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Qué es la realidad
FILOSOFÍA

PRÓLOGO
Aprender historia de la filosofía es relativamente fácil, lo difícil es aprender a filosofar con razonamientos sin contradicciones y lógicos, a los que podamos llamar «verdaderos». Descartes sabía de esta dificultad y creyó que se trataba de la ausencia de un buen método: «La facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan solo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes». Esos derroteros a los que hace mención Descartes son las palabras, puesto que en filosofía no hay más caminos que aquellos que nos brindan las palabras. Por tanto es en las palabras donde deben de estar las diferencias que llevan a la diversidad de opiniones y a sus diferentes derroteros. ¿Qué son las palabras? Sin duda que voces que expresan un sentido, que puede referirse a una cosa objetiva o subjetiva, es decir, a la representación de una cosa perceptible o a una imperceptible, como puede ser la felicidad. Estas voces tienen un origen, y son causa indistinta de la necesidad y de la propia reflexión acerca del sujeto; es decir, de la felicidad podemos 1 tanto la desdicha como el sujeto que la padece, o del amor el odio, etc. En cuanto a la necesidad, no es más que una cuestión ontológica, pues cada nueva forma de ser requiere una nueva voz, y las formas del ser se conocen con el entendimiento, cuya cualidad fundamental es la lógica: lo que no es igual es necesariamente distinto y debe llamarse de forma distinta. Con esta primera introducción parece imposible que pueda haber «confusión» en un discurso razonable, pues la razón es la ausencia de contradicción, dentro de la lógica contenida en el sentido «verdadero» de las palabras. Sin embargo, tal y como lo expresa Descartes, no es así. Si no sabemos a «ciencia cierta» el por qué y cómo de una cosa nos limitamos a dar nuestra «opinión»; y una opinión es tan solo una hipótesis probable que depende de aspectos subjetivos como es el mismo lenguaje. ¿Por qué el lenguaje no puede ser una «ciencia exacta» como las matemáticas? ¿Por qué un diccionario nos ofrece diversas definiciones de una misma voz? ¿De dónde surgen las causas de esta diversidad de significados? Una primera pista se puede extraer de este comentario de un apologista de Dios sobre los adversarios del Génesis: «Su propósito era traer duda sobre las palabras de Dios... Cada oficio o profesión se inventa un vocabulario para que sea distinta a otros oficios o profesiones.» ¡En efecto! Pero no sólo Dios tiene sus propias palabras, sino que cada «oficio» tiene las suyas. Haciéndolo más esquemático y comprensible, podemos decir que cada cultura, y su consiguiente lenguaje, tiene al menos tres fundamentos o premisas, y estas premisas se han ido sobreponiendo a lo largo de la historia, de manera que ahora tenemos varios lenguajes con sus respectivos sentidos, que se mezclan y utilizan indistintamente, produciendo la inevitable confusión de significados. A estas premisas yo prefiero llamarlas «contextos», y tienen su origen en la percepción de la realidad en cada momento crítico de la evolución de la mente del ser humano. El lenguaje sólo puede surgir cuando nuestra mente es capaz de percibir la forma contenida en la imagen de las cosas; es decir, cuando la conciencia sustituye a la imaginación. Sólo con el surgir de la conciencia el ser humano adquiere la capacidad de comparar unas formas de otras por su impresión y otorgarles una voz distinta a cada una de ellas. El mundo perceptible que antes aparecía sin orden en su imaginación, ahora gracias a las impresiones puede ser trasladado a su nueva conciencia, donde nace la primera idea de una cosa contenida en su voz. Pero el lenguaje que surge de las primeras impresiones no puede contar con una estructura razonable, y el origen del sujeto no está todavía claramente relacionado con el objeto, pues sigue mediando la sugestión de la imagen como una «aparición» sin una causa razonable. Durante esta etapa inicial el ser humano descubre las cosas pero todavía no las relaciona entre sí como ocausadas unas por otras en una necesaria relación dialéctica. Es por tanto un lenguaje que surge de la nada y que será el ifundamento de un primer contexto mágico-religios¡lo, sin fundamento razonable, que constituye el primer contexto de la realidad según la teología o la religión, origen de todos los textos sagrados, incluida la Biblia. Este es el contexto de la «apariencia». Transcurridos unos cuantos miles de años, la propia experiencia adquirida de las cosas, pese a que éstas son aparentes y emanadas de su creador, dejan su constancia por su consistencia; es decir, no sólo son lo que aparentan, sino que también son lo que «consisten». Esta certidumbre lleva a la rebeldía de la conciencia contra lo aparente para saber «qué son las cosas realmente». Pero el precario lenguaje inicial de los dioses carece de voces adecuadas para expresar el ser de las cosas de acuerdo a su consistencia o características propias, y se hace necesario un nuevo y revolucionario vocabulario, que «confunde las lenguas», no por sus voces sino por sus sentidos. Por ejemplo, lo que antes era una doctrina ahora es un sistema. Estamos hablando de lo mismo, pero en otro contexto de la realidad, que requiere una nueva expresión paralela dentro de las existentes. Este sería el segundo contexto, el de la «consistencia», o también de la ciencia, que lleva a las matemáticas y a la geometría, y que surge con toda probabilidad durante el neolítico, o el descubrimiento de la agricultura y el sedentarismo propio de esta cultura, lo que permite desarrollar la mente acumulando los datos que forman la experiencia, base de la ciencia. Con esta primera revolución en el lenguaje se duplican las voces, pero sin que tengan sentido distinto, simplemente se expresan en su propio contexto, por tanto lo que es cierto para la ciencia debe serlo también para la teología. Por último, y ya en épocas más recientes, cinco o seis siglos antes del nacimiento de Cristo, se gesta una nueva revolución en el lenguaje. Pero esta vez la certidumbre sobre la que se basa esta nueva revolución no tiene en consideración ninguna de las premisas o contextos anteriores, porque desprecia el conocimiento de las cosas por su apariencia o su consistencia. Ahora el ser humano no está ya interesado en conocer sin más qué son las cosas, sino que quiere saber «por qué son las cosas», es decir, las quiere «entender». Ni la apariencia ni la consistencia de las cosas le dicen sus causas. Para poder penetrar en sus misterios ocultos, debe penetrar a su vez en su «forma de ser verdadera»; es decir, debe limitarse a entender el ser de las cosas en sí mismas y sus atributos, pero no sus cualidades o características, lo que le lleva a descubrir un nuevo contexto o premisa de la realidad: el de la «existencia», o también de la filosofía. Pero el ser de las cosas, o la existencia, no está en las cosas mismas, sino fuera de ellas, es decir, en la mente que quien las piensa. Es el final de un proceso de «liberación» de lo creado por Dios y lo producido por la naturaleza, porque ahora el nuevo «fenómeno» consiste en saber las «causas de la existencia de la cosas». Es como si dijéramos que el «esclavo», o la mente, descubre la existencia de su «amo», la naturaleza y Dios, que es incapaz de hacerlo por sí mismo. Por esa razón Protágoras sentenciará que «El hombre es la medida de todas las cosas». Y con este último acto supremo de rebeldía personal, surge la filosofía, que «no encuentra palabras» para expresar sus nuevos descubrimientos, por lo que necesita crear un nuevo lenguaje, que se sobrepone a los dos anteriores, con lo que ya tenemos la «confusión total dentro del lenguaje actual». Siguiendo el ejemplo anterior, ahora las voces doctrina y sistema se han convertido en «ideología». De manera que a lo largo de nuestra historia, sobre todo en la de Occidente, se han ido desarrollando tres lenguajes diferentes con tres sentidos específicos: el lenguaje de lo aparente o teológico; el lenguaje de lo consistente o científico; y, finalmente, el lenguaje de lo existente, o filosófico. ¿Por qué no se han separado convenientemente para evitar confusiones? En primer lugar porque la sutileza misma con la que han sido introducidas progresivamente las voces y sus significados hacía imperceptible esa «intromisión» y se creía que los tres lenguajes eran en realidad uno solo, y podían convivir entre sí y tener pleno sentido, pese a estar mezclados; es decir, que la «palabra de Dios» podía convivir con la «palabra de la filosofía» o la palabra de la «ciencia» sin confundir el significado de global del lenguaje. Sin duda que han convivido, pero la confusión ha sido inevitable y la convivencia ha sido en todo momento de una extrema violencia mutua. Por cambiar el «sentido de la palabra de Dios» un científico o filósofo hasta finales del siglo XVII podía acabar en la hoguera o como mínimo ser excomulgado. Por cambiar el sentido de «la palabra de la filosofía», un filósofo podía ser acusado de irracional, o por cambiar el sentido de «la palabra de la ciencia», un científico podía ser acusado de alquimista o farsante, etc. La historia del lenguaje es la historia de la humanidad misma, y sus ambigüedades y confusiones se han reflejado en los conflictos mismos de su historia. Además, el lenguaje y sus significados escapa al control político de los estados y los imperios, y las voces y sus respectivos sentidos y significados han viajado de una cultura a otra, de un pueblo a otro, sin posibilidad de evitar que llegaran a formar parte de los lenguajes autóctonos, en los que eran inevitablemente asimilados. Hasta Platón la confusión era mínima. El griego de Atenas era un «lenguaje de los dioses» y de una ciencia elemental, al que se le añadieron unos centenares de voces nacidas de la misma filosofía y otras de una ciencia precaria o pseudo ciencia, pero a partir de Descartes, y esa fue una de las principales razones de su «Método», el lenguaje, al menos el que se gesta con la fusión del griego el latín el árabe y los lenguajes de origen germánico, alcanza tal nivel de «confusión» que se hace necesaria una primera y urgente revisión y esclarecimiento. Labor que el propio Descartes no pudo llevar a cabo, pues la tarea es de una impresionante complejidad, además de una enorme conflictividad, para la que no había llegado el momento adecuado. A partir del regreso de la filosofía a Occidente, tras un largo periodo de «dictadura del lenguaje teológico» de la Edad Media, e impulsado por teólogos inteligentes y tolerantes como Santo Tomás, se inicia el camino de «clarificación», y esa limpieza lleva en sí misma la revisión de la propia filosofía tal y como la dejaron Platón y Aristóteles, siempre de acuerdo al sentido exacto de sus propias voces, tarea encomendada a la hermenéutica. De manera que el lenguaje, sea de la cultura o pueblo que sea, presenta al menos tres sustratos históricos, más profundos cuanto más se ha desarrollado dentro de la propia cultura: el sustrato de la religión, el de la ciencia y el de la filosofía, el último en llegar. Los pueblos más avanzados son, al mismo tiempo, los que tienen un lenguaje más «rico», pero al mismo tiempo más confuso, en tanto que los pueblos más atrasados tienen un lenguaje menos contaminando de filosofía y de ciencia, hasta el extremo que siguen siendo lenguajes dominados por la teología. Pero ¿cómo clarificar el lenguaje? Esta es una tarea de antropología lingüística, pero los mejores resultados no se consigue excavando ciudades sepultadas, o dando con viejos y milenarios papiros, pergaminos o manuscritos, sino utilizando la razón y lógica con cada una de sus voces; descubriendo así sus contradicciones y dobles o triples sentidos; es decir, es a través de la propia filosofía como se descubren los múltiples sentidos de una voz y el uso adecuado y lógico de cada uno de ellos según su propio «contexto». Esta es la intención de esta necesaria introducción, sin la que no sería posible entender el resto del libro. Espero que el lector la encuentre clarificadora y le sirva de ayuda para su propia comprensión de sí mismo y de la realidad circundante, pero también ameno e interesante. 1. Sobre el método «contextual» El pensamiento humano no podría alcanzar conclusiones razonables sin el uso de un método. Hemos aprendido a escribir porque hemos aplicado un método, aquel que se corresponde con nuestro lenguaje en particular, o nuestra gramática; hemos aprendido a sumar y restar porque aplicamos un método, el matemático; sabemos muchas cosas sobre el universo porque hemos seguido siempre un método, pero ¿qué es un método? Antes de saber qué es, lo más rigurosamente lógico es saber qué «no es». Lo más parecido a un método es un «principio», medio por el que la propia naturaleza «aprende» todo aquello que sabe para conservarse y reproducirse. Un principio es una «ley dinámica» que se deduce del funcionamiento de un sistema, también dinámico. Es decir, si un árbol produce floraciones en primavera no es porque haya aprendido un método, sino porque es el desarrollo de un «principio lógico» del sistema que hace posible su propia naturaleza, principios que son generados por el propio sistema de acuerdo a aquello que más le conviene para su supervivencia. A su vez, los principios se mantienen en tanto sigan siendo los más convenientes. Si se produjera una alteración en las circunstancias vitales del árbol y los principios no sirvieran a los resultados deseados, cambiarían de forma natural y dinámica. Por tanto un principio es sobre todo un «método dinámico» cuya aplicación y desarrollo no depende de la voluntad de algo o alguien en particular sino, como digo, de la dinámica natural. El árbol es incapaz de razonar qué principios le convienen, porque si hiciera tal cosa estaría convirtiendo un principio en un «método». Por tanto ya tenemos lo que es un método: ¡un principio razonable! En efecto, cuando establecemos ciertos principios que son razonables estamos desarrollando un «método». Pero ¿por qué los métodos no pueden ser aplicados a la naturaleza? Porque no son «necesariamente lógicos, aunque sean perfectamente razonables». Por ejemplo, la metodología que se utiliza para la manipulación genética de las plantas es «razonable», pero desde el punto de vista de la propia naturaleza no es «lógica», puesto que no responde a la propia dinámica de la planta manipulada, tan solo es conveniente por razones que tienen que ver con el mercado o la rentabilidad, pero no con la naturaleza es sí misma. Por tanto todos los métodos, excepto el matemático, adolecen de falta de lógica ¡aunque les sobren razones! La propia gramática está llena de «irregularidades» porque se originó a su vez con otros métodos que adolecían de falta de lógica, como es la misma gramática y sus causas y orígenes. En cuanto al método matemático, en tanto que no opera con cosas (las voces representan cosas) sino con «puras abstracciones», puede ser perfectamente lógica» más incluso que la lógica implícita en los principios dinámicos de la naturaleza, que pueden producir algún «error de principio» que cause la extinción de la «especie errada o ilógica». Ya tenemos que un método no es necesariamente lógico, pero cada nuevo método puede y debe ser más lógico que el anterior, pues se fundamenta en los errores de lógica de los precedentes. Así, en filosofía es más importante «la lógica del método utilizado» que el razonamiento mismo. No nos extrañe que la modernidad tenga como fundamento un método, el de Descartes. Éste cuestionaba los errores de lógica del método anterior, basado en «creencias contenidas en revelaciones», por lo que si bien era razonable no era lógico, al no poderse establecer el principio del método con la realidad del principio natural o dinámico. Esto llevó a Copérnico a contradecir el «método lógico» de Tolomeo, adoptado y sostenido por la Iglesia católica, pues el principio dinámico de la naturaleza demostraba que el Sol no podía girar en torno a la Tierra, sino todo lo contrario. Con esta rectificación Descartes pudo llegar a la conclusión de que toda la metodología de la teología carecía de fundamento «lógico» aunque fuera razonable, y era necesaria una nueva «metodología»; es decir, un nuevo método. ¡El suyo, desde luego! En el caso de este libro no se trata de que el principio dinámico de la naturaleza entre en contradicción con el método científico que se utiliza para su enunciado, pues no estamos hablando ya de ciencia, sino que el principio dinámico que utiliza el lenguaje en sí mismo no se corresponde con el método que utilizamos para establecer el «verdadero significado o sentido de las palabras». Es decir, utilizamos un método en el que damos por «lógico» significados que no lo son. Por la misma razón que según la «palabra de Dios» nuestro mundo debería ser el centro del universo, seguimos pensando que ciertas voces, que también vienen de la palabra de Dios, sólo pueden tener el significado que el «métodológico» utilizado por la teología establezca como «cierto», cuando la dinámica natural del lenguaje, basado en principios adecuados al sistema en que surgen, dice lo contrario, es decir, que no puede ser «verdadero». Por ejemplo, la voz «apariencia». Si nos fiamos del método que sirvió para establecer su significado, todo lo que vemos no puede ser «real», ya que no vemos sino su aspecto «superficial» o propiamente «aparente». La voz proviene de la teología y su significado está justificado por la simple razón de que lo único real y verdadero es Dios, y todo lo demás no es otra cosa que sus «emanaciones», es decir, «apariencias». Al mismo tiempo, en cuanto que «creación» todo lo que vemos no pudo nacer ni tener una causa, sino simplemente «aparecer de la nada», de manera que no muestra otra cosa que un aspecto superficial de su esencia «real», y por tanto el significado que tiene esta voz no es «lógico». Para averiguar su verdadero significado tenemos que hacer lo mismo que hizo Copérnico: experimentar científicamente lo que aparece, y puesto que podemos probar que tiene «consistencia», el significado verdaderamente lógico de «apariencia» debe ser «consistencia», pero como no podemos cambiar el sentido de la «palabra de Dios», nos cambiamos de «contexto» para evitar controversias con la «Iglesia» y nos pasamos al de la ciencia, es decir, de la naturaleza; nos olvidamos de la voz «apariencia» y en adelante utilizamos tan solo la de «consistencia», puesto que ¡las cosas aparentes son consistentes! Es decir, «Eppur si muove!», como diría Galileo Galilei. De manera que «apariencia» debe de tener un significado distinto al que consideramos normalmente, que justifique que lo que vemos no es una «ilusión» sino que es «consistente», y la propia voz «consistente», que pertenece al contexto de la ciencia, siendo equivalente, prueba que el verdadero significado de aparente es algo que es «realmente», es decir, ¡lo contrario de que suponíamos que significaba! Esta reflexión metodológica nos ha llevado a la física para establecer el verdadero significado de una «palabra de Dios», pero en tanto que estamos escribiendo un libro de filosofía, necesitamos a su vez otro concepto que no sea ni apariencia ni consistencia, pero que sin embargo sea equivalente y aclare todavía más si cabe el verdadero significado de ambos: esa palabra es «existencia». Y vemos nuevamente que el sentido de la voz «apariencia» sigue siendo «ilógico», pues todo lo que es aparente en realidad es «existente». Pero si no cambiamos el sentido, ¿cómo puede existir lo aparente? Como veremos más adelante, en esta irregularidad del método teológico radica toda la controversia en torno a la existencia de Dios. Sin embargo, puede que a pesar de todo de alguna manera la Tierra sea el centro del universo, y lo consistente tampoco sea real sino ilusorio, ni lo existente sea, en cuyo caso la «palabra de Dios sería la verdadera» y el método utilizado por la teología, basado en la revelación, sea, pese a su «aparente» contradicción, el «verdadero». Por la misma razón puede que la evolución no se produzca tal y como sugirió Darwin y la naturaleza esté «predestinada a ser lo que es y lo que aparenta» y no funcione tal y como creemos que funciona, pues la idea misma del tiempo tiene relación con la apariencia por medio del concepto «presencia», ya que todo lo «aparente» está necesariamente en el «presente». Lo que quiero decir es que las conclusiones «lógicas» a las que nos lleve la dinámica de las cosas no quiere decir que sea necesariamente «la realidad en sí misma», sino «nuestra realidad», aquella que consideramos real porque «parece consistente y existente». La duda nos lleva a no afirmar categóricamente que la ciencia prueba lo que es «verdaderamente», sino tan solo lo que es «ciertamente porque consiste en algo», sin que conozca la «causa primera» de esa consistencia ni de su certidumbre, lo que podría llevarnos a grandes sorpresas sobre la naturaleza de esa misma consistencia. Puesto que hablamos de filosofía, lo que hacemos es partir del punto de vista de Protágoras, y consideramos que «el hombre es la medida de todas las cosas», pese a que las cosas, incluido el hombre, sean a su vez necesariamente «medidas», que para la lógica teológica es obviamente Dios. Esto lo expresa mejor Santo Tomás, cuando se pregunta quién «unce al uncidor», porque el «uncidor debe ser también uncido». Lo que llamamos «realidad» debe transcurrir en distintos planos o dimensiones: lo que es la realidad en nuestra dimensión espacio temporal debe ser la irrealidad o «apariencia» en un hipotética nueva dimensión dentro de la que nos encontramos. Esto justificaría el sentido mismo de la voz «apariencia», que justifica por sí misma la existencia de otras dimensiones espacio temporales distintas a la nuestra. Así, con este último ejemplo creo haber dejado claro en qué consistirá el método que pretendo argumentar en este nuevo ensayo para descubrir el «verdadero significado de las palabras desde la lógica de su propia dinámica natural». Bastará con comparar cada concepto con sus significados en otros contextos para descubrir el error de significado de alguno de sus contextos, que no obstante utilizamos regularmente, incluso en filosofía, mezclándolos indistintamente, lo que hace imposible alcanzar razonamientos lógicos y concluyentes. Por el contrario, si pese a cambiar de voz, mantienen el mismo significado, me demostrará que se refieren a lo mismo pero expuesto en otro contexto. Si me preguntara cuál de los contextos es el real no habría respuesta posible, puesto que por la misma razón que no son más que «contextos» no puede haber uno real y dos falsos, tesis planteada en teología en el «Misterio de la Trinidad», sino que todos son «reales». Pero, si no obstante considerara el lado de la realidad en que me planteo la misma pregunta, es decir, la realidad espacio temporal en la que vivo y pienso, podría decir que el primero y «real» es necesariamente el de la física, y considerar los dos restantes como fenómenos producidos por la energía y su comportamiento, es decir, sería el «fenómeno de la mente», o la capacidad que adquiere la materia de convertirse en «conciencia de su existencia», o el «fenómeno del espíritu», título de un histórico y fundamental ensayo sobre filosofía de Hegel, o la capacidad de la materia de hacerse «trascendental a través del fenómeno de la imaginación». Ese es el punto de vista de la cultura «científica» actual, donde la filosofía es una mera anécdota del pasado, que quedó concluida precisamente con la culminación de su propia razón de ser, es decir, el «existencialismo» del siglo pasado. 2. LOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES Espíritu, Energía y Mente Aún en nuestros días los traductores de Hegel dudan de si su «Fenomenología» debe traducirse «del Espíritu» o «de la Mente». La razón es que el propio Hegel no aclaró la diferencia, pues en alemán no existe tal diferencia. «Geist» igual puede traducirse como espíritu que como mente. Esto prueba mi tesis de que la filosofía, en especial la metafísica, simplemente no puede traducirse en tanto no haya las necesarias equivalencias en el lenguaje. ¿La razón? ¡El sentido de las palabras! Si yo dijera que en español «dos» significa «2», pero en alemán igual puede significar «2» que «3» estaría diciendo un barbaridad, pues la lógica en matemáticas es incuestionable, «lo que no es igual es necesariamente distinto», pero en la gramática no se da esta regla tan contundente y exacta, y como vemos en el caso de «Geist» igual puede significar «2» que «3». No voy a entrar ahora en cuestiones de semántica de la lengua alemana, para la que no estoy preparado y podría llegar a conclusiones erróneas, pues este idioma tiene una extraordinaria riqueza expresiva, pero es evidente que algo pasa para que una voz tenga hasta tres significados, incluido «energía», que en mi entender es absolutamente necesario que tengan «sentidos» diferentes. La voz «espíritu» debe remontarse a los orígenes mismos del lenguaje, puede que fuera una de las primeras voces, pues habla de la «causa de la creación», en tanto que la voz «mente» es relativamente moderna, y procede de la voz griega «noûs», concepto «inventado» por el presocrático Anaxágoras hacia el año 480 a. C. y dentro del contexto exclusivo del nuevo lenguaje metafísico. Por tanto es evidente que debe de haber una diferencia sustancial cuando Anaxágoras consideró que la antigua voz de «espíritu» no se adaptaba a sus nuevas necesidades de expresión para dar coherencia al nuevo discurso filosófico. Es evidente que la voz espíritu proviene de la teología, lo que quiere decir que se refiere al mundo de las apariencias o «apariciones» y Anaxágoras necesitaba una voz equivalente, pero que se refiriese a la «entidad de lo que concibe la mente». Es decir, el filósofo se pregunta si lo aparente existe, y si es así, cuál es la causa de su existencia y no de su mera apariencia, para la que la teología ya tenía una respuesta: un dios. Pero hacerse la mera pregunta implica cuestionar la respuesta implícita en el «lenguaje de los dioses», pues la propia voz «existencia» carece de sentido sin la de «mente», ya que no es sino una conclusión contenida en un «proceso mental» y no «espiritual». Es decir, la existencia para el lenguaje de los dioses es la mera apariencia, y todo lo que «aparece» se supone que «existe», pero se trata de una suposición que no puede probar el «espíritu» sino la «mente», pues mientras el espíritu adquiere la certidumbre de las cosas en la imaginación, la mente la adquiere en la conciencia, de ahí la necesidad de la voz misma de «mente». No es que lo aparente no exista, es que hasta la aparición de la voz mente y con ella el «entendimiento», la propia voz «existencia» no puede ser, pues debe surgir del discurso propio de la mente, en otras palabras, del contexto de la filosofía. ¿Qué es el espíritu? Sin duda «lo que crea el mundo», pues en teología, que es donde tiene pleno sentido esta voz, el espíritu es la causa de todo lo creado por Dios, hablamos naturalmente del «Espíritu Santo», que es, además, una de las tres Personas divinas dentro de la teología cristiana, es decir, es «consustancial» con Dios. Pero de ser así, ¿cómo diferenciar lo «aparente», propio del espíritu, y lo «existente», propio de la mente? Sólo hay una solución, hacer la metafísica en griego, latín o castellano, pero no en alemán, donde «aparentemente» es imposible establecer esta diferencia. Si el espíritu es la causa de la creación del mundo y el mundo es «todo lo aparente», el espíritu, tal y como sugiere el propio Hegel, a pesar de la confusión semántica, debe ser «todo lo no aparente», o lo «absoluto que es invisible». Por tanto el espíritu debe ser la «fe en sí misma», puesto que la fe es la causa de «todo lo creíble», de donde debe surgir «todo la creado», o una vez más, el «mundo» en su significado teológico exacto. Por la misma razón, cada persona aparente es un mundo y no puede haber surgido mas que del espíritu, que para la teología es el «espíritu personal», es decir, el «alma». Si no establecemos una clara diferencia de sentido entre los conceptos espíritu y mente nunca podremos salir de ese círculo vicioso, que es el que se forma entre la «fe, la creencia y la creación de todo lo aparente», y cuando todo desaparezca, volvemos a la fe. No hay salida posible hacia la «existencia» si no cambiamos el contexto del espíritu al de la mente. Este es el dilema que se plantean las religiones que tienen que defender la «palabra de Dios» y que Santo Tomás intentó inútilmente armonizar con la filosofía. No es que las conclusiones de la teología no puedan plantearse desde la metafísica o desde la física, es que como utiliza otro lenguaje no pueden interpretarse sino literalmente de acuerdo al sentido de las voces en su propio contexto. De manera que aunque sea «evidente» la evolución, tal concepto no existe en el lenguaje teológico y no puede ser aceptada como probada, pues esta certidumbre sólo puede establecerse en el lenguaje propio del contexto de la ciencia. Por muchas vueltas que le demos, del concepto espíritu no sacamos más que apariencias, pero nada consistente o existente. Para que el espíritu «exista» debe expresarse con otro lenguaje, aquel donde la existencia tenga pleno sentido, y con otra voz, aquella que pueda ser existente, y sólo existe lo que «es», y para ello necesita imperiosamente el «Ser». Pero el Ser no surge de la imaginación ni de una revelación, sino de una «impresión en la conciencia», es decir, el ser surge de un «pensamiento» que causa una impresión y su entidad, y una vez que tenemos entidad, tenemos la posibilidad de la existencia, es decir, de un ser. Pero como hemos visto, la «entidad» no surge del espíritu sino de la «mente». Por tanto hemos necesitado «cambiar de contexto» para dar con la existencia y con el ser mismo de lo que antes no era más que «una creación aparente». Como se trata de un «contexto», en realidad estamos hablando de lo mismo, pero hemos abandonado la teología, las apariencias, y nos hemos pasado a la metafísica, o a la existencia. Por esa razón Anaxágoras necesitó inventar una nueva voz equivalente a «espíritu» para hacer «existir lo aparente», la voz «noûs».Ahora que ya estamos en el contexto de la mente, podemos referirnos a ella con más detalle y determinar su función. Como hemos deducido, la mente es el espíritu, pero en el contexto del pensamiento. La mente es la «causa» de que surja algo en la conciencia. Como el caso del espíritu necesariamente debe contener algo, pero «por defecto» y no «en creencia». Ahora sólo necesitamos una «causa» para que surja un pensamiento de la mente. Esa causa es una «impresión», como correctamente estableció Hume. Pero esa impresión no es causada por la «visión simple de una cosa», lo que nos remitiría a las apariencias del contexto del espíritu, sino por la relación entre «algo que está en la mente y equivale a algo que está fuera de la mente». Es decir, la impresión consiste en «desvelar» o «descubrir» algo fuera de la mente, en la «circunstancia», que ya está en la mente, en la «estancia», citando a Ortega y Gasset. Este descubrimiento provoca la impresión que mueve la conciencia y causa la entidad que contiene la impresión. Una vez causada la entidad tenemos un «ser», ahora sólo hace falta «identificar» ese ser con una vieja impresión» guardada en la memoria ya identificada como «igual», para hacernos la «idea» de la cosa que nos ha impresionado. ¡Así es como funciona la mente! En resumen, «toda nueva idea parte necesariamente de la intuición y accede a la conciencia a través de una impresión». Este proceso tiene su equivalente en el contexto del espíritu, donde la fe sustituye a la intuición. Como ésta, la fe sólo «cree» si ve la imagen de algo que «ya esté en la fe», entonces «salta la chispa» de la creencia, y posteriormente la creación. Es decir, «toda nueva creación surge necesariamente de la fe». Lo que hemos hecho es situar la intuición en el interior de la mente, pues la intuición contiene todo aquello que llegará a «impresionarnos». ¿Que es lo que contiene la intuición en particular? Simplemente lo relacionado con nuestra existencia y forma de ser, es decir, lo necesario para entender la causa misma del entendimiento. La intuición no nos permitirá aprobar los exámenes de física sin estudiar física, pero no permitirá entender lo que tratamos de aprender, proporcionándonos las claves del entendimiento de las cosas que intentamos conocer. La intuición es todo lo «incausado» que llegaremos a entender, y que será la causa de nuestros futuras ideas, sean sobre nosotros mismos o sobre el universo, porque la intuición es, como sugirió Parménides, una entidad universal, donde está contenida la «impresión misma que causa el universo». Pero la intuición no puede contener nada que haya sido causado fruto del «aprendizaje» o de la «experiencia», puesto que la experiencia obviamente no necesita de la intuición, pero es necesaria para llegar a causar lo que llegará a formar la experiencia, y aquí contradecimos a Hume. Es decir, la intuición no nos dirá nunca que 2 + 2 = 4, pero será la causa de la idea misma que nos permitirá entender las matemáticas. Hasta aquí una primera aproximación acerca de la mente, ahora le toca el turno a su equivalente consistente, es decir, a la «energía». Como la mente o el espíritu, la energía no puede tener consistencia, o de otro modo no serían equivalentes, pero crea campos magnéticos que permiten la «consistencia de las cosas con energía», de la misma manera que la duda y la certidumbre causaba la fuerza de voluntad que hacía posible las ideas. La consistencia del átomo es la causa de los campos magnéticos generados entre la polaridad de sus partes en movimiento. La materia como sabemos es todo aquello cuya estructura atómica se mueva a velocidades inferiores a la luz, pues de otro modo «sería luz», es decir, sin «consistencia ni apariencia», o mejor expresado, sin «consistencia aparente». Por tanto, como en el caso del contexto del espíritu, estamos en otro contexto donde no hay pruebas de existencia alguna, pues la «consistencia de la materia es aparente». No sólo eso, sino que como el caso del espíritu su percepción no requiere de pensamiento alguno, pues basta con su «sensación» para confirmar su «presencia» o «actualidad», como diría Aristóteles. Pero como en los contextos anteriores, la energía no produce nada por sí misma, pero sí una «potencia» que genera un «trabajo», y es del trabajo y de la potencia de donde surge la «substancia», una vez más citando a Aristóteles, quien contradice a Platón saliéndose del contexto de la filosofía para situarse en el de la física, pero «hablando de lo mismo», es decir, de la mente y del espíritu. Todas las cosas tienen energía pasiva o en reposo, como todas las cosas tienen espíritu trascendental y mente cósmica en sus respectivos contextos. Pero las cosas vivas tienen además energía «dinámica», es decir, «alma» y «mente personal» si lo vemos en otro contexto. Como en el caso de los contextos anteriores la energía también debe tener su «fe» o «intuición», pero en este contexto se llama «instinto». El instinto no puede saber nada por sí mismo sin una «sensación», porque es la sensación lo que pone en contacto el instinto con la sustancia sentida, y el resultado es un «reflejo» que «sabe cómo actuar sin haber tenido experiencia» sobre lo percibido. Una vez resuelto, este primer conocimiento forma ya parte de la experiencia y no es necesario el instinto. Por tanto, «cuanta más experiencia menos instinto, menos fe y menos intuición». La energía cósmica debe contener necesariamente «instinto cósmico», y la contenida en los organismos vivos, instinto individual o «especial», perteneciente a una determinada «especie». Al mismo tiempo, y puesto que estamos en un contexto donde existe el espacio y el tiempo, la energía de los organismos vivos debe tener una «duración», pues sin duración no es posible la «potencialidad», ya que el tiempo es «la duración potencial de las cosas», que muestra tan solo el instante de lo presente, es decir, la «presencia de las cosas que duran». En resumen, espíritu, mente y energía no son sino «una misma cosa en tres contextos distintos», pero obviamente no podemos establecer cuál de los tres es el «real», pero sí cuál es el «verdadero», pues sólo la mente puede por su propia finalidad establecer la diferencia entre lo que es «verdadero o falso». De manera que el espíritu es lo «ético y moral de las cosas», la mente es lo «estético o formal de las cosas» y la energía es «lo genético y sustancial de las cosas». ¡No hay contradicción alguna entre las tres voces, sólo una diferencia de contexto! Mundo, Materia y Ente Si nos preguntamos cuál es la causa de la existencia estaríamos haciendo una pregunta para la que sólo la filosofía tiene la respuesta. Si por el contrario nos preguntamos cuál es la causa de la vida estaríamos preguntando a la ciencia, por último si nos preguntaremos cuál es la causa de la creación del mundo estaríamos formulando la pregunta a la teología. Lo curioso es que en realidad estaríamos haciendo la misma pregunta pero en tres contextos distintos. En efecto, una de las mayores confusiones metodológicas de la historia de la filosofía es «confundir» «mundo» con «entidad». Pero ¿qué es el mundo? Un mundo es una creación completa, por tanto puede ser cualquier cosa creada que tenga una determinada apariencia y sea en su totalidad, no importa lo grande o pequeña que sea. Puede ser el cosmos y puede ser un simple gusano: «cada criatura es un mundo». También podemos decir que «el mundo es todo lo que se ve», pues como concepto teológico no va más allá de las apariencias. No podemos hacernos una «idea» del mundo en tanto no podamos «verlo y concebirlo en su totalidad», porque la idea del mundo depende de lo que podemos llegar a ver y concebir de él, es decir, de su apariencia. El mundo no se analiza porque carece de características; no se idea porque no sabemos la causa de su existencia, pese a que sepamos que es por su apariencia. En la ignorante Europa medieval, el mundo era plano y los organismos responsables de la ortodoxia de la fe defendían esta teoría. Más tarde las evidencias científicas y empíricas tuvieron que ser aceptadas. Pero la física nunca dijo que el «mundo» era redondo o que giraba en torno al Sol, lo que dijo fue que el «planeta Tierra» era redondo. Si en el lenguaje de la teología se llama «mundo» al planeta Tierra no era algo que debiera interesar a la física, porque la voz «mundo» no forma parte de su vocabulario. Hay mundos que no son esféricos sino con formas irregulares; hay mundos tan pequeños que deben ser «vistos» con la ayuda de microscopios, y hay mundos tan grandes que seguimos sin poder verlos en su totalidad y desconocemos su «apariencia», como es el cosmos. Para el Génesis el mundo es de donde surge la creación, es decir, todo lo que puede verse, y cada cosa viva en particular es una parte del mundo general, es decir, una criatura del mundo. Por tanto, cada criatura es parte del mundo, y, a su vez, es un mundo «individual», pues el todo está compuesto por partes individuales de la misma sustancia. No puede haber nada en la creación que no pertenezca al mundo, y no puede haber más que un mundo o una sola creación. Si Dios es «de otro mundo», nada de lo que hay en este mundo puede estar en el de Dios, pues deben estar separados por un «abismo infranqueable» por el que sólo el espíritu puede transitar. Es decir, según la teología sólo el alma de las cosas o personas puede «salir de este mundo». Pero es importante no confundir el mundo con la creación, pues lo creado surge del mundo, en tanto que el mundo es el «espíritu hecho aparente», pero que todavía carece de «vida». Dios hace surgir a Adán del «mundo», es decir, de la tierra sin vida. Gracias a su aliento surge del mundo la «creación». De manera que una vez más no debemos confundir el mundo con sus criaturas, que surgen del mundo. Toda cosa animada que está en el mundo ha sido creada gracias a la combinación entre «mundo y espíritu» y a su vez, todo lo creado conserva esta dicotomía en su «cuerpo y alma»; el cuerpo le une al mundo, el alma a su «creador». Para la teología la razón por la que Dios creó el mundo y sus criaturas no es otra que para rendirle permanente admiración, reverencia, obediencia y respeto. El mismo respeto que se debe a un padre por el simple hecho de haber sido nuestro donante de esperma, pues es evidente que el estímulo de la procreación no es tan sólo la paternidad sino también el placer. No habría vida sobre la tierra si las relaciones sexuales fueran dolorosas. En este sentido deberíamos contemplar con más atención el valor de la mujer en este proceso, pues en ella la procreación sí causa dolor. De manera que la causa del mundo es el «aliento divino» y la razón debe ser el deseo de Dios de tener descendencia, no sólo para reverenciarle y respetarle, sino que según la propia teología, esta reverencia debe llegar al extremo de la «adoración». No es un simple padre al que se le debe respeto, es un «Padre celestial al que se le debe adoración». Idea que rechaza cualquier agnóstico o ateo. En otras palabras, que «la razón de ser del mundo es Dios». Ahora nos pasamos al contexto de la ciencia, más pragmática aunque no necesariamente más discursiva y razonable, pues no se fundamenta en el entendimiento de las cosas sino en su conocimiento como consecuencia de la experiencia. En este caso no podemos hablar del «mundo», sino que necesitamos una voz equivalente que no obstante se pueda equiparar a la del mundo en su propio contexto, y esta voz no puede ser otra que «materia». En efecto todo lo que consiste es necesariamente material. Lo material está en todo, lo pequeño y lo grande; lo que es necesario ver con un microscopio y lo que no podemos ver en su totalidad, como es el universo. Toda la materia es consustancial y tiene la misma estructura atómica aunque este «organizada» de diferentes maneras. La materia es consistente porque su estructura atómica se mantiene unida gracias a la energía pasiva que contiene, lo que crea las fuerzas necesarias para asegurar esa «consistencia». Por eso decíamos que la «apariencia de la materia es debida a su consistencia», dos conceptos que no implicaban la «existencia», pues la existencia no puede preguntarse por el qué sino el por qué. Pero como el mundo, la materia por sí misma carece de animación dinámica y se limita a moverse por la inercia producida por el equilibrio entre su velocidad y su masa, equilibrio que empieza en su propia estructura atómica. Para que la materia se «anime» es necesario que suceda algo que le permita «sintetizar» la energía disponible fuera de la propia materia, conservarla y además transformarla en más materia, es decir, la «vida». La «aparición» de la vida (utilizamos el concepto teológico de «aparición» porque todavía desconocemos su procedencia) es la consecuencia de una «catalización» que se opera en la materia. Esta catalización desencadena una reacción, trasformando completamente su estructura, pasando de ser una materia «sin organización» o lo que es lo mismo «inorgánica», a ser materia «con organización» u «orgánica». La clave de la vida por tanto está en saber qué causó tal catalización y por qué una vez catalizada «supo cómo organizarse» para convertirse en un «organismo complejo», capaz de sobrevivir y reproducirse. Como cualquier máquina todo organismo vivo tiende a realizarse según ha sido «diseñado» o programado, pero ante la dificultad que eventualmente puedan presentar las «circunstancias» adversas, en lugar dejar de «funcionar», como haría cualquier máquina, su «inteligencia» le permite adaptarse y sobrevivir, dando así origen a que su «diseño inteligente» haga posible la evolución. ¿Quién ha podido diseñar semejante máquina? Para un científico creyente la respuesta es obvia, Dios, pues no hay nada en la realidad conocida capaz de obrar tal reacción de forma tan precisa y con resultados tan asombrosos. Sin embargo para un científico agnóstico debe de haber una explicación que pueda ser probada y reproducida en un laboratorio. De momento hemos descifrado el genoma humano y sabemos ya cómo producir muchas formas de vida elementales. Puede que la ciencia no necesite mucho tiempo más para dar con el «catalizador de la vida», lo que sería tanto como decir que Dios mismo puede reencarnarse en el cuerpo de un científico, en cuyo caso la profecía de la serpiente del Génesis se haría realidad. Un ejemplo cercano fue el caso de Einstein. Por tanto el concepto materia de la ciencia equivale al de mundo de la teología, y la ciencia no persigue otra cosa que saber cómo, a partir de la materia, se puede crear la vida, es decir, lo que en teología ya se sabe, pues la creación es obra del «aliento de Dios». Lo que la ciencia busca es el equivalente al aliento divino, y por ende puede dar con el mismo Dios en persona. Bergson llegó a esta misma conclusión tras renunciar a la razón discursiva propia de la metafísica y entregarse a las conclusiones que le aportaba su fe: el «Élan vital». En cuanto a la «inteligencia» que hay en la materia animada, la controversia es si se produce a «posteriori» o a «priori»; es decir, si una vez catalizada la materia animada cuenta con estímulos suficientes como para saber «qué es y cómo comportarse», o si no sucederá todo lo contrario, que la materia animada «ya sepa qué es y cómo comportarse», creando aquellos estímulos necesarios para seguir adelante con su «diseño inteligente», alternativa a los creacionistas más «razonables» sobre las causas mismas de la creación. Mi opinión es que se trata de ambos procesos de forma simultánea, pues en posteriores capítulos establezco la existencia de «dos fuerzas dialécticas», la «interior» y la «exterior», o como dijo Ortega y Gasset, el «yo y la circunstancia». En efecto, una fuerza establece la relación entre lo potencial y lo actual de sí mismo, en tanto que la otra establece la relación entre el sí mismo y lo demás. La primera fuerza es «informada por sí mismo», en tanto que la segunda es aleatoria y modifica el sí mismo, dando origen a la evolución. Esta es una solución salomónica al dilema entre «creacionismo y evolucionismo», pero a la que sólo se puede llegar a través de la metafísica y no de la física o la teología. Ya tenemos varios conceptos equivalentes, como son «mundo y materia», y «creación y naturaleza», pero para dar con ellos no hemos necesitado recurrir a otras cosa que a la contemplación de algo que es y se mueve. Hasta ahora lo conocemos, pero no lo «entendemos». Para entenderlo tenemos que «hacerlo existir en nuestra conciencia» y para ello no nos sirve ni el concepto mundo, que es pura apariencia y pertenece a la «palabra de Dios», ni el de materia, que es pura consistencia y fruto de la mera experiencia, es decir, la «palabra de la ciencia». Necesitamos un concepto equivalente que pueda «representar a ambos en nuestra conciencia», y una vez en ella iniciar el proceso de darle el ser y la existencia, es decir, «concebirlo». Una vez «concebido el mundo y la materia como pensamiento» estaremos en condiciones de entenderlos y dar con sus «verdaderas» causas. Ese concepto es tan milenario como el leguaje filosófico, pues fue necesario cuando la filosofía se desentiende de la teología y de la física para andar su propio camino, y es obviamente la «Ente» de Parménides. La entidad no es propiamente dicho el ser, pero el ser debe surgir de la entidad. Al igual que sucedía con el mundo y la materia, para hablar del ser es necesaria una «causa». De momento tenemos el resultado inmediato de un pensamiento, pues pensar es «causar entidad». Al igual que el mundo es «la forma aparente del espíritu» y la materia es la «forma consistente de la energía», la entidad es «la forma existente de la mente», es decir, la entidad es causada por la mente. Cuando la mente recibe una impresión, ve o siente algo que «mueve la conciencia», el primer «efecto» de este movimiento es la entidad. La entidad es por tanto la «sustancia» que causa la mente, pero por sí misma carece de atributos, es decir, sólo es cuando «recibe el soplo o la catalización» que causa el ser. ¿Qué causó el ser cuando no había otra cosa que entidad? Podemos trasladar la pregunta a la física o a la teología y la respuesta siempre es invariablemente la misma, a falta de una «idea razonable» tiene que ser Dios. Parménides mismo nos explica en sus pareados que la mente no tiene todavía una forma de ser, pero debe ser la causa del ser. «Ni es el ente divisible, porque es todo él homogéneo; ni es más ente en algún punto, que esto le violentara en su continuidad: Ni en algún punto lo es menos, que está todo lleno de ente. Es, pues, todo Ente continuo, porque prójimo es ente con ente». Es decir, el ente «no se mueve porque es todo lo que es» y en ausencia de «variedad» todo es «uniformidad». Algo tiene que suceder para que la entidad se «divida» y adquiera «formas diversas», por tanto «se mueva». El «mundo» de Eva y Adán era una entidad sin diversidad de formas, donde no era posible distinguir la forma de una manzana de la de una pera o una cereza. Las cosas no tenían más que una forma, la forma de todo era una sola forma. La manera de distinguir las cosas era por su apariencia y su consistencia, pero no por sus formas. De manera que para Eva la manzana como «pensamiento» era parte de la «entidad total de todas las cosas» y su forma no se distinguía del resto de las formas de las cosas. Las conocían, pero sólo por su imagen y por su sustancia. En otras palabras, Eva era «inconsciente» antes de morder la manzana. Entonces surgió la «chispa» de la que no tenemos ni idea de su causa, pero si sabemos su efecto: A Eva le «impresionó algo» de la imagen de una manzana y la «trasladó a su nueva conciencia», pues la propia impresión causó la conciencia. Ese algo era «la forma de la manzana». Con este «milagro» inexplicable descubrió el «ser de la manzana» y por tanto su «existencia» ¿Cuál fue la causa de este extraordinario suceso? ¿Tal vez la serpiente? Es decir, ¿la influencia del demonio? ¿Es por esa causa que padecemos el pecado original? No pudo ser la necesidad, inexistente en el Paraíso, por tanto sólo pudo ser algo que estaba en su mente, es decir, una «intuición de la forma de ser de la manzana». Pues lo que ve las formas no es la energía ni el espíritu, sino la «mente». Es decir, con el descubrimiento de las formas descubre al mismo tiempo su propia mente, o una forma nueva de ser en la energía y del espíritu, es decir, un nuevo contexto para la percepción de las cosas. Todas estas preguntas son propias de la teología, pero en el contexto de la filosofía no podemos hablar ni de Dios ni del demonio, sino de lo «verdadero» o lo «falso». Si la entidad sin forma ni división es la verdad, la entidad con forma y división debe ser la falsedad. Es decir, toda forma es «falsa por defecto», o defectuosa, pues la forma verdadera necesariamente debe «carecer de forma», ser una «protoforma» o «preforma», precisamente porque es «perfecta» o sin deformidad o defecto. Si Eva descubrió una forma distinta de la perfección de la preforma verdadera fue porque su mente descubrió la «imperfección» que había en la supuesta «perfección del Paraíso», o en su «absolutismo», y este descubrimiento debía de estar «en alguna parte», oculto e impreciso, pero que surgió con la impresión. Ese misterioso lugar no podía ser más que la «intuición», que dio paso a la «imperfección misma como la causa de la forma de las cosas». Es decir, las diversas formas de las cosas estaban «por defecto» en la intuición de Eva, donde estaba «todo el mundo real e imperfecto». En otras palabras, la causa del ser es la «intuición de un defecto de la perfección», o dicho de otro modo «un error en el sistema perfecto de la naturaleza de las cosas dentro del Paraíso». Pero ¿cuál fue la chispa que hizo surgir la intuición? ¿Cuál fue el error de Dios que hizo posible la creación del mundo? ¡No es posible saberlo! Lo mismo nos sucede cuando nos preguntamos por el origen y causa de la vida. No hemos dado con la respuesta al «estímulo» que movió la mente de Eva para «concebir el ser», pero ya sabemos que la perfección es lo que «no tiene defecto», lo que en física equivaldría a decir «energía que no tiene polaridad», lo que es simplemente inconcebible, pues la energía misma es el resultado de una polaridad. No en vano la teología culpa a Eva de «concebir el ser», pues las mujeres, además de intuitivas, son las que conciben en todos los contextos en que se mire, es decir, es lo femenino el responsable de toda concepción, sea espiritual, material o mental. La naturaleza como la entidad o la creación deben ser forzosamente femeninas. Lo que este «misterio de la concepción del ser» nos induce a pensar es que «no puede haber nada perfecto», pues sería «incausante» o «impotente», todo lo causado está «por defecto» en la entidad. Si tanto Parménides como Platón creyeron que la perfección está necesariamente al final de lo imperfecto es porque no «entendían cómo se creó el mundo», puesto que para que el mundo fuera posible la perfección no era posible. Aristóteles al menos situó la perfección fuera de la realidad y del movimiento, encerrándose en la inmovilidad, pues como ser perfecto sólo podía ser un «motor inmóvil», sin que participara activamente en la creación. De manera que tanto la mente como la entidad necesariamente debe ser tan imperfectas como los seres que causan, pues de otro modo «no habría causa para el ser». Es decir, si Dios existe y es el creador del mundo debe ser tan «imperfecto y mortal» como su creación, o de otro modo no podría ser su causa y no podría existir. Con el ser la entidad existe, y la primera evidencia es que la existencia «no transcurre», puesto que no consiste, es decir, la existencia no sabe qué es, pero entiende por qué son las cosas que existen en la mente, y esa es la función misma de la existencia y de la mente: averiguar el por qué de las cosas que consisten o aparecen. No es «un ser en el tiempo» como pretendía Heidegger, quien contaba con una voz inadecuada para esta deducción lógica. Es decir, para el idioma alemán la existencia debe transcurrir en el tiempo, pues «está en algún aparte», como se deduce de la voz «Dasein». No sólo debe ser, «Sein», sino en alguna parte, «Da». Conclusión que contradice la tesis misma de la existencia, pues ésta no puede transcurrir ni en el espacio ni en el tiempo. Con la existencia de un ser ya tenemos «algo en qué pensar», y la sustancia de este pensamiento está precisamente en su «entidad», puesto que todo ser debe tener su propia entidad de donde estableceremos, tras un proceso cognoscible lógico y razonable, su «identidad». Pero para establecer esta entidad necesariamente debe mediar la «razón y la lógica». Por tanto la intuición de Eva no sólo causa la conciencia sino al mismo tiempo la «razón y la lógica». Una vez identificada la entidad de una cosa por su existencia, establecemos la relación entre lo pensado y lo que nos ha impresionado, es decir, tenemos el «objeto». Yeste objeto contiene la «idea de la cosa misma». Por tanto al morder Eva la manzana descubre también la «idea de una manzana». ¿Estaba en su intuición? Lo que estaba en su intuición era el método que le lleva a descubrir la forma de la manzana gracias a su impresión, es decir, ¡el entendimiento! Si la entidad no es causada por la impresión de una cosa sino por causa de «otra idea que también nos impresiona», lo que tenemos es un ser cuya existencia depende de la idea original de donde surge, pues como entidad imperfecta tiene una forma de ser necesariamente «incompleta e interrelacionada con todas las cosas posibles de la naturaleza». No obstante, toda idea debe tener una causa en la entidad que causó su impresión. Es decir, si con la impresión de la manzana Eva deduce la razón el ser de un árbol, esa deducción se basa en la entidad de la manzana, que causó la primera idea sobre la que fundamentar todo el proceso posterior de concepción del árbol. De esta manera sólo la metafísica puede, a partir de la entidad de algo, concebir la entidad del todo, o lo que es lo mismo, a partir de cualquier idea parcial de la realidad se puede descubrir la realidad en su totalidad. Esto llevó a Platón a ensalzar la idea como las «reina de la metafísica», creyendo que el todo debía ser necesariamente la «idea perfecta», pero ya hemos visto que el todo es tan imperfecto como sus partes, o no podía haber «partes», tal y como lo expuso Parménides. Con esta última reflexión si bien no queda agotado el tema si queda establecida al diferencia de contexto y su relación con lo cognoscible de «Mundo, Materia y Ente», de manera que no los utilicemos en un argumento que pretenda ser lógico, aunque pueda parecer «razonable». Instinto, revelación e Intuición Leo en una monografía encontrada en Internet esta lacónica definición de Henri Bergson: «Filósofo vitalista y espiritualista francés.» Una de dos, o quien ha escrito esto desconoce el significado de ambos conceptos o los desconocía el propio Bergson; es decir, así, a simple vista, decir que alguien puede ser «vitalista» y «espiritualista» al mismo tiempo produce un inevitable chirrido en la razón y la lógica. Es evidente que lo «vital» tiene relación con la vida y lo consistente, en tanto que lo «espiritual» tiene relación con todo lo contrario, o la muerte y lo inconsistente. La intención práctica del método que trato de exponer es precisamente evitar estos contrasentidos semánticos que arruinan toda posibilidad de un discurso «lógico» y otorgar a cada voz su verdadero sentido dentro de su propio contexto, y aquí tenemos un caso evidente de falta de «lógica» por un simple error de contexto. La vida es un concepto propio del contexto de la física, mientras que el espíritu lo es de la teología, de manera que ¡ninguno es verdaderamente de la filosofía! Como hemos visto en temas anteriores, estaríamos hablando del «ser» o de la «mente» respectivamente si no queremos salirnos del discurso estrictamente metafísico, que es lo que se supone que pretendía el propio Bergson. A lo largo de la historia de la filosofía la confusión entre conceptos de los diversos contextos ha sido constante y reiterada, confusión que sigue produciéndose en la actualidad. Bergson mismo fluctuó entre uno y otro a lo largo de su pensamiento, como lo demuestra los títulos de sus ensayos: «Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia», perteneciente a la metafísica; «Materia y memoria», perteneciente a la física, y «La evolución creadora.», ya en su última fase teológica. La última es absolutamente teología: «Las dos fuentes de la moral y de la religión». El propio Hegel confundió «mente» con «espíritu» en su «Fenomenología», algo comprensible en el idioma alemán, donde una misma voz, «Geist», sirve para los dos acepciones, lo que confunde incluso a sus traductores, pues la metafísica simplemente ¡no puede traducirse si no acordamos la equivalencia «exacta» del sentido de las palabras! En este nuevo tema me propongo clarificar el verdadero sentido de tres nuevos conceptos, como son «Instinto, revelación e Intuición», que pueden parecer «distintos» pero que sin embargo son perfectamente «equivalentes», pero expresados en tres contextos distintos; una vez más: el de la teología, el de la física y el de la metafísica o la filosofía respectivamente. Empecemos por la revelación. La revelación es una «certidumbre moral» causada sin una explicación racional. Esta podría ser una primera definición sumamente escueta, por eso es necesario analizarla más extensamente. Puesto que la revelación pertenece al contexto de la teología, pertenece a su vez al contexto de lo «aparente», y no de lo «consistente» o «existente», y lo aparente es lo que «creemos» que es porque no tenemos una certidumbre fundamentada en la prueba de su consistencia o de su existencia. Según esta reflexión podríamos confundir fácilmente revelació con «creencia», pero la diferencia es fundamental, pues la creencia está causada por la sugestión de una «aparición», en tanto que la revelación «es la causa de esta sugestión», al relacionar la aparición con lo «contenido en la revelación», es decir, no es una creencia, sino una «certidumbre» que necesita una aparición para convertirse en una creencia. Digamos que la revelación es «creer en una visión aparente» y no tiene explicación razonable posible. Pero también decía que se trata de una certidumbre «moral», puesto en el contexto de lo aparente no se puede valorar otra cosa que la «ética inmanente de la propia imagen o aparición», es decir, si una imagen es «buena o mala», pero no si es «positiva o negativa», para lo que sería necesario considerar su «consistencia», o si es «verdadera o falsa», en cuyo caso necesitaríamos considerar su «existencia». Como ni existe ni consiste, sino que es aparente, sólo puede ser buena o mala, y aquí radica el fundamento «moral» de la misma teología, pues no puede haber nada moral fuera de la teología, es decir, aunque me cueste afirmarlo, no puede haber «moralidad sin religión». Si hablamos de «moral social o laica» estamos hablando de una determinada «religión social o laica», o lo que es lo mismo, de «socialismo» o «humanismo». La revelación necesita tener la «visión de una imagen aparente» o la revelación de aquello que está velado. Por esta razón las religiones necesitan de las imágenes reverenciales, precisamente para poder «creer en aquello que sugiere la revelación, de otro modo la revelación no podría convertirse en una «creencia», y, como digo, sería «descreída» o incapaz de «creer». Pero entonces, ¿de dónde surge la revelación? Aquí hemos llegado nuevamente al meollo de la cuestión, el mismo al que llegaremos cuando nos hagamos la misma pregunta sobre las causas del instinto o de la intuición. Por tanto, si alcanzamos a tener una respuesta «lógica» para la causa de la revelación, la tendremos, en su propio contexto, para el instinto o la intuición. La certidumbre de la revelación debe provenir necesariamente de lo «desconocido y nunca visto». No podemos decir de la «nada» porque este concepto pertenece a la metafísica y no a la teología. La nada en teología sería la «sustancia divina» de la que Dios creó el «primer mundo», pues Jehová crea dos veces, primero el muçndo en sí mismo «de la nada» o de «sí mismo», y después la creación propiamente dicha, que surge del mundo que ya es «algo fuera de sí mismo», pese a ser «consustancial» a sí mismo. Por tanto el mundo surge de la «revelación de Dios», y una vez que «aparece», Dios puede «creer en lo que ve y crear»: «Y vio Jehová que era bueno...», etc. Por tanto la revelación «no tiene causa ni origen en lo aparente», pero podemos decir que la tiene en lo «no aparente» o «invisible», es decir, «la revelación prevé el valor de las cosas antes de que aparezcan». O lo que es lo mismo, nos transmite la certidumbre de la bondad o maldad de lo que no vemos, pero «prevemos». Una vez que un artista pinta o esculpe una imagen en la que cree porque tiene su revelación, se establece la certidumbre entre la imagen y la revelación dando origen a una creencia en firme. Por esta razón fueron necesarias las imágenes de los dioses, lo que nos hace suponer que la revelación debe tener fundamento, o ser «algo cierto», pese a que no sepamos qué es ni de dónde procede. Pero al menos sabemos de su certidumbre a través de las imágenes necesarias para su propia realización como creencia. Pero seguimos sin saber de dónde proviene la revelación, y tan solo sabemos que debe de haber un «antes» y un «después» de todo lo creado: la revelación y la creencia. Esto no resuelve el problema del origen de la revelación, pero nos confirma en su necesidad y una definición todavía más ajustada: “La revelación es la confianza en el valor de las cosas y de uno mismo, contenidas en las imágenes aparentes”. Esto nos remite al segundo contexto, el de la física, donde con toda seguridad por las equivalencias necesarias podemos establecer la misma relación, con las mismas dudas y conclusiones, pero esta vez hablamos del «instinto». La brillante sociedad tecnológica actual es profundamente ignorante, porque en realidad entiende muy poco de lo que conoce. Un ejemplo es este disparate publicado en la enciclopedia «virtual» Wikipedia: «Según algunas posturas biologicistas, en los humanos se distinguen dos instintos, el instinto de supervivencia y el instinto de reproducción, aunque recientemente se han encontrado indicios de que podría existir otro, el instinto religioso, asociado a una zona del cerebro que muestra intensa actividad durante los episodios de epilepsia.» Esto no sólo es una blasfemia intelectual, sino sobre todo un soberano disparate, que no obstante leen miles de despreocupados internautas, creyendo que realmente «entienden lo que leen». La famosa enciclopedia citada es, salvando las excepciones que confirman toda regla, una fuente inagotable de incongruencias, lo que demuestra que este tipo de cultura popular o de masas debería tener algún control del mundo académico, pese a que el mundo académico necesite también de un severo control del no académico. Creo haber dejado claro que la realidad se expresa en tres contextos distintos y mezclar el «instinto con la religión» es, si me permite la expresión popular, mezclar «churras con merinas» (dos razas de ovejas, para posibles traductores). El instinto es una analogía de la fe pero en su propio contexto, y no tiene relación con lo aparente sino con lo «consistente». La otra cuestión es esa manía nuestra de subdividirlo todo, en este caso el instinto en «de reproducción y de supervivencia», ¡por no citar el religioso! Instinto no hay más que uno: ¡el instinto en sí mismo! Y no puede dividirse porque aquello que «no sabemos qué es difícilmente podemos clasificarlo» ¿Podemos clasificar la fe en «fe en Dios y fe en el mundo»? La fe es la fe y punto, y el instinto es el instinto y punto. Siguiendo mi propio método deduzco que el instinto no tiene relación inmediata con la consistencia de las cosas, pues es la «causa que permite conocer la propia consistencia». Es decir, una vez más no encontramos con el dilema de hablar de algo que «no puede consistir, sino que debe ser inconsistente» para poder ser «instinto». Pero como el caso de la fe, para «realizarse» necesita «algo capaz de producir sustancia», que era el equivalente a las creencias. Y ese algo inconsistente, pero que necesariamente debe ser, es la «potencia» que produce la «vida», lo que en la fe era la «creencia» de donde surge la «creación». De manera que el «instinto es inmóvil en tanto es impotente», pero cuando algo es duradero y consistente y posee «potencialidad», también debe poseer instinto, lo que hace posible el conocimiento de las mismas cosas cuando se carece de experiencia, como en el contexto teológico la fe hacía posible la «valoración» previa de las imágenes «nunca vistas». Pero lo que el instinto conoce no es lo «bueno o malo», ni lo «verdadero o falso» de las cosas, sino lo «positivo o negativo», es decir, su «utilidad». Mientras la fe responde a la pregunta de «¿para qué fin?», el instinto lo hace para responder a «¿con qué utilidad?» Pero ¿dónde está el instinto? ¡En el mismo lugar en que está la fe o la intuición, en «el ser de las cosas que consisten»! Hubiera podido decir en la mente, pero con ello hubiera incurrido en un error de contexto, pues a la mente tan sólo le corresponde la intuición, por tanto lo mismo el instinto que la fe deben de estar en sus respectivas equivalencias de la mente, como son el «espíritu» y la «energía» respectivamente. De donde se deduce que el instinto debe estar necesariamente «contenido» en la energía. Es decir, la energía «contiene necesariamente conocimiento potencial de sí misma como sustancia», porque debe de estar «informada por el instinto», y con ello necesariamente debe «saber cómo organizarse», pues de otro modo sería incapaz de producir un «organismo». ¿Es éste el fundamento de las tesis sobre el famoso «Diseño inteligente»? En mi opinión sin duda alguna. ¿Dónde puede haber «conocimiento» si no es en lo consistente? Pues ya habíamos visto que tanto en el espíritu como en la mente tan solo había «valoración» y «entendimiento» respectivamente, pero no podía haber «conocimiento» propiamente dicho, capaz de «hacer algo concreto, con carácter o características», es decir, la «creación combinada con la evolución». Pero ¿de dónde viene el instinto? No podemos entender su causa, pero ahora al menos ya sabemos dónde está y lo que «produce», por lo que confirmamos que todo lo consistente y potencial necesariamente debe contar con «instinto». Es, por simple analogía, el mismo caso que se nos planteaba con la fe. No hemos resuelto el origen, pero entendemos cómo funciona y dónde se encuentra. La potencia nos lleva a otro concepto no menos complejo que el instinto, como es el de «duración», idea clave en la metafísica de Bergson, pues la potencia es lo que hay antes y después del tiempo actual o presente, o lo que es lo mismo, el presente no es sino una instante dentro de una duración compuesta de «potencialidad», pues lo que dura realiza un trabajo fruto de una potencia. Para Bergson el «instinto inconsistente» que está en la potencialidad es el «aliento vital» de su «Evolución creadora». Es la manera en que un teólogo y filósofo denominaría el instinto o la fe. Ni la fe ni el instinto están en lo aparente o consistente, sino en lo «invisible» e «inconsistente», pero para «crear» o «producir» deben «ver para creer» y «sentir para producir». Por tanto el método de las analogías hasta ahora no resuelve la causa de ambos conceptos, de manera que no podemos saber «la causa de su ser», pues si no entendemos su causa no podemos decir que exista, ya que todo lo que existe debe tener una causa razonable que se exprese en una idea «definida». Así, todo aquello que vemos o sentimos pero no lo concebimos, «es, pero no existe». Ahora sólo nos queda enfrentarnos al contexto más complejo, el de la intuición, ya que si a pesar de todos los inconvenientes y ausencias de certidumbres razonables y lógicas tratamos de entender las causas tanto de la fe como del instinto y de la propia intuición, sólo podemos hacerlo en el contexto de la mente, donde nos preguntamos tan sólo el «por qué del ser de las cosas», o más exactamente «la forma de ser de las cosas», y para llegar a confirmar su existencia, para darnos una razonable explicación que necesariamente debemos expresar con una «idea», también razonable y lógica. La primera consideración fundamental es que hemos cambiado de contexto, siendo en realidad el mismo tema. Si al principio hablamos del espíritu y de Dios, después de la materia y de la naturaleza, ahora estamos hablando de la mente y del Ser. Ya no nos interesa nada relacionado con las apariencia o la consistencia, ahora queremos saber todo lo referente a la «existencia», que para la filosofía es cuando estamos hablando de algo que realmente le concierne como propio. Es decir, hasta ahora no hemos hecho filosofía sino teología o física, ahora le toca el turno a la «metafísica». Para empezar una pincelada «made in Wikipedia»: «Se le llama intuición al conocimiento que no sigue un camino racional para su construcción y formulación, y por lo tanto no puede explicarse o, incluso, verbalizarse.» Como hemos visto esta definición concuerda más con el «instinto» que con la «intuición». La objeción inevitable es que su autor confunde «conocimiento» con «entendimiento», pues la intuición de ninguna manera «conoce», para lo que es necesaria la experiencia, sino que se trata de la «causa de una impresión» para, siguiendo el camino de la razón y de la lógica, dar con el «objeto del conocimiento» de esa impresión y establecer así sus «características», es decir, pasarnos a la física, o del atributo al carácter. En segundo lugar todos los caminos llevan a Roma, es decir, todo lo relacionado con la mente es necesariamente racional o apariencias fruto de la imaginación, o consistencia producida por una sensación, y eso sí está eximido de la razón. Otra cosa es que no hayamos sido capaces de «razonar» qué es la intuición y qué se puede llegar a entender. En cuanto a «verbalizarse» sobran los comentarios. Como en el caso del contexto del espíritu, la intuición no puede estar en la conciencia ni tener una causa, pues la causa misma es la que relaciona la impresión con la intuición. La intuición debe ser «algo que está en la preconciencia o la subconsciencia», es decir, en «algún lugar de la mente», principio de todo proceso cognoscible de que se sirve el entendimiento. Está en la mente, «pero no es la mente», de la misma manera que el instinto debe estar en la energía, pero «no es la energía». Como algo que es pero anterior a la conciencia, debe ser «por defecto» y estar pendiente de que suceda algo para ser «en efecto». Esto nos lleva a considera que si bien la mente no es más que una forma de «energía», la mente misma debe contener algo más que la mente para que pueda ser la «causa» de una impresión y su posterior idea. Sin duda que la causa es una «impresión», pero una impresión no es nada más que una «causa», sin que la causa misma nos diga nada sobre la «cosa que nos impresiona». Podríamos echar mano de la socorrida «experiencia», pero ¿si no tenemos ninguna experiencia de la cosa que nos impresiona, cómo relacionar la impresión con una idea? En otras palabras, si carecemos de experiencia, ¿por qué tenemos la impresión de una cosa? ¿Cuál es la causa misma de la primera impresión de una cosa? O dicho de forma más ilustrativa, ¿por qué Eva se dejó impresionar por la forma de la manzana? ¡Por la intuición que le «informó» sobre las posibilidades del entendimiento para dar con la forma de la manzana y su posterior idea! La intuición de Eva no contenía el preconocimiento de la manzana sino la capacidad «mental» para entenderla y llegar a conocerla. En otras palabras, la «intuición abre la mente a la conciencia, donde se pueden entender todas las cosas relacionándolas entre sí con la ayuda de la razón y la lógica, que son causadas por la misma mente y la impresión. ¿A dónde puede llegar la intuición? ¡A descubrir la verdadera forma de ser de todo lo existente! Es ahora cuando entendemos la lógica de Platón, puesto que, en efecto, la impresión por sí misma no nos dice qué es lo que nos impresiona, pero nos permite «ver la luz que hay fuera de la caverna», donde están «claras» todas las cosas que pueden llegar a existir en nuestra mente. Ya tenemos una primera pista sobre lo que debe ser la intuición y se confirma que no es nada en sí misma en tanto no se relaciona con la impresión de una cosa. Si la fe era «incrédula» sin la contemplación de una imagen, la intuición «no tiene efecto» sin la impresión de una cosa. De manera que se establece una relación necesaria entre las cosas y la intuición a través de una impresión, que es la «causa del efecto de las idea». Pero no es conocimiento, puesto que no están en la experiencia, sino en «algún lugar» de la mente. Por tanto ¡no es posible pensar sin intuición!, pues la intuición es la causa de todas las ideas cuando se carece de experiencia. Y aún teniendo experiencia, ésta no guarda ideas sino sensaciones e imágenes, que con ayuda de un «método razonable y lógico» rehace constantemente. Es decir, no «conocemos las cosas de una vez y para siempre por su idea», sino que debemos «reconocerlas» o «hacernos una nueva idea» cada vez que las sentimos o las contemplamos, es decir, que nos «impresionan». De manera que si la experiencia no puede guardar ideas, la intuición es absolutamente necesaria para «reconocer lo que vemos», pues es la causa de la «impresión de parecido» o «sensación de conocimiento», causa, a su vez, del mismo «reconocimiento» o «conocimiento provisional». La intuición debe ser por definición «entendimiento contenido en la mente», pues su labor es «permitirnos entender a partir de una impresión en la conciencia la forma de ser de lo que nos impresiona». Esa intuición es «todo lo que se puede llegar a entender sobre todas las cosas que existen», y es lo que define a ser propiamente humano. Como el caso entre la diferencia entre «espíritu» y «alma», es decir, espíritu personal, la intuición también debe ser «personal» y «general». Es decir, la intuición nos permite «entendernos a nosotros mismos», como una idea de nosotros mismos, Sócrates, y después entender el cosmos, o hacernos una idea «absoluta de la realidad» de todo lo cognoscible, Platón, principio y fin de la metafísica. Por último cabe hacer una importante salvedad que nos conecta con uno de los filósofos más geniales pero peor interpretado de la escasa historia de la filosofía española, como fue Ortega y Gasset, pues gracias a su popular axioma «Yo soy yo y mi circunstancia» podemos ilustrar cómo funciona verdaderamente la intuición. Todo lo que llegaremos a entender sobre nosotros mismos está en nuestra intuición, pero no es más que «información» que «carece de forma». Puesto que carece de forma la intuición necesita de la impresión de aquello que ya «preentendemos» su forma de ser, pero que necesariamente debe de estar fuera de nosotros mismos, o de otro modo no sería posible que se produjera la impresión necesaria. Es como el juego del escondite, simplemente se trata de «buscar en la circunstancia lo que ya está en nuestra intuición», y sólo «entendemos» aquello que «preconcebimos en la intuición». Sin la «circunstancia» no tendríamos ninguna posibilidad de entendernos a nosotros mismos, pues es el «espejo de nuestro yo por defecto». Una vez que obtenemos de la circunstancia todo aquello que nos interesa para el «descubriendo de nosotros mismos», la propia intuición intenta ir más allá del sí mismo para conocer lo que está también en la intuición, pero que pertenece al fuera de nosotros mismos. Es así como el popular axioma de Ortega se convierte en un principio metafísico fundamental y no una anécdota para psicólogos o «vitalistas». Este mismo libro es un buen ejemplo de «circunstancia», pues si ha entendido algo de lo que he tratado de explicar es porque le ha «impresionado», y si finalmente lo considera como propio es porque ¡ya estaba en su intuición pero no lo entendía! Por Defecto, en Potencia y en Creencia La polémica en torno al «creacionismo» y «evolucionismo» es una falsa controversia creada por un error de método en el uso del lenguaje, pues ambos conceptos tienen el mismo sentido pero son utilizados en diferentes contextos. Digamos que el primer concepto pertenece a la contexto de «la palabra de Dios», en tanto que el segundo a «la palabra del hombre», o de la «ciencia experimental humana». Entre ambas «palabras» falta la de la «filosofía», que sería la del «causalismo», o la reflexión lógica y razonable de las «verdadera causa de las cosas». Es decir, mientras los creacionistas creen en la «palabra de Dios», los evolucionistas no creen sino que se afirman en la experiencia de las cosas según su comportamiento natural y consistencia, en tanto que la filosofía tampoco puede «creer» sino afirmar objetivamente la causa no sólo de las cosas en sí mismas sino la razón de ser de su existencia. Por tanto, la filosofía no pretende conocer sino entender, y debe ser el «nexo» entre creacionismo y evolucionismo. ¿Qué es una creencia? Una creencia es una hipótesis basada en la mera apariencia de las cosas sin llegar a pensar en ellas con la intención de hacernos una idea objetiva. Sólo creemos en aquello que necesitamos conocer pero que no conocemos, no porque no lo veamos, sino porque no lo «entendemos». Una vez que entendemos lo que vemos y tenemos su idea, dejamos de «creer» para «afirmar». De manera que toda creencia es una «relación superficial» con las cosas que vemos o sentimos, que no entendemos y de las que no conocemos nada más que su apariencia. Una creencia constituye en sí misma una idea previa basada en la mera apariencia de una cosa. Por tanto es una idea «en creencia», porque no tiene como fundamento la realización en la conciencia de un pensamiento, provocado por la visión de una cosa que finaliza en la «concepción» de un objeto, fiel reflejo de la cosa observada. En tanto que idea en creencia el resultado de una creencia es, así mismo, una «creación sin una idea de sí misma», o lo que es lo mismo, no es sino el «fruto de la propia creencia, que permanece en la imaginación sin llegar a la conciencia», porque en ningún caso responde a la «experiencia comprobada de la cosa misma contemplada» ni a su reflexión lógica y razonable. Es decir, en la creencia hay una «imagen» de la que puede surgir una «creación imaginada o revelada», pues la creación misma es un concepto derivado de la «palabra de Dios», o lo que es lo mismo, de la teología. De esta manera podemos «crear cualquier cosa» cuya sustancia no está en la realidad de lo sentido o experimentado sino en lo «creído». Por tanto, toda creación es el resultado de una creencia. Podíamos caer en la tentación de aceptar la teoría de todo materialismo científico de que «Dios es una creación de una creencia del hombre», pero se trataría de una simplificación poco «filosófica», pues «toda apariencia tiene la posibilidad de existir», es decir, que toda creencia tiene la posibilidad de crear algo real y existente, por tanto, que la creencia en Dios también puede llevar a «crear un Dios imaginado, pero que realmente es y existe». No podemos disociar «apariencia de consistencia y existencia», pues lo aparente necesariamente debe ser también consistente y existente, separados por sus respectivos contextos, de los que depende su propio enunciado. Por esta razón la «evolución» no pude explicarse con el lenguaje de la teología ni de la filosofía, y tan sólo puede hacerse con el que le es propio, es decir, el de la ciencia. Toda creencia puede ser tan consistente como la propia certeza de su experiencia o verdad de su existencia, pues en tanto la creencia se basa en la «apariencia», la experiencia no se basa en lo «verdadero en sí mismo» sino en aquello que trasmite la «consistencia de la cosas», sin que sepamos no obstante la «verdadera causa de las cosas que consisten». Es decir, es un certidumbre tan «falsa» como la creencia, pues ambas se basan en supuestos previos al pensamiento que establece la «verdadera causa de las cosas» gracias a la elaboración de una idea lógica y razonable. Por tanto la polémica en torno a creacionistas y evolucionistas se desarrolla en un nivel en que ninguna de las dos «opiniones» supera la mera «observación de la cosas», una por su apariencia y otra por su consistencia. Ambas deben confluir necesariamente en una tercera y última certidumbre más elaborada, la de un pensamiento consciente que lleve a la idea que establezca al «verdadera causa de las cosas», no por su apariencia o su consistencia sino por la «razón de su existencia». La evolución, por su parte, no se basa tan solo en la experiencia de las cosas consistentes que observamos, sino en el equivalente a las creencias pero en el contexto de la física: la potencialidad de las cosas que consisten. Todo comportamiento desconocido para la física es la «potencialidad de las cosas», es decir, que está en el «instinto» de la cosa que se comporta de una determinada manera de la que no se tiene conocimiento basado en la experiencia. El científico no parte de una creencia, cuyo origen está en una mera apariencia, sino en una «potencia», cuyo origen está en la consistencia misma de las cosas, es decir, en sus «genes», que no son sustancias aparentes sino consistentes y comprobables. Por tanto lo que hay en una potencialidad es un «producto con unas características determinadas», aquellas que están en su potencialidad, de manera que la evolución se basa en la potencialidad de las cosas de acuerdo a su carácter y no su mera apariencia. Este es el punto de vista de la ciencia. Pero la ciencia sin más sólo sabe de las cosas lo que está en su «actualidad o en su pasado», pero no lo que está en su futuro, a menos que «trascienda» la consistencia física de las cosas y estudie su «existencia metafísica», es decir, si no establece una «teoría» o «probabilidad» de acuerdo a lo que la razón y la lógica le permiten entender sobre sus causas y sus efectos, que en su propio contexto decimos «potencialidad». De manera que la ciencia no puede avanzar sin la filosofía. Lo que la ciencia llega a conocer de las cosas ya estaba en potencia, pero eso por sí mismo no le dice nada sobre sus «causas», es decir, las conoce pero no las entiende. Para entenderlas es necesario pasar de la mera «experimentación» con los sentidos a la «concepción con el pensamiento», lo que implica pasar a un nuevo contexto «más allá de lo físico», o lo que es lo mismo, un contexto «metafísico», aquel donde las cosas no se conocen sino que se entienden; también podemos decir que es aquel donde las cosas se entienden porque son y existen, y sólo con el ser y la existencia de las cosas pensadas podemos hacernos una ida que nos permita descubrir las «verdaderas causas de su existencia y su forma de ser». ¿Es que la ciencia o la teología no tiene en consideración la «existencia de la cosas»? Sin duda que la tienen, en especial la ciencia, pues necesariamente debe «interactuar» con la filosofía, ya que cada cosa que conoce con la «experiencia» debe consolidarla entendiendo la causa de lo experimentado, es decir, además de «experimentar» debe «pensar razonablemente y con lógica» sobre lo experimentado. Este mismo argumento constituye la base de la filosofía tomista, pero por desgracia en su tiempo no se entendió correctamente dados los prejuicios de la religión contra la ciencia y de ésta contra la religión. Afortunadamente ciencia y filosofía no sólo pudieron caminar juntos sin estorbarse, sino que desde Descartes, ambas se funden prácticamente en un mismo «logos» hasta el fin temporal de la filosofía tras su estancamiento con el «existencialismo», o más bien podríamos decir su «suicidio». Por su parte la teología es más reacia a «pensar en lo que cree», porque en tanto que se considera la «palabra de Dios», pese a no tener más fundamento que lo aparente, la «fe» permite al creyente consolidar sus creencias como ideas «ciertas», aunque no pueda probar que sean «verdaderas», por no reflexionarlas razonablemente en la conciencia ni, por consiguiente, probar su verdadera «existencia». La ciencia, en tanto que «palabra del hombre» no puede arrogarse esa misma «infalibilidad» y se ve obligada a razonar lo que conoce por la mera experiencia. De esta manera se establece la relación histórica entre la ciencia y la filosofía, lo que no sucede con la teología, excepto en los intentos de la escolástica y de todos los filósofos formados en la teología, como Kant o Hegel, pero todos ellos intentaron probar la «existencia de Dios», cuando la mera fe en la creencia les aportaba la certidumbre necesaria. Esta útil y provechosa interacción entre la ciencia y la filosofía lleva al tercer estado de la certidumbre de la cosas, que consiste en «probar su existencia tras la experiencia», para lo que previamente es necesario tomar consciencia de su entidad, es decir, llevar la mera experiencia o apariencia a la «conciencia», y una vez allí otorgarle un ser, o «forma de ser», para posteriormente concebir su idea como una existencia en la forma de un objeto, que no es sino la «cosa misma de donde parte la toma de conciencia ante su sensación de consistencia», pero en su respectivo contexto. Al descubrir su forma de ser descubrimos, al mismo tiempo, su «causa», pues no entenderíamos su idea si no establecemos de forma lógica y razonable la causa misma de su existencia. De manera que al tomar conciencia de lo que experimentamos o creemos fruto de la percepción de los sentidos, nos vemos obligados a «encontrarle una causa razonable» o de otro modo no podemos concebir el «efecto», o su idea, y estaríamos ante algo «inconcebible», un ser sin existencia, pese a pensar en ello. Este es el dilema en torno a la verdadera forma de ser del universo, que sabemos aquello que experimentamos, pero en tanto que no «concebimos su verdadera causa» el universo sigue siendo una «idea inconcebible» de la que sólo existe aquello que entendemos, pero no lo que no entendemos. Para concebir la «causa del universo» la ciencia y la teología deben recurrir a la filosofía, de manera que puedan hacerse una idea razonable y lógica de su existencia, lo que nos llevaría a establecer su «causa», y una vez conocida su causa, tanto la ciencia como la teología tendrían argumentos para reafirmarse en sus «creencias» o «teorías». Pero el universo no puede llegar a conocerse por la simple experimentación, pues sus sustancia es demasiado grande para la experiencia y contiene demasiado tiempo y espacio para que pueda ser apreciado por los sentidos ni por tanto recurrir al instinto, que necesita de una sensación total de la cosas, sino que es necesaria la intuición, no para conocerlo sino para entenderlo, es decir, «hacernos una idea de su forma» y de la causa de su «existencia». Una vez entendido puede ser posteriormente conocido. Por eso sólo la filosofía, o más propiamente la metafísica, puede darnos la respuesta que buscamos con los satélites y telescopios para conocerlo por la experiencia. Lo paradójico es que, en tanto que «apariencia, consistencia y existencia» son en realidad una misma cosa en tres contextos distintos, necesariamente la teología y la ciencia deben confluir en la filosofía, es decir, no hay «tres verdades distintas», sino una sola interpretada en tres contextos distintos. Creación, evolución y causación deben llevar necesariamente a la misma idea, pero en tanto que «idea» ésta sólo puede tener una causa: la mente. La mente debe resolver por sí misma la causa de todo lo real haciéndose una idea objetiva, con la ayuda de un método tan fiable y lógico como el matemático. Es decir, si las matemáticas hablaran ya sabríamos todo cuanto se puede saber sobre la realidad, tesis de los «pitagóricos», y de los recientes intentos de probar la existencia de Dios con las matemáticas, pero las matemáticas no hablan, tan solo «operan». Por tanto, en la medida de que la verdad de las cosas depende del «verdadero sentido de las palabras», ésta no se puede enunciar correctamente sin un método tan «lógico» como el matemático, en que cada palabra o concepto tenga un sólo y único significado, y para ello lo primero es situarla en sus respectivos contextos: el del espíritu, el de la energía y el de la mente; es decir, el de la teología, el de la física, y el que verdaderamente se ocupa de la existencia de las cosas, el de la metafísica. Divinidad, Naturaleza y Ser Si todo lo creado no es más que el fruto de una creencia, ésta necesita contener alguna certeza capaz de convertirse en lo creado. La creencia no puede surgir «de la nada» porque para nuestro sentido del lenguaje la «nada» es algo «vacío», donde «no existe cosa alguna», a menos que debamos cambiar su significado. Para que se produzca una creación tiene que haber algo entre la propia creencia y su creación fuera de ellos mismos. Es decir, la creencia y su creación son la «causa y el efecto», la «acción y reacción» en otros contextos, pero en todos los casos es necesario «algo capaz de convertirse en una creencia, una causa o una acción». Ese algo sin duda debe ser la «fe», que justifica la creación y se justifica a sí misma gracias a la creación, no como algo que exista sino que es cierto que es, pues está plenamente justificado que sea en todo lo aparente. La fe no puede crear sin la «revelación» de una imagen, que es la creación misma, porque ha surgido de una creencia. Es decir, toda creación tiene su origen en el «contenido invisible de la fe». Es, por decirlo de otra manera, el «contenido que necesariamente debe de haber en la nada», lo que nos obliga a revisar el significado «real» de nada. La creación, por tanto, tiene su origen en la fe, pero la fe necesita una «creencia» y la creencia necesita a su vez «ver para creer», pero no ver cualquier cosa, sino aquello que está en el contenido de la fe. ¿Cómo saber que lo que vemos está contenido en la fe? Simplemente cuando «creemos en lo que vemos», pues de otro modo simplemente «no creeríamos», ya que la «creencia no está en la visión sino en la fe». Es decir, creemos «porque tenemos fe», y creamos porque «creemos en aquello que nos sugiere la fe». El resultado es una creación siempre fruto de la fe, pero no está «orientada» por la fe misma, que carece de apariencia, sino por la «creencia», que ya tiene apariencia, pues se basa en la «aparición de una imagen en la que hemos creído». La fe, como la intuición, no es «conocimiento» sino el «valoración» de lo «previsto», que en este contexto se llamaría «valoración», pues el espíritu sólo valora las cualidades de las cosas, o lo que es lo mismo, su valor «ético». Este proceso es perfectamente equivalente al de la intuición, pues ésta no puede causar efecto alguno sin causa, y toda causa proviene de un impresión, y con una impresión ya tenemos la forma para un ser. En este contexto la «impresión» se transforma en «sugestión», y la causa es la creencia, mientras el efecto es la creación. Lo mismo podemos decir del contexto físico, pues el instinto no puede por sí mismo producir reacción alguna sin una acción, y esta depende de una sensación, y una vez que tenemos la sensación tenemos el «reflejo» o la reacción, es decir, la «orden del instinto». Por tanto la creación en sí misma no pasa de ser una mera apariencia inexistente e inconsistente en tanto no la «producimos» o «concebimos» en los contextos de la energía y de la mente. La creación en el contexto de la física no es otra cosa que la «naturaleza», pues además de «aparente» es «consistente». Mientras que la creación es «estática» la naturaleza es «dinámica». Es decir, lo creado «es como es en el momento de su aparición y no puede ir más allá de la creencia», en tanto que lo nacido o gestado, o lo que es lo mismo, lo natural, es lo que es más su potencialidad contenida en su «evolución», inevitable en todo aquello que transcurre dentro del espacio y del tiempo. La creación es «inmutable» y «evoluciona» con cada nueva creencia contenida en la fe, en tanto que la naturaleza es mutable y evoluciona con cada reflejo o acción, contenida en el instinto o en la experiencia. No hay por tanto controversia alguna, tan solo es una cuestión de contexto. Sin embargo en ninguno de estos dos casos hemos visto «causa alguna», pues nos hemos quedado en la mera «apariencia y consistencia». Tanto lo creado como lo producido no tiene todavía una «causa razonable», simplemente porque en tanto no lo «concibamos» sea lo que sea lo creado o gestado, «puede ser, pero no existir», y si no existe no tiene relación con la intuición, que es la causa de la impresión de lo creado o producido. Por tanto ahora nos pasamos a tercer contexto, al de la mente, y tanto la creación como la naturaleza se convierten en «el ser de las cosas», puesto que sin el ser no pueden existir. Por supuesto que lo creado «es», pero en tanto no lo «concibamos» es «por defecto» o «en creencia». También lo producido «es», pero si es «inconcebible» también es, pero «en potencia». En ambos casos «es en creencia o en potencia», pero no es «verdaderamente», puesto que la verdad sólo puede establecerse una vez que tenemos la «existencia», y ésta es un atributo exclusivo del contexto de la mente. Todo lo creado y producido que puede concebirse es y existe «verdaderamente», en tanto que todo lo creado y producido que «no puede concebirse» es, pero no existe verdaderamente. Para que sea posible la existencia necesitamos una «impresión», pero toda impresión tiene su causa en la «intuición». Por tanto todo aquello que está en la intuición «existe por defecto», pendiente de una «impresión» para existir en efecto. Pero el ser que existe contiene además una idea de sí mismo, idea que también debe partir de la intuición pues no puede elaborarse sin el «entendimiento». Por tanto no sólo nos «impresionan las cosas sino también la ideas» sobre las cosas y sus causas. Si algo se le puede reprochar a Platón es precisamente el no haber establecido la diferencia entre las ideas y el entendimiento, pues lo que había fuera de la caverna, la luz, no eran las ideas, sino el entendimiento capaz de causar las ideas. Es decir, lo que las sombras trasmiten a los encerrados en la caverna son impresiones y para convertirlas en ideas necesitan «la luz» que permite proyectar esas sombras, pero en la luz misma no están las ideas. Incluso en el contexto de la física puede verse mucho más claro este mismo ejemplo: la luz no «contiene las cosas», pero las cosas están «hechas de la luz», pues no son más que luz a una velocidad inferior a 300.000 km por segundo, es decir, otra forma de «com portarse» de la misma energía que hace posible los fotones o partículas de las que están compuestas la ondas electromagnéticas que transmiten la luz. En otras palabras, que la intuición es «la luz que ilumina el entendimiento» para discernir sobre la forma de ser de las cosas que nos impresionan. Esta idea está correctamente intuida ya en las civilizaciones arcaicas, que consideraban que las cosas que vemos necesitaban de un «médium» que una nuestro «espíritu» con lo percibido con la vista. La escuela atomista sostenía que la visión se producía porque las cosas emiten «imágenes» que desprendiéndose de ellas, venían a nuestra «alma» a través de los ojos. Experiencia, fe y Razón Estamos ante el error de contexto que más controversia ha suscitado a lo largo de la historia del ser humano. No se ha tratado de una relajada discusión entre académicos, teólogos y filósofos, sino de violentos enfrentamientos entre estados confesionales. Además, no es un enfrentamiento superado, sino lamentablemente actual y en plena efervescencia. Obviamente la revelación pertenece al contexto del «espíritu». El error consiste en que «en principio» ninguna revelación puede ser «verdadera» en tanto no se plantee en el contexto mismo de la «verdad», es decir, de la filosofía o de la mente. Toda revelación tiene su fundamento en una «aparición», pues sólo se revela lo que está «velado» y se «aparece». Por tanto la revelación misma es tan solo «aparente». La revelación no está causada por una sensación o impresión, que se refiere a las sustancias y las formas, sino por una sugestión, provocada por la imagen de una cosa o un sueño. Todas las cosas tienen «imagen», además de forma y sustancia. La imagen nos «sugestiona», en tanto que la sustancia nos produce una «sensación» y las formas nos causan «impresión». Por tanto no podemos confundir sugestión con sensación o impresión. Pero si no hay impresión no puede haber forma y, por tanto, ser y existencia e idea; es decir, no podemos saber si lo que nos ha sugestionado es y existe «verdaderamente», pero podemos tener la «certidumbre» de que «es aparentemente». La sugestión sólo valora la ética de las cosas imaginadas, pero no se cuestiona su «verdad o falsedad». La revelación sólo nos dice si lo revelado es «bueno o malo», pero no si es «verdadero o falso». La utilidad de la revelación es exclusivamente ética o moral, en tanto que la impresión es «estética o formal», y sólo en la forma radica la verdad o la falsedad. No podemos saber si una revelación es verdadera en tanto no planteemos lo «visto en la sugestión como la impresión de una forma», en cuyo caso la forma de lo revelado «debe de ser una forma existente y verdadera». Pero ¿cuál es la causa de la revelación? La simple visión de una cosa no provoca una revelación, tan sólo provoca una «aparición», consecuencia de una creencia que puede ser inducida por la experiencia. Es decir, si veo la imagen de algo que ya conozco porque tengo una imagen similar en la experiencia, tan solo se trata de una aparición que no se fundamenta en una «creencia» sino en una «certidumbre» presente en la memoria de la experiencia. Por tanto no se trata de una «revelación», pues no he desvelado nada que no conociera. La revelación sólo tiene sentido cuando «veo algo cuya imagen soy incapaz de valorar porque no la conozco ni la he visto nunca antes». Si la imagen me «sugestiona» es porque debe de existir una relación entre lo que veo y «lo que no veo» que causa la sugestión. Es entonces cuando puedo decir que estoy ante una «revelación». En realidad el ejemplo más simple es el proceso del revelado de nuestras fotografías, por supuesto antes de la era digital, pues sólo damos a revelar los carretes que, aunque no podemos verlo, sabemos que contienen imágenes, nunca se nos ocurriría dar a revelar un carrete que no ha sido utilizado o «velado». Por tanto toda revelación debe ser la comunicación entre algo que «es, pero que no se ve» y lo que «es y aparece por primera vez». Esa parte oculta de toda revelación no es ni la creencia ni la simple sugestión por sí misma, sino la «certidumbre de la fe». Es como si las fotografías del carrete que damos a revelar hubieran sido tomadas por «alguien que no somos nosotros», pero que no obstante tenemos fe en que el carrete revelará imágenes nuestras. Otro ejemplo simple de «revelación» es la sugestión de «bondad y bienestar» que nos produce la contemplación de la naturaleza, pues su imagen debe de estar contenida en alguna parte de nuestro «espíritu» que se «revela» con su contemplación. Pero ¿cómo probar la veracidad de una revelación? Si volvemos al ejemplo de las fotografías, simplemente comprobando que las «imágenes reveladas tienen una forma que se corresponde con nosotros mismos, en cuyo caso son las verdaderas formas de ser que revela la imagen». Es decir, las imágenes reveladas deben cambiar de contexto, y pasar de la «certidumbre de la aparición» a la del «ser y de la existencia, donde podemos concebir su «forma de ser», o de otro modo nunca podremos tener la certidumbre de que son «verdaderas». La utilidad de la revelación es obvia: se trata de «revelar lo oculto y desconocido para llegar a verlo». Es decir, no es algo exclusivo de la Biblia, sino que es absolutamente necesario que tengamos «revelaciones» para poder llevar a la conciencia aquello que nos sugestiona y deseamos saber si es, existe y además es verdadero. Sin revelaciones careceríamos de entendimiento, en otras palabras, ¡no seríamos seres humanos! Por tanto la polémica en torno a si lo revelado es o no verdadero se resuelve con meridiana sencillez en esta simple definición: «Todo lo revelado es cierto, pero es verdadero por defecto, pues es necesario probarlo en efecto». No es que sea verdadero o falso, es que no sabremos la «verdad de lo revelado» en tanto no pase por nuestra «conciencia» y sea la causa de «una idea», obviamente verdadera. Por esta misma razón no podemos negar que una revelación no «contenga una verdad por defecto», pero para ser «en efecto» es necesario que la revelación sea probada con una idea lógica y razonable que «explique» la revelación y sus causas. No tiene sentido la polémica sobre si el contenido de una revelación es o no es verdadero, porque dentro del contexto del lenguaje donde se expresa el propio concepto de revelación no existe el concepto mismo de «verdad», puesto que toda revelación sólo muestra apariencias. Pero en la medida de que la fe sugiere el valor de las imágenes previstas, justifica las propias revelaciones, al tiempo que la necesidad de la fe para verlas. Si ahora planteamos el concepto de «revelación» en el contexto de la física tenemos un «reflejo», pues no es más que pasar del contexto del espíritu al de la energía. Ya no se trata de algo aparente sino de algo «consistente». Por la misma razón de que la revelación es la relación existente entre «fe y sugestión», en este nuevo contexto decimos que el reflejo es la relación entre «instinto y sensación». Simplemente hemos sustituido fe por instinto y sugestión por sensación. En el contexto físico ya no nos preguntamos si lo que «sentimos» es verdadero sino si es «positivo o negativo». No hablamos de ética sino de «genética», pues la respuesta está en los «genes». Por supuesto que un animal sabe qué es lo que le conviene de todo cuanto percibe con los sentidos, pero obviamente no se hace cuestión de su existencia, sino de su «consistencia», es decir, lo que le interesa es saber en «qué consiste» aquello que percibe con los sentidos. Este conocimiento «nato» es la consecuencia de un «reflejo», que resulta de la relación natural entre la sensación y el instinto. Es decir, el instinto no actúa sino a través de la sensación, pero la sensación no es la causa de la mera acción, sino del reflejo que causa el instinto. Como en el caso anterior, el animal puede conocer sin «instinto», como consecuencia del «aprendizaje» o la «experiencia», pero no podría sobrevivir sin el «reflejo» que le proporciona el instinto, pues cada día se le presentan nuevas sensaciones que tiene que resolver sin haber tenido experiencia. En ambos contextos ni lo aparecido ni lo sentido «existe», en tanto la apariencia o sensación no se traslade a la conciencia, es decir, se convierta en una «impresión». La ciencia carece de instinto porque por sí misma es puro «aprendizaje», pero gracias a trasladar sus conclusiones a la conciencia, puede avanzar «hipótesis» y «teorías» que puedan ser demostradas. Un científico tiene «fe» en tanto al valor ético de lo que descubre o crea; tiene «instinto» en cuanto al valor positivo o útil de lo que inventa o produce; y por ultimo, tiene «intuición» en cuanto a lo verdadero de la hipótesis teórica que plantea. De esta manera Einstein fue un científico con instinto e intuición, pero la fe fue posterior, cuando comprendió el «valor negativo de sus teorías», es decir, lo «malvado» que podía ser la energía nuclear para uso militar. Entonces se hizo más moral que científico. Obviamente los seres humanos tenemos instinto, pero en la medida de que nuestra convivencia se basa más en el «deber» que en el «poder» hemos relegado esta característica a un segundo plano, o en sociedades mediatizadas por lo religioso, a un tercero. Primero consideramos la intuición, que nos permite concebir las ideas e ideologías que son la causa del Derecho, después la fe que conforma la moralidad social y por último el instinto, que asegura el estímulo e interés por la procreación y la supervivencia. Lamentablemente la tendencia actual es a anteponer nuevamente el instinto sobre la intuición y la fe, es decir, revertir el orden en que fueron apareciendo en la cultura social. Y esto nos lleva al último contexto, donde hablamos de «razón», sin duda el fundamental para el desarrollo del entendimiento humano, pues sólo en este contexto podemos establecer la verdad o falsedad de lo que vemos o sentimos, además de la propia existencia de las cosas. La relación entre la razón y su causa se establece entre la «intuición y la impresión». Ahora hablamos de lo que «existe» y no de lo que «aparece» o «consiste», porque hemos pensado en ello y tiene entidad y ser. Es una existencia de «derecho», pues lo que es en la conciencia tiene el «deber de existir», además de parecer y consistir. La verdad se establece al contrastar lo que «parece que es con lo que existe», desde el contexto del espíritu, y lo que «consiste con lo que existe», desde el de la física. De las cosas que vemos tenemos su imagen, que es lo que «parece que es» y su sustancia, que es lo que «consiste en lo que es», pero en ningún caso tenemos la prueba de su existencia. Para ello tenemos que pensar en «la forma de ser de las cosas» y éstas sólo pueden establecerse en la conciencia, con la ayuda de la razón y la lógica a partir de una «impresión». La impresión que nos produce una puesta de sol no está en su imagen, que trasmite sugestión, ni en su sustancia, que trasmitiría su consistencia, sino en su forma o «estética». Es la forma del sol reflejado en el agua lo que impresiona nuestra «mente», pero es la imagen general lo que sugestiona nuestro «espíritu». En el primer caso no valoramos la sensación de bienestar sino de «formalidad» o «veracidad». La naturaleza en su conjunto nos «impresiona por su veracidad», es decir, porque es «verdadera» o «natural», pero nos sugestiona por su «buena o mala imagen». Como el caso de la revelación o el reflejo, la razón es necesariamente causada por la impresión de algo que está en la intuición, pues la impresión misma es una «idea por defecto», o «irracional» que espera la «intervención» del entendimiento, como la sensación es una cosa conocida en «potencia». La impresión es necesariamente la causa de la razón que establece la relación entre algo que no entendemos y la intuición, donde está lo necesario para poderlo entender, sea una cosa o una idea. Gracias a la razón aprendemos cosas nuevas a partir de una impresión, sin la impresión sólo aprenderíamos aquello que «no es necesario entender» sino tan sólo «conocer» con el uso de la memoria y la experimentación. Lo que nos trasmite la razón no es «conocimiento» sino «entendimiento para concebir la verdad de una cosa», es decir, lo que razonamos es lo «verdadero o falso» de las cosas que nos impresionan, por esta razón no es posible «descubrir nada nuevo que sea verdadero sin intuición». Ni Copérnico ni Newton hubieran podido «razonar» sus teorías sin intuición, pero eso no les restaba el tener que experimentar y aprender lo que la intuición le sugería como verdadero. Incluso podemos decir que dado que la intuición es «puro entendimiento», en toda verdad razonable debe de haber una intuición o no puede ser verdad. Por ejemplo, este mismo ensayo en tanto que pretende exponer «algo nuevo» debe ser necesariamente el resultado de algo que me ha impresionado porque «lo entiendo sin conocerlo», ya que no estaba en lo «conocido», o de otra manera no me hubiera impresionado, y esa sensación sólo puede venir de la «intuición». A partir de aquí viene el laborioso trabajo de razonar esa intuición y darle forma lógica hasta convertirlo en una idea «provisionalmente verdadera», nueva síntesis, pues es necesario que toda nueva intuición se asiente en una nueva certidumbre o verdad que supere la anterior; es decir, que convierta lo que «era la última verdad en falsedad». Es así como funciona la dialéctica, y como se alcanza progresivamente el entendimiento de las cosas. La impresión nos dice que una idea tiene posibilidad de ser verdadera, precisamente porque nos ha «impresionado». Por tanto la impresión es «la causa misma de una idea verdadera». Consistente, Aparente y Existente La controversia histórica en torno a la existencia tiene su fundamento en un «error de método», lo que lleva a confundir el significado del propio concepto de existencia, o a otorgarle un significado más allá del que le corresponde en su propio contexto. Descartes, que aplica un método verdaderamente racional, deduce correctamente que la existencia es la causa de un pensamiento, es decir, que todo aquello que «no piensa» no tiene posibilidad alguna de probar la existencia de sí mismo ni de aquello que percibe. Aristóteles pretendió resolver este dilema considerando que las cosas que no piensan existen, pero con una peculiar forma de ser y existir, que él llama «per se», o por sí mismas. Pero ¿dónde existen las cosas que no se piensan a sí mismas? Si no son capaces de pensarse a sí mismas por sí mismas, no pueden existir, y si no existen para sí mismas, ¿cómo pueden existir para los demás? Es decir, si algo no es, no es ni para sí ni para los demás. Lo que Aristóteles pretendía argumentar era que las cosas que no existen para sí mismas existían, sin embargo, para los demás. Es decir, una piedra no es capaz de probar la existencia de sí misma por sí misma, pero puede existir para nosotros, que la vemos, la sentimos y la imaginamos. Pero en este caso ¿qué utilidad tiene la existencia «per se»? Y si no tiene utilidad, ¿para qué necesitamos probar que las cosas existen por sí mismas, pese a que no sean capaces de pensar en su propia existencia? ¡Ninguna! Por eso Descartes sentencia que sólo existe «verdaderamente» aquello que piensa en su propia existencia. Ya tenemos una primera pista del error de método, pues debe de haber otra voz que no sea «existencia» para probar la realidad de las cosas incapaces de pensar por sí mismas, y esa voz es simplemente «consistencia». En efecto, no es necesario pensar para que el cerebro trasmita la percepción de algo que «consiste». De manera que no es necesario pensar para probar la «consistencia» de las cosas sustanciales. No se trata de una cuestión de pensamiento sino de sensación; no es una cuestión metafísica sino pura y simple física. Por tanto rectificamos a Aristóteles y decimos que las cosas que existen «de hecho» simplemente «consisten», ¡pero no existen propiamente dicho! Todos los seres dotados de sentidos tenemos la habilidad natural de percibir las cosas sustanciales gracias a sus sensaciones. Éstas son trasmitidas al cerebro, donde son procesadas y contrastadas con aquellas que tenemos guardadas en la memoria fruto de la experiencia. El resultado es un conocimiento puramente «sensorial» o «físico», que nos dice si la cosa sentida es «positiva» o «negativa», «útil o inútil», de acuerdo a la experiencia acumulada en la memoria. Es así como los animales y las plantas resuelven sobre las cosas con su mera sensación; es decir, aprenden a relacionarse sin necesidad de pensar si aquello que ven o sienten «existe o no existe». Para ellos resulta suficiente con saber que «consisten» y «en qué consisten», no como idea sino como cosa o sustancia. Por tanto es inútil hablar de existencia cuando la percepción que lleva al conocimiento superficial de una cosa no requiere más que la prueba de su consistencia. No es que no «exista», es que todavía no ha llegado el momento de utilizar esta voz en particular, cuyo sentido no es tan amplio y generoso como solemos otorgarle, sino que queda «restringido» a la prueba «mental» de una cosa consistente; es decir, que deben suceder otros «fenómenos» más complejos que la mera sensación física para que podamos utilizar con propiedad la voz «existencia». Volviendo a Descartes, él sí utiliza correctamente la voz existencia, pues la considera el resultado de un proceso mental más elaborado que la mera sensación, que llama correctamente «pensamiento»: «Pienso, luego soy», o «Pienso, luego existo», si pienso en mí como forma de ser. Para completar el axioma con plena lógica, podemos decir: «No pienso, luego consisto», o una forma «impensada» de ser, pero con «posibilidad de existir». ¿Qué hemos hecho? ¿Hemos negado nuestra «existencia» por el hecho de no pensar? No, simplemente hemos utilizado la voz adecuada a su propio contexto. Si no pensamos y tan solo sentimos estamos en el contexto puramente «físico», pero si pensamos y descubrimos nuestro ser y nuestra existencia, estamos ya en el contexto «metafísico». Es por tanto una cuestión de método, y la existencia misma es tan sólo una voz que tiene sentido «dentro de un pensamiento» y no un simple proceso de percepción de los sentidos. Pero el dilema en torno a la existencia no se remonta a Aristóteles sino a su maestro, Platón, pues dentro de las sensaciones puramente físicas no sólo está la «sensación» sino también la «visión», es decir, la «apariencia» de una cosa, lo que nos dice que estamos ante la presencia de algo que es «aparente» porque se nos «aparece». Sin embargo una vez más estamos ante el mismo error de método, y éste es especialmente grave para el discurrir de la filosofía, pues nos preguntamos si lo que se nos aparece existe, y si decíamos que la existencia está dentro de un pensamiento, aquello que vemos pero en lo que no pensamos «tan solo es aparente», y tiene la «posibilidad de existir», ¡pero todavía no existe! El error consiste en apresurarnos una vez más y llamar «existencia» a lo que no es más que simple «apariencia». Este argumento sirvió a Platón para explicar el origen de las ideas con su famoso «mito de la caverna», pues trató de demostrarnos que la «existencia de las cosas estaba desligada de su apariencia», y tal como hemos visto, no es así. Pero se trata de una simple cuestión de método y de contexto, puesto que todo lo que aparece no existe «verdaderamente», ya que si no pensamos en ello con la intención de «hacernos una idea de lo que vemos», no podemos pasar de la certidumbre de su apariencia ni establecer lo verdadero de su existencia, por tanto lo «lógico» no es llamarlo «existencia» sino «apariencia». Platón no estaba equivocado y estableció la diferencia entre lo «aparente» y lo «existente», que llamó «dóxa» y «epísteme», pero incurrió en el error de método de no considerarlo como una mera cuestión de contexto y de «evolución», sino que para él cada cosa tenía pleno sentido por separado. Esto mismo sucede con el dilema entre «creación» y «evolución». De manera que la existencia de las ideas no podía provenir de la apariencia de las cosas, sino de la luz fuera de la caverna, ¡y llevaba razón! En efecto, las cosas que aparecen ante nuestro sentido de la visión sólo pueden surgir de la «no apariencia», es decir, de «no verlas» porque están ocultas en la claridad total de la luz fuera de la caverna de Platón. De manera que todo lo aparente «surge de la luz». El dilema podemos plantearlo en estos sencillos términos: ¿Existe todo lo que vemos? Todo depende del proceso posterior que sigamos tras la experiencia de la visión misma, y si la visión proviene realmente de una cosa o de una sugestión en nuestra imaginación, es decir, de un sueño. Si nos conformamos con «apercibirnos de una cosa por su apariencia» no podemos decir que exista sino que «aparenta ser» tal y como se aparece ante nosotros. Esta percepción no nos dice nada sobre la forma de ser de lo percibido como la cosa que es, sino que nos muestra una vez más «algo que es aparente y se ve», en tal caso no podemos decir que existe propiamente, sino que tal y como aparece desaparece, sin dejar rastro de su existencia. Es decir, todo lo que vemos puede existir, pero si no pensamos en ello con el fin de hacernos una idea, debemos conformarnos con decir que es «aparente», sin que hayamos llegado a confirmar que es «existente». En torno a este error de método gira toda la polémica sobre la existencia de Dios, pues aunque Dios estuviera a la vista y fuera perceptible, es decir, aparente, la propia teología carece del lenguaje adecuado para otorgarle la existencia, pues sus «cualidades» no pueden ser convertidas en «atributos», de manera que de su apariencia pueda ser «procesada en la mente» para hacernos una idea de acuerdo a las exigencias del entendimiento, como son la entidad de un ser lógico y razonable que esté contenido en un objeto. Sería muy extenso detenernos a establecer la relación entre la certidumbre de una aparición y la posibilidad de su existencia, no obstante como tal aparición «sugiere su existencia», puesto que hemos dicho que «todo lo que aparece tiene la probabilidad de existir con sólo que pensemos en ello». El problema es que la sugestión de la imagen de Dios tiene tales cualidades que la razón no puede establecer sus atributos formales, al menos todavía. Para la teología Dios «es si está en una creencia», es decir, en la imaginación, y no necesita la prueba de su existencia, cuya voz no está en su lenguaje, como lo prueba este pasaje de Tertuliano: «Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. [...] Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón.» Pongamos el caso tan común de dos inocentes pastorcitos que dicen haber tenido la «visión» de la Virgen María. Supongamos que «ven a la Virgen» en una «aparición», no podemos decir que «exista lo que han visto», sino que se trata evidentemente de una «aparición sin existencia». Es «cierto» que la han visto, pero no es «verdad» que haya existido lo que han visto, puesto que tan sólo tienen la certidumbre de una «aparición». En resumen, tanto en el caso de la sensación como de la visión, si no pensamos en lo que sentimos o vemos, tampoco podemos decir que «existe», sino tan solo que «consiste» o «aparece». Volviendo una vez más al axioma de Descartes ahora lo completamos con este otro: «No pienso, luego aparezco»; soy una aparición, un sueño, un fantasma sin existencia probada, pero tengo la probabilidad de existir apenas piense en lo que veo y siento, o más propiamente, en lo que me impresiona. Si ya hemos establecido que «consistencia», «apariencia» y «existencia» no son más que los tres contextos de la percepción de una cosa: la sensación, la sugestión y el pensamiento, ahora nos queda saber por qué razón estamos tan interesados en que las cosas que ya sentimos y vemos, además queremos que existan. En otras palabras, ¿qué utilidad tiene la existencia? Para el conocimiento en sí mismo de las cosas la existencia carece de utilidad, puesto que podemos conocer con la simple sensación o visión de las cosas, base del empirismo. En el primer caso basta con guardar en la memoria sus características y en el segundo su imagen. Nuestro perro nos conoce por nuestro olor personal y por nuestra imagen, de ellas deduce que se trata de una persona «positiva», porque lo alimentamos y «buena» porque somos su «amigo» y no somos agresivos. Es decir, nos conoce de dos formas específicas, que pese a lo controvertido de esta afirmación, podemos decir que el conocimiento del perro es «físico» y «ético», o «genético» y «ético», puesto que es capaz de «valorar» nuestra imagen como «buena o mala». Si se encontrara ante otra persona agresiva que lo hubiera maltratado, guardaría en su experiencia una «valoración mala de su imagen», por lo que forzosamente debe distinguir el bien del mal. La naturaleza puede resolver todas sus necesidades vitales con el conocimiento que proviene de estas dos «formas de ser», es decir, «siendo consistente y aparente», pero no necesita ser «existente», esa es una exigencia propia de la mente del ser humano, lo que nos permite calificarnos de «animales racionales» o con «entendimiento». De manera que la existencia aparece en el vocabulario cuando necesitamos más certidumbres que aquellas que nos aporta la sensación de la consistencia o la visión de la apariencia de las cosas. Pero ¿por qué somos tan exigentes? Para ilustrar el argumento que justifica esta exigencia reproduzco literalmente este pasaje del Génesis, porque sin necesidad de más razonamientos, lo expone con meridiana claridad: «6. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. 7. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.» Es decir, Eva no se conformaba con lo que era consustancial a la naturaleza de todas las cosas, consistir y parecer, sino que también quería poseer las cualidades de lo «divino», es decir, el «entendimiento». Según la serpiente el descubrimiento de la existencia (incluida la de Dios) no debe llevarnos al conocimiento sin más, sino al «entendimiento». Y Eva al morder la manzana descubrió su «existencia», de la que ya conocía su imagen y su sustancia, primero de la manzana y después de sí misma. El descubrimiento de su existencia le «abre los ojos», curiosa expresión para alguien que ya tiene la capacidad de la vista, con la que vio perfectamente la imagen de la manzana. El Génesis, que es un asombroso relato absolutamente «lógico», pese a ser simbólico, lo que quiere decir es que Adán y Eva «fueron por primera vez conscientes de su existencia», es decir, que de la certidumbre de «consistir y parecer» pasaron al grado superior de la certidumbre de «existir». Era inevitable que sucediera, pues la existencia estaba en el entendimiento de su recién estrenada intuición, sin duda un fenómeno nuevo de la misma evolución. En otras palabras, se les «abrió la mente». La «causa primera de la existencia» es la conciencia del ser, y el ser lleva implícito necesariamente una «forma de ser». He citado al Génesis porque probablemente no haya un argumento o relato en la historia de la filosofía que exponga de forma más simple y veraz las causas del «nacimiento de la conciencia, del ser y de la existencia», y con ellos, las ideas, y si no menciona la intuición es porque utiliza su propio lenguaje, para el que la intuición es simplemente la fe. Pero seguimos sin tener una respuesta más concreta y práctica para la utilidad de la existencia, aunque hemos avanzado que gracias a ella «abrimos los ojos a la realidad» y descubrimos la forma de ser de las cosas. Pero ¿por qué es tan importante descubrir la forma de ser de las cosas? En primer lugar para «ordenarlas» y en segundo para «entenderlas». El entendimiento nos abre una nueva perspectiva que no está en el conocimiento en sí mismo. Mientras que sin necesidad de la existencia podemos saber si las cosas son positivas o negativas, buenas o malas, ahora además podemos saber si son «verdaderas» o «falsas», algo que no nos preocupaba cuando nuestra mente era la equivalente de un animal. En otras palabras, el efecto del descubrimiento de la existencia es la posibilidad de «descubrir la verdad de las cosas», es por tanto ¡el nacimiento de la misma filosofía! Sin embargo podemos seguir insistiendo una y otra vez en la misma pregunta: ¿Por qué es tan importante conocer si las cosas son verdaderas o falsas si sabemos qué son, y además si son positivas o negativas, buenas o malas? Podemos decir que toda la filosofía pragmática, positiva, empirista, científica o como se quiera llamar, ha llegado a la conclusión final de que la «verdad en sí misma» no debe ser ya el objeto de nuestro interés, sino que debemos volver a los orígenes, antes de morder la manzana, y conformarnos con conocer lo positivo y bueno de las cosas. Esta actitud hace renuncia de la metafísica y del pensamiento que lleva a la existencia y se conforma con la consistencia y la apariencia de las cosas. Carece por tanto de un «fin trascendental», la razón de ser de la propia existencia. Los seres humanos, en especial los más cultos y avanzados intelectualmente hablando, hemos utilizado el entendimiento que nos ha aportado la filosofía para resolver con más eficacia nuestra mera supervivencia, pero carecemos ya de una «idea trascendental de esa existencia». Mantener esa búsqueda de la «razón de existir» nos lleva inevitablemente una y otra vez a las profecías de la serpiente: «El día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios.» Ahora a los pocos filósofos idealistas que quedan ya en el mundo, y que todavía están preocupados por el tema de la existencia, sólo le queda «descubrir la verdadera forma de ser de Dios» para saber cómo podemos llegar a ser nosotros tras haber mordido la manzana. Esta búsqueda subyace a través de todas las culturas como la única razón que da sentido a nuestra existencia, y que pese a las contrariedades y zancadillas del positivismo filosófico actual, deberemos alcanzar necesariamente. En resumen, la utilidad de la existencia no es probar la consistencia o apariencia de las cosas, tarea de las ciencias positivas o de la teología, sino la búsqueda de la verdad en sí misma con el «objeto» de conocer la causa de la propia existencia. Pero se trata de una búsqueda que carece de utilidad práctica o aparente, por eso la metafísica puede ser sustituida por la física sin que el mundo se venga abajo. Podemos vivir sin metafísica, pero como «cosas» que consistimos o aparentamos, y sus consecuencias para el modelo social y económico que adoptamos, pero no podemos pretender que además «existamos», pues como sentenció Descartes, «si no pensamos, no existimos». Conocimiento, Iluminación y Entendimiento No todo lo que «conocemos» proviene del entendimiento, pues aquello que no ha sido razonado sólo puede provenir de la «iluminación», es decir un supuesto conocimiento basado en la «certidumbre» que se puede alcanzar con la mera apariencia, sugerido por una «revelación» y fundamentado en la «fe». Si consideramos la iluminación como una forma de conocimiento es porque buena parte de la cultura de la humanidad en su conjunto se fundamenta sobre «certidumbres producto de la iluminación», que son «ciertas» pero no necesariamente «verdaderas». Es decir, se trata de un conocimiento basado en una «certidumbre», pero carente de una «reflexión razonable» que lleve a una «idea verdadera». Podemos decir que «es cierto que hay Dios», pues tenemos la «confirmación de la certidumbre», pero no podemos decir «es verdad que existe Dios», porque deberíamos razonar la existencia de «una idea de Dios objetiva», que se correspondiera formalmente con un «objeto» al que llamar Dios. Pero en tanto que lo cierto es «verdadero por defecto», la iluminación es también un conocimiento verdadero por defecto, que sólo espera pasar de la «certidumbre» a la «verdad». Este es el caso de la Biblia y de todos los considerados «textos sagrados», pero también puede ser cualquier relato u obra de arte «iluminada». ¿Es la imagen «verdadera» de Dios la que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? ¿Se trata de una obra de arte iluminada? ¿Por qué no? Pero ¿cómo saber que esa imagen «cierta» es la «verdadera»? En principio debemos pasar de la imagen a la forma, pues la iluminación no conoce las formas, sino las imágenes. Al pasar de las imágenes a las formas lo que hacemos es «cambiar de contexto» y pasar de la certidumbre que nos trasmite el «espíritu» a la verdad que debe trasmitirnos la «mente». Es decir, para pasar de la certidumbre a la veracidad debemos convertir la «sugestión de la revelación» en «impresión en la razón», o lo que es lo mismo, pasar de la valoración de la imagen a la racionalización de su forma, precisamente lo que hizo el propio Miguel Ángel, o de otro modo no hubiera podido concebir la «forma de ser de Dios». Pero es muy probable que Miguel Ángel no concibiera a Dios de acuerdo a su propia «intuición de Dios» sino sobre la interpretación de la «revelación de la imagen de Dios en los relatos sagrados», donde Dios crea al hombre «a su imagen y semejanza». No es por tanto una certidumbre intuida sino «inducida»; no está en la fe de Miguel Ángel sino en la «creencia de las Sagradas Escrituras», cuya iglesia representante es la patrocinadora y mecenas de esas «formas inducidas» que pinta Miguel Ángel. Es muy probable que el resultado hubiera sido distinto de haber sido intuida por el propio pintor. Todo el arte religioso en general es «inducido» por la certidumbre contenida en el Antiguo y Nuevo Testamento, amen de los relatos populares atribuidos a los santos, como conocimiento iluminado que no es objetivamente verdadero, sino tan sólo por defecto, en tanto que «la certeza de una iluminación debe ser necesariamente una verdad por defecto», o de otro modo no sería un conocimiento fruto de la iluminación, es decir, no tendría su fundamento en la fe. Las imágenes de la Capilla Sixtina son imágenes «ciertas» si consideramos a la Biblia como un conocimiento «iluminado», pero no serán «formas verdaderas» en tanto no demos con la idea formal que corrobore que esa imagen de Dios es la «verdadera imagen de Dios». Y esta última reflexión nos lleva al segundo contexto, al de la física o de la energía, donde la «iluminación» se hace «conocimiento» y proviene del instinto y no de la fe. Una vez más tenemos que el conocimiento de la ciencia no es verdadero, sino «potencialmente verdadero», pues procede de la certidumbre que nos proporciona la «consistencia de las cosas», pero no de su «existencia». La relación entre lo consistente y lo existente es más «objetiva» que aquella que se establece entre lo «aparente y lo existente» del contexto anterior, porque se da una relación directa y necesaria entre «objeto y sujeto», pero aún así «lo que consiste no es verdad en tanto no probemos que existe», y para ello debemos, una vez más, cambiar del contexto de la energía al de la mente, o de la física a la metafísica. Es decir, no buscar la prueba de la certidumbre en la «sensación» sino en la «impresión». Podemos conocer todo aquello de lo que podamos tener alguna certidumbre con los sentidos, y estar seguros de que «consiste», incluso podemos saber en qué consisten considerando únicamente sus «características» pero no sus «atributos»; podemos saber si algo es sólido o gaseoso, dulce o salado, si está frío o caliente, pero no podemos saber más sobre su formas de ser, pues para ello deberíamos «convertir su sensación en una impresión», y la impresión proviene de su formas y no de su sustancia. Así, podemos conocer la Torre Eiffel con solo tocarla y sabremos que es de un material sólido y férreo, pero si no consideramos su forma no podemos «tomar consciencia de su existencia», porque la existencia de la Torre Eiffel no la confirma su mera sensación a través de los sentidos, que tan solo prueba su consistencia, sino su «idea a través de la conciencia», que prueba su forma de ser y su existencia. Por tanto «la ciencia tampoco puede establecer que lo que conoce es lo verdadero», sino tan solo que es lo cierto, porque es consistente y podemos sentir sus características y llegar a conocerlas. Lo que hace que una certidumbre científica se convierta en una verdad es, una vez más, convertir la sensación en una impresión, o lo que es lo mismo, encontrar una razonable causa de aquello que prueban los sentidos como cierto que no es más que una verdad por defecto. Por tanto llegamos al tercer contexto, al de la mente, donde no alcanzamos conocimiento alguno, pues éste requiere de la memoria, sino que es el contexto donde se causa el entendimiento de todo lo que llegaremos a entender como «tal forma de ser», además de si existe y si es verdadero o falso. Lo que sabemos acerca del universo es todo aquello que hemos podido «constatar» por medios «físicos», como telescopios, radiotelescopios, análisis moleculares, de la luz, etc., pero también por pruebas adquiridas por medios «teóricos», la llamada «física teórica», y ésta es posible porque las formas que conciernen al contexto de la mente no están tan sólo en las cosas sino en la estructura misma de un razonamiento, que alcanza a tener forma gracias a la lógica. Es decir, una idea es una «forma por defecto de una cosa en efecto» de la que sólo sabemos su voz y su significado. Si trato de tomar conciencia de la idea de un árbol, lo que tengo es un razonamiento lógico basado en la «forma de un árbol según su idea contenida en su voz», que tiene pleno sentido porque he podido «conocer el árbol por su consistencia y su imagen». Si tratara de hacerme una idea sobre el universo, tengo su voz pero su idea es «incompleta», porque el razonamiento sobre el significado pleno de la voz «universo» no alcanza a ser «totalmente lógico» al carecer de la percepción de su forma e imagen en su totalidad. En este último supuesto, sólo la propia razón podría ser capaz de «dibujar la forma lógica del universo en una idea razonable» si fuera capaz de encontrar la relación entre lo que percibo y veo y lo que no percibo ni veo, y esa es una tarea que sólo puede resolverse en la conciencia, cuyo resultado no es un conocimiento propiamente dicho, sino el entendimiento de algo que puede llegar a ser conocido físicamente, porque tengo ya su forma de ser en una idea. Esta tesis no es ni mucho menos original, pues ya Averroes, uno de los primeros y más notables filósofos nacidos en nuestra península, la Córdoba del Al-Ándalus, en su «Gran Comentario» sobre Aristóteles considera el conocimiento como un proceso que tiene su origen en los sentidos, la imaginación, para finalmente «captar lo universal». Personalmente altero el orden, pues la cultura empieza en la «imaginación» y termina en la «razón». Por tanto la ciencia «práctica» no puede avanzar sin la «teórica», que para los efectos de mi propia tesis no son más dos de los tres contextos de la realidad en sí misma. Pero tampoco la teología puede pasar de la «certeza» a la «verdad» sin este mismo proceso. Las cosas se pueden «prever» en la imaginación, «preconocer» en el instinto y «preconcebir» en la intuición, que nos lleva a la razón y a la ciencia. Y es así como se «crea y se concibe» todo lo nuevo, pues de la mera observación de la apariencia o la consistencia de las cosas se obtiene un «conocimiento mecánico», que debe limitarse a lo basado en la mera experiencia de lo «aparente y presente», sin posibilidad alguna de avanzar en el conocimiento «por defecto» que hay en las cosas «en efecto», es decir, no se puede conocer la «verdadera forma de ser de todo lo existente» porque no se «entiende». Conclusión En su novela «1984», influenciado por el pesimismo causado por lo avanzado de su tuberculosis, George Orwell describe el panorama desolador de una sociedad totalitaria, donde una de las normas fundamentales es que cada palabra tenga un único significado. Esto para Orwell es por sí mismo sinónimo de tiranía y ausencia de democracia. La República de Platón parece que se trata de una dictadura de los «custodios», una clase inteligente supuestamente poseedora de la verdad absoluta. Hegel no puede evitar admirar secretamente a Napoleón, pese a los enormes sufrimientos que causa al pueblo alemán allí por donde pasa su «Grand Armée», porque considera que en el Estado «absolutista» está también la «verdad absoluta». Los europeos estamos decididos a establecer ciertas «verdades por derecho» comunes a todos los países de la Unión, que puede llevarnos a una «sola verdad europea», lo que franceses y holandeses consideraron como un intento de restringir las libertades democráticas. En definitiva, que deducimos que la «verdad» parece que nos lleva necesariamente a la tiranía y a la esclavitud. Sin embargo está la otra versión, la de la «palabra de Dios», Evangelio de San Juan, pasaje 8:32, que considera que la verdad debe producir el efecto contrario, es decir, «La verdad os hará libres». Pero ¿qué es la verdad? La verdad debe ser el resultado de un razonamiento lógico, pero como tal no alcanza a ser más que el resultado de las premisas sobre las que se base ese mismo razonamiento y esa lógica. Por tanto la verdad no puede ser una certidumbre absoluta que abarca el conocimiento real de todo, sino un lento y progresivo «desvelar» aquello que todavía no entendemos. Es decir, la verdad no está en el conocimiento sino en el entendimiento. Todo lo que conocemos es el resultado de la experiencia de algo que tiene una duración, de la que sólo podemos experimentar en su momento presente, pero ¿qué hay es su efectividad? La experiencia por sí misma no puede acceder a este conocimiento, puesto que lo que es por defecto es lo «por venir», o lo que no es todavía pero que «debe ser necesariamente». Por tanto la verdad sólo puede alcanzarse cuando se plantea dentro del contexto de la mente, como una conclusión fruto de un razonamiento «lógico», y el resultado es el entendimiento de algo, a lo que llamamos «su verdad», o «verdadera forma de ser». Pero puesto que no hablamos de matemáticas sino de filosofía, no podemos ser lógicos en tanto nuestras lenguas no sean así mismo «lógicas» y estén «confundidas», según lo expone el pasaje del Génesis 11:1: «Cada una de las tribus descendientes de Noé tenía su propia región y su propia lengua». Esta confusión de las lenguas no se refiere obviamente a las «diversas lenguas», sino a los «diversos significados de las palabras dentro de las propias lenguas». La razón de esta confusión está en la propia religión, o en el dogmatismo de la «palabra de Dios», cuya «verdad» (mejor debemos decir «certeza») no podía ser enunciada razonablemente, pero tampoco podía ser cuestionada en otros «contextos» con otras palabras, sino como una certeza superficial. Para encontrar la verdad fue necesario «concebir otro lenguaje», aquel en que se pudiera enunciar una verdad de forma lógica y razonable, libre del dogmatismo de la «palabra de Dios». Este nuevo lenguaje no hizo sino «sustituir unas voces por otras», apartarlas del sentido dogmático y religioso, y otorgarles un sentido que pudiera entrar dentro de un discurso «verdaderamente razonable y lógico», inducido por la intuición o el instinto. Y gracias a ello surgió un nuevo lenguaje y un nuevo contexto, el de la ciencia, que debe iniciarse en Caldea y alcanza su primera síntesis en la culta Babilonia, más o menos cuando el relato bíblico supone que se produjo la «confusión», dando origen a una nueva percepción de la realidad apartada del dogmatismo de las religiones, la «física»; y de esos primeros matemáticos, gracias a su propio lenguaje, tenemos ahora conclusiones asombrosas sobre la composición del universo. Varios siglos después el lenguaje se hizo todavía más «confuso» con el nacimiento del nuevo lenguaje de la filosofía, y la primera voz verdadera fue «noûs», es decir, «mente», pues con ella nacía un nuevo contexto, el de la «conciencia». Son por tanto «tres lenguajes hermanos», pero celosos de su propio poder y posibilidades. Durante siglos se han combatido mutuamente. A finales del siglo XX cada uno de los lenguajes alcanza cierto «clasicismo», lo que significa su decadencia, porque ha llegado el momento del «ecumenismo» de los lenguajes y sus contextos, y en lugar de combatirse deben compenetrarse y entenderse mutuamente. Es por tanto el momento en que teología, ciencia y filosofía deben empezar a considerar la posibilidad de «compartir su poder y posibilidades», pues la verdad, pese a que sólo puede enunciarla la filosofía, esta en la teología como «creencia cierta» y en la física como «potencia cierta», pero en ningún caso «verdadera». Ha llegado pues el momento de dejar de combatirse, porque la libertad que nos promete la verdad, que no es exclusiva de la palabra de Dios, ni la verdad de la física, sino la «verdad que pueda ser compartida por los tres lenguajes y contextos». Y ésta ha sido la intención de este extenso prólogo, tratar de demostrar que no hay «tres realidades distintas, sino una sola expuesta con tres lenguajes diferentes». Por último una necesaria observación: ¿Por qué este ensayo no tiene ni una sola nota de pie de página? Simplemente porque no se trata de un libro más sobre historia de la filosofía o un comentario de filosofía, en cuyo caso hubieran sido imprescindibles, sino de un libro de «creación de filosofía». En los «Diálogos» de Platón tampoco hay citas de pie de página sino el recurso de traer a los propios filósofos que le precedieron o a personajes ficticios para que rebatan sus propias tesis, porque Platón tampoco está escribiendo un libro sobre filosofía sino que está «creando la filosofía». Platón no puede citarse a sí mismo y no puede citar a sus antecesores porque lo que expone son argumentos razonados por sí mismo, a partir de su propia intuición personal. Yo no he dicho en todo este libro que mis antecesores no razonaran correctamente, digo que lo han hecho sobre la premisa de otorgarle un sentido a ciertas palabras que ni lo tienen ni pueden tenerlo. Es decir, más que un problema de razonamiento el agotamiento de la filosofía se ha debido a un problema de lógica contenido en el uso del lenguaje. He citado «sobre la marcha» a muchos de mis antecesores, en especial al propio Platón, pero no como referencia a su filosofía sino de su «metodología», pero no los puedo citar a pie de página porque ninguno de mis antecesores recurre a un «método previo» que aclare el significado real de los conceptos que utilizan en sus razonamientos, pese a que durante siglos ha sido obvio que el lenguaje filosófico era utilizado con frecuencia «fuera de contexto», algo de lo que se ocupa le hermenéutica, pero sin llegar al extremo de practicarle una severa «operación quirúrgica», separando claramente unos conceptos de otros para no confundir el lenguaje en su conjunto y hacerlo inútil para la filosofía. FILOSOFÍA BÁSICA Los presocráticos De Thales a Plotino Introducción para situar al lector Estimado lector/a, estás ante un pequeño libro sobre la monumental historia de la filosofía que pretende convencerte de que en realidad ésta empieza y termina en la Magna Grecia, y está escrita sólo por griegos. Todavía estás a tiempo de cerrarlo. Si no lo has cerrado ya tengo el derecho y la obligación de exponer mi tesis que consiste en argumentar que la filosofía se agota en Platón. Como todavía puede que sigas leyendo por la simple curiosidad de saber cómo acabará lo que a todas luces parece un gran disparate, lo mejor es escribir un breve prólogo, al final del cual puedes tener ya más elementos de juicio para continuar leyendo u olvidarte definitivamente de esta penosa cuestión y pasar a otras lecturas más provechosas. La tesis de este libro descansa en conclusiones extraídas de argumentos utilizados en mi otro ensayo: «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos». Fue precisamente tras la conclusión de este libro cuando me planteé la urgente necesidad de una nueva «Historia de la filosofía», que es la que tienes ahora en tus manos. Como no debes haberlos leído, no tengo más remedio que volver a exponer la tesis fundamental, lo que ya empieza a ser penoso, pues detesto repetirme incluso cuando hago fotocopias (gracia copiada de otros textos míos, es decir, repetida). Intentaré ser original. La tesis tiene su origen en Heráclito, pues no puede estar sino entre los filósofos de la Magna Grecia: «Se unen: completo e incompleto; constante-disonante, unísono-dísono y de todo se hace uno, y de uno se hacen todos». Es decir, para este filósofo todo lo consistente (unido) debe ser necesariamente «dual» (dialéctico). Ahora citamos a otro «primitivo», en este caso a Demócrito, quien concibe el «átomo» y lo define de esta manera: «La inmutabilidad de los átomos se explica por su solidez interior, sin vacío alguno, ya que todo proceso de separación se entiende producido por la posibilidad de penetrar, como con un cuchillo, en los espacios vacíos de un cuerpo; cualquier cosa sería infinitamente dura sin el vacío, el cual es condición de posibilidad del movimiento de las cosas existentes». Es obvio que ya sabemos que el átomo es divisible. Por último, citamos a otro contemporáneo, a Anaxágoras, quien resume la causa primera de esta manera: «Juntas y de vez se estaban todas las cosas, sin límite en cuanto a capacidad repletiva, sin límite igualmente en cuanto a pequeñez; que lo pequeño no tenía tampoco límite». En resumen tenemos que lo estable es necesariamente dual; que además debe estar constituido por una contrariedad interna, y que necesariamente debe ser reducible hasta el infinito. Si nos conformamos con estas tesis aceptamos que podemos concebir lo «infinito», pero no es así, puesto que las propias ideas son una parte de algo con principio y fin, de manera que «idear sin límites» es simplemente inconcebible. Esto nos plantea la seria duda de que algo no casa en la última reflexión, es decir, lo contrario debe ser (de hecho lo es, puesto que el átomo es divisible en múltiples partículas subatómicas) pero no tan divisible que no tenga un «fin». Por tanto es urgente que le encontremos «un fin», o lo que es lo mismo, «una causa», pues todo lo que «es» se debe a su razón de ser, que, además, es por necesidad, ya que lo que no es necesario no tiene razón de ser y sencillamente no llega a ser. Ya podría recurrir al maestro, Platón, y decir que estamos hablando de algo que «no existe», la «materia», y .por tanto es una pérdida de tiempo buscarle un principio, pero esto no nos daría una respuesta categórica e irrefutable, por tanto decimos que «lo que no puede tener un principio tampoco puede tener un final», y si algo no tiene ni principio ni final ¡simplemente no puede ser «algo»! De manera que el «todo» o «las cosas» de Anaxágoras no existen, y por la misma razón tampoco debe de existir el átomo de Demócrito, que es una «cosa» y es «algo». Ahora lo planteamos desde la perspectiva de Heráclito, si todo lo «consistente» debe ser dual, nada puede ser absoluto o sería «inconsistente». De manera que llegamos a la misma conclusión, porque nos hayamos ante el dilema de que todo lo aparentemente «único» y «primario» no lo es «verdaderamente» sino sólo «aparentemente», pues debe su consistencia a su dualidad. También aquí nos encontramos con el mismo dilema: no podemos concebir ni el principio de esa dualidad ni su final, por tanto «¡no puede ser!». Así es que nos encontramos con la irrefutable conclusión de que lo «aparente no puede ser real», ¡lo que es una redundancia, pues el mismo vocablo nos lo denuncia claramente, ya que todos entendemos que lo «aparente» no puede ser «realmente». Ahora quizás comprendamos mejor al maestro cuando sugería que «sólo las ideas de las cosas son verdaderas, en tanto que sus formas son engañosas». Pero como Platón expuso su tesis desde un estricto punto de vista filosófico, nadie lo entendió verdaderamente. Es como decir: «Mi pensamiento es capaz de producir cosas». Obviamente esto no es posible, pero sí es posible que mi pensamiento cause «entes». Estoy hablando de lo mismo en dos contextos distintos: el «físico» y el «metafísico». El maestro nunca transgredió el contexto metafísico, por eso no fue comprendido en un «mundo» convencido de la realidad de lo aparente, que Platón calificó de «doxa». Podemos decir que una «cosa» es un «ente», o la porción de entidad que hay en una cosa; y un «ente» es una cosa, o la porción de sustancia que hay en un pensamiento. De manera que por este razonamiento es lógico aceptar que a partir de Aristóteles se inicia un «camino intransitable dentro de la filosofía pura», aquel que considera que lo aparente «también debe ser real» por ser de «este mundo». Esto puede ser un consuelo para el ser humano, pero ¡no es razonable! Se entiende que Platón reinase durante tantos años, hasta el final de la Escolástica. Lo que sucede entonces es que la filosofía se pone al servicio de la «ciencia», y lo sigue estando desde entonces. Para volver a recobrar la «libertad» es necesario «repensarla» con un nuevo método, aquel que establezca el contexto de la filosofía e impida cualquier nueva transgresión. De ser así, no perdamos más el tiempo, porque todo está expuesto en el pensamiento de Platón, sólo es cuestión de volver a «actualizarlo». Esta es mi tesis, la que intentaré demostrar en apenas algo más de un centenar de páginas. Si te ha convencido esta primera introducción, ¡bienvenido a la pura filosofía! Sobre la filosofía La filosofía comienza cuando alguien, haciendo caso omiso de las verdades reveladas, los mitos y la tradición histórica, se pregunta qué es la naturaleza, y para alcanzar una respuesta concluyente sólo se sirve del uso razonable del lenguaje; el que ya conoce o el que crea él mismo, incorporando nuevas voces cuando se hagan necesarias en sus reflexiones y razonamientos. Esa persona, para la historia de la filosofía occidental es, naturalmente, Tales de Mileto. Desde el momento en que comienza esta nueva actividad del conocimiento humano puede decirse que comienza, al mismo tiempo, un «contexto» nuevo de ese mismo conocimiento: el filosófico, pese a que lo correcto es llamarlo «entendimiento». A este nuevo contexto le corresponderá un determinado «lenguaje», aquel de uso exclusivo en todo razonamiento ontológico, prescindiendo progresivamente del «antiguo lenguaje», creado para constatar la evidencia aparente de las cosas, o darse una explicación de su origen al margen de las conclusiones propias de la razón y la lógica y basadas en mitos y leyendas. La filosofía, al exigir que toda conclusión esté fundamentada en la razón, se exige, así mismo, el uso rigurosamente verdadero de los conceptos que utiliza, lo que condiciona la lógica. La filosofía por tanto depende del uso que hagamos del lenguaje que utilizamos, y éste no puede ser otro que un «lenguaje específicamente filosófico». Por la misma razón que la filosofía empieza cuando se busca la verdad a través de la especulación razonable con el uso de un lenguaje específico, la filosofía debería terminar cuando la razón ya no encuentre «palabras» para explicar la realidad sin recurrir a otra cosa que a la especulación razonable con el uso de las mismas palabras. Cualquier transgresión del contexto propio de la filosofía nos llevaría a la «trasgresión» de la propia filosofía, en cuyo caso ya no sería filosofía, sino «otra cosa». La filosofía debió de terminar hace ya varios siglos, con la monumental obra de racionamiento de Hegel, quien creyó haber llegado al final de lo absoluto, el nivel más elevado que el uso del lenguaje filosófico permite llegar a la razón. Sin embargo, en mi opinión no fue así. Por tanto la filosofía ya debía de estar agotada antes de Hegel. Pero no sólo porque el razonamiento de Hegel fuera incorrecto sino porque para elaborar su grandiosa filosofía recurrió a un lenguaje «no filosófico», sin duda que causado por su formación teológica y su circunstancia nacional, como es el «Espíritu». La confusión radica en el «significado» del concepto «Espíritu» en el idioma alemán, que se traduce por «Geist». En este idioma no hay una clara distinción entre «espíritu» y «mente» tal vez porque etimológicamente no sea necesaria esta distinción. No ocurre lo mismo en los idiomas de origen grecolatino, donde la «mente» es una categoría filosófica y el «espíritu» una categoría teológica. ¿Por qué en alemán se mezclan y confunde ambas ideas, lo que confunde, a su vez, la monumental obra filosófica de Hegel y de sus sucesores, aquellos que hacen filosofía en alemán? La explicación debe de estar en la ausencia de tradición filosófica en la población germana en los tiempos en que empieza la filosofía y, sobre todo, la ausencia de una profunda «greco-latinización» de su población. De manera que cuando la filosofía llega a los diferentes idiomas y dialectos de los pueblos germanos, estos ya tienen fijados conceptos sobre el «espíritu», basados en las categorías que darán origen a su teología, es decir, en sus mitos y sus leyendas. El alemán en tiempos de Hegel es un idioma sin una gran «greco-latinización», con pocos vocablos incorporados de otras lenguas, comparado con las lenguas de otros pueblos que han sido profusa y continuamente invadidos, como los del Mediterráneo. Por tanto, la filosofía alemana, una vez que se «hace» en alemán, necesita «rehacer» todos sus postulados adaptándolos a los conceptos disponibles en el nuevo idioma utilizado. Uno de los conceptos fundamentales para la filosofía es precisamente el de «espíritu» y su confusión con «mente» o, incluso, «entendimiento», llevarán a confundir así mismo toda su filosofía relacionada con el espíritu. Otro tanto podemos decir del concepto «existencia», diferenciado del «ser» en los idiomas de origen greco-latino y que en los germanos se resuelve «como si se tratara de algo natural y sustancial», añadiendo al concepto «Sein» una indicación de lugar «da», es decir, «Dasein», como se hace con conceptos no filosóficos: «Bürger-meister» (alcalde) o «Baum-wolle» (algodón), etc. Resulta una paradoja que el idioma que más filosofía ha producido sea, aparentemente, el menos adecuado para alcanzar conclusiones razonablemente concluyentes y «absolutas», como pretendía el propio Hegel. La conclusión a la que nos lleva esta última reflexión es que, si la filosofía puede llegar a no tener más palabras para enunciar la razonable forma de ser de las cosas sin necesidad de su prueba y experimentación, es decir, llegar a establecer la «verdad absoluta» en base al uso exclusivo de los conceptos y de la razón, sólo puede hacerse «razonablemente» con aquellas lenguas que tengan en su propia etimología las voces equivalentes en significado a aquellas que fueron creándose cuando la explicación razonable de las cosas las hacía necesarias. Por tanto, la filosofía occidental debe terminar en la lengua en que fue originada, es decir, en el griego antiguo y difícilmente puede ser «traducible» a otros distintos, sobre todo si no tienen raíces etimológicas del mismo griego clásico. Así, la filosofía sólo puede hacerse cuestión de ideas como la muerte, si queda «advertida» de que se trata de una trasgresión, pues la muerte no es un concepto que pueda ser incluido en un razonamiento metafísico, en cuyo caso debe utilizar el concepto «nada». Esta trasgresión es constante y reiterada en toda la historia de la filosofía, pese a los intentos de «contexturizar» el lenguaje por notables filósofos como Huxley, entre otros. La dificultad está en que en algunas lenguas será «imposible» llegar a conclusiones filosóficas «concluyentes» por «falta de palabras» adecuadas para ello. Las razones por las que la filosofía ha sido más prolífera en unos países que en otros no tiene relación con el idioma, sino con sus condiciones culturales y sociales. Así, serán más propensos a la filosofía aquellos países que asimilaron las conclusiones de la nueva física renacentista, hacen la reforma luterana y se rigen por principios económicos liberales. Por el contrario, otros países como España, con un idioma adecuado para la filosofía, las condiciones «circunstanciales», por citar al «único» filósofo original de España (los anteriores eran ibéricos y los posteriores no aportan nada nuevo ni original), no lo permiten. Por ejemplo, podemos perfectamente decir que el filósofo no «crea» como el artista, ni «produce» como el artesano (pese a que pueden darse perfectamente ambas cualidades en un filósofo), sino que simplemente «concibe». Concebir es la manera en que el filósofo «crea su mundo», naturalmente utilizando una expresión propia del contexto teológico, o «produce la naturaleza de las cosas», utilizando el contexto físico o científico. Pero ¿en qué consiste la «concepción»? y ¿cómo se manifiestan las concepciones? La respuesta a esta pregunta «delimita» con precisión el ámbito del filósofo y el resultado de su actividad. El propio Hegel comprende que para alcanzar lo «absoluto» es necesario eliminar toda «confusión» del mismo lenguaje y para ello pretende encontrar una «categoría» que englobe tanto al sujeto como al objeto: «La supresión de la diferencia es la tarea fundamental de la filosofía». Según esta reflexión, una vez alcanzada una categoría que está por encima de lo subjetivo y lo objetivo (por encima del bien y del mal, de la verdad o la mentira; de lo justo o lo injusto), debería ser el fin de la filosofía. Pero, una vez más, nos encontramos ante la paradoja de que esta supuesta categoría de lo absoluto se ha desarrollado a partir de lo relativo de un idioma que no diferencia entre espíritu y mente, es decir, que transita entre la teología y la filosofía sin discernir las posibles y necesarias diferencias. Para concebir las cosas lo primero es establecer las posibles «perspectivas», como lo denominaba Gasset, de la concepción misma. La primera es aquella desde la que se cuestiona la naturaleza como tal y en conjunto (Tales), la segunda: el ser humano dentro de la naturaleza (Sócrates), y la tercera: la idea de Dios dentro del ser humano y de la naturaleza (El «Demiurgo» de Platón), pese a que éste no sea su orden de aparición. Ni Descartes ni Hegel aportan nada fundamentalmente nuevo a las motivaciones propias de la filosofía. Por tanto, los fundamentos de la concepción misma son las respuestas a las preguntas sobre: «Naturaleza, Persona y Dios». La perspectiva nos lleva a la observación de las cosas según su «punto de vista»: las cosas sustanciales; las cosas como sustanciales e insustanciales al mismo tiempo (se supone que las personas tienen «alma») y las cosas puramente insustanciales. Punto culminante de la filosofía de Platón, pues todo confluye en las «ideas» o en la «idea en sí misma». Lo paradójico de esta observación es que la perspectiva no implica que quien se desplace deje de ser lo que es como tal observador de las cosas, es decir, que la perspectiva debe ser algo que está «dentro del observador», lo que viene a decir que «no vemos un sólo aspecto en las cosas observables, sino que estos tres contextos deben de estar de alguna manera dentro de la cosa observada. Es decir, todo proviene de la observación de una cosa, pero esta observación nos lleva a considerar varios mensajes, cada uno relacionado con un contexto distinto. De manera que siendo una sola cosa, puede interpretarse de varias maneras, y producir varias sensaciones, impresiones o sugestiones respectivamente, y que se corresponden con el «mundo lógico, ideológico y psicológico». Para ser todavía más extensos y detallistas podemos decir que son las «perspectivas» propias la ciencia (genética), la filosofía (estética) y la teología (ética). Esto nos lleva a encontrar el origen de ciertas cosas que concebimos pero que carecen de sustancia, como por ejemplo, «la felicidad», «la moral», «la justicia», etc. Son conceptos que no pueden provenir de la observación de las cosas como tal sustancia, es decir, la felicidad no proviene de un «objeto», cuya sustancia es la felicidad, lo que nos permitiría poder envasarla y venderla en los supermercados, sino que estos conceptos deben de provenir de las cosas, pero que no se manifiestan como «sustancias» sino como parte de sus atributos, cuya observación sugieren estas «ideas insustanciales». Por tanto de la observación de toda cosa deben de inferirse, no sólo la concepción de ideas «objetivas» sino la concepción de «otras cosas insustanciales» o «ideas subjetivas» que «emanan» de las cosas y que se perciben por quienes las observan. Por ejemplo, la idea de Dios debe de inferirse de la pura observación de las cosas (lo que llevo a la supuesta prueba de la existencia de Dios de Descartes); la idea del amor debe inferirse también de la observación de las cosas, lo mismo que la de la felicidad, etc. De manera que cuando concebimos percibimos «impresiones objetivas y subjetivas», todas ellas contenidas en las propias cosas. Lo que nos lleva a considerar la necesidad de establecer en primer lugar cómo «son las cosas en realidad», y ésta es, precisamente, la sustancia propia de la filosofía: «entender» el modo de ser de las cosas en su totalidad de su espacio y tiempo o más propiamente en su «duración». Es decir, si las cosas trascienden de sí mismas, no podemos penetrar en su trascendencia sin la observación de la cosa posiblemente trascendente. La trascendencia en sí misma es una «cosa subjetiva» que necesariamente debe emanar la «cosa objetiva». Al intentar penetrar en la forma de ser de las cosas nos encontramos con la dificultad de su verdadero conocimiento, no sólo como «análisis» de la cosa presente y aparente, sino que hemos de considerar que todas las cosas nos muestra una apariencia «temporal» o «presente», de manera que al desplazar nuestro punto de vista, no sólo debemos hacerlo con respecto de su impresión «actual o presente», sino de su «impresión en el espacio-tiempo». Esta es la base de todo razonamiento dialéctico, pues es evidente que las cosas, además de mostrar diversas «facetas de sí mismas» en el momento que son observadas, están sujetas a un cambio constante y puede que cíclico. De manera que la dialéctica no puede considerar sólo el transcurrir del tiempo y su evolución, sino el transcurrir y no-transcurrir del tiempo en la evolución de sus diversas facetas. Thales de Mileto Supongamos que retrocedemos en el tiempo y paseamos junto a Thales de Mileto a orillas del mar Egeo, en las tranquilas costas de la actual Turquía. El filósofo observa la naturaleza que le circunda y descubre que está ante algo que «no entiende realmente» pero que «conoce aparentemente». Desde niño conoce cada roca del litoral; se ha percatado del crecimiento de los árboles; le resultan familiares la mayoría de los animales, tanto terrestres como muchos de los marinos; sabe distinguir entre la silueta de una vela de un barco griego y otro fenicio. En fin, que aparentemente «conoce las cosas que conforman su entorno» y, sin embargo, en un momento dado reacciona y se dice a sí mismo que «en realidad» no tiene «ni idea» de aquello que conoce. Es decir, todo cuanto ve no son sino sustancias e imágenes de las que no tiene una noción real de la razón de su existencia. Esto le angustia, pero también le impresiona y le provoca el deseo de «saber más sobre las cosas entendiendo su causa o razón de ser», porque tiene la «impresión» de que puede llegar a entenderlas. Pero ¿qué más se puede saber de algo que ya se conoce? Tales no se conforma con conocer las «características» de su sustancia (su carácter) en el momento en que las observa, es decir, si son duras o blandas, dulces o saldas; tampoco se conforma con saber valorar su imagen, buena o mala, pacífica o agresiva, sino que quiere saber la razón de ser de todas esas cosas y su verdadera forma de ser, al margen de su sustancia e imagen, es decir, ¡quiere conocer sus causas! Lo excepcional de su reacción es que no admite la explicación tradicional y mitológica del origen de todas las cosas, como es habitual entre los sabios y hombres de ciencia más prominentes de su tiempo, dotados de una gran memoria y experiencia histórica, porque aceptar esas «creencias» no le resuelve la cuestión principal que le preocupa: su «razón de ser». Los mitos le dicen que las cosas son «de hecho» (hechas por los dioses), pero no le dicen las razones de los dioses para hacer las cosas, y si se lo dicen, no se ajustan a causas razonables sino caprichosas y irracionales, no son «de derecho», pues Tales por primera vez se fundamenta en el axioma (base de la filosofía misma) de que «todo lo razonable debe ser probable, y todo lo que es probable debe ser razonable». Esta conclusión constituye el fundamento de la filosofía: desde la rebeldía contra los mitos de Tales hasta la renuncia a encontrar evidencias razonables de las causas primeras de las cosas. Por tanto, lo que concebimos es la «forma de ser de las cosas», y lo que hallamos es la causa razonable de su existencia y su misma existencia, por lo que debe ser «probable» que sean como las concebimos, ¡pero la prueba final la tiene la ciencia! La razón que mueve a Tales a la búsqueda de las causas de las cosas es la constatación evidente de que éstas «cambian», y si cambia deben hacerlo desde un punto o principio, «arjé», hasta una totalidad de puntos o un final múltiple y totalitario. También podríamos decir: de la nada al todo. La idea de que este movimiento puede ser del «uno al infinito» es posterior y no debe surgir hasta la incorporación de un dios unitario a la filosofía. Tales tiene ante sí muchas alternativas, pero considera que las cosas tienden a «secarse» tras la muerte, es decir, al final de todo cambio fundamental y dinámico, por tanto la «humedad de las cosas debe indicar su estado de evolución: cuanto más húmedas más jóvenes y cuanto más secas más viejas. Así la humedad «absoluta» debe ser el principio, y la «sequedad absoluta», el final. Por tanto deduce que debe ser el agua el principio fundamental de donde debe surgir la naturaleza en su globalidad. Así, el primer «pensamiento propiamente filosófico es aquel que considera que el origen de todas las cosas presentes y existentes está en el agua». Siguiendo con las probables reflexiones de Tales, más tarde continuadas por sus discípulos Anaximandro y Anaxímenes, puesto que las alternativas «razonables» sobre el origen de las cosas no era única, sino que cabía tener en consideración otros principios, la evolución misma de la filosofía consiste en «refutar la tesis anterior» (convertida ya en antítesis) en favor de la siguiente tesis, para establecer una nueva «síntesis». La primera tesis se convierte en antitesis una vez superado y refutado su razonamiento y probabilidad. Volviendo al origen mismo de la filosofía, la preocupación de Tales por conocer la razón de ser de las cosas aparentes no tiene en consideración lo fundamental, como es la razón de ser del deseo de conocer las cosas. Esta actitud justifica lo que en su día dijera Aristóteles: «fue antes la ciudad que la casa», es decir, el primer filósofo occidental surge con una conciencia del «todo» antes de tomar conciencia de la «parte», o de sí mismo. Se produce el «fenómeno de la aparición de la conciencia de las causas razonables», y ésta se proyecta primero sobre lo exterior para posteriormente interesarse por la causa de la conciencia razonable en sí misma. Es como un ciego que recupera la vista, y la emoción por observar todo lo observable le hace olvidarse de sí mismo como observador. Por tanto la conciencia de Tales no es la misma conciencia de sus antecesores. Tales sólo concibe aquello que tiene una razón de ser. Por tanto algo ha sucedido en su nueva conciencia que le ha producido el rechazo de la antigua. Ese «algo» tiene relación con la forma en que sus antepasados «tomaban conciencia de las cosas», lo que nos lleva a considerar, una vez más, los fundamentos propios del «pensamiento filosófico», que puede llamarse igualmente «pensamiento razonable» o «pensamiento verdadero». La mayoría de la «gente común» de nuestros días «piensa y concibe las cosas» como lo hacían los ciudadanos de Mileto, contemporáneos de Tales. Al decir «gente común» me refiero a quienes «aceptan lo común como lo verdadero», es decir, que tienen «sentido común», por lo que todo lo que «ven y conciben» es la consecuencia de la apariencia del objeto observado y su valoración por la comunidad donde está integrado y de la que depende su supervivencia. La filosofía ha sido siempre una actividad de gente «fuera de lo común», porque constituye un «juicio personal de la realidad» fundamentado en una reflexión metódica que va más allá de las meras apariencias de las cosas, estímulo que necesariamente debe provenir de la intuición, tanto de aquellas que pueden ser observadas como las que no. De manera que cuando caminamos por una acera y nos encontramos con una farola que nos impide el paso, no nos paramos a reflexionar sobre la «razón de ser de la farola» sino que simplemente nos damos por enterados de su «presencia» y tratamos de evitarla para no golpearnos con ella. ¿Hemos pensado en la farola? ¡En absoluto!, simplemente nos hemos percatado de su «apariencia» con la imaginación. Si nos hubiéramos chocado con ella nos hubiéramos apercibido de su «consistencia». Esta reflexión nos previene de que «no todas las sensaciones producen los mismos efectos ni persiguen la misma utilidad». Lo que diferencia unas de otras es su «trascendencia en el tiempo y en el espacio». Es decir, unas sensaciones identifican las cosas según su apariencia o sustancia, su forma y su imagen, pero todas envían una información «de la cosa según es actualmente», que el pensamiento «automáticamente» contrastada con cosas parecidas que ya están almacenas en nuestra memoria o experiencia de las cosas. Una vez contrastada la «apariencia» de la cosa presente con el parecido de la cosa guardada en la experiencia obramos en consecuencia, o la «re- conocemos» (la volvemos a conocer a partir del «parecido» que tenemos en la memoria): en unos casos la evitamos (el ejemplo de la farola que se interpone en nuestro camino), en otros nos la comemos (caso de los alimentos), en otros probablemente la utilizaremos como abrigo, etc. En este proceso, que contiene una determinada cantidad de razonamiento y lógica, pues es razonable que evitemos la farola para no golpearnos con ella, no hemos establecido la razón de ser de las cosas. De ella no tenemos sino una «sensación estática e inamovible, por ser actual y presente». Por tanto, lo que Tales hace de revolucionario es tratar de hacerse una «idea del movimiento de las cosas», o de la razón de ser de las cosas en el espacio y en el tiempo. La filosofía no es otra cosa que un razonable intento de explicar el «movimiento» de una realidad que se empeña en mostrarse estática e inamovible, es decir, que es contemplada siempre en una supuesto «momento presente». Puesto que las cosas son observadas en un instante siempre actual y presente, romper esta tiranía de lo presente y «penetrar» es su trascendencia es la esencia misma del pensamiento filosófico. Si acusaba a la «gente común» de pensar con «sentido común» y siempre en tiempo presente es porque todo lo necesario para la subsistencia está necesariamente en el momento presente, que, pese a moverse, siempre permanecerá en el presente. Mañana será también presente; dentro de diez años volverá a ser «tiempo presente», etc. Al individuo común no le preocupa el futuro como tal futuro en el momento presente, tarea del filósofo, sino el futuro cuando sea presente, que es cuando tendrá que satisfacer sus necesidades. Para ser filósofo hay que pensar, sobre todo, en «un tiempo no presente», que constituye la «duración» de las cosas. Tema que se escapa de este primer enunciado. Por tanto, después de Tales, lo que el pensamiento cuestiona ya no es sólo «la causa razonable de todas las cosas aparentes y presentes», sino sobre todo la «causa ausente que origina las causas de las cosas aparentes». Es decir, más que preguntarse por lo que se ve y se toca, en adelante el filósofo se preguntará también por aquello que puede ser probable que exista pero que no es «evidente» ante los sentidos corporales. Eso es precisamente pensar en la «forma de ser del futuro» en el momento presente. La filosofía, por tanto, empieza siendo sobre todo un pensamiento «trascendental», que también puede decirse «intuitivo». Anaximandro Los filósofos de la Escuela de Mileto eran vistos con recelos por la monarquía local, aquella que constituía la cabeza visible de un Estado precario en sus enunciados pero bien asentado sobre fundamentos «naturales». Lo paradójico fue que uno de sus primeros filósofos, Anaximandro, justificó «razonablemente» la existencia de un Estado que hasta entonces se justificaban en los mitos de un pasado histórico, trasmitidos por leyendas, pero sobre todo, asentado por el derecho de conquista, es decir, el Estado era de quien lo conquistara. Pero el Estado no existía ni ha existido jamás, y sin embargo puede decirse que «siempre ha sido», paradoja que justificaba su existencia, de la misma manera que se justificaba la probable existencia de los dioses. El Estado es una catarsis provocada por un feroz acto de fuerza que «delimita un territorio» y convierte al conquistador en el «dueño absoluto» de los límites establecidos por ese ser inexistente que es el Estado. Una vez «limitado y apropiado» el Estado adquiere «consistencia», aquella que es justificada tanto por su «delimitador como por los propios límites». De ahí la necesidad de «sustanciar» el «ser» de un Estado inexistente en dos elementos básicos: el «jefe del Estado» y los «limites territoriales del Estado». Por tanto, el Estado, idea abstracta e inexistente, «aparece» con la aparición de una cabeza visible y unas líneas sobre un mapa. Así han surgido todos los Estados y, aún a pesar de las democracias actuales, siguen siendo una catarsis con una cabeza visible y unos límites territoriales. Pero el Estado sigue siendo una idea que carece de existencia. Desde la Revolución francesa y aún antes, desde el «Leviatán» de Thomas Hobbes, hemos aceptado consensuadamente (no puede ser razonablemente) que «el Estado somos todos», y si somos todos, ¿cómo puede ser el Estado «él mismo»? Lo que Anaximandro hace es empezar a reflexionar sobre las cosas que no existen, pero que son determinantes para las que existen, como el caso del Estado: «El principio o «arjé» de todas las cosas es lo indeterminado». Es decir, el principio fue el «Estado» que es lo «indeterminado», por eso considera que lo «indeterminado debe tener límites» (ápeiron). Así, en un principio fueron los dioses y los límites, y, como consecuencia, el monarca y los límites que configuran su Estado. ¿Por qué? Porque no se concibe la realidad presente si no se «limita a un cierto espacio- tiempo», donde está «insertado» el mismo presente como una «ilusión», pues no debe de haber más que una determinada duración (los límites, incluso del universo), y nosotros estamos en un punto determinado de esa duración consumida por un tiempo en movimiento. El ejemplo más «moderno» que se me ocurre para ilustrar esta idea es muy familiar entre los que usamos ordenadores y descargamos programas: la idea expuesta se asemeja a la «duración de la descarga de un programa», que para hacer visible el tiempo que transcurre, aparece una barra que va «llenándose de tiempo» donde antes no había «nada», hasta que está completamente llena y «cesa el movimiento y el tiempo», es decir, el programa ya ha sido descargado. Así lo debió ver Anaximandro a pesar de que para la existencia de los ordenadores faltaban todavía 2.600 años de un tiempo correspondiente a una determinada duración, aquella en la que estamos «encerrados». Con Anaximandro aparece el primer síntoma de negatividad en la mente de la especie humana, síntoma que se agudizará con Schopenhauer, para hacerse más y más negativo hasta no ver sino el lado «negativo de la realidad», que culmina con la frase de Sartre: «El ser se sustenta en la nada», o la angustia que produce la insustancialidad de lo meramente existente. Si el lector es un poco avispado se habrá dado cuenta de la analogía entre la frase de Anaximandro y la de Sartre. Esto prueba que la filosofía no avanza nada en lo esencial, sino que lo hace tan sólo en su aspecto formal y conceptual (por cierto, haciéndose cada vez menos comprensible y más elitista). Antes de la aparición de este filósofo la vida era una «tragedia positiva», de ahí su irresistible atracción entre los griegos de la época (Esquilo llegaría a ser más notable que ninguno de los filósofos de su época). Después de él la tragedia es en parte positiva y en parte negativa, hasta que la tragedia se convierte en completamente negativa, sentido que le damos actualmente. La tragedia era positiva porque era «real» y «todo lo real es necesariamente positivo», en tanto que lo negativo es «necesariamente irreal». Esta simple reflexión llevaría a Leibniz, unos cuantos siglos después, a decir aquello de que: «Este universo debe de ser efectivamente el mejor de los universos posibles.» Lo que este genial matemático e inventor de la primera calculadora quiso decir es que lo que existe, sea trágico o alegre, es por razón de su necesidad, de manera que lo que no es necesario no tiene razón de ser y no debe de existir. Si los dioses decidían traer la desgracia al pueblo griego confundiendo sus mentes, haciéndoles cometer crímenes horrendos contra los propios dioses y contra sí mismos era porque sería «necesario» que los cometieran, porque de otro modo, ¿que necesidad había de pensar en la posibilidad de su existencia? De manera que Leibniz ve la vida como si fuera la parte medio llena de la botella, y considera que la parte medio vacía es una necesidad imperativa para que sea posible la llena, por tanto, lo mejor es lo existente porque es lo «necesario». En sus tiempos, la época preindustrial con «pleno empleo» agrario, era posible y razonable hacer esta argumentación. Pero los desempleados actuales son «personas innecesarias para el mercado laboral, pero que existen», por tanto para ellos éste «no debe ser el mejor de los universos». Vemos que no podemos llenar los libros de historia de la filosofía de frases hechas, porque, puede suceder que estén ya vaciadas de contenido. En este caso es evidente que algo se ha descompuesto en la lógica de Leibniz para que hayamos llegado a refutar de esta simple manera su espléndida y optimista filosofía. De manera que con Anaximandro la filosofía apenas ha comenzado su andadura y ya toma unos derroteros «anti- naturales» y «negativos». Pero sólo es un primer y vago enunciado acerca de la «negatividad», lo «indefinido» y lo «confuso», que dos de sus colegas posteriores elevaría a la categoría que les correspondía: uno fue Parménides, posiblemente el «padre de la metafísica» y el otro Platón «ideador» de las ideas en todo su significado y plenitud. Ni la metafísica ni las ideas de Platón (muchos piensan que antes de él no había ideas) son de «este mundo», es decir, del lado «positivo de la realidad», sino de su otra cara, la «anti-realidad» o «irrealidad», es decir, del pensamiento. Anaximandro, que como decimos es el segundo filósofo documentado de la historia, intuye ya la dialéctica porque considera que toda existencia individual y todo devenir es una especie de usurpación contra el «arjé» o principio del «cosmos» (término fundamental para la teología y que se lo debemos también a él). Es decir, ya comprende que lo que el hombre hace al pensar «vaciar algo que está lleno», en tanto que si no piensa pasa por las cosas sin tocarlas ni vaciarlas. En otras palabras, el ser humano es poseedor de toda la verdad, pero para conocerla tiene que «destruirla», y eso a Anaximandro le parece una «injusticia», por lo que deduce que: «Allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo». Palabras textuales suyas. También Anaximandro se anticipó en unos siglos a Darwin y dedujo correctamente que la evolución animal procedía del mar. Pero no sólo eso, sino que se adelantó a las teoría sobre la formación del universo según la versión del «Big-Bang», argumentado el progreso de esta formación como el progresivo «enfriamiento» de la materia inicial del universo (teoría que no comparto plenamente, ver mi ensayo «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos»). En definitiva, que no sé por qué llamamos a estos filósofos «presocráticos» con la solapada y maliciosa intención de encasillarlos, a los que, al parecer, sólo les preocupa discernir acerca de cuál de los cuatro elementos básicos fue el primero y la causa de la naturaleza. Anaxímenes Einstein puso en duda la «estabilidad de la materia aparente», pero ya el tercer filósofo de la historia (o tal vez cuarto si lo consideramos posterior a Parménides, de quien se dice que también fue discípulo) quien contradiciendo a su posterior colega Kant, no creyó que la realidad estuviera formada por el noúmeno, o las cosas diversas que constituyen una unidad, porque para él no había tal diversidad, sino que todo era la consecuencia del estado aparente del «aire». Poco tiempo después el aire de Anaxímenes sería sustituido por el «átomo», dando comienzo la física atómica moderna. No sé qué hubiera pasado si antes de redactar mi ensayo, «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos», hubiera puesto más atención a mi primera lectura en las tesis de este filósofo. Supongo que fue debido al prejuicio que tenía contra estos primeros filósofos quienes, tal vez por la falta de sus obras originales, suelen figurar en los tratados de historia de la filosofía casi a modo de «prólogo» o de «introducción a la filosofía», prestándoles una somera atención. Sin embargo no hay libro de historia que no dedique unas docenas de páginas a Hume, Kant, Hegel o Schopenhauer, cuando sus tesis, sin duda formalmente mucho más elaboradas, ya estaban enunciadas en los llamados «presocráticos». Afortunadamente en algunos libros de Historia de la filosofía son tratados más generosamente: son aquellos que no están escritos por «intelectuales», sin duda inteligentes y eruditos, sino por «filósofos», con la erudición básica para no confundir las fechas y los nombres, como pretendo que sea el caso de este mismo. Al escribir este nuevo ensayo estoy aprendiendo filosofía, porque no sólo lo escribo, sino que «razono» lo que escribo, y me exijo «entender» las propuestas de cada filósofo y el nexo fundamental y necesario entre uno y otro, sobre todo cuando su trabajo y conclusiones transcurren en un mismo contexto histórico y cultural y dentro de la unidad de una misma «idea temporal y espacial», como es la Magna Grecia. Decía que de haber leído con más atención a Anaxímenes hubiera visto algo más que una «anécdota» en su teoría sobre el origen del universo como la consecuencia de los distintos aspectos y estados del «aire». En mi ensayo llego a la conclusión de que lo «aparente» no debe ser otra cosa que diferentes aspectos de la energía en «movimiento». Como yo, también Anaxímenes buscaba algo «sutil» e «invisible», pero que puede «hacerse visible» con solo «cambiar de aspecto». Para él este cambio de aspecto es debido a la «rarefacción y la condensación» del aire, para mí es debido a la creación de «campos magnéticos» consecuencia de la energía en reposo de la sustancia aparente, y que puede enunciarse con la conocida fórmula «E=mc2» de Einstein. Por desgracia para el filósofo al que nos referimos, Einstein todavía no había nacido, lo que le hizo cometer algunos errores de bulto, como considerar que la Tierra era plana y otras conclusiones parecidas. Pero para Anaxímenes el aire no es aire sin más sino «pneuma», «aliento» o «soplo divino». Curiosamente los libros de historia de la filosofía dedica más atención a la teoría del «aliento vital» de Bergson que a la del «aliento» de Anaxímenes, cuando ¡ambas son la misma idea! Por tanto, el aire para este filósofo no sólo es «aliento vital» o «divino», sino el conocido y profusamente mencionado «Espíritu» hegeliano. De manera que ya en sus inicios lo fundamental de la filosofía estaba correctamente enunciado. La otra asombrosa coincidencia entre mis tesis expuestas el ensayo anteriormente citado y las de Anaxímenes es que yo llego a la razonable conclusión de que el universo debe ser o ha sido un organismo, Anaxímenes dice que «así como nuestra alma, que es aire, nos mantiene unidos, de la misma manera el pneuma o aire envuelve al cosmos». Esto quiere decir que para él tampoco la sustancia del universo difiere de la nuestra en lo fundamental, con lo que se establece una «probable» correlación entre el ser humano y el cosmos, ya que ambos tienen una exhalación (pneuma) y están cubiertos por el aire protector. Mi tesis tiene como base la «circunstancia» de Ortega y mi propia idea de la «doble dialéctica»: no puede existir nada que crezca de sí mismo hacia sí mismo sin las circunstancias de fuera de sí mismo, por tanto si el universo de «expande» es porque deben de haber «otros universos circunstanciales» fuera del nuestro. El resto de la tesis no puedo revelarla porque tengo que defender mis propios derechos de autor. En otras palabras, que el cuarto gran filósofo de la historia de la filosofía ya tiene una «idea de la probable forma de ser del universo» totalmente razonable y probable. Y eso sin la fundamental ayuda de la física astral actual. Parménide Dudo de que a pesar de haber leído y comentado una y otra vez la obra de Parménides en mis anteriores trabajos, esté ya capacitado para comprender todo cuanto este filósofo nos dejó dicho en unos cuantos hexámetros, los únicos que han trascendido de su obra original, pues de él se conoce bastante, pero a través de los comentarios de Platón y de Aristóteles, quienes, pese a rebatirlo, sin duda que lo admiraban profundamente. Fue contemporáneo de Heráclito, de Pitágoras e incluso de Anaxímenes, de quienes sin duda conocería sus tesis sobre el principio de que animaba la naturaleza. Era natural de Elea, y de su tradición surgió la famosa y mítica Escuela de Elea, cuyo más notable representante fue sin duda él mismo, pero también Zenón, que nos trató de probar, y aún hoy se duda si no lo probó realmente, la «imposibilidad del movimiento». Si me preocupo por conocer sus contemporáneos es porque, de acuerdo una vez más a la tesis de Ortega de que nada puede ser sin la «circunstancia», es fundamental conocer cuáles fueron las circunstancias de este filósofo, pues, pese a tener en sí mismo las respuestas a todas sus preguntas, no pudo llegar a establecer sus propias conclusiones sin encontrar fuera de sí mismo las claves que le orientaran. Los filósofos no hacemos sino intentar «aclarar» aquello que está turbio, pero no «inventamos ni creamos ninguna verdad». La sociedad griega entre los siglos VI y V ad.C., en los que transcurrió la vida del filósofo, no era en lo esencial muy distinta de la nuestra. Es más, en el ámbito urbano seguramente que era mucho más «avanzada» que muchos reductos de sociedades agrícolas de nuestra brillante época postmoderna y digital. Como ahora, las clases urbanas compuestas seguramente por comerciantes y burócratas adinerados y los terratenientes con rentas agrícolas elevadas gracias a la utilización de fuerza de trabajo esclavizada, eran conscientes de que su status social perduraría si, además de preservar sus fuentes de ingresos, se destacaban por su mayor cultura y educación. Por esta razón enviaban a sus hijos a estudiar a aquellos lugares que en su momento se ofrecían enseñanzas de forma académicamente organizada. Tales, por ejemplo, aprendería teología con los sacerdotes de Menfis y Dióspolis, en Egipto. De los babilonios debió aprender astronomía, geografía y tal vez medicina y de los fenicios, de quienes era descendiente, debió aprender las reglas de comercio, el uso del crédito, del dinero y todos los entresijos propios de comercio transmediterráneo. Con semejante educación fue capaz de desviar el curso de un río, intervenir en alta política y especular con las cosechas de la oliva, con las que obtuvo grandes beneficios económicos. Por tanto, no debemos tener una idea «tosca» de aquel feudalismo helénico, que con el tiempo fue capaz de articular incluso la primera forma de gobierno democrático y que en muchos aspectos no ha sido todavía superado. Era una sociedad «moderna» que valoraba la educación tal y como la valoramos ahora. La pregunta obligada es ¿qué utilidad tenía la filosofía en la sociedad helenística? ¿Por qué las familias notables consentían que sus hijos utilizaran parte de su tiempo destinado a formarse para la vida real con conocimientos tan ambiguos y «abstractos» como era la filosofía? Una primera explicación puede ser el propio interés de los jóvenes atenienses, pero la más acertada es que la filosofía degeneraría pronto en «retórica», de manera que se convirtió en el «arte de embaucar con argumentos aparentemente irrefutables». Su utilidad social y económica era evidente, pues en ausencia de un «corpus» legal que sirviera de precedente para enjuiciar los pleitos sobre asuntos puramente económicos (sólo había leyes fundamentales promulgadas por «sabios», como el caso del Solón en Atenas), estos se resolvían tras un arduo e inteligente debate en el «Ágora» o en cualquier otro foro donde fuera expuesto. De manera que «saber argumentar» era sin duda un saber práctico y útil. Hoy en día ese saber se ha transmitido a las facultades de Derecho, pues como la misma voz indica, «todo lo que es de derecho es porque tiene una causa razonable, en tanto que lo que es de hecho no tiene una causa razonable». De manera que para ser abogado es fundamental argumentar la inocencia del defendido encontrando una causa razonable que justifique su posible delito, hasta convertirlo en «inocencia». A esta clase de filósofos de la retórica se les denominaba «sofistas», y constituían la «inteligencia» de las primeras democracias atenienses. Pero este no parece ser el caso de Parménides ni de los filósofos que le precedieron. Más bien parece un caso de «vocación apasionada» (amor por la verdad) por encontrar de una vez por todas y sin posibilidad de refutación, las causas probables y razonables de todas las cosas (lo que creyó haber conseguido). Es, por tanto, un filósofo puro y sin contaminación alguna de retórica, por esa razón no se entretuvo en indagar sobre las cosas como «eran en apariencia» buscando algún tipo de «utilidad», sino que despojó a las cosas de sus engañosas apariencias y las descarnó de tal manera que se encontró con el «ser de las cosas en sí mismas». Esta forma de pensar las cosas es la parte de la filosofía que llamamos «metafísica» (voz que surge muy posterior a Parménides, como pura anécdota de tiempo, al calificar los últimos escritos de Aristóteles, aquellos que siguen tras los de física). Dicho así parece que he expuesto algo sencillo de entender, como si supiéramos de toda la vida qué es el ser de las cosas y la metafísica. La prueba de que no es así, es que el lector estará padeciendo la «tensión» propia de la misma dialéctica del entendimiento, que consiste en la impresión que produce la intuición de una verdad, lo que estimula la voluntad de entender con la toma de conciencia de la nueva idea. De manera que en estos momentos, mientras yo me entretengo con estos preámbulos la mente del lector se estará preguntando ya «qué es realmente la metafísica». Para encontrar una respuesta lo mejor es fiarnos de la respuesta que nos dio su «creador», es decir, el mismo Parménides y que está contenida en su propia tesis. Lo primero es establecer aquellos precedentes que configuraban su circunstancia, y estos sólo podían venir de sus contemporáneos. Así la metafísica tiene que tener necesariamente su origen en las tesis de Tales, Anaximandro, Anaxímenes o Pitágoras. Heráclito era de su misma edad, pero vivía en Éfeso, en tanto que Parménides residía en Elea, por tanto, no era probable que intercambiaran conocimientos y conclusiones. Según Diógenes, Parménides fue discípulo de Jenófanes, pero no le siguió en su doctrina. Diógenes mismo debió influir en su actitud personal, pues llevó una vida contemplativa dedicada enteramente a la filosofía, como era la lógica conclusión a la que llevaba su pensamiento. Parece que su reputación de «sabio» le permitió ocuparse de algunos asuntos políticos de su ciudad, dándole un código de leyes «justas y razonables». Pero las claves de su pensamiento debían estar tanto en la teoría del «aire» de Anaxímenes como la de la «armonía de los números» del matemático y esotérico Pitágoras. Ambos se refieren a lo «insustancial» como la causa de lo «sustancial». La primera tesis ya la hemos comentado, ahora deberemos detenernos en Pitágoras. ¿Por qué no he dedicado un capítulo a Pitágoras? Simplemente porque más que un filósofo creo que fue un matemático «abducido» por las «cábalas» a las que le llevan los propios números. Se trata de conclusiones similares a las de la astrología babilónica o la misma «cábala» hebrea, que no pueden ser consideradas propiamente filosóficas ni metafísicas, pues no elaboran una «idea» sino una «doctrina» sugerida por los números. Se trata, por tanto, de una conclusión «teológica» que carece de «ideología», o, lo que es lo mismo, son conclusiones basadas en el movimiento de los números y no de las «ideas» como es la «sustancia» propia de la filosofía. Sin duda que Pitágoras establece conclusiones «verdaderas» al relacionar los números con las cosas, pero es un conocimiento «inútil» para el saber humano, que no puede llevar sino a la «esquizofrenia y a la paranoia», pues tener la certeza de la verdad sin poder razonarla estableciendo su «idea» no puede llevar sino a la esquizofrenia. Por esta razón los pitagóricos se vieron en la necesidad de «excluirse» de la sociedad común de su tiempo, creando una secta donde poder sobrellevar su «fundamentalismo numérico» sin interferencias. Su vida sectaria fue agitada y fueron expulsados por los pobladores de Crotona. Finalmente pudieron establecerse en Tarento, donde fundaron una nueva escuela. La mayoría de las sectas actuales conducen a la esquizofrenia y a la paranoia, en algunos casos destructiva, porque «creen tener la verdad sin poder razonarla». A pesar de mi admiración por Parménides, siento tener que restar originalidad a su pensamiento, pues en parte su popularidad y trascendencia histórica tiene mucho de mitificación, y como filósofo tengo que procurar ceñirme a la efectividad de las ideas por lo que son en cuanto a sus verdaderas causas de las cosas. La metafísica de Parménides está contenida completamente en las tesis de Anaxímenes, y se resume en esta simple reflexión: «Lo que es, para estar necesita tener unos límites en el espacio y en el tiempo, por tanto lo que está totalmente limitado debe ser todo lo que hay en todo espacio y todo el tiempo». Parménides no necesita saber cómo son las cosas en concreto como sustancia; ya no habla del «aire» ni siquiera del «espíritu», para entender el mundo, le vasta con entender la «verdadera naturaleza del ser». A esa «forma de estar del ser» Parménides le pone un nombre: «la entidad», y lo expone en este hexámetro, que recitaba en plazas y mercados: «Ni es el ente divisible, porque es todo él homogéneo; ni es más ente en algún punto, que esto le violentara en su continuidad: Ni en algún punto lo es menos, que está todo lleno de ente. Es, pues, todo Ente continuo, porque prójimo es ente con ente». Ahora sólo necesitamos «dividir la entidad en entes menores», limitados por un pensamiento concreto, y tenemos la realidad según existe, es decir, que es y está. Pero no todo lo que es tiene entidad, sino que sólo la tiene aquello en lo que pensamos. Podemos comprender esta «misteriosa» cualidad del ente volviendo al ejemplo del Estado. El Estado es una entidad siempre que tenga límites, es decir, que «esté» (de donde deviene la propia voz e idea del «Estado» como lo que «está limitado»). Esto debió sonar a música celestial a los oídos de Hegel, uno de lo filósofos que ayudaron a «sobrevalorarle» añadiéndole a su valor real el de su mito. Hegel dice de él: «Con Parménides comienza el filosofar auténtico; en él hay que ver el ascenso de lo ideal.» Pero ¿en que consiste ese ideal? Sin duda que la respuesta está en este otro de sus hexámetros: «Mas porque el límite del Ente es un confín perfecto. Es el Ente en todo semejante a esfera bellamente circular hacia todo lugar» Lo que suena a «música de las esferas» en los oídos de Hegel es precisamente la «idea de lo esférico» como lo «absoluto». Pero ya había sugerido que la esfera es la forma que adoptan los cuerpos «muertos», en tanto que los vivos, adoptan formas totalmente contrarias al absolutismo de la esfera. Por tanto, el ente de Parménides es un «ser muerto», como lo es el «Espíritu de Hegel». Tampoco Parménides entiende la vida, que niega contundentemente, negando así el movimiento. Pero la vida tiene la cualidad de moverse y permanecer informal, porque tiene los medios para «perpetuarse», de manera que el ente de Parménides y el Espíritu de Hegel son «residuos de la vida» que se mueven por inercia, pero que no constituyen el fundamento que «mueve la naturaleza dinámica de las cosas». Por supuesto que no puede «no-ser» lo que no es, pero puede llegar a «no- ser» lo que «ya está», que necesariamente también «es». Por tanto, el «ser que está puede dejar de estar y dejar de ser» en la forma en que era y estaba. Idea que se corresponde con la «muerte», que no implica el colapso y el no-ser absoluto. Este «no-ser relativo» no es contemplado por ningún filósofo idealista hasta la llegada de Aristóteles, que por tanto ya no es idealista. Parménides, como Platón, opina que «Es necesario que sea lo que cabe que se diga y se conciba. Pues hay ser, pero nada, no la hay». Pero como posteriormente argumentaría Aristóteles, lo que es «potencial» (por defecto) es «nada que es, pero que no está». En el idealismo de este filósofo falta una «doble dialéctica», aquella que se mueve de la nada potencial hacia algo actual y aquella que se mueve de todo lo potencial y actual hacia más potencialidad y actualidad, sin que podamos ver dónde acaba este «devenir de lo informal o potencial». Al negar la doble dialéctica «encerramos» en unos limites precisos lo que está (la esfera de Parménides) y lo que no está, deteniendo el movimiento. Es cierto que Parménides es un idealista, pero no es el primero ni será tampoco el último. Como todo idealista, ve la culminación de su «sistema» tras la muerte de las cosas y en el punto crítico de su «duración». Pero también, como todo idealista incurre en la contradicción de tratar de encontrar el nexo entre dos cosas análogas y pretender que la muerte y la vida son dos «fenómenos simultáneos», es decir, que se puede estar vivo y muerto al mismo tiempo, siendo la vida lo relativo y aparente y la muerte lo real y lo absoluto, lo que significa obviamente negar el movimiento al negar la «duración». Otro de sus más fervientes apologistas es obviamente el siguiente gran idealista de la historia de la filosofía, Platón, quien dice de él que es «venerable y temible a la vez (...) se me reveló en él una magnífica y muy poco frecuente profundidad de espíritu». De eso no hay duda. Sin Parménides no hubiera sido posible el «fenómeno» Platón. Con este último comentario el lector debe pensar que soy un irredento materialista y, lo paradójico, es que supongo que debo ser, a pesar de todo, un idealista, condición indispensable para ser «filósofo», y ahora no es el momento de aclarar esta aseveración. Lo que ocurre es que el idealismo, siendo necesario es inconsistente. Ocurre lo mismo que con la idea de Dios, muchos filósofos (el más notable es el caso de Bergson) necesitaron creer en Dios pese a reconocer la imposibilidad de probar razonablemente su existencia. Pero es también, por ejemplo, una vez más el caso de Aristóteles, quien se vio en la necesidad de buscarle un lugar a Dios en su sistema sin que interviniera en los asuntos de la naturaleza. Es decir, los filósofos somos idealistas condenados a probar las contradicciones de nuestro idealismo. Por eso una y otra vez dirijo mis «dardos» algo malintencionados contra Hegel, porque es el único idealista de la historia de la filosofía que se reafirma en su postura, pretendiendo que puede probar la razón de sus convicciones. En realidad todos somos un poco sectarios y por tanto con cierta dosis más o menos bien disimulada de esquizofrenia, pues acabamos creyendo en aquello que es «improbable» de exista. Heráclito Era inevitable y necesario que alguno de estos excelentes filósofos iniciales se hicieran cuestión de algo tan evidente como que a la claridad del día le sigue la oscuridad del día (por error decimos «el día y la noche», cuando es evidente que el día, como todo lo que existe, está limitado por un tiempo y un espacio, es decir, una duración, que hemos acordado es de 24 horas, tiempo en que al Tierra recorre la distancia equivalente a su diámetro). Ese primer filósofo será Heráclito, al menos es el que nos ha legado comentarios donde se apercibe de esta «dualidad». Con Parménides, su contemporáneo, pues nacieron con cuatro años de diferencia, la filosofía va encontrando su propia forma de expresión. No es que los anteriores filósofos utilizaran sus «metáforas» basadas en voces relacionadas con la naturaleza en sentido que no fuera filosófico, es que tanto Parménides como Heráclito, introducen nuevas voces específicamente para uso de la nueva filosofía que sustituyen a las metáforas anteriores relacionadas con la naturaleza. Decíamos que para Anaxímenes el «aire» no es una composición molecular determinada sino su forma de expresar el «espíritu que mueve la naturaleza». Heráclito, entre otras nuevas voces, introduce la de «logos», lo que viene a decir que con él la búsqueda de la razón de ser de las cosas por el ser humano ya tiene una expresión propia. De manera que «teología» es la búsqueda del conocimiento de Dios, y con ello establecer su «logos»; «filología» el del conocimiento del sentido de las palabras, etc. Heráclito vive en la Grecia de Pericles, la época más brillante de la historia del helenismo, y su filosofía debe reflejar ausencia de «dogmatismo», propio de sus predecesores, perseguidos en muchos casos por los respectivos «tiranos de turno», lo que no quiere decir que el filósofo simpatizara con las ideas democráticas de Atenas, antes bien, las combatía. De hecho, era un enfermo despojado de su «dignidad» aristocrática, lo que acusaba su desprecio no sólo por Atenas sino por sus conciudadanos A pesar de estas circunstancias personales y de constatar que: «Se une completo en incompleto; constante-disonante, unísono-dísono, y de todos se hace uno y de uno se hacen todos», su «unitarismo» debe dejar alguna posibilidad a cierto «relativismo». Por tanto su totalidad no es la totalidad de la «entidad» de Parménides sino que esos opuestos tienen que comportarse de tal manera que, a pesar de presentar una «unidad en el tiempo presente» se «desunan en el tiempo ausente, o por venir». Por esa razón contradice su propia aparente «unicidad» diciendo, al mismo tiempo, que esta unidad no es estática e inamovible, puesto que «los que se bañan dos veces en el mismo río se bañan en distintas aguas». Esta popular frase de Heráclito se presta a una gran polémica, porque cada filósofo la ha traducido según su propio punto de vista, y yo la he traducido de acuerdo al mío. Parece que la traducción más ajustada es: «En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos [los mismos]». La primera traducción es la más conveniente y lógica la segunda es la más compleja de interpretar, pero que viene a decir lo mismo, pues ya he dicho que las cosas que se oponen lo hacen en un tiempo presente, pero se desunirán en un tiempo «ausente», porque ya no serán los mismos «opuestos» sino otros, que formarán una «nueva unidad» en un nuevo tiempo presente, etc. Primera observación: Hegel «copia literalmente la metafísica de Heráclito», pero no interpretada como «opuestos» sino como «contrarios», cuya diferencia es fundamental, pues es de la contrariedad de donde surge el «cambio» o la «síntesis». En efecto, lo opuesto tiene que «ejercer presión sobre la oposición para provocar el cambio». Es decir, tiene que «contrariar a la oposición» y la oposición contrariada se ve obligada a «moverse». Tras el forcejeo el resultado es «otra oposición y otra unidad de lo que estaba opuesto», que ahora ya está en «otras aguas». Éste es el fundamento de la «grandiosa dialéctica hegeliana». Segunda observación: esta dialéctica no afecta aparentemente a las cosas que se mueven por «inercia», o sea, que están muertas, sino a las que se mueven por «dinámica», es decir que están vivas. Aquí Hegel no hace distinción o al menos a mí así me lo parece. Es evidente que la «claridad no contraría a la oscuridad» y de la luz y las tinieblas se hace una unidad, el día, que se repite incansablemente durante tanto tiempo como «dure el universo», que es lo que imprime su inercia. Heráclito al menos habla de «bañistas», es decir, de seres humanos que se contrarían unos a otros, hasta el extremo de considerar que ese devenir dialéctico y dinámico está animado por el conflicto: «La guerra (pólemos) es el padre de todas las cosas», dice Heráclito, dando argumentos para que Hobbes pudiera desarrollar su filosofía unos cuantos años después (Heráclito tuvo el genial acierto de considerar la guerra del género masculino). El conflicto consiste en «contrariar a la oposición», y sorprende lo familiar de esta expresión en nuestros días, por lo que deducimos fácilmente que Heráclito, pese a ser un declarado enemigo de la democracia ateniense, fue uno de los primeros «teóricos del actual sistema democrático», si no el primero. De manera que su dialéctica no es en absoluto «absolutista» y por esta razón introduce en la filosofía las claves para que Aristóteles desarrollara su conocida metafísica del «acto y la potencia». Por si el lector necesita todavía algunas explicaciones sobre la evidente relación entre ambos sistemas filosóficos puedo avanzarle alguna somera aclaración: el «acto» de Aristóteles es el «entrar en el río y ser en el río» y la «potencia» es el «no entrar en el río y no ser en el río», pese a ser parte de «la misma acción». En otras palabras, Heráclito introduce la idea de que las cosas «son y no son al mismo tiempo», es decir, son «en acto y en potencia». Pero no es éste el momento de ir más allá en esta cuestión que quedará desarrollada cuando le toque el turno al propio Aristóteles. Sólo una curiosidad anecdótica: uno de mis primeros ensayos sobre filosofía se tituló: «Pienso, luego soy y no soy», ¡Y yo que creía que el título podría ser original! Por último, Heráclito, siguiendo la «moda» filosófica de su época no podía dejar de proponer un elemento natural como causa de todas las cosas: el fuego. Pero, como el caso de Anaxímenes, su fuego no debe entenderse como «llamas» que destruyen sino «combustión» que construye. En realidad creo que Heráclito intuye, al igual que sus antecesores, que el universo tuvo su origen en la «energía», la dificultad consiste en «sustanciar esa energía», y este filósofo se aproxima más que los anteriores a la «causa probable del universo». Idea que resultaría fatal para sí mismo, pues convencido de que la vida se regeneraba con la «combustión» se enterró en estiércol para intentar curar su hidropesía, pero lo único que consiguió fue acelerar su muerte. Anaxágoras Anaxágoras fue el primer filósofo que se instala en Atenas. Los anteriores enseñaron en diversas zonas de la Magna Grecia, y en especial en la rica y próspera región de Asia Menor, en las ciudades del litoral Egeo. Pero Atenas se había convertido en una de las ciudades-estado más «progresista» y por tanto próspera de la Magna Grecia. Conviene matizar que todo clasicismo contiene lo que «termina» y lo que «comienza» en un mismo tiempo y espacio. En el punto crítico de toda evolución antes de la mutación está en su «clasicismo», porque en él se dan los «cánones», fruto final de la evolución del pasado, y sobre esos cánones se originan los fundamentos de un nuevo mundo y una nueva «mentalidad». Anaxágoras sería el filósofo de la «nueva mentalidad» o de la «mentalidad misma». También podríamos decir que era un filósofo propio de nuestro tiempo, donde también hemos «canonizado» muchas de las ideas que surgen precisamente durante su tiempo, como es la democracia y el Estado social y de derecho. Por tanto, a nuestra época le corresponde producir los primeros indicios de una nueva era, como eran los «indicios» que sugerían las ideas de los filósofos de la era clásica de Pericles. Lo fundamental de la filosofía de Anaxágoras es la introducción de la idea de «mentalidad», nueva voz, «noûs», que expresa otro concepto específicamente filosófico. Pero para su creador la «noûs» no es una idea insustancial sino sustancial: se trata de un «fluido» que se manifiesta en las cosas naturales. Es decir, actúa como si se tratara de «energía», pues la energía sólo se manifiesta a través de las sustancias «potenciadas» por ella, si no hay sustancias la energía no fluye. Ahora consideramos la existencia de «energía oscura» sin masa aparente, pero no sabemos realmente cómo es esa energía. De la energía sólo sabemos con propiedad su comportamiento sobre lo sustancial, con su correspondiente polaridad y magnetismo. Es decir, lo que Anáxagoras hace es proponer un nuevo «elemento» como causa del «arjé» o principio activo, pero que no sólo está en la naturaleza y produce las cosas sustanciales sino que es parte del ser humano y la causa de sus «pensamientos», gracias a los cuales «descubre la existencia de las cosas que le rodean», las «mentaliza» y se «mentaliza», lo que viene a decir que las «concibe». Se trata del nacimiento de la «epistemología» o «teoría del conocimiento», y esta nueva «ciencia» es el indicio claro del nacimiento de una nueva era. Este filósofo, consejero de Pericles y profesor de notables griegos como Arquelao, Protágoras de Abdera, Tucídides, el dramaturgo Eurípides, y se dice que también Demócrito y Sócrates, es el «padre» del clasicismo que se canoniza en Platón y Aristóteles. Pero los padres no suelen ser los creadores de los grandes sistemas, sino que esa labor les está reservada a los hijos, que son quienes tienen la oportunidad de desarrollar con más amplitud lo que sus progenitores apenas tuvieron tiempo de apuntar. Lo perfecto sería tener dos vidas: una para concebir ideas y otra para desarrollarlas, pero normalmente cada una de estas labores está destinada a personas distintas, aunque íntimamente relacionadas entre sí. El «hijo» más notable de Anaxágoras es sin lugar a dudas Platón. La «mente» de Anaxágoras es el concepto sobre el que se fundamenta la concepción en sí misma y sin saber cómo funciona la mente nuestra idea del cosmos no es más que una «nebulosa» imprecisa de la que apenas si podemos conocer su apariencia física. La mente de Anaxágoras la equiparaba por analogía con la «energía» (física) y con el «espíritu» (teología), pero no como una simple curiosidad semántica, sino porque a cada una de sus acepciones le corresponde un «thelos» o «contexto» en el que debe ser utilizado, cuyo fin es distinto en sí mismo. Al introducir el «noûs» en la etimología del lenguaje filosófico se introduce una nueva «visión totalitaria de la realidad» donde «todo está en la mente». Idea que es llevaba a sus últimas consecuencias por Platón con el desarrollo de su teoría de las ideas, que no son sino una actividad de la mente. Si todo está en la mente todo lo que vemos no son más que ideas y lo que percibimos es sólo la forma en que las ideas muestran su «aspecto aparente». El idealismo, por tanto, se fortalece y consolida gracias al «noûs» de Anaxágoras. Sin la mente todo sería puro «materialismo consistente», o la materia que produce de todas las cosas, pero no habría «la mente que causa todo lo que existe». Pero la paradoja es que, en tanto que mente es análogo a energía y espíritu, podemos decir que «todo está en la energía» (Aristóteles) o «todo está en el espíritu» (San Agustín). Sólo hemos desplazado la perspectiva en la observación de las cosas: en el caso de la «mente» es la perspectiva del «filósofo», en el de la energía, la del «científico» y en el del espíritu, la del «teólogo». Esto nos lleva a la inevitable conclusión de que desde Anaxágoras la filosofía queda «delimitada» a un solo contexto o perspectiva en la contemplación y análisis de la realidad: la de la mente y, por consiguiente, las ideas. Lo inmediato a la mente es en el ente y el «fruto» de ambos es el ser y su idea. Por tanto, sólo cuando consideramos la realidad como una idea de sí misma estamos haciendo verdaderamente «filosofía». Por lo que creo que deberíamos considera a Anaxágoras como el verdadero padre la filosofía. Lo menos importante de su pensamiento son sus acertadas conclusiones acerca de la composición de la materia, que Aristóteles denominó «homeomerías» (de donde viene el concepto «homólogo» o similar y que sirvió de fundamento para los «atomistas») ni que razonara la posibilidad de que el sol fuera «una masa de hierro candente», mientras la luna no era sino una roca que reflejaba la luz del sol. Por desgracia afirmaciones semejantes le valieron la acusación de «impiedad» o «ateísmo», por lo que tuvo de huir de Atenas, estableciéndose en una colonia cercana a Mileto, donde desengañado y olvidado, se dejó morir de hambre. Final demasiado común en la historia de la «inteligencia» para que podamos considerarlo como excepcional. Demócrito Con Anaxágoras en el pensamiento filosófico se abre una nueva senda, que le será propia, la de la mente y las posteriores ideas. Pero antes de que Platón utilizara esta tesis en su sistema, la filosofía sigue buscando la respuesta en lo aparente, a pesar de que desde Heráclito y aún de Parménides ya es consciente de un lado «oscuro» e «inapreciable» de la realidad que debe ser tenido en consideración. No es posible concebir las cosas sin alguien que las conciba y ese alguien no puede ser un espectro sino algo sustancial. Por tanto no se concibe que de la «insustancia» se pueda concebir la sustancia. Las esencias de las cosas deben provenir de las sustancias de las cosas. El eterno dilema de la filosofía, como sugería en la introducción, se resume a los tres postulados básicos sobre los que gravita toda la investigación filosófica: la naturaleza, la persona y Dios. Anaxágoras es el responsable de que la persona haga su aparición en las especulaciones filosóficas, pese a que será el polémico Sócrates quien se llevará los créditos para la historia. Dios todavía no es un tema central y no llegaría a serlo hasta la «manipulación filosófica de la escolástica». Incluso en Platón, Dios, que denomina «demiurgo», aparece como un resultado lógico dentro de un proceso reflexivo, y es como el resultado del razonamiento dice que es y no en sí mismo, absolutamente y al margen de la naturaleza de las cosas. Es decir, para Platón el «demiurgo» no es un concepto que pueda ser integrado en la filosofía a menos que se entienda como un aspecto afín o parte de la misma naturaleza. Dicho de otro modo, la idea de Dios, por ser antes que nada una idea, es parte de la filosofía siempre que siga siendo una idea. La teología medieval busca una filosofía que se adapte a la «imagen revelada» de Dios, en tanto que los griegos buscaban a Dios en la filosofía, no como una imagen revelada, sino como una idea razonada. Por tanto, después de Anaxágoras sus alumnos retoman sus tesis sobre la «pluralidad» o la semillas (spermata) y tratan de darles un sentido más «parafísico» y creíble. Utilizo la expresión «parafísica» porque no se puede calificar a Demócrito ni de metafísico ni de físico. En el primer caso sería necesario que su «atomismo» pudiera ser entendido como «atributos del ser» y en el segundo, debería de probar con algo más que razonamientos y probabilidades la existencia de tales átomos, ya con alguna formulación matemática o con alguna experiencia sobre la misma materia. Obviamente nada de eso está en Demócrito. ¿Por qué se crea lo que se ha llamado la «escuela atomista»? Porque toda pluralidad, como parece evidente que está compuesta la naturaleza de las cosas, debería poder reducirse hasta la «singularidad». Por la misma razón toda pluralidad debería concluir en la ausencia de pluralidad, o en lo absoluto, lo que no sucede. Sin embargo parece evidente que el todo aparente, sea o no absoluto, debe de estar compuesto por las partes, y puesto que estos filósofos no buscan «partes en abstracto» sino reales, llegan a la obvia conclusión de que la realidad sustancial y plural debe de estar compuesta a partir de la existencia de partes sustanciales que ya no puedan ser divisibles, es decir, el «átomo», que en griego significa «lo que no puede dividirse». Esto es «física probable» o «parafísica», pero me parece un error considerarlo «filosofía». Sin embargo, tal evidencia no está exenta de cierta complejidad, pues entre el «átomo» o la parte y el resto de las partes debe de haber «algo» es decir un «no átomo», o un vacío cuya sustancia debe ser también razonada y explicada. ¿Cómo puede haber un vacío donde está todo «lleno de átomos»? La parafísica de Demócrito no alcanza a conclusiones mayores, como, por ejemplo, que si el átomo es la parte más pequeña del universo la suma de todos los átomos (si tienen un principio deben tener un final) formaría un todo que no sabemos donde está porque no sabemos de dónde viene el primer átomo o parte del todo. Éste es el eterno dilema de la filosofía que no se ha resuelto todavía, porque se trata de una «tautología», o, lo que es lo mismo, la repetición de un dilema irresoluble con el simple uso de la razón, por muy lógica que sea. Para que el lector comprenda lo que trato de decir, esta idea puede expresarse con una simple pregunta: ¿Pueden las tinieblas pasarse a la luz sin dejar de ser tinieblas? Obviamente las tinieblas que intentan traspasar a la luz se «iluminan» y dejan de ser tinieblas. No voy a profundizar más en esta cuestión porque ésta será una de las tesis fundamentales para introducir a Platón y sus teoría de las ideas, para lo que todavía faltan algunos capítulos. Con Demócrito y posteriormente Epícuro la filosofía entra en un callejón sin salida, porque deja de ser filosofía. Incluso Aristóteles tomará este camino, pero sin abandonar totalmente el puramente filosófico. Gracias, no obstante, a esta «desviación» del pensamiento filosófico, la cultura legada por Atenas pudo librarse del teísmo irracional del medioevo y hacer posible la astronomía y la física renacentista, naturalmente que después de haber vuelto a introducir el pensamiento aristotélicos y de los «parafísicos», como el mismo Demócrito. Durante 400 años reinó Platón en las «alturas» sin que se tuviera realmente en consideración su filosofía sino sólo aquella parte afín a la teología que se hace durante la patrística hasta Santo Tomás y Francisco Suárez. Consistía en sustituir las ideas por una imagen de la que se extraía una «idea inmanente» tan borrosa e imprecisa como la imagen de donde había surgido. Como avance a la introducción a Platón, puedo decir que la única manera de que las tinieblas penetren en la luz y sigan siendo tinieblas es si lo «imaginamos». De esta manera Dante pudo pasearse por los infiernos y salir ileso sin ni siquiera chamuscarse y Quevedo, años después, puedo contarnos algunas anécdotas del mismo infierno saliendo también ileso de la experiencia. El medioevo es sobre todo un mundo basado en la «imaginación», la «psicología» y la «emotividad», por eso no hay posibilidad alguna para la existencia de la filosofía. Pero el atomismo tiene todavía una refutación que cuestiona incluso la «idea» que tenemos de átomo actual, y para ello sólo es necesario avanzar unos cuantos años hasta retomar de nuevo a Heráclito (digo avanzar porque nos regimos por el calendario cristiano, lo que implica considerar la existencia de un «anti-tiempo» o tiempo «reversible», el que constituye la «duración» del mundo hasta el nacimiento de Jesús). Heráclito nos introduce el dilema de la absoluta imposibilidad de la existencia de lo «absoluto» al comprobar la necesaria dualidad de todo lo existente, pero sobre todo «consistente». Como «unidad» sólo concibe la «armonía»: una unidad inestable pero duradera, dialéctica y expansiva o depresiva. Por esta razón llegaría a la necesaria conclusión de que las cosas «no tienen límite en cuanto a capacidad repletiva: que lo pequeño no tenía tampoco límite». ¿Por qué los atomistas aceptan la existencia de algo pequeño y limitado? Sin duda porque de otro modo las cosas que «son» no pueden «estar», ya que esta cualidad del ser requiere unos «límites», o, lo que es lo mismo, un principio y un fin delimitado en un principio indivisible. De esta manera volvemos a tener una tautología, que se resuelve «convenientemente» pero no «verdaderamente». Es imperativo que las cosas se estabilicen en algún punto de su ser, creando para ellas unos límites donde sean «indivisibles». Por tanto el átomo es una voz «falsa», puesto que significa lo que no puede ser su significado, es como la voz, también griega, de «utopía»: un «lugar» que no está en ninguna parte. En otras palabras, el átomo, que es divisible, «no existe», conclusión ratificada de forma concluyente por la experimentación científica. Si seguimos denominando «átomo» (lo que no puede ser dividido) a lo que puede ser dividido estamos utilizando una voz que carece de significado real. La conclusión es que, en tanto no se demuestre lo contrario, no sólo el átomo no existe sino todo lo compuesto por «falsos átomos» son también «falsas cosas». Con esta última reflexión nos vamos acercando a la postura de Platón, quien niega vehementemente la «realidad aparente» a favor de las ideas, o la «realidad ausente». Sócrates Sócrates debía saber que la verdad sólo surge cuando es descubierta en uno mismo, por tanto, todos poseemos en algún lugar de nuestra mente toda la verdad, sólo tenemos que «descubrirla» o «desvelarla». Dicen que esta idea se la sugirió el oficio de comadrona de su madre pero yo creo que es más probable que fuera el de escultor de su padre. La comadrona ayuda a «descubrir» lo que había dentro la 57 madre, en tanto que el escultor descubre la imagen que hay «potencialmente» en un trozo de mármol. Normalmente no se cita la circunstancia del oficio del padre, más ajustado a la «mayéutica» que el oficio de traer hijos al mundo de su madre, actividad más real pero menos creativa. En ambos casos, no obstante, es necesario «concebir algo»: en el primero una forma que se convierte en una idea y en el segundo una persona que también se convertirá en una «idea de sí misma», lo que no puede hacer la escultura. En su tiempo a su manera de razonar y hacer razonar a los demás se consideraba propio de sofistas, y Sócrates, pese a criticarlos, sin duda que era uno de sus representantes. Pero su retórica no perseguía el beneficio sino la virtud, por eso paradójicamente fustigaba a los sofistas. No es de extrañar que para muchos autores su ejemplar muerte sea comparada con la de Jesucristo, pero no se puede decir lo mismo de su poco ejemplar vida, al parecer descuidada y vulgar en lo aparente, pero refinada e inteligente en lo no aparente, o «esencial». Para hacernos una idea de la «técnica» de Sócrates podemos imaginar este diálogo entre él y uno de sus conciudadanos interpelados: – ¿Quién eres tú? – Fulanito de tal – ¿Qué eres? – Una persona – ¿Qué es una persona? – ¿? ¡No lo sé! – ¡Lo único que sabes es que «no sabes nada»! Con este agresivo interrogatorio y la concluyente y razonable conclusión, Sócrates quería demostrar que el conocimiento que tenemos de las cosas que nos rodea es «somero» e «imperfecto». De manera que las cosas «contienen todas sus propias verdades ocultas en su idea de sí mismas». Por tanto lo primero que deberíamos hacer es concebir una «idea verdadera de nosotros mismos» como paso previo para concebir la idea de las demás cosas. Esta conclusión sería fundamental para Platón, porque le demostraba que las ideas «ocultaban» la verdadera forma de ser de las cosas. Pero no nos anticipemos, porque el interpelado podía haber replicado a Sócrates de forma que rebatiera sus conclusiones y consiguiente acusación de «ignorante» con relativa facilidad. Cada «persona», pese a no saber definir la idea misma de persona, no sabe sino aquello que «necesita saber», ya que todo lo que es «algo» necesita forzosamente tener unos «límites», y si el conocimiento es algo también tiene que tener sus limites. Si el conocimiento no tuviera límites tanto en el tiempo como en el espacio significaría que habríamos alcanzado el conocimiento de todo lo consistente o real, y al no desconocer nada de la realidad, el ser que consiste en algo necesariamente limitado no sería, pero como dice Parménides, ¡el ser no puede no-ser! Incluso el lector ha podido dejarse engañar por este razonamiento y creer en la posibilidad de esta falacia, pero debe tener en consideración un simple detalle que ya se da en el ejemplo de la conversación entre Sócrates y uno de sus conciudadanos interpelados. Es precisamente Sócrates quien «provoca» al ciudadano para que se conozca a sí mismo, por lo que se convierte en la fuente «exterior» del conocimiento «interior». De manera que cuando el ciudadano alcance a saberlo todo de todo y crea que el mundo se «acaba» porque ha alcanzado lo «absoluto de sí mismo y con ello del mundo entero», seguirá quedando Sócrates fuera del mundo «absoluto» del ciudadano «absolutista». Lo que quiero decir es que la última cosa que podemos aprender sobre «todas las cosas» nos la habrá enseñado «alguien» que sobrevivirá a nuestro «absolutismo y muerte», y de esta manera es como la vida permanece al margen y libre de todo absolutismo o idealismo. De ahí mis reiteradas críticas a Hegel. Por tanto Sócrates, sin escribir una sola línea, es «utilizado» por Platón en sus «Diálogos» para que le ayude a descubrir la «esencia de las cosas» que debe de estar en sus «ideas». Obviamente con esta observación estoy sembrando cierta insidia en torno a la verdadera biografía de Sócrates y de sus enseñanzas, que probablemente no fue como nos ha legado la historia. Sócrates es la circunstancia exterior que ayuda a la filosofía a descubrir algo fundamental de sí misma, como son las ideas mismas y la idea en sí misma. Su acusación de impiedad se basaba en que sus enseñanzas conducían a la destrucción del Estado (en este caso la ciudad-estado de Atenas) pues, como hemos podido ver, el Estado tiene la precariedad de no poder existir sin límites concretos, los mismos límites que tiene el conocimiento humano, que es verdaderamente la «sustancia misma del Estado». En otras palabras, el Estado es una entidad limitada compuesta por individuos limitados, tanto en sus «conocimientos» como en su territorialidad, aquella que le impone su propio Estado. ¡En eso consiste la esencia misma de la democracia! Sin embargo, tenemos la paradoja histórica de que Sócrates, pese a exigir la abolición del Estado a través de la liberación de la «ignorancia de sus ciudadanos», cree en la «moralidad y armonía que proporcionan las leyes del Estado», por las que está dispuesto a tomar la cicuta, a pesar de que sus amigos pudieron conseguir que fuera amnistiado. Platón La arrogancia de Karl Marx, probablemente fruto de su gran vitalidad, le llevarían a cometer grandes y notorios errores de bulto, en especial en su malogrado intento por asentar sus convicciones políticas en razonamientos filosóficos. Durante toda su vida fluctuó entre lo absoluto y lo relativo; entre la evolución o la revolución; entre el bien y el mal. Finalmente la historia lo «arrastro» literalmente y le obligó a escribir algo tan grandioso y elaborado como su tratado sobre «Das Kapital», pero sobre filosofía no escribió probablemente una sola línea realmente coherente. Si la «I Internacional» no le hubiera encargado la redacción del primer «Manifiesto comunista» el marxismo no hubiera existido, pero con el manifiesto se puso él mismo el cebo para caer en su propia trampa. Así, el marxismo empieza por causa de una «fantasmada» de Karl Marx: «Un fantasma recorre Europa; es el fantasma del comunismo». Con esta frase comienza su «Manifiesto comunista» y demuestra que Marx no tiene sino una «idea» fantasmagórica y nebulosa de lo que era el comunismo, que por el momento «no era sino un fantasma», y él mismo se ve obligado a corporizarlo o darle forma física. La razón por la que el comunismo como sistema político se confunde con «marxismo» es porque ambos son la misma cosa: Marx hace el comunismo y el comunismo hecho por Marx termina rehaciendo a Marx y a su marxismo. ¡Pura dialéctica! Pero no quería referirme a esta ambigua frase de su manifiesto comunista sino a otra, más relacionada con el tema que nos ocupa. La frase que vamos a comentar en el capítulo dedicado a Platón está en su «Tesis sobre Feuerbach», filósofo de la llamada «izquierda hegeliana» (Hegel, que era absolutista, no podía tener izquierda ni derecha, ni siquiera centro). Marx dice: «Hasta ahora, los filósofos han tratado solamente de interpretar el mundo, pero la verdadera tarea es la de cambiarlo». La primera observación es considerar cuáles son los «limites» donde Marx sitúa su «ahora», es decir, ¿a partir de cuándo comienza el tiempo histórico para Marx? Es importante esta primera consideración porque la historia, como todo lo «existente», debe limitarse, de ahí la «división» entre «pre-historia» e «historia». De manera que el tiempo propiamente histórico tiene una duración, cuyo margen de existencia se delimita con el fin de la «pre-historia» y la necesaria llegada de la «post-historia», que no sabemos si la hemos alcanzado ya o está todavía por llegar; en otras palabras, nos preguntamos si la historia que comienza al final de la pre-historia no será ya post-historia, en cuyo caso la historia a finalizado hace algún tiempo y sólo algunas mentes privilegiadas, como la de Francis Fukuyama (su primer insinuador) son capaces de darse cuenta de ello. Los límites que Marx pone a la historia no coinciden con los del común, y su historia de la filosofía debe comenzar con Descartes, posiblemente el primer filósofo que no interviene directamente en política, porque todos los anteriores, no sólo intervinieron sino que en muchos casos la «cambiaron». No hay un solo filósofo de la Magna Grecia que no hable o escriba sobre política y muchos de ellos tendrán importantes responsabilidades en la formación o reformación de sus ciudades-estado. Normalmente se les encargaba la tarea de legislar, pues no había una entidad política elegida por representación popular que se ocupara de la tarea legislativa. De manera que cuando un filósofo alcanzaba cierto prestigio se le encargaba la tarea de escribir una nueva Constitución para su ciudad-estado que guiase a los ciudadanos por el sendero de la moral y de la justicia. Lo que normalmente lograban con relativo éxito. Incluso Aristóteles escribió una nueva Constitución para Atenas, pero que no llegaría a ser aplicada. Si lo que Marx les achacaba era que no ayudaran a levantar «barricadas» él tampoco lo hizo y, sin embargo, en algún sentido consiguió cambiar temporalmente la historia. Platón no es una excepción, y se trata de un filósofo que no se limita a interpretar el mundo sino que intenta cambiarlo, con riesgo de su persona y su dignidad. Parece ser que Dionisio, cansado de sus malos consejos, lo sometió a la esclavitud y lo puso en venta junto con otros de sus esclavos y que alguno de sus amigos y antiguos alumnos adinerados compró su libertad, librándole de morir en la esclavitud. Cuando la filosofía llega a Platón contiene todos los elementos necesarios para elaborar la gran «síntesis de la historia de la filosofía», pero Platón no asume el reto con orden y sistema, sino que va «desgranando» la síntesis según progresa su pensamiento, algo que sucederá invariablemente a la historia de la filosofía. Descartes no creó un sistema, sino que le «salió» un sistema cuando intentaba justificar ciertas teorías físicas, o parafísicas, sobre el comportamiento de la luz. El sistema de Platón es una creación de los «neoplatónicos» que le precedieron. Y aún hoy seguimos «sistematizando» su pensamiento, y este modesto libro no es una excepción. 64 Todavía es necesario hacer alguna otra observación sobre las características propias de la sociedad en la que vive Platón y que son notablemente diferentes de las que vive Marx. Si la filosofía florece y prolifera en la Marga Grecia es sobre todo porque todavía no existe una «opinión pública» que pueda afectar la integridad y seguridad de sus ciudades- estado. EL sistema feudal carece de «opinión política» propiamente dicha y ésta se limita a la religiosa. La filosofía introduce por primera vez una «conciencia política dentro de la opinión pública», pero en sus inicios todavía su influencia es mínima, y sólo alcanza a las «masas» a partir de Sócrates, y sobre todo, en las primeras democracias en Atenas. Los delitos de Estado son por tanto delitos contra los fundamentos religiosos que legitiman el poder del Estado; es decir, de opinión pública. Todos los filósofos serán sistemáticamente acusados de «ateísmo», pero en realidad lo son de «sedición». Hegel comete la «ingenuidad» filosófica, sobre todo en alguien tan genial, de «relativizar» las causas de la idea del Estado sugiriendo que para que exista debe de haber abundante población, diferencias de clases, tensiones y contrariedades que hagan necesario la creación del Estado y sus instituciones, que son la razón de ser del propio Estado. De manera que un Estado sin tensiones ni desigualdades no puede ser un Estado. Pero habíamos dicho que el Estado sólo existe en razón de sus límites, de manera que una persona que se limita a su persona es tan «soberana» como el mismo Estado. Lo que Hegel ve es la «aparición de la opinión pública y política» e inmediatamente la «reacción» de la «policía política del Estado» (sería más apropiado calificarla como «policía de la opinión pública») para controlar precisamente la opinión pública. Por tanto, Hegel debe creer que no puede existir un Estado sin «opinión pública». Todos los Estados de la época de Hegel cuentan con una opinión pública controlada por la policía política del Estado. Pero en Grecia, donde surge y se desarrolla la filosofía, son ciudades-estado sin opinión política pública, de manera que es posible la existencia de «librepensadores», o personas «soberanas» que son su propio Estado dentro del Estado, que, a su vez, está dentro del Estado que constituye la realidad conocida, que tampoco tiene opinión pública. Hegel basó muchas de sus conclusiones políticas en las limitadas ideas que podía extraer sobre los sistemas políticos de las ciudades-estado, y llegó a muchas conclusiones acertadas sobre sus primeras democracias, pero tal vez no valoró la decisiva importancia de la aparición de la «opinión política pública». Si Sócrates fue acusado de impiedad no debió ser por causa de la opinión pública, sino por la concreta acusación de algún notable, padre de alguno de sus alumnos, quien fuera abducido por sus enseñanzas con lo que distraería su interés sobre las cosas y asuntos que el padre debió considerar como más útiles y convenientes para la continuidad y consolidación de la familia y de sus privilegios. Por tanto la filosofía, no sólo es posible sino tolerada en aquellos Estados que no tienen todavía una opinión pública que pueda afectar la seguridad y estabilidad del propio Estado, puesto que la filosofía afecta, sobre todo, a la opinión pública. Obviamente ésta sólo puede surgir con la «masificación» y el control de la potencialidad de cambio que puede haber en la opinión pública. Energía que es manipulada por «organizaciones», sean partidos políticos, confesiones religiosas o el mismo Estado como burocracia organizada. Hoy en día la opinión pública, gracias a la ayuda de sus medios de comunicación de masas, ha puesto literalmente de rodillas al Estado. En estas condiciones se desarrolla la vida de Platón y por esa misma razón puede ser un librepensador que piensa aquello que es razonable y no lo que es conveniente que piense, sea o no razonable. En otras palabras, Platón todavía disfruta de un mundo sin la presión de la opinión pública y su «sentido común», enmarcado en los límites que le impone su Estado, también común. Por esta razón le fue posible hacer la síntesis de la filosofía. Después de que el sistema político-militar de Roma destruyera el mundo heleno, llega la teocracia, cuya «ciudad de Dios» (San Agustín) se apoya en el control total y absoluto de la opinión pública que debe opinar de acuerdo a los dogmas impuestos por la teocracia de un cristianismo fundamentalista y totalitario. Se trata de una cuestión meramente política, hábilmente disfrazada de espiritualidad. De hecho las luchas internas del cristianismo medieval, las herejías, son luchas por el control de la opinión pública dentro de lo que queda del debilitado Imperio romano. Platón, para gloria de la filosofía, goza todavía de un mundo sin la presión de la opinión pública. Pero entremos ya en el meollo de la cuestión, es decir, en las ideas «Idear es limitar», pero limitar lo «ilimitado». Es pues una forma de pensar en un tiempo y un espacio que es parte de una contingencia de tiempo y espacio ilimitado, por tanto parte del no-ser o de la nada. Lo que hacemos al idear es «causar del no-ser» un ser que consta de una porción de entidad limitada y finita, tomada de una contingencia «inconcebible» de entidad ilimitada y absoluta. «Todo lo que está limitado fue ilimitado», éste podría ser el resumen del pensamiento idealista, que arranca con el ente de Parménides y termina con la nada de Sartre. Como no es posible pensar en algo ilimitado, para pensar lo primero es «limitar», es decir, también podemos decir que «pensar es delimitar». El pensamiento no piensa en «todo lo pensable» sino en una limitada parte de lo pensable. Esta «idea» de lo que es una idea está ya en la filosofía desde el «ápeiron» de Anaximandro. Anaxímenes, su alumno, será el primero que intenta negar las ideas «volatizando» la realidad en el aire, pero tiene que reconocer que al cambiar de estado se «limita a cosas en concreto». Parménides intenta penetrar en las ideas desde la metafísica y prescinde completamente de la física, por lo que para él no hay «limites reconocidos», el pensamiento no es posible las cosas no existen ni se mueven porque el ente es «inmoble», tal vez por eso Platón le teme y considera «peligroso». La aproximación a las ideas de Anaxágoras es más «realista», sus homeomerías son partes limitadas. Heráclito es quien se aproxima más a las ideas, pues su «logos» es un fluir de lo ilimitado que va poniendo límites a las cosas a través de las que fluye, creando las cosas mismas en las que piensa, naturalmente que limitadas. Debió haber más filósofos antes de Sócrates y aún entre los sofistas que analizaran esta peculiaridad del pensar «ideando», pero fue Platón quien se llevó el crédito porque lo explicó con más claridad, y, como ya he sugerido en otra oportunidad, los filósofos no «inventamos las ideas» sólo tratamos de «aclararlas». Lo que quiere decir que toda idea, pese a tener una entidad limitada y perfectamente definida, pues todo lo que ha sido limitado está a su vez delimitado, no muestra sino una parte insignificante de su «efectividad», la de su «existencia». Esta existencia es causada en un momento de la entidad general de la idea, es decir, en el momento presente. De manera que de todo lo que pensamos tenemos una idea «presente» o, lo que es lo mismo, «un momento de su efectividad». Sócrates recrimina a sus conciudadanos su negligencia por no poner interés en conocer más «a fondo» aquello en lo que piensan en su vivir cotidiano, pero los interpelados estaban en su derecho de defenderse argumentado que lo que pensaban era lo necesario para su supervivencia, y si esta dependiera de pensar más profundamente en las cosas, no había duda de que lo harían. ¿Por qué Platón se empeña en saber más sobre ellas sin que sea necesario hacerlo? Sin duda porque al proponerse ser un «filósofo», la razón de ser de su vocación es precisamente saber más sobre las cosas, pese a no ser necesario el saberlo. Es sólo por «amor a la verdad», es decir, por el hecho de ser filósofo debe pensar como un filósofo, pero no es justo exigir a los que no lo son pensar como si lo fueran. Puede que parte de sus problemas personales fueran debidos a su empeño de que todos fueran «filósofos». Hoy, en un tono coloquial, diríamos que «se pasó de listo». Hasta ahora tenemos que todas las cosas que «están» tienen unos límites en el espacio y en el tiempo (el mismo universo es una «cosa» limitada en el espacio y el tiempo), y en ese límite está la idea completa de sí misma, por tanto no hay que fiarse de las «apariencias», pues las cosas nos ocultan su verdadera forma de ser al ocultarnos aquello que no está en el presente (en su presencia). Por tanto Platón necesita fundamentar todos sus razonamientos en algo que desvele la «verdadera causa de las cosas», que llama, «epísteme» sin tener en cuenta su «apariencia», que llama «dóxa». De manera que el «noûs» es la causa fundamental de todo lo existente, y fuera de la mente no puede haber nada «existente», sino «consistente» o «aparente», de cuya certidumbre sensible o imaginada no puede alcanzarse la verdad. El dilema se puede plantear en estos términos más sencillos de asumir: ¿Existen las cosas porque pensamos en ellas o pensamos en ellas por existen? Platón deduce correctamente que las cosas deben ser causadas por el pensamiento porque sólo éste puede «penetrar en la verdadera forma de ser de las cosas consistentes y aparentes», es decir, las cosas mismas son impensadas y sólo nos apercibirnos de su mera sustancia o apariencia, cuyo conocimiento no establece su causa, por tanto no pueden ser «entendidas». Lo paradójico es que para Platón la «luz» está en la «epísteme» y las tinieblas en la «dóxa». Es decir, mientras que creemos ver las cosas reales porque están iluminadas, éstas permanecen «confundidas en las tinieblas de sus apariencias» hasta que no son iluminadas por el pensamiento, donde está la luz y la claridad. Planteado de esta forma parece un «capricho de Platón», quien trata de exponer esta idea de la «luz y las tinieblas» en su mito de la caverna, pero si ponemos un ejemplo más cercano el dilema se resolverá fácilmente y ya no nos parecerá tan caprichoso. Supongamos que entramos en el desván de una vieja casa donde nos han dicho que hay objetos de extraordinario valor. El problema es que no hay luz en el desván y, como es circunstancialmente de noche, no entra claridad alguna. Primera pregunta: ¿Qué hay en el desván? «Puede» que haya muchas cosas, pero no es más que una «probabilidad» que requiere de una certidumbre. Si decimos que dentro del desván «hay» cosas es una afirmación precipitada, porque no tenemos la confirmación «sensible». Igual sucede con la realidad aparente: si no pensamos en las cosas que perciben nuestros sentidos, su existencia es tan sólo una probabilidad, por tanto, es probable que existan, pero sólo el pensamiento separa unas cosas de otras de acuerdo a los límites o contornos de sus formas, ¡y de sus ideas! Límites cuya «impresión» puede proceder de la sensación aportada por cualquiera de los sentidos, desde el tacto hasta el oído. No me refiero a los sentidos extrasensoriales del instinto, la intuición y la fe, porque excedería el contenido de esta primera aproximación a las ideas. Por tanto el dilema se resuelve con este razonamiento: Tan sólo existe aquello que tiene impresión y se concibe en la conciencia, que es la realidad «ausente», pero aquello de lo que tan sólo tenemos una percepción de su sustancia o apariencia, simplemente «consiste», y es la realidad «presente». Pero el dilema no está ni mucho menos resuelto, porque inmediatamente vuelve la «tautología» del huevo y la gallina, pues si lo presente hace posible la existencia de los ausente, ¿qué fue primero, lo ausente o lo presente? En otras palabras, Platón cree que las cosas no son sino apariencias de las ideas. Pero entonces, ¿es Platón una idea que se piensa a sí mismo como una idea de sí mismo? No hay escapatoria posible, porque jamás hallaremos el «nexo» entre lo ausente y lo presente, y Platón tampoco lo encontró. No podemos saber lo que hay después de la muerte hasta después de muertos. Pero a pesar de esta razonable dificultad, Platón persiste en su sistema y profundiza todo cuanto puede en la esencia misma de la las ideas, lo que le llevará a conclusiones que encierran las claves de nuestra cultura actual y del desarrollo posterior de las ideas. Lo que Platón nos deja como reto para el futuro de la filosofía no son paradójicamente las ideas, sino la «episteme», es decir, un nuevo sendero para que la filosofía tenga materia propia en qué pensar. Dicho en palabras comunes, Platón introduce la duda sobre las causas razonables de la misma razón y de todo el entendimiento humano o el medio de que se sirve el pensamiento para conocer las cosas tal y como «deben ser» realmente. 72 Luces y sombras del idealismo platónico Para Platón las ideas son el único medio por el que las cosas son plenamente entendidas y por tanto conocidas. Esto no es totalmente cierto, puesto que las cosas pueden ser conocidas, al menos de forma somera y superficial, por el mero hecho de verlas, o imaginarlas, que no es más que «desvelar» su presencia haciéndolas surgir de la oscuridad, donde se supone que estaban, a la claridad, donde podemos ya tener la prueba de su apariencia y de su impresión, y podemos pensar en ellas y en su forma de ser; es decir, podemos empezar a conocerlas más profundamente hasta llegar a entenderlas. Las luces del idealismo es que la filosofía como tal se fundamenta en las ideas; las sombras, es que las ideas pueden separarse de las cosas de donde provienen e «idealizarse». Pero Platón se pregunta si realmente las ideas provienen de las cosas que nos impresionan, o si la impresión misma no será causada por la idea preconcebida de las cosas, que está en la «luz» fuera de la caverna, según el mito que él propone para su argumento. Es decir, si observamos una cosa de la que no tenemos conocimiento previo o experiencia, por mucho que pensemos en ella jamás podremos saber cómo es ni su causa. Sin duda que en este supuesto lo «lógico» es considerar el parecido con otra cosa conocida y establecer su «parentesco ontológico» para buscarle un nombre adecuado que establezca esta relación de parentesco, de manera que la nueva idea surge del parecido de la cosa pensada con otra idea ya conocida; es lo que podemos decir la «evolución dialéctica de las ideas». Pero Platón se pregunta cómo surgió la «primera idea» si no era posible aplicar este método dialéctico con el que se ha desarrollado el propio lenguaje, y llega a la conclusión de que la primera idea en realidad proviene de la «intuición», pero en la intuición no sólo hay una primera idea, sino una «idea absoluta», de donde surgirán las demás, por un proceso de reflexión lógica y razonable. Es decir, en tanto que la razón no «crea», todo aquello que «descubre» es porque ya estaba, o de otro modo no puede surgir. En otras palabras, todo lo que nos «impresiona» y mueve nuestra voluntad para saber qué es y hacernos una idea es porque ya debe de estar en nuestra «intuición», pero aquello en lo que pensamos y que no nos impresiona es porque ya forma parte del conocimiento o de la experiencia. Para entender lo nuevo es necesaria la intuición, que es la «luz» que hay fuera de la caverna y que permite ver las sombras en la pared del fondo de esa misma caverna. Platón descubre la causa del entendimiento, a lo que llama «epísteme», pero incurre en el error de «idealizar» su propio descubrimiento, pues supone que todas las ideas «relativas» están contenidas en una idea «absoluta y perfecta» que espera ser desvelada en su totalidad: la verdad absoluta. Pero se trata de una aporía, pues si todo lo que podemos llegar a idear está en una idea absoluta, esa idea absoluta no puede ser ideada, ya que carece de «movimiento», pues toda idea es «limitar» la extensión de un pensamiento, desde su causa hasta su efecto. De no haber ese movimiento no puede causarse idea alguna. En este error incurrirán uno tras otro todos los idealistas de la historia de la filosofía, y tal vez fuese Ortega y Gasset el primero en «negarse a sí mismo» y renegar de su idealismo, tomado de los neokantianos, para volverse «vitalista», junto son su amigo Bergson, con quien no obstante discrepa considerablemente. Lo que Gasset viene a decir es que las ideas pueden venir de la intuición, pero la intuición no es más que la «circunstancia», y ésta no es ni mucho menos perfecta ni absoluta, pero es la causa de las ideas, tan imperfectas y relativas como la propia circunstancia. Pero Platón debió estar demasiado entusiasmando con su descubriendo como para considerar esta posibilidad, pues la cualidad propia de todo idealista es «dar por concluida la creación» situando a un dios, o demiurgo, en el principio y el fin del proceso del entendimiento, pues ningún idealista acepta la ambigüedad y relativismo de la dialéctica. Platón establece correctamente las causas del entendimiento de las cosas, que sólo puede darse en el pensamiento a través de las ideas, pero se trata de un conocimiento «existencial» y formal que prescinde de las características de las cosas que entiende. Sin embargo para «conocer lo que se entiende» debe trasladarse la idea formada en la conciencia a una cosa u objeto, pues de otro modo aquello que se entiende no puede ser conocido «objetivamente». Platón cree que esa parte del entendimiento pertenece a la «dóxa» y no debe tenerse en consideración para establecer la verdadera forma de ser de las cosas, y lleva razón, pero en este caso debe limitarse a entenderlas y no a «conocerlas». Aristóteles haría posible la unión de las ideas con las cosas, sin cambiar lo esencial del sistema platónico, pero «cambiando de contexto», o de la perspectiva de la existen a la «consistencia», o la de la sustancia. Podríamos caer en la tentación de reprochar a Platón su idealismo, pero es necesario y comprensible que el ser humano necesite «poner límites a su realidad» o de otro modo carecería de existencia, o de una idea de sí mismo y de su «circunstancia». Es decir, las personas no podemos convivir sin poner límites a nuestra comunidad, donde fundamentar nuestra cultura, leyes o normas sociales, y esos límites los pone el Estado, que no es más que una «idea que existe pero que no consiste», pues la consistencia está en el pueblo que lo constituye. Platón en su «República» intenta mostrar una forma de gobierno basado en el derecho a gobernar de aquellos que «deben hacerlo» por su atributos, podemos decir que existenciales, pero también personales, y no aquellos que «pueden hacerlo» por sus privilegios de nacimiento o prerrogativas de la fuerza bruta. Con esto Platón nos quiere decir que el ser humano, a diferencia de los animales, al descubrir su existencia a través de las ideas, descubre el poder de su mente y en adelante su razón de vivir debe ser la búsqueda de la «razón de su existencia», punto de vista de la filosofía, y no la razón de su «consistencia», propio de la ciencia, o la razón de su «apariencia», el de la teología. Con ello Platón cree que el ser humano debe esforzarse por entender más que por conocer, y basar su comportamiento social en el deber y no en el poder, sentando los fundamentos del Derecho, es decir, de la cultura occidental de la que somos sus deudores. En otras palabras, con Platón las luces es que nace la perspectiva de la existencia como inquietud del ser humano, y la búsqueda de la razón de la existencia lleva, a través de la filosofía idealista, a la búsqueda de la verdad en sí misma, lo que progresivamente será la causa de la superación de todo fanatismo religioso o positivismo científico, a los que no preocupa ni la verdad ni la existencia, sino lo bueno y lo positivo respectivamente. Pero debido al «error» de Platón de no considerar relativa e imperfecta la propia intuición, sino perfecta y absoluta, los occidentales hemos padecido los efectos de estados «idealistas» y «absolutistas», y el cristianismo adoptó en sus primeros tiempos, tras la influencia del neoplatónico Plotino, el lado oscuro de las ideas de Platón, pues confundió «mente» con «espíritu», confusión que no ha sido superada todavía. En resumen, el idealismo de Platón, como todas las cosas de este mundo, tiene su lado «bueno» y su lado «malo», por no utilizar los conceptos correctos que serían «verdadero y falso», el bueno es que pone limites a nuestra conciencia sin renunciar a descubrir la verdad de lo ilimitado que hay en la intuición; lo malo es que esos límites temporales e inevitables han sido interpretados como limites «absolutos e intemporales», dando origen a todas las ideas conservadoras y reaccionarias en el transcurso de nuestra historia. Con Platón nace la contradicción entre el deber y el poder, que se resuelve con la «democracia» y la «república». Pero tal y como nos dijo Gasset y Unamuno, la democracia no consiste en el poder de las masas de un Estado, sino en el deber que se deduce de la razón de la existencia, es decir, la democracia debería fundamentarse siempre en la «ultima verdad alcanzada, convertida en un derecho». Por desgracia tras el existencialismo del siglo pasado y la pos modernidad, Platón ha quedado momentáneamente «superado» y más que buscar la razón de nuestra existencia nos preocupa la de nuestra mera consistencia, en otras palabras, volvemos a Aristóteles, pero a una mala interpretación de su filosofía «materialista». Aristóteles La filosofía de Aristóteles puede ser considerada como la causa del pensamiento científico ordenado y sistemático, aquel que llevó a Einstein a elaborar su teoría de la Relatividad, pues es evidente que la «prueba física» de su teoría no llegaría hasta la explosión de la primera bomba atómica en el desierto de Nevada, en los Estados Unidos. Se trata de un filósofo tanto o más controvertido e interpretado que su maestro, Platón, con quien compartió criterios y trabajos durante sus veinte años de colaborador de la Academia. También él se vio envuelto en los avatares políticos de la Magna Grecia, donde la filosofía florecía al mismo tiempo que persistía la tiranía y el feudalismo ancestral de orígenes milenarios. El propio Aristóteles se mostraría ambiguo frente a la democracia llegando a ser consejero de tiranos y generales ambiciosos, como el joven Alejandro el Magno, quien obviamente hizo caso omiso detodo cuanto había intentado enseñarle su distinguido maestro. Su muerte, desterrado en la isla de nacimiento de su madre, era la normal para la época (y por desgracia sigue siéndolo en la actualidad) para quienes ponían en evidencia la ignorancia de la mayoría de las personas que destacaban: tiranos, políticos o ciudadanos notables, por lo que la «inteligencia» era invariablemente acusada de «impiedad» o ateísmo. Pero Aristóteles no consideró oportuno mostrar la ingenua nobleza de Sócrates, y más realista optó por el exilio. Otra muerte heroica hubiera sido imposible de registrar para la historia, con la de Sócrates ya fue suficiente, pues no es sino una «anécdota ejemplar» para ejemplarizar el mundo con anécdotas. Dos iguales hubieran dejado de ser anecdóticas para convertirse en una generalidad, y por tanto no hubiera sido registrada para la historia. Los caminos de Grecia estaban llenos de cruces donde agonizaban condenados acusados de impiedad y otros delitos, pero ninguno de ellos pasó a la historia hasta la crucifixión de Jesucristo. Las razones hay que buscarlas en la propia «anécdota» que supone su crucifixión, que ahora no es el momento de analizar. Desde luego que Aristóteles no rompe con el maestro ni siquiera con la tradición filosófica que constituye del legado donde necesariamente debe nutrirse la suya propia. Esa ruptura no llegará hasta varios siglos después, consecuencia, a su vez, de la ruptura del mundo helenístico como tal. No sólo no rompe con su maestro sino que lo «enriquece». Cabe decir que el propio Platón hubiera llegado a aceptar algunas de sus conclusiones de haber tenido tiempo y oportunidad para ello, pero también los avatares políticos se lo impidieron. Platón estableció la prioridad de la mente y la existencia de las cosas sobre la certidumbre que pudieran aportar sus sensaciones o sugestiones. Pero por esta misma razón quedaba cerrado el paso de todo conocimiento científico, lo que hizo reaccionar a Aristóteles. El razonamiento que le lleva a rebatir a su maestro es simple: Si lo que se entiende no tiene relación con lo que se siente nunca podrá llegar a conocerse. Con esta actitud Aristóteles se «sale peligrosamente de la filosofía» y puede decirse que renuncia a la metafísica, pero al menos acerca posiciones entre ciencia y filosofía. Siglos después Aristóteles será considerado la causa de toda herejía dentro del cristianismo, como lo muestra este pasaje de Tertuliano: «Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. [...] Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté suficientemente examinado.[...] Quédese para Atenas esta sabiduría humana manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón.» Con el tiempo y la Reforma parte del mundo cristiano quedó definitivamente limitado a la tradición filosófica de Aristóteles, abandonado la de Platón. Mientras Platón insiste en que no hay más razón de ser que aquella que se pueda extraer de la existencia, por tanto causada por la mente, Aristóteles propone que la existencia carece de sentido si no se afirma sólidamente en la «consistencia», es decir, en la «substancia». Mientras Platón prepara el camino de la escolástica, una vez reconvertida la mente en espíritu, o espiritualismo más propiamente dicho, Aristóteles sienta las bases de la ciencia moderna, que una vez superado el espiritualismo que domina la cultura occidental hasta el Renacimiento, será el «live motiv» fundamental de nuestra cultura hasta nuestros días. Pero no se trata de una filosofía radicalmente distinta de la de su maestro, sino tan solo un cambio de perspectiva y por tanto un cambio de conceptos. Aristóteles intenta ver el mundo con la mente de las cosas y no la suya propia, es decir, se pone en el lugar de las cosas y las piensa como si las cosas pensaran por sí mismas, o como el mismo lo expresa, «per se». Por decirlo de alguna manera, les presta su propia mente para que se expresen ellas mismas como son realmente. Esta es la actitud de todo científico que se esfuerza por conocer las cosas desde el punto de vista de las cosas mismas y no del suyo. Pero ¿es posible este desdoblamiento de la mente? Para Platón obviamente no, para su alumno sí. La solución al dilema está en el nexo que se establece entre entendimiento y conocimiento a través del «objeto», el médium entre lo que existe y lo que consiste. Mientras la mente causa ideas, la naturaleza produce cosas, pero las cosas y las ideas tienen un punto común de encuentro en el objeto. Para Aristóteles toda idea que no tiene relación con un objeto no puede convertirse en conocimiento, que es la forma en que se vuelve «objetiva» una idea. Platón se conforma con el sujeto, es decir, que la idea misma sin relación con un objeto ya le parece «verdadera». Para Aristóteles la metafísica de Platón no lleva a ningún sitio fuera de la mera existencia de las cosas en la mente, pero para comprobar que esa existencia «consiste en algo» debe de haber un objeto común a la idea de sí mismo y la cosa en sí misma, de otro modo simplemente «no es una idea verdadera». No es más que un punto de vista más «realista», pero no necesariamente más «verdadero», porque las ideas por sí mismas permiten el entendimiento de las cosas, pese a que como conocimiento sea subjetivo. Mientras Platón permite que surjan ideas nuevas provenientes de la intuición que ayudan al entendimiento de las cosas que no pueden observarse, como son las bases de la moderna física teórica, Aristóteles pone un severo freno a ese idealismo «subjetivo» para obligarle a poner los pies en suelo y no ir más allá de lo que pueda ser «objetivo». Es decir, mientras que nos «administra Aristóteles, avanzamos gracias a Platón». Sin embargo Aristóteles no podía abandonar totalmente la metafísica y dio con la respuesta a través de lo que podríamos llamar «metafísica de la física misma», como es su tesis del «Acto y la potencia». Aristóteles podía haber llamado a esta metafísica del «Efecto y por defecto», con lo que no se habría apartado de la existencia de las cosas, pero en tanto que consideraba la perspectivas de las cosas sustanciales, encontró la manera de sustituir voces propias de la existencia por otras propias de la sustancia, como son «Acto y potencia». En realidad creo que debemos considerar a la metafísica de Aristóteles como la «metafísica de la física», no sólo porque esta voz misma surge por la necesidad de clasificar los escritos del filósofos situados «después de la física», según Andrónico de Rodas, recopilador de sus escritos, sino porque como la propia voz sugiere, la metafísica siempre se refiere a la «naturaleza de las cosas» y no al «ser de las cosas». Por qué entendemos como metafísica el estudio del ser, que es más propio de la ontología, son misterios de la etimología, la mayor enemiga de la filosofía. Las analogías entre Platón y Aristóteles son obvias si desplazamos nuestros puntos de vista de la existencia a la consistencia. Lo que para Aristóteles es el «acto» para Platón es el «efecto»; lo que para el primero es «en potencia» para el segundo de «por defecto». Es decir, mientras Platón utiliza voces propias de la filosofía fundamentada en el discurrir sobre las ideas y la existencia, Aristóteles utiliza otras voces que ya son propias de la física, fundamentadas en la «substancia» de las cosas, hasta el extremo que se han convertido en expresiones estrictamente científicas, como es el caso de «potencia», que en física se define como la la cantidad de trabajo efectuado por unidad de tiempo. Es decir, la potencia necesita del tiempo, y el tiempo tan solo muestra un momento «actual o presente», el resto de la duración de las cosas es su «potencialidad». Por tanto, si bien no tengo inconveniente en calificar a Aristóteles de filósofo, en rigor le corresponde el calificativo de «científico», pues abandona ostensiblemente el mundo propio de la filosofía, como es el del ser de las cosas y su existencia. El ser y no ser de las cosas Se ha dicho con razón que la llamada «metafísica del acto y la potencia» pertenece en realidad a la física de Aristóteles. Esto nos llevaría a preguntarnos qué es verdaderamente la filosofía y, sobre todo, cuál es su «sustancia de trabajo». Mi respuesta es contundente: para mí la sustancia de la filosofía son las ideas y lo que de ellas se infiera, y su única «metafísica», pese a que no sea un concepto muy acertado, es aquella que se ocupa exclusivamente del ser en sí mismo y sus posibles causas. El propio Aristóteles hace esta distinción llamando «físicos» a los presocráticos por su interés por las causas naturales sin tener en consideración las posibles respuestas contenidas en las mismas ideas de las cosas en las que pensaban. Este trascendental paso dentro de la filosofía llegará primero con el «noûs», y finalmente alcanzará su síntesis en Platón. Por esta razón no me importa decir que con Platón empieza el declinar de la filosofía, porque deja de ser una «filosofía activa» para convertirse en una «filosofía pasiva», o la acción de «repensar todo lo pensado por él mismo», pero sería más apropiado definirlo como una actividad reflexiva y analítica sobre las cosas mismas, que bien podríamos calificar de «intelectualismo». La filosofía hasta Platón no es intelectual, pese a estar fundamentada en lo que llamamos intelecto, frecuentemente confundido con «inteligencia» sin más. En este desconcertante mundo ha habido más intelectuales burros que burros mismos. Por ejemplo el nazi Joseph Goebbels puede ser calificado de «intelectual burro» (y utilizo el calificativo de burro en su sentido peyorativo y no natural) de una supina ignorancia, razón por la que detestaba a los «intelectuales inteligentes», entre los que destacaban los de origen judío, a los que debió de admirar secretamente. Su quema de libros pretendía lo mismo que aquel emperador chino que mandó quemar toda reseña de las anteriores dinastías, o del cardenal Cisneros, con su inútil intención de destruir el legado cultural del pueblo musulmán de Al-Ándalus. Goebbels intentó eliminar toda obra de intelectuales que estuviera a un nivel superior al suyo, lo que hubiera sido la causa de la destrucción de todos los libros del Tercer Reich, incluidos los cuentos de los hermanos Grimm. Hitler hizo también sus pinitos como intelectual con su sórdido manifiesto «Mein Kampf» y hasta Franco quiso probar fortuna con su «Raza». De manera que los intelectuales pueden ser listos o tontos, pero rara vez son al mismo tiempo «filósofos», porque una condición anula a la otra casi inevitablemente. La intelectualidad sin más es la causa de la anulación de la intuición, fundamento de la propia inteligencia. El intelectual no crea sino que analiza, sintetiza, ordena, renueva el lenguaje del original, profundiza en los contenidos semánticos de las palabras, indaga en los libros de historia para extraer claves ocultas, fechas, nombres y apellidos fundamentales para «limitar y analizar» el contenido de las ideas y de la propia historia, que sí es activa, ¡pero no crea ni genera nada nuevo por sí mismo! En otras palabras, se convierte en un erudito, o en una enciclopedia incapaz de ir más allá de lo reseñado en su prodigiosa memoria. En mi opinión Aristóteles es la transición entre el filósofo y el intelectual, y digo transición porque lo original y creativo de su filosofía ya no es realmente filosofía sino «física». El filósofo creativo, para serlo realmente, debe aportar «algo nuevo que esté contenido en las ideas», y encontrar algo original en las ideas después de Platón. Después de más de veinte años de enseñar idealismo Aristóteles abandona la Academia, pero también los fundamentos de la filosofía, para introducirse en los de la física y durante años hemos calificado su física de filosofía. Lo paradójico del caso es que su metafísica es totalmente coincidente con la de su maestro, pero planteada desde una nueva perspectiva: la de la sustancia. No en vano su lógica es «silógica», de manera que de las propuestas de Platón y las suyas debe inferirse una respuesta similar. Veamos someramente su metafísica del «acto y la potencia». Pongamos que queremos conocer una «cosa» y tomamos como ejemplo una paradigmática y al alcance de cualquier observador como es un árbol. El árbol tiene «sustancia, forma e imagen». El árbol tiene una «presencia» fácilmente percibible por los sentidos: su materia «consiste» en la constatación de su impenetrabilidad al tomar «contacto con ella»; su forma es «penetrable» y sirve para «identificarlo» por el «parecido» con otras formas similares que guardamos en la memoria (no hay dos árboles iguales ni el mismo árbol es igual contemplado entre dos momentos de su duración, lo que acertadamente llevó a Heráclito a deducir que no podemos bañarnos en el mismo río dos veces pretendiendo hacerlo en las mismas aguas), y la imagen es el «conjunto de su forma y entorno» como si se tratara de una fotografía, es decir, lo que nos muestra la forma de la cosa «fundida» en su entorno, donde está también la sugestión de su valor psicológico y emocional. La observación del árbol nos trasmite, sin apenas esforzarnos, una imagen «superficial» de su presencia, porque lo vemos de forma «automática». La mente debe ser como una grabadora digital con una inmensa memoria, conectada a un ordenador que distingue, contrasta y ordena de forma automática e «integral» (de acuerdo a su materia, forma e imagen) las sensaciones que percibe. Las imágenes quedan guardadas, unas en la «conciencia», memoria activa, y otras en la «subconsciencia» o «memoria pasiva», la más extensa y prodigiosa porque debe contener información «nata», o transmitida por nacimiento, es decir, la intuición. Hasta este momento no vemos que quien observa realice «trabajo» alguno, es como si nos sentáramos frente al televisor después de una larga jornada de trabajo y, tras «zipear» un buen rato, decidiéramos quedarnos con un canal que ofrece una programa sobre la naturaleza, que puede ser contemplado sin apenas «pensar en lo que vemos ni en lo que escuchamos», es más, puede que le quitemos la voz y nos conformemos con las imágenes. Otros preferirán apagar el televisor y realizar algún ejercicio de yoga, el efecto final es el mismo: ¡estar vivos sin pensar en nada! Para pensar en las cosas que percibimos debemos realizar algún «trabajo» y todo trabajo requiere un consumo de «energía», por tanto, el saber «sí» ocupa lugar, pero no nos lo parece porque la mayor parte lo almacenamos en la memoria pasiva o subconsciente. El saber por tanto debe «consumir energía». Lo que sucede es que si pretendemos «re-conocer» aquello que contemplamos y que no conocemos sino su parecido con una imagen o sensación que guardamos en nuestra memoria debemos contar con una «fuerza» que haga posible que «emerja de la mera observación una idea de lo observado». Esa es la fuerza «voluntad». Por tanto, la voluntad debe ser la sinergia que se produce cuando «ideamos» las cosas que contemplamos. Esta sinergia requiere un esfuerzo, y el esfuerzo debe ser valorado adecuadamente, pues el resultado de la ideación debe compensar el gasto de energía utilizado en la voluntad necesaria para ello. La clave para realizar este «trabajo» es el interés motivado por una «impresión». En otras palabras, la actividad de la mente tiene al menos dos facetas y estados: la percepción «automática o fenomenológica» y el pensamiento «consciente o voluntarioso», que debe ser razonable y simplemente lógico. Esto ni lo ha inventado Husserl ni los anteriores supuestos filósofos que mencionan ya la idea misma de «fenomenología», sino que ya está en Parménides en su «vía de la verdad y vía de la opinión», pero es sistematizado por Platón con sus categorías de la «epísteme» y la «dóxa». De manera que para «idear» lo primero que hay que hacer es un considerable esfuerzo de voluntad o de otro modo las ideas simplemente no surgen de las cosas observadas o sentidas. Actitud «economicista» que instintivamente practicamos la gran mayoría de los seres humanos, y todos los seres vivos sin excepción, lo que ayuda a mantener el equilibrio natural y la armonía de la mente. Por tanto ese nivel mínimo de actividad mental es el que logra la armonía y el equilibro entre las cosas y sus necesidades: éstas no saben más que aquello que necesitan saber para asegurar su supervivencia. Así, la «voluntad» es una sustancia que se da con mayor intensidad en ambientes altamente «competitivos» donde es preciso «entender más cosas para contrarrestar más retos y sus riesgos». Por último, la voluntad es la fuerza que mueve la «filosofía» misma, puesto que filosofar es fundamentalmente «idear». Platón vería el árbol y se haría una idea «en efecto» de él, idea común en cualquiera que contemplara el árbol sin necesidad de ser filósofo. Pero esa idea en efecto le dice a Platón que el árbol es «efectivamente» o «afirmativamente», es decir, que no sólo «es» sino que «está representado en su idea». Desde Parménides ya se sabía que las cosas «son» en la medida de que el ser no puede no-ser y estas tienen necesariamente que ser. Pero Parménides dejo las cosas en su mero ser «sin final y sin inicio: limites ni destrucción» y la labor de Platón consistirá en «poner límites a lo ilimitado del ser en sí mismo al idearlas». Por tanto, gracias a un considerable esfuerzo de voluntad, «idea» el ser de las cosas y les pone límites. Estas cosas limitadas ya «están y existen», porque son «en efecto». La idea no puede surgir sin un esfuerzo de voluntad y es la voluntad la que «provoca» la existencia del árbol, pero no como algo que consiste, material y característico, sino que existe, o como la «idea de un árbol», y que a Platón por el momento le basta para confirmar su «ser y su existencia verdadera», puesto que su primera preocupación es saber si las cosas existen o no existen, pese a que tenía la sospecha de la «probabilidad de su existencia», ya que el ser del árbol ya era «consistente», o consistía en algo. Con esta breve explicación hemos sugerido que la «anécdota» del «cogito» cartesiano no es más que una anécdota, cuyo fin es marcar un punto de inflexión en la historia de la filosofía, la «repensada», al margen del valor mismo que pueda contener la anécdota, pues Platón ya establece la causa de la existencia de las cosas como consecuencia del pensamiento «ideológico». Por si fuera poco, el párrafo anterior resume otra gran tesis, como es la de Arthur Schopenhauer, contenida en su famoso ensayo filosófico: «El mundo como voluntad y representación», pues ya hemos dicho que la voluntad es la fuerza que provoca que las cosas que son, existan mostradas a la mente a través de su representaciones: las ideas de las cosas. Como esto es irrefutable, Aristóteles no lo refuta. También él ve el árbol y se hace una somera idea de él, pero su reafirmación no es «exclusivamente mental», que es inevitable, sino que desea confirmarla son su sensación sustancial, es decir, para estar debe ser «actual»y sustancial, y si es sustancial debe tener una presencia objetiva y temporal, aquella que se corresponde con el momento en que es percibido por los sentidos, es decir, debe ser «ahora y en la actualidad». Pero su actualidad está «implícita» en la efectividad del árbol como representación a través de su idea, por tanto no es sino una mera cuestión «semántica». Aristóteles prefiere llamar «actualidad de la sustancia» a la «efectividad de su idea». La razón es porque prefiere tomar la cosas desde otro punto de vista de la realidad posible, como la realidad «presente», la suya, a la «ausente» de Platón. Pero la paradoja es que la realidad ausente contiene la presente y viceversa. Por tanto no es más que concebir el árbol desde una nueva perspectiva, perspectiva que ofrece la dualidad inevitable, tanto de la cosa observada como de quien la observa. Aristóteles por tanto se desplaza de plano de la realidad pero no de nivel, porque el nivel alcanzado por Platón es aparentemente insuperable. Hasta aquí hay plena coincidencia y las diferencias puede decirse que son las propias de sus respectivos «caracteres personales». Ambos tiene una primera impresión de las cosas gracias a su percepción por los sentidos corporales, pero Platón confirma su existencia con la mera ideación y Aristóteles pretende extender esta confirmación a la unión entre la «idealización» y la «materialización» de la cosa percibida. Con ello lo que hace es abrir un nuevo camino al conocimiento humano que consiste en «idear las cosas pero sin perder de vista su sustancia», las bases de la ciencia empírica, en tanto que a Platón le basta con idear las cosas sin preocuparse en absoluto de cuál es su sustancia, que son las bases mismas de la filosofía, en tanto se confirme que es una cosa existente; que tiene su idea en efecto, y a partir de esa idea inicial puede conocer la cosa enteramente y entenderla. Una vez aprehendida la idea, le mostrará todo cuanto está relacionado con ella. En otras palabras, Platón también deduce que las ideas «en efecto» lo son también «por defecto». Cambiando la semántica, Aristóteles relaciona este hecho como que las cosas en el «acto» lo son también en «potencia». De manera que tanto Platón como Aristóteles centran toda su atención en la «defectuosidad» de las ideas y en la «potencialidad» de las cosas respectivamente. Hasta ahora vemos que entre ambos filósofos no hay más que diferencias puramente semánticas. La única diferencia sustancial es que en el primer caso trabajamos con una «representación mental» y en el otro con una «representación mental y material», como si se tratara de una copia o de una escultura. Es decir, mientras Aristóteles trata con los «objetos» Platón lo hace con los «sujetos», que emanan los objetos, si bien estos emanan, a su vez, de los 93 sujetos. Seguimos estando en el mismo plano de la realidad. Ahora nos planteamos la cuestión del «movimiento». Zenón, que no he citado porque en lo esencial su pensamiento coincide con el de su maestro Parménides, trata de demostrarnos que según la metafísica de Parménides el movimiento es «imposible» y llevaba razón: el movimiento dentro de la existencia, o lo que es lo mismo, teniendo en consideración sólo las ideas de las cosas es imposible. Para Zenón las cosas «que existen» no se mueven, porque la existencia es en efecto en su totalidad, pues no está dentro del tiempo, ya que no tiene «actualidad al no consistir», mientras que las cosas que consisten tienen un principio y un final, o potencialidad, que sólo se muestra en un instante del presente dentro de su duración, por tanto se mueven. Pongamos este simple ejemplo: Si no consideró mi propia duración no puedo terminar este libro pese a tener ya una «idea efectiva» del mismo, porque sin duración el presente no tiene potencialidad y «no se mueve», y la redacción, sin «tiempo para hacerla», se interrumpiría en la última letra escrita, como por ejemplooooooooo... (etcétera), sin poder pasar de ahí, como si se tratara de uno de los viejos discos de vinilo cuando se rayaban. Pero «porque consisto, tengo una duración», lo que me permite contar con un «tiempo por venir» o futuro donde estará el resto de este libro a partir de este preciso momento «presente», es decir, como sustancia me muevo. Las ideas sin embargo no se mueven con el tiempo sino con cada nueva «toma de conciencia» de lo que se mueve. Pero una vez hecho del «reconocimiento» la idea permanece inmutable hasta un nuevo «reconocimiento». Por esta razón la flecha no puede alcanzar la tortuga en la paradoja expuesta por Zenón, pues cada vez que me haga una idea de donde está la tortuga esta ya está fuera del instante de la concepción de dicha idea. En otras palabras, para Platón el movimiento es una cuestión de «saltos», para Aristóteles es tiempo real y secuencial, acorde con el movimiento constante de la naturaleza de las cosas. El movimiento para Platón se establece desde lo que es «por defecto» hacia lo que es «en efecto», en tanto que en Aristóteles sólo cambia la semántica, pues es de lo que es «en potencia» hacia lo que es «en el acto». ¿Dónde está la diferencia? No sólo en la perspectiva y en las características del movimiento de ambos puntos de vista, pues en Aristóteles se da el movimiento «físico» o «real» y en Platón el «mental» o «ideal», sino que el movimiento en Aristóteles no depende de la ideas sin de la potencialidad de las cosas mismas. La «idea» en efecto no es sino la causa de la «impresión» de la cosa en un momento de su actualidad. Cada vez que es contemplada de nuevo será una «idea temporalmente distinta» pero parte de la efectividad de la «misma idea». Por ejemplo, podemos contemplar diversas fotografías nuestras correspondientes a diversas edades, y veremos como la idea de las fotos sugiere un movimiento a «saltos», uno por cada fotografía o «toma de conciencia», pero nosotros hemos transcurrido ordenada y secuencialmente, de acuerdo a la potencialidad contenida en nuestra duración. El dilema al que se enfrentan ambos filósofos no es el que demuestra el movimiento de la «efectividad o potencialidad» de las cosas, que es bastante simple de enunciar desde ambos planos de la realidad, sino la dificultad de explicar la «continuidad del movimiento» cuando las cosas que existen llegan a su fin. Ni Platón ni Aristóteles ni los filósofos posteriores que «repensaron» una y otra vez sus respectivas filosofías, llegarán a encontrar la solución, es decir, el famoso «arjé» enunciado ya por los presocráticos. Este es el Talón de Aquiles de la filosofía y la causa de su agotamiento, tras la muerte de Platón, quién tal vez se llevó el misterio a la tumba (o dio con la respuesta ya en la tumba, de acuerdo a su teoría de la transmigración). La filosofía nació como una curiosidad del ser humano totalmente inútil, curiosidad que la propia filosofía no ha podido satisfacer plenamente. Tiene que haber una forma que permita, tanto a las ideas como a la naturaleza, donde se originan las propias ideas, «autogenerarse» sin que nadie las piense ni las produzca, lo que obviamente es un contrasentido. De manera que volvemos al «ente inmoble» de Parménides, sin final y sin inicio y que «es, pero no está ni existe», y no vemos la manera que de lo que no-esta, pero que es, pueda estar si no se piensa e idea. Es decir, «la idea de una idea absoluta es inconcebible e inexistente». Esto nos obliga a «aferrarnos» a una de las dimensiones concebibles de la realidad: la presente o la ausente, si se destruye una de ellas sobreviene el caos de ambas, sin que, sin embargo, sepamos cómo pueden volver a «recrearse». Hasta aquí llega la filosofía, cuya idea de sí misma tiene sus limites en lo limitado de sus propios razonamientos. Es caer en la tentación citar en un nuevo capítulo a Plotino, pero puesto que mi intención era tratar de exponer mi opinión sobre el principio y el fin de la filosofía Occidental como idea, acabo de establecer su principio en Tales de Mileto y su final en Aristóteles de Stavro. No obstante, podemos utilizarlo como excusa para escribir el epílogo a lo que «fue» de la filosofía. Si recurro a Plotino es porque es el primer intelectual-filósofo que intenta resolver el dilema introduciendo a un Dios «creador» a pesar de que no le haga responsable de la voluntad de crear, es decir, la filosofía continua siendo ya teología, donde la tomará la patrística y posteriormente la escolástica. Cuando renace con Descartes, lo único que sucede es que la volveremos a repensar en una lengua distinta, el latín, para después volver a repensarla en otras lenguas más «vulgares», cada vez más inservibles para la filosofía, hasta abandonarla, ya convertida en despojos inservibles, en la nada inconsciente y afilosófica de la «post-modernidad». Plotino En filosofía todo está implícito entre Platón y Aristóteles, pero no está suficientemente explicado, argumentado o aclarado. La razón se debe a la falta de un sistema en Platón y a la pérdida de escritos fundamentales de Aristóteles, pues lo que tenemos de él no son más que sus «apuntes de clase», y es muy probable que en sus tratados perdidos el mismo Aristóteles fuera más explícito y accesible. Tras su muerte se inicia la decadencia del mundo heleno, que supone la canonización de una cultura fruto de sucesivas síntesis dentro de una «idea»: la idea de la Magna Grecia. De manera que esta idea se «mueve en la conciencia de sus filósofos» desde un punto a otro, donde se produce su «mutación» en la idea del mundo «greco-romano», a pesar de que antes de la mutación la «realidad de Grecia ya no está en la idea de Grecia». Lo expongo de esta forma para justificar varios de los conceptos que no están explícitos en ambas filosofías, pero que son evidentes e implícitos en sus argumentos, como el concepto del «tiempo», fundamental para justificar el movimiento. Las ideas «no se mueven» lo que se mueve es la «voluntad del ideador», que se refleja en el momento en que concibe la idea única en inmóvil. Por tanto si las ideas son «estancias» pueden ser recorridas, y si son recorridas necesitan de la existencia del tiempo. La idea siempre está sujeta a la existencia de la cosa ideada, pero a diferencia del objeto de la idea, cuya observación requiere su constante presencia actual, la idea queda tal y como fue concebida en el momento de la última observación de la cosa presente. Para justificar el movimiento basta con contemplar de nuevo la cosa ideada y comprobar que se trata de una idea «ligeramente diferente a la anterior», lo que denuncia el «paso del tiempo sobre el objeto ideado». De ello se dedude que la idea carece de tiempo, o está fuera del tiempo, pero el objeto de donde procede la idea es una cantidad «delimitada» de tiempo, que constituye su duración. Esta duración se alcanza tras «sucesivas síntesis» o substituciones de unas ideas «temporales y circunstanciales» por otras, hasta que la cosa es completamente ideada y se hace «inobservable», por lo que no se pueden extraer más ideas parciales de ella. De esta manera, Platón, no sólo justifica la idea misma del tiempo, sino la «dialéctica». Sin embargo, ni siquiera Platón es el padre de la dialéctica, sino que acertadamente Aristóteles considera que fue Zenón el primero en utilizar argumentos dialécticos para explicar el movimiento de lo inmóvil. En su paradójico ejemplo de la flecha y la tortuga, ampliamente citado, Zenón va considerando sucesivas síntesis cada vez que la flecha cree alcanzar a la tortuga, la idea, mientras ésta ya ha recorrido un nuevo espacio infinitamente «divisible», por lo que las sucesivas síntesis son también infinitas y «no es posible» que se produzca la supuesta síntesis final y la flecha alcance a la tortuga. Si lo hace es porque la tortuga se «agota» y deja de moverse, es decir, porque colapsa el movimiento y con él las ideas. Es decir, la flecha se «mueve» o más propiamente dicho, «transita» por diferentes «ideas», pues cada vez que alcanza el punto donde se hallaba la tortuga en el momento de intentar darle alcance (concebir la idea), el siguiente recorrido ya es «otra idea», lo que es un punto de vista nuevo que debemos consideran como epílogo de la propia filosofía. Lo que Zenón nos muestra es el «mundo real de las ideas», con su infinitud y su eterno dilema entre un absolutismo inconcebible y un relativismo también inconcebible. En cuanto a conceptos como la «nada», es fácil deducir que la ideas en efecto, si son sólo una representación actualizada de las cosas misma, la parte no «actual o ausente» será momentáneamente la «nada» de la misma idea, para llegar a ser «algo» en cada uno de los «instantes» actuales de su duración. No sólo está explícita, sino que además sugiere la existencia de una nada que «es» y otra que «no-es». Esta doble nada (la nada no puede escapar a la teoría de los contrarios de Heráclito ni a la dialéctica) ya está en la metafísica de Parménides, pues el ser que no está, está, pero en la «nada», que es una forma de «ser nada», en tanto que el ser que es en sí mismo, está en la nada en sí mismo. Pero lo paradójico es que como ente, la nada debe ser «todo lo que es nada», aún sin existir. ¿Por qué Parménides necesita apenas unos cuantos hexámetros para explicar su nada cuando Sartre para lo mismo necesita cerca de mil páginas de argumentos cuya lectura es sólo para iniciados? ¡Buena pregunta! La única respuesta posible es que Sartre es un «intelectual inteligente» que trata de repensar lo que pensó un «filósofo», de manera que la filosofía posterior a Aristóteles son puros ejercicios racionalistas, producidos por 100 intelectuales inteligentes pero preocupados por la «estética de su lenguaje filosófico» tanto o más que por sus argumentos. Es decir, parece como si desde Descartes «argumentar» fuera sinónimo de «complicar y acomplejar» lo que debe ser expuesto con claridad y sencillez. Si había dicho que la filosofía es una curiosidad inútil, la curiosidad e inutilidad misma de la filosofía se convierte en su razón de ser a partir de que es repensada, pero cada vez requiere de más «fuerza de voluntad» para enunciar ideas como originales, cuando ya han sido enunciadas con la menor fuerza de voluntad posible, es decir, con la necesaria para su argumentación. De hecho casi prodríamos decir, como comentario anecdótico y sin animo de ofender, que la filosofía en la actualidad es la herramienta que utilizan los académicos, que por simple relación dialéctica son la «contrariedad de los alumnos», para martirizar sus mentes, pues es evidente que son muy pocos los que pasan de una somera comprensión de lo que es la filosofía y lo que trata de enseñarles, y se limitan a retener en la memoria algunos conceptos y argumentaciones aisladas y fuera de contexto con lo que aprobar los exámenes. Si los aprueban es porque los académicos responsables se conforman con el sacrificio y el desgarro mental ejercido sobre los dolientes estudiantes, que los redime, al margen de que entiendan lo que han aprendido. Es lo que en la teología cristiana primitiva se entendía como «bautismo de sangre» (el de los mártires no bautizados), que era más válido y redentor que el simple bautismo de agua. De manera que en la filosofía de Platón, complementada por Aristóteles, ya están implícitas las ideas de «dialéctica» de Hegel, «voluntad» de Schopenhauer, «duración» de Bergson, «tiempo» de Heidegger, «nada» de Sartre o «fenomenología» de Husserl, entre otras. Todos estos intelectuales producen una «filosofía inteligente pero inútil», destinada a completar los programas de las cátedras de las facultades de filosofía, pero que no llega a la calle ni pueden ser explicadas en hexámetros en plazas y mercados. Es la faceta residual de una filosofía creativa que justificó el ser mismo de la Grecia que la produjo y que, fuera de la idea de Grecia, deja de ser filosofía (la flecha nunca puede alcanzar a la tortuga, si la flecha nos sale de la idea de «Grecia»). Plotino es el primer filósofo occidental que no es de origen heleno, y por tanto es también el primero cuya filosofía carece del entorno adecuado y ya no «germina», porque la filosofía ya se ha «desnaturalizado». Desde luego que Plotino no pretende ser «original», pues a partir de la muerte de los dos grandes filósofos griegos, no hay más que «neo-platónicos o neo-aristotélicos», lo que equívocamente se traduce por «idealistas o materialistas». Platón nunca perdió de vista la materia, pero la desestimo como «herramienta para el entendimiento de las cosas», en tanto que su alumno jamás despreció las ideas, pero la «revistió de sustancia» para hacerlas más comprensibles y reconocibles. Pues bien, Plotino «pone el dedo en la llaga» de la filosofía «inacabada» por «inacabable» y busca «algo» que se auto cause a sí mismo. Ha viajado por la India y se trae un buen bagaje de una filosofía oriental que parte de premisas completamente distintas de la filosofía occidental (no sé si debemos llamarla filosofía o teología o, incluso, parapsicología), porque es más «imaginativa» y «holística». No entiende el mundo como «representación y voluntad» de las ideas, sino como «emanación» de un «Espíritu divino» cuyo conocimiento se alcanza con la ausencia total de voluntad a través de una «comunicación directa con el cosmos», de «mente cósmica a mente cósmica», pero también de «energía universal a energía universal» y de «espíritu divino a espíritu divino», en un «éxtasis» indescifrable e «insustanciable», que viene a confirmar lo que Parménides deduce de que el ente «es, pero no está». La certeza de su ser irremediable y necesario no puede alcanzarse con ningún sentido «que pertenezca al mundo de lo que está y existe», sino con los sentidos que no están ni se aparecen, es decir, los «sentidos extrasensoriales», como son el «instinto, la intuición y la fe», tal «reales» como la vista, el oído, el gusto, el olfato o el tacto. Platón no niega la «existencia» de estos sentidos que son incapaces de mostrar su sustancia pero que son, pero argumenta la necesidad de su existencia sin abandonar la vía de la razón y desestima las certezas que proporcionan los sentidos corporales, o abandonarse a las certezas «nebulosas e imprecisas» de los sentidos extra sensoriales. Para Platón filosofar es sobre todo razonar e idear. Por tanto es la postura «lógica del racionalismo y del idealismo». Racionalismo e idealismo que será retomado ardorosamente tras el Renacimiento por el pensamiento «absolutista» del Estado, pero también por el «soñador y emprendedor» de la burguesía urbana europea, a partir, como ya es harto sabido, de Descartes. Platón argumenta la existencia de la intuición o del aspecto trascendental de la mente humana, pero no lo hace en su filosofía, sino en su teología, aceptando la posible «transmigración» de las ideas o del alma de las cosas, y aquí está la clave del epílogo mismo de la filosofía y el eslabón perdido entre Occidente y Oriente. Si digo que la primera clave para dar con ese eslabón perdido nos la proporcionará un filósofo español se me puede acusar de chauvinismo, pero es así. Sería Ortega y Gasset quien descubrirá una contradicción fundamental en el pensamiento platónico, y por ende kantiano y hegeliano, pero mucho me temo que Gasset no llegó a ser plenamente consciente de ello. Ortega fue un filósofo envuelto en la maraña de su inteligente intelectualidad, de la que no podrá librarse completamente. Como Platón fue lo que popularmente se llama «culo de mal asiento» para la filosofía. Si su maestro desarrolló su pensamiento a través de sus «Diálogos», Gasset lo haría con sus «Meditaciones», pero ni uno ni otro se sientan y deciden ponerse a trabajar en un «corpus» filosófico sistemático y bien estructurado. Gasset también quiso intervenir en política para hacer posible la una «República ideal» y, como su lejano maestro, tuvo ante sí la «tiranía» de otro «Dionisio» que terminó por «esclavizarlo» siendo «vendido» en subasta pública y rescatado por sus amigos y antiguos alumnos, para terminar sus días enseñando filosofía. Son dos vidas perfectamente paralelas, pero Platón no visitaría la «Germania» como lo hizo nuestro filósofo. Desde el mismo momento en que Gasset lee a Kant comprende que a la filosofía de su tiempo le «falta algo» y ese algo es ¡la circunstancia! Esta será la última aportación creativa de una filosofía que ya no es creativa sino intelectual. ¿Están las circunstancias implícitas en la filosofía de Platón? Sin duda, pero era uno de sus secretos mejor guardados. Antes de nada quisiera exponer una idea para enmarcar adecuadamente la circunstancia de Gasset. Todo filósofo que se precie de serlo debe comenzar por «delimitar lo ilimitado con su propia idea», es decir, debe «marcar su territorio». En este territorio no puede entrar nada sin ser «rechazado o asimilado», de manera que todo cuanto entre «circunstancialmente» servirá para ir «desarrollando la propia idea delimitada». Si traigo a colación la circunstancia de Gasset es porque me propongo «devorarla» para que sirva a mis propósitos y «engorde mi propia idea». Es por tanto «la caza» lo que da sentido al territorio, de manera que es la circunstancia lo que da sentido a la idea. Ya tenemos razonada la «utilidad de las circunstancias», ahora sólo debemos identificar la sustancia tanto de la caza como del cazador. ¿Por qué se mueven las ideas de Platón? Por que Platón piensa en ellas «periódicamente» por tanto la idea no se mueve, quien se mueve es Platón. La idea está estática e incompresible y Platón está pendiente de que aparezca algo en el «ambiente» que le haga dudar de la «veracidad de lo que lleva concebido de la idea». Esa «duda razonable» le obliga a concebir de nuevo la idea para recomponerla, «alimentándola» y realizando una nueva síntesis. Ahora la flecha de Zenón llega a un punto donde cree que está la tortuga, pero ésta ya a recorrido cierto espacio y sigue sin alcanzarla, por lo que necesita de una nueva idea. También podemos decir que sobre estaargumentación se fundamenta el principio que «alienta» el método cartesiano. Puesto que estamos fijando nuestra atención en la idea misma del árbol expuesto como ejemplo, nos damos cuenta de que quien la mueve es la «mente de Platón» es sus sucesivas «tomas de conciencia» del árbol en sus diferentes momentos de su duración, puesto que la idea carece por sí misma de movilidad. De manera que «la circunstancia» de la idea del árbol es ¡la naturaleza de Platón!, o quien se «alimenta de las circunstancias» para que haga posible que sus ideas crezcan y se desarrollen en el tiempo y en el espacio. No creo que Gasset lo razone en estos mismos términos, pero la circunstancia, que no resuelve lo esencial, al menos supera los planos o perspectivas tanto de Platón como Aristóteles, para situar la observación del dilema desde en nuevo plano. Tenemos una idea que es pensada sucesivamente y «engordada» con sucesivas síntesis, pero para que surja la duda debe surgir algo nuevo fuera de la idea, lo que introduce un tercer plano para la concepción misma de la idea, a saber: el principio, el fin y la circunstancia. Pero la circunstancia, en tanto que viene de fuera de la idea debe ser también parte de otra idea, por tanto debe tener también su propio principio y fin más su circunstancia, y así sucesivamente. Esta «trilogía» será la base de la nueva concepción de la realidad del mundo post heleno, el latino, y el padre de su argumentación será el neoplatónico Plotino. Pero esta trilogía no sólo nos abre un nuevo plano o perspectiva (frase también de Gasset) de la realidad, el de la circunstancia, sino que la circunstancia es parte de otro «nivel» o dimensión de la realidad. La realidad era hasta Platón la «idea que es pensada», desde Plotino la realidad es la «idea que es pensada por una idea que es a su vez pensada por otro idea superior», también pesada... y así sucesivamente. En efecto, si Platón es también una idea que debe ser «pensada» y para que la idea de Platón se «mueva», como es evidente que lo hace, pues es la «circunstancia que hace mover la idea del árbol», debe de estar sometida, a su vez, a una determinada «circunstancia». De esta manera se van desdoblando los «niveles» hasta un nuevo «infinito» que ya no es del principio hasta el final, sino «de un nivel de conciencia absoluta a otro nivel de conciencia absoluta», pero superior. A este movimiento se le puede calificar con el prefijo «trans»: «transmigración», «transmutación», «transdimensión», etc. No es un movimiento lineal sino «espacial» y «dimensional», porque se inicia al final de lo absoluto y comienza al principio también de lo absoluto, no es por tanto, la «nada» sino el «no-ser» que Parménides niega vehemente. Por tanto el ser algo-debe poder no-ser-algo, de otro modo tenemos que renunciar a toda evidencia sensorial y considerarnos fantasmas inexistentes en un mundo habitado por seres ilusos e inconscientes. Y éste no es nuestro caso pues es evidente que tenemos «apariencia» y «consistencia». Dios: ¿creador o destructor del mundo? Cuando muera, algo que no sólo tengo asumido sino previsto que pueda suceder, y si algunos de mis escritos merecen ser salvados del olvido, no quisiera que se dijera que yo tenía tal o cual filosofía, porque la filosofía no se «tiene» ni se «aprende» sino que se razona. Si, no obstante, alguien insiste en que yo debía tener alguna filosofía en concreto, sea neoplatónica o neoaristotélica, para dar con ella tendría que viajar hasta Berlín (recomiendo que se haga en los mes de abril o mayo) y darse una vuelta por los jardines del Palacio de Charlotemburgo, porque debe de encontrarse desparramada por sus senderos, estanques y arboledas, pues es allí donde solía razonar «mi filosofía». Si no da con ella al primer vistazo, puede hacer lo mismo que hice yo: sentir las cosas y razonar sobre ellas de acuerdo al mensajes que normalmente envían casi sin descanso, desde el verdor de las viejas hayas en primavera, hasta el significativo canto de los mirlos al atardecer, pasando por la contemplación de las réplicas de estatuas como la del dios «Amor» y su compañera la diosa «Venus», además de la del busto de la reina prusiana, Luisa. Si, a pesar de todo, no da con mi filosofía no ha nacido para filosofar y lo mejor es que no malogre la visita y se entregue al goce del parque con la «mentalidad de una persona normal», es decir, como un sencillo y honesto turista. Hago este largo preámbulo porque decenas de veces me pregunto por qué me entretengo en llenar pantallas y pantallas de texto, es decir, miles y miles de «bits» de ordenador, con ideas más o menos razonables sobre las cosas, pero no tengo una respuesta concluyente. Debe ser por mi incapacidad para hacer algo mejor y más provechoso que filosofar. Pero otras veces me digo que algo tendrá la filosofía que perdura y seguimos repensándola una y otra vez, tratando de desvelar las verdades a medias que nos dejaron razonadas nuestros antepasados. Lo que yo me pregunto es si Plotino influyó en la concepción de una nueva idea, perfectamente limitada, como es el cristianismo y que marcaría profundamente el devenir de Occidente. Porque el cristianismo no pudo surgir sólo de Cristo sino de unas determinadas «circunstancias», entre las que podemos incluir a Plotino. La filosofía, directa o indirectamente, debe tener alguna utilidad o quién sabe sino no será un perjuicio. Si el Estado totalitario prusiano fue la consecuencia de Hegel no sé si no hubiera sido mejor que Hegel no hubiera pensado en el Estado. María Zambrano dijo que Plotino podía haber sido cristiano, pues pensaba como un cristiano, pero si no se decidió a profesar esta nueva religión debía ser porque su dios no casaba plenamente con el «Jehová» del Antiguo Testamento, ya que para Plotino Dios era, más que el creador, el «destructor» del mundo. La tesis de Plotino se fundamenta en Platón y en su «demiurgo», y viene a decir que quien piensa, idea; pero al idear destruye la idea; la consume y hace que su tiempo se agote agotando su duración. De manera que la «voluntad» sólo produce espacio llenos para vaciarlos inmediatamente después de haberlos creado. Por otro lado, el pensador de ideas es, a su vez, pensado por otra idea, y ahí tenemos ya el dios «creador» o «destructor» de Plotino, pero también el «uncidor uncido con la unción» de Santo Tomás. Puesto que es también una «idea» es algo «absolutamente lleno», cuya misión es pensar el mundo, pero no crearlo porque el mundo se crea sólo con imaginarlo. Es decir, es un dios que crea el mundo por «emanación» de su mente (o espíritu), que crea «nueva-mente», y esa mente recién creada idea el mundo, el nuestro. Plotino no quiere ir más allá de estos dos niveles: lo uno «arriba» y todo lo demás abajo, o bajo la total dependencia y esclavitud de «lo Uno». La culpa de la negatividad no es del dios de Plotino, sino de los hombres que reciben la mente de este dios. Estos la utilizan en «idear el mundo» para después destruirlo. De su dios no es posible predicar atributo alguno, pese a que debe tenerlos, porque es «una idea impensada» (o así le parece que sea), por lo que toda idea impensada es lo que es completamente, con toda su duración intacta y completa y sin circunstancia; es, en definitiva, una idea que «no puede ser ideada». ¿Por qué Plotino insiste en que sea? Por la misma razón que los orientales tienen «fe» en un espíritu universal al alcance de los sentidos extra sensoriales, es decir, porque sucumbe al «espiritualismo» de la época y abandona la intuición para ponerse en manos de la «fe». Por esta razón pudo ser cristiano, sólo tenía que cambiar la idea de un dios que emana «negatividad» por otro, tal y como aparece en el Antiguo Testamento, que emana positividad, creador y no destructor. Supongo que no cambió de opinión en honor a su maestro y a su «demiurgo», pero al menos el «Misterio de la Trinidad» ya quedó correctamente planteado por él: Dios es el principio y fin de todas las cosas sin que el mismo tenga un principio ni un final, es decir: «Dios», «principio», «final». Para Plotino no es «razonable que exista Dios», pero es «creíble que pueda haber Dios». En cualquier caso su dios no puede «estar ni existir» porque de estar sería una idea pensada por alguien, quien, a su vez, es pensado por alguien más, etc. (véase una vez más la paradoja de Zenón sobre la imposibilidad de que la flecha alcance a la tortuga, porque la flecha no se mueve sino que piensa). De manera que Gasset introduce con su circunstancia la causa del movimiento que obliga a la «transmutación» de las ideas, puesto que las alimenta hasta que «colapsan» o «no-son». Si no existiera la circunstancia las ideas permanecerían intactas, pero la circunstancia es la razón de ser de las ideas, de manera que no pueden concebirse las unas sin las otras. ¿Resultado? Una sucesión de dioses, cada uno en una «dimensión y nivel propio y diferente». Cada dios piensa a otro dios y todos los dioses permiten la creación de todos los mundos, sin que podamos encontrar una salida razonable hacia lo «absoluto» como no sea la totalidad de lo infinito, o la armonía de Heráclito, ¡pero esto no es razonable! Si alguien quiere un sencillo ejemplo de esta tesis, le sugiero que en su próxima visita a Rusia compre una de sus populares muñecas «Matriuskas». Es la idea más aproximada de la realidad tal y como debe ser, pero si hubiera artesanos capaces de producir muñecas indefinidamente, tanto hacía el interior como hacia el exterior. Si en lugar de comprar una compra media docena, el ejemplo todavía es más ilustrativo, pues la «infinitud debe tener varios niveles y varios planos» al mismo tiempo. ¡Por eso las ideas son necesarias, porque limitan lo que debe ser ilimitado! Como he dicho, la filosofía nació como una curiosidad de la mente humana y la propia mente humana está atrapada en esa curiosidad (la curiosidad mató al gato), para la que no hay satisfacción posible por medio de la filosofía. Por esta «razón» fuimos arrojados del Paraíso y todos nuestros intentos para volver de nuevo a él dependen de que sepamos encontrar la «puerta de acceso» con la ayuda de sentidos que no sirven a la razón, como son el «instinto, la intuición y la fe». Nota final aclaratoria No crea el lector con las conclusiones finales de este libro le estoy sugiriendo que tan pronto como lo cierre corra a la primera iglesia que encuentre y se afilie a ella, sin que importe demasiado el credo o la tendencia. No, todo lo contrario. Hace unos días tuve la suerte de contemplar aquí en Berlín una exposición de carteles de propaganda de la II República española, y en uno de ellos rezaba, entre otras muchas, esta recomendación: «Fe razonada». Visto en un cartel de contenido político dirigido a las masas populares de la convulsa historia de España de la época me pareció una auténtica «boutarde», pero ahora, tras redactar la última parte de este breve ensayo filosófico, me ha venido a la memoria esta llamativa frase y me he dado cuenta de su extraordinaria coherencia. Por esta razón añado esta nota. En efecto, a la fe, que no es más que la intuición en el contexto del espíritu, sólo se puede llegar a través de la razón, pero de la propia y personal y siempre que hayamos agotado todos los argumentos razonables posibles, pues no hay duda de que las cosas siguen siendo un misterio para nuestro entendimiento. Recurrir a la fe sin haber agotado las posibilidades de nuestra propia razón es lo que hace del mundo un lugar inseguro e impredecible, pues la razón siempre nos lleva a obrar con «cautela» y moderación en tanto que la «imaginación», sobre la que se fundamenta la fe «irracional», nos lleva a obrar de forma impulsiva y en ocasiones violenta. Un mundo razonable no es un mundo perfecto pero al menos es un mundo tolerable y tolerante. Por último, en este libro me he negado a incluir notas bibliográficas, excepto algunas reseñas biográficas de los filósofos mencionados, porque de las biografías se infieren muchas de las causas de sus formas de pensar. Sólo leyend biografías se puede entender perfectamente el devenir de la Historia. Pero hay otra razón todavía más importante: yo no sólo he pretendido «explicar la filosofía», para lo que carezco de la preparación «intelectual» adecuada, sino que además he intentando «contarla», por tanto puede que este libro deba ser considerado como un «cuento» y yo un «cuentista», ¡tanto mejor! De considerarme un intelectual no podría ser un filósofo y, puestos a elegir, me quedo con la modesta e inútil condición de «filósofo-cuentista». Creo que Parménides también lo era. BREVES ESTRACTOS BIOGRÁFICOS Tales de Mileto (Mileto, 624 a.C.-?, 548 a.C.) Filosófo y matemático griego. Ninguno de sus escritos ha llegado hasta nuestros días; a pesar de ello, son muy numerosas las aportaciones que a lo largo de la historia, desde Herodoto, Jenófanes o Aristóteles, se le han atribuido. Entre las mismas cabe citar los cinco teoremas geométricos que llevan su nombre (todos ellos resultados fundamentales), o la noción de que la esencia material del universo era el agua o humedad. Anaximandro (Mileto, 610 ad.C. - h. 546 ad.C.) Discípulo y continuador de Tales, se le atribuye un libro sobre la naturaleza, pero su pensamiento llega a la actualidad mediante comentarios doxográficos de otros autores. Se le atribuye un mapa terrestre, la medición de los solsticios y equinoccios por medio de un gnomon, trabajos para determinar la distancia y tamaño de las estrellas y la afirmación de que la Tierra es cilíndrica y ocupa el centro del Universo. Anaxímenes (Mileto, 585 ad.C. - 524 ad.C.) Hijo de Eurístrato. Fue discípulo y compañero de Anaximandro. Anaxímenes creía que la Tierra era plana «como una hoja», y que se formó por la condensación del aire; los cuerpos celestes, también planos, nacieron a partir de la Tierra debido a una rarefacción de su pneuma o exhalación. Parménides (Elea Magna h. 540 ad.C. - 470 adC.) Según Diógenes, Parménides fué discípulo de Jenófanes, pero no le siguió en su doctrina. Soción –según el mísmo Diógenes– afirma que el que lo convirtió a la vida contemplativa fue Aminias. Plutarco, Estrabón y Diógenes –siguiendo el testimonio de Espeusipo– coinciden en afirmar que Parménides participó en el gobierno de su ciudad, organizándola y dándole un código de leyes admirable. Platón, en su diálogo Parménides relata que, acompañado de su discípulo Zenón de Elea, visitó Atenas cuando tenía aproximadamente 65 años de edad y que, en tal ocasión, Sócrates, entonces un hombre joven, dialogó con él. De sus escritos sólo se han conservado 160 versos, pertenecientes a 19 fragmentos de un poema didáctico, titulado Sobre la naturaleza. Heráclito (Éfeso, desaparecida, actual Turquía, h. 540 a.C.-Éfeso, id., h. 470 a.C.) Se sabe muy poco de la vida de Heráclito de Éfeso, apodado el «Oscuro» por el carácter enigmático que revistió a menudo su estilo, como testimonia un buen número de los fragmentos conservados de sus enseñanzas. Éstas, según Diógenes Laercio, quedaron recogidas en una obra titulada «De la naturaleza», que trataba del universo, la política y la teología. Según Diógenes Laercio, la causa de su afección de hidropesía habría la causa su retiro en el monte, donde se alimentaba de hierbas, movido por su misantropía. El desprecio de Heráclito por el común de los mortales concordaría con sus orígenes, pues parece cierto que procedía de una antigua familia aristocrática, así como que sus ideas políticas fueron contrarias a la democracia de corte ateniense y formó, quizá, parte del reducido grupo, integrado por nobles principalmente, que simpatizaba con el rey persa Darío, a cuyos dominios pertenecía Éfeso porentonces, contra la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos. Se enterró en estiércol en la suposición de que el calor de éste absorbería las humedades, con el resultado de que aceleró el fatal desenlace. Anaxágoras (Clazomene, actual Turquía500 - 428 adC) Se trasladó a Atenas por razones desconocidas (fue el primer pensador en hacerlo). Entre sus alumnos se encontraban el estadista griego Pericles, Arquelao, Protágoras de Abdera, Tucídides, el dramaturgo griego Eurípides, y se dice que también Demócrito y Sócrates. Conocedor de las doctrinas de Anaxímenes, Parménides, Zenón y Empédocles, Anaxágoras había enseñado en Atenas durante unos treinta años cuando se exilió tras ser acusado de impiedad al sugerir que el Sol era una masa de hierro candente y que la Luna era una roca que reflejaba la luz del Sol y procedía de la Tierra. Marchó a Jonia y se estableció en Lampsaco (una colonia de Mileto), donde, según dicen, se dejó morir de hambre. Demócrito (Abdera, Tracia. 470/460 al 370/360 ad.C.) Fue discípulo de Leucipo y contemporáneo de Sócrates. Hiparco de Nicea asegura, según Diógenes de Laertes (Diógenes Laercio), que Demócrito murió a los 109 años de edad; y todos los autores de la antigüedad (cuyos escritos han llegado hasta nosotros) que hayan hecho referencia a su edad, coinciden en que vivió más de cien años. Fue conocido en su época por su carácter extravagante. Sócrates (Atenas, 470 a.C.-id., 399 a.C.) Fue hijo de una comadrona, Faenarete, y de un escultor, Sofronisco, emparentado con Arístides el Justo. Pocas cosas se conocen con certeza de su vida, aparte de que participó como soldado de infantería en las batallas de Samos (440), Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (422). Fue amigo de Aritias y de Alcibíades, al que salvó la vida. La mayor parte de cuanto se sabe sobre él procede de tres contemporáneos suyos: el historiador Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el filósofo Platón. Considerado un «sofista», con su conducta se granjeó enemigos que, en el contexto de inestabilidad en que se hallaba Atenas tras las guerras del Peloponeso, acabaron por considerar que su amistad era peligrosa para aristócratas como sus discípulos Alcibíades o Critias; oficialmente acusado de impiedad y de corromper a la juventud, fue condenado a beber cicuta después de que, en su defensa, hubiera demostrado la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Platón (Atenas, 427 a.C.-id., 347 a.C.) Platón, que realmente se llamaba Aristocles Podros, y cuyo seudónimo Platón significa «el de los hombros anchos», era hijo de una familia que pertenecía a la aristocracia ateniense, concretamente a la familia denominada Glaucón. Su padre se llamaba Aristón y su madre Perictione. Durante su juventud vivió las consecuencias de la guerra del Peloponeso. A los 21 años pasó a formar parte del círculo de Sócrates, el cual produjo un gran cambio en sus orientaciones filosóficas. Tras la muerte de Sócrates en el 399 ad.C., Platón se refugió en Megara durante un breve espacio de tiempo, donde comenzó a escribir sus diálogos filosóficos. Sus conocimientos y habilidades eran tales que los griegos lo consideraron como hijo de Apolo y decían que en su infancia las abejas habían anidado en sus labios como profecía de las palabras melosas que salían de ellos. Estuvo presente durante el juicio de Sócrates, pero no en su ejecución. El trato que Atenas dio a Sócrates le afectó profundamente y sus primeros trabajos registran la memoria de su maestro. Se dice que muchos de sus escritos sobre la ética estaban dirigidos a evitar que injusticias como la sufrida por Sócrates volvieran a ocurrir. Después de la muerte de Sócrates, Platón viajó extensamente por Italia, Sicilia, Egipto y Cirene en busca de conocimientos. En el 396 ad.C. emprendió un viaje de diez años por Egipto y diferentes lugares de África e Italia. En Cirene conoció a Aristipo y al matemático Teodoro. En Magna Grecia se hizo amigo de Arquites de Tarento y conoció las ideas de los seguidores de Parménides. En el 388 adC viajó a Sicilia y en Siracusa, donde quiso influir en la política de Dionisio I y aprendió mucho de las formas de gobierno que plasmaría después en La República (en griego «politeia», que significa ciudadanía o forma de gobierno). Sus manifestaciones políticas, que en algunos casos eran irreverentes con la clase dominante, lo llevaron a prisión. Anníceris de Círene reconoció a Platón en la venta de esclavos y le compró para devolverle la libertad. En el 361 ad.C., tras recobrar su libertad, Platón compró una finca en las afueras de Atenas, donde fundó un centro especializado en la actividad filosófica y cultural, al cual llamó «Academia». El nombre procede de que en dicha finca existía un templo dedicado al antiguo héroe llamado Academo y dicha academia funcionó ininterrumpidamente hasta su clausura por Justiniano I en el 529 dC, pues veía en esta una amenaza para la propagación del cristianismo. Muchos filósofos e intelectuales estudiaron en esta academia, incluyendo a Aristóteles. Aristóteles (Estagira, hoy Stavro, actual Grecia, h. 384 a.C.-Calcis, id., 322 a.C.) Hijo de una familia de médicos, él mismo fue el médico del rey Amintas II de Macedonia, abuelo de Alejandro III el Magno. Huérfano desde la niñez, marchó a Atenas cuando contaba diecisiete años para estudiar filosofía en la Academia de Platón, de quien fue un brillante discípulo. Pasó allí veinte años, en los que colaboró en la enseñanza y publicó algunas obras que desarrollaban las tesis platónicas. En el 348 a.C., a la muerte de Platón, rompió con la Academia y abandonó Atenas, donde el clima político contrario a Macedonia no le era favorable. Se trasladó a Atarnea y fue consejero político y amigo del tirano Hermias; en el 344 a.C. viajó a Mitilene, probablemente invitado por Teofrasto. Contrajo matrimonio con una sobrina de Hermias, y luego, al enviudar, con una antigua esclava del tirano, de la cual tuvo un hijo, Nicómaco. En el 342 a.C. fue llamado a la corte de Macedonia por Filipo II para que se encargara de la educación de su hijo y heredero, Alejandro, por entonces un muchacho de trece años. Allí supo de la muerte de Hermias, crucificado en el 341 a.C. por los persas a causa de su amistad con Filipo, y le dedicó un himno. A la muerte de Filipo, en el 335 a.C., Alejandro subió al trono y, como muestra de agradecimiento a su preceptor, le permitió regresar a Atenas, por entonces bajo el gobierno de los macedonios, donde Aristóteles dictó sus enseñanzas en el «Liceo», llamado así por estar situado en un jardín próximo al templo de Apolo Licio, protector de las ovejas contra los lobos. Con el tiempo, y quizá no antes de su muerte, los discípulos de Aristóteles constituyeron una institución comparable a la Academia platónica, denominada «escuela peripatética» por la costumbre de dictar las enseñanzas y mantener las discusiones durante largos paseos. En el 323 a.C., a la muerte de Alejandro, se produjo en Atenas una reacción contraria a la dominación macedónica; Aristóteles, sospechoso de serle favorable, fue acusado oficialmente de impiedad por haber dado a Hermias la consideración de inmortal en el himno compuesto por él. Recordando la muerte de Sócrates, cedió la dirección del Liceo a Teofrasto y se retiró a Calcis, la ciudad natal de su madre en la isla de Eubea, donde murió pocos meses después. Plotino (Licópolis, actual Egipto, 205-Campania, actual Italia, 270) Se le considera habitualmente como el fundador del neoplatonismo. Su pensamiento fue recopilado por su discípulo Porfirio en las Enéadas, seis libros divididos en nueve tratados cada uno. Su viaje con el emperador Gordiano le permitió tomar contacto con el pensamiento persa e indio, que difundió a su regreso (h. 244) en la escuela que abrió en Roma, y en la cual enseñó a lo largo de veinticinco años. Jaime Despree Qué es la realidad ENSAYO / FILOSOFIA Introducción Aprender historia de la filosofía es relativamente fácil, lo difícil es aprender a filosofar con razonamientos sin contradicciones y lógicos, a los que podamos llamar «verdaderos». Descartes sabía de esta dificultad y creyó que se trataba de la ausencia de un buen método: «La facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, ççque es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan solo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes». Esos derroteros a los que hace mención Descartes son las palabras, puesto que en filosofía no hay más caminos que aquellos que nos brindan las palabras. Por tanto es en las palabras donde deben de estar las diferencias que llevan a la diversidad de opiniones y a sus diferentes derroteros. ¿Qué son las palabras? Sin duda que voces que expresan un sentido, que puede referirse a una cosa objetiva o subjetiva, es decir, a la representación de una cosa perceptible o a una imperceptible, como puede ser la felicidad. Estas voces tienen un origen, y son causa indistinta de la necesidad y de la propia reflexión acerca del sujeto; es decir, de la felicidad podemos 1 tanto la desdicha como el sujeto que la padece, o del amor el odio, etc. En cuanto a la necesidad, no es más que una cuestión ontológica, pues cada nueva forma de ser requiere una nueva voz, y las formas del ser se conocen con el entendimiento, cuya cualidad fundamental es la lógica: lo que no es igual es necesariamente distinto y debe llamarse de forma distinta. Con esta primera introducción parece imposible que pueda haber «confusión» en un discurso razonable, pues la razón es la ausencia de contradicción, dentro de la lógica contenida en el sentido «verdadero» de las palabras. Sin embargo, tal y como lo expresa Descartes, no es así. Si no sabemos a «ciencia cierta» el por qué y cómo de una cosa nos limitamos a dar nuestra «opinión»; y una opinión es tan solo una hipótesis probable que depende de aspectos subjetivos como es el mismo lenguaje. ¿Por qué el lenguaje no puede ser una «ciencia exacta» como las matemáticas? ¿Por qué un diccionario nos ofrece diversas definiciones de una misma voz? ¿De dónde surgen las causas de esta diversidad de significados? Una primera pista se puede extraer de este comentario de un apologista de Dios sobre los adversarios del Génesis: «Su propósito era traer duda sobre las palabras de Dios... Cada oficio o profesión se inventa un vocabulario para que sea distinta a otros oficios o profesiones.» ¡En efecto! Pero no sólo Dios tiene sus propias palabras, sino que cada «oficio» tiene las suyas. Haciéndolo más esquemático y comprensible, podemos decir que cada cultura, y su consiguiente lenguaje, tiene al menos tres fundamentos o premisas, y estas premisas se han ido sobreponiendo a lo largo de la historia, de manera que ahora tenemos varios lenguajes con sus respectivos sentidos, que se mezclan y utilizan indistintamente, produciendo la inevitable confusión de significados. A estas premisas yo prefiero llamarlas «contextos», y tienen su origen en la percepción de la realidad en cada momento crítico de la evolución de la mente del ser humano. El lenguaje sólo puede surgir cuando nuestra mente es capaz de percibir la forma contenida en la imagen de las cosas; es decir, cuando la conciencia sustituye a la imaginación. Sólo con el surgir de la conciencia el ser humano adquiere la capacidad de comparar unas formas de otras por su impresión y otorgarles una voz distinta a cada una de ellas. El mundo perceptible que antes aparecía sin orden en su imaginación, ahora gracias a las impresiones puede ser trasladado a su nueva conciencia, donde nace la primera idea de una cosa contenida en su voz. Pero el lenguaje que surge de las primeras impresiones no puede contar con una estructura razonable, y el origen del sujeto no está todavía claramente relacionado con el objeto, pues sigue mediando la sugestión de la imagen como una «aparición» sin una causa razonable. Durante esta etapa inicial el ser humano descubre las cosas pero todavía no las relaciona entre sí como ocausadas unas por otras en una necesaria relación dialéctica. Es por tanto un lenguaje que surge de la nada y que será el ifundamento de un primer contexto mágico-religios¡lo, sin fundamento razonable, que constituye el primer contexto de la realidad según la teología o la religión, origen de todos los textos sagrados, incluida la Biblia. Este es el contexto de la «apariencia». Transcurridos unos cuantos miles de años, la propia experiencia adquirida de las cosas, pese a que éstas son aparentes y emanadas de su creador, dejan su constancia por su consistencia; es decir, no sólo son lo que aparentan, sino que también son lo que «consisten». Esta certidumbre lleva a la rebeldía de la conciencia contra lo aparente para saber «qué son las cosas realmente». Pero el precario lenguaje inicial de los dioses carece de voces adecuadas para expresar el ser de las cosas de acuerdo a su consistencia o características propias, y se hace necesario un nuevo y revolucionario vocabulario, que «confunde las lenguas», no por sus voces sino por sus sentidos. Por ejemplo, lo que antes era una doctrina ahora es un sistema. Estamos hablando de lo mismo, pero en otro contexto de la realidad, que requiere una nueva expresión paralela dentro de las existentes. Este sería el segundo contexto, el de la «consistencia», o también de la ciencia, que lleva a las matemáticas y a la geometría, y que surge con toda probabilidad durante el neolítico, o el descubrimiento de la agricultura y el sedentarismo propio de esta cultura, lo que permite desarrollar la mente acumulando los datos que forman la experiencia, base de la ciencia. Con esta primera revolución en el lenguaje se duplican las voces, pero sin que tengan sentido distinto, simplemente se expresan en su propio contexto, por tanto lo que es cierto para la ciencia debe serlo también para la teología. Por último, y ya en épocas más recientes, cinco o seis siglos antes del nacimiento de Cristo, se gesta una nueva revolución en el lenguaje. Pero esta vez la certidumbre sobre la que se basa esta nueva revolución no tiene en consideración ninguna de las premisas o contextos anteriores, porque desprecia el conocimiento de las cosas por su apariencia o su consistencia. Ahora el ser humano no está ya interesado en conocer sin más qué son las cosas, sino que quiere saber «por qué son las cosas», es decir, las quiere «entender». Ni la apariencia ni la consistencia de las cosas le dicen sus causas. Para poder penetrar en sus misterios ocultos, debe penetrar a su vez en su «forma de ser verdadera»; es decir, debe limitarse a entender el ser de las cosas en sí mismas y sus atributos, pero no sus cualidades o características, lo que le lleva a descubrir un nuevo contexto o premisa de la realidad: el de la «existencia», o también de la filosofía. Pero el ser de las cosas, o la existencia, no está en las cosas mismas, sino fuera de ellas, es decir, en la mente que quien las piensa. Es el final de un proceso de «liberación» de lo creado por Dios y lo producido por la naturaleza, porque ahora el nuevo «fenómeno» consiste en saber las «causas de la existencia de la cosas». Es como si dijéramos que el «esclavo», o la mente, descubre la existencia de su «amo», la naturaleza y Dios, que es incapaz de hacerlo por sí mismo. Por esa razón Protágoras sentenciará que «El hombre es la medida de todas las cosas». Y con este último acto supremo de rebeldía personal, surge la filosofía, que «no encuentra palabras» para expresar sus nuevos descubrimientos, por lo que necesita crear un nuevo lenguaje, que se sobrepone a los dos anteriores, con lo que ya tenemos la «confusión total dentro del lenguaje actual». Siguiendo el ejemplo anterior, ahora las voces doctrina y sistema se han convertido en «ideología». De manera que a lo largo de nuestra historia, sobre todo en la de Occidente, se han ido desarrollando tres lenguajes diferentes con tres sentidos específicos: el lenguaje de lo aparente o teológico; el lenguaje de lo consistente o científico; y, finalmente, el lenguaje de lo existente, o filosófico. ¿Por qué no se han separado convenientemente para evitar confusiones? En primer lugar porque la sutileza misma con la que han sido introducidas progresivamente las voces y sus significados hacía imperceptible esa «intromisión» y se creía que los tres lenguajes eran en realidad uno solo, y podían convivir entre sí y tener pleno sentido, pese a estar mezclados; es decir, que la «palabra de Dios» podía convivir con la «palabra de la filosofía» o la palabra de la «ciencia» sin confundir el significado de global del lenguaje. Sin duda que han convivido, pero la confusión ha sido inevitable y la convivencia ha sido en todo momento de una extrema violencia mutua. Por cambiar el «sentido de la palabra de Dios» un científico o filósofo hasta finales del siglo XVII podía acabar en la hoguera o como mínimo ser excomulgado. Por cambiar el sentido de «la palabra de la filosofía», un filósofo podía ser acusado de irracional, o por cambiar el sentido de «la palabra de la ciencia», un científico podía ser acusado de alquimista o farsante, etc. La historia del lenguaje es la historia de la humanidad misma, y sus ambigüedades y confusiones se han reflejado en los conflictos mismos de su historia. Además, el lenguaje y sus significados escapa al control político de los estados y los imperios, y las voces y sus respectivos sentidos y significados han viajado de una cultura a otra, de un pueblo a otro, sin posibilidad de evitar que llegaran a formar parte de los lenguajes autóctonos, en los que eran inevitablemente asimilados. Hasta Platón la confusión era mínima. El griego de Atenas era un «lenguaje de los dioses» y de una ciencia elemental, al que se le añadieron unos centenares de voces nacidas de la misma filosofía y otras de una ciencia precaria o pseudo ciencia, pero a partir de Descartes, y esa fue una de las principales razones de su «Método», el lenguaje, al menos el que se gesta con la fusión del griego el latín el árabe y los lenguajes de origen germánico, alcanza tal nivel de «confusión» que se hace necesaria una primera y urgente revisión y esclarecimiento. Labor que el propio Descartes no pudo llevar a cabo, pues la tarea es de una impresionante complejidad, además de una enorme conflictividad, para la que no había llegado el momento adecuado. A partir del regreso de la filosofía a Occidente, tras un largo periodo de «dictadura del lenguaje teológico» de la Edad Media, e impulsado por teólogos inteligentes y tolerantes como Santo Tomás, se inicia el camino de «clarificación», y esa limpieza lleva en sí misma la revisión de la propia filosofía tal y como la dejaron Platón y Aristóteles, siempre de acuerdo al sentido exacto de sus propias voces, tarea encomendada a la hermenéutica. De manera que el lenguaje, sea de la cultura o pueblo que sea, presenta al menos tres sustratos históricos, más profundos cuanto más se ha desarrollado dentro de la propia cultura: el sustrato de la religión, el de la ciencia y el de la filosofía, el último en llegar. Los pueblos más avanzados son, al mismo tiempo, los que tienen un lenguaje más «rico», pero al mismo tiempo más confuso, en tanto que los pueblos más atrasados tienen un lenguaje menos contaminando de filosofía y de ciencia, hasta el extremo que siguen siendo lenguajes dominados por la teología. Pero ¿cómo clarificar el lenguaje? Esta es una tarea de antropología lingüística, pero los mejores resultados no se consigue excavando ciudades sepultadas, o dando con viejos y milenarios papiros, pergaminos o manuscritos, sino utilizando la razón y lógica con cada una de sus voces; descubriendo así sus contradicciones y dobles o triples sentidos; es decir, es a través de la propia filosofía como se descubren los múltiples sentidos de una voz y el uso adecuado y lógico de cada uno de ellos según su propio «contexto». Esta es la intención de esta necesaria introducción, sin la que no sería posible entender el resto del libro. Espero que el lector la encuentre clarificadora y le sirva de ayuda para su propia comprensión de sí mismo y de la realidad circundante, pero también ameno e interesante. Sobre el método «contextual» El pensamiento humano no podría alcanzar conclusiones razonables sin el uso de un método. Hemos aprendido a escribir porque hemos aplicado un método, aquel que se corresponde con nuestro lenguaje en particular, o nuestra gramática; hemos aprendido a sumar y restar porque aplicamos un método, el matemático; sabemos muchas cosas sobre el universo porque hemos seguido siempre un método, pero ¿qué es un método? Antes de saber qué es, lo más rigurosamente lógico es saber qué «no es». Lo más parecido a un método es un «principio», medio por el que la propia naturaleza «aprende» todo aquello que sabe para conservarse y reproducirse. Un principio es una «ley dinámica» que se deduce del funcionamiento de un sistema, también dinámico. Es decir, si un árbol produce floraciones en primavera no es porque haya aprendido un método, sino porque es el desarrollo de un «principio lógico» del sistema que hace posible su propia naturaleza, principios que son generados por el propio sistema de acuerdo a aquello que más le conviene para su supervivencia. A su vez, los principios se mantienen en tanto sigan siendo los más convenientes. Si se produjera una alteración en las circunstancias vitales del árbol y los principios no sirvieran a los resultados deseados, cambiarían de forma natural y dinámica. Por tanto un principio es sobre todo un «método dinámico» cuya aplicación y desarrollo no depende de la voluntad de algo o alguien en particular sino, como digo, de la dinámica natural. El árbol es incapaz de razonar qué principios le convienen, porque si hiciera tal cosa estaría convirtiendo un principio en un «método». Por tanto ya tenemos lo que es un método: ¡un principio razonable! En efecto, cuando establecemos ciertos principios que son razonables estamos desarrollando un «método». Pero ¿por qué los métodos no pueden ser aplicados a la naturaleza? Porque no son «necesariamente lógicos, aunque sean perfectamente razonables». Por ejemplo, la metodología que se utiliza para la manipulación genética de las plantas es «razonable», pero desde el punto de vista de la propia naturaleza no es «lógica», puesto que no responde a la propia dinámica de la planta manipulada, tan solo es conveniente por razones que tienen que ver con el mercado o la rentabilidad, pero no con la naturaleza es sí misma. Por tanto todos los métodos, excepto el matemático, adolecen de falta de lógica ¡aunque les sobren razones! La propia gramática está llena de «irregularidades» porque se originó a su vez con otros métodos que adolecían de falta de lógica, como es la misma gramática y sus causas y orígenes. En cuanto al método matemático, en tanto que no opera con cosas (las voces representan cosas) sino con «puras abstracciones», puede ser perfectamente lógica» más incluso que la lógica implícita en los principios dinámicos de la naturaleza, que pueden producir algún «error de principio» que cause la extinción de la «especie errada o ilógica». Ya tenemos que un método no es necesariamente lógico, pero cada nuevo método puede y debe ser más lógico que el anterior, pues se fundamenta en los errores de lógica de los precedentes. Así, en filosofía es más importante «la lógica del método utilizado» que el razonamiento mismo. No nos extrañe que la modernidad tenga como fundamento un método, el de Descartes. Éste cuestionaba los errores de lógica del método anterior, basado en «creencias contenidas en revelaciones», por lo que si bien era razonable no era lógico, al no poderse establecer el principio del método con la realidad del principio natural o dinámico. Esto llevó a Copérnico a contradecir el «método lógico» de Tolomeo, adoptado y sostenido por la Iglesia católica, pues el principio dinámico de la naturaleza demostraba que el Sol no podía girar en torno a la Tierra, sino todo lo contrario. Con esta rectificación Descartes pudo llegar a la conclusión de que toda la metodología de la teología carecía de fundamento «lógico» aunque fuera razonable, y era necesaria una nueva «metodología»; es decir, un nuevo método. ¡El suyo, desde luego! En el caso de este libro no se trata de que el principio dinámico de la naturaleza entre en contradicción con el método científico que se utiliza para su enunciado, pues no estamos hablando ya de ciencia, sino que el principio dinámico que utiliza el lenguaje en sí mismo no se corresponde con el método que utilizamos para establecer el «verdadero significado o sentido de las palabras». Es decir, utilizamos un método en el que damos por «lógico» significados que no lo son. Por la misma razón que según la «palabra de Dios» nuestro mundo debería ser el centro del universo, seguimos pensando que ciertas voces, que también vienen de la palabra de Dios, sólo pueden tener el significado que el «métodológico» utilizado por la teología establezca como «cierto», cuando la dinámica natural del lenguaje, basado en principios adecuados al sistema en que surgen, dice lo contrario, es decir, que no puede ser «verdadero». Por ejemplo, la voz «apariencia». Si nos fiamos del método que sirvió para establecer su significado, todo lo que vemos no puede ser «real», ya que no vemos sino su aspecto «superficial» o propiamente «aparente». La voz proviene de la teología y su significado está justificado por la simple razón de que lo único real y verdadero es Dios, y todo lo demás no es otra cosa que sus «emanaciones», es decir, «apariencias». Al mismo tiempo, en cuanto que «creación» todo lo que vemos no pudo nacer ni tener una causa, sino simplemente «aparecer de la nada», de manera que no muestra otra cosa que un aspecto superficial de su esencia «real», y por tanto el significado que tiene esta voz no es «lógico». Para averiguar su verdadero significado tenemos que hacer lo mismo que hizo Copérnico: experimentar científicamente lo que aparece, y puesto que podemos probar que tiene «consistencia», el significado verdaderamente lógico de «apariencia» debe ser «consistencia», pero como no podemos cambiar el sentido de la «palabra de Dios», nos cambiamos de «contexto» para evitar controversias con la «Iglesia» y nos pasamos al de la ciencia, es decir, de la naturaleza; nos olvidamos de la voz «apariencia» y en adelante utilizamos tan solo la de «consistencia», puesto que ¡las cosas aparentes son consistentes! Es decir, «Eppur si muove!», como diría Galileo Galilei. De manera que «apariencia» debe de tener un significado distinto al que consideramos normalmente, que justifique que lo que vemos no es una «ilusión» sino que es «consistente», y la propia voz «consistente», que pertenece al contexto de la ciencia, siendo equivalente, prueba que el verdadero significado de aparente es algo que es «realmente», es decir, ¡lo contrario de que suponíamos que significaba! Esta reflexión metodológica nos ha llevado a la física para establecer el verdadero significado de una «palabra de Dios», pero en tanto que estamos escribiendo un libro de filosofía, necesitamos a su vez otro concepto que no sea ni apariencia ni consistencia, pero que sin embargo sea equivalente y aclare todavía más si cabe el verdadero significado de ambos: esa palabra es «existencia». Y vemos nuevamente que el sentido de la voz «apariencia» sigue siendo «ilógico», pues todo lo que es aparente en realidad es «existente». Pero si no cambiamos el sentido, ¿cómo puede existir lo aparente? Como veremos más adelante, en esta irregularidad del método teológico radica toda la controversia en torno a la existencia de Dios. Sin embargo, puede que a pesar de todo de alguna manera la Tierra sea el centro del universo, y lo consistente tampoco sea real sino ilusorio, ni lo existente sea, en cuyo caso la «palabra de Dios sería la verdadera» y el método utilizado por la teología, basado en la revelación, sea, pese a su «aparente» contradicción, el «verdadero». Por la misma razón puede que la evolución no se produzca tal y como sugirió Darwin y la naturaleza esté «predestinada a ser lo que es y lo que aparenta» y no funcione tal y como creemos que funciona, pues la idea misma del tiempo tiene relación con la apariencia por medio del concepto «presencia», ya que todo lo «aparente» está necesariamente en el «presente». Lo que quiero decir es que las conclusiones «lógicas» a las que nos lleve la dinámica de las cosas no quiere decir que sea necesariamente «la realidad en sí misma», sino «nuestra realidad», aquella que consideramos real porque «parece consistente y existente». La duda nos lleva a no afirmar categóricamente que la ciencia prueba lo que es «verdaderamente», sino tan solo lo que es «ciertamente porque consiste en algo», sin que conozca la «causa primera» de esa consistencia ni de su certidumbre, lo que podría llevarnos a grandes sorpresas sobre la naturaleza de esa misma consistencia. Puesto que hablamos de filosofía, lo que hacemos es partir del punto de vista de Protágoras, y consideramos que «el hombre es la medida de todas las cosas», pese a que las cosas, incluido el hombre, sean a su vez necesariamente «medidas», que para la lógica teológica es obviamente Dios. Esto lo expresa mejor Santo Tomás, cuando se pregunta quién «unce al uncidor», porque el «uncidor debe ser también uncido». Lo que llamamos «realidad» debe transcurrir en distintos planos o dimensiones: lo que es la realidad en nuestra dimensión espacio temporal debe ser la irrealidad o «apariencia» en un hipotética nueva dimensión dentro de la que nos encontramos. Esto justificaría el sentido mismo de la voz «apariencia», que justifica por sí misma la existencia de otras dimensiones espacio temporales distintas a la nuestra. Así, con este último ejemplo creo haber dejado claro en qué consistirá el método que pretendo argumentar en este nuevo ensayo para descubrir el «verdadero significado de las palabras desde la lógica de su propia dinámica natural». Bastará con comparar cada concepto con sus significados en otros contextos para descubrir el error de significado de alguno de sus contextos, que no obstante utilizamos regularmente, incluso en filosofía, mezclándolos indistintamente, lo que hace imposible alcanzar razonamientos lógicos y concluyentes. Por el contrario, si pese a cambiar de voz, mantienen el mismo significado, me demostrará que se refieren a lo mismo pero expuesto en otro contexto. Si me preguntara cuál de los contextos es el real no habría respuesta posible, puesto que por la misma razón que no son más que «contextos» no puede haber uno real y dos falsos, tesis planteada en teología en el «Misterio de la Trinidad», sino que todos son «reales». Pero, si no obstante considerara el lado de la realidad en que me planteo la misma pregunta, es decir, la realidad espacio temporal en la que vivo y pienso, podría decir que el primero y «real» es necesariamente el de la física, y considerar los dos restantes como fenómenos producidos por la energía y su comportamiento, es decir, sería el «fenómeno de la mente», o la capacidad que adquiere la materia de convertirse en «conciencia de su existencia», o el «fenómeno del espíritu», título de un histórico y fundamental ensayo sobre filosofía de Hegel, o la capacidad de la materia de hacerse «trascendental a través del fenómeno de la imaginación». Ese es el punto de vista de la cultura «científica» actual, donde la filosofía es una mera anécdota del pasado, que quedó concluida precisamente con la culminación de su propia razón de ser, es decir, el «existencialismo» del siglo pasado. LOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES Espíritu, Energía y Mente Aún en nuestros días los traductores de Hegel dudan de si su «Fenomenología» debe traducirse «del Espíritu» o «de la Mente». La razón es que el propio Hegel no aclaró la diferencia, pues en alemán no existe tal diferencia. «Geist» igual puede traducirse como espíritu que como mente. Esto prueba mi tesis de que la filosofía, en especial la metafísica, simplemente no puede traducirse en tanto no haya las necesarias equivalencias en el lenguaje. ¿La razón? ¡El sentido de las palabras! Si yo dijera que en español «dos» significa «2», pero en alemán igual puede significar «2» que «3» estaría diciendo un barbaridad, pues la lógica en matemáticas es incuestionable, «lo que no es igual es necesariamente distinto», pero en la gramática no se da esta regla tan contundente y exacta, y como vemos en el caso de «Geist» igual puede significar «2» que «3». No voy a entrar ahora en cuestiones de semántica de la lengua alemana, para la que no estoy preparado y podría llegar a conclusiones erróneas, pues este idioma tiene una extraordinaria riqueza expresiva, pero es evidente que algo pasa para que una voz tenga hasta tres significados, incluido «energía», que en mi entender es absolutamente necesario que tengan «sentidos» diferentes. La voz «espíritu» debe remontarse a los orígenes mismos del lenguaje, puede que fuera una de las primeras voces, pues habla de la «causa de la creación», en tanto que la voz «mente» es relativamente moderna, y procede de la voz griega «noûs», concepto «inventado» por el presocrático Anaxágoras hacia el año 480 a. C. y dentro del contexto exclusivo del nuevo lenguaje metafísico. Por tanto es evidente que debe de haber una diferencia sustancial cuando Anaxágoras consideró que la antigua voz de «espíritu» no se adaptaba a sus nuevas necesidades de expresión para dar coherencia al nuevo discurso filosófico. Es evidente que la voz espíritu proviene de la teología, lo que quiere decir que se refiere al mundo de las apariencias o «apariciones» y Anaxágoras necesitaba una voz equivalente, pero que se refiriese a la «entidad de lo que concibe la mente». Es decir, el filósofo se pregunta si lo aparente existe, y si es así, cuál es la causa de su existencia y no de su mera apariencia, para la que la teología ya tenía una respuesta: un dios. Pero hacerse la mera pregunta implica cuestionar la respuesta implícita en el «lenguaje de los dioses», pues la propia voz «existencia» carece de sentido sin la de «mente», ya que no es sino una conclusión contenida en un «proceso mental» y no «espiritual». Es decir, la existencia para el lenguaje de los dioses es la mera apariencia, y todo lo que «aparece» se supone que «existe», pero se trata de una suposición que no puede probar el «espíritu» sino la «mente», pues mientras el espíritu adquiere la certidumbre de las cosas en la imaginación, la mente la adquiere en la conciencia, de ahí la necesidad de la voz misma de «mente». No es que lo aparente no exista, es que hasta la aparición de la voz mente y con ella el «entendimiento», la propia voz «existencia» no puede ser, pues debe surgir del discurso propio de la mente, en otras palabras, del contexto de la filosofía. ¿Qué es el espíritu? Sin duda «lo que crea el mundo», pues en teología, que es donde tiene pleno sentido esta voz, el espíritu es la causa de todo lo creado por Dios, hablamos naturalmente del «Espíritu Santo», que es, además, una de las tres Personas divinas dentro de la teología cristiana, es decir, es «consustancial» con Dios. Pero de ser así, ¿cómo diferenciar lo «aparente», propio del espíritu, y lo «existente», propio de la mente? Sólo hay una solución, hacer la metafísica en griego, latín o castellano, pero no en alemán, donde «aparentemente» es imposible establecer esta diferencia. Si el espíritu es la causa de la creación del mundo y el mundo es «todo lo aparente», el espíritu, tal y como sugiere el propio Hegel, a pesar de la confusión semántica, debe ser «todo lo no aparente», o lo «absoluto que es invisible». Por tanto el espíritu debe ser la «fe en sí misma», puesto que la fe es la causa de «todo lo creíble», de donde debe surgir «todo la creado», o una vez más, el «mundo» en su significado teológico exacto. Por la misma razón, cada persona aparente es un mundo y no puede haber surgido mas que del espíritu, que para la teología es el «espíritu personal», es decir, el «alma». Si no establecemos una clara diferencia de sentido entre los conceptos espíritu y mente nunca podremos salir de ese círculo vicioso, que es el que se forma entre la «fe, la creencia y la creación de todo lo aparente», y cuando todo desaparezca, volvemos a la fe. No hay salida posible hacia la «existencia» si no cambiamos el contexto del espíritu al de la mente. Este es el dilema que se plantean las religiones que tienen que defender la «palabra de Dios» y que Santo Tomás intentó inútilmente armonizar con la filosofía. No es que las conclusiones de la teología no puedan plantearse desde la metafísica o desde la física, es que como utiliza otro lenguaje no pueden interpretarse sino literalmente de acuerdo al sentido de las voces en su propio contexto. De manera que aunque sea «evidente» la evolución, tal concepto no existe en el lenguaje teológico y no puede ser aceptada como probada, pues esta certidumbre sólo puede establecerse en el lenguaje propio del contexto de la ciencia. Por muchas vueltas que le demos, del concepto espíritu no sacamos más que apariencias, pero nada consistente o existente. Para que el espíritu «exista» debe expresarse con otro lenguaje, aquel donde la existencia tenga pleno sentido, y con otra voz, aquella que pueda ser existente, y sólo existe lo que «es», y para ello necesita imperiosamente el «Ser». Pero el Ser no surge de la imaginación ni de una revelación, sino de una «impresión en la conciencia», es decir, el ser surge de un «pensamiento» que causa una impresión y su entidad, y una vez que tenemos entidad, tenemos la posibilidad de la existencia, es decir, de un ser. Pero como hemos visto, la «entidad» no surge del espíritu sino de la «mente». Por tanto hemos necesitado «cambiar de contexto» para dar con la existencia y con el ser mismo de lo que antes no era más que «una creación aparente». Como se trata de un «contexto», en realidad estamos hablando de lo mismo, pero hemos abandonado la teología, las apariencias, y nos hemos pasado a la metafísica, o a la existencia. Por esa razón Anaxágoras necesitó inventar una nueva voz equivalente a «espíritu» para hacer «existir lo aparente», la voz «noûs».Ahora que ya estamos en el contexto de la mente, podemos referirnos a ella con más detalle y determinar su función. Como hemos deducido, la mente es el espíritu, pero en el contexto del pensamiento. La mente es la «causa» de que surja algo en la conciencia. Como el caso del espíritu necesariamente debe contener algo, pero «por defecto» y no «en creencia». Ahora sólo necesitamos una «causa» para que surja un pensamiento de la mente. Esa causa es una «impresión», como correctamente estableció Hume. Pero esa impresión no es causada por la «visión simple de una cosa», lo que nos remitiría a las apariencias del contexto del espíritu, sino por la relación entre «algo que está en la mente y equivale a algo que está fuera de la mente». Es decir, la impresión consiste en «desvelar» o «descubrir» algo fuera de la mente, en la «circunstancia», que ya está en la mente, en la «estancia», citando a Ortega y Gasset. Este descubrimiento provoca la impresión que mueve la conciencia y causa la entidad que contiene la impresión. Una vez causada la entidad tenemos un «ser», ahora sólo hace falta «identificar» ese ser con una vieja impresión» guardada en la memoria ya identificada como «igual», para hacernos la «idea» de la cosa que nos ha impresionado. ¡Así es como funciona la mente! En resumen, «toda nueva idea parte necesariamente de la intuición y accede a la conciencia a través de una impresión». Este proceso tiene su equivalente en el contexto del espíritu, donde la fe sustituye a la intuición. Como ésta, la fe sólo «cree» si ve la imagen de algo que «ya esté en la fe», entonces «salta la chispa» de la creencia, y posteriormente la creación. Es decir, «toda nueva creación surge necesariamente de la fe». Lo que hemos hecho es situar la intuición en el interior de la mente, pues la intuición contiene todo aquello que llegará a «impresionarnos». ¿Que es lo que contiene la intuición en particular? Simplemente lo relacionado con nuestra existencia y forma de ser, es decir, lo necesario para entender la causa misma del entendimiento. La intuición no nos permitirá aprobar los exámenes de física sin estudiar física, pero no permitirá entender lo que tratamos de aprender, proporcionándonos las claves del entendimiento de las cosas que intentamos conocer. La intuición es todo lo «incausado» que llegaremos a entender, y que será la causa de nuestros futuras ideas, sean sobre nosotros mismos o sobre el universo, porque la intuición es, como sugirió Parménides, una entidad universal, donde está contenida la «impresión misma que causa el universo». Pero la intuición no puede contener nada que haya sido causado fruto del «aprendizaje» o de la «experiencia», puesto que la experiencia obviamente no necesita de la intuición, pero es necesaria para llegar a causar lo que llegará a formar la experiencia, y aquí contradecimos a Hume. Es decir, la intuición no nos dirá nunca que 2 + 2 = 4, pero será la causa de la idea misma que nos permitirá entender las matemáticas. Hasta aquí una primera aproximación acerca de la mente, ahora le toca el turno a su equivalente consistente, es decir, a la «energía». Como la mente o el espíritu, la energía no puede tener consistencia, o de otro modo no serían equivalentes, pero crea campos magnéticos que permiten la «consistencia de las cosas con energía», de la misma manera que la duda y la certidumbre causaba la fuerza de voluntad que hacía posible las ideas. La consistencia del átomo es la causa de los campos magnéticos generados entre la polaridad de sus partes en movimiento. La materia como sabemos es todo aquello cuya estructura atómica se mueva a velocidades inferiores a la luz, pues de otro modo «sería luz», es decir, sin «consistencia ni apariencia», o mejor expresado, sin «consistencia aparente». Por tanto, como en el caso del contexto del espíritu, estamos en otro contexto donde no hay pruebas de existencia alguna, pues la «consistencia de la materia es aparente». No sólo eso, sino que como el caso del espíritu su percepción no requiere de pensamiento alguno, pues basta con su «sensación» para confirmar su «presencia» o «actualidad», como diría Aristóteles. Pero como en los contextos anteriores, la energía no produce nada por sí misma, pero sí una «potencia» que genera un «trabajo», y es del trabajo y de la potencia de donde surge la «substancia», una vez más citando a Aristóteles, quien contradice a Platón saliéndose del contexto de la filosofía para situarse en el de la física, pero «hablando de lo mismo», es decir, de la mente y del espíritu. Todas las cosas tienen energía pasiva o en reposo, como todas las cosas tienen espíritu trascendental y mente cósmica en sus respectivos contextos. Pero las cosas vivas tienen además energía «dinámica», es decir, «alma» y «mente personal» si lo vemos en otro contexto. Como en el caso de los contextos anteriores la energía también debe tener su «fe» o «intuición», pero en este contexto se llama «instinto». El instinto no puede saber nada por sí mismo sin una «sensación», porque es la sensación lo que pone en contacto el instinto con la sustancia sentida, y el resultado es un «reflejo» que «sabe cómo actuar sin haber tenido experiencia» sobre lo percibido. Una vez resuelto, este primer conocimiento forma ya parte de la experiencia y no es necesario el instinto. Por tanto, «cuanta más experiencia menos instinto, menos fe y menos intuición». La energía cósmica debe contener necesariamente «instinto cósmico», y la contenida en los organismos vivos, instinto individual o «especial», perteneciente a una determinada «especie». Al mismo tiempo, y puesto que estamos en un contexto donde existe el espacio y el tiempo, la energía de los organismos vivos debe tener una «duración», pues sin duración no es posible la «potencialidad», ya que el tiempo es «la duración potencial de las cosas», que muestra tan solo el instante de lo presente, es decir, la «presencia de las cosas que duran». En resumen, espíritu, mente y energía no son sino «una misma cosa en tres contextos distintos», pero obviamente no podemos establecer cuál de los tres es el «real», pero sí cuál es el «verdadero», pues sólo la mente puede por su propia finalidad establecer la diferencia entre lo que es «verdadero o falso». De manera que el espíritu es lo «ético y moral de las cosas», la mente es lo «estético o formal de las cosas» y la energía es «lo genético y sustancial de las cosas». ¡No hay contradicción alguna entre las tres voces, sólo una diferencia de contexto! Mundo, Materia y Ente Si nos preguntamos cuál es la causa de la existencia estaríamos haciendo una pregunta para la que sólo la filosofía tiene la respuesta. Si por el contrario nos preguntamos cuál es la causa de la vida estaríamos preguntando a la ciencia, por último si nos preguntaremos cuál es la causa de la creación del mundo estaríamos formulando la pregunta a la teología. Lo curioso es que en realidad estaríamos haciendo la misma pregunta pero en tres contextos distintos. En efecto, una de las mayores confusiones metodológicas de la historia de la filosofía es «confundir» «mundo» con «entidad». Pero ¿qué es el mundo? Un mundo es una creación completa, por tanto puede ser cualquier cosa creada que tenga una determinada apariencia y sea en su totalidad, no importa lo grande o pequeña que sea. Puede ser el cosmos y puede ser un simple gusano: «cada criatura es un mundo». También podemos decir que «el mundo es todo lo que se ve», pues como concepto teológico no va más allá de las apariencias. No podemos hacernos una «idea» del mundo en tanto no podamos «verlo y concebirlo en su totalidad», porque la idea del mundo depende de lo que podemos llegar a ver y concebir de él, es decir, de su apariencia. El mundo no se analiza porque carece de características; no se idea porque no sabemos la causa de su existencia, pese a que sepamos que es por su apariencia. En la ignorante Europa medieval, el mundo era plano y los organismos responsables de la ortodoxia de la fe defendían esta teoría. Más tarde las evidencias científicas y empíricas tuvieron que ser aceptadas. Pero la física nunca dijo que el «mundo» era redondo o que giraba en torno al Sol, lo que dijo fue que el «planeta Tierra» era redondo. Si en el lenguaje de la teología se llama «mundo» al planeta Tierra no era algo que debiera interesar a la física, porque la voz «mundo» no forma parte de su vocabulario. Hay mundos que no son esféricos sino con formas irregulares; hay mundos tan pequeños que deben ser «vistos» con la ayuda de microscopios, y hay mundos tan grandes que seguimos sin poder verlos en su totalidad y desconocemos su «apariencia», como es el cosmos. Para el Génesis el mundo es de donde surge la creación, es decir, todo lo que puede verse, y cada cosa viva en particular es una parte del mundo general, es decir, una criatura del mundo. Por tanto, cada criatura es parte del mundo, y, a su vez, es un mundo «individual», pues el todo está compuesto por partes individuales de la misma sustancia. No puede haber nada en la creación que no pertenezca al mundo, y no puede haber más que un mundo o una sola creación. Si Dios es «de otro mundo», nada de lo que hay en este mundo puede estar en el de Dios, pues deben estar separados por un «abismo infranqueable» por el que sólo el espíritu puede transitar. Es decir, según la teología sólo el alma de las cosas o personas puede «salir de este mundo». Pero es importante no confundir el mundo con la creación, pues lo creado surge del mundo, en tanto que el mundo es el «espíritu hecho aparente», pero que todavía carece de «vida». Dios hace surgir a Adán del «mundo», es decir, de la tierra sin vida. Gracias a su aliento surge del mundo la «creación». De manera que una vez más no debemos confundir el mundo con sus criaturas, que surgen del mundo. Toda cosa animada que está en el mundo ha sido creada gracias a la combinación entre «mundo y espíritu» y a su vez, todo lo creado conserva esta dicotomía en su «cuerpo y alma»; el cuerpo le une al mundo, el alma a su «creador». Para la teología la razón por la que Dios creó el mundo y sus criaturas no es otra que para rendirle permanente admiración, reverencia, obediencia y respeto. El mismo respeto que se debe a un padre por el simple hecho de haber sido nuestro donante de esperma, pues es evidente que el estímulo de la procreación no es tan sólo la paternidad sino también el placer. No habría vida sobre la tierra si las relaciones sexuales fueran dolorosas. En este sentido deberíamos contemplar con más atención el valor de la mujer en este proceso, pues en ella la procreación sí causa dolor. De manera que la causa del mundo es el «aliento divino» y la razón debe ser el deseo de Dios de tener descendencia, no sólo para reverenciarle y respetarle, sino que según la propia teología, esta reverencia debe llegar al extremo de la «adoración». No es un simple padre al que se le debe respeto, es un «Padre celestial al que se le debe adoración». Idea que rechaza cualquier agnóstico o ateo. En otras palabras, que «la razón de ser del mundo es Dios». Ahora nos pasamos al contexto de la ciencia, más pragmática aunque no necesariamente más discursiva y razonable, pues no se fundamenta en el entendimiento de las cosas sino en su conocimiento como consecuencia de la experiencia. En este caso no podemos hablar del «mundo», sino que necesitamos una voz equivalente que no obstante se pueda equiparar a la del mundo en su propio contexto, y esta voz no puede ser otra que «materia». En efecto todo lo que consiste es necesariamente material. Lo material está en todo, lo pequeño y lo grande; lo que es necesario ver con un microscopio y lo que no podemos ver en su totalidad, como es el universo. Toda la materia es consustancial y tiene la misma estructura atómica aunque este «organizada» de diferentes maneras. La materia es consistente porque su estructura atómica se mantiene unida gracias a la energía pasiva que contiene, lo que crea las fuerzas necesarias para asegurar esa «consistencia». Por eso decíamos que la «apariencia de la materia es debida a su consistencia», dos conceptos que no implicaban la «existencia», pues la existencia no puede preguntarse por el qué sino el por qué. Pero como el mundo, la materia por sí misma carece de animación dinámica y se limita a moverse por la inercia producida por el equilibrio entre su velocidad y su masa, equilibrio que empieza en su propia estructura atómica. Para que la materia se «anime» es necesario que suceda algo que le permita «sintetizar» la energía disponible fuera de la propia materia, conservarla y además transformarla en más materia, es decir, la «vida». La «aparición» de la vida (utilizamos el concepto teológico de «aparición» porque todavía desconocemos su procedencia) es la consecuencia de una «catalización» que se opera en la materia. Esta catalización desencadena una reacción, trasformando completamente su estructura, pasando de ser una materia «sin organización» o lo que es lo mismo «inorgánica», a ser materia «con organización» u «orgánica». La clave de la vida por tanto está en saber qué causó tal catalización y por qué una vez catalizada «supo cómo organizarse» para convertirse en un «organismo complejo», capaz de sobrevivir y reproducirse. Como cualquier máquina todo organismo vivo tiende a realizarse según ha sido «diseñado» o programado, pero ante la dificultad que eventualmente puedan presentar las «circunstancias» adversas, en lugar dejar de «funcionar», como haría cualquier máquina, su «inteligencia» le permite adaptarse y sobrevivir, dando así origen a que su «diseño inteligente» haga posible la evolución. ¿Quién ha podido diseñar semejante máquina? Para un científico creyente la respuesta es obvia, Dios, pues no hay nada en la realidad conocida capaz de obrar tal reacción de forma tan precisa y con resultados tan asombrosos. Sin embargo para un científico agnóstico debe de haber una explicación que pueda ser probada y reproducida en un laboratorio. De momento hemos descifrado el genoma humano y sabemos ya cómo producir muchas formas de vida elementales. Puede que la ciencia no necesite mucho tiempo más para dar con el «catalizador de la vida», lo que sería tanto como decir que Dios mismo puede reencarnarse en el cuerpo de un científico, en cuyo caso la profecía de la serpiente del Génesis se haría realidad. Un ejemplo cercano fue el caso de Einstein. Por tanto el concepto materia de la ciencia equivale al de mundo de la teología, y la ciencia no persigue otra cosa que saber cómo, a partir de la materia, se puede crear la vida, es decir, lo que en teología ya se sabe, pues la creación es obra del «aliento de Dios». Lo que la ciencia busca es el equivalente al aliento divino, y por ende puede dar con el mismo Dios en persona. Bergson llegó a esta misma conclusión tras renunciar a la razón discursiva propia de la metafísica y entregarse a las conclusiones que le aportaba su fe: el «Élan vital». En cuanto a la «inteligencia» que hay en la materia animada, la controversia es si se produce a «posteriori» o a «priori»; es decir, si una vez catalizada la materia animada cuenta con estímulos suficientes como para saber «qué es y cómo comportarse», o si no sucederá todo lo contrario, que la materia animada «ya sepa qué es y cómo comportarse», creando aquellos estímulos necesarios para seguir adelante con su «diseño inteligente», alternativa a los creacionistas más «razonables» sobre las causas mismas de la creación. Mi opinión es que se trata de ambos procesos de forma simultánea, pues en posteriores capítulos establezco la existencia de «dos fuerzas dialécticas», la «interior» y la «exterior», o como dijo Ortega y Gasset, el «yo y la circunstancia». En efecto, una fuerza establece la relación entre lo potencial y lo actual de sí mismo, en tanto que la otra establece la relación entre el sí mismo y lo demás. La primera fuerza es «informada por sí mismo», en tanto que la segunda es aleatoria y modifica el sí mismo, dando origen a la evolución. Esta es una solución salomónica al dilema entre «creacionismo y evolucionismo», pero a la que sólo se puede llegar a través de la metafísica y no de la física o la teología. Ya tenemos varios conceptos equivalentes, como son «mundo y materia», y «creación y naturaleza», pero para dar con ellos no hemos necesitado recurrir a otras cosa que a la contemplación de algo que es y se mueve. Hasta ahora lo conocemos, pero no lo «entendemos». Para entenderlo tenemos que «hacerlo existir en nuestra conciencia» y para ello no nos sirve ni el concepto mundo, que es pura apariencia y pertenece a la «palabra de Dios», ni el de materia, que es pura consistencia y fruto de la mera experiencia, es decir, la «palabra de la ciencia». Necesitamos un concepto equivalente que pueda «representar a ambos en nuestra conciencia», y una vez en ella iniciar el proceso de darle el ser y la existencia, es decir, «concebirlo». Una vez «concebido el mundo y la materia como pensamiento» estaremos en condiciones de entenderlos y dar con sus «verdaderas» causas. Ese concepto es tan milenario como el leguaje filosófico, pues fue necesario cuando la filosofía se desentiende de la teología y de la física para andar su propio camino, y es obviamente la «Ente» de Parménides. La entidad no es propiamente dicho el ser, pero el ser debe surgir de la entidad. Al igual que sucedía con el mundo y la materia, para hablar del ser es necesaria una «causa». De momento tenemos el resultado inmediato de un pensamiento, pues pensar es «causar entidad». Al igual que el mundo es «la forma aparente del espíritu» y la materia es la «forma consistente de la energía», la entidad es «la forma existente de la mente», es decir, la entidad es causada por la mente. Cuando la mente recibe una impresión, ve o siente algo que «mueve la conciencia», el primer «efecto» de este movimiento es la entidad. La entidad es por tanto la «sustancia» que causa la mente, pero por sí misma carece de atributos, es decir, sólo es cuando «recibe el soplo o la catalización» que causa el ser. ¿Qué causó el ser cuando no había otra cosa que entidad? Podemos trasladar la pregunta a la física o a la teología y la respuesta siempre es invariablemente la misma, a falta de una «idea razonable» tiene que ser Dios. Parménides mismo nos explica en sus pareados que la mente no tiene todavía una forma de ser, pero debe ser la causa del ser. «Ni es el ente divisible, porque es todo él homogéneo; ni es más ente en algún punto, que esto le violentara en su continuidad: Ni en algún punto lo es menos, que está todo lleno de ente. Es, pues, todo Ente continuo, porque prójimo es ente con ente». Es decir, el ente «no se mueve porque es todo lo que es» y en ausencia de «variedad» todo es «uniformidad». Algo tiene que suceder para que la entidad se «divida» y adquiera «formas diversas», por tanto «se mueva». El «mundo» de Eva y Adán era una entidad sin diversidad de formas, donde no era posible distinguir la forma de una manzana de la de una pera o una cereza. Las cosas no tenían más que una forma, la forma de todo era una sola forma. La manera de distinguir las cosas era por su apariencia y su consistencia, pero no por sus formas. De manera que para Eva la manzana como «pensamiento» era parte de la «entidad total de todas las cosas» y su forma no se distinguía del resto de las formas de las cosas. Las conocían, pero sólo por su imagen y por su sustancia. En otras palabras, Eva era «inconsciente» antes de morder la manzana. Entonces surgió la «chispa» de la que no tenemos ni idea de su causa, pero si sabemos su efecto: A Eva le «impresionó algo» de la imagen de una manzana y la «trasladó a su nueva conciencia», pues la propia impresión causó la conciencia. Ese algo era «la forma de la manzana». Con este «milagro» inexplicable descubrió el «ser de la manzana» y por tanto su «existencia» ¿Cuál fue la causa de este extraordinario suceso? ¿Tal vez la serpiente? Es decir, ¿la influencia del demonio? ¿Es por esa causa que padecemos el pecado original? No pudo ser la necesidad, inexistente en el Paraíso, por tanto sólo pudo ser algo que estaba en su mente, es decir, una «intuición de la forma de ser de la manzana». Pues lo que ve las formas no es la energía ni el espíritu, sino la «mente». Es decir, con el descubrimiento de las formas descubre al mismo tiempo su propia mente, o una forma nueva de ser en la energía y del espíritu, es decir, un nuevo contexto para la percepción de las cosas. Todas estas preguntas son propias de la teología, pero en el contexto de la filosofía no podemos hablar ni de Dios ni del demonio, sino de lo «verdadero» o lo «falso». Si la entidad sin forma ni división es la verdad, la entidad con forma y división debe ser la falsedad. Es decir, toda forma es «falsa por defecto», o defectuosa, pues la forma verdadera necesariamente debe «carecer de forma», ser una «protoforma» o «preforma», precisamente porque es «perfecta» o sin deformidad o defecto. Si Eva descubrió una forma distinta de la perfección de la preforma verdadera fue porque su mente descubrió la «imperfección» que había en la supuesta «perfección del Paraíso», o en su «absolutismo», y este descubrimiento debía de estar «en alguna parte», oculto e impreciso, pero que surgió con la impresión. Ese misterioso lugar no podía ser más que la «intuición», que dio paso a la «imperfección misma como la causa de la forma de las cosas». Es decir, las diversas formas de las cosas estaban «por defecto» en la intuición de Eva, donde estaba «todo el mundo real e imperfecto». En otras palabras, la causa del ser es la «intuición de un defecto de la perfección», o dicho de otro modo «un error en el sistema perfecto de la naturaleza de las cosas dentro del Paraíso». Pero ¿cuál fue la chispa que hizo surgir la intuición? ¿Cuál fue el error de Dios que hizo posible la creación del mundo? ¡No es posible saberlo! Lo mismo nos sucede cuando nos preguntamos por el origen y causa de la vida. No hemos dado con la respuesta al «estímulo» que movió la mente de Eva para «concebir el ser», pero ya sabemos que la perfección es lo que «no tiene defecto», lo que en física equivaldría a decir «energía que no tiene polaridad», lo que es simplemente inconcebible, pues la energía misma es el resultado de una polaridad. No en vano la teología culpa a Eva de «concebir el ser», pues las mujeres, además de intuitivas, son las que conciben en todos los contextos en que se mire, es decir, es lo femenino el responsable de toda concepción, sea espiritual, material o mental. La naturaleza como la entidad o la creación deben ser forzosamente femeninas. Lo que este «misterio de la concepción del ser» nos induce a pensar es que «no puede haber nada perfecto», pues sería «incausante» o «impotente», todo lo causado está «por defecto» en la entidad. Si tanto Parménides como Platón creyeron que la perfección está necesariamente al final de lo imperfecto es porque no «entendían cómo se creó el mundo», puesto que para que el mundo fuera posible la perfección no era posible. Aristóteles al menos situó la perfección fuera de la realidad y del movimiento, encerrándose en la inmovilidad, pues como ser perfecto sólo podía ser un «motor inmóvil», sin que participara activamente en la creación. De manera que tanto la mente como la entidad necesariamente debe ser tan imperfectas como los seres que causan, pues de otro modo «no habría causa para el ser». Es decir, si Dios existe y es el creador del mundo debe ser tan «imperfecto y mortal» como su creación, o de otro modo no podría ser su causa y no podría existir. Con el ser la entidad existe, y la primera evidencia es que la existencia «no transcurre», puesto que no consiste, es decir, la existencia no sabe qué es, pero entiende por qué son las cosas que existen en la mente, y esa es la función misma de la existencia y de la mente: averiguar el por qué de las cosas que consisten o aparecen. No es «un ser en el tiempo» como pretendía Heidegger, quien contaba con una voz inadecuada para esta deducción lógica. Es decir, para el idioma alemán la existencia debe transcurrir en el tiempo, pues «está en algún aparte», como se deduce de la voz «Dasein». No sólo debe ser, «Sein», sino en alguna parte, «Da». Conclusión que contradice la tesis misma de la existencia, pues ésta no puede transcurrir ni en el espacio ni en el tiempo. Con la existencia de un ser ya tenemos «algo en qué pensar», y la sustancia de este pensamiento está precisamente en su «entidad», puesto que todo ser debe tener su propia entidad de donde estableceremos, tras un proceso cognoscible lógico y razonable, su «identidad». Pero para establecer esta entidad necesariamente debe mediar la «razón y la lógica». Por tanto la intuición de Eva no sólo causa la conciencia sino al mismo tiempo la «razón y la lógica». Una vez identificada la entidad de una cosa por su existencia, establecemos la relación entre lo pensado y lo que nos ha impresionado, es decir, tenemos el «objeto». Yeste objeto contiene la «idea de la cosa misma». Por tanto al morder Eva la manzana descubre también la «idea de una manzana». ¿Estaba en su intuición? Lo que estaba en su intuición era el método que le lleva a descubrir la forma de la manzana gracias a su impresión, es decir, ¡el entendimiento! Si la entidad no es causada por la impresión de una cosa sino por causa de «otra idea que también nos impresiona», lo que tenemos es un ser cuya existencia depende de la idea original de donde surge, pues como entidad imperfecta tiene una forma de ser necesariamente «incompleta e interrelacionada con todas las cosas posibles de la naturaleza». No obstante, toda idea debe tener una causa en la entidad que causó su impresión. Es decir, si con la impresión de la manzana Eva deduce la razón el ser de un árbol, esa deducción se basa en la entidad de la manzana, que causó la primera idea sobre la que fundamentar todo el proceso posterior de concepción del árbol. De esta manera sólo la metafísica puede, a partir de la entidad de algo, concebir la entidad del todo, o lo que es lo mismo, a partir de cualquier idea parcial de la realidad se puede descubrir la realidad en su totalidad. Esto llevó a Platón a ensalzar la idea como las «reina de la metafísica», creyendo que el todo debía ser necesariamente la «idea perfecta», pero ya hemos visto que el todo es tan imperfecto como sus partes, o no podía haber «partes», tal y como lo expuso Parménides. Con esta última reflexión si bien no queda agotado el tema si queda establecida al diferencia de contexto y su relación con lo cognoscible de «Mundo, Materia y Ente», de manera que no los utilicemos en un argumento que pretenda ser lógico, aunque pueda parecer «razonable». Instinto, revelación e Intuición Leo en una monografía encontrada en Internet esta lacónica definición de Henri Bergson: «Filósofo vitalista y espiritualista francés.» Una de dos, o quien ha escrito esto desconoce el significado de ambos conceptos o los desconocía el propio Bergson; es decir, así, a simple vista, decir que alguien puede ser «vitalista» y «espiritualista» al mismo tiempo produce un inevitable chirrido en la razón y la lógica. Es evidente que lo «vital» tiene relación con la vida y lo consistente, en tanto que lo «espiritual» tiene relación con todo lo contrario, o la muerte y lo inconsistente. La intención práctica del método que trato de exponer es precisamente evitar estos contrasentidos semánticos que arruinan toda posibilidad de un discurso «lógico» y otorgar a cada voz su verdadero sentido dentro de su propio contexto, y aquí tenemos un caso evidente de falta de «lógica» por un simple error de contexto. La vida es un concepto propio del contexto de la física, mientras que el espíritu lo es de la teología, de manera que ¡ninguno es verdaderamente de la filosofía! Como hemos visto en temas anteriores, estaríamos hablando del «ser» o de la «mente» respectivamente si no queremos salirnos del discurso estrictamente metafísico, que es lo que se supone que pretendía el propio Bergson. A lo largo de la historia de la filosofía la confusión entre conceptos de los diversos contextos ha sido constante y reiterada, confusión que sigue produciéndose en la actualidad. Bergson mismo fluctuó entre uno y otro a lo largo de su pensamiento, como lo demuestra los títulos de sus ensayos: «Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia», perteneciente a la metafísica; «Materia y memoria», perteneciente a la física, y «La evolución creadora.», ya en su última fase teológica. La última es absolutamente teología: «Las dos fuentes de la moral y de la religión». El propio Hegel confundió «mente» con «espíritu» en su «Fenomenología», algo comprensible en el idioma alemán, donde una misma voz, «Geist», sirve para los dos acepciones, lo que confunde incluso a sus traductores, pues la metafísica simplemente ¡no puede traducirse si no acordamos la equivalencia «exacta» del sentido de las palabras! En este nuevo tema me propongo clarificar el verdadero sentido de tres nuevos conceptos, como son «Instinto, revelación e Intuición», que pueden parecer «distintos» pero que sin embargo son perfectamente «equivalentes», pero expresados en tres contextos distintos; una vez más: el de la teología, el de la física y el de la metafísica o la filosofía respectivamente. Empecemos por la revelación. La revelación es una «certidumbre moral» causada sin una explicación racional. Esta podría ser una primera definición sumamente escueta, por eso es necesario analizarla más extensamente. Puesto que la revelación pertenece al contexto de la teología, pertenece a su vez al contexto de lo «aparente», y no de lo «consistente» o «existente», y lo aparente es lo que «creemos» que es porque no tenemos una certidumbre fundamentada en la prueba de su consistencia o de su existencia. Según esta reflexión podríamos confundir fácilmente revelació con «creencia», pero la diferencia es fundamental, pues la creencia está causada por la sugestión de una «aparición», en tanto que la revelación «es la causa de esta sugestión», al relacionar la aparición con lo «contenido en la revelación», es decir, no es una creencia, sino una «certidumbre» que necesita una aparición para convertirse en una creencia. Digamos que la revelación es «creer en una visión aparente» y no tiene explicación razonable posible. Pero también decía que se trata de una certidumbre «moral», puesto en el contexto de lo aparente no se puede valorar otra cosa que la «ética inmanente de la propia imagen o aparición», es decir, si una imagen es «buena o mala», pero no si es «positiva o negativa», para lo que sería necesario considerar su «consistencia», o si es «verdadera o falsa», en cuyo caso necesitaríamos considerar su «existencia». Como ni existe ni consiste, sino que es aparente, sólo puede ser buena o mala, y aquí radica el fundamento «moral» de la misma teología, pues no puede haber nada moral fuera de la teología, es decir, aunque me cueste afirmarlo, no puede haber «moralidad sin religión». Si hablamos de «moral social o laica» estamos hablando de una determinada «religión social o laica», o lo que es lo mismo, de «socialismo» o «humanismo». La revelación necesita tener la «visión de una imagen aparente» o la revelación de aquello que está velado. Por esta razón las religiones necesitan de las imágenes reverenciales, precisamente para poder «creer en aquello que sugiere la revelación, de otro modo la revelación no podría convertirse en una «creencia», y, como digo, sería «descreída» o incapaz de «creer». Pero entonces, ¿de dónde surge la revelación? Aquí hemos llegado nuevamente al meollo de la cuestión, el mismo al que llegaremos cuando nos hagamos la misma pregunta sobre las causas del instinto o de la intuición. Por tanto, si alcanzamos a tener una respuesta «lógica» para la causa de la revelación, la tendremos, en su propio contexto, para el instinto o la intuición. La certidumbre de la revelación debe provenir necesariamente de lo «desconocido y nunca visto». No podemos decir de la «nada» porque este concepto pertenece a la metafísica y no a la teología. La nada en teología sería la «sustancia divina» de la que Dios creó el «primer mundo», pues Jehová crea dos veces, primero el muçndo en sí mismo «de la nada» o de «sí mismo», y después la creación propiamente dicha, que surge del mundo que ya es «algo fuera de sí mismo», pese a ser «consustancial» a sí mismo. Por tanto el mundo surge de la «revelación de Dios», y una vez que «aparece», Dios puede «creer en lo que ve y crear»: «Y vio Jehová que era bueno...», etc. Por tanto la revelación «no tiene causa ni origen en lo aparente», pero podemos decir que la tiene en lo «no aparente» o «invisible», es decir, «la revelación prevé el valor de las cosas antes de que aparezcan». O lo que es lo mismo, nos transmite la certidumbre de la bondad o maldad de lo que no vemos, pero «prevemos». Una vez que un artista pinta o esculpe una imagen en la que cree porque tiene su revelación, se establece la certidumbre entre la imagen y la revelación dando origen a una creencia en firme. Por esta razón fueron necesarias las imágenes de los dioses, lo que nos hace suponer que la revelación debe tener fundamento, o ser «algo cierto», pese a que no sepamos qué es ni de dónde procede. Pero al menos sabemos de su certidumbre a través de las imágenes necesarias para su propia realización como creencia. Pero seguimos sin saber de dónde proviene la revelación, y tan solo sabemos que debe de haber un «antes» y un «después» de todo lo creado: la revelación y la creencia. Esto no resuelve el problema del origen de la revelación, pero nos confirma en su necesidad y una definición todavía más ajustada: “La revelación es la confianza en el valor de las cosas y de uno mismo, contenidas en las imágenes aparentes”. Esto nos remite al segundo contexto, el de la física, donde con toda seguridad por las equivalencias necesarias podemos establecer la misma relación, con las mismas dudas y conclusiones, pero esta vez hablamos del «instinto». La brillante sociedad tecnológica actual es profundamente ignorante, porque en realidad entiende muy poco de lo que conoce. Un ejemplo es este disparate publicado en la enciclopedia «virtual» Wikipedia: «Según algunas posturas biologicistas, en los humanos se distinguen dos instintos, el instinto de supervivencia y el instinto de reproducción, aunque recientemente se han encontrado indicios de que podría existir otro, el instinto religioso, asociado a una zona del cerebro que muestra intensa actividad durante los episodios de epilepsia.» Esto no sólo es una blasfemia intelectual, sino sobre todo un soberano disparate, que no obstante leen miles de despreocupados internautas, creyendo que realmente «entienden lo que leen». La famosa enciclopedia citada es, salvando las excepciones que confirman toda regla, una fuente inagotable de incongruencias, lo que demuestra que este tipo de cultura popular o de masas debería tener algún control del mundo académico, pese a que el mundo académico necesite también de un severo control del no académico. Creo haber dejado claro que la realidad se expresa en tres contextos distintos y mezclar el «instinto con la religión» es, si me permite la expresión popular, mezclar «churras con merinas» (dos razas de ovejas, para posibles traductores). El instinto es una analogía de la fe pero en su propio contexto, y no tiene relación con lo aparente sino con lo «consistente». La otra cuestión es esa manía nuestra de subdividirlo todo, en este caso el instinto en «de reproducción y de supervivencia», ¡por no citar el religioso! Instinto no hay más que uno: ¡el instinto en sí mismo! Y no puede dividirse porque aquello que «no sabemos qué es difícilmente podemos clasificarlo» ¿Podemos clasificar la fe en «fe en Dios y fe en el mundo»? La fe es la fe y punto, y el instinto es el instinto y punto. Siguiendo mi propio método deduzco que el instinto no tiene relación inmediata con la consistencia de las cosas, pues es la «causa que permite conocer la propia consistencia». Es decir, una vez más no encontramos con el dilema de hablar de algo que «no puede consistir, sino que debe ser inconsistente» para poder ser «instinto». Pero como el caso de la fe, para «realizarse» necesita «algo capaz de producir sustancia», que era el equivalente a las creencias. Y ese algo inconsistente, pero que necesariamente debe ser, es la «potencia» que produce la «vida», lo que en la fe era la «creencia» de donde surge la «creación». De manera que el «instinto es inmóvil en tanto es impotente», pero cuando algo es duradero y consistente y posee «potencialidad», también debe poseer instinto, lo que hace posible el conocimiento de las mismas cosas cuando se carece de experiencia, como en el contexto teológico la fe hacía posible la «valoración» previa de las imágenes «nunca vistas». Pero lo que el instinto conoce no es lo «bueno o malo», ni lo «verdadero o falso» de las cosas, sino lo «positivo o negativo», es decir, su «utilidad». Mientras la fe responde a la pregunta de «¿para qué fin?», el instinto lo hace para responder a «¿con qué utilidad?» Pero ¿dónde está el instinto? ¡En el mismo lugar en que está la fe o la intuición, en «el ser de las cosas que consisten»! Hubiera podido decir en la mente, pero con ello hubiera incurrido en un error de contexto, pues a la mente tan sólo le corresponde la intuición, por tanto lo mismo el instinto que la fe deben de estar en sus respectivas equivalencias de la mente, como son el «espíritu» y la «energía» respectivamente. De donde se deduce que el instinto debe estar necesariamente «contenido» en la energía. Es decir, la energía «contiene necesariamente conocimiento potencial de sí misma como sustancia», porque debe de estar «informada por el instinto», y con ello necesariamente debe «saber cómo organizarse», pues de otro modo sería incapaz de producir un «organismo». ¿Es éste el fundamento de las tesis sobre el famoso «Diseño inteligente»? En mi opinión sin duda alguna. ¿Dónde puede haber «conocimiento» si no es en lo consistente? Pues ya habíamos visto que tanto en el espíritu como en la mente tan solo había «valoración» y «entendimiento» respectivamente, pero no podía haber «conocimiento» propiamente dicho, capaz de «hacer algo concreto, con carácter o características», es decir, la «creación combinada con la evolución». Pero ¿de dónde viene el instinto? No podemos entender su causa, pero ahora al menos ya sabemos dónde está y lo que «produce», por lo que confirmamos que todo lo consistente y potencial necesariamente debe contar con «instinto». Es, por simple analogía, el mismo caso que se nos planteaba con la fe. No hemos resuelto el origen, pero entendemos cómo funciona y dónde se encuentra. La potencia nos lleva a otro concepto no menos complejo que el instinto, como es el de «duración», idea clave en la metafísica de Bergson, pues la potencia es lo que hay antes y después del tiempo actual o presente, o lo que es lo mismo, el presente no es sino una instante dentro de una duración compuesta de «potencialidad», pues lo que dura realiza un trabajo fruto de una potencia. Para Bergson el «instinto inconsistente» que está en la potencialidad es el «aliento vital» de su «Evolución creadora». Es la manera en que un teólogo y filósofo denominaría el instinto o la fe. Ni la fe ni el instinto están en lo aparente o consistente, sino en lo «invisible» e «inconsistente», pero para «crear» o «producir» deben «ver para creer» y «sentir para producir». Por tanto el método de las analogías hasta ahora no resuelve la causa de ambos conceptos, de manera que no podemos saber «la causa de su ser», pues si no entendemos su causa no podemos decir que exista, ya que todo lo que existe debe tener una causa razonable que se exprese en una idea «definida». Así, todo aquello que vemos o sentimos pero no lo concebimos, «es, pero no existe». Ahora sólo nos queda enfrentarnos al contexto más complejo, el de la intuición, ya que si a pesar de todos los inconvenientes y ausencias de certidumbres razonables y lógicas tratamos de entender las causas tanto de la fe como del instinto y de la propia intuición, sólo podemos hacerlo en el contexto de la mente, donde nos preguntamos tan sólo el «por qué del ser de las cosas», o más exactamente «la forma de ser de las cosas», y para llegar a confirmar su existencia, para darnos una razonable explicación que necesariamente debemos expresar con una «idea», también razonable y lógica. La primera consideración fundamental es que hemos cambiado de contexto, siendo en realidad el mismo tema. Si al principio hablamos del espíritu y de Dios, después de la materia y de la naturaleza, ahora estamos hablando de la mente y del Ser. Ya no nos interesa nada relacionado con las apariencia o la consistencia, ahora queremos saber todo lo referente a la «existencia», que para la filosofía es cuando estamos hablando de algo que realmente le concierne como propio. Es decir, hasta ahora no hemos hecho filosofía sino teología o física, ahora le toca el turno a la «metafísica». Para empezar una pincelada «made in Wikipedia»: «Se le llama intuición al conocimiento que no sigue un camino racional para su construcción y formulación, y por lo tanto no puede explicarse o, incluso, verbalizarse.» Como hemos visto esta definición concuerda más con el «instinto» que con la «intuición». La objeción inevitable es que su autor confunde «conocimiento» con «entendimiento», pues la intuición de ninguna manera «conoce», para lo que es necesaria la experiencia, sino que se trata de la «causa de una impresión» para, siguiendo el camino de la razón y de la lógica, dar con el «objeto del conocimiento» de esa impresión y establecer así sus «características», es decir, pasarnos a la física, o del atributo al carácter. En segundo lugar todos los caminos llevan a Roma, es decir, todo lo relacionado con la mente es necesariamente racional o apariencias fruto de la imaginación, o consistencia producida por una sensación, y eso sí está eximido de la razón. Otra cosa es que no hayamos sido capaces de «razonar» qué es la intuición y qué se puede llegar a entender. En cuanto a «verbalizarse» sobran los comentarios. Como en el caso del contexto del espíritu, la intuición no puede estar en la conciencia ni tener una causa, pues la causa misma es la que relaciona la impresión con la intuición. La intuición debe ser «algo que está en la preconciencia o la subconsciencia», es decir, en «algún lugar de la mente», principio de todo proceso cognoscible de que se sirve el entendimiento. Está en la mente, «pero no es la mente», de la misma manera que el instinto debe estar en la energía, pero «no es la energía». Como algo que es pero anterior a la conciencia, debe ser «por defecto» y estar pendiente de que suceda algo para ser «en efecto». Esto nos lleva a considera que si bien la mente no es más que una forma de «energía», la mente misma debe contener algo más que la mente para que pueda ser la «causa» de una impresión y su posterior idea. Sin duda que la causa es una «impresión», pero una impresión no es nada más que una «causa», sin que la causa misma nos diga nada sobre la «cosa que nos impresiona». Podríamos echar mano de la socorrida «experiencia», pero ¿si no tenemos ninguna experiencia de la cosa que nos impresiona, cómo relacionar la impresión con una idea? En otras palabras, si carecemos de experiencia, ¿por qué tenemos la impresión de una cosa? ¿Cuál es la causa misma de la primera impresión de una cosa? O dicho de forma más ilustrativa, ¿por qué Eva se dejó impresionar por la forma de la manzana? ¡Por la intuición que le «informó» sobre las posibilidades del entendimiento para dar con la forma de la manzana y su posterior idea! La intuición de Eva no contenía el preconocimiento de la manzana sino la capacidad «mental» para entenderla y llegar a conocerla. En otras palabras, la «intuición abre la mente a la conciencia, donde se pueden entender todas las cosas relacionándolas entre sí con la ayuda de la razón y la lógica, que son causadas por la misma mente y la impresión. ¿A dónde puede llegar la intuición? ¡A descubrir la verdadera forma de ser de todo lo existente! Es ahora cuando entendemos la lógica de Platón, puesto que, en efecto, la impresión por sí misma no nos dice qué es lo que nos impresiona, pero nos permite «ver la luz que hay fuera de la caverna», donde están «claras» todas las cosas que pueden llegar a existir en nuestra mente. Ya tenemos una primera pista sobre lo que debe ser la intuición y se confirma que no es nada en sí misma en tanto no se relaciona con la impresión de una cosa. Si la fe era «incrédula» sin la contemplación de una imagen, la intuición «no tiene efecto» sin la impresión de una cosa. De manera que se establece una relación necesaria entre las cosas y la intuición a través de una impresión, que es la «causa del efecto de las idea». Pero no es conocimiento, puesto que no están en la experiencia, sino en «algún lugar» de la mente. Por tanto ¡no es posible pensar sin intuición!, pues la intuición es la causa de todas las ideas cuando se carece de experiencia. Y aún teniendo experiencia, ésta no guarda ideas sino sensaciones e imágenes, que con ayuda de un «método razonable y lógico» rehace constantemente. Es decir, no «conocemos las cosas de una vez y para siempre por su idea», sino que debemos «reconocerlas» o «hacernos una nueva idea» cada vez que las sentimos o las contemplamos, es decir, que nos «impresionan». De manera que si la experiencia no puede guardar ideas, la intuición es absolutamente necesaria para «reconocer lo que vemos», pues es la causa de la «impresión de parecido» o «sensación de conocimiento», causa, a su vez, del mismo «reconocimiento» o «conocimiento provisional». La intuición debe ser por definición «entendimiento contenido en la mente», pues su labor es «permitirnos entender a partir de una impresión en la conciencia la forma de ser de lo que nos impresiona». Esa intuición es «todo lo que se puede llegar a entender sobre todas las cosas que existen», y es lo que define a ser propiamente humano. Como el caso entre la diferencia entre «espíritu» y «alma», es decir, espíritu personal, la intuición también debe ser «personal» y «general». Es decir, la intuición nos permite «entendernos a nosotros mismos», como una idea de nosotros mismos, Sócrates, y después entender el cosmos, o hacernos una idea «absoluta de la realidad» de todo lo cognoscible, Platón, principio y fin de la metafísica. Por último cabe hacer una importante salvedad que nos conecta con uno de los filósofos más geniales pero peor interpretado de la escasa historia de la filosofía española, como fue Ortega y Gasset, pues gracias a su popular axioma «Yo soy yo y mi circunstancia» podemos ilustrar cómo funciona verdaderamente la intuición. Todo lo que llegaremos a entender sobre nosotros mismos está en nuestra intuición, pero no es más que «información» que «carece de forma». Puesto que carece de forma la intuición necesita de la impresión de aquello que ya «preentendemos» su forma de ser, pero que necesariamente debe de estar fuera de nosotros mismos, o de otro modo no sería posible que se produjera la impresión necesaria. Es como el juego del escondite, simplemente se trata de «buscar en la circunstancia lo que ya está en nuestra intuición», y sólo «entendemos» aquello que «preconcebimos en la intuición». Sin la «circunstancia» no tendríamos ninguna posibilidad de entendernos a nosotros mismos, pues es el «espejo de nuestro yo por defecto». Una vez que obtenemos de la circunstancia todo aquello que nos interesa para el «descubriendo de nosotros mismos», la propia intuición intenta ir más allá del sí mismo para conocer lo que está también en la intuición, pero que pertenece al fuera de nosotros mismos. Es así como el popular axioma de Ortega se convierte en un principio metafísico fundamental y no una anécdota para psicólogos o «vitalistas». Este mismo libro es un buen ejemplo de «circunstancia», pues si ha entendido algo de lo que he tratado de explicar es porque le ha «impresionado», y si finalmente lo considera como propio es porque ¡ya estaba en su intuición pero no lo entendía! Por Defecto, en Potencia y en Creencia La polémica en torno al «creacionismo» y «evolucionismo» es una falsa controversia creada por un error de método en el uso del lenguaje, pues ambos conceptos tienen el mismo sentido pero son utilizados en diferentes contextos. Digamos que el primer concepto pertenece a la contexto de «la palabra de Dios», en tanto que el segundo a «la palabra del hombre», o de la «ciencia experimental humana». Entre ambas «palabras» falta la de la «filosofía», que sería la del «causalismo», o la reflexión lógica y razonable de las «verdadera causa de las cosas». Es decir, mientras los creacionistas creen en la «palabra de Dios», los evolucionistas no creen sino que se afirman en la experiencia de las cosas según su comportamiento natural y consistencia, en tanto que la filosofía tampoco puede «creer» sino afirmar objetivamente la causa no sólo de las cosas en sí mismas sino la razón de ser de su existencia. Por tanto, la filosofía no pretende conocer sino entender, y debe ser el «nexo» entre creacionismo y evolucionismo. ¿Qué es una creencia? Una creencia es una hipótesis basada en la mera apariencia de las cosas sin llegar a pensar en ellas con la intención de hacernos una idea objetiva. Sólo creemos en aquello que necesitamos conocer pero que no conocemos, no porque no lo veamos, sino porque no lo «entendemos». Una vez que entendemos lo que vemos y tenemos su idea, dejamos de «creer» para «afirmar». De manera que toda creencia es una «relación superficial» con las cosas que vemos o sentimos, que no entendemos y de las que no conocemos nada más que su apariencia. Una creencia constituye en sí misma una idea previa basada en la mera apariencia de una cosa. Por tanto es una idea «en creencia», porque no tiene como fundamento la realización en la conciencia de un pensamiento, provocado por la visión de una cosa que finaliza en la «concepción» de un objeto, fiel reflejo de la cosa observada. En tanto que idea en creencia el resultado de una creencia es, así mismo, una «creación sin una idea de sí misma», o lo que es lo mismo, no es sino el «fruto de la propia creencia, que permanece en la imaginación sin llegar a la conciencia», porque en ningún caso responde a la «experiencia comprobada de la cosa misma contemplada» ni a su reflexión lógica y razonable. Es decir, en la creencia hay una «imagen» de la que puede surgir una «creación imaginada o revelada», pues la creación misma es un concepto derivado de la «palabra de Dios», o lo que es lo mismo, de la teología. De esta manera podemos «crear cualquier cosa» cuya sustancia no está en la realidad de lo sentido o experimentado sino en lo «creído». Por tanto, toda creación es el resultado de una creencia. Podíamos caer en la tentación de aceptar la teoría de todo materialismo científico de que «Dios es una creación de una creencia del hombre», pero se trataría de una simplificación poco «filosófica», pues «toda apariencia tiene la posibilidad de existir», es decir, que toda creencia tiene la posibilidad de crear algo real y existente, por tanto, que la creencia en Dios también puede llevar a «crear un Dios imaginado, pero que realmente es y existe». No podemos disociar «apariencia de consistencia y existencia», pues lo aparente necesariamente debe ser también consistente y existente, separados por sus respectivos contextos, de los que depende su propio enunciado. Por esta razón la «evolución» no pude explicarse con el lenguaje de la teología ni de la filosofía, y tan sólo puede hacerse con el que le es propio, es decir, el de la ciencia. Toda creencia puede ser tan consistente como la propia certeza de su experiencia o verdad de su existencia, pues en tanto la creencia se basa en la «apariencia», la experiencia no se basa en lo «verdadero en sí mismo» sino en aquello que trasmite la «consistencia de la cosas», sin que sepamos no obstante la «verdadera causa de las cosas que consisten». Es decir, es un certidumbre tan «falsa» como la creencia, pues ambas se basan en supuestos previos al pensamiento que establece la «verdadera causa de las cosas» gracias a la elaboración de una idea lógica y razonable. Por tanto la polémica en torno a creacionistas y evolucionistas se desarrolla en un nivel en que ninguna de las dos «opiniones» supera la mera «observación de la cosas», una por su apariencia y otra por su consistencia. Ambas deben confluir necesariamente en una tercera y última certidumbre más elaborada, la de un pensamiento consciente que lleve a la idea que establezca al «verdadera causa de las cosas», no por su apariencia o su consistencia sino por la «razón de su existencia». La evolución, por su parte, no se basa tan solo en la experiencia de las cosas consistentes que observamos, sino en el equivalente a las creencias pero en el contexto de la física: la potencialidad de las cosas que consisten. Todo comportamiento desconocido para la física es la «potencialidad de las cosas», es decir, que está en el «instinto» de la cosa que se comporta de una determinada manera de la que no se tiene conocimiento basado en la experiencia. El científico no parte de una creencia, cuyo origen está en una mera apariencia, sino en una «potencia», cuyo origen está en la consistencia misma de las cosas, es decir, en sus «genes», que no son sustancias aparentes sino consistentes y comprobables. Por tanto lo que hay en una potencialidad es un «producto con unas características determinadas», aquellas que están en su potencialidad, de manera que la evolución se basa en la potencialidad de las cosas de acuerdo a su carácter y no su mera apariencia. Este es el punto de vista de la ciencia. Pero la ciencia sin más sólo sabe de las cosas lo que está en su «actualidad o en su pasado», pero no lo que está en su futuro, a menos que «trascienda» la consistencia física de las cosas y estudie su «existencia metafísica», es decir, si no establece una «teoría» o «probabilidad» de acuerdo a lo que la razón y la lógica le permiten entender sobre sus causas y sus efectos, que en su propio contexto decimos «potencialidad». De manera que la ciencia no puede avanzar sin la filosofía. Lo que la ciencia llega a conocer de las cosas ya estaba en potencia, pero eso por sí mismo no le dice nada sobre sus «causas», es decir, las conoce pero no las entiende. Para entenderlas es necesario pasar de la mera «experimentación» con los sentidos a la «concepción con el pensamiento», lo que implica pasar a un nuevo contexto «más allá de lo físico», o lo que es lo mismo, un contexto «metafísico», aquel donde las cosas no se conocen sino que se entienden; también podemos decir que es aquel donde las cosas se entienden porque son y existen, y sólo con el ser y la existencia de las cosas pensadas podemos hacernos una ida que nos permita descubrir las «verdaderas causas de su existencia y su forma de ser». ¿Es que la ciencia o la teología no tiene en consideración la «existencia de la cosas»? Sin duda que la tienen, en especial la ciencia, pues necesariamente debe «interactuar» con la filosofía, ya que cada cosa que conoce con la «experiencia» debe consolidarla entendiendo la causa de lo experimentado, es decir, además de «experimentar» debe «pensar razonablemente y con lógica» sobre lo experimentado. Este mismo argumento constituye la base de la filosofía tomista, pero por desgracia en su tiempo no se entendió correctamente dados los prejuicios de la religión contra la ciencia y de ésta contra la religión. Afortunadamente ciencia y filosofía no sólo pudieron caminar juntos sin estorbarse, sino que desde Descartes, ambas se funden prácticamente en un mismo «logos» hasta el fin temporal de la filosofía tras su estancamiento con el «existencialismo», o más bien podríamos decir su «suicidio». Por su parte la teología es más reacia a «pensar en lo que cree», porque en tanto que se considera la «palabra de Dios», pese a no tener más fundamento que lo aparente, la «fe» permite al creyente consolidar sus creencias como ideas «ciertas», aunque no pueda probar que sean «verdaderas», por no reflexionarlas razonablemente en la conciencia ni, por consiguiente, probar su verdadera «existencia». La ciencia, en tanto que «palabra del hombre» no puede arrogarse esa misma «infalibilidad» y se ve obligada a razonar lo que conoce por la mera experiencia. De esta manera se establece la relación histórica entre la ciencia y la filosofía, lo que no sucede con la teología, excepto en los intentos de la escolástica y de todos los filósofos formados en la teología, como Kant o Hegel, pero todos ellos intentaron probar la «existencia de Dios», cuando la mera fe en la creencia les aportaba la certidumbre necesaria. Esta útil y provechosa interacción entre la ciencia y la filosofía lleva al tercer estado de la certidumbre de la cosas, que consiste en «probar su existencia tras la experiencia», para lo que previamente es necesario tomar consciencia de su entidad, es decir, llevar la mera experiencia o apariencia a la «conciencia», y una vez allí otorgarle un ser, o «forma de ser», para posteriormente concebir su idea como una existencia en la forma de un objeto, que no es sino la «cosa misma de donde parte la toma de conciencia ante su sensación de consistencia», pero en su respectivo contexto. Al descubrir su forma de ser descubrimos, al mismo tiempo, su «causa», pues no entenderíamos su idea si no establecemos de forma lógica y razonable la causa misma de su existencia. De manera que al tomar conciencia de lo que experimentamos o creemos fruto de la percepción de los sentidos, nos vemos obligados a «encontrarle una causa razonable» o de otro modo no podemos concebir el «efecto», o su idea, y estaríamos ante algo «inconcebible», un ser sin existencia, pese a pensar en ello. Este es el dilema en torno a la verdadera forma de ser del universo, que sabemos aquello que experimentamos, pero en tanto que no «concebimos su verdadera causa» el universo sigue siendo una «idea inconcebible» de la que sólo existe aquello que entendemos, pero no lo que no entendemos. Para concebir la «causa del universo» la ciencia y la teología deben recurrir a la filosofía, de manera que puedan hacerse una idea razonable y lógica de su existencia, lo que nos llevaría a establecer su «causa», y una vez conocida su causa, tanto la ciencia como la teología tendrían argumentos para reafirmarse en sus «creencias» o «teorías». Pero el universo no puede llegar a conocerse por la simple experimentación, pues sus sustancia es demasiado grande para la experiencia y contiene demasiado tiempo y espacio para que pueda ser apreciado por los sentidos ni por tanto recurrir al instinto, que necesita de una sensación total de la cosas, sino que es necesaria la intuición, no para conocerlo sino para entenderlo, es decir, «hacernos una idea de su forma» y de la causa de su «existencia». Una vez entendido puede ser posteriormente conocido. Por eso sólo la filosofía, o más propiamente la metafísica, puede darnos la respuesta que buscamos con los satélites y telescopios para conocerlo por la experiencia. Lo paradójico es que, en tanto que «apariencia, consistencia y existencia» son en realidad una misma cosa en tres contextos distintos, necesariamente la teología y la ciencia deben confluir en la filosofía, es decir, no hay «tres verdades distintas», sino una sola interpretada en tres contextos distintos. Creación, evolución y causación deben llevar necesariamente a la misma idea, pero en tanto que «idea» ésta sólo puede tener una causa: la mente. La mente debe resolver por sí misma la causa de todo lo real haciéndose una idea objetiva, con la ayuda de un método tan fiable y lógico como el matemático. Es decir, si las matemáticas hablaran ya sabríamos todo cuanto se puede saber sobre la realidad, tesis de los «pitagóricos», y de los recientes intentos de probar la existencia de Dios con las matemáticas, pero las matemáticas no hablan, tan solo «operan». Por tanto, en la medida de que la verdad de las cosas depende del «verdadero sentido de las palabras», ésta no se puede enunciar correctamente sin un método tan «lógico» como el matemático, en que cada palabra o concepto tenga un sólo y único significado, y para ello lo primero es situarla en sus respectivos contextos: el del espíritu, el de la energía y el de la mente; es decir, el de la teología, el de la física, y el que verdaderamente se ocupa de la existencia de las cosas, el de la metafísica. Divinidad, Naturaleza y Ser Si todo lo creado no es más que el fruto de una creencia, ésta necesita contener alguna certeza capaz de convertirse en lo creado. La creencia no puede surgir «de la nada» porque para nuestro sentido del lenguaje la «nada» es algo «vacío», donde «no existe cosa alguna», a menos que debamos cambiar su significado. Para que se produzca una creación tiene que haber algo entre la propia creencia y su creación fuera de ellos mismos. Es decir, la creencia y su creación son la «causa y el efecto», la «acción y reacción» en otros contextos, pero en todos los casos es necesario «algo capaz de convertirse en una creencia, una causa o una acción». Ese algo sin duda debe ser la «fe», que justifica la creación y se justifica a sí misma gracias a la creación, no como algo que exista sino que es cierto que es, pues está plenamente justificado que sea en todo lo aparente. La fe no puede crear sin la «revelación» de una imagen, que es la creación misma, porque ha surgido de una creencia. Es decir, toda creación tiene su origen en el «contenido invisible de la fe». Es, por decirlo de otra manera, el «contenido que necesariamente debe de haber en la nada», lo que nos obliga a revisar el significado «real» de nada. La creación, por tanto, tiene su origen en la fe, pero la fe necesita una «creencia» y la creencia necesita a su vez «ver para creer», pero no ver cualquier cosa, sino aquello que está en el contenido de la fe. ¿Cómo saber que lo que vemos está contenido en la fe? Simplemente cuando «creemos en lo que vemos», pues de otro modo simplemente «no creeríamos», ya que la «creencia no está en la visión sino en la fe». Es decir, creemos «porque tenemos fe», y creamos porque «creemos en aquello que nos sugiere la fe». El resultado es una creación siempre fruto de la fe, pero no está «orientada» por la fe misma, que carece de apariencia, sino por la «creencia», que ya tiene apariencia, pues se basa en la «aparición de una imagen en la que hemos creído». La fe, como la intuición, no es «conocimiento» sino el «valoración» de lo «previsto», que en este contexto se llamaría «valoración», pues el espíritu sólo valora las cualidades de las cosas, o lo que es lo mismo, su valor «ético». Este proceso es perfectamente equivalente al de la intuición, pues ésta no puede causar efecto alguno sin causa, y toda causa proviene de un impresión, y con una impresión ya tenemos la forma para un ser. En este contexto la «impresión» se transforma en «sugestión», y la causa es la creencia, mientras el efecto es la creación. Lo mismo podemos decir del contexto físico, pues el instinto no puede por sí mismo producir reacción alguna sin una acción, y esta depende de una sensación, y una vez que tenemos la sensación tenemos el «reflejo» o la reacción, es decir, la «orden del instinto». Por tanto la creación en sí misma no pasa de ser una mera apariencia inexistente e inconsistente en tanto no la «producimos» o «concebimos» en los contextos de la energía y de la mente. La creación en el contexto de la física no es otra cosa que la «naturaleza», pues además de «aparente» es «consistente». Mientras que la creación es «estática» la naturaleza es «dinámica». Es decir, lo creado «es como es en el momento de su aparición y no puede ir más allá de la creencia», en tanto que lo nacido o gestado, o lo que es lo mismo, lo natural, es lo que es más su potencialidad contenida en su «evolución», inevitable en todo aquello que transcurre dentro del espacio y del tiempo. La creación es «inmutable» y «evoluciona» con cada nueva creencia contenida en la fe, en tanto que la naturaleza es mutable y evoluciona con cada reflejo o acción, contenida en el instinto o en la experiencia. No hay por tanto controversia alguna, tan solo es una cuestión de contexto. Sin embargo en ninguno de estos dos casos hemos visto «causa alguna», pues nos hemos quedado en la mera «apariencia y consistencia». Tanto lo creado como lo producido no tiene todavía una «causa razonable», simplemente porque en tanto no lo «concibamos» sea lo que sea lo creado o gestado, «puede ser, pero no existir», y si no existe no tiene relación con la intuición, que es la causa de la impresión de lo creado o producido. Por tanto ahora nos pasamos a tercer contexto, al de la mente, y tanto la creación como la naturaleza se convierten en «el ser de las cosas», puesto que sin el ser no pueden existir. Por supuesto que lo creado «es», pero en tanto no lo «concibamos» es «por defecto» o «en creencia». También lo producido «es», pero si es «inconcebible» también es, pero «en potencia». En ambos casos «es en creencia o en potencia», pero no es «verdaderamente», puesto que la verdad sólo puede establecerse una vez que tenemos la «existencia», y ésta es un atributo exclusivo del contexto de la mente. Todo lo creado y producido que puede concebirse es y existe «verdaderamente», en tanto que todo lo creado y producido que «no puede concebirse» es, pero no existe verdaderamente. Para que sea posible la existencia necesitamos una «impresión», pero toda impresión tiene su causa en la «intuición». Por tanto todo aquello que está en la intuición «existe por defecto», pendiente de una «impresión» para existir en efecto. Pero el ser que existe contiene además una idea de sí mismo, idea que también debe partir de la intuición pues no puede elaborarse sin el «entendimiento». Por tanto no sólo nos «impresionan las cosas sino también la ideas» sobre las cosas y sus causas. Si algo se le puede reprochar a Platón es precisamente el no haber establecido la diferencia entre las ideas y el entendimiento, pues lo que había fuera de la caverna, la luz, no eran las ideas, sino el entendimiento capaz de causar las ideas. Es decir, lo que las sombras trasmiten a los encerrados en la caverna son impresiones y para convertirlas en ideas necesitan «la luz» que permite proyectar esas sombras, pero en la luz misma no están las ideas. Incluso en el contexto de la física puede verse mucho más claro este mismo ejemplo: la luz no «contiene las cosas», pero las cosas están «hechas de la luz», pues no son más que luz a una velocidad inferior a 300.000 km por segundo, es decir, otra forma de «com portarse» de la misma energía que hace posible los fotones o partículas de las que están compuestas la ondas electromagnéticas que transmiten la luz. En otras palabras, que la intuición es «la luz que ilumina el entendimiento» para discernir sobre la forma de ser de las cosas que nos impresionan. Esta idea está correctamente intuida ya en las civilizaciones arcaicas, que consideraban que las cosas que vemos necesitaban de un «médium» que una nuestro «espíritu» con lo percibido con la vista. La escuela atomista sostenía que la visión se producía porque las cosas emiten «imágenes» que desprendiéndose de ellas, venían a nuestra «alma» a través de los ojos. experiencia, fe y Razón Estamos ante el error de contexto que más controversia ha suscitado a lo largo de la historia del ser humano. No se ha tratado de una relajada discusión entre académicos, teólogos y filósofos, sino de violentos enfrentamientos entre estados confesionales. Además, no es un enfrentamiento superado, sino lamentablemente actual y en plena efervescencia. Obviamente la revelación pertenece al contexto del «espíritu». El error consiste en que «en principio» ninguna revelación puede ser «verdadera» en tanto no se plantee en el contexto mismo de la «verdad», es decir, de la filosofía o de la mente. Toda revelación tiene su fundamento en una «aparición», pues sólo se revela lo que está «velado» y se «aparece». Por tanto la revelación misma es tan solo «aparente». La revelación no está causada por una sensación o impresión, que se refiere a las sustancias y las formas, sino por una sugestión, provocada por la imagen de una cosa o un sueño. Todas las cosas tienen «imagen», además de forma y sustancia. La imagen nos «sugestiona», en tanto que la sustancia nos produce una «sensación» y las formas nos causan «impresión». Por tanto no podemos confundir sugestión con sensación o impresión. Pero si no hay impresión no puede haber forma y, por tanto, ser y existencia e idea; es decir, no podemos saber si lo que nos ha sugestionado es y existe «verdaderamente», pero podemos tener la «certidumbre» de que «es aparentemente». La sugestión sólo valora la ética de las cosas imaginadas, pero no se cuestiona su «verdad o falsedad». La revelación sólo nos dice si lo revelado es «bueno o malo», pero no si es «verdadero o falso». La utilidad de la revelación es exclusivamente ética o moral, en tanto que la impresión es «estética o formal», y sólo en la forma radica la verdad o la falsedad. No podemos saber si una revelación es verdadera en tanto no planteemos lo «visto en la sugestión como la impresión de una forma», en cuyo caso la forma de lo revelado «debe de ser una forma existente y verdadera». Pero ¿cuál es la causa de la revelación? La simple visión de una cosa no provoca una revelación, tan sólo provoca una «aparición», consecuencia de una creencia que puede ser inducida por la experiencia. Es decir, si veo la imagen de algo que ya conozco porque tengo una imagen similar en la experiencia, tan solo se trata de una aparición que no se fundamenta en una «creencia» sino en una «certidumbre» presente en la memoria de la experiencia. Por tanto no se trata de una «revelación», pues no he desvelado nada que no conociera. La revelación sólo tiene sentido cuando «veo algo cuya imagen soy incapaz de valorar porque no la conozco ni la he visto nunca antes». Si la imagen me «sugestiona» es porque debe de existir una relación entre lo que veo y «lo que no veo» que causa la sugestión. Es entonces cuando puedo decir que estoy ante una «revelación». En realidad el ejemplo más simple es el proceso del revelado de nuestras fotografías, por supuesto antes de la era digital, pues sólo damos a revelar los carretes que, aunque no podemos verlo, sabemos que contienen imágenes, nunca se nos ocurriría dar a revelar un carrete que no ha sido utilizado o «velado». Por tanto toda revelación debe ser la comunicación entre algo que «es, pero que no se ve» y lo que «es y aparece por primera vez». Esa parte oculta de toda revelación no es ni la creencia ni la simple sugestión por sí misma, sino la «certidumbre de la fe». Es como si las fotografías del carrete que damos a revelar hubieran sido tomadas por «alguien que no somos nosotros», pero que no obstante tenemos fe en que el carrete revelará imágenes nuestras. Otro ejemplo simple de «revelación» es la sugestión de «bondad y bienestar» que nos produce la contemplación de la naturaleza, pues su imagen debe de estar contenida en alguna parte de nuestro «espíritu» que se «revela» con su contemplación. Pero ¿cómo probar la veracidad de una revelación? Si volvemos al ejemplo de las fotografías, simplemente comprobando que las «imágenes reveladas tienen una forma que se corresponde con nosotros mismos, en cuyo caso son las verdaderas formas de ser que revela la imagen». Es decir, las imágenes reveladas deben cambiar de contexto, y pasar de la «certidumbre de la aparición» a la del «ser y de la existencia, donde podemos concebir su «forma de ser», o de otro modo nunca podremos tener la certidumbre de que son «verdaderas». La utilidad de la revelación es obvia: se trata de «revelar lo oculto y desconocido para llegar a verlo». Es decir, no es algo exclusivo de la Biblia, sino que es absolutamente necesario que tengamos «revelaciones» para poder llevar a la conciencia aquello que nos sugestiona y deseamos saber si es, existe y además es verdadero. Sin revelaciones careceríamos de entendimiento, en otras palabras, ¡no seríamos seres humanos! Por tanto la polémica en torno a si lo revelado es o no verdadero se resuelve con meridiana sencillez en esta simple definición: «Todo lo revelado es cierto, pero es verdadero por defecto, pues es necesario probarlo en efecto». No es que sea verdadero o falso, es que no sabremos la «verdad de lo revelado» en tanto no pase por nuestra «conciencia» y sea la causa de «una idea», obviamente verdadera. Por esta misma razón no podemos negar que una revelación no «contenga una verdad por defecto», pero para ser «en efecto» es necesario que la revelación sea probada con una idea lógica y razonable que «explique» la revelación y sus causas. No tiene sentido la polémica sobre si el contenido de una revelación es o no es verdadero, porque dentro del contexto del lenguaje donde se expresa el propio concepto de revelación no existe el concepto mismo de «verdad», puesto que toda revelación sólo muestra apariencias. Pero en la medida de que la fe sugiere el valor de las imágenes previstas, justifica las propias revelaciones, al tiempo que la necesidad de la fe para verlas. Si ahora planteamos el concepto de «revelación» en el contexto de la física tenemos un «reflejo», pues no es más que pasar del contexto del espíritu al de la energía. Ya no se trata de algo aparente sino de algo «consistente». Por la misma razón de que la revelación es la relación existente entre «fe y sugestión», en este nuevo contexto decimos que el reflejo es la relación entre «instinto y sensación». Simplemente hemos sustituido fe por instinto y sugestión por sensación. En el contexto físico ya no nos preguntamos si lo que «sentimos» es verdadero sino si es «positivo o negativo». No hablamos de ética sino de «genética», pues la respuesta está en los «genes». Por supuesto que un animal sabe qué es lo que le conviene de todo cuanto percibe con los sentidos, pero obviamente no se hace cuestión de su existencia, sino de su «consistencia», es decir, lo que le interesa es saber en «qué consiste» aquello que percibe con los sentidos. Este conocimiento «nato» es la consecuencia de un «reflejo», que resulta de la relación natural entre la sensación y el instinto. Es decir, el instinto no actúa sino a través de la sensación, pero la sensación no es la causa de la mera acción, sino del reflejo que causa el instinto. Como en el caso anterior, el animal puede conocer sin «instinto», como consecuencia del «aprendizaje» o la «experiencia», pero no podría sobrevivir sin el «reflejo» que le proporciona el instinto, pues cada día se le presentan nuevas sensaciones que tiene que resolver sin haber tenido experiencia. En ambos contextos ni lo aparecido ni lo sentido «existe», en tanto la apariencia o sensación no se traslade a la conciencia, es decir, se convierta en una «impresión». La ciencia carece de instinto porque por sí misma es puro «aprendizaje», pero gracias a trasladar sus conclusiones a la conciencia, puede avanzar «hipótesis» y «teorías» que puedan ser demostradas. Un científico tiene «fe» en tanto al valor ético de lo que descubre o crea; tiene «instinto» en cuanto al valor positivo o útil de lo que inventa o produce; y por ultimo, tiene «intuición» en cuanto a lo verdadero de la hipótesis teórica que plantea. De esta manera Einstein fue un científico con instinto e intuición, pero la fe fue posterior, cuando comprendió el «valor negativo de sus teorías», es decir, lo «malvado» que podía ser la energía nuclear para uso militar. Entonces se hizo más moral que científico. Obviamente los seres humanos tenemos instinto, pero en la medida de que nuestra convivencia se basa más en el «deber» que en el «poder» hemos relegado esta característica a un segundo plano, o en sociedades mediatizadas por lo religioso, a un tercero. Primero consideramos la intuición, que nos permite concebir las ideas e ideologías que son la causa del Derecho, después la fe que conforma la moralidad social y por último el instinto, que asegura el estímulo e interés por la procreación y la supervivencia. Lamentablemente la tendencia actual es a anteponer nuevamente el instinto sobre la intuición y la fe, es decir, revertir el orden en que fueron apareciendo en la cultura social. Y esto nos lleva al último contexto, donde hablamos de «razón», sin duda el fundamental para el desarrollo del entendimiento humano, pues sólo en este contexto podemos establecer la verdad o falsedad de lo que vemos o sentimos, además de la propia existencia de las cosas. La relación entre la razón y su causa se establece entre la «intuición y la impresión». Ahora hablamos de lo que «existe» y no de lo que «aparece» o «consiste», porque hemos pensado en ello y tiene entidad y ser. Es una existencia de «derecho», pues lo que es en la conciencia tiene el «deber de existir», además de parecer y consistir. La verdad se establece al contrastar lo que «parece que es con lo que existe», desde el contexto del espíritu, y lo que «consiste con lo que existe», desde el de la física. De las cosas que vemos tenemos su imagen, que es lo que «parece que es» y su sustancia, que es lo que «consiste en lo que es», pero en ningún caso tenemos la prueba de su existencia. Para ello tenemos que pensar en «la forma de ser de las cosas» y éstas sólo pueden establecerse en la conciencia, con la ayuda de la razón y la lógica a partir de una «impresión». La impresión que nos produce una puesta de sol no está en su imagen, que trasmite sugestión, ni en su sustancia, que trasmitiría su consistencia, sino en su forma o «estética». Es la forma del sol reflejado en el agua lo que impresiona nuestra «mente», pero es la imagen general lo que sugestiona nuestro «espíritu». En el primer caso no valoramos la sensación de bienestar sino de «formalidad» o «veracidad». La naturaleza en su conjunto nos «impresiona por su veracidad», es decir, porque es «verdadera» o «natural», pero nos sugestiona por su «buena o mala imagen». Como el caso de la revelación o el reflejo, la razón es necesariamente causada por la impresión de algo que está en la intuición, pues la impresión misma es una «idea por defecto», o «irracional» que espera la «intervención» del entendimiento, como la sensación es una cosa conocida en «potencia». La impresión es necesariamente la causa de la razón que establece la relación entre algo que no entendemos y la intuición, donde está lo necesario para poderlo entender, sea una cosa o una idea. Gracias a la razón aprendemos cosas nuevas a partir de una impresión, sin la impresión sólo aprenderíamos aquello que «no es necesario entender» sino tan sólo «conocer» con el uso de la memoria y la experimentación. Lo que nos trasmite la razón no es «conocimiento» sino «entendimiento para concebir la verdad de una cosa», es decir, lo que razonamos es lo «verdadero o falso» de las cosas que nos impresionan, por esta razón no es posible «descubrir nada nuevo que sea verdadero sin intuición». Ni Copérnico ni Newton hubieran podido «razonar» sus teorías sin intuición, pero eso no les restaba el tener que experimentar y aprender lo que la intuición le sugería como verdadero. Incluso podemos decir que dado que la intuición es «puro entendimiento», en toda verdad razonable debe de haber una intuición o no puede ser verdad. Por ejemplo, este mismo ensayo en tanto que pretende exponer «algo nuevo» debe ser necesariamente el resultado de algo que me ha impresionado porque «lo entiendo sin conocerlo», ya que no estaba en lo «conocido», o de otra manera no me hubiera impresionado, y esa sensación sólo puede venir de la «intuición». A partir de aquí viene el laborioso trabajo de razonar esa intuición y darle forma lógica hasta convertirlo en una idea «provisionalmente verdadera», nueva síntesis, pues es necesario que toda nueva intuición se asiente en una nueva certidumbre o verdad que supere la anterior; es decir, que convierta lo que «era la última verdad en falsedad». Es así como funciona la dialéctica, y como se alcanza progresivamente el entendimiento de las cosas. La impresión nos dice que una idea tiene posibilidad de ser verdadera, precisamente porque nos ha «impresionado». Por tanto la impresión es «la causa misma de una idea verdadera». Consistente, Aparente y Existente La controversia histórica en torno a la existencia tiene su fundamento en un «error de método», lo que lleva a confundir el significado del propio concepto de existencia, o a otorgarle un significado más allá del que le corresponde en su propio contexto. Descartes, que aplica un método verdaderamente racional, deduce correctamente que la existencia es la causa de un pensamiento, es decir, que todo aquello que «no piensa» no tiene posibilidad alguna de probar la existencia de sí mismo ni de aquello que percibe. Aristóteles pretendió resolver este dilema considerando que las cosas que no piensan existen, pero con una peculiar forma de ser y existir, que él llama «per se», o por sí mismas. Pero ¿dónde existen las cosas que no se piensan a sí mismas? Si no son capaces de pensarse a sí mismas por sí mismas, no pueden existir, y si no existen para sí mismas, ¿cómo pueden existir para los demás? Es decir, si algo no es, no es ni para sí ni para los demás. Lo que Aristóteles pretendía argumentar era que las cosas que no existen para sí mismas existían, sin embargo, para los demás. Es decir, una piedra no es capaz de probar la existencia de sí misma por sí misma, pero puede existir para nosotros, que la vemos, la sentimos y la imaginamos. Pero en este caso ¿qué utilidad tiene la existencia «per se»? Y si no tiene utilidad, ¿para qué necesitamos probar que las cosas existen por sí mismas, pese a que no sean capaces de pensar en su propia existencia? ¡Ninguna! Por eso Descartes sentencia que sólo existe «verdaderamente» aquello que piensa en su propia existencia. Ya tenemos una primera pista del error de método, pues debe de haber otra voz que no sea «existencia» para probar la realidad de las cosas incapaces de pensar por sí mismas, y esa voz es simplemente «consistencia». En efecto, no es necesario pensar para que el cerebro trasmita la percepción de algo que «consiste». De manera que no es necesario pensar para probar la «consistencia» de las cosas sustanciales. No se trata de una cuestión de pensamiento sino de sensación; no es una cuestión metafísica sino pura y simple física. Por tanto rectificamos a Aristóteles y decimos que las cosas que existen «de hecho» simplemente «consisten», ¡pero no existen propiamente dicho! Todos los seres dotados de sentidos tenemos la habilidad natural de percibir las cosas sustanciales gracias a sus sensaciones. Éstas son trasmitidas al cerebro, donde son procesadas y contrastadas con aquellas que tenemos guardadas en la memoria fruto de la experiencia. El resultado es un conocimiento puramente «sensorial» o «físico», que nos dice si la cosa sentida es «positiva» o «negativa», «útil o inútil», de acuerdo a la experiencia acumulada en la memoria. Es así como los animales y las plantas resuelven sobre las cosas con su mera sensación; es decir, aprenden a relacionarse sin necesidad de pensar si aquello que ven o sienten «existe o no existe». Para ellos resulta suficiente con saber que «consisten» y «en qué consisten», no como idea sino como cosa o sustancia. Por tanto es inútil hablar de existencia cuando la percepción que lleva al conocimiento superficial de una cosa no requiere más que la prueba de su consistencia. No es que no «exista», es que todavía no ha llegado el momento de utilizar esta voz en particular, cuyo sentido no es tan amplio y generoso como solemos otorgarle, sino que queda «restringido» a la prueba «mental» de una cosa consistente; es decir, que deben suceder otros «fenómenos» más complejos que la mera sensación física para que podamos utilizar con propiedad la voz «existencia». Volviendo a Descartes, él sí utiliza correctamente la voz existencia, pues la considera el resultado de un proceso mental más elaborado que la mera sensación, que llama correctamente «pensamiento»: «Pienso, luego soy», o «Pienso, luego existo», si pienso en mí como forma de ser. Para completar el axioma con plena lógica, podemos decir: «No pienso, luego consisto», o una forma «impensada» de ser, pero con «posibilidad de existir». ¿Qué hemos hecho? ¿Hemos negado nuestra «existencia» por el hecho de no pensar? No, simplemente hemos utilizado la voz adecuada a su propio contexto. Si no pensamos y tan solo sentimos estamos en el contexto puramente «físico», pero si pensamos y descubrimos nuestro ser y nuestra existencia, estamos ya en el contexto «metafísico». Es por tanto una cuestión de método, y la existencia misma es tan sólo una voz que tiene sentido «dentro de un pensamiento» y no un simple proceso de percepción de los sentidos. Pero el dilema en torno a la existencia no se remonta a Aristóteles sino a su maestro, Platón, pues dentro de las sensaciones puramente físicas no sólo está la «sensación» sino también la «visión», es decir, la «apariencia» de una cosa, lo que nos dice que estamos ante la presencia de algo que es «aparente» porque se nos «aparece». Sin embargo una vez más estamos ante el mismo error de método, y éste es especialmente grave para el discurrir de la filosofía, pues nos preguntamos si lo que se nos aparece existe, y si decíamos que la existencia está dentro de un pensamiento, aquello que vemos pero en lo que no pensamos «tan solo es aparente», y tiene la «posibilidad de existir», ¡pero todavía no existe! El error consiste en apresurarnos una vez más y llamar «existencia» a lo que no es más que simple «apariencia». Este argumento sirvió a Platón para explicar el origen de las ideas con su famoso «mito de la caverna», pues trató de demostrarnos que la «existencia de las cosas estaba desligada de su apariencia», y tal como hemos visto, no es así. Pero se trata de una simple cuestión de método y de contexto, puesto que todo lo que aparece no existe «verdaderamente», ya que si no pensamos en ello con la intención de «hacernos una idea de lo que vemos», no podemos pasar de la certidumbre de su apariencia ni establecer lo verdadero de su existencia, por tanto lo «lógico» no es llamarlo «existencia» sino «apariencia». Platón no estaba equivocado y estableció la diferencia entre lo «aparente» y lo «existente», que llamó «dóxa» y «epísteme», pero incurrió en el error de método de no considerarlo como una mera cuestión de contexto y de «evolución», sino que para él cada cosa tenía pleno sentido por separado. Esto mismo sucede con el dilema entre «creación» y «evolución». De manera que la existencia de las ideas no podía provenir de la apariencia de las cosas, sino de la luz fuera de la caverna, ¡y llevaba razón! En efecto, las cosas que aparecen ante nuestro sentido de la visión sólo pueden surgir de la «no apariencia», es decir, de «no verlas» porque están ocultas en la claridad total de la luz fuera de la caverna de Platón. De manera que todo lo aparente «surge de la luz». El dilema podemos plantearlo en estos sencillos términos: ¿Existe todo lo que vemos? Todo depende del proceso posterior que sigamos tras la experiencia de la visión misma, y si la visión proviene realmente de una cosa o de una sugestión en nuestra imaginación, es decir, de un sueño. Si nos conformamos con «apercibirnos de una cosa por su apariencia» no podemos decir que exista sino que «aparenta ser» tal y como se aparece ante nosotros. Esta percepción no nos dice nada sobre la forma de ser de lo percibido como la cosa que es, sino que nos muestra una vez más «algo que es aparente y se ve», en tal caso no podemos decir que existe propiamente, sino que tal y como aparece desaparece, sin dejar rastro de su existencia. Es decir, todo lo que vemos puede existir, pero si no pensamos en ello con el fin de hacernos una idea, debemos conformarnos con decir que es «aparente», sin que hayamos llegado a confirmar que es «existente». En torno a este error de método gira toda la polémica sobre la existencia de Dios, pues aunque Dios estuviera a la vista y fuera perceptible, es decir, aparente, la propia teología carece del lenguaje adecuado para otorgarle la existencia, pues sus «cualidades» no pueden ser convertidas en «atributos», de manera que de su apariencia pueda ser «procesada en la mente» para hacernos una idea de acuerdo a las exigencias del entendimiento, como son la entidad de un ser lógico y razonable que esté contenido en un objeto. Sería muy extenso detenernos a establecer la relación entre la certidumbre de una aparición y la posibilidad de su existencia, no obstante como tal aparición «sugiere su existencia», puesto que hemos dicho que «todo lo que aparece tiene la probabilidad de existir con sólo que pensemos en ello». El problema es que la sugestión de la imagen de Dios tiene tales cualidades que la razón no puede establecer sus atributos formales, al menos todavía. Para la teología Dios «es si está en una creencia», es decir, en la imaginación, y no necesita la prueba de su existencia, cuya voz no está en su lenguaje, como lo prueba este pasaje de Tertuliano: «Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. [...] Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón.» Pongamos el caso tan común de dos inocentes pastorcitos que dicen haber tenido la «visión» de la Virgen María. Supongamos que «ven a la Virgen» en una «aparición», no podemos decir que «exista lo que han visto», sino que se trata evidentemente de una «aparición sin existencia». Es «cierto» que la han visto, pero no es «verdad» que haya existido lo que han visto, puesto que tan sólo tienen la certidumbre de una «aparición». En resumen, tanto en el caso de la sensación como de la visión, si no pensamos en lo que sentimos o vemos, tampoco podemos decir que «existe», sino tan solo que «consiste» o «aparece». Volviendo una vez más al axioma de Descartes ahora lo completamos con este otro: «No pienso, luego aparezco»; soy una aparición, un sueño, un fantasma sin existencia probada, pero tengo la probabilidad de existir apenas piense en lo que veo y siento, o más propiamente, en lo que me impresiona. Si ya hemos establecido que «consistencia», «apariencia» y «existencia» no son más que los tres contextos de la percepción de una cosa: la sensación, la sugestión y el pensamiento, ahora nos queda saber por qué razón estamos tan interesados en que las cosas que ya sentimos y vemos, además queremos que existan. En otras palabras, ¿qué utilidad tiene la existencia? Para el conocimiento en sí mismo de las cosas la existencia carece de utilidad, puesto que podemos conocer con la simple sensación o visión de las cosas, base del empirismo. En el primer caso basta con guardar en la memoria sus características y en el segundo su imagen. Nuestro perro nos conoce por nuestro olor personal y por nuestra imagen, de ellas deduce que se trata de una persona «positiva», porque lo alimentamos y «buena» porque somos su «amigo» y no somos agresivos. Es decir, nos conoce de dos formas específicas, que pese a lo controvertido de esta afirmación, podemos decir que el conocimiento del perro es «físico» y «ético», o «genético» y «ético», puesto que es capaz de «valorar» nuestra imagen como «buena o mala». Si se encontrara ante otra persona agresiva que lo hubiera maltratado, guardaría en su experiencia una «valoración mala de su imagen», por lo que forzosamente debe distinguir el bien del mal. La naturaleza puede resolver todas sus necesidades vitales con el conocimiento que proviene de estas dos «formas de ser», es decir, «siendo consistente y aparente», pero no necesita ser «existente», esa es una exigencia propia de la mente del ser humano, lo que nos permite calificarnos de «animales racionales» o con «entendimiento». De manera que la existencia aparece en el vocabulario cuando necesitamos más certidumbres que aquellas que nos aporta la sensación de la consistencia o la visión de la apariencia de las cosas. Pero ¿por qué somos tan exigentes? Para ilustrar el argumento que justifica esta exigencia reproduzco literalmente este pasaje del Génesis, porque sin necesidad de más razonamientos, lo expone con meridiana claridad: «6. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. 7. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.» Es decir, Eva no se conformaba con lo que era consustancial a la naturaleza de todas las cosas, consistir y parecer, sino que también quería poseer las cualidades de lo «divino», es decir, el «entendimiento». Según la serpiente el descubrimiento de la existencia (incluida la de Dios) no debe llevarnos al conocimiento sin más, sino al «entendimiento». Y Eva al morder la manzana descubrió su «existencia», de la que ya conocía su imagen y su sustancia, primero de la manzana y después de sí misma. El descubrimiento de su existencia le «abre los ojos», curiosa expresión para alguien que ya tiene la capacidad de la vista, con la que vio perfectamente la imagen de la manzana. El Génesis, que es un asombroso relato absolutamente «lógico», pese a ser simbólico, lo que quiere decir es que Adán y Eva «fueron por primera vez conscientes de su existencia», es decir, que de la certidumbre de «consistir y parecer» pasaron al grado superior de la certidumbre de «existir». Era inevitable que sucediera, pues la existencia estaba en el entendimiento de su recién estrenada intuición, sin duda un fenómeno nuevo de la misma evolución. En otras palabras, se les «abrió la mente». La «causa primera de la existencia» es la conciencia del ser, y el ser lleva implícito necesariamente una «forma de ser». He citado al Génesis porque probablemente no haya un argumento o relato en la historia de la filosofía que exponga de forma más simple y veraz las causas del «nacimiento de la conciencia, del ser y de la existencia», y con ellos, las ideas, y si no menciona la intuición es porque utiliza su propio lenguaje, para el que la intuición es simplemente la fe. Pero seguimos sin tener una respuesta más concreta y práctica para la utilidad de la existencia, aunque hemos avanzado que gracias a ella «abrimos los ojos a la realidad» y descubrimos la forma de ser de las cosas. Pero ¿por qué es tan importante descubrir la forma de ser de las cosas? En primer lugar para «ordenarlas» y en segundo para «entenderlas». El entendimiento nos abre una nueva perspectiva que no está en el conocimiento en sí mismo. Mientras que sin necesidad de la existencia podemos saber si las cosas son positivas o negativas, buenas o malas, ahora además podemos saber si son «verdaderas» o «falsas», algo que no nos preocupaba cuando nuestra mente era la equivalente de un animal. En otras palabras, el efecto del descubrimiento de la existencia es la posibilidad de «descubrir la verdad de las cosas», es por tanto ¡el nacimiento de la misma filosofía! Sin embargo podemos seguir insistiendo una y otra vez en la misma pregunta: ¿Por qué es tan importante conocer si las cosas son verdaderas o falsas si sabemos qué son, y además si son positivas o negativas, buenas o malas? Podemos decir que toda la filosofía pragmática, positiva, empirista, científica o como se quiera llamar, ha llegado a la conclusión final de que la «verdad en sí misma» no debe ser ya el objeto de nuestro interés, sino que debemos volver a los orígenes, antes de morder la manzana, y conformarnos con conocer lo positivo y bueno de las cosas. Esta actitud hace renuncia de la metafísica y del pensamiento que lleva a la existencia y se conforma con la consistencia y la apariencia de las cosas. Carece por tanto de un «fin trascendental», la razón de ser de la propia existencia. Los seres humanos, en especial los más cultos y avanzados intelectualmente hablando, hemos utilizado el entendimiento que nos ha aportado la filosofía para resolver con más eficacia nuestra mera supervivencia, pero carecemos ya de una «idea trascendental de esa existencia». Mantener esa búsqueda de la «razón de existir» nos lleva inevitablemente una y otra vez a las profecías de la serpiente: «El día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios.» Ahora a los pocos filósofos idealistas que quedan ya en el mundo, y que todavía están preocupados por el tema de la existencia, sólo le queda «descubrir la verdadera forma de ser de Dios» para saber cómo podemos llegar a ser nosotros tras haber mordido la manzana. Esta búsqueda subyace a través de todas las culturas como la única razón que da sentido a nuestra existencia, y que pese a las contrariedades y zancadillas del positivismo filosófico actual, deberemos alcanzar necesariamente. En resumen, la utilidad de la existencia no es probar la consistencia o apariencia de las cosas, tarea de las ciencias positivas o de la teología, sino la búsqueda de la verdad en sí misma con el «objeto» de conocer la causa de la propia existencia. Pero se trata de una búsqueda que carece de utilidad práctica o aparente, por eso la metafísica puede ser sustituida por la física sin que el mundo se venga abajo. Podemos vivir sin metafísica, pero como «cosas» que consistimos o aparentamos, y sus consecuencias para el modelo social y económico que adoptamos, pero no podemos pretender que además «existamos», pues como sentenció Descartes, «si no pensamos, no existimos». Conocimiento, Iluminación y Entendimiento No todo lo que «conocemos» proviene del entendimiento, pues aquello que no ha sido razonado sólo puede provenir de la «iluminación», es decir un supuesto conocimiento basado en la «certidumbre» que se puede alcanzar con la mera apariencia, sugerido por una «revelación» y fundamentado en la «fe». Si consideramos la iluminación como una forma de conocimiento es porque buena parte de la cultura de la humanidad en su conjunto se fundamenta sobre «certidumbres producto de la iluminación», que son «ciertas» pero no necesariamente «verdaderas». Es decir, se trata de un conocimiento basado en una «certidumbre», pero carente de una «reflexión razonable» que lleve a una «idea verdadera». Podemos decir que «es cierto que hay Dios», pues tenemos la «confirmación de la certidumbre», pero no podemos decir «es verdad que existe Dios», porque deberíamos razonar la existencia de «una idea de Dios objetiva», que se correspondiera formalmente con un «objeto» al que llamar Dios. Pero en tanto que lo cierto es «verdadero por defecto», la iluminación es también un conocimiento verdadero por defecto, que sólo espera pasar de la «certidumbre» a la «verdad». Este es el caso de la Biblia y de todos los considerados «textos sagrados», pero también puede ser cualquier relato u obra de arte «iluminada». ¿Es la imagen «verdadera» de Dios la que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? ¿Se trata de una obra de arte iluminada? ¿Por qué no? Pero ¿cómo saber que esa imagen «cierta» es la «verdadera»? En principio debemos pasar de la imagen a la forma, pues la iluminación no conoce las formas, sino las imágenes. Al pasar de las imágenes a las formas lo que hacemos es «cambiar de contexto» y pasar de la certidumbre que nos trasmite el «espíritu» a la verdad que debe trasmitirnos la «mente». Es decir, para pasar de la certidumbre a la veracidad debemos convertir la «sugestión de la revelación» en «impresión en la razón», o lo que es lo mismo, pasar de la valoración de la imagen a la racionalización de su forma, precisamente lo que hizo el propio Miguel Ángel, o de otro modo no hubiera podido concebir la «forma de ser de Dios». Pero es muy probable que Miguel Ángel no concibiera a Dios de acuerdo a su propia «intuición de Dios» sino sobre la interpretación de la «revelación de la imagen de Dios en los relatos sagrados», donde Dios crea al hombre «a su imagen y semejanza». No es por tanto una certidumbre intuida sino «inducida»; no está en la fe de Miguel Ángel sino en la «creencia de las Sagradas Escrituras», cuya iglesia representante es la patrocinadora y mecenas de esas «formas inducidas» que pinta Miguel Ángel. Es muy probable que el resultado hubiera sido distinto de haber sido intuida por el propio pintor. Todo el arte religioso en general es «inducido» por la certidumbre contenida en el Antiguo y Nuevo Testamento, amen de los relatos populares atribuidos a los santos, como conocimiento iluminado que no es objetivamente verdadero, sino tan sólo por defecto, en tanto que «la certeza de una iluminación debe ser necesariamente una verdad por defecto», o de otro modo no sería un conocimiento fruto de la iluminación, es decir, no tendría su fundamento en la fe. Las imágenes de la Capilla Sixtina son imágenes «ciertas» si consideramos a la Biblia como un conocimiento «iluminado», pero no serán «formas verdaderas» en tanto no demos con la idea formal que corrobore que esa imagen de Dios es la «verdadera imagen de Dios». Y esta última reflexión nos lleva al segundo contexto, al de la física o de la energía, donde la «iluminación» se hace «conocimiento» y proviene del instinto y no de la fe. Una vez más tenemos que el conocimiento de la ciencia no es verdadero, sino «potencialmente verdadero», pues procede de la certidumbre que nos proporciona la «consistencia de las cosas», pero no de su «existencia». La relación entre lo consistente y lo existente es más «objetiva» que aquella que se establece entre lo «aparente y lo existente» del contexto anterior, porque se da una relación directa y necesaria entre «objeto y sujeto», pero aún así «lo que consiste no es verdad en tanto no probemos que existe», y para ello debemos, una vez más, cambiar del contexto de la energía al de la mente, o de la física a la metafísica. Es decir, no buscar la prueba de la certidumbre en la «sensación» sino en la «impresión». Podemos conocer todo aquello de lo que podamos tener alguna certidumbre con los sentidos, y estar seguros de que «consiste», incluso podemos saber en qué consisten considerando únicamente sus «características» pero no sus «atributos»; podemos saber si algo es sólido o gaseoso, dulce o salado, si está frío o caliente, pero no podemos saber más sobre su formas de ser, pues para ello deberíamos «convertir su sensación en una impresión», y la impresión proviene de su formas y no de su sustancia. Así, podemos conocer la Torre Eiffel con solo tocarla y sabremos que es de un material sólido y férreo, pero si no consideramos su forma no podemos «tomar consciencia de su existencia», porque la existencia de la Torre Eiffel no la confirma su mera sensación a través de los sentidos, que tan solo prueba su consistencia, sino su «idea a través de la conciencia», que prueba su forma de ser y su existencia. Por tanto «la ciencia tampoco puede establecer que lo que conoce es lo verdadero», sino tan solo que es lo cierto, porque es consistente y podemos sentir sus características y llegar a conocerlas. Lo que hace que una certidumbre científica se convierta en una verdad es, una vez más, convertir la sensación en una impresión, o lo que es lo mismo, encontrar una razonable causa de aquello que prueban los sentidos como cierto que no es más que una verdad por defecto. Por tanto llegamos al tercer contexto, al de la mente, donde no alcanzamos conocimiento alguno, pues éste requiere de la memoria, sino que es el contexto donde se causa el entendimiento de todo lo que llegaremos a entender como «tal forma de ser», además de si existe y si es verdadero o falso. Lo que sabemos acerca del universo es todo aquello que hemos podido «constatar» por medios «físicos», como telescopios, radiotelescopios, análisis moleculares, de la luz, etc., pero también por pruebas adquiridas por medios «teóricos», la llamada «física teórica», y ésta es posible porque las formas que conciernen al contexto de la mente no están tan sólo en las cosas sino en la estructura misma de un razonamiento, que alcanza a tener forma gracias a la lógica. Es decir, una idea es una «forma por defecto de una cosa en efecto» de la que sólo sabemos su voz y su significado. Si trato de tomar conciencia de la idea de un árbol, lo que tengo es un razonamiento lógico basado en la «forma de un árbol según su idea contenida en su voz», que tiene pleno sentido porque he podido «conocer el árbol por su consistencia y su imagen». Si tratara de hacerme una idea sobre el universo, tengo su voz pero su idea es «incompleta», porque el razonamiento sobre el significado pleno de la voz «universo» no alcanza a ser «totalmente lógico» al carecer de la percepción de su forma e imagen en su totalidad. En este último supuesto, sólo la propia razón podría ser capaz de «dibujar la forma lógica del universo en una idea razonable» si fuera capaz de encontrar la relación entre lo que percibo y veo y lo que no percibo ni veo, y esa es una tarea que sólo puede resolverse en la conciencia, cuyo resultado no es un conocimiento propiamente dicho, sino el entendimiento de algo que puede llegar a ser conocido físicamente, porque tengo ya su forma de ser en una idea. Esta tesis no es ni mucho menos original, pues ya Averroes, uno de los primeros y más notables filósofos nacidos en nuestra península, la Córdoba del Al-Ándalus, en su «Gran Comentario» sobre Aristóteles considera el conocimiento como un proceso que tiene su origen en los sentidos, la imaginación, para finalmente «captar lo universal». Personalmente altero el orden, pues la cultura empieza en la «imaginación» y termina en la «razón». Por tanto la ciencia «práctica» no puede avanzar sin la «teórica», que para los efectos de mi propia tesis no son más dos de los tres contextos de la realidad en sí misma. Pero tampoco la teología puede pasar de la «certeza» a la «verdad» sin este mismo proceso. Las cosas se pueden «prever» en la imaginación, «preconocer» en el instinto y «preconcebir» en la intuición, que nos lleva a la razón y a la ciencia. Y es así como se «crea y se concibe» todo lo nuevo, pues de la mera observación de la apariencia o la consistencia de las cosas se obtiene un «conocimiento mecánico», que debe limitarse a lo basado en la mera experiencia de lo «aparente y presente», sin posibilidad alguna de avanzar en el conocimiento «por defecto» que hay en las cosas «en efecto», es decir, no se puede conocer la «verdadera forma de ser de todo lo existente» porque no se «entiende». Conclusión En su novela «1984», influenciado por el pesimismo causado por lo avanzado de su tuberculosis, George Orwell describe el panorama desolador de una sociedad totalitaria, donde una de las normas fundamentales es que cada palabra tenga un único significado. Esto para Orwell es por sí mismo sinónimo de tiranía y ausencia de democracia. La República de Platón parece que se trata de una dictadura de los «custodios», una clase inteligente supuestamente poseedora de la verdad absoluta. Hegel no puede evitar admirar secretamente a Napoleón, pese a los enormes sufrimientos que causa al pueblo alemán allí por donde pasa su «Grand Armée», porque considera que en el Estado «absolutista» está también la «verdad absoluta». Los europeos estamos decididos a establecer ciertas «verdades por derecho» comunes a todos los países de la Unión, que puede llevarnos a una «sola verdad europea», lo que franceses y holandeses consideraron como un intento de restringir las libertades democráticas. En definitiva, que deducimos que la «verdad» parece que nos lleva necesariamente a la tiranía y a la esclavitud. Sin embargo está la otra versión, la de la «palabra de Dios», Evangelio de San Juan, pasaje 8:32, que considera que la verdad debe producir el efecto contrario, es decir, «La verdad os hará libres». Pero ¿qué es la verdad? La verdad debe ser el resultado de un razonamiento lógico, pero como tal no alcanza a ser más que el resultado de las premisas sobre las que se base ese mismo razonamiento y esa lógica. Por tanto la verdad no puede ser una certidumbre absoluta que abarca el conocimiento real de todo, sino un lento y progresivo «desvelar» aquello que todavía no entendemos. Es decir, la verdad no está en el conocimiento sino en el entendimiento. Todo lo que conocemos es el resultado de la experiencia de algo que tiene una duración, de la que sólo podemos experimentar en su momento presente, pero ¿qué hay es su efectividad? La experiencia por sí misma no puede acceder a este conocimiento, puesto que lo que es por defecto es lo «por venir», o lo que no es todavía pero que «debe ser necesariamente». Por tanto la verdad sólo puede alcanzarse cuando se plantea dentro del contexto de la mente, como una conclusión fruto de un razonamiento «lógico», y el resultado es el entendimiento de algo, a lo que llamamos «su verdad», o «verdadera forma de ser». Pero puesto que no hablamos de matemáticas sino de filosofía, no podemos ser lógicos en tanto nuestras lenguas no sean así mismo «lógicas» y estén «confundidas», según lo expone el pasaje del Génesis 11:1: «Cada una de las tribus descendientes de Noé tenía su propia región y su propia lengua». Esta confusión de las lenguas no se refiere obviamente a las «diversas lenguas», sino a los «diversos significados de las palabras dentro de las propias lenguas». La razón de esta confusión está en la propia religión, o en el dogmatismo de la «palabra de Dios», cuya «verdad» (mejor debemos decir «certeza») no podía ser enunciada razonablemente, pero tampoco podía ser cuestionada en otros «contextos» con otras palabras, sino como una certeza superficial. Para encontrar la verdad fue necesario «concebir otro lenguaje», aquel en que se pudiera enunciar una verdad de forma lógica y razonable, libre del dogmatismo de la «palabra de Dios». Este nuevo lenguaje no hizo sino «sustituir unas voces por otras», apartarlas del sentido dogmático y religioso, y otorgarles un sentido que pudiera entrar dentro de un discurso «verdaderamente razonable y lógico», inducido por la intuición o el instinto. Y gracias a ello surgió un nuevo lenguaje y un nuevo contexto, el de la ciencia, que debe iniciarse en Caldea y alcanza su primera síntesis en la culta Babilonia, más o menos cuando el relato bíblico supone que se produjo la «confusión», dando origen a una nueva percepción de la realidad apartada del dogmatismo de las religiones, la «física»; y de esos primeros matemáticos, gracias a su propio lenguaje, tenemos ahora conclusiones asombrosas sobre la composición del universo. Varios siglos después el lenguaje se hizo todavía más «confuso» con el nacimiento del nuevo lenguaje de la filosofía, y la primera voz verdadera fue «noûs», es decir, «mente», pues con ella nacía un nuevo contexto, el de la «conciencia». Son por tanto «tres lenguajes hermanos», pero celosos de su propio poder y posibilidades. Durante siglos se han combatido mutuamente. A finales del siglo XX cada uno de los lenguajes alcanza cierto «clasicismo», lo que significa su decadencia, porque ha llegado el momento del «ecumenismo» de los lenguajes y sus contextos, y en lugar de combatirse deben compenetrarse y entenderse mutuamente. Es por tanto el momento en que teología, ciencia y filosofía deben empezar a considerar la posibilidad de «compartir su poder y posibilidades», pues la verdad, pese a que sólo puede enunciarla la filosofía, esta en la teología como «creencia cierta» y en la física como «potencia cierta», pero en ningún caso «verdadera». Ha llegado pues el momento de dejar de combatirse, porque la libertad que nos promete la verdad, que no es exclusiva de la palabra de Dios, ni la verdad de la física, sino la «verdad que pueda ser compartida por los tres lenguajes y contextos». Y ésta ha sido la intención de este extenso prólogo, tratar de demostrar que no hay «tres realidades distintas, sino una sola expuesta con tres lenguajes diferentes». Por último una necesaria observación: ¿Por qué este ensayo no tiene ni una sola nota de pie de página? Simplemente porque no se trata de un libro más sobre historia de la filosofía o un comentario de filosofía, en cuyo caso hubieran sido imprescindibles, sino de un libro de «creación de filosofía». En los «Diálogos» de Platón tampoco hay citas de pie de página sino el recurso de traer a los propios filósofos que le precedieron o a personajes ficticios para que rebatan sus propias tesis, porque Platón tampoco está escribiendo un libro sobre filosofía sino que está «creando la filosofía». Platón no puede citarse a sí mismo y no puede citar a sus antecesores porque lo que expone son argumentos razonados por sí mismo, a partir de su propia intuición personal. Yo no he dicho en todo este libro que mis antecesores no razonaran correctamente, digo que lo han hecho sobre la premisa de otorgarle un sentido a ciertas palabras que ni lo tienen ni pueden tenerlo. Es decir, más que un problema de razonamiento el agotamiento de la filosofía se ha debido a un problema de lógica contenido en el uso del lenguaje. He citado «sobre la marcha» a muchos de mis antecesores, en especial al propio Platón, pero no como referencia a su filosofía sino de su «metodología», pero no los puedo citar a pie de página porque ninguno de mis antecesores recurre a un «método previo» que aclare el significado real de los conceptos que utilizan en sus razonamientos, pese a que durante siglos ha sido obvio que el lenguaje filosófico era utilizado con frecuencia «fuera de contexto», algo de lo que se ocupa le hermenéutica, pero sin llegar al extremo de practicarle una severa «operación quirúrgica», separando claramente unos conceptos de otros para no confundir el lenguaje en su conjunto y hacerlo inútil para la filosofía. FILOSOFÍA BÁSICA Los presocráticos De Thales a Plotino Introducción para situar al lector Estimado lector/a, estás ante un pequeño libro sobre la monumental historia de la filosofía que pretende convencerte de que en realidad ésta empieza y termina en la Magna Grecia, y está escrita sólo por griegos. Todavía estás a tiempo de cerrarlo. Si no lo has cerrado ya tengo el derecho y la obligación de exponer mi tesis que consiste en argumentar que la filosofía se agota en Platón. Como todavía puede que sigas leyendo por la simple curiosidad de saber cómo acabará lo que a todas luces parece un gran disparate, lo mejor es escribir un breve prólogo, al final del cual puedes tener ya más elementos de juicio para continuar leyendo u olvidarte definitivamente de esta penosa cuestión y pasar a otras lecturas más provechosas. La tesis de este libro descansa en conclusiones extraídas de argumentos utilizados en mi otro ensayo: «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos». Fue precisamente tras la conclusión de este libro cuando me planteé la urgente necesidad de una nueva «Historia de la filosofía», que es la que tienes ahora en tus manos. Como no debes haberlos leído, no tengo más remedio que volver a exponer la tesis fundamental, lo que ya empieza a ser penoso, pues detesto repetirme incluso cuando hago fotocopias (gracia copiada de otros textos míos, es decir, repetida). Intentaré ser original. La tesis tiene su origen en Heráclito, pues no puede estar sino entre los filósofos de la Magna Grecia: «Se unen: completo e incompleto; constante-disonante, unísono-dísono y de todo se hace uno, y de uno se hacen todos». Es decir, para este filósofo todo lo consistente (unido) debe ser necesariamente «dual» (dialéctico). Ahora citamos a otro «primitivo», en este caso a Demócrito, quien concibe el «átomo» y lo define de esta manera: «La inmutabilidad de los átomos se explica por su solidez interior, sin vacío alguno, ya que todo proceso de separación se entiende producido por la posibilidad de penetrar, como con un cuchillo, en los espacios vacíos de un cuerpo; cualquier cosa sería infinitamente dura sin el vacío, el cual es condición de posibilidad del movimiento de las cosas existentes». Es obvio que ya sabemos que el átomo es divisible. Por último, citamos a otro contemporáneo, a Anaxágoras, quien resume la causa primera de esta manera: «Juntas y de vez se estaban todas las cosas, sin límite en cuanto a capacidad repletiva, sin límite igualmente en cuanto a pequeñez; que lo pequeño no tenía tampoco límite». En resumen tenemos que lo estable es necesariamente dual; que además debe estar constituido por una contrariedad interna, y que necesariamente debe ser reducible hasta el infinito. Si nos conformamos con estas tesis aceptamos que podemos concebir lo «infinito», pero no es así, puesto que las propias ideas son una parte de algo con principio y fin, de manera que «idear sin límites» es simplemente inconcebible. Esto nos plantea la seria duda de que algo no casa en la última reflexión, es decir, lo contrario debe ser (de hecho lo es, puesto que el átomo es divisible en múltiples partículas subatómicas) pero no tan divisible que no tenga un «fin». Por tanto es urgente que le encontremos «un fin», o lo que es lo mismo, «una causa», pues todo lo que «es» se debe a su razón de ser, que, además, es por necesidad, ya que lo que no es necesario no tiene razón de ser y sencillamente no llega a ser. Ya podría recurrir al maestro, Platón, y decir que estamos hablando de algo que «no existe», la «materia», y .por tanto es una pérdida de tiempo buscarle un principio, pero esto no nos daría una respuesta categórica e irrefutable, por tanto decimos que «lo que no puede tener un principio tampoco puede tener un final», y si algo no tiene ni principio ni final ¡simplemente no puede ser «algo»! De manera que el «todo» o «las cosas» de Anaxágoras no existen, y por la misma razón tampoco debe de existir el átomo de Demócrito, que es una «cosa» y es «algo». Ahora lo planteamos desde la perspectiva de Heráclito, si todo lo «consistente» debe ser dual, nada puede ser absoluto o sería «inconsistente». De manera que llegamos a la misma conclusión, porque nos hayamos ante el dilema de que todo lo aparentemente «único» y «primario» no lo es «verdaderamente» sino sólo «aparentemente», pues debe su consistencia a su dualidad. También aquí nos encontramos con el mismo dilema: no podemos concebir ni el principio de esa dualidad ni su final, por tanto «¡no puede ser!». Así es que nos encontramos con la irrefutable conclusión de que lo «aparente no puede ser real», ¡lo que es una redundancia, pues el mismo vocablo nos lo denuncia claramente, ya que todos entendemos que lo «aparente» no puede ser «realmente». Ahora quizás comprendamos mejor al maestro cuando sugería que «sólo las ideas de las cosas son verdaderas, en tanto que sus formas son engañosas». Pero como Platón expuso su tesis desde un estricto punto de vista filosófico, nadie lo entendió verdaderamente. Es como decir: «Mi pensamiento es capaz de producir cosas». Obviamente esto no es posible, pero sí es posible que mi pensamiento cause «entes». Estoy hablando de lo mismo en dos contextos distintos: el «físico» y el «metafísico». El maestro nunca transgredió el contexto metafísico, por eso no fue comprendido en un «mundo» convencido de la realidad de lo aparente, que Platón calificó de «doxa». Podemos decir que una «cosa» es un «ente», o la porción de entidad que hay en una cosa; y un «ente» es una cosa, o la porción de sustancia que hay en un pensamiento. De manera que por este razonamiento es lógico aceptar que a partir de Aristóteles se inicia un «camino intransitable dentro de la filosofía pura», aquel que considera que lo aparente «también debe ser real» por ser de «este mundo». Esto puede ser un consuelo para el ser humano, pero ¡no es razonable! Se entiende que Platón reinase durante tantos años, hasta el final de la Escolástica. Lo que sucede entonces es que la filosofía se pone al servicio de la «ciencia», y lo sigue estando desde entonces. Para volver a recobrar la «libertad» es necesario «repensarla» con un nuevo método, aquel que establezca el contexto de la filosofía e impida cualquier nueva transgresión. De ser así, no perdamos más el tiempo, porque todo está expuesto en el pensamiento de Platón, sólo es cuestión de volver a «actualizarlo». Esta es mi tesis, la que intentaré demostrar en apenas algo más de un centenar de páginas. Si te ha convencido esta primera introducción, ¡bienvenido a la pura filosofía! Sobre la filosofía La filosofía comienza cuando alguien, haciendo caso omiso de las verdades reveladas, los mitos y la tradición histórica, se pregunta qué es la naturaleza, y para alcanzar una respuesta concluyente sólo se sirve del uso razonable del lenguaje; el que ya conoce o el que crea él mismo, incorporando nuevas voces cuando se hagan necesarias en sus reflexiones y razonamientos. Esa persona, para la historia de la filosofía occidental es, naturalmente, Tales de Mileto. Desde el momento en que comienza esta nueva actividad del conocimiento humano puede decirse que comienza, al mismo tiempo, un «contexto» nuevo de ese mismo conocimiento: el filosófico, pese a que lo correcto es llamarlo «entendimiento». A este nuevo contexto le corresponderá un determinado «lenguaje», aquel de uso exclusivo en todo razonamiento ontológico, prescindiendo progresivamente del «antiguo lenguaje», creado para constatar la evidencia aparente de las cosas, o darse una explicación de su origen al margen de las conclusiones propias de la razón y la lógica y basadas en mitos y leyendas. La filosofía, al exigir que toda conclusión esté fundamentada en la razón, se exige, así mismo, el uso rigurosamente verdadero de los conceptos que utiliza, lo que condiciona la lógica. La filosofía por tanto depende del uso que hagamos del lenguaje que utilizamos, y éste no puede ser otro que un «lenguaje específicamente filosófico». Por la misma razón que la filosofía empieza cuando se busca la verdad a través de la especulación razonable con el uso de un lenguaje específico, la filosofía debería terminar cuando la razón ya no encuentre «palabras» para explicar la realidad sin recurrir a otra cosa que a la especulación razonable con el uso de las mismas palabras. Cualquier transgresión del contexto propio de la filosofía nos llevaría a la «trasgresión» de la propia filosofía, en cuyo caso ya no sería filosofía, sino «otra cosa». La filosofía debió de terminar hace ya varios siglos, con la monumental obra de racionamiento de Hegel, quien creyó haber llegado al final de lo absoluto, el nivel más elevado que el uso del lenguaje filosófico permite llegar a la razón. Sin embargo, en mi opinión no fue así. Por tanto la filosofía ya debía de estar agotada antes de Hegel. Pero no sólo porque el razonamiento de Hegel fuera incorrecto sino porque para elaborar su grandiosa filosofía recurrió a un lenguaje «no filosófico», sin duda que causado por su formación teológica y su circunstancia nacional, como es el «Espíritu». La confusión radica en el «significado» del concepto «Espíritu» en el idioma alemán, que se traduce por «Geist». En este idioma no hay una clara distinción entre «espíritu» y «mente» tal vez porque etimológicamente no sea necesaria esta distinción. No ocurre lo mismo en los idiomas de origen grecolatino, donde la «mente» es una categoría filosófica y el «espíritu» una categoría teológica. ¿Por qué en alemán se mezclan y confunde ambas ideas, lo que confunde, a su vez, la monumental obra filosófica de Hegel y de sus sucesores, aquellos que hacen filosofía en alemán? La explicación debe de estar en la ausencia de tradición filosófica en la población germana en los tiempos en que empieza la filosofía y, sobre todo, la ausencia de una profunda «greco-latinización» de su población. De manera que cuando la filosofía llega a los diferentes idiomas y dialectos de los pueblos germanos, estos ya tienen fijados conceptos sobre el «espíritu», basados en las categorías que darán origen a su teología, es decir, en sus mitos y sus leyendas. El alemán en tiempos de Hegel es un idioma sin una gran «greco-latinización», con pocos vocablos incorporados de otras lenguas, comparado con las lenguas de otros pueblos que han sido profusa y continuamente invadidos, como los del Mediterráneo. Por tanto, la filosofía alemana, una vez que se «hace» en alemán, necesita «rehacer» todos sus postulados adaptándolos a los conceptos disponibles en el nuevo idioma utilizado. Uno de los conceptos fundamentales para la filosofía es precisamente el de «espíritu» y su confusión con «mente» o, incluso, «entendimiento», llevarán a confundir así mismo toda su filosofía relacionada con el espíritu. Otro tanto podemos decir del concepto «existencia», diferenciado del «ser» en los idiomas de origen greco-latino y que en los germanos se resuelve «como si se tratara de algo natural y sustancial», añadiendo al concepto «Sein» una indicación de lugar «da», es decir, «Dasein», como se hace con conceptos no filosóficos: «Bürger-meister» (alcalde) o «Baum-wolle» (algodón), etc. Resulta una paradoja que el idioma que más filosofía ha producido sea, aparentemente, el menos adecuado para alcanzar conclusiones razonablemente concluyentes y «absolutas», como pretendía el propio Hegel. La conclusión a la que nos lleva esta última reflexión es que, si la filosofía puede llegar a no tener más palabras para enunciar la razonable forma de ser de las cosas sin necesidad de su prueba y experimentación, es decir, llegar a establecer la «verdad absoluta» en base al uso exclusivo de los conceptos y de la razón, sólo puede hacerse «razonablemente» con aquellas lenguas que tengan en su propia etimología las voces equivalentes en significado a aquellas que fueron creándose cuando la explicación razonable de las cosas las hacía necesarias. Por tanto, la filosofía occidental debe terminar en la lengua en que fue originada, es decir, en el griego antiguo y difícilmente puede ser «traducible» a otros distintos, sobre todo si no tienen raíces etimológicas del mismo griego clásico. Así, la filosofía sólo puede hacerse cuestión de ideas como la muerte, si queda «advertida» de que se trata de una trasgresión, pues la muerte no es un concepto que pueda ser incluido en un razonamiento metafísico, en cuyo caso debe utilizar el concepto «nada». Esta trasgresión es constante y reiterada en toda la historia de la filosofía, pese a los intentos de «contexturizar» el lenguaje por notables filósofos como Huxley, entre otros. La dificultad está en que en algunas lenguas será «imposible» llegar a conclusiones filosóficas «concluyentes» por «falta de palabras» adecuadas para ello. Las razones por las que la filosofía ha sido más prolífera en unos países que en otros no tiene relación con el idioma, sino con sus condiciones culturales y sociales. Así, serán más propensos a la filosofía aquellos países que asimilaron las conclusiones de la nueva física renacentista, hacen la reforma luterana y se rigen por principios económicos liberales. Por el contrario, otros países como España, con un idioma adecuado para la filosofía, las condiciones «circunstanciales», por citar al «único» filósofo original de España (los anteriores eran ibéricos y los posteriores no aportan nada nuevo ni original), no lo permiten. Por ejemplo, podemos perfectamente decir que el filósofo no «crea» como el artista, ni «produce» como el artesano (pese a que pueden darse perfectamente ambas cualidades en un filósofo), sino que simplemente «concibe». Concebir es la manera en que el filósofo «crea su mundo», naturalmente utilizando una expresión propia del contexto teológico, o «produce la naturaleza de las cosas», utilizando el contexto físico o científico. Pero ¿en qué consiste la «concepción»? y ¿cómo se manifiestan las concepciones? La respuesta a esta pregunta «delimita» con precisión el ámbito del filósofo y el resultado de su actividad. El propio Hegel comprende que para alcanzar lo «absoluto» es necesario eliminar toda «confusión» del mismo lenguaje y para ello pretende encontrar una «categoría» que englobe tanto al sujeto como al objeto: «La supresión de la diferencia es la tarea fundamental de la filosofía». Según esta reflexión, una vez alcanzada una categoría que está por encima de lo subjetivo y lo objetivo (por encima del bien y del mal, de la verdad o la mentira; de lo justo o lo injusto), debería ser el fin de la filosofía. Pero, una vez más, nos encontramos ante la paradoja de que esta supuesta categoría de lo absoluto se ha desarrollado a partir de lo relativo de un idioma que no diferencia entre espíritu y mente, es decir, que transita entre la teología y la filosofía sin discernir las posibles y necesarias diferencias. Para concebir las cosas lo primero es establecer las posibles «perspectivas», como lo denominaba Gasset, de la concepción misma. La primera es aquella desde la que se cuestiona la naturaleza como tal y en conjunto (Tales), la segunda: el ser humano dentro de la naturaleza (Sócrates), y la tercera: la idea de Dios dentro del ser humano y de la naturaleza (El «Demiurgo» de Platón), pese a que éste no sea su orden de aparición. Ni Descartes ni Hegel aportan nada fundamentalmente nuevo a las motivaciones propias de la filosofía. Por tanto, los fundamentos de la concepción misma son las respuestas a las preguntas sobre: «Naturaleza, Persona y Dios». La perspectiva nos lleva a la observación de las cosas según su «punto de vista»: las cosas sustanciales; las cosas como sustanciales e insustanciales al mismo tiempo (se supone que las personas tienen «alma») y las cosas puramente insustanciales. Punto culminante de la filosofía de Platón, pues todo confluye en las «ideas» o en la «idea en sí misma». Lo paradójico de esta observación es que la perspectiva no implica que quien se desplace deje de ser lo que es como tal observador de las cosas, es decir, que la perspectiva debe ser algo que está «dentro del observador», lo que viene a decir que «no vemos un sólo aspecto en las cosas observables, sino que estos tres contextos deben de estar de alguna manera dentro de la cosa observada. Es decir, todo proviene de la observación de una cosa, pero esta observación nos lleva a considerar varios mensajes, cada uno relacionado con un contexto distinto. De manera que siendo una sola cosa, puede interpretarse de varias maneras, y producir varias sensaciones, impresiones o sugestiones respectivamente, y que se corresponden con el «mundo lógico, ideológico y psicológico». Para ser todavía más extensos y detallistas podemos decir que son las «perspectivas» propias la ciencia (genética), la filosofía (estética) y la teología (ética). Esto nos lleva a encontrar el origen de ciertas cosas que concebimos pero que carecen de sustancia, como por ejemplo, «la felicidad», «la moral», «la justicia», etc. Son conceptos que no pueden provenir de la observación de las cosas como tal sustancia, es decir, la felicidad no proviene de un «objeto», cuya sustancia es la felicidad, lo que nos permitiría poder envasarla y venderla en los supermercados, sino que estos conceptos deben de provenir de las cosas, pero que no se manifiestan como «sustancias» sino como parte de sus atributos, cuya observación sugieren estas «ideas insustanciales». Por tanto de la observación de toda cosa deben de inferirse, no sólo la concepción de ideas «objetivas» sino la concepción de «otras cosas insustanciales» o «ideas subjetivas» que «emanan» de las cosas y que se perciben por quienes las observan. Por ejemplo, la idea de Dios debe de inferirse de la pura observación de las cosas (lo que llevo a la supuesta prueba de la existencia de Dios de Descartes); la idea del amor debe inferirse también de la observación de las cosas, lo mismo que la de la felicidad, etc. De manera que cuando concebimos percibimos «impresiones objetivas y subjetivas», todas ellas contenidas en las propias cosas. Lo que nos lleva a considerar la necesidad de establecer en primer lugar cómo «son las cosas en realidad», y ésta es, precisamente, la sustancia propia de la filosofía: «entender» el modo de ser de las cosas en su totalidad de su espacio y tiempo o más propiamente en su «duración». Es decir, si las cosas trascienden de sí mismas, no podemos penetrar en su trascendencia sin la observación de la cosa posiblemente trascendente. La trascendencia en sí misma es una «cosa subjetiva» que necesariamente debe emanar la «cosa objetiva». Al intentar penetrar en la forma de ser de las cosas nos encontramos con la dificultad de su verdadero conocimiento, no sólo como «análisis» de la cosa presente y aparente, sino que hemos de considerar que todas las cosas nos muestra una apariencia «temporal» o «presente», de manera que al desplazar nuestro punto de vista, no sólo debemos hacerlo con respecto de su impresión «actual o presente», sino de su «impresión en el espacio-tiempo». Esta es la base de todo razonamiento dialéctico, pues es evidente que las cosas, además de mostrar diversas «facetas de sí mismas» en el momento que son observadas, están sujetas a un cambio constante y puede que cíclico. De manera que la dialéctica no puede considerar sólo el transcurrir del tiempo y su evolución, sino el transcurrir y no-transcurrir del tiempo en la evolución de sus diversas facetas. Thales de Mileto Supongamos que retrocedemos en el tiempo y paseamos junto a Thales de Mileto a orillas del mar Egeo, en las tranquilas costas de la actual Turquía. El filósofo observa la naturaleza que le circunda y descubre que está ante algo que «no entiende realmente» pero que «conoce aparentemente». Desde niño conoce cada roca del litoral; se ha percatado del crecimiento de los árboles; le resultan familiares la mayoría de los animales, tanto terrestres como muchos de los marinos; sabe distinguir entre la silueta de una vela de un barco griego y otro fenicio. En fin, que aparentemente «conoce las cosas que conforman su entorno» y, sin embargo, en un momento dado reacciona y se dice a sí mismo que «en realidad» no tiene «ni idea» de aquello que conoce. Es decir, todo cuanto ve no son sino sustancias e imágenes de las que no tiene una noción real de la razón de su existencia. Esto le angustia, pero también le impresiona y le provoca el deseo de «saber más sobre las cosas entendiendo su causa o razón de ser», porque tiene la «impresión» de que puede llegar a entenderlas. Pero ¿qué más se puede saber de algo que ya se conoce? Tales no se conforma con conocer las «características» de su sustancia (su carácter) en el momento en que las observa, es decir, si son duras o blandas, dulces o saldas; tampoco se conforma con saber valorar su imagen, buena o mala, pacífica o agresiva, sino que quiere saber la razón de ser de todas esas cosas y su verdadera forma de ser, al margen de su sustancia e imagen, es decir, ¡quiere conocer sus causas! Lo excepcional de su reacción es que no admite la explicación tradicional y mitológica del origen de todas las cosas, como es habitual entre los sabios y hombres de ciencia más prominentes de su tiempo, dotados de una gran memoria y experiencia histórica, porque aceptar esas «creencias» no le resuelve la cuestión principal que le preocupa: su «razón de ser». Los mitos le dicen que las cosas son «de hecho» (hechas por los dioses), pero no le dicen las razones de los dioses para hacer las cosas, y si se lo dicen, no se ajustan a causas razonables sino caprichosas y irracionales, no son «de derecho», pues Tales por primera vez se fundamenta en el axioma (base de la filosofía misma) de que «todo lo razonable debe ser probable, y todo lo que es probable debe ser razonable». Esta conclusión constituye el fundamento de la filosofía: desde la rebeldía contra los mitos de Tales hasta la renuncia a encontrar evidencias razonables de las causas primeras de las cosas. Por tanto, lo que concebimos es la «forma de ser de las cosas», y lo que hallamos es la causa razonable de su existencia y su misma existencia, por lo que debe ser «probable» que sean como las concebimos, ¡pero la prueba final la tiene la ciencia! La razón que mueve a Tales a la búsqueda de las causas de las cosas es la constatación evidente de que éstas «cambian», y si cambia deben hacerlo desde un punto o principio, «arjé», hasta una totalidad de puntos o un final múltiple y totalitario. También podríamos decir: de la nada al todo. La idea de que este movimiento puede ser del «uno al infinito» es posterior y no debe surgir hasta la incorporación de un dios unitario a la filosofía. Tales tiene ante sí muchas alternativas, pero considera que las cosas tienden a «secarse» tras la muerte, es decir, al final de todo cambio fundamental y dinámico, por tanto la «humedad de las cosas debe indicar su estado de evolución: cuanto más húmedas más jóvenes y cuanto más secas más viejas. Así la humedad «absoluta» debe ser el principio, y la «sequedad absoluta», el final. Por tanto deduce que debe ser el agua el principio fundamental de donde debe surgir la naturaleza en su globalidad. Así, el primer «pensamiento propiamente filosófico es aquel que considera que el origen de todas las cosas presentes y existentes está en el agua». Siguiendo con las probables reflexiones de Tales, más tarde continuadas por sus discípulos Anaximandro y Anaxímenes, puesto que las alternativas «razonables» sobre el origen de las cosas no era única, sino que cabía tener en consideración otros principios, la evolución misma de la filosofía consiste en «refutar la tesis anterior» (convertida ya en antítesis) en favor de la siguiente tesis, para establecer una nueva «síntesis». La primera tesis se convierte en antitesis una vez superado y refutado su razonamiento y probabilidad. Volviendo al origen mismo de la filosofía, la preocupación de Tales por conocer la razón de ser de las cosas aparentes no tiene en consideración lo fundamental, como es la razón de ser del deseo de conocer las cosas. Esta actitud justifica lo que en su día dijera Aristóteles: «fue antes la ciudad que la casa», es decir, el primer filósofo occidental surge con una conciencia del «todo» antes de tomar conciencia de la «parte», o de sí mismo. Se produce el «fenómeno de la aparición de la conciencia de las causas razonables», y ésta se proyecta primero sobre lo exterior para posteriormente interesarse por la causa de la conciencia razonable en sí misma. Es como un ciego que recupera la vista, y la emoción por observar todo lo observable le hace olvidarse de sí mismo como observador. Por tanto la conciencia de Tales no es la misma conciencia de sus antecesores. Tales sólo concibe aquello que tiene una razón de ser. Por tanto algo ha sucedido en su nueva conciencia que le ha producido el rechazo de la antigua. Ese «algo» tiene relación con la forma en que sus antepasados «tomaban conciencia de las cosas», lo que nos lleva a considerar, una vez más, los fundamentos propios del «pensamiento filosófico», que puede llamarse igualmente «pensamiento razonable» o «pensamiento verdadero». La mayoría de la «gente común» de nuestros días «piensa y concibe las cosas» como lo hacían los ciudadanos de Mileto, contemporáneos de Tales. Al decir «gente común» me refiero a quienes «aceptan lo común como lo verdadero», es decir, que tienen «sentido común», por lo que todo lo que «ven y conciben» es la consecuencia de la apariencia del objeto observado y su valoración por la comunidad donde está integrado y de la que depende su supervivencia. La filosofía ha sido siempre una actividad de gente «fuera de lo común», porque constituye un «juicio personal de la realidad» fundamentado en una reflexión metódica que va más allá de las meras apariencias de las cosas, estímulo que necesariamente debe provenir de la intuición, tanto de aquellas que pueden ser observadas como las que no. De manera que cuando caminamos por una acera y nos encontramos con una farola que nos impide el paso, no nos paramos a reflexionar sobre la «razón de ser de la farola» sino que simplemente nos damos por enterados de su «presencia» y tratamos de evitarla para no golpearnos con ella. ¿Hemos pensado en la farola? ¡En absoluto!, simplemente nos hemos percatado de su «apariencia» con la imaginación. Si nos hubiéramos chocado con ella nos hubiéramos apercibido de su «consistencia». Esta reflexión nos previene de que «no todas las sensaciones producen los mismos efectos ni persiguen la misma utilidad». Lo que diferencia unas de otras es su «trascendencia en el tiempo y en el espacio». Es decir, unas sensaciones identifican las cosas según su apariencia o sustancia, su forma y su imagen, pero todas envían una información «de la cosa según es actualmente», que el pensamiento «automáticamente» contrastada con cosas parecidas que ya están almacenas en nuestra memoria o experiencia de las cosas. Una vez contrastada la «apariencia» de la cosa presente con el parecido de la cosa guardada en la experiencia obramos en consecuencia, o la «re- conocemos» (la volvemos a conocer a partir del «parecido» que tenemos en la memoria): en unos casos la evitamos (el ejemplo de la farola que se interpone en nuestro camino), en otros nos la comemos (caso de los alimentos), en otros probablemente la utilizaremos como abrigo, etc. En este proceso, que contiene una determinada cantidad de razonamiento y lógica, pues es razonable que evitemos la farola para no golpearnos con ella, no hemos establecido la razón de ser de las cosas. De ella no tenemos sino una «sensación estática e inamovible, por ser actual y presente». Por tanto, lo que Tales hace de revolucionario es tratar de hacerse una «idea del movimiento de las cosas», o de la razón de ser de las cosas en el espacio y en el tiempo. La filosofía no es otra cosa que un razonable intento de explicar el «movimiento» de una realidad que se empeña en mostrarse estática e inamovible, es decir, que es contemplada siempre en una supuesto «momento presente». Puesto que las cosas son observadas en un instante siempre actual y presente, romper esta tiranía de lo presente y «penetrar» es su trascendencia es la esencia misma del pensamiento filosófico. Si acusaba a la «gente común» de pensar con «sentido común» y siempre en tiempo presente es porque todo lo necesario para la subsistencia está necesariamente en el momento presente, que, pese a moverse, siempre permanecerá en el presente. Mañana será también presente; dentro de diez años volverá a ser «tiempo presente», etc. Al individuo común no le preocupa el futuro como tal futuro en el momento presente, tarea del filósofo, sino el futuro cuando sea presente, que es cuando tendrá que satisfacer sus necesidades. Para ser filósofo hay que pensar, sobre todo, en «un tiempo no presente», que constituye la «duración» de las cosas. Tema que se escapa de este primer enunciado. Por tanto, después de Tales, lo que el pensamiento cuestiona ya no es sólo «la causa razonable de todas las cosas aparentes y presentes», sino sobre todo la «causa ausente que origina las causas de las cosas aparentes». Es decir, más que preguntarse por lo que se ve y se toca, en adelante el filósofo se preguntará también por aquello que puede ser probable que exista pero que no es «evidente» ante los sentidos corporales. Eso es precisamente pensar en la «forma de ser del futuro» en el momento presente. La filosofía, por tanto, empieza siendo sobre todo un pensamiento «trascendental», que también puede decirse «intuitivo». Anaximandro Los filósofos de la Escuela de Mileto eran vistos con recelos por la monarquía local, aquella que constituía la cabeza visible de un Estado precario en sus enunciados pero bien asentado sobre fundamentos «naturales». Lo paradójico fue que uno de sus primeros filósofos, Anaximandro, justificó «razonablemente» la existencia de un Estado que hasta entonces se justificaban en los mitos de un pasado histórico, trasmitidos por leyendas, pero sobre todo, asentado por el derecho de conquista, es decir, el Estado era de quien lo conquistara. Pero el Estado no existía ni ha existido jamás, y sin embargo puede decirse que «siempre ha sido», paradoja que justificaba su existencia, de la misma manera que se justificaba la probable existencia de los dioses. El Estado es una catarsis provocada por un feroz acto de fuerza que «delimita un territorio» y convierte al conquistador en el «dueño absoluto» de los límites establecidos por ese ser inexistente que es el Estado. Una vez «limitado y apropiado» el Estado adquiere «consistencia», aquella que es justificada tanto por su «delimitador como por los propios límites». De ahí la necesidad de «sustanciar» el «ser» de un Estado inexistente en dos elementos básicos: el «jefe del Estado» y los «limites territoriales del Estado». Por tanto, el Estado, idea abstracta e inexistente, «aparece» con la aparición de una cabeza visible y unas líneas sobre un mapa. Así han surgido todos los Estados y, aún a pesar de las democracias actuales, siguen siendo una catarsis con una cabeza visible y unos límites territoriales. Pero el Estado sigue siendo una idea que carece de existencia. Desde la Revolución francesa y aún antes, desde el «Leviatán» de Thomas Hobbes, hemos aceptado consensuadamente (no puede ser razonablemente) que «el Estado somos todos», y si somos todos, ¿cómo puede ser el Estado «él mismo»? Lo que Anaximandro hace es empezar a reflexionar sobre las cosas que no existen, pero que son determinantes para las que existen, como el caso del Estado: «El principio o «arjé» de todas las cosas es lo indeterminado». Es decir, el principio fue el «Estado» que es lo «indeterminado», por eso considera que lo «indeterminado debe tener límites» (ápeiron). Así, en un principio fueron los dioses y los límites, y, como consecuencia, el monarca y los límites que configuran su Estado. ¿Por qué? Porque no se concibe la realidad presente si no se «limita a un cierto espacio- tiempo», donde está «insertado» el mismo presente como una «ilusión», pues no debe de haber más que una determinada duración (los límites, incluso del universo), y nosotros estamos en un punto determinado de esa duración consumida por un tiempo en movimiento. El ejemplo más «moderno» que se me ocurre para ilustrar esta idea es muy familiar entre los que usamos ordenadores y descargamos programas: la idea expuesta se asemeja a la «duración de la descarga de un programa», que para hacer visible el tiempo que transcurre, aparece una barra que va «llenándose de tiempo» donde antes no había «nada», hasta que está completamente llena y «cesa el movimiento y el tiempo», es decir, el programa ya ha sido descargado. Así lo debió ver Anaximandro a pesar de que para la existencia de los ordenadores faltaban todavía 2.600 años de un tiempo correspondiente a una determinada duración, aquella en la que estamos «encerrados». Con Anaximandro aparece el primer síntoma de negatividad en la mente de la especie humana, síntoma que se agudizará con Schopenhauer, para hacerse más y más negativo hasta no ver sino el lado «negativo de la realidad», que culmina con la frase de Sartre: «El ser se sustenta en la nada», o la angustia que produce la insustancialidad de lo meramente existente. Si el lector es un poco avispado se habrá dado cuenta de la analogía entre la frase de Anaximandro y la de Sartre. Esto prueba que la filosofía no avanza nada en lo esencial, sino que lo hace tan sólo en su aspecto formal y conceptual (por cierto, haciéndose cada vez menos comprensible y más elitista). Antes de la aparición de este filósofo la vida era una «tragedia positiva», de ahí su irresistible atracción entre los griegos de la época (Esquilo llegaría a ser más notable que ninguno de los filósofos de su época). Después de él la tragedia es en parte positiva y en parte negativa, hasta que la tragedia se convierte en completamente negativa, sentido que le damos actualmente. La tragedia era positiva porque era «real» y «todo lo real es necesariamente positivo», en tanto que lo negativo es «necesariamente irreal». Esta simple reflexión llevaría a Leibniz, unos cuantos siglos después, a decir aquello de que: «Este universo debe de ser efectivamente el mejor de los universos posibles.» Lo que este genial matemático e inventor de la primera calculadora quiso decir es que lo que existe, sea trágico o alegre, es por razón de su necesidad, de manera que lo que no es necesario no tiene razón de ser y no debe de existir. Si los dioses decidían traer la desgracia al pueblo griego confundiendo sus mentes, haciéndoles cometer crímenes horrendos contra los propios dioses y contra sí mismos era porque sería «necesario» que los cometieran, porque de otro modo, ¿que necesidad había de pensar en la posibilidad de su existencia? De manera que Leibniz ve la vida como si fuera la parte medio llena de la botella, y considera que la parte medio vacía es una necesidad imperativa para que sea posible la llena, por tanto, lo mejor es lo existente porque es lo «necesario». En sus tiempos, la época preindustrial con «pleno empleo» agrario, era posible y razonable hacer esta argumentación. Pero los desempleados actuales son «personas innecesarias para el mercado laboral, pero que existen», por tanto para ellos éste «no debe ser el mejor de los universos». Vemos que no podemos llenar los libros de historia de la filosofía de frases hechas, porque, puede suceder que estén ya vaciadas de contenido. En este caso es evidente que algo se ha descompuesto en la lógica de Leibniz para que hayamos llegado a refutar de esta simple manera su espléndida y optimista filosofía. De manera que con Anaximandro la filosofía apenas ha comenzado su andadura y ya toma unos derroteros «anti- naturales» y «negativos». Pero sólo es un primer y vago enunciado acerca de la «negatividad», lo «indefinido» y lo «confuso», que dos de sus colegas posteriores elevaría a la categoría que les correspondía: uno fue Parménides, posiblemente el «padre de la metafísica» y el otro Platón «ideador» de las ideas en todo su significado y plenitud. Ni la metafísica ni las ideas de Platón (muchos piensan que antes de él no había ideas) son de «este mundo», es decir, del lado «positivo de la realidad», sino de su otra cara, la «anti-realidad» o «irrealidad», es decir, del pensamiento. Anaximandro, que como decimos es el segundo filósofo documentado de la historia, intuye ya la dialéctica porque considera que toda existencia individual y todo devenir es una especie de usurpación contra el «arjé» o principio del «cosmos» (término fundamental para la teología y que se lo debemos también a él). Es decir, ya comprende que lo que el hombre hace al pensar «vaciar algo que está lleno», en tanto que si no piensa pasa por las cosas sin tocarlas ni vaciarlas. En otras palabras, el ser humano es poseedor de toda la verdad, pero para conocerla tiene que «destruirla», y eso a Anaximandro le parece una «injusticia», por lo que deduce que: «Allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo». Palabras textuales suyas. También Anaximandro se anticipó en unos siglos a Darwin y dedujo correctamente que la evolución animal procedía del mar. Pero no sólo eso, sino que se adelantó a las teoría sobre la formación del universo según la versión del «Big-Bang», argumentado el progreso de esta formación como el progresivo «enfriamiento» de la materia inicial del universo (teoría que no comparto plenamente, ver mi ensayo «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos»). En definitiva, que no sé por qué llamamos a estos filósofos «presocráticos» con la solapada y maliciosa intención de encasillarlos, a los que, al parecer, sólo les preocupa discernir acerca de cuál de los cuatro elementos básicos fue el primero y la causa de la naturaleza. Anaxímenes Einstein puso en duda la «estabilidad de la materia aparente», pero ya el tercer filósofo de la historia (o tal vez cuarto si lo consideramos posterior a Parménides, de quien se dice que también fue discípulo) quien contradiciendo a su posterior colega Kant, no creyó que la realidad estuviera formada por el noúmeno, o las cosas diversas que constituyen una unidad, porque para él no había tal diversidad, sino que todo era la consecuencia del estado aparente del «aire». Poco tiempo después el aire de Anaxímenes sería sustituido por el «átomo», dando comienzo la física atómica moderna. No sé qué hubiera pasado si antes de redactar mi ensayo, «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos», hubiera puesto más atención a mi primera lectura en las tesis de este filósofo. Supongo que fue debido al prejuicio que tenía contra estos primeros filósofos quienes, tal vez por la falta de sus obras originales, suelen figurar en los tratados de historia de la filosofía casi a modo de «prólogo» o de «introducción a la filosofía», prestándoles una somera atención. Sin embargo no hay libro de historia que no dedique unas docenas de páginas a Hume, Kant, Hegel o Schopenhauer, cuando sus tesis, sin duda formalmente mucho más elaboradas, ya estaban enunciadas en los llamados «presocráticos». Afortunadamente en algunos libros de Historia de la filosofía son tratados más generosamente: son aquellos que no están escritos por «intelectuales», sin duda inteligentes y eruditos, sino por «filósofos», con la erudición básica para no confundir las fechas y los nombres, como pretendo que sea el caso de este mismo. Al escribir este nuevo ensayo estoy aprendiendo filosofía, porque no sólo lo escribo, sino que «razono» lo que escribo, y me exijo «entender» las propuestas de cada filósofo y el nexo fundamental y necesario entre uno y otro, sobre todo cuando su trabajo y conclusiones transcurren en un mismo contexto histórico y cultural y dentro de la unidad de una misma «idea temporal y espacial», como es la Magna Grecia. Decía que de haber leído con más atención a Anaxímenes hubiera visto algo más que una «anécdota» en su teoría sobre el origen del universo como la consecuencia de los distintos aspectos y estados del «aire». En mi ensayo llego a la conclusión de que lo «aparente» no debe ser otra cosa que diferentes aspectos de la energía en «movimiento». Como yo, también Anaxímenes buscaba algo «sutil» e «invisible», pero que puede «hacerse visible» con solo «cambiar de aspecto». Para él este cambio de aspecto es debido a la «rarefacción y la condensación» del aire, para mí es debido a la creación de «campos magnéticos» consecuencia de la energía en reposo de la sustancia aparente, y que puede enunciarse con la conocida fórmula «E=mc2» de Einstein. Por desgracia para el filósofo al que nos referimos, Einstein todavía no había nacido, lo que le hizo cometer algunos errores de bulto, como considerar que la Tierra era plana y otras conclusiones parecidas. Pero para Anaxímenes el aire no es aire sin más sino «pneuma», «aliento» o «soplo divino». Curiosamente los libros de historia de la filosofía dedica más atención a la teoría del «aliento vital» de Bergson que a la del «aliento» de Anaxímenes, cuando ¡ambas son la misma idea! Por tanto, el aire para este filósofo no sólo es «aliento vital» o «divino», sino el conocido y profusamente mencionado «Espíritu» hegeliano. De manera que ya en sus inicios lo fundamental de la filosofía estaba correctamente enunciado. La otra asombrosa coincidencia entre mis tesis expuestas el ensayo anteriormente citado y las de Anaxímenes es que yo llego a la razonable conclusión de que el universo debe ser o ha sido un organismo, Anaxímenes dice que «así como nuestra alma, que es aire, nos mantiene unidos, de la misma manera el pneuma o aire envuelve al cosmos». Esto quiere decir que para él tampoco la sustancia del universo difiere de la nuestra en lo fundamental, con lo que se establece una «probable» correlación entre el ser humano y el cosmos, ya que ambos tienen una exhalación (pneuma) y están cubiertos por el aire protector. Mi tesis tiene como base la «circunstancia» de Ortega y mi propia idea de la «doble dialéctica»: no puede existir nada que crezca de sí mismo hacia sí mismo sin las circunstancias de fuera de sí mismo, por tanto si el universo de «expande» es porque deben de haber «otros universos circunstanciales» fuera del nuestro. El resto de la tesis no puedo revelarla porque tengo que defender mis propios derechos de autor. En otras palabras, que el cuarto gran filósofo de la historia de la filosofía ya tiene una «idea de la probable forma de ser del universo» totalmente razonable y probable. Y eso sin la fundamental ayuda de la física astral actual. Parménide Dudo de que a pesar de haber leído y comentado una y otra vez la obra de Parménides en mis anteriores trabajos, esté ya capacitado para comprender todo cuanto este filósofo nos dejó dicho en unos cuantos hexámetros, los únicos que han trascendido de su obra original, pues de él se conoce bastante, pero a través de los comentarios de Platón y de Aristóteles, quienes, pese a rebatirlo, sin duda que lo admiraban profundamente. Fue contemporáneo de Heráclito, de Pitágoras e incluso de Anaxímenes, de quienes sin duda conocería sus tesis sobre el principio de que animaba la naturaleza. Era natural de Elea, y de su tradición surgió la famosa y mítica Escuela de Elea, cuyo más notable representante fue sin duda él mismo, pero también Zenón, que nos trató de probar, y aún hoy se duda si no lo probó realmente, la «imposibilidad del movimiento». Si me preocupo por conocer sus contemporáneos es porque, de acuerdo una vez más a la tesis de Ortega de que nada puede ser sin la «circunstancia», es fundamental conocer cuáles fueron las circunstancias de este filósofo, pues, pese a tener en sí mismo las respuestas a todas sus preguntas, no pudo llegar a establecer sus propias conclusiones sin encontrar fuera de sí mismo las claves que le orientaran. Los filósofos no hacemos sino intentar «aclarar» aquello que está turbio, pero no «inventamos ni creamos ninguna verdad». La sociedad griega entre los siglos VI y V ad.C., en los que transcurrió la vida del filósofo, no era en lo esencial muy distinta de la nuestra. Es más, en el ámbito urbano seguramente que era mucho más «avanzada» que muchos reductos de sociedades agrícolas de nuestra brillante época postmoderna y digital. Como ahora, las clases urbanas compuestas seguramente por comerciantes y burócratas adinerados y los terratenientes con rentas agrícolas elevadas gracias a la utilización de fuerza de trabajo esclavizada, eran conscientes de que su status social perduraría si, además de preservar sus fuentes de ingresos, se destacaban por su mayor cultura y educación. Por esta razón enviaban a sus hijos a estudiar a aquellos lugares que en su momento se ofrecían enseñanzas de forma académicamente organizada. Tales, por ejemplo, aprendería teología con los sacerdotes de Menfis y Dióspolis, en Egipto. De los babilonios debió aprender astronomía, geografía y tal vez medicina y de los fenicios, de quienes era descendiente, debió aprender las reglas de comercio, el uso del crédito, del dinero y todos los entresijos propios de comercio transmediterráneo. Con semejante educación fue capaz de desviar el curso de un río, intervenir en alta política y especular con las cosechas de la oliva, con las que obtuvo grandes beneficios económicos. Por tanto, no debemos tener una idea «tosca» de aquel feudalismo helénico, que con el tiempo fue capaz de articular incluso la primera forma de gobierno democrático y que en muchos aspectos no ha sido todavía superado. Era una sociedad «moderna» que valoraba la educación tal y como la valoramos ahora. La pregunta obligada es ¿qué utilidad tenía la filosofía en la sociedad helenística? ¿Por qué las familias notables consentían que sus hijos utilizaran parte de su tiempo destinado a formarse para la vida real con conocimientos tan ambiguos y «abstractos» como era la filosofía? Una primera explicación puede ser el propio interés de los jóvenes atenienses, pero la más acertada es que la filosofía degeneraría pronto en «retórica», de manera que se convirtió en el «arte de embaucar con argumentos aparentemente irrefutables». Su utilidad social y económica era evidente, pues en ausencia de un «corpus» legal que sirviera de precedente para enjuiciar los pleitos sobre asuntos puramente económicos (sólo había leyes fundamentales promulgadas por «sabios», como el caso del Solón en Atenas), estos se resolvían tras un arduo e inteligente debate en el «Ágora» o en cualquier otro foro donde fuera expuesto. De manera que «saber argumentar» era sin duda un saber práctico y útil. Hoy en día ese saber se ha transmitido a las facultades de Derecho, pues como la misma voz indica, «todo lo que es de derecho es porque tiene una causa razonable, en tanto que lo que es de hecho no tiene una causa razonable». De manera que para ser abogado es fundamental argumentar la inocencia del defendido encontrando una causa razonable que justifique su posible delito, hasta convertirlo en «inocencia». A esta clase de filósofos de la retórica se les denominaba «sofistas», y constituían la «inteligencia» de las primeras democracias atenienses. Pero este no parece ser el caso de Parménides ni de los filósofos que le precedieron. Más bien parece un caso de «vocación apasionada» (amor por la verdad) por encontrar de una vez por todas y sin posibilidad de refutación, las causas probables y razonables de todas las cosas (lo que creyó haber conseguido). Es, por tanto, un filósofo puro y sin contaminación alguna de retórica, por esa razón no se entretuvo en indagar sobre las cosas como «eran en apariencia» buscando algún tipo de «utilidad», sino que despojó a las cosas de sus engañosas apariencias y las descarnó de tal manera que se encontró con el «ser de las cosas en sí mismas». Esta forma de pensar las cosas es la parte de la filosofía que llamamos «metafísica» (voz que surge muy posterior a Parménides, como pura anécdota de tiempo, al calificar los últimos escritos de Aristóteles, aquellos que siguen tras los de física). Dicho así parece que he expuesto algo sencillo de entender, como si supiéramos de toda la vida qué es el ser de las cosas y la metafísica. La prueba de que no es así, es que el lector estará padeciendo la «tensión» propia de la misma dialéctica del entendimiento, que consiste en la impresión que produce la intuición de una verdad, lo que estimula la voluntad de entender con la toma de conciencia de la nueva idea. De manera que en estos momentos, mientras yo me entretengo con estos preámbulos la mente del lector se estará preguntando ya «qué es realmente la metafísica». Para encontrar una respuesta lo mejor es fiarnos de la respuesta que nos dio su «creador», es decir, el mismo Parménides y que está contenida en su propia tesis. Lo primero es establecer aquellos precedentes que configuraban su circunstancia, y estos sólo podían venir de sus contemporáneos. Así la metafísica tiene que tener necesariamente su origen en las tesis de Tales, Anaximandro, Anaxímenes o Pitágoras. Heráclito era de su misma edad, pero vivía en Éfeso, en tanto que Parménides residía en Elea, por tanto, no era probable que intercambiaran conocimientos y conclusiones. Según Diógenes, Parménides fue discípulo de Jenófanes, pero no le siguió en su doctrina. Diógenes mismo debió influir en su actitud personal, pues llevó una vida contemplativa dedicada enteramente a la filosofía, como era la lógica conclusión a la que llevaba su pensamiento. Parece que su reputación de «sabio» le permitió ocuparse de algunos asuntos políticos de su ciudad, dándole un código de leyes «justas y razonables». Pero las claves de su pensamiento debían estar tanto en la teoría del «aire» de Anaxímenes como la de la «armonía de los números» del matemático y esotérico Pitágoras. Ambos se refieren a lo «insustancial» como la causa de lo «sustancial». La primera tesis ya la hemos comentado, ahora deberemos detenernos en Pitágoras. ¿Por qué no he dedicado un capítulo a Pitágoras? Simplemente porque más que un filósofo creo que fue un matemático «abducido» por las «cábalas» a las que le llevan los propios números. Se trata de conclusiones similares a las de la astrología babilónica o la misma «cábala» hebrea, que no pueden ser consideradas propiamente filosóficas ni metafísicas, pues no elaboran una «idea» sino una «doctrina» sugerida por los números. Se trata, por tanto, de una conclusión «teológica» que carece de «ideología», o, lo que es lo mismo, son conclusiones basadas en el movimiento de los números y no de las «ideas» como es la «sustancia» propia de la filosofía. Sin duda que Pitágoras establece conclusiones «verdaderas» al relacionar los números con las cosas, pero es un conocimiento «inútil» para el saber humano, que no puede llevar sino a la «esquizofrenia y a la paranoia», pues tener la certeza de la verdad sin poder razonarla estableciendo su «idea» no puede llevar sino a la esquizofrenia. Por esta razón los pitagóricos se vieron en la necesidad de «excluirse» de la sociedad común de su tiempo, creando una secta donde poder sobrellevar su «fundamentalismo numérico» sin interferencias. Su vida sectaria fue agitada y fueron expulsados por los pobladores de Crotona. Finalmente pudieron establecerse en Tarento, donde fundaron una nueva escuela. La mayoría de las sectas actuales conducen a la esquizofrenia y a la paranoia, en algunos casos destructiva, porque «creen tener la verdad sin poder razonarla». A pesar de mi admiración por Parménides, siento tener que restar originalidad a su pensamiento, pues en parte su popularidad y trascendencia histórica tiene mucho de mitificación, y como filósofo tengo que procurar ceñirme a la efectividad de las ideas por lo que son en cuanto a sus verdaderas causas de las cosas. La metafísica de Parménides está contenida completamente en las tesis de Anaxímenes, y se resume en esta simple reflexión: «Lo que es, para estar necesita tener unos límites en el espacio y en el tiempo, por tanto lo que está totalmente limitado debe ser todo lo que hay en todo espacio y todo el tiempo». Parménides no necesita saber cómo son las cosas en concreto como sustancia; ya no habla del «aire» ni siquiera del «espíritu», para entender el mundo, le vasta con entender la «verdadera naturaleza del ser». A esa «forma de estar del ser» Parménides le pone un nombre: «la entidad», y lo expone en este hexámetro, que recitaba en plazas y mercados: «Ni es el ente divisible, porque es todo él homogéneo; ni es más ente en algún punto, que esto le violentara en su continuidad: Ni en algún punto lo es menos, que está todo lleno de ente. Es, pues, todo Ente continuo, porque prójimo es ente con ente». Ahora sólo necesitamos «dividir la entidad en entes menores», limitados por un pensamiento concreto, y tenemos la realidad según existe, es decir, que es y está. Pero no todo lo que es tiene entidad, sino que sólo la tiene aquello en lo que pensamos. Podemos comprender esta «misteriosa» cualidad del ente volviendo al ejemplo del Estado. El Estado es una entidad siempre que tenga límites, es decir, que «esté» (de donde deviene la propia voz e idea del «Estado» como lo que «está limitado»). Esto debió sonar a música celestial a los oídos de Hegel, uno de lo filósofos que ayudaron a «sobrevalorarle» añadiéndole a su valor real el de su mito. Hegel dice de él: «Con Parménides comienza el filosofar auténtico; en él hay que ver el ascenso de lo ideal.» Pero ¿en que consiste ese ideal? Sin duda que la respuesta está en este otro de sus hexámetros: «Mas porque el límite del Ente es un confín perfecto. Es el Ente en todo semejante a esfera bellamente circular hacia todo lugar» Lo que suena a «música de las esferas» en los oídos de Hegel es precisamente la «idea de lo esférico» como lo «absoluto». Pero ya había sugerido que la esfera es la forma que adoptan los cuerpos «muertos», en tanto que los vivos, adoptan formas totalmente contrarias al absolutismo de la esfera. Por tanto, el ente de Parménides es un «ser muerto», como lo es el «Espíritu de Hegel». Tampoco Parménides entiende la vida, que niega contundentemente, negando así el movimiento. Pero la vida tiene la cualidad de moverse y permanecer informal, porque tiene los medios para «perpetuarse», de manera que el ente de Parménides y el Espíritu de Hegel son «residuos de la vida» que se mueven por inercia, pero que no constituyen el fundamento que «mueve la naturaleza dinámica de las cosas». Por supuesto que no puede «no-ser» lo que no es, pero puede llegar a «no- ser» lo que «ya está», que necesariamente también «es». Por tanto, el «ser que está puede dejar de estar y dejar de ser» en la forma en que era y estaba. Idea que se corresponde con la «muerte», que no implica el colapso y el no-ser absoluto. Este «no-ser relativo» no es contemplado por ningún filósofo idealista hasta la llegada de Aristóteles, que por tanto ya no es idealista. Parménides, como Platón, opina que «Es necesario que sea lo que cabe que se diga y se conciba. Pues hay ser, pero nada, no la hay». Pero como posteriormente argumentaría Aristóteles, lo que es «potencial» (por defecto) es «nada que es, pero que no está». En el idealismo de este filósofo falta una «doble dialéctica», aquella que se mueve de la nada potencial hacia algo actual y aquella que se mueve de todo lo potencial y actual hacia más potencialidad y actualidad, sin que podamos ver dónde acaba este «devenir de lo informal o potencial». Al negar la doble dialéctica «encerramos» en unos limites precisos lo que está (la esfera de Parménides) y lo que no está, deteniendo el movimiento. Es cierto que Parménides es un idealista, pero no es el primero ni será tampoco el último. Como todo idealista, ve la culminación de su «sistema» tras la muerte de las cosas y en el punto crítico de su «duración». Pero también, como todo idealista incurre en la contradicción de tratar de encontrar el nexo entre dos cosas análogas y pretender que la muerte y la vida son dos «fenómenos simultáneos», es decir, que se puede estar vivo y muerto al mismo tiempo, siendo la vida lo relativo y aparente y la muerte lo real y lo absoluto, lo que significa obviamente negar el movimiento al negar la «duración». Otro de sus más fervientes apologistas es obviamente el siguiente gran idealista de la historia de la filosofía, Platón, quien dice de él que es «venerable y temible a la vez (...) se me reveló en él una magnífica y muy poco frecuente profundidad de espíritu». De eso no hay duda. Sin Parménides no hubiera sido posible el «fenómeno» Platón. Con este último comentario el lector debe pensar que soy un irredento materialista y, lo paradójico, es que supongo que debo ser, a pesar de todo, un idealista, condición indispensable para ser «filósofo», y ahora no es el momento de aclarar esta aseveración. Lo que ocurre es que el idealismo, siendo necesario es inconsistente. Ocurre lo mismo que con la idea de Dios, muchos filósofos (el más notable es el caso de Bergson) necesitaron creer en Dios pese a reconocer la imposibilidad de probar razonablemente su existencia. Pero es también, por ejemplo, una vez más el caso de Aristóteles, quien se vio en la necesidad de buscarle un lugar a Dios en su sistema sin que interviniera en los asuntos de la naturaleza. Es decir, los filósofos somos idealistas condenados a probar las contradicciones de nuestro idealismo. Por eso una y otra vez dirijo mis «dardos» algo malintencionados contra Hegel, porque es el único idealista de la historia de la filosofía que se reafirma en su postura, pretendiendo que puede probar la razón de sus convicciones. En realidad todos somos un poco sectarios y por tanto con cierta dosis más o menos bien disimulada de esquizofrenia, pues acabamos creyendo en aquello que es «improbable» de exista. Heráclito Era inevitable y necesario que alguno de estos excelentes filósofos iniciales se hicieran cuestión de algo tan evidente como que a la claridad del día le sigue la oscuridad del día (por error decimos «el día y la noche», cuando es evidente que el día, como todo lo que existe, está limitado por un tiempo y un espacio, es decir, una duración, que hemos acordado es de 24 horas, tiempo en que al Tierra recorre la distancia equivalente a su diámetro). Ese primer filósofo será Heráclito, al menos es el que nos ha legado comentarios donde se apercibe de esta «dualidad». Con Parménides, su contemporáneo, pues nacieron con cuatro años de diferencia, la filosofía va encontrando su propia forma de expresión. No es que los anteriores filósofos utilizaran sus «metáforas» basadas en voces relacionadas con la naturaleza en sentido que no fuera filosófico, es que tanto Parménides como Heráclito, introducen nuevas voces específicamente para uso de la nueva filosofía que sustituyen a las metáforas anteriores relacionadas con la naturaleza. Decíamos que para Anaxímenes el «aire» no es una composición molecular determinada sino su forma de expresar el «espíritu que mueve la naturaleza». Heráclito, entre otras nuevas voces, introduce la de «logos», lo que viene a decir que con él la búsqueda de la razón de ser de las cosas por el ser humano ya tiene una expresión propia. De manera que «teología» es la búsqueda del conocimiento de Dios, y con ello establecer su «logos»; «filología» el del conocimiento del sentido de las palabras, etc. Heráclito vive en la Grecia de Pericles, la época más brillante de la historia del helenismo, y su filosofía debe reflejar ausencia de «dogmatismo», propio de sus predecesores, perseguidos en muchos casos por los respectivos «tiranos de turno», lo que no quiere decir que el filósofo simpatizara con las ideas democráticas de Atenas, antes bien, las combatía. De hecho, era un enfermo despojado de su «dignidad» aristocrática, lo que acusaba su desprecio no sólo por Atenas sino por sus conciudadanos A pesar de estas circunstancias personales y de constatar que: «Se une completo en incompleto; constante-disonante, unísono-dísono, y de todos se hace uno y de uno se hacen todos», su «unitarismo» debe dejar alguna posibilidad a cierto «relativismo». Por tanto su totalidad no es la totalidad de la «entidad» de Parménides sino que esos opuestos tienen que comportarse de tal manera que, a pesar de presentar una «unidad en el tiempo presente» se «desunan en el tiempo ausente, o por venir». Por esa razón contradice su propia aparente «unicidad» diciendo, al mismo tiempo, que esta unidad no es estática e inamovible, puesto que «los que se bañan dos veces en el mismo río se bañan en distintas aguas». Esta popular frase de Heráclito se presta a una gran polémica, porque cada filósofo la ha traducido según su propio punto de vista, y yo la he traducido de acuerdo al mío. Parece que la traducción más ajustada es: «En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos [los mismos]». La primera traducción es la más conveniente y lógica la segunda es la más compleja de interpretar, pero que viene a decir lo mismo, pues ya he dicho que las cosas que se oponen lo hacen en un tiempo presente, pero se desunirán en un tiempo «ausente», porque ya no serán los mismos «opuestos» sino otros, que formarán una «nueva unidad» en un nuevo tiempo presente, etc. Primera observación: Hegel «copia literalmente la metafísica de Heráclito», pero no interpretada como «opuestos» sino como «contrarios», cuya diferencia es fundamental, pues es de la contrariedad de donde surge el «cambio» o la «síntesis». En efecto, lo opuesto tiene que «ejercer presión sobre la oposición para provocar el cambio». Es decir, tiene que «contrariar a la oposición» y la oposición contrariada se ve obligada a «moverse». Tras el forcejeo el resultado es «otra oposición y otra unidad de lo que estaba opuesto», que ahora ya está en «otras aguas». Éste es el fundamento de la «grandiosa dialéctica hegeliana». Segunda observación: esta dialéctica no afecta aparentemente a las cosas que se mueven por «inercia», o sea, que están muertas, sino a las que se mueven por «dinámica», es decir que están vivas. Aquí Hegel no hace distinción o al menos a mí así me lo parece. Es evidente que la «claridad no contraría a la oscuridad» y de la luz y las tinieblas se hace una unidad, el día, que se repite incansablemente durante tanto tiempo como «dure el universo», que es lo que imprime su inercia. Heráclito al menos habla de «bañistas», es decir, de seres humanos que se contrarían unos a otros, hasta el extremo de considerar que ese devenir dialéctico y dinámico está animado por el conflicto: «La guerra (pólemos) es el padre de todas las cosas», dice Heráclito, dando argumentos para que Hobbes pudiera desarrollar su filosofía unos cuantos años después (Heráclito tuvo el genial acierto de considerar la guerra del género masculino). El conflicto consiste en «contrariar a la oposición», y sorprende lo familiar de esta expresión en nuestros días, por lo que deducimos fácilmente que Heráclito, pese a ser un declarado enemigo de la democracia ateniense, fue uno de los primeros «teóricos del actual sistema democrático», si no el primero. De manera que su dialéctica no es en absoluto «absolutista» y por esta razón introduce en la filosofía las claves para que Aristóteles desarrollara su conocida metafísica del «acto y la potencia». Por si el lector necesita todavía algunas explicaciones sobre la evidente relación entre ambos sistemas filosóficos puedo avanzarle alguna somera aclaración: el «acto» de Aristóteles es el «entrar en el río y ser en el río» y la «potencia» es el «no entrar en el río y no ser en el río», pese a ser parte de «la misma acción». En otras palabras, Heráclito introduce la idea de que las cosas «son y no son al mismo tiempo», es decir, son «en acto y en potencia». Pero no es éste el momento de ir más allá en esta cuestión que quedará desarrollada cuando le toque el turno al propio Aristóteles. Sólo una curiosidad anecdótica: uno de mis primeros ensayos sobre filosofía se tituló: «Pienso, luego soy y no soy», ¡Y yo que creía que el título podría ser original! Por último, Heráclito, siguiendo la «moda» filosófica de su época no podía dejar de proponer un elemento natural como causa de todas las cosas: el fuego. Pero, como el caso de Anaxímenes, su fuego no debe entenderse como «llamas» que destruyen sino «combustión» que construye. En realidad creo que Heráclito intuye, al igual que sus antecesores, que el universo tuvo su origen en la «energía», la dificultad consiste en «sustanciar esa energía», y este filósofo se aproxima más que los anteriores a la «causa probable del universo». Idea que resultaría fatal para sí mismo, pues convencido de que la vida se regeneraba con la «combustión» se enterró en estiércol para intentar curar su hidropesía, pero lo único que consiguió fue acelerar su muerte. Anaxágoras Anaxágoras fue el primer filósofo que se instala en Atenas. Los anteriores enseñaron en diversas zonas de la Magna Grecia, y en especial en la rica y próspera región de Asia Menor, en las ciudades del litoral Egeo. Pero Atenas se había convertido en una de las ciudades-estado más «progresista» y por tanto próspera de la Magna Grecia. Conviene matizar que todo clasicismo contiene lo que «termina» y lo que «comienza» en un mismo tiempo y espacio. En el punto crítico de toda evolución antes de la mutación está en su «clasicismo», porque en él se dan los «cánones», fruto final de la evolución del pasado, y sobre esos cánones se originan los fundamentos de un nuevo mundo y una nueva «mentalidad». Anaxágoras sería el filósofo de la «nueva mentalidad» o de la «mentalidad misma». También podríamos decir que era un filósofo propio de nuestro tiempo, donde también hemos «canonizado» muchas de las ideas que surgen precisamente durante su tiempo, como es la democracia y el Estado social y de derecho. Por tanto, a nuestra época le corresponde producir los primeros indicios de una nueva era, como eran los «indicios» que sugerían las ideas de los filósofos de la era clásica de Pericles. Lo fundamental de la filosofía de Anaxágoras es la introducción de la idea de «mentalidad», nueva voz, «noûs», que expresa otro concepto específicamente filosófico. Pero para su creador la «noûs» no es una idea insustancial sino sustancial: se trata de un «fluido» que se manifiesta en las cosas naturales. Es decir, actúa como si se tratara de «energía», pues la energía sólo se manifiesta a través de las sustancias «potenciadas» por ella, si no hay sustancias la energía no fluye. Ahora consideramos la existencia de «energía oscura» sin masa aparente, pero no sabemos realmente cómo es esa energía. De la energía sólo sabemos con propiedad su comportamiento sobre lo sustancial, con su correspondiente polaridad y magnetismo. Es decir, lo que Anáxagoras hace es proponer un nuevo «elemento» como causa del «arjé» o principio activo, pero que no sólo está en la naturaleza y produce las cosas sustanciales sino que es parte del ser humano y la causa de sus «pensamientos», gracias a los cuales «descubre la existencia de las cosas que le rodean», las «mentaliza» y se «mentaliza», lo que viene a decir que las «concibe». Se trata del nacimiento de la «epistemología» o «teoría del conocimiento», y esta nueva «ciencia» es el indicio claro del nacimiento de una nueva era. Este filósofo, consejero de Pericles y profesor de notables griegos como Arquelao, Protágoras de Abdera, Tucídides, el dramaturgo Eurípides, y se dice que también Demócrito y Sócrates, es el «padre» del clasicismo que se canoniza en Platón y Aristóteles. Pero los padres no suelen ser los creadores de los grandes sistemas, sino que esa labor les está reservada a los hijos, que son quienes tienen la oportunidad de desarrollar con más amplitud lo que sus progenitores apenas tuvieron tiempo de apuntar. Lo perfecto sería tener dos vidas: una para concebir ideas y otra para desarrollarlas, pero normalmente cada una de estas labores está destinada a personas distintas, aunque íntimamente relacionadas entre sí. El «hijo» más notable de Anaxágoras es sin lugar a dudas Platón. La «mente» de Anaxágoras es el concepto sobre el que se fundamenta la concepción en sí misma y sin saber cómo funciona la mente nuestra idea del cosmos no es más que una «nebulosa» imprecisa de la que apenas si podemos conocer su apariencia física. La mente de Anaxágoras la equiparaba por analogía con la «energía» (física) y con el «espíritu» (teología), pero no como una simple curiosidad semántica, sino porque a cada una de sus acepciones le corresponde un «thelos» o «contexto» en el que debe ser utilizado, cuyo fin es distinto en sí mismo. Al introducir el «noûs» en la etimología del lenguaje filosófico se introduce una nueva «visión totalitaria de la realidad» donde «todo está en la mente». Idea que es llevaba a sus últimas consecuencias por Platón con el desarrollo de su teoría de las ideas, que no son sino una actividad de la mente. Si todo está en la mente todo lo que vemos no son más que ideas y lo que percibimos es sólo la forma en que las ideas muestran su «aspecto aparente». El idealismo, por tanto, se fortalece y consolida gracias al «noûs» de Anaxágoras. Sin la mente todo sería puro «materialismo consistente», o la materia que produce de todas las cosas, pero no habría «la mente que causa todo lo que existe». Pero la paradoja es que, en tanto que mente es análogo a energía y espíritu, podemos decir que «todo está en la energía» (Aristóteles) o «todo está en el espíritu» (San Agustín). Sólo hemos desplazado la perspectiva en la observación de las cosas: en el caso de la «mente» es la perspectiva del «filósofo», en el de la energía, la del «científico» y en el del espíritu, la del «teólogo». Esto nos lleva a la inevitable conclusión de que desde Anaxágoras la filosofía queda «delimitada» a un solo contexto o perspectiva en la contemplación y análisis de la realidad: la de la mente y, por consiguiente, las ideas. Lo inmediato a la mente es en el ente y el «fruto» de ambos es el ser y su idea. Por tanto, sólo cuando consideramos la realidad como una idea de sí misma estamos haciendo verdaderamente «filosofía». Por lo que creo que deberíamos considera a Anaxágoras como el verdadero padre la filosofía. Lo menos importante de su pensamiento son sus acertadas conclusiones acerca de la composición de la materia, que Aristóteles denominó «homeomerías» (de donde viene el concepto «homólogo» o similar y que sirvió de fundamento para los «atomistas») ni que razonara la posibilidad de que el sol fuera «una masa de hierro candente», mientras la luna no era sino una roca que reflejaba la luz del sol. Por desgracia afirmaciones semejantes le valieron la acusación de «impiedad» o «ateísmo», por lo que tuvo de huir de Atenas, estableciéndose en una colonia cercana a Mileto, donde desengañado y olvidado, se dejó morir de hambre. Final demasiado común en la historia de la «inteligencia» para que podamos considerarlo como excepcional. Demócrito Con Anaxágoras en el pensamiento filosófico se abre una nueva senda, que le será propia, la de la mente y las posteriores ideas. Pero antes de que Platón utilizara esta tesis en su sistema, la filosofía sigue buscando la respuesta en lo aparente, a pesar de que desde Heráclito y aún de Parménides ya es consciente de un lado «oscuro» e «inapreciable» de la realidad que debe ser tenido en consideración. No es posible concebir las cosas sin alguien que las conciba y ese alguien no puede ser un espectro sino algo sustancial. Por tanto no se concibe que de la «insustancia» se pueda concebir la sustancia. Las esencias de las cosas deben provenir de las sustancias de las cosas. El eterno dilema de la filosofía, como sugería en la introducción, se resume a los tres postulados básicos sobre los que gravita toda la investigación filosófica: la naturaleza, la persona y Dios. Anaxágoras es el responsable de que la persona haga su aparición en las especulaciones filosóficas, pese a que será el polémico Sócrates quien se llevará los créditos para la historia. Dios todavía no es un tema central y no llegaría a serlo hasta la «manipulación filosófica de la escolástica». Incluso en Platón, Dios, que denomina «demiurgo», aparece como un resultado lógico dentro de un proceso reflexivo, y es como el resultado del razonamiento dice que es y no en sí mismo, absolutamente y al margen de la naturaleza de las cosas. Es decir, para Platón el «demiurgo» no es un concepto que pueda ser integrado en la filosofía a menos que se entienda como un aspecto afín o parte de la misma naturaleza. Dicho de otro modo, la idea de Dios, por ser antes que nada una idea, es parte de la filosofía siempre que siga siendo una idea. La teología medieval busca una filosofía que se adapte a la «imagen revelada» de Dios, en tanto que los griegos buscaban a Dios en la filosofía, no como una imagen revelada, sino como una idea razonada. Por tanto, después de Anaxágoras sus alumnos retoman sus tesis sobre la «pluralidad» o la semillas (spermata) y tratan de darles un sentido más «parafísico» y creíble. Utilizo la expresión «parafísica» porque no se puede calificar a Demócrito ni de metafísico ni de físico. En el primer caso sería necesario que su «atomismo» pudiera ser entendido como «atributos del ser» y en el segundo, debería de probar con algo más que razonamientos y probabilidades la existencia de tales átomos, ya con alguna formulación matemática o con alguna experiencia sobre la misma materia. Obviamente nada de eso está en Demócrito. ¿Por qué se crea lo que se ha llamado la «escuela atomista»? Porque toda pluralidad, como parece evidente que está compuesta la naturaleza de las cosas, debería poder reducirse hasta la «singularidad». Por la misma razón toda pluralidad debería concluir en la ausencia de pluralidad, o en lo absoluto, lo que no sucede. Sin embargo parece evidente que el todo aparente, sea o no absoluto, debe de estar compuesto por las partes, y puesto que estos filósofos no buscan «partes en abstracto» sino reales, llegan a la obvia conclusión de que la realidad sustancial y plural debe de estar compuesta a partir de la existencia de partes sustanciales que ya no puedan ser divisibles, es decir, el «átomo», que en griego significa «lo que no puede dividirse». Esto es «física probable» o «parafísica», pero me parece un error considerarlo «filosofía». Sin embargo, tal evidencia no está exenta de cierta complejidad, pues entre el «átomo» o la parte y el resto de las partes debe de haber «algo» es decir un «no átomo», o un vacío cuya sustancia debe ser también razonada y explicada. ¿Cómo puede haber un vacío donde está todo «lleno de átomos»? La parafísica de Demócrito no alcanza a conclusiones mayores, como, por ejemplo, que si el átomo es la parte más pequeña del universo la suma de todos los átomos (si tienen un principio deben tener un final) formaría un todo que no sabemos donde está porque no sabemos de dónde viene el primer átomo o parte del todo. Éste es el eterno dilema de la filosofía que no se ha resuelto todavía, porque se trata de una «tautología», o, lo que es lo mismo, la repetición de un dilema irresoluble con el simple uso de la razón, por muy lógica que sea. Para que el lector comprenda lo que trato de decir, esta idea puede expresarse con una simple pregunta: ¿Pueden las tinieblas pasarse a la luz sin dejar de ser tinieblas? Obviamente las tinieblas que intentan traspasar a la luz se «iluminan» y dejan de ser tinieblas. No voy a profundizar más en esta cuestión porque ésta será una de las tesis fundamentales para introducir a Platón y sus teoría de las ideas, para lo que todavía faltan algunos capítulos. Con Demócrito y posteriormente Epícuro la filosofía entra en un callejón sin salida, porque deja de ser filosofía. Incluso Aristóteles tomará este camino, pero sin abandonar totalmente el puramente filosófico. Gracias, no obstante, a esta «desviación» del pensamiento filosófico, la cultura legada por Atenas pudo librarse del teísmo irracional del medioevo y hacer posible la astronomía y la física renacentista, naturalmente que después de haber vuelto a introducir el pensamiento aristotélicos y de los «parafísicos», como el mismo Demócrito. Durante 400 años reinó Platón en las «alturas» sin que se tuviera realmente en consideración su filosofía sino sólo aquella parte afín a la teología que se hace durante la patrística hasta Santo Tomás y Francisco Suárez. Consistía en sustituir las ideas por una imagen de la que se extraía una «idea inmanente» tan borrosa e imprecisa como la imagen de donde había surgido. Como avance a la introducción a Platón, puedo decir que la única manera de que las tinieblas penetren en la luz y sigan siendo tinieblas es si lo «imaginamos». De esta manera Dante pudo pasearse por los infiernos y salir ileso sin ni siquiera chamuscarse y Quevedo, años después, puedo contarnos algunas anécdotas del mismo infierno saliendo también ileso de la experiencia. El medioevo es sobre todo un mundo basado en la «imaginación», la «psicología» y la «emotividad», por eso no hay posibilidad alguna para la existencia de la filosofía. Pero el atomismo tiene todavía una refutación que cuestiona incluso la «idea» que tenemos de átomo actual, y para ello sólo es necesario avanzar unos cuantos años hasta retomar de nuevo a Heráclito (digo avanzar porque nos regimos por el calendario cristiano, lo que implica considerar la existencia de un «anti-tiempo» o tiempo «reversible», el que constituye la «duración» del mundo hasta el nacimiento de Jesús). Heráclito nos introduce el dilema de la absoluta imposibilidad de la existencia de lo «absoluto» al comprobar la necesaria dualidad de todo lo existente, pero sobre todo «consistente». Como «unidad» sólo concibe la «armonía»: una unidad inestable pero duradera, dialéctica y expansiva o depresiva. Por esta razón llegaría a la necesaria conclusión de que las cosas «no tienen límite en cuanto a capacidad repletiva: que lo pequeño no tenía tampoco límite». ¿Por qué los atomistas aceptan la existencia de algo pequeño y limitado? Sin duda porque de otro modo las cosas que «son» no pueden «estar», ya que esta cualidad del ser requiere unos «límites», o, lo que es lo mismo, un principio y un fin delimitado en un principio indivisible. De esta manera volvemos a tener una tautología, que se resuelve «convenientemente» pero no «verdaderamente». Es imperativo que las cosas se estabilicen en algún punto de su ser, creando para ellas unos límites donde sean «indivisibles». Por tanto el átomo es una voz «falsa», puesto que significa lo que no puede ser su significado, es como la voz, también griega, de «utopía»: un «lugar» que no está en ninguna parte. En otras palabras, el átomo, que es divisible, «no existe», conclusión ratificada de forma concluyente por la experimentación científica. Si seguimos denominando «átomo» (lo que no puede ser dividido) a lo que puede ser dividido estamos utilizando una voz que carece de significado real. La conclusión es que, en tanto no se demuestre lo contrario, no sólo el átomo no existe sino todo lo compuesto por «falsos átomos» son también «falsas cosas». Con esta última reflexión nos vamos acercando a la postura de Platón, quien niega vehementemente la «realidad aparente» a favor de las ideas, o la «realidad ausente». Sócrates Sócrates debía saber que la verdad sólo surge cuando es descubierta en uno mismo, por tanto, todos poseemos en algún lugar de nuestra mente toda la verdad, sólo tenemos que «descubrirla» o «desvelarla». Dicen que esta idea se la sugirió el oficio de comadrona de su madre pero yo creo que es más probable que fuera el de escultor de su padre. La comadrona ayuda a «descubrir» lo que había dentro la 57 madre, en tanto que el escultor descubre la imagen que hay «potencialmente» en un trozo de mármol. Normalmente no se cita la circunstancia del oficio del padre, más ajustado a la «mayéutica» que el oficio de traer hijos al mundo de su madre, actividad más real pero menos creativa. En ambos casos, no obstante, es necesario «concebir algo»: en el primero una forma que se convierte en una idea y en el segundo una persona que también se convertirá en una «idea de sí misma», lo que no puede hacer la escultura. En su tiempo a su manera de razonar y hacer razonar a los demás se consideraba propio de sofistas, y Sócrates, pese a criticarlos, sin duda que era uno de sus representantes. Pero su retórica no perseguía el beneficio sino la virtud, por eso paradójicamente fustigaba a los sofistas. No es de extrañar que para muchos autores su ejemplar muerte sea comparada con la de Jesucristo, pero no se puede decir lo mismo de su poco ejemplar vida, al parecer descuidada y vulgar en lo aparente, pero refinada e inteligente en lo no aparente, o «esencial». Para hacernos una idea de la «técnica» de Sócrates podemos imaginar este diálogo entre él y uno de sus conciudadanos interpelados: – ¿Quién eres tú? – Fulanito de tal – ¿Qué eres? – Una persona – ¿Qué es una persona? – ¿? ¡No lo sé! – ¡Lo único que sabes es que «no sabes nada»! Con este agresivo interrogatorio y la concluyente y razonable conclusión, Sócrates quería demostrar que el conocimiento que tenemos de las cosas que nos rodea es «somero» e «imperfecto». De manera que las cosas «contienen todas sus propias verdades ocultas en su idea de sí mismas». Por tanto lo primero que deberíamos hacer es concebir una «idea verdadera de nosotros mismos» como paso previo para concebir la idea de las demás cosas. Esta conclusión sería fundamental para Platón, porque le demostraba que las ideas «ocultaban» la verdadera forma de ser de las cosas. Pero no nos anticipemos, porque el interpelado podía haber replicado a Sócrates de forma que rebatiera sus conclusiones y consiguiente acusación de «ignorante» con relativa facilidad. Cada «persona», pese a no saber definir la idea misma de persona, no sabe sino aquello que «necesita saber», ya que todo lo que es «algo» necesita forzosamente tener unos «límites», y si el conocimiento es algo también tiene que tener sus limites. Si el conocimiento no tuviera límites tanto en el tiempo como en el espacio significaría que habríamos alcanzado el conocimiento de todo lo consistente o real, y al no desconocer nada de la realidad, el ser que consiste en algo necesariamente limitado no sería, pero como dice Parménides, ¡el ser no puede no-ser! Incluso el lector ha podido dejarse engañar por este razonamiento y creer en la posibilidad de esta falacia, pero debe tener en consideración un simple detalle que ya se da en el ejemplo de la conversación entre Sócrates y uno de sus conciudadanos interpelados. Es precisamente Sócrates quien «provoca» al ciudadano para que se conozca a sí mismo, por lo que se convierte en la fuente «exterior» del conocimiento «interior». De manera que cuando el ciudadano alcance a saberlo todo de todo y crea que el mundo se «acaba» porque ha alcanzado lo «absoluto de sí mismo y con ello del mundo entero», seguirá quedando Sócrates fuera del mundo «absoluto» del ciudadano «absolutista». Lo que quiero decir es que la última cosa que podemos aprender sobre «todas las cosas» nos la habrá enseñado «alguien» que sobrevivirá a nuestro «absolutismo y muerte», y de esta manera es como la vida permanece al margen y libre de todo absolutismo o idealismo. De ahí mis reiteradas críticas a Hegel. Por tanto Sócrates, sin escribir una sola línea, es «utilizado» por Platón en sus «Diálogos» para que le ayude a descubrir la «esencia de las cosas» que debe de estar en sus «ideas». Obviamente con esta observación estoy sembrando cierta insidia en torno a la verdadera biografía de Sócrates y de sus enseñanzas, que probablemente no fue como nos ha legado la historia. Sócrates es la circunstancia exterior que ayuda a la filosofía a descubrir algo fundamental de sí misma, como son las ideas mismas y la idea en sí misma. Su acusación de impiedad se basaba en que sus enseñanzas conducían a la destrucción del Estado (en este caso la ciudad-estado de Atenas) pues, como hemos podido ver, el Estado tiene la precariedad de no poder existir sin límites concretos, los mismos límites que tiene el conocimiento humano, que es verdaderamente la «sustancia misma del Estado». En otras palabras, el Estado es una entidad limitada compuesta por individuos limitados, tanto en sus «conocimientos» como en su territorialidad, aquella que le impone su propio Estado. ¡En eso consiste la esencia misma de la democracia! Sin embargo, tenemos la paradoja histórica de que Sócrates, pese a exigir la abolición del Estado a través de la liberación de la «ignorancia de sus ciudadanos», cree en la «moralidad y armonía que proporcionan las leyes del Estado», por las que está dispuesto a tomar la cicuta, a pesar de que sus amigos pudieron conseguir que fuera amnistiado. Platón La arrogancia de Karl Marx, probablemente fruto de su gran vitalidad, le llevarían a cometer grandes y notorios errores de bulto, en especial en su malogrado intento por asentar sus convicciones políticas en razonamientos filosóficos. Durante toda su vida fluctuó entre lo absoluto y lo relativo; entre la evolución o la revolución; entre el bien y el mal. Finalmente la historia lo «arrastro» literalmente y le obligó a escribir algo tan grandioso y elaborado como su tratado sobre «Das Kapital», pero sobre filosofía no escribió probablemente una sola línea realmente coherente. Si la «I Internacional» no le hubiera encargado la redacción del primer «Manifiesto comunista» el marxismo no hubiera existido, pero con el manifiesto se puso él mismo el cebo para caer en su propia trampa. Así, el marxismo empieza por causa de una «fantasmada» de Karl Marx: «Un fantasma recorre Europa; es el fantasma del comunismo». Con esta frase comienza su «Manifiesto comunista» y demuestra que Marx no tiene sino una «idea» fantasmagórica y nebulosa de lo que era el comunismo, que por el momento «no era sino un fantasma», y él mismo se ve obligado a corporizarlo o darle forma física. La razón por la que el comunismo como sistema político se confunde con «marxismo» es porque ambos son la misma cosa: Marx hace el comunismo y el comunismo hecho por Marx termina rehaciendo a Marx y a su marxismo. ¡Pura dialéctica! Pero no quería referirme a esta ambigua frase de su manifiesto comunista sino a otra, más relacionada con el tema que nos ocupa. La frase que vamos a comentar en el capítulo dedicado a Platón está en su «Tesis sobre Feuerbach», filósofo de la llamada «izquierda hegeliana» (Hegel, que era absolutista, no podía tener izquierda ni derecha, ni siquiera centro). Marx dice: «Hasta ahora, los filósofos han tratado solamente de interpretar el mundo, pero la verdadera tarea es la de cambiarlo». La primera observación es considerar cuáles son los «limites» donde Marx sitúa su «ahora», es decir, ¿a partir de cuándo comienza el tiempo histórico para Marx? Es importante esta primera consideración porque la historia, como todo lo «existente», debe limitarse, de ahí la «división» entre «pre-historia» e «historia». De manera que el tiempo propiamente histórico tiene una duración, cuyo margen de existencia se delimita con el fin de la «pre-historia» y la necesaria llegada de la «post-historia», que no sabemos si la hemos alcanzado ya o está todavía por llegar; en otras palabras, nos preguntamos si la historia que comienza al final de la pre-historia no será ya post-historia, en cuyo caso la historia a finalizado hace algún tiempo y sólo algunas mentes privilegiadas, como la de Francis Fukuyama (su primer insinuador) son capaces de darse cuenta de ello. Los límites que Marx pone a la historia no coinciden con los del común, y su historia de la filosofía debe comenzar con Descartes, posiblemente el primer filósofo que no interviene directamente en política, porque todos los anteriores, no sólo intervinieron sino que en muchos casos la «cambiaron». No hay un solo filósofo de la Magna Grecia que no hable o escriba sobre política y muchos de ellos tendrán importantes responsabilidades en la formación o reformación de sus ciudades-estado. Normalmente se les encargaba la tarea de legislar, pues no había una entidad política elegida por representación popular que se ocupara de la tarea legislativa. De manera que cuando un filósofo alcanzaba cierto prestigio se le encargaba la tarea de escribir una nueva Constitución para su ciudad-estado que guiase a los ciudadanos por el sendero de la moral y de la justicia. Lo que normalmente lograban con relativo éxito. Incluso Aristóteles escribió una nueva Constitución para Atenas, pero que no llegaría a ser aplicada. Si lo que Marx les achacaba era que no ayudaran a levantar «barricadas» él tampoco lo hizo y, sin embargo, en algún sentido consiguió cambiar temporalmente la historia. Platón no es una excepción, y se trata de un filósofo que no se limita a interpretar el mundo sino que intenta cambiarlo, con riesgo de su persona y su dignidad. Parece ser que Dionisio, cansado de sus malos consejos, lo sometió a la esclavitud y lo puso en venta junto con otros de sus esclavos y que alguno de sus amigos y antiguos alumnos adinerados compró su libertad, librándole de morir en la esclavitud. Cuando la filosofía llega a Platón contiene todos los elementos necesarios para elaborar la gran «síntesis de la historia de la filosofía», pero Platón no asume el reto con orden y sistema, sino que va «desgranando» la síntesis según progresa su pensamiento, algo que sucederá invariablemente a la historia de la filosofía. Descartes no creó un sistema, sino que le «salió» un sistema cuando intentaba justificar ciertas teorías físicas, o parafísicas, sobre el comportamiento de la luz. El sistema de Platón es una creación de los «neoplatónicos» que le precedieron. Y aún hoy seguimos «sistematizando» su pensamiento, y este modesto libro no es una excepción. 64 Todavía es necesario hacer alguna otra observación sobre las características propias de la sociedad en la que vive Platón y que son notablemente diferentes de las que vive Marx. Si la filosofía florece y prolifera en la Marga Grecia es sobre todo porque todavía no existe una «opinión pública» que pueda afectar la integridad y seguridad de sus ciudades- estado. EL sistema feudal carece de «opinión política» propiamente dicha y ésta se limita a la religiosa. La filosofía introduce por primera vez una «conciencia política dentro de la opinión pública», pero en sus inicios todavía su influencia es mínima, y sólo alcanza a las «masas» a partir de Sócrates, y sobre todo, en las primeras democracias en Atenas. Los delitos de Estado son por tanto delitos contra los fundamentos religiosos que legitiman el poder del Estado; es decir, de opinión pública. Todos los filósofos serán sistemáticamente acusados de «ateísmo», pero en realidad lo son de «sedición». Hegel comete la «ingenuidad» filosófica, sobre todo en alguien tan genial, de «relativizar» las causas de la idea del Estado sugiriendo que para que exista debe de haber abundante población, diferencias de clases, tensiones y contrariedades que hagan necesario la creación del Estado y sus instituciones, que son la razón de ser del propio Estado. De manera que un Estado sin tensiones ni desigualdades no puede ser un Estado. Pero habíamos dicho que el Estado sólo existe en razón de sus límites, de manera que una persona que se limita a su persona es tan «soberana» como el mismo Estado. Lo que Hegel ve es la «aparición de la opinión pública y política» e inmediatamente la «reacción» de la «policía política del Estado» (sería más apropiado calificarla como «policía de la opinión pública») para controlar precisamente la opinión pública. Por tanto, Hegel debe creer que no puede existir un Estado sin «opinión pública». Todos los Estados de la época de Hegel cuentan con una opinión pública controlada por la policía política del Estado. Pero en Grecia, donde surge y se desarrolla la filosofía, son ciudades-estado sin opinión política pública, de manera que es posible la existencia de «librepensadores», o personas «soberanas» que son su propio Estado dentro del Estado, que, a su vez, está dentro del Estado que constituye la realidad conocida, que tampoco tiene opinión pública. Hegel basó muchas de sus conclusiones políticas en las limitadas ideas que podía extraer sobre los sistemas políticos de las ciudades-estado, y llegó a muchas conclusiones acertadas sobre sus primeras democracias, pero tal vez no valoró la decisiva importancia de la aparición de la «opinión política pública». Si Sócrates fue acusado de impiedad no debió ser por causa de la opinión pública, sino por la concreta acusación de algún notable, padre de alguno de sus alumnos, quien fuera abducido por sus enseñanzas con lo que distraería su interés sobre las cosas y asuntos que el padre debió considerar como más útiles y convenientes para la continuidad y consolidación de la familia y de sus privilegios. Por tanto la filosofía, no sólo es posible sino tolerada en aquellos Estados que no tienen todavía una opinión pública que pueda afectar la seguridad y estabilidad del propio Estado, puesto que la filosofía afecta, sobre todo, a la opinión pública. Obviamente ésta sólo puede surgir con la «masificación» y el control de la potencialidad de cambio que puede haber en la opinión pública. Energía que es manipulada por «organizaciones», sean partidos políticos, confesiones religiosas o el mismo Estado como burocracia organizada. Hoy en día la opinión pública, gracias a la ayuda de sus medios de comunicación de masas, ha puesto literalmente de rodillas al Estado. En estas condiciones se desarrolla la vida de Platón y por esa misma razón puede ser un librepensador que piensa aquello que es razonable y no lo que es conveniente que piense, sea o no razonable. En otras palabras, Platón todavía disfruta de un mundo sin la presión de la opinión pública y su «sentido común», enmarcado en los límites que le impone su Estado, también común. Por esta razón le fue posible hacer la síntesis de la filosofía. Después de que el sistema político-militar de Roma destruyera el mundo heleno, llega la teocracia, cuya «ciudad de Dios» (San Agustín) se apoya en el control total y absoluto de la opinión pública que debe opinar de acuerdo a los dogmas impuestos por la teocracia de un cristianismo fundamentalista y totalitario. Se trata de una cuestión meramente política, hábilmente disfrazada de espiritualidad. De hecho las luchas internas del cristianismo medieval, las herejías, son luchas por el control de la opinión pública dentro de lo que queda del debilitado Imperio romano. Platón, para gloria de la filosofía, goza todavía de un mundo sin la presión de la opinión pública. Pero entremos ya en el meollo de la cuestión, es decir, en las ideas «Idear es limitar», pero limitar lo «ilimitado». Es pues una forma de pensar en un tiempo y un espacio que es parte de una contingencia de tiempo y espacio ilimitado, por tanto parte del no-ser o de la nada. Lo que hacemos al idear es «causar del no-ser» un ser que consta de una porción de entidad limitada y finita, tomada de una contingencia «inconcebible» de entidad ilimitada y absoluta. «Todo lo que está limitado fue ilimitado», éste podría ser el resumen del pensamiento idealista, que arranca con el ente de Parménides y termina con la nada de Sartre. Como no es posible pensar en algo ilimitado, para pensar lo primero es «limitar», es decir, también podemos decir que «pensar es delimitar». El pensamiento no piensa en «todo lo pensable» sino en una limitada parte de lo pensable. Esta «idea» de lo que es una idea está ya en la filosofía desde el «ápeiron» de Anaximandro. Anaxímenes, su alumno, será el primero que intenta negar las ideas «volatizando» la realidad en el aire, pero tiene que reconocer que al cambiar de estado se «limita a cosas en concreto». Parménides intenta penetrar en las ideas desde la metafísica y prescinde completamente de la física, por lo que para él no hay «limites reconocidos», el pensamiento no es posible las cosas no existen ni se mueven porque el ente es «inmoble», tal vez por eso Platón le teme y considera «peligroso». La aproximación a las ideas de Anaxágoras es más «realista», sus homeomerías son partes limitadas. Heráclito es quien se aproxima más a las ideas, pues su «logos» es un fluir de lo ilimitado que va poniendo límites a las cosas a través de las que fluye, creando las cosas mismas en las que piensa, naturalmente que limitadas. Debió haber más filósofos antes de Sócrates y aún entre los sofistas que analizaran esta peculiaridad del pensar «ideando», pero fue Platón quien se llevó el crédito porque lo explicó con más claridad, y, como ya he sugerido en otra oportunidad, los filósofos no «inventamos las ideas» sólo tratamos de «aclararlas». Lo que quiere decir que toda idea, pese a tener una entidad limitada y perfectamente definida, pues todo lo que ha sido limitado está a su vez delimitado, no muestra sino una parte insignificante de su «efectividad», la de su «existencia». Esta existencia es causada en un momento de la entidad general de la idea, es decir, en el momento presente. De manera que de todo lo que pensamos tenemos una idea «presente» o, lo que es lo mismo, «un momento de su efectividad». Sócrates recrimina a sus conciudadanos su negligencia por no poner interés en conocer más «a fondo» aquello en lo que piensan en su vivir cotidiano, pero los interpelados estaban en su derecho de defenderse argumentado que lo que pensaban era lo necesario para su supervivencia, y si esta dependiera de pensar más profundamente en las cosas, no había duda de que lo harían. ¿Por qué Platón se empeña en saber más sobre ellas sin que sea necesario hacerlo? Sin duda porque al proponerse ser un «filósofo», la razón de ser de su vocación es precisamente saber más sobre las cosas, pese a no ser necesario el saberlo. Es sólo por «amor a la verdad», es decir, por el hecho de ser filósofo debe pensar como un filósofo, pero no es justo exigir a los que no lo son pensar como si lo fueran. Puede que parte de sus problemas personales fueran debidos a su empeño de que todos fueran «filósofos». Hoy, en un tono coloquial, diríamos que «se pasó de listo». Hasta ahora tenemos que todas las cosas que «están» tienen unos límites en el espacio y en el tiempo (el mismo universo es una «cosa» limitada en el espacio y el tiempo), y en ese límite está la idea completa de sí misma, por tanto no hay que fiarse de las «apariencias», pues las cosas nos ocultan su verdadera forma de ser al ocultarnos aquello que no está en el presente (en su presencia). Por tanto Platón necesita fundamentar todos sus razonamientos en algo que desvele la «verdadera causa de las cosas», que llama, «epísteme» sin tener en cuenta su «apariencia», que llama «dóxa». De manera que el «noûs» es la causa fundamental de todo lo existente, y fuera de la mente no puede haber nada «existente», sino «consistente» o «aparente», de cuya certidumbre sensible o imaginada no puede alcanzarse la verdad. El dilema se puede plantear en estos términos más sencillos de asumir: ¿Existen las cosas porque pensamos en ellas o pensamos en ellas por existen? Platón deduce correctamente que las cosas deben ser causadas por el pensamiento porque sólo éste puede «penetrar en la verdadera forma de ser de las cosas consistentes y aparentes», es decir, las cosas mismas son impensadas y sólo nos apercibirnos de su mera sustancia o apariencia, cuyo conocimiento no establece su causa, por tanto no pueden ser «entendidas». Lo paradójico es que para Platón la «luz» está en la «epísteme» y las tinieblas en la «dóxa». Es decir, mientras que creemos ver las cosas reales porque están iluminadas, éstas permanecen «confundidas en las tinieblas de sus apariencias» hasta que no son iluminadas por el pensamiento, donde está la luz y la claridad. Planteado de esta forma parece un «capricho de Platón», quien trata de exponer esta idea de la «luz y las tinieblas» en su mito de la caverna, pero si ponemos un ejemplo más cercano el dilema se resolverá fácilmente y ya no nos parecerá tan caprichoso. Supongamos que entramos en el desván de una vieja casa donde nos han dicho que hay objetos de extraordinario valor. El problema es que no hay luz en el desván y, como es circunstancialmente de noche, no entra claridad alguna. Primera pregunta: ¿Qué hay en el desván? «Puede» que haya muchas cosas, pero no es más que una «probabilidad» que requiere de una certidumbre. Si decimos que dentro del desván «hay» cosas es una afirmación precipitada, porque no tenemos la confirmación «sensible». Igual sucede con la realidad aparente: si no pensamos en las cosas que perciben nuestros sentidos, su existencia es tan sólo una probabilidad, por tanto, es probable que existan, pero sólo el pensamiento separa unas cosas de otras de acuerdo a los límites o contornos de sus formas, ¡y de sus ideas! Límites cuya «impresión» puede proceder de la sensación aportada por cualquiera de los sentidos, desde el tacto hasta el oído. No me refiero a los sentidos extrasensoriales del instinto, la intuición y la fe, porque excedería el contenido de esta primera aproximación a las ideas. Por tanto el dilema se resuelve con este razonamiento: Tan sólo existe aquello que tiene impresión y se concibe en la conciencia, que es la realidad «ausente», pero aquello de lo que tan sólo tenemos una percepción de su sustancia o apariencia, simplemente «consiste», y es la realidad «presente». Pero el dilema no está ni mucho menos resuelto, porque inmediatamente vuelve la «tautología» del huevo y la gallina, pues si lo presente hace posible la existencia de los ausente, ¿qué fue primero, lo ausente o lo presente? En otras palabras, Platón cree que las cosas no son sino apariencias de las ideas. Pero entonces, ¿es Platón una idea que se piensa a sí mismo como una idea de sí mismo? No hay escapatoria posible, porque jamás hallaremos el «nexo» entre lo ausente y lo presente, y Platón tampoco lo encontró. No podemos saber lo que hay después de la muerte hasta después de muertos. Pero a pesar de esta razonable dificultad, Platón persiste en su sistema y profundiza todo cuanto puede en la esencia misma de la las ideas, lo que le llevará a conclusiones que encierran las claves de nuestra cultura actual y del desarrollo posterior de las ideas. Lo que Platón nos deja como reto para el futuro de la filosofía no son paradójicamente las ideas, sino la «episteme», es decir, un nuevo sendero para que la filosofía tenga materia propia en qué pensar. Dicho en palabras comunes, Platón introduce la duda sobre las causas razonables de la misma razón y de todo el entendimiento humano o el medio de que se sirve el pensamiento para conocer las cosas tal y como «deben ser» realmente. 72 Luces y sombras del idealismo platónico Para Platón las ideas son el único medio por el que las cosas son plenamente entendidas y por tanto conocidas. Esto no es totalmente cierto, puesto que las cosas pueden ser conocidas, al menos de forma somera y superficial, por el mero hecho de verlas, o imaginarlas, que no es más que «desvelar» su presencia haciéndolas surgir de la oscuridad, donde se supone que estaban, a la claridad, donde podemos ya tener la prueba de su apariencia y de su impresión, y podemos pensar en ellas y en su forma de ser; es decir, podemos empezar a conocerlas más profundamente hasta llegar a entenderlas. Las luces del idealismo es que la filosofía como tal se fundamenta en las ideas; las sombras, es que las ideas pueden separarse de las cosas de donde provienen e «idealizarse». Pero Platón se pregunta si realmente las ideas provienen de las cosas que nos impresionan, o si la impresión misma no será causada por la idea preconcebida de las cosas, que está en la «luz» fuera de la caverna, según el mito que él propone para su argumento. Es decir, si observamos una cosa de la que no tenemos conocimiento previo o experiencia, por mucho que pensemos en ella jamás podremos saber cómo es ni su causa. Sin duda que en este supuesto lo «lógico» es considerar el parecido con otra cosa conocida y establecer su «parentesco ontológico» para buscarle un nombre adecuado que establezca esta relación de parentesco, de manera que la nueva idea surge del parecido de la cosa pensada con otra idea ya conocida; es lo que podemos decir la «evolución dialéctica de las ideas». Pero Platón se pregunta cómo surgió la «primera idea» si no era posible aplicar este método dialéctico con el que se ha desarrollado el propio lenguaje, y llega a la conclusión de que la primera idea en realidad proviene de la «intuición», pero en la intuición no sólo hay una primera idea, sino una «idea absoluta», de donde surgirán las demás, por un proceso de reflexión lógica y razonable. Es decir, en tanto que la razón no «crea», todo aquello que «descubre» es porque ya estaba, o de otro modo no puede surgir. En otras palabras, todo lo que nos «impresiona» y mueve nuestra voluntad para saber qué es y hacernos una idea es porque ya debe de estar en nuestra «intuición», pero aquello en lo que pensamos y que no nos impresiona es porque ya forma parte del conocimiento o de la experiencia. Para entender lo nuevo es necesaria la intuición, que es la «luz» que hay fuera de la caverna y que permite ver las sombras en la pared del fondo de esa misma caverna. Platón descubre la causa del entendimiento, a lo que llama «epísteme», pero incurre en el error de «idealizar» su propio descubrimiento, pues supone que todas las ideas «relativas» están contenidas en una idea «absoluta y perfecta» que espera ser desvelada en su totalidad: la verdad absoluta. Pero se trata de una aporía, pues si todo lo que podemos llegar a idear está en una idea absoluta, esa idea absoluta no puede ser ideada, ya que carece de «movimiento», pues toda idea es «limitar» la extensión de un pensamiento, desde su causa hasta su efecto. De no haber ese movimiento no puede causarse idea alguna. En este error incurrirán uno tras otro todos los idealistas de la historia de la filosofía, y tal vez fuese Ortega y Gasset el primero en «negarse a sí mismo» y renegar de su idealismo, tomado de los neokantianos, para volverse «vitalista», junto son su amigo Bergson, con quien no obstante discrepa considerablemente. Lo que Gasset viene a decir es que las ideas pueden venir de la intuición, pero la intuición no es más que la «circunstancia», y ésta no es ni mucho menos perfecta ni absoluta, pero es la causa de las ideas, tan imperfectas y relativas como la propia circunstancia. Pero Platón debió estar demasiado entusiasmando con su descubriendo como para considerar esta posibilidad, pues la cualidad propia de todo idealista es «dar por concluida la creación» situando a un dios, o demiurgo, en el principio y el fin del proceso del entendimiento, pues ningún idealista acepta la ambigüedad y relativismo de la dialéctica. Platón establece correctamente las causas del entendimiento de las cosas, que sólo puede darse en el pensamiento a través de las ideas, pero se trata de un conocimiento «existencial» y formal que prescinde de las características de las cosas que entiende. Sin embargo para «conocer lo que se entiende» debe trasladarse la idea formada en la conciencia a una cosa u objeto, pues de otro modo aquello que se entiende no puede ser conocido «objetivamente». Platón cree que esa parte del entendimiento pertenece a la «dóxa» y no debe tenerse en consideración para establecer la verdadera forma de ser de las cosas, y lleva razón, pero en este caso debe limitarse a entenderlas y no a «conocerlas». Aristóteles haría posible la unión de las ideas con las cosas, sin cambiar lo esencial del sistema platónico, pero «cambiando de contexto», o de la perspectiva de la existen a la «consistencia», o la de la sustancia. Podríamos caer en la tentación de reprochar a Platón su idealismo, pero es necesario y comprensible que el ser humano necesite «poner límites a su realidad» o de otro modo carecería de existencia, o de una idea de sí mismo y de su «circunstancia». Es decir, las personas no podemos convivir sin poner límites a nuestra comunidad, donde fundamentar nuestra cultura, leyes o normas sociales, y esos límites los pone el Estado, que no es más que una «idea que existe pero que no consiste», pues la consistencia está en el pueblo que lo constituye. Platón en su «República» intenta mostrar una forma de gobierno basado en el derecho a gobernar de aquellos que «deben hacerlo» por su atributos, podemos decir que existenciales, pero también personales, y no aquellos que «pueden hacerlo» por sus privilegios de nacimiento o prerrogativas de la fuerza bruta. Con esto Platón nos quiere decir que el ser humano, a diferencia de los animales, al descubrir su existencia a través de las ideas, descubre el poder de su mente y en adelante su razón de vivir debe ser la búsqueda de la «razón de su existencia», punto de vista de la filosofía, y no la razón de su «consistencia», propio de la ciencia, o la razón de su «apariencia», el de la teología. Con ello Platón cree que el ser humano debe esforzarse por entender más que por conocer, y basar su comportamiento social en el deber y no en el poder, sentando los fundamentos del Derecho, es decir, de la cultura occidental de la que somos sus deudores. En otras palabras, con Platón las luces es que nace la perspectiva de la existencia como inquietud del ser humano, y la búsqueda de la razón de la existencia lleva, a través de la filosofía idealista, a la búsqueda de la verdad en sí misma, lo que progresivamente será la causa de la superación de todo fanatismo religioso o positivismo científico, a los que no preocupa ni la verdad ni la existencia, sino lo bueno y lo positivo respectivamente. Pero debido al «error» de Platón de no considerar relativa e imperfecta la propia intuición, sino perfecta y absoluta, los occidentales hemos padecido los efectos de estados «idealistas» y «absolutistas», y el cristianismo adoptó en sus primeros tiempos, tras la influencia del neoplatónico Plotino, el lado oscuro de las ideas de Platón, pues confundió «mente» con «espíritu», confusión que no ha sido superada todavía. En resumen, el idealismo de Platón, como todas las cosas de este mundo, tiene su lado «bueno» y su lado «malo», por no utilizar los conceptos correctos que serían «verdadero y falso», el bueno es que pone limites a nuestra conciencia sin renunciar a descubrir la verdad de lo ilimitado que hay en la intuición; lo malo es que esos límites temporales e inevitables han sido interpretados como limites «absolutos e intemporales», dando origen a todas las ideas conservadoras y reaccionarias en el transcurso de nuestra historia. Con Platón nace la contradicción entre el deber y el poder, que se resuelve con la «democracia» y la «república». Pero tal y como nos dijo Gasset y Unamuno, la democracia no consiste en el poder de las masas de un Estado, sino en el deber que se deduce de la razón de la existencia, es decir, la democracia debería fundamentarse siempre en la «ultima verdad alcanzada, convertida en un derecho». Por desgracia tras el existencialismo del siglo pasado y la pos modernidad, Platón ha quedado momentáneamente «superado» y más que buscar la razón de nuestra existencia nos preocupa la de nuestra mera consistencia, en otras palabras, volvemos a Aristóteles, pero a una mala interpretación de su filosofía «materialista». Aristóteles La filosofía de Aristóteles puede ser considerada como la causa del pensamiento científico ordenado y sistemático, aquel que llevó a Einstein a elaborar su teoría de la Relatividad, pues es evidente que la «prueba física» de su teoría no llegaría hasta la explosión de la primera bomba atómica en el desierto de Nevada, en los Estados Unidos. Se trata de un filósofo tanto o más controvertido e interpretado que su maestro, Platón, con quien compartió criterios y trabajos durante sus veinte años de colaborador de la Academia. También él se vio envuelto en los avatares políticos de la Magna Grecia, donde la filosofía florecía al mismo tiempo que persistía la tiranía y el feudalismo ancestral de orígenes milenarios. El propio Aristóteles se mostraría ambiguo frente a la democracia llegando a ser consejero de tiranos y generales ambiciosos, como el joven Alejandro el Magno, quien obviamente hizo caso omiso detodo cuanto había intentado enseñarle su distinguido maestro. Su muerte, desterrado en la isla de nacimiento de su madre, era la normal para la época (y por desgracia sigue siéndolo en la actualidad) para quienes ponían en evidencia la ignorancia de la mayoría de las personas que destacaban: tiranos, políticos o ciudadanos notables, por lo que la «inteligencia» era invariablemente acusada de «impiedad» o ateísmo. Pero Aristóteles no consideró oportuno mostrar la ingenua nobleza de Sócrates, y más realista optó por el exilio. Otra muerte heroica hubiera sido imposible de registrar para la historia, con la de Sócrates ya fue suficiente, pues no es sino una «anécdota ejemplar» para ejemplarizar el mundo con anécdotas. Dos iguales hubieran dejado de ser anecdóticas para convertirse en una generalidad, y por tanto no hubiera sido registrada para la historia. Los caminos de Grecia estaban llenos de cruces donde agonizaban condenados acusados de impiedad y otros delitos, pero ninguno de ellos pasó a la historia hasta la crucifixión de Jesucristo. Las razones hay que buscarlas en la propia «anécdota» que supone su crucifixión, que ahora no es el momento de analizar. Desde luego que Aristóteles no rompe con el maestro ni siquiera con la tradición filosófica que constituye del legado donde necesariamente debe nutrirse la suya propia. Esa ruptura no llegará hasta varios siglos después, consecuencia, a su vez, de la ruptura del mundo helenístico como tal. No sólo no rompe con su maestro sino que lo «enriquece». Cabe decir que el propio Platón hubiera llegado a aceptar algunas de sus conclusiones de haber tenido tiempo y oportunidad para ello, pero también los avatares políticos se lo impidieron. Platón estableció la prioridad de la mente y la existencia de las cosas sobre la certidumbre que pudieran aportar sus sensaciones o sugestiones. Pero por esta misma razón quedaba cerrado el paso de todo conocimiento científico, lo que hizo reaccionar a Aristóteles. El razonamiento que le lleva a rebatir a su maestro es simple: Si lo que se entiende no tiene relación con lo que se siente nunca podrá llegar a conocerse. Con esta actitud Aristóteles se «sale peligrosamente de la filosofía» y puede decirse que renuncia a la metafísica, pero al menos acerca posiciones entre ciencia y filosofía. Siglos después Aristóteles será considerado la causa de toda herejía dentro del cristianismo, como lo muestra este pasaje de Tertuliano: «Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. [...] Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté suficientemente examinado.[...] Quédese para Atenas esta sabiduría humana manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón.» Con el tiempo y la Reforma parte del mundo cristiano quedó definitivamente limitado a la tradición filosófica de Aristóteles, abandonado la de Platón. Mientras Platón insiste en que no hay más razón de ser que aquella que se pueda extraer de la existencia, por tanto causada por la mente, Aristóteles propone que la existencia carece de sentido si no se afirma sólidamente en la «consistencia», es decir, en la «substancia». Mientras Platón prepara el camino de la escolástica, una vez reconvertida la mente en espíritu, o espiritualismo más propiamente dicho, Aristóteles sienta las bases de la ciencia moderna, que una vez superado el espiritualismo que domina la cultura occidental hasta el Renacimiento, será el «live motiv» fundamental de nuestra cultura hasta nuestros días. Pero no se trata de una filosofía radicalmente distinta de la de su maestro, sino tan solo un cambio de perspectiva y por tanto un cambio de conceptos. Aristóteles intenta ver el mundo con la mente de las cosas y no la suya propia, es decir, se pone en el lugar de las cosas y las piensa como si las cosas pensaran por sí mismas, o como el mismo lo expresa, «per se». Por decirlo de alguna manera, les presta su propia mente para que se expresen ellas mismas como son realmente. Esta es la actitud de todo científico que se esfuerza por conocer las cosas desde el punto de vista de las cosas mismas y no del suyo. Pero ¿es posible este desdoblamiento de la mente? Para Platón obviamente no, para su alumno sí. La solución al dilema está en el nexo que se establece entre entendimiento y conocimiento a través del «objeto», el médium entre lo que existe y lo que consiste. Mientras la mente causa ideas, la naturaleza produce cosas, pero las cosas y las ideas tienen un punto común de encuentro en el objeto. Para Aristóteles toda idea que no tiene relación con un objeto no puede convertirse en conocimiento, que es la forma en que se vuelve «objetiva» una idea. Platón se conforma con el sujeto, es decir, que la idea misma sin relación con un objeto ya le parece «verdadera». Para Aristóteles la metafísica de Platón no lleva a ningún sitio fuera de la mera existencia de las cosas en la mente, pero para comprobar que esa existencia «consiste en algo» debe de haber un objeto común a la idea de sí mismo y la cosa en sí misma, de otro modo simplemente «no es una idea verdadera». No es más que un punto de vista más «realista», pero no necesariamente más «verdadero», porque las ideas por sí mismas permiten el entendimiento de las cosas, pese a que como conocimiento sea subjetivo. Mientras Platón permite que surjan ideas nuevas provenientes de la intuición que ayudan al entendimiento de las cosas que no pueden observarse, como son las bases de la moderna física teórica, Aristóteles pone un severo freno a ese idealismo «subjetivo» para obligarle a poner los pies en suelo y no ir más allá de lo que pueda ser «objetivo». Es decir, mientras que nos «administra Aristóteles, avanzamos gracias a Platón». Sin embargo Aristóteles no podía abandonar totalmente la metafísica y dio con la respuesta a través de lo que podríamos llamar «metafísica de la física misma», como es su tesis del «Acto y la potencia». Aristóteles podía haber llamado a esta metafísica del «Efecto y por defecto», con lo que no se habría apartado de la existencia de las cosas, pero en tanto que consideraba la perspectivas de las cosas sustanciales, encontró la manera de sustituir voces propias de la existencia por otras propias de la sustancia, como son «Acto y potencia». En realidad creo que debemos considerar a la metafísica de Aristóteles como la «metafísica de la física», no sólo porque esta voz misma surge por la necesidad de clasificar los escritos del filósofos situados «después de la física», según Andrónico de Rodas, recopilador de sus escritos, sino porque como la propia voz sugiere, la metafísica siempre se refiere a la «naturaleza de las cosas» y no al «ser de las cosas». Por qué entendemos como metafísica el estudio del ser, que es más propio de la ontología, son misterios de la etimología, la mayor enemiga de la filosofía. Las analogías entre Platón y Aristóteles son obvias si desplazamos nuestros puntos de vista de la existencia a la consistencia. Lo que para Aristóteles es el «acto» para Platón es el «efecto»; lo que para el primero es «en potencia» para el segundo de «por defecto». Es decir, mientras Platón utiliza voces propias de la filosofía fundamentada en el discurrir sobre las ideas y la existencia, Aristóteles utiliza otras voces que ya son propias de la física, fundamentadas en la «substancia» de las cosas, hasta el extremo que se han convertido en expresiones estrictamente científicas, como es el caso de «potencia», que en física se define como la la cantidad de trabajo efectuado por unidad de tiempo. Es decir, la potencia necesita del tiempo, y el tiempo tan solo muestra un momento «actual o presente», el resto de la duración de las cosas es su «potencialidad». Por tanto, si bien no tengo inconveniente en calificar a Aristóteles de filósofo, en rigor le corresponde el calificativo de «científico», pues abandona ostensiblemente el mundo propio de la filosofía, como es el del ser de las cosas y su existencia. El ser y no ser de las cosas Se ha dicho con razón que la llamada «metafísica del acto y la potencia» pertenece en realidad a la física de Aristóteles. Esto nos llevaría a preguntarnos qué es verdaderamente la filosofía y, sobre todo, cuál es su «sustancia de trabajo». Mi respuesta es contundente: para mí la sustancia de la filosofía son las ideas y lo que de ellas se infiera, y su única «metafísica», pese a que no sea un concepto muy acertado, es aquella que se ocupa exclusivamente del ser en sí mismo y sus posibles causas. El propio Aristóteles hace esta distinción llamando «físicos» a los presocráticos por su interés por las causas naturales sin tener en consideración las posibles respuestas contenidas en las mismas ideas de las cosas en las que pensaban. Este trascendental paso dentro de la filosofía llegará primero con el «noûs», y finalmente alcanzará su síntesis en Platón. Por esta razón no me importa decir que con Platón empieza el declinar de la filosofía, porque deja de ser una «filosofía activa» para convertirse en una «filosofía pasiva», o la acción de «repensar todo lo pensado por él mismo», pero sería más apropiado definirlo como una actividad reflexiva y analítica sobre las cosas mismas, que bien podríamos calificar de «intelectualismo». La filosofía hasta Platón no es intelectual, pese a estar fundamentada en lo que llamamos intelecto, frecuentemente confundido con «inteligencia» sin más. En este desconcertante mundo ha habido más intelectuales burros que burros mismos. Por ejemplo el nazi Joseph Goebbels puede ser calificado de «intelectual burro» (y utilizo el calificativo de burro en su sentido peyorativo y no natural) de una supina ignorancia, razón por la que detestaba a los «intelectuales inteligentes», entre los que destacaban los de origen judío, a los que debió de admirar secretamente. Su quema de libros pretendía lo mismo que aquel emperador chino que mandó quemar toda reseña de las anteriores dinastías, o del cardenal Cisneros, con su inútil intención de destruir el legado cultural del pueblo musulmán de Al-Ándalus. Goebbels intentó eliminar toda obra de intelectuales que estuviera a un nivel superior al suyo, lo que hubiera sido la causa de la destrucción de todos los libros del Tercer Reich, incluidos los cuentos de los hermanos Grimm. Hitler hizo también sus pinitos como intelectual con su sórdido manifiesto «Mein Kampf» y hasta Franco quiso probar fortuna con su «Raza». De manera que los intelectuales pueden ser listos o tontos, pero rara vez son al mismo tiempo «filósofos», porque una condición anula a la otra casi inevitablemente. La intelectualidad sin más es la causa de la anulación de la intuición, fundamento de la propia inteligencia. El intelectual no crea sino que analiza, sintetiza, ordena, renueva el lenguaje del original, profundiza en los contenidos semánticos de las palabras, indaga en los libros de historia para extraer claves ocultas, fechas, nombres y apellidos fundamentales para «limitar y analizar» el contenido de las ideas y de la propia historia, que sí es activa, ¡pero no crea ni genera nada nuevo por sí mismo! En otras palabras, se convierte en un erudito, o en una enciclopedia incapaz de ir más allá de lo reseñado en su prodigiosa memoria. En mi opinión Aristóteles es la transición entre el filósofo y el intelectual, y digo transición porque lo original y creativo de su filosofía ya no es realmente filosofía sino «física». El filósofo creativo, para serlo realmente, debe aportar «algo nuevo que esté contenido en las ideas», y encontrar algo original en las ideas después de Platón. Después de más de veinte años de enseñar idealismo Aristóteles abandona la Academia, pero también los fundamentos de la filosofía, para introducirse en los de la física y durante años hemos calificado su física de filosofía. Lo paradójico del caso es que su metafísica es totalmente coincidente con la de su maestro, pero planteada desde una nueva perspectiva: la de la sustancia. No en vano su lógica es «silógica», de manera que de las propuestas de Platón y las suyas debe inferirse una respuesta similar. Veamos someramente su metafísica del «acto y la potencia». Pongamos que queremos conocer una «cosa» y tomamos como ejemplo una paradigmática y al alcance de cualquier observador como es un árbol. El árbol tiene «sustancia, forma e imagen». El árbol tiene una «presencia» fácilmente percibible por los sentidos: su materia «consiste» en la constatación de su impenetrabilidad al tomar «contacto con ella»; su forma es «penetrable» y sirve para «identificarlo» por el «parecido» con otras formas similares que guardamos en la memoria (no hay dos árboles iguales ni el mismo árbol es igual contemplado entre dos momentos de su duración, lo que acertadamente llevó a Heráclito a deducir que no podemos bañarnos en el mismo río dos veces pretendiendo hacerlo en las mismas aguas), y la imagen es el «conjunto de su forma y entorno» como si se tratara de una fotografía, es decir, lo que nos muestra la forma de la cosa «fundida» en su entorno, donde está también la sugestión de su valor psicológico y emocional. La observación del árbol nos trasmite, sin apenas esforzarnos, una imagen «superficial» de su presencia, porque lo vemos de forma «automática». La mente debe ser como una grabadora digital con una inmensa memoria, conectada a un ordenador que distingue, contrasta y ordena de forma automática e «integral» (de acuerdo a su materia, forma e imagen) las sensaciones que percibe. Las imágenes quedan guardadas, unas en la «conciencia», memoria activa, y otras en la «subconsciencia» o «memoria pasiva», la más extensa y prodigiosa porque debe contener información «nata», o transmitida por nacimiento, es decir, la intuición. Hasta este momento no vemos que quien observa realice «trabajo» alguno, es como si nos sentáramos frente al televisor después de una larga jornada de trabajo y, tras «zipear» un buen rato, decidiéramos quedarnos con un canal que ofrece una programa sobre la naturaleza, que puede ser contemplado sin apenas «pensar en lo que vemos ni en lo que escuchamos», es más, puede que le quitemos la voz y nos conformemos con las imágenes. Otros preferirán apagar el televisor y realizar algún ejercicio de yoga, el efecto final es el mismo: ¡estar vivos sin pensar en nada! Para pensar en las cosas que percibimos debemos realizar algún «trabajo» y todo trabajo requiere un consumo de «energía», por tanto, el saber «sí» ocupa lugar, pero no nos lo parece porque la mayor parte lo almacenamos en la memoria pasiva o subconsciente. El saber por tanto debe «consumir energía». Lo que sucede es que si pretendemos «re-conocer» aquello que contemplamos y que no conocemos sino su parecido con una imagen o sensación que guardamos en nuestra memoria debemos contar con una «fuerza» que haga posible que «emerja de la mera observación una idea de lo observado». Esa es la fuerza «voluntad». Por tanto, la voluntad debe ser la sinergia que se produce cuando «ideamos» las cosas que contemplamos. Esta sinergia requiere un esfuerzo, y el esfuerzo debe ser valorado adecuadamente, pues el resultado de la ideación debe compensar el gasto de energía utilizado en la voluntad necesaria para ello. La clave para realizar este «trabajo» es el interés motivado por una «impresión». En otras palabras, la actividad de la mente tiene al menos dos facetas y estados: la percepción «automática o fenomenológica» y el pensamiento «consciente o voluntarioso», que debe ser razonable y simplemente lógico. Esto ni lo ha inventado Husserl ni los anteriores supuestos filósofos que mencionan ya la idea misma de «fenomenología», sino que ya está en Parménides en su «vía de la verdad y vía de la opinión», pero es sistematizado por Platón con sus categorías de la «epísteme» y la «dóxa». De manera que para «idear» lo primero que hay que hacer es un considerable esfuerzo de voluntad o de otro modo las ideas simplemente no surgen de las cosas observadas o sentidas. Actitud «economicista» que instintivamente practicamos la gran mayoría de los seres humanos, y todos los seres vivos sin excepción, lo que ayuda a mantener el equilibrio natural y la armonía de la mente. Por tanto ese nivel mínimo de actividad mental es el que logra la armonía y el equilibro entre las cosas y sus necesidades: éstas no saben más que aquello que necesitan saber para asegurar su supervivencia. Así, la «voluntad» es una sustancia que se da con mayor intensidad en ambientes altamente «competitivos» donde es preciso «entender más cosas para contrarrestar más retos y sus riesgos». Por último, la voluntad es la fuerza que mueve la «filosofía» misma, puesto que filosofar es fundamentalmente «idear». Platón vería el árbol y se haría una idea «en efecto» de él, idea común en cualquiera que contemplara el árbol sin necesidad de ser filósofo. Pero esa idea en efecto le dice a Platón que el árbol es «efectivamente» o «afirmativamente», es decir, que no sólo «es» sino que «está representado en su idea». Desde Parménides ya se sabía que las cosas «son» en la medida de que el ser no puede no-ser y estas tienen necesariamente que ser. Pero Parménides dejo las cosas en su mero ser «sin final y sin inicio: limites ni destrucción» y la labor de Platón consistirá en «poner límites a lo ilimitado del ser en sí mismo al idearlas». Por tanto, gracias a un considerable esfuerzo de voluntad, «idea» el ser de las cosas y les pone límites. Estas cosas limitadas ya «están y existen», porque son «en efecto». La idea no puede surgir sin un esfuerzo de voluntad y es la voluntad la que «provoca» la existencia del árbol, pero no como algo que consiste, material y característico, sino que existe, o como la «idea de un árbol», y que a Platón por el momento le basta para confirmar su «ser y su existencia verdadera», puesto que su primera preocupación es saber si las cosas existen o no existen, pese a que tenía la sospecha de la «probabilidad de su existencia», ya que el ser del árbol ya era «consistente», o consistía en algo. Con esta breve explicación hemos sugerido que la «anécdota» del «cogito» cartesiano no es más que una anécdota, cuyo fin es marcar un punto de inflexión en la historia de la filosofía, la «repensada», al margen del valor mismo que pueda contener la anécdota, pues Platón ya establece la causa de la existencia de las cosas como consecuencia del pensamiento «ideológico». Por si fuera poco, el párrafo anterior resume otra gran tesis, como es la de Arthur Schopenhauer, contenida en su famoso ensayo filosófico: «El mundo como voluntad y representación», pues ya hemos dicho que la voluntad es la fuerza que provoca que las cosas que son, existan mostradas a la mente a través de su representaciones: las ideas de las cosas. Como esto es irrefutable, Aristóteles no lo refuta. También él ve el árbol y se hace una somera idea de él, pero su reafirmación no es «exclusivamente mental», que es inevitable, sino que desea confirmarla son su sensación sustancial, es decir, para estar debe ser «actual»y sustancial, y si es sustancial debe tener una presencia objetiva y temporal, aquella que se corresponde con el momento en que es percibido por los sentidos, es decir, debe ser «ahora y en la actualidad». Pero su actualidad está «implícita» en la efectividad del árbol como representación a través de su idea, por tanto no es sino una mera cuestión «semántica». Aristóteles prefiere llamar «actualidad de la sustancia» a la «efectividad de su idea». La razón es porque prefiere tomar la cosas desde otro punto de vista de la realidad posible, como la realidad «presente», la suya, a la «ausente» de Platón. Pero la paradoja es que la realidad ausente contiene la presente y viceversa. Por tanto no es más que concebir el árbol desde una nueva perspectiva, perspectiva que ofrece la dualidad inevitable, tanto de la cosa observada como de quien la observa. Aristóteles por tanto se desplaza de plano de la realidad pero no de nivel, porque el nivel alcanzado por Platón es aparentemente insuperable. Hasta aquí hay plena coincidencia y las diferencias puede decirse que son las propias de sus respectivos «caracteres personales». Ambos tiene una primera impresión de las cosas gracias a su percepción por los sentidos corporales, pero Platón confirma su existencia con la mera ideación y Aristóteles pretende extender esta confirmación a la unión entre la «idealización» y la «materialización» de la cosa percibida. Con ello lo que hace es abrir un nuevo camino al conocimiento humano que consiste en «idear las cosas pero sin perder de vista su sustancia», las bases de la ciencia empírica, en tanto que a Platón le basta con idear las cosas sin preocuparse en absoluto de cuál es su sustancia, que son las bases mismas de la filosofía, en tanto se confirme que es una cosa existente; que tiene su idea en efecto, y a partir de esa idea inicial puede conocer la cosa enteramente y entenderla. Una vez aprehendida la idea, le mostrará todo cuanto está relacionado con ella. En otras palabras, Platón también deduce que las ideas «en efecto» lo son también «por defecto». Cambiando la semántica, Aristóteles relaciona este hecho como que las cosas en el «acto» lo son también en «potencia». De manera que tanto Platón como Aristóteles centran toda su atención en la «defectuosidad» de las ideas y en la «potencialidad» de las cosas respectivamente. Hasta ahora vemos que entre ambos filósofos no hay más que diferencias puramente semánticas. La única diferencia sustancial es que en el primer caso trabajamos con una «representación mental» y en el otro con una «representación mental y material», como si se tratara de una copia o de una escultura. Es decir, mientras Aristóteles trata con los «objetos» Platón lo hace con los «sujetos», que emanan los objetos, si bien estos emanan, a su vez, de los 93 sujetos. Seguimos estando en el mismo plano de la realidad. Ahora nos planteamos la cuestión del «movimiento». Zenón, que no he citado porque en lo esencial su pensamiento coincide con el de su maestro Parménides, trata de demostrarnos que según la metafísica de Parménides el movimiento es «imposible» y llevaba razón: el movimiento dentro de la existencia, o lo que es lo mismo, teniendo en consideración sólo las ideas de las cosas es imposible. Para Zenón las cosas «que existen» no se mueven, porque la existencia es en efecto en su totalidad, pues no está dentro del tiempo, ya que no tiene «actualidad al no consistir», mientras que las cosas que consisten tienen un principio y un final, o potencialidad, que sólo se muestra en un instante del presente dentro de su duración, por tanto se mueven. Pongamos este simple ejemplo: Si no consideró mi propia duración no puedo terminar este libro pese a tener ya una «idea efectiva» del mismo, porque sin duración el presente no tiene potencialidad y «no se mueve», y la redacción, sin «tiempo para hacerla», se interrumpiría en la última letra escrita, como por ejemplooooooooo... (etcétera), sin poder pasar de ahí, como si se tratara de uno de los viejos discos de vinilo cuando se rayaban. Pero «porque consisto, tengo una duración», lo que me permite contar con un «tiempo por venir» o futuro donde estará el resto de este libro a partir de este preciso momento «presente», es decir, como sustancia me muevo. Las ideas sin embargo no se mueven con el tiempo sino con cada nueva «toma de conciencia» de lo que se mueve. Pero una vez hecho del «reconocimiento» la idea permanece inmutable hasta un nuevo «reconocimiento». Por esta razón la flecha no puede alcanzar la tortuga en la paradoja expuesta por Zenón, pues cada vez que me haga una idea de donde está la tortuga esta ya está fuera del instante de la concepción de dicha idea. En otras palabras, para Platón el movimiento es una cuestión de «saltos», para Aristóteles es tiempo real y secuencial, acorde con el movimiento constante de la naturaleza de las cosas. El movimiento para Platón se establece desde lo que es «por defecto» hacia lo que es «en efecto», en tanto que en Aristóteles sólo cambia la semántica, pues es de lo que es «en potencia» hacia lo que es «en el acto». ¿Dónde está la diferencia? No sólo en la perspectiva y en las características del movimiento de ambos puntos de vista, pues en Aristóteles se da el movimiento «físico» o «real» y en Platón el «mental» o «ideal», sino que el movimiento en Aristóteles no depende de la ideas sin de la potencialidad de las cosas mismas. La «idea» en efecto no es sino la causa de la «impresión» de la cosa en un momento de su actualidad. Cada vez que es contemplada de nuevo será una «idea temporalmente distinta» pero parte de la efectividad de la «misma idea». Por ejemplo, podemos contemplar diversas fotografías nuestras correspondientes a diversas edades, y veremos como la idea de las fotos sugiere un movimiento a «saltos», uno por cada fotografía o «toma de conciencia», pero nosotros hemos transcurrido ordenada y secuencialmente, de acuerdo a la potencialidad contenida en nuestra duración. El dilema al que se enfrentan ambos filósofos no es el que demuestra el movimiento de la «efectividad o potencialidad» de las cosas, que es bastante simple de enunciar desde ambos planos de la realidad, sino la dificultad de explicar la «continuidad del movimiento» cuando las cosas que existen llegan a su fin. Ni Platón ni Aristóteles ni los filósofos posteriores que «repensaron» una y otra vez sus respectivas filosofías, llegarán a encontrar la solución, es decir, el famoso «arjé» enunciado ya por los presocráticos. Este es el Talón de Aquiles de la filosofía y la causa de su agotamiento, tras la muerte de Platón, quién tal vez se llevó el misterio a la tumba (o dio con la respuesta ya en la tumba, de acuerdo a su teoría de la transmigración). La filosofía nació como una curiosidad del ser humano totalmente inútil, curiosidad que la propia filosofía no ha podido satisfacer plenamente. Tiene que haber una forma que permita, tanto a las ideas como a la naturaleza, donde se originan las propias ideas, «autogenerarse» sin que nadie las piense ni las produzca, lo que obviamente es un contrasentido. De manera que volvemos al «ente inmoble» de Parménides, sin final y sin inicio y que «es, pero no está ni existe», y no vemos la manera que de lo que no-esta, pero que es, pueda estar si no se piensa e idea. Es decir, «la idea de una idea absoluta es inconcebible e inexistente». Esto nos obliga a «aferrarnos» a una de las dimensiones concebibles de la realidad: la presente o la ausente, si se destruye una de ellas sobreviene el caos de ambas, sin que, sin embargo, sepamos cómo pueden volver a «recrearse». Hasta aquí llega la filosofía, cuya idea de sí misma tiene sus limites en lo limitado de sus propios razonamientos. Es caer en la tentación citar en un nuevo capítulo a Plotino, pero puesto que mi intención era tratar de exponer mi opinión sobre el principio y el fin de la filosofía Occidental como idea, acabo de establecer su principio en Tales de Mileto y su final en Aristóteles de Stavro. No obstante, podemos utilizarlo como excusa para escribir el epílogo a lo que «fue» de la filosofía. Si recurro a Plotino es porque es el primer intelectual-filósofo que intenta resolver el dilema introduciendo a un Dios «creador» a pesar de que no le haga responsable de la voluntad de crear, es decir, la filosofía continua siendo ya teología, donde la tomará la patrística y posteriormente la escolástica. Cuando renace con Descartes, lo único que sucede es que la volveremos a repensar en una lengua distinta, el latín, para después volver a repensarla en otras lenguas más «vulgares», cada vez más inservibles para la filosofía, hasta abandonarla, ya convertida en despojos inservibles, en la nada inconsciente y afilosófica de la «post-modernidad». Plotino En filosofía todo está implícito entre Platón y Aristóteles, pero no está suficientemente explicado, argumentado o aclarado. La razón se debe a la falta de un sistema en Platón y a la pérdida de escritos fundamentales de Aristóteles, pues lo que tenemos de él no son más que sus «apuntes de clase», y es muy probable que en sus tratados perdidos el mismo Aristóteles fuera más explícito y accesible. Tras su muerte se inicia la decadencia del mundo heleno, que supone la canonización de una cultura fruto de sucesivas síntesis dentro de una «idea»: la idea de la Magna Grecia. De manera que esta idea se «mueve en la conciencia de sus filósofos» desde un punto a otro, donde se produce su «mutación» en la idea del mundo «greco-romano», a pesar de que antes de la mutación la «realidad de Grecia ya no está en la idea de Grecia». Lo expongo de esta forma para justificar varios de los conceptos que no están explícitos en ambas filosofías, pero que son evidentes e implícitos en sus argumentos, como el concepto del «tiempo», fundamental para justificar el movimiento. Las ideas «no se mueven» lo que se mueve es la «voluntad del ideador», que se refleja en el momento en que concibe la idea única en inmóvil. Por tanto si las ideas son «estancias» pueden ser recorridas, y si son recorridas necesitan de la existencia del tiempo. La idea siempre está sujeta a la existencia de la cosa ideada, pero a diferencia del objeto de la idea, cuya observación requiere su constante presencia actual, la idea queda tal y como fue concebida en el momento de la última observación de la cosa presente. Para justificar el movimiento basta con contemplar de nuevo la cosa ideada y comprobar que se trata de una idea «ligeramente diferente a la anterior», lo que denuncia el «paso del tiempo sobre el objeto ideado». De ello se dedude que la idea carece de tiempo, o está fuera del tiempo, pero el objeto de donde procede la idea es una cantidad «delimitada» de tiempo, que constituye su duración. Esta duración se alcanza tras «sucesivas síntesis» o substituciones de unas ideas «temporales y circunstanciales» por otras, hasta que la cosa es completamente ideada y se hace «inobservable», por lo que no se pueden extraer más ideas parciales de ella. De esta manera, Platón, no sólo justifica la idea misma del tiempo, sino la «dialéctica». Sin embargo, ni siquiera Platón es el padre de la dialéctica, sino que acertadamente Aristóteles considera que fue Zenón el primero en utilizar argumentos dialécticos para explicar el movimiento de lo inmóvil. En su paradójico ejemplo de la flecha y la tortuga, ampliamente citado, Zenón va considerando sucesivas síntesis cada vez que la flecha cree alcanzar a la tortuga, la idea, mientras ésta ya ha recorrido un nuevo espacio infinitamente «divisible», por lo que las sucesivas síntesis son también infinitas y «no es posible» que se produzca la supuesta síntesis final y la flecha alcance a la tortuga. Si lo hace es porque la tortuga se «agota» y deja de moverse, es decir, porque colapsa el movimiento y con él las ideas. Es decir, la flecha se «mueve» o más propiamente dicho, «transita» por diferentes «ideas», pues cada vez que alcanza el punto donde se hallaba la tortuga en el momento de intentar darle alcance (concebir la idea), el siguiente recorrido ya es «otra idea», lo que es un punto de vista nuevo que debemos consideran como epílogo de la propia filosofía. Lo que Zenón nos muestra es el «mundo real de las ideas», con su infinitud y su eterno dilema entre un absolutismo inconcebible y un relativismo también inconcebible. En cuanto a conceptos como la «nada», es fácil deducir que la ideas en efecto, si son sólo una representación actualizada de las cosas misma, la parte no «actual o ausente» será momentáneamente la «nada» de la misma idea, para llegar a ser «algo» en cada uno de los «instantes» actuales de su duración. No sólo está explícita, sino que además sugiere la existencia de una nada que «es» y otra que «no-es». Esta doble nada (la nada no puede escapar a la teoría de los contrarios de Heráclito ni a la dialéctica) ya está en la metafísica de Parménides, pues el ser que no está, está, pero en la «nada», que es una forma de «ser nada», en tanto que el ser que es en sí mismo, está en la nada en sí mismo. Pero lo paradójico es que como ente, la nada debe ser «todo lo que es nada», aún sin existir. ¿Por qué Parménides necesita apenas unos cuantos hexámetros para explicar su nada cuando Sartre para lo mismo necesita cerca de mil páginas de argumentos cuya lectura es sólo para iniciados? ¡Buena pregunta! La única respuesta posible es que Sartre es un «intelectual inteligente» que trata de repensar lo que pensó un «filósofo», de manera que la filosofía posterior a Aristóteles son puros ejercicios racionalistas, producidos por 100 intelectuales inteligentes pero preocupados por la «estética de su lenguaje filosófico» tanto o más que por sus argumentos. Es decir, parece como si desde Descartes «argumentar» fuera sinónimo de «complicar y acomplejar» lo que debe ser expuesto con claridad y sencillez. Si había dicho que la filosofía es una curiosidad inútil, la curiosidad e inutilidad misma de la filosofía se convierte en su razón de ser a partir de que es repensada, pero cada vez requiere de más «fuerza de voluntad» para enunciar ideas como originales, cuando ya han sido enunciadas con la menor fuerza de voluntad posible, es decir, con la necesaria para su argumentación. De hecho casi prodríamos decir, como comentario anecdótico y sin animo de ofender, que la filosofía en la actualidad es la herramienta que utilizan los académicos, que por simple relación dialéctica son la «contrariedad de los alumnos», para martirizar sus mentes, pues es evidente que son muy pocos los que pasan de una somera comprensión de lo que es la filosofía y lo que trata de enseñarles, y se limitan a retener en la memoria algunos conceptos y argumentaciones aisladas y fuera de contexto con lo que aprobar los exámenes. Si los aprueban es porque los académicos responsables se conforman con el sacrificio y el desgarro mental ejercido sobre los dolientes estudiantes, que los redime, al margen de que entiendan lo que han aprendido. Es lo que en la teología cristiana primitiva se entendía como «bautismo de sangre» (el de los mártires no bautizados), que era más válido y redentor que el simple bautismo de agua. De manera que en la filosofía de Platón, complementada por Aristóteles, ya están implícitas las ideas de «dialéctica» de Hegel, «voluntad» de Schopenhauer, «duración» de Bergson, «tiempo» de Heidegger, «nada» de Sartre o «fenomenología» de Husserl, entre otras. Todos estos intelectuales producen una «filosofía inteligente pero inútil», destinada a completar los programas de las cátedras de las facultades de filosofía, pero que no llega a la calle ni pueden ser explicadas en hexámetros en plazas y mercados. Es la faceta residual de una filosofía creativa que justificó el ser mismo de la Grecia que la produjo y que, fuera de la idea de Grecia, deja de ser filosofía (la flecha nunca puede alcanzar a la tortuga, si la flecha nos sale de la idea de «Grecia»). Plotino es el primer filósofo occidental que no es de origen heleno, y por tanto es también el primero cuya filosofía carece del entorno adecuado y ya no «germina», porque la filosofía ya se ha «desnaturalizado». Desde luego que Plotino no pretende ser «original», pues a partir de la muerte de los dos grandes filósofos griegos, no hay más que «neo-platónicos o neo-aristotélicos», lo que equívocamente se traduce por «idealistas o materialistas». Platón nunca perdió de vista la materia, pero la desestimo como «herramienta para el entendimiento de las cosas», en tanto que su alumno jamás despreció las ideas, pero la «revistió de sustancia» para hacerlas más comprensibles y reconocibles. Pues bien, Plotino «pone el dedo en la llaga» de la filosofía «inacabada» por «inacabable» y busca «algo» que se auto cause a sí mismo. Ha viajado por la India y se trae un buen bagaje de una filosofía oriental que parte de premisas completamente distintas de la filosofía occidental (no sé si debemos llamarla filosofía o teología o, incluso, parapsicología), porque es más «imaginativa» y «holística». No entiende el mundo como «representación y voluntad» de las ideas, sino como «emanación» de un «Espíritu divino» cuyo conocimiento se alcanza con la ausencia total de voluntad a través de una «comunicación directa con el cosmos», de «mente cósmica a mente cósmica», pero también de «energía universal a energía universal» y de «espíritu divino a espíritu divino», en un «éxtasis» indescifrable e «insustanciable», que viene a confirmar lo que Parménides deduce de que el ente «es, pero no está». La certeza de su ser irremediable y necesario no puede alcanzarse con ningún sentido «que pertenezca al mundo de lo que está y existe», sino con los sentidos que no están ni se aparecen, es decir, los «sentidos extrasensoriales», como son el «instinto, la intuición y la fe», tal «reales» como la vista, el oído, el gusto, el olfato o el tacto. Platón no niega la «existencia» de estos sentidos que son incapaces de mostrar su sustancia pero que son, pero argumenta la necesidad de su existencia sin abandonar la vía de la razón y desestima las certezas que proporcionan los sentidos corporales, o abandonarse a las certezas «nebulosas e imprecisas» de los sentidos extra sensoriales. Para Platón filosofar es sobre todo razonar e idear. Por tanto es la postura «lógica del racionalismo y del idealismo». Racionalismo e idealismo que será retomado ardorosamente tras el Renacimiento por el pensamiento «absolutista» del Estado, pero también por el «soñador y emprendedor» de la burguesía urbana europea, a partir, como ya es harto sabido, de Descartes. Platón argumenta la existencia de la intuición o del aspecto trascendental de la mente humana, pero no lo hace en su filosofía, sino en su teología, aceptando la posible «transmigración» de las ideas o del alma de las cosas, y aquí está la clave del epílogo mismo de la filosofía y el eslabón perdido entre Occidente y Oriente. Si digo que la primera clave para dar con ese eslabón perdido nos la proporcionará un filósofo español se me puede acusar de chauvinismo, pero es así. Sería Ortega y Gasset quien descubrirá una contradicción fundamental en el pensamiento platónico, y por ende kantiano y hegeliano, pero mucho me temo que Gasset no llegó a ser plenamente consciente de ello. Ortega fue un filósofo envuelto en la maraña de su inteligente intelectualidad, de la que no podrá librarse completamente. Como Platón fue lo que popularmente se llama «culo de mal asiento» para la filosofía. Si su maestro desarrolló su pensamiento a través de sus «Diálogos», Gasset lo haría con sus «Meditaciones», pero ni uno ni otro se sientan y deciden ponerse a trabajar en un «corpus» filosófico sistemático y bien estructurado. Gasset también quiso intervenir en política para hacer posible la una «República ideal» y, como su lejano maestro, tuvo ante sí la «tiranía» de otro «Dionisio» que terminó por «esclavizarlo» siendo «vendido» en subasta pública y rescatado por sus amigos y antiguos alumnos, para terminar sus días enseñando filosofía. Son dos vidas perfectamente paralelas, pero Platón no visitaría la «Germania» como lo hizo nuestro filósofo. Desde el mismo momento en que Gasset lee a Kant comprende que a la filosofía de su tiempo le «falta algo» y ese algo es ¡la circunstancia! Esta será la última aportación creativa de una filosofía que ya no es creativa sino intelectual. ¿Están las circunstancias implícitas en la filosofía de Platón? Sin duda, pero era uno de sus secretos mejor guardados. Antes de nada quisiera exponer una idea para enmarcar adecuadamente la circunstancia de Gasset. Todo filósofo que se precie de serlo debe comenzar por «delimitar lo ilimitado con su propia idea», es decir, debe «marcar su territorio». En este territorio no puede entrar nada sin ser «rechazado o asimilado», de manera que todo cuanto entre «circunstancialmente» servirá para ir «desarrollando la propia idea delimitada». Si traigo a colación la circunstancia de Gasset es porque me propongo «devorarla» para que sirva a mis propósitos y «engorde mi propia idea». Es por tanto «la caza» lo que da sentido al territorio, de manera que es la circunstancia lo que da sentido a la idea. Ya tenemos razonada la «utilidad de las circunstancias», ahora sólo debemos identificar la sustancia tanto de la caza como del cazador. ¿Por qué se mueven las ideas de Platón? Por que Platón piensa en ellas «periódicamente» por tanto la idea no se mueve, quien se mueve es Platón. La idea está estática e incompresible y Platón está pendiente de que aparezca algo en el «ambiente» que le haga dudar de la «veracidad de lo que lleva concebido de la idea». Esa «duda razonable» le obliga a concebir de nuevo la idea para recomponerla, «alimentándola» y realizando una nueva síntesis. Ahora la flecha de Zenón llega a un punto donde cree que está la tortuga, pero ésta ya a recorrido cierto espacio y sigue sin alcanzarla, por lo que necesita de una nueva idea. También podemos decir que sobre estaargumentación se fundamenta el principio que «alienta» el método cartesiano. Puesto que estamos fijando nuestra atención en la idea misma del árbol expuesto como ejemplo, nos damos cuenta de que quien la mueve es la «mente de Platón» es sus sucesivas «tomas de conciencia» del árbol en sus diferentes momentos de su duración, puesto que la idea carece por sí misma de movilidad. De manera que «la circunstancia» de la idea del árbol es ¡la naturaleza de Platón!, o quien se «alimenta de las circunstancias» para que haga posible que sus ideas crezcan y se desarrollen en el tiempo y en el espacio. No creo que Gasset lo razone en estos mismos términos, pero la circunstancia, que no resuelve lo esencial, al menos supera los planos o perspectivas tanto de Platón como Aristóteles, para situar la observación del dilema desde en nuevo plano. Tenemos una idea que es pensada sucesivamente y «engordada» con sucesivas síntesis, pero para que surja la duda debe surgir algo nuevo fuera de la idea, lo que introduce un tercer plano para la concepción misma de la idea, a saber: el principio, el fin y la circunstancia. Pero la circunstancia, en tanto que viene de fuera de la idea debe ser también parte de otra idea, por tanto debe tener también su propio principio y fin más su circunstancia, y así sucesivamente. Esta «trilogía» será la base de la nueva concepción de la realidad del mundo post heleno, el latino, y el padre de su argumentación será el neoplatónico Plotino. Pero esta trilogía no sólo nos abre un nuevo plano o perspectiva (frase también de Gasset) de la realidad, el de la circunstancia, sino que la circunstancia es parte de otro «nivel» o dimensión de la realidad. La realidad era hasta Platón la «idea que es pensada», desde Plotino la realidad es la «idea que es pensada por una idea que es a su vez pensada por otro idea superior», también pesada... y así sucesivamente. En efecto, si Platón es también una idea que debe ser «pensada» y para que la idea de Platón se «mueva», como es evidente que lo hace, pues es la «circunstancia que hace mover la idea del árbol», debe de estar sometida, a su vez, a una determinada «circunstancia». De esta manera se van desdoblando los «niveles» hasta un nuevo «infinito» que ya no es del principio hasta el final, sino «de un nivel de conciencia absoluta a otro nivel de conciencia absoluta», pero superior. A este movimiento se le puede calificar con el prefijo «trans»: «transmigración», «transmutación», «transdimensión», etc. No es un movimiento lineal sino «espacial» y «dimensional», porque se inicia al final de lo absoluto y comienza al principio también de lo absoluto, no es por tanto, la «nada» sino el «no-ser» que Parménides niega vehemente. Por tanto el ser algo-debe poder no-ser-algo, de otro modo tenemos que renunciar a toda evidencia sensorial y considerarnos fantasmas inexistentes en un mundo habitado por seres ilusos e inconscientes. Y éste no es nuestro caso pues es evidente que tenemos «apariencia» y «consistencia». Dios: ¿creador o destructor del mundo? Cuando muera, algo que no sólo tengo asumido sino previsto que pueda suceder, y si algunos de mis escritos merecen ser salvados del olvido, no quisiera que se dijera que yo tenía tal o cual filosofía, porque la filosofía no se «tiene» ni se «aprende» sino que se razona. Si, no obstante, alguien insiste en que yo debía tener alguna filosofía en concreto, sea neoplatónica o neoaristotélica, para dar con ella tendría que viajar hasta Berlín (recomiendo que se haga en los mes de abril o mayo) y darse una vuelta por los jardines del Palacio de Charlotemburgo, porque debe de encontrarse desparramada por sus senderos, estanques y arboledas, pues es allí donde solía razonar «mi filosofía». Si no da con ella al primer vistazo, puede hacer lo mismo que hice yo: sentir las cosas y razonar sobre ellas de acuerdo al mensajes que normalmente envían casi sin descanso, desde el verdor de las viejas hayas en primavera, hasta el significativo canto de los mirlos al atardecer, pasando por la contemplación de las réplicas de estatuas como la del dios «Amor» y su compañera la diosa «Venus», además de la del busto de la reina prusiana, Luisa. Si, a pesar de todo, no da con mi filosofía no ha nacido para filosofar y lo mejor es que no malogre la visita y se entregue al goce del parque con la «mentalidad de una persona normal», es decir, como un sencillo y honesto turista. Hago este largo preámbulo porque decenas de veces me pregunto por qué me entretengo en llenar pantallas y pantallas de texto, es decir, miles y miles de «bits» de ordenador, con ideas más o menos razonables sobre las cosas, pero no tengo una respuesta concluyente. Debe ser por mi incapacidad para hacer algo mejor y más provechoso que filosofar. Pero otras veces me digo que algo tendrá la filosofía que perdura y seguimos repensándola una y otra vez, tratando de desvelar las verdades a medias que nos dejaron razonadas nuestros antepasados. Lo que yo me pregunto es si Plotino influyó en la concepción de una nueva idea, perfectamente limitada, como es el cristianismo y que marcaría profundamente el devenir de Occidente. Porque el cristianismo no pudo surgir sólo de Cristo sino de unas determinadas «circunstancias», entre las que podemos incluir a Plotino. La filosofía, directa o indirectamente, debe tener alguna utilidad o quién sabe sino no será un perjuicio. Si el Estado totalitario prusiano fue la consecuencia de Hegel no sé si no hubiera sido mejor que Hegel no hubiera pensado en el Estado. María Zambrano dijo que Plotino podía haber sido cristiano, pues pensaba como un cristiano, pero si no se decidió a profesar esta nueva religión debía ser porque su dios no casaba plenamente con el «Jehová» del Antiguo Testamento, ya que para Plotino Dios era, más que el creador, el «destructor» del mundo. La tesis de Plotino se fundamenta en Platón y en su «demiurgo», y viene a decir que quien piensa, idea; pero al idear destruye la idea; la consume y hace que su tiempo se agote agotando su duración. De manera que la «voluntad» sólo produce espacio llenos para vaciarlos inmediatamente después de haberlos creado. Por otro lado, el pensador de ideas es, a su vez, pensado por otra idea, y ahí tenemos ya el dios «creador» o «destructor» de Plotino, pero también el «uncidor uncido con la unción» de Santo Tomás. Puesto que es también una «idea» es algo «absolutamente lleno», cuya misión es pensar el mundo, pero no crearlo porque el mundo se crea sólo con imaginarlo. Es decir, es un dios que crea el mundo por «emanación» de su mente (o espíritu), que crea «nueva-mente», y esa mente recién creada idea el mundo, el nuestro. Plotino no quiere ir más allá de estos dos niveles: lo uno «arriba» y todo lo demás abajo, o bajo la total dependencia y esclavitud de «lo Uno». La culpa de la negatividad no es del dios de Plotino, sino de los hombres que reciben la mente de este dios. Estos la utilizan en «idear el mundo» para después destruirlo. De su dios no es posible predicar atributo alguno, pese a que debe tenerlos, porque es «una idea impensada» (o así le parece que sea), por lo que toda idea impensada es lo que es completamente, con toda su duración intacta y completa y sin circunstancia; es, en definitiva, una idea que «no puede ser ideada». ¿Por qué Plotino insiste en que sea? Por la misma razón que los orientales tienen «fe» en un espíritu universal al alcance de los sentidos extra sensoriales, es decir, porque sucumbe al «espiritualismo» de la época y abandona la intuición para ponerse en manos de la «fe». Por esta razón pudo ser cristiano, sólo tenía que cambiar la idea de un dios que emana «negatividad» por otro, tal y como aparece en el Antiguo Testamento, que emana positividad, creador y no destructor. Supongo que no cambió de opinión en honor a su maestro y a su «demiurgo», pero al menos el «Misterio de la Trinidad» ya quedó correctamente planteado por él: Dios es el principio y fin de todas las cosas sin que el mismo tenga un principio ni un final, es decir: «Dios», «principio», «final». Para Plotino no es «razonable que exista Dios», pero es «creíble que pueda haber Dios». En cualquier caso su dios no puede «estar ni existir» porque de estar sería una idea pensada por alguien, quien, a su vez, es pensado por alguien más, etc. (véase una vez más la paradoja de Zenón sobre la imposibilidad de que la flecha alcance a la tortuga, porque la flecha no se mueve sino que piensa). De manera que Gasset introduce con su circunstancia la causa del movimiento que obliga a la «transmutación» de las ideas, puesto que las alimenta hasta que «colapsan» o «no-son». Si no existiera la circunstancia las ideas permanecerían intactas, pero la circunstancia es la razón de ser de las ideas, de manera que no pueden concebirse las unas sin las otras. ¿Resultado? Una sucesión de dioses, cada uno en una «dimensión y nivel propio y diferente». Cada dios piensa a otro dios y todos los dioses permiten la creación de todos los mundos, sin que podamos encontrar una salida razonable hacia lo «absoluto» como no sea la totalidad de lo infinito, o la armonía de Heráclito, ¡pero esto no es razonable! Si alguien quiere un sencillo ejemplo de esta tesis, le sugiero que en su próxima visita a Rusia compre una de sus populares muñecas «Matriuskas». Es la idea más aproximada de la realidad tal y como debe ser, pero si hubiera artesanos capaces de producir muñecas indefinidamente, tanto hacía el interior como hacia el exterior. Si en lugar de comprar una compra media docena, el ejemplo todavía es más ilustrativo, pues la «infinitud debe tener varios niveles y varios planos» al mismo tiempo. ¡Por eso las ideas son necesarias, porque limitan lo que debe ser ilimitado! Como he dicho, la filosofía nació como una curiosidad de la mente humana y la propia mente humana está atrapada en esa curiosidad (la curiosidad mató al gato), para la que no hay satisfacción posible por medio de la filosofía. Por esta «razón» fuimos arrojados del Paraíso y todos nuestros intentos para volver de nuevo a él dependen de que sepamos encontrar la «puerta de acceso» con la ayuda de sentidos que no sirven a la razón, como son el «instinto, la intuición y la fe». Nota final aclaratoria No crea el lector con las conclusiones finales de este libro le estoy sugiriendo que tan pronto como lo cierre corra a la primera iglesia que encuentre y se afilie a ella, sin que importe demasiado el credo o la tendencia. No, todo lo contrario. Hace unos días tuve la suerte de contemplar aquí en Berlín una exposición de carteles de propaganda de la II República española, y en uno de ellos rezaba, entre otras muchas, esta recomendación: «Fe razonada». Visto en un cartel de contenido político dirigido a las masas populares de la convulsa historia de España de la época me pareció una auténtica «boutarde», pero ahora, tras redactar la última parte de este breve ensayo filosófico, me ha venido a la memoria esta llamativa frase y me he dado cuenta de su extraordinaria coherencia. Por esta razón añado esta nota. En efecto, a la fe, que no es más que la intuición en el contexto del espíritu, sólo se puede llegar a través de la razón, pero de la propia y personal y siempre que hayamos agotado todos los argumentos razonables posibles, pues no hay duda de que las cosas siguen siendo un misterio para nuestro entendimiento. Recurrir a la fe sin haber agotado las posibilidades de nuestra propia razón es lo que hace del mundo un lugar inseguro e impredecible, pues la razón siempre nos lleva a obrar con «cautela» y moderación en tanto que la «imaginación», sobre la que se fundamenta la fe «irracional», nos lleva a obrar de forma impulsiva y en ocasiones violenta. Un mundo razonable no es un mundo perfecto pero al menos es un mundo tolerable y tolerante. Por último, en este libro me he negado a incluir notas bibliográficas, excepto algunas reseñas biográficas de los filósofos mencionados, porque de las biografías se infieren muchas de las causas de sus formas de pensar. Sólo leyend biografías se puede entender perfectamente el devenir de la Historia. Pero hay otra razón todavía más importante: yo no sólo he pretendido «explicar la filosofía», para lo que carezco de la preparación «intelectual» adecuada, sino que además he intentando «contarla», por tanto puede que este libro deba ser considerado como un «cuento» y yo un «cuentista», ¡tanto mejor! De considerarme un intelectual no podría ser un filósofo y, puestos a elegir, me quedo con la modesta e inútil condición de «filósofo-cuentista». Creo que Parménides también lo era. BREVES ESTRACTOS BIOGRÁFICOS Tales de Mileto (Mileto, 624 a.C.-?, 548 a.C.) Filosófo y matemático griego. Ninguno de sus escritos ha llegado hasta nuestros días; a pesar de ello, son muy numerosas las aportaciones que a lo largo de la historia, desde Herodoto, Jenófanes o Aristóteles, se le han atribuido. Entre las mismas cabe citar los cinco teoremas geométricos que llevan su nombre (todos ellos resultados fundamentales), o la noción de que la esencia material del universo era el agua o humedad. Anaximandro (Mileto, 610 ad.C. - h. 546 ad.C.) Discípulo y continuador de Tales, se le atribuye un libro sobre la naturaleza, pero su pensamiento llega a la actualidad mediante comentarios doxográficos de otros autores. Se le atribuye un mapa terrestre, la medición de los solsticios y equinoccios por medio de un gnomon, trabajos para determinar la distancia y tamaño de las estrellas y la afirmación de que la Tierra es cilíndrica y ocupa el centro del Universo. Anaxímenes (Mileto, 585 ad.C. - 524 ad.C.) Hijo de Eurístrato. Fue discípulo y compañero de Anaximandro. Anaxímenes creía que la Tierra era plana «como una hoja», y que se formó por la condensación del aire; los cuerpos celestes, también planos, nacieron a partir de la Tierra debido a una rarefacción de su pneuma o exhalación. Parménides (Elea Magna h. 540 ad.C. - 470 adC.) Según Diógenes, Parménides fué discípulo de Jenófanes, pero no le siguió en su doctrina. Soción –según el mísmo Diógenes– afirma que el que lo convirtió a la vida contemplativa fue Aminias. Plutarco, Estrabón y Diógenes –siguiendo el testimonio de Espeusipo– coinciden en afirmar que Parménides participó en el gobierno de su ciudad, organizándola y dándole un código de leyes admirable. Platón, en su diálogo Parménides relata que, acompañado de su discípulo Zenón de Elea, visitó Atenas cuando tenía aproximadamente 65 años de edad y que, en tal ocasión, Sócrates, entonces un hombre joven, dialogó con él. De sus escritos sólo se han conservado 160 versos, pertenecientes a 19 fragmentos de un poema didáctico, titulado Sobre la naturaleza. Heráclito (Éfeso, desaparecida, actual Turquía, h. 540 a.C.-Éfeso, id., h. 470 a.C.) Se sabe muy poco de la vida de Heráclito de Éfeso, apodado el «Oscuro» por el carácter enigmático que revistió a menudo su estilo, como testimonia un buen número de los fragmentos conservados de sus enseñanzas. Éstas, según Diógenes Laercio, quedaron recogidas en una obra titulada «De la naturaleza», que trataba del universo, la política y la teología. Según Diógenes Laercio, la causa de su afección de hidropesía habría la causa su retiro en el monte, donde se alimentaba de hierbas, movido por su misantropía. El desprecio de Heráclito por el común de los mortales concordaría con sus orígenes, pues parece cierto que procedía de una antigua familia aristocrática, así como que sus ideas políticas fueron contrarias a la democracia de corte ateniense y formó, quizá, parte del reducido grupo, integrado por nobles principalmente, que simpatizaba con el rey persa Darío, a cuyos dominios pertenecía Éfeso porentonces, contra la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos. Se enterró en estiércol en la suposición de que el calor de éste absorbería las humedades, con el resultado de que aceleró el fatal desenlace. Anaxágoras (Clazomene, actual Turquía500 - 428 adC) Se trasladó a Atenas por razones desconocidas (fue el primer pensador en hacerlo). Entre sus alumnos se encontraban el estadista griego Pericles, Arquelao, Protágoras de Abdera, Tucídides, el dramaturgo griego Eurípides, y se dice que también Demócrito y Sócrates. Conocedor de las doctrinas de Anaxímenes, Parménides, Zenón y Empédocles, Anaxágoras había enseñado en Atenas durante unos treinta años cuando se exilió tras ser acusado de impiedad al sugerir que el Sol era una masa de hierro candente y que la Luna era una roca que reflejaba la luz del Sol y procedía de la Tierra. Marchó a Jonia y se estableció en Lampsaco (una colonia de Mileto), donde, según dicen, se dejó morir de hambre. Demócrito (Abdera, Tracia. 470/460 al 370/360 ad.C.) Fue discípulo de Leucipo y contemporáneo de Sócrates. Hiparco de Nicea asegura, según Diógenes de Laertes (Diógenes Laercio), que Demócrito murió a los 109 años de edad; y todos los autores de la antigüedad (cuyos escritos han llegado hasta nosotros) que hayan hecho referencia a su edad, coinciden en que vivió más de cien años. Fue conocido en su época por su carácter extravagante. Sócrates (Atenas, 470 a.C.-id., 399 a.C.) Fue hijo de una comadrona, Faenarete, y de un escultor, Sofronisco, emparentado con Arístides el Justo. Pocas cosas se conocen con certeza de su vida, aparte de que participó como soldado de infantería en las batallas de Samos (440), Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (422). Fue amigo de Aritias y de Alcibíades, al que salvó la vida. La mayor parte de cuanto se sabe sobre él procede de tres contemporáneos suyos: el historiador Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el filósofo Platón. Considerado un «sofista», con su conducta se granjeó enemigos que, en el contexto de inestabilidad en que se hallaba Atenas tras las guerras del Peloponeso, acabaron por considerar que su amistad era peligrosa para aristócratas como sus discípulos Alcibíades o Critias; oficialmente acusado de impiedad y de corromper a la juventud, fue condenado a beber cicuta después de que, en su defensa, hubiera demostrado la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Platón (Atenas, 427 a.C.-id., 347 a.C.) Platón, que realmente se llamaba Aristocles Podros, y cuyo seudónimo Platón significa «el de los hombros anchos», era hijo de una familia que pertenecía a la aristocracia ateniense, concretamente a la familia denominada Glaucón. Su padre se llamaba Aristón y su madre Perictione. Durante su juventud vivió las consecuencias de la guerra del Peloponeso. A los 21 años pasó a formar parte del círculo de Sócrates, el cual produjo un gran cambio en sus orientaciones filosóficas. Tras la muerte de Sócrates en el 399 ad.C., Platón se refugió en Megara durante un breve espacio de tiempo, donde comenzó a escribir sus diálogos filosóficos. Sus conocimientos y habilidades eran tales que los griegos lo consideraron como hijo de Apolo y decían que en su infancia las abejas habían anidado en sus labios como profecía de las palabras melosas que salían de ellos. Estuvo presente durante el juicio de Sócrates, pero no en su ejecución. El trato que Atenas dio a Sócrates le afectó profundamente y sus primeros trabajos registran la memoria de su maestro. Se dice que muchos de sus escritos sobre la ética estaban dirigidos a evitar que injusticias como la sufrida por Sócrates volvieran a ocurrir. Después de la muerte de Sócrates, Platón viajó extensamente por Italia, Sicilia, Egipto y Cirene en busca de conocimientos. En el 396 ad.C. emprendió un viaje de diez años por Egipto y diferentes lugares de África e Italia. En Cirene conoció a Aristipo y al matemático Teodoro. En Magna Grecia se hizo amigo de Arquites de Tarento y conoció las ideas de los seguidores de Parménides. En el 388 adC viajó a Sicilia y en Siracusa, donde quiso influir en la política de Dionisio I y aprendió mucho de las formas de gobierno que plasmaría después en La República (en griego «politeia», que significa ciudadanía o forma de gobierno). Sus manifestaciones políticas, que en algunos casos eran irreverentes con la clase dominante, lo llevaron a prisión. Anníceris de Círene reconoció a Platón en la venta de esclavos y le compró para devolverle la libertad. En el 361 ad.C., tras recobrar su libertad, Platón compró una finca en las afueras de Atenas, donde fundó un centro especializado en la actividad filosófica y cultural, al cual llamó «Academia». El nombre procede de que en dicha finca existía un templo dedicado al antiguo héroe llamado Academo y dicha academia funcionó ininterrumpidamente hasta su clausura por Justiniano I en el 529 dC, pues veía en esta una amenaza para la propagación del cristianismo. Muchos filósofos e intelectuales estudiaron en esta academia, incluyendo a Aristóteles. Aristóteles (Estagira, hoy Stavro, actual Grecia, h. 384 a.C.-Calcis, id., 322 a.C.) Hijo de una familia de médicos, él mismo fue el médico del rey Amintas II de Macedonia, abuelo de Alejandro III el Magno. Huérfano desde la niñez, marchó a Atenas cuando contaba diecisiete años para estudiar filosofía en la Academia de Platón, de quien fue un brillante discípulo. Pasó allí veinte años, en los que colaboró en la enseñanza y publicó algunas obras que desarrollaban las tesis platónicas. En el 348 a.C., a la muerte de Platón, rompió con la Academia y abandonó Atenas, donde el clima político contrario a Macedonia no le era favorable. Se trasladó a Atarnea y fue consejero político y amigo del tirano Hermias; en el 344 a.C. viajó a Mitilene, probablemente invitado por Teofrasto. Contrajo matrimonio con una sobrina de Hermias, y luego, al enviudar, con una antigua esclava del tirano, de la cual tuvo un hijo, Nicómaco. En el 342 a.C. fue llamado a la corte de Macedonia por Filipo II para que se encargara de la educación de su hijo y heredero, Alejandro, por entonces un muchacho de trece años. Allí supo de la muerte de Hermias, crucificado en el 341 a.C. por los persas a causa de su amistad con Filipo, y le dedicó un himno. A la muerte de Filipo, en el 335 a.C., Alejandro subió al trono y, como muestra de agradecimiento a su preceptor, le permitió regresar a Atenas, por entonces bajo el gobierno de los macedonios, donde Aristóteles dictó sus enseñanzas en el «Liceo», llamado así por estar situado en un jardín próximo al templo de Apolo Licio, protector de las ovejas contra los lobos. Con el tiempo, y quizá no antes de su muerte, los discípulos de Aristóteles constituyeron una institución comparable a la Academia platónica, denominada «escuela peripatética» por la costumbre de dictar las enseñanzas y mantener las discusiones durante largos paseos. En el 323 a.C., a la muerte de Alejandro, se produjo en Atenas una reacción contraria a la dominación macedónica; Aristóteles, sospechoso de serle favorable, fue acusado oficialmente de impiedad por haber dado a Hermias la consideración de inmortal en el himno compuesto por él. Recordando la muerte de Sócrates, cedió la dirección del Liceo a Teofrasto y se retiró a Calcis, la ciudad natal de su madre en la isla de Eubea, donde murió pocos meses después. Plotino (Licópolis, actual Egipto, 205-Campania, actual Italia, 270) Se le considera habitualmente como el fundador del neoplatonismo. Su pensamiento fue recopilado por su discípulo Porfirio en las Enéadas, seis libros divididos en nueve tratados cada uno. Su viaje con el emperador Gordiano le permitió tomar contacto con el pensamiento persa e indio, que difundió a su regreso (h. 244) en la escuela que abrió en Roma, y en la cual enseñó a lo largo de veinticinco años.