de residir durante un determinado periodo de tiempo en una «ciudad», entendiendo que todos los individuos residen en alguna ciudad, grande o pequeña, donde están legalmente empadronados. Así, un ciudadano alemán es un individuo de nacionalidad alemana porque reside, o ha residido, en una ciudad alemana, donde se ha naturalizado, aunque no hubiera nacido en este país. Pero, por esta misma razón, la ciudadanía es la causa de una nación, real o virtual. Por ejemplo, un ciudadano de la Unión Europea pertenece a la nación virtual europea, y un ciudadano del mundo lo es de una nación virtual mundial. Por esta razón la Unión Europea es ya en la práctica una potencial nación-Estado, compuesta por diversos países, con sus características culturales y valores tradicionales. En las democracias más avanzadas y dinámicas, donde es creciente la movilidad de la población y existe un intenso flujo de inmigración, la tendencia política es equiparar el derecho de residencia al de nacimiento para otorgar su nacionalidad y sus prerrogativas políticas y civiles, relegando cada vez más a un segundo plano los conceptos vinculados al país, como pátria y pueblo. De manera que en estos Estados, y sobre todo en el Estado virtual de la Unión Europea, la soberanía ya no reside en el pueblo, sino en la ciudadanía, y las naciones están formadas por ciudadanos en lugar de por un pueblo de «paisanos» y de «patriotas». El Gobierno y la Autoridad En democracia las personas deciden libremente su comportamiento cívico, que no puede ser tan solo el que le dicta su conciencia y juicio crítico, sino que debe someterse también a las normas y leyes constitucionales y de Derecho democráticamente aprobadas por la sociedad civil. De esta reflexión se deduce que en una democracia se presenta el conflicto de la existencia de dos gobiernos superpuestos, el personal y el del Estado. El del Estado considera a las personas como individuos sin personalidad y con «sentido común», y el personal, que rechaza ser gobernado por el Estado porque ello significa la anulación de su personalidad y libre albedrío. Si queremos que la sociedad futura sea más libre y responsable y el Estado no se convierta en policial y represor; es decir, simplemente en una dictadura hábilmente disfrazada de democracia, como ya son muchos en la actualidad, debe prevalecer el personal. De donde se deduce que las personas libres simplemente no pueden ser gobernadas. De manera que la institución del Gobierno del Estado debe cambiar de función y cometido, y en lugar de dirigir, ordenar y mandar, debe limitarse a «gestionar» o «administrar» los intereses de los ciudadanos, porque en una sociedad libre y democrática, el gobierno ya está en cada uno de ellos. Los ciudadanos no pueden obedecer otras órdenes que aquellas que emanen de su propio criterio limitado por en Derecho y la Constitución. Esto puede parecer una utopía, pero si en el futuro la sociedad civil no progresa en este sentido, lo hará en el opuesto, y será inevitable caer en una falsa democracia, con un gobierno tutelado por intereses económicos y soportado por una mayoría de individuos que prefieren obrar al dictado a asumir la responsabilidad de ser libres y gobernarse a sí mismos Por otro lado, los actuales gobiernos supuestamente democráticos reciben de sus electores la autoridad necesaria para que en su nombre lleven a cabo la realización de una determinada agenda política. Pero las agendas de los gobiernos son meros proyectos, que sirvieron para confeccionar sus programas con sus promesas electorales, y que están sujetos a las circunstancias cambiantes de la realidad política, social y económica. Por tanto, el gobierno no recibe un mandato específico, sino un voto de confianza y la «autoridad» necesaria para que realice a grosso modo, y en la medida de lo posible, las ideas fundamentales propuestas en su programa electoral. Esto significa que el gobierno tiene autoridad suficiente como para cambiar sus planes políticos o incluir en el transcurso de su legislatura otros por razones circunstanciales y más convenientes si así lo cree conveniente, pero que no estaban en su agenda política inicial y que pueden estar en total oposición con los argumentos y razones por las que les apoyaron sus electores. Pero, como ya es más que evidente en la actual acción de los gobiernos, esta autoridad puede degenerar fácilmente en autoritarismo cuando el gobierno actúa fuera del mandato que le otorgaron los ciudadanos de acuerdo a sus programas y a su ideología, o, incluso, del control parlamentario. La causa de esta malversación de la voluntad de los ciudadanos que los eligieron no solo está en el Gobierno en sí, sino en su autoridad. Siempre nos referimos a los miembros de cualquier gobierno como «autoridades»; es decir, que tienen autoridad para proponer un proyecto de ley o cualquier otro tipo de iniciativa política, económica o social, pero sobre todo, y esa es la esencia misma de toda autoridad, para «mandar» y dar “órdenes”, lo que les puede hacer caer fácilmente en el autoritarismo. De donde se deduce que si el gobierno no tuviera autoridad no habría posibilidad alguna de que cayera en el autoritarismo. Luego la primera y más importante propuesta de reforma política es que el gobierno deje de tener autoridad. Pero, en rigor, un gobierno sin autoridad ni siquiera puede calificarse de «gobierno», sino, como decía, de «gestor» o “administrador”. Por tanto, y una vez más, lo que una sociedad democrática necesita no es un gobierno para que nos ordene y mande, con autoridad o autoritarismo, sino una Comisión para que nos gestione y administre, con el poder delegado por los ciudadanos libres y soberanos, que es muy distinto. Luego lo que debemos sustituir es el propio gobierno y su autoridad por otro modelo de gestión de lo público sin necesidad de autoridad, pero con poder, y que, por tanto, no pueda degenerar en autoritarismo. Los partidos políticos Las facciones o partidos existen desde que se formaron las primeras asambleas populares. La razón es que en toda discusión política siempre surge un grupo minoritario de individuos que lideran los debates y una mayoría que los apoyan o los rechazan, de acuerdo a sus ideas y argumentos, pero que carecen de iniciativa propia; es decir, grupos de «partidarios» de los diversos líderes de una asamblea. Naturalmente que el interés fundamental de un líder es contar con el mayor número de partidarios, pues de ello depende que se aprueben o rechacen sus propuestas. En esta relación dialéctica los partidarios están alienados al líder, y su única opción es cambiar de líder, o lo que es lo mismo, sustituir una alienación por otra distinta. Los partidos políticos serán la consecuencia histórica de la adopción del sufragio universal, en la que el voto de la asamblea se hace extensible a un gran número de población. No obstante, la relación de alienación entre el líder y sus partidarios es la misma, pero tan numerosa que requiere una cierta organización. Esta necesidad de organización generará una estructura más o menos jerarquizada, cuya competencia llegará a necesitar una asamblea interna, donde se elige el líder, se aprueban sus estatutos, sus órganos de gobierno y sus programas electorales. A partir de la formación de los partidos políticos y su plena integración en el sistema democrático representativo, las personas con vocación política tienen que integrarse necesariamente en alguna de estas organizaciones, y, una vez integrados, lograr ser nominados candidatos dentro de sus listas electorales, por lo que se repite el proceso de la asamblea original, y los líderes siguen necesitando el apoyo de «partidarios» dentro del propio partido; es decir, siempre que haya facciones habrá individuos alienados a sus líderes. O, dicho de otro modo, mientras haya partidos habrá un líder libre y unos partidarios alienados. Por tanto, lo que hacemos al elegir un determinado líder de un partido es, en realidad, elegir a un potencial «dictador» y reconocer tácitamente nuestra alienación y sometimiento. Por esta razón, y una vez más, no deberíamos elegirlos para que nos gobiernen, sino para que nos administren. Por si esto no fuera ya suficientemente grave, en la actual democracia los ciudadanos apenas tienen la posibilidad real de saber objetivamente a quienes han votado. Su elección se basa en el conocimiento que obtienen a través de la «propaganda» electoral y la manipulación de aquellos medios de masas interesados en su elección. En la actualidad las opiniones a favor o en contra de las ideologías políticas y de sus partidos se manipulan con la misma facilidad que las modas, las tendencias culturales o las preferencias de los ídolos de masas. En nuestra sociedad de consumo, donde existe una total imbricación entre política y economía, los partidos se convierten en organizaciones fuertemente burocratizadas, cuyo objetivo es vencer la competencia con la misma estrategia que si se tratara de un producto más para el mercado. Y este modelo organizativo se encuentra lo mismo en partidos de derechas como de izquierdas, porque, según lo expresa Hawley, «tan pronto como la participación política de masas se organiza en una democracia de partidos competitivos [...] se convierten en formas que conducen al oportunismo». La exigencia de la competencia política les obliga, por encima de todo, a la conquista del poder. Una vez conquistado el poder y alcanzados los fines se supone que encontrarán la forma de justificar los medios. Pero por desgracia suele ocurrir que los medios fraudulentos, engañosos y corruptos que utilizan, terminan por convertirse en los fines. También existe una lamentable relación entre la mediocridad de la política de los partidos y la mediocridad del criterio de la sociedad masificada que los apoya y elige, que es la consecuencia de este fraudulento procedimiento democrático y del consiguiente distanciamiento de los ciudadanos más conscientes de sus representantes. Por tanto, la soberanía en la sociedad actual no reside en los ciudadanos, sino en las masas convenientemente manipuladas por los partidos. Si los fabricantes están obligados a vender su producción para hacer rentable la inversión, en la medida de que los partidos políticos necesitan realizar fuertes inversiones para crear la imagen de sus candidatos, también están obligados a ganar, sin tener demasiado en consideración otro criterio que el de la pura rentabilidad electoral. Así, un reducido grupo de corporaciones y súper-millonarios, afines a los grandes partidos políticos, controlan la mayoría de los mensajes publicitarios de los medios de comunicación de masas que los llevan a la victoria electoral. Por tanto, los partidos políticos están en manos de quienes financian sus campañas electorales. ¿Quién, que no tenga todavía una sólida formación política puede resistirse a esta poderosa influencia? Las democracias actuales son las mejores que se pueden comprar con dinero. Por otro lado, las actuales discrepancias ideológicas entre los diversos partidos políticos radican en sus diferentes concepciones sobre valores éticos y morales que deben o no ser considerados derechos fundamentales del ciudadano; criterios sobre medidas económicas y financieras para promover la creación de empleo; los límites que deben imponerse a la de acción y de expresión; diferencias sobre la concepción política y la forma del Estado u otros criterios e ideas sobre el bienestar social en general. Esta discrepancia se basa en la incapacidad de aceptar que ya existen valores universales, tanto éticos como económicos, que deberían ser adoptados por todos los partidos, sea cual sea su ideología. Pero esta actitud está cambiando porque, debido a la dramáticas consecuencias de las sucesivas guerras y conflictos armados; los catastróficos efectos de la especulación financiera y a la destrucción del medio ambiente, estamos empezando a aceptar ciertos valores consensuados como universales y de obligado cumplimiento, sobre los que deba regirse tanto el comportamiento social como el económico a nivel global. En otras palabras, descartadas las ideologías totalitarias y radicales, cada vez somos más conscientes de que no hay más que una manera de gestionar la economía y la convivencia ciudadana sobre principios que ya son universalmente aceptados. Como consecuencia de esta unificación globalizada de criterios y valores, debe llegar un momento en que ya no haya lugar para defender discrepancias fundamentales entre los diversos partidos políticos, lo que en la práctica significará su inutilidad e inevitable desaparición. Llegado este crítico momento, deberemos hallar una nueva forma de gestionar los legítimos intereses de los ciudadanos, sin caer en la torpeza de eliminar la democracia, ni en el egoísmo insolidario. Una vez adoptados estos principios fundamentales y universales, ya no hará falta un gobierno sino tan solo una simple «Comisión gestora», con poder, pero no autoridad, para gestionar aquello para lo que haya sido comisionada. Por tanto, dejará de haber «autoridades» vinculadas a partidos políticos para ser sustituidos por «gestores» independientes, integrados en sendas comisiones. Esto, que puede parecer revolucionario, es la manera en que estamos construyendo el «gobierno» de la Unión Europea, basado en una Comisión, un Parlamento y un Consejo, que actúa como Cámara alta, o Senado europeo. El hipotético componente revolucionario de esta tesis es simplemente la manera de adaptar este sistema a los Estados nacionales, e incorporar los medios digitales puestos a nuestra disposición, no solo para facilitar la gestión sino para hacerla más barata, ágil, participativa y, sobre todo, transparente. Las ideologías Posiblemente uno de los errores más descomunales de la historia del pensamiento político haya sido el haber considerado el liberalismo como una doctrina política, cuando lo que Adam Smith describió en su ensayo «La riqueza de las naciones» fue simplemente una teoría económica. La política es siempre social, puesto que su fundamento lo tiene en su imbricación con la sociedad donde se realiza. Por tanto, toda política es necesariamente social; o, lo que es lo mismo, «socialista», en el más estricto y exacto sentido de la palabra. Lo que diferencia a unos socialismos de otros es el grado de importancia que conceden a la individual sobre el interés general. Solo las ideologías totalitarias, como el comunismo ortodoxo, el totalitarismo autárquico o las teocracias dogmáticas y aisladas, pueden no considerarse socialismos, porque no están compuestos por sociedades libres por comunidades sometidas al dictado de sus ideologías o creencias. Por tanto, todas las ideologías políticas son socialistas, pero unas son más liberales que otras. Por la misma razón, todos los sistemas económicos son liberales, pero unos son más sociales que otros. Las diferencias están en la mayor o menor intervención del sistema político sobre el sistema económico; eliminando su tutela, como es el liberalismo radical o libertario, o privándolas totalmente de , como es la economía planificada del comunismo. Si llamamos las cosas por sus nombres, cualquier persona vinculada a una actividad social es por definición un “socialista”, de la misma manera que cualquiera que lo esté a la economía es también por definición un “economista”. De manera que podemos decir que ya solo existe una ideología política, que bien podemos llamar «socio-liberal», pero con diferencias de matices sobre el grado de socialización de su economía o de liberalización de su sociedad. Algunos países del centro y norte de Europa, que han soportado razonablemente bien la actual crisis económica y financiera, ya han adoptado en la práctica real esta ideología centrista, hasta el extremo de que el electorado tradicional de izquierdas y de derechas está perplejo, sin poder ver con claridad dónde está la diferencia. Después de más de diez mil años de relaciones e intercambios que de una forma u otra podemos llamar «socio-económicas», la síntesis de todas estas experiencias ha confluido en un modelo que consiste en una fórmula de equilibrio entre cuatro pilares fundamentales: inversión, producción, consumo y gasto público, que es deducido de una parte proporcional de la propia actividad económica. Los gobiernos, o en este caso los gestores, no pueden hacer otra cosa que encontrar la fórmula de una presión fiscal equilibrada, que no perjudique la productividad y rentabilidad de las empresas, en una justa proporción entre grandes y pequeñas, nuevas y consolidadas. Además de fiscalizar y regular el mercado laboral lo más libre y tolerable posible, pero sin caer en los extremos, e incentivando sobre todo el empleo juvenil. En cuanto al consumo, aplicar la misma fórmula proporcional grabando menos aquellos bienes que sean de primera necesidad, como alimentos básicos o medicamentos. Con el rendimiento de esta política fiscal equilibrada y proporcional, que no es de izquierda ni de derechas, sino como decía con anterioridad, «socio-liberal», es de donde debe adquirir sus recursos financieros para el gasto social. Este capital debe emplearse, además de para los gastos corrientes del Estado, que deben ser lo más ajustados posible a los ingresos, pues no es más social el Estado que más gasta sino el que mejor gasta, para financiar aquellas obras y servicios que rechaza el mercado, o que son fundamentales y no pueden dejarse al capricho de sus fluctuaciones, como la educación o la sanidad. Financiar el gasto público con créditos solo tiene justificación durante cortos periodos de tiempo, para estimular la economía y el empleo durante las fluctuaciones cíclicas de la economía, pero es una práctica nefasta cuando se convierte en un hábito establecido, porque en este caso el Estado cae en manos de los especuladores financieros y ya no puede regularlos ni combatirlos, además de perder su y soberanía. Ningún Estado puede tener una economía social saneada ni ser libre y soberano si está fuertemente endeudado. En cuanto a las desigualdades sociales, éstas no son debidas a la economía de mercado en sí, pues es perfectamente lícito que alguien se enriquezca si triunfa en alguna actividad económica rentable. Pero una vez adquirida la riqueza, la misma riqueza le otorga una posición de dominio que le permite competir con ventaja. Por eso los gestores públicos tienen que equilibrar este efecto fiscalizando más a quien más tiene, pues si una parte de la sociedad tiene problemas a la larga la otra acabará teniéndolos también. Por último, debe perseguir y castigar cualquier tipo de fraude fiscal, especialmente de los grandes defraudadores y evasores de impuestos, así como la especulación financiera arriesgada o el blanqueo de dinero, verdadera lacra del sistema financiero actual. Por muy radicales que fueran nuestras propuestas no podemos prescindir de la economía de libre mercado y de su soporte financiero. De hecho, uno de los fundamentos sobre los que se apoya este movimiento, como son los avanzados medios de comunicación digitales, son el fruto indiscutible de este dinámico modelo, por lo que no se trata de destruirlo sino de hacerlo compatible con la democracia real y con las necesidades fundamentales de los ciudadanos. Resumen del capítulo El tiempo de las grandes reformas sociales para librar a los ciudadanos de los restos del feudalismo, y que han justificado todas las grandes revoluciones de la historia, ya hace tiempo que han concluido, y con él desaparecen las tradicionales ideologías que las promovieron. En las revueltas juveniles de Mayo del 68, a cuya generación pertenezco yo mismo, ya se empezó a cuestionar la necesidad de renovar completamente un sistema democrático que daba sus primeros síntomas de decadencia y su incapacidad para gestionar con eficacia, transparencia y honestidad los intereses de los ciudadanos. Los jóvenes de entonces intentamos experimentar nuevos modelos políticos y democráticos «alternativos», pero eran más imaginativos que realistas. «La imaginación al poder» era por entonces nuestro eslogan. Pero el momento para el cambio todavía no había llegado. Por entonces comunismo y capitalismo estaban en su pleno apogeo y competían con parecidas tácticas imperialistas y militaristas por dominar un mundo compuesto por una minoría de naciones cultas y ricas, que explotaban y exprimían una inmensa mayoría de naciones incultas, supersticiosas y horriblemente empobrecidas y atrasadas. Por entonces las naciones del llamado «Tercer mundo» estaban desconectadas del mundo exterior y soportaban su indigencia con resignación, dominados por tiranos nacionales que se consideraban los dueños y señores del Estado. El mundo todavía no estaba globalizado. En medio del sórdido fragor de la guerra fría el también llamado «Mundo libre» intentaba ganar adeptos exportando su confusa ideología liberal y capitalista. Para ello convencía a los tiranos nacionales para que instaurasen sistemas democráticos multipartidistas, y a cambio serían candidatos a recibir cuantiosas inversiones y préstamos para el «desarrollo» concedidos por los países ricos. Los tiranos comprendieron enseguida que podían implementar la democracia sin cambiar ni un ápice su tiranía. Para ello bastaba con crear un partido político «oficial» e invertir unos cuantos millones, tomados del escuálido erario nacional, en propaganda electoral, con lo que ganaban por mayoría absoluta unas elecciones tras otras. Al mundo libre le pareció suficiente y los consideraron afines a su ideología, intercambiando visitas oficiales al más alto nivel, con revistas de tropas, himnos nacionales y grandilocuentes discursos de alabanza por haber abrazado la causa de la y la democracia. Pero tanta hipocresía tenía que generar, tarde o temprano, una explosión de indignación social, y aquí es donde intervienen los nuevos medios de comunicación de la era digital. Tanto Internet como la telefonía móvil son las primeras tecnologías avanzadas creadas por las naciones ricas, pero que pueden ser fácilmente asimilables por las pobres. Y esta es la gran novedad que hace historia, porque su utilización masiva, sobre todo entre jóvenes de clase media urbana, sean de un país rico, pobre, o simplemente empobrecido súbitamente por alguna crisis económica, como es el caso de España, es de donde surgirá este movimiento de “indignación”, que los llevará a tomar las calles, y a acampar en emblemáticas plazas, para intentar cambiar de raíz este lamentable Estado de cosas. A través de las redes sociales intercambian las razones de su indignación y denuncian el maltrecho Estado de sus democracias meramente formales, que, no solo les privan de derechos fundamentales y que consideran naturales, sino que la acusan también de ser la causante de sus crisis. Así es que en un momento dado se intercambian mensajes con convocatorias para mostrar su descontento, y consensúan uno o dos eslóganes fundamentales, pero el más significativo será el de «¡Democracia real ya!». Slogan que arrastrará partidos e ideologías de la escena política como es arrastrada la materia en un agujero negro, con rapidez y sin dejar ni rastro de los dos. Una definición de la libertad LA SUSTANCIA MISMA de la historia es la permanente lucha del ser humano por evitar caer en cualquier forma de vasallaje; es decir, la defensa de su libertad aún a costa de su vida. Por tanto, mientras padezca alguna forma de esclavitud o servidumbre siempre habrá una causa para que siga haciendo su historia. Pero la libertad no es una idea simple de concebir, pues podemos llegar a aceptar libremente diversas formas de vasallaje, ya que el hecho social mismo es una forma de sometimiento de nuestra libertad a cambio de seguridad. Se supone que el ser humano solo puede ser libre en estado de naturaleza, como argumentaba Rousseau, pero esto es discutible, porque los animales también conviven asociados y vinculados por estrictas y deterministas leyes naturales, que también coartan su libertad o libre albedrío. Los seres humanos no hemos hecho otra cosa que interpretar estas leyes de acuerdo al nivel de nuestro entendimiento; es decir, como una imperfecta interpretación cultural. La libertad en sí misma es una idea inconcebible porque no proviene de la observación y concepción de un objeto, como un árbol o una casa, sino de la conducta o comportamiento de un objeto que no es la libertad misma, sino aquello a lo que está vinculada y que le concierne. Por tanto, la idea de la libertad está necesariamente basada en la experiencia de algo que le concierne y que la experimenta. Ese algo puede ser cualquier cosa natural, pues incluso los vegetales, a pesar de estar arraigados, son libres de dirigir sus ramas en la dirección más conveniente de acuerdo a sus condiciones climáticas circunstanciales. Otra condición fundamental para establecer la definición de libertad es que exista una relación necesaria y dialéctica entre aquello que es libre y un determinado entorno o circunstancia que le impide serlo, ya sea natural o cultural. De manera que si tratamos de concebir la idea de libertad, ésta debe referirse siempre a un contexto natural o social, y no puede limitarse al ser humano y su conducta, sino a todo aquello que de alguna manera necesita libertad para organizarse o desarrollarse. Para ello deberemos establecer qué es consustancial con cualquier forma de libertad, para posteriormente poder aplicar este principio a cualquier cosa que se considere libre. La libertad y el orden ESTE PRINCIPIO es el “orden”. En efecto, todo comienza en estado de caos, o libertad absoluta, para tender al orden impuesto por las leyes naturales o sociales, hasta terminar en un orden total o servidumbre absoluta. Así, la absoluta libertad es el caos, y el orden absoluto es la esclavitud. No obstante, puesto que todo está en permanente movimiento y evolución, y siempre está sometido a alguna ley dinámica natural, el caos tiende necesariamente al orden, y lo ordenado tiende necesariamente al caos. En resumen, la libertad puede definirse como el grado de orden o desorden de un sistema, natural o social, siendo más libre cuanto más desordenado y menos libre cuanto más ordenado. Cualquier acepción de la libertad estará necesariamente sometida a este principio. Por tanto, la libertad y la servidumbre la establece la causa misma del orden o del desorden. En la naturaleza esta causa es el impulso de la necesidad y del instinto, en el ser humano es la voluntad, cuyas convicciones provienen de la fe y sus creencias, la intuición y sus ideas innatas, y la conciencia y sus juicios razonables. Así, el criterio que determina el grado de libertad de un grupo social será el resultado de los juicios de su conciencia colectiva, basados en sus creencias o conclusiones razonables, que son fijados en un cuerpo de leyes. En determinadas circunstancias, se puede llegar incluso a aceptar “libremente” leyes que les sometan a un orden estricto y autoritario, incluso a la esclavitud, como son todas las dictaduras, políticas o teocráticas, voluntariamente aceptadas. Podemos distinguir al menos tres acepciones de la libertad: la libertad de movimiento, la libertad de creencia y la libertad de conciencia. Las demás posibles acepciones se integran en alguna en estas tres. La libertad de movimiento LA REALIDAD EN sí misma sería inviable sin la libertad de movimiento, pues todo aquello que transcurre en el tiempo se mueve necesariamente en el espacio. Sin movimiento no sería posible ni el tiempo ni el espacio. Lo inmutable no puede ser. También en este caso se cumple el principio expuesto con anterioridad, pues el movimiento puede ser caótico u ordenado; es decir, libre o sometido. Por impulso de sus leyes dinámicas, la naturaleza muerta tiende al movimiento ordenado, a la gravitación, en tanto que la viva tiende a un movimiento caótico y desordenado; es decir, a la liberación. Las sociedades humanas organizadas tienden también a la inmovilidad y al orden. Los automóviles deben circular por las carreteras, las personas por las aceras, las bicicletas por los carriles-bici, etc. Por tanto, una sociedad que ordena el movimiento es menos libre que aquella que se mueve dentro del caos y el desorden. Obviamente si aceptamos movernos con orden en perjuicio de la libertad es porque a cambio obtenemos cierta compensación para nuestra seguridad personal. La libertad de creencias Las creencias son percepciones asumidas provisionalmente como verdades, que son probables pero que no han sido probadas. Si nos aferramos a las creencias es sencillamente porque por la razón que sea tenemos necesidad de confiar en lo que es improbable. Para librarnos de la incertidumbre que nos produce esta provisionalidad recurrimos a la irracional certidumbre de la fe, que justifica nuestras dudosas decisiones. También en este caso es válido el principio del orden como causa de la servidumbre, pues las creencias sirven para dar sentido y ordenar la realidad según la imaginamos; es decir, también sirven para poner orden. Por tanto, es absolutamente libre quien no cree en nada, en tanto que es menos libre quien está sometido a la alienación de sus creencias, hasta el extremo de caer en una absoluta servidumbre si aquello en lo que cree ordena absolutamente su entendimiento de sí mismo y de la realidad, como es el caso del fanatismo religioso. En este caso la renuncia a nuestra libertad no está motivada por la seguridad personal, sino por la estabilidad emocional, al librarnos de la angustia que nos causa la incertidumbre de nuestras creencias. La libertad de conciencia UNA CREENCIA QUE llega a ser probada por la experiencia o la razón y la lógica se convierte en un concepto; es decir, pasa de ser algo simplemente imaginado a ser plenamente concebido. El resultado es un objeto relacionado directamente con alguna cosa sustancial, percibida por los sentidos o razonada en la conciencia. Una vez concebida la cosa sustancial tenemos un objeto y si le asignamos un nombre tendremos, a su vez, un sujeto. Con el sujeto tenemos ya la idea de lo que hemos concebido. Relacionando unas ideas con otras según sus causas y sus efectos llegamos a adquirir el entendimiento, y la relación entre lo que conocemos con lo que entendemos constituye la inteligencia. Una vez más el principio del orden puede aplicarse a la libertad de conciencia, pues la utilidad de las ideas es también poner orden en el caos mental que provocan la multitud de conceptos sin una relación de causa y efecto entre sí; es decir, sin que lleguemos a entenderlos. Por esta misma razón es absolutamente libre quien vive sumido en el caos y no tiene ninguna idea ni es consciente de nada, circunstancia que solo se da en las cosas muertas, pues incluso los animales tienen conciencia del entorno y un entendimiento limitado a su capacidad de expresión o lenguaje, por lo que también están sometidos a un cierto orden natural, y la consiguiente limitación de su libertad. También en este caso podemos concebir y adoptar libremente una ideología que nos lleve al vasallaje y a la renuncia de la libertad. La razón es siempre la de librarnos de contradicciones irresolubles y el caos consiguiente con ayuda de la razón; es decir, lograr una cierta estabilidad mental renunciando a entender la realidad en su totalidad, para aceptar tan solo aquella parte de la realidad que somos capaces de entender. Se supone que la democracia nos debe librar de estas contradicciones y de sus negativos efectos, al tiempo que protege nuestras libertades, pero si una sociedad democrática está excesivamente regulada puede llevarnos a la misma servidumbre que la dictadura, con la única diferencia de que, mientras en una dictadura el orden es impuesto, en una democracia es voluntario. El peligro de la democracia es precisamente caer en una esclavitud voluntariamente aceptada, y que degenere en el “Gran hermano” de George Orwell, o en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley. La libertad de creación HSTA AHORA NOS hemos referido a la libertad y su relación con el orden como causa de su limitación. Esto nos podría llevar a suponer que el impulso inicial del caos debe ser consumido totalmente por el orden, sin que la libertad tenga capacidad para “regenerarse” una vez anulada por el orden. Esto sucede realmente así tan solo entre las cosas muertas y sin capacidad creadora, pero no entre las cosas vivas y creativas. En efecto, la creatividad de las cosas vivas y dinámicas es lo que renueva constantemente la libertad, pues cada creación es una novedad que viene a “desordenar” lo establecido. Solo el orden mecánico carece de creatividad, y, por tanto, ni tiene ni necesita ni genera libertad. En las sociedades humanas la libertad es constantemente regenerada por nuestra capacidad de innovación, ya sea gracias a nuevas creencias, descubrimientos científicos o ideas políticas o filosóficas originales. Esta capacidad de innovación es inmediatamente “sometida” por alguna regulación, normativa o ley. Pero las nuevas leyes y regulaciones van siempre por detrás de las innovaciones, por lo que las sociedades creativas tienen siempre asegurada una determinada dosis de libertad, pero también de desorden. Las revoluciones son siempre la causa de alguna forma de desfase entre legislación y creatividad social. Las progresistas suceden cuando las leyes oprimen la creatividad, y las conservadoras cuando la creatividad oprime las leyes. En resumen, podemos definir la regeneración de la libertad como la sinergia de toda creación PRÓLOGO El contexto de este ensayo Al igual que Empresa y Mercado forman una unidad dialéctica, Mercado y Democracia forman también una unidad dialéctica, pues no puede existir un libre mercado sin libertad. Por tanto, si proponemos una nueva forma de democracia, también tenemos que proponer una nueva forma de libre mercado Mi conocimientos sobre economía no son muy extensos y son muchos los factores que concurren, por esta razón mi aproximación a este complejo tema es más filosófico que científico. Mi método se fundamenta en el sentido real, o mejor dicho objetivo, de los conceptos que hemos creado para cada una de las facetas y variables que ofrece esta compleja ciencia, y comienzo por definir el sentido objetivo de conceptos fundamentales, como son “beneficio” y “rentabilidad”. Beneficio y rentabilidad El beneficio es el resultado de las ganancias obtenidas por la producción de algún bien de consumo o servicio. Es el “beneficio” que obtiene un empresario por la producción y venta de sus bienes para el consumo o servicios, una vez descontados todos los gastos de producción. Esto significa que el beneficio implica la realización de un determinado esfuerzo, pues sin trabajo no puede haber producto ni beneficio. El empresario, en especial en las grandes corporaciones, no crea ni diseña ni financia el producto, para lo que es necesario creatividad, técnica y financiación. El empresario se limita a “emprender” la producción de un artículo o servicio que ha sido creado, diseñado y financiado. Su función es elegir las herramientas y la fuerza laboral necesaria para su producción. Por otro lado la rentabilidad es lo opuesto al beneficio, puesto que no es el resultado directo de “emprender” la producción de bienes o servicios para el consumo, sino dotar de los recursos financieros necesarios para que el empresario pueda llevar a cabo su función. En este caso no hablamos de un empresario sino “capitalista”, o del propietario de un determinado capital destinado a la inversión en la producción de bienes o servicios para el mercado. Para hacer rentable su inversión solo necesita realizar el esfuerzo de transferir capital de su cuenta a la cuenta de la empresa financiada. Pero, al igual que el empresario necesita la colaboración de técnicos y capitalistas, estos necesitan también empresarios y “profesionales” que le asesoren sobre el destino y la rentabilidad de sus inversiones. Esto quiere decir que tanto el empresario como el capitalista dependen de los técnicos y los profesionales respectivamente. Lo que significa que en la cúspide del proceso económico no están los empresarios ni los capitalistas, sino los técnicos y los profesionales. Los mayores rentistas de la historia han sido por supuesto la aristocracia, pero sus rentas históricas no provenían del capital, sino de sus extensas propiedades y su rendimiento agrícola o ganadero, otra forma de producción menos rentable que la empresarial. Aunque pudiéramos incluir al clero como rentistas, no es correcto, puesto que desarrollan una actividad religiosa que justifica sus ingresos. Técnicos y profesionales Los técnicos (ingenieros, diseñadores de sistemas informáticos, herramientas, nuevos materiales o diseño de los productos, etc.) no obtienen sus ganancias por la rentabilidad ni por el beneficio, sino por el valor que alcanzan sus diseños o sistemas en el mercado. Su participación en el engranaje económico es superior al de empresarios y capitalistas. Ellos son los responsables de que los bienes o servicios que diseñan sean o no ecológicos y compatibles con las los procesos naturales. Por tanto constituyen una parte esencial de la nueva economía. En cuanto a los profesionales, su función es asesorar a los capitalistas que les confían su capital con la oferta más rentable posible, sin poner impedimentos a la ética de la inversión. Esta puede ser, en forma de acciones o préstamos directos a través de los bancos de inversión, que también son profesionales. Como en el caso de los técnicos, los profesionales no son capitalista, puesto que el capital que manejan no es de su propiedad, pero están por encima de sus clientes en la jerarquía de los agentes económicos. Sus ganancias las obtienen por la comisión de su gestión, por lo que su máximo interés es que el capital que gestionan devuelve al capitalista el máximo de interés. Esto les lleva con frecuencia a recurrir a la especulación en detrimento de la seguridad y la estabilidad financiera de las empresas, que se ven sometidas a los ataques de los especuladores, y que alteran de forma irregular el valor de sus activos. Creadores: en la cúspide del sistema Ni los técnicos ni los profesionales ni los empresarios ni capitalistas crean nada nuevo, y sin nuevas ideas no hay nada que diseñar, producir o financiar. Con su invento del primer telar mecánico, Edmund Cartwrigh movilizó a ingenieros, profesionales y capitalistas para obtener más beneficios en sus industrias manufactureras y una mayor rentabilidad para inversores. Lo que sigue a la idea del creador es la intervención de técnicos, profesionales y empresarios para desarrollar la nueva idea. Así los creativos están en la cúspide de todo el proceso económico y de sus ideas y creaciones depende que la sociedad adopte un determinado estilo de vida, con sus consecuencias resultantes. Artistas, religiosos, filósofos y científicos Estos son los principales agentes que modelan las sociedades en todos sus aspectos concurrentes. Los artistas porque aportan los valores estéticos. Los religiosos, los éticos y la moralidad social. Los filósofos porque contribuyen al descubrimiento de la personalidad y nuestro lugar en el cosmos y los científicos porque sus descubrimientos sirven de estímulo para el progreso. Cualquier cambio en el comportamiento de las sociedades ha de contar con la unanimidad de estos cuatro agentes creadores Un ejemplo de las consecuencia desastrosas de falta de unanimidad lo tenemos en nuestra guerra civil, donde ni los artistas ni los científicos tenían influencia en el régimen franquista, y en síntesis el conflicto se resumió como el antagonismo entre filosofía y religión; es decir, la razón enfrentada a la fe, cuando lo que hubiera evitado el conflicto es la Lrazón compatible con la fe, porque solo son dos contextos de una misma realidad. Por tanto, cualquier cambio social de gran trascendencia debe comenzar con una idea renovadora que cuente con el respaldo y consenso de la religión, la investigación científica, la técnica, los profesionales, los empresarios y trabajadores, y los capitalistas, de otro modo es imposible la renovación total de la sociedad. Berlín, 24.08.2020 Una definición de la libertad La sustancia de la historia es la permanente lucha del ser humano por evitar caer en cualquier forma de vasallaje; es decir, la defensa de su aún a costa de su vida. Por tanto, mientras padezca alguna forma de esclavitud o servidumbre siempre habrá una causa para que siga haciendo su historia. Pero la libertad no es una idea simple de concebir, pues podemos llegar a aceptar libremente diversas formas de vasallaje, ya que el hecho social mismo es una forma de sometimiento de nuestra a cambio de seguridad. Se supone que el ser humano solo puede ser libre en Estado de naturaleza, como argumentaba Rousseau, pero esto es discutible, porque los animales también conviven asociados y vinculados por estrictas y deterministas leyes naturales, que también coartan su libertad o libre albedrío. Los seres humanos no hemos hecho otra cosa que interpretar estas leyes de acuerdo al nivel de nuestro entendimiento; es decir, como una imperfecta interpretación cultural. La libertad en sí misma es una idea inconcebible porque no proviene de la observación y concepción de un objeto, como un árbol o una casa, sino de la conducta o comportamiento de un objeto que no es la misma, sino aquello a lo que está vinculada y que le concierne. Por tanto, la idea de la libertad está necesariamente basada en la experiencia de algo que le concierne y que la experimenta. Ese algo puede ser cualquier cosa natural, pues incluso los vegetales, a pesar de estar arraigados, son libres de dirigir sus ramas en la dirección más conveniente de acuerdo a sus condiciones climáticas circunstanciales. Otra condición fundamental para establecer la definición de la librtad es que exista una relación necesaria y dialéctica entre aquello que es libre y un determinado entorno o circunstancia que le impide serlo, ya sea natural o cultural. De manera que si tratamos de concebir la idea de libertad, ésta debe referirse siempre a un contexto natural o social, y no puede limitarse al ser humano y su conducta, sino a todo aquello que de alguna manera necesita para organizarse o desarrollarse. Para ello deberemos establecer qué es consustancial con cualquier forma de libertad, para posteriormente poder aplicar este principio a cualquier cosa que se considere libre. La libertad y el orden La libertad absoluta es el caos, y el orden absoluto es la esclavitud. No obstante, puesto que todo está en permanente movimiento y evolución, y siempre está sometido a alguna ley dinámica natural, el caos tiende necesariamente al orden, y lo ordenado tiende necesariamente al caos. En resumen, la puede definirse como el grado de orden o desorden de un sistema, natural o social, siendo más libre cuanto más desordenado y menos libre cuanto más ordenado. Cualquier acepción de la estará necesariamente sometida a este principio. Por tanto, la y la servidumbre la establece la causa misma del orden o del desorden. En la naturaleza esta causa es el impulso de la necesidad y del instinto, en el ser humano es la voluntad, cuyas convicciones provienen de la fe y sus creencias, la intuición y sus ideas innatas, y la conciencia y sus juicios razonables. Así, el criterio que determina el grado de de un grupo social será el resultado de los juicios de su conciencia colectiva, basados en sus creencias o conclusiones razonables, que son fijados en un cuerpo de leyes. En determinadas circunstancias, se puede llegar incluso a aceptar “libremente” leyes que les sometan a un orden estricto y autoritario, incluso a la esclavitud, como son todas las dictaduras, políticas o teocráticas, voluntariamente aceptadas. Podemos distinguir al menos tres acepciones de la : la de movimiento, la de creencia y la de conciencia. Las demás posibles acepciones se integran en alguna en estas tres. La de La de Resumen del capítulo El actual sistema democrático nos proporciona una condicionada por la necesidad de orden y de estabilidad, pero el orden lleva en sí mismo el germen de la esclavitud. La futura democracia no debe limitarse a la defensa del derecho a opinar, manifestarse o desplazarse libremente, sino promover un orden interno y personal que haga innecesaria la coacción de las leyes, pues de otra manera tendríamos que legislar sobre todos los aspectos de nuestro comportamiento personal, además de ser constantemente vigilados y controlados por un Estado policial. Por tanto, la labor fundamental de las instituciones del Estado no debe ser promover el orden social con leyes coercitivas, sino ciudadanos responsables que sepan hacer un correcto y responsable uso de la sin necesidad de coacción. NUEVO PARADIGMA ECOLÓGICO La imaginación al poder Imaginar un nuevo escenario con un sistema democrático sin partidos políticos ni parlamentos, gestionado en gran medida por Internet, es cuando menos inquietante y se podría considerar como irresponsable, porque puede darnos la sensación de que le estamos amputando algo consustancial a la democracia. Sin embargo, la historia nos muestra que los mayores horrores antidemocráticos tuvieron su origen precisamente en un partido político, y no sería extraño que no pueda volver a suceder lo mismo en la actualidad. Por tanto, no hay una relación histórica directa entre partidos políticos y democracia, sino, por desgracia, sucede todo lo contrario, y no pensar en un nuevo escenario es precisamente lo irresponsable. Por otro lado, el prescindir de partidos políticos no quiere decir prescindir también de representantes políticos y caer en la ingenuidad de que es posible la democracia directa en el ámbito de del Estado, incluso con el uso de las últimas tecnologías de la comunicación digital. Lo que debemos desarrollar es un nuevo modelo de gestión pública en la que los ciudadanos tengan facilidades para una mayor participación en la toma de decisiones políticas. Pero también se trataría de evitar el extremo de que tengan que ser estos mismos ciudadanos los que, a través de sus multitudinarias manifestaciones y acampadas callejeras, dictasen la agenda política, sin una posible coordinación global que tenga en consideración todas las circunstancias en el posible impacto de sus iniciativas o rechazos. Se trata simplemente de construir un modelo de participación ciudadana que, siendo perfectamente democrático, se adapte a las nuevas tecnologías digitales, y que no tenga los defectos de la actual ni sus limitaciones. Ecología y sociedad civil Las tesis de este ensayo se fundamentan en mi propia experiencia personal, basada en mi proximidad con el movimiento ecologista desde sus inicios como editor de uno de los primeros periódicos ecologistas y alternativos de aquella época en España, «El correo verde». También es el fruto de mi posterior recorrido, con estancias prolongadas, por las experiencias políticas de este movimiento en otros países como Alemania, Reino Unido, Francia y finalmente en los Estados Unidos, donde asistí a varias asambleas del incipiente partido verde del «Área de la Bahía» de San Francisco hacia 1991. Después me trasladé a Nueva York, donde estuve acreditado como corresponsal en las Naciones Unidas con la intención de cubrir la primera «Cumbre por la Tierra» de Río de Janeiro en 1992, y en cuya ciudad permanecí durante cuatro largos años. En aquellos años las circunstancias históricas, tanto del mundo en general como las nacionales en particular, eran radicalmente distintas a las actuales. Entonces no se hablaba de «choque de civilizaciones» ni de «globalización». Los que entonces tomamos conciencia de las agresiones al medio ambiente y sus consecuencias futuras en la propia sociedad, luchábamos contra el capitalismo extremo, que amenazaba con «nuclearizar» el mundo, destruir la naturaleza y acabar con los recursos no renovables. Ahora el panorama es muy distinto, y ese mismo capitalismo amenaza con incendiar el mundo entero precisamente por su imperiosa necesidad de recursos energéticos y de todo tipo a través de un nuevo colonialismo militar. (o relanzado, porque nunca dejó de serlo) Por tanto, creo que este ensayo aparece en el mejor momento, aunque me apene calificar éste como un «buen momento». La toma de conciencia del ecologismo como un nuevo paradigma para entender los comportamientos sociales y sus consecuencias llegarían entre la década de los 70 y los 90 con los sucesivos informes del «Club de Roma», que analizaron las consecuencias de la previsible crisis y la posibilidad de un grave deterioro medioambiental global que pudiera conducirnos a un holocausto ecológico de consecuencias catastróficas para nuestra propia especie. En la dimensión está la solución La propuesta que pueda deducirse de una nueva conciencia ecológica debe ofrecer una alternativa a este modelo, y como objetivamente no podemos apartarnos de la concepción clásica de la economía con más o menos matices que no cambian lo sustancial, ni aceptar la actual tendencia a la mera «acumulación», en mi opinión, esta alternativa no está tanto vinculada a las teorías económicas en sí, sino al entorno donde se desarrolla y a la política económica comunal en particular. Proponemos «descentralizar y reducir» el ciclo económico al ámbito del mercado local y en el marco de una autonomía política también local. Por este simple hecho, y sin cambiar lo sustancial del modelo económico clásico del libre mercado, revertiremos la economía de la «acumulación» en otra de la «redistribución», o lo que es lo mismo, pasaremos de una economía «liberal y rev a otra «liberal y ecológica». La reducción del ciclo económico lleva consigo las claves del cambio, además de una nueva definición ecológica de la propia economía. No se trata de crear grandes industrias con miles de obreros, sino miles de empresarios con pequeñas industrias. La «acumulación», sea de bienes o de capital, es la consecuencia de la «concentración» de la población, por tanto, es una de las peculiaridades intrínsecas de la actividad económica en el entorno urbano. Es decir, no puede hablarse de «concentración» si no hablamos de megaciudad, de la misma manera que estaremos hablando de «dispersión» o más exacto «descentralización» si nos referimos al entorno rural. La concentración significa que el proceso económico alcanza varios niveles en la actividad económica en general produciendo situaciones de fractura entre el trabajo en sí mismo y el uso del capital de inversión. La mayor renta media de las ciudades o grandes aglomeraciones urbanas con respecto a las zonas rurales no es causada por el valor del trabajo en sí mismo, antes bien dada la fuerte competencia laboral y el elevado precio de los bienes y los servicios que se produce en las ciudades, la renta del trabajo incluso puede ser inferior a la de una pequeña comunidad. La renta media es la consecuencia de la aparición de puestos de trabajo altamente remunerados cuya actividad no se aplica directamente en la producción en sí misma, sino al «control» de los trabajadores una vez que estos superan un determinado número dedicados a una sola actividad. En toda actividad laboral, a partir de un número determinado de trabajadores se hace imprescindible la creación de un nuevo puesto de trabajo dedicado al control de estos, cuyo valor no se establecerá como consecuencia de la plusvalía que genera el propio trabajador, sino de la cesión de parte de la plusvalía de los trabajadores «controlados» por el propio capitalista. Es decir, que a mayor concentración de población laboral se hacen necesarios mayores controladores por parte del dueño del capital (y no del empresario como argumentaremos más adelante); que estos empleos gozan de sueldos más elevados, y que son generados como la cesión de parte de las plusvalías obtenidas por los trabajadores controlados. A su vez, estos primeros cuadros laborales medios, son «controlados» por otros superiores y, finalmente, se generan cargos de «gran responsabilidad» con sueldos astronómicos. Trabajadores y controladores La media que se establece de la suma de las rentas de todos los productores, incluidos los diversos cuadros de «control», es tanto más elevada cuanto mayor es el número de la población afectada. Es decir, a mayor población mayor renta media del trabajo. Esto no quiere decir que el productor de base de una gran aglomeración urbana cobre más que otro de una pequeña comunidad, al contrario, no sólo es probable que las condiciones del mercado y la menor competencia haga que las rentas sean superiores para el productor de una pequeña comunidad, sino que por efecto de la disminución de la renta media, el coste de la vida sea también inferior. A menor circulación de capital menor inflación, es decir, precios más bajos. Desde el punto de vista de un modelo económico «ecológico» se establecen varias conclusiones: • La primera es que la empresa deja de ser «ecológica» cuando se hace necesaria la creación de un puesto de trabajo que no produce plusvalía directamente, sino que obtiene su renta descontando parte de la plusvalía que le corresponde al dueño del capital. Por esta misma reflexión se deduce que la empresa permanece en un entorno «ecológico» cuando es controlada por el dueño del capital; es decir, por su propietario o empresario particular. • La segunda es que, en la medida que los «controladores» son eficaces y están bien remunerados, el propio «capitalista» puede desentenderse de la gestión directa de la empresa para convertirse en «anónimo» y participar en otras empresas tan sólo cediendo parte de las plusvalías de los trabajadores a sus «empleados de confianza»; es decir, aparece la «sociedad anónima». Como consecuencia de esta transformación, el empresario ya no tiene por qué ser el propio capitalista, sino otros cargos de confianza del capitalista, limitándose a «gestionar» la empresa con la promesa de recibir, no sólo parte de la plusvalía de los trabajadores, sino una parte de los posibles beneficios una vez descontados todos los costes de producción, incluidos los gastos financieros que debe pagar al dueño del capital. De hecho, la mayoría de los empresarios no son otra cosa que «gestores» de capital procedente de accionistas anónimos que han delegado su capital en bancos comerciales. • La tercera consecuencia es que en el entorno donde se desarrolla la empresa capitalista el efecto de las rentas elevadas que perciben los «controladores» producirá una constante presión «inflacionista» que será especialmente sufrida por los propios trabajadores, y que se manifestará, sobre todo, en la sobre valoración de activos que no pueden abaratarse sin intervención política, como por ejemplo el suelo urbano, creando una situación irreal que no se corresponde con la equiparación de las rentas y la capacidad de consumo de los trabajadores. Es posible que se puedan regular los precio de aquellos productos que puedan «clasificarse», es decir, otorgarse una calidad determinada para dirigirlos a la clase social correspondiente, como algunos alimentos, ropa o ciertos servicios, pero el efecto del desequilibrio producido por la renta media general sobrevalorada, tenderá a que los precios suban constantemente, produciendo situaciones de marginalidad y dando origen a la aparición de «guetos», o espacios urbanos degradados que no participan de la renta media general. • La cuarta, y la más detestable, es que tiene mejor consideración el empleado que defiende los intereses del dueño del capital que el que defiende los intereses del trabajo en sí mismo. Es evidente que si los «encargados» cobrarán menos que los productores, nadie desearía ocupar ese puesto de trabajo. Esta situación hace que muchos empleados con sueldos relativamente bajos en comparación con los benéficos obtenidos por el dueño del capital, se conviertan en la «correa de transmisión» del modelo capitalista anti-ecológico actual, sin que ellos mismos sean plenamente conscientes, enfrentando al mundo del trabajo entre sí y complicando la gestión de los sindicatos. En resumen, el entorno es una condición fundamental para considerar que un modelo económico es ecológico, lo que no significa que la empresa ecológica no utilice también capital. Y ese entorno es aquel cuya concentración de población no hace necesario la aparición de un gran número de empleos al servicio del dueño del capital, y que, por tanto, la mayoría de las empresas son gestionadas por el mismo dueño del capital, circunstancia habitual en las empresas de una pequeña comunidad. Si el grueso de la economía actual lo aportan las grandes corporaciones, en connivencia indiscutible con los poderes del Estado que actúan a niveles multinacionales, cuya característica principal es la gran «concentración» de población laboral, no creo que por el momento exista alguna razonable posibilidad de influir a corto o medio plazo sobre las dimensiones macroeconómicas del Estado, porque las corporaciones saben que «toda desviación de la ortodoxia constituye un paso irreversible hacia el socialismo». O tal vez podríamos decir que toda idea estructurada si no se defiende con una firme ortodoxia termina por evolucionar hasta convertirse en su opuesta. Sobre esta teoría los dictadores (tanto de izquierdas como de derechas) no necesitaban consejeros. Tampoco resulta fácil defender el mantenimiento y mejora de las prestaciones del moderno Estado del bienestar (en franco retroceso en la actualidad con las privatizaciones y la descapitalización del Estado) porque las medidas de bienestar social siempre implican una redistribución, de modo que la ortodoxia clásica aplicada a la macroeconomía continuará oponiéndose a ellas. Por todo ello, nuestra propuesta no está en cambiar sustancialmente las leyes del mercado en sí de acuerdo a la teoría clásica de «la mano invisible»; es decir, pretender que tenemos una teoría económica global y consistente capaz de asegurar la transición de nuestro modelo económico liberal-capitalista a otro sin causar una catástrofe económica sin precedentes, sino en reivindicar la reordenación política de ciertos espacios comunales donde se producen las relaciones económicas sin más, y en las que sí se pueden mejorar los actuales niveles de bienestar social y de convivencia. Es decir, en mi opinión «la solución está en la dimensión». Este axioma no es un juego de palabras, a mi entender debería ser la regla de oro del pensamiento del nuevo socialismo ecológico y, por tanto, también es válido para acercarnos a los principios de una economía política de inspiración ecológica. Es perfectamente legítimo que desde una conciencia ecológica tengamos en consideración los efectos sobre el medio ambiente de la economía por encima de sus logros cuantitativos, pero resulta ingenuo cuestionar la construcción de una nueva factoría, generadora de empleo y la producción de nuevos bienes útiles para el mercado, si no proponemos una alternativa viable y equiparable, cuyos resultados sean similares aún cuando con procedimientos distintos. Paradójicamente la instalación de generadores eólicos está indignando a muchos ecologistas, que están tan preocupados por la polución paisajística como por la ambiental. Autogestión política y económica Por tanto, para empezar, deberíamos concentrarnos en la pequeña y mediana empresa. En una primera etapa nunca deberíamos de exceder el ámbito local o comarcal. Una vez introducidos en este ámbito y si los resultados son, como es de esperar, satisfactorios, podremos empezar a pensar en introducirnos en el siguiente. Por tanto, en mi opinión, la clave de la economía política de fundamentos ecológicos está en la introducción inicial en ciclos económicos reducidos o de ámbito comunal. Pero el éxito de una actividad económica de ámbito local depende de la aceptación del mercado local y las características de este mercado dependen fundamentalmente de la política local. Finalmente hemos llegado a la inevitable confluencia entre economía y política: si deseamos que las relaciones económicas de una comunidad tengan fundamentos ecológicos, también el gobierno local debe fundamentarse sobre estos mismos principios. Y esto nos lleva, antes de proseguir con el modelo económico, a anticipar algunos apuntes de cómo debería ser el modelo político de una comunidad de fundamentos ecológicos. Los primeros burgueses entendieron que sus negocios y gremios no podían desarrollarse convenientemente si ellos mismos no participaban directamente en el gobierno local, en contra de los intereses despóticos de los príncipes y obispos. Durante la Edad Media y el nacimiento de las «comunas» y los «burgos», la política y la economía eran prácticamente las dos caras de una misma moneda y el interés del «burgués» era crear un marco político favorable para el desarrollo de los negocios de los gremios y hermandades. A partir del Renacimiento en Italia se inicia la separación del interés público y el personal. En Florencia durante algún tiempo existía una asamblea general constituida por 150 mercaderes, pero tras una serie de guerras civiles por la defensa de estas instituciones locales, finalmente familias con grandes intereses económicos se hicieron con el poder para proteger sus propios intereses, como los Medicis para proteger su banco. A partir de entonces todos los intentos para hacer que la política se someta a los intereses generales del Estado han sido prácticamente inútiles. Los intentos de crear un modelo económico totalmente imbricado con el poder político lo constituyeron las experiencias políticas y empresariales de los primeros socialistas utópicos, con ejemplos tan radicales como New Lamark, centro industrial, o más exactamente, ciudad industrial autogobernada y autogestionada por los propios obreros fundada por David Dale (1739-1806) y reformada por su yerno Robert Owen (1771-1858). Como veremos en el capítulo dedicado a la forma de representación política a través de la democracia directa (la única forma de representatividad democrática de fundamento ecológico), es imprescindible crear un nuevo modelo de gobierno local donde la política sea una más de las responsabilidades de las personas que comparten un espacio social con intereses comunes, para que la gestión pública esté a salvo de la posible manipulación de intereses estrictamente personales o de grupos organizados, y que estemos seguros de que sirve a los intereses generales y que nadie a título particular se lucra inadecuadamente de ella. Un principio que en cierta manera ya lo anunciara Saint-Simon, ya que la forma de gobierno contemplada por él no era aquella en que los gobernantes rigen a sus súbditos, sino aquella en que el gobierno ejerce una administración técnica sobre la obra que hay que llevar a cabo. La principal dificultad para convencer de la viabilidad de un modelo económico que incorpore activamente una nueva conciencia ecológica es que, mientras podemos aproximarnos con cierto realismo a la economía de pequeña escala, pero a gran escala, es decir, la macroeconomía donde operan los organismos económicos del Estado y las grandes corporaciones, porque ésta dependerá del desarrollo de la primera, y mucho menos sobre la forma en que reformaremos (o eliminaremos) el modelo de economía liberal-capitalista actual. Pero, siguiendo la metodología cartesiana, deberíamos partir de lo simple a lo complejo. Todo sistema complejo tuvo un principio simple. Empezaremos por argumentar el núcleo central de nuestro sistema con la esperanza de que el resto encontrará una solución progresiva y coherente con nuestros principios. La vanidad mueve la economía Si los seres humanos decidimos asociarnos con vínculos legales no fue sólo para cumplir con nuestros deberes, sino en compensación para disfrutar también de algún derecho, y el fundamental es el de una vida digna y saludable, que satisfaga nuestras necesidades fundamentales, tanto físicas como espirituales. Si una sociedad no cumple esta condición fundamental, ni siquiera puede considerarse una sociedad, sino un grupo de individuos vinculados por simples intereses creados. Para hacer realidad este derecho fundamental existe un medio conocido, que es la economía social. La economía de mercado es una de las mayores paradojas inventadas por la mente humana, ya que en el fondo se basa tanto en nuestra vanidad como en nuestra inseguridad personal. En efecto, si queremos saber qué hora es, tenemos las opciones de comprar un simple reloj de cinco euros o uno de marca renombrada, por 1000 euros. Si elegimos el caro es porque nos parece que tiene un mejor diseño y, sobre todo, porque indicará a quienes lo vean la clase social a la que supuestamente pertenecemos. Es decir, el reloj de marca tiene una parte útil, que comparte con el inclusero y una importante parte “clasista”, que no tiene el barato y que justifica en parte su elevado precio. Si necesitamos rodearnos de bienes clasistas, es porque es el medio que hemos elegido para hacer evidentes las distintas clases sociales. “Tanto consumes, tanto vales”. Cuando nos probamos un traje nuevo, no sólo nos preguntamos si nos sienta bien, sino si con él ofrecemos a los demás la imagen de la clase social a la que pertenecemos o, más comúnmente, a la que queremos pertenecer. Por tanto, mientras vivamos con esta inseguridad permanente, los bienes de clase tendrán mucho más valor de mercado que los de mera supervivencia. Aún así, estos bienes de supervivencia intentan, a través del diseño de sus envases, ofrecer al consumidor la imagen de una clase superior, aunque la calidad del contenido sea la misma. Si la gente no tuviera esta preocupación por nuestra imagen, en una década volveríamos a la primitiva economía del trueque, y se produciría una enorme catástrofe económica. La paradoja, por tanto, es que debemos seguir necesitando la vanidad para mantener a flote la economía social. Lo negativo es que este comportamiento nos invita a caer en el extremo de considerar que basta con rodearnos de bienes de clase para determinar nuestra clase social, olvidando la necesaria elevación cultural y profesional que debe determinar lo esencial de nuestra posición social. Desgraciadamente ya hemos caído prácticamente en este extremo. La economía social es el conjunto de actividades que producen unos ingresos determinados, es decir, que son rentables. Como actividad que se desarrolla en el seno de la sociedad, también debe estar sujeta al derecho social, lo que significa que debe enmarcarse en leyes o reglamentos específicos. Una actividad no regulada sería antisocial. Los sectores económicos Las actividades lucrativas, o también sectores económicos, tienen su origen primitivo en la ganadería, practicada por clanes trashumantes que desconocían la agricultura. La producción de abono natural a partir del ganado permitió descubrir el nuevo sector económico de la agricultura. La combinación productiva de estas dos primeras actividades económicas provocaría la acumulación de excedentes, que se intercambiaban en un mercado local, dando lugar a la actividad comercial. Esta nueva actividad estimuló la producción de bienes de cambio de diversos usos, dando lugar al sector manufacturero o artesanal. Los beneficios acumulados del comercio provocaron la acumulación de capital, del que surgiría el sector financiero o capitalismo. La inversión de capital para la mejora de los procedimientos de fabricación y la formación de stocks para el comercio dio lugar al sector industrial. Con el aumento de la productividad industrial, se hizo necesaria la delegación de ciertas funciones personales, dando lugar al sector servicios. A medida que todos los sectores se hicieron más eficientes y rentables, se hizo posible dedicar menos tiempo a su producción, dando lugar al sector económico del ocio o entretenimiento. Por último, la creciente complejidad de todas estas actividades requería medios de gestión y manejo de la información extraordinariamente complejos, lo que fue la causa del sector informático, con sus diversas y revolucionarias aplicaciones multisectoriales, o la llamada “revolución digital”, y que domina la economía actual. Como podemos ver en este resumen esquemático, las actividades o sectores económicos de una economía social son muchos y variados. La primera responsabilidad de cualquier gestor social es enmarcarlas dentro de la legalidad, pero la segunda, tan fundamental como la primera, es estimular su creación y consolidación. Ninguna actividad económica debe desarrollarse al margen de la ley, pues sería antisocial. También es una insensatez política fomentar la especialización de la economía social en uno o dos sectores económicos, aunque sean temporalmente muy rentables, pues estaría sujeta a las fluctuaciones temporales del mercado. Lo sensato es promover una economía social diversificada y multisectorial, con el mayor número posible de actividades económicas. Para ello, es necesario estudiar cuáles serán las infraestructuras necesarias que soporten esta diversidad y actuar en consecuencia. Para los sectores agrícola y ganadero, lo principal es la preservación de los recursos naturales no renovables, y una gestión de los renovables que sea sostenible. Pero, además, regular con normas legales estrictas la protección del medio ambiente para preservar sus cualidades naturales y su diversidad biológica. Para el sector comercial, construir vías de comunicación que permitan una rápida conexión entre los distintos mercados, además de acondicionar espacios urbanos aptos para el intercambio comercial directo entre los productores locales, incluidos los artesanos, y los consumidores, sin perjudicar gravemente el comercio estable local. También promover ferias y exposiciones económicas, además de crear una Cámara de Comercio e Industria local. Para el sector financiero o bancario, estimular el crédito local con garantías oficiales limitadas, o la subvención relativa de intereses, según el estudio de viabilidad favorable y el impacto social positivo de los proyectos a subvencionar, pero en ningún caso convirtiéndose en prestamistas directos, con intereses o fondo perdido, porque ello supondría una competencia desleal con el sector financiero privado y convertirse en capitalistas oficiales. Naturalmente, como contrapartida, el sector financiero debe estar limitado por estrictas regulaciones legales para las actividades financieras privadas meramente especulativas, demasiado arriesgadas o claramente usurarias. En cuanto al sector industrial y manufacturero, el papel del gestor es, en primer lugar, evaluar su impacto medioambiental y, si es tolerable, acondicionar un espacio a una prudente distancia del urbano, dotándolo de todos los servicios necesarios para el desarrollo de su actividad. En cuanto al sector servicios y ocio, la gestión debe ser la de acondicionar todos los espacios con valores naturales y culturales que puedan ser susceptibles de explotación económica, pero con una normativa estricta que haga compatible su explotación con su conservación y sostenibilidad. Por último, no hay que olvidar que el sector más rentable del futuro será el dedicado a la información y sus diversas aplicaciones, por lo que se deben instalar redes digitales de transmisión de datos de alta velocidad, y favorecer la creación de empresas con incentivos fiscales de este nuevo y fundamental sector. Pero todas estas actividades requieren, a su vez, que se garantice el suministro de la energía necesaria, con la conexión a las redes de los productores, pero favoreciendo la construcción de fuentes de energía alternativas locales, complementadas con una estricta normativa de ahorro y gestión ecológica y sostenible de los residuos. Y éstas son las únicas iniciativas económicas que serían responsabilidad de los gestores públicos, porque todas las demás dependerían de la iniciativa privada, cuyo éxito o fracaso dependería, a su vez, del éxito o fracaso de estos estímulos y acciones. La economía actual es sumamente compleja y seguramente contiene algún elemento de todas las teorías establecidas desde que los economistas se ocuparon de ella; desde el uso de nuevas tecnologías de la información hasta formas arcaicas de esclavitud que no han sido totalmente erradicadas. Por tanto, no es un trabajo fá hacernos cil un hueco significativo y aceptable en la sociedad historia de las ideas económicas, sobre todo porque, tal y como sucedió con las ideas marxistas, partimos de concepciones sociales y metas radicales, que requieren respuestas económicas y sociales también radicales. Además, si propusiéramos un modelo económico que no pudiera ser aplicado por igual, vaun cuando con distintas magnitudes y con la utilización de distintos recursos, a los países en vías de desarrollo y que ofrecieran para estos los mismos resultados y eficacia, estaríamos perdiendo el tiempo y cometiendo los mismos errores que el que deseamos cambiar. El modelo capitalista, como apunta Galbraith, «ha padecido una considerable inclinación a preconizar políticas y sistemas administrativos apropiados para las etapas avanzadas del desarrollo industrial en países que se encontraban en etapas previas de su desarrollo agrícola». La nueva economía de fundamentos ecológicos concede importancia a la dimensión económica de ámbito local y familiar, donde se pueden equilibrar los distintos recursos locales más efectivamente. De esta forma, los modelos válidos para el mundo desarrollado no se diferenciarán mucho de aquellos del mundo menos desarrollado. Sólo variará la cuantía final de la producción y del consumo, y, por tanto, el nivel de renta, pero permanecerá la igualdad de oportunidades y un gobierno auténticamente democrático capaz de hacer el resto. Adam Smith, cuyos fundamentos teóricos sobre la ley de oferta y la demanda que rige el mercado no parece que puedan superarse, decía que «es máxima de todo cabeza de familia prudente no intentar nunca fabricar en casa lo que le salga más barato comprar». Esto no estaría mal si el cabeza de familia tuviera con qué comprarlo, y este economista daba por sentado que debería ser así. Unos años más tarde otro economista, el francés Jean-Baptiste Say (1767-1832), justificaba con su famosa ley que el cabeza de familia podría comprar todo lo que deseara si, a su vez, él era parte de la cadena de producción de otros bienes. La consecuencia teórica de esta ley aseguraba que el aumento de la renta producida por el trabajo permitía al trabajador comprar todos los bienes que produjera. Por mucho que algunos economistas modernos traten de introducir ciertas ideas sobre la ética del consumo, lo cierto es que la Ley de Say prevalece en la mayoría de las economías de corte conservador, donde las personas son reducidas a simples consumidores sin criterio, obligados, o mejor, condenados, a consumir todo lo que producen y con la rapidez e intensidad con que lo producen. Es decir, las personas terminan por sincronizar sus vidas con las exigencias de la empresa donde trabajan. Por esta razón creo que existe una clara relación entre la circulación del capital y la vida social. Las personas vivimos al mismo ritmo que la circulación del dinero: si éste circula con rapidez, nosotros vivimos con rapidez; si se detiene, nosotros nos detenemos también. Por esta supuesta ley, puede que la única forma de encontrar paz sea «poniendo paz» en la circulación del capital. El primer objetivo para un modelo económico ecológico local o comunal, y en oposición al urbano y masificado, es la interacción entre mercado y empleo; es decir, crear un mercado dinámico y abierto a través del cual todos los participantes puedan contar con una oportunidad de empleo, porque el objetivo final es precisamente el pleno empleo. Por tanto, no se trata de atraer grandes industrias que aporten empleo masificado, con el consiguiente efecto negativo de la elevación de la renta media de forma desequilibrada, sino que cada participante cree, en la medida de lo posible, su propio empleo en el ámbito de pequeñas empresas con un reducido número de empleados o de ámbito familiar, y que en lo posible respondan a sus inclinaciones profesionales y con el aprovechamiento máximo de los recursos locales, pero respetando la supervivencia de la biodiversidad y los recursos no renovables. Favorecer al empresario local Esta primera aproximación a la economía local ecológica tiene mucho más fundamento económico de lo que pueda parecer, porque no somos nosotros sino economistas como Octave Gélinier, cuyo currículo y docencia no le hace sospechoso de radicalismo, quien dice en su análisis de las oportunidades para la nueva economía del siglo XXI que «La vía más positiva [...] consiste en favorecer al empresario local, surgido de la cultura local, al cual se le facilita el acceso a los fondos propios acompañado de un poco de coaching (entrenamiento)». Las fórmulas de financiación y las instituciones que tendrían la responsabilidad de hacer de «business angel» no es de nuestra aprobación, pero de este tema hablaremos más adelante. En una economía local la formación de los precios y los salarios no se establece, como hemos visto, de acuerdo al modelo de las grandes concentraciones urbanas, porque no son válidos los parámetros y valores de ésta. Es cierto que el estímulo del trabajo no es la filantropía sino el egoísmo personal. Puede que estemos de acuerdo con el propio Adam Smith, quien con su personal estilo coloquial comenta en uno de sus más célebres pasajes: «No hemos de esperar que nuestra comida provenga de la benevolencia del carnicero, ni del cervecero, ni del panadero, sino de su propio interés. No apelamos a su humanitarismo, sino a su amor propio». Pero el exceso de beneficio y la ostentación, que no es posible en una comunidad, no sirve ni siquiera para mejorar su amor propio, sino para perjudicar al resto de la comunidad. Si la democracia necesita del impulso de las virtudes para mantenerse y evitar caer en los vicios sociales, la economía necesita el de la moderación de los beneficios para evitar, además de las posibles injusticias, las envidias y codicias, sentimiento que corroe la convivencia en la mayoría de las pequeñas comunidades. La riqueza de una comunidad es también la consecuencia de la suma de todos los bienes y servicios que se puedan producir y vender en el mercado local, pero dada la proximidad entre productores, comerciantes y consumidores, así como la limitación de la demanda máxima, las técnicas de producción tienen que adaptarse a esta realidad. La Cultura La cultura social es todo aquello que ha hecho el ser humano con su creatividad y entendimiento, sin estar necesariamente sujeto a leyes naturales. En realidad, cultura y arte son sinónimos de “artificio”; es decir, es una realidad artificial paralela, que está en permanente oposición a la realidad natural, que es causa de grandes conflictos y desequilibrios. Pero este es el mundo que los seres humanos nos hemos creado y en él se realiza nuestra personalidad y se muestra la emotividad. Por muy eficaces que fueran las medidas para estimular la economía, y por mucho éxito que tuvieran, carecerían de interés humano si no se desarrollaran en un entorno cultural en el que los ciudadanos pudieran expresar su emotividad personal; es decir, si no pudieran disfrutar de una felicidad razonable. La felicidad es una emoción psicológica provocada por la visión en la imaginación de una situación agradable que va a suceder en el futuro. La alegría, por el contrario, es la expresión emocional de la visión de la imagen real que sucede en el presente; es decir, la realización de lo imaginado o, simplemente, de lo “soñado”. Por lo tanto, no podemos ser felices si no podemos soñar con situaciones agradables que podamos alcanzar en el futuro. Así, una sociedad próspera, pero con la sensación de ver amenazada su seguridad y su futuro, sencillamente no puede ser feliz, lo único que puede ser es temporalmente satisfecha. Pero una sociedad infeliz y triste está psicológicamente enferma, y carece de los estímulos emocionales fundamentales para progresar y desarrollarse en armonía, por lo que sólo se mueve por la satisfacción de sus necesidades físicas e inmediatas, y está moralmente por debajo incluso de la convivencia entre los animales. Sólo hay una fórmula para superar estas amenazas: la solidaridad y el diálogo. Solidaridad para evitar cualquier práctica imperialista, sea económic, cultural o religiosa, y diálogo para conocer y tratar de entenüder las causas de la enemistad, para tratar de buscarles una solución. Sin diálogo, la simple enemistad, basada en causas razonables, que sólo debería provocar la separación y el distanciamiento de los enemigos, se convierte en odio irracional y destructivo. Y llegados a este punto, ninguna forma de diálogo y entendimiento es posible. Se supone que moralizar la convivencia social es la función de toda religión, pero, por desgracia, con demasiada frecuencia se utiliza como justificación para enconar aún más el odio entre confesiones y hacer todo imposible. diálogo basado en los hechos y la razón. La historia de las religiones es la historia de una intolerancia intransigente, plagada de hechos sangrientos injustificables. Por ello, aun respetando sus creencias y doctrinas, no queda más remedio que basar nuestra moral social en aquellos principios laicos razonablemente establecidos tras una discusión democrática; es decir, en los principios de la Declaración de los Derechos Humanos, universalmente consensuados. No es necesario que nos amemos, bastaría con que nos entendiéramos y nos respetáramos. Es obvio que los gestores públicos deben promover el diálogo intercultural, pero no para que se limite a un simple intercambio de ideas e impresiones, sino para hacer una síntesis constante en la evolución del comportamiento social y sus valores. Al mismo tiempo, y en la medida en que el presupuesto lo permita, promover todo tipo de eventos culturales que estimulen la sensibilidad y la emoción de sus ciudadanos. La otra causa de infelicidad es la pérdida de la salud, ya que una persona enferma no puede contemplar su futuro con optimismo. Por ello, preservar y prevenir la salud debe considerarse un derecho social fundamental y una responsabilidad ineludible de la gestión social. Por último, no hay mayor causa de infelicidad que la exclusión social, que no puede tolerarse ni justificarse, ya que la propia razón de ser de toda sociedad es precisamente que integre a todos sus participantes o “socios”, y no sólo a los más activos y rentables. La mayoría de las causas de la exclusión social se deben a la mala distribución de la renta, a la escasa formación profesional, a la escasez de puestos de trabajo que no requieran una alta cualificación profesional y, sobre todo, a la desmoralización y falta de incentivos para hacer frente a la dura competencia en el mercado laboral. Una economía social diversificada, con una oferta de empleos de diferentes niveles de formación, mitigaría en parte este complejo problema social. La educación Educarse es adquirir conocimientos con alguna utilidad social, por lo que la educación es inherente a lo social. Un individuo sin educación es sinónimo de individuo “maleducado” y antisocial. Para que la sociedad prevalezca debe tener algún grado de educación. Pero la educación puede ser cívica, humanística o profesional. La primera sirve para promover la buena convivencia, la segunda para conocernos mejor a nosotros mismos y el lugar que ocupamos en la realidad que nos rodea, la tercera para participar activamente en la economía social. Promover la educación cívica y humanística es responsabilidad de las instituciones educativas públicas, mientras que la profesional debe ser de las instituciones educativas privadas, pero con acuerdos específicos con los gestores públicos para favorecer su acceso en igualdad de oportunidades. No se debe acceder a la educación superior sin una sólida educación cívica y humanística. Esta educación debe comenzar en el jardín de infancia. Pero, ¿qué es y en qué consiste la educación cívica? Desgraciadamente, la historia nos demuestra que en demasiadas ocasiones este tipo de educación se ha convertido en manipulación, e incluso en lavado de cerebro, por lo que habría que delimitar con absoluta claridad cuándo la educación se convierte en manipulación. Pero la propia historia social nos demuestra que los grandes manipuladores de la educación social han sido precisamente los partidos políticos, especialmente los relacionados con alguna confesión religiosa o filosófica, y la influencia negativa de sus doctrinas totalitarias. Todas las doctrinas políticas o religiosas son totalitarias, pero en democracia están obligadas a respetar la pluralidad de las demás. En principio, eliminar la influencia de las doctrinas en la sociedad civil eliminaría también la manipulación de la educación, así como el riesgo de totalitarismo. En esencia, la educación cívica consiste en saber hasta dónde puede llegar el ejercicio de nuestra personal en contra del interés general. Este conocimiento lo establece la misma sociedad con una discusión plural y democrática, que convierte el resultado de esta discusión en valores sociales que es obligatorio respetar, no sólo por la mayoría, sino también por las minorías. Estos valores cívicos alcanzan a todas las relaciones y comportamientos sociales, desde las normas para cruzar una calle hasta la correcta selección de los contenedores de reciclaje. No respetar estas normas implica un comportamiento antisocial y, por tanto, intolerable que debe ser rigurosamente amonestado y, dependiendo del grado de agresión, también debe ser castigado de alguna manera, ya que la cohesión y la paz social dependen de su rigurosa observación. En cuanto a la educación humanística, se trata simplemente de discernir sobre nuestro lugar en el cosmos, así como de intentar encontrar una razón que justifique nuestra existencia. Para ello, no basta con adquirir conocimientos profundos sobre la naturaleza, la historia o la ciencia, sino que, sobre todo, es necesario relacionar esos conocimientos entre sí según sus causas y efectos, de modo que podamos hacer una síntesis constante y progresiva de aquello que vamos conociendo o, lo que es lo mismo, aquello que vamos entender lo que conocemos, lo que constituye la inteligencia. Para ello está la filosofía, pero no sólo como conocimiento de la historia de los sistemas filosóficos, que también es conveniente, sino para aprender a pensar filosóficamente; es decir, con lógica y razón. En cuanto a la educación profesional, también en este caso se nos presenta un serio dilema, ya que por un lado es razonable que los gestores públicos promuevan una educación que se integre favorablemente con las necesidades de la economía social, pero esto puede estar en total oposición con la vocación personal. Un joven con vocación musical puede verse obligado a estudiar una carrera de ciencias, porque le resulta más fácil integrarse en el mercado laboral y hay más ayudas oficiales. También la diversidad de actividades económicas y una cultura local activa pueden ser hasta cierto punto una solución. Resumen de este capítulo Una sociedad formada por seres humanos con personalidad no cumple sus funciones básicas si no satisface por igual las necesidades físicas, emocionales e intelectuales de sus ciudadanos. Uno puede considerarse un fracasado si es rico pero infeliz e ignorante, pero también si es muy culto pero insensible y desalmado. En una sociedad equilibrada, la actividad económica debe tener el mismo valor y consideración que la actividad artística o intelectual, y todas deben ser promovidas activamente por los gestores públicos y por los propios ciudadanos. La rentabilidad de una actividad social no debe medirse sólo por el valor que alcanza en el mercado, sino también por lo que aporta de felicidad, alegría, comprensión y conocimiento a los ciudadanos. Siempre es preferible ser menos rico pero más feliz y alegre, que más rico pero más infeliz y triste. En cierto modo, así eran muchas culturas populares que han desaparecido. Por otra parte, la riqueza de una sociedad no se mide sólo por su producto económico bruto, sino por su grado de felicidad y comprensión. El país más rico no es el que tiene más millonarios, sino el que tiene menos pobres, y éstos son más felices. Por tanto, la economía, la cultura y la educación son los tres pilares sobre los que se sustentan la estabilidad, el progreso y la buena convivencia social, y que deben ser prioritarios en la gestión político social.