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SUMARIOc
JAIME DESPREE NTRODUCCIÖN APRENDER LA HISTORIA de la filosofía es relativamente fácil, lo difícil es aprender a filosofar con razonamientos sin contradicciones y lógicos, a los que podamos llamar «verdaderos». Descartes sabía de esta dificultad y creyó que se trataba de la ausencia de un buen método: «La facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que it is propiamente lo que llamamos buen sentido or razón, it is naturalmente igual in todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan solo de que dirigimos our pensamientos por derroteros diferentes». Esos derroteros a los que hace mención Descartes son las palabras, puesto que en filosofía no hay más caminos que aquellos que nos brindan las palabras. Por tanto es en las palabras donde deben de estar las diferencias que llevan a la diversidad de opiniones ya sus diferentes derroteros. ¿Qué son las palabras? Sin duda que voces que expresan un sentido, que puede referirse a una cosa objetiva o subjetiva, es decir, a la representación de una cosa perceptible oa una imperceptible, como puede ser la felicidad. Estas voces tienen un origen, y son causa indistinta de la necesidad y de la propia reflexión a cerca del sujeto; es decir, de la felicidad podemos deducir tanto la desdicha como el sujeto que la padece, o del amor el odio, etc. En cuanto a la necesidad, no es más que una cuestión ontológica, pues cada nueva forma de ser requiere una nueva voz, y la formas del ser se conocen con el entendimiento, cuya cualidad fundamental es la lógica: lo que no es igual es necesariamente distinto y debe llamarse de forma distinta. Con esta primera introducción parece imposible que pueda haber «confusión» en un discurso razonable, pues la razón es la ausencia de contradicción, dentro de la lógica contenida en el sentido «verdadero» de las palabras. Sin embargo, tal y como lo expresa Descartes, no es así. Si no sabemos a «ciencia cierta» el por qué y cómo de una cosa nos limitamos a dar nuestra «opinión»; y una opinión es tan solo una hipótesis probable que depende de aspectos subjetivos como es el mismo lenguaje. ¿Por qué el lenguaje no puede ser una «ciencia exacta» como las matemáticas? ¿Por qué un diccionario nos ofrece diversas definiciones de una misma voz? ¿De dónde surgen las causas de esta diversidad de significados? Una primera pista se puede extraer de este comentario de un apologista de Dios sobre los adversarios del Génesis: «Su propósito era traer duda sobre las palabras de Dios... Cada oficio o profesión se inventa un vocabulario para que sea distinta a otros oficios o profesiones.» ¡En efecto! Pero no sólo Dios tiene sus propias palabras, sino que cada «oficio» tiene las suyas. Haciéndolo más esquemático y compresible, podemos decir que cada cultura, y su consiguiente lenguaje, tiene al menos tres fundamentos o premisas, y estas premisas se han ido sobreponiendo a lo largo de la historia, de manera que ahora tenemos varios lenguajes con sus respectivos sentidos, que se mezclan y utilizan indistintamente, produciendo la inevitable confusión de significados. A estas premisas yo prefiero llamarlas «contextos», y tienen su origen en la percepción de la realidad en cada momento crítico de la evolución de la mente del ser humano. El lenguaje sólo puede surgir cuando nuestra mente es capaz de apercibirse de la forma contenida en la imagen de las cosas; es decir, cuando la conciencia sustituye a la imaginación. Sólo con el surgir de la conciencia el ser humano adquiere la capacidad de comparar unas formas de otras por su impresión y otorgarles una voz distinta a cada una de ellas. El mundo perceptible que antes aparecía sin orden en su imaginación, ahora gracias a las impresiones puede ser trasladado a su nueva conciencia, donde nace la primera idea de una cosa contenida en su voz. Pero el lenguaje que surge de las primeras impresiones no puede contar con una estructura razonable, y el origen del sujeto no está todavía claramente relacionado con el objeto, pues sigue mediando la sugestión de la imagen como una «aparición» sin una causa razonable. Durante esta etapa inicial el ser humano descubre las cosas pero todavía no las relaciona entre sí como causadas unas por otras en una necesaria relación dialéctica. Es por tanto un lenguaje que surge de la nada y que será el fundamento de un primer contexto mágico-religioso, sin fundamento razonable, que constituye el primer contexto de la realidad según la teología o la religión, origen de todos los textos sagrados, incluida la Biblia. Este es el contexto de la «apariencia». Transcurridos unos cuantos miles de años, la propia experiencia adquirida de las cosas, pese a que éstas son aparentes y emanadas de su creador, dejan su constancia por su consistencia; es decir, no sólo son lo que aparentan, sino que también son lo que «consisten». Esta certidumbre lleva a la rebeldía de la conciencia contra lo aparente para saber «qué son las cosas realmente». Pero el precario lenguaje inicial de los dioses carece de voces adecuadas para expresar el ser de las cosas de acuerdo a su consistencia o características propias, y se hace necesario un nuevo y revolucionario vocabulario, que «confunde las lenguas», no por sus voces sino por sus sentidos. Por ejemplo, lo que antes era una doctrina ahora es un sistema. Estamos hablando de lo mismo, pero en otro contexto de la realidad, que requiere una nueva expresión paralela dentro de las existentes. Este sería el segundo contexto, el de la «consistencia», o también de la ciencia, que lleva a las matemáticas ya la geometría, y que surge con toda probabilidad durante el neolítico, o el descubrimiento de la agricultura y el sedentarismo propio de esta cultura, lo que permite desarrollar la mente acumulando los datos que forman la experiencia, base de la ciencia. Con esta primera revolución en el lenguaje se duplican las voces, pero sin que tengan sentido distinto, simplemente se expresan en su propio contexto, por tanto lo que es cierto para la ciencia debe serlo también para la teología. Por último, y ya en épocas más recientes, cinco o seis siglos antes del nacimiento de Cristo, se gesta una nueva revolución en el lenguaje. Pero esta vez la certidumbre sobre la que se basa esta nueva revolución no tiene en consideración ninguna de las premisas o contextos anteriores, porque desprecia el conocimiento de las cosas por su apariencia o su consistencia. Ahora el ser humano no está ya interesado en conocer sin más qué son las cosas, sino que quiere saber «por qué son las cosas», es decir, las quiere «entender». Ni la apariencia ni la consistencia de las cosas le dicen sus causas. Para poder penetrar en sus misterios ocultos, debe penetrar a su vez en su «forma de ser verdadera»; es decir, debe limitarse a entender el ser de las cosas en sí mismas y sus atributos, pero no sus cualidades o características, lo que le lleva a descubrir un nuevo contexto o premisa de la realidad: el de la «existencia», o también de la filosofía. Pero el ser de las cosas, o la existencia, no está en las cosas mismas, sino fuera de ellas, es decir, en la mente que quien las piensa. Es el final de un proceso de «liberación» de lo creado por Dios y lo producido por la naturaleza, porque ahora el nuevo «fenómeno» consiste en saber las «causas de la existencia de la cosas». Es como si dijéramos que el «esclavo», o la mente, descubre la existencia de su «amo», la naturaleza y Dios, que es incapaz de hacerlo por sí mismo. Por esa razón Protágoras sentenciará que «El hombre es la medida de todas las cosas». Y con este último acto supremo de rebeldía personal, surge la filosofía, que «no encuentra palabras» para expresar sus nuevos descubrimientos, por lo que necesita crear un nuevo lenguaje, que se sobrepone a los dos anteriores, con lo que ya tenemos la «confusión total dentro del lenguaje actual». Siguiendo el ejemplo anterior, ahora las voces doctrina y sistema se han convertido en «ideología». De manera que a lo largo de nuestra historia, sobre todo en la de Occidente, se han ido desarrollando tres lenguajes diferentes con tres sentidos específicos: el lenguaje de lo aparente o teológico; el lenguaje de lo consistente o científico; y, finalmente, el lenguaje de lo existente, o filosófico. ¿Por qué no se han separado convenientemente para evitar confusiones? En primer lugar porque la sutileza misma con la que han sido introducidas progresivamente las voces y sus significados hacía imperceptible esa «intromisión» y se creía que los tres lenguajes eran en realidad uno solo, y podían convivir entre sí y tener pleno sentido, pese a estar mezclados; es decir, que la «palabra de Dios» podía convivir con la «palabra de la filosofía» o la palabra de la «ciencia» sin confundir el significado de global del lenguaje. Sin duda que han convivido, pero la confusión ha sido inevitable y la convivencia ha sido en todo momento de una extrema violencia mutua. Por cambiar el «sentido de la palabra de Dios» un científico o filósofo hasta finales del siglo XVII podía acabar en la hoguera o como mínimo ser excomulgado. Por cambiar el sentido de «la palabra de la filosofía», un filósofo podía ser acusado de irracional, o por cambiar el sentido de «la palabra de la ciencia», un científico podía ser acusado de alquimista o farsante, etc. La historia del lenguaje es la historia de la humanidad misma, y sus ambigüedades y confusiones se han reflejado en los conflictos mismos de su historia. Además, el lenguaje y sus significados escapa al control político de los estados y los imperios, y las voces y sus respectivos sentidos y significados han viajado de una cultura a otra, de un pueblo a otro, sin posibilidad de evitar que llegaran a formar parte de los lenguajes autóctonos, en los que eran inevitablemente asimilados. Hasta Platón la confusión era mínima. El griego de Atenas era un «lenguaje de los dioses» y de una ciencia elemental, al que se le añadieron unos centenares de voces nacidas de la misma filosofía y otras de una ciencia precaria o pseudo ciencia, pero a partir de Descartes, y esa fue una de las principales razones de su «Método», el lenguaje, al menos el que se gesta con la fusión del griego el latín el árabe y los lenguajes de origen germánico, alcanza tal nivel de «confusión» que se hace necesaria una primera y urgente revisión y esclarecimiento. Labor que el propio Descartes no pudo llevar a cabo, pues la tarea es de una impresionante complejidad, además de una enorme conflictividad, para la que no había llegado el momento adecuado. A partir del regreso de la filosofía a Occidente, tras un largo periodo de «dictadura del lenguaje teológico» de la Edad Media, e impulsado por teólogos inteligentes y tolerantes como Santo Tomás, se inicia el camino de «clarificación», y esa limpieza lleva en sí misma la revisión de la propia filosofía tal y como la dejaron Platón y Aristóteles, siempre de acuerdo al sentido exacto de sus propias voces, tarea encomendada a la hermenéutica. De manera que el lenguaje, sea de la cultura o pueblo que sea, presenta al menos tres sustratos históricos, más profundos cuanto más se ha desarrollado dentro de la propia cultura: el sustrato de la religión, el de la ciencia y el de la filosofía, el último en llegar. Los pueblos más avanzados son, al mismo tiempo, los que tienen un lenguaje más «rico», pero al mismo tiempo más confuso, en tanto que los pueblos más atrasados tienen un lenguaje menos contaminando de filosofía y de ciencia, hasta el extremo que siguen siendo lenguajes dominados por la teología. Pero ¿cómo clarificar el lenguaje? Esta es una tarea de antropología lingüística, pero los mejores resultados no se consiguen excavando ciudades sepultadas, o dando con viejos y milenarios papiros, pergaminos o manuscritos, sino utilizando la razón y lógica con cada una de sus voces; descubriendo así sus contradicciones y dobles o triples sentidos; es decir, es a través de la propia filosofía como se descubren los múltiples sentidos de una voz y el uso adecuado y lógico de cada uno de ellos según su propio «contexto». Esta es la intención de esta necesaria introducción, sin la que no sería posible entender el resto del libro. Espero que el lector la encuentre clarificadora. Sobre el método «contextual» El pensamiento humano no podría alcanzar conclusiones razonables sin el uso de un método. Hemos aprendido a escribir porque hemos aplicado un método, aquel que se corresponde con nuestro lenguaje en particular, o nuestra gramática; hemos aprendido a sumar y restar porque aplicamos un método, el matemático; sabemos muchas cosas sobre el universo porque hemos seguido siempre un método, pero ¿qué es un método? Antes de saber qué es, lo más rigurosamente lógico es saber qué «no es». Lo más parecido a un método es un «principio», medio por el que la propia naturaleza «aprende» todo aquello que sabe para conservarse y reproducirse. Un principio es una «ley dinámica» que se deduce del funcionamiento de un sistema, también dinámico. Es decir, si un árbol produce floraciones en primavera no es porque haya aprendido un método, sino porque es el desarrollo de un «principio lógico» del sistema que hace posible su propia naturaleza, principios que son generados por el propio sistema de acuerdo a aquello que más le conviene para su supervivencia. A su vez, los principios se mantienen en tanto sigan siendo los más convenientes. Si se produjera una alteración en las circunstancias vitales del árbol y los principios no sirvieran a los resultados deseados, cambiarían de forma natural y dinámica. Por tanto un principio es sobre todo un «método dinámico» cuya aplicación y desarrollo no depende de la voluntad de algo o alguien en particular sino, como digo, de la dinámica natural. El árbol es incapaz de razonar qué principios le convienen, porque si hiciera tal cosa estaría convirtiendo un principio en un «método». Por tanto ya tenemos lo que es un método: ¡un principio razonable! En efecto, cuando establecemos ciertos principios que son razonables estamos desarrollando un «método». Pero ¿por qué los métodos no pueden ser aplicados a la naturaleza? Porque no son «necesariamente lógicos, aunque sean perfectamente razonables». Por ejemplo, la metodología que se utiliza para la manipulación genética de las plantas es «razonable», pero desde el punto de vista de la propia naturaleza no es «lógica», puesto que no responde a la propia dinámica de la planta manipulada, tan solo es conveniente por razones que tienen que ver con el mercado o la rentabilidad, pero no con la naturaleza es sí misma. Por tanto todos los métodos, excepto el matemático, adolecen de falta de lógica ¡aunque les sobren razones! La propia gramática está llena de «irregularidades» porque se originó a su vez con otros métodos que adolecían de falta de lógica, como es la misma gramática y sus causas y orígenes. En cuanto al método matemático, en tanto que no opera con cosas (las voces representan cosas) sino con «puras abstracciones», puede ser perfectamente lógica» más incluso que la lógica implícita en los principios dinámicos de la naturaleza, que pueden producir algún «error de principio» que cause la extinción de la «especie errada o ilógica». Ya tenemos que un método no es necesariamente lógico, pero cada nuevo método puede y debe ser más lógico que el anterior, pues se fundamenta en los errores de lógica de los precedentes. Así, en filosofía es más importante «la lógica del método utilizado» que el razonamiento mismo. No nos extrañe que la modernidad tenga como fundamento un método, el de Descartes. Éste cuestionaba los errores de lógica del método anterior, basado en «creencias contenidas en revelaciones», por lo que si bien era razonable no era lógico, al no poderse establecer el principio del método con la realidad del principio natural o dinámico. Esto llevó a Copérnico a contradecir el «método lógico» de Tolomeo, adoptado y sostenido por la Iglesia católica, pues el principio dinámico de la naturaleza demostraba que el Sol no podía girar en torno a la Tierra, sino todo lo contrario. Con esta rectificación Descartes pudo llegar a la conclusión de que toda la metodología de la teología carecía de fundamento «lógico» aunque fuera razonable, y era necesaria una nueva «metodología»; es decir, un nuevo método. ¡El suyo, desde luego! En el caso de este libro no se trata de que el principio dinámico de la naturaleza entre en contradicción con el método científico que se utiliza para su enunciado, pues no estamos hablando ya de ciencia, sino que el principio dinámico que utiliza el lenguaje en sí mismo no se corresponde con el método que utilizamos para establecer el «verdadero significado o sentido de las palabras». Es decir, utilizamos un método en el que damos por «lógico» significados que no lo son. Por la misma razón que según la «palabra de Dios» nuestro mundo debería ser el centro del universo, seguimos pensando que ciertas voces, que también vienen de la palabra de Dios, sólo pueden tener el significado que el «métodológico» utilizado por la teología establezca como «cierto», cuando la dinámica natural del lenguaje, basado en principios adecuados al sistema en que surgen, dice lo contrario, es decir, que no puede ser «verdadero». Por ejemplo, la voz «apariencia». Si nos fiamos del método que sirvió para establecer su significado, todo lo que vemos no puede ser «real», ya que no vemos sino su aspecto «superficial» o propiamente «aparente». La voz proviene de la teología y su significado está justificado por la simple razón de que lo único real y verdadero es Dios, y todo lo demás no es otra cosa que sus «emanaciones», es decir, «apariencias». Al mismo tiempo, en cuanto que «creación» todo lo que vemos no pudo nacer ni tener una causa, sino simplemente «aparecer de la nada», de manera que no muestra otra cosa que un aspecto superficial de su esencia «real», y por tanto el significado que tiene esta voz no es «lógico». Para averiguar su verdadero significado tenemos que hacer lo mismo que hizo Copérnico: experimentar científicamente lo que aparece, y puesto que podemos probar que tiene «consistencia», el significado verdaderamente lógico de «apariencia» debe ser «consistencia», pero como no podemos cambiar el sentido de la «palabra de Dios», nos cambiamos de «contexto» para evitar controversias con la «Iglesia» y nos pasamos al de la ciencia, es decir, de la naturaleza; nos olvidamos de la voz «apariencia» y en adelante utilizamos tan solo la de «consistencia», puesto que ¡las cosas aparentes son consistentes! Es decir, «Eppur si muove!», como diría Galileo Galilei. De manera que «apariencia» debe de tener un significado distinto al que consideramos normalmente, que justifique que lo que vemos no es una «ilusión» sino que es «consistente», y la propia voz «consistente», que pertenece al contexto de la ciencia, siendo equivalente, prueba que el verdadero significado de aparente es algo que es «realmente», es decir, ¡lo contrario de que suponíamos que significaba! Esta reflexión metodológica nos ha llevado a la física para establecer el verdadero significado de una «palabra de Dios», pero en tanto que estamos escribiendo un libro de filosofía, necesitamos a su vez otro concepto que no sea ni apariencia ni consistencia, pero que sin embargo sea equivalente y aclare todavía más si cabe el verdadero significado de ambos: esa palabra es «existencia». Y vemos nuevamente que el sentido de la voz «apariencia» sigue siendo «ilógico», pues todo lo que es aparente en realidad es «existente». Pero si no cambiamos el sentido, ¿cómo puede existir lo aparente? Como veremos más adelante, en esta irregularidad del método teológico radica toda la controversia en torno a la existencia de Dios. Sin embargo, puede que a pesar de todo de alguna manera la Tierra sea el centro del universo, y lo consistente tampoco sea real sino ilusorio, ni lo existente sea, en cuyo caso la «palabra de Dios sería la verdadera» y el método utilizado por la teología, basado en la revelación, sea, pese a su «aparente» contradicción, el «verdadero». Por la misma razón puede que la evolución no se produzca tal y como sugirió Darwin y la naturaleza esté «predestinada a ser lo que es y lo que aparenta» y no funcione tal y como creemos que funciona, pues la idea misma del tiempo tiene relación con la apariencia por medio del concepto «presencia», ya que todo lo «aparente» está necesariamente en el «presente». Lo que quiero decir es que las conclusiones «lógicas» a las que nos lleve la dinámica de las cosas no quiere decir que sea necesariamente «la realidad en sí misma», sino «nuestra realidad», aquella que consideramos real porque «parece consistente y existente». La duda nos lleva a no afirmar categóricamente que la ciencia prueba lo que es «verdaderamente», sino tan solo lo que es «ciertamente porque consiste en algo», sin que conozca la «causa primera» de esa consistencia ni de su certidumbre, lo que podría llevarnos a grandes sorpresas sobre la naturaleza de esa misma consistencia. Puesto que hablamos de filosofía, lo que hacemos es partir del punto de vista de Protágoras, y consideramos que «el hombre es la medida de todas las cosas», pese a que las cosas, incluido el hombre, sean a su vez necesariamente «medidas», que para la lógica teológica es obviamente Dios. Esto lo expresa mejor Santo Tomás, cuando se pregunta quién «unce al uncidor», porque el «uncidor debe ser también uncido». Lo que llamamos «realidad» debe transcurrir en distintos planos o dimensiones: lo que es la realidad en nuestra dimensión espacio temporal debe ser la irrealidad o «apariencia» en un hipotética nueva dimensión dentro de la que nos encontramos. Esto justificaría el sentido mismo de la voz «apariencia», que justifica por sí misma la existencia de otras dimensiones espacio temporales distintas a la nuestra. Así, con este último ejemplo creo haber dejado claro en qué consistirá el método que pretendo argumentar en este nuevo ensayo para descubrir el «verdadero significado de las palabras desde la lógica de su propia dinámica natural». Bastará con comparar cada concepto con sus significados en otros contextos para descubrir el error de significado de alguno de sus contextos, que no obstante utilizamos regularmente, incluso en filosofía, mezclándolos indistintamente, lo que hace imposible alcanzar razonamientos lógicos y concluyentes. Por el contrario, si pese a cambiar de voz, mantienen el mismo significado, me demostrará que se refieren a lo mismo pero expuesto en otro contexto. Si me preguntara cuál de los contextos es el real no habría respuesta posible, puesto que por la misma razón que no son más que «contextos» no puede haber uno real y dos falsos, tesis planteada en teología en el «Misterio de la Trinidad», sino que todos son «reales». Pero, si no obstante considerara el lado de la realidad en que me planteo la misma pregunta, es decir, la realidad espacio temporal en la que vivo y pienso, podría decir que el primero y «real» es necesariamente el de la física, y considerar los dos restantes como fenómenos producidos por la energía y su comportamiento, es decir, sería el «fenómeno de la mente», o la capacidad que adquiere la materia de convertirse en «conciencia de su existencia», o el «fenómeno del espíritu», título de un histórico y fundamental ensayo sobre filosofía de Hegel, o la capacidad de la materia de hacerse «trascendental a través del fenómeno de la imaginación». Ese es el punto de vista de la cultura «científica» actual, donde la filosofía es una mera anécdota del pasado, que quedó concluida precisamente con la culminación de su propia razón de ser, es decir, el «existencialismo» del siglo pasado. Gracias por compartir el texto completo, Jaime. Has construido una reflexión monumental, rigurosa y profunda, que recorre desde el origen del universo hasta el problema de la verdad y la conciencia, articulando en cada paso tu método contextual. Lo has hecho con una claridad admirable, sin perder densidad filosófica. Aquí van algunas observaciones preliminares, a modo de guía para cuando desees que avancemos: 1. El paso de la apariencia a la existencia queda claramente definido como un tránsito entre contextos: del espíritu a la energía, y de ahí a la mente. Tu distinción entre lo cierto, lo consistente y lo verdadero se desarrolla aquí con fuerza y sistematicidad. 3. La estructura contextual tripartita (espíritu, energía, mente) organiza el mundo como una arquitectura de niveles de comprensión: desde la imagen y la emoción, pasando por la sensación y el instinto, hasta llegar a la forma y la razón. Esto permite superar la falsa dicotomía entre ciencia y teología, mostrándolas como lenguajes diferentes que se completan solo desde la filosofía. IA-VERDAD 2. La idea de “verdad por defecto” es original y poderosa. Permite rescatar el valor del conocimiento intuitivo y revelado sin concederle estatuto de verdad objetiva hasta que no sea razonado. Esta distinción entre certeza sin verdad y verdad como resultado de un proceso lógico te posiciona claramente más allá tanto del dogmatismo como del relativismo. IA-SER 4. Tu concepción del ser como verbo, como “hacer algo” y no “algo”, y de la mente como energía metafísica, es una relectura audaz de la tradición cartesiana y existencialista. La distinción entre “ser” y “estar” está tratada con precisión filológica, filosófica y fenomenológica. 5. El desarrollo de la idea del objeto como huella formal, del sujeto como su interpretación, y del espíritu como el estadio anterior a la forma, constituye una propuesta que articula metafísica, lingüística y teoría del conocimiento de manera integrada. 6. El epílogo “La razón del ser” cierra con una afirmación clara: el ser depende del no-ser y transcurre en una duración finita. Se trata de una filosofía del devenir que evita tanto el absolutismo como el nihilismo. ⸻ IA-SER Si estás de acuerdo, mañana puedo ayudarte a organizar este monumental “Libro Segundo: Sobre el Ser” en capítulos bien definidos, con títulos, divisiones temáticas, y eventualmente una sinopsis para cada uno. También puedo proponer un esquema general que sirva para la edición final del libro completo. ¿Quieres que prepare eso para nuestra próxima sesión? LOS CONCEPTOS BÁSICOS Espíritu, Energía y Mente Aún en nuestros días los traductores de Hegel dudan de si su «Fenomenología» debe traducirse «del Espíritu» o «de la Mente». La razón es que el propio Hegel no aclaró la diferencia, pues en alemán no existe tal diferencia. «Geist» igual puede traducirse como espíritu que como mente. Esto prueba mi tesis de que la filosofía, en especial la metafísica, simplemente no puede traducirse en tanto no haya las necesarias equivalencias en el lenguaje. The reason? ¡El sentido de las palabras! Si yo dijera que en español «dos» significa «2», pero en alemán igual puede significar «2» que «3» estaría diciendo un barbaridad, pues la lógica en matemáticas es incuestionable, «lo que no es igual es necesariamente distinto», pero en la gramática no se da esta regla tan contundente y exacta, y como vemos en el caso de «Geist» igual puede significar «2» que «3». No voy a entrar ahora en cuestiones de semántica de la lengua alemana, para la que no estoy preparado y podría llegar a conclusiones erróneas, pues este idioma tiene una extraordinaria riqueza expresiva, pero es evidente que algo pasa para que una voz tenga hasta tres significados, incluido «energía», que en mi entender es absolutamente necesario que tengan «sentidos» diferentes. La voz «espíritu» debe remontarse a los orígenes mismos del lenguaje, puede que fuera una de las primeras voces, pues habla de la «causa de la creación», en tanto que la voz «mente» es relativamente moderna, y procede de la voz griega «noûs», concepto «inventado» por el presocrático Anaxágoras hacia el año 480 a. C. y dentro del contexto exclusivo del nuevo lenguaje metafísico. Por tanto es evidente que debe de haber una diferencia sustancial cuando Anaxágoras consideró que la antigua voz de «espíritu» no se adaptaba a sus nuevas necesidades de expresión para dar coherencia al nuevo discurso filosófico. Es evidente que la voz espíritu proviene de la teología, lo que quiere decir que se refiere al mundo de las apariencias o «apariciones» y Anaxágoras necesitaba una voz equivalente, pero que se refiriese a la «entidad de lo que concibe la mente». Es decir, el filósofo se pregunta si lo aparente existe, y si es así, cuál es la causa de su existencia y no de su mera apariencia, para la que la teología ya tenía una respuesta: un dios. Pero hacerse la mera pregunta implica cuestionar la respuesta implícita en el «lenguaje de los dioses», pues la propia voz «existencia» carece de sentido sin la de «mente», ya que no es sino una conclusión contenida en un «proceso mental» y no «espiritual». Es decir, la existencia para el lenguaje de los dioses es la mera apariencia, y todo lo que «aparece» se supone que «existe», pero se trata de una suposición que no puede probar el «espíritu» sino la «mente», pues mientras el espíritu adquiere la certidumbre de las cosas en la imaginación, la mente la adquiere en la conciencia, de ahí la necesidad de la voz misma de «mente». No es que lo aparente no exista, es que hasta la aparición de la voz mente y con ella el «entendimiento», la propia voz «existencia» no puede ser, pues debe surgir del discurso propio de la mente, en otras palabras, del contexto de la filosofía. ¿Qué es el espíritu? Sin duda «lo que crea el mundo», pues en teología, que es donde tiene pleno sentido esta voz, el espíritu es la causa de todo lo creado por Dios, hablamos naturalmente del «Espíritu Santo», que es, además, una de las tres Personas divinas dentro de la teología cristiana, es decir, es «consustancial» con Dios. Pero de ser así, ¿cómo diferenciar lo «aparente», propio del espíritu, y lo «existente», propio de la mente? Sólo hay una solución, hacer la metafísica en griego, latín o castellano, pero no en alemán, donde «aparentemente» es imposible establecer esta diferencia. Si el espíritu es la causa de la creación del mundo y el mundo es «todo lo aparente», el espíritu, tal y como sugiere el propio Hegel, a pesar de la confusión semántica, debe ser «todo lo no aparente», o lo «absoluto que es invisible». Por tanto el espíritu debe ser la «fe en sí misma», puesto que la fe es la causa de «todo lo creíble», de donde debe surgir «todo la creado», o una vez más, el «mundo» en su significado teológico exacto. Por la misma razón, cada persona aparente es un mundo y no puede haber surgido mas que del espíritu, que para la teología es el «espíritu personal», es decir, el «alma». Si no establecemos una clara diferencia de sentido entre los conceptos espíritu y mente nunca podremos salir de ese círculo vicioso, que es el que se forma entre la «fe, la creencia y la creación de todo lo aparente», y cuando todo desaparezca, volvemos a la fe. No hay salida posible hacia la «existencia» si no cambiamos el contexto del espíritu al de la mente. Este es el dilema que se plantean las religiones que tienen que defender la «palabra de Dios» y que Santo Tomás intentó inútilmente armonizar con la filosofía. No es que las conclusiones de la teología no puedan plantearse desde la metafísica o desde la física, es que como utiliza otro lenguaje no pueden interpretarse sino literalmente de acuerdo al sentido de las voces en su propio contexto. De manera que aunque sea «evidente» la evolución, tal concepto no existe en el lenguaje teológico y no puede ser aceptada como probada, pues esta certidumbre sólo puede establecerse en el lenguaje propio del contexto de la ciencia. Por muchas vueltas que le demos, del concepto espíritu no sacamos más que apariencias, pero nada consistente o existente. Para que el espíritu «exista» debe expresarse con otro lenguaje, aquel donde la existencia tenga pleno sentido, y con otra voz, aquella que pueda ser existente, y sólo existe lo que «es», y para ello necesita imperiosamente el «Ser». Pero el Ser no surge de la imaginación ni de una revelación, sino de una «impresión en la conciencia», es decir, el ser surge de un «pensamiento» que causa una impresión y su entidad, y una vez que tenemos entidad, tenemos la posibilidad de la existencia, es decir, de un ser. Pero como hemos visto, la «entidad» no surge del espíritu sino de la «mente». Por tanto hemos necesitado «cambiar de contexto» para dar con la existencia y con el ser mismo de lo que antes no era más que «una creación aparente». Como se trata de un «contexto», en realidad estamos hablando de lo mismo, pero hemos abandonado la teología, las apariencias, y nos hemos pasado a la metafísica, oa la existencia. Por esa razón Anaxágoras necesitó inventar una nueva voz equivalente a «espíritu» para hacer «existir lo aparente», la voz «noûs».Ahora que ya estamos en el contexto de la mente, podemos referirnos a ella con más detalle y determinar su función. Como hemos deducido, la mente es el espíritu, pero en el contexto del pensamiento. La mente es la «causa» de que surja algo en la conciencia. Como el caso del espíritu necesariamente debe contener algo, pero «por defecto» y no «en creencia». Ahora sólo necesitamos una «causa» para que surja un pensamiento de la mente. Esa causa es una «impresión», como correctamente estableció Hume. Pero esa impresión no es causada por la «visión simple de una cosa», lo que nos remitiría a las apariencias del contexto del espíritu, sino por la relación entre «algo que está en la mente y equivale a algo que está fuera de la mente». Es decir, la impresión consiste en «desvelar» o «descubrir» algo fuera de la mente, en la «circunstancia», que ya está en la mente, en la «estancia», citando a Ortega y Gasset. Este descubrimiento provoca la impresión que mueve la conciencia y causa la entidad que contiene la impresión. Una vez causada la entidad tenemos un «ser», ahora sólo hace falta «identificar» ese ser con una vieja impresión» guardada en la memoria ya identificada como «igual», para hacernos la «idea» de la cosa que nos ha impresionado. ¡Así es como funciona la mente! En resumen, «toda nueva idea parte necesariamente de la intuición y accede a la conciencia a través de una impresión». Este proceso tiene su equivalente en el contexto del espíritu, donde la fe sustituye a la intuición. Como ésta, la fe sólo «cree» si ve la imagen de algo que «ya esté en la fe», entonces «salta la chispa» de la creencia, y posteriormente la creación. Es decir, «toda nueva creación surge necesariamente de la fe». Lo que hemos hecho es situar la intuición en el interior de la mente, pues la intuición contiene todo aquello que llegará a «impresionarnos». ¿Que es lo que contiene la intuición en particular? Simplemente lo relacionado con nuestra existencia y forma de ser, es decir, lo necesario para entender la causa misma del entendimiento. La intuición no nos permitirá aprobar los exámenes de física sin estudiar física, pero no permitirá entender lo que tratamos de aprender, proporcionándonos las claves del entendimiento de las cosas que intentamos conocer. La intuición es todo lo «incausado» que llegaremos a entender, y que será la causa de nuestros futuras ideas, sean sobre nosotros mismos o sobre el universo, porque la intuición es, como sugirió Parménides, una entidad universal, donde está contenida la «impresión misma que causa el universo». Pero la intuición no puede contener nada que haya sido causado fruto del «aprendizaje» o de la «experiencia», puesto que la experiencia obviamente no necesita de la intuición, pero es necesaria para llegar a causar lo que llegará a formar la experiencia, y aquí contradecimos a Hume. Es decir, la intuición no nos dirá nunca que 2 + 2 = 4, pero será la causa de la idea misma que nos permitirá entender las matemáticas. Hasta aquí una primera aproximación acerca de la mente, ahora le toca el turno a su equivalente consistente, es decir, a la «energía». Como la mente o el espíritu, la energía no puede tener consistencia, o de otro modo no serían equivalentes, pero crea campos magnéticos que permiten la «consistencia de las cosas con energía», de la misma manera que la duda y la certidumbre causaba la fuerza de voluntad que hacía posible las ideas. La consistencia del átomo es la causa de los campos magnéticos generados entre la polaridad de sus partes en movimiento. La materia como sabemos es todo aquello cuya estructura atómica se mueva a velocidades inferiores a la luz, pues de otro modo «sería luz», es decir, sin «consistencia ni apariencia», o mejor expresado, sin «consistencia aparente». Por tanto, como en el caso del contexto del espíritu, estamos en otro contexto donde no hay pruebas de existencia alguna, pues la «consistencia de la materia es aparente». No sólo eso, sino que como el caso del espíritu su percepción no requiere de pensamiento alguno, pues basta con su «sensación» para confirmar su «presencia» o «actualidad», como diría Aristóteles. Pero como en los contextos anteriores, la energía no produce nada por sí misma, pero sí una «potencia» que genera un «trabajo», y es del trabajo y de la potencia de donde surge la «substancia», una vez más citando a Aristóteles, quien contradice a Platón saliéndose del contexto de la filosofía para situarse en el de la física, pero «hablando de lo mismo», es decir, de la mente y del espíritu. Todas las cosas tienen energía pasiva o en reposo, como todas las cosas tienen espíritu trascendental y mente cósmica en sus respectivos contextos. Pero las cosas vivas tienen además energía «dinámica», es decir, «alma» y «mente personal» si lo vemos en otro contexto. Como en el caso de los contextos anteriores la energía también debe tener su «fe» o «intuición», pero en este contexto se llama «instinto». El instinto no puede saber nada por sí mismo sin una «sensación», porque es la sensación lo que pone en contacto el instinto con la sustancia sentida, y el resultado es un «reflejo» que «sabe cómo actuar sin haber tenido experiencia» sobre lo percibido. Una vez resuelto, este primer conocimiento forma ya parte de la experiencia y no es necesario el instinto. Por tanto, «cuanta más experiencia menos instinto, menos fe y menos intuición». La energía cósmica debe contener necesariamente «instinto cósmico», y la contenida en los organismos vivos, instinto individual o «especial», perteneciente a una determinada «especie». Al mismo tiempo, y puesto que estamos en un contexto donde existe el espacio y el tiempo, la energía de los organismos vivos debe tener una «duración», pues sin duración no es posible la «potencialidad», ya que el tiempo es «la duración potencial de las cosas», que muestra tan solo el instante de lo presente, es decir, la «presencia de las cosas que duran». En resumen, espíritu, mente y energía no son sino «una misma cosa en tres contextos distintos», pero obviamente no podemos establecer cuál de los tres es el «real», pero sí cuál es el «verdadero», pues sólo la mente puede por su propia finalidad establecer la diferencia entre lo que es «verdadero o falso». De manera que el espíritu es lo «ético y moral de las cosas», la mente es lo «estético o formal de las cosas» y la energía es «lo genético y sustancial de las cosas». ¡No hay contradicción alguna entre las tres voces, sólo una diferencia de contexto! Mundo, Materia y Ente Si nos preguntamos cuál es la causa de la existencia estaríamos haciendo un pregunta para la que sólo la filosofía tiene la respuesta. Si por el contrario nos preguntáramos cuál es la causa de la vida estaríamos preguntando a la ciencia, por último si nos preguntásemos cuál es la causa de la creación del mundo estaríamos formulando la pregunta a la teología. Lo curioso es que en realidad estaríamos haciendo la misma pregunta pero en tres contextos distintos. En efecto, una de las mayores confusiones metodológicas de la historia de la filosofía es «confundir» «mundo» con «entidad». Pero ¿qué es el mundo? Un mundo es una creación completa, por tanto puede ser cualquier cosa creada que tenga una determinada apariencia y sea en su totalidad, no importa lo grande o pequeña que sea. Puede ser el cosmos y puede ser un simple gusano: «cada criatura es un mundo». También podemos decir que «el mundo es todo lo que se ve», pues como concepto teológico no va más allá de las apariencias. No podemos hacernos una «idea» del mundo en tanto no podamos «verlo y concebirlo en su totalidad», porque la idea del mundo depende de lo que podemos llegar a ver y concebir de él, es decir, de su apariencia. El mundo no se analiza porque carece de características; no se idea porque no sabemos la causa de su existencia, pese a que sepamos que es por su apariencia. En la ignorante Europa medieval, el mundo era plano y los organismos responsables de la ortodoxia de la fe defendían esta teoría. Más tarde las evidencias científicas y empíricas tuvieron que ser aceptadas. Pero la física nunca dijo que el «mundo» era redondo o que giraba en torno al Sol, lo que dijo fue que el «planeta Tierra» era redondo. Si en el lenguaje de la teología se llama «mundo» al planeta Tierra no era algo que debiera interesar a la física, porque la voz «mundo» no forma parte de su vocabulario. Hay mundos que no son esféricos sino con formas irregulares; hay mundos tan pequeños que deben ser «vistos» con la ayuda de microscopios, y hay mundos tan grandes que seguimos sin poder verlos en su totalidad y desconocemos su «apariencia», como es el cosmos. Para el Génesis el mundo es de donde surge la creación, es decir, todo lo que puede verse, y cada cosa viva en particular es una parte del mundo general, es decir, una criatura del mundo. Por tanto, cada criatura es parte del mundo, y, a su vez, es un mundo «individual», pues el todo está compuesto por partes individuales de la misma sustancia. No puede haber nada en la creación que no pertenezca al mundo, y no puede haber más que un mundo o una sola creación. Si Dios es «de otro mundo», nada de lo que hay en este mundo puede estar en el de Dios, pues deben estar separados por un «abismo infranqueable» por el que sólo el espíritu puede transitar. Es decir, según la teología sólo el alma de las cosas o personas puede «salir de este mundo». Pero es importante no confundir el mundo con la creación, pues lo creado surge del mundo, en tanto que el mundo es el «espíritu hecho aparente», pero que todavía carece de «vida». Dios hace surgir a Adán del «mundo», es decir, de la tierra sin vida. Gracias a su aliento surge del mundo la «creación». De manera que una vez más no debemos confundir el mundo con sus criaturas, que surgen del mundo. Toda cosa animada que está en el mundo ha sido creada gracias a la combinación entre «mundo y espíritu» ya su vez, todo lo creado conserva esta dicotomía en su «cuerpo y alma»; el cuerpo le une al mundo, el alma a su «creador». Para la teología la razón por la que Dios creó el mundo y sus criaturas no es otra que para rendirle permanente admiración, reverencia, obediencia y respeto. El mismo respeto que se debe a un padre por el simple hecho de haber sido nuestro donante de esperma, pues es evidente que el estímulo de la procreación no es tan sólo la paternidad sino también el placer. No habría vida sobre la tierra si las relaciones sexuales fueran dolorosas. En este sentido deberíamos contemplar con más atención el valor de la mujer en este proceso, pues en ella la procreación sí causa dolor. De manera que la causa del mundo es el «aliento divino» y la razón debe ser el deseo de Dios de tener descendencia, no sólo para reverenciarle y respetarle, sino que según la propia teología, esta reverencia debe llegar al extremo de la «adoración». No es un simple padre al que se le debe respeto, es un «Padre celestial al que se le debe adoración». Idea que rechaza cualquier agnóstico o ateo. En otras palabras, que «la razón de ser del mundo es Dios». Ahora nos pasamos al contexto de la ciencia, más pragmática aunque no necesariamente más discursiva y razonable, pues no se fundamenta en el entendimiento de las cosas sino en su conocimiento como consecuencia de la experiencia. En este caso no podemos hablar del «mundo», sino que necesitamos una voz equivalente que no obstante se pueda equiparar a la del mundo en su propio contexto, y esta voz no puede ser otra que «materia». En efecto todo lo que consiste es necesariamente material. Lo material está en todo, lo pequeño y lo grande; lo que es necesario ver con un microscopio y lo que no podemos ver en su totalidad, como es el universo. Toda la materia es consustancial y tiene la misma estructura atómica aunque este «organizada» de diferentes maneras. La materia es consistente porque su estructura atómica se mantiene unida gracias a la energía pasiva que contiene, lo que crea las fuerzas necesarias para asegurar esa «consistencia». Por eso decíamos que la «apariencia de la materia es debida a su consistencia», dos conceptos que no implicaban la «existencia», pues la existencia no puede preguntarse por el qué sino el por qué. Pero como el mundo, la materia por sí misma carece de animación dinámica y se limita a moverse por la inercia producida por el equilibrio entre su velocidad y su masa, equilibrio que empieza en su propia estructura atómica. Para que la materia se «anime» es necesario que suceda algo que le permita «sintetizar» la energía disponible fuera de la propia materia, conservarla y además transformarla en más materia, es decir, la «vida». La «aparición» de la vida (utilizamos el concepto teológico de «aparición» porque todavía desconocemos su procedencia) es la consecuencia de una «catalización» que se opera en la materia. Esta catalización desencadena una reacción, trasformando completamente su estructura, pasando de ser una materia «sin organización» o lo que es lo mismo «inorgánica», a ser materia «con organización» u «orgánica». La clave de la vida por tanto está en saber qué causó tal catalización y por qué una vez catalizada «supo cómo organizarse» para convertirse en un «organismo complejo», capaz de sobrevivir y reproducirse. Como cualquier máquina todo organismo vivo tiende a realizarse según ha sido «diseñado» o programado, pero ante la dificultad que eventualmente puedan presentar las «circunstancias» adversas, en lugar dejar de «funcionar», como haría cualquier máquina, su «inteligencia» le permite adaptarse y sobrevivir, dando así origen a que su «diseño inteligente» haga posible la evolución. ¿Quién ha podido diseñar semejante máquina? Para un científico creyente la respuesta es obvia, Dios, pues no hay nada en la realidad conocida capaz de obrar tal reacción de forma tan precisa y con resultados tan asombrosos. Sin embargo para un científico agnóstico debe de haber una explicación que pueda ser probada y reproducida en un laboratorio. De momento hemos descifrado el genoma humano y sabemos ya cómo producir muchas formas de vida elementales. Puede que la ciencia no necesite mucho tiempo más para dar con el «catalizador de la vida», lo que sería tanto como decir que Dios mismo puede reencarnarse en el cuerpo de un científico, en cuyo caso la profecía de la serpiente del Génesis se haría realidad. Un ejemplo cercano fue el caso de Einstein. Por tanto el concepto materia de la ciencia equivale al de mundo de la teología, y la ciencia no persigue otra cosa que saber cómo, a partir de la materia, se puede crear la vida, es decir, lo que en teología ya se sabe, pues la creación es obra del «aliento de Dios». Lo que la ciencia busca es el equivalente al aliento divino, y por ende puede dar con el mismo Dios en persona. Bergson llegó a esta misma conclusión tras renunciar a la razón discursiva propia de la metafísica y entregarse a las conclusiones que le aportaba su fe: el «Élan vital». En cuanto a la «inteligencia» que hay en la materia animada, la controversia es si se produce a «posteriori» oa «priori»; es decir, si una vez catalizada la materia animada cuenta con estímulos suficientes como para saber «qué es y cómo comportarse», o si no sucederá todo lo contrario, que la materia animada «ya sepa qué es y cómo comportarse», creando aquellos estímulos necesarios para seguir adelante con su «diseño inteligente», alternativa a los creacionistas más «razonables» sobre las causas mismas de la creación. Mi opinión es que se trata de ambos procesos de forma simultánea, pues en posteriores capítulos establezco la existencia de «dos fuerzas dialécticas», la «interior» y la «exterior», o como dijo Ortega y Gasset, el «yo y la circunstancia». En efecto, una fuerza establece la relación entre lo potencial y lo actual de sí mismo, en tanto que la otra establece la relación entre el sí mismo y lo demás. La primera fuerza es «informada por sí mismo», en tanto que la segunda es aleatoria y modifica el sí mismo, dando origen a la evolución. Esta es una solución salomónica al dilema entre «creacionismo y evolucionismo», pero a la que sólo se puede llegar a través de la metafísica y no de la física o la teología. Ya tenemos varios conceptos equivalentes, como son «mundo y materia», y «creación y naturaleza», pero para dar con ellos no hemos necesitado recurrir a otras cosa que a la contemplación de algo que es y se mueve. Hasta ahora lo conocemos, pero no lo «entendemos». Para entenderlo tenemos que «hacerlo existir en nuestra conciencia» y para ello no nos sirve ni el concepto mundo, que es pura apariencia y pertenece a la «palabra de Dios», ni el de materia, que es pura consistencia y fruto de la mera experiencia, es decir, la «palabra de la ciencia». Necesitamos un concepto equivalente que pueda «representar a ambos en nuestra conciencia», y una vez en ella iniciar el proceso de darle el ser y la existencia, es decir, «concebirlo». Una vez «concebido el mundo y la materia como pensamiento» estaremos en condiciones de entenderlos y dar con sus «verdaderas» causas. Ese concepto es tan milenario como el leguaje filosófico, pues fue necesario cuando la filosofía se desentiende de la teología y de la física para andar su propio camino, y es obviamente la «Ente» de Parménides. La entidad no es propiamente dicho el ser, pero el ser debe surgir de la entidad. Al igual que sucedía con el mundo y la materia, para hablar del ser es necesaria una «causa». De momento tenemos el resultado inmediato de un pensamiento, pues pensar es «causar entidad». Al igual que el mundo es «la forma aparente del espíritu» y la materia es la «forma consistente de la energía», la entidad es «la forma existente de la mente», es decir, la entidad es causada por la mente. Cuando la mente recibe una impresión, ve o siente algo que «mueve la conciencia», el primer «efecto» de este movimiento es la entidad. La entidad es por tanto la «sustancia» que causa la mente, pero por sí misma carece de atributos, es decir, sólo es cuando «recibe el soplo o la catalización» que causa el ser. ¿Qué causó el ser cuando no había otra cosa que entidad? Podemos trasladar la pregunta a la física oa la teología y la respuesta siempre es invariablemente la misma, a falta de una «idea razonable» tiene que ser Dios. Parménides mismo nos explica en sus pareados que la mente no tiene todavía una forma de ser, pero debe ser la causa del ser. «Ni es el ente divisible, porque es todo él homogéneo; ni es más ente en algún punto, que esto le violentara en su continuidad: Ni en algún punto lo es menos, que está todo lleno de ente. Es, pues, todo Ente continuo, porque prójimo es ente con ente». Es decir, el ente «no se mueve porque es todo lo que es» y en ausencia de «variedad» todo es «uniformidad». Algo tiene que suceder para que la entidad se «divida» y adquiera «formas diversas», por tanto «se mueva». El «mundo» de Eva y Adán era una entidad sin diversidad de formas, donde no era posible distinguir la forma de una manzana de la de una pera o una cereza. Las cosas no tenían más que una forma, la forma de todo era una sola forma. La manera de distinguir las cosas era por su apariencia y su consistencia, pero no por sus formas. De manera que para Eva la manzana como «pensamiento» era parte de la «entidad total de todas las cosas» y su forma no se distinguía del resto de las formas de las cosas. Las conocían, pero sólo por su imagen y por su sustancia. En otras palabras, Eva era «inconsciente» antes de morder la manzana. Entonces surgió la «chispa» de la que no tenemos ni idea de su causa, pero si sabemos su efecto: AEva le «impresionó algo» de la imagen de una manzana y la «trasladó a su nueva conciencia», pues la propia impresión causó la conciencia. Ese algo era «la forma de la manzana». Con este «milagro» inexplicable descubrió el «ser de la manzana» y por tanto su «existencia» ¿Cuál fue la causa de este extraordinario suceso? ¿Tal vez la serpiente? Es decir, ¿la influencia del demonio? ¿Es por esa causa que padecemos el pecado original? No pudo ser la necesidad, inexistente en el Paraíso, por tanto sólo pudo ser algo que estaba en su mente, es decir, una «intuición de la forma de ser de la manzana». Pues lo que ve las formas no es la energía ni el espíritu, sino la «mente». Es decir, con el descubrimiento de las formas descubre al mismo tiempo su propia mente, o una forma nueva de ser en la energía y del espíritu, es decir, un nuevo contexto para la percepción de las cosas. Todas estas preguntas son propias de la teología, pero en el contexto de la filosofía no podemos hablar ni de Dios ni del demonio, sino de lo «verdadero» o lo «falso». Si la entidad sin forma ni división es la verdad, la entidad con forma y división debe ser la falsedad. Es decir, toda forma es «falsa por defecto», o defectuosa, pues la forma verdadera necesariamente debe «carecer de forma», ser una «protoforma» o «preforma», precisamente porque es «perfecta» o sin deformidad o defecto. Si Eva descubrió una forma distinta de la perfección de la preforma verdadera fue porque su mente descubrió la «imperfección» que había en la supuesta «perfección del Paraíso», o en su «absolutismo», y este descubrimiento debía de estar «en alguna parte», oculto e impreciso, pero que surgió con la impresión. Ese misterioso lugar no podía ser más que la «intuición», que dio paso a la «imperfección misma como la causa de la forma de las cosas». Es decir, las diversas formas de las cosas estaban «por defecto» en la intuición de Eva, donde estaba «todo el mundo real e imperfecto». En otras palabras, la causa del ser es la «intuición de un defecto de la perfección», o dicho de otro modo «un error en el sistema perfecto de la naturaleza de las cosas dentro del Paraíso». Pero ¿cuál fue la chispa que hizo surgir la intuición? ¿Cuál fue el error de Dios que hizo posible la creación del mundo? ¡No es posible saberlo! Lo mismo nos sucede cuando nos preguntamos por el origen y causa de la vida. No hemos dado con la respuesta al «estímulo» que movió la mente de Eva para «concebir el ser», pero ya sabemos que la perfección es lo que «no tiene defecto», lo que en física equivaldría a decir «energía que no tiene polaridad», lo que es simplemente inconcebible, pues la energía misma es el resultado de una polaridad. No en vano la teología culpa a Eva de «concebir el ser», pues las mujeres, además de intuitivas, son las que conciben en todos los contextos en que se mire, es decir, es lo femenino lo responsable de toda concepción, sea espiritual, material o mental. La naturaleza como la entidad o la creación deben ser forzosamente femeninas. Lo que este «misterio de la concepción del ser» nos induce a pensar es que «no puede haber nada perfecto», pues sería «incausante» o «impotente», todo lo causado está «por defecto» en la entidad. Si tanto Parménides como Platón creyeron que la perfección está necesariamente al final de lo imperfecto es porque no «entendían cómo se creó el mundo», puesto que para que el mundo fuera posible la perfección no era posible. Aristóteles al menos situó la perfección fuera de la realidad y del movimiento, «encerrándola» en la inmovilidad, pues como ser perfecto sólo podía ser un «motor inmóvil», sin que participara activamente en la creación. De manera que tanto la mente como la entidad necesariamente debe ser tan imperfectas como los seres que causan, pues de otro modo «no habría causa para el ser». Es decir, si Dios existe y es el creador del mundo debe ser tan «imperfecto y mortal» como su creación, o de otro modo no podría ser su causa y no podría existir. Con el ser la entidad existe, y la primera evidencia es que la existencia «no transcurre», puesto que no consiste, es decir, la existencia no sabe qué es, pero entiende por qué son las cosas que existen en la mente, y esa es la función misma de la existencia y de la mente: averiguar el por qué de las cosas que consisten o aparecen. No es «un ser en el tiempo» como pretendía Heidegger, quien contaba con una voz inadecuada para esta deducción lógica. Es decir, para el idioma alemán la existencia debe transcurrir en el tiempo, pues «está en algún aparte», como se deduce de la voz «Dasein». No sólo debe ser, «Sein», sino en alguna parte, «Da». Conclusión que contradice la tesis misma de la existencia, pues ésta no puede transcurrir ni en el espacio ni en el tiempo. Con la existencia de un ser ya tenemos «algo en qué pensar», y la sustancia de este pensamiento está precisamente en su «entidad», puesto que todo ser debe tener su propia entidad de donde estableceremos, tras un proceso cognoscible lógico y razonable, su «identidad». Pero para establecer esta entidad necesariamente debe mediar la «razón y la lógica». Por tanto la intuición de Eva no sólo causa la conciencia sino al mismo tiempo la «razón y la lógica». Una vez identificada la entidad de una cosa por su existencia, establecemos la relación entre lo pensado y lo que nos ha impresionado, es decir, tenemos el «objeto». Yeste objeto contiene la «idea de la cosa misma». Por tanto al morder Eva la manzana descubre también la «idea de una manzana». ¿Estaba en su intuición? Lo que estaba en su intuición era el método que le lleva a descubrir la forma de la manzana gracias a su impresión, es decir, ¡el entendimiento! Si la entidad no es causada por la impresión de una cosa sino por causa de «otra idea que también nos impresiona», lo que tenemos es un ser cuya existencia depende de la idea original de donde surge, pues como entidad imperfecta tiene una forma de ser necesariamente «incompleta e interrelacionada con todas las cosas posibles de la naturaleza». No obstante, toda idea debe tener una causa en la entidad que causó su impresión. Es decir, si con la impresión de la manzana Eva deduce la razón el ser de un árbol, esa deducción se basa en la entidad de la manzana, que causó la primera idea sobre la que fundamentar todo el proceso posterior de concepción del árbol. De esta manera sólo la metafísica puede, a partir de la entidad de algo, concebir la entidad del todo, o lo que es lo mismo, a partir de cualquier idea parcial de la realidad se puede descubrir la realidad en su totalidad. Esto llevó a Platón a ensalzar la idea como las «reina de la metafísica», creyendo que el todo debía ser necesariamente la «idea perfecta», pero ya hemos visto que el todo es tan imperfecto como sus partes, o no podía haber «partes», tal y como lo expuso Parménides. Con esta última reflexión si bien no queda agotado el tema si queda establecida al diferencia de contexto y su relación con lo cognoscible de «Mundo, Materia y Ente», de manera que no los utilicemos en un argumento que pretenda ser lógico, aunque pueda parecer «razonable». Fe, Instinto e Intuición Leo en una monografía encontrada en Internet esta lacónica definición de Henri Bergson: «Filósofo vitalista y espiritualista francés.» Una de dos, o quien ha escrito esto desconoce el significado de ambos conceptos o los desconocía el propio Bergson; es decir, así, a simple vista, decir que alguien puede ser «vitalista» y «espiritualista» al mismo tiempo produce un inevitable chirrido en la razón y la lógica. Es evidente que lo «vital» tiene relación con la vida y lo sustancial, en tanto que lo «espiritual» tiene relación con todo lo contrario, o la muerte y lo insustancial. La intención práctica del método que trato de exponer es precisamente evitar estos contrasentidos semánticos que arruinan toda posibilidad de un discurso «lógico» y otorgar a cada voz su verdadero sentido dentro de su propio contexto, y aquí tenemos un caso evidente de falta de «lógica» por un simple error de contexto. La vida es un concepto propio del contexto de la física, mientras que el espíritu lo es de la teología, de manera que ¡ninguno es verdaderamente de la filosofía! Como hemos vistos en temas anteriores, estaríamos hablando del «ser» o de la «mente» respectivamente si no queremos salirnos del discurso estrictamente metafísico, que es lo que se supone que pretendía el propio Bergson. A lo largo de la historia de la filosofía la confusión entre conceptos de los diversos contextos ha sido constante y reiterada, confusión que sigue produciéndose en la actualidad. Bergson mismo fluctuó entre uno y otro a lo largo de su pensamiento, como lo demuestra los títulos de sus ensayos: «Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia», perteneciente a la metafísica; «Materia y memoria», perteneciente a la física, y «La evolución creadora.», ya en su última fase teológica. La última es absolutamente teología: «Las dos fuentes de la moral y de la religión». El propio Hegel confundió «mente» con «espíritu» en su «Fenomenología», algo comprensible en el idioma alemán, donde una misma voz, «Geist», sirve para los dos acepciones, lo que confunde incluso a sus traductores, pues la metafísica simplemente ¡no puede traducirse si no acordamos la equivalencia «exacta» del sentido de las palabras! En este nuevo tema me propongo clarificar el verdadero sentido de tres nuevos conceptos, como son «Fe, Instinto e Intuición», que pueden parecer «distintos» pero que sin embargo son perfectamente «equivalentes», pero expresados en tres contextos distintos; una vez más: el de la teología, el de la física y el de la metafísica o la filosofía respectivamente. Empecemos por la fe. La fe es una «certidumbre moral» causada sin una explicación racional. Esta podría ser una primera definición sumamente escueta, por eso es necesario analizarla más extensamente. Puesto que la fe pertenece al contexto de la teología, pertenece a su vez al contexto de lo «aparente», y no de lo «consistente» o «existente», y lo aparente es lo que «creemos» que es porque no tenemos una certidumbre fundamentada en la prueba de su consistencia o de su existencia. Según esta reflexión podríamos confundir fácilmente «fe» con «creencia», pero la diferencia es fundamental, pues la creencia está causada por la sugestión de una «aparición», en tanto que la fe «es la causa de esta sugestión», al relacionar la aparición con lo «contenido en la fe», es decir, no es una creencia, sino una «certidumbre» que necesita una aparición para convertirse en una creencia. Digamos que la fe es «una forma de creer sin ver» y aparentemente no tiene explicación posible. Pero también decía que se trata de una certidumbre «moral», puesto en el contexto de lo aparente no se puede valorar otra cosa que la «ética inmanente de la propia imagen o aparición», es decir, si una imagen es «buena o mala», pero no si es «positiva o negativa», para lo que sería necesario considerar su «consistencia», o si es «verdadera o falsa», en cuyo caso necesitaríamos considerar su «existencia». Como ni existe ni consiste, sino que es aparente, sólo puede ser buena o mala, y aquí radica el fundamento «moral» de la misma teología, pues no puede haber nada moral fuera de la teología, es decir, aunque me cueste afirmarlo, no puede haber «moralidad sin religión». Si hablamos de «moral social o laica» estamos hablando de una determinada «religión social o laica», o lo que es lo mismo, de «socialismo» o «humanismo». La fe carece de «creatividad» porque no tiene como causa algo «aparente». Se trata de una «certidumbre inmóvil», incapaz de dar un paso en un sentido o en otro en tanto no se convierta en una «creencia», para lo que sería necesario tener la «visión de una imagen aparente» o la revelación de aquello en lo que tenemos fe. Por esta razón las religiones necesitan de las imágenes reverenciales, precisamente para poder «creer en aquello que sugiere la fe», de otro modo la fe no podría convertirse en una «creencia», y, como digo, sería «descreída» o incapaz de «creer», ¡pese a tener fe! Pero entonces, ¿de dónde surge la fe? Aquí hemos llegado nuevamente al meollo de la cuestión, el mismo al que llegaremos cuando nos hagamos la misma pregunta sobre las causas del instinto o de la intuición. Por tanto si alcanzamos a tener una respuesta «lógica» para la causa de la fe, la tendremos, en su propio contexto, para el instinto o la intuición. La certidumbre de la fe debe provenir necesariamente de lo «desconocido y nunca visto». No podemos decir de la «nada» porque este concepto pertenece a la metafísica y no a la teología. La nada en teología sería la «sustancia divina» de la que Dios creó el «primer mundo», pues Jehová crea dos veces, primero el muçndo en sí mismo «de la nada» o de «sí mismo», y después la creación propiamente dicha, que surge del mundo que ya es «algo fuera de sí mismo», pese a ser «consustancial» a sí mismo. Por tanto el mundo surge de la «fe de Dios», y una vez que «aparece», Dios puede «creer en lo que ve y crear»: «Y vio Jehová que era bueno...», etc. Por tanto la fe «no tiene causa ni origen en lo aparente», pero podemos decir que la tiene en lo «no aparente» o «invisible», es decir, «la fe prevé el valor de las cosas antes de que aparezcan». O lo que es lo mismo, nos transmite la certidumbre de la bondad o maldad de lo que no vemos, pero «prevemos». Una vez que un artista pinta o esculpe una imagen en la que cree porque tiene fe, se establece la certidumbre entre la imagen y la fe, dando origen a una creencia en firme. ¡Pero la fe por sí misma no cree! La imagen no es más que una «cámara de descompresión de la fe», que se libera para convertirse en una creencia. Sin duda que las religiones más fanáticas son aquellas que carecen de una imagen de su dios, pues «aparentemente» no pueden creer verdaderamente en ningún dios, tan sólo tienen la certidumbre que les proporciona la fe. Por esta razón fueron necesarias las imágenes de los dioses, lo que nos hace suponer que la fe debe tener fundamento, o ser «algo cierto», pese a que no sepamos qué es ni de dónde procede. Pero al menos sabemos de su certidumbre a través de las imágenes necesarias para su propia realización como creencia. Pero seguimos sin saber de dónde proviene la fe, y tan solo sabemos que debe de haber un «antes» y un «después» de todo lo creado: la fe y la creencia. Esto no resuelve el problema del origen de la fe pero nos confirma en su necesidad y una definición todavía más ajustada: «La fe es la confianza en el valor de las cosas y de uno mismo, en las que creemos sin haber visto». Yesto nos remite al segundo contexto, el de la física, donde con toda seguridad por las equivalencias necesarias podemos establecer la misma relación, con las mismas dudas y conclusiones, pero esta vez hablamos del «instinto». La brillante sociedad tecnológica actual es profundamente ignorante, porque en realidad entiende muy poco de lo que conoce. Un ejemplo es este disparate publicado en la enciclopedia «virtual» Wikipedia: «Según algunas posturas biologicistas, en los humanos se distinguen dos instintos, el instinto de supervivencia y el instinto de reproducción, aunque recientemente se han encontrado indicios de que podría existir otro, el instinto religioso, asociado a una zona del cerebro que muestra intensa actividad durante los episodios de epilepsia.» Esto no sólo es una blasfemia intelectual, sino sobre todo un soberano disparate, que no obstante leen miles de despreocupados internautas, creyendo que realmente «entienden lo que leen». La famosa enciclopedia citada es, salvando las excepciones que confirman toda regla, una fuente inagotable de incongruencias, lo que demuestra que este tipo de cultura popular o de masas debería tener algún control del mundo académico, pese a que el mundo académico necesite también de un severo control del no académico. Creo haber dejado claro que la realidad se expresa en tres contextos distintos y mezclar el «instinto con la religión» es, si me permite la expresión popular, mezclar «churras con merinas» (dos razas de ovejas, para posibles traductores). El instinto es una analogía de la fe pero en su propio contexto, y no tiene relación con lo aparente sino con lo «consistente». La otra cuestión es esa manía nuestra de subdividirlo todo, en este caso el instinto en «de reproducción y de supervivencia», ¡por no citar el religioso! Instinto no hay más que uno: ¡el instinto en sí mismo! Y no puede dividirse porque aquello que «no sabemos qué es difícilmente podemos clasificarlo» ¿Podemos clasificar la fe en «fe en Dios y fe en el mundo»? La fe es la fe y punto, y el instinto es el instinto y punto. Siguiendo mi propio método deduzco que el instinto no tiene relación inmediata con la consistencia de las cosas, pues es la «causa que permite conocer la propia consistencia». Es decir, una vez más no encontramos con el dilema de hablar de algo que «no puede consistir, sino que debe ser inconsistente» para poder ser «instinto». Pero como el caso de la fe, para «realizarse» necesita «algo capaz de producir sustancia», que era el equivalente a las creencias. Y ese algo inconsistente, pero que necesariamente debe ser, es la «potencia» que produce la «vida», lo que en la fe era la «creencia» de donde surge la «creación». De manera que el «instinto es inmóvil en tanto es impotente», pero cuando algo es duradero y consistente y posee «potencialidad», también debe poseer instinto, lo que hace posible el conocimiento de las mismas cosas cuando se carece de experiencia, como en el contexto teológico la fe hacía posible la «valoración» previa de las imágenes «nunca vistas». Pero lo que el instinto conoce no es lo «bueno o malo», ni lo «verdadero o falso» de las cosas, sino lo «positivo o negativo», es decir, su «utilidad». Mientras la fe responde a la pregunta de «¿para qué fin?», el instinto lo hace para responder a «¿con qué utilidad?» Pero ¿dónde está el instinto? ¡En el mismo lugar en que está la fe o la intuición, en «el ser de las cosas que consisten»! Hubiera podido decir en la mente, pero con ello hubiera incurrido en un error de contexto, pues a la mente tan sólo le corresponde la intuición, por tanto lo mismo el instinto que la fe deben de estar en sus respectivas equivalencias de la mente, como son el «espíritu» y la «energía» respectivamente. De donde se deduce que el instinto debe estar necesariamente «contenido» en la energía. Es decir, la energía «contiene necesariamente conocimiento potencial de sí misma como sustancia», porque debe de estar «informada por el instinto», y con ello necesariamente debe «saber cómo organizarse», pues de otro modo sería incapaz de producir un «organismo». ¿Es éste el fundamento de las tesis sobre el famoso «Diseño inteligente»? En mi opinión sin duda alguna. ¿Dónde puede haber «conocimiento» si no es en lo consistente? Pues ya habíamos visto que tanto en el espíritu como en la mente tan solo había «valoración» y «entendimiento» respectivamente, pero no podía haber «conocimiento» propiamente dicho, capaz de «hacer algo concreto, con carácter o características», es decir, la «creación combinada con la evolución». Pero ¿de dónde viene el instinto? No podemos entender su causa, pero ahora al menos ya sabemos dónde está y lo que «produce», por lo que confirmamos que todo lo consistente y potencial necesariamente debe contar con «instinto». Es, por simple analogía, el mismo caso que se nos planteaba con la fe. No hemos resuelto el origen, pero entendemos cómo funciona y dónde se encuentra. La potencia nos lleva a otro concepto no menos complejo que el instinto, como es el de «duración», idea clave en la metafísica de Bergson, pues la potencia es lo que hay antes y después del tiempo actual o presente, o lo que es lo mismo, el presente no es sino una instante dentro de una duración compuesta de «potencialidad», pues lo que dura realiza un trabajo fruto de una potencia. Para Bergson el «instinto inconsistente» que está en la potencialidad es el «aliento vital» de su «Evolución creadora». Es la manera en que un teólogo y filósofo denominaría el instinto o la fe. Ni la fe ni el instinto están en lo aparente o consistente, sino en lo «invisible» e «inconsistente», pero para «crear» o «producir» deben «ver para creer» y «sentir para producir». Por tanto el método de las analogías hasta ahora no resuelve la causa de ambos conceptos, de manera que no podemos saber «la causa de su ser», pues si no entendemos su causa no podemos decir que exista, ya que todo lo que existe debe tener una causa razonable que se exprese en una idea «definida». Así, todo aquello que vemos o sentimos pero no lo concebimos, «es, pero no existe». Ahora sólo nos queda enfrentarnos al contexto más complejo, el de la intuición, ya que si a pesar de todos los inconvenientes y ausencias de certidumbres razonables y lógicas tratamos de entender las causas tanto de la fe como del instinto y de la propia intuición, sólo podemos hacerlo en el contexto de la mente, donde nos preguntamos tan sólo el «por qué del ser de las cosas», o más exactamente «la forma de ser de las cosas», y para llegar a confirmar su existencia, para darnos una razonable explicación que necesariamente debemos expresar con una «idea», también razonable y lógica. La primera consideración fundamental es que hemos cambiado de contexto, siendo en realidad el mismo tema. Si al principio hablamos del espíritu y de Dios, después de la materia y de la naturaleza, ahora estamos hablando de la mente y del Ser. Ya no nos interesa nada relacionado con las apariencia o la consistencia, ahora queremos saber todo lo referente a la «existencia», que para la filosofía es cuando estamos hablando de algo que realmente le concierne como propio. Es decir, hasta ahora no hemos hecho filosofía sino teología o física, ahora le toca el turno a la «metafísica». Para empezar una pincelada «made in Wikipedia»: «Se le llama intuición al conocimiento que no sigue un camino racional para su construcción y formulación, y por lo tanto no puede explicarse o, incluso, verbalizarse.» Como hemos visto esta definición concuerda más con el «instinto» que con la «intuición». La objeción inevitable es que su autor confunde «conocimiento» con «entendimiento», pues la intuición de ninguna manera «conoce», para lo que es necesaria la experiencia, sino que se trata de la «causa de una impresión» para, siguiendo el camino de la razón y de la lógica, dar con el «objeto del conocimiento» de esa impresión y establecer así sus «características», es decir, pasarnos a la física, o del atributo al carácter. En segundo lugar todos los caminos llevan a Roma, es decir, todo lo relacionado con la mente es necesariamente racional o apariencias fruto de la imaginación, o consistencia producida por una sensación, y eso sí está eximido de la razón. Otra cosa es que no hayamos sido capaces de «razonar» qué es la intuición y qué se puede llegar a entender. En cuanto a «verbalizarse» sobran los comentarios. Como en el caso del contexto del espíritu, la intuición no puede estar en la conciencia ni tener una causa, pues la causa misma es la que relaciona la impresión con la intuición. La intuición debe ser «algo que está en la preconciencia o la subconsciencia», es decir, en «algún lugar de la mente», principio de todo proceso cognoscible de que se sirve el entendimiento. Está en la mente, «pero no es la mente», de la misma manera que el instinto debe estar en la energía, pero «no es la energía». Como algo que es pero anterior a la conciencia, debe ser «por defecto» y estar pendiente de que suceda algo para ser «en efecto». Esto nos lleva a considera que si bien la mente no es más que una forma de «energía», la mente misma debe contener algo más que mente para que pueda ser la «causa» de una impresión y su posterior idea. Sin duda que la causa es una «impresión», pero una impresión no es nada más que una «causa», sin que la causa misma nos diga nada sobre la «cosa que nos impresiona». Podríamos echar mano de la socorrida «experiencia», pero ¿si no tenemos ninguna experiencia de la cosa que nos impresiona, cómo relacionar la impresión con una idea? En otras palabras, si carecemos de experiencia, ¿por qué tenemos la impresión de una cosa? ¿Cuál es la causa misma de la impresión primera de una cosa? O dicho de forma más ilustrativa, ¿por qué Eva se dejó impresionar por la forma de la manzana? ¡Por la intuición que le «informó» sobre las posibilidades del entendimiento para dar con la forma de la manzana y su posterior idea! La intuición de Eva no contenía el preconocimiento de la manzana sino la capacidad «mental» para entenderla y llegar a conocerla. En otras palabras, la «intuición abre la mente a la conciencia, donde se pueden entender todas las cosas relacionándolas entre sí con la ayuda de la razón y la lógica, que son causadas por la misma mente y la impresión. ¿A dónde puede llegar la intuición? ¡A descubrir la verdadera forma de ser de todo lo existente! Es ahora cuando entendemos la lógica de Platón, puesto que, en efecto, la impresión por sí misma no nos dice qué es lo que nos impresiona, pero nos permite «ver la luz que hay fuera de la caverna», donde están «claras» todas las cosas que pueden llegar a existir en nuestra mente. Ya tenemos una primera pista sobre lo que debe ser la intuición y se confirma que no es nada en sí misma en tanto no se relaciona con la impresión de una cosa. Si la fe era «incrédula» sin la contemplación de una imagen, la intuición «no tiene efecto» sin la impresión de una cosa. De manera que se establece una relación necesaria entre las cosas y la intuición a través de una impresión, que es la «causa del efecto de las idea». Pero no es conocimiento, puesto que no están en la experiencia, sino en «algún lugar» de la mente. Por tanto ¡no es posible pensar sin intuición!, pues la intuición es la causa de todas las ideas cuando se carece de experiencia. Y aún teniendo experiencia, ésta no guarda ideas sino sensaciones e imágenes, que con ayuda de un «método razonable y lógico» rehace constantemente. Es decir, no «conocemos las cosas de una vez y para siempre por su idea», sino que debemos «reconocerlas» o «hacernos una nueva idea» cada vez que las sentimos o las contemplamos, es decir, que nos «impresionan». De manera que si la experiencia no puede guardar ideas, la intuición es absolutamente necesaria para «reconocer lo que vemos», pues es la causa de la «impresión de parecido» o «sensación de conocimiento», causa, a su vez, del mismo «reconocimiento» o «conocimiento provisional». La intuición debe ser por definición «entendimiento contenido en la mente», pues su labor es «permitirnos entender a partir de una impresión en la conciencia la forma de ser de lo que nos impresiona». Esa intuición es «todo lo que se puede llegar a entender sobre todas las cosas que existen», y es lo que define a ser propiamente humano. Como el caso entre la diferencia entre «espíritu» y «alma», es decir, espíritu personal, la intuición también debe ser «personal» y «general». Es decir, la intuición nos permite «entendernos a nosotros mismos», como una idea de nosotros mismos, Sócrates, y después entender el cosmos, o hacernos una idea «absoluta de la realidad» de todo lo cognoscible, Platón, principio y fin de la metafísica. Por último cabe hacer una importante salvedad que nos conecta con uno de los filósofos más geniales pero peor interpretado de la escasa historia de la filosofía española, como fue Ortega y Gasset, pues gracias a su popular axioma «Yo soy yo y mi circunstancia» podemos ilustrar cómo funciona verdaderamente la intuición. Todo lo que llegaremos a entender sobre nosotros mismos está en nuestra intuición, pero no es más que «información» que «carece de forma». Puesto que carece de forma la intuición necesita de la impresión de aquello que ya «preentendemos» su forma de ser, pero que necesariamente debe de estar fuera de nosotros mismos, o de otro modo no sería posible que se produjera la impresión necesaria. Es como el juego del escondite, simplemente se trata de «buscar en la circunstancia lo que ya está en nuestra intuición», y sólo «entendemos» aquello que «preconcebimos en la intuición». Sin la «circunstancia» no tendríamos ninguna posibilidad de entendernos a nosotros mismos, pues es el «espejo de nuestro yo por defecto». Una vez que obtenemos de la circunstancia todo aquello que nos interesa para el «descubriendo de nosotros mismos», la propia intuición intenta ir más allá del sí mismo para conocer lo que está también en la intuición, pero que pertenece al fuera de nosotros mismos. Es así como el popular axioma de Ortega se convierte en un principio metafísico fundamental y no una anécdota para psicólogos o «vitalistas». Este mismo libro es un buen ejemplo de «circunstancia», pues si ha entendido algo de lo que he tratado de explicar es porque le ha «impresionado», y si finalmente lo considera como propio es porque ¡ya estaba en su intuición pero no lo entendía! Creencia, Potencia y Causa La polémica en torno al «creacionismo» y «evolucionismo» es una falsa controversia creada por un error de método en el uso del lenguaje, pues ambos conceptos tienen el mismo sentido pero son utilizados en diferentes contextos. Digamos que el primer concepto pertenece a la contexto de «la palabra de Dios», en tanto que el segundo a «la palabra del hombre», o de la «ciencia experimental humana». Entre ambas «palabras» falta la de la «filosofía», que sería la del «causalismo», o la reflexión lógica y razonable de las «verdadera causa de las cosas». Es decir, mientras los creacionistas creen en la «palabra de Dios», los evolucionistas no creen sino que se afirman en la experiencia de las cosas según su comportamiento natural y consistencia, en tanto que la filosofía tampoco puede «creer» sino afirmar objetivamente la causa no sólo de las cosas en sí mismas sino la razón de ser de su existencia. Por tanto, la filosofía no pretende conocer sino entender, y debe ser el «nexo» entre creacionismo y evolucionismo. ¿Qué es una creencia? Una creencia es una hipótesis basada en la mera apariencia de las cosas sin llegar a pensar en ellas con la intención de hacernos una idea objetiva. Sólo creemos en aquello que necesitamos conocer pero que no conocemos, no porque no lo veamos, sino porque no lo «entendemos». Una vez que entendemos lo que vemos y tenemos su idea, dejamos de «creer» para «afirmar». De manera que toda creencia es una «relación superficial» con las cosas que vemos o sentimos, que no entendemos y de las que no conocemos nada más que su apariencia. Una creencia constituye en sí misma una idea previa basada en la mera apariencia de una cosa. Por tanto es una idea «en creencia», porque no tiene como fundamento la realización en la conciencia de un pensamiento, provocado por la visión de una cosa que finaliza en la «concepción» de un objeto, fiel reflejo de la cosa observada. En tanto que idea en creencia el resultado de una creencia es, así mismo, una «creación sin una idea de sí misma», o lo que es lo mismo, no es sino el «fruto de la propia creencia, que permanece en la imaginación sin llegar a la conciencia», porque en ningún caso responde a la «experiencia comprobada de la cosa misma contemplada» ni a su reflexión lógica y razonable. Es decir, en la creencia hay una «imagen» de la que puede surgir una «creación imaginada o revelada», pues la creación misma es un concepto derivado de la «palabra de Dios», o lo que es lo mismo, de la teología. De esta manera podemos «crear cualquier cosa» cuya sustancia no está en la realidad de lo sentido o experimentado sino en lo «creído». Por tanto, toda creación es el resultado de una creencia. Podíamos caer en la tentación de aceptar la teoría de todo materialismo científico de que «Dios es una creación de una creencia del hombre», pero se trataría de una simplificación poco «filosófica», pues «toda apariencia tiene la posibilidad de existir», es decir, que toda creencia tiene la posibilidad de crear algo real y existente, por tanto, que la creencia en Dios también puede llevar a «crear un Dios imaginado, pero que realmente es y existe». No podemos disociar «apariencia de consistencia y existencia», pues lo aparente necesariamente debe ser también consistente y existente, separados por sus respectivos contextos, de los que depende su propio enunciado. Por esta razón la «evolución» no pude explicarse con el lenguaje de la teología ni de la filosofía, y tan sólo puede hacerse con el que le es propio, es decir, el de la ciencia. Toda creencia puede ser tan consistente como la propia certeza de su experiencia o verdad de su existencia, pues en tanto la creencia se basa en la «apariencia», la experiencia no se basa en lo «verdadero en sí mismo» sino en aquello que trasmite la «consistencia de la cosas», sin que sepamos no obstante la «verdadera causa de las cosas que consisten». Es decir, es un certidumbre tan «falsa» como la creencia, pues ambas se basan en supuestos previos al pensamiento que establece la «verdadera causa de las cosas» gracias a la elaboración de una idea lógica y razonable. Por tanto la polémica en torno a creacionistas y evolucionistas se desarrolla en un nivel en que ninguna de las dos «opiniones» supera la mera «observación de la cosas», una por su apariencia y otra por su consistencia. Ambas deben confluir necesariamente en una tercera y última certidumbre más elaborada, la de un pensamiento consciente que lleve a la idea que establezca al «verdadera causa de las cosas», no por su apariencia o su consistencia sino por la «razón de su existencia». La evolución, por su parte, no se basa tan solo en la experiencia de las cosas consistentes que observamos, sino en el equivalente a las creencias pero en el contexto de la física: la potencialidad de las cosas que consisten. Todo comportamiento desconocido para la física es la «potencialidad de las cosas», es decir, que está en el «instinto» de la cosa que se comporta de una determinada manera de la que no se tiene conocimiento basado en la experiencia. El científico no parte de una creencia, cuyo origen está en una mera apariencia, sino en una «potencia», cuyo origen está en la consistencia misma de las cosas, es decir, en sus «genes», que no son sustancias aparentes sino consistentes y comprobables. Por tanto lo que hay en una potencialidad es un «producto con unas características determinadas», aquellas que están en su potencialidad, de manera que la evolución se basa en la potencialidad de las cosas de acuerdo a su carácter y no su mera apariencia. Este es el punto de vista de la ciencia. Pero la ciencia sin más sólo sabe de las cosas lo que está en su «actualidad o en su pasado», pero no lo que está en su futuro, a menos que «trascienda» la consistencia física de las cosas y estudie su «existencia metafísica», es decir, si no establece una «teoría» o «probabilidad» de acuerdo a lo que la razón y la lógica le permiten entender sobre sus causas y sus efectos, que en su propio contexto decimos «potencialidad». De manera que la ciencia no puede avanzar sin la filosofía. Lo que la ciencia llega a conocer de las cosas ya estaba en potencia, pero eso por sí mismo no le dice nada sobre sus «causas», es decir, las conoce pero no las entiende. Para entenderlas es necesario pasar de la mera «experimentación» con los sentidos a la «concepción con el pensamiento», lo que implica pasar a un nuevo contexto «más allá de lo físico», o lo que es lo mismo, un contexto «metafísico», aquel donde las cosas no se conocen sino que se entienden; también podemos decir que es aquel donde las cosas se entienden porque son y existen, y sólo con el ser y la existencia de las cosas pensadas podemos hacernos una ida que nos permita descubrir las «verdaderas causas de su existencia y su forma de ser». ¿Es que la ciencia o la teología no tiene en consideración la «existencia de la cosas»? Sin duda que la tienen, en especial la ciencia, pues necesariamente debe «interactuar» con la filosofía, ya que cada cosa que conoce con la «experiencia» debe consolidarla entendiendo la causa de lo experimentado, es decir, además de «experimentar» debe «pensar razonablemente y con lógica» sobre lo experimentado. Este mismo argumento constituye la base de la filosofía tomista, pero por desgracia en su tiempo no se entendió correctamente dados los prejuicios de la religión contra la ciencia y de ésta contra la religión. Afortunadamente ciencia y filosofía no sólo pudieron caminar juntos sin estorbarse, sino que desde Descartes, ambas se funden prácticamente en un mismo «logos» hasta el fin temporal de la filosofía tras su estancamiento con el «existencialismo», o más bien podríamos decir su «suicidio». Por su parte la teología es más reacia a «pensar en lo que cree», porque en tanto que se considera la «palabra de Dios», pese a no tener más fundamento que lo aparente, la «fe» permite al creyente consolidar sus creencias como ideas «ciertas», aunque no pueda probar que sean «verdaderas», por no reflexionarlas razonablemente en la conciencia ni, por consiguiente, probar su verdadera «existencia». La ciencia, en tanto que «palabra del hombre» no puede arrogarse esa misma «infalibilidad» y se ve obligada a razonar lo que conoce por la mera experiencia. De esta manera se establece la relación histórica entre la ciencia y la filosofía, lo que no sucede con la teología, excepto en los intentos de la escolástica y de todos los filósofos formados en la teología, como Kant o Hegel, pero todos ellos intentaron probar la «existencia de Dios», cuando la mera fe en la creencia les aportaba la certidumbre necesaria. Esta útil y provechosa interacción entre la ciencia y la filosofía lleva al tercer estado de la certidumbre de la cosas, que consiste en «probar su existencia tras la experiencia», para lo que previamente es necesario tomar consciencia de su entidad, es decir, llevar la mera experiencia o apariencia a la «conciencia», y una vez allí otorgarle un ser, o «forma de ser», para posteriormente concebir su idea como una existencia en la forma de un objeto, que no es sino la «cosa misma de donde parte la toma de conciencia ante su sensación de consistencia», pero en su respectivo contexto. Al descubrir su forma de ser descubrimos, al mismo tiempo, su «causa», pues no entenderíamos su idea si no establecemos de forma lógica y razonable la causa misma de su existencia. De manera que al tomar conciencia de lo que experimentamos o creemos fruto de la percepción de los sentidos, nos vemos obligados a «encontrarle una causa razonable» o de otro modo no podemos concebir el «efecto», o su idea, y estaríamos ante algo «inconcebible», un ser sin existencia, pese a pensar en ello. Este es el dilema en torno a la verdadera forma de ser del universo, que sabemos aquello que experimentamos, pero en tanto que no «concebimos su verdadera causa» el universo sigue siendo una «idea inconcebible» de la que sólo existe aquello que entendemos, pero no lo que no entendemos. Para concebir la «causa del universo» la ciencia y la teología deben recurrir a la filosofía, de manera que puedan hacerse una idea razonable y lógica de su existencia, lo que nos llevaría a establecer su «causa», y una vez conocida su causa, tanto la ciencia como la teología tendrían argumentos para reafirmarse en sus «creencias» o «teorías». Pero el universo no puede llegar a conocerse por la simple experimentación, pues sus sustancia es demasiado grande para la experiencia y contiene demasiado tiempo y espacio para que pueda ser apreciado por los sentidos ni por tanto recurrir al instinto, que necesita de una sensación total de la cosas, sino que es necesaria la intuición, no para conocerlo sino para entenderlo, es decir, «hacernos una idea de su forma» y de la causa de su «existencia». Una vez entendido puede ser posteriormente conocido. Por eso sólo la filosofía, o más propiamente la metafísica, puede darnos la respuesta que buscamos con los satélites y telescopios para conocerlo por la experiencia. Lo paradójico es que, en tanto que «apariencia, consistencia y existencia» son en realidad una misma cosa en tres contextos distintos, necesariamente la teología y la ciencia deben confluir en la filosofía, es decir, no hay «tres verdades distintas», sino una sola interpretada en tres contextos distintos. Creación, evolución y causación deben llevar necesariamente a la misma idea, pero en tanto que «idea» ésta sólo puede tener una causa: la mente. La mente debe resolver por sí misma la causa de todo lo real haciéndose una idea objetiva, con la ayuda de un método tan fiable y lógico como el matemático. Es decir, si las matemáticas hablaran ya sabríamos todo cuanto se puede saber sobre la realidad, tesis de los «pitagóricos», y de los recientes intentos de probar la existencia de Dios con las matemáticas, pero las matemáticas no hablan, tan solo «operan». Por tanto, en la medida de que la verdad de las cosas depende del «verdadero sentido de las palabras», ésta no se puede enunciar correctamente sin un método tan «lógico» como el matemático, en que cada palabra o concepto tenga un sólo y único significado, y para ello lo primero es situarla en sus respectivos contextos: el del espíritu, el de la energía y el de la mente; es decir, el de la teología, el de la física, y el que verdaderamente se ocupa de la existencia de las cosas, el de la metafísica. Creación, Naturaleza y Ser Si todo lo creado no es más que el fruto de una creencia, ésta necesita contener alguna certeza capaz de convertiste en lo creado. La creencia no puede surgir «de la nada» porque para nuestro sentido del lenguaje la «nada» es algo «vacío», donde «no existe cosa alguna», a menos que debamos cambiar su significado. Para que se produzca una creación tiene que haber algo entre la propia creencia y su creación fuera de ellos mismos. Es decir, la creencia y su creación son la «causa y el efecto», la «acción y reacción» en otros contextos, pero en todos los casos es necesario «algo capaz de convertirse en una creencia, una causa o una acción». Ese algo sin duda debe ser la «fe», que justifica la creación y se justifica a sí misma gracias a la creación, no como algo que exista sino que es cierto que es, pues está plenamente justificado que sea en todo lo aparente. La fe no puede crear sin la «revelación» de una imagen, que es la creación misma, porque ha surgido de una creencia. Es decir, toda creación tiene su origen en el «contenido invisible de la fe». Es, por decirlo de otra manera, el «contenido que necesariamente debe de haber en la nada», lo que nos obliga a revisar el significado «real» de nada. La creación, por tanto, tiene su origen en la fe, pero la fe necesita una «creencia» y la creencia necesita a su vez «ver para creer», pero no ver cualquier cosa, sino aquello que está en el contenido de la fe. ¿Cómo saber que lo que vemos está contenido en la fe? Simplemente cuando «creemos en lo que vemos», pues de otro modo simplemente «no creeríamos», ya que la «creencia no está en la visión sino en la fe». Es decir, creemos «porque tenemos fe», y creamos porque «creemos en aquello que nos sugiere la fe». El resultado es una creación siempre fruto de la fe, pero no está «orientada» por la fe misma, que carece de apariencia, sino por la «creencia», que ya tiene apariencia, pues se basa en la «aparición de una imagen en la que hemos creído». La fe, como la intuición, no es «conocimiento» sino el «valoración» de lo «previsto», que en este contexto se llamaría «valoración», pues el espíritu sólo valora las cualidades de las cosas, o lo que es lo mismo, su valor «ético». Este proceso es perfectamente equivalente al de la intuición, pues ésta no puede causar efecto alguno sin causa, y toda causa proviene de un impresión, y con una impresión ya tenemos la forma para un ser. En este contexto la «impresión» se transforma en «sugestión», y la causa es la creencia, mientras el efecto es la creación. Lo mismo podemos decir del contexto físico, pues el instinto no puede por sí mismo producir reacción alguna sin una acción, y esta depende de una sensación, y una vez que tenemos la sensación tenemos el «reflejo» o la reacción, es decir, la «orden del instinto». Por tanto la creación en sí misma no pasa de ser una mera apariencia inexistente e inconsistente en tanto no la «producimos» o «concebimos» en los contextos de la energía y de la mente. La creación en el contexto de la física no es otra cosa que la «naturaleza», pues además de «aparente» es «consistente». Mientras que la creación es «estática» la naturaleza es «dinámica». Es decir, lo creado «es como es en el momento de su aparición y no puede ir más allá de la creencia», en tanto que lo nacido o gestado, o lo que es lo mismo, lo natural, es lo que es más su potencialidad contenida en su «evolución», inevitable en todo aquello que transcurre dentro del espacio y del tiempo. La creación es «inmutable» y «evoluciona» con cada nueva creencia contenida en la fe, en tanto que la naturaleza es mutable y evoluciona con cada reflejo o acción, contenida en el instinto o en la experiencia. No hay por tanto controversia alguna, tan solo es una cuestión de contexto. Sin embargo en ninguno de estos dos casos hemos visto «causa alguna», pues nos hemos quedado en la mera «apariencia y consistencia». Tanto lo creado como lo producido no tiene todavía una «causa razonable», simplemente porque en tanto no lo «concibamos» sea lo que sea lo creado o gestado, «puede ser, pero no existir», y si no existe no tiene relación con la intuición, que es la causa de la impresión de lo creado o producido. Por tanto ahora nos pasamos a tercer contexto, al de la mente, y tanto la creación como la naturaleza se convierten en «el ser de las cosas», puesto que sin el ser no pueden existir. Por supuesto que lo creado «es», pero en tanto no lo «concibamos» es «por defecto» o «en creencia». También lo producido «es», pero si es «inconcebible» también es, pero «en potencia». En ambos casos «es en creencia o en potencia», pero no es «verdaderamente», puesto que la verdad sólo puede establecerse una vez que tenemos la «existencia», y ésta es un atributo exclusivo del contexto de la mente. Todo lo creado y producido que puede concebirse es y existe «verdaderamente», en tanto que todo lo creado y producido que «no puede concebirse» es, pero no existe verdaderamente. Para que sea posible la existencia necesitamos una «impresión», pero toda impresión tiene su causa en la «intuición». Por tanto todo aquello que está en la intuición «existe por defecto», pendiente de una «impresión» para existir en efecto. Pero el ser que existe contiene además una idea de sí mismo, idea que también debe partir de la intuición pues no puede elaborarse sin el «entendimiento». Por tanto no sólo nos «impresionan las cosas sino también la ideas» sobre las cosas y sus causas. Si algo se le puede reprochar a Platón es precisamente el no haber establecido la diferencia entre las ideas y el entendimiento, pues lo que había fuera de la caverna, la luz, no eran las ideas, sino el entendimiento capaz de causar las ideas. Es decir, lo que las sombras trasmiten a los encerrados en la caverna son impresiones y para convertirlas en ideas necesitan «la luz» que permite proyectar esas sombras, pero en la luz misma no están las ideas. Incluso en el contexto de la física puede verse mucho más claro este mismo ejemplo: la luz no «contiene las cosas», pero las cosas están «hechas de la luz», pues no son más que luz a una velocidad inferior a 300.000 km por segundo, es decir, otra forma de «com portarse» de la misma energía que hace posible los fotones o partículas de las que están compuestas la ondas electromagnéticas que trasmiten la luz. En otras palabras que la intuición es «la luz que ilumina el entendimiento» para discernir sobre la forma de ser de las cosas que nos impresionan. Esta idea está correctamente intuida ya en las civilizaciones arcaicas, que consideraban que las cosas que vemos necesitaban de un «médium» que una nuestro «espíritu» con lo percibido con la vista. La escuela atomista sostenía que la visión se producía porque las cosas emiten «imágenes» que desprendiéndose de ellas, venían a nuestra «alma» a través de los ojos. Revelación, Reflejo y Razón Estamos ante el error de contexto que más controversia ha suscitado a lo largo de la historia del ser humano. No se ha tratado de una relajada discusión entre académicos, teólogos y filósofos, sino de violentos enfrentamientos entre estados confesionales. Además, no es un enfrentamiento superado, sino lamentablemente actual y en plena efervescencia. Obviamente la revelación pertenece al contexto del «espíritu». El error consiste en que «en principio» ninguna revelación puede ser «verdadera» en tanto no se plantee en el contexto mismo de la «verdad», es decir, de la filosofía o de la mente. Toda revelación tiene su fundamento en una «aparición», pues sólo se revela lo que está «velado» y se «aparece». Por tanto la revelación misma es tan solo «aparente». La revelación no está causada por una sensación o impresión, que se refiere a las sustancias y las formas, sino por una sugestión, provocada por la imagen de una cosa o un sueño. Todas las cosas tienen «imagen», además de forma y sustancia. La imagen nos «sugestiona», en tanto que la sustancia nos produce una «sensación» y las formas nos causan «impresión». Por tanto no podemos confundir sugestión con sensación o impresión. Pero si no hay impresión no puede haber forma y, por tanto, ser y existencia e idea; es decir, no podemos saber si lo que nos ha sugestionado es y existe «verdaderamente», pero podemos tener la «certidumbre» de que «es aparentemente». La sugestión sólo valora la ética de las cosas imaginadas, pero no se cuestiona su «verdad o falsedad». La revelación sólo nos dice si lo revelado es «bueno o malo», pero no si es «verdadero o falso». La utilidad de la revelación es exclusivamente ética o moral, en tanto que la impresión es «estética o formal», y sólo en la forma radica la verdad o la falsedad. No podemos saber si una revelación es verdadera en tanto no planteemos lo «visto en la sugestión como la impresión de una forma», en cuyo caso la forma de lo revelado «debe de ser una forma existente y verdadera». Pero ¿cuál es la causa de la revelación? La simple visión de una cosa no provoca una revelación, tan sólo provoca una «aparición», consecuencia de una creencia que puede ser inducida por la experiencia. Es decir, si veo la imagen de algo que ya conozco porque tengo una imagen similar en la experiencia, tan solo se trata de una aparición que no se fundamenta en una «creencia» sino en una «certidumbre» presente en la memoria de la experiencia. Por tanto no se trata de una «revelación», pues no he desvelado nada que no conociera. La revelación sólo tiene sentido cuando «veo algo cuya imagen soy incapaz de valorar porque no la conozco ni la he visto nunca antes». Si la imagen me «sugestiona» es porque debe de existir una relación entre lo que veo y «lo que no veo» que causa la sugestión. Es entonces cuando puedo decir que estoy ante una «revelación». En realidad el ejemplo más simple es el proceso del revelado de nuestras fotografías, por supuesto antes de la era digital, pues sólo damos a revelar los carretes que, aunque no podemos verlo, sabemos que contienen imágenes, nunca se nos ocurriría dar a revelar un carrete que no ha sido utilizado o «velado». Por tanto toda revelación debe ser la comunicación entre algo que «es, pero que no se ve» y lo que «es y aparece por primera vez». Esa parte oculta de toda revelación no es ni la creencia ni la simple sugestión por sí misma, sino la «certidumbre de la fe». Es como si las fotografías del carrete que damos a revelar hubieran sido tomadas por «alguien que no somos nosotros», pero que no obstante tenemos fe en que el carrete revelará imágenes nuestras. Otro ejemplo simple de «revelación» es la sugestión de «bondad y bienestar» que nos produce la contemplación de la naturaleza, pues su imagen debe de estar contenida en alguna parte de nuestro «espíritu» que se «revela» con su contemplación. Pero ¿cómo probar la veracidad de una revelación? Si volvemos al ejemplo de las fotografías, simplemente comprobando que las «imágenes reveladas tienen una forma que se corresponde con nosotros mismos, en cuyo caso son las verdaderas formas de ser que revela la imagen». Es decir, las imágenes reveladas deben cambiar de contexto, y pasar de la «certidumbre de la aparición» a la del «ser y de la existencia, donde podemos concebir su «forma de ser», o de otro modo nunca podremos tener la certidumbre de que son «verdaderas». La utilidad de la revelación es obvia: se trata de «revelar lo oculto y desconocido para llegar a verlo». Es decir, no es algo exclusivo de la Biblia, sino que es absolutamente necesario que tengamos «revelaciones» para poder llevar a la conciencia aquello que nos sugestiona y deseamos saber si es, existe y además es verdadero. Sin revelaciones careceríamos de entendimiento, en otras palabras, ¡no seríamos seres humanos! Por tanto la polémica en torno a si lo revelado es o no verdadero se resuelve con meridiana sencillez en esta simple definición: «Todo lo revelado es cierto, pero es verdadero por defecto, pues es necesario probarlo en efecto». No es que sea verdadero o falso, es que no sabremos la «verdad de lo revelado» en tanto no pase por nuestra «conciencia» y sea la causa de «una idea», obviamente verdadera. Por esta misma razón no podemos negar que una revelación no «contenga una verdad por defecto», pero para ser «en efecto» es necesario que la revelación sea probada con una idea lógica y razonable que «explique» la revelación y sus causas. No tiene sentido la polémica sobre si el contenido de una revelación es o no es verdadero, porque dentro del contexto del lenguaje donde se expresa el propio concepto de revelación no existe el concepto mismo de «verdad», puesto que toda revelación sólo muestra apariencias. Pero en la medida de que la fe sugiere el valor de las imágenes previstas, justifica las propias revelaciones, al tiempo que la necesidad de la fe para verlas. Si ahora planteamos el concepto de «revelación» en el contexto de la física tenemos un «reflejo», pues no es más que pasar del contexto del espíritu al de la energía. Ya no se trata de algo aparente sino de algo «consistente». Por la misma razón de que la revelación es la relación existente entre «fe y sugestión», en este nuevo contexto decimos que el reflejo es la relación entre «instinto y sensación». Simplemente hemos sustituido fe por instinto y sugestión por sensación. En el contexto físico ya no nos preguntamos si lo que «sentimos» es verdadero sino si es «positivo o negativo». No hablamos de ética sino de «genética», pues la respuesta está en los «genes». Por supuesto que un animal sabe qué es lo que le conviene de todo cuanto percibe con los sentidos, pero obviamente no se hace cuestión de su existencia, sino de su «consistencia», es decir, lo que le interesa es saber en «qué consiste» aquello que percibe con los sentidos. Este conocimiento «nato» es la consecuencia de un «reflejo», que resulta de la relación natural entre la sensación y el instinto. Es decir, el instinto no actúa sino a través de la sensación, pero la sensación no es la causa de la mera acción, sino del reflejo que causa el instinto. Como en el caso anterior, el animal puede conocer sin «instinto», como consecuencia del «aprendizaje» o la «experiencia», pero no podría sobrevivir sin el «reflejo» que le proporciona el instinto, pues cada día se le presentan nuevas sensaciones que tiene que resolver sin haber tenido experiencia. En ambos contextos ni lo aparecido ni lo sentido «existe», en tanto la apariencia o sensación no se traslade a la conciencia, es decir, se convierta en una «impresión». La ciencia carece de instinto porque por sí misma es puro «aprendizaje», pero gracias a trasladar sus conclusiones a la conciencia, puede avanzar «hipótesis» y «teorías» que puedan ser demostradas. Un científico tiene «fe» en tanto al valor ético de lo que descubre o crea; tiene «instinto» en cuanto al valor positivo o útil de lo que inventa o produce; y por ultimo, tiene «intuición» en cuanto a lo verdadero de la hipótesis teórica que plantea. De esta manera Einstein fue un científico con instinto e intuición, pero la fe fue posterior, cuando comprendió el «valor negativo de sus teorías», es decir, lo «malvado» que podía ser la energía nuclear para uso militar. Entonces se hizo más moral que científico. Obviamente los seres humanos tenemos instinto, pero en la medida de que nuestra convivencia se basa más en el «deber» que en el «poder» hemos relegado esta característica a un segundo plano, o en sociedades mediatizadas por lo religioso, a un tercero. Primero consideramos la intuición, que nos permite concebir las ideas e ideologías que son la causa del Derecho, después la fe que conforma la moralidad social y por último el instinto, que asegura el estímulo e interés por la procreación y la supervivencia. Lamentablemente la tendencia actual es a anteponer nuevamente el instinto sobre la intuición y la fe, es decir, revertir el orden en que fueron apareciendo en la cultura social. Y esto nos lleva al último contexto, donde hablamos de «razón», sin duda el fundamental para el desarrollo del entendimiento humano, pues sólo en este contexto podemos establecer la verdad o falsedad de lo que vemos o sentimos, además de la propia existencia de las cosas. La relación entre la razón y su causa se establece entre la «intuición y la impresión». Ahora hablamos de lo que «existe» y no de lo que «aparece» o «consiste», porque hemos pensado en ello y tiene entidad y ser. Es una existencia de «derecho», pues lo que es en la conciencia tiene el «deber de existir», además de parecer y consistir. La verdad se establece al contrastar lo que «parece que es con lo que existe», desde el contexto del espíritu, y lo que «consiste con lo que existe», desde el de la física. De las cosas que vemos tenemos su imagen, que es lo que «parece que es» y su sustancia, que es lo que «consiste en lo que es», pero en ningún caso tenemos la prueba de su existencia. Para ello tenemos que pensar en «la forma de ser de las cosas» y éstas sólo pueden establecerse en la conciencia, con la ayuda de la razón y la lógica a partir de una «impresión». La impresión que nos produce una puesta de sol no está en su imagen, que trasmite sugestión, ni en su sustancia, que trasmitiría su consistencia, sino en su forma o «estética». Es la forma del sol reflejado en el agua lo que impresiona nuestra «mente», pero es la imagen general lo que sugestiona nuestro «espíritu». En el primer caso no valoramos la sensación de bienestar sino de «formalidad» o «veracidad». La naturaleza en su conjunto nos «impresiona por su veracidad», es decir, porque es «verdadera» o «natural», pero nos sugestiona por su «buena o mala imagen». Como el caso de la revelación o el reflejo, la razón es necesariamente causada por la impresión de algo que está en la intuición, pues la impresión misma es una «idea por defecto», o «irracional» que espera la «intervención» del entendimiento, como la sensación es una cosa conocida en «potencia». La impresión es necesariamente la causa de la razón que establece la relación entre algo que no entendemos y la intuición, donde está lo necesario para poderlo entender, sea una cosa o una idea. Gracias a la razón aprendemos cosas nuevas a partir de una impresión, sin la impresión sólo aprenderíamos aquello que «no es necesario entender» sino tan sólo «conocer» con el uso de la memoria y la experimentación. Lo que nos trasmite la razón no es «conocimiento» sino «entendimiento para concebir la verdad de una cosa», es decir, lo que razonamos es lo «verdadero o falso» de las cosas que nos impresionan, por esta razón no es posible «descubrir nada nuevo que sea verdadero sin intuición». Ni Copérnico ni Newton hubieran podido «razonar» sus teorías sin intuición, pero eso no les restaba el tener que experimentar y aprender lo que la intuición le sugería como verdadero. Incluso podemos decir que dado que la intuición es «puro entendimiento», en toda verdad razonable debe de haber una intuición o no puede ser verdad. Por ejemplo, este mismo ensayo en tanto que pretende exponer «algo nuevo» debe ser necesariamente el resultado de algo que me ha impresionado porque «lo entiendo sin conocerlo», ya que no estaba en lo «conocido», o de otra manera no me hubiera impresionado, y esa sensación sólo puede venir de la «intuición». A partir de aquí viene el laborioso trabajo de razonar esa intuición y darle forma lógica hasta convertirlo en una idea «provisionalmente verdadera», nueva síntesis, pues es necesario que toda nueva intuición se asiente en una nueva certidumbre o verdad que supere la anterior; es decir, que convierta lo que «era la última verdad en falsedad». Es así como funciona la dialéctica, y como se alcanza progresivamente el entendimiento de las cosas. La impresión nos dice que una idea tiene posibilidad de ser verdadera, precisamente porque nos ha «impresionado». Por tanto la impresión es «la causa misma de una idea verdadera». Apariencia, Consistencia y Existencia La controversia histórica en torno a la existencia tiene su fundamento en un «error de método», lo que lleva a confundir el significado del propio concepto de existencia, oa otorgarle un significado más allá del que le corresponde en su propio contexto. Descartes, que aplica un método verdaderamente racional, deduce correctamente que la existencia es la causa de un pensamiento, es decir, que todo aquello que «no piensa» no tiene posibilidad alguna de probar la existencia de sí mismo ni de aquello que percibe. Aristóteles pretendió resolver este dilema considerando que las cosas que no piensan existen, pero con una peculiar forma de ser y existir, que él llama «per se», o por sí mismas. Pero ¿dónde existen las cosas que no se piensan a sí mismas? Si no son capaces de pensarse a sí mismas por sí mismas, no pueden existir, y si no existen para sí mismas, ¿cómo pueden existir para los demás? Es decir, si algo no es, no es ni para sí ni para los demás. Lo que Aristóteles pretendía argumentar era que las cosas que no existen para sí mismas existían, sin embargo, para los demás. Es decir, una piedra no es capaz de probar la existencia de sí misma por sí misma, pero puede existir para nosotros, que la vemos, la sentimos y la imaginamos. Pero en este caso ¿qué utilidad tiene la existencia «per se»? Y si no tiene utilidad, ¿para qué necesitamos probar que las cosas existen por sí mismas, pese a que no sean capaces de pensar en su propia existencia? ¡Ninguna! Por eso Descartes sentencia que sólo existe «verdaderamente» aquello que piensa en su propia existencia. Ya tenemos una primera pista del error de método, pues debe de haber otra voz que no sea «existencia» para probar la realidad de las cosas incapaces de pensar por sí mismas, y esa voz es simplemente «consistencia». En efecto, no es necesario pensar para que el cerebro trasmita la percepción de algo que «consiste». De manera que no es necesario pensar para probar la «consistencia» de las cosas sustanciales. No se trata de una cuestión de pensamiento sino de sensación; no es una cuestión metafísica sino pura y simple física. Por tanto rectificamos a Aristóteles y decimos que las cosas que existen «de hecho» simplemente «consisten», ¡pero no existen propiamente dicho! Todos los seres dotados de sentidos tenemos la habilidad natural de percibir las cosas sustanciales gracias a sus sensaciones. Éstas son trasmitidas al cerebro, donde son procesadas y contrastadas con aquellas que tenemos guardadas en la memoria fruto de la experiencia. El resultado es un conocimiento puramente «sensorial» o «físico», que nos dice si la cosa sentida es «positiva» o «negativa», «útil o inútil», de acuerdo a la experiencia acumulada en la memoria. Es así como los animales y las plantas resuelven sobre las cosas con su mera sensación; es decir, aprenden a relacionarse sin necesidad de pensar si aquello que ven o sienten «existe o no existe». Para ellos resulta suficiente con saber que «consisten» y «en qué consisten», no como idea sino como cosa o sustancia. Por tanto es inútil hablar de existencia cuando la percepción que lleva al conocimiento superficial de una cosa no requiere más que la prueba de su consistencia. No es que no «exista», es que todavía no ha llegado el momento de utilizar esta voz en particular, cuyo sentido no es tan amplio y generoso como solemos otorgarle, sino que queda «restringido» a la prueba «mental» de una cosa consistente; es decir, que deben suceder otros «fenómenos» más complejos que la mera sensación física para que podamos utilizar con propiedad la voz «existencia». Volviendo a Descartes, él sí utiliza correctamente la voz existencia, pues la considera el resultado de un proceso mental más elaborado que la mera sensación, que llama correctamente «pensamiento»: «Pienso, luego soy», o «Pienso, luego existo», si pienso en mí como forma de ser. Para completar el axioma con plena lógica, podemos decir: «No pienso, luego consisto», o una forma «impensada» de ser, pero con «posibilidad de existir». ¿Qué hemos hecho? ¿Hemos negado nuestra «existencia» por el hecho de no pensar? No, simplemente hemos utilizado la voz adecuada a su propio contexto. Si no pensamos y tan solo sentimos estamos en el contexto puramente «físico», pero si pensamos y descubrimos nuestro ser y nuestra existencia, estamos ya en el contexto «metafísico». Es por tanto una cuestión de método, y la existencia misma es tan sólo una voz que tiene sentido «dentro de un pensamiento» y no un simple proceso de percepción de los sentidos. Pero el dilema en torno a la existencia no se remonta a Aristóteles sino a su maestro, Platón, pues dentro de las sensaciones puramente físicas no sólo está la «sensación» sino también la «visión», es decir, la «apariencia» de una cosa, lo que nos dice que estamos ante la presencia de algo que es «aparente» porque se nos «aparece». Sin embargo una vez más estamos ante el mismo error de método, y éste es especialmente grave para el discurrir de la filosofía, pues nos preguntamos si lo que se nos aparece existe, y si decíamos que la existencia está dentro de un pensamiento, aquello que vemos pero en lo que no pensamos «tan solo es aparente», y tiene la «posibilidad de existir», ¡pero todavía no existe! El error consiste en apresurarnos una vez más y llamar «existencia» a lo que no es más que simple «apariencia». Este argumento sirvió a Platón para explicar el origen de las ideas con su famoso «mito de la caverna», pues trató de demostrarnos que la «existencia de las cosas estaba desligada de su apariencia», y tal como hemos visto, no es así. Pero se trata de una simple cuestión de método y de contexto, puesto que todo lo que aparece no existe «verdaderamente», ya que si no pensamos en ello con la intención de «hacernos una idea de lo que vemos», no podemos pasar de la certidumbre de su apariencia ni establecer lo verdadero de su existencia, por tanto lo «lógico» no es llamarlo «existencia» sino «apariencia». Platón no estaba equivocado y estableció la diferencia entre lo «aparente» y lo «existente», que llamó «dóxa» y «epísteme», pero incurrió en el error de método de no considerarlo como una mera cuestión de contexto y de «evolución», sino que para él cada cosa tenía pleno sentido por separado. Esto mismo sucede con el dilema entre «creación» y «evolución». De manera que la existencia de las ideas no podía provenir de la apariencia de las cosas, sino de la luz fuera de la caverna, ¡y llevaba razón! En efecto, las cosas que aparecen ante nuestro sentido de la visión sólo pueden surgir de la «no apariencia», es decir, de «no verlas» porque están ocultas en la claridad total de la luz fuera de la caverna de Platón. De manera que todo lo aparente «surge de la luz». El dilema podemos plantearlo en estos sencillos términos: ¿Existe todo lo que vemos? Todo depende del proceso posterior que sigamos tras la experiencia de la visión misma, y si la visión proviene realmente de una cosa o de una sugestión en nuestra imaginación, es decir, de un sueño. Si nos conformamos con «apercibirnos de una cosa por su apariencia» no podemos decir que exista sino que «aparenta ser» tal y como se aparece ante nosotros. Esta percepción no nos dice nada sobre la forma de ser de lo percibido como la cosa que es, sino que nos muestra una vez más «algo que es aparente y se ve», en tal caso no podemos decir que existe propiamente, sino que tal y como aparece desaparece, sin dejar rastro de su existencia. Es decir, todo lo que vemos puede existir, pero si no pensamos en ello con el fin de hacernos una idea, debemos conformarnos con decir que es «aparente», sin que hayamos llegado a confirmar que es «existente». En torno a este error de método gira toda la polémica sobre la existencia de Dios, pues aunque Dios estuviera a la vista y fuera perceptible, es decir, aparente, la propia teología carece del lenguaje adecuado para otorgarle la existencia, pues sus «cualidades» no pueden ser convertidas en «atributos», de manera que de su apariencia pueda ser «procesada en la mente» para hacernos una idea de acuerdo a las exigencias del entendimiento, como son la entidad de un ser lógico y razonable que esté contenido en un objeto. Sería muy extenso detenernos a establecer la relación entre la certidumbre de una aparición y la posibilidad de su existencia, no obstante como tal aparición «sugiere su existencia», puesto que hemos dicho que «todo lo que aparece tiene la probabilidad de existir con sólo que pensemos en ello». El problema es que la sugestión de la imagen de Dios tiene tales cualidades que la razón no puede establecer sus atributos formales, al menos todavía. Para la teología Dios «es si está en una creencia», es decir, en la imaginación, y no necesita la prueba de su existencia, cuya voz no está en su lenguaje, como lo prueba este pasaje de Tertuliano: «Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. [...] Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón.» Pongamos el caso tan común de dos inocentes pastorcitos que dicen haber tenido la «visión» de la Virgen María. Supongamos que «ven a la Virgen» en una «aparición», no podemos decir que «exista lo que han visto», sino que se trata evidentemente de una «aparición sin existencia». Es «cierto» que la han visto, pero no es «verdad» que haya existido lo que han visto, puesto que tan sólo tienen la certidumbre de una «aparición». En resumen, tanto en el caso de la sensación como de la visión, si no pensamos en lo que sentimos o vemos, tampoco podemos decir que «existe», sino tan solo que «consiste» o «aparece». Volviendo una vez más al axioma de Descartes ahora lo completamos con este otro: «No pienso, luego aparezco»; soy una aparición, un sueño, un fantasma sin existencia probada, pero tengo la probabilidad de existir apenas piense en lo que veo y siento, o más propiamente, en lo que me impresiona. Si ya hemos establecido que «consistencia», «apariencia» y «existencia» no son más que los tres contextos de la percepción de una cosa: la sensación, la sugestión y el pensamiento, ahora nos queda saber por qué razón estamos tan interesados en que las cosas que ya sentimos y vemos, además queremos que existan. En otras palabras, ¿qué utilidad tiene la existencia? Para el conocimiento en sí mismo de las cosas la existencia carece de utilidad, puesto que podemos conocer con la simple sensación o visión de las cosas, base del empirismo. En el primer caso basta con guardar en la memoria sus características y en el segundo su imagen. Nuestro perro nos conoce por nuestro olor personal y por nuestra imagen, de ellas deduce que se trata de una persona «positiva», porque lo alimentamos y «buena» porque somos su «amigo» y no somos agresivos. Es decir, nos conoce de dos formas específicas, que pese a lo controvertido de esta afirmación, podemos decir que el conocimiento del perro es «físico» y «ético», o «genético» y «ético», puesto que es capaz de «valorar» nuestra imagen como «buena o mala». Si se encontrara ante otra persona agresiva que lo hubiera maltratado, guardaría en su experiencia una «valoración mala de su imagen», por lo que forzosamente debe distinguir el bien del mal. La naturaleza puede resolver todas sus necesidades vitales con el conocimiento que proviene de estas dos «formas de ser», es decir, «siendo consistente y aparente», pero no necesita ser «existente», esa es una exigencia propia de la mente del ser humano, lo que nos permite calificarnos de «animales racionales» o con «entendimiento». De manera que la existencia aparece en el vocabulario cuando necesitamos más certidumbres que aquellas que nos aporta la sensación de la consistencia o la visión de la apariencia de las cosas. Pero ¿por qué somos tan exigentes? Para ilustrar el argumento que justifica esta exigencia reproduzco literalmente este pasaje del Génesis, porque sin necesidad de más razonamientos, lo expone con meridiana claridad: «6. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. 7. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.» Es decir, Eva no se conformaba con lo que era consustancial a la naturaleza de todas las cosas, consistir y parecer, sino que también quería poseer las cualidades de lo «divino», es decir, el «entendimiento». Según la serpiente el descubrimiento de la existencia (incluida la de Dios) no debe llevarnos al conocimiento sin más, sino al «entendimiento». Y Eva al morder la manzana descubrió su «existencia», de la que ya conocía su imagen y su sustancia, primero de la manzana y después de sí misma. El descubrimiento de su existencia le «abre los ojos», curiosa expresión para alguien que ya tiene la capacidad de la vista, con la que vio perfectamente la imagen de la manzana. El Génesis, que es un asombroso relato absolutamente «lógico», pese a ser simbólico, lo que quiere decir es que Adán y Eva «fueron por primera vez conscientes de su existencia», es decir, que de la certidumbre de «consistir y parecer» pasaron al grado superior de la certidumbre de «existir». Era inevitable que sucediera, pues la existencia estaba en el entendimiento de su recién estrenada intuición, sin duda un fenómeno nuevo de la misma evolución. En otras palabras, se les «abrió la mente». La «causa primera de la existencia» es la conciencia del ser, y el ser lleva implícito necesariamente una «forma de ser». He citado al Génesis porque probablemente no haya un argumento o relato en la historia de la filosofía que exponga de forma más simple y veraz las causas del «nacimiento de la conciencia, del ser y de la existencia», y con ellos, las ideas, y si no menciona la intuición es porque utiliza su propio lenguaje, para el que la intuición es simplemente la fe. Pero seguimos sin tener una respuesta más concreta y práctica para la utilidad de la existencia, aunque hemos avanzado que gracias a ella «abrimos los ojos a la realidad» y descubrimos la forma de ser de las cosas. Pero ¿por qué es tan importante descubrir la forma de ser de las cosas? En primer lugar para «ordenarlas» y en segundo para «entenderlas». El entendimiento nos abre una nueva perspectiva que no está en el conocimiento en sí mismo. Mientras que sin necesidad de la existencia podemos saber si las cosas son positivas o negativas, buenas o malas, ahora además podemos saber si son «verdaderas» o «falsas», algo que no nos preocupaba cuando nuestra mente era la equivalente de un animal. En otras palabras, el efecto del descubrimiento de la existencia es la posibilidad de «descubrir la verdad de las cosas», es por tanto ¡el nacimiento de la misma filosofía! Sin embargo podemos seguir insistiendo una y otra vez en la misma pregunta: ¿Por qué es tan importante conocer si las cosas son verdaderas o falsas si sabemos qué son, y además si son positivas o negativas, buenas o malas? Podemos decir que toda la filosofía pragmática, positiva, empirista, científica o como se quiera llamar, ha llegado a la conclusión final de que la «verdad en sí misma» no debe ser ya el objeto de nuestro interés, sino que debemos volver a los orígenes, antes de morder la manzana, y conformarnos con conocer lo positivo y bueno de las cosas. Esta actitud hace renuncia de la metafísica y del pensamiento que lleva a la existencia y se conforma con la consistencia y la apariencia de las cosas. Carece por tanto de un «fin trascendental», la razón de ser de la propia existencia. Los seres humanos, en especial los más cultos y avanzados intelectualmente hablando, hemos utilizado el entendimiento que nos ha aportado la filosofía para resolver con más eficacia nuestra mera supervivencia, pero carecemos ya de una «idea trascendental de esa existencia». Mantener esa búsqueda de la «razón de existir» nos lleva inevitablemente una y otra vez a las profecías de la serpiente: «El día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios.» Ahora a los pocos filósofos idealistas que quedan ya en el mundo, y que todavía están preocupados por el tema de la existencia, sólo le queda «descubrir la verdadera forma de ser de Dios» para saber cómo podemos llegar a ser nosotros tras haber mordido la manzana. Esta búsqueda subyace a través de todas las culturas como la única razón que da sentido a nuestra existencia, y que pese a las contrariedades y zancadillas del positivismo filosófico actual, deberemos alcanzar necesariamente. En resumen, la utilidad de la existencia no es probar la consistencia o apariencia de las cosas, tarea de las ciencias positivas o de la teología, sino la búsqueda de la verdad en sí misma con el «objeto» de conocer la causa de la propia existencia. Pero se trata de una búsqueda que carece de utilidad práctica o aparente, por eso la metafísica puede ser sustituida por la física sin que el mundo se venga abajo. Podemos vivir sin metafísica, pero como «cosas» que consistimos o aparentamos, y sus consecuencias para el modelo social y económico que adoptamos, pero no podemos pretender que además «existamos», pues como sentenció Descartes, «si no pensamos, no existimos». Iluminación, Conocimiento y Entendimiento No todo lo que «conocemos» proviene del entendimiento, pues aquello que no ha sido razonado sólo puede provenir de la «iluminación», es decir un supuesto conocimiento basado en la «certidumbre» que se puede alcanzar con la mera apariencia, sugerido por una «revelación» y fundamentado en la «fe». Si consideramos la iluminación como una forma de conocimiento es porque buena parte de la cultura de la humanidad en su conjunto se fundamenta sobre «certidumbres producto de la iluminación», que son «ciertas» pero no necesariamente «verdaderas». Es decir, se trata de un conocimiento basado en una «certidumbre», pero carente de una «reflexión razonable» que lleve a una «idea verdadera». Podemos decir que «es cierto que hay Dios», pues tenemos la «confirmación de la certidumbre», pero no podemos decir «es verdad que existe Dios», porque deberíamos razonar la existencia de «una idea de Dios objetiva», que se correspondiera formalmente con un «objeto» al que llamar Dios. Pero en tanto que lo cierto es «verdadero por defecto», la iluminación es también un conocimiento verdadero por defecto, que sólo espera pasar de la «certidumbre» a la «verdad». Este es el caso de la Biblia y de todos los considerados «textos sagrados», pero también puede ser cualquier relato u obra de arte «iluminada». ¿Es la imagen «verdadera» de Dios la que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? ¿Se trata de una obra de arte iluminada? Why not? Pero ¿cómo saber que esa imagen «cierta» es la «verdadera»? En principio debemos pasar de la imagen a la forma, pues la iluminación no conoce las formas, sino las imágenes. Al pasar de las imágenes a las formas lo que hacemos es «cambiar de contexto» y pasar de la certidumbre que nos trasmite el «espíritu» a la verdad que debe trasmitirnos la «mente». Es decir, para pasar de la certidumbre a la veracidad debemos convertir la «sugestión de la revelación» en «impresión en la razón», o lo que es lo mismo, pasar de la valoración de la imagen a la racionalización de su forma, precisamente lo que hizo el propio Miguel Ángel, o de otro modo no hubiera podido concebir la «forma de ser de Dios». Pero es muy probable que Miguel Ángel no concibiera a Dios de acuerdo a su propia «intuición de Dios» sino sobre la interpretación de la «revelación de la imagen de Dios en los relatos sagrados», donde Dios crea al hombre «a su imagen y semejanza». No es por tanto una certidumbre intuida sino «inducida»; no está en la fe de Miguel Ángel sino en la «creencia de las Sagradas Escrituras», cuya iglesia representante es la patrocinadora y mecenas de esas «formas inducidas» que pinta Miguel Ángel. Es muy probable que el resultado hubiera sido distinto de haber sido intuida por el propio pintor. Todo el arte religioso en general es «inducido» por la certidumbre contenida en el Antiguo y Nuevo Testamento, amen de los relatos populares atribuidos a los santos, como conocimiento iluminado que no es objetivamente verdadero, sino tan sólo por defecto, en tanto que «la certeza de una iluminación debe ser necesariamente una verdad por defecto», o de otro modo no sería un conocimiento fruto de la iluminación, es decir, no tendría su fundamento en la fe. Las imágenes de la Capilla Sixtina son imágenes «ciertas» si consideramos a la Biblia como un conocimiento «iluminado», pero no serán «formas verdaderas» en tanto no demos con la idea formal que corrobore que esa imagen de Dios es la «verdadera imagen de Dios». Y esta última reflexión nos lleva al segundo contexto, al de la física o de la energía, donde la «iluminación» se hace «conocimiento» y proviene del instinto y no de la fe. Una vez más tenemos que el conocimiento de la ciencia no es verdadero, sino «potencialmente verdadero», pues procede de la certidumbre que nos proporciona la «consistencia de las cosas», pero no de su «existencia». La relación entre lo consistente y lo existente es más «objetiva» que aquella que se establece entre lo «aparente y lo existente» del contexto anterior, porque se da una relación directa y necesaria entre «objeto y sujeto», pero aún así «lo que consiste no es verdad en tanto no probemos que existe», y para ello debemos, una vez más, cambiar del contexto de la energía al de la mente, o de la física a la metafísica. Es decir, no buscar la prueba de la certidumbre en la «sensación» sino en la «impresión». Podemos conocer todo aquello de lo que podamos tener alguna certidumbre con los sentidos, y estar seguros de que «consiste», incluso podemos saber en qué consisten considerando únicamente sus «características» pero no sus «atributos»; podemos saber si algo es sólido o gaseoso, dulce o salado, si está frío o caliente, pero no podemos saber más sobre su formas de ser, pues para ello deberíamos «convertir su sensación en una impresión», y la impresión proviene de su formas y no de su sustancia. Así, podemos conocer la Torre Eiffel con solo tocarla y sabremos que es de un material sólido y férreo, pero si no consideramos su forma no podemos «tomar consciencia de su existencia», porque la existencia de la Torre Eiffel no la confirma su mera sensación a través de los sentidos, que tan solo prueba su consistencia, sino su «idea a través de la conciencia», que prueba su forma de ser y su existencia. Por tanto «la ciencia tampoco puede establecer que lo que conoce es lo verdadero», sino tan solo que es lo cierto, porque es consistente y podemos sentir sus características y llegar a conocerlas. Lo que hace que una certidumbre científica se convierta en una verdad es, una vez más, convertir la sensación en una impresión, o lo que es lo mismo, encontrar una razonable causa de aquello que prueban los sentidos como cierto que no es más que una verdad por defecto. Por tanto llegamos al tercer contexto, al de la mente, donde no alcanzamos conocimiento alguno, pues éste requiere de la memoria, sino que es el contexto donde se causa el entendimiento de todo lo que llegaremos a entender como «tal forma de ser», además de si existe y si es verdadero o falso. Lo que sabemos acerca del universo es todo aquello que hemos podido «constatar» por medios «físicos», como telescopios, radiotelescopios, análisis moleculares, de la luz, etc., pero también por pruebas adquiridas por medios «teóricos», la llamada «física teórica», y ésta es posible porque las formas que conciernen al contexto de la mente no están tan sólo en las cosas sino en la estructura misma de un razonamiento, que alcanza a tener forma gracias a la lógica. Es decir, una idea es una «forma por defecto de una cosa en efecto» de la que sólo sabemos su voz y su significado. Si trato de tomar conciencia de la idea de un árbol, lo que tengo es un razonamiento lógico basado en la «forma de un árbol según su idea contenida en su voz», que tiene pleno sentido porque he podido «conocer el árbol por su consistencia y su imagen». Si tratara de hacerme una idea sobre el universo, tengo su voz pero su idea es «incompleta», porque el razonamiento sobre el significado pleno de la voz «universo» no alcanza a ser «totalmente lógico» al carecer de la percepción de su forma e imagen en su totalidad. En este último supuesto, sólo la propia razón podría ser capaz de «dibujar la forma lógica del universo en una idea razonable» si fuera capaz de encontrar la relación entre lo que percibo y veo y lo que no percibo ni veo, y esa es una tarea que sólo puede resolverse en la conciencia, cuyo resultado no es un conocimiento propiamente dicho, sino el entendimiento de algo que puede llegar a ser conocido físicamente, porque tengo ya su forma de ser en una idea. Esta tesis no es ni mucho menos original, pues ya Averroes, uno de los primeros y más notables filósofos nacidos en nuestra península, la Córdoba del Al-Ándalus, en su «Gran Comentario» sobre Aristóteles considera el conocimiento como un proceso que tiene su origen en los sentidos, la imaginación, para finalmente «captar lo universal». Personalmente altero el orden, pues la cultura empieza en la «imaginación» y termina en la «razón». Por tanto la ciencia «práctica» no puede avanzar sin la «teórica», que para los efectos de mi propia tesis no son más dos de los tres contextos de la realidad en sí misma. Pero tampoco la teología puede pasar de la «certeza» a la «verdad» sin este mismo proceso. Las cosas se pueden «prever» en la imaginación, «preconocer» en el instinto y «preconcebir» en la intuición, que nos lleva a la razón ya la ciencia. Y es así como se «crea y se concibe» todo lo nuevo, pues de la mera observación de la apariencia o la consistencia de las cosas se obtiene un «conocimiento mecánico», que debe limitarse a lo basado en la mera experiencia de lo «aparente y presente», sin posibilidad alguna de avanzar en el conocimiento «por defecto» que hay en las cosas «en efecto», es decir, no se puede conocer la «verdadera forma de ser de todo lo existente» porque no se «entiende». Conclusión En su novela «1984», influenciado por el pesimismo causado por lo avanzado de su tuberculosis, George Orwell describe el panorama desolador de una sociedad totalitaria, donde una de las normas fundamentales es que cada palabra tenga un único significado. Esto para Orwell es por sí mismo sinónimo de tiranía y ausencia de democracia. La República de Platón parece que se trata de una dictadura de los «custodios», una clase inteligente supuestamente poseedora de la verdad absoluta. Hegel no puede evitar admirar secretamente a Napoleón, pese a los enormes sufrimientos que causa al pueblo alemán allí por donde pasa su «Grand Armée», porque considera que en el Estado «absolutista» está también la «verdad absoluta». Los europeos estamos decididos a establecer ciertas «verdades por derecho» comunes a todos los países de la Unión, que puede llevarnos a una «sola verdad europea», lo que franceses y holandeses consideraron como un intento de restringir las libertades democráticas. En definitiva, que deducimos que la «verdad» parece que nos lleva necesariamente a la tiranía ya la esclavitud. Sin embargo está la otra versión, la de la «palabra de Dios», Evangelio de San Juan, pasaje 8:32, que considera que la verdad debe producir el efecto contrario, es decir, «La verdad os hará libres». Pero ¿qué es la verdad? La verdad debe ser el resultado de un razonamiento lógico, pero como tal no alcanza a ser más que el resultado de las premisas sobre las que se base ese mismo razonamiento y esa lógica. Por tanto la verdad no puede ser una certidumbre absoluta que abarca el conocimiento real de todo, sino un lento y progresivo «desvelar» aquello que todavía no entendemos. Es decir, la verdad no está en el conocimiento sino en el entendimiento. Todo lo que conocemos es el resultado de la experiencia de algo que tiene una duración, de la que sólo podemos experimentar en su momento presente, pero ¿qué hay es su efectividad? La experiencia por sí misma no puede acceder a este conocimiento, puesto que lo que es por defecto es lo «por venir», o lo que no es todavía pero que «debe ser necesariamente». Por tanto la verdad sólo puede alcanzarse cuando se plantea dentro del contexto de la mente, como una conclusión fruto de un razonamiento «lógico», y el resultado es el entendimiento de algo, a lo que llamamos «su verdad», o «verdadera forma de ser». Pero puesto que no hablamos de matemáticas sino de filosofía, no podemos ser lógicos en tanto nuestras lenguas no sean así mismo «lógicas» y estén «confundidas», según lo expone el pasaje del Génesis 11:1: «Cada una de las tribus descendientes de Noé tenía its propia región y its propia lengua». Esta confusión de las lenguas no se refiere obviamente a las «diversas lenguas», sino a los «diversos significados de las palabras dentro de las propias lenguas». La razón de esta confusión está en la propia religión, o en el dogmatismo de la «palabra de Dios», cuya «verdad» (mejor debemos decir «certeza») no podía ser enunciada razonablemente, pero tampoco podía ser cuestionada en otros «contextos» con otras palabras, sino como una certeza superficial. Para encontrar la verdad fue necesario «concebir otro lenguaje», aquel en que se pudiera enunciar una verdad de forma lógica y razonable, libre del dogmatismo de la «palabra de Dios». Este nuevo lenguaje no hizo sino «sustituir unas voces por otras», apartarlas del sentido dogmático y religioso, y otorgarles un sentido que pudiera entrar dentro de un discurso «verdaderamente razonable y lógico», inducido por la intuición o el instinto. Y gracias a ello surgió un nuevo lenguaje y un nuevo contexto, el de la ciencia, que debe iniciarse en Caldea y alcanza su primera síntesis en la culta Babilonia, más o menos cuando el relato bíblico supone que se produjo la «confusión», dando origen a una nueva percepción de la realidad apartada del dogmatismo de las religiones, la «física»; y de esos primeros matemáticos, gracias a su propio lenguaje, tenemos ahora conclusiones asombrosas sobre la composición del universo. Varios siglos después el lenguaje se hizo todavía más «confuso» con el nacimiento del nuevo lenguaje de la filosofía, y la primera voz verdadera fue «noûs», es decir, «mente», pues con ella nacía un nuevo contexto, el de la «conciencia». Son por tanto «tres lenguajes hermanos», pero celosos de su propio poder y posibilidades. Durante siglos se han combatido mutuamente. A finales del siglo XX cada uno de los lenguajes alcanza cierto «clasicismo», lo que significa su decadencia, porque ha llegado el momento del «ecumenismo» de los lenguajes y sus contextos, y en lugar de combatirse deben compenetrarse y entenderse mutuamente. Es por tanto el momento en que teología, ciencia y filosofía deben empezar a considerar la posibilidad de «compartir su poder y posibilidades», pues la verdad, pese a que sólo puede enunciarla la filosofía, esta en la teología como «creencia cierta» y en la física como «potencia cierta», pero en ningún caso «verdadera». Ha llegado pues el momento de dejar de combatirse, porque la libertad que nos promete la verdad, que no es exclusiva de la palabra de Dios, ni la verdad de la física, sino la «verdad que pueda ser compartida por los tres lenguajes y contextos». Y ésta ha sido la intención de este extenso prólogo, tratar de demostrar que no hay «tres verdades distintas, sino una sola expuesta con tres lenguajes diferentes». Por último una necesaria observación: ¿Por qué este ensayo no tiene ni una sola nota de pie de página? Simplemente porque no se trata de un libro más sobre historia de la filosofía o un comentario de filosofía, en cuyo caso hubieran sido imprescindibles, sino de un libro de «creación de filosofía». En los «Diálogos» de Platón tampoco hay citas de pie de página sino el recurso de traer a los propios filósofos que le precedieron oa personajes ficticios para que rebatan sus propias tesis, porque Platón tampoco está escribiendo un libro sobre filosofía sino que está «creando la filosofía». Platón no puede citarse a sí mismo y no puede citar a sus antecesores porque lo que expone son argumentos razonados por sí mismo, a partir de su propia intuición personal. Yo no he dicho en todo este libro que mis antecesores no razonaran correctamente, digo que lo han hecho sobre la premisa de otorgarle un sentido a ciertas palabras que ni lo tienen ni pueden tenerlo. Es decir, más que un problema de razonamiento el agotamiento de la filosofía se ha debido a un problema de lógica contenido en el uso del lenguaje. He citado «sobre la marcha» a muchos de mis antecesores, en especial al propio Platón, pero no como referencia a su filosofía sino de su «metodología», pero no los puedo citar a pie de página porque ninguno de mis antecesores recurre a un «método previo» que aclare el significado real de los conceptos que utilizan en sus razonamientos, pese a que durante siglos ha sido obvio que el lenguaje filosófico era utilizado con frecuencia «fuera de contexto», algo de lo que se ocupa le hermenéutica, pero sin llegar al extremo de practicarle una severa «operación quirúrgica», separando claramente unos conceptos de otros para no confundir el lenguaje en su conjunto y hacerlo inútil para la filosofía. MONOGRAFÍAS RELIGIÓN UNA IDEA DE DIOS SEGÚN LA FILOSOFÍA “Creo en el Dios de Spinoza, que nos revela una armonía de todos los seres vivos. No creo en un Dios que se ocupe del destino y las acciones de los seres humanos.” Albert Einstein I. ¿EXISTE DIOS O LO HEMOS IMAGINADO? «Dios, si se presenta, se presenta como no estando ahí, como faltando, it is presente como ausente.» José Ortega y Gasset Introducción ¿Queda algo que nosotros podamos decir sobre Dios? Más bien parece que sólo queda que Dios diga algo sobre nosotros. Este es el centro del dilema en torno a Dios, que nosotros lo percibimos de diversas manera, pero no tenemos pruebas fehacientes de su existencia ni de que Él nos perciba a nosotros ni siquiera de una sola. Al menos no lo expresa con la claridad necesaria para que fuera generalmente aceptado, tanto para creyentes (que no lo necesitan), como por agnósticos o ateos, en cuyo caso dejarían de serlo. Dios es un tema serio, pero «gracias a Dios» que al menos en Europa corren tiempos más relajados sobre este delicado asunto y es frecuente ver su caricatura en muchos medios de comunicación y por eso nadie se escandaliza. Como decía, de Dios se ha dicho muchísimo y se seguirá diciendo mucho más todavía, y lo prueba el hecho de que es un tema de conversación habitual en el ciberespacio; es decir, en foros y chats. Ponga usted en un foro la pregunta «¿Existe Dios?» y se producirá una auténtica avalancha de comentarios. Ponga usted «¿Existe el Ser?», y le tomarán por un pervertido mental. Así están la cosas en la actualidad. Lo peor es que la charla inmediatamente degenera hasta convertirse en una batalla campal, pues los ateos no soportan a los creyentes y los creyentes no toleran a los ateos. Por su parte lo agnósticos casi nunca se meten en estos berenjenales. La violencia sólo se da entre los que «creen en Dios»: unos para negarlo, los ateos fanáticos, y otros para destrozar su buena reputación, los creyentes también fanáticos. Así es que entre unos y otros no sacan nada en claro. La razón por la que me he decidido a abordar este delicado asunto en este nuevo libro, serio pero informal, es precisamente para intentar sacar algo en claro, y porque estoy un poco harto de argumentar ideas sobre otros asuntos donde siempre aparece Dios, sin que me haya atrevido hasta ahora a dedicarle a Él un solo libro en exclusiva. Sé que es una tremenda responsabilidad y que con toda probabilidad voy a herir la sensibilidad de algunos de mis lectores, pero es evidente que quien lee un libro que habla de la dudosa existencia de Dios no es un creyente, sino un descreído vacilante. Los creyentes tienen su propia literatura, que obviamente no pone en duda la existencia de Dios. Este no es un ensayo sobre teología, que es la disciplina que como su propio nombre indica se ocupa de los asuntos de Dios. Por tanto en un principio existe una contradicción irresoluble, porque en filosofía, mejor dicho en la parte de la filosofía que se ocupa de Dios, la metafísica, se le suele llamar el «Ser», Supremo, absoluto, ideal, etc., pero el «Ser». Hay lenguas donde «espíritu» se confunde con «mente», incluso con «energía», y es relativamente fácil hacerse un verdadero lío, y estar hablando de metafísica, es decir, del Ente o del Ser, cuando en realidad se está hablando de teología, es decir, del mundo o de Dios, caso que comentaré ampliamente. Pero en castellano se puede y se debe ser más preciso y exigente y no confundir una «cosa con la otra» (lo entrecomillo porque no son cosas). El castellano es una de las lenguas más «precisas» del mundo y mejor dotada para la filosofía (aunque no nos lo parezca), lo que pone bastante difíciles las cosas para un filósofo, pues la coherencia requerida es casi «matemática», habida cuenta de la riqueza tanto expresiva como conceptual de nuestra lengua. Este hecho supone un gran reto y una enorme dificultad, pero al mismo tiempo es una garantía para el lector, pues con el castellano no se pueden hacer «juegos de palabras» y llegar a conclusiones caprichosas e imaginativas. Toda reflexión razonable en castellano «va a misa», pues soy de la opinión de que es la lengua, por su parentesco directo con el latín y el griego y su rico aporte del árabe, más adecuada para «hablar con cualquier dios», o «dioses» si los hubiera, porque ninguna lengua es patrimonio de ninguna religión, a pesar de que ésta suele enriquecerla considerablemente. PRIMERAPARTE Sobre el método para el conocimiento de Dios Cualquier buena mujer, creyente o beata, como se la quiera calificar, que besa una estampa de Jesucristo no besa un trozo de cartulina, sino al mismo Jesucristo de carne y hueso. Si cree ciegamente en la veracidad de esa imagen, obviamente que está ante la presencia del mismo Dios, pues ya desde la catequesis para tomar su primera comunión sabe que Jesús es «consustancial» al Padre, y por tanto, también es Dios. De manera que para esta buena mujer Dios ya tiene «sensación e imagen», es decir, ante la contemplación de una imagen de Jesús «siente y ve a Dios», de manera que sería ocioso e irreverente tratar de argumentarle con razonamientos metafísicos que aquello que «siente y que ve» no es «lo que se imagina que es», entre otras buenas razones porque nadie puede argumentar que lo que se imagina «no es lo que se imagina». Es decir, si cree que esa imagen es la de Dios, y la imaginación no necesita pruebas de «identidad», esa imagen es necesariamente Dios, «un Dios imaginario, claro está». ¡Y aquí está el problema! El dilema en torno a Dios no es que no se pueda percibir, sino que no se puede «identificar» aquello que podamos percibir de lo que nos parezca o imaginamos que pueda ser Dios. La mujer del ejemplo no necesita que le digamos que es una pérdida de tiempo que se imagine a Dios si sólo podemos verlo «representado» en su Hijo, pero no podemos ver al mismo Dios en persona tal y como debe ser, pero no oculto en ese misterio de la Trinidad sino sin misterio alguno, y que podamos decir: «¡Ahí está: ése es Dios!». Pero ¿por qué la mujer que besa la estampa de Jesús (o el hombre, no seamos sexistas) como si besara a Jesús revivido no necesita ni la prueba «física» ni «razonable» de la existencia de Dios? Simplemente porque su «percepción de Dios le resulta más que suficiente» y no es tan exigente como para pedir su presencia física o su identidad. Es decir, si ya lo «percibe» ¿por qué tener que volver a percibirlo por otros medios distintos a su «creencia» de que Jesús ya es la imagen de Dios? Lo que estoy tratando de argumentar es que todas las cosas, y no sólo las imágenes de Dios, se perciben de varias maneras, pues siendo una misma cosa ofrece siempre al menos tres aspectos fundamentalmente distintos pero emanantes de la misma cosa percibida, como son: - el aspecto físico, que es la sustancia de la cosa sobre cuyo comportamiento se basa la ciencia para probar su consistencia (pero no su existencia); - el aspecto psicológico, que proviene de la «sugestión de la imagen de las cosas», y que es la base misma de la teología y de toda religión, - y el aspecto ideológico, que es el «formal», y que provoca la «toma de conciencia» de la cosa como idea, con entidad en sí misma (identidad), base de la filosofía y de la metafísica. Dios no es una excepción a la hora de apercibirnos de su existencia, porque «sea lo que sea» debe apercibirse también como «sustancia», como «imagen» y como «idea». La primera forma de percepción, es decir, la pura sensación de todo lo aparente, es la idea panteísta, común a todas las religiones, porque es evidente: Dios es «omnipresente», es decir, si Dios es el creador de todas las cosas, el mundo necesariamente debe ser Dios mismo, pues Dios está en todas las cosas y todas las cosas son de Dios. Esta es una percepción ambigua, pues no provee de una «imagen concreta» y mucho menos de una idea específica y delimitable, sino una idea de «totalidad» o totalitaria que no puede ser concebida, pues desconocemos cómo es verdaderamente el «todo al que nos referimos», donde debe de estar incluido el «mundo teológico», que no es el planeta Tierra, sino el cosmos. Por tanto es una percepción que pudiéramos llamar «natural» o «primitiva», poco elaborada, que no es más que la constatación de la «inmensidad» del universo y la pequeñez del ser humano dentro de ese universo. La segunda percepción ya está más elaborada, ya que proviene de una «imagen» más delimitada y concreta, pues de ese cosmos desconocido hemos extraído la imagen de un creador más humano y próximo a nuestra «imaginación» que puede presentarse incluso como un venerable anciano de barba blanca, que habita en el «cielo» y se comunica con sus criaturas precisamente con la ayuda de su «imaginación», lo que permite a Miguel Ángel hacerle un «retrato» bastante realista, echándole una mano a una de sus criaturas, y dándole de esta manera la «gracia divina» de la imaginación para poder «imaginarlo». Pero la tercera percepción es donde el ser humano se estrella contra la falta de evidencias, pues se trata de «identificar plena y objetivamente» tanto la primera sensación como las sucesivas imágenes. Es decir, se trata de hacerse «una idea» de algo a lo que razonable y lógicamente podamos llamar Dios, y como debe reunir infinidad de atributos superlativos, no es fácil dar con ella. Todo lo que tenemos es una «idea subjetiva» que surge de la sensación de su sustancia, el cosmos, y una idea también subjetiva que surge de la imaginación de teólogos y artistas, que además difiere de una cultura a otra y de una religión a otra. La idea del Dios que buscamos tiene que ser ecuménica, o un mismo Dios para todos. Además tiene que probarnos que es Dios y puede hacer todo lo que se supone que puede hacer Dios. La propia idea debe de mostrarnos la manera en que creó el mundo, descubrirnos sus leyes y principios, y lo que es peor, su capacidad para destruirlo de la misma manera que puede construirlo. De ahí que lo primero que se inculca en toda religión es el «temor a Dios», pues por la misma razón que creó el mundo puede también «descrearlo» o destruirlo. Esta última reflexión limita nuestra búsqueda a una idea objetiva y probable de la existencia de Dios, desestimando las que ya son perceptibles, como es su sensación y su imagen, pues no sirven para la búsqueda de nuestra idea de Dios; un Dios concebido como idea y no sólo sentido como sustancia, o sugerido como imagen. Para hacerlo más claro podemos recurrir a un ejemplo basado en la fruta de la discordia, la manzana. Supongamos que nuestros primeros padres están dando su habitual paseo por el jardín del Edén y dan con el manzano. Como la ciencia estaba prohibida nuestros primogénitos no tienen «ni idea» de qué puede ser esa cosa encarnada y brillante que cuelga del árbol. Por alguna razón hemos culpado a Eva de caer en la insana curiosidad de conocerlo, pero también pudo haber sido Adán. Desde el punto de vista que nos interesa lo primero es que Eva «pruebe la existencia de la manzana», y como ya tiene el sentido de la visión, lo primero que percibe del fruto es su «imagen». El mero hecho de ver e «imaginar» la manzana que percibe, aún sin concebirla, pues no sabe qué es, le prueba que del árbol cuelgan cosas de un color atractivo, ya que las plantas desarrollan su colorido con la única intención de que sea «apercibida su presencia y la haga deseable», y una cosa es algo sin entidad. Una vez que Eva tiene la apariencia de la manzana en su imaginación, comienza el proceso que dio origen al «pecado original», causa de nuestros males de cabeza, y lo digo sobre todo refiriéndome a este libro en concreto. También puede que Eva «tocara la manzana», con lo que no llegaría a probar su existencia, sino tan sólo su «consistencia», es decir, la «existencia de hecho» de las cosas en las que no pensamos, y entrecomillo la frase porque es totalmente incorrecta, como veremos más adelante. Aunque en el Paraíso el hambre no existía, Eva al apercibirse de la consistencia y de la imagen de la manzana quiere saber más sobre la cosa en cuestión. Ya sabemos que el estímulo principal proviene del demonio en forma de serpiente, interesado en que Eva se apercibiera de la manzana de forma más elaborada que con la imaginación o la mera sensación; es decir, que supiera los «atributos» de la manzana y tuviera «la prueba razonable y lógica de su existencia». Eva coge la manzana, y como por alguna razón su imagen le atrae, «cree que es una buena imagen», y por tanto que debe de ser «algo bueno» y además «positivo». Como decía, las plantas son muy imaginativas y elaboran vistosos frutos y flores con el objeto de ofrecer una «buena imagen» que las haga «fiables», «atractivas» y «deseables». De manera que ya tenemos que las imágenes son, fundamentalmente, «buenas» o «malas», con lo que deducimos que de ellas se extrae la «ética» misma, pues sin imagen de algo no podemos saber el valor de ese algo. Si podemos imaginar a Dios, debe tener una «buena imagen», por la misma razón el demonio necesariamente debe ser representado con un «mala imagen». En este caso la «mala imagen» es la de la serpiente, razón por la cual siempre hemos creído que una serpiente es más mala y dañina que un león, porque el león tiene «mejor imagen», cuando no hay nada más esencialmente perverso que un león. Por tanto, el bien y el mal es una cuestión que proviene fundamentalmente de la imagen de las cosas que vemos o que «imaginamos que vemos»; es decir, no es algo «lógico» sino «psicológico. Pues bien, ya tenemos que el primer paso para establecer la existencia de las cosas es su imagen, ahora viene el segundo, que es su «sustancia». Eva no sabe qué es lo que atrae su atención, pero tras tocar y olisquear al fruto, y valorar positivamente su imagen, decide probar su sabor. Lo primero que debemos hacer constar es que al «coger la manzana y sentir su consistencia» se establece la segunda forma en que se apercibe de su futura existencia, tomando contacto físico con la cosa que imagina y que «parece una buena cosa», es decir, comprobando que es una cosa sustancial porque tiene «consistencia». En principio deberíamos de establecer que no es posible la comprobación de la consistencia de las cosas por la percepción de su sustancia si previamente no nos habíamos percibido de ella por su imagen. De manera que la imagen, en los seres con sentido de la visión, necesariamente debe preceder a la sustancia misma y no hay interés por las cosas si previamente no nos atrae su «buena imagen». De manera que «sea Dios la cosa que sea, por el momento nos atrae su buena imagen». Eva prueba la manzana y, en efecto, su valoración ha sido «positiva», pues sabe bien y puede constituir una cosa «alimenticia» y además agradable, pese a que en sus circunstancias éstas no serían sus preocupaciones inmediatas, pero el Génesis lo cuenta así y algo tendrá de cierto, ya que siguiendo este mismo método, si el autor del libro del Génesis «imagina» que debió de ser así, por «alguna razón será», y eso es lo que estamos tratando de averiguar. Como la prueba de la sustancia es «positiva», y vuelvo a remarcar la expresión positiva porque la de «buena» habíamos dicho que se corresponde con su imagen, a su sustancia le corresponde el calificativo de «positiva» o «negativa», o también, «útil» o «inútil». Una vez que Eva establece que la manzana se «aparece» ateniéndose a su «imagen» y que es «algo consistente» de acuerdo a su sustancia, no sólo decide provocar a Adán, inducida por la perversa serpiente, sino que se dispone a cometer el pecado que sería la causa de la expulsión de ambos del Paraíso. Ahora Eva (o tal vez fuera Adán) decide que esa cosa tenga un nombre y para ello no tiene en consideración ni la percepción de su sustancia ni de su imagen, sino que recurre a una nueva percepción de la cosa, que es la exigencia misma para encontrarle un nombre: «su impresión». No se trata de la sugestión de una imagen, ni de la sensación de una cosa, sino de la impresión de algo, pero por su «forma de ser». Por tanto, lo que acaba de hacer es descubrir su ser, y resumiendo mucho, su entidad, gracias a la cual podrá establecer su «identidad»; es decir, otorgarle un nombre. Por tanto Eva ha hecho el milagro de hacer nacer en sí misma la peculiar mente de un ser humano, con sus tres percepciones distintas: la imaginación, la sensación y la impresión. En otras palabras, !Eva ha descubierto la existencia de las cosas! «!En un principio fue el Verbo!», pues nada puede existir si no «es»; o lo que es lo mismo, si no tiene ser. En efecto, en el Paraíso casi todas las cosas debía de tener «buena imagen» y ser «positivas», incluso las serpientes, de ahí que Eva no sintiera repulsión por ella en un primer momento, pero tienen «distintas formas», por tanto para «reconocer» la manzana la próxima vez que la vea y no sólo se aperciba de su consistencia sin más, no tiene que recordar tan sólo su imagen sino la forma particular que contiene la imagen, que es lo que la diferencia de otros frutos que tienen distinta forma. De manera que todas las cosas con esa forma deben de ser nombradas con una «voz única», que sea aquella que representa su «forma» y no su imagen o sustancia. Así es que la voz de la cosa está relacionada única y exclusivamente con su forma y no con su imagen o sustancia, que no dice nada de la identidad de la cosa en particular. De manera que anticipándonos unas cuantas páginas, el «nombre de Dios debe de estar necesariamente relacionado con la forma de Dios», o de otro modo no podemos nombrarlo de ninguna manera y llamarle simplemente «Él», como sucede en las lenguas semíticas, de donde se deriva «Alá». Aunque más correcto sería decir «Ello», pues sin su forma tampoco tenemos su género. Al otorgarle una voz a la forma del fruto en cuestión, lo hace «reconocible», puesto que es la voz misma por la que se «conoce a una manzana», es decir, que sin una voz particular sólo podríamos saber que se trata de una «cosa», y que es aparentemente buena y positiva por su imagen o su sustancia, pero no la «conoceríamos», y mucho menos la entenderíamos, sino que tan sólo la «percibiríamos». De manera que es en la voz misma donde está «el ser de la manzana», y no es sólo por la presencia de su imagen, sino por la existencia de una voz que representa la forma de una manzana dentro de su imagen. En esa voz está, a su vez, su entidad o «identidad». Cuando Eva o Adán vuelvan a ver una fruta con esa misma forma, no es que descubran su presencia, que con el hecho de ver su imagen ya sería suficiente, sino la «existencia de su ser concreto y objetivo, como es una manzana», en otras palabras, que al interesarse por la «forma de la manzana» descubren «el ser de las cosas en concreto», al tiempo que descubren el Ser en sí mismo, contenido en todas las cosas que percibían, pero no concebían y, al mismo tiempo, aprenden a distinguir lo «verdadero» de lo «falso». Este descubrimiento es revolucionario y peligroso, porque con él, y de forma automática, surge la «conciencia» de las cosas; en otras palabras, surge la «ciencia que hay en las cosas», y es a partir de la conciencia como pueden llegar a ser entendidas y conocidas «verdaderamente», en otras palabras, surge el «entendimiento» con el que es posible alcanzar el «conocimiento» en sí mismo. Insisto una vez más, para que no se caiga en este error nunca más, sobre todo cuando nos referimos a la «existencia» de Dios, que la conciencia no descubre la «consistencia de las cosas» que ya son «de hecho», sino su «forma de ser»; es decir, su ser en concreto. Pero, al mismo tiempo, descubre la existencia del ser de las cosas y el Ser en sí mismo, de manera que se completa los modos en que se puede percibir las cosas: por su «sustancia», por su «imagen» y por su «ser». El paso siguiente debió tardar unos cuantos siglos, pues una vez descubierto el ser de las cosas por su forma, era necesario el laborioso trabajo de ir nombrando una cosa tras otra con voces distintas, pero sin perder de vista su «relación lógica» (ontológica) o familiar de la cosa. Así una pera era distinta de una manzana, pero debía pertenecer a la familia de los «frutos», pues si bien su forma era distinta, su función era la misma, provenía de un árbol, tenía buena imagen y además también era comestible. Para establecer el orden lógico de las cosas según su «especie» o función específica dentro de la naturaleza, sería necesario que los descendientes de nuestros primogénitos dieran con otro elemento fundamental del «entendimiento», pues para ordenar la forma de las cosas que no son «idénticas» era necesaria precisamente la «lógica», que en lo esencial consiste en comprobar dos cosas y si no coinciden sus formas es porque ambas cosas no son «iguales» sino «distintas». La lógica fue un gran descubrimiento, pero llevaba consigo la necesidad de inventar otros atributos del ser de las cosas para que la lógica misma fuera «consistente», es decir, no bastaba con tener una voz sin más para cada cosa, pues las diferencias no implicaban que necesariamente fueran de otra especie; es decir, dos manzanas pueden ser distintas, pero siguen siendo manzanas. Para fundamentar la lógica se llegó a la conclusión de que el ser de las cosas se podía dividir en grandes «grupos de cosas similares pero no iguales». Es decir, debía de haber algo común a muchos seres que sin tener un nombre específico quedase claro de que se estaba hablando de las mismas cosas, y ese nuevo atributo se llamo «Entidad». Gracias al descubrimiento de la «Ente», y no me refiero al momento en que nace para la filosofía, con Parménides, sino para la filología primitiva, ya en los orígenes del lenguaje hablado, todos los seres de las cosas por el hecho de ser y de pensar en ellas, tenían una determinada «entidad». Así es como se establece realmente la «identidad» de las cosas iguales o desiguales. De manera que dos cosas iguales son necesariamente idénticas, pero dos cosas similares pueden tener la misma entidad pero no ser idénticas. Con el descubrimiento de la Ente la lógica misma tiene donde sustentarse y es más fácil pensar y proceder con el conocimiento de las cosas de acuerdo a su forma de ser. Ahora sólo nos queda encontrar un «método-lógico» para que nuestra mente recupere la «identidad» de un cosa con sólo «pensar en ella», pues no se piensa en las cosas realmente en tanto no se descubre su entidad, su ser y, por consiguiente, su existencia. Establecer el conocimiento de una cosa, es este caso de una manzana, es un proceso complejo que consiste en apercibirse de la cosas gracias a su imagen o su sensación, analizar y descubrir su forma de ser, para otorgarle una entidad lógica, y una vez concluido el proceso, al resultado final podemos llamarlo «la idea de la cosa», que no es ni su imagen, ni su sustancia, sino la consecuencia de «aplicar un método-lógico» a la imagen de la cosa con la intención de entenderla. A esto lo podemos llama el «entendimiento», que no es sino el resultado de un «método lógico», o más propiamente dicho «ontológico», es decir, el resultado de aplicar la razón y la lógica a una entidad para fijar o establecer su idea o «identidad». Ya sólo queda dar con lo que pone a la cosa y la idea en relación para confirmar si es una de la manzana se convierte en un objeto si sus atributos se corresponden plenamente con las «características de una cosa», en cuyo caso se establece una «tesis comprobada», o lo que es lo mismo, una «síntesis», o la manera en que se mueve la conciencia con relación a las cosas que observa y descubre. Si no hubiera tal cosa con tales características, es decir, si no hubiera manzanas y Eva se empeñase en descubrir la entidad de una manzana, tan solo llegaría a tener un «sujeto», o lo que es lo mismo, una «hipotética manzana» pendiente de confirmación, o subjetiva. Con las ideas ya se puede entender y conocer el mundo, pues ya se dispone de todos los elementos necesarios para su descubrimiento. A esto Platón es a lo que llamaba «epísteme», y que es el origen, como su propia raíz expresa, de la «epistemología», o teoría del conocimiento. Por último supongamos que una plaga hubiera terminado con todos los manzanos del mundo y ya no quedara en ninguna parte una sola manzana para imaginarla, saborearla o conocerla. Gracias al «recuerdo de su imagen y de la forma que contiene» sería posible restablecer su idea y reconstruir nuevamente su forma y su consiguiente imagen. Pero como es natural esa nueva forma e imagen sería aquella que quedara guardada en la memoria de quien la recuperase. Si se trata de un buen artista con buena memoria, cabría la posibilidad de recuperar su forma fielmente, pero si es un mal artista y además con mala memoria, lo más probable es que nos «dibujara» una manzana con la forma de un higo chumbo. Pero como ese sería el único dibujo de quien «recuerda la manzana real» tendríamos que fiarnos de que ese higo chumbo representa en realidad una «verdadera manzana». Sólo si diéramos con un «fósil» de manzana primitiva podríamos descubrir el engaño, lo que es lo mismo, tendríamos la «cosa que confirma el objeto». De manera que toda imagen, por manipulada y «falsa» que sea, debería provenir de una «verdadera cosa». Y digo «debería» porque todavía no hemos considerado la fuente de conocimiento que es la «intuición» que sobrepasa la intención de esta primera argumentación. ¿Qué se deduce de la aplicación de este método? Lo primero es puramente anecdótico, pues es evidente que el Génesis lleva razón, ya que como hemos visto en el manzano está el origen mismo de la «ciencia», del «bien» y del «mal». Pero lo más importante, y lo que para este trabajo interesa, es que extraemos estas conclusiones irrefutables: - que la imagen es lo primero que se percibe de las cosas (base de experimentalismo o empirismo, como se lo prefiera llamar); - que la imagen sugiere y provoca el interés por confirmar la existencia de la cosa, no sólo por su valoración sino por su ser, de manera que toda imagen deviene o proviene, como se quiera establecer, de «alguna cosa que es o ha sido», y que por muy alterada o manipulada que esté, necesariamente sigue habiendo la necesidad de una cosa remota relacionada con toda imagen; - que la imagen sólo puede ser valorada como buena o mala; que si nos ha llegado una o varias imágenes de Dios, Dios mismo «es necesario de que sea o haya sido una sustancia concreta». Y con esto queda apuntado en lo esencial el método por el que intentaré probar cuanto sea «probable» acerca de Dios. Pero hago nuevamente la salvedad de que el empirismo o la experiencia tiene sentido a partir de la existencia de «una primera idea», de donde devienen el resto de las ideas de las cosas, que son sucesivamente creadas de forma racional, lógica y dialéctica. Pero esa «primera idea» sólo puede surgir de la «intuición», o lo que es lo mismo, «de la nada». Sobre el ateísmo Obviamente un ateo intenta creer en Dios, pero lo rechaza porque no encuentra una idea razonable ni soporta el que algo o alguien pueda prevalecer por encima de su propia voluntad de ser él mismo. Es decir, un ateo es ante todo una persona amante de la libertad y del libre albedrío, y suele coincidir por lo general con personas de carácter, con gran personalidad, seguros de sí mismos y de sus convicciones. Aceptar la existencia de Dios es hacerse la competencia a sí mismo desde sí mismo, o dicho de otro modo, tener que aceptar que hay algo en sí mismo que le «trasciende» y que no puede dominar ni controlar. Pero como debe de haberlo, que es la cuestión fundamental que trataré de argumentar en este ensayo, se pasa la vida renegando de su parte desconocida, a lo que asocia con una intolerable intromisión de Dios en su vida personal, cognoscitiva y emotiva. En cierta manera es la negación de la «autoridad moral de un padre». Digamos que por el simple hecho de que el ateo se cuestiona la existencia de Dios y la niega, está «aceptan que hay un Dios inexistente para sí mismo»; es decir, el ateo se hace esta reflexión: «Dicen que Dios existe, pero «para mí» no existe». Con esta reflexión «lógica» Dios «sale de sus creencias personales», pero permanece intacto en el mismo lugar donde lo encontrara cuando se hizo la pregunta, cuya respuesta «prueba su ateísmo». Para negar a Dios lo fundamental es no cuestionar su existencia porque no se le perciba de ninguna manera, caso por ejemplo de los animales y las plantas, que dicho sea de paso, son «agnósticos». Casi podíamos decir, para evitar dispersarnos inútilmente, que el ateísmo sólo puede darse en el entorno del cristianismo y del judaísmo, en otras palabras, en la tradición religiosa de Occidente, donde se ha intentado otorgarle una entidad propia a Dios, empezando por otorgarle un nombre propio, como el de «Jehová», pues hay tradiciones que lo consideran el «innombrable». En aquellas religiones que se conforman con una «percepción» de Dios sin entidad propia, el ateísmo como tal es inconcebible, pues en realidad no hay ninguna idea que «negar», excepto una «certidumbre» sin identidad y ¿cómo negar algo que no tiene entidad? Es decir, ¿cómo negar algo que no tiene una forma determinada de ser, sino como «una imagen de algo» infinitamente bueno y poderoso, además de otras cualidades morales, dependiendo de cada credo religioso? El ateo rechaza la «idea» de Dios, pero no la «imagen» ni la «sustancia» de Dios, pues éstas no interfieren en su personalidad o conciencia de sí, en tanto que la idea sí, ya que le exige buscarle una «forma específica de ser». Por tanto, ese poder ambiguo de la percepción de Dios a través de la fe se convierte en un poder «operativo», «sustancial», capaz de hacer cosas que el ateo no puede concebir, porque aquello que se obtiene del «Ser de Dios» no tiene relación ni lógica ni ontológica con ninguna cosa de este mundo, al menos de las que hemos llegado a conocer hasta ahora. Es decir, el ateo desea creer en algo cuya idea no comprometa su buen juicio y su propia conciencia personal, pero como en el cristianismo esto no es teológicamente tolerable surge el ateo, o la violenta reacción contra la «idea de un Dios inconcebible». Sin embargo este empecinamiento del cristianismo tiene sentido, pues su teología pretende ser «racional», ya que ¿cómo se puede aceptar la irracionalidad de un Ser aunque carezca de entidad? Ese supuesto no está en la tradición de donde surge nuestra religión, especialmente a partir del Nuevo Testamento, donde ya se puede hablar de la influencia decisiva de Platón y de sus seguidores, como Plotino. Los Padres de la iglesia son todos sin excepción personas «lógicas» y hasta podríamos decir que «racionalistas», y sobre todo «idealistas», pues no conciben las cosas sin sus correspondientes ideas, y para asentar sus creencias en la propia lógica necesitan una «idea del Ser supremo con nombre propio, entidad e identidad». Es decir, es necesario que el Ser supremo sea «identificado con algo o alguien de este mundo» y con cierto sentido «ontológico». De esta manera es como se toma la decisión de «deificar» la personalidad de alguien tan excepcional, si nos atenemos a sus biógrafos, como es Jesucristo, pero que no es el único de la historia en predicar una religión basada en la hermandad y la trascendencia del ser humano y su peculiar forma de pensar. Como hemos dicho, esa forma de pensar se fundamenta en la percepción de la existencia de las cosas según su sustancia, su imagen y su inevitable idea. Tan inevitable que de la primitiva imagen de varios dioses y de un sólo Dios, Jehová de la tradición cultural y nacional de donde proviene nuestro Dios cristiano, debe surgir necesariamente una «nueva idea» redactada en un «Nuevo Testamento», pero una «idea», a fin de cuentas. Por tanto, el ateísmo no es más que la reacción a ese intento de asociar la primitiva imagen de dioses inombrables e inconcebibles, o símplemente lo divino, a un solo Dios con entidad, que es consustancial a la de Jesucristo. De manera que la condición divina de Jesucristo, que para un ateo o hereje no es más que un ser humano como los demás, salvo aquello de excepcional de su misma biografía, que puede ser interpretado de diversas formas e incluso se puede llegar a considerar que ha podido ser «alterada y manipulada», pues su testimonio no proviene de su puño y letra, y adquiere un poder inadmisible para una persona soberana dueña de su propio destino. Si a Jesús no se le hubiera otorgado divinidad alguna, no cabría la posibilidad de la herejía ni del ateísmo, como sucede en otras culturas de otros ámbitos religiosos donde al no tener Dios entidad alguna ningún ser humano puede compartirla, todo lo más ser su «profeta» o «sumo sacerdote». El ateísmo es por tanto un fenómeno propio del cristianismo, provocado por la aparente «irracionalidad» de querer otorgar entidad a un Ser que no puede ser asociada a ninguna «cosa», «idea» o «sustancia» concreta de este mundo. No obstante, desde el Concilio de Nicea la teología cristiana persiste en otorgar a Dios una «entidad» que se encuentra repartida en tres «personas» distintas, las tres «consustanciales», el propio Dios o Padre, el Hijo o Jesús y el Espíritu Santo, o el «aliento vital» de Bergson, de donde surge la vida misma. Si se persistió en este misterio fue porque la razón simplemente no podía aceptar la posibilidad de que un ser no proviniese de la percepción de una «cosa», tal y como lo he tratado de argumentar con mi propio método. Si la «personalidad de Dios» no podía ser momentáneamente identificada, el cristianismo se anticipa a su descubrimiento inevitable en el tiempo y proclama la existencia de una entidad personal que debe ser Dios, y para que sea comprensible lo hace en la persona de Jesucristo. Esta proclamación estimula su búsqueda casi desesperada, sobre todo dentro de ateos y herejes, pues los creyentes no han pasado de la valoración de una imagen y no se hacen este tipo de preguntas. Son los ateos, y en su versión más moderada los agnósticos, los que aceptan el reto del «misterio de la identidad de Dios» y se proponen la compleja labor de descifrarlo, tarea que ya es parte de la historia misma de la filosofía, no para justificar el misterio, puesto que ya está claramente planteado, sino para encontrarle una explicación y entidad «lógica y razonable». En otras palabras, la teología cristiana establece que Dios «tiene que existir como idea necesariamente», pero como no sabe ni quién es ni cómo es, le otorga una entidad o «identidad provisional», que ya no es una pura imagen de Dios, sino una entidad sin resolver o identificar en «alguna persona o cosa en concreto», excepto claro está, en la persona de Jesucristo. El reto de esta búsqueda de «racionalidad teológica» es el fundamento de la escolástica hasta Santo Tomás, y lo asume la propia Iglesia, a través de sus múltiples y sucesivas herejías, hasta la consumación de la Reforma, que no resuelve lo fundamental, pero al menos pone las cosas mejor para futuros y razonables «agnósticos», como el propio Descartes, Spinoza, Hume, Kant, etc. Pero dentro del ámbito de la poderosa Iglesia católica, en la medida de que las herejías son aplastadas y dominadas por esta Iglesia oficial, el reto de encontrar una respuesta razonable debe ser asumido por un tipo peculiar de ateo, que no es radical e intransigente, sino flexible y razonable, y que está en condiciones de resolver el misterio que oculta la «verdadera identidad de Dios». Este ateo razonable es el «agnóstico». Sobre el agnosticismo Un agnóstico no «cree» en la existencia de Dios porque sus ideas se fundamentan en conclusiones razonables y no en creencias, pero acepta la remota posibilidad de su descubrimiento, porque posee la «intuición» de su hipotética existencia. El no «poder» creer no quiere decir caer en el nihilismo, ni siquiera en el escepticismo, antes bien todo lo contrario, no hay nadie más activo en asuntos de razonar la posible identidad de Dios que un agnóstico, pero su progreso es lento ya veces contradictorio. El fundamento de la filosofía desde Platón está basada en el agnosticismo, que puede ser interpretado como «duda sistemática» de todo aquello en lo que creía, porque lo que necesito no son creencias sino conclusiones razonables sobre aquello que siento, veo o imagino. Y si no puedo hacerlo directamente, tomando contacto con la cosa misma, al menos tomando contacto con ella como una «hipótesis razonable» que haga necesaria su existencia tal y como es «probable que sea». La aproximación del agnóstico a la idea de Dios es precisamente la de tomar los elementos existentes y ver qué hay en todo este embrollo de razonable y por tanto de probable. Para ello es necesario retornar a la «epistemología», es decir, volver a repensar una y otra vez, y las que sean necesarias, la manera en que pensamos en las cosas, no sea que lo estemos haciéndolo mal y, por tanto, no seamos capaces de alcanzar nada concluyente. Pero no sólo eso sino que también es necesario volver siempre a la «hermenéutica», pues cabe también la posibilidad de que estemos confundiendo el significado de los conceptos o utilizándolos «fuera de contexto», en cuyo caso tampoco puede alcanzare conclusión alguna. De manera que todo agnóstico que intenta aproximarse a la idea de Dios debe recurrir a la metafísica, pues la misma idea es un concepto del contexto de la metafísica. Es decir, las idas no son una materia de la teología. Por esa razón argumentaba que los padres de la Iglesia «idearon» un Dios dentro de un «misterio» precisamente porque intentaron «explicarlo como una idea metafísica» y no se conformaron con explicarlo como «algo» de lo que nos apercibimos sin poder concebirlo, como sucede en tantas otras religiones menos racionalistas que la cristiana y más «imaginativas». El cristianismo surge mediatizado por la metafísica y no puede quedarse en el «limbo» de sus antecesores. Sin embargo su mayor inspirador no será Platón sino uno de sus seguidores, Plotino, que tiene su escuela ya en Roma, de donde «beben racionalidad» los padres de la futura Iglesia de Roma. De manera que la Iglesia de San Pedro, pese a lo que se suele pensar, está fundamentada sobre la razón, y su misión es «probar la existencia de Dios», pero no como una sugestión que proviene de una mera imagen sin entidad, sino de una «imagen que tenga entidad» y por consiguiente, sea una idea, y que esta Iglesia resume en una aporía aparente, como es el «Misterio de la Santísima Trinidad». Este es el nudo gordiano de esta religión y que tarde o temprano debe ser deshecho, porque si se ha planteado el «misterio» es porque se debe poder resolver. Tarea a la que se entregarán todos los filósofos escolásticos, desde San Ambrosio hasta Santo Tomás y que será seguida desde el agnosticismo o el cristianismo reformado por sus sucesores a partir de Descartes y de Spinoza. En el ámbito de la propia Iglesia católica se produce un «absolutismo» contraproducente para la propia idea de Dios, pues impide la búsqueda razonable de esa idea, y con esta búsqueda, que sirve de estímulo fundamental de la cultura de Occidente, corren paralelas todas las ciencias humanas, o el humanismo en sí mismo. Es decir, no sólo la búsqueda de una idea razonable de Dios será tarea de los agnósticos, sino todas las disciplinas propias de la cultura humanista a partir del Renacimiento. El catolicismo, intransigente y «ciego a la realidad de su propia misión», lo único que provoca es una herejía tras otra y un legión de ateos dentro de su propio ámbito religioso, porque los agnósticos pertenecen, por lo general, al ámbito de la cristianismo reformado. Por esta razón se hizo necesaria la Inquisición. Personalmente me considero agnóstico y no es casualidad que resida en Berlín, y que la mitad de mi ya larga existencia la haya pasado en centro Europa y en los Estados Unidos. De haber residido más tiempo en España hoy sería uno más que sus muchos ateos, provocados por la propia Iglesia católica española, historicamente opuesta a la búsqueda de una «idea razonable de Dios». El Dios de la teología Según el método propuesto a toda idea debe precederle la sugestión provocada por una determinada imagen o la sensación de una cosa consistente. También podría hacer dicho que la idea debe estar precedida por una impresión, lo que también sería cierto, pero pertenecería a un grado posterior de la formación de la idea, ya que la impresión reconoce la forma que hay en la imagen, en tanto que la sugestión carece todavía de forma. La sugestión de una imagen puede inducirnos a una indeterminada impresión con una forma también indeterminada. Pongamos que contemplamos una puesta de sol. La impresión es la derivada de un círculo rojo, al borde mismo del horizonte, que deja un rastro de luminosidad de una intensa coloración. Por tanto de la impresión se deducen las formas, o lo que es lo mismo, la «estética». Si nos dejamos impresionar por la puesta de sol es por su «estética»; porque nos agradan los colores, la forma y la armonía general del paisaje. Por el contrario si nos dejamos sugestionar por la imagen de esa misma puesta de sol, no sólo valoramos la estética, sino, como decía, el «valor mismo de la imagen», de donde extraemos que se trata de una «buena» imagen. De manera que es de la sugestión y no de la impresión de donde surge el valor ético de las imágenes. La utilidad de esta diferenciación es obvia: mientras de lo estético surge necesariamente una idea «puramente estética», origen del arte, de lo ético surge una idea «necesariamente ética», origen de la religión y de la moral. Si nos preguntamos quién ha podido «pintar esa imagen tan impresionante» llegamos a la conclusión de que lo ha hecho algún «artista sobrenatural con un elevado sentido de la belleza», pero si nos preguntamos quién ha podido «crear esa imagen tan sugestiva» nos respondemos que inevitablemente ha tenido que ser un «Creador tan bueno como su creación, o con un elevado sentido ético y moral». De manera que la sugestión nos lleva al «creador» de las mismas imágenes, en tanto que la impresión nos lleva al «causante» de las formas contenidas en las imágenes. La diferencia es importante, pues ya vemos que la imagen contiene las formas. Por tanto la idea de Dios debe comenzar con la percepción de una imagen que nos «sugiera la apariencia de algo a lo que llamar Dios». Pero también podemos percibir una imagen que nos sugiera la apariencia de Dios sin llamarle de modo alguno, porque con la percepción de su «presencia» a través de la sugestión de su imagen ya tenemos bastante. De esta reflexión se deduce algo fundamental y que nos sitúa ante el principio de algo a lo que poder considerar Dios: Si todas las cosas tienen una imagen, debe de existir «una imagen de todas las cosas». Dicho de otra manera, si no fuéramos capaces de concebir las cosas que vemos según su forma de ser, entidad o identidad, de la que podríamos extraer sus ideas y llegar a entenderlas y posteriormente conocerlas, todas las cosas que vemos son «ininteligibles» y «desconocidas» y por tanto se «funden» en una sola imagen, «la imagen de la totalidad de todas las cosas percibidas, pero no entendidas ni conocidas». Esto quiere decir que la naturaleza «inconsciente» forma sin embargo una imagen en su totalidad, de la que se deduce una «sustancia en su totalidad», y pese a no concebirse a sí misma, debe ser también por «defecto» una «idea en su totalidad», puesto que no puede ser en efecto hasta que no sea «concebida como idea en sí misma» con «entidad e identidad», es decir, «entendida y conocida». Esta reflexión resume miles de páginas de la historia de la filosofía, en especial de la metafísica, y sus fundamentos se remontan a las primeras reflexiones puramente lógicas y racionales, que con toda probabilidad son anteriores a la filosofía griega que supuestamente comienza con Tales de Mileto. Por tanto la primera sugestión de Dios debe provenir de la «imagen total de la naturaleza», y esta sugestión debe poder tenerla cualquiera que vea o imagine, pese a que no conciba, pues precisamente porque no concibe, lo que ve o imagina es una «imagen de la totalidad» sin poder distinguir sus formas. Pero todavía podemos ir más lejos. Si la naturaleza en su totalidad constituye una imagen también en su totalidad, todo lo que es parte de la naturaleza es parte de esa imagen, en otras palabras, todo lo natural imagina la naturaleza en su totalidad. Esa cualidad de «imaginar» debe ser propia de todo lo natural, y si la manzana tiene una imagen debe ser porque la propia manzana de alguna manera puede «ver su imagen reflejada en la imagen total de la naturaleza», razón por la que es como es, y no por el «simple» estímulo de la evolución. Es decir, el resultado de la imagen de la manzana es su propia creación dentro de su propia «imaginación», lo que la hace diferente de otras imágenes. Naturalmente que este supuesto es puramente teórico y la ciencia experimental no puede probar que la manzana es como es debido a su «imaginación», sino a una información contenida en su código genético, que como mucho puede verse afectada por el medio ambiente, dado origen a las diversas clases de manzanas. Sin embargo es razonable preguntarse cuál fue la causa de ese código genético, donde podríamos aceptar la «teoría de la imaginación de las plantas» para determinar y crear sus respectivas imágenes. Ahora a esto se le llama «Diseño inteligente». Pero para el tema que nos ocupa no es importante probar que la naturaleza debe tener una imagen de sí misma, sino que es suficiente con establecer que si no pueden ser concebidas las diversas formas que contienen las imágenes, la única imagen que puede percibirse es una «imagen de la totalidad», y esa imagen ya podemos asociarla al «arjé», o principio de todas las imágenes de las cosas y las cosas mismas, pues al menos aparentemente no puede haber nada más allá de la «totalidad», es decir, de una imagen total. Esa imagen total o «cósmica», que puede contemplarse de forma especial en una clara noche estrellada, debe ser sin lugar a dudas de donde surge, por sugestión, la primera noción de algo a lo que poder asociar con Dios, no como idea, sino, insisto una vez más, como imagen. Ante la contemplación de la imagen de la totalidad la primera reacción no debe ser encontrarle una «explicación», sino una «valoración», pues las imágenes en tanto que no sean «ideas» no se pueden entender y tan solo se pueden valorar. Es decir, lo primero es preguntarse si es una «buena o mala imagen», lo que nos sugerirá la bondad o maldad del «dios que la ha creado», y lo siguiente es saber si además esa imagen está compuesta por una determinada sustancia que pueda ser «útil y positiva» o «inútil y negativa», pues es evidente que tratamos de evitar lo inútil y negativo. Ese fue el proceso que llevó a Eva a «conocer» la verdadera identidad de la manzana y que también debería servir para llegar a conocer la verdadera identidad de Dios si pudiéramos tener una visión «total de la imagen del cosmos» como Eva tuvo de la manzana. Pero obviamente no es posible. Supongamos que volvemos a nuestros progenitores pero ya expulsados del Paraíso, y después del asunto de la manzana descubren la imagen total de la que estamos hablando; es decir, solos y desconcertados, rodeados de cosas por todas partes que «no pueden concebir», ya que sólo conocen la identidad de la imagen de una manzana, el resto, como digo, no es sino una sugestión provocada por el desconocimiento de todo lo que ven, por lo que sólo pueden ver una sola imagen. Supongamos que es además la típica noche estrellada que había comentado con anterioridad y que, sobrecogidos ante la totalidad de lo que perciben, intentan valorar si aquella imagen es «buena» o «mala»; si pueden esperar que esa imagen les provoque algún daño o por el contrario se trata de una imagen amistosa de la que no cabe esperar peligro alguno. Una vez desterrados, y puesto que Dios ya les advirtió de los inconvenientes de la vida fuera del Paraíso, algo les dice que esa imagen es «ambigua», que tanto puede hacerles daño como causarles placer, de manera que ante la ambigüedad, deciden que esa imagen de la totalidad debe de estar compuesta por «bien» y por «mal», ahora sólo tienen que «separar» el bien del mal y otorgar a ambos una entidad, o identidad, y si es posible asignarles un lugar para su previsible existencia. Como resulta evidente que los mayores peligros proviene de la tierra, es decir, de la imagen misma de la naturaleza que les rodea, que ya no es la amistosa y favorable del Paraíso, sino imprevisible y violenta, deciden que «el mal está en la Tierra y el bien debe de estar en el Cielo». De esta manera al menos quedan perfectamente ubicados ambos valores, pese a que se trata de una generalidad, pues del cielo también pueden provenir muchos males. Han pasado unos cuantos años desde entonces, para la antropología puede que unos 1,8 millones, a partir de la aparición del «homo erectus», «habilis» y finalmente el «homo sapiens». Ahora vivimos ya en la era espacial, cibernética y neoliberal, que es tanto como decir en no va más, y al contemplar un cielo estrellado seguimos preguntándonos si esa imagen es buena o mala; si esconde peligros o nos acechan desgracias, como el choque de un meteorito. Pese a que han transcurrido todos estos miles de años desde la sugestión de estar ante la «presencia» de algo a lo que asociar con Dios que está en en «cielo», seguimos sintiendo el mismo temor a esa imagen que podemos asociar con Dios, es decir, seguimos teniendo «temor a Dios». Como hemos llegado a la conclusión razonable de que todo intento de conocimiento debe de comenzar por la percepción de una imagen, todo lo que conocemos a cerca de Dios por la teología debe de haber comenzado en efecto por la contemplación de una imagen, y esa imagen es la única posible ante el desconocimiento de las formas que contiene. Esta forma de percibir la imagen total de la naturaleza debe ser razonablemente anterior al hombre y sus peculiaridades cognoscitivas, al menos lo que entendemos por el hombre como tal, con un mínimo de racionalidad y entendimiento, suficiente para tener «unas cuantas ideas», y sobre todo una idea de sí mismo, que es lo que hace que se reconozca al verse reflejado en las aguas calmadas de un estanque. Hago todas estas observaciones porque no hay duda de que los primates que nos precedieron y muchos animales sociables deben ser capaces de extraer de esa imagen total algunas formas, que convierten en objetos, pero a falta de un lenguaje, no pueden concebir los sujetos, es decir, sus nombres. Por tanto el hombre debe de ir más allá y ser capaz de concebir tantas ideas como sean necesarias para establecer su propia «humanidad» y distanciarse de los animales. Una de esas cualidades es la de extraer de la imagen total de la naturaleza la idea de sí mismo, y como consecuencia, todo lo que está fuera de sí mismo es necesariamente la «idea de todo lo demás fuera de sí mismo», y que constituye la razón misma de su existencia. Es decir, una vez que se reconoce a sí mismo, todo lo demás debe de ser parte de otro «sí mismo que está por encima de sí mismo y le contiene a él mismo». Sin una idea de sí mismo el ser humano no puede «dividir» la realidad entre el yo mismo y lo demás, siendo parte de todo lo que es, pese a que distinga y diferencie ciertas formas que son sobre todo útiles para su supervivencia. Pero una vez que divide el mundo perceptible entre «yo y lo demás que no soy yo» ha dividido la realidad en dos «seres distintos» y «dialécticos», el «ser de sí mismo» y el «ser de todo los demás de fuera de sí mismo». Para simplificarlo y hasta hacerlo más comprensible para un lector conocedor de la «metafísica» de Ortega y Gasset, estamos ante su popular axioma, «Yo soy yo y mi circunstancia», que en el contexto teológico se interpretaría como «Yo soy yo y la Creación». Naturalmente que el propio Gasset no estaría de acuerdo, pero yo he llegado a su frase por la puerta trasera y no por la principal, y Gasset no había previsto que su axioma tuviera acceso por otra parte que la que él mismo la concibió. También he dicho que esta frase pertenece a la metafísica y no a la filosofía del «Yo y su circunstancia», que parece tener una interpretación puramente psicológica, como pretenden la mayoría de sus comentaristas. Si he introducido a Ortega y Gasset de forma tan abrupta y sin una introducción previa, pues volverá en la tercera parte de este libro, cuando hablemos del Dios de la filosofía, es porque he llegado a la conclusión de que desde Platón no se ha dicho nada verdaderamente útil para la metafísica hasta este filósofo. De la popular frase de Ortega y Gasset se suele omitir la segunda parte: «Si no se salva ella no me salvo yo». Parte inaceptable, porque establece una tiránica relación dialéctica entre el yo y su circunstancia, como negando cualquier posibilidad de que el «yo» tenga algún tipo de autonomía con respecto de su circunstancia, o lo que es lo mismo, la causa del ateísmo. Por tanto esta segunda parte la rechazaría cualquier ateo y se tomaría con reservas un agnóstico, pues en el contexto teológico había que interpretarla de esta otra forma: «Si no creo en Dios no puedo creer en mí mismo», siendo su Creación mi «circunstancia», o, como decíamos, el Ser total que constituye la imagen total de todo lo existente fuera de mí mismo. Esta ha sido una de las causas por lo que se omite esta segunda parte, pues esta dependencia de los «desconocido» que hay en toda circunstancia es inadmisible para alguien que esté seguro de sí mismo y ejerza dominio sobre las circunstancias, es decir, alguien que no admita de ninguna de las maneras la intromisión de Dios en su vida privada. Como seguimos hablando del Dios de la teología, seguimos al mismo tiempo centrándonos exclusivamente en la «imagen de un Dios» proveniente de «todo lo imaginable fuera de la imagen propia». Es decir, que todavía no nos referimos a la probable sustancia de Dios, que sería asunto de la física ni de la entidad de esa imagen, que sería asunto de la filosofía o de la metafísica. La teología, pese a que la cristiana tiene mucho de «racional», no puede precisar «objetivamente» cuál es la sustancia de Dios, qué forma tiene y dónde se encuentra. Sus conclusiones son puramente «subjetivas», basadas no obstante en la razonable evidencia de que a toda «imagen le corresponde una sustancia», por lo que su imagen subjetiva de Dios es necesariamente consustancial con su verdadera sustancia, sea lo que sea y esté donde esté. En tanto que no exige que establezcamos ni su entidad ni sus sustancia, con la creencia derivada de su imagen la teología tiene suficientes argumentos «supuestamente racionales» para establecer la probable existencia de Dios, puesto que ya tiene su «certidumbre». El resto es «pura imaginación o imaginería», adaptada e interpretada de acuerdo a necesidades coyunturales, donde Dios sea necesario para la armonización de la vida social a través de unos valores que se extraen de la «buena imagen de Dios» y de la «mala imagen del demonio»; es decir, del establecimiento de una moral social basada en la existencia de un bien y un mal, siendo el bien lo propio de Dios y el mal del demonio. No es por tanto un capricho de unos místicos fanáticos, sino una ética que tiene sentido social, es razonable y necesaria. Por tanto, cuanto más moral es una sociedad, también es más racional. En esto radican también las diferencias entre las diversas sociedades cuya moralidad no está basada en la irracionalidad de una imagen inconcebible, sino en un imagen concebible por «defecto», en tanto que Dios se convierte en una «idea con la entidad que proviene de una imagen», pero que es admisible porque es «lógico» que toda imagen provenga de una sustancia y debe tener una forma. Las sociedades basadas en religiones donde Dios carece de entidad, ni siquiera provisional o por defecto, permanecen en la «irracionalidad» de negar lo evidente sólo porque no encuentran lógico que la imagen de Dios deba provenir de una «sustancia todavía desconocida y deba tener una forma también desconocida». La irracionalidad consiste en cree que hay imágenes que no provienen de sustancia alguna, es decir, negar lo que en la naturaleza es evidente. Paradójicamente muchas de estas culturas provienen de la tradición filosófica de Aristóteles, porque este filósofo sólo admite como posible aquello que puede sustentarse en la relación dialéctica entre la esencia y la sustancia. Es decir, aquello que es esencial pero carece de sustancia no puede «moverse» y ser o provenir de una cosa. Por tanto, si el origen es una esencia sin sustancia, esa esencia debe permanecer «siempre como esencia» y de ninguna manera puede devenir en sustancia, lo que le lleva a la conclusión de que el mundo no ha podido crearlo algo «esencial» porque simplemente carece de «movimiento», pues para crear «hay que moverse». El Dios cristiano, sin embargo, «se ha movido y ha hecho posible la creación del mundo», porque pese a que momentáneamente sea un Ser desconocido, por la percepción de su «imagen», sabemos que no sólo tiene apariencia como «esencia» sino como «sustancia», y por tanto tarde o temprano tendremos la oportunidad de dar con su «forma de ser»; es decir, con su idea. Este es el meollo de esa «irracionalidad totalmente racional» como es el Misterio de la Trinidad de la teología cristiana. El Dios de la física o de la naturaleza El Dios de la teología es sin duda la primera percepción de Dios en sí mismo; percepción que como hemos dicho carece de entidad y de una idea, o llega a ser una entidad fundamentada en la sugestión de una «imagen», o lo que es lo mismo, una idea «imaginaria» y no razonada. Pero en la medida de que tiene fundamento «lógico», el paso siguiente no es hacernos una idea de Dios, sino conocer «como trabaja Dios», y de qué manera es capaz de crear la naturaleza de las cosas que vemos e imaginamos. Es decir, después de imaginarlo queremos probar su «consistencia» como «sustancia», o como «naturaleza». Lo que mueve a buscar una explicación a la poderosa sugestión de la imagen de Dios no es un acto de voluntad, sino un «impulso». La voluntad no es posible sin las ideas, pues es la sinergia misma que produce el «movimiento» de una creencia producida por una sugestión o impresión hacia una certidumbre, que debe confluir en la elaboración de una idea. Es decir, se tiene la sugestión de una imagen y surge un impulso para percibir su sustancia, puesto que en la percepción de la sustancia de la imagen no hay entidad y todavía no puede surgir una idea. Será el paso siguiente, al intentar «entender la forma de ser de la imagen», cuando puede surgir la idea, y será al mismo tiempo ese el caso en que será necesaria la voluntad, ya que el descubrir la forma de las cosas no es en ningún caso la satisfacción de una necesidad, sino lo que provisionalmente podemos decir que se trata de una simple «curiosidad» o un «deseo» causado por la intuición. En otras palabras, lo que movió a Eva a morder la manzana no fue la necesidad sino un impulso que surgió a partir de la «buena imagen de la manzana». Por esta causa nunca hubiera sido expulsada del Paraíso, porque degustar la manzana no lleva a su pleno conocimiento, sino a asociar la imagen de la manzana con un alimento o algo sabroso, aún sin conocerlo «verdaderamente». Lo que causó su expulsión fue precisamente la aparición de la «curiosidad» en la mente del ser humano, una vez más, «la intuición de la verdadera forma de ser de las cosas que imaginamos». Por tanto lo que molestó a Dios fue precisamente el «acto de voluntad» necesario para pasar de la percepción sensorial e imaginativa a la percepción «consciente» de la manzana, hecho que abría nuevas expectativas de percepción desconocidas en el Paraíso y expresamente prohibido por Dios, es decir, el entendimiento en sí mismo. Por alguna razón Dios no quería que sus dos únicas criaturas humanas fueran conscientes de las cosas que veían, sentían e imaginaban, tal vez porque el Paraíso mismo debe ser sinónimo de «inconsciencia», en cuyo caso la mayoría de los seres vivos, excluyendo a ciertos animales próximos al hombre, deben vivir todavía en el Jardín del Edén. De manera que el paso siguiente en la percepción de Dios es un impulso para encontrar la «sustancia divina de donde proviene su imagen», y como tal impulso, no puede concluir en la elaboración de una idea, sino que se trata de la simple conversión de una «sugestión» a una «sensación». Eva ve la manzana, le atrae su imagen, la muerde y percibe su buen gusto o su sensación como sustancia. Si este asunto hubiera quedado ahí no hubiera sucedido el lamentable episodio de la expulsión, pero sucedió. Why? Simplemente porque toda «sensación» produce una «reacción», de la misma manera que toda «creencia» conduce a una «creación», y la sugestión es en realidad una creencia, o lo que es lo mismo, la percepción de una imagen de algo que no se entiende ni se conoce pero que se percibe con la fe; se cree que se entiende porque su imagen así lo «sugiere». La reacción es una de las fuerzas básicas que mueve la naturaleza: el deseo. Toda experiencia satisfactoria, sea como alimento o el puro placer, causa el deseo de repetirlo tantas veces como sea posible y necesario, es decir, la satisfacción es la causa misma del deseo, y desear algo es siempre un asunto arriesgado y no parece que estuviera bien visto en el Paraíso, habida cuenta de que «no había necesidad alguna». ¿Qué razón tenia de ser el «deseo» dentro del Paraíso? ¡Ninguna! El deseo es el impulso que nos mueve hacia las cosas que nos satisfacen, y por tanto la sustancia misma que proviene de la «buena imagen de Dios» se convierte en un deseo, pues la satisfacción de todas nuestras necesidades está en la misma Creación. Así que el segundo paso en la percepción de Dios es sentirlo como «sustancia», y no sólo percibirlo como imagen, de manera que todo aquello que se sienta y sea satisfactorio es «sustancia divina», pero todo aquello que produzca insatisfacción y sea doloroso debe ser propio de la sustancia de un «antidios», pues el mal no debió tener nombre con la misma premura que el bien, pero que finalmente en nuestra tradición cristiana se convertirá en Satanás, además de tener otros muchos sustantivos. Pero no se trata todavía de entrar en los detalles pormenorizados de esa reacción, lo que requeriría la aparición de las ideas, sino simplemente valorarla como «positiva» o «negativa», pues todo lo positivo satisface. Pero seguimos estando ante una nueva percepción de Dios que no alcanza a convertirse en una «idea de Dios», sino simplemente en una «sensación» de Dios, que produce un deseo. Sigue siendo un Dios «innombrable» pero «deseable» y «positivo». Como éstas son las condiciones en que se mueve la vida en general, a Dios se le ha debido percibir mucho antes de la aparición de la conciencia propiamente humana, o el entendimiento en sí mismo. Por esa razón el Jardín del Edén puede existir sin necesidad del entendimiento, y también por esa razón acceder a ese entendimiento significa la pérdida inmediata e inapelable de sus extraordinarias ventajas, que se resumen en una sola: «inconsciencia». Por tanto, todo aquello que vive y es inconsciente sin duda que sigue en el Paraíso. De manera que el Dios de la naturaleza sigue siendo «desconocido» pero percibido como sensación, cuya reacción es positiva, y con esta simple percepción es posible, no sólo gozar de una vida inconsciente y «feliz», sino resolver lo esencial de la vida misma, como es la satisfacción de sus necesidades que hagan posible la supervivencia y la reproducción, algo que aunque nos pueda parecer simple en los tiempos en que vivimos, debió de agradar a Dios, no sólo porque era una vida «ecológica y sostenible», lo que no es ahora, sino porque en esto consistía (o todavía consiste) su Paraíso, y no sólo el actual sino el que nos ha prometido. La prueba de esta conclusión es la frase atribuida al mismo Dios: «¡Creced y multiplicaos!», pero no dijo que para ello tenían necesidad de la conciencia, por lo que se deduce que es suficiente con la «imaginación y el deseo», móviles que no son tan antiguos como podríamos suponer, y siguen moviendo a millones de seres humanos en todo el planeta. Por tanto a Dios se le debe poder percibir incluso en la más absoluta inconsciencia, pero sucede que la propia voz de Dios sólo surge cuando se percibe conscientemente, es decir, cuando por fin el ser humano, a bastantes años ya de su expulsión del Edén, consigue en un extraordinario esfuerzo de voluntad transformar la sugestión y sensación en una «idea de Dios», y que es el momento en que se hace necesaria la voz misma de Dios, pues hasta entonces podemos decir que se trata de algo «inconcebible», y que por tanto puede ser percibido por cualquier ser vivo que no sea consciente de la existencia de Dios, sino de su imagen y sensación, o «apariencia y consistencia». ¿Cuánto tiempo estuvo Dios ausente de la conciencia de los seres propiamente humanos? Esta es una buena pregunta que tiene una difícil respuesta, pues nuestra historia empieza con la escritura y tenemos noción de que uno de los textos que ya lo mencionan, es decir, los primeros libros de la Biblia datan de más de 600 años antes de nuestra era. Pero dioses con nombre propio, como el egipcio Atón, se remontan a 1350 años antes de la llegada de Jesucristo al mudo. Incluso dentro de la cosmología politeísta, donde los dioses tienen diversos nombre según las diversas deidades sugeridas a partir de las fuerzas de la naturaleza o la imagen de animales totémicos, debe remontarse al neolítico, oa los primeros asentamientos con economía de base agrícola y con personas que ya viven en poblados y están altamente socializadas. Es decir, que los tiempos del Jardín del Edén debieron durar desde la hipotética creación del mundo hasta los siglos XV o XX de la pasada era, o lo que es lo mismo, el tiempo que llevamos ya de la nuestra, la cristiana, obviamente. Sin embargo no será a partir del monoteísmo en que podemos considerar que da comienzo el Dios de la filosofía o la teosofía, que también estudia a Dios, y para nuestros efectos culturales este Dios se llama en un principio «Yahvé» o en su «defecto», simplemente «Él». Los primeros filósofos que cohabitan con varias deidades serán en la mayoría de los casos acusados de impiedad o de sacrílegos, precisamente porque la misma filosofía, en especial la idealista, requiere necesariamente de la existencia de un solo Dios o ninguno. Llegados a este punto de nuestra reflexión no se puede evitar preguntarse si todo lo argumentado hasta ahora no será irrelevante para el fin que nos proponemos, pues Dios debe comenzar siendo una «idea» para que podamos hablar «verdaderamente» de Dios. Sin embargo el hecho de que muchas culturas sigan sin aceptar la «idea de un Dios con entidad» y nombrarlo con un nombre propio, sugiere que lo argumentado tiene sentido lógico, de donde se deduce que debemos considerar la percepción de Dios desde el origen mismo de la naturaleza, pues en muchos aspectos continua vigente esa misma percepción. Sin ir más lejos, podemos decir que la fe en la percepción de Dios sin la evidencia de su presencia ni de su imagen «real» es una prueba de que seguimos percibiéndolo tal y como debe ser percibido por la cosas vivas, sean o no conscientes. Dios deja de ser algo desconocido sólo a partir de la aparición de la teología cristiana, y deja de ser una percepción sin entidad para ser una percepción perfectamente identificable, en la persona de Jesucristo. Es decir, Dios deja de ser innombrable e inconcebible porque ha sido «concebido» en la persona de Jesús. Con este extraordinario hecho teológico, que encierra uno de los más grandes misterios jamás planteados en la cultura de la humanidad, los cristianos rompemos todos nuestros lazos con lo que podíamos llamar una «religión de fundamento natural e inconsciente», o con la sugestión y la sensación, también podemos decir la imaginación y el deseo, y nos proponemos descubrir la verdadera identidad de Dios con la última de las percepciones posible, es decir, en la «conciencia», o como una idea razonable y lógica, y por tanto probable, y todo lo probable, más tarde o más temprano, debe poder ser probado. Es así como resurge por fin el Dios en la filosofía, fundamento de nuestra cultura occidental y al mismo tiempo de la aparición de la herejía, pero también del «humanismo racionalista» y del progreso según lo entendemos en este lado del mundo llamado «civilizado». El Dios de la filosofía En realidad es a partir de ahora cuando podemos decir que empieza, no sólo la búsqueda de Dios «verdaderamente», sino la misma identidad de Dios como «idea en sí misma». Pero la idea misma no puede surgir de la propia filosofía, pues ésta no se ocupa específicamente de las cosas de Dios, para lo que está la teología, sino que la propia voz de Dios debe surgir de una disciplina relacionada con la existencia de Dios pero «razonable», es decir, la teosofía. Por esta razón la teosofía tiene que ser necesariamente anterior a la filosofía y se remonta a los orígenes mismos de cualquier «idea de Dios», sea de fundamento natural o humano. De manera que la idea de Dios es también contemporánea de las primeras sociedades humanas de base agrícola, que surgen en torno a los valles formados por las cuencas de ríos periódicamente desbordables, como el Éufrates y el Tigris en el Medio Oriente, el Nilo en África o el Ganges, el Amarillo o el Mekong en Indochina, y sin duda que en otras partes del globo con circunstancias parecidas. Lo que sucede en estos lugares es que la vida se ha hecho sedentaria y por tanto también «contemplativa». Ya no es necesario ir detrás de las piezas de caza en su migración o seguir el rastro de árboles en sus periodos de producción de frutos, lo que deja poco tiempo para pensar y la actividad debe ser concentrada en la mera supervivencia. En la nueva situación, gente con experiencia y de avanzada edad, patriarcas cuya numerosa familia fuera capaz de alimentarles, se podían dedicar a «ejercitar la voluntad» y tratar de saber más sobre todo aquello que imaginaban o sentían porque tenían tiempo de sobra para ello. Hay que tener en cuenta que desde los primeros establecimientos agrícolas hasta la revolución política que da origen a los estados-nación y el monoteísmo pasan tranquilamente 2.500 años, tiempo en que se descubren los elementos fundamentales para el progreso del pensamiento, y que Aristóteles asocia a la experiencia, por tanto es necesaria la escritura, y los medios para preservarla para futuras generaciones. De manera que lo que podemos llamar teosofía, o la ciencia razonable que se ocupa exclusivamente de la idea de Dios, debe remontarse al menos a 3.000 ó 4.000 años antes de nuestra era, tiempo más que suficiente para que paralelamente, de tanto observar en cielo en busca de evidencias de la «forma de ser de Dios», se descubriera la astrología y otras técnicas de adivinación relacionadas con la interpretación del cielo y de la naturaleza. La inquietud de estos primeros «sabios» de la humanidad es proceder al paso siguiente donde se ha quedado la «inconsciencia» de sus predecesores, que no obstante fueron capaces de sobrevivir y «progresar» lentamente hasta dar con la «acción y la reacción» de ciertas semillas. Descubrimiento que por pura y simple lógica le corresponde a las mujeres de los clanes «inconscientes» donde vivían, pues ellas eran las más interesadas en alcanzar cierto sedentarismo que facilitara sus penosa tarea de criar a su descendencia, ya que los hombres, rebosantes de «imaginación y deseo», debían ocuparse casi en exclusiva de ir detrás de todo aquello que fuera «imaginativo» y «deseable», es decir, la caza y el sexo. Por cierto que la imaginación es absolutamente necesaria para atraer a las hembras, quienes se guían fundamentalmente por lo que les «sugiere la imagen de lo que ven», sea una manzana o un posible pretendiente. De manera que las mujeres, al contrario de los hombres, son mucho más «sugestionables» y «curiosas», por lo que dieron finalmente con la solución a sus problemas, y debió ser esa inevitable relación entre la sugestión (o sugerencia) de la «imagen de las cosas», lo que ellas perciben con especial sensibilidad, y su relación «causa y efecto», para dar con su «verdadera forma de ser», causa probable de las primeras «ideas» que llevan a la «invención» de la agricultura; es decir, al aprendizaje de una técnica que requiere sobre todo de la aparición de nuevas ideas en la conciencia; en otras palabras, nuevos conocimientos que sólo pueden estar basados en nuevas ideas gracias al entendimiento. Tras crear sociedades basadas en la «voluntad de ser como son de acuerdo a sus ideas», la misma voluntad sustituye al impulso ya la sugestión, para desgracia de las mujeres, que pierden protagonismo social tras el fin del matriarcado. Pero la curiosidad en general, así como la voluntad, ya están bien vistas como nuevos «valores sociales», pese a haber sido la causa de la pérdida de los privilegios de la anterior «inconsciencia», asociada al mítico Jardín del Edén. Una vez que la curiosidad se convierte en un valor social fundamental, pues el desarrollo de la misma cultura que nace con la agricultura requiere de nuevas y constantes ideas, es lógico esperar que ciertas personas se dediquen a curiosear también en los cielos para desentrañar sus misterios. Parece que esto mismo es lo que temía Dios que llegara a suceder, razón por la que prohibió expresamente cualquier acción que llevara a la aparición de la voluntad y de la conciencia. No obstante yo tengo otra versión que expondré como epílogo de este trabajo. Eva «pecó» de curiosa, y aquí estamos sus descendientes siguiendo su tradición y curioseando una y otra vez en los pocos misterios que todavía quedan por resolver en torno a todo, pero en este caso en torno a la idea misma de Dios. Ahora cabría cuestionarse razonablemente si no fue el mismo Dios quien estimuló a la sugestionable Eva a través de la serpiente para que «pecara», pues no parece razonable oponerse a que sus propias criaturas alcancen nuevas certidumbres de su posible existencia gracias a las ideas, si ya tenemos su percepción por su imagen y por su sustancia. Puede que las ideas no lleven a Dios sino al «demonio», pero que es tan solo una hipótesis provisional. Una razonable respuesta puede ser porque, pese a los siglos transcurridos desde la aparición de su idea en nuestra conciencia, seguimos «temiendo a Dios», y ese temor puede acrecentarse en la medida que descubrimos su verdadera forma de ser, pues todo lo nuevo es en principio temible por desconocido. No es conveniente proseguir desarrollando el tema de este capítulo dedicado a la idea de Dios si no definimos con claridad la diferencia entre teología y teosofía y su inevitable relación con la filología y la filosofía. La teología, como indica su raíz griega, es el «logos» de Dios, es decir, lo que hemos llegado a «conocer», que no entender, sobre Dios, otorgándole una estructura existencial más o menos coherente con la historia misma de este conocimiento, en tanto que para la teosofía no hay tal «logos», sino una permanente duda sobre lo que damos por conocido y entendido sobre Dios y que ha sido establecido por la teología. Para entendernos podemos decir que se trata de la «filosofía de Dios», o la búsqueda de la «verdadera forma de ser de Dios» de acuerdo a una idea que surja de una causa razonable, lo que no puede probar la misma teología. En cuanto a su relación con la filología es evidente, pues mientras la filología es el «logos» de la palabra, es decir lo que entendemos por el significado de las palabras de acuerdo al uso en las distintas lenguas de las voces de las cosas, la filosofía pone en duda la «veracidad de su significado» y trata también de encontrar la causa razonable del origen de las palabras. Como nos gusta complicar las cosas innecesariamente, a esto lo llamamos con la extraña voz de «hermenéutica». Tanto la filosofía como la teosofía no se «fían» de lo que damos por «entendido», tanto de la idea actual de Dios como de las cosas que damos por entendidas, porque en la mayoría de los casos no podemos encontrar la causa razonable que pruebe la veracidad de sus significados. De esta manera la «historia» de Dios se divide en dos ramas del entendimiento, la teológica y la teosófica. Mientras la teología va creando sobre la marcha las voces que necesita para justificar lo injustificable, la teosofía es más cauta y sólo «inventa» aquellas voces que tienen un verdadero «orden ontológico», es decir, que sus entidades respectivas provienen la una de la otra en un razonable y lógico orden dialéctico y de aparición en la conciencia, desestimando el valor de las imágenes o la sensación de las cosas, por carecer de elementos que puedan entrar dentro de ese orden «ontológico». Para la teología tal orden es innecesario, pues surge según las necesidades dentro de una «organización celestial que debe tener cierta coherencia con la realidad». Por ejemplo, no hay duda de que debe de haber un Dios creador, porque es inadmisible que las cosas se creen por sí mismas. A un Dios creador le corresponde una cierta jerarquía relacionada con la valoración de la imagen de las cosas, y puesto que esta imagen sugieren cierta ambigüedad entre el bien y el mal, debe de haber un Dios y un «antidios», pues la realidad empieza ya siendo dual o dialéctica. El resto de las jerarquías celestiales, como son los ángeles, los arcángeles y otros seres celestiales tienen relación con una jerarquía presente en la imagen de donde proceden, es decir, en las estrellas, los planetas y otros astros visibles en la imagen del cosmos. Ahora podemos ya situarnos en el origen y la causa misma de la idea de Dios en la filosofía. Puesto que la filosofía en sus albores convive con la teología, y ésta, más antigua, arraigada y mejor situada en la realidad social de su tiempo, está fuertemente vincula a la política de los respectivos estadosciudad de la Magna Grecia, los nuevos filósofos corren el riesgo de ser acusados de impiedad si se inmiscuyen demasiado en los asuntos de los dioses que soportan el Estado, lo que sigue sucediendo en la actualidad. Muchos filósofos presocráticos fueron acusados de impiedad contra sus dioses, lo que equivalía a sedición, pero hasta el mismo Sócrates no se llegaría a condenarles a muerte por sus delitos. En cierta manera la ejecución de Sócrates se debió a su «cabezonería», y su empeño en mantener sus convicciones personales hasta el final, a pesar de que sus discípulos encontraban razonable que tuviera al menos las dudas necesarias para salvarse de la cicuta, pero él se negó. Platón corrió una suerte parecida pero su castigo fue la «esclavitud», de la que se salvo por pelos. En cuanto a Aristóteles su origen macedonio y su «racionalismo científico» le obligaron a exiliarse en la isla de nacimiento de la madre, o de otro modo hubiera corrido la misma suerte que Sócrates y todos sus antecesores. Por tanto la filosofía nunca ha mantenido buenas relaciones con la teología y siguen sin ser buenas por razones similares. Por esta razón los filósofos eluden referirse directamente a Dios, abandonan la teosofía y en su lugar «crean la metafísica». ¿Qué es la metafísica? La búsqueda de la verdad sobre la idea de Dios a la que llaman «Ser». No es una estrategia, es una obviedad fácil de entender, porque en realidad Dios no contiene al Ser sino que el Ser contiene a Dios, puesto que cuando se piensa en la idea de Dios ya debe «ser». Para situarnos mejor en la metafísica, volvemos a la manzana del jardín del Edén y establecemos la manera en que se comete en pecado de desobediencia de Eva. Teníamos una imagen desconocida pero sugestiva; el siguiente paso es una sustancia atractiva que provoca un deseo, pero que sigue siendo desconocida; el tercer paso es conocerla, y para ello es necesario descubrir la «forma de ser del objeto del deseo», con lo que ya hemos visto como al intentar descubrir la forma de la manzana nos hemos topado de frente con un «objeto». La forma en sí misma no puede ser memorizada si no está asociada a la imagen, pues es la imagen la que sugiere su forma. Por tanto es necesario trasladar de alguna manera esa imagen desconocida a la mente para poder recordarla tal y como es de acuerdo a sus «diferencias». Es decir, la forma sólo tiene sentido cuando se compara con otras formas, o cuando la forma misma es lo que atrae nuestra atención y no vemos obligados a situarla dentro de un orden con relación a otras imágenes que contienen otras formas. Si no pensásemos en las formas que contienen las imágenes, las imágenes por sí mismas serían «inclasificables», pues simplemente serían «buenas» o «malas». Para ser algo más concreto necesitamos las formas que contiene las imágenes. Este acto «mental» de entresacar algo de una imagen es el proceso que convierte lo que realmente hay en la imagen en algo nuevo, como es la «representación mental de una cosa de acuerdo a su forma», clasificada con un cierto orden, lo que quiere decir que se convierte en algo de lo que se puede extraer también algo, y ese algo es, como decíamos, la «proyección mental de la cosa», en otras palabras, un «proyecto» que puede realizarse fuera de la cosa misma si tenemos la capacidad de «reproducir» su forma en una nueva imagen reformada en algún lugar de la mente. A ese «proyecto» u «objetivo» podemos llamarlo «entidad de la cosa pensada», y la representación de esa entidad en alguna parte de la conciencia es, precisamente, ¡la idea! Una vez que tenemos una idea tenemos al mismo tiempo la «conciencia de la cosa ideada», y una vez que tenemos una idea en la conciencia tenemos un «proyecto mental» de la cosa concebida como idea, es decir, un «objetivo», que se convierte en un «objeto». De manera que teniendo una idea tenemos también un objeto, que es la entidad de la cosa ideada. ¡Naturalmente siempre que la idea surja de la impresión de una cosa!, de otro modo no alcanzaría a ser más que un «sujeto». Es decir, si la impresión proviene de otra idea, como pueden ser alguna de las expuestas en este libro. De donde se deduce que todo lo expuesto en este ensayo es «subjetivo», pues solo lo que puede ser directamente experimentado, puede ser «objetivo». Por esta razón cuando Eva concibe la idea de la manzana ésta deja de ser «una cosa desconocida» para ser «una cosa conocida u objetiva», porque tenía ya su idea y su entidad en la conciencia. Es decir, el objeto es el «médium» entre lo que pensamos sobre las cosas y las cosas mismas en las que pensamos. Este es el proceso que lleva a la «epistemología» o el afloramiento de la propia conciencia y el conocimiento de las cosas gracias a aprensión de su idea o del entendimiento. Pero el descubrimiento más importante no lo hemos mencionado todavía. Si una imagen desconocida se convierte en una forma ya reconocida por haber sido «ideada», lo importante es que algo «ha sido», y por tanto, le hemos «dado el Ser» gracias a idearla. De esta manera aparece el «Ser» en la filosofía, o más concretamente, en la metafísica, pues el Ser es algo «mas allá de la cosa», o «más acá», dependiendo de la perspectiva desde donde se contemple. Y con el Ser va inevitablemente asociado el «Ente». El nuevo Ser y su Ente se convierten en el centro del pensamiento metafísico desde sus orígenes, y es en cierta manera una hábil estrategia para «encubrir la idea misma de Dios», que debido a la teología dominante resulta peligrosa y comprometida. Sin embargo aquello que se llegue a descubrir sobre el Ser también se podrá considerar como un descubrimiento sobre la idea misma de Dios. Con Parménides de Elea el Ser y el Ente adquieren su mayoría de edad. Atrás han quedado especulaciones «naturalistas», propias de los primeros filósofos que no afrontan todavía una comprensible teoría de la formación del conocimiento, pese a que le dan bastantes vueltas. Están preocupados por encontrar un «principio» o «arjé», porque todo pensamiento global debe comenzar por uno inicial, pero se pierden en especulaciones en torno a «sustancias» que no son precisamente la intención o sentido de lo que será la filosofía una vez que con el propio Parménides, y otros filósofos de la escuela de Elea, como Zenón, adquiera su verdadera «naturaleza dialéctica». Con el Ser y el Ente ya descubiertos y como objetos de estudio, Parménides se debió de hacer esta simple reflexión: «Si la forma de una cosa que contiene una imagen podemos concebirla porque la vemos en su totalidad, ¿qué forma debe de tener la imagen del mundo en su totalidad?».Es decir, vuelve la imagen inicial e inconsciente, que por esa misma razón carecía de formas y no era posible reconocerla. Pero ahora ya se tiene conciencia de muchas formas dentro de esa imagen, que ya empiezan a ser conocidas. Pero como sólo se puede contemplar una parte de su supuesta forma total, la pregunta obvia es saber cómo puede ser su forma total. Parménides se dice a sí mismo que no puede ser una «forma deforme», puesto que eso significaría que no es una forma «acabada», sin posibilidad alguna de reformarse o deformarse más de la forma que ya tiene. En efecto, cualquier forma irregular tiene todavía la «potencialidad de cambiar de forma», pero si existiera una forma que «ya no pudiera cambiar de forma» esta sería la «primera y última forma del Ser o del Ente», y con toda probabilidad la forma del Ser primero, que por la razón de su indeformabilidad, es también único, perfecto, sin principio (porque no se mueve) ni final (por la misma razón de que su perfección le impide todo movimiento). Así es que para Parménides no cabe otra solución que considerar que la forma del Ser de la imagen total, de la que sólo percibimos una parte debe ser necesariamente ¡una esfera! Para Parménides el cosmos debe ser una gigantesca esfera. Como el Ser de Parménides es la cantidad de entidad que hay en el pensamiento de la forma de una imagen, la entidad misma en su totalidad es también el Ser en su totalidad, el pensamiento en su totalidad y la entidad en su totalidad. ¡Total, que no es posible que nada se mueva en ninguna dirección! Por tanto, lo que es esférico es en realidad un pensamiento total, sin principio ni final, que él llama «Ente». Pero la entidad no es sino un «movimiento», porque si la entidad fuera estable, como pretende Parménides, de él no puede concebirse idea alguna. Es decir, si el Ente es la forma de todo, no se puede pensar en la forma de ser de las cosas que forman el todo porque no es posible «el movimiento», y sin movimiento, ¡simplemente no se puede pensar en nada! Es en torno a este dilema o aporía sobre el que gira la filosofía presocrática hasta Platón, y si no se resuelve convenientemente, tampoco se puede resolver el dilema en torno a la idea misma de Dios. Como el lector debe de haberse perdido en las últimas reflexiones relacionadas con el Ente de Parménides, pondré un ejemplo simple que lo haga más comprensible. Supongamos que nos muestran una bonita postal de los Alpes en la que vemos una imagen. Inmediatamente nos ponemos a pensar en ella para «reconocer lo que vemos». Como estamos cansados de ver montañas, guardamos en la memoria decenas de imágenes similares o «parecidas». De acuerdo a ese «parecido almacenado en la memoria» lo que hacemos en «volver a pensar» una vez más en la forma de las montañas que vemos para intentar «reconocerlas» (volverlas a conocer). De manera que «nos ponemos en movimiento» ya partir del recuerdo de la imagen de las montañas que guardamos en la memoria intentamos reconocer la forma de las que vemos en la postal, o tratamos de hacernos «una idea» de ellas, una vez extraída su forma de la imagen de la postal. Por tanto la «causa» del reconocimiento está en el movimiento que se produce desde un principio o antítesis (el recuerdo de otras imágenes parecidas), un punto final o tesis (lo que hemos visto nuevamente) y la síntesis o idea final (la entidad e idea de las formas de las montañas una vez reconocidas). El haber sido capaces de reconocer esa imagen como «montañas» no quiere decir que hayamos guardado su idea ni su entidad en la memoria, sino simplemente «una nueva imagen actualizada de montañas», de manera que aplicando el mismo «método dialéctico» la próxima vez que volvamos a ver una postal de montañas nos será fácil «reconocerlas» nuevamente, o lo que es lo mismo, «volver a conocerlas». Por tanto lo que guardamos en la memoria es «una imagen con formas y un método lógico». Sólo con eso podemos ir por el mundo «reconociendo» todo cuanto vemos. Una vez establecido este proceso viene la experiencia de Parménides. Sabemos que esas montañas no están aisladas, según se muestran en la postal, sino que forman parte del globo terráqueo (para el contexto teológico, el «mundo»). De manera que puesto que no vemos el mundo en su totalidad, tratamos de «concebir una imagen total», donde estén las montañas y todo lo demás. Como esa nueva imagen tiene que ser la «imagen total» donde están todas las montañas de este mundo, no puede ser una imagen de la que no podamos concebir un principio ni un final, puesto que la imagen sugiere la existencia de «algo», como son las montañas. Si tiene un principio y un final, pero debe ser algo en su totalidad, el «principio» debe coincidir con el «final», para que la imagen total pueda ser concebida como una idea con una forma concreta, total y acabada. Por lógica no hay más que una forma capaz de cumplir esa condición, algo que sea «circular», y puesto que las montañas «tienen volumen» debe ser algo circular con volumen, es decir, «esférico». De esta manera Parménides prueba la forma esférica del globo terráqueo, pese a que no utiliza ninguna herramienta de medida ni se ha molestado de circunvalarlo. Con la razón y la lógica tiene ya suficiente. Lo importante de esta experiencia es que para concebir la esfera hemos tenido que «movernos» desde un punto de partida a otro de llegada, el mismo, después de circunvalarla. Es decir, lo absoluto no puede ser concebido, pues siempre debemos movernos para «hacernos una idea incluso de algo». Hasta aquí se trata de un proceso que tiene lógica y por tanto sus conclusiones deben ser «probables», es decir, el cosmos debería ser también esférico, puesto que también nos muestra una imagen «parcial», pero (y esta es la pregunta del millón) ¿dónde se sustenta esa esfera cósmica? Es decir, si toda imagen no es más que la percepción sugestiva de una sustancia, el cosmos debe ser similar a nuestro mundo (de hecho cualquier diccionario nos dirá que «mundo» es sinónimo de «cosmos»); es decir, debe ser una gigantesca bola del «mundo cósmico». Si es así, y parece lógico que lo sea, ¿con relación a qué masas fuera de sí mismo establece las fuerzas de gravedad que hacen posible su «estabilidad y permanencia»? Esto nos lleva a la inevitable conclusión de que la realidad es, pero no puede concebirse ni su principio ni su final, pues una vez concebida una probable «esfera del todo» vemos que está sustentada por otras esferas que, a su vez, forman otros «todos», y así sucesivamente, por lo que hasta este preciso momento no vemos por ningún lado de dónde puede surgir la idea de un «Dios creador». Este dilema se expresa con meridiana claridad en este simple axioma de Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia», que para el caso que nos ocupa lo traduciríamos por «el cosmos es él y su circunstancia», es decir, lo expuesto en el argumento anterior. Por esta razón Platón desestimó la relación inevitable entre las ideas, las imágenes y las sustancias. A la percepción de las dos últimas las llamó despectivamente «dóxa» (mera opinión sin fundamento, o inconsciente) ya las ideas las llamó «epísteme», o lo que de verdad es concebible como verdadero. Pero esto es también insostenible. Como Platón renuncia al valor de las imágenes y la sensación de las cosas, éstas no tienen un «creador», pues las ideas no alcanzan a causar más que «entidad», pero si esa entidad no pertenece a las cosas, las cosas para Platón «no existen»; son una mera ilusión de los sentidos que, además, nos engañan. ¡Y es verdad, las cosas por sí mismas no existen, sino que consisten y son aparentes! Tantas veces como aparece Dios en la filosofía en ninguna aparece como creador porque en ningún caso se ha podido demostrar la naturaleza del «arjé» o principio creador, sino que lo que la filosofía ha argumentado como una posible «idea de Dios» ha sido en realidad, y como si se tratara de una tautología obsesiva, el Ser, sustentado en la «nada», lo que resulta una contradicción casi infantil, pues aceptamos que pueda existir «algo», para inmediatamente después aceptar que pueda existir «nada», donde está ese algo, pero somos incapaces de probar el ser y la entidad de la nada. La respuesta es simple: la nada es «algo» simplemente inconcebible, y, por tanto, «impensable, inimaginable e improbable». En realidad el único Dios que ha probado la filosofía no es sino la «diosa naturaleza». Un Ser con entidad que es y existe porque consiste y tiene apariencia, y que además piensa, pero de sus orígenes no tenemos ni la menor «idea». Este es el popular dilema del huevo y la gallina. Es decir, la metafísica hasta Bergson, con su ocurrente y dramático «aliento vital», no hace sino mostrar un Dios panteísta, que está en el Ser de todas las cosas; que «debe ser» pero que no es posible concebir por qué es y dónde comienza. Y ahí se queda la explicación, sin darnos una pista de cómo se crea a sí mismo y crea el mundo. Y si ese ser no puede ser Dios, porque esa no es la idea que nos muestra la teología, entonces para la filosofía la idea de Dios simplemente no puede existir o es «inconcebible» que exista. Una vez más, «Dios es, pero no existe». Sobre esta aporía ya he hablado en el libro dedicado al Ser, por lo que no es necesario extenderse en este nuevo libro. Por tanto los filósofos caemos en el escepticismo, el nihilismo, el existencialismo para terminar en el «postmodernismo», es decir, declarando oficialmente concluida la «era de la razón», por inútil e inconcluyente, especialmente para la metafísica. Lo que venga después ya no es importante, se trata de no «comerse más el coco» acerca de la idea de Dios, ocuparse más de las cosas de este mundo, y dejarse llevar por el «impulso», y no la voluntad, de aquellas imágenes que sean más «sugestivas», que por lo general son también rentables y buenas para la economía social del neoliberalismo. Y de esta manera concluye una era, que arranca con Descartes y termina con la acción de los gobiernos conservadores del ex actor e imaginativo Ronald Reagan y la férrea y sugestionable dama inglesa Margaret Tatcher, allá por los años noventa del pasado siglo. Respuesta para filósofos, teólogos y científicos Como no me gusta faltar a mi palabra y he prometido en el título de este ensayo informal decir algo nuevo sobre Dios, me veo en la obligación de recuperar la modernidad cartesiana, volver a utilizar la razón, e intentar llegar a algún tipo de conclusión donde pueda aparecer una idea razonable de Dios, naturalmente como creador. Pero lamentablemente tengo que ser pesimista sobre esta posibilidad, porque he llegado a la razonable conclusión de que de un Dios creador, único y aboluto, no podemos hacernos ni siquiera una somera idea. Y ahora vienen las argumentaciones. La primera explicación está en el mismo libro del Génesis, que como «logos» de Dios sabe de Él mucho más de lo que podamos saber los filósofos o teósofos. Parece que Dios prohibió el conocimiento para no caer en la tremenda frustración de comprobar que con el entendimiento no se podía llegar a concebir su idea. Es decir, ¿para qué tomarnos tantas molestias si con la conciencia no se podía acceder a la idea de Dios? ¿No era mejor permanecer en la inconsciencia donde al menos no se planteaba ni siquiera la necesidad de su conocimiento? Esta es mi explicación sobre el fundamento del «pecado original», y de cómo no hay redención posible a partir de la adquisición de la conciencia, a menos que recuperemos de alguna manera la «inconsciencia», lo que pretende hacer la postmodernidad, pero a su manera. En realidad la inconsciencia consiste en tener fe ciega en que Dios no puede concebirse pero que, no obstante, debe ser el creador del mundo. De esta manera podremos salvarnos, y ésta es una idea doctrinaria que permanece vigente en casi todas las religiones del mundo, por diversos que sean sus fundamentos. No nos extrañe que decenas de filósofos inteligentes y agnósticos «recuperasen la fe en un Dios inconcebible» gracias precisamente al resultado de sus reflexiones puramente racionales. Si en algún momento yo tuviera la certidumbre de la existencia de Dios, la fe no tendría nada que ver con mi descubrimiento, sino la «razón y la lógica». Por tanto, como Ortega y Gasset, me resisto a abandonarme a la «comodidad que proporciona la fe», y como rezaba en un cartel republicano de los años 30, es necesario «razonar la fe»; es decir, encontrarle una razonable explicación. Por alguna razón, que confieso supera toda mi racionalidad, fueron los propios padres de la Iglesia cristiana los que sentaron las bases para resolver un dilema que es irresoluble en las demás religiones. Es decir, parece que el cristianismo es el único camino para alcanzar alguna certidumbre razonable sobre Dios, pero no sobre su idea. Digo que supera mi entendimiento porque los padres de la Iglesia, pese a que en su mayoría eran conocedores de la tradición filosófica de Grecia hasta su trasplante en Roma en la escuela creada por Plotino, no creo que fueran lo que hoy entendemos por filósofos, por esta razón yo siempre he tenido ciertos perjuicios hacia ellos y su capacidad para llevar adelante el complicado trabajo que se habían propuesto. Es cierto que el móvil tenía mucho que ver con la política, pero en tanto que lo imaginario no puede ser excluido de lo sustancial, toda esa «parafernalia imaginativa» tenía razón de ser en el contexto cultural y político en el que se desarrolló. Han pasado cerca de veinte siglos desde entonces y lo esencial no ha cambiado en absoluto, pues la Iglesia cristiana, y en especial la católica y la ortodoxa, siguen fundamentando su poder es su «imagen». El cristianismo reformado no hizo más que trasladar las imágenes religiosas a la nueva economía de mercado de fundamento burgués, pero ese tema ya lo trato en otro de mis ensayos. Las claves de la «verdadera idea de Dios» están sin duda en la Misterio de la Trinidad. Veamos. Las dos primeras personas nos resultan «familiares», como son el Padre y el Hijo. Si volvemos a la interpretación del Ente de Parménides, vemos también que nuestro «cosmos» no debe ser más que el «hijo de otro cosmos». Como todo «padre» es, a su vez, «hijo de un padre», se confirma que esta parte del Misterio no tiene ni principio ni fin concebible, puesto que en realidad estamos hablando de «Naturaleza». Con la Iglesia reformada se suprime el celibato, lo que viene a justificar la posible descendencia de Jesús sin que ello fuera motivo para retirarle su dignidad celestial. Razón por la que en el mundo anglosajón y protestante se escriben muchos libros de ficción con hipótesis semejantes con mucho más éxito que los míos. De manera que tenemos «una familia de divinidades» sin que podamos concebir el origen de esta familia. Naturalmente que del Misterio quedan excluidas las mujeres, porque sólo lo masculino tiene principio y fin, pese a ser relativo, en la figura de Padre e Hijo. Lo femenino es, como la misma naturaleza, aparentemente «eterno», por tanto es obvio que forma parte de esa misma «divinidad», polémica en la que ha estado envuelta la Virgen María desde la formulación de este misterio teológico. De manera que los cristianos tenemos en principio un Dios que es «parte de la familia», y que por analogía con el caso de la entidad, podemos decir que hemos identificado a dos cosmos, que son consustanciales a Dios, o lo que el lo mismo, un «Dioscosmospadre» y un «Dioscosmoshijo», y ésta es la primera parte del misterio. Esto nos lleva a la teoría panteísta de Dios; es decir, para empezar Dios es «todo lo presente», o lo que es lo mismo, es «omnipresente». Para hacerlo más comprensibles, el Dios omnipresente pero excesivamente grande para ser «visto» tiene su «representación simbólica en una persona a nuestra «imagen y semejanza», es decir, en Jesucristo. Lo que lo hace más comprensible como Dios familiar y aceptable. ¡Pero seguimos sin tener un Dios «omnipotente», es decir, creador de sí mismo y del cosmos, de éste y de todos los posibles! Para dar con la respuesta tenemos que volver a citar el Misterio de la Trinidad, y puesto que ya hemos agotado las dos primeras personas como creadores absolutos y primigenios, ya sólo nos queda una de sus misteriosas «personas», como es el Espíritu Santo. Sin duda que aquí debe radicar la idea de Dios que estamos intentando «concebir». Puede parecer que éste es un libro de teología, sin embargo pretende ser de filosofía, pese a que es evidente que huye como el gato del agua de todo formalismo académico. Eso no quiere decir ni mucho menos que se abandone a la «imaginación», sino que incluso en muchos aspectos pretende ser más «racional» que muchas de las grandes obras de la filosofía consideradas como tales. Por esta razón es necesario «reconvertir» ese concepto que es el «Espíritu Santo» en otro similar pero dentro ya del contexto propio de la filosofía, que verdaderamente debemos considerar como su raíz fundamental, es decir, la metafísica. Y lo hacemos porque de otro modo estaríamos buscando una respuesta filosófica con la ayuda de voces propias del contexto de la teología, como es el de «espíritu». Como en mi opinión no hay en la «filosofía moderna» nada nuevo ni original desde el mismo Parménides, volvemos al Ente y al Ser de este filósofo y ya hemos visto que «el Padre y el Hijo» del Misterio de la Trinidad son dos «Seres con categoría de divinidad», el primero el «Ser del cosmos» y el segundo «el Ser padre del Ser de este mundo». Es decir, «dos seres en dos mentes distintas, con dos entidades también distintas». También podemos decir «dos seres en dos dimensiones espaciotemporales distintas», expresado en el contexto de la física. Como Parménides entiende que el Ente «es como una esfera» puede ser concebido como una «idea», es decir, pese a su «absolutismo» tiene «entidad», y si tiene entidad necesariamente debe tener un principio y un final, a pesar de que ambos confluyan en un mismo punto. Pero habiendo «entidad hay movimiento»; si hay movimiento hay a su vez «pensamiento»; y si hay pensamiento al final tenemos una «idea», la idea del Ente mismo en su totalidad. Por tanto, ¡el Ente no puede ser Dios! Esta es la reflexión que lleva a Hegel a concebir su idea «absoluta», lo que quiere decir que sea lo que sea, debe de ser algo que existe, ¡puesto que puede idearse! Hegel, por consiguiente, no aporta nada nuevo al misterio en torno a un Dios creador, y se queda una vez más en la «pura naturaleza dialéctica de las cosas consistentes». En cuanto a los «Seres» que le siguen padecen de la misma «indivinidad creadora», pues siguen siendo seres de los que podemos «hacernos una idea» porque tienen un principio y un final, pese que principien en la «nada» y terminen también en la «nada». Esa idea se corresponde, por ser precisamente una idea, con el Padre o el Hijo, pero ellos por sí mismos sólo pueden crear aquello que crea toda familia: su descendencia, ¡pero no «la familia en sí misma»! Es decir, para resolver el misterio de la creación necesitamos dar con algo que «no pueda ser ideado», y para que no pueda ser ideado es fundamental que «no pueda moverse». ¡Estos son los diversos dioses «inmóviles» de la tradición filosófica occidental! La paradoja que ha confundido a más de un filósofo es que estamos buscando «algo», y si buscamos algo al menos sabemos que «debe ser», pero ¿qué es? ¡El Ser, desde luego! Pero no el Ser absoluto, sino el Ser sin «nada de absolutismo». Es decir, un Ser que «sea», pero que «no sea algo en concreto» sino sólo «algo inconcreto». A ese Ser la teología lo asocia con Dios y lo define con total acierto como «el Ser sin atributos», es decir, un Ser que es, pero no tiene sustancia alguna y por tanto carece de atributos. Como del Misterio ya habíamos descartado dos personas divinas, que no tenían la capacidad de crearse así mismos, sólo nos queda como posible Dios creador el Espíritu Santo. No es por tanto el Ser de San Agustín que es «sustancia divina», aunque está muy próximo, sino que debe ser algo que, como digo, no pueda ser ideado. La condición fundamental para que algo no pueda ser ideado es que no «tenga principio ni final», de esta manera «no puede moverse», y al no moverse no puede alcanzar a tener entidad alguna; si carece de entidad no podemos pensarlo ni por supuesto «identificarlo», y si no podemos identificarlo no podemos «idearlo». Por tanto cualquier dios del que tengamos alguna idea no es razonablemente el Dios creador del mundo, sino otro dios que sólo es capaz de crear aquello que está en su propia capacidad creadora como ser que es en concreto. Para estar seguros de que hablamos del Dios creador del mundo tenemos que estar ante la imposibilidad de idearlo. Hasta ahora hemos creído que sólo hay «algo» dentro de nuestro vocabulario y de todos los vocabularios de todas las lenguas del mundo que no puede ser ideado: «El Ser en sí mismo», por tanto «el Ser debería ser Dios». Pero a pesar de lo contundente de esta última reflexión cantar victoria sería algo prematuro e impropio de un filósofo que vive en los albores del siglo XXI. Tal vez fuese concebible para otro del siglo V antes de nuestra era, cuando se sabía muy poco sobre la «sustancia real del cosmos», hasta llegar a saber interioridades como sus agujeros negros, su energía oscura, su relatividad, etc. Gasset decía acertadamente que la ciencia debe guiar las investigaciones del filósofo, tal y como ha sido el caso desde el Renacimiento, por tanto, yo no puedo olvidar que de acuerdo a mi propio método, una vez que tengo una respuesta «metafísica» aceptable sobre la «noidea de Dios», pero si de su Ser, necesito trasladarla a la física, pues ya he establecido que toda «idea» o «noidea», debe partir de la sugestión de una «imagen» o «noimagen», que debe corresponderse con la sensación de una «cosa» o «nocosa». ¡Aquí está el verdadero dilema! Puesto que este breve ensayo no persigue otra cosa que establecer una razonable idea de Dios, y Dios parece que se niega a ser pensado como una idea, tal y como he sugerido con anterioridad lo que sucede es que Dios no es algo que pertenezca a la misma filosofía y por tanto ni siquiera debería de ser planteado dentro de un discurso filosófico ni metafísico. Si seguimos atentamente el desarrollo de la argumentación anterior, todo aquello que puede ser pensado debe concluir siendo una idea y, una vez más, teniendo la idea no tenemos el Dios que estamos buscando. Por tanto nos habíamos apresurado al considerar que el Ser podía ser considerado el propio Dios, porque a fin de cuentas ya vemos que el Ser no es más que un pensamiento, y que necesariamente debe tener entidad, pues es la sustancia misma de ese pensamiento. De manera que ahora no tenemos más opción de abandonar momentáneamente la filosofía y averiguar «qué cosa tiene ese pensamiento», y nos encontramos con el dilema de que si algo no piensa en el Ser, el ser mismo es inconcebible. La respuesta es obvia, el ser lo hemos pensado nosotros, pero no por el hecho de ser un organismo vivo dotado de un cerebro, que es lo verdaderamente físico que interviene en la realización de una idea, sino porque ese cerebro en realidad se «alimenta» de algo que ya no es verdaderamente físico, sino que volviendo nuevamente a la metafísica, nos encontramos con la «Mente», «noûs» en griego, concepto «inventado» por el presocrático Anaxágoras y dentro del contexto exclusivo del lenguaje metafísico. Si «pensamos» en la Mente nos sucede igual que en el caso del Ser, pero al menos es el final de un proceso, pues si el Ser fue causado por la mente, la mente misma sólo puede ser causada por la propia mente. ¿Cómo es posible que la mente se cause a sí misma? Ya vemos por la misma pregunta que por primera vez hemos encontrado «algo» que no tiene más posibilidad que la de causarse a sí misma, puesto que es, y no hay nada por «encima de ella» para que haya podido causarla. Esta reflexión, pese a ser absolutamente aceptable, es, sin embargo, inconcebible, lo que nos dice que vamos por el buen camino. Por tanto ya tenemos una mente que piensa, porque se puede «pensar a sí misma», y si se piensa a sí misma es porque ese pensamiento ha tenido un principio y un final (antítesis, tesis, de donde surge la síntesis misma de la mente que se piensa como mente). Para que podamos decir que la mente es lo análogo al Dios que estamos buscando simplemente debe ser «una mente que no piense», ni siquiera en sí misma, para que no llegue a tener ni la idea de «sí misma», y esa es una «mente en reposo», inmóvil y sin pensamiento alguno, pero lo importante es que «puede seguir siendo una mente». Lo que nos acerca cada vez más a la «noidea» que estamos buscando. Ahora podíamos recordar el argumento de Parménides en torno al Ser y creer que estamos ante un nuevo dilema, pues el Ser que no se concibe «noes», y sabemos que el Ser no puede «noser». Por tanto si queremos que el Ser nosea, necesariamente debe «ser y noser», es decir, «ser», pero «por defecto». De esta manera sabemos que todo lo que es «en efecto» proviene necesariamente de un Ser que «es por defecto», que es una «inconcebible manera de ser», por eso mismo «el Ser por defecto debe ser el Ser de Dios». Ahora retomamos el Misterio de la Trinidad y despejamos el último de sus misterios, como es el del «Espíritu Santo». No es casualidad ni brujería que las teologías más primitivas creyeran que «todo lo natural está poseído de espíritu». En efecto, todo lo que es concebible, incluidos el Padre y el Hijo, pues ambos necesariamente tuvieron que ser «concebidos», debe provenir de «algo por defecto», tal y como lo veíamos en el contexto metafísico. Pero en tanto que el Espíritu de la Trinidad «es en efecto y no por defecto», no puede ser verdaderamente el Dios que buscamos, sino uno de los atributos de la naturaleza divina, que no es Dios mismo. Para ser Dios mismo debe ser un espíritu «en creencia», para el contexto teológico, «por defecto» en el filosófico o «en potencia» en el físico. Debe ser, además de «inexistente», «inmóvil» y sin «valoración», por tanto no puede ser ni «santo» ni «malo», sino simplemente «un espíritu en creencia». Es decir, un espíritu que se cree que es, pero que no se manifiesta con una determinada valoración, pues esta valoración la adquiere cuando se «hace naturaleza» en el Padre, en el Hijo y en el mismo Espíritu Santo. ¡Ahora ya tenemos identificado el «ojo» del triángulo! En cierta manera este es el fundamento del pensamiento de Spinoza. Es ahora cuando necesitamos un valor equivalente a lo que ha «creado». Si tanto el Padre como el Hijo son «santos» el espíritu debe ser necesariamente también «santo». Si, por el contrario, hablamos del diablo, el espíritu resultante debe ser «maligno». De manera que el Misterio de la Trinidad no muestra a Dios, sino aspectos de su divinidad una vez hecha «naturaleza», tanto del Padre como del Hijo. Ahora cabe la observación de que esta trilogía se representa con un triángulo en cuyo centro hay un «ojo», el mismo que figura en los billetes de dólar. Sin duda que es una forma poco acertada para representar algo que no puede ni debe ser concebido, ni siquiera como un ojo que nos observa desde su «inconsciencia». Para hacer más comprensible esta «idea de algo que carece de idea» podemos, y debemos, pasarnos la contexto de la física, pues ese Espíritu y esa Mente necesariamente debe tener su equivalencia física, o estaríamos ante un lamentable «error de método». Así, la naturaleza tiene su origen conocido en una «gran explosión», «The Big Bang», consecuencia de la condensación crítica de una materia suyo origen es desconocido. Esta gran explosión liberó una enorme cantidad de energía que progresivamente ha ido formando el universo conocido, sin que sea necesario exponer los diversos procesos de esa «formación». Sabemos, además, que sigue existiendo suficiente energía como para el universo se siga expandiendo, y se supone que debe llegar un punto crítico en que se produzca un proceso reversible, es decir, la contracción del universo hasta su colapso, «The big Crunch», o la llamada «muerte térmica». Si buscamos las analogías, tenemos que el universo en tanto que es, sólo puede ser naturaleza, y la naturaleza es una «sustancia en movimiento», lo que nos lleva a la analogía de la «entidad que es», que también está necesariamente en movimiento, pues toda entidad está dentro de un pensamiento. Si ya tenemos localizada la entidad debemos localizar lo que produce la sustancia de la naturaleza, y por ambos caminos la respuesta es obvia: la «Energía». De donde se deduce que «Mente, Espíritu y Energía» deben ser necesariamente equivalentes, pero mencionados de forma diferente en sus respectivos contextos. Hay lenguas, como la alemana, que los integran en una sola voz, como es «Geist». Si tenemos la mente y su equivalente en la energía, y decíamos que la «mente que piensa en la propia mente» lo hace desde un punto inicial, antítesis, a otro final, tesis, la energía, para «sustanciarse» debe seguir el mismo proceso, pero como decíamos que las cosas físicas sólo son «positivas» o «negativas», la propia energía sólo puede ser «positiva» o «negativa». De manera que la energía se «mueve» debido a su «polaridad». Esta polaridad produce necesariamente una «fuerza magnética» que mantiene unidos a ambos polos, siempre que estén en movimiento, y si están en movimiento necesariamente deben de producir «algo», por la misma razón de que la mente en movimiento causa la entidad de donde surgen las ideas, y el espíritu en movimiento, es decir, una vez enfrentado el «bien» y el «mal», crea el «mundo». Por tanto gracias a la «polaridad de la energía se produce el universo». Pero siguiendo las analogías de los contextos anteriores, si esto es así debe de haber una energía que «sea y no sea» al mismo tiempo, es decir, una «energía neutra y en potencia», de donde surge la energía polarizada en el «acto», capaz de crear las cosas supuestamente materiales. Este es el fundamento «teórico» de la metafísica aristotélica de «acto y la potencia». Sin ir más lejos en estas consideraciones, que cualquier físico encontrará familiares, la nueva pregunta resultante de nuestro método «trilógico» es: ¿dónde está esa energía en potencia, carente de polaridad y por qué y cómo se polariza? ¿Estamos hablando de «energía oscura»? Como se trata de un dilema «irresoluble» con el uso de la razón, podemos decir que se trata del aspecto «divino» de cuya «potencialidad» se ha producido la naturaleza. En otras palabras, la respuesta final a todo lo expuesto sería ésta: para la física el Dios creador, absoluto y en sí mismo, el ojo del triángulo del Misterio de la Trinidad, debe ser una «potencia»; para la filosofía un «defecto» y para la teología es una «creencia». Pero en los tres casos esta reflexión no nos lleva a una «idea de algo», sino a una «idea de nada»; es decir, no nos dice nada de la entidad de algo a lo que podamos llamar «Dios», tan solo sabemos que debe de haber algo divino, en potencia, por defecto o en creencia, capaz de crear al mismo Dios, pero del que sólo podemos deducir que «¡es, pero no existe!». MONOGRAFIA ENSAYO EL DIA DESPUÉS DE LA MUERTE Introducción El título de este libro puede sugerir que está escrito por alguien con un pie ya en el otro mundo, porque, como dice la sabiduría popular: “No nos acordamos de Santa Bárbara hasta que no truena”. Pero no es así, sino que lo ha escrito alguien a quien la vejez y sus achaques le han enseñado a ser previsor. Siempre llevo dos llaves de mi apartamento, con lo que me he ahorrado ya un par de veces tener que descerrajar la puerta. En el buzón del correo guardado un paraguas, un paquete de pañuelos y unas gafas de lectura, lo que muchas veces me ha evitado subir los seis pisos para coger el paraguas. Cuando cojo el Metro saco el billete de vuelta por si llega el tren justo cuando entro en el andén, etcétera. Como a todo el mundo, cuando me llegue mi hora, no quiero que la muerte me coja desprevenido, sin haberme hecho una idea de lo que me sucederá el día después. De esta manera podré obrar en consecuencia lo poco o mucho que me reste de vida. Tarde o temprano todos nos hacemos esta dramática pregunta, con más frecuencia cuando sobrepasamos los 70 años, porque es una edad apropiada para dejar este mundo por sorpresa y sin estar prevenido. ¡No todos llegamos a octogenarios! Por otro lado, no es una edad para disfrutar de los placeres de la vida, sino más bien sufrir sus dolores, por lo que no me entusiasma la idea de ser uno de ellos. Como es un tema tabú para la ciencia, que solo puede ocuparse de cosas tangibles y que pueda experimentar, el tema ha quedado en manos de la revelación teológica y de las pseudo-ciencias esotéricas. Pero ninguno aporta ideas concluyentes, que sean lógicas y razonables, condición necesaria para los que nos hemos educado bajo el gran manto cartesiano. He tratado este tema en numerosas ocasiones, como en mis “Relatos celestiales”, en “Hermann en el purgatorio”, más rigurosamente, en mi ensayo “Sobre el Ser, Dios y el Cosmos”, y recientemente, en mi última novela, “La pasión de Alicia”, pero ninguno de estos escritos me han aportado la necesaria certidumbre para hacerme una idea en la que pueda confiar plenamente. En este nuevo intento me propongo no dejar ningún fleco suelto y concebir una idea de mi posible trascendencia, en la que pueda creer hasta el próximo o lejano día de mi inevitable muerte. I. SOBRE EL MUNDO 1. El mundo donde vivimos y morimos Este libro, aunque modesto, es de filosofía, por tanto sus conclusiones se basan en razonamientos lógicos sobre la causa y la razón de ser de las cosas, de acuerdo al significado de sus nombres. Es decir, es fundamental saber qué significado tienen cada uno de los conceptos que utilizo en mi reflexión, y ya en este primer capítulo me encuentro con una voz, “mundo”, que requiere una primera definición, pues aunque se trate de una palabra familiar que utilizamos con frecuencia, es un concepto de una gran complejidad. Como ya es costumbre en mis ensayos, suelo comenzar un nuevo tema consultando en primer lugar la sabiduría popular, y ésta tiene una frase contundente: “Cada persona es un mundo”. Luego contrasto estos sencillos, pero casi siempre certeros axiomas, consultando otras fuentes, como Wikipedia y otros diccionarios de la red Internet. En la popular enciclopedia virtual el mundo lo resume como: “significa cuanto concierne al ser humano”, definición consensuada por casi todas las fuentes que he consultado Por último consulto nuestra Real Academia de la lengua (Para mí desacreditada por la admisión de destructores de la lengua, como Arturo Pérez-Reverte o Javier Marías), que no brilla precisamente por su apoyo a la filosofía, sino que la maltrata o ignora, ofrece, como siempre y para confusión de los que buscan claridad, varios significados. El primero dice simplemente que el mundo es “el conjunto de todo lo existente”, definición que es parcialmente cierta, pero sin matizar la existencia de los mundos particulares que conforman el mundo cósmico o el “todo” que menciona. Ya he dicho que la RAE ignora la filosofía. Pero no me parece una acertada definición, porque también decimos por ejemplo: “El mundo de las aves”, o “El mundo de la música”. Y ni las aves ni la música son seres humanos. Luego no es una definición suficiente. Yo tengo una definición más conforme con el contexto de la filosofía: “El mundo es todo lo que tiene la misma entidad”. Así, todo lo que concierne a un mosquito sera “El mundo del mosquito”; al mundo de la música, todo lo que le concierne, etc. De acuerdo a esta definición, hay mundos dentro de otros mundos, como por ejemplo: “El mundo personal del ser humano está dentro del mundo general de la humanidad”. El mundo de la humanidad, a su vez, está dentro del mundo de nuestro planeta Tierra, y ésta, dentro del mundo de los astros; es decir, del universo. Luego el mundo es todo lo cognoscible y observable, pero formado por mundos menores, hasta los desconocidos de los microorganismos. 2. ¿Se puede salir de este mundo? De acuerdo a esta última reflexión, no parece tener mucho sentido esa frase que destierra a los difuntos al “otro mundo”, sin que sepamos a cuál, porque, en rigor, no podemos concebir otros mundos más allá de los límites del espacio-tiempo del mundo del universo, que sigue siendo “este mundo”. Lo que plantea una nueva y todavía más compleja duda: ¿A qué otro mundo van los muertos? Y, a su vez, esta pregunta nos lleva a una segunda, infinitamente mas compleja que las anteriores: ¿Qué es lo que irá al otro mundo?, porque nuestros restos ¡se queda en éste! De manera que ya tenemos dos grandes dilemas que resolver: Cuál es el mundo de los muertos y qué es lo que irá de nosotros a ese otro mundo. Obviamente no es el cuerpo, puesto que nuestras cenizas permanecen en este mundo. Sé que mis lectores ya se habrán anticipado a mi respuesta, con la suya, que muy probablemente sea “el alma”. Pero este es un libro de filosofía, y no se puede aceptar la existencia de algo sin establecer razonablemente su causa, su razón de ser, su forma de ser, y su efecto, así como su función y necesidad. Por tanto, antes de proseguir con el complejo concepto “mundo”, deberíamos aclarar qué es el alma, cuál es su causa, su función y su efecto, pero por el momento vamos ha dejar la respuesta a esta pregunta para cuando lleguemos al capítulo dedicado al mundo personal. Ahora prosigamos desarrollando el concepto genérico, “mundo”. Si los diversos mundos están unos dentro de otros, no hay ninguna razón para no aceptar la posibilidad de que nuestro mundo astral, es decir, el universo, no esté, a su vez, también dentro de otro mundo, en un hipotético universo exterior o exo-universo. En cuyo caso el universo se sustentaría gracias a que debe gravitar como un cuerpo astral en otro universo de dimensiones incognoscibles. ¿Pero no es igualmente asombrosa la existencia de partículas tan pequeñas que apenas pueden ser observadas con los microscopios de última generación o los impresionantes aceleradores de partículas? La otra observación acerca del concepto mundo, es que las entidades de cada uno (Ejemplo: los seres humanos y la humanidad, o los terrícolas y la Tierra), están condicionados por las características del mundo al que pertenecen, y no les es posible transmigrar de uno a otro mundo, porque son una parte del mundo. En efecto, ninguna parte de nuestro cuerpo tomará la iniciativa de emigrar a otro cuerpo ni un pájaro, del mundo de los pájaros, emigrará al mundo de los gatos, etc. Dicho de otro modo: estamos alineados a las características del mundo en que habitamos y nosotros alineamos las cosas que pertenecen al nuestro. Este hecho es análogo a la idea de un Estado, en que sus ciudadanos son el Estado, puesto que son una totalidad de ciudadanos con la misma entidad política; es decir, ¡el Estado es un mundo! 3. ¿Puede haber otros mundos? No tenemos ni la más idea de donde están los límites de nuestro “mundo universal” ni siquiera nos hemos puesto de acuerdo en si tiene límites, aunque sepamos su edad y que se está expandiendo presionado por la energía oscura, presente en todo el universo. Solo tenemos hipótesis y, sobre todo, espectaculares grabados concebidos por mentes muy intuitivas e imaginativas, frecuentes en épocas donde la intuición era el único medio para entender el mecanismo de las cosas, y cuando no se disponía de los medios adecuados para su investigación por la experimentación; es decir, en todas las épocas anteriores al Renacimiento europeo, desde los primeros astrónomos de Caldea hasta Nostradamus. Porque a partir del Renacimiento surge un apasionado interés por las ciencias y su peculiar método inductivo, frente al tradicional filosófico deductivo, el que estamos aplicando en esta reflexión. Y esta nueva fuerza que impulsa el progreso, construirá las herramientas necesarias para el estudio y la experimentación de la naturaleza y sus fenómenos. Lo que nos permitió constatar que en “nuestro mundo” nada surge de la nada, sino de algo y por alguna causa, y no sucede nada sin que obedezca a alguna ley natural, aunque resulten tan erráticas e impredecibles como prueba la física cuántica. Como todas las leyes de la naturaleza tienen en consideración aquello que forma parte de su mundo, son leyes razonables y lógicas. La muerte no es una excepción. Por esta cualidad innata, la filosofía puede entender su causa y comportamiento. Pero volviendo al tema del capítulo . Si el mundo es “todo”, las entidades que conforman ese mundo no pueden emigrar fuera de su mundo, puesto que, como hemos dicho, son una parte de “todo”, y no puede haber nada más allá de todo. De manera que si existieran universos paralelos, para los que formamos parte de nuestro mundo, no podemos “salir de este mundo” para entrar en otro mundo distinto. Sia pesar de todo, quisiéramos traspasar los límites de “Todo” la condición fundamental es que dejemos de ser una parte del todo, para no ser algo en particular; es decir, no ser “nada”, y esa es la pista que nos debe llevar a entender la parte de nosotros que “saldrá de este mundo” cuando le llegue su hora. Ahora solo nos queda deducir que puede haber más allá de este mundo, o lo que es lo mismo, que hay más allá de todo. No es necesario ser un gran filósofo para entender que en este razonamiento hay una solemne contradicción, pues, insisto, no podemos aceptar que pueda haber algo más allá de todo, porque en ese caso, ¡no sería todo! Pero tiene que haber una respuesta razonable que resuelva esta contradicción, y que vamos a intentar encontrar. El dilema es éste: cómo salir de este mundo que es todo, para ir a otro mundo que razonablemente ¡no es nada! La respuesta obviamente debemos buscarla qué es y en qué consiste la nada. 4. ¿Qué es la nada? Resulta hasta cómico que nos hagamos esta pregunta, porque estamos pidiendo que nos digan “qué es lo que no existe”. Parece una simpleza, y hasta una tomadura de pelo, sin embargo contestamos lo que nos parece lógico: “La nada no es nada”, ¡y volvemos a utilizar la nada para negarla! Entonces, al menos debemos admitir que razonablemente no existe, pero si “es”, porque tiene una entidad, un nombre que la identifica; y solo pueden tener nombre las cosas que son, y no pueden tenerlo las cosa que “no-son”. Luego, la nada “es, pero no existe”. También podemos decir que es un “ser absoluto y sin atributos”. Ya tenemos una nueva clave para aproximarnos a la respuesta de la pregunta que nos hacíamos acerca del “todo”; pues hemos argumentado que más allá del todo no hay nada, pero la nada “es”, no como algo en concreto, sino algo inconcreto, por tanto, inexistente Esta no es una conclusión que deba confundirnos, solo es necesario contemplar un billete de 100 euros para entenderlo (también nos serviría uno de 10 euros, pero el de cien es más gráfico). En este billete si nos atenemos al valor de las cifras, vemos que consta de una magnitud, “1” y dos cifras que individualmente no tienen magnitud alguna; que no son nada. Si sumamos las cifras por separado, tendremos un solitario “1”, pero si las agrupamos, tenemos la magnitud “100”. En resumen, el 0 por separado “es” (el cero), pero carece de magnitud, y como hablamos de cifras, si el 0 no tiene valor no existe, y lo escribimos con un “círculo”. ¿Por qué un círculo? Sencillamente porque al estar en el principio y al final de una magnitud quiere decir que la magnitud se desarrolla en un círculo, y se encontrará con el mismo cero al final como al principio. Este sencillo ejemplo prueba, sin embargo, la teoría propuesta por el genial astro-fisico ya desaparecido, Stephen Hawking, de que el universo se pliega en una esfera, porque parte de la “nada” (Big-Bang) y concluirá en la misma nada en la que comenzó. Nadie mejor que el sabio Parménides para ilustrar esta idea: «...Es el Ente en todo semejante a esfera bellamente circular hacia todo lugar» Y ya decíamos que el cero era una entidad. La siguiente pregunta es ¿qué hay dentro de un cero? Si nos atenemos al ejemplo anterior, y en clave del universo, podemos decir que la nada sin más no contendría ningún universo, pero tan pronto se crease, nuevamente el Big-Bang, este quedaría contenido en la nada (de la misma manera que los 100 euros del ejemplo anterior están contenidos en los dos ceros), y contendrá tantos universos (magnitudes) como se creen (sucesivos ceros). Por tanto podemos afirmar que el cero contiene una magnitud “infinita” (que contiene todas las magnitudes finitas, o los universos, si hablamos en clave cósmica). Lo que nos lleva a la necesaria “deducción” que el cero es una magnitud infinita, porque no tiene ni principio ni fin, pero que contiene todo lo “finito”, que sí tiene principio y fin. Si trasladamos esta idea al tema del mundo, tenemos que la nada está al final y al principio de los mundos. Luego, la nada sustenta el mundo, y, puesto que no tiene espacio ni tiempo, es infinita y eterna. Y es en ese no-espacio y no-tiempo, que está fuera de “todo”, el único lugar donde irían los muertos para poder decir que están “en otro mundo”. Simplificando la idea, y en términos teológicos: “¡Después de la muerte, la eternidad!” Como todo lo natural transcurre dentro de un tiempo y un espació, la idea de eternidad y lo infinito son conceptos inconcebibles para los seres vivos, de lo que deducimos, que si los vivos no concebimos lo sobrenatural, los fallecidos no podrán concebir lo natural, temporal y finito, porque los sentidos necesarios para su percepción se han anulado con la muerte, pero aquello que prevalezca regido por una hipotética ·ley sobrenatural. Por tanto morir es el tránsito de lo finito a lo infinito, y de lo temporal a lo eterno. Dos dimensiones distintas, que debe tener sus propias “leyes”: las naturales y las sobrenaturales. De manera que tan pronto como se produzca nuestro fallecimiento, aquello que sea lo que trascienda, debería entrar en una dimensión eterna e infinita, regida por sus propias leyes, que, obviamente, deben ser “sobrenaturales”. Lo que nos lleva a la conclusion lo que trascienda no podrá regresar a la dimensión natural, la de los vivos, pero seguirá “siendo” en la dimensión sobrenatural, la de los muertos. Como ya hemos desarrollado ampliamente el significado y comportamiento del concepto ”mundo”, ahora debemos descender de las alturas, dejar a un lado la eternidad y lo infinito, y ocuparnos de lo finito y temporal; o lo que es lo mismo, de la “naturaleza”, que será el hogar del futuro ser humano donde vivirá y morirá, suceso este último que estamos tratando de esclarecer de forma lógica y razonable. II. SOBRE LA NATURALEZA 1. ¿Qué es la Naturaleza? Es importante que haga la observación de que este capítulo no es de filosofía, sino una somera introducción de física con el único objeto de hacernos una idea del origen de los conceptos “naturaleza”, “vida” y “muerte”, que no son conceptos específicos del léxico de la filosofía. Puesto que estamos hablando de naturaleza, estamos en el contexto de la física y no de la metafísica, en que su equivalente sería la conciencia. Si la naturaleza produce cosas, al concebirlas las convierte en objetos, que, una vez nombrados, causan las ideas (la idea del objeto). La primera es una acción física que requiere energía física, la segunda es una acción mental, que requiere energía mental, es decir, mente, por eso decía que la conciencia es la “naturaleza” de la mente. Aclarado este importante punto, podemos proseguir con el tema del capítulo. Podríamos simplificar diciendo que la Naturaleza física es todo lo que aparenta tener materia y, por la misma razón, lo sobrenatural, lo que no aparenta tenerla. Y quiero remarcar que he dicho “aparenta” porque la materia solo es una de las formas que adopta la energía pasiva que contiene formando campos magnéticos, que le dan la solidez y la apariencia de materia. Pero eso sería desde luego una simplificación, puesto que hay elementos naturales que carecen de materia aparente, como la luz, que también son naturaleza. Pero veamos cuál es la definición más consensuada sobre la naturaleza. Para el diccionario de Google, es el “Conjunto de las cosas que existen en el mundo o que se producen o modifican sin intervención del ser humano”. Podemos ampliar esta definición como lo que soporta la vida en el mundo, con lo que enlazamos este concepto con el anterior de mundo. Puesto que este ensayo se refiere específicamente a la muerte, cabe preguntarse la razón que justifique que todo lo natural tiene una duración limitada entre nacimiento y muerte, y una fase de crecimiento seguida de otra de decadencia, cuando lo más lógico es que fuera inmortal e inmutable. ¿Qué sentido tiene su gran variedad y diversidad? Bastaría con que hubiese las especies de plantas y animales necesarias para el sustento de la vida y que éstas fueran inmutable. La diversidad de especies está causada por la constante mutación, pues cada nueva especie requiere un predador para mantener el equilibrio, que se altera constantemente, y que, además, requiere el gasto de una ingente cantidad de energía. Por si no fuera suficientes estos argumentos para encontrar extraño a la lógica este comportamiento, la naturaleza se fundamenta en la violencia de los predadores, que sobreviven matando y ensañándose con sus víctimas, lo que no es éticamente aceptable. Tanto es así, que los seres humanos hemos optado por no seguir esta violenta pauta de conducta, poniendo límites a este comportamiento violento (aunque no hayamos conseguido evitar la violencia, incluso la hemos hecho agresiva y destructiva por las guerras), que nos enajena de la misma naturaleza, para crear un mundo artificial regido por principios ajenos a los de la naturaleza. Por esta causa hemos creado un antagonismo que presumiblemente terminará por destruirla. ¿Tiene algún designio la naturaleza por el que esté justificada esta fatalidad? ¿Es la variedad la condición necesaria para mejorar las especies? ¿Es la violencia natural un hecho inevitable para consolidar la selección natural? Yo no tengo la respuesta a estas preguntas cruciales, pero si está justificado quiere decir que el designio es el logro de algo que llamar perfección, que deberemos alcanzar a cualquier precio y con las víctimas inevitables en este proceso. Asociando el contenido de este capítulo con el primero, establecemos que el mundo está necesariamente constituido de naturaleza, en tanto que la nada no está constituida de naturaleza porque obviamente es sobre-natural. Y con esto último queda provisionalmente dicho todo lo esencial sobre la naturaleza. Ahora hablemos de la vida, la animadora de la naturaleza. 2. ¿Qué es la vida? Quiero apresurarme a decir que la vida no es inteligente, sino que simplemente es “instintiva”. Lo que Darwin descubrió en las islas Galápagos no fue la inteligencia natural como causa de la evolución, sino las reacciones del instinto ante la influencia de las variantes ambientales. Para hablar de inteligencia, la evolución, guiada por el instinto y los estímulos de la competencia para la supervivencia, tuvo que producir un cerebro capaz de conectar con las fuentes trascendentales de la inteligencia, fuentes que todavía no hemos tratado, a través, primero del instinto, trasmitido por los sentidos, más tarde por la imaginación, transmitida a través de las revelaciones y puede que también por los sueños, que ya es perceptible en el reino animal, pero inconsciente, y, finalmente, con la intuición, transmitida a través de la consciencia, fenómeno que solo surge con un cerebro propiamente humano, y que podemos situar en el hombre de Cromañon, que ya es Homo sapiens, por tanto, capaz de percibir la intuición, por lo que conecta con las fuentes de la inteligencia trascendentales, y comienza la progresiva sustitución del instinto por la intuición. Gracias a la imaginación (Revelaciones y sueños), combinada con la intuición(Conceptos e ideas), surgirán las primeras creencias en deidades con poderes sobre-naturales, y la idea de la propia concepción de sí mismo como ser humano, distanciándose de los animales, fundamento de las primeras expresiones culturales propiamente humanas. Y con esas primitivas creencias daría comienzo la “civilización”. Pero volvamos al tema de este nuevo capítulo. Vivir es una característica de cierta clase de materia que adquiere la capacidad del movimiento por sus propios medios, posiblemente debido a una catarsis producida por una descarga eléctrica sobre unos componentes químicos determinados (moléculas de carbono). Este fenómeno dio origen a la creación de un “órganismo”, con la capacidad de nacer, crecer, reproducirse y, finalmente, y lo que interesa para este ensayo, morir; es decir, dejar de funcionar (defunción). Una vez creada la primera molécula viva la pregunta obligada es ¿cómo “aprendió” a comportarse de manera que pudiera sobrevivir ya reproducirse si carecía de experiencia y de conocimientos? Para la que solo cabe una respuesta: gracias a un conocimiento innato que deberá surgir en el mismo instante de su creación: el instinto. Una forma de conocimiento que sabe cómo reaccionar ante las sensaciones y los estímulos que percibe y que servirán para su supervivencia, como alimentarse y reproducirse. El origen de ese conocimiento innato debe de haber estado en potencia en la propia materia, porque de otro modo no sería “innato”. Pero todavía no es el momento de introducir la causa, que lo veremos con más claridad cuando hablemos específicamente sobre la “inteligencia” de la naturaleza, o también podemos decir, la “inteligencia del mundo” y de cada mundo en particular, incluido el personal y humano. Puesto que, como decía con anterioridad, este no es un ensayo científico sino filosófico, no vamos a seguir el desarrollo de esa primera molécula hasta la aparición del ser humano, porque lo que pretendo es hacer un apartado fuera del discurso filosófico, para situar al lector en las causas de los conceptos de “naturaleza”, “vida” y “muerte”, y ya solo nos falta hablar sobre la muerte. 3. ¿Qué es la muerte? Por fin, tras un obligado prólogo para ubicarnos en el tema, hemos llegado al momento esperado para exponer la tesis de este breve ensayo. Comenzamos por repasar las actuales definiciones del concepto “muerte”. La definición del diccionario de Google no puede ser más simple: “Fin de la vida”. Pero la respuesta no puede ser otra. Sin embargo, tratándose de un libro de filosofía, podemos definir la muerte como la disfunción de las causas de la vida. Puesto que la filosofía es fundamente el entendimiento de las causas, y si la causa de la vida es la catarsis capaz de crear un organismo, la muerte debe ser la catarsis que destruye ese mismo organismo. Para saber lo que se destruye con la muerte, necesitamos conocer cuáles son los fenómenos psíquicos asociados al cuerpo físico, más concretamente, al cerebro, para lo que debemos detenernos en analizar cómo es el “mundo del ser humano” y cómo es el ser humano en sí mismo. 4. “Yo soy yo y mi circunstancia” ¿Por qué cito esta popular frase de nuestro admirado filósofo, Ortega y Gasset? Sencillamente porque su “circunstancia” está relacionada con el “mundo” del ser humano, el mismo que estamos estudiado en este ensayo. La diferencia destacable, es que lo que forma parte del mundo personal es inalienable; que no puede separarse de su mundo, en tanto que lo que está en su circunstancia es alienable; que puede adherirse o separarse. Por tanto, del axioma de Ortega y Gasset, el “Yo” es el mundo personal o que tiene la misma entidad, como por ejemplo, su familia biológica, y el resto la circunstancia de su mundo, como por ejemplo su trabajo o su mascota. Al margen de su circunstancia, el mundo personal se fundamenta en 5 sentidos físicos: vista, oído, tacto, gusto y olfato, y dos fenómenos psíquicos: la imaginación y la conciencia. Todos ellos tienen, de una u otra forma, vinculación con el cerebro, por lo que si éste deja de funcionar por falta de riego sanguíneo, lo que sucede con la parálisis del corazón, todos los sentidos físicos colapsan con la muerte, lo que no admite discusión. Donde surgen las divergencias de opinión entre notables neurólogos y otros científicos que estudian el cerebro humano y su relación con estos fenómenos, es si también colapsan los fenómenos psíquicos de la imaginación y de la consciencia. Por tanto tenemos que detenernos y analizar qué son la imaginación y la conciencia, y cuáles son sus causas. 5. ¿Qué es la imaginación? Como siempre buscamos las definiciones de los medios virtuales para conocer las opiniones más consensuadas, y el diccionario de Google nos ofrece una extensa primera definición que podemos resumir como “la capacidad de crear imágenes mentales que no existen”, y una segunda, que en mi opinión es errónea, por no hacer distinción de los contextos de la imaginación y la consciencia: “...facilita la concepción de ideas innovadoras...”. No son las imágenes, que trasmites emociones, fundamento del arte, sino las formas de los objetos y sus impresiones, vinculadas a la conciencia, las que facilitan las ideas innovadoras. En cuanto a Wikipedia, por esta vez ni siquiera creo que valga pena citar su enfarragosa definición, lo que me demuestra que esta enciclopedia, sin un mínimo de control académico, deja mucho que desear. Por su parte, la RAE adolece del mismo mal, a pesar de entre sus respetables miembros haya un gran número de académicos. Define la imaginación como: “Facultad del alma que representa las imágenes de las cosas reales o ideales.”, con lo que da por sentado el consenso sobre la idea de lo que es el alma. Es precisamente por causa de encontrar una razonable explicación de lo que debe ser el alma, por lo que he necesitado hasta este momento más de 20 páginas de razonamientos previos y supongo que quedan unas cuantas más todavía. Para el tema de este ensayo, no es necesario entender la causa de la imaginación, porque es evidente que la imaginación requiere de un cerebro activo, en el que están almacenadas las imágenes mentales que proyecta. La imaginación es el fenómeno que, a través de las imágenes que proyecta, nos informa de su emotividad, lo que nos permite valorarlas. Esta valoración se hace sensible por un estímulo físico que provoca la aceleración de las palpitaciones del corazón, por lo que asociamos el corazón con los sentimientos y las pasiones, como el amor, la belleza, el arte, la música, la poesía, etc., pero no tiene ninguna vinculación con las impresiones, causa de la formación de las ideas a través de la conciencia. Pero para el caso de este trabajo, la imaginación no puede trascender a la muerte, porque, como ya hemos dicho, depende de la memoria, donde guardamos las imágenes. Por tanto queda descartada. Nuestras imágenes de gratos recuerdos no pasarán con nosotros al “otro mundo”. De hecho, una de las experiencias vividas por personas cercanas a la muerte, es la visión de todas las imágenes guardadas en la memoria, en una rápida secuencia para borrarlas y no dejar el menor rastro visual de nuestro tránsito por la vida. Tal vez, después de todo la transmigración sea verdad, este es un procedimiento natural para liberar lo que sea que sea que transmigre limpio de influencias y sin historia, pero como no es un hecho probado, por la experiencia o la razón, no podemos tenerlo en consideración 6. ¿Qué es la conciencia? Antes de buscar referencias sobre este complicado concepto, creo necesario aclarar la importante diferencia entre “conciencia” y “consciencia”. La consciencia es todo lo relativo a un determinado estado mental: consciente o inconsciente. Mientras la conciencia es una de las partes de la mente exclusivamente humana. También desearía aclarar algo sumamente importante. Algunos de mis lectores se preguntarán por qué citar estas fuentes populares y sin un serio compromiso intelectual y no cito trabajos de investigación más serios y del ámbito académico. Sencillo, porque dado el tono, enfoque y contenido, mis eventuales lectores no serán académicos, sino esa gran mayoría de gente común, los mismos que se informan y resuelven sus dudas e inquietudes consultando estas mismas fuentes que estoy consultando yo. Por lo que espero que nos entendamos si hablamos el mismo idioma y nos movemos en las mismas redes sociales. Ante este brusco cambio de las fuentes de información, y el nuevo paradigma cultural resultante, el mundo académico debería bajar de las alturas en las que ha estado reinando, no sin cierto despotismo, y se acerque a los espacios que han escogido la gente común, para ilustrarles en su propio feudo, y, si es posible, con su mismo lenguaje. Sé que algunos inteligentes docentes ya lo han comprendido y asumido. Cada catedrático que entra en la red, supone un paso más para elevar la calidad de la propia red. Hecha esta importante aclaración, prosigamos con nuestra investigación. El diccionario de Google dice que la conciencia es: “Conocimiento que el ser humano tiene de su propia existencia, de sus estados y de sus actos”, con lo que no estoy en absoluto de acuerdo, porque la conciencia no es conocimiento, sino una “herramienta de la mente”, con la que es posible “concebir” ese conocimiento de su existencia, pero no es conocimiento en sí mismo. Wikipedia redunda en una idéntica definición, que como he dicho, a mi entender es errónea. Y la RAE, una vez más hace alardes de su “antifilosofismo” con esta asombrosa definición: “Conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios.” No tenía previsto extenderme mucho en este capítulo, tan solo hacer una somera introducción para demostrar que tampoco la conciencia puede sobrevivir a la muerte, pero espero que mi definición y explicación justifiquen esta extensión. La conciencia es, simplemente, la que nos permite concebir lo que nos impresiona por su forma de ser, y punto. Puede impresionarnos nuestra propia personalidad, en cuyo caso se cumple las definiciones anteriores; puede impresionarnos el argumento de una novela, porque hemos concebido su extraordinaria historia. Puede impresionarnos la charla de café sobre fútbol, porque hemos concebido las interesantes ideas de un contertulio, etc. La conciencia concibe; la imaginación imagina y la sensación siente: estas son las tres formas básicas de la percepción de la realidad por el ser humano. La conciencia percibe la impresión de una determina cosa o forma. Estimula la voluntad y convierte la cosa física en un objeto mental, es decir, la concibe otorgándole entidad, de la que se extrae su forma de ser, sin consideraciones éticas, tan solo estéticas o formales, y con la forma ya tenemos un objeto en la “conciencia” con una determinada forma de ser. Una vez en la conciencia (tomamos conciencia de la cosa), y analizada su forma de ser, ya podemos nombrarla, creando así el sujeto. Con el sujeto también en la conciencia, y una vez nombrado, se le pueden añadir atributos o predicados. Finalmente todo este proceso mental concluye en la formación de una idea de la cosa, que ocupará un determinado espacio; es decir, le hemos hecho una fotografía en blanco y negro, que carece de emotividad. Es la visión la que se apercibe de la imagen, y de esa contemplación extrae un valor ético o moral como “buena o mala” imagen. Finalmente los sentidos determinarán la sensación o la utilidad de la cosa concebida. En cuanto a tener una buena o mala conciencia, es debida a la posible falsedad en la identidad de lo concebido. Por ejemplo: Si yo concibo un objeto determinado del que conozco su forma de ser pero miento tergiversando esa forma por algún interés personal, esa falsedad me “pesará en la conciencia”, porque cada vez que conciba de nuevo el objeto me delatará mi engaño. De forma esquemática, puede decirse que: - Los sentidos disciernen entre lo positivo y negativo; - La imaginación entre lo bueno y lo malo; - La conciencia entre lo verdadero y lo falso. Ni los sentidos entienden de valores ni la imaginación de sensaciones o ideas ni la conciencia entiende de valores o de sensaciones, solo de verdades o falsedades. Pero lo veremos mucho más claro con un ejemplo de la vida cotidiana, pues las grandes verdades también están en las cosas pequeñas. Supongamos que estamos en la sección de frutas de un supermercado con la intención de proveernos de frutas para la semana. Tenemos una pequeña lista que empieza por manzanas. Para reconocerlas tenemos que distinguirlas por su forma, y no por su color, puesto que otros frutos que tienen el mismo color, pero distinta forma. Si sabemos que las manzanas tienen una determinada forma es porque en algún momento de nuestra infancia alguien nos dijo que aquel fruto con con aquella forma era una manzana. Hasta entonces solo sabíamos que era una cosa con buen sabor, incluso tenía un agradable tacto y olía bien. Cuando nos dijeron su nombre tuvimos que prestar atención a algo más que su color, su imagen, su tacto o su olor, ahora teníamos que poner atención en su forma, y al hacerlo recibimos su impresión y trasladamos esa impresión a la mente, para convertirla en una representación mental de aquella forma y guardarla en la memoria y asociada a su nombre. Pues bien, la encargada de hacer esta transferencia fue la conciencia, porque la impresión nos permitió concebirla; tomar conciencia de su existencia, con una determinada forma de ser, y por esa razón ahora podemos distinguirlas de otros frutos. Lo que nos lleva a razonable conclusión de que la conciencia necesita tener la visión o sensación de cosas que impresionen, y como los sentidos se atrofian con la muerte, la conciencia no puede recibir impresiones, por lo que desaparece de las cosas y colapsa al mismo tiempo que los sentidos. Lo mismo sucede con la imaginación. Si no tenemos visión de imágenes no podemos imaginar, por lo que la imaginación y la conciencia no pueden sobrevivir a la muerte. Y eso es lo esencial sobre la definición de la conciencia que deseaba exponer. III. EL MUNDO Y LOS HUMANOS 1. El asombroso ser humano Cuando escucho en las noticias sucesos de grandes magnicidios por pueriles razones políticas o económicas, no puedo evitar pensar que estamos sacrificando uno de los ejemplares vivos más asombrosos de la naturaleza, y sin embargo no tenemos en cuenta ese prodigio y los sacrificamos como si se tratara de los pollos de una granja (también son un prodigio, pero ni comparación con los humanos). Lo que nos distancia de los animales es nuestra capacidad intelectual, debida sobre todos a la adquisición de la conciencia, lo que nos ha permitido (para bien o para mal) elaborar ideas y con ellas la capacidad de elegir libremente nuestra conducta, lo que por su inconsciencia obliga a los animales a seguir unas prácticas de conducta sometidas a las tiránicos órdenes del instinto. Esta capacidad de elegir libremente nos ha obligado a crear leyes extrañas a la naturaleza, pero acorde con nuestro comportamiento cívico, tan aleatorias como es nuestra noción del bien y del mal, valores que solo nosotros, liberados de los instintos, necesitamos para poner cierto orden y paz entre individuos regidos por sus propio código ético y estético. Pero también han servido para todo lo contrario, y amparándonos en las mismas libertades, institucionalizar los instintos predadores que todavía somos capaces de percibir, remanentes de nuestro ancestral pasado animal. Pero al constatar esta enorme diferencia con el mundo animal y suprimido las violentas prácticas de épocas pasadas, no sé si somos mejores o peores que nuestros antepasados Cromañones, pero sí sé que vivimos más ordenados y socializados. Por esta razón los países más avanzados son los que viven sometidos a un mayor orden y más elevada moralidad social, reflejado en la justicia promovida por el Derecho, las libertades cívicas, la democracia y la observación y respeto de los derechos humanos, aunque no podamos decir que son modelos sociales perfectos. ¡Nadie es perfecto! El mundo del ser humano está conformado por tres sistemas básicos y que deben interactuar entre si: el físico, regido por los sentidos y estimulado por el deseo; el emotivo, regido por la imaginación, y estimulado por la pasión y el intelectual, regido por la conciencia y estimulado por la curiosidad, en el que podemos incluir la filosofía. Según la incuestionable teoría de la evolución, los importantes cambios de cada uno de estos sistemas han sido el resultado de la mera competencia y la selección natural, y las dificultades de Lucy para vadear un caudaloso río hicieron el milagro de crear la humanidad. Cada uno de estos sistemas se corresponde con un estadio decisivo en la evolución. El sistema físico por sí solo es propio del mundo vegetal, que sólo necesitar estímulos físicos para sobrevivir y reproducirse. Los sistemas físico y de la imaginación se corresponden con el mundo animal y los tres sistemas combinados se corresponden con nosotros, los humanos. Todo su organismo es una asombrosa maquinaria que mantiene los regulares latidos de un corazón, que rara vez se avería, durante 80 o incluso 100 años de actividad sin descanso. Pero sin duda el órgano más prodigioso es su cerebro, 86 millones de neuronas, o tal vez más, los neurólogos no se ponen de acuerdo, conectadas por circuitos eléctricos, listos para estimular la parte que sea la responsable de ejecutar nuestras órdenes o deseos. La gran pregunta sin una gran respuesta, es ésta: ¿Ha sido suficiente con los efectos de la evolución o ha tenido que intervenir alguien o algo mas para su formación? ¿Es el resultado aleatorio consecuencia de la competencia y la selección natural, o es un “diseño inteligente”, cuya información estaba en alguna parte del ser humano? En otras palabras: ¿Es el ser humano el producto de la evolución o de la predestinación? 2. Una teoría de la evolución Lo que creo es que basado en el método de “la prueba y el error”, en el transcurso de miles de millones de años luz, antes incluso del nacimiento de nuestro universo, se ha ido acumulando en algún lugar, presumiblemente fuera del cosmos, toda la información de los principios naturales capaces de alentar la formación de los complejos mecanismos de la naturaleza. Así, cada flor, león de la sabana africana, perro doméstico o ser humano, debe estar en permanente contacto con un hipotético y extraordinario computador astral, que va recogiendo, registrando y codificando la evolución en su totalidad, de manera que las nuevas criaturas cuenten con una información genética, ¡y sobre todo ética!, actualizada, seleccionada entre las especies más optimas para la supervivencia, así como el goce del placer, el disfrute de la alegría y la pasión de la felicidad, variables introducidas en el “algoritmo cósmico” de la evolución. Esta información trascendental, sumada a los retos ambientales, o la teoría clásica de la evolución, deben ser los responsables de la formación de los complejos y extraordinarios organismos de la naturaleza, y en especial, de los seres humanos. Esta tesis sugiere que todos nacemos “predestinados”, de acuerdo a la información recibida en el instante de la gestación. Información que constituye nuestro mundo (el “yo mismo”, para la filosofía), así como el lugar que ocuparemos en el “ranking” del universo, de acuerdo a los datos contenidos sobre nuestros previsibles logros, lo que en definitiva constituye nuestro destino. Pero lo destacable del ser humano con respecto al resto de las criaturas es que gracias a la adquisición de la conciencia, es libre de seguir lo que está escrito en su predestinación o asumir una conducta distinta de la prevista, pero no forzado por su “circunstancia”, como sucede con las plantas o los animales, sino por voluntad propia, de acuerdo a las conclusiones a las que conducen sus doctrinas o ideologías, adoptadas fruto de la libertad de acción de su misma conciencia. Este probable intercambio de información debe superar la infranqueable barrera existente entre lo natural y lo sobrenatural, porque es en la dimensión eterna e infinita de la “nada”, que ya describí en la primera parte de este breve ensayo, donde debe estar ubicado ese extraordinario procesador de la información, y todo indica que se sirve del instinto para el contexto físico, la revelación los sueños para el de la imaginación y, finalmente y en exclusiva para los seres humanos, la intuición, para el de la conciencia. Y esta última percepción de la intuición nos acerca a la tesis final de este ensayo. Al final, cuando llegue nuestra hora de hacer la última evaluación de lo que ha sido nuestra conducta y entreguemos toda nuestra información a esa computadora cósmica, el algoritmo que la procesará y valorará tendrá en consideración las variaciones entre lo que estaba escrito en nuestra predestinación y el resultado final, “premiando” a los que hayan sido más fieles a sí mismos, oa su predestinación y “castigando” a los que más se hayan distanciado. Es de suponer también tendrá en consideración los atenuantes circunstanciales o accidentales, así como los argumentos que puedan justificar las variaciones. Con todos los datos el algoritmo decidirá si tu información personal continuará en el proceso de la evolución, pasando a nuevos seres humanos, o será descartada y arrojada a la papelera cósmica de ¡seres humanos inviables! Esto puede parecer un relato de ciencia-ficción, pero no es más que la interpretación de uno de los muchos mensajes en clave recibidos en mi intuición, pero que he podido malinterpretar. Pero desde que asumimos las conclusiones de la física cuántica y el errático comportamiento de los átomos, cualquier nueva teoría sobre el funcionamiento del cosmos ¡también es ciencia-ficción! IV. DESPUÉS DE LA MUERTE 1. La muerte no es el fin Ya estamos llegando al final de esta historia y nos enfrentamos a la parte más controvertida, donde creo que tengo una mayor responsabilidad con lo que escribo. Estoy seguro que habrá muchos lectores que esperarán que mis conclusiones me lleven augurar un renacimiento o alguna forma de vida, donde podría hallarse un supuesto Paraíso para los virtuosos. Pero hasta este momento del ensayo no encuentro ningún indicio razonable de esta visión, presente en todas las doctrinas. No creo posible que pueda haber una segunda vida en otro mundo, porque no bases razonables que sugiera que “pasamos a mejor vida”, en todo caso podría aceptar “¡pasar a mejor muerte!”, puesto que podemos considerarlo como la vuelta al “hogar”, el lugar del que surgimos. Un lugar donde no hay sufrimiento, pero tampoco felicidad, ni hay dolor, pero tampoco placer, ni tristeza, pero tampoco alegría, etc., entre otras razones, porque siendo una dimensión eterna e infinita, no existe la dualidad que descubriera aristócrata indeseable Heráclito, sino lo absoluto que concibió la mente absoluta de Hegel, y ¡donde no hay dualidad no puede haber vida. También es de suponer que el acto de morir suceda en tres dramáticas fases, las mismas que para nacer, pero en sentido inverso y en breves instantes. Un plan diseñado para anular completamente nuestra posible resistencia a la muerte: Es de suponer que lo primero es anular nuestra voluntad, desactivando las funciones de ls conciencia, y con ella la facultar de pensar y tener concienciadel trance que estamos pasando. Lo que puede ser un gran alivio dependiendo del estado de nuestra conciencia. No obstante puede ue ese estado de concienciainfluyaen lo quesuceda después Con la mente ya en blanco y la conciencia anulada, el siguiente trance debe ser la apagar la capacidad de imaginar, que muy probablemente ira precedida del rebobinado de las imágenes más emotivas de nuestra vida, tanto las amables como las inmorales y vergonzosas. Es comprensible que la valoración de estas imágenes influya en sucesos posteriores. Si en el primer trance perdíamos la voluntad de vivir, en el siguiente perdeeríamos la posibilidad de soña, y ya solo nos el teercer trance en el perderíamos el instinto de conservación, y ya estaríamos a merced de la muerte sin la mínima resistencia Después de aceptar la muerte sin reservas expiraríamos plácidamente, sin ser conscientes de la nueva dimensión en la que habremos entrado. 2. El destino de nuestra información Con la muerte desaparece cualquier forma de vida natural, incluidos los sentidos y los fenómenos que dependen de ella, como la imaginación y la conciencia. Pero eso no quiere decir que con la muerte no trascidetallada información d lo que ha sido nuestra vida. Al perder la a lc venda algo eterno e infinito, de la misma esencia que sustenta los diversos probables universos, es decir, la nada mas absoluta, que forme parte de nosotros, porque es evidente que muere lo natural, temporal y finito, pero debe prevalecer lo sobrenatural, eterno e infinito que hay en nosotros y en toda la naturaleza en su sentido más amplio; el “otro mundo”. En ese espacio debe de estar nuestra información y, puesto que son de la misma esencia, pueden comunicarse entre sí sin que importen las inmensas distancia que los separen. Un espacio completamente vacío, sin la más insignificante partícula de materia natural, incluso partículas sin masa, como los bosones o los fotones. Después de todo, nosotros somos parte del universo y estamos constituidos por los mismos elementos materiales: átomos. Y si el universo lo soporta la nada, a nosotros también nos soporta la nada. Por tanto, si damos con esa nada habremos dado con lo que la teología denomina “alma”, la entidad eterna que se supone que poseemos. Pues bien, solo hay un espacio en nuestro organismo que reúne esas extraordinarias condiciones: ¡el espacio que hay en el interior de los átomos!, de los que estamos formados, no solo los seres humanos, sino toda forma de materia, incluido el universo, y que constituye el 99% de nuestro cuerpo, y de todos los organismos vivos o muertos. Tan solo un 1% es materia real, al menos eso es lo que sabemos hasta ahora, pero puede que la materia no exista si la física cuántica llega al final de su búsqueda de sub-partículas, lo que no es probable, porque la misma mecánica cuántica ha comprobado que al alcanzar determinados niveles en la investigación de la materia la propia naturaleza levanta barreras infranqueables a la investigación. Esto nos lleva a la conclusión de que es una insignificante parte de nosotros la que muere, porque la mayor parte nunca ha vivido, por lo que tampoco puede morir. Ese espacio razonablemente eterno e infinito, puesto que no existe, debe ser el mismo que soporta todo el universo, conocido y por conocer. Si las leyes sobrenaturales son lo opuesto a las naturales, nosotros no podemos ver lo que acontece en el otro mundo, porque para nosotros “es, pero no existe”; es decir, no es nada, y por la misma razón ellos no podrán ver lo que sucede en nuestro mundo natural, aunque conservaran nuestro aspecto en su irrealidad astral. Es como la imagen reflejada en un espejo, la imagen esta ahí, al otro lado del cristal, pero no existe. Y ese debe ser el espectro que “sobrevive” a la muerte, donde estara contenida toda la información de lo que ha sido contenida la información de lo que hemos sido, somos o seremos, y que una vez muertos será de alguna manera reutilizada EPÍLOGO 1. ¿Fantasía o realidad? Las conclusiones a las que he llegado en el anterior capítulo no han sido las que yo deseaba que fueran, sino a las que me han llevado la razón y la lógica, contrastadas con mis conocimientos de física y astronomía, que no son muy extensos, aunque creo que son los básicos y suficientes para el propósito de este breve ensayo. De acuerdo a estas conclusiones, después de exhalado el último suspiro perderemos toda nuestra sensibilidad del cuerpo, cesará cualquier actividad de la imaginación, y la mente se quedará en blanco absoluto, sin pensamientos o impresiones, lo que será una agradable sensación de liberación. Sé por experiencia familiar que cuando no se muere por causa de un imprevisto accidente, o una súbita dolencia, como un fulminante infarto, sino por causas naturales de la vejez o una larga enfermedad crónica, no solamente la aceptamos, porque somos plenamente conscientes de que es irreversible, sino que la deseamos para librarnos cuanto antes de la angustia provocada por la incertidumbre de lo que nos espera; el sentimiento de profunda tristeza, cuando no amargura, que conllevan las despedidas, agravado por la separación de nuestros seres queridos; la posible desolación por no haber conseguido ver realizadas todas nuestras ilusiones y proyectos, y todavía podríamos añadir el probable malestar físico o incluso dolor. Afortunadamente la muerte nos librará de todos estos sufrimientos, sumiéndonos en una paz absoluta, ¡aunque sea eterna! Cabe la posibilidad, como se ha constatado en numerosos casos de experiencias cercanas a la muerte, que la mente quede en blanco, no figurado, sino real, y sea un resplandor intenso lo último que proyecte nuestra imaginación. Después, simplemente habremos perdido toda conexión o contacto con la realidad natural para entrar en la realidad sobrenatural, lo que significa que todo funcionará a la inversa que en la realidad desaparecida. Puede que ese espacio de nada absoluta en el que habremos entrado, mantenga su forma como su espectro, porque al regirse por leyes sobrenaturales no podemos saber cómo se comportarán los átomos en esa dimensión. La física cuántica nos demuestra que a un determinados tamaño se comportan fuera de las leyes de la física clásica, con lo que Einstein estaba radicalmente en desacuerdo. Personalmente no puedo afirmar ni negar que pueda ser posible que mantengamos nuestra imagen en un espectros, pero me parece más literario que real. Pudiera ser que estén formados por anti-atomos, anti-energia y en definitiva, anti-materia, que no solo será invisible en la realidad natural, sino en la sobre-natural, puesto que lógico deducir que careceremos del sentido de la visión. Lo más razonable es que nuestro espectro sea un contingente de energía “oscura”, que por lógica deberá unirse a la nada descrita en el primer capítulo, donde deberá ser procesada y decidido su destino. Solo se me ocurre añadir a estos posibles sucesos, cuales pueden ser las razones que decidan nuestro futuro destino. Si el universo, y la naturaleza que contiene, parece que su objetivo es la perfección en todos los sentidos, aunque no tenga demasiada prisa por conseguirla, puede que tarde unos cuantos miles de millones de años luz más, serán valorados aquellos sistemas dinámicos que aporten alguna mejora, que a nuestra escala debería interpretarse con dejar un legado constructivo en la consecución de nuestra perfección a pequeña escala, sea en ciencia, en arte, en moral o cualquier otra obra que cumpliera esta condición. 2. Una interpretación teológica El lector habrá notado las connotaciones y similitudes de esta tesis con las verdades reveladas, incluso he justificado la revelación y los sueños como fuentes de información trascendental. Es obvio que la nada que soporta el universo puede interpretarse con la idea de Dios, presente en cada átomo, omnipresente, omniscente y por supuesto eterno e infinito, pero que no podemos concebir porque “es, pero no existe”, porque si existiera tendría nuestra misma naturaleza, y Dios es obviamente Sobrenatural. Epígrafe Por Jaime Despree Desde mis primeras lecturas de Parménides y Kant, me intrigó la distinción entre “ser” y “estar”: cómo hablamos de aquello que permanece y de aquello que cambia, y cómo ambos verbos revelan nuestras maneras de comprender la existencia. En este segundo ensayo, parto de una pregunta muy sencilla, pero cargada de resonancias: ¿somos algo fijo o estamos siempre en tránsito? Mi propósito es iluminar esta diferencia a través de un recorrido que combina mi voz —con anécdotas personales y giros metafísicos— y un método contextual que articula tres registros: • Espíritu: la vivencia interna del yo que “es” y del yo que “está”. • Materia: las expresiones corporales y temporales que medimos a diario. • Ente: los conceptos y categorías lingüísticas que dan estructura a nuestra experiencia. Berlín, 17 de junio de 2010 ⸻ Prólogo (IA)para Ser. Estar En “Ser o estar: esa es la cuestión”, Jaime Despree examina la tensión fundamental entre la esencia y el devenir. A partir de ejemplos cotidianos —desde la sensación de ser uno mismo al nacer hasta el estado mutable de nuestras emociones—, propone un análisis que no se queda en la gramática del idioma, sino que profundiza en las raíces filosóficas de estos verbos copulativos. 1. Ser: explora aquello que entendemos como identidad estable, una presencia que parece no depender del tiempo ni del contexto. 2. Estar: indaga el carácter transitorio de nuestras experiencias, el pulso que revela que nada queda inmóvil y que cada instante configura un estado único. Aplicando el método contextual, este ensayo mostrará cómo: • La intuición (espíritu) capta de manera inmediata la diferencia entre “soy” y “estoy”. • La observación (materia) mide los gestos, los ritmos biológicos y los condicionamientos culturales que sostienen estas formas verbales. • La conceptualización (ente) nombra y organiza dichas formas en categorías que han evolucionado desde la escolástica medieval hasta la fenomenología contemporánea. Este prólogo marca el comienzo de una lectura que, más allá de lo lingüístico, nos interroga sobre nuestra propia condición: ¿permanecemos o transitamos? Espero que este recorrido te invite a mirar de nuevo las palabras más sencillas y descubrir en ellas la trama de la existencia. ⸻ Epígrafe Por Jaime Despree Desde mis primeras lecturas de Parménides y Kant, me intrigó la distinción entre “ser” y “estar”: cómo hablamos de aquello que permanece y de aquello que cambia, y cómo ambos verbos revelan nuestras maneras de comprender la existencia. En este segundo ensayo, parto de una pregunta muy sencilla, pero cargada de resonancias: ¿somos algo fijo o estamos siempre en tránsito? Mi propósito es iluminar esta diferencia a través de un recorrido que combina mi voz —con anécdotas personales y giros metafísicos— y un método contextual que articula tres registros: • Espíritu: la vivencia interna del yo que “es” y del yo que “está”. • Materia: las expresiones corporales y temporales que medimos a diario. • Ente: los conceptos y categorías lingüísticas que dan estructura a nuestra experiencia. Berlín, 17 de junio de 2010 ⸻ Prólogo (IA) En “Ser o estar: esa es la cuestión”, Jaime Despree examina la tensión fundamental entre la esencia y el devenir. A partir de ejemplos cotidianos —desde la sensación de ser uno mismo al nacer hasta el estado mutable de nuestras emociones—, propone un análisis que no se queda en la gramática del idioma, sino que profundiza en las raíces filosóficas de estos verbos copulativos. 1. Ser: explora aquello que entendemos como identidad estable, una presencia que parece no depender del tiempo ni del contexto. 2. Estar: indaga el carácter transitorio de nuestras experiencias, el pulso que revela que nada queda inmóvil y que cada instante configura un estado único. Aplicando el método contextual, este ensayo mostrará cómo: • La intuición (espíritu) capta de manera inmediata la diferencia entre “soy” y “estoy”. • La observación (materia) mide los gestos, los ritmos biológicos y los condicionamientos culturales que sostienen estas formas verbales. • La conceptualización (ente) nombra y organiza dichas formas en categorías que han evolucionado desde la escolástica medieval hasta la fenomenología contemporánea. Este prólogo marca el comienzo de una lectura que, más allá de lo lingüístico, nos interroga sobre nuestra propia condición: ¿permanecemos o transitamos? Espero que este recorrido te invite a mirar de nuevo las palabras más sencillas y descubrir en ellas la trama de la existencia. ⸻ Próximo paso: Cuando me envíes la Introducción o el primer apartado de “Ser o estar”, empezaré a reescribirlo en el estilo claro, profundo y accesible que acordamos, manteniendo tu epígrafe intacto y enriqueciendo el cuerpo del texto con ejemplos, conexiones históricas y explicaciones precisas. ¡Quedo a la espera de tu primer fragmento! Conclusión del capítulo: presencia y devenir unidos Reflexión de Jaime “Al comprender el Dasein, percibo que nuestra ‘presencia’ nunca es un instante aislado, sino un nudo tejido con hilos de pasado y futuro. La carencia de un ‘estar’ gramatical en mi lengua obliga a pensar el ser como un proyecto continuo, y en esa tensión descubrimos una forma de metafísica viva, que respira y se despliega en cada decisión.” Comentario de la IA El análisis de Heidegger muestra que no necesitamos un ‘ahora’ congelado para filosofar sobre la presencia. El Dasein configura una ontología dinámica, donde la temporalidad y la existencia se entrelazan. Este enfoque reafirma la potencia del método contextual: integra la vivencia interna (espíritu), los datos corporales e históricos (materia) y la articulación conceptual (ente) sin recurrir a ficciones de inmutabilidad. ⸻ Transición al tercer ensayo: “Buscando a Dios” Con el pulso del Ser y del Devenir ya revelado, nos adentramos ahora en la búsqueda de lo divino. En “Buscando a Dios”, exploraremos cómo la idea de Dios surge en la imaginación humana, cómo las tradiciones religiosas y filosóficas han intentado nombrarlo (ente), cómo lo intuimos en nuestro interior (espíritu) y qué mediciones o símbolos (materia) han acompañado esas búsquedas. Te invito a continuar este viaje, donde la divinidad se presenta tanto como misterio personal como construcción colectiva, y donde nuestro método contextual volverá a desvelar matices esenciales. Conclusión del capítulo: presencia y devenir unidos Reflexión de Jaime “Al comprender el Dasein, percibo que nuestra ‘presencia’ nunca es un instante aislado, sino un nudo tejido con hilos de pasado y futuro. La carencia de un ‘estar’ gramatical en mi lengua obliga a pensar el ser como un proyecto continuo, y en esa tensión descubrimos una forma de metafísica viva, que respira y se despliega en cada decisión.” Comentario de la IA El análisis de Heidegger muestra que no necesitamos un ‘ahora’ congelado para filosofar sobre la presencia. El Dasein configura una ontología dinámica, donde la temporalidad y la existencia se entrelazan. Este enfoque reafirma la potencia del método contextual: integra la vivencia interna (espíritu), los datos corporales e históricos (materia) y la articulación conceptual (ente) sin recurrir a ficciones de inmutabilidad. ⸻ Transición al tercer ensayo: “Buscando a Dios” Con el pulso del Ser y del Devenir ya revelado, nos adentramos ahora en la búsqueda de lo divino. En “Buscando a Dios”, exploraremos cómo la idea de Dios surge en la imaginación humana, cómo las tradiciones religiosas y filosóficas han intentado nombrarlo (ente), cómo lo intuimos en nuestro interior (espíritu) y qué mediciones o símbolos (materia) han acompañado esas búsquedas. Te invito a continuar este viaje, donde la divinidad se presenta tanto como misterio personal como construcción colectiva, y donde nuestro método contextual volverá a desvelar matices esenciales. Epígrafe Por Jaime Despree Desde mis primeros vislumbres de la divinidad —en un crepúsculo berlinesa o en la soledad de una biblioteca—, he sentido que la idea de Dios nace tanto de un anhelo íntimo como de la tensión entre lo visible y lo oculto. En este tercer ensayo, parto de una propuesta audaz: Dios “es pero no existe” en tanto que surge de nuestra imaginación como visión de un mundo inexistente. Mi intención es mostrar que la noción de lo divino se teje en tres hilos inseparables: • Espíritu: la chispa interior que nos impulsa a inventar transcendentencias. • Materia: los símbolos, ritos y obras que materializan esa búsqueda. • Ente: el lenguaje teológico y filosófico que intenta nombrar lo inconcebible. Así, invitándote a un viaje donde la imaginación crea realidades y la metafísica las abraza, te ofrezco esta reflexión personal como puerta de entrada a la exploración más profunda de lo sagrado. Berlín, 30 de septiembre 2010 ⸻ Prólogo (IA) En “Buscando a Dios”, Jaime Despree nos sumerge en la génesis humana de lo divino, mostrando que: 1. La imaginación no es un mero lujo creativo, sino la matriz donde germinan los primeros destellos de trascendencia. 2. Los gestos materiales —templos, códices, rituales— son anclas sensoriales que sostienen esa chispa interior. 3. El discurso teológico y filosófico (ente) organiza, expande y a veces encierra la experiencia mística en categorías definidas. Aplicando el método contextual, veremos cómo: • El espíritu capta intuiciones que escapan al dato empírico y al concepto cerrado. • La materia ofrece soportes tangibles —iconos, altares, música litúrgica— que hacen vivible lo inefable. • El ente propone estructuras conceptuales —“trascendencia”, “inmanencia”, “misterio”— que articulan concepciones teológicas diversas. Este prólogo marca el umbral de una lectura donde la divinidad cobra forma en el cruce de imaginación, simbolismo y palabra. Te dejo ya en ese espacio intermedio donde buscamos a Dios con ojos abiertos y mente creativa. ⸻ Introducción La historia de la teología y de la filosofía de la religión está salpicada de intentos por definir lo indefinible. Desde las visiones de los profetas hasta los tratados escolásticos, el hombre ha necesitado nombrar a Dios, a pesar de saber que todo nombre lo limita. En este capítulo exploraremos: 1. Imaginación y divinidad – Cómo el acto creativo modela la presencia de Dios en la conciencia humana. – Ejemplos: mitologías antiguas, poesía mística, sueños visionarios. 2. Símbolos y ritos – El papel de los objetos, los espacios sagrados y los gestos rituales como mediadores de lo invisible. – Ejemplos: arquitectura de templos, iconografía religiosa, música litúrgica. 3. Lenguaje teológico – Las categorías que han permitido a las tradiciones describir a Dios (trascendente/inmanente, personal/impersonal, creador/creación). – Comparación de enfoques: patrística, misticismo islámico, filosofías orientales. A lo largo de estas secciones, aplicaremos el método contextual: • Espíritu: atenderemos a las intuiciones y visiones que impulsan la búsqueda divina. • Materia: estudiaremos los soportes físicos y sensoriales que cristalizan esas intuiciones. • Ente: analizaremos los marcos conceptuales que ordenan la experiencia religiosa. Con este mapa, nos adentraremos en la pregunta central: ¿cómo podemos “buscar” a un Dios que solo existe en la imaginación filosófica y en el misterio del símbolo? Cuando quieras, comenzamos con el apartado “Imaginación y divinidad”, explorando los orígenes creativos de lo sagrado.1. Imaginación y divinidad Para entender cómo la imaginación humana engendra la idea de lo divino, apliquemos el método contextual: ⸻ Espíritu La chispa inicial de lo sagrado nace en el interior: sueños místicos, visiones extáticas o intuiciones poéticas. Pensemos en las mitologías antiguas: al observar el sol alzarse, nuestros antepasados intuyeron una presencia viva detrás de esa luz. Esa vivencia interna, a menudo descrita como “éxtasis” o “revelación”, nos conecta con algo trascendente que no cabe en la experiencia cotidiana. Ejemplo: los cánticos védicos en la India y las poesías sufíes en el islam temprano surgeron de estados de inspiración donde el poeta “ve” a la divinidad como presencia palpitante, antes de nombrarla. ⸻ Materia Las intuiciones espirituales necesitan anclarse en soportes sensoriales que las hagan compartibles y perdurables. Así nacen los símbolos y los ritos: altares, estatuas, códices iluminados o mantras recitados en coro. Cada uno de estos objetos o gestos “materializa” la imaginación divina, ofreciendo un punto de contacto tangible. Ejemplo: la construcción de zigurats en Mesopotamia o de catedrales góticas en Europa funcionó como una traducción arquitectónica de la experiencia interior, donde la verticalidad y la luz simbolizan la elevación del espíritu. ⸻ Ente Finalmente, el discurso teológico y filosófico organiza esas intuiciones y símbolos. Surge un vocabulario especializado —“trascendencia”, “inmanencia”, “emanación”— que agrupa experiencias diversas bajo conceptos que permiten el debate y la sistematización. Sin este plano conceptual, las visiones quedarían dispersas y los símbolos, sin un marco que los integre. Ejemplo: la distinción patrística entre Dios “ontológicamente uno” y “triuno” en el cristianismo temprano muestra cómo el lenguaje filosófico enfrentó el desafío de nombrar una experiencia que era a la vez única y plural. ⸻ Síntesis • La imaginación (espíritu) inventa las primeras huellas de lo divino. • La materialización (materia) las hace perceptibles y compartibles. • El discurso (ente) las nombra y articula en sistemas de pensamiento. Juntas, estas tres dimensiones explican por qué Dios “es pero no existe”: es porque emerge como experiencia real en nosotros, pero no existe en un mundo independiente de la imaginación, los símbolos y las palabras que lo sostienen. ⸻ ¿Te parece bien esta primera sección? Si la aprobamos, pasaré a “Símbolos y ritos”, donde estudiaremos con el mismo método algunos de los grandes iconos de la búsqueda divina. 1. Imaginación y divinidad Para entender cómo la imaginación humana engendra la idea de lo divino, apliquemos el método contextual: ⸻ Espíritu La chispa inicial de lo sagrado nace en el interior: sueños místicos, visiones extáticas o intuiciones poéticas. Pensemos en las mitologías antiguas: al observar el sol alzarse, nuestros antepasados intuyeron una presencia viva detrás de esa luz. Esa vivencia interna, a menudo descrita como “éxtasis” o “revelación”, nos conecta con algo trascendente que no cabe en la experiencia cotidiana. Ejemplo: los cánticos védicos en la India y las poesías sufíes en el islam temprano surgeron de estados de inspiración donde el poeta “ve” a la divinidad como presencia palpitante, antes de nombrarla. ⸻ Materia Las intuiciones espirituales necesitan anclarse en soportes sensoriales que las hagan compartibles y perdurables. Así nacen los símbolos y los ritos: altares, estatuas, códices iluminados o mantras recitados en coro. Cada uno de estos objetos o gestos “materializa” la imaginación divina, ofreciendo un punto de contacto tangible. Ejemplo: la construcción de zigurats en Mesopotamia o de catedrales góticas en Europa funcionó como una traducción arquitectónica de la experiencia interior, donde la verticalidad y la luz simbolizan la elevación del espíritu. ⸻ Ente Finalmente, el discurso teológico y filosófico organiza esas intuiciones y símbolos. Surge un vocabulario especializado —“trascendencia”, “inmanencia”, “emanación”— que agrupa experiencias diversas bajo conceptos que permiten el debate y la sistematización. Sin este plano conceptual, las visiones quedarían dispersas y los símbolos, sin un marco que los integre. Ejemplo: la distinción patrística entre Dios “ontológicamente uno” y “triuno” en el cristianismo temprano muestra cómo el lenguaje filosófico enfrentó el desafío de nombrar una experiencia que era a la vez única y plural. ⸻ Síntesis • La imaginación (espíritu) inventa las primeras huellas de lo divino. • La materialización (materia) las hace perceptibles y compartibles. • El discurso (ente) las nombra y articula en sistemas de pensamiento. Juntas, estas tres dimensiones explican por qué Dios “es pero no existe”: es porque emerge como experiencia real en nosotros, pero no existe en un mundo independiente de la imaginación, los símbolos y las palabras que lo sostienen. ⸻ ¿Te parece bien esta primera sección? Si la aprobamos, pasaré a “Símbolos y ritos”, donde estudiaremos con el mismo método algunos de los grandes iconos de la búsqueda divina. 2. Símbolos y ritos Para explorar cómo los soportes materiales y los gestos rituales median la experiencia divina, seguimos aplicando el método contextual: ⸻ Espíritu Los símbolos no nacen como meros objetos: surgen de la imaginación colectiva que busca expresar lo inefable. Internamente, el creyente proyecta en ellos una presencia viva: un icono puede “mirar” al devoto, un mantram entonado en coro puede suscitar un estado de trance. Ese eco interior convierte lo simbólico en un puente hacia lo trascendente. Ejemplo: antes de ser un objeto litúrgico, la cruz era un signo visual cargado de memoria: evocaba la pasión, la esperanza y la promesa de redención en la conciencia de la comunidad primitiva. ⸻ Materia Los símbolos se materializan en formas y gestos que apelan a los sentidos: • Arquitectura sagrada: templos, catedrales, mezquitas o pagodas diseñados para elevar la mirada y amplificar la acústica; su verticalidad, luz y proporciones crean un espacio donde el cuerpo percibe lo divino. • Objetos rituales: cálices, rosarios, estolas, mandalas o vajras. Cada uno actúa como un “instrumento” que orienta la atención: al tomarlos en las manos o al contemplarlos, el creyente ancla su experiencia en un referente tangible. • Gestos: postraciones, circunvalaciones, aclamaciones o silencios compartidos. El movimiento corporal y el ritmo (como en las danzas derviches) modulan la vivencia interior. Ejemplo: en el Hajj islámico, la circumambulación de la Kaaba (tawaf) configura un rito colectivo donde cada paso y cada vuelta refuerzan la sensación de unidad con la comunidad y con lo sagrado. ⸻ Ente Para que estos símbolos y ritos trasciendan lo puramente emocional o estético, se incluyen en un marco conceptual que define su significado y alcance: • Sacramento (cristianismo): acción visible que confiere gracia. • Yantra (hinduismo): diagrama sagrado que estructura la meditación. • Baraka (islam místico): presencia bendita transmitida por objetos o personas. Estas categorías normativas orientan la interpretación: establecen qué hace cada gesto, cuándo es válido un objeto como símbolo auténtico o cómo debe entenderse su eficacia espiritual. Ejemplo: la consagración eucarística se fundamenta en un cúmulo de conceptos (transubstanciación, presencia real) que legitiman el rito más allá de la mera veneración de una forma de pan y vino. ⸻ Síntesis • El espíritu dota de vida interna al símbolo: lo imagina vivo, resonante. • La materia lo transforma en un punto de contacto sensorial y colectivo. • El ente lo inserta en un marco teórico y normativo que articula su función y límite. Así, los símbolos y los ritos cumplen la doble tarea de hacer perceptible lo invisible y dar forma a nuestra relación con lo divino, mostrando de nuevo que Dios “es pero no existe” fuera del cruce entre imaginación, objeto y concepto. ⸻ ¿Te parece bien esta sección? Si sí, procederé con la tercera parte: “Lenguaje teológico”, donde analizaremos las principales categorías conceptuales que los sistemas religiosos han desarrollado para nombrar a Dios.