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Café Central
Novela sobre derechos humanos

MI BARRIO Mi barrio es un pequeño mundo, supongo que similar a otros barrios. Un lugar donde nos hemos acostumbrado a ver siempre las mismas caras, a hacernos los mismos saludos, a comprar en las mismas tiendas, a escuchar las mismas canciones que gustan en cada época, a asistir al mismo cine, a la misma iglesia y al mismo parque, donde juegan los niños. Para la salvación de nuestras almas contamos con una iglesia católica y otra protestante. Las dos compiten por cuál de ellas hace sonar las campanas con más intensidad, y atraen a más feligreses. La católica no es tan popular como la protestante. Por lo general la frecuentan ancianas beatas y jubilados que ya carecen de energía para pecar, pero siguen temerosos de morir en pecado mortal e ir al infierno, aunque ya no sepan qué es un pecado mortal ni cómo se comete, no obstante esperan que su iglesia les salve de sus pecados o de otras tentaciones. La protestante la frecuentan gente de todas las razas y nacionalidades, que convierten la casa de Dios en un club social, donde se canta y se interpretan canciones con una variopinta orquesta de aficionados. Nada está escrito sobre cómo le gusta a Dios que se organice una iglesia, pero puede que a Dios esta no le desagrade. Tiene las dos cosas que son esenciales y más apreciadas en una pequeña comunidad: un sencillo cementerio de barrio y una ruidosa escuela de primaria; aquí se juntan la muerte con la vida. El fúnebre silencio de sus tumbas es compensado por los gritos de entusiasmo del juego de los niños. Los muertos deben sentirse animados y bien acompañados. También tenemos un pequeño parque, donde crecen tres inmensas hayas milenarias, que resistieron los horrores de la guerra, y ahora dan cobijo a una variada clase de pájaros y dan su acogedora sombra a los ancianos, que consumen los últimos días contemplando con avidez estas imágenes de vida cuando están cercanos a la muerte. La mayoría de los vecinos que hemos superado los cuarenta años somos los mismos que éramos antes de la guerra, excepto los desgraciados que murieron bajo los escombros, y nos conocemos desde hace ya muchos años. Ninguno de nosotros quiere hablar del pasado, ni recordar los hechos que nos llevaron a esta devastadora guerra. Es como si se nos hubiera borrado de la memoria todo lo sucedido hace solo dos décadas. Desde el final de la guerra, todos empezamos una nueva vida después del cataclismo bélico, pero ninguno ha podido realizar sus sueños de antes del gran holocausto. Las guerras matan los sueños, pero despiertan las conciencias. Ahora somos más sabios, pero más desdichados. Aunque modestos, hay suficientes comercios como para que no nos falte lo esencial. Yo abrí una modesta tienda de bisutería y baratijas de regalo, porque mi padre era joyero, pero en la guerra lo perdimos todo, y yo carecía de medios para seguir con el negocio familiar. La mayoría tienen largas listas de deudores, porque los años de posguerra han sido muy duros y han escaseado los buenos empleos. Quien puede permitírselo y quiere algo especial, tiene que ir a los grandes almacenes del centro. El Café Central El barrio tiene una acogedora plaza con dos milenarios y robustos nogales, y media docena de tilos jóvenes, que plantamos después de la guerra. La plaza es un amplio espacio que tiene a cada uno de sus extremos las dos iglesias, pero el lugar más concurrido es sin duda el gran Café Central, donde casi a diario solemos acudir al finalizar la jornada de nuestros tediosos trabajos. El noble edificio donde está ubicado no sufrió milagrosamente daños de importancia durante la guerra y conserva su decoración original, al estilo de los grandes cafés del siglo pasado, para martirio de los camareros, que terminan agotados por las grandes distancias que tienen que recorrer. Es una gran sala, con innumerables mesas, y asientos corridos adosados a las paredes, tapizados de cuero descolorido y desgastado por tantos años de uso. Unos grandes espejos dan la sensación de ser todavía más grande, que combinan con frescos de un corrupto Art-déco, tan popular en los años en que fue decorado. A pesar del nombre, influenciado sin duda por los grandes cafés franceses de la época, la bebida más habitual no es el café, sino la cerveza. Este nostálgico café ha sido el testigo silencioso de todos los grandes sucesos del barrio que marcaron nuestras vidas. En ese acogedor espacio compartimos nuestros, deseos, ideas o fantasías con nuestros entrañables amigos. Si en algún momento tenemos nostalgia del pasado, solo necesitamos volver al café Central para retroceder en el tiempo y revivir los años de dorada juventud. PRESENTACIÓN DE LOS PERSONAJES La joven y bella María El personaje más admirado de esta historia es la encantadora y bellísima María. Yo solo espero a que pase por delante de mi bisutería para llenar de luz mi oscura vida. No tengo más aliciente en todo el tiempo que me ocupo de mi ruinoso negocio que su deseada presencia. Siempre que pasa por delante de mi modesta tienda de bisutería se detiene a contemplar las baratijas, que no pueden realzar más su belleza. Pero su coquetería natural le atrae hasta mi pequeño escaparate. Por alguna misteriosa razón, le seduce un collar de perlas de imitación y las gargantillas de fieltro negras. Pero ¿no es un sacrilegio ocultar ese precioso cuello? María es hija de un modesto peluquero del barrio, viudo desde hace un año, y solo tiene a su bella hija para que se haga cargo de la casa. El padre es ya un anciano que debería de jubilarse, pero no tienen otro medio de vida que la peluquería. Desde luego que yo no me afectaría en su barbería, porque ya no puede sujetar la navaja de afeitar sin que le tiemblen las manos. No sé cómo sobreviven, porque su barbería está normalmente vacía. No creo que sus escasos clientes asiduos les permita vivir decentemente. Supongo que debe confiar en que su bella hija encuentre un buen partido que les saque a ambos de la miseria. ¡Cuánto daría por ser yo ese privilegiado! Pero mi negocio no es menos ruinoso que el suyo. —María —me atrevo a decirle mientras ella no aparta su mirada del falso collar de perlas—, siempre que pasas por delante de mi tienda te detienes a contemplar ese collar. ¿Te gusta? ¡Podría regalártelo! María es joven, pero no ingenua. Debe saber que nadie regala algo a cambio de nada, y yo no soy un ángel. Ella me sonríe, y no tiene en cuenta la inmoralidad de mi generosa oferta. —¿Para qué quiero un collar tan bonito si no tengo un vestido para lucirlo? —Si tú quisieras podrías vestirte como una reina... —¿Una reina sin un rey? —me interrumpe, sin perder su encantadora sonrisa. —¡Todavía hay príncipes solteros! —Pero no se pasean por este barrio. —¿Y no hay en el barrio ningún príncipe que te haga su reina? Me responde con una nueva sonrisa que me deja con la duda y prosigue su camino. Solo su juventud justifica su alegre carácter, porque su vida debe estar rodeada de una gran tristeza. María es la mujer más deseada del barrio y son muchos sus pretendientes, pero ella parece esperar algún príncipe azul que solo debe existir en su fantasía. Tal vez sea alguien de fuera de nuestro barrio quien sea el privilegiado de ganar su corazón. Adela, la panadera chismosa En todos los barrios siempre hay alguna chismosa encargada de informar al vecindario de los escándalos y los entresijos de la vida privada de los vecinos. Nuestra chismosa es Adela, una mujer entregada con verdadera pasión, e incluso diría que vocación, a chismosear sobre la vida privada de la comunidad. Si alguien está interesado en vender algo a plazos, no tiene más que consultar a Adela sobre su estado financiero. Como cada mañana pasa por delante de mi tienda de camino a su panadería. Cuando nos ha visto no ha podido evitar enterarse de lo que estábamos tratando. Sospecha que yo, a pesar de mis casi 50 años, también estoy interesado en ser uno de sus pretendientes. Ha estado observando la escena y, como es propio de su entrometido carácter, no puede evitar ponerme al corriente de su chismes: —¿Quién conseguirá cazar esta hermosa corza? ¿El hijo del carbonero? Es apuesto y está perdidamente enamorado de esta criatura, que le regala el carbón para ganar su afecto. Pero ella ni le quita ni le da esperanzas, porque los inviernos son largos y fríos, y necesita su carbón. Pero quien no le quita ojo, y desde luego, no con sanas intenciones, es Raulín, el hijo mal criado de ese usurero de Romano. La pobre criatura terminará por ceder a sus malvados deseos, porque necesita alguien que les libre de sus deudas, a pesar de que en muchas tiendas donde despachan jóvenes le rebajan e incluso le regalan lo que compra. Yo también le regalaría el pan si no temiera las protestas de mis otros clientes. Corre el rumor de que deben seis meses del alquiler de la peluquería, que como muchos otros inmuebles del barrio, es propiedad de Romano. Su perverso hijo no dudará en aprovecharse de su situación para tener sus favores... No estoy interesado en su chismosa información, pero en este barrio todos nos conocemos y dependemos unos de otros, por eso es necesario mantener una buena convivencia. Le hago ver que estoy interesado. —Ya veo Adela que estás bien informada. —No creas que yo busco las noticias, me las dan en la panadería. Si no las escuchase sería una falta de educación. No tengo más remedio que soportar sus chismes. En mi panadería no se habla de otra cosa que del futuro marido de María. Hasta se han hecho apuestas por acertar con quién de sus muchos pretendientes terminará casándose. —¿Y quién de todos ellos es el favorito? —¡Guido, el librero, por supuesto! —¡Pero debe rondar los cuarenta años! —¡La mejor edad para un hombre! A las jovencitas les atraen los hombres maduros y con experiencia de la vida, y no tiene mala posición, porque el negocio de libros parece que no le va mal, y no creo que le guste vivir sin una mujer que le cuide y atienda su casa. Yo creo que harían una buena pareja, porque Guido es un caballero. Pero está por medio su prometida, Julia, aunque dicen que no se entienden muy bien. Desde luego que no es oficial y no están comprometidos. No sé si, además de Guido, le gustan también los libros, porque debe tener llena su casa de libros sin leer, ¡no sale de su librería! También mi Lucio anda tras de ella, pero no le consentiríamos que se case con una mujer que está en boca de todo el barrio. ¡No digo que no sea honrada, pero corren tantos rumores! Afortunadamente ha entrado una clienta en mi tienda y tengo una buena excusa para despedirme y terminar esta conversación tan denigrante. Ella parece contrariada, como si yo hubiera llamado a mi clienta para encontrar la excusa para dejarla plantada, con la mitad de sus chismes sin contar, y prosigue su camino sin disimular su contrariedad, pero pronto encontrará una nueva víctima para su perversa afición. Jacinto, el policía del barrio Jacinto no es un nombre muy adecuado para un policía, pero teniendo en cuenta su carácter amigable y tolerante, tal vez sea después de todo el apropiado. Puntual como siempre, Jacinto, el policía municipal, entra en mi tienda para interesarse por mi seguridad. Pero la verdad es que, gracias a Dios y a su dedicación, en nuestro barrio la policía tiene poco trabajo, y tenemos suficiente con el tolerante y paciente Jacinto. —¿Todo en orden, Marcus? —me hace la misma rutinaria pregunta de cada día. —Por aquí todo en paz —yo también le doy la misma rutinaria respuesta—. ¿Y cómo están las cosas en el barrio? ¿Ningún raterillo que detener, un borracho que calmar o un vecino escandaloso que amonestar? —Por desgracia, ha pasado algo que lamentar. El gato de la anciana Rosita ha muerto atropellado por un auto a la puerta de su casa. El pobre animal seguía a la anciana cuando se dirigía a la iglesia a oír misa. Ha sido tan fuerte su impresión que la pobre mujer ha perdido la fe, y asegura que no pisará jamás un lugar sagrado. —Parece ser que Dios no solo se ha olvidado de nosotros, sino de nuestras inocentes mascotas. Puede que el iluminado de Nietzsche llevara razón, y Dios haya muerto. —Si Dios ha muerto será porque nosotros lo hemos matado. ¡Pero no hay cuerpo de policía que pueda encerrar a los asesinos, porque no podemos meter en la cárcel a toda la humanidad, ¡porque todos somos culpables! Con frecuencia mis distendidas conversaciones con Jacinto acaban en profundas reflexiones y conclusiones morales y filosóficas pesimistas, porque aunque él no esté de acuerdo, creo que los seres humanos somos malos por naturaleza, y solo el miedo al castigo nos mantiene en paz. Si no hubiera leyes represivas esto sería la selva, la ley del más fuerte y mejor adaptado. Jacinto suspira impotente, como si sintiese no poder hacer su trabajo con el resto de la humanidad como lo hace con nosotros, y se despide de mí con una inquietante pregunta, propia de un optimista: —¿Llegará un día en que los seres humanos no nos necesiten? Mi respuesta es clara y contundente: —Sucederá lo contrario, ¡tendrá que haber un policía por cada ser humano! Yo no pensaba así antes de la guerra, sino todo lo contrario. Creía en las cualidades morales innatas del ser humano. Pesaba que eran las circunstancias adversas, la ignorancia y una mala educación, lo que nos hacen ser perversos. Pero después de contemplar a seres humanos torturar y matar a otros semejantes solo porque no pertenecen a su raza ni a su cultura, perdí la fe en las buenas cualidades innatas del ser humano. Margarita y su hija Luisa Otro día perdido detrás de un mostrador, sin más alicientes que ver pasar la gente por delante de la puerta de mi tienda. Afortunadamente existe el tiempo, que transcurre inexorablemente y ya es hora de cerrar. Estoy a punto de cerrar, pero tengo una inesperada clienta, es Margarita, la florista del barrio, que no hay duda de que su nombre es el más adecuado para su negocio. Admiro a esta mujer luchadora y tenaz, que no ha sido bien tratada en la vecindad. Quiere comprar unos pendientes para la primera comunión de su hija, Luisa. —Hay que ver, Marcus, como pasa el tiempo. Parece que Luisa nació ayer, y ya ha cumplido nueve años y está a punto de tomar su primera comunión. La pequeña Luisa nació por un frustrado amor de Margarita, y no tiene apellido paterno. Nadie sabe quién puede ser el padre, porque ella nunca lo ha revelado. Ni siquiera Adela lo sabe. Es una niña encantadora; una flor más en su floristería. En los primeros días después de que se supo las circunstancias de su embarazo, Margarita fue muy mal tratada en el barrio, porque en el fondo todos, menos Leonardo, el maestro de la escuela de primaria, que es un socialista radical, y Efraín, nuestro diputado socialdemócrata, éramos más o menos conservadores y poco tolerantes de estos comportamientos. Pero Margarita llevó con resignación nuestro rechazo, y supo criar a Luisa con el afecto y la protección del padre ignorado. Ahora todos sabemos que mantiene relaciones serias con Jacinto, que seguramente terminarán en boda, y reconocerá a Luisa dándole un apellido. ¡Un policía casado con una florista y madre soltera! Sin duda que la guerra cambió muchas cosas en nuestras anteriores mentalidades, y nos ha hecho más tolerantes. ¡Algún beneficio tenía que tener! —Y antes de que te des cuenta Luisa estará en edad de casarse —le comento, convencido de la frugalidad del tiempo. —¡No, por favor, que no pase el tiempo tan deprisa! ¡No quiero separarme de mi hija! —Tú tenías su edad cuando estalló la guerra, y te separaron para siempre de tus padres. —¡Eso no le ocurrirá a Luisa! —¡Que Dios te oiga, si es que no ha muerto! Elige los pendientes, pero no le cobro nada, quiero que sea mi regalo de comunión de Luisa. Ella me lo agradece con su tenue sonrisa, la de una mujer que ha sufrido la incomprensión de sus vecinos. La niña se ha acostumbrado a ver a Jacinto en compañía de su madre y si por fin llegan a contraer matrimonio, no le costará demasiado aceptarle como su padre. De todas formas ya tiene edad de comprender las cosas, y debe saber que Jacinto no es su verdadero padre. ¿Cómo puede una niña de 9 años comprender las razones y los argumentos de los adultos que justifiquen su abandono? ¡Confieso que soy incapaz de hacerme ni una somera idea! Rodolfo el carnicero, y su hijo prodigio, Rodolfito Recojo la escuálida caja del día y cierro el comercio. No es que pueda permitirme cada día el gasto de beber una cerveza y pasar un rato entretenido en el Café Central, pero me lo quitaría de comer antes de privarme de este relajante momento. Mi modesta tienda está situada en la calle principal del barrio, donde están la mayor parte de los comercios. La amplia calle desemboca en la plaza, y es fácil encontrarse con conocidos o colegas de otros comercios que cierran a la misma hora. Unos metros más allá de mi tienda me encuentro con el obeso Rodolfo, carnicero del barrio, capaz de despiezar una vaca en cinco minutos. Estoy convencido de que ama su trabajo, posiblemente sea el único del barrio. Su vida parece un cuento de ogros que se comen a los niños, pero en este caso se trata de cerdos, terneras, vacas y creo que también vende carne de caballo, tan frecuente durante la guerra. Es el único que parece ser feliz en su matrimonio. Su mujer, Ignacia, tan obesa como él, tiene el carácter bonachón y tranquilo de las personas gruesas, y parece incapaz de tener un solo pensamiento que vaya más allá de su carnicería, su marido y su hijo. Por eso creo que debe ser feliz. Por si no tuvieran bastante dicha con sus pancetas y sus solomillos, Dios parece haberles bendecido con un hijo prodigio. Dicen que tiene una asombrosa capacidad de cálculo y una prodigiosa memoria, pero destaca sobre todo por su virtuosismo con el piano. ¡No tiene una razonable explicación que semejante criatura haya sido el fruto de ese matrimonio! Hay quien asegura que es de ella quien ha heredado su precocidad, pero es demasiado tímida y sencilla para demostrarlo. Con ella, en su carnicería no son necesarias las calculadoras. Al parecer recuerda todos los nombres y apellidos de todos sus clientes. —Hola, Marcus. ¿A tomar tu cervecita? —me saluda con su voz ahogada propia de los obesos. —Hola Rodolfo y Rodolfito. Sí, los vicios definen la fuerza de voluntad, cuantos más tenemos menos fuerza de voluntad nos queda, y a mí me queda ya muy poca. ¿Dónde vas con el pequeño Rodolfito? —Voy a mis clases de piano —me responde su hijo sin esperar la respuesta del padre, a quien debe considerar incapaz de cualquier pensamiento inteligente. —¿Cuándo nos volverás a deleitar con un nuevo concierto de piano? —No lo sé —responde ufano, pero acostumbrado a los halagos—, pero me han invitado a un concurso para jóvenes talentos de la televisión el mes que viene, y tengo que prepararme. El desplazado padre permanece sonriente y no puede disimular su orgullo de ser el progenitor de semejante lumbrera, pero en el más absoluto silencio, como encantado e incapaz de intervenir cuando su prodigioso hijo habla con alguien. —¡Eso es fantástico! —le respondo mostrando entusiasmo, pero en el fondo siento lástima de este niño a quien su inteligencia superior le ha robado su infancia. Yo también fui un niño prodigio y tampoco tuve una infancia feliz. A los 10 años ya había leído La Odisea y la Ilíada de Homero, y la mayoría de las tragedias de Sófocles y de Esquilo. No encontraba divertidos los juegos de mis compañeros del colegio, solo la lectura me proporcionaba alguna alegría y siempre me acompañaba un buen libro. Mi padre no pudo enseñarme el oficio de joyero y se resignó a que siguiera alguna carrera de humanidades, aunque sabía perfectamente que con esos conocimientos nunca me podría ganar la vida, como así fue. Rodolfo e hijo se dirigen a la parada de un autobús que les dejará cerca del Conservatorio, donde al parecer, el pequeño Rodolfito asombra a sus profesores. Le están preparando para que sea un ganador, lo que sería un buen reclamo para el Conservatorio y sus profesores. Laura, mi amor tardío El Café Central no está muy animado, todavía es temprano. Se suele animar a media noche. Es asombrosa la cantidad de gente que trasnocha en este barrio, y nunca cierra hasta bien entrada la madrugada. Es durante esas horas cuando surgen las más acaloradas tertulias espontáneas, sobre los temas más disparatados, para los que siempre hay contertulios. Pero lo cierto es que siempre degeneran en charlas de borrachos y no son muy interesantes. Por lo general los temas son monografías: política y sexo. Hemos coincidido en la entrada del café Laura y yo. Laura es mi amiga desde hace casi un año y lo hemos convertido en una costumbre vernos en este café cada día para intercambiar lo que ha dado de sí nuestros respectivos trabajos, lo que por lo general no es muy interesante. Nos conocimos durante un concierto de la Filarmónica Nacional, recuerdo que interpretaron los conciertos de Brandemburgo, del divino Bach. Laura es una viuda de guerra. Tenía tan solo 18 años y estaba prácticamente recién casada, cuando un obús acabó con la vida de su flamante marido. Ella se siente culpable de su muerte, porque durante una alarma de bombardeo, cuando ya estaban en la entrada del refugio, le hizo volver a su casa en busca de un pequeño cofre donde guardaba algunas joyas familiares de gran valor y que habían olvidado. Su marido nunca regresó, pero recuperó las joyas que el muerto sujetaba todavía entre sus ensangrentadas manos. Por esta razón se sintió responsable de su muerte y no intentó rehacer su vida y ha permanecido soltera y solitaria hasta que me conoció. Tal vez sea por sus remordimientos o por mi apatía, que nuestra relación no es muy creativa y mucho menos apasionada. Sé que ella espera que nuestra amistad suba de grado y sea menos formal y más romántica, pero yo he perdido la necesaria fantasía e imaginación para complacerla. No sé cómo me soporta y persiste en mantener una amistad con tan pocos alicientes. Ella es la responsable de la Biblioteca municipal de nuestro barrio. Por eso los temas más frecuentes de conversación son los libros y sus autores. Yo intento ser amable y hacer ver que estoy interesado, pero la verdad es que probablemente habré leído no más de media docena de libros desde que finalizó la guerra. Ha sido tan profunda mi frustración que he llegado incluso a aborrecer los libros. Nos acomodamos en una pequeña mesa, junto a los grandes ventanales que dan a la plaza, y ella saca un grueso libro del bolso, que me enseña. —¡Mira, Marcus, la última edición de las obras completas de Goethe! ¿Te gusta Goethe? —me pregunta intentando meterme en el tema y vencer mi apatía. —Fue mi lectura de juventud —le comento sin mostrar interés—. Entonces me impresionó, pero ahora sería incapaz de leerlo. ¡Demasiado antiguo! —Confiésalo, Marcus, en realidad ya no lees nada. ¡Nunca me has pedido un libro en la Biblioteca! No me ha parecido oportuna su observación, pero la disculpo porque es cierto. Después de haber vivido los horrores de una guerra, no me queda nada que me sorprenda. A veces intento leer una novela y me parecen literatura para niños, o para personas que todavía tienen la capacidad de imaginar lo que están leyendo. Yo no puedo imaginar nada porque la realidad que he vivido ha superado lo imaginable. ¡Estoy condenado a ser realista, he perdido la capacidad de soñar! Sé que ella comprende la causa de mi falta de interés por cualquier romanticismo. Puedo ser un fiel amigo, pero un mal amante. No insiste y parece resignada, pero nuestra relación no es muy consistente. Después de un año de hacer las mismas cosas, encontrarnos en el mismo sitio, hablar siempre de los mismos temas, comentar nuestros achaques y pasear por los mismos lugares, creo que mejor sería terminar amistosamente esta anodina amistad y probar suerte con otras personas. Guido, el librero, y su extrovertida amiga Julia Acaba de entrar en el café Guido, una de las personas más interesantes del vecindario. Es dueño de la librería del barrio, y su tradición de librero le viene de su tatarabuelo, que abrió la primera y única librería de este barrio a mediados del siglo pasado, en plena efervescencia revolucionaria, cuando los libros eran tan eficaces y mortíferos como las pistolas y las granadas de los anarquistas. También tiene una compañera, Julia, con la que no comparte prácticamente nada, pero ella insiste en ganar su amistad, porque le apasionan los libros. También es su ferviente admiradora, porque Guido es autor de cuentos y relatos, que suele publicar en la sección cultural de una revista mensual editada en el barrio, con su colaboración financiera. En mi opinión, tiene imaginación, pero Dios no le ha otorgado el don de la inspiración, y no pasan de ser entretenidos, pero carecen de originalidad. Laura y ella son grandes amigas, porque comparten la misma pasión por los libros. Nos han visto, y Julia se abalanza literalmente sobre Laura y la abraza efusivamente. Les invitamos a que compartan nuestra mesa. Julia se sienta junto a Laura y la abruma con mil preguntas sobre libros. —¿Ya tenéis en la Biblioteca la última novela de Max Frisch? ¿Y el «Ulises», de Joyce? ¿Habéis recibido la inquietante novela «La naranja mecánica» del paranoico Anthony Burgess; o esa maravilla literaria, «Cien años de soledad» del genial colombiano García Márquez. ¡No me digas que todavía no está en la Biblioteca esa joya argentina, «Rayuela», del atractivo Julio Cortázar... Claro que, bien pensado, mejor es que tardéis algún tiempo en tenerlas, para que las podamos vender en la librería. Julia habla en plural cuando se refiere a la librería, pero Guido no parece estar de acuerdo. Hacen una extraña pareja y no creo que se consolide esta unión. Ella es demasiado extrovertida, incontinente; habla por los codos y siempre pretende ser el centro de atención. Cuando no le queda más remedio que guardar silencio, no presta la mínima atención a quien está hablando, y parece concentrarse en no perder el hilo de su tema de conversación, para seguir con lo mismo, como si nadie hubiera dicho nada mientras guardaba silencio. No comprendo por qué Guido la soporta. —¿Quién se llevará el Nobel este año, Guido? —le pregunto para llevar el tema de conversación a lo que le resultaba familiar. —Suenan varios nombres, pero el candidato más firme es un griego prácticamente desconocido en el mundo literario, Yorgos Seferis. Pero hay otros candidatos con muchas posibilidades, como Pablo Neruda o Samuel Beckett. Yo se lo daría sin duda a Neruda. —¿Y cuándo lo ganarás tú? Julia aprovecha mi jocosa pregunta para elogiar desmesuradamente a su amigo. —Guido tiene méritos suficientes como para ganar el premio Nobel, pero él es demasiado modesto como para reconocerlo. Guido parece molesto por este elogio, que él sabe que es infundado y trata de corregirlo. —Julia, no es por falsa modestia, pero ni por lo más remoto merecería yo este galardón. ¡Ni siquiera he escrito todavía una simple novela! —Perdona, Guido —insiste ella—, pero los autores nunca sabéis apreciar lo que escribís, somos los lectores los que tenemos la última palabra, y la mía es que tú eres un genio ignorado. —Julia —intervengo yo—, no puedo estar de acuerdo contigo. Son los autores y no los lectores los que deben saber el valor de lo que escriben, porque la opinión de los lectores es una opinión muy subjetiva. Laura asiente con un enérgico gesto de cabeza. Guido quiere zanjar este tema de conversación y nos sorprende con un cambio de tema radical: —¿Ganarán este año los socialdemócratas las elecciones? Julia ha quedado desplazada. Ella no tiene opiniones sobre política. Creo que Guido lo sabe y por esa razón ha introducido el tema. En realidad somos pocos los que tenemos ideas políticas. También la guerra anuló nuestro interés por la política. Pudimos ver hasta que extremo de barbarie pueden llevar las ideas políticas. Pero, al mismo tiempo, somos conscientes de que al menos tenemos que cumplir con nuestro deber de ciudadanos responsables y votar en conciencia, ahora que hemos recuperado la democracia, y que por dejadez o falta de interés nos la vuelvan a secuestrar. Romano y su corte servicial Como he comentado al principio, en este café nos reunimos prácticamente todos los que tenemos algún negocio en la vecindad. He visto entrar a Romano, soberbio como siempre, consciente de su poder y su gran influencia sobre la comunidad, dueño de innumerables inmuebles del barrio. Solo sabemos de él que antes de la guerra era un simple ujier en la Oficina del Catastro , y que después de la guerra era ya un hombre rico, aunque la mayoría de las propiedades que posee están registradas a nombre de su joven esposa. Tiene una mesa reservada, que comparte con sus dos únicos amigos: el notario y un abogado y sirviente, que le lleva con mano de hierro sus negocios inmobiliarios. Apenas se ha sentado ha hecho un autoritario gesto para llamar al camarero, quien acude como si fuera su perro faldero. La razón son las generosas propinas que suele dar a quienes le sirven con docilidad. Su aspecto es el de un usurero de los cuentos de Charles Dickens. Siempre viste un impecable traje oscuro y un sombrero de fieltro negro, que deja colgado en un perchero solo para su uso personal y de sus dos amigos. Suele cenar aquí, en compañía de su corte de aduladores y servidores. Además de los negocios inmobiliarios, este tirano se dedicaba a prestar dinero con usura durante los primeros años de la postguerra, que invertía en la compra de más inmuebles en el barrio. Se divorció de su primera y sufrida esposa, con la que tuvo a Raulín, para casarse con Roxy, la joven hija de uno de sus clientes arruinados por su usura, y para burlar al fisco, puso a su nombre la mayoría de los inmuebles. Roxy, nunca la he visto en el café, puede estar incapacitada o castigada por este tirano usurero. Su hijo, Raulín, es de los trasnochadores, que ocioso, no tiene otra cosa que hacer que emborracharse cada noche y hablar mal del Gobierno o de sus proezas sexuales, como suele hacer todos los borrachos. Este siniestro personaje sabe que es literalmente odiado por todo el vecindario, pero lejos de sentirse incómodo parece que el que le odien prueba su gran poder e influencia en la vecindad. Cuanto más le odian más importante se cree. Entre sus muchos enemigos del barrio, cuenta con uno de auténtico lujo: Leonardo, el joven maestro de la escuela primaria. Y si lo he citado es porque acaba de incorporare a esta nave de locos, que es este café. Yo siento un especial afecto por este joven maestro, aunque no comparto su ideología, pero sí su valiente y decidido talante frente a la adversidad, ¡tal como era yo a su edad! Leonardo, maestro de la escuela de primaria Es un joven algo taciturno. No es la persona que te encanta al primer golpe vista y deseas que sea tu amigo. Antes al contrario, causa una cierta repulsión por su profunda y acusadora mirada, que consigue hacernos sentir culpables aun sin saber por qué causa. Por eso prácticamente no tiene amigos, y viene siempre solo al café. Suele acomodarse en uno de los asientos adosados a la pared, y bebe una cerveza, mientras ojea un periódico del partido en el que milita activamente. No es desde luego un buen candidato a posible marido para la bella María, aunque es también uno de los secretos pretendientes. Sospecho que debe ser una persona compleja de sentimientos profundos y de ideas radicales, lo que es una buena cualidad para asegurar la fidelidad, pero María no parece ser una mujer complicada y necesita algo más que fidelidad. Durante la guerra apenas era un adolescente, pero fue movilizado durante los últimos años de la contienda. Afortunadamente para él, apenas se incorporó, se firmó el armisticio que puso fin a esa locura. De aquella breve experiencia le viene su radicalismo socialista. Aunque milita activamente en le partido socialdemócrata, él está mucho más a la izquierda, pero su empleo de maestro de primaria le obliga a ser más moderado. A pesar de su huraño aspecto, tengo la impresión de que no le gusta la soledad, aunque su carácter pueda sugerir lo contrario. Sospecho que no acude al café a beber su cerveza y ponerse al día con las acciones del partido, porque regularmente alza la vista y contempla la gente del café, y sobre todo, quién entra, como si esperase a alguien en particular. Así no es posible concentrarse en la lectura. Es evidente que espera que aparezca alguien conocido y que le haga compañía. En uno de esos breves vistazos me ha reconocido y me saluda con un breve gesto con la mano, y una sonrisa que logra transfigurar la rigidez de su rostro, por lo que parece ser una pose, pero como todo el mundo, debe añorar una compañera. —Ahí está como siempre Leonardo, presumiendo de lobo solitario, cuando tengo la impresión de que en el fondo tiene la mentalidad de un perrito faldero —comento a mis amigos. Julia, siempre tan extrovertida y generosa en sus exuberantes afectos, sugiere que le invitemos a nuestra mesa. Es una canallada por mi parte, pero creo que harían una buena pareja, y de paso dejarían a Guido vía libre para intentar ganarse el corazón de María. Yo también creo, como la chismosa Adela, que, a pesar de la diferencia en la edad, no harían mala pareja. La belleza, como el caviar o las ostras, no son para paladares inexpertos. Solo un hombre maduro e inteligente es capaz de ver el alma en el cuerpo de una atractiva mujer. Los jóvenes solo ven el cuerpo. Es ella misma quien se levanta y convence a Leonardo para que se una a nosotros. Me temo que será inevitable hablar de política aunque tengo la impresión de que ¡preferiría que hablásemos de mujeres! Julia se ha sentado a su lado. Algo me dice que su interés por él va más allá de lo que aparenta. —Y bien, Leonardo, ¿ha llegado la hora de los socialdemócratas? ¿Pasaremos los conservadores a la oposición? —introduzco el tema para que no se sienta desplazado y le prestemos atención. —Ha llegado la hora de pasar otra página de nuestra historia —responde sin demasiado énfasis, porque ha debido comprender la intención de mi pregunta—. Pero no seremos los socialistas los que lideremos este cambió.. —Entonces —pregunta Julia, quien creo intuir que se siente atraída por el maestro de escuela—, ¿quiénes lo harán? —Será la generación de posguerra. Nosotros, seamos de izquierdas o de derechas, padecemos del mismo estigma, y no estamos capacitados para liderar el cambio. La respuesta nos ha dejado un sabor agridulce. —¿Entonces tú crees que está acabada la influencia cultural y social de nuestra generación y de las anteriores? ¡Adiós Thomas Mann, Herman Hesse, Joyce, Marcel Proust, Víctor Hugo, y tantos otros! —¡Creo que nadie tiene una mejor respuesta que quien acaba de entrar en el café! Leopoldo se refiere a nuestro diputado, Efraín, que siempre ha residido en nuestro barrio, y a excepción del periodo nazi, siempre se ha ganado su acta de diputado regional por nuestra ciudad. Leopoldo y él son correligionarios y buenos amigos. Sería una descortesía no invitarle a nuestra mesa. —Leopoldo, invítale a nuestra mesa, así tendremos tema para una tertulia. Efraín, un político de antes de la guerra Como buen y experimentado político, Efraín tiene la apariencia de un modesto servidor del pueblo, al que supone que atiende sus deseos y necesidades, pero lo cierto es que no deja de ser un político, y el leitmotiv de todo político es la permanencia en el poder. Su trabajo legislativo o parlamentario es una mera excusa, pero si quieren permanecer en el poder tienen que hacer algo que motive a su electorado a reelegirse una y otra vez. Cuando le ponemos al corriente de nuestra discusión nos ofrece su particular visión del mundo de postguerra. —Ni socialistas ni conservadores, quien gobierna nuestra nación, sean los resultados que sean, son los Estados Unidos. ¡Lo demás son sucursales! El premio de los vencedores es que son ellos los que imponen las reglas a los vencidos. —Querido Efraín —le replico porque no comparto su radical conclusión—, ustedes los socialistas ven leones donde solo hay gatos. Los gatos arañan, pero no matan. Ellos sacrificaron miles de vidas para librarnos de un perro rabioso, ¡alguna compensación tienen que tener! —Pero ustedes los conservadores ven gatos donde hay leones, y se dejan devorar por ellos, ¡y todavía están agradecidos! Sí, es verdad que nos han librado del imperialismo político nazi, ¡pero solo para caer en el imperialismo económico yanqui! Julia parece entusiasmada con la reflexión de nuestro diputado, por lo que me confirma que simpatiza con las ideas de la izquierda. Definitivamente es la compañera ideal para Leopoldo y creo que pronto se confirmará. Nuestro diputado parece haber encontrado su público y se siente obligado a pronunciar su discurso: —A pesar de sacrificar miles de vidas humanas, como usted dice, la guerra fue una excelente oportunidad para los negocios. ¿Creen ustedes que los cientos de empresas que habían estado fabricando armas durante la guerra, cerraron sus puertas y despidieron a todos sus trabajadores? —Se reconvirtieron en industrias para la paz —observo yo. —¡No sea usted tan ingenuo! —me replica sorprendido—. ¡Es más rentable fabricar pistolas que lavadoras! No nos liberaron, nos ocuparon. Se quedaron con las empresas más rentables, y las más estratégicas, intervinieron las finanzas y controlaron los medios de comunicación. ¿Y a eso le llama usted liberación? —Es posible que los conservadores seamos un poco ingenuos, pero no ayuda a distender la desconfianza y el recelo entre los países del mundo. Para acercar posturas y opiniones hay que ser flexible. Fue sobre todo la intolerancia hacia las ideas de los demás lo que nos costó una guerra. ¡Ustedes, los radicales, deberían tomar buena nota de esta realidad! El padre Serafín, un bondadoso párroco católico La tertulia sobre quién es el amo del mundo se ha prolongado todavía más de una hora sin que hayan cambiado nuestras posiciones: para mí los Estados Unidos son los salvadores de la Europa democrática, para Efraín y Lorenzo son sus opresores. No sirven de mucho los debates con gente mayor que no puede cambiar ya de opinión, porque se vuelve tan rígida como sus arterias. Lo cierto es que cada día que pasa entiendo menos lo que sucede en el mundo. Todo es confuso y contradictorio. Yo estoy empezando a considerar que para estar bien informado lo mejor es no leer las noticias que publican los periódicos, porque más vale vivir en la ignorancia ha engañado. La clientela del café está cambiando de aspecto. Llegan los primeros trasnochadores; es hora en que los madrugadores nos retiremos. Lorenzo se queda, porque no creo que sea ave madrugadora sino un animal nocturno. Para sorpresa de Guido, Julia decide quedarse y hacer compañía al maestro, sospecho que pronto habrá cambios en sus relaciones. Pero Guido no parece afectarle, creo que está buscando una excusa para romper con Julia, y Julia debe buscar una excusa para cambiar de estímulos para su activo carácter. ¡Lorenzo puede ser su hombre! La noche es fresca y apenas se ven vecinos por las calles. Mientras desentumecer nuestros músculos atrofiados por casi dos horas de inmovilidad, veo salir de la iglesia católica al padre Serafín, un cura bondadoso, pero estricto en la ortodoxia católica, tan diferente del pastor protestante, más abierto a otras religiones y creencias. Nos ha visto y se acerca a nosotros. Con toda seguridad, nos censurará por pecadores incorregibles, porque sospecha que mantenemos relaciones íntimas con nuestras compañeras, sin estar bendecidos por el santo sacramento del matrimonio. —Buenas noches, padre Serafín —le saludo—. ¿No es un poco tarde para celebrar misas? —¡Calla, ateo! Mientras vosotros condenáis vuestra alma en esta Sodoma, yo salvo del infierno a otras almas. Vengo de dar la extremaunción a un moribundo, que en el cielo esté. —¿Puede saberse quién ha pasado a mejor vida? —El padre de Jesús, el tapicero. Dios le tenga en su seno, pero ya lo quería tener a su lado y liberar a esa modesta familia de semejante carga, porque hacía dos meses que era centenario. Quedar con Dios y no le hagáis enfadar con vuestros pecados, que mañana tengo que decir misa temprano. —Si Dios quiere que seamos pecadores por algo debe ser. Los senderos del Señor son inescrutables. —Hablas como un ateo... Buenas noches... Se aleja con paso decidido a su residencia. El padre Serafín debe ser casi octogenario, pero sigue tan activo como si tuviera treinta años. Lástima que la mayoría de sus fieles ya sean incapaces de pecar por falta de fuerzas y debilidad de su entendimiento, porque la gran mayoría son ancianos. Calixto, el mendigo extraterrestre El padre Serafín se ha encontrado con Calixto, nuestro mendigo oficial, que como es habitual en él, permanece agazapado en algún rincón de la plaza pendiente de los que salimos del café para recolectar nuestras limosnas. El padre Serafín ha intentado en varias ocasiones ingresarlo en una residencia de ancianos, pero él las ha rechazado una y otra vez, y prefiere sobrevivir en la calle con las limosnas que le damos, casi como un impuesto por contar en el barrio con semejante personaje. Él mismo nos ha revelado su extraño origen. Asegura venir de un planeta llamado Galikea, de una galaxia desaparecida, y que tiene poderes sobrenaturales como para destruir el mundo, pero nos perdona en agradecimiento a nuestra generosidad. También dice saber cuándo y cómo se acabará el mundo, pero ese es su secreto mejor guardado, y que no ha revelado a nadie. No obstante, siempre nos amenaza con destruir el mundo si intentamos hacerle algún daño. Aunque pueda parece absurdo, muchos en el barrio creen que pueda ser cierto y le tratan con un prudente respeto. Esta noche parece haber recibido una revelación, y creo que está decidido a que todos sepamos de qué se trata, y empieza por poner al corriente de sus augurios al paciente padre Serafín: —El gran Maestre, Neira, que reina sobre el universo desde la Galaxia Central, se está revolviendo en su trono lleno de indignación, por los muchos pecados de vuestro mundo. Me ha comunicado que caerá un rayo celeste sobre el lugar más corrompido, y muchos inocentes morirán por causa de los malvados. —Calixto —le responde el paciente padre—, el gran Maestre, como dices tú, habla conmigo cada mañana cuando vengo a su iglesia, y no me ha comunicado ninguna de tus atroces profecías, así es que deja de ir por ahí contando tus disparates y atemorizando a la gente crédula del barrio. El padre Serafín le considera un loco endemoniado, pero siente lástima por él, y le lleva la corriente. Pero a mí no me parece que esté tan loco, muchas de sus disparatadas profecías encierran grandes verdades si lo vemos desde su perspectiva. No se ve igual el mundo en el palacio de un rey que en la choza de un carbonero. Para tener una idea de lo que somos y cómo nos comportamos hay que estar fuera de este mundo y Calixto lo está. No sé si es un extraterrestre, pero por desgracia en nuestro mundo hay muchos que no parecen pertenecer a este planeta, porque viven marginados de cualquiera de sus recursos. Solo los niños y los locos dicen lo que sienten, y no tienen ninguna razón para justificar una mentira. Calixto viene a pedirnos su regalía, pero como suele hacer siempre, nos dirá algo inquietante con el suficiente interés como para justificar nuestra limosna: —¡Salud, terrícolas! Es una noche templada, parecida a las de mi planeta, pero allí duraban el doble de tiempo que las vuestras. —Buenas noches, Calixto, ¿qué hay de nuevo? ¿No estarás pensando en destruir el mundo? —Haces mal en reírte de mis poderes sobrenaturales. Algún día os los demostraré, pero tengo que esperar órdenes de la Galaxia Central. He recibido un mensaje del Gran Maestre: vendrá a visitarme el próximo año bisiesto, y debo prepararme para una difícil misión: me ha encargado que busque doce hombres y mujeres justos, para nombrarlos embajadores de la Galaxia Central, la que rige el universo. —¡Difícil tarea te han encomendado, Calixto, es posible que no queden hombres y mujeres justos, porque nadie puede obrar con justicia en un mundo injusto. —Terrícola, tú hablas como un galikeano. Puede que le dé tu nombre al gran Neira, para que seas su embajador extraordinario, y te premiará dotándote de poderes sobrenaturales. —¿Y cuál deberá ser mi trabajo? —No puedo revelarlo, pero tú serás uno de los elegidos que podrás abandonar este corrompido planeta antes de su destrucción. Y ya he dicho más de la cuenta. Guarda silencio porque espera nuestras limosnas. Hacemos una pequeña colecta y le entrego lo recaudado. Parece satisfecho. —Más difícil que encontrar un hombre justo, es un hombre generoso. Tendrás el privilegio de ser unos de los elegidos para ser evacuado antes de que produzca la gran destrucción. —¡Es un consuelo! Sus previsiones parecen absurdas, pero ya no podemos decir que el ser humano no sea capaz de destruir este mundo. ¡Ya tenemos suficientes armas para conseguirlo! Raulín, la vergüenza del barrio Me despido de Guido y de Laura, que viven en el lado opuesto de mi vivienda, un pequeño apartamento en la segunda planta de mi comercio. Esta es para mí la peor hora del día. Mis noches son eternas y dolorosas, porque se despiertan todos mis demonios del pasado, y tengo suficientes como para llenar el infierno. No es mi humor el más adecuado para encontrarme en la calle con el hijo de Romano. Le acompaña una mujer, que parece embriagada, porque va colgada literalmente de su cuello. Por sus gestos y atuendo supongo que debe ser una prostituta. Sin duda que se dirigen al Café Central para empezar su jornada habitual, porque debe de levantarse a estas horas. No me cae bien, pero no quiero parecer descortés y me veo obligado a saludarle: —Buenas noches, Raulín... y compañía... —Oye, Marcus —se dirige a mí sin el mínimo respeto por mi edad—, sabes si está todavía mi padre en el Café Central? —Allí sigue, con el notario y su abogado. —¡Mierda! ¡No puedo ir ahora, si me ve con esta puta es capaz de desheredarme! No solo es soberbio y maleducado, sino también mal hablado. —Bien... que tengáis una buena noche, adiós... —intento deshacerme de él pero me detiene, y me hace una asombrosa propuesta. —Por qué no te llevas a tu casa esta puta. Está borracha como una cuba, y no sé ni dónde vive ni ella es capaz de decírmelo. Mañana, cuando esté sobria, te podrá decir dónde vive y puedes ponerla en un taxi y que la lleve a su cubil. Te pagaré bien el favor... y si te apetece puedes acostarte con ella, ¡que no va a notar la diferencia! Este monstruo me plantea un difícil dilema. Si no me hago cargo de ella es capaz de abandonarla en cualquier sitio sin tener en cuenta el estado de embriaguez en que se encuentra, pero si me la llevo a mi apartamento no me cabe la menor duda de que acarreará algún problema. Noto en la turbia expresión de su cara que ha escuchado y comprendido cuál es su situación, porque se desprende con dificultad del cuello de Raulín y se abraza a mí. —¡Ahí la tienes, es toda tuya, se ve que le has caído bien! Introduce un billete en su bolso, y se marcha como si allí no hubiera pasado nada. —¡Gracias, Marcus, ya te devolveré algún día este favor! No me queda otra alternativa que llevarla a mi apartamento, hacer que beba medio litro de café bien cargado, y esperar que se despeje y pueda llevarla a su casa esta misma noche. Enrico, mi médico de cabecera Los problemas han empezado apenas he podido recostarla sobre mi cama, porque tengo la impresión de que no es sólo alcohol lo que ha bebido, sino que habrá ingerido alguna clase de droga, porque su pulso apenas puedo sentirlo. Me temo que se habrá pasado con la dosis. No puedo quedarme impasible, tengo que hacer algo y con urgencia. Lo único que se me ocurre es llamar a mi médico de cabecera y que la examine. Tal vez tengamos que ingresarla de urgencias en el hospital. Por suerte está en casa y me coge el teléfono. —¡Sí, Enrico, es urgente! Me temo que ha tomado una sobredosis de alguna droga. —Marcus, cómo has podido hacer algo así! ¡Yo te creía un hombre sensato...! —No es lo que piensas, pero ahora no hay tiempo para explicaciones. Ven lo más rápido posible, ¡no vaya a morirse en mi casa! —Estaré allí en veinte minutos. Prepara el baño, porque tendremos que hacerle un lavado de estómago. Ahora solo puedo esperar, yo no sé cómo debe tratarse a los pacientes en estos casos. ¡Solo soy un tend Aura, mi vecina adivina, para algunos una bruja Mi vecina, Aura, ha escuchado el estruendo que hemos hecho al subir por la escalera por la torpeza de la mujer, que es incapaz de subir un peldaño sin mi ayuda, y se ha alarmado. Viene a mi apartamento para saber si me ha sucedido algo y me puede ayudar. Aura es una mujer extraña, pero es una buena vecina y de absoluta confianza. Se gana la vida echando las cartas y adivinando el porvenir, y dicen de ella que suele acertar en sus previsiones. Tal vez deba pedirle que intente adivinar el mío en estos críticos momentos. Cuando ha visto el deplorable estado en que se encuentra la prostituta, le ha causado la misma alarma que a mí. Pero ella ha visto más allá de su estado físico. —Esa pobre mujer tiene el alma muy enferma y no tiene ni la energía ni la voluntad de vivir necesaria para superar su estado sin ayuda. ¡Creía conocerte, Marcus, pero veo que me he equivocado; no puedo creer que tengas una doble vida! —¿Tú también, Aura? Ya sé que es difícil de creer, pero el hijo de Romano me la pasó en la calle cuando volvía del Café Central, porque no quería que su padre le viese con una prostituta. —¿Y por qué no la acompañó él mismo a su casa? —¡No sabe dónde vive, ni ella puede decírnoslo! No me quedó otra opción que traerla aquí e intentar reanimarla... —Esta tarde he echado las cartas y he visto que algo grave sucedería a una persona cercana a mí, pero no he podido saber de qué se trataba. Ahora veo que las cartas nos se equivocaban. Marcus, tienes que hacer algo o esta mujer morirá en tu cama! —¡Mi médico de cabecera debe de estar al llegar, ya le he avisado! —Tu médico podrá curar su cuerpo, pero su alma seguirá enferma. Necesita algo más que cuidados médicos. —¡No querrás que llame también a un psiquiatra! —El mal que padece no lo cura un psiquiatra. Necesita alguien que no la trate como a una mujerzuela. Un amigo.. Llaman a la puerta. ¡Gracias a Dios que mi médico ya está aquí! Linda, la prostituta rebelde La llegada de mi médico interrumpe nuestra conversación. Su diagnóstico confirma mis sospechas: está intoxicada, pero no solo de alcohol, sino de alguna droga mucho más peligrosa. Posiblemente sea heroína. No espera a darme explicaciones, la desnudamos y la llevamos al baño donde le hace un lavado de estómago hasta no dejar ni rastro de lo que la estaba envenenando. —¡Ahora solo podemos esperar que hayamos llegado a tiempo —me comenta sin ocultar su preocupación—. Hubiera podido morir de una crisis cardiaca si no me hubieras llamado. —¡Ya presentí yo que esta mujer me traería muchos problemas! He pasado una de las peores noches desde el final de la guerra, porque la desconocida mujer que he traído a mi apartamento no parece reaccionar, y permanece en una preocupante inconsciencia. Mi médico me ha sugerido que le dé frecuentes masajes en los pies, y cuando esté más consciente, impedir que tome cualquier alimento sólido. He tenido que acomodarme en el pequeño sofá de la sala de estar, y es tal mi cansancio que me he quedado profundamente dormido a pesar de la incomodidad. Pero lo sorprendente es que ha sido ella la que me ha despertado cuando apenas está clareando el día. —¡Eh, señor, despierte, despierte! —¡Por el amor de Dios, qué pasa ahora! —me despierto sobresaltado, pero al ver a la mujer levantada y tratando de hablar conmigo, me tranquilizo. —¡Buenos días, me alegro de verla recuperada! —le digo, todavía somnoliento. —¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué tengo dolor de estómago? —pregunta excitada. —Tranquilícese, ya está a salvo.. —¿A salvo de qué? —Anoche un amigo suyo me rogó que la trajera a mi apartamento para intentar reanimarla, porque estaba severamente embriagada, y que nos dijera dónde vive para llevarla a su casa... —¿Un amigo mío? ¡Yo no tengo amigos, solo clientes! ¡No puedo recordar quién era el de anoche! —Si se siente con fuerzas, lo mejor es que vuelva a su casa. Su familia estará preocupada por usted... —¡Yo no tengo familia ni casa, y vivo en un hotel de mala muerte. Nadie me echaría de menos si no apareciera más por allí. Y no piense que soy tan tonta de creerme todo lo que me cuenta. ¡Seguramente que usted también abusó de mí cuando estaba borracha! ¿Debería sentir compasión por esta mujer, o, por el contrario, echarla sin más miramientos de mi casa? Ahora comprendo por qué degenerados como Raulín tratan a estas mujeres sin la más mínima humanidad. Destilan odio contra los hombres por todos los poros de su cuerpo. Nosotros las humillamos y ellas se vengan con un odio infernal hacia nosotros. Si pudieran, harían como la mantis religiosa, nos devorarán después del coito. —No tengo en consideración su injusta acusación, porque comprendo su estado de ánimo, pero yo tengo mis obligaciones y no puedo ocuparme más de usted. Si se siente con fuerzas suficientes, en su bolso hay un billete de su cliente, con el que podrá pagar el taxi y volver a su hotel. —¡Ya lo entiendo! Las fulanas como yo solo podemos salir de noche, como las cucarachas. De día salen las esposas y nosotras tenemos que ocultarnos en nuestras sucias habitaciones de hoteles proscritos para la gente decente. ¿No es eso lo que quiere usted? —Lamentablemente es así, pero yo no he creado este mundo, ya estaba así cuando yo nací. —¡Usted es tan culpable como los demás! ¿Se atrevería a salir ahora mismo a la calle caminando a mi lado? ¡No sea hipócrita, usted tiene los mismos prejuicios contra las prostitutas! —Sí, puede que tenga razón... —¿Puede? ¿Es que por mi profesión no tengo derecho a pensar? ¿No ha registrado mi bolso? ¡Tenga, mire lo que hay dentro! Vacía el contenido de su bolso en el suelo y entre sus objetos personales está el libro de Aldous Huxley , «Un mundo feliz». —¿Le sorprende, verdad? ¿No es muy normal encontrar un libro en el bolso de una prostituta! Lo normal es encontrar condones, píldoras anticonceptivas o revistas pornográficas. ¿No le parece? —¡Por supuesto que me sorprende! Mire, yo solo he pretendido ayudarla. Anoche estuvo usted al borde de la muerte. Tuvimos que hacerle un lavado de estómago. Mi responsabilidad termina aquí. Ahora recoja sus cosas y márchese. Tengo que atender mi negocio que a duras penas me permite sobrevivir. Supongo que no querrá perjudicarme. —¿Y quién le ha dicho que yo quería seguir viviendo? —¿Pretendía suicidarse? —¡No, pero no me hubiera importado haber muerto! —¿En tan poco aprecia usted su vida? —¡Sabiendo quien soy, su pregunta es estúpida! Nosotras no vivimos, solo sobrevivimos, muchas de nosotras en contra de nuestra voluntad. —Siempre tienen la posibilidad de buscar un trabajo honrado que tenga para usted otros alicientes. —¿Es que mi trabajo no es honrado? ¿Para usted qué es ser honrado? ¿Serle fiel a una esposa frígida y pagar su neurosis con su familia? ¿Llevar a sus hijos a un colegio interno religioso? ¿Ver solo dibujos animados en la televisión? —Mire, no tengo humor ni ganas de responder. Apenas he dormido y tengo que prepararme para atender mi negocio. Para mí también es una cuestión de supervivencia. Hágame un gran favor: recoja sus cosas y váyase. La ayudó a recoger sus cosas y la acompañó hasta la puerta. —Adiós, ha sido un placer... —¡No me hable a mí de placer, porque soy yo la especialista! Consigo que salga de mi apartamento y cierro la puerta aliviado por librarme de ella. Después de una buena ducha espero que me sienta mejor. Pero llaman a la puerta. Debe ser ella. La abro y, ¡en efecto, es ella! —¿Qué quiere ahora? —No se altere, que ya me iba. Pero he pensado que ya que me salvó usted la vida, por poco aprecio que tenga por ella, debía darle las gracias... —¡Está bien, no hay de qué! ¡Buenos días! Cierro la puerta sin poder evitar mi enfado. Y ahora a la ducha de cabeza. ¡No, otra vez no! ¡Vuelve a llamar a mi puerta! ¡No podré librarme de ella! —Esta es la última vez que le abro. Diga rápido lo que tenga que decir y no vuelva más, porque no le abriré! —Tranquilo, no se sulfure. Solo que he pensado que quién salva la vida a otro, le debe compensar con algo más que las gracias. Aquí le dejo un número de teléfono donde puede localizarme. No le consideraré a usted como un cliente, sino como mi salvador y, si quiere, mi amigo. ¡Seré su amiga prostituta! —Está bien, está bien, pero ahora váyase y no vuelva a llamar. ¿Me lo promete? —¡Se lo prometo! Pero no debería hacer mucho caso de las promesas de una prostituta! ¡Cierro la puerta y espero haberme librado de ella! Me he quedado sumido en una gran confusión, porque he echado de mi casa a una mujer atractiva que ha conseguido estimularme, cuando yo daba por inútil que sintiera deseos de acostarme con una mujer, como me sucede con Julia. Me temo que esta mujer altera todas mis convicciones. Puede que haya estado engañándome a mí mismo los últimos 20 años. Todo es muy confuso. LOS PADRES La inquietante duda (Narrador: Marcus) Hoy me he equivocado dos veces en los cambios de las compras de los clientes. Esa mujer ha conseguido alterar mis nervios. Nunca antes había tenido trato con esta clase de mujeres. ¡Quién podía imaginar que tendría tan buen juicio! Sí, ella tiene razón, yo soy un rematado hipócrita. Presumo de moralidad porque nunca he tenido verdaderas provocaciones. Es fácil presumir de moralista cuando nunca has tenido oportunidad de ser inmoral. Es cierto que nos olvidamos de que estas mujeres son también personas. No obstante, sigo pensando que no es una profesión digna. No es digno de una persona normal comerciar con su cuerpo y aprovecharse de los que no pueden mantener unas relaciones sexuales como personas normales. ¡No, yo nunca la llamaré! Pero ¿qué diferencia hay entre Laura y esta mujer? Laura me habla de libros, me llena la cabeza de nuevas ediciones, autores premiados, lecturas interesantes, pero ni una palabra de sexo. Como si fuéramos dos espectros sin cuerpo, solo alma. La otra no habla de libros, solo de sexo, pero consigue despertar mi cuerpo, mientras que Julia intenta inútilmente despertar mi alma. Con Laura puedo ir al Café Central sin provocar comentarios o a un concierto de la Filarmónica, sin que llamemos la atención; con la otra solo puedo asistir a clubes de mala reputación o a hoteles burdeles, pero no podemos pasear por el parque, ni acercarnos a los niños para no corromper su inocencia. ¿Por qué una mujer no puede hablarte de libros por el día y de sexo por la noche? ¿Por qué tienen que ser tan excluyentes una cosa con la otra? ¿Es necesario ser una prostituta para hablar de sexo sin inhibiciones? ¿No puede hablarte de libros, ediciones, premiados, etc.? Hasta hoy creía ser un hombre de mundo, una persona de vuelta de todo, que se hace acompañar por una funcionaria bibliotecaria al Café Central, lo que prueba que soy digno de tener una compañera. Mientras otros no deben ser personas normales si no tienen quien les acompañe, como sucede con Leonardo. Si Julia se decidiera a ser su compañera, su estatus social pasaría de ser un solitario anormal a una persona acompañada y, por tanto, normal. Adela, la panadera, ha entrado en mi tienda y parece querer comprar algo, pero no sabe por qué decidirse. Tengo la impresión de que es una excusa para algo que debe estar ocultando. —¿Marcus, te has enterado de la noticia? —me dice sin disimular ya cuál es la verdadera razón de la inesperada visita. —¿Qué noticia? No he salido de mi tienda en toda la mañana; no estoy al corriente de lo que pasa en el barrio, pero Jacinto me informará cuando pase por aquí a hacer la ronda. —No es necesario, ya te lo cuento yo. ¡Han detenido a Raulín por un oscuro asunto de drogas! Todos sospechábamos que ese tarambana acabaría en la cárcel por una causa o por otra. Según he oído decir por ahí, están buscando a una mujer de la vida que está también metida en el mismo asunto. ¡Raulín jura y perjura que la droga que le encontraron encima se la había vendido esa perdida! Intento contenerme y no aparentar mi indignación y asombro. ¡Ese malvado de Raulín no dudará en enviar a esa mujer a la cárcel con tal de salvar su pellejo! Su padre seguro que contratará al mejor abogado de la ciudad y esa mujer no tendrá escapatoria posible. Pero la chismosa Adela no lo ha dicho todo, y continúa chismoseando. —Por la panadería corren rumores de que esa mujer que se escondió en la casa de algún posible compinche que vive en este barrio, porque vieron cómo entraba en una de las casas esta misma calle. ¡Mi intuición no me engañó, esa mujer me traería muchos problemas! Tengo que esperar a Jacinto y que me cuente lo que sepa y yo le contaré lo que sucedió realmente la pasada noche. Ese malvado no puede salirse con la suya. Algún rumor debe correr sobre mí, porque hoy he tenido más clientes que lo habitual, pero solo compran baratijas. ¡Tengo la impresión de que vienen para contemplar de cerca el compinche de una traficante de drogas! Mis problemas no han hecho más que comenzar. Acaba de llegar Jacinto, pero viene acompañado de dos hombres que no son de este barrio, y por la seriedad de su semblante, no creo que vengan a comprar alguna bisutería. —Marcus, nunca hubiera creído que después de todos estos años de amistad, llegaría un día en que tendría que hacer algo así. No sé en qué estás envuelto, pero traigo una orden de detención contra ti. Estos dos compañeros son inspectores de la sección de narcóticos, son ellos quienes han presentado la orden. Por lo visto el hijo de Romano ha declarado que la mujer a la que buscan pasó la noche en tu apartamento... —¡Jacinto, no creerás tú que yo puedo estar envuelto en algo así...! —Todas las evidencias están contra ti. Hay otro testigo, el hijo de Adela, que asegura haberte visto abrazado a esa mujer, y que subió contigo a tu apartamento. —¡Pero tiene una explicación, y el Raulín lo sabe muy bien! —Lo siento, Marcus, pero eso tendrás que explicárselo al juez. Tienes que cerrar la tienda y acompañarnos a la comisaría, donde puedes hacer por escrito tu declaración. —¿Puedo subir a mi apartamento para coger un abrigo? —Sí, pero acompañado por uno de estos inspectores. No puedes tocar nada hasta que no hagan un registro. Subimos a mi apartamento y me encuentro con Aura en el rellano de la escalera. —Lo siento Marcus. Todo este embrollo lo había leído en las cartas, pero no quise alarmarte. Al salir a la calle me encuentro ante una vergonzosa situación. La noticia ha corrido como la pólvora en todo el barrio y creo que no queda un solo vecino que no esté aquí. Encabeza esta espontánea manifestación Guido, pero también veo a Leonardo y Efraín, Laura y Julia, incluso ha venido la joven María con su padre, y el obeso carnicero, Rodolfo. ¿Cuál debe ser la razón de que se hayan reunido tantos vecinos? Los policías no habían previsto esta espontánea demostración y están desbordados. Guido ha podido acercarse a mí y me causa una enorme emoción lo que me dice: —Marcus, toda esta buena gente ha venido para darte ánimos y demostrarte que estamos contigo, porque sabemos que eres inocente. No creemos una palabra de ese sinvergüenza de Raulín, a quien esperamos que lo pongan entre rejas por una larga temporada. Nos quedaremos aquí hasta que te veamos salir en libertad y sin cargos. La buena gente de este barrio te aprecia y reconoce tu honestidad, ¡No consentiremos que se cometa este atropello! ¡No sé si lo merezco, pero nunca terminamos de conocer a nuestros vecinos! Hay veces que te sientes ignorado, porque todos tenemos nuestras preocupaciones, pero a la hora de la verdad veo que no es solo un barrio, sino una comunidad unida y que no tolera las injusticias. —Esta demostración de solidaridad espontánea tiene más valor que las leyes escritas —me comenta Guido. La comisaría del barrio está a pocos metros de allí, y la multitud nos sigue hasta la misma entrada. Parece que están decididos a no marcharse hasta que me vean salir de la comisaría libre de cargos. Pero falta un testigo fundamental para demostrar mi inocencia, mi médico de cabecera. Su teléfono no contesta. Tal vez esté en el hospital de la ciudad, o atendiendo algún enfermo fuera del barrio. Conozco al comisario y sale a mi encuentro con una clara expresión de desolación. —Creeme, Marcus, que siento que te veas envuelto en este feo asunto, pero los de narcóticos son muy estrictos. No hemos podido anular tu orden de detención! Pero, ¿qué es toda esta gente? Guido se adelantó hasta donde está el confundido comisario. —Guido, ¿qué significa todo este alboroto? ¡No quiero tumultos enfrente de mi comisaría! —Inspector, estamos apoyando la inocencia de Marcus, y no nos iremos de aquí hasta que no le veamos salir libre de cargos. —Eso no depende de mí, sino del juez instructor. —Pues hable con él y transmítele nuestra demanda. —Marcus, este es un feo asunto y deberían disolverse, pero hablaré con el juez y tal vez consiga que te tomen declaración sin que haya cargos. ¿Qué sabes de la fulana que estamos buscando? Sé que es un delito ocultar información en un caso como éste, pero yo creo que no mentía y ella fue víctima de Raulín. No; aunque me condeno, no les daré el número de teléfono. —No tengo ni la menor idea de quién era esa mujer. Solo sé que se apodaba Linda. Pero parece que es su nombre profesional. —Si diéramos con ella todo se podría aclarar, no podemos negar la declaración del chico de Romano sin tener pruebas de que miente. —Mi médico de cabecera podría testificar que la mujer había sido intoxicada. Ningún traficante de drogas se intoxicara él mismo hasta ponerse al límite de la muerte. No llegaría a esos extremos. Francamente, yo creo que ella fue la víctima y no la culpable. Creo que el comisario sospecha que estoy tratando de encubrirla, porque todos los policías tienen un sexto sentido para leer el mínimo gesto delator del rostro. —Marcus, ¡no la estarás encubriendo! —¿Por qué razón debía hacerlo? No la conozco ni es amiga o familiar. ¡No tengo ninguna razón para encubrirla! —Está bien, hablaré con el juez. Afortunadamente mi médico de cabecera está en camino de la comisaría. Estaba en el hospital asistiendo a la autopsia de uno de sus pacientes fallecidos. Su testimonio ha sido fundamental para exculparme, y después de los trámites de rigor, salgo de la comisaría libre de cargos. Raulín tiene una nueva acusación por perjurio. Me temo que no se librará de la cárcel fácilmente. Cuando aparezco por la puerta de la comisaría y les informo que no hay cargos contra mí, mis vecinos responden con un largo y caluroso aplauso y todos quieren estrechar mi mano, como si yo fuese un héroe. Leopoldo me recita su eslogan favorito: —¡El pueblo unido, jamás será vencido! —Y creo que tiene razón. Es difícil ir en contra de la voluntad del pueblo, puesto que son ellos los protagonistas de la historia, o más bien diría, las víctimas de la historia La separación (Narradora: Julia) He pasado momentos muy angustiosos. ¡No podía creer que Marcus estuviera envuelto en un delito de drogas! Pero ¿qué hacía una prostituta en su apartamento? Nunca se ha mostrado un hombre tan fogoso como para recurrir a una mujer de la calle y, además, drogadicta, al menos conmigo no lo aparenta. Tal vez, como casi todos los hombres, tenga una doble vida que me ocultaba. Desde luego yo no tengo ningún derecho a juzgar su comportamiento, sólo somos amigos, ¡ni siquiera amantes! Pero nunca se ha insinuado... tal vez yo no tenga ningún atractivo para él. Esa fulana debe ser más atractiva que yo, y, sobre todo, más descarada. Después de este desagradable suceso creo que debemos aclarar las cosas y saber si nuestra relación de amistad prevalecerá sobre la sexual, que debía tener con esa mujer. Pero, ¿cómo saberlo? Él invitó a esa prostituta a su apartamento. ¡Nuestra relación tiene que terminar! No es por celos, es por sentido común. No puede tener una amiga por el día y una amante distinta por la noche. Yo también le he apoyado y creo que es inocente, por eso estoy aquí, pero es imposible mantener una relación de amistad con alguien que mientras te acompaña a beber una cerveza y pasea a tu lado, piensa cómo pasará la noche con su amante prostituta. ¡Sería el hazmerreír del barrio! Soy una funcionaria con una gran responsabilidad, y cuidar mi imagen es fundamental. ¿Cómo podría hacer bien mi trabajo escuchando los murmullos de mis lectores con las andanzas eróticas nocturnas de mi amigo? No, siento una gran tristeza y desconsuelo, ¡pero esta relación debe terminar! Se acerca a mí después de librarse de las muestras de afecto de los que le hemos apoyado. No sospecha mi decisión de poner fin a nuestra relación. —Gracias por venir tú también, Julia, todavía estoy conmocionado por esta impresionante muestra de afecto y solidaridad. Pero ahora necesito urgentemente una cerveza bien fría. Vamos al Café Central. Supongo que también tú estarás cansada, lo veo en tu expresión. Te noto como ausente... ¿Te sucede algo? Guido se ha unido a nosotros y no puedo responderle ahora. Esperaré a que volvamos a estar solos. Acepto acompañarle a tomar su cerveza, pero no siento que me acompaña la misma persona de hace solo 24 horas. No es el amigo con quién charlar y pasar un rato agradable, sino el amante de una prostituta. —Ha sido impresionante como ha reaccionado el barrio —comenta Guido rebosante de satisfacción, porque en cierta manera él ha sido el líder de esta rebelión. Adela se acerca a nosotros mostrándose arrepentida, y se dirige a Marcus: —Marcus, no pienses que yo quería perjudicarte. Nos conocemos desde que éramos niños, y sé que eres una persona honrada, pero mi hijo hizo lo que debía hacer. Él contó lo que había visto, nada más, y era su obligación decírselo a la policía. La verdad es que ni yo misma me lo creía. «¿El honrado Marcus metido en asuntos de drogas? ¡Imposible!» Eso les dije yo a los que trajeron la noticia a la panadería. —Olvídalo, Adela, y dile a tu hijo que no le guardo rencor... —¡Díselo tú mismo, que también ha venido a apoyarte! El hijo de Adela, Lucio, no le sienta bien el nombre, porque no es precisamente un superdotado. Sin duda que ha debido heredar la simpleza de la madre, porque el padre es un gran aficionado a la filosofía, aunque de Platón o Aristóteles solo sabe que eran griegos. Su filosofía la concibe horneando el pan, por eso es tan calurosa, pero nada razonable. Se acerca a nosotros con la cabeza baja y titubeando. Marcus le levanta el ánimo. —Lucio, no tienes por qué sentirte culpable, solo has hecho lo que debe hacer un ciudadano responsable. —Pero le he metido en un buen lío... —¡Bien está lo que bien acaba! Olvida lo que ha sucedido. Yo sigo siendo tu amigo. Marcus le da unas palmadas amistosas en el hombro que le reconforta y se reúne con la madre, que se ha unido con un grupo de sus clientas, y supongo que deben estar intercambiando nuevos chismes. En el Café Central el ambiente debe estar muy cargado, porque Raulín tiene también sus partidarios, y la noticia de la liberación de Marcus no habrá caído nada bien. Por supuesto que el padre debe estar indignado, pero nos dicen que no está en el café, porque está tratando el caso de su hijo con el bufete de los abogados más prestigiosos de la ciudad. Creo que no es prudente entrar hoy en el local, hay otros lugares donde podemos beber la cerveza con más tranquilidad. —¡Yo no entro aquí, Marcus, el ambiente está muy cargado; vámonos a otro sitio! —le sugiero porque estoy realmente asustada. —No estés preocupada, sus amigos no se atreverán a empeorar más las cosas de lo que ya están para Raulín. De todas formas unos meses entre rejas tal vez le hagan recapacitar sobre las consecuencias de su mal comportamiento. Creo que estaba necesitando algo así. El local está prácticamente vacío. Solo hay un pequeño grupo de jóvenes, que deben ser colegas de Raulín. Al vernos entrar, reaccionan y murmuran algo entre ellos. No nos miran muy amistosamente. Nos sentamos en nuestra mesa habitual, pero no acude ningún camarero a servirnos. —¡Vámonos de aquí, Marcus, nadie vendrá a servirnos! Uno de los jóvenes del grupo se acerca a nosotros, y nos dice con un tono desafiante: —El café va a cerrar, ya no se sirven bebidas. —Solo son la siete de la tarde, ¿por qué cierran hoy tan temprano? ¡Y no creo que seáis vosotros los que podéis decidir cuándo debe cerrar el café! —Será mejor que se vayan —insiste, cada vez más desafiante. —¿Por qué razón debemos de irnos? ¿Quién lo manda? —insiste Marcus sin atemorizarse, pero yo sí estoy intranquila. —¡Lo mando yo! —y da un fuerte puñetazo sobre la mesa. Los otros jóvenes están pendientes de lo que está pasando, supongo que esperando intervenir si fuera necesario. —¿Y quién eres tú? —contesta Marcus también en todo desafiante. —¡Yo soy quien manda aquí en estos momentos! ¿Necesita más explicaciones? —y vuelve su mirada hacia el grupo de jóvenes, que parecen entender el gesto. Afortunadamente en este momento entra Jacinto en el café, porque ha debido ser avisado por alguno de los que nos acompañaron. —¿Qué está pasando aquí? ¿Qué son esos golpes? —No pasa nada, Jacinto, solo que este joven se disponía a servirnos unas cervezas, porque el camarero se ha ausentado, pero antes ha querido limpiar nuestra mesa con algo más de energía de la necesaria. El agresivo joven hace un gesto de fastidio, pero no se atreve a desmentilo. El camarero se adelantó y preguntó asustado. —¡Disculpen señores! ¿Cervezas, como siempre? El pobre muchacho debía haber sido intimidado por los jóvenes para que no nos sirviera. —¡Ah, ya ha vuelto el camarero! —comenta Marcus en tono sarcástico. El joven violento se reúne con los otros y murmuran algo entre ellos. No nos dejarán beber tranquilos nuestras cervezas. No permanecemos mucho tiempo en el café. Cuando salimos nos cruzamos en la puerta con Romano. Al ver a Marcus su indignación le hace exclamar una amenaza sin preocuparse por las consecuencias. —¡Si mi hijo va a la cárcel por culpa suya, usted lo pagará muy caro! —¿Me está amenazando? —le contesta Marcus sin perder la calma. —No he dicho tal cosa, pero se arrepentirá de haber metido a mi hijo en las drogas. A mí no me engaña. ¡Usted y esa fulana han perdido a mi hijo! —¡Su hijo miente y merece ser castigado. Las pruebas en su contra son abrumadoras. ¡No tiene una buena reputación, todo el barrio testificaría en su contra, porque a todos les ha hecho algún daño! —replica Marcus seguro de su censura. —El barrio también pagará por esto. He sido demasiado generoso. ¡Ahora van a comprobar cuál es el precio por defender a un traficante de drogas y condenar a un joven inocente! Romano parece estar tramando su venganza, no solo contra Marcus sino también contra el barrio y, por desgracia, puede hacer mucho daño, porque es el propietario de numerosas viviendas y pequeños comercios. —Me temo que si este usurero planea vengarse, a partir de ahora la vida en el barrio será muy complicada —comento con Marcus, convencida de que se avecinan graves sucesos. Guido se ha despedido de nosotros y, por fin, estamos solos. Es el momento apropiado para hablar del estado de nuestras relaciones. —Marcus, hay algo que deseo comentarte, pero no sé por dónde empezar... —¿Tan grave es lo que tienes que decirme? —Es sobre nuestra relación. —¿Qué sucede con nuestra relación? —Que no es muy interesante y creo que tú piensas igual que yo. Si has tenido que recurrir a los servicios de una prostituta, es porque necesitas algo más que una amiga que te acompañe a tomar unas cervezas al Café Central. —¿También tú crees que yo invité a esa mujer a mi apartamento? —Es difícil de creer tu versión de lo que sucedió. —Entonces, ¿no crees en mi inocencia? —Creo que tú no eres un traficante de drogas, pero sí creo que conmigo tratas de aparentar un hombre que no necesita mantener relaciones sexuales con una mujer, lo que creo que no es cierto. —Julia, me sorprende que te hayas formado esa opinión sobre mí, pero tal vez lleves razón. Yo no invité a esa mujer, pero yo ayudé a mi médico a desnudarla y sentí deseos de poseerla, y tal vez lo hubiera hecho de no haber sido por el estado en que se encontraba. —Entonces ¡no me he equivocado! —No; no te has equivocado. ¿Era eso lo que querías saber? —Marcus, tenemos que terminar esta relación, ahora no podré estar segura de que no vayas en busca de esa mujer.. —Lo he pensado algunas veces. Sí, tal vez sea lo mejor. —¿Qué te atrae de ella, si lo puedo saber? —Su sinceridad y su sensualidad natural. —Sé que no debería hacerte esta pregunta, porque no serás sincero en tu respuesta, pero me gustaría saber por qué no me encuentras atractiva. Nunca me has insinuado que me deseabas. Hasta llegué a pensar que no te atraían las mujeres. ¡No soy tan fea, aunque ya no sea una jovencita! —Julia, eres una mujer inteligente, buena compañera y, desde luego, que no eres fea, pero para mí te falta algo esencial: ¡comportarte como una mujer! —¿Qué quieres decir con «comportarte como una mujer»? —Si la naturaleza ha creado dos sexos es para que cada uno tenga una diferente función. Los hombres no tenemos como naturaleza nada en común con las mujeres, y es precisamente de esas diferencias de donde surge la atracción. Nos atraen las diferencias, no las similitudes. Si un hombre y una mujer comparten las mismas ideas y los mismos gustos no hay razón para la atracción, solo para la amistad. Dos polos distintos se atraen. Hasta la física se puede aplicar este principio. —Y esa mujer no comparte nada contigo... —¡Así es, por eso me atrae! —Pero en ese caso, no es posible la amistad entre un hombre y una mujer. —Como hombre y mujer es imposible la amistad, pero sí pueden ser amigos como personas. Pero son los hombres y las mujeres los que hacen el amor, no las personas. —¡Comprendo... Me consideras una persona, pero no una mujer! —¡Puede que sea así! —Yo creía que los hombres buscabais un alma gemela. —Sí, pero del sexo opuesto —Te agradezco tu sinceridad, pero me duele tu opinión sobre mí. Yo creía que valorabas precisamente lo que tenemos en común. ¿Cómo se puede vivir con alguien con quién solo puedes hablar de sexualidad, y no puedes considerarla tu amiga? ¡No lo entiendo! —Míralo de esta otra forma: ¿Cómo vivir con una persona que solo habla de libros y no puedes considerarla una mujer? —¡Quieres decir que esa soy yo! —Me has preguntado y esta es mi respuesta. —¿Y por qué no me lo habías dicho antes? ¡Me siento engañada y humillada! —Tampoco tú me lo habías preguntado antes. —¿Ha sido esa mujer la que te ha hecho cambiar? —Me ha permitido verlo todo más claro. —Entonces, adiós, Marcus, no es necesario que me acompañes. Han sido unos meses gratos que te agradezco... No; no me verás llorar, pero todos los finales duelen. ¡Que seas muy feliz con tu prostituta! No lloro por el fin de nuestra relación, sino por la dureza de sus opiniones sobre mí. Pero nunca es tarde para aprender una dolorosa lección. Tal vez lleve razón en que entre un hombre y una mujer no sea posible la amistad si no hay también una relación sexual. Puede que sea cierto que es el sexo lo que une a los hombres y a las mujeres y no las charlas de café y los paseos por el parque en una tarde primaveral. He sido muy ingenua y creo que me está bien empleado este fracaso. ¡Nunca se acaba de aprender a vivir! La venganza (Narrador: Romano, el usurero) Ese tendero pagará muy cara su impertinencia. No cesaré hasta no verlo entre rejas. Nadie de este barrio puede tratarme de esa manera. ¡Yo le enseñaré modales! He sido muy generoso con la gente desagradecida de este barrio. Si prefieren ese tendero impertinente a mí, empezaré por exigir todos los atrasos en los alquileres, y quien no pueda pagarlos irá a la calle. Tengo mucho trabajo para mi abogado, pero él conoce perfectamente su oficio y sabe manejar a estos desgraciados. Nos encontramos en el Café Central. —Se acabaron los atrasos, Rufo, los que no puedan pagar los desahuciamos. Prefiero tener los pisos vacíos a ocupados por morosos. Empieza por el barbero, ¡ya es hora de que se jubile! Y sobre esa engreída de María, mi hijo debe haber perdido la cabeza si se interesa por una muerta de hambre pudiendo tener todas las mujeres que quiera, y de buena familia. Pero por culpa del bisutero drogadicto mi hijo tendrá una mancha en su reputación si no consigo que retiren los cargos. Mi abogado parece tener las ideas muy claras. —Tendrás a Raulín en casa en una semana. Todas las leyes tienen una puerta trasera, por la que se puede entrar y salir sin ser vistos. —Pues ya puedes dar con esa puerta trasera que salve a mi hijo de la cárcel. —¡Lo haré! Pero tenemos que buscar una culpable y conseguir algún testigo que la inculpe. —Para testigo de cargo creo que tengo un buen candidato, ¡no podrá negarse! —¿En quién estás pensando? —¡En el peluquero! Me debe seis meses de alquiler y puedo perdonarle su deuda a cambio de este favor. ¡Si se niega lo desahucio! —No será difícil declarar que no solo le ofreció drogas a él, sino a muchos de sus clientes. Con su declaración podremos conseguir que el juez emita una orden de busca y captura de esa prostituta. —Pero no sabemos mucho sobre ella, tan solo la descripción que hizo el hijo de Adela... —Sabemos algo más por el mismo Raulín: las calles donde suele trabajar, y las putas no suelen cambiar sus lugares de trabajo. —¡Salva a mi hijo y te prometo que tendrás unas vacaciones de ensueño! —¡Descuida, lo salvaré! Hoy mismo hablaré con el peluquero. Pero necesitaré algún tiempo —Tómate el tiempo que necesites, pero traeme a mi hijo tan inocente como se lo llevaron. —Y por el mismo precio, sacaremos una prostituta de la calle y la pondremos entre rejas, ¡que es donde tiene que estar! No tiro el dinero que pago a este abogado. Sabe ejecutar mis deseos sin demasiadas explicaciones. Pero este caso es una cuestión de mi honor y tenemos que ganarlo aunque tengamos que quebrantar las leyes, Después de todo, y como él mismo dice, no hay leyes que no puedan interpretarse de varias formas, si el que las defiende es un experimentado abogado. Linda (Narrador: Marcus) Creo que he sido demasiado severo con Julia, después de todo yo soy el culpable de que nuestra relación careciera de interés. Julia es una mujer, y vivimos dominados por una moral en la que los hombres seguimos teniendo la iniciativa en la conquista, y hemos de someter sus voluntades para que podamos hacer realidad todas muestras fantasías sexuales. Eso debe ser lo que me atrae de Linda, tener la convicción de que puedo satisfacer todas mis reprimidas pasiones. Ella misma se ofreció a ser «¡mi amiga prostituta!». No pudo ser más clara. ¿Acabaré llamándola? ¿Y qué será de mi reputación? Ella no oculta su profesión. Por su provocativa forma de vestir, todos sabrán que es una mujer de la calle, y además drogadicta. ¿Me atrevería a entrar con ella en el Café Central? ¿Sería capaz de asistir con ella a un Concierto de la Filarmónica, o a la Ópera? ¡Sí, ella puso el dedo en la llaga: yo soy tan culpable como los demás! Un soberano hipócrita, que se ha ganado su reputación por no tener relaciones con prostitutas y hacerse acompañar por la respetable bibliotecaria del barrio. No podemos conocernos si no tenemos tentaciones que vencer. Quien no vive las pasiones no sabe lo qué es la pasión. Después de todos estos extraordinarios sucesos, regreso a mi apartamento sumido en una gran confusión. A mis años todas mis convicciones morales se tambalean y necesito meditar sobre todo esto y encontrar una respuesta justa y razonable. Aura me ha dejado una nota en mi puerta; quiere verme porque ha tenido una visión sobre los sucesos de la noche anterior y quiere contármela. Me recibe en su lugar de trabajo. Una habitación con una decoración capaz de sugestionar sobre sus poderes de adivina al más escéptico. En el centro, sobre una mesita redonda cubierta con un cubre mesa de color púrpura, está la misteriosa bola de cristal, donde se supone que ve el futuro de sus clientes Ella también está conmocionada por los sucesos. —Ha sido conmovedora la manifestación de solidaridad del barrio contigo. ¿Cómo se encuentra la joven intoxicada? ¿Sigue en tu apartamento? —No, se recuperó y se ha marchado. Aura, tú eres adivina, tal vez deberías echarme las cartas y me sacarías de dudas sobre mi futuro. —No te inquietes. Marcus, tengo buenas noticias para ti sobre esa mujer, que he visto en mis cartas. —Aura debe leer mis pensamientos, por algo se gana la vida leyendo nuestro futuro en su mágica bola de cristal—. ¡Tu futuro está inevitablemente unido a esa mujer! —¿Pero sabes que es una prostituta? —¡Por supuesto! ¿Y eso te inquieta? ¡Te has enamorado de una prostituta, y no sabes qué hacer: si olvidarte de ella o ir en su busca... —¡Los que dicen que eres una bruja tienen razón! La deseo, pero a mi edad no puede ser amor; ya desconozco el significado de esa palabra. —No creo nada de lo que me dices —Aura también descubre mi hipocresía—. ¿Por qué te avergüenza reconocer que estás enamorado? Cuánto más viejos nos hacemos más necesitamos amar y ser amados, pero sólo unos pocos privilegiados lo encuentran, el resto nos iremos de este mundo sin dejar de añorarlo. ¿Qué otro significado tiene tu turbación? ¡No seas estúpido, corre en busca de tu amiga puta, porque ella te está esperando! —¿Lo has leído en tu bola de cristal? —Sí, lo he visto en mis cartas. Pero también lo leí en la forma en que la mirabas cuando yacía en tu cama. ¡Entonces te diste cuenta de que ya no volverías a conciliar tu sueño sin su compañía. Solo descubriste que la vida sin una mujer en tu cama es una forma de muerte en vida. ¡La mayoría vivimos como zombis! La providencia quiere salvarte de ese horrible estado, ¡no le des la espalda! Noto en su profunda y misteriosa mirada la sabiduría que no puede aprenderse en los libros. Su entendimiento le viene directamente de algún lugar del cosmos donde están escritos nuestros destinos. Sí, ella me ha convencido; iré en su búsqueda y soportaré el rechazo moral de esos vecinos que hoy me mostraban su afecto, pero que no será suficiente para justificar mi elección. Todos defenderán y compadecerán a la despreciada bibliotecaria. Yo me convertiré de la noche a la mañana de héroe en villano. No puedo evitar hacerle esta angustiosa pregunta: —¿Y qué será de mi reputación? Incluso perderé muchos de mis escasos clientes y puede que me vea obligado a cerrar la bisutería. ¿Y cómo me ganaré la vida? —Solo perderás unos pocos clientes, pero ganarás otros que aprobarán tu valentía si no te ocultas. —Y ella, ¿abandonará su profesión? Estoy seguro de que es mucho más rentable que la mía. —No conozco ninguna prostituta que ejerza su profesión por vocación. La mayoría la abandonarían si tuvieran oportunidad de ganarse la vida de otra forma y tuvieran alguien honesto a su lado que las ayudara. —Yo supe desde aquella noche en que apenas podía mantenerse en pie y se abrazó a mí, que mi vida sufriría un impredecible vuelco. ¡Hasta el olor de su piel era nuevo para mí! Aura permanece en un pensativo silencio. Tengo la impresión de que mis apasionadas declaraciones le afectan por alguna razón. —Marcus, sé como te sientes. Tú sabes que yo suelo hacer alardes de mi soltería, y debes creer que soy una bruja adivina sin sentimientos. Pero, aunque me cueste aceptarlo, no es toda la verdad. Me gustaría estar en tu lugar y reunirme con alguien a quien por mi honradez y sentido del deber, hubiera salvado la vida. Unirse a un hombre o a una mujer solo por amor no es suficiente, tiene que haber otras razones más poderosas y, sobre todo, generosas. Es necesario que el amor sea el fruto de algún sacrificio; algo que agradecer. Y yo no he tenido tu suerte ni la oportunidad de hacer algo por alguien para merecer su sincero amor. Esa desdichada mujer amiga tuya sabe que le has salvado la vida y, por muy poco que la aprecie, es una razón suficiente para entregarse a ti sin reservas... Aura me ha abierto su corazón, y me apena lo que escucho. Sí, esa es la verdad. Aprecio a esta mujer, pero siempre pensé que solo vivía para su negocio, y no estaba interesada por nada más. Nunca la he visto acompañada por alguien que pudiera ser su amante. Hoy debe ser el día señalado para las confidencias. Aura parece necesitar confiar en alguien los secretos de su pasado. Puede que no sean muy gratos y le pesen en la conciencia. Pero no podemos seguir hablando en la escalera. La invito a mi apartamento y preparo dos tazas de reconfortante té. Aura es mi vecina desde hace más de cinco años, y aunque siempre hemos mantenido relaciones cordiales, nunca antes nos habíamos hecho esta clase de confidencias. He visto entrar en su apartamento personas de todas las edades y posición social. Creo que entre sus clientes habituales hay importantes ejecutivos de renombradas empresas, quienes al parecer creen en sus predicciones sobre sus negocios. También he visto salir de su casa a Efraín, y creo que la visitan con regularidad otros políticos de cierto nivel. Pero nunca la he visto acompañada de alguien que pudiera ser su pareja habitual. Aura sale poco y desde luego no es asidua del Café Central. 5. La historia de Aura —Yo no soy soltera: ¡Estoy divorciada de dos maridos! No fui muy afortunada en su elección. —Bebe un sorbo de té y fija su melancólica mirada en la taza todavía humeante, como si fuera su prodigiosa bola de cristal, y viera a sus dos ex-maridos. Hay algo que nunca me he atrevido a preguntarle, y tal vez hoy sea el día adecuado. —Aura, ¿realmente tienes poderes de adivinación? ¿Puedes predecir el futuro? —me sonríe, porque hace tiempo que esperaba que le hiciera esa pregunta. —Lo tengo, pero solo en situaciones extremas. Normalmente mis clientes son muy ingenuos y les predigo lo que es más probable que pueda sucederles, después de hacerles responder a preguntas sobre su personalidad, gustos, fobias, ilusiones, proyectos, etc. Pero creo en los mensajes que me envían las cartas, y por lo general no suelo equivocarme. Otro de mis `poderes extrasensoriales es la visión de acontecimientos futuros. Desde que era una niña sufro de visiones premonitorias cuando estoy bajo gran presión emocional. La mayoría de las visiones son premoniciones de muertes, accidentes y graves sucesos de personas a las que conozco o tengo algún contacto con ellas. Anoche presentí la crisis de tu amiga, y de no haber venido tu médico a tiempo, ya estaría muerta. —¿Y que vistes? —Vi la horrible imagen de la muerte acercarse a su cama y forcejear con ella para arrancarle la vida, pero apareciste tú y conseguiste ahuyentarla. ¡Tú le salvaste la vida! Guarda un nuevo silencio. Parece estar sumida en turbios pensamientos, mientras apura su taza de té. Suspira como tratando de aliviarse de ellos y continúa: —¡Esas visiones han arruinado mi vida! Mi primer marido fue un jugador compulsivo y se casó conmigo porque esperaba tener en exclusiva a una adivina que le diera los números premiados de la lotería o los resultados de las carreras de caballos, el resultado de los partidos de fútbol o el número que saldría en la ruleta de los casinos que frecuentaba. Pronto comprobó que sus expectativas de hacerse millonario gracias a mis poderes de adivina eran erróneos, porque sucedió todo lo contrario, ¡nos arruinamos! Tuve más suerte con mi segundo marido, porque por entonces yo todavía era una mujer muy atractiva. Acepté su proposición de matrimonio porque no tenía otra opción. Estaba arruinada y no tenía ningún medio de ganarme la vida. Nunca pude imaginar que Aura tuviera un pasado tan activo. Tras un nuevo y breve silencio, continúa su historia: —A pesar de las diferencias de edad, nuestra relación era aceptable. Como te he dicho, yo no estaba enamorada de él, pero sí agradecida, y para mí ya era suficiente. Pero dos años después sobrevino la desgracia. Por entonces yo había dado a luz a Darío, mi único hijo... Se ha detenido y parece muy afectada. ¡No sabía que tenía un hijo! Suspira con enorme tristeza y prosigue: —Mi marido era un reputado arquitecto, y supervisaba varios de sus proyectos. Una mañana tuve una terrible visión: vi como cedía el andamio donde se encontraba y se precipitaba al vacío, muriendo en el acto al estrellarse contra el suelo. No quise alarmarle, porque él no sabía que tenía estas visiones, pero le rogué que no acudiera ese día al trabajo. No sabía como retenerlo, y solo se me ocurrió fingir una súbita dolencia. Pero él insistió en que era imprescindible su presencia en las obras o se paralizarían todos los trabajos y llamó a su anciana madre para que cuidara de mí en su ausencia. Yo tenía buenas relaciones con mi suegra y le confié la causa de mis temores y cómo había tenido la premonición de su accidente, para que insistiera en disuadirle de acudir a su trabajo. Pero él insistió... ¡y sufrió el fatal accidente que yo había predicho! Cuando su familia supo que yo había tenido la visión de su muerte, me acusaron de habérsela causado yo con algún conjuro de magia negra y consiguieron anular mis derechos de herencia, además de quitarme la custodia de mi hijo, Darío, cuando solo tenía dos años y a quien no he vuelto a ver desde entonces. Ellos estaban convencidos de que yo en realidad ¡era una bruja! Y aquí estoy, ¡ganándome la vida con lo que me la ha destruido! Su historia me ha sobrecogido. ¡Nunca terminas de conocer a las personas, aunque pases toda una vida junto a ellas! Ahora comprendo su aparente indiferencia. Una persona con este pasado no puede tener muchos deseos de rehacer su vida y volver a ilusionarse. ¿Por qué todas las personas extraordinarias tienen que sufrir el mismo trágico destino? 6. El peruro (Narrador: Rufo, el abogado) Creo que estoy necesitando un corte de pelo. Es hora de visitar el barbero. También necesito unas merecidas vacaciones, pleitear con esta gente es agotador, ¡no hay manera de que acaten las leyes! Ya es medio día y en esta peluquería no parece que haya entrado ningún cliente, no tendría forma de pagar los atrasos, y si quiere conservarla tendrá que aceptar nuestra propuesta. Cuando entro en este desolado negocio coincido con su hija, María, y no me extraña que sean tantos los que pierdan la cabeza por ella, tal vez podríamos incluirla en el trato. ¡No me importaría ser uno de sus pretendientes! Sé que no le soy simpático, porque cuando me ha visto ha hecho un desagradable gesto y ni siquiera me ha saludado. ¡Habrá que rebajarle los humos a esta belleza! —Buenos días, María, ¡parece que no te alegra verme! —¿Qué quiere usted? ¿Por qué viene a nuestra peluquería? ¿Es por los atrasos? —No te alteres, pequeña, puede que venga para haceros un favor... Necesito un corte de pelo. ¡No le vendrá mal un cliente generoso! —Si solo viene a cortarse el pelo, mi padre le atenderá enseguida. —Sí, ¡no creo que en esta peluquería haya que pedir la vez! —Bueno, adiós, tengo cosas que hacer. —Adiós, guapísima. Si fueras menos orgullosa, pronto se solucionarían todos vuestros problemas. Creo que ha entendido la indirecta, porque se va airada sin responderme. El peluquero no parece muy atareado, cuando entro en el local lo encuentro sentado en su sillón de barbero leyendo la prensa, y no parece que me reciba mejor que su hija. —Buenos días, Jonás, no pareces muy atareado. ¿Trae hoy la prensa malas noticias? ¿Ha empezado alguna nueva guerra en el mundo? ¿Suben o bajan las cotizaciones de la bolsa? —Buenos días... ¿A qué se debe tu visita? —No te alarmes, Jonás, que solo vengo a que me arregles estos cuatro cabellos que todavía me quedan. —Si es por el retraso en los alquileres... —Ya hablaremos de ese penoso asunto, pero antes córtame el pelo. No tendrás mucho trabajo, porque ya ves que solo me quedan cuatro pelos en la cabeza.. Es evidente que sospecha que mi visita no es para arreglarme el cabello, pero me hace acomodar en el sillón y se pone manos a la obra. Él sabe que mi visita tiene otra intención. Así es que voy al grano con la propuesta: —Jonás, tengo que comentarte un penoso asunto. Se trata de Raulín, que como sabes está bajo arresto acusado injustamente de posesión y tráfico de drogas... Tú eres padre y sabes lo penoso que puede ser ver a su hijo inocente en una situación como esta. ¡Y todo por culpa de una prostituta! Tengo entendido que también a ti y a algunos de tus clientes, les ofreció drogas... —¡Eso es una calumnia! ¡Nadie me ha ofrecido drogas y dudo que se las ofrecieran a mis clientes! Es evidente que tendré que ser más claro para que lo entienda. —Tienes una peluquería muy aseada. María debe ser una chica muy limpia. Incluso veo que tienes un bonito jarrón con flores frescas, que deben costar dinero. —¡Es un regalo de Margarita! Pero eso no te interesa. —¡Ah, la generosa y valiente Margarita, y su encantadora hija! ¿Crees que terminará casándose con nuestro apreciado policía, Jacinto? ¡Esa criatura necesita un apellido! —¡No me vengas con rodeos y dime a qué has venido! Si es por los atrasos... —Hombre, ya que lo mencionas, si estuvieras dispuesto a colaborar con la justicia, seguro que Romano te lo agradecería con su habitual generosidad. Supongo que a este acogedor rinconcito debes tenerle mucho aprecio. Y por supuesto es una gran comodidad tener la vivienda justo encima del negocio. ¡No puedes ni imaginarte lo difícil que es encontrar una vivienda como la tuya en este barrio! —¡Qué estás insinuando! ¿Qué cometa perjurio y declare en contra de esa mujer! —Yo no he dicho tal cosa, pero debes comprender que seis meses de alquiler es una considerable deuda, y con la moda de los jóvenes de dejarse el pelo largo, cada vez tendrás menos clientes para poderla pagar. —¿Me estás amenazando con desahuciarme? —¡Solo es una mujerzuela! ¡Tu negocio vale más que ella! Esas mujeres no deberían estar en las calles contagiando enfermedades a la gente honrada. ¡Estamos más seguros si están entre rejas! —¿Por qué no hablas claro y me dices lo que quieres que haga, y las consecuencias si no lo hago? —¿Más claro todavía? ¡Soy un abogado; no puedo hablar más claro, pero creo que tú lo has comprendido sin que tenga que darte más explicaciones. Creo, Jonás, que ya me has cortado suficiente los pocos cabellos que me quedan, y tengo mil cosas que hacer. Llámame a mi despacho cuando tengas una respuesta. Supongo que ha entendido qué esperamos de él y no tardará mucho en llamarme. ¡No le queda otra opción! No querrá verse en la calle con su preciosa hija, durmiendo debajo de los puentes del río. ¡Eso si encontrase alguno libre! 7. La confesión (Narrador: Serafín, el párroco católico) A veces lamento que Dios me haya dado el don de la fe, porque hay momentos en los que no desearía haber abrazado el sacerdocio. Pero el Señor me ha elegido y no debo renegar de sus deseos. Hoy he escuchado en confesión a Jonás, y me ha confesado un horrible pecado: ha cometido perjurio acusando en falso a una mujer pública y está profundamente arrepentido. Pero el inductor de este pecado es ese hijo de Satanás de Romano, que le ha amenazado con desahuciarle si no acusaba a esa mujer. ¿Qué puede hacer este pobre hombre si lo ponen en la calle? Ni siquiera hay en el barrio un mal asilo donde pudieran acogerle. ¿Y qué sería de su joven hija, el único consuelo que le queda en este mundo, y que puede cuidar de él hasta que Dios quiera recibirlo a su lado. ¿Es culpable o inocente? ¡Solo la justicia divina puede saberlo, porque en este mundo no hay nadie libre de culpa que tenga la autoridad moral para juzgar a sus semejantes. Jesús lo sentenció claramente: «Quién esté libre de culpa que arroje la primera piedra«. Solo Dios sabe por qué permite la existencia de estos malvados personajes; por qué deja que Satanás se apodere de sus almas y las corrompa. ¿Qué satisfacción puede tener quien obra el mal? Yo ignoro todo sobre los seres humanos, a pesar de que me confiesan sus pecados. Pero hablando de Roma por la puerta asoma. El mismo Satanás personificado acaba de entrar en mi iglesia. ¿Deseará confesar su parte de culpa en este perjurio? Parece que eso es lo que quiere, ¡porque me pide que le escuche en confesión! ¿Es posible que se obre el milagro y que haya entrado en Espíritu Santo en su conciencia? —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Que Dios entre en tu corazón y te arrepientas de todos tus pecados. —Serafín, tú sabes que soy un buen cristiano y que soy generoso en mis donativos a esta iglesia para obras de caridad. —Romano, ¿has venido a confesarte o a recordarme la cantidad de tus donativos? —He venido para recordarte que sin mis donativos, tus feligreses más pobres no tendrían que llevarse a la boca. Y con estos tiempos duros que corren sería una mala acción. Supongo que mis generosos donativos debe agradar a Dios y a tus indigentes. —Le agradan, estoy seguro... —Por eso creo que a Dios no le gustaría que alguien tramara algo contra mí. —Habla claro, Romano; recuerda que te escucho en confesión. —Serafín, tu confiesas a todos los católicos de este barrio y te cuentan sus pecados. Puede que alguno te haya contado cosas horribles sobre mí... —¡Lo que me cuentan es secreto de confesión! ¿Qué estás intentando insinuar? —¡Nada, Serafín; solo quería escucharte decir que tanto esta conversación, como lo que te hayan contado sobre mí, es secreto de confesión. Y no estés preocupado por mis donaciones. ¡Incluso a partir de ahora serán más generosas! —¡Pues ya lo has escuchado! Que la paz reine en tu espíritu. ¡Amen! ¡Ya hemos terminado esta confesión, Romano! —¿Sin ni siquiera un padrenuestro de penitencia? —¿Cómo voy a mandarte una penitencia si no has venido para arrepentirte de tus pecados? —¿Mis pecados? ¿Pero qué pecados, Serafín? En la calle las cosas no son como en tu iglesia. Hay que luchar para sobrevivir, y en esta despiadada lucha siempre hay ganadores y perdedores. ¿Es pecado ser un ganador? Es inútil que le haga ver sus pecados, ¡nunca reconocerá el demonio su maldad! Al contrario, el demonio cree que el malo es Dios. Por desgracia abandona mi iglesia con la información que deseaba: que no le delataré. Pero no puedo dejar este crimen impune. ¡Hablaré con el obispo, tal vez él pueda dispensarme del secreto de confesión! Yo soy el miembro de una iglesia que no puede tolerar encubrir a un criminal, que ni siquiera reconoce sus pecados y no muestra el menor remordimiento. ¡Tiene que haber alguna manera de evitar que se cometa esta injusticia sin ofender a Dios ni quebrantar sus sacramentos! 8. Busca y captura (Narrador: Romano) Rufo ha hecho un buen trabajo. Jonás ha declarado en contra de esa prostituta. ¡Ya tenemos una culpable, y una orden de busca y captura contra ella. Ahora solo falta que la policía la encuentre, y mi hijo estará de vuelta en el barrio, libre de cargos! El pobre imbécil del hijo de Adela nos ha hecho una descripción de esa fulana y la policía ya tiene un retrato robot. No será difícil dar con ella. Pero no vamos a quedarnos ahí, después de que liberemos a Raulín, iremos a por ese tendero impertinente hasta que lo veamos también entre rejas. ¡Nadie se burla de Romano! ¡No sabe a quién se está enfrentando! En este barrio mando yo, y se hace mi voluntad. Empezaremos por destruir su buena reputación haciendo correr por el barrio falsos rumores de un supuesto pasado nazi, y acabaremos acusándole por encubridor y obstrucción a la justicia. Eso será suficiente para ponerlo entre rejas por una temporada. La suficiente para arruinar su miserable negocio. Cuando llegue ese momento, me haré con la propiedad del local donde tiene su tienda, porque cuando esté en la ruina, no tendrá más opción que ponerlo en venta. Individuos como este Marcus, son de otra época; de antes de la guerra. Ahora no es tiempo de soñar con fantasías de sociedades perfectas y zarandajas por el estilo. Ahora hay que ser más realistas y luchar a brazo partido y sin miramientos si queremos volver a poner este país en pie y con prosperidad para todos. Las ideas políticas liberales nos costaron una guerra, y nos costarán otra hasta que no las erradiquemos del planeta. La única verdad de este nuevo mundo son los buenos resultado de los balances, lo demás es palabrería, que solo sirve para confundir a las mentes. Los norteamericanos nos han demostrado que el mundo no lo rigen las ideologías sino los beneficios. ¡Por eso ganaron la guerra! En cuanto a los comunistas, sus ridículas ideas chocan con la realidad, y no tardarán muchos años en seguir nuestros pasos, y buscar también el beneficio, y se olviden de la absurda igualdad y el reparto equitativo de la riqueza. ¡Siempre habrá ricos y pobres, porque no hay dos seres humanos iguales, ni con las mismas ambiciones y recursos! Yo me he criado en el arroyo, sin unos padres que me protegiesen ni una escuela donde educarme, porque pasaban la mitad del día embriagados y la otra mitad peleándose. Me he educado en las calles de este maldito barrio, y tenía que buscarme la vida humillándome en los trabajos más denigrantes y peor pagados. Por eso desde muy joven me propuse ser algún día el dueño del barrio, porque aprendí la lección: lo que hace respetable a un individuo es su riqueza. Nadie respeta a los pobres, los indigentes, los vagos o a los maleantes. Ese cura ignorante me acusa de ser un pecador porque vive en un mundo de ensueño, con su Dios, sus ángeles y sus santos, pero no puede salir de su iglesia, porque en las calles no rige ningún Dios, sino la simple ley del más fuerte y la rigurosa ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Esas son las únicas reglas que hay que seguir si quieres hacerte respetar. Esas eran las divisas de nuestro partido, y hubiéramos triunfado si los ingleses hubieran sido menos hipócritas. Conquistamos a las élites con nuestras ideas, pero no pudimos convencer al populacho. ¡No habrá paz ni seguridad en el mundo hasta que no se destruya hasta la última urna y gobiernen las élites y los triunfadores. No hacen falta redentores que prometan paraísos, sino hombres disciplinados que creen riqueza y gobiernen las masas sin piedad y con mano dura. ¡Algún día estos hombres gobernarán el mundo! No puede haber progreso donde todo el mundo quiere tener la razón y ser poseedores de la verdad. Solo hay una verdad, este mundo es una selva y si no quieres servir de alimento a las alimañas tienes que ser también tú una alimaña, pero la más fuerte y dañina. Marcus busca a Linda (Narrador: Marcus) Me angustia lo que estoy a punto de hacer. Puede ser el gran error de mi vida, que me costará mi reputación y hasta mi negocio, pero algo me dice que es lo que debo hacer. Por otro lado, mis deseos son muy confusos. Sería una ignominia que solo me motivara a ir en su búsqueda la satisfacción de mis deseos, reprimidos tal vez por un exceso de honestidad. Debe de haber algo más, pero no estoy capacitado en estos momentos para pensar con lucidez. Sé que me estoy dejando llevar por la imaginación y por la intuición, pero no por la razón. La imaginación me muestra un paraíso de sensualidad sin límites, la intuición me está gritando que Linda es un diamante en bruto, solo necesita alguien que lo quiera pulir. ¿Quién mejor pulidor que el hijo de un joyero? Todavía dudo de si debo marcar este número de teléfono. En la vida se plantean dilemas para los que no sirve la razón, porque no son razonables. Siempre he sido un conservador, aunque moderado. He condenado la prostitución, la homosexualidad y cualquier comportamiento inmoral. Me educaron con versículos de la Biblia en el seno de una familia protestante, aunque hubiera preferido en la religión Católica, porque es, en todos los sentidos, superior a la protestante. Es más emotiva, más visual, infinitamente más imaginativa que la iconoclasta protestante. ¿Cómo se puede sentir la emoción del bien y del mal sin unas imágenes sugerentes? Los católicos nos dejaron las mejores obras de la pintura; las más inspiradas obras de la literatura; las más armoniosas sinfonías. Los protestantes solo nos han aportado ideas, conceptos, filosofía, pero apenas arte. ¡Y ahora me dispongo a arrojar por la ventana mis sólidos principios morales yendo en busca de una prostituta! Es totalmente inútil que busque en algún rincón de mi mente un argumento que me impida dar este paso, porque sin haber dado mi aprobación ya estoy marcando el número de teléfono... Me responde una voz desconocida. Parece la de una mujer mayor, es ronca y desagradable. Tal vez sea su madre. —Caballero, Linda está ocupada en estos momentos... La tendrá disponible dentro de una hora ¿Quiere que le dé algún recado de su parte? ¿Le reservo alguna hora? He llamado a un prostíbulo, ¡y Linda esta trabajando! Debe estar muy solicitada, ¡y yo pretendo apartarla de un negocio tan lucrativo! He debido perder el juicio... pero sigo adelante. —Sí, dígale que su salvador le ha llamado... —¿Su salvador, dice usted? —Sí, ella lo entenderá. —Si usted lo dice, así se lo diré. Le dejo mi número de teléfono y cuelgo con la sensación de vértigo, como si estuviera al borde de un precipicio, pero rechazo enérgicamente la voz de mi conciencia. No sé en qué puedo ocupar mi mente a la espera de su llamada para acallar estos pensamientos. Ahora recuerdo que Linda olvidó su libro «Un mundo feliz«, puede que su lectura me distraiga. Pero es inútil, no puedo concentrarme en lo que leo, porque la imagen de Linda acostándose con su numerosos clientes me nubla la mente. Pero este párrafo de esta inquietante novela puede ser la respuesta realista a mis dudas morales: «Éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social.« ¿Es mi destino social amar a una prostituta? Por fin suena el teléfono. Aún estoy a tiempo de no descolgarlo, pero una vez más es inútil que me niegue a lo que parece ser mi destino. Es la voz de Linda, ha tardado menos de lo previsto con su último cliente, porque no ha transcurrido ni media hora desde mi llamada. —¡Que sorpresa, la verdad es que no esperaba su llamada! ¡Estaba tan enfadado..! —noto en el tono de su voz que se alegra por mi inesperada llamada. Tal vez Aura lleve razón. —¿Entonces te alegras de mi llamada? —Usted siempre tan contradictorio. ¿Si no me alegrara, cree que le hubiera devuelto la llamada? —Disculpa, y usted tan directa y sincera! ¿Qué tal si nos tuteamos? —Como tú quieras, pero no sé ni cómo te llamas. —Marcus. —Y bien, Marcus, ¿cuál es la razón de tu llamada? No estoy seguro de tener una respuesta, porque estoy hablando con una prostituta, con la que solo se espera hablar de sexo y permanezco en un tenso silencio sin saber que contestar. Ella parece haber interpretado la causa. —Tal vez te apetezca acostarte conmigo y no te atreves a confesarlo. ¿Es eso, Marcus? Tengo que reaccionar y ser sincero, ¡se han terminado las represiones, las vergüenzas y el falso pudor. Con Linda tengo que decir lo que pienso, aunque me cueste expresarlo: —Sí, esa es una razón, pero además tengo otras. —¿Como cuáles? —¡Como tú me sugeriste, quiero que seamos amigos! —¿Tú, mi amigo? ¿Estás hablando en serio? —¿Qué hay de extraño? —¡Y qué será de tu reputación, porque soy una prostituta! —¡Eso ya lo sé...! —¿Qué te ha hecho cambiar? En tu casa parecías muy enfadado. Me echaste a empujones. —Creo que no merecías ese trato y quiero disculparme. ¿Podemos vernos y encontrarnos en algún sitio? —Te prometí que si tú lo querías sería tu amiga prostituta, y cumpliré mi promesa. —Entonces ¿nos podemos encontrar mañana domingo para desayunar juntos en el Café Central? —¡Pero has perdido el juicio! ¿Te atreves a presentarte conmigo donde todos te conocen? ¡O eres un santo o estás loco, pero acepto! —Tú misma me censuraste que yo era un hipócrita, y llevabas razón. Ahora quiero demostrarme a mí mismo que no lo soy. —¡Nunca entenderé a los hombres, pero allí estaré! Cuelgo el teléfono consciente de haber hecho lo que debía, pero, al mismo tiempo, sé que provocaré un gran escándalo en el barrio. En el fondo todos somos unos hipócritas, pero es gracias a esa hipocresía que convivimos en paz y armonía. La sinceridad es peligrosa, porque nadie puede asegurar que su conducta es la correcta ni que es poseedor de la verdad. Las personas que consideramos honestas tienen los mismos defectos que las que no lo son, pero gracias a la hipocresía los ocultan. ¡La buena convivencia se basa en la hipocresía! Yo no soy una excepción y he vivido los últimos años como un perfecto hipócrita. Ya va siendo hora de obrar correctamente. El reencuentro (Narradora: Linda) Este hombre ha debido perder el juicio y está decidido a provocar un escándalo en su barrio. ¿Por qué me ha citado en el café donde se reúne medio vecindario? No tendrán piedad con él, y no habrá ni un solo vecino que apruebe su conducta. En el fondo las cosas están bien como están: las mujeres que hacemos la calle somos como los gatos, dormimos durante el día y nos movemos, a la caza de nuestros ratones, cuando oscurece, donde podemos ocultar mejor nuestras miserias. La luz del sol daña nuestros ojos embadurnados de maquillaje. La noche está hecha para el amor, y supongo que el día está hecho para la amistad. Si acudo a este café será como amiga y nada más. No me maquillaré ni vestiré provocativa. Espero que tenga algo apropiado que ponerme. Y no hablaré de sexo sino de otros temas. Por ejemplo del libro que leí sobre cómo podemos ser felices si nos fabrican en incubadoras. Seguro que él tendrá una opinión más profunda e inteligente que la mía. Estoy tan habituada a los malos tratos y a un lenguaje vulgar que tal vez hice mal en sugerir a este buen hombre que podría ser su amiga, aparte del sexo, ya casi no tengo otros temas de conversación. Ninguno de mis clientes está interesado en conocer la historia de Roma o los Cuatro Evangelios. Una acaba por habituarse a este trabajo y puede que lo añorase si dejara esta profesión. No siempre los clientes son unos malnacidos, como el que me dejó en el apartamento de este hombre. Muchas veces tengo la agradable sensación de estar haciendo una buena labor social, iniciando a algún tímido muchacho que se masturba cada noche en el silencio de su habitación, o liberando de la represión de un marido insatisfecho para evitar que pague su frustración con su propia mujer, maltratándola; incluso a veces siento que hacer el amor es también un arte y yo soy una artista y no una pervertida. Ya sé que soy una prostituta fuera de lo común, porque he llegado a esta profesión por dejadez y pereza para enfrentarme a otros trabajos más complicados y menos lucrativos. Pero en el fondo es una profesión hermosa, porque consiste en provocar placer y evitar el dolor, y cuando un hombre goza de una mujer el mundo está tranquilo. Pero la gente corriente no lo ve así. Una prostituta es una fulana sin moralidad que vende su cuerpo al mejor postor y se humilla hasta convertirse en la esclava de sus clientes, cumpliendo todas sus fantasías sexuales. Nos censuran sobre todo porque hacemos pagar caro cada segundo de intenso placer que provocamos. No seríamos mujeres sin moralidad si lo hiciéramos gratis, sino buenas samaritanas, mujeres caritativas y generosas, ángeles del sexo, etc. El dinero todo lo corrompe. Ya estoy frente a la entrada del Café Central. Por suerte para Marcus a estas horas de la mañana no hay muchos clientes. Acaba de entrar en la plaza y me saluda con un efusivo gesto, sin duda que se alegra de verme. Pero se sorprende por mi aspecto. Seguramente que esperaba encontrarme con las mismas ropas provocativas que vestía el día en que me salvó la vida. —¿Eres tú, Linda, la mujer que se moría sobre mi cama? Tengo la impresión de que se había mentalizado para entrar al café del brazo de una mujer escandalosa y ahora se encuentra con otra que posiblemente no llame la atención, lo que le resta interés. Seguro que se había hecho a la idea de que mi presencia fuera un escándalo para enfrentarse al barrio en mi defensa y ahora no tiene argumentos para el heroísmo. Sé que debe sentirse defraudado aunque no lo aparente. —La misma, pero no estoy de servicio, por eso me he vestido de esta manera. ¿No te gusta? ¡Tal vez ya no me encuentras atractiva! —Por supuesto, pero yo esperaba... —Sí, sé muy bien lo que tú esperabas. Si lo prefieres puedo volver al hotel y vestirme de la misma manera que cuando me conociste, pero esta no es la hora del día más apropiada. Se siente confuso y puede que yo tenga razón: se ha enamorado de la prostituta, pero no de la mujer. Quiere ser mi redentor, porque debe sentirse como un padre ante su hija descarriada y, a la vez, el amante de una fulana arrepentida. —No, por supuesto... pero ha sido una sorpresa; no parece que esté ante la misma mujer... Pero será mejor que entremos, tenemos mucho de qué hablar. Me cojo de su brazo y hago mi primera entrada oficial en este barrio. Los pocos clientes que hay en el café no deben conocerle, porque no muestran ningún interés por nosotros. Nos acomodamos en la mesa junto a los ventanales donde suele sentarse Marcus, y pedimos dos cafés con leche y unos cruasanes. Marcus parece esperar que le hable de mí. Quiere conocer las razones que me han llevado a la prostitución. —Ya sé que estás pensando que he perdido el juicio al pedirte que seamos amigos, porque está en juego mi reputación. Pero por lo poco que te conozco hasta ahora, no puedo entender por qué te dedicas a esta profesión tan denigrante, e incluso, supongo yo, tan peligrosa. Seguro que tienes tus razones. Me gustaría conocerlas si no tienes algún inconveniente. La historia de Linda (Narradora: Linda) —¿Quieres saber mi historia? ¡Hay poco que contar! Cualquier mujer que haya sido violada por su propio padre o padrastro es una firme candidata para la prostitución. Lo que nos separa unas de otras es la inocencia y el temor a perder la virginidad sin obtener algo importante a cambio. Unas la pierden a cambio de un buen marido, otras por una considerable suma de dinero o valiosos regalos. Mi caso es el segundo: mi padrastro abusó de mí cuando solo tenía 13 años, pero a cambio me colmó de costosos regalos. Pronto me di cuenta de lo fácil que resultaba obtener todo lo que deseaba con solo unos minutos de trabajo nada penoso. Cuando mi padrastro murió ya estaba habituada a esta forma de vida y solo tuve que buscar otros padrastros dispuestos a costear mis muchos caprichos y excentricidades. Carecía, y aun carezco de cualquier principio moral que me hiciera sentirme culpable solo porque me acostaba con hombres a los que les hacía un pasar un buen rato, y que se portaban con generosidad. ¡Así me hice prostituta! —Pero tal vez ese relato pertenezca a otra época, porque ahora tu vida no parece de color de rosa. ¡Has estado al borde de la muerte! Incluso supongo que estás enganchada a las drogas... —¡Yo no soy drogadicta, ese malnacido me engañó! ¡Yo no sabía que era heroína! Pero, sí, tienes razón, las cosas no son ahora tan simples como al principio. ¡Ya no tengo 20 años! Ahora los hombres las quieren jovencitas, por no decir niñas, porque tienen miedo de que las veteranas estemos enfermas y les contagiemos algo grave. Mis mejores clientes han desaparecido como por arte de magia. Ahora me regatean el precio y exigen cosas disparatadas, como que les pongamos un collar y les tratemos como a perros, además de azotarles hasta hacerlos sangrar. ¡Esto ya no es sexo, es demencia! —Entonces, ¿estarías dispuesta a dejar esta profesión? Es evidente que su pregunta tiene una clara interpretación: seguro que está pensando en ser mi redentor. Quiere ser la amiga de una mujer descarriada, pero que solo se acueste con él. Ya conozco esta historia, porque me lo han propuesto más de una docena de veces. Hay algo que no entienden: hacer la calle no es solo acostarse con un hombre distinto cada noche, sino ser libre de elegir con quien nos acostamos. Si aceptara su sugerencia de redención ya no podría elegir. ¡Perdería mi libertad! —¿Es necesario dejar mi profesión para que seamos amigos? Mi pregunta parece que le ha sorprendido, porque permanece en un embarazoso silencio sin darme una respuesta. —¿No sabes qué responder? Yo responderé por ti. Sé que estás dispuesto a enfrentarte a la censura de tus vecinos, pero a cambio de tenerme en exclusiva, porque un héroe puede ser el amante de una fulana, pero redimida y subyugada. ¡Para eso son los héroes! Creo que lo he desconcertado. Tal vez se esté planteando renunciar a mi amistad y volver a su rutina de tendero querido y respetado por su comunidad. Puede que una compañera como yo no encaje en su sencillo mundo de bisutería y charlas de café con sus amigos. —Creo que llevas razón, y me he dejado llevar por la imaginación. Ahora empiezo a despertar de un sueño en el que todo parecía ser real. Yo me veía ya a tu lado, en algún lugar donde no existía el pasado ni el recuerdo. Tu eras mi amante como caída del cielo, sin nombre ni apellidos, te puse el nombre de Linda, y eras la mujer de mis sueños. Tal vez debería volver a ellos y renunciar a la realidad... Este hombre ha logrado conmoverme. No quiero renunciar a mi libertad, pero tampoco quiero terminar con esta amistad. Tenemos que llegar a un compromiso bueno para los dos. —Marcus, creo que debemos intentar improvisar, dar tiempo a nuestros sentimientos para que se aclaren; dejar reposar nuestra amistad y ver qué sucede. Yo no voy a abandonar mi profesión hasta que por alguna razón la aborrezca, y creo que eso dependerá de ti. Supongo que me entiendes.. —Es evidente que tengo que aceptar tu sugerencia. ¡También los sueños hay que dejarlos reposar! Pero me hubiera gustado que no pusiéramos barreras a nuestra amistad, que quién sabe si no podrá convertirse en amor. Sí, a mí también me gustaría. Creo que le estoy tomando afecto a este hombre, y también pienso como él que este afecto pueda convertirse en amor. 12. Rodolfito (Narrador, Rodolfo) Todo el barrio está revolucionado porque mañana mi Rodolfito participará en concurso de jóvenes talentos, que se trasmitirá por la televisión. Somos pocos los que tenemos receptores, pero el Café Central tiene uno del modelo más reciente y podrán ver y escuchar allí el concierto. También lo transmitirán por la radio. Dios nos ha bendecido con este hijo, que es nuestro orgullo de padres. Todos nuestros clientes nos felicitan y no dejan de hacer halagos de nuestro hijo. —Buenos días, Rodolfo. ¡Tu Rodolfito es el orgullo del barrio¡ ¿Cómo habéis podido engendrar una criatura tan inteligente? —Son cosas de Dios, creo yo. Él nos ha bendecido. Hoy mi mujer no puede ocultar su orgullo de madre y no puede concentrarse en el trabajo. Ha estado muy ocupada eligiendo la ropa que llevará para su actuación. Rodolfito no está de acuerdo con la que le ha elegido, porque dice que es demasiado aparatosa y le impide los movimientos, pero su madre insiste en que debe dar la imagen de un niño de buena familia, y que ella entiende cómo debe ser la ropa. Gracias a nuestro hijo, tenemos nuevos clientes, y todos quieren conocerle y felicitarle, pero Rodolfito no quiere aparecer por la carnicería, para no perder la concentración. Se merece lo que le sucede, porque ha trabajado mucho para conseguirlo. El que sea un niño prodigio no le evita el tener que trabajar, incluso más que un niño normal. A veces a su madre y a mí nos hubiera gustado que Rodolfito hubiera sido un niño normal, porque nos apena verle pasar tantas horas en su ensayo y tan poco al juego, como cualquier otro niño de su edad. Acaba de entrar en la carnicería Margarita con su encantadora hija Luisa. No me importaría algún día ser su suegro. Creo que harían una magnífica pareja. —Buenos días, Luisa, ¿Ya te ha dicho tu mamá que mi Rodolfito saldrá mañana por la televisión? —¡Ya lo sabía, me lo dijo Rodolfito ayer en el recreo! —¿Así es que sois amiguitos? —¡Oh, sí; es muy simpático y me hace reír! Margarita parece aprobar que sean amigos. ¡Lástima que Luisa no tenga un padre reconocido! —Luisa me cuenta maravillas de tu hijo. Dice que en el colegio es una figura. —No lo creas, Margarita, a muchos niños no les cae simpático. ¡Le hacen mil perrerías! Muchos días ha llegado a casa llorando porque los compañeros le rompen los lápices de colores, o le quitan y le esconden el gorro. Suerte que tu hija es su amiga. —¡Es la envidia, Rodolfo. Los niños pueden ser muy crueles! Mi Luisa también sufrió mucho el primer año de colegio por lo que tú ya sabes. —Sí, ya entiendo... —Pero yo creo que este rechazo les fortalece el carácter, pero también se hacen adultos antes de tiempo —Tengo una idea. ¿Por qué no venís con nosotros a los estudios de la televisión? ¡Rodolfito estaría muy contento de ver a Luisa entre el público! Luisa parece entusiasmada con mi propuesta. —¡Sí, mami; dile que sí! —Está bien, Luisa, les acompañaremos y le daremos ánimos. ¡Ya verás cómo gana el primer premio! —Entonces mañana nos encontramos aquí mismo, porque nos vendrá a recoger un coche de los estudios de la Televisión. El concurso (Narrador: Guido) Hoy no cabe un alfiler en el Café Central. Todos los vecinos quieren escuchar y ver al niño prodigio del barrio y esperan que sea el ganador. No será fácil encontrar una mesa libre. No he invitado a Julia porque desde hace varios días no aparece por la librería. Supongo que ha encontrado su gran amor en Leopoldo. ¡Sí, se confirma, porque la acabo de ver sentada junto a Leopoldo, en el lugar donde siempre se sienta él. Me ha visto y parece embarazosa la situación, pero yo no quiero darle muestras de que me afecta, al contrario, quiero que sepa que lo apruebo, y la saludo con una significativa sonrisa. Espero que ella comprenda que no tengo nada que reprocharla. Parece que lo ha comprendido y me devuelve la sonrisa. ¡Todo ha quedado aclarado entre los dos, les deseo una feliz relación! Leopoldo parece que se ha transfigurado. Ahora no lee el periódico del partido, se limita a escuchar lo que le esté diciendo Julia, que como siempre no para de hablar sobre mil cosas al mismo tiempo. Pero Leopoldo parece embelesado con lo que le esté contando Julia. He visto, Jonás, el peluquero que comparte una mesa con una pareja que debe ser matrimonio. También está María, quien parece estar muy divertida, porque ríe por causa de algo gracioso que debe contarle uno de los que le acompañan. Jonás no parece compartir la alegría de su hija. Creo que algo le preocupa. Debe ser por causa de las numerosas deudas que tiene contraídas en el barrio. Me ha visto y parece extrañarse de que acuda al café solo. Me invita a sentarme a su concurrida mesa. Acepto sin lugar a dudas. Consigo una silla y me siento junto a su encantadora hija, María. Ella parece complacida, sin duda me considera un buen amigo. —¿Dónde está tu amiga Julia? ¿No quiere ver la actuación de Rodolfito? —me pregunta María, aunque creo que sabe la respuesta. —Julia ha cambiado de acompañante. Ahora sale con Leopoldo, el maestro. ¡Parece que él sabe escuchar mejor que yo! ¿No los has visto? ¡No se perdería este acontecimiento por nada de este mundo! —¿Y a ti no te importa? —No, en absoluto; nunca tuvimos una sería relación. Somos muy distintos. ¡Parece que congenia mejor con Leopoldo! Jonás me ha hecho una pregunta para la que encuentro respuesta: —Guido, ¿cuándo sentarás la cabeza? No es bueno que un hombre viva solo, sin una mujer que le cuide y le dé algún descendiente. La familia es lo que centra a los hombres. ¡No todo se acaba con los libros! Tal vez si fuera sincero le pediría la mano de María, pero sería muy egoísta por aprovecharme de sus dificultades para sacrificar su hija y dársela a un viejo. Le respondo con una excusa absurda: —¡La librería y los libros son mi familia! María parece querer responder a mi absurda afirmación, pero su padre se anticipa. —Los libros no cuidan de los enfermos ni saben llevar una casa ni te dan hijos. ¿No será que no has encontrado todavía tu media naranja? Tengo la impresión de que está intentando insinuar algo, tal vez haya visto en mí un buen candidato para marido de María. Debe conocer los rumores que corren por el barrio sobre mí y su hija. Ardo en deseos de sincerarme y que sepa que esa media naranja puede ser María, pero me contengo. María parece que tampoco está de acuerdo con mi respuesta. —Yo creo que lo dices en broma, por mucho que quieras a tus libros no pueden darte el calor de un hogar. Cuando la conversación se hacía más interesante, la interrumpimos porque hemos visto entrar a Laura, pero no viene acompañada de Marcus. ¡Esto parece una epidemia! Supongo que había quedado en reunirse aquí con su buena amiga Julia, porque se dirige directamente a donde se encuentra ella, y se abrazan efusivamente. Julia debe de estar al corriente de su separación de Marcus, porque más que saludarla parece consolarla. Leopoldo se muestra también afectuoso con Laura. Me ha visto y me hace un tímido saludo, parece que no está de humor para encontrarse con los amigos de Marcus. ¿Pero dónde está él? Es muy extraño que no acuda a un acontecimiento como éste, además de que él y Rodolfo son buenos amigos. ¿Estará enfermo? Tal vez venga más tarde, falta todavía más de media hora para que dé comienzo la retrasmisión del concurso. La que no podía faltar es Adela, acompañado de su filósofo marido y del pobre de Lucio. Parece que no encuentran mesa, pero unas vecinas y clientas les invitan a sentarse en la suya. Adela es muy codiciada entre las mujeres, por sus amenas charlas sobre la vida íntima de la gente del barrio. Por supuesto que ya debe de estar al corriente de mi separación. Me ha visto y la expresión de su rostro es de gran asombro, al verme sentado junto a María. Me temo que se acercará a nuestra mesa para conseguir más material de primera mano para sus chismes. ¡En efecto, viene hacia aquí! —Hola, Guido. ¿Dónde está Julia? —Allí la tienes, con su amiga Laura —y le señalo dónde se encuentran. Como es una experta en relaciones personales, ha deducido pronto la situación, pero parece que no se conforma con estas evidencias, quiere saber más. —Ya sé que no es de mi incumbencia, pero ¿no debería estar contigo? —Adela, tú ya sabes por qué no me acompaña, ¡eres la mujer mejor informada del barrio! —Lo reconozco, sabía lo de tu separación, pero no podía creerlo... ¡Pero parece que ahora estás en buena compañía! —No insistas, Adela, ¡porque no tendrás la primicia! Pero Adela ya sabe todo lo que deseaba saber y ha visto todo lo que deseaba ver. Mañana todo el barrio sabrá que hago la corte a María. Saluda a María con un beso que no sé por qué me recuerda al beso de Judas, y regresa a su mesa. Ya ha visto bastante como para una semana de chismes frescos. Por supuesto que no podía faltar el miserable de Romano, que acude como siempre acompañado de la sabandija de su abogado. No sé cuál es la razón de su presencia en el café, porque es uno de los pocos vecinos del barrio que dispone de un televisor. Tal vez quiera darnos la imagen de que él es uno más de la comunidad y quiere compartir nuestras sencillas vivencias. No tiene dificultad para conseguir una mesa, porque la tiene reservada. Jonás ha hecho un gesto de profundo desagrado cuando le ha visto entrar. ¡Debe ser por el rumor que corre por el barrio de que le adeuda medio año del alquiler de su peluquería! Romano se acerca a nuestra mesa y saluda a Jonás, pero ni Jonás ni su hija responden a su saludo. Al contrario, le devuelven un gesto de gran animosidad, que desagrada a Romano. —No es un gesto muy educado no devolver el saludo a un amigo —comenta Romano vivamente contrariado—. ¡Sobre todo ahora que nos hemos puesto al día con tus atrasos! ¿Ha pagado Jonás sus alquileres atrasados? Pero, ¿de dónde habrá sacado Jonás tanto dinero? No me atrevo a preguntarle. A Romano parece no importarle su desaire y se acomoda en su mesa. Me pregunto qué ha debido suceder para que Jonás y María se muestren tan contrariados por su inesperada visita de Romano al Café. El humor de María ha cambiado súbitamente. Parece no escuchar, y cambia una expresiva mirada de complicidad con su decaído padre. Algo ha debido suceder entre Jonás y Romano, que motiva sus reacciones. La presentación de Linda (Narrador: Marcus) He dudado hasta el último momento de acudir en compañía de Linda al Café Central la noche de la actuación de Rodolfito. Debe estar la mitad del barrio allí, porque todos queremos escuchar su actuación. Por otro lado, esta puede ser la mejor oportunidad para que el barrio conozca a mi nueva acompañante. Pero Linda es una mujer imprevisible. No sé si tendré valor de entrar si viniera vestida provocativa. Hemos quedado en el mismo lugar de la otra vez, pero ahora soy yo el que me he anticipado. Tal como suponía, ya están en el café todos mis amigos y conocidos, incluida Laura. Como me temía ¡Linda viste con su ropa de trabajo! Viste una falda roja tan ajustada que apenas puede caminar, y muy por encima de las rodillas. Pero si la angosta falda ya se lo pone difícil, lleva unos botines blancos con un exagerado tacón. ¡No sé cómo puede mantener el equilibrio! Aunque lleva puesta una chaqueta de cuero negra, sospecho que lo que lleva debajo no debe cubrirle mucho de su cuerpo. ¡Es el fin de mi buena reputación, pero no puedo dar marcha atrás, porque yo me lo he buscado! —Hola, Marcus, no te sorprendas. ¡He decidido darte la oportunidad de probar hasta dónde llega tu interés por mí! ¡Esta noche puedes ser mi héroe, tal como tú lo has soñado! Apenas hemos cruzado el umbral de la puerta y siento la fuerza magnética de decenas de miradas que deben preguntarse quién es mi nueva compañera con claro aspecto de prostituta. La mayoría deben saber que me he separado de Laura, y cada uno hará sus propias conjeturas, pero no hay duda de que todo el vecindario me condenará. Este imprevisto espectáculo los mantiene entretenidos, y Adela será más solicitada que nunca. Debe de haber triplicado las ventas de pan. Por desgracia después del desagradable asunto del arresto de Raulín, me he convertido en un personaje, y todos mis vecinos admiran mi integridad moral. De otro modo se sentirían engañados por haberse movilizado en mi defensa. Pero sobre todo esperan de mí que sea el defensor de los oprimidos por Romano, y consiga librarles de este despreciable personaje y del malcriado de su hijo, que sigue bajo arresto pendiente de juicio. Pero yo no me siento con la fuerza y la energía suficiente para esta enorme responsabilidad. Creo que es inevitable que les defraude. Y este desencuentro empezará a producirse esta misma noche, si descubren que Linda es una prostituta. Veo que Laura también está aquí. Hemos cruzado una furtiva mirada. Supongo que debe sentirse despreciada por causa de su edad, porque Linda puede que sea veinte años más joven que ella, y desde luego mucho más atractiva, o por lo menos más provocativa. La mayoría de mis vecinos ya se habrán dado cuenta de este detalle y empezarán a compadecerla y a dudar de mi integridad moral. No hay duda de que no he nacido para ser un líder. Ellos me han creado y ellos me destruirán. Linda parece estar ajena a la expectación que está despertando, porque este no es su barrio. El suyo es el más sórdido de la ciudad. Allí no hay panaderas chismosas ni carniceros padres de niños prodigios ni floristerías ni colegios de primaria; no hay iglesias ni modestos parques públicos ni geranios en los balcones. El suyo no es un barrio, es un enorme prostíbulo. Un laberinto de calles oscuras, iluminadas solo por los reclamos luminosos anunciando paraísos carnales, médicos especializados en enfermedades venéreas, pensiones baratas, licorerías y decenas de antros con reclamos al natural de lo que se puede gozar por un módico precio, si no reparan en la edad de las prostitutas. ¡Ese es el barrio de Linda! No hay ninguna posibilidad de encontrar una mesa libre, y nadie nos invita a su mesa. He saludado a Guido, que se ha levantado y supongo que espera que le presente a Linda. Posiblemente sea el único que se atreva a saludarla. —Ya te extrañaba, Marcus. ¿No vas a presentarme a tu amiga? —Claro, Guido; es Linda, nos conocimos en accidentadas circunstancias, es una larga historia. Linda, este es Guido, mi mejor amigo. Sin duda que me ha demostrado que es mi mejor amigo, porque nos invita a compartir su mesa. —Tal vez si nos apretamos un poco, y encontráis dos sillas, podréis sentaros con nosotros, si Jonás no tiene inconveniente. El concurso está a punto de comenzar, aunque Rodolfito no será de los primeros en actuar. Un camarero nos consigue dos sillas plegables y nos acomodamos en su mesa. Linda se ha quitado la chaqueta, y, como me temía, deja al descubierto una generosa parte de su pecho y espalda. ¡No puede haber elegido unas prendas más provocativas! Noto que Jonás parece inquieto, y no puede apartar su mirada de Linda. ¿Habrá sido cliente suyo? No; es imposible. ¿Entonces, qué llama su atención? No puedo evitar hacerle esta pregunta: —¿Jonás, os conocéis? Linda parece intentar recordarle como un posible cliente, pero niega conocerle. Pero Jonás sigue inquieto y parece no haber escuchado mi pregunta. ¿La habrá reconocido? 15. La indiscreción (Narradora: Adela) Nunca hubiera imaginado que algún día pudiera ver algo así en este barrio. No tengo palabras para expresarlo: ¡Marcus acompañado de una fulana, porque tiene la pinta de una cualquiera! ¿Cómo ha podido dejar a Laura por esta mujerzuela? Los hombres son un misterio, pero todos acaban en los brazos de mujeres fáciles como esta. El sexo domina su voluntad. Claro que no todos son iguales. No creo que mi Ramiro me haya traicionado ni una sola vez. Marcus nos ha engañado a todos. ¿Pero cómo tiene el valor de presentarse aquí acompañado de una puta? No me extraña que la pobre Laura se esté sintiendo traicionada y herida en su dignidad al contemplar este espectáculo. Pero a él no parece afectarle. ¡Ahí está, como si nada! ¡Sentándose a la misma mesa de la inocente María! ¿Cómo se puede tener tan poca vergüenza? Mi Lucio parece que ha visto en esa mujer algo que le llama la atención, me está dando codazos porque quiere decirme algo, pero no quiere que lo escuchen los demás. —¿Qué estás viendo, Lucio; qué quieres decirme? —Mamá, esa mujer es la que vi abrazada a Marcus; es la misma, estoy seguro... —¿La traficante de drogas? ¿Estás seguro, hijo? —¡Completamente! —Entonces, se confirma que Marcus nos engañó a todo el barrio, y debe de estar compinchado con ella? ¡Ya me extrañaba a mí que pudiera vivir con lo poco que debe ganar con el ruinoso negocio de bisutería! Pero ¿cómo se han atrevido a presentarse aquí sabiendo que la policía debe estar buscándola? Deberíamos denunciarla, pero mejor no nos metemos en líos. Ramiro debe de saberlo, quiero conocer su opinión sobre lo que debemos hacer. —Ramiro, ¿sabes quién es esa mujer que acompaña a Marcus? ¡La traficante de drogas que busca la policía, tu hijo la ha reconocido! ¿No deberíamos denunciarla? —No, Adela; nosotros no somos quiénes para entrometernos en asuntos de la justicia. Deja que sea la policía quien haga ese trabajo. ¡Tú no has visto nada, y vamos a disfrutar de la actuación de Rodolfito, porque acaba de comenzar el concurso! —¡Tú siempre tan filosófico! Pero tal vez tengas razón. 16. El recital (Narrador: Guido) Ha comenzado el concurso, y todos parecen olvidarse de Marcus y su llamativa nueva amiga, Linda. Los presentadores describen las normas del concurso. Ahora vemos imágenes del público que asiste en directo, y ahí están sus orgullosos padres, que no caben en sus asientos, no solo por su obesidad, sino también por su satisfacción. Los vecinos hemos reaccionado con un espontáneo aplauso, porque ellos también son protagonistas de este gran evento. Pero también vemos entre el público a Margarita y su hija, Luisa, que hacen el gesto de saludar cuando creen que aparecen en la pantalla porque las cámaras les enfocan. Nosotros respondemos con el mismo gesto de saludo. Empiezan las actuaciones de otros niños prodigio, que sin duda serán firmes candidatos al primer premio, pero todos confiamos que Rodolfito supere a todos ellos. Por fin ha llegado el gran momento. Acaba de subir al escenario Rodolfito. Todos le aplaudimos entusiasmados. Sus padres aparecen en las imágenes visiblemente emocionados, y tienen motivos para estarlo. Rodolfito parece muy relajado y demuestra una extraordinaria madurez impropia de su corta edad. El presentador le introduce y dice de él maravillas. Rodolfito dedica su actuación a sus padres, a quienes agradece por los sacrificios que han tenido que hacer por su causa, después menciona a la pequeña Luisa, su mejor amiga, que aparece rebosante de júbilo en las imágenes y, por último, no se ha olvidado de nosotros, y nos lo dedica también a su barrio. Hemos respondido nuevamente con un caluroso aplauso. Pero ahora todos hemos guardado un sepulcral silencio, porque Rodolfito se dirige a un enorme piano de cola, y después de estirarse los dedos y permanecer unos instantes inmóvil, comienza su actuación con la difícil composición de la Gran Polonesa de Federico Chopin. Estamos tan entusiasmados con la actuación de Rodolfito que no nos hemos dado cuenta de la entrada en el café de Jacinto, el policía, y otros dos hombres con aspecto sombrío, que deben ser también policías. Parece que él tampoco quiere perderse la actuación de Rodolfito, pero lo extraño es la presencia de los dos hombres que le acompañan, porque creo que son los mismos policías que detuvieron a Marcus. ¿Vendrán a volverlo a detener? ¡Pronto lo sabremos! 17. La detención (Narrador: Jacinto, policía del barrio) No puedo creer que ese usurero de Romano se haya vuelto un honrado ciudadano, porque ha sido él quien ha alertado a la policía de la presencia en este café de esa mujer, que por lo que veo es la nueva amiga de Marcus. Según testimonios, es una traficante de drogas. Desde luego que su aspecto es el de una prostituta, pero no puedo creer que Marcus tenga algo que ver con drogas, como lo probó en la otra detención. Pero hay contra ella una orden de busca y captura y no tengo otra opción que cumplir con la ley. Yo siempre quise ser policía para hacer respetar la ley, pero los años de experiencia en este oficio me han enseñado que las leyes no reforman a las personas, sino que son las personas quienes reforman las leyes. Las leyes deben servir para proteger la integridad de las personas honradas y no de los maleantes, y no me cabe la menor duda de que Marcus es una persona honrada, pero la ley protege al delincuente de Romano. Tal vez me esté faltando lo que es imprescindible en un policía: la confianza absoluta en la acción de la justicia. Puede que ya no sirva para este trabajo y haya llegado la hora de mi retiro. Tengo la penosa misión de llevarme a los dos detenidos, a la mujer por ser una supuesta traficante de drogas y a Marcus por ser su encubridor y obstrucción a la acción de la justicia. Hoy no me siento, ni mucho menos, orgulloso de mi profesión. Al menos esperaré a que finalice la trasmisión de este concurso, ¡no quiero amargarles la velada! Pero todos se han dado cuenta de mi presencia y deben sospechar que esté relacionada con esa mujer. Adela ha debido hacer correr el rumor de que a la compañera de Marcus la busca la policía, que ya asocian con mi presencia. El mismo Marcus me ha dirigido una interrogante mirada, porque debe presentir el motivo de mi presencia. Me gustaría tranquilizarle y darle a entender que soy uno más que esta aquí para ver a Rodolfito, pero desgraciadamente tengo que mostrarme impasible. Sé que Marcus ha interpretado mi actitud y debe temer por su amiga. Es posible que le haya llegado el rumor también a él. Rodolfito ha finalizado su intervención y el café es un clamor de vivas y aplausos. Algunos incluso se han puesto pie entusiasmados por su brillante actuación. Al menos se han olvidado de nuestra presencia. Ahora aparece un plano de sus emocionados padres. Ignacia no puede contener el llanto. También el público del estudio aplaude entusiasmado. A juzgar por lo prolongado de los aplausos, Rodolfito parece que es el ganador. Rodolfito es ya un profesional, y ha repetido una y otra vez gestos de agradecimiento al público, que sigue aplaudiendo. ¡Sorpresa! La pequeña Luisa sube al escenario para hacerle entrega de un enorme ramo de flores, regalo de Margarita, y le premia, además, con un infantil beso en la mejilla. Si las imágenes fueran en color seguramente que veríamos el sonrojo del sorprendido Rodolfito. Luisa parece entusiasmada y al volver se abraza a su madre, como si sentiera avergonzada. ¡Espero que algún día sea un buen padre para ella! Mis colegas de narcóticos me están presionando para que haga las detenciones, y lo más humillante es que debo esposarlos, porque ambos delitos se consideran graves. ¿Cómo voy a tener el valor de esposar a un amigo? ¿Cómo podría probar su inocencia? ¿Quién ha podido testificar contra una mujer que merece ser la compañera de un hombre honrado como Marcus? ¿Tal vez sea una prostituta, pero también ellas son seres humanos y merecen nuestro respeto y la presunción de inocencia! La ley no se fija en la forma de vestir ni en la profesión. Parece que el delator también se impacienta. Romano y su abogado se han acercado a nosotros y puedo leer en su crispada expresión, su insano deseo de que procedamos a las detenciones. —Jacinto, ¿a qué estás esperando para detenerlos, a que huyan? Me gustaría tener un motivo para arrestarle a él, que es quien lo merece. —¡Romano, no te inmiscuyas en mi trabajo o el detenido puedes ser tú! Mi respuesta le ha enfurecido. —¿Es así como se debe tratar a un ciudadano honrado? ¿Es así como me agradeces que te esté dando de comer con mis impuestos? En la academia de policía nos enseñaron a ser pacientes y tolerantes, pero este hombre me saca de quicio, ¡no sé si podré contenerme! —Los detendré cuando lo crea conveniente. ¡Una palabra más y te acusaré de desacato a la autoridad! Gracias a Dios que su abogado ha intervenido, porque he estado a punto de perder los nervios y arrestarle también a él. —Cálmate, Romano, Jacinto sabe cuál es su deber, y no tienen ninguna posibilidad de escapar. No sé cómo reaccionarán los vecinos cuando les detenga. Espero que no se produzca el mismo tumulto del último arresto. Por primera vez estoy convencido de la inocencia de quien tengo que arrestar, pero tengo que cumplir con mi obligación. Todavía permanecen sentados porque no se deben sentir culpables de ningún delito. Arresto a la mujer. —Póngase en pie, está arrestada...Tiene derecho a permanecer en silencio. Todo lo que diga será usado en su contra ante una corte de justicia. Tiene derecho a un abogado. Supongo que me ha entendido... La pobre mujer me mira horrorizada y es incapaz de reaccionar. Le pongo las esposas y no ofrece resistencia, porque parece aturdida, incapaz de entender cuál puede ser su delito. —Jacinto, ¿qué estás haciendo? ¿Qué delito ha cometido? ¿Por qué la arrestas? —¡Lo siento Marcus, pero también tengo que arrestarte a ti, ya has escuchado cuáles son tus derechos! ¡Tengo que esposarte! Le pongo las esposas sin que tampoco ofrezca resistencia. En el café se ha armado un gran revuelo. Escucho algunos silbidos, pero no parece que nadie salga en su defensa. Solo Guido se atreve a intervenir. —¡Jacinto, esto es un atropello! ¿Y ahora de qué les acusas? —Guido no hagamos las cosas más penosas de lo que ya son. ¡Tengo una orden de búsqueda y captura contra esta mujer por tráfico de drogas! —¿Y a Marcus, de qué se le acusa? —¡De cómplice y obstrucción de la acción de la justicia! —¡Pero tú sabes que eso no es verdad; que son inocentes! —¡Sí, lo sé; pero la ley es la ley y tengo que cumplirla! La mujer no puede soportar la tensión y rompe a llorar. Marcus trata de consolarla. —No llores, Linda, somos inocentes y todo se aclarará. —¡Eso espero, Marcus! —le contesto yo. Ya estábamos en la puerta del café cuando Jonás se ha levantado y visiblemente emocionado, me grita: —No, Jacinto, ellos no son culpables, ¡El culpable soy yo! María trata de defender a su padre, y no puede evitar también el llanto. —¡Papá, tu no eres culpable; los culpables son ellos! —No, María, yo soy el único culpable; yo acusé a esa mujer en falso y merezco un castigo. La situación se ha vuelto muy confusa, pero quiero saber quiénes son los culpables que sugiere María. —¿María, quiénes son «ellos«? Inesperadamente aparece en la puerta del café Serafín, el párroco de la iglesia católica, y me da él la respuesta: —¡Romano y su abogado! ¡Ellos chantajearon con desahuciar al pobre Jonás para obligarle a testificar en falso contra esa mujer, que es inocente! Romano se ha vuelto lívido de ira, y responde a la acusación del párroco. —¡Miente! ¡No tiene pruebas contra mí, porque lo que dice es secreto de confesión! —No. Román, ya no soy un párroco; ahora soy un seglar, como tú y los demás. He renunciado al sacerdocio y estoy excomulgado. Pero Dios no puede consentir esta monstruosa injusticia. ¡Sé que me perdonará! Declararé ante un juez y espero que seas tú el que vaya a prisión, ¡en compañía de tu malvado hijo! Romano se revuelve furioso y hace ademán de agredir a Serafín, pero yo le detengo. Le quito las esposas a Marcus y se las pongo a él, que se revuelve como una fiera herida. ¡Ahora soy el policía más feliz de la Tierra! Todos los vecinos aplauden el arresto. Le quito también las esposas a la mujer y se las pongo al abogado de Romano, que no ofrece resistencia, porque lo sujetan los dos policías que me acompañan. Marcus abraza a su amiga, que se deshace en llanto, ¡pero ahora de alegría! Lo mismo hace Jonás con su hija. ¡No son las leyes, sino las personas honradas, las que imparten la verdadera justicia! El PERJURO Una noche memorable (Narrador: Jacinto) ¡Sí, aquella noche, en la que el pequeño Rodolfito llenaba de orgullo a nuestro barrio, fui el policía más feliz de la Tierra! Fue una noche memorable, en la que todos aprendimos una gran lección: Todas las leyes son inútiles donde no hay honradez. Nadie esperaba que aquel anciano párroco, apegado a las más profundas raíces teológicas; firme en sus convicciones morales y fiel seguidor de la más pura ortodoxia católica, renunciara a 50 años de servicios religiosos y se arriesgara con su excomunión a la condenación de su alma ¡para salvar de la cárcel a una prostituta! Ese buen párroco ya debe de estar sentado a la diestra de Dios padre, como lo están todos los hombres y mujeres justos, porque falleció un año después. Pero debo recordar que antes de morir le fue revocada su excomunión, como no podía ser de otra manera, por lo que murió en la más absoluta gracia de Dios. Paradójicamente quién mayores elogios hizo de este buen cura fue Erasmo, el pastor protestante del barrio. Dijo de él que la religión más verdadera es la que nos hace obrar con justicia, por encima de cualquier otra consideración, lo que es igualmente válido para católicos o protestantes. ¡No se pueden consentir injusticias amparándose en la religión! El entierro fue un duelo sin precedentes en la historia de nuestro barrio, muchos no pudieron contener el llanto. Pero lo más memorable fue que acudieron prácticamente todas las prostitutas de la ciudad, porque había corrido la voz de su gesta en favor de Linda. La otra lección que nos dio la experiencia de aquella noche fue que no debemos prejuzgar a las personas por su apariencia o imagen. Todo el vecindario estaba ya dispuesto a darle la espalda a Marcus, solo porque su acompañante no vestía como se espera de una mujer decente, pues es más culpable quien disimula su indecencia debajo de sus vestidos decentes. Romano fue acusado de prevaricación, pero después supimos que la mayoría de sus propiedades las había adquirido por medios criminales, falsificando las escrituras de los propietarios de viviendas muertos durante la guerra y cuyos registros de la propiedad habían sido destruidos. Por lo que permaneció en prisión hasta su fallecimiento, seis años después. Sus propiedades fueron confiscadas y entregadas a quienes pudiesen justificar ser sus herederos, las demás pasaron a ser propiedad del Ayuntamiento de la ciudad, y se utilizaron como viviendas sociales para los más necesitados. Romano tuvo el final que merecía, y con su detención y encarcelamiento, libramos al barrio de un personaje indeseable. En cuanto a Raulín, solo estuvo preso seis meses, pero cuando fue puesto en libertad no tenía ya quien financiera sus maldades y abandonó el barrio, sin que sepamos todavía dónde se encuentra. Después de aquel suceso fui propuesto para un ascenso, pero a pesar de que aquella noche fui consciente de lo importante que fue mi contribución como policía en la solución de aquella injusticia, mi confianza en la justicia quedó profundamente dañada, por lo que no podía seguir haciendo mi trabajo con la necesaria convicción, y decidí, no sin gran pesar tras veinticinco años de servicio en este barrio, pedir mi jubilación del cuerpo. Pero había otro motivo más importante que mi frustración como servidor de unas leyes en las que ya no creía: ¡Margarita! Su floristería había progresado tanto que ella sola ya no podía atenderla. Necesitaba ayuda. ¿Y quién mejor que su propio marido? Así es que decidimos que había llegado el momento de unir nuestras vidas en matrimonio. Si el entierro del padre Serafín fue multitudinario nuestra boda no estuvo menos concurrida. Aunque en su mayoría eran modestos, tuvimos que ocupar una sala de la vivienda para depositar los numerosos regalos que recibimos. Fue otro día memorable. Margarita insistió en que no vestiría de blanco, porque se presentaba ante el altar con una hija de 10 años, pero yo la convencí de que esa no era una razón para no vestir de blanco. ¡Ya había hecho suficiente penitencia para ganarse este derecho! Así es que no escatimamos medios y pudo lucir un sencillo pero inmaculado vestido de novia blanco. Yo estaba profundamente preocupado por la reacción de Luisa. A pesar de que durante nuestro largo noviazgo yo traté siempre de comportarme como lo hubiera hecho su verdadero padre. Pero ahora era distinto, porque mi relación con su madre sería más íntima y Luisa podría sentirse desplazada. Por esa razón acordamos contener nuestras muestra de afecto hasta que Luisa estuviera segura de que su madre no había dejado de quererla como antes de nuestra unión. Solo sentimos que no hubiera sido el padre Serafín quien nos casara y nos diera su bendición, en su lugar el obispado dio la parroquia a un joven sacerdote de esta misma generación, por lo que no sabía nada de nuestro pasado, ni había oído hablar ni de Romano ni de Marcus. 19. La boda (Narradora: Margarita) ¡Aquel primer domingo de mayo de 1965 fue el día más feliz de mi vida! Por fin veía todos mis sueños realizados: tenía un marido de quien estaba enamorada (y desde luego que todavía lo estoy), una hija que era mi orgullo y una floristería que cada día tenía más clientes ¿Qué más podía pedir? Atrás quedaron enterrados y olvidados los malos años de sacrificios y de incomprensión de mis vecinos, claro que tengo que comprenderlos porque aquellos eran otros tiempos y otras mentalidades. Aquel luminoso día de mi boda entré en la iglesia católica tan ligera de cualquier remordimiento que hubiera podido hacerlo flotando en lugar de andando. Jacinto me convenció para que vistiera de blanco, el mismo color del precioso vestido de Luisa, que parecía ella la novia y no yo. Tengo que aclarar que mi marido pertenecía a la iglesia protestante, pero después de conocerme se convirtió a la católica. No solo porque yo pertenecía a esta iglesia, sino por su admiración por el padre Serafín. La ceremonia fue muy emotiva, y yo no pude evitar llorar de felicidad cuando le acepté por mi marido con esa hermosa frase con la que sueñan la mayoría de las mujeres «¡Sí, quiero!» Luisa ya era lo suficientemente mayor para entender lo que estaba pasando, pero mi pobre hija estaba sumida en una gran confusión, y era fácil leerlo en la expresión de su rostro, entre sonriente y asustada. Ella sabía que a partir de aquel día Jacinto ya no sería el amigo de su madre. No solo sería mi marido, sino también su padre y no sabía cómo debería comportarse. Pero Jacinto tuvo la paciencia y la habilidad de ganar su confianza y hacerla sentir lo que se esperaba de un padre. Jacinto era para mí el socio perfecto, el marido fiel y el padre responsable. Cambió el uniforme por el delantal de trabajo de jardinero, las esposas por las rosas y los geranios, los criminales y ladrones por los clientes, la comisaría por la floristería, la cárcel por el invernadero, el inspector—jefe por una esposa, y de regalo se encontró con una hija ya crecida, que le necesitaba. ¿Podía ser más feliz? No tardó mucho en aprender el oficio de jardinero, incluso parecía que las plantas que él regaba y cuidaba, crecían más robustas, florecían antes y se marchitaban más tarde. Las plantas debían sentir su energía positiva, porque no cabía otra explicación. Luisa ha llamado por teléfono a los que fueron nuestros testigos de bodas, Guido y Marcus, para invitarlos a la celebración de nuestras bodas de plata. ¡Veinticinco años de felicidad! No los he visto desde la boda de mi hija con Rodolfo, porque ahora no podemos llamarle «Rodolfito». Recuerdo cuando Marcus me dijo el día que me regaló los pendientes que compré en su bisutería para su primera comunión: «¡Antes de que te des cuenta, tu Luisa estará en edad de casarse!» ¡Y ya está casada sin que verdaderamente «me haya dado cuenta»!, porque el tiempo pasa como en un sueño cuando eres feliz y se eterniza cuando eres desdichada. Sí, el tiempo vuela, Jacinto acaba de cumplir setenta años y yo ya he sobrepasado los sesenta. Cuando me contemplo en el espejo siento que mi espíritu, que nunca ha sobrepasado los veinte años, está unido a un cuerpo que no es el mío. Solo Jacinto conoce mi secreto. ¡Para él sigo teniendo veinte años! Es triste envejecer, pero mucho más triste es envejecer con la sensación de haber malgastado los años sin haber hecho algo de lo que poder estar orgulloso, y yo no tengo motivos para estar triste. Por si la vida no me hubiera obsequiado bastante con un buen marido y una hija afectuosa, Luisa, me colmó de felicidad haciéndome la abuela de una encantadora criatura, Jesúa, que cuando tenía solo dos añitos ya sabía llamarme ¡«abuelita»! ¿Qué podría pedir más a la vida? Solo me gustaría pedirle que cuando me llegue mi hora de dejar este mundo, acepte la muerte con la misma entereza como he aceptado la vida. El collar de perlas (Narrador: Marcus) Hoy he tenido la agradable sorpresa de una llamada de Luisa. Quiere que asistamos a la celebración de las bodas de plata de sus padres en el Café Central. Sigue teniendo el tono de voz de una niña, y pienso que en el fondo debe sentirse como cuando era entonces. Para los del barrio que la conocimos, Luisa será siempre la niña que premió a nuestro prodigio, Rodolfito, con un enorme ramos de flores y un beso tan tierno que no puede borrarse de nuestra memoria. La historia de este barrio esta unida por siempre a esa bella imagen. ¡Y de ese mágico momento hace ya veinticinco años! ¿Por qué el tiempo nos castiga deformando nuestro cuerpo cuando sigue intacta nuestra alma y las gratas imágenes de nuestros recuerdos? ¡Tiene que haber otra vida que resuelva esta enorme contradicción, donde el cuerpo y el alma sean eternamente jóvenes! Aquella memorable noche un ángel debió sobrevolar sobre nuestro barrio, ¡no hay otra explicación! Ese debió ser el ángel que nos trajo a las puertas del Café Central a un hombre justo, como solo nace uno entre un millón. Seguro que Calixto escribió en su mágico cuaderno el nombre de este cura para ser el embajador extraordinario de su fantástica Galaxia Central, que según la fantasía de esta persona libre, y que vive en otro mundo paralelo, gobierna sobre el universo. ¿Y si fuera verdad? Sí, yo también creo que alguien tiene que gobernar sobre todo el universo. Alguien que sabe cómo somos y cómo nos comportamos, y que está dispuesto a castigarnos o premiarnos según sea nuestros actos. Nos castigó con una guerra larga y cruel y nos volverá a castigar con otra guerra mucho más cruel y destructiva y que puede ser la última. Por eso Calixto busca diez hombres y mujeres justas, para que sean embajadores de la verdad y la justicia, y anuncien este posible apocalipsis final. Aquella noche mi vida dio un repentino vuelco. Linda quería saber si yo era su héroe. Alguien en quien poder confiar para cambiar de profesión y estar dispuesta a perder su libertad. Y fue ese gran párroco quién nos libró de un seguro fracaso. Linda encontró su héroe y, tal como se había prometido a ella misma, tenía una poderosa razón para aborrecer su profesión: su amor y admiración por mí. Esa noche yo fui su último cliente, y volvió a yacer en la misma cama donde la parca había forcejeado con ella para arrancarle la vida, pero ahora, la vida forcejeaba con la muerte para alejarla de nuestra cama. Lo que sucedió después fue sin duda el resultado de aquella mágica noche. El barrio se libró de Romano y parecía como si entrara en una nueva era, porque resurgió el entusiasmo y la ilusión por el futuro de antes de la guerra. Yo me había convertido sin buscarlo en un admirado y respetado líder, y con mi ejemplo de tolerancia les mostré el camino para una buena comunidad. Linda fue aceptada como un miembro de la comunidad tan respetable como los demás. En cuanto a mi modesto negocio de bisutería, no solo no perdí mi clientela, sino que aumentó de tal manera que cambié el negocio de la bisutería en una joyería, siguiendo la profesión familiar, con la aceptación de mis vecinos. Pero la joya más valiosas era, desde luego, Linda, el diamante en bruto que me había propuesto pulir. La invitación de Luisa me ha traído a la memoria el recuerdo de la pasión de María por uno de mis collares de perlas de imitación y mi propuesta de regalárselo a cambio de sus favores. ¡Su extraordinaria belleza perturbaba la mente de todos los hombres del barrio! ¡Qué afortunado consideramos a Guido cuando anunciaron su compromiso! Yo también celebraré pronto mis bodas de plata, porque Linda y yo tardamos un año en unirnos en matrimonio, el tiempo que tardé en cambiar de negocio, aunque aun tardaría un año en consolidarse. Un año después de aquellos sucesos, de nuestro amor nació Isabel, una niña que tendría por padre un imprevisto líder de barrio y por madre una honrada prostituta. Pero los tiempos y las mentalidades habían cambiado, y no tuvo que sufrir el rechazo moral que padeció la pequeña Luisa. Isabel fue una niña feliz porque se crio en el seno de una familia feliz, que había conocido la desdicha, y sabíamos lo que no debíamos hacer para evitar que volviera a ensombrecer nuestra felicidad. Pero la vida siguió su inexorable devenir, nos vino a demostrar que el tiempo es una viajero impenitente que no se detiene mucho tiempo en ninguna estación hasta que no llega a la estación terminal. Mi héroe (Narradora: Linda) Yo solo tenía 8 años cuando estalló la guerra, pero no sabía qué sucedía. Solo recuerdo a mi padre tomarme en brazos y correr hacia el refugio. Después escuchaba los estruendos de las bombas caer en nuestro barrio, y todo el refugio temblaba como si lo sacudiera un terremoto. Tras cada explosión los niños llorábamos asustados, mientras los adultos trataban de calmarnos con caricias y palabras de consuelo. Mi padre me decía que aquello no eran bombas sino petardos, y que cuando terminase iríamos a la feria a divertirnos. Pero yo sabía que me engañaba, porque los petardos no hacían aquel aterrador estruendo. Seis meses después de comenzar la guerra, le movilizaron y nos quedamos solas mi madre y yo. Mi padre regresó al barrio dentro de un sencillo ataúd de pino pagado por el Gobierno que nos llevó a esa catástrofe. Mi madre todavía era joven y además atractiva, y conoció a un hombre con una buena posición, pero no le atraía ella sino yo. Mi madre era consciente de sus deseos, pero cuando la pidió en matrimonio nuestra situación era tan desesperada que tuvo que aceptar. La misma noche de bodas me forzó a que me acostara con él y yo no pude negarme, mientras mi madre permanecía en otra habitación llorando en silencio, pero resignada e impotente. Pero mi padrastro era generoso con las dos, y a ambas nos colmaba de regalos y se mostraba agradecido por la resignada tolerancia de mi madre. Pasado algún tiempo llegamos a aceptar aquella situación y su única preocupación era que yo no quedara embarazada. Apenas duró un año este irregular matrimonio, porque mi padrastro murió de un fulminante ataque al corazón, prácticamente encima de mí, cuando hacíamos el amor. En su testamento me dejaba a mí una pequeña fortuna, que debería tomar posesión cuando me casara, y a mi madre una modesta renta de un paquete de acciones que apenas le permitía sobrevivir. Yo pensé que podría ayudar si me buscaba otros padrastros generosos, y ella estaba tan acostumbrada a tolerar que me acostara con hombres maduros, que accedió, y así me inicie en la profesión de prostituta. Cuando cumplí diez y ocho años me enamoré del hijo de uno de mis clientes, a quién el padre hizo que le acompañara, porque quería que yo le iniciara en el sexo. Pero el hijo no era como el padre, sino un auténtico gigoló, del que me enamoré perdidamente. Yo era una ingenua y creía en el amor para toda la eternidad, y que mi amado gigoló no me traicionaría nunca. Por eso le informé sobre mi pequeña fortuna y la condición para disponer de ella. Mi amado gigoló no tardó ni 24 horas en declararme su amor eterno y pedirme en matrimonio. En menos de una semana ya estábamos casados. Pasamos la luna de miel en uno de los hoteles más caros de la Costa Azul y no escatimábamos a la hora de elegir los platos de las cartas de los restaurantes más reputados. Esa extravagante luna de miel me costó la mitad de mi herencia, la otra mitad no nos duró mucho más. Mi primer matrimonio duró lo que tardó en dilapidar mi herencia. Cuando conocí a Marcus ya no era una jovencita y estaba empezando a ser rechazada. Mi madre, consumida por su callado sufrimiento, no tardó mucho en seguir a mi padrastro. Así es que por entonces mis escasas ganancias solo me permitían vivir en un hotel de mala reputación en el peor barrio de la ciudad. Aquella noche en la que acepté al hijo de Romano como cliente, solo quería divertirse conmigo. Fuimos a un apartamento donde habían varias parejas, las mujeres eran todas prostitutas, y estaban celebrando una orgía. Raúl les proporcionó las drogas que necesitaban para animar la velada. Media hora después la orgía se volvió violenta, y las mujeres eran vejadas y maltratadas. El hijo de Romano se asustó, y decidió abandonar a sus violentos amigos, pero no sabía qué hacer conmigo. Pensó que si bebía una buena taza de café bien cargado me despejaría y podría deshacerse de mí esa misma noche, por eso nos dirigíamos al Café Central. El destino quiso que nos cruzáramos con Marcus. Yo podía escuchar su conversación, pero no era capaz de articular ni una palabra, por eso hice un gran esfuerzo y me abracé a Marcus. Desde ese momento supe que aquel era el hombre que podía librame de aquella pesadilla que estaba siendo mi vida. Pero estaba tan resentida que cuando desperté dolorida y confundida, no pude evitar pagar mi desesperación con el hombre que al parecer me había salvado la vida. Cuando me vi de nuevo en la calle, comprendí que había cometido un grave error, y regresé para dejarle al menos la manera en que podía encontrame, pero lo había tratado con tanta agresividad que no me hice ninguna ilusión de que me llamase. Creo que estuve llorando toda la noche. Al día siguiente comprendí que no me resultaría fácil salir de aquel círculo vicioso en el que se había convertido mi vida, del que no veía la forma de salir. No tenía profesión ni otros conocimientos que los de mi profesión y nadie me aceptaría conociendo mi pasado. Estaba atrapada, y había maltratado a quién podía ser mi salvación. ¡Afortunadamente, él me llamó. Mi dulce María (Narrador: Guido) En mi familia somos libreros desde hace tres generaciones. Mi abuelo Guillermo fundó la primera librería en este barrio hace setenta y cinco años. El siempre decía que un libro era como la flor de donde surge un fruto, porque de los libros también surge el fruto. Siempre se aprende algo. También solía decir que el progreso de una comunidad se mide por los libros que lee. Una comunidad que no lee es como un niño que no juega: algo indeseable. Él quería poner su grano de arena para que nuestra comunidad progresara, y por esa razón abrió una librería. Pero también decía que el carácter y la personalidad de una comunidad se sabía por el género de libros que leía. En nuestro barrio eran las favoritas la poesía de los autores del Romanticismo. Como Heine, Goethe, Schiller, Hölderlin, pero también dramaturgos como Voltaire o Racine, y los libros de las grandes ideas que cambiaron el mundo, como Rousseau o Descartes. Yo seguí la tradición familiar y continué con la misma filosofía que mis antepasados, porque también pienso que un libro es el mejor amigo del hombre, si exceptuamos a los perros. Todos los que me conocían desde antes de la guerra me auguraban que la librería sería un rotundo fracaso porque creían que después de esta cruenta guerra los libros estaban condenados a desaparecer, porque ellos habían sido los principales causantes de las ideas que nos llevaron a la contienda. Me auguraban un nuevo «Mundo feliz», para después de la locura bélica, con una sola idea y cientos, miles o millones de variantes de la misma idea: ¡Beneficio! Los libros de librepensadores estarían rigurosamente prohibidos. Personajes históricos creadores de ideas revolucionarias serías removidos de sus pedestales y de los libros de historia. ¡Incluso la Biblia sería abolida! Apenas concluyese la guerra se haría una gran pira con millones de libros de soñadores e idealistas, y arderían en todas las plazas públicas del planeta. De esta manera, librándonos de las ideas y de los libros que las propagan, conseguiríamos, por fin, la hermandad universal en torno a un único dirigente, para un mundo sin complicaciones, sin controversias ni polémicas, sin nada que debatir o analizar. Los primeros en arder serían los libros de filosofia. Platón y Aristóteles serían considerados al mismo nivel que Marx y Engels; Sócrates como Lenin y Kant como Stalin. Ese era el mundo que vaticinaban los intelectuales cuando estaban en ruinas los museos, las escuelas, las bibliotecas y las iglesias. En ese ambiente pesimista contra los libros, yo aposté por ellos y abrí esta librería en el mismo lugar en que había estado la de mi abuelo, pero tuve que esperar a que se reconstruyera el edificio, porque, como muchos otros, había sido dañado por los bombardeos. El 2 de septiembre de 1945, cuando se firmó el armisticio yo acababa de cumplir 26 años. Estuve movilizado, pero no llegué a participar en ninguna batalla. Mi padre tenía una gran influencia en los dirigentes locales y consiguió un destino en Intendencia el tiempo que duró la guerra. María no había nacido. Yo llegué a conocer a su madre, de quién María heredó su belleza. La niña que llegaría a ser mi esposa, nació el último día del año 1946, cuando todavía estábamos conmocionados por la destrucción del ochenta por ciento de los edificios del barrio. Todo debía reconstruirse: Las dos iglesias, la biblioteca, la escuela de primaria, la enfermería. Algunas calles eran intransitables y en todas se amontonaban los escombros. No quedaba mucho tiempo para la lectura. En 1965, 20 años después, la vida en el barrio había vuelto a la normalidad e intentamos olvidar lo que habíamos dejado atrás. La barbería de Jonás estaba a dos manzanas de mi librería y vi crecer a María asombrado por su inusual belleza. Sentía celos de los niños que compartían sus juegos y lamentaba haber nacido veintisiete años antes que ella. Cuando María se hizo mujer y estaba en edad de contraer matrimonio, yo ya era demasiado viejo, y no me atreví a declararle mis sentimientos, y tuve que soportar verla acosada por media docena de pretendientes. ¡Nunca pude imaginar que esa niña llegaría algún día a ser mi esposa; mi dulce María. ¡Pero así se comporta el destino! 23. Un hogar entre libros (Narradora: María) No pasa un solo día sin que recuerde los sucesos de aquella noche en el Café Central. Sobre todo no puedo borrar de mi memoria la angustia que sentí cuando mi difunto padre tuvo el valor de impedir el arresto de Marcus y Linda declarándose culpable. ¿Qué iba a ser de mí si mi padre ingresaba en prisión? Esa fue la terrible imagen que me sobrecogió, pero al mismo tiempo rabiaba de indignación, porque sabía que él no era culpable. Si testificó contra esa mujer, que él desde luego no conocía, fue porque temía por lo qué sería de mí si nos desahuciaban. ¿Dónde podríamos ir? ¿Quién nos acogería? ¡Aquella angustiosa imagen le arrastró al perjurio! Él me había confesado lo que había hecho y las razones por las que lo había hecho, porque no podía soportar los remordimientos de su conciencia y necesitaba conocer mi opinión. Mi padre se debatía entre su sentido de la justicia y mi bienestar. Yo no dudé ni un instante de que su testimonio le hiciera a él culpable, sino que los culpables eran los que le habían obligado a cometer aquel delito. Si no hubiera sido por aquel santo de Serafín, él hubiera muerto en alguna prisión y yo no tendría otra alternativa que vivir de la caridad. No hay duda de que Dios lo tiene en el cielo, y entre sus favoritos. Pero aquella noche, que empezó con amenazadoras nubes de tormenta, finalizó con un sol radiante, porque tenía a mi lado el hombre que mi estado de ánimo y mi desolación estaba necesitando. Aquella noche el destino lo había preparado todo cuidadosamente. Trajo a mi lado a Guido, en cuyos brazos hallé el consuelo y la protección que solo un hombre bueno y honesto te puede dar. Eran muchos los hombres que me cortejaban, y yo no sabía por quién de ellos decidirme. Pero aquella noche se despejaron todas mis dudas: aquel hombre que me doblaba la edad era el elegido, no solo porque supo consolarme en aquellos críticos momentos, sino porque mientras me estrechaba entre sus brazos pude imaginar como sería mi vida junto a él, y desde ese momento sabía que sería mi futuro esposo. Yo tenía entonces tan solo 18 años, la edad adecuada para el primer amor y la providencia quiso que también fuera el último. Tal vez fuera por causa de las presiones que había tenido que soportar, a mi padre le diagnosticaron una enfermedad incurable, y murió un año después. No vivió para verme casada, ni por supuesto, llegar a conocer sus dos nietos, Marta y Sergio, a quienes no dejo de hablarles de su desconocido abuelo. Cada tres o cuatro meses visitamos su tumba para depositarle un nuevo ramo de flores. Costumbre que espero que sigan mis dos hijos cuando yo vaya a hacerle compañía. A pesar de nuestra diferencia de edad, todos aprobaban nuestro noviazgo, pero secretamente los hombres le envidiaban, porque yo era la mujer más deseada del barrio. Pero yo nunca presumí de ser una mujer bella, porque era mi belleza lo que pervertía a mis apasionados admiradores. Incluso Marcus llegó a insinuarme que me deseaba. Yo nunca les di motivos para provocar sus deseos, y muchas veces hubiera deseado perder mi atractivo y pasar desapercibida, pero otras me sentía halagada y orgullosa de mi belleza. Ese era el regalo que reservaba para quién robara mi corazón. ¡Y Guido fue ese afortunado! Solo había algo que nos distanciaba: Yo no tenía el hábito de la lectura, porque apenas disponía de tiempo libre ni dinero para comprarlos. No iba a serle de gran ayuda en su librería, pero sabía cómo crear todo lo que es necesario para convertir un desordenado piso de soltero en un hogar limpio y acogedor, que era lo que Guido estaba necesitando. Acordamos celebrar nuestro enlace en la primavera de 1967, un año después de la muerte de mi padre. El tiempo que parecía justo para respetar su duelo. La iglesia católica del barrio estuvo muy ocupada ese año, porque se celebraron tres bodas casi por las mismas fechas, la de Margarita y Jacinto, la de Marcus y Linda y la mía con Guido. No hay duda de que la más sonada y controvertida fue la de Marcus y Linda. Ella no se casó de blanco, vestía un sencillo traje chaqueta de hechura clásica, porque para entonces había regalado a sus colegas todas sus prendas de su pasada profesión. No obstante las chismosas del barrio criticaron que se presentara vistiendo pantalones, como su marido, cuando es tradición que la novia lleve un vestido claramente femenino. Pero Linda era contraria a cualquier norma, y lo demostró en un momento tan señalado como el día de su boda. A pesar de todo, fue una boda sonada y todos nos divertimos en la fiesta que dio en los jardines de su casa. En cuanto a la boda de Jacinto y Margarita, en el barrio hubo total unanimidad: ¡hacían una gran pareja! 24. Mi Rodolfito es el alma del barrio (Narrador: Rodolfo, el carnicero) La historia de nuestro barrio estará siempre unida a la noche en que mi hijo Rodolfito ganó el concurso de jóvenes talentos de la televisión. Mientras nosotros disfrutábamos de su magnífica actuación, en el Café Central pasaban cosas que marcaron nuestra historia. Esa noche nos libramos de una sabandija y de su degenerado hijo. Pero lo que más nos emocionó no fue su éxito, sino el tierno beso de Luisa a nuestro hijo, que selló su unión. Yo siempre deseé que Luisa fuera de nuestra familia, porque sentía una gran admiración por Margarita. Esta extraordinaria mujer sacó adelante su hija con el rechazo de todo el barrio, y al final ha tenido la recompensa que merecía. El día que anunciaron su compromiso yo no fui capaz de trocear un solo filete en condiciones, de lo emocionado que estaba. Siempre temí que mi Rodolfito fuera seducido por una mujer que no fuera capaz de comprender su gran personalidad, y sabía que Luisa era la mujer ideal para él, porque también era una niña excepcional. Cuando mi mujer y yo nos dimos cuenta de que era un niño prodigio, no sabíamos cómo educarlo. En realidad él nos educó a nosotros, porque decidimos cuando apenas tenía diez años que debíamos permitir que eligiera por sí mismo lo que deseaba hacer y nunca le forzamos a hacer algo en contra de su voluntad: él sabía mejor que nosotros lo que quería; y nosotros no podíamos hacer otra cosa que apoyarle en todas su decisiones. Creo que hicimos lo correcto, y él nos lo agració con las muchas alegrías que nos dio desde aquel memorable concurso. El día de su boda no había un solo vecino que no pasara por la carnicería para felicitarnos y traernos algún regalo para los novios. Mi pobre mujer, que en paz descanse, no llegaría a verlos casados, porque, como sucede con frecuencia, las buenas personas tienen el corazón debilitado por ser tan generoso y compartido. Ella lo tuvo tan grande como su generoso cuerpo, y por ambas razones dejó de latir cuando Rodolfito, con solo veinte años, entró a formar parte de la orquesta de Cámara de la ciudad. Esa fue la última alegría que su débil corazón pudo soportar. Si hubiera esperado cinco años más hubiera podido tener en sus brazos a Linda, nuestra nieta, pero que si existe el cielo, ella debe estar allí, y es posible que pueda ver a su nieta e incluso que esté a su lado, como su ángel de la guarda. Le pusieron el nombre de una exprostituta, porque esa mujer puso a prueba nuestra tolerancia y respeto por los seres humanos cuando nos ciegan los prejuicios. Todos tenemos alguna razón para hacer lo que hacemos. Hay que saber escuchar para poder juzgar. Todos hemos cometido alguna falta de la que nos arrepentimos. ¿Qué sería de este mundo si no se nos diera una segunda oportunidad para poder arrepentirnos y rectificar? Mi nieta Linda llevará ese bonito nombre con el orgullo de haber pertenecido a una mujer valiente, que supo aprovechar la primera oportunidad que le brindó el destino para rectificar, pero sin perder su dignidad. ¡Nos dio a todos una gran lección de moralidad! Yo pienso que es más grato a los ojos de Dios un pecador arrepentido que quien no cree necesario arrepentirse, porque cree no haber pecado, pero pecar es de humanos. Mi nuera quiere que deje mi casa del barrio y me vaya a vivir con ellos, para lo que tienen una habitación preparada para mí. Pero yo he nacido en este barrio y aquí quiero morir. Ya casi me he olvidado cuáles son las partes de una ternera, y ya no podría trocear ni un conejo. Camino ayudado con un grueso bastón capaz de soportar ciento diez kilos de carne vieja y sebosa, pero todavía soy capaz de llegar hasta nuestro parquecillo, donde me encuentro con otros amigos también jubilados y charlamos de mil temas distintos, pero que tienen siempre algo en común: ¡nuestros recuerdos! A nuestra edad y con nuestros achaques, vivir es simplemente recordar. Chismosa hasta la muerte (Narradora: Adela, la panadera) En el barrio dicen de mí que soy una chismosa; que no pasa nada sin que yo me entere y se lo cuente a todo el mundo. Yo no lo niego, porque no creo que sea una cosa mala que la gente del barrio sepan lo que hace cada cuál, si lo que hace está mal hecho, para que sepan a qué atenerse y no se engañen. Alguien tiene que hacer esta labor, que yo creo que es importante. Ayer mismo me enteré de algo que todo el barrio debería saber. Sergio, el hijo de Guido y María, es un invertido sexual. ¡Ya me parecía a mí que era demasiado guapo para ser un hombre! ¡Es el vivo retrato de su madre! Imagino el disgusto de sus padres al saber que no es un hijo normal. ¡María no merecía esto! Pero no creo que ella sea la culpable, seguro que eso es culpa de Guido. Si estaba soltero hasta los cuarenta es porque no debía sentirse muy atraído por las mujeres, y si se casó con María debió ser por lástima de la pobre mujer. Si ha tenido hijos será porque María es muy atractiva, porque de otra manera no se explica. ¿Qué será de esta pobre criatura? ¿Cómo puede tener amigos sabiendo que es un invertido? ¿Y qué decir de las chicas? Es una lástima que un joven tan guapo no esté interesado por las mujeres, porque las tendría a todas locas por él, pero así son las cosas de la naturaleza. Aunque yo creo que los invertidos son el fruto de una mala educación, por no enseñarle a tiempo las cosas de la vida, y cómo funciona la naturaleza entre los hombres y las mujeres. En fin, ¡esta sí que es una buena noticia! También he sabido que Erasmo, el pastor protestante, está enamorado de Julia, la bibliotecaria, y eso que debe ser por lo menos diez años mayor que él, pero las cosas del amor no tienen edad. Me alegro por Julia, porque Erasmo es un hombre de una moralidad intachable, y no como otros... Pero son demasiado viejos para pensar en formar una familia. Yo creo que si finalmente se casan debe ser para no llegar a la vejez y no tener quien se cuide de ellos. Aunque los dos tendrán sus pensiones y no les faltarán cuidados. Con lo que no estoy de acuerdo es con que los servidores de Dios contraigan matrimonio. Porque pienso yo que las relaciones entre un hombre y una mujer no son puras, y no son apropiadas para quien debe estar libre de pasiones mundanas. En fin, Dios sabrá por qué lo permite, ¡pero yo no entiendo esta religión! ¿Y qué decir de la viuda de Romano? Esa criatura, que no habrá cumplido ni treinta años y estuvo enterrada en vida por su celoso marido se ha quedado en la calle, ¡que ni siquiera la casa en la que vive ya es suya! ¿Y quién puede interesarse por la exmujer del que fue el mayor sinvergüenza del barrio? Nadie, por supuesto. Pero corre el rumor de que Rufo, que hace ya un año está en libertad, la está cortejando en secreto. ¡No harían mala pareja, porque yo creo que ya se entendían cuando Romano aún vivía! Lo peor es que al barrio están llegando gente nueva que desconozco, en muchos casos extranjeros, que ni siquiera los entiendo, y los que conozco están abandonando el barrio y se van a vivir a las afueras, en bonitas casas con jardín, que es lo que está de moda. Tal vez nosotros deberíamos hacer lo mismo. La panadería hemos tenido que cerrarla, porque la gente nueva compra el pan en los supermercados que han abierto en el barrio. De todas formas ya no tenemos edad para llevar el negocio y Lucio ha preferido trabajar en una fábrica de las muchas que se han vuelto instalar en las afueras de la ciudad, que seguir con el negocio de la panadería. ¡Sí, este ya no es mi barrio ni es mi gente!El tiempo lo trastorna todo! ¡Cómo añoro los viejos tiempos en que todos nos conocíamos, cuando era fácil estar al día todo lo que sucedía en el barrio, ya fuera bueno o malo, que de todo hay en la viña del Señor! El político pasa a la acción (Narrador: Lorenzo, maestro de primaria) Tengo que confesar que Julia fue el estímulo que estaba necesitando para pasar en política de la teoría a la práctica. Dejé a un lado las estériles charlas políticas de café para participar activamente en los debates en la Asamblea local, donde proponer proyectos y obras públicas que mejorasen la calidad de vida de nuestro barrio. Ella hizo que me sintiese capaz de afrontar nuevos retos y pasar a la acción, porque creía en mí. Me convenció para que presentará mi candidatura en las elecciones municipales de 1966, y saqué un acta de diputado de la Asamblea de la ciudad por el partido socialdemócrata. En aquel año el barrio carecía de los más elementales servicios públicos. Los ancianos estaban desprotegidos, carecían de lugares adecuados de reunión. No había ninguna residencia, centro social o programas de ayuda a domicilio. Los jóvenes no tenían dónde practicar sus deportes favoritos. Los propietarios de viviendas, como fue el caso de Romano, podían desahuciar a sus inquilinos cuando les parecía bien, sin ninguna compensación o muestra de compasión por los desahuciados. ¡Todo estaba por hacer y yo me sentía satisfecho con mi proselitismo de café! Julia tenía fama de ser una charlatana impenitente, pero lo cierto es que tenía suficiente energía como para regalar la mitad y todavía le sobraba para ella. Guido no era el hombre adecuado para su carácter. Tenía mentalidad de librero, que es lo mismo que decir, enterrado entre sus libros, sin tener el mínimo sentido de la realidad. Sin duda que la joven María era la mujer más adecuada para él. Creo que han sido una sólida pareja y han creado una pequeña familia bien avenida. He oído decir que piensan celebrar sus bodas de plata en el Café Central. Sería una entrañable velada si nos pudiéramos reunir todos los que estuvimos hace 25 años en el café la noche en que el niño prodigio de los carniceros ganó el concurso de jóvenes talentos de la televisión. Sería interesante ver como hemos envejecido. Hay quien envejece sin que se note en su expresión el paso de tiempo, porque siguen teniendo un espíritu joven, y quienes con la vejez son irreconocibles, porque no solo les envejece el cuerpo, sino también el alma. En todos estos años solo me he encontrado con Rodolfo, el carnicero, y la gran chismosa del barrio, Adela, porque asistieron a la inauguración del Centro Social para ancianos. Por ella supe lo de las bodas de plata de Jacinto y Luisa. A Rodolfo no me costó reconocerlo, porque es de los que tienen siempre un alma joven, pero el cuerpo había sufrido los severos rigores de la vejez. En cuanto a Adela, sigue tan chismosa como siempre, lo que la mantiene joven y activa. Los demás han dejado el barrio y deben vivir en zonas residenciales de la periferia. En alguna ocasión he pasado por la librería de Guido, pero no le he visto a él, porque debe de estar jubilado. La atendía un joven con un asombroso parecido a María. Es muy probable que sea su hijo. Lo único que lamento es que Julia no me haya dado un hijo, pero entre unas cosas y otras, se nos pasó la edad para crear una familia. Nos tenemos que conformar con Nico y Nica, una pareja de simpáticos Yorkshire Terrier. Las vida en el barrio ha cambiado radicalmente. Ya no es una comunidad capaz de movilizarse si se producía una injusticia con uno de sus vecinos, como sucedió entonces. Pero algo se está fraguando entre los jóvenes de esta generación y que puede terminar en una imprevisible revolución. Este nuevo impulso histórico viene de los Estados Unidos, como todo después de la guerra. Los movimientos pacifistas y por los derechos humanos, puede terminar en una insurrección popular de imprevisibles consecuencias. Yo siempre he pensado que esta generación de posguerra es la que debe traer los cambios necesarios para poner fin a esta peligrosa política de bloques, y terminar con el imperialismo yanki. Pero también sería necesario que la Unión Soviética dejara de entrometerse en la soberanía política de los países satélites, porque de otro modo nunca terminará es peligroso enfrentamiento. Todo es demasiado confuso y cada vez se entiende menos lo que está pasando realmente. Por eso he llegado a la conclusión de que lo más realista es trabajar en las bases de la sociedad civil, y si todos hiciéramos lo mismo, tal vez podríamos cambiar realmente el mundo. Es en las bases donde se puede ver con más realismo y crudeza los problema de la gente y sus posibles soluciones. Ningún político que esté pensando en arreglar el mundo desde su despacho de un Ministerio puede saber lo que en realidad es necesario hacer y lo que no. 27. Un compañero con ambiciones (Narradora: Julia) No fue un capricho el que abandonase a Guido y me uniese a Lorenzo. Guido era un buen hombre, pero con mentalidad de padre de familia acomodado, que finalmente es en lo que se ha convertido. Pero creo que el mundo no lo arreglan los conformistas, sino los comprometidos con alguna causa en beneficio de su comunidad, y a esos hombres son a los que debemos apoyar y estimular. Yo no soy de izquierdas ni de derechas, porque creo que solo hay una tendencia política: la que sirve con honestidad y sentido común al bienestar de su comunidad. Si eso es de izquierdas yo no lo sé ni me importa. Lorenzo era desde luego una persona con inquietudes políticas, pero le faltaba más decisión para poner en práctica sus ideas, y esa fue mi labor. También yo sabía que Guido deseaba a la joven María, en quien probablemente vería la perfecta madre de sus futuros hijos y sucesores de la tradición librera de su familia, ambición de todos los hombres comunes de este mundo, por eso yo le abandoné, para dejarle el campo libre que él aprovechó apenas nos separamos. Yo nunca le hubiera dado esas satisfacciones mundanas, y no tenía ningún deseo de formar una familia. Con Lorenzo mi vida ha estado llena de estímulos y motivos para sentirme útil y necesaria. Entre los dos hemos colaborado para que en nuestro barrio se viviera dignamente, y para mí esto ha sido suficiente para justificar toda una vida. Pero no puedo negar que a veces me siento engañada y defraudada, porque la comunidad no agradece nuestros sacrificios y no valora el esfuerzo que hemos realizado. Los nuevos vecinos se han encontrado todo hecho y no saben que fuimos los de mi generación quienes lo hicimos. Cuando veo a una familia disfrutar de los parques que hemos podido recuperar de espacios que eran un montón de escombros, me siento reconfortada y creo que mi vida ha tenido sentido y ha compensado mi renuncia a formar una familia. Lorenzo piensa igual que yo. 28. Adivinar el pasado (Narradora: Aura, la adivina) Me he pasado la vida adivinando el futuro de mucha gente, pero no he sido capaz de adivinar el mío. Nunca pude ahorrar lo suficiente como para asegurarme una cómoda vejez y no he tenido más remedio que aceptar la caridad pública. Tengo que acudir cada día a un comedor de beneficencia y dentro de un mes no tendré otra opción que ingresar en alguna residencia, si es que me admiten, porque tampoco puedo pagar el alquiler tan elevado de mi apartamento. La gente se ha vuelto menos crédula y ya prácticamente no tengo clientes. He intentado ofrecer mis servicios en la calle, pero apenas he conseguido dos o tres clientes, y creo que más por compasión que por su interés sobre el futuro. No era éste el futuro que yo auguraba cuando me casé con mi segundo marido. Lo acepté porque con él me sentía más protegida y no dudaba de que tendría una vejez asegurada. Pero el destino quiso darme la espalda y ahora me encuentro sola y desvalida. En cierta manera, yo soy la única culpable, porque he tenido muchas oportunidades de rehacer de nuevo mi vida con alguno de los muchos hombres que han pasado por mi casa, pero ninguno me parecía bien, y del que me gustaba no tenía ningún interés por una echadora de cartas en la edad en que perdemos todos los encantos. Tampoco tengo amigos lo suficientemente generosos como para salir en mi socorro. Marcus se casó con su prostituta y ahora tiene un hogar y una familia. ¡Y pensar que fui yo quien le convenció para que fuera en busca de esa afortunada mujer! Guido también ha sabido asegurar su vejez y Jacinto tuvo la inmensa suerte de casarse con Margarita. ¡Como les envidio! Me gustaría volverle a ver y rememorar aquellos felices tiempos en que éramos lo suficientemente jóvenes como para despreocuparnos por el futuro, y antes de que me diera cuenta el futuro se ha convertido en presente. Más triste que la muerte es perder la esperanza, y a mí ya no me quedan motivos para la esperanza, ¡mejor estaría muerta, pero por desgracia antes de que suceda tendré una visión anticipada! ¡De nada me ha servido este extraordinario poder, que solo me ha traído desgracias! ¡Ya sólo deseo tener pronto esa visión! 29. El encuentro (Narrador: Darío, hijo de Aura) Durante veinticinco años he asumido que mi madre estaba muerta. Mis abuelos paternos me aseguraron que murió en el mismo fatal accidente en el que murió mi padre. Me aseguraron que estaba enterrada junto a su marido, aunque en su lápida no figuraba su nombre. También me dijeron que se llamaba Aura, pero solo sabía su apellido de casada, el de mi padre, pero no sabía cuál era el de soltera. Tampoco sabía nada de mis abuelos maternos. Yo no tenía motivos para creer que me ocultaban la verdad sobre mi madre, pero me extrañaba que nunca se hablara de ella, y que no existiera ni una sola fotografía suya, o algún objeto personal, algo que me permitiera hacerme una idea de cómo era. Cuando visitamos la tumba de mi padre, llevábamos solo un ramo de flores y en sus rezos nunca les escuché pronunciar el nombre de mi madre. No había duda de que me ocultaban algo, pero cualquier intento de saber más de lo poco que sabía sobre ella terminaba siempre con la misma respuesta: «¿Para qué quieres saber algo más sobre tu madre si ya esta muerta?», y me daban a entender que no deseaban facilitarme más información. Si después de todos estos años la encontré en una residencia de ancianos, sumida en una profunda depresión, que la puso al borde de la muerte, fue por un hecho fortuito. Yo cursaba el último año de periodismo y tenía una evaluación para la que necesitaba hacer una entrevista a algún personaje de la década de los años sesenta. Como era tan solo un estudiante los grandes personajes de aquella década estaban descartados, por lo que tenía que encontrar alguien más accesible, pero con una interesante historia. Consulté en la hemeroteca de la Biblioteca municipal y me interesé por un artículo sobre un caso de perjurio con un inesperado final, y me pareció un buen tema para la evaluación. El cronista citaba como los principales implicados un tal Marcus y su amiga, Linda, que según él debía ser una prostituta. Llamé a la redacción del periódico local que había publicado la noticia y me hice pasar por un colega para saber si tenían algún dato personal de este personaje que me permitiera contactarle, pero no accedieron a darme ningún información sobre él. Pensé que tal vez alguien del barrio podía darme alguna información, y ese mismo día visité el lugar donde al parecer él fue un líder de una gran honestidad, pero a los pocos jubilados que encontré y pregunté por este personaje tan solo supieron contarme los sucesos de aquella noche en un popular café del barrio, pero ni un solo dato que me permitiera contactarlo. Ya estaba dispuesto a abandonar mi proyecto inicial y elegir otro tema, cuando pasé por delante de una librería, y supuse que tal vez tuvieran allí alguna información sobre esta persona. Me atendió un joven que me impresionó por su extraordinaria belleza. —¿Marcus? Sí, conozco un Marcus que fue el líder de este barrio en los años sesenta? —¿Y sigue vivo? —¡Naturalmente! —¿Puedes decirme dónde puedo contactarle? —Tal vez, pero ¿por qué tienes tanto interés en conocerle? —Deseo hacerle una entrevista sobre los sucesos en los que estuvo envuelto en los años 60. —¿Por qué no entrevista a mi padre? Él también participó de aquellos sucesos, eran muy amigos. —Ya he conseguido muchos datos sobre este tal Marcus, preferiría entrevistarle a él. —Comprendo, pero tengo que consultarlo con él, no sé si estará interesado en que le entrevisten. Le dejé mi teléfono y dos días después me llamó el mismo Marcus y quedamos en el Café Central esa misma tarde, donde podría entrevistarle, pero me advirtió que no respondería a preguntas que fueran muy personales y privadas. A la hora prevista nos encontramos en el café. Era un hombre con un aspecto saludable y jovial, a pesar de avanzada edad, y parecía estar encantado de que estuviera interesado en entrevistarle. —Me parece bien que los jóvenes estéis interesados por los de mi generación. Nosotros también fuimos jóvenes, pero la nuestra fue una juventud traumatizada por la guerra... Pero, no nos anticipemos, tú eres quien haces las preguntas. —No soy partidario de las entrevistas convencionales. Hábleme sobre usted como le parezca, yo iré tomando notas. —De acuerdo. Todo empezó cuando conocí a Linda, una prostituta. Aura, mi vecina, me aconsejo que... Cuando pronunció el nombre de Aura, yo tuve la impresión de que estaba hablando de mi madre. —¿Ha dicho usted Aura? —Sí, Aura se llamaba, era una desgraciada mujer con una triste historia. —¡Cuéntemela! ¡Y así fue como descubrí que mi madre no estaba muerta! Pero ni Marcus ni nadie del vecindario que la habían conocido sabían dónde se encontraba. Temí que ya estuviera realmente muerta, pero afortunadamente no figuraba en el registro de defunciones. Alguien del barrio me sugirió que solo una persona podía saber su paradero: una mujer que en aquella época regentaba la panadería del barrio, y que con toda seguridad la encontraría en el Centro Social de ancianos. Se llamaba Adela. Fue sin duda una paradoja del destino que aquella mujer, que había sido la mayor chismosa del barrio, fuera ella precisamente por su afición a los chismes, quién me ayudó a dar con su paradero, pero a cambio tuve que ponerla al corriente de la causa de mi interés por mi madre. —¿Así es que usted es el hijo desconocido de Aura, la adivina? ¡Qué gran noticia! Sí, muchacho, sé dónde está y ya puedo imaginar la alegría que le darás cuando la visites. Está recluida en un asilo de la Iglesia católica del barrio. Enseguida te doy la dirección, pero tienes que prometerme que volverás para contarme cómo fue el encuentro. —¡Se lo prometo, y espero que podamos venir los dos juntos! Fui a la residencia que me había indicado Adela, y cuando las hermanas supieron quién era, creyeron que se trataba de un verdadero milagro, porque mi pobre madre estaba ya al borde de la muerte. ¡Tal era su depresión! Fue una terrible impresión encontrar a mi madre postrada en una cama, lívida, con una terrible expresión en su rostro demacrado, como si estuviera contemplando un cadáver. —No ha comido nada desde hace una semana, no sé si te reconocerá, Ya está prácticamente en el otro mundo. —me comentó una hermana con un gran sentimiento de tristeza y frustración. Me acerqué a su cama y le estreché una de sus trémulas manos. —Madre, soy yo, tu hijo Darío! ¿Te acuerdas de mí? Pero ella no reaccionó. Tenía la mirada perdida en algún lugar de la habitación y parecía estar ausente. Las hermanas que contemplaban la emotiva escena intentaron hacerla volver a la realidad. —¡Aura, cariño, es tu hijo, que te ha encontrado! ¿No vas a decirle algo? Mi madre pareció reaccionar al escuchar la voz más familiar de la monja. Abrió los ojos desmesuradamente y exclamó, apretando cuanto pudo mi mano. —¿Eres tú, Darío..., mi pequeño Darío...? —Sí, madre, soy yo, y vengo a sacarte de aquí. Mi pobre madre por fin reaccionó, volvió su mirada hacía mí y rompió a llorar, pero esta vez de alegría. ¡Aquella habitación era un valle de lágrimas, porque todos llorábamos de alegría! Y así fue como recuperé a mi madre que mis abuelos paternos me habían hecho creer que estaba muerta. ¡Y lo hubiera estado de haber tardado una semana más en encontrarla! Tras aquel dramático encuentro, mi madre pareció volver a la vida. Recobró el color de su demacradas mejillas y tuvo suficientes fuerzas para levantarse y pasear por el jardín de la residencia, cogida de mi brazo. Las hermanas estaban maravilladas del cambio en tan escaso tiempo. Ella parecía sumida de un torbellino de pensamientos, porque deseaba hacerme un sinfín de preguntas sobre cómo la había encontrado y qué había sido de sus abuelos paternos. —Mis abuelos paternos no se han comportado con honestidad y eso habrá que arreglarlo, ¡Me dijeron que tú habías muerto en el mismo accidente de mi padre, pero yo siempre sospeché que no era cierto y que por alguna razón me ocultaban la verdad. —¡Me acusaron de ser una bruja y de haber provocado el accidente de tu padre, para quedarme con sus muchos bienes y juntarme con Marcus, quién creían que era mi amante... Solo porque vivíamos en el mismo edificio y yo solía mantener con el simples charlas de vecinos, algunas veces en su apartamento y otras en el mío, pero nunca hubo nada que ocultar entre nosotros, ¡aunque yo lo lamentaba! Acordamos que permaneciera en la residencia mientras yo arreglaba cuentas con mis abuelos. Tendrían que restituirle a mi madre sus derechos de herencia, y aun compensarla por el gran sufrimiento que le habían causado por su absurda acusación. De la noche a la mañana mi madre sería una mujer con una considerable fortuna, porque incluso mis desconsiderados abuelos debían de restituir todo el usufructo que consiguieron con los bienes de mi padre. ¡La batalla legal acababa de comenzar! 30. La sorpresa (Narradora: Roxy, esposa de Romano) Nadie sabe, ni siquiera la chismosa de Adela, que en vida de Romano yo mantenía relaciones íntimas con mi hijastro, Raulín, porque somos prácticamente de la misma edad. Romano nunca sospechó de nuestras relaciones, porque no podía imaginar que su propio hijo se acostara con su mujer. Yo no creo que Raulín sea una mala persona, pero el ejemplo de su padre no era precisamente inspirador, y se comportaba de aquella forma casi por complacerle. Cuando salió de la prisión ya no tenía su influencia y se propuso emprender una nueva vida, pero fuera de este barrio, donde se había ganado una merecida mala reputación. En todos estos años ha cambiado tanto en todos los sentidos que no creo que alguien del barrio lo pudiera reconocer. Ha pasado por todos los oficios: minero, peón en la construcción, repartidor de pizzas, taxista, hasta conductor de camiones, con los que ha recorrido toda Europa, porque su padre no se preocupó de que aprendiera un oficio digno, quería que fuese simplemente el sucesor de sus sucios negocios. Pero él ha salido adelante y con bastante éxito sin recurrir a las malas artes de su padre. Ahora es el propietario de una agencia de transportes y dueño de varios camiones que recorren Europa con sus mercancías. Pero está cansado y quiere vender la agencia y retirarse en algún soleado país del sur de Europa, y me ha pedido que le acompañe. Yo estoy decidida a irme con él, porque tal vez sea de las pocas personas que no han sido felices en este barrio. Los barrios no son paraísos, como los describen algunos nostálgicos, sino infiernos donde no es posible dar un mal paso sin que se entere todo el vecindario, porque la gente del barrio no tienen nada mejor que hacer ni mejor entretenimiento con qué divertirse que enterarse de las debilidades de sus vecinos, hablar mal de ellos a sus espaldas y sonreír cínicamente cuando dan la cara. No, a mí no me gustan los barrios. Si Raúl pudiera permitírselo, me gustaría terminar mis días alejada de la gente, de sus envidias y sus vanidades, en una pequeña casa de campo con la única compañía de los animales y las plantas, los únicos que no saben mentir, ni se entrometen en tu vida privada. 31. Las bodas de plata (Narradora: Margarita, la florista) A veces me pregunto qué es necesario hacer para llegar a celebrar las bodas de plata con el hombre con el que nos casamos, porque en 25 años suceden muchas cosas, y no todas son alegres y placenteras, también hay momentos de gran tristeza y dolor, incluso de aburrimiento y cansancio de tener siempre a tu lado la misma persona, de la que conoces cada gesto, cada palabra, cada caricia y cada milímetro de su cuerpo, incapaz de despertar pasiones. Para muchas parejas esto es motivo para su separación. Si tuviera una respuesta sería poco menos que Dios, porque no se puede responder a lo que no se entiende, ¡pero que se siente! No tengo las respuestas, solo tengo sentimientos que no encuentran las palabras que los justifiquen. Tal vez las tres palabras mágicas que lo explican sean: generosidad, sacrificio y lealtad. Generosidad para dar todo a tu pareja sin esperar nada a cambio; sacrificio para soportar con paciencia y dignidad los reveses de la vida, cuando las cosas no van bien en las relaciones y, sobre todo, ser fiel al compromiso de lealtad que distes en el altar. Pero hay algo más, tan profundo y escondido que tampoco tiene una razonable explicación: el amor. Pero ¿qué es el amor? ¡No lo sé, yo no soy filósofa! Es mejor que no le dé vueltas a este asunto o acabaré por quitarle su encanto. Luisa me ha confirmado que vendrán a nuestra celebración Guido y María, con sus dos hijos, Marta y Sergio, y Marcus y Linda, con su hija Isabel. Hubiera querido invitar también a Leopoldo y a Julia, e incluso a la chismosa Adela, pero no tengo sus números de teléfono y no he podido dar con ellos. ¡No me extrañaría que Adela estuviera informada de nuestra reunión! Siento grandes deseo de saludarles a todos, pero al mismo tiempo, sé que esta reunión será la confirmación de que nos hemos hecho viejos. Para nosotros ya no hay ilusión por el futuro, porque apenas nos queda futuro. Solo hay la esperanza de tener una muerte dulce y sin remordimientos. ¡Lo que no es fácil! Milagrosamente el Café Central se ha librado de la demolición y está igual que hace 25 años, solo han cambiado el mobiliario, pero sigue la misma decoración: Será como viajar en el tiempo. Llevaremos y encenderemos tres velas, una para cada uno de los que no nos acompañan, pero que los echaremos de menos: El padre Serafín, Ignacia, la madre de Rodolfo, y Jonás, el padre de María. Hemos llegado con algo de antelación y no vemos a ninguno de nuestros viejos amigos. Ahora hay una terraza al aire libre, y han abierto otros cafés en la plaza. Ya no circulan coches y es muy agradable sentarse en la terraza y dejar pasar el tiempo observando la gente, porque no hay mejor espectáculo que lo cotidiano. Hay varias mesas ocupadas con gente del barrio que no conocemos. Hemos reservado una mesa en el interior, pero nos quedaremos en la terraza hasta que lleguen nuestros invitados. Los primeros en llegar son Marcus, Linda y su hija Isabel, y al verlos no he podido evitar una mezcla de alegría y tristeza, porque me alegra volver a ver a mis viejos amigos, pero me entristece darme cuenta de que el tiempo no pasa en balde, y pasa su terrible factura. Marcus es un anciano, que camina apoyado en un bastón y Linda no le queda ni el menor vestigio de su juventud. Supongo que ellos se habrán llevado la misma impresión al vernos a nosotros, aunque seamos unos años más jóvenes. —Marcus, querido amigo, ¡no sabes la alegría que me da verte! ¿Pero qué haces con ese bastón? ¡Tú no lo necesitas, tienes un magnífico aspecto! —Querida Margarita, ¡tú sí que estás tan joven y guapa como hace 25 años!, pero yo soy ya un anciano achacoso, pero te agradezco tus elogios. ¡Para los buenos amigos no pasa el tiempo! —Linda no dejes que se haga la víctima, escóndele el bastón... Pero tú si que estás como cuando nos vinos la última vez, por la boda de Luisa. ¿Qué haces para estar siempre tan guapa? —Margarita, siempre serás una buena florista, porque sabes echar flores a todo el mundo. Ya no somos más que la sombra de lo que fuimos. Todos los espejos nos odian y no se portan bien con nosotras. —¡Pues esconde todos los espejos! —¡Es inútil, porque nos persiguen a todas partes! Pero Luisa no debe temerlos, porque ella sí puede verse reflejada sin sentir pánico. ¡Qué suerte has tenido Rodolfo! ¿O prefieres que te sigamos llamando Rodolfito? —Tú puedes llamarme Rodolfito, porque supongo que para ti yo sigo siendo aquel niño prodigio, el mejor amigo de Luisa en el colegio. Marcus y Jacinto se abrazan efusivamente. —¿Todo en orden, Marcus? —¡Por aquí todo en paz, Jacinto! —¡Cuántos recuerdos, y parece que hubiera pasado ayer! —Pero ahí viene Guido y María, con Marta y Sergio. Ese chico ha heredado la belleza de su madre. ¡Traerá locas a las chicas! —Querida María, si no fuera porque están los calendarios nadie diría que por ti han pasado 25 años. Siempre fuiste la mujer más guapa del barrio y sigues siéndolo, aunque tu hijo Sergio te sobrepasa. —Querida Margarita, yo puede que fuera la mas bella de cuerpo del barrio, pero tú eras la más bella de alma. —Bueno ya estamos todos, podemos entrar en el café, tenemos una mesa reservada. —No, no estamos todos, porque por allí viene Lorenzo y Julia. ¿Cómo se habrán enterado de nuestro aniversario? —¡Qué gran sorpresa, Lorenzo y Julia! ¿Cómo os habéis enterado de nuestras bodas de plata? —Querida Margarita, ¿Quién sabe todo lo que pasa en el barrio? —¡Adela! —¡Exacto! Ella nos informó durante una visita que hice al Centro Social de los ancianos del barrio. —¿Pero, cómo lo supo ella? —Se lo dijo un camarero de este café, que su padre frecuenta también el Centro Social. —¡Asombroso! Pero no sabes cuánto me alegro! Bueno entremos... —¿No esperamos a Aura? ¡Estará al llegar! —¿También Aura se ha enterado? —Sí, su hijo Darío la sacó de la residencia de ancianos y fueron a visitar a Adela para agradecele que le informara dónde estaba ingresada su madre, debió decírselo entonces. —¡Aquí están, madre e hijo! —Aura, esta vez la adivina ha sido Adela. ¿Cómo te encuentras? Yo te veo radiante. ¡Enhorabuena por haber recuperado a tu hijo! —¡Gracias a ti, Marcus! —¡Y a la providencia! —¿Falta alguien más? —¡No podía faltar la más importante, Adela! ¡Y ahí llega! ¡Debe tener más de 70 años y se mueve como una jovencita! ¿Qué nuevo chisme nos contará esta vez? —¡Mis queridos y viejos amigos, no sabéis cómo me alegra veros, y para demostrarlo os tengo reservada una gran sorpresa! Todavía falta alguien que debe de estar a punto de llegar. —¿Quién, Adela? —¡Raulín y su compañera Roxy¡ —¿El malvado Raulín y la exmujer de Romano juntos? —¡Sí, ellos mismos, pero es de buen cristiano perdonar a los arrepentidos. ¡Arrepentidos quiere Dios! Y ya está aquí, pero es irreconocible. Yo tampoco fui capaz de reconocerle cuando vino a visitarme para que le informara de dónde habían enterrado a su padre. —¡Y me lo dijo! Hola a todos, solo he venido para pediros disculpas por el daño que os pude causar en el pasado. Roxy y yo estamos a punto de coger un avión que nos llevará a Mallorca, donde hemos decidido retirarnos. —No, Raulín, somos nosotros los que debemos pedirte disculpas, porque gracias a ti yo conocí a Linda... —¡Entonces esto hay que bendecirlo! —¡Tú, Erasmo y Julia? ¿Estabáis aquí sentados y habéis escuchado todo? ¡No os había reconocido! —¡Os hemos estado escuchando con suma alegría! —¡Ahora sí que podemos entrar dentro! —¿No esperamos a mi hijo Lucio? No tardará en llegar con Carmen, su mujer española, y mi nietecita Lucía, ¡que espero que salga tan chismosa como yo! Nunca pude imaginar que en mis bodas de plata nos reunieramos todos los viejos amigos del barrio, pero gracias a la chismosa Adela, tuvimos esa alegría. Solo faltaban los muertos, pero estuvieron en nuestra memoria con las tres velas que encendimos cuando por fin entramos en el café y bebimos cervezas hasta marearnos. Fue una celebración muy entrañable! RECUERDOS Recuerdos de infancia (Narradora, Luisa) Hay dos recuerdos que han marcado mi vida: El primero fue el premio que ganó Rodolfo en el concurso para jóvenes talentos, entonces solo era «Rodolfito», y el segundo la boda de mi madre con Jacinto. No podría decir cuál de los dos es el más importante. En el primero besaba al que llegaría a ser mi marido, en el segundo al que sería mi buen padrastro. Recuerdo que el ramo de flores que mi madre tenía preparado para que se lo entregara a Rodolfo después de su brillante actuación, me pesaba tanto que a punto estuve de caerme al subir al escenario. Me dijeron que le diera un beso después de darle ramo de flores, pero yo se lo hubiera dado igual sin que me lo hubieran dicho. Creo que aquel beso que le di marcaría nuestros destinos, porque Rodolfo me confesó más tarde, cuando estábamos prometidos, que él se enamoró de mí tras de ese inocente beso de una cría de diez años. Pero Rodolfo tenía ya la edad justa para sentir las primeras emociones del amor; el primero, y el más puro y sincero, que tuve la fortuna que fuera por mí. A pesar de ser una cría, Rodolfo era para mí un ser casi sobrenatural. Yo no le valoraba por su talento, sino por su delicadeza y simpatía. No solo era un niño prodigio para interpretar a Chopin con la maestría de un adulto, sino que también era un prodigio para manifestar sus sentimientos como un adulto. Por eso en el colegio le envidiaban y le maltrataban. Creo que solo yo comprendía esta faceta de su personalidad, porque yo también me vi obligada a madurar y comportarme como una adulta. Éramos dos adultos en un colegio de niños, por eso nos entendíamos tan bien. Yo sentía una gran simpatía por sus padres, tan bondadosos y sencillos. Siempre estaban sonrientes, arremangados, con aquel inmenso delantal de rayas verdes que cubría su generosa barriga, y parecían jugar cuando cortaban los filetes de ternera o despiezaban las costillas de un cerdo. Yo contemplaba estos magistrales cortes fascinada por su habilidad. Diría que los cerdos se dejaban sacrificar gustosos para que Rodolfo los pudiera despiezar de aquella manera. Fue una gran tragedia la muerte de mi suegra, Ignacia, cuando solo tenía sesenta y cinco años. Después de su muerte Rodolfo no pudo acercarse a un piano durante más de seis meses. Su madre había sido la que le había trasmitido el gen de la genialidad, pero siempre fue tímida para manifestarlo, y se fue al otro mundo sin que nos lo diera a conocer. Desde que murió su esposa mi suegro no ha vuelto a sonreír. Le hemos rogado que se venga a vivir con nosotros, porque es un anciano achacoso que necesita ayuda, pero él persiste en quedarse en el barrio donde tiene sus amigos, pero sobre todo sus gratos recuerdos. Este ya no es el barrio de mis padres. No quedan vestigios de la guerra. Todos los edificios han sido remodelados, muchos demolidos para construir modernos apartamentos. Ahora no es posible cruzar una calle si no es por un semáforo, porque el tráfico es muy denso. Ya no quedan prácticamente ninguno de los pequeños negocios que había entonces. Han abierto varias franquicias de alimentación, de ropa y baratijas chinas. La gente ya no se conoce, ni siquiera los que viven en el mismo bloque de viviendas. Antes era un barrio casi marginal, ahora es un barrio céntrico y muy caro, ocupado sobre todo por oficinas y profesionales jóvenes a quienes no les molesta esta agitación. Nosotros ya no vivimos en el barrio, porque no es el lugar adecuado para una familia. Ya somos tres los miembros de esta pequeña familia, y en la próxima primavera seremos cuatro, porque, si Dios lo quiere, nacerá Linda. Sí, ya tiene nombre, el de una extraordinaria mujer. Y sólo le pido a Dios que se parezca a ella, ¡aunque solo sea un poco! Nos hemos trasladado a una zona más tranquila de la periferia. Nuestra casa está solo cien metros de la de mis padres. Los dos tenemos un pequeño jardín. Mi padre, a pesar de sus 70 años recién cumplidos, sigue apasionado por la jardinería y el suyo es más que un jardín, es un espacio personal para la añoranza. Pasión que comparte con mi madre, por lo que en su casa no hay espacios donde no haya una planta. Sus flores favoritas son, por supuesto, los jacintos y las margaritas. Es de un efecto asombroso el contemplar los jacintos, posiblemente las flores más delicadas y bellas de la naturaleza, junto con las resistentes y sencillas margaritas. Pero creo que es así como son ellos dos! Cuando Dios los quiera llamar, solo tendré que hacer crecer en mi propia casa jacintos junto con margaritas, para que estén siempre cerca de mí, ¡Espero que tarde muchos años en plantarlas en mi hogar! Solo hay una sombra en mi vida: mi verdadero padre, porque nunca supe quién era ni por supuesto llegué a conocerlo. Mi madre tampoco sabe qué será de él, porque era un soldado ruso que conoció durante la guerra. Solo sé de él por lo que me cuenta mi madre, que era muy apuesto y culto, porque siempre llevaba un libro en su macuto. Yo entiendo a mi madre y no la censuro, porque la vida no es lo mismo en tiempo de paz que durante una guerra. En esas circunstancias no se puede hacer planes para el futuro, porque puedes morir al día siguiente, solo se trata de vivir el momento como si fuera el último día de tu vida. Aquel soldado prometió que después de la guerra, volvería para reunirse con ella, pero nunca regresó. Es probable que cayera muerto durante la guerra. Si es así, espero que ¡descanse en paz! Isabel recuerda (Narradora: Isabel, hija de Marcus y Linda) Hasta que cumplí siete años no supe que mi madre había sido una prostituta. Pero a esa edad no podía hacerme una idea de lo que era una prostituta. No lo supe por mis padres, sino en el colegio. Teníamos que hacer una redacción sobre nuestro padres: cómo se llamaban, dónde trabajaban, cuál era su profesión, dónde habían nacido, qué habían estudiado, etc. Yo apenas sabía que mi padre era joyero y que mi madre atendía los clientes, y poco más. Así es que no sabía qué escribir. Mi compañero de mesa era el hijo de un panadero, y parece que su abuela era la chismosa del barrio, por lo que estaba al corriente de la vida privada de todo el vecindario. Como estaba angustiada por mi falta de ideas, le pregunté qué había escrito él sobre los suyos, porque ya había rellenado media cuartilla. Cuando le dije que yo no sabía qué escribir sobre mis padres, el creyó ayudarme revelándome la profesión de mi madre, que lo había escuchado de su abuela: «Mi abuela dice que tu madre fue una prostituta». Yo le pregunté si él sabía lo que era una prostituta, pero se encogió de hombros, porque también él ignoraba lo que significaba. Así es que yo escribí en la redacción: «Mi madre fue una buena prostituta», y entregué la redacción a mi maestra. Al finalizar la clase, la maestra me llamó y me pidió que esperase a que salieran los alumnos, porque deseaba hablar a solas conmigo. Fue entonces cuando comprendí el significado, y regresé a nuestra casa sumida en una gran confusión emocional. Mi madre no parecía haber sido capaz de haber llevado esa forma de vida. Pero yo no me atreví a contarle lo que me habían dicho sobre ella en el colegio. Pasé unos días horribles, y cada vez que veía a mi madre no podía evitar verla como me la habían descrito en el colegio. No pude seguir soportando esa angustia y, por fin, un día me atreví a hacerle a mi padre la pregunta que me angustiaba: «Papá, ¿es verdad que mamá fue una prostituta?». Mi padre comprendió que no valían evasivas, tenía que responder a mi pregunta con la claridad necesaria para que yo lo entendiera. «Sí, me dijo, tu madre fue una prostituta, pero no debes avergonzarte por eso, porque todos los adultos de una u otra manera nos prostituimos. Ella al menos no lo ocultaba, porque era una prostituta honrada». Y quedé convencida de que la prostitución también era una profesión honrada. Aunque la verdad es que por entonces yo tampoco sabía lo que significaba la honradez. Mi madre no supo que yo conocía su pasado hasta que no cumplí catorce años. Fue un secreto acordado entre mi padre y yo. Lo supo un día en que mirábamos juntas el álbum de fotos de la familia. Mi padre guardaba fotografías suyas de antes de la guerra, pero no había ni una de mi madre hasta que conoció a mi padre. «Mamá, —le pregunté extrañada— ¿por qué no hay fotos tuyas de niña como tiene papá?». Ella quiso responder con una evasiva, porque debía temer que yo conociera su pasado. Pero creyó que había llegado el momento de sincerarse conmigo: «Hija, todas mis fotos de niña ardieron durante la guerra, y las que tenía de joven no eran muy decentes, porque tienes que saberlo, tu madre...», «¡Fue una prostituta!» le interrumpí yo. «¿Entonces, tú lo sabías?» «Sí, desde hace cuatro años. Papá me lo dijo, pero no estés avergonzada. Papá también me dijo que eras una prostituta honrada, ¡por eso se casó contigo!» Desde aquel día mi madre y yo estuvimos mucho más compenetradas, porque ahora ya no tenía nada que ocultar sobre su pasado. Mi padre, que no sin razón era el líder moral del barrio, supo cómo revelarme su pasado sin causarme ningún trauma, porque él hizo suya la doctrina cristiana que responsablemente profesaba: «Quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra». Mi madre no era más culpable que los demás, porque todos somos culpables en un mundo es que no es posible la inocencia ni la honestidad. Yo educaré a Eloísa con los mismos principios que he aprendido de mi admirable padre. No se trata de ser cada día más bueno, sino ¡menos malo! Pero sobre todo, que en todas las profesiones, incluida la prostitución, se puede ser honesto, y en otras, como la abogacía, se puede ser deshonesto 34. Mis padres (Narradora: Marta, primera hija de Guido y María Yo no heredé la belleza de mi madre, porque me parezco más a mi padre, pero mi hermano, Sergio, es su vivo retrato. Tan guapo es que apenas cumplió los 14 años y aceptamos que era homosexual. Mis padres sabían desde mucho antes que Sergio tenía el comportamiento de un homosexual, por eso no fue una sorpresa cuando lo hizo oficial. Yo también sabía que era homosexual, porque cuando le preguntaba sobre cómo iban sus conquistas con las chicas del colegio, me contestaba con evasivas. Me parecía increíble que con su atractivo físico no trajera locas por él a la mitad de las chicas del colegio. En cuanto a nuestro juegos, solo eran parodias para divertirnos. Gracias a la tolerancia de mi madre y la callada resignación de mi padre, Sergio no tuvo que sufrir el doloroso trauma de los homosexuales dentro de las familias que presumían de una gran integridad moral. Sergio pudo vivir su inclinación sexual con la misma naturalidad que un heterosexual, aunque también tuvo sus momentos de incomprensión y rechazo. De estos primeros años de mi infancia guardo una impresionante imagen de la tolerancia y la comprensión de nuestra querida madre. Ella comprendió que su guapo hijo no rompería el corazón de ninguna mujer. Un día entró en nuestra habitación cuando estábamos jugando a nuestro juego favorito. Sergio vestía mis ropas y yo las suyas. Mi madre, que al igual que mi padre y yo, nunca entendió cómo era él en realidad, no se inmutó, al contrarío, como a mí, a ella también le divertían sus parodias. De pronto cogió a Sergio de la mano y le dijo: «¡Pero bueno, Sergio, juegas a ser una señorita y no estás maquillada!». Así es que fue a buscar su pintalabios y le pintó los labios a mi sorprendido hermano. No era ese el gesto que le identificara, porque Sergio no era un travestí, pero estaba tan emocionado que se abrazó a mi madre y rompió a llorar, porque aquel día comprendió que mi madre le había aceptado y le quería igual que si hubiera sido heterosexual. Todavía hoy me emociono cuando recuerdo aquella entrañable imagen de nuestra buena madre. En cuanto a mi padre, yo sé que fue un duro golpe conocer la inclinación sexual de Sergio. Como es natural, le hubiera gustado tener un hijo con quien poder relacionarse con su misma inclinación sexual. No era sencillo ponerse en el lugar de su hijo y aceptar que hablaba con un hombre que no sentía ninguna atracción por el sexo femenino, y creo que dejó este mundo sin poderlo entender. En cuanto a mí, por ser la primera en nacer, yo sabía que mi padre hubiera deseado que fuera un niño, por eso a veces me comportaba como si lo fuera, solo para complacerle. Pero una vez superada aquella extraña adolescencia, me definí claramente como mujer, lo que fue una gran alegría para mi padre, que vio en mí la esperanza de ser algún día un afectuoso y tolerante abuelo. Y no tardaría mucho en ver consumados sus sueños. Mis padres eran íntimos amigos de Marcus y Linda, y el que fue el policía del barrio y jardinero después de casarse con Margarita, Jacinto. Todos estuvieron envueltos en los sucesos que les unieron por culpa (aunque debería decir, gracias) de un malvado personaje que murió en prisión, después de intentar inculpar a inocentes por el delito que había cometido su hijo. Solían reunirse con bastante frecuencia en el Café Central, que todavía existe, para conmemorar el feliz desenlace de aquellos acontecimiento. Yo solía acompañarles y en una de estas reuniones conocí a Jesúa, el hijo de Margarita y a su hermanastra, Luisa. Por entonces él era un adolescente que había heredado el buen carácter de su madre y el buen juicio de su padre, pero sobre todo, era un atractivo joven de figura atlética, con una abundante melena rubia, una medio sonrisa encantadora y unos modales educados pero impetuosos y de temperamento activo, y fue en esa reunión cuando yo me definí sexualmente sin la menor sombra de duda, porque me sentí atraída irresistiblemente por aquel apuesto y, sobre todo, atractivo adolescente. Durante el regreso a nuestra casa le hice a mi padre mil preguntas sobre la familia de Jesúa y el comprendió enseguida que yo estaba enamorada de su hijo. No pudo evitar mostrame su satisfacción por la noticia y me dijo: «Marta, ¿te has enamorado de su hijo, Jesúa?» Me sorprendió su pregunta tan directa e inesperada, pero no pude negarlo, y asentí con un tímido y avergonzado gesto afirmativo de cabeza. «¡Pues eso tenemos que celebrarlo!». Y entramos en una heladería, ¡donde yo me deleité con un gigantesco helado de fresa, el más delicioso que he degustado jamás! Mi padre no ocultaba sus preferencias por mí, y, aunque no lo demostrara abiertamente, no sentía el mismo afecto por mi hermano. Desde que supo mis sentimientos por Jesúa, puso todo su empeño en conseguir que nos uniéramos en matrimonio lo antes posible. Pero aún tardamos algunos años en hacer realidad sus sueños. Cinco años después yo me unía en matrimonio con Jesúa, y dos años más tarde mi padre vio colmados sus deseos de tener un nieto y posible sucesor de la tradición de libreros de la familia. Por su amistad con otro de sus grandes amigos, me rogó que pusiéramos a mi hijo el mismo nombre del líder histórico del barrio: Marcus, que yo aprobé sin la mínima objeción, pues tenía la impresión de que aquel nombre sería el adecuado para un futuro gran hombre, como fue el original. 35. Yo soy homosexual (Narrador: Sergio, segundo hijo de Guido y María) Yo he tenido la suerte de tener una madre maravillosa, porque puedo imaginarme el sufrimiento de quienes no pueden manifestar abiertamente, al menos dentro de su familia, su homosexualidad. Nadie que sea heterosexual puede imaginarse la terrible lucha interna que debemos soportar los que tenemos esta orientación sexual. En tiempos de mis padres éramos considerados pervertidos, perseguidos por las leyes y despreciados por todos. Afortunadamente, no sin enconados enfrentamientos, que en demasiadas ocasiones se volvían violentos, las cosas fueron cambiando, aunque todavía hay mucho que luchar para que se nos acepte plenamente como personas y no como delincuentes. Yo supe que era homosexual cuando solo tenía doce años, el día en que asistí a una fiesta de cumpleaños de un compañero de mi colegio. Fue una fiesta muy concurrida y abundaron toda clase de golosinas. Cuando dimos buena cuenta de ellas, los padres nos propusieron un juego que consistía en acertar adivinanzas y quien fallaba pagaba una prenda y quien acertara tenía un premio. Los niños son muy imaginativos para elegir las prendas, que suelen ser ingenuas formas de iniciarse en el complicado mundo de los sentidos. Cuando me tocó a mí responder acerté la adivinanza, porque era fácil de responder: «Adivina, adivinanza, ¿Qué esconde el rey en la panza», y el premio fue besar a quién más me gustase. Todas las chicas esperaban ser ellas las elegidas, porque ya por entonces era evidente mi atractivo físico. Pero todos se quedaron boquiabiertos cuando, sin dudarlo un instante, me dirigí hacia uno de los asombrados chicos, el que más me gustaba de los de la fiesta. Yo no pensé en las consecuencias, porque fue una decisión espontánea y natural en mí, pero a partir de ese momento no cesaron los rumores sobre mi posible homosexualidad. Tan solo fue el primer síntoma que me advertía de mi inclinación sexual; aún tardaría dos años más en ser plenamente consciente de mi homosexualidad, cuando creía estar enamorado de cualquier compañero de clase que se mostraba amable conmigo. Los juegos a travestirnos con mi hermana, que tanto inquietaban a mis padres, no era más que un juego, porque yo nunca me he sentido indentificado con una mujer, para mí era una forma creativa y teatral de jugar. Yo sabía que mi padre esperaba que yo me comportara como un chico heterosexual; que tuviéramos alguna conversación de padre a hijo para iniciarme en el conocimiento de la sexualidad desde el punto de vista de un heterosexual. Pero pronto se dieron cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, porque comprendieron que yo rechazaba los encantos de la atracción femenina y me sentía inclinado por los de los hombres. Para probarme que lo aceptaba, mi madre me pintó ella misma los labios un día que entró en nuestra habitación cuando mi hermana y yo jugábamos a travestirnos. Tampoco mi madre, a pesar de su buena voluntad y empeño, comprendía que yo no me sentía mujer, y que aquello no era más que un juego, simplemente no sentía atracción por ellas. Me causo tal sorpresa y emoción que me puse a llorar como un tonto. Pero nadie puede imaginarse la felicidad de contar con la aprobación de tu propia madre de tu homosexualidad. En cuanto a mi padre, nunca hablamos abiertamente de este tema, pero sabía que me aceptaba resignado tal como era, y respetaría las decisiones sobre mi futuro que llegaría a tomar más adelante. Pero tuvo muchas reticencias en invitar a nuestra casa a mi primer novio oficial, o cuando decidimos contraer matrimonio. Su tolerancia había alcanzado el límite de lo admisible, y en un principio se negó en redondo a bendecir nuestra unión, en un momento en que por fin se había legalizado en nuestro país. La conquista (Narradora: Marta, hermana de Sergio) Desde el día en que mi padre supo que yo me había enamorado del hijo de Jacinto y Margarita, todo fueron facilidades para que conquistara su corazón. Jesúa era impetuoso, pero extremadamente tímido con las mujeres. Era casi imposible entablar con él una conversación por trivial que fuera. No tenía ninguna oportunidad si no conseguía librarle de su timidez y mi padre ideó un plan que no fallaría. Jesúa se había aficionado a la pesca, igual que su padre. Mi padre alquiló un pequeño bungaló en las orillas de un lago próximo a nuestra ciudad, donde se permitía la pesca, pero también los baños. Era a mediados del mes de agosto, en plena canícula de verano. Mi padre invitó a Jesúa a pasar el día pescando en aquel lago en un día laborable en que no se esperaba que acudiera mucha gente. !Jesúa accedió sin saber lo que le esperaba! Ellos viajaron en el coche de mi padre y yo viajé en autobús sin que Jesúa lo supiera. Tuvieron una buena pesca y prepararon una barbacoa para asar los peces, pero antes de poner los peces en el asador, mi padre propuso a Jesúa que les vendría bien darse un baño y refrescarse un poco antes de la comida, ¡pero no habían traído trajes de baño! El lugar estaba solitario y mi padre sin ninguna vergüenza se desnudó completamente y se metió en el agua. —Vamos, Jesúa, anímate. Aquí no te verá nadie, puedes bañarte desnudo. El pobre Jesúa no quiso desairar a mi padre y que creyese que sentía vergüenza, así es que se desnudó y visto y no visto, entró a toda prisa dentro del agua. Entonces aparecí yo con un delantal, como si estuviera al cuidado de la barbacoa, poniendo los peces en el asador, y les grite: —¡Papá, Jesúa, los peces estarán listos en 10 minutos. No vayáis a coger frío dentro del agua! Mi padre intentó justificar mi inesperada presencia. —Ah, Jesúa, no te lo había dicho, pero Marta no pudo venir con nosotros en el coche y ha venido en autobús. Espero que no te haya molestado. ¡Tenía tantas ganas de salir de la ciudad que no pude negarme! El pobre Jesúa se le subieron los colores, que parecía un semáforo en rojo, porque sus ropas estaban junto a la barbacoa y tendría que salir desnudo del agua si no quería quedarse allí a pasar la noche, porque yo no me movería de allí hasta que no saliera. Primero salió mi padre, se secó tranquilamente haciendo algunos ejercicios y se vistió como si allí no pasara nada, mientras Jesúa empezaba a tiritar de frío, pero no se atrevía a salir. Yo le grité: —¡Vamos, Jesúa, sal ya del agua, que vas a coger frío y los peces ya están en su punto! No le quedó más remedio que salir de agua, pero cubriéndose tanto como le permitían sus dos grandes manos. Cuando se acercó a recoger su ropa yo se la alcancé, sujetando una prenda en cada mano, por lo que tuvo que mostrarse tal y como lo habían traído al mundo. Mi padre contemplaba nuestra cómica escena y exclamó: —Pero Jesúa, ¿por qué te avergüenzas de estar desnudo delante de una mujer. Todos nacemos desnudos del vientre de una mujer. ¿Si ellas no se avergüenzan, por qué tenemos que hacerlo nosotros? Aquel breve discurso hizo su efecto, y Jesúa nunca más se avergonzó al estar junto a mí! ¡Vestido o desnudo! Jesúa tiene un corazón noble, sin duda heredado de sus padres, y no se enfadó por la encerrona que le tendió mi padre, al contrario, desde aquel día nuestro trato se hizo más familiar y pronto nos sentimos tan cómodos juntos que más de una vez volvimos a aquel bungaló, pero solos los dos, y nos bañábamos desnudos. Así es que ya conocíamos todo sobre nuestros cuerpos, ya solo nos faltaba conocer todo sobre nuestras almas, lo que nos llevó algo más de tiempo. No puede decirse que Josúa estuviera enamorado de mí, pero que se acostumbró a mí de tal manera, que apenas nos separábamos y ya me añoraba. Si esto era o no amor, carece de importancia. Mi padre no podía estar más feliz al ver como progresaban nuestras relaciones, y empezó a hacer planes para la boda. Como yo soy de la iglesia protestante, la ceremonia la oficiaría Erasmo, y se celebraría en los jardines de nuestra casa. Entre los invitados estarían todos nuestro viejos amigos, incluida Adela, quien se encargaría de la publicidad y difundir nuestro compromiso por el barrio, sin que nos costara un céntimo. Cuando estuvo todo a punto, Jesúa y yo nos vimos envueltos en otra de sus ideas, porque ya lo había organizado todo, así es que no tuvimos otra opción que casarnos para que no se malograsen tantos esfuerzos. ¡Así nos unimos en matrimonio! Lo único que hicimos fue adelantar algunos meses lo que era evidente y que contaba con la bendición de nuestros progenitores, porque hacíamos una hermosa pareja. Tanto que después de la ceremonia alguien dijo. «¡Es la primera vez que asisto a la boda de dos ángeles 37. El pescador pescado (Narrador: Jesúa, hijo de Jacinto y Margarita) Mis padres siempre me hablaron con entusiasmo de sus amigos Guido y María. Ambos había estado envueltos en los sucesos del barrio en los años 60, por eso era frecuente verlos en mi casa, que no estaba lejos de la suya, o en otras ocasiones, en el histórico Café Central. Es por esto que conocí a su hija Marta. Era una joven de un carácter decidido y alegre. Desde el primer día en que la vi me cayó bien, porque nuestros caracteres eran muy similares, y me sentía como si la hubiera conocido de toda la vida. Pero por entonces mi timidez me impedía demostrarle mi afecto. Ella lo sabía y con la complicidad de su padre, me tendieron una trampa gracias a la que pude superar mi timidez. Siempre nos reímos cuando recordamos aquel suceso. Pero hay algo que nuestros padres desconocen y que yo nunca les he contado. Solo lo sabe Marta, y se lo dije después de que nos casáramos. En una de sus visitas le acompañaba su hijo Sergio, un joven extraordinariamente guapo, belleza que había heredado de su madre. Yo no soy homosexual, pero no pude evitar sentir admiración por su belleza y hacérselo saber. Pero él lo interpretó como si yo fuera también homosexual, y creyó que yo me había enamorado de él. Él sabía que yo acudía un día a la semana a un gimnasio del barrio para mantenerme en forma, y unos días más tarde nos encontramos en plena calle a la salida del gimnasio. Sin duda no fue casual, sino que él me estaba esperando. —¡Sergio, que sorpresa!, ¿qué se te ha perdido por este barrio? —Yo vivo aquí desde hace más de un año. No me gusta la paz de la casa de mis padres. ¡Todavía no estoy jubilado! ¿Te apetece una cerveza? —Sí, es una buena idea. —Vamos entonces al Café Central. Hoy es un día agradable para sentarse en la terraza. Nos acomodamos en la terraza y pedimos dos cervezas. Sergio me dirigía extrañas miradas, como si se estuviera preguntando si yo era también homosexual. Algo debió de inducirle a pensar que yo lo era, porque de improviso me cogió una mano y me dijo casi como un susurro: —¿Te gusto? ¡Tú sí me gustas, eres muy atractivo! Yo me sentí terriblemente violento, pero no quería herir sus sentimiento y mi respuesta no pudo ser más ambigua: —Reconozco que eres un joven muy guapo, todo el mundo lo apreciaría sin que tenga que ser un hombre o una mujer. Me soltó la mano y debió comprender el sentido de mi respuesta, porque me dijo sin poder ocultar su frustración: —¡Estás enamorado de mi hermana Marta! Yo asentí con un leve movimiento de cabeza. —Sí, es una gran chica... Tienes mucha suerte... Yo no quería que hubiera ambigüedades en las relaciones con quien pronto formaría parte de nuestra familia, y me atreví a preguntarle: —Entonces, ¿tú eres homosexual? —Sí, lo soy, y creo que me he enamorado de ti, pero ya lo superaré. —¡Lo siento, Sergio, yo no puedo corresponderte, pero podemos ser buenos amigos. ¡Pronto seremos de la misma familia! —¿Te casarás con ella? —Esta misma primavera. Ya está todo acordado. Tu padre lo ha organizado todo. ¡Es una gran persona! —Sí, lo es. Tiene todas sus ilusiones puestas en Marta, ella le dará lo que tanto desea y que yo no puedo darle: un nieto. —¿Sabe tu padre que eres homosexual? —Sí, lo sabe y lo tolera, pero no tiene ningún interés por mí. Solo mi madre comprende mis sentimientos. Para mi padre es como si yo no existiera. No hemos tomado nunca juntos una cerveza como ahora tú y yo. Creo que se avergüenza de mí... —¡Lo siento, Sergio; comprendo tus sentimientos, pero creo que no debes juzgarle tan severamente. Sus ilusiones son comprensibles. Todos los seres humanos deseamos perdurar en nuestros descendientes... —¡Yo no; yo nunca tendré descendientes! —Sí, comprendo que tú veas las cosas de otra forma. Terminamos nuestras cervezas y me despedí de él con la sensación de que había conocido la otra cara oculta de la vida, la de los homosexuales. Sergio y yo somos buenos amigos, además de cuñado, y haría cualquier cosa por apoyarle y defender su derecho a manifestar su inclinación sexual sin que tenga que avergonzarse. Pero mi buena voluntad no era suficiente para Sergio, él esperaba que yo le hubiera correspondido. ¡Fue una terrible desilusión. 38. Nuestra unión (Narradora: Marta, hija de Guido y María) No fue fácil convencer a nuestro antiguo pastor viajar más de 500 kilómetros para que celebrase nuestra unión, porque por entonces Julia y él vivían en otra ciudad, pero mi padre estaba empeñado en que fuera él quien bendijera nuestra unión aunque tuviera que ir él mismo en su busca. Todos los invitados fueron los previstos, los viejos amigos de mis padres y sus hijos, y alguno más que se había incorporado a última hora y que eran los vecinos de nuestra nueva residencia. Pero hubo una importante ausencia: mi hermano Sergio. Jesúa no me había contado lo que sucedió en la terraza del Café Central. Sergio no soportaba ver como su primer amor se entregaba a los brazos de una mujer, ¡aunque fuera su propia hermana! Se buscó la excusa de que debía asistir a un coloquio sobre literatura al que había sido invitado con antelación al anuncio de nuestra boda. Yo lo eché de menos, porque siempre habíamos congeniado y apoyado el uno al otro, pero aquello fue más fuerte que nuestro mutuo afecto. Mi padre era, sin lugar a dudas, el más feliz de aquella reunión, porque veía por fin su sueño consumado: ver a su hija casarse con el hombre que él deseaba, y creo que se alegró por la ausencia de mi hermano, porque seguía sin aceptar completamente y con todas sus consecuencias la homosexualidad de Sergio. Mi madre debía saber la verdadera razón de su ausencia, porque no parecía la madre feliz que asiste a la boda de su hija, y debía sufrir calladamente la ausencia de Sergio, tratando de imaginar cuál sería su estado de ánimo en aquellos momentos. Ella conocía los sentimientos de Sergio, y debía pensar que ella hubiera hecho lo mismo en sus mismas circunstancias. Después supe que había estado en la terraza del Café Central, en la misma mesa donde se reunió con Jesúa, bebiendo una cerveza tras otra hasta que los efectos del alcohol aliviaron su tristeza. Después se encerró en su apartamento, donde según me contó él mismo años después, estuvo al borde del suicidio. Pero no solo era por el fracaso de su primer amor, sino por todas las dificultades, incomprensión y rechazo que estaba sufriendo por su homosexualidad. Mi padre, a pesar de su buena voluntad, tardó mucho en llegar a entender cómo era su hijo en realidad. Solo unos meses más tarde, cuando Sergio pretendía casarse con su último novio, se dio cuenta de su error, y sobre todo poco antes de fallecer, porque Sergio estuvo a su lado hasta que exhaló su último suspiro. Mi hermano no culpó a nuestro padre por su incomprensión, porque dados los prejuicios de su época, reconocía que había sido un padre tolerante. A pesar de todo, Sergio siempre sintió gran admiración y afecto por nuestro padre. 39. Un amor prohibido (Narrador: Sergio, hijo de Guido y María) Si cuando tenía 12 años descubrí mi inclinación sexual, a los 36 encontré, por fin, la persona con la que deseo compartir lo que me reste de vida. Por eso, y por otras razones más prácticas, estamos pensando en contraer matrimonio. Ya había superado la profunda depresión que me causó el fracaso de mi amor por Jesúa, y aun tuve otros amantes, que algunos acabaron en tragedia. Como el de un pintor con talento, pero totalmente desquiciado. Lo conocí visitando una exposición de sus últimas obras, porque la reseña que leí en la prensa estaba ilustrada con imágenes de torsos de hombres desnudos, lo que atrajo mi atención. Cuando el pintor me vio en la inauguración de la exposición, quedó prendado de mi belleza, que solo un artista sabe valorar. Casi sin darme tiempo a recorrer toda la exposición, se acercó a mí y, sin más preámbulos, me propuso ser su modelo. Yo me sentí profundamente halagado porque era un pintor de renombre y accedí sin la menor objeción. Apenas si esperó a que se cerrase la exposición y me invitó a ir a su estudio, para, según él, hacer algunos bocetos previos. Cuando entramos en su destartalado y sucio estudio, me sugirió que me desnudara, lo que hice sin sospechar que no estaba interesado en el arte, sino en mi cuerpo, e intentó abusar de mí. Yo reaccioné con violencia y tuve que hacer algunos destrozos en su estudio para librarme de él. Unos días después leí en los periódicos que se había suicidado, pero no fue por mi causa, sino porque padecía de una enfermedad crónica que le causó la depresión que lo llevó al suicidio. Mi violento rechazo debió de agravar su estado. Los otros amantes fueron menos agresivos, pero todos, hasta que conocí a mi compañero actual, que me salvó la vida cuando atravesaba una profunda depresión, terminaron en fracaso. Mis padres nunca supieron de mis aventuras amorosas porque por entonces yo vivía en el barrio. 40. El intento de suicidio (Narrador: Sergio, homosexual) Mikel, mi novio actual, me salvó la vida. Desde hacía más de un año éramos vecinos. El vivía en el apartamento que estaba encima del mío, por eso escuchaba prácticamente todos sus movimientos. También me enteraba de cuando recibía visitas, con las que solía divertirse hasta altas horas de la madrugada. Él era también homosexual, pero no me resulta atractivo, pero él si se había sentido atraído por mí desde el primer día en que nos conocimos. Era un buen vecino, antes de los sucesos de aquella noche nos habíamos encontrado en numerosas ocasiones en la escalera o en el ascensor, y su comportamiento siempre era cordial y exageradamente educado. El pretendía llamar mi atención pero yo no estaba interesado por él, al menos en aquellos difíciles momentos. Nunca entraba el primero en el ascensor; me abría la puerta de la calle para que pasara yo el primero. No se olvidaba de desearme un buen día o un buen fin de semana cuando nos encontrábamos. El mismo día que ocupé mi estudio, bajó a saludarme con una botella de vino de regalo, como señal de bienvenida, y en numerosas ocasiones me ha recordado que como buenos vecinos le pidiese ayuda si alguna vez y por la causa que fuera, la necesitaba. Y esa fatídica noche la necesité, el día en que Jesúa se unía en matrimonio con mi hermana Marta. Mi estado de ánimo era deplorable, y agravado por las cervezas que había bebido, me sumí en una profunda depresión, y ya nada parecía tener sentido para mí. ¿Valía la pena seguir viviendo? ¡No; no valía la pena! El fracaso de este primer amor me parecía imposible de superar. O él o la muerte, y era obvio que la respuesta era la muerte. No me encontraba en condiciones de valorar la trascendencia de lo que estaba planeando y busqué la manera de quitarme la vida, lo que no era fácil. Solo podía intentar ahorcarme, porque no me sentía capaz de otros medios, como cortarme las venas y dejarme desangrar hasta morir. Pero ahorcarme también era una muerte violenta, y esta incapacidad para quitarme la vida me exasperó todavía más. No tenía temor por la muerte pero, me aterraba el sufrimiento que pudiera causarme el dolor. Entonces recordé que mi vecino tenía problemas de insomnio y tal vez me podía proporcionar los suficientes somníferos como para poner fin a mi sufrimiento. Estaba tan mareado y deprimido que no se me ocurrió pensar que Mikel comprendería inmediatamente para qué quería los somníferos. —¿No puedes dormir? Yo también padezco de insomnio. Puedo darte algunas tabletas. Con dos tendrás suficiente. —¿No puedes darme alguna más? En el fondo esperaba que él me disuadiera, porque yo no sería capaz de hacerlo. —Oye, ¿tú quieres dormir o suicidarte? ¡Pero si estás borracho como una cuba! ¿Pero qué te sucede? ¡Mejor será que esta noche no vuelvas a tu apartamento, puedes quedarte conmigo, y me cuentas lo que te pasa! Y fue así como me enamoré de Mikel, porque había demostrado una gran sensatez, ¡lo que a mí me faltaba! Un mes después yo dejé mi apartamento y me fui a vivir con él. Desde entonces hemos hecho vida en común sin apenas discusiones. Creo que somos una pareja feliz, y ahora que se ha legalizado el matrimonio entre homosexuales, estamos pensando en casarnos. El novio de Sergio (Narradora: María, madre de Sergio) Más tarde o más temprano tenía que pasar: mi hijo pretende contraer matrimonio con su amante, con el que vive desde hace ya más de 10 años, y quiere que le demos nuestra bendición. Me ha pedido que invitemos a su novio a cenar uno de estos días en nuestra propia casa para hablar de este delicado asunto. Él ya sabe que yo le comprendo y lo acepto, pero para Guido es una situación más difícil de aceptar. Sergio se ha ganado su confianza en lo que se refiere a la librería y ahora es él prácticamente quien la lleva, y con bastante éxito. Sobre todo entre las jóvenes, siempre hay alguna en la librería. A pesar de sus 46 años sigue siendo muy atractivo. Nunca habíamos vendido tantas novelas románticas como desde que él está al frente de la librería. Sergio no vive con nosotros, sino con su compañero en nuestro antiguo barrio, a un paso de la librería. Nuestro antiguo barrio se ha convertido en el lugar predilecto para homosexuales. Han abierto muchos nuevos cafés con mucho estilo y salas de exposiciones de pintores jóvenes con talento, lugares de entretenimiento, como una sala de conciertos, varios pequeños teatros y clubes privados para gays y lesbianas. ¡Es el barrio ideal para él! —No sé si tu padre lo aprobará. Debes comprender que le resulta violento veros juntos y, sobre todo, besándoos como dos enamorados. Tu padre es de otra época y puedes dar gracias a que te ha aceptado como socio en la librería. —Tú también eres de esa misma época ¡y me has aceptado! ¿Por qué no puede él también aceptarme? —Cariño, creo que es superior a sus fuerzas, y está al límite de su tolerancia. ¡No fuerces las cosas! Dale tiempo para que se haga a la idea. —Temo que Mikel me deje si no regularizamos nuestra relación... —¿Por qué iba a hacerlo? —¡Porque él quiere que nos casemos ahora que ya es legal, y no desea sentirse rechazado por mi familia! La suya ya lo ha aceptado, y yo les parezco un buen pretendiente. —¿No es ir muy deprisa? —¡Mamá, que he cumplido 46 años, y Mikel 48! —¡Quién tuviera tu edad. Mírame a mí, ya con 61 años! —Estás más guapa que nunca. —Tú siempre has sido un gran adulador! Hablaré con tu padre y veré si puedo convencerle, pero tienes que tener paciencia. Si habéis vivido como pareja más de diez años, no creo que pase nada si esperáis todavía un poco más. Sí, yo soy más tolerante que Guido, pero en el fondo yo también hubiera deseado que Sergio hubiera sido heterosexual, y no haber tenido que pasar por estas complicadas situaciones. Un matrimonio entre dos hombres, o dos mujeres, es difícil de aceptar, aunque se trate de tu propio hijo y esté en juego su felicidad. Pero las cosas de la naturaleza son así y no podemos culparles a ellos y negarles lo que para ellos constituye su felicidad. Si se quieren y han decido casarse, es lo más natural del mundo que lo hagan. ¿Por qué no podemos darles nuestra bendición como si se tratara de nuestra hija? La vida nos obliga a estar preparados para lo que nos quiera traer el destino, y me consuela pensar que hubiera sido mucho peor si hubiera nacido con alguna deficiencia mental o física, pero en ese sentido es una persona normal, y, afortunadamente, goza de buena salud, y no necesita cuidados especiales. Yo creo que Guido acabará aceptándolo, pero hay que darle tiempo. Una boda poco usual (Narradora: María) Sergio ha tomado la decisión de contraer matrimonio con su compañero sin contar con la bendición de su padre. Guido no se opone, pero no asistirá a la ceremonia, ni aprueba esta unión, que él considera es contra la naturaleza. Yo he intentado convencerle de que nuestro hijo es un hombre, pero solo Dios y el mismo, saben por qué prefiere la compañía de un hombre a la de una mujer, y debemos aceptarlo, porque, por encima de su inclinación sexual, es nuestro hijo; nosotros lo hemos gestado y somos los únicos responsables. —Nuestro hijo no eligió ser homosexual —le comento en un último intento de que comprenda a su hijo—, se encontró con que lo era, y no puede cambiar su inclinación sexual. Nosotros no tenemos más opción que aceptarle con todas sus consecuencias. —¿Es que no le he aceptado? Nunca le he recriminado que fuera homosexual. Pero ¿por qué quiere llevar una vida como una persona normal, y pretender contraer matrimonio con otro hombre? Si quiere tener un amante, ¡que lo tenga, y haga la vida que mejor le parezca!, pero que no pretenda, además, meterlo en nuestra casa y contraer matrimonio. ¡Eso ya es demasiado! He perdido toda esperanza de convencerle para que acepte esta boda, en la que él será en gran ausente. Pero yo sí asistiré, aunque me sienta incómoda. No puedo abandonar a mi propio hijo en estos críticos momentos. Ha llegado el día y todos nos sentimos nerviosos y confundidos. Yo me arreglo igual que lo hice para la boda de su hermana, a fin de cuentas es otra boda. Marta tampoco asistirá, porque en el fondo piensa como su padre. Los dos creen que no es necesario que contraigan matrimonio, después de todo, nunca podrán crear una familia. Podrían vivir como pareja como hasta ahora, sin necesidad de forzar las cosas. Nos encontramos a las puertas del Juzgado de Paz. Es un día espléndido, ideal para celebrar una boda, pero no la nuestra. Solo mi hijo y su novio parecen felices, en los demás noto en sus expresiones confusión y puede que también duda, como si no estuvieran seguros de estar haciendo lo correcto. Los padres del novio parecen resignados y aceptan este matrimonio con naturalidad. Además de algunos de sus amigos. El juez de paz tampoco parece que esté pasando un buen rato. Cuando se aproxima el momento de firmar el registro, noto cierta tristeza en su expresión. Creo que está manteniendo una profunda lucha interna. De improviso se vuelve y viene hacia mí con una angustiosa expresión en su rostro, y me hace una sorprendente confesión: —Mamá, ¡no puedo casarme! ¡No sin su bendición! ¡No podría ser feliz en mi matrimonio! —y se acerca a su confundido novio—. ¡Perdóname, querido, pero no puedo casarme contigo. Siempre he tenido la aprobación de mi padre para todas mis decisiones importantes y esta es la más importante de mi vida. Él no me comprende; no puede entender que soy un hombre normal, pero no puedo ni quiero, evitar sentirme más protegido y amado en compañía de otro hombre. Tal vez sea por mi culpa, porque no he sabido justificar con razones y argumentos mi manera de ser, ¡porque ni yo mismo lo sé! Todos estamos confundidos. El juez parece aliviado por evitar tener que celebrar esta boda. Pero, ¡sorpresa!, Guido ha entrado en el juzgado, vestido con el mismo traje oscuro que llevaba en la boda de Marta. También Marta y Jesúa han venido, y creo que fuera están algunos de nuestros viejos amigos. —Señoría, desearía dirigir unas palabras de felicitación a los novios. Sergio se abraza a mí completamente asombrado y yo no sé si estoy despierta o soñando, pero es realmente Guido. —Señoría, uno de los que se dispone a unir en matrimonio es mi hijo. Desde que cumplió los 14 años sabía que era homosexual. Aunque estaba resignado, me sentía profundamente afectado, ¡yo esperaba que fuera un verdadero varón! Esta mañana mi amada y comprensiva esposa me ha dicho algo que he tardado algún tiempo en aceptar: «Nuestro hijo no eligió ser homosexual, se encontró con que lo era. Nosotros no tenemos más opción que aceptarle, con todas sus consecuencias.» No se puede ser el padre solo de los hijos que nos llenan de satisfacción, sino sobre todo de los que necesitan nuestro apoyo y comprensión. Puede que sea contrario a la naturaleza que dos hombres se unan en matrimonio, pero es más contrario que dos personas que se aman no puedan unirse en matrimonio. Mi hijo es un hombre, que por alguna razón que soy incapaz de entender, prefiere el afecto y la compañía de otro hombre, pero ya no quiero saberlo, porque la mente humana no está capacitada para entender ni los anhelos del corazón ni los deseos de la carne. Yo confío en mi hijo y sé que él si tiene una buena razón: la que le dicta su corazón. Su señoría no va a casar a dos hombres, sino a dos personas que se aman, como amaba yo a mi querida esposa el día de mi boda. La naturaleza salvaje no entiende de sentimientos humanos, ella solo entiende de deseos y satisfacciones. No ama, no piensa, no razona, pero tampoco lo necesita, porque los animales no contraen matrimonio, nosotros sí. Su Señoría, puede continuar con la ceremonia, eso es todo lo que deseaba decir. Ya lo decían en el barrio: «¡Guido es un caballero!» He tenido muchos motivos en todos estos años vividos junto a él para admirarlo, pero hoy tengo sobrados motivos para sentirme la mujer más afortunada del mundo, porque tengo el esposo más tolerante y justo del mundo! Sergio sigue abrazado a mí, incapaz de reaccionar. —Vamos, Sergio, ve con tu padre y que te dé su bendición. ¿No es eso lo que deseabas? Pero es Guido quién se acerca a nosotros, y apoya su mano en el hombro de Sergio. —Bueno, Sergio, tu novio te está esperando, y yo te doy mi bendición. Solo te pido que seas tan buena pareja para él como tu madre lo ha sido conmigo. Y si por la razón que sea las cosas no te fueran bien, recuerda que tienes una familia y un hogar donde puedes volver siempre que lo necesites, tu madre y yo siempre te recibiremos con los brazos abiertos. Sergio está tan emocionado que no es capaz de articular una sola palabra. Se abraza a su padre y permanece así unos segundos. Guido cambia una mirada de aprobación conmigo. Yo le devuelvo una sonrisa que quiere ser mi respuesta a su noble gesto. El novio de nuestro hijo está tan perplejo como los otros asistentes. Cuando Sergio se separa de su padre, se acerca a él, le toma su mano y le dice casi al oído. —Ahora comprendo por qué querías la bendición de tu padre: ¡Es un santo! Todo ha concluido felizmente. Sergio ya es un hombre casado con la persona a quien ama, y nosotros creemos haber obrado que debíamos. De regreso a nuestra casa Guido me hace un comentario que me sorprende: —Yo quería haber tenido un hijo heterosexual, pero hoy he comprendido que nunca debemos utilizar a los hijos para que hagan nuestros deseos, sino nuestro deber de padres es apoyarles para que puedan realizar los suyos. —Creo que irán a la Costa Azul a pasar su luna de miel. Mikel es el director de una agencia de viajes, les saldrá barato. Tengo una idea, ahora que tenemos un yerno en una agencia de viajes, ¿por qué no aprovechamos nosotros y volvemos a celebrar nuestra segunda luna de miel también en la Costa Azul? Guido no responde, pero comprende que intento hacerle ver que la vida sigue su curso y que nosotros hemos obrado con sensatez. 43. El intruso (1) (Narradora: Linda, madre de Isabel) Isabel nos tiene preocupados. Apenas habla con nosotros y ya no nos visita con la misma frecuencia de antes. Parece como si nos quisiera evitar. Vive sola en un pequeño apartamento de nuestro antiguo barrio. Ella y Sergio son prácticamente vecinos, y en muchas ocasiones se encuentran en la terraza de Café Central. Ha terminado su doctorado en Ciencias Sociales y espera obtener una plaza de docente en el nuevo colegio de enseñanzas medias del barrio. Sé que algo le preocupa, pero no quiere que lo sepamos. Si no confía en su madre, debe tratarse de algo grave. ¿Qué podemos hacer? La he llamado por teléfono para rogarle que venga este fin de semana a nuestra casa, porque son las fiestas locales de nuestra comunidad y nos gustaría que nos acompañara a la verbena y a la representación de una popular comedia de enredos francesa. Un poco de distracción le ayudará a superar lo que le esté sucediendo. —No sé, mamá, no me encuentro bien.. —¿Estás enferma? —No, no es eso, solo un poco estresada por las oposiciones. Ya me pasará. —Pues con más motivo para acompañarnos a las fiestas. Lo que necesitas es un poco de distracción. —No estoy de humor para fiestas, prefiero quedarme en casa y dormir sin poner el despertador. Tal vez os vaya a visitar la próxima semana. —Está bien, hija, tú sabrás lo que más te conviene, pero tu padre y yo te echamos de menos. Nos hubiera gustado pasar estas fiestas contigo. —Sí, mamá, ya lo sé. Yo también os echo de menos y también me hubiera gustado ir, pero no puede ser... —Hija, ¿necesitas ayuda? ¿Quieres que vaya a tu casa y te prepare algo de comer? Seguramente que tú no tendrás ganas de cocinar si no te encuentras bien. —No, mamá; no es necesario que vengas. —Isabel, últimamente parece que nos rehúyes. Me preocupas. Algo no debe irte bien, pero no quieres confiar en tu madre, y no sé por qué razón. —No estés preocupada por mí. Solo es pasajero. Ya se me pasará. —¡Nunca te habías comportado así! —No insistas, mamá, no me pasa nada, solo un poco de estrés. —Está bien, no quiero insistir, pero si te encuentras peor llámame. ¡Lo harás, cariño? —¡Te lo prometo! Definitivamente a Isabel le pasa algo que no nos quiere confiar. Creo que debo hacerle una visita y hablar de mujer a mujer, porque sospecho que sé de qué se trata: ¡es probable que esté embarazada! 43. El intruso (2) (Narradora: Isabel, hija de Marcus y Linda) ¿Debería confiar en mi madre? ¡No es necesario darle este disgusto. Dentro de una semana habré abortado y todo volverá a ser normal. Sé que ella no me censuraría el haber sido tan estúpida por haberme quedado embarazada, pero podría empeñarse en que naciera, sin que le importe quién es el padre. ¿Qué dirían si supieran que el padre es un negro? ¡Y bien negro! ¿Hasta dónde llegaría su tolerancia? ¿Son o no son racistas? ¿Y cómo saberlo? Nunca hemos tenido nadie de otra raza en la familia. ¡Ni siquiera un extranjero! Todos somos de piel blanca y cabellos rubios. Ni siquiera con el pelo castaño. ¿Me invitarían a las fiestas de su comunidad si me presentara del brazo de David? ¿Se sentirían felices de tener un nieto mestizo, o puede que negro? ¡No lo sé, pero por el momento no me encuentro con fuerzas para enfrentarme a un posible rechazo. Tampoco es este el momento que habíamos acordado David y yo para tener nuestro primer hijo. Acordamos que primero debía conseguir la plaza y después pedir un receso de maternidad. Pero este embarazo echa a perder todos mis planes. Por eso estamos los dos de acuerdo en que aborte. Ya tendré un mejor momento para ser madre. ¡El mundo no se va a acabar pasado mañana! David me espera en la terraza del Café Central, quiere saber qué opina el ginecólogo sobre mi aborto, si es seguro o entraña algún riesgo. Yo nunca pude imaginar que llegaría a enamorarme de un hombre de color. Reconozco que no fue un amor a primera vista, sino todo lo contrario, a primera vista no me atraía en absoluto. Pero yo más que el cuerpo valoramos el alma. Y el alma de David no cabe en una catedral. Cuando le conocí yo estaba en la parada del autobús y estaba diluviando. Para colmo no había elegido la ropa adecuada y, además de empapada, estaba congelada. David estaba en la misma parada y se dio cuenta de mi deplorable estado. No dijo nada, simplemente se quitó su abrigo y me lo puso sobre los hombros. Después anotó un teléfono y me lo introdujo en uno de los bolsillos. —Llámeme a este teléfono cuando ya no necesite mi abrigo. En ese momento llegó su autobús. Se despidió de mí con un amistoso gesto con la mano. Cuando el autobús arrancó yo todavía no sabía lo que había sucedido, porque no fui capaz de reaccionar hasta que, gracias a su abrigo, pude entrar en calor. Al día siguiente nos encontramos en el Café Central. Yo creo que él sabía que en aquel encuentro no iba a recuperar solo una valiosa prenda de vestir, sino además el corazón de la mujer que se lo devolvió. David es un hombre culto, generoso, amable e inteligente. ¿Qué más podía pedir? En aquella reunión estuve literalmente ciega y era incapaz de apreciar el color de su piel. Tanto podía ser negra, blanca o color de rosa. ¡Me hubiera dado igual! El intruso (3) (Narradora: Linda) Sé que no debería hacer esto, pero mi hija está pasando por un mal momento, y si ella se parece solo un poco a mí, no pedirá mi ayuda. Recuerdo que yo traté de sinvergüenza a quién me había salvado la vida. No quiero que mi hija cometa también un error del que tenga que arrepentirse toda su vida. Tengo que presentarme en su casa sin previo aviso, y averiguar lo que le está pasando. Un taxi me deja en la puerta de su vivienda, pero ella no debe estar, porque nadie contesta al timbre. Es posible que haya hecho el viaje en balde, pero puedo esperar. El Café Central no está muy lejos de aquí. Un paseo me sentará bien. Allí servían un excelente té, no sé si ahora será igual. Es agradable esta nueva terraza de la plaza. En mis tiempos no existía. Pero tengo la impresión de que allí está mi hija Isabel, ¡y le acompaña un joven de color! ¡Creo que empiezo a comprender lo que le sucede! ¡Mi hija enamorada de un negro! Bueno, ¿y qué? ¡Hace cincuenta años yo entré en este mismo café siendo una prostituta que se había enamorado de un blanco! ¡No era menos polémico! Creo que mi hija va a llevarse la gran sorpresa de su vida: —¡Isabel, hija, que coincidencia! He venido al barrio para visitar una vieja amiga, pero no estaba, así es que me dije, «¿Por qué no te tomas un té en el Café Central?». ¡Pero no te quedes ahí como alelada, ¿no vas a presentarme a tu amigo? A mi pobre hija se le atragantó el trozo de tarta que tenía en la boca, y tardó el librarse de él y poder decir algo. Y su amigo creo que estaba a punto de levantarse y echar a correr. Pero por fin reaccionó. —¡Claro, mamá, es David, hace oposiciones también para conseguir una plaza en la nueva escuela como profesor de inglés. —Encantada de conocerte, David. ¿Eres el padre de la criatura? Mi arriesgada pregunta surtió su efecto. Mi hija me miró asombrada y no meditó su respuesta. —Pero, mamá, ¿cómo lo has sabido? —Me lo acabas de decir tú ahora mismo. ¿Cuándo nacerá? La reacción de mi hija a esta pregunta me acaba de revelar cuál es la causa de su problemas. ¡Creo que no quieren que nazca! —¡Mamá... La verdad es que... Bueno no se cómo decírtelo, pero..! —¡No digas más, estoy de acuerdo! Si el embrión tiene una malformación, haces bien en abortarlo! —¡Pero mamá, es que no tiene...! —Entonces ¿eres tú la que no soportarías el embarazo? —¡No, no; mamá, tampoco es eso! —Sí, ya me hago cargo, ¡no quieres tener un hijo mestizo! —¡Por favor, mamá, no digas disparates! —Pues a mí no se me ocurre otra razón. —¡Es que llega en un momento muy inoportuno! —¿Y de eso tiene él la culpa? —Mamá, tú no lo entiendes. Hemos trabajado muy duro para conseguir presentarnos a estas oposiciones, y si naciera ahora tendría que renunciar. —Sí, hija, te comprendo, eso mismo pensé yo cuando quedé embarazada de ti. Tu padre acababa de inaugurar la joyería y me necesitaba para atender a los clientes. Yo pensé que lo mejor era abortarte porque solo tenías una semana, y no corría ningún riesgo. ¿Y sabes lo que me hizo cambiar de opinión? Me dije: «Linda de ese feto solo es tuya la carne, el alma debe ser de Dios, cómo puedo disponer de algo que no es totalmente mío?» Y por eso tu naciste, de otro modo serías un trozo de carne arrojada al cubo de la basura de un hospital. Mi hija está al borde de romper a llorar, pero estamos rodeados de gente que pueden pensar que estamos discutiendo. La abrazo y dejo que llore sin que nadie se dé cuenta. Su amigo David, parece desconcertado y no sabe qué hacer. Sí, a mí también me parece un buen hombre. Isabel se seca rápidamente las lágrimas e intenta recuperar la normalidad. Permanece en silencio. Creo que no sabe qué responder. Por fin suspira como si tratase de arrojar viejas ideas de su mente, y me dice con un tono de voz de resignación: —Sí, mamá, tal vez tengas razón y me comporto como una perfecta egoísta... —Hija, tu madre todavía tiene fuerzas para sostener en su brazos un bebé y darle el biberón. ¡Lo criaremos entre las dos, y tu podrás ganar tu plaza en ese colegio! —¡Mamá, te quiero; no sabría qué hacer sin ti! —Pues ya puedes hacerte a la idea, porque ¡no viviré eternamente! Y gracias a esa breve charla de mujer a mujer, nació el hijo de Isabel. Un precioso bebé mestizo de piel canela, y con todos los rasgos de su madre. En cuanto al nombre, pusieron el nombre de su abuelo, Marcus. Un negro en la familia (Narrador: Marcus) Aquel día, Linda estuvo en nuestro antiguo barrio visitando a Isabel y me trajo una perturbadora noticia: —¿Isabel enamorada de un negro? —Así es, Marcus, y debe parecerle muy atractivo, ¡porque está embarazada! —¡Embarazada de un negro! —Sí, y si no hubiera sido porque se me ocurrió visitarla, lo hubiera abortado. —¡Tal vez hubiera sido lo más adecuado! —No hablarás en serio, Marcus, ¡estás hablando de tu futuro nieto! —¡Que será mestizo! —¿Y qué hay de malo? Esa era la segunda vez que reaccioné negativamente por culpa de los prejuicios. La primera fue cuando conocí a Linda. ¡Nunca antes se me había planteado este dilema! Inconscientemente creía que la raza blanca era superior en todo a cualquiera de las otras razas, y mi futuro nieto padecería de esta deficiencia. Era como prostituir nuestra pureza genética con influencia de una raza inferior. En esos momentos no me sentía orgulloso de mi hija, porque no comprendía qué había podido encontrar atractivo a un negro. ¡Sin duda que no era racista! —Marcus, he invitado hoy a cenar a Isabel y a su novio para que conozcas a tu futuro yerno, David. Yo también pienso como Isabel que es un buen hombre, y por lo que me ha contado, comprendo que esté enamorada de él. Aquella invitación me alteró completamente, porque yo no creía que un negro tuviera algún tema de conversación normal y seguramente que no nos entenderíamos. Pero Linda insistió en que nos conociéramos. A la hora prevista llegaron Isabel con su amigo, y mi impresión no pudo ser más negativa. Simplemente me pareció que estaba ante un descendiente directo del mono. No fui muy cordial en mí saludo de bienvenida, con un forzado saludo protocolario. Pero creo que él lo esperaba, porque no seria esta la primera vez que le rechazaran. Isabel estaba muy violenta, porque comprendió que yo no le había recibido con la cordialidad que era habitual en mí. Linda intentó romper el hielo y hacerle sentir a David que era bien recibido en nuestra familia. —Siéntete como en tu casa, David. ¿Nos vas a contar cómo conociste a Isabel? Pero antes beberemos algo para animarnos. ¿Te apetece una cerveza? Sirvió las cervezas y después todos esperábamos que alguien sugiriese algún tema de conversación. Y fue el propio David quién la inició la conversación sorprendiéndonos a todos: —Es usted muy amable y sé que respeta mi relación con su hija, pero me hago cargo de la sorpresa de su marido. Si yo fuera él e Isabel fuera mi hija, yo hubiera reaccionado del mismo modo. Yo tampoco aceptaría un negro en mi familia. Incluso si él fuera negro tampoco aceptaría un blanco en su familia. Es una reacción natural, cada raza solo encuentra atractiva los de su propia raza. Usted se preguntará cómo es posible que Isabel se haya enamorado de mí, y yo me pregunto, a su vez, cómo es posible que yo me haya enamorado de una mujer que no es de mi propia raza. Supongo que hay una explicación, porque hay algo en los dos que tiene el mismo color, o mejor dicho, que no tiene color. Porque ¿sabe usted de qué color es el alma de un negro?; ¿y la de un blanco? Su hija no se ha enamorado del negro sino de su alma, que es exactamente igual que la suya, y yo me he enamorado del alma de Isabel, que es exactamente igual que la mía, no de la mujer blanca. Y esto espero que le sirva de explicación. Confieso que esta fue la segunda vez que reconocí mi error, y sin duda, que me había comportado como un perfecto racista. Yo tampoco me enamoré de la prostituta, sino del alma de aquella extraordinaria mujer. Isabel volvió a hacernos sentir en familia, ahora con un miembro más, y pronto tendríamos otro, mestizo, fruto de esta unión. —Bueno, basta de charlas, porque lo que tengo en el horno debe estar ya en su punto. Acomodaros en la mesa que enseguida lo sirvo. Fue una magnifica velada. Guido y David estuvieron hablando de mil cosas durante la sobremesa. David sí tenía temas interesantes de conversación. En cuanto a mi hija, mientras fregábamos los platos de la cena me dijo sin disimular su alegría: —Hubiera deseado que fuera una niña para ponerle tu nombre, porque es el nombre de una gran mujer y una extraordinaria madre. Malas noticias (Narrador: Marcus) Me temo que a partir de ahora no pasará un año sin que sepamos de una muerte de alguno de nuestros viejos amigos. Hoy me han comunicado la muerte de Adela y de Lorenzo. ¡Pobre Julia, lo sola que debe sentirse! En cuanto a Adela, estoy seguro de que también en el cielo, donde debe de estar, encontrará la manera de enterarse de los chismes de sus almas gemelas. ¡Pobre mujer! Sus chismes no eran mal intencionados. Nunca hizo daño a nadie, al contrario, en sus últimos días fueron de gran utilidad, incluso salvaron de una muerte horrible a la desdichada Aura, ¡que si todavía está viva, ya debe rondar los cien años! Ella también hizo que corriera la voz por el vecindario de que Guido y María hacían buena pareja, a pesar de sus diferencias de edades, por lo que fueron aceptados y respetados. Lo que en aquella época era absolutamente necesario. Siempre la recordaré en su pulcra y ordenada panadería, ¡donde no despachaba una sola barra de pan sin ir acompañada con alguna de sus exclusivas! ¡Descanse en paz! En cuanto a Lorenzo, le juzgamos mal. Creíamos que era un hombre reservado y huraño, pero su único problema era que no soportaba la soledad. Cuando se unió a Julia, nos demostró quién era verdaderamente: un político honesto y comprometido con su comunidad. Entre él y Julia consiguieron hacer realidad muchas de las aspiraciones de los vecinos del barrio. Políticos como Lorenzo quedan ya pocos, porque yo creo que los políticos están para trabajar por el bienestar del pueblo, y no como ahora, ¡que el pueblo está para trabajar por el bienestar de los políticos! Lorenzo era un socialista. ¿Pero quién puede decir que no es socialista? ¿Es que no vivimos todos en sociedad? ¡Pues entonces todos somos socialistas! Además, lo que sucedió con Lorenzo nos demostró cómo las mujeres pueden cambiar el mundo solo con su positiva influencia sobre nosotros. Los hombres tenemos la capacidad de la acción, pero nos falta el sentido práctico para que nuestras acciones se transformen en algo que tenga alguna utilidad real. Sin esta influencia, o nos volvemos pasivos, ociosos y malvados, o creamos cosas inútiles e inservibles, contaminando y destruyendo las fuentes de la vida misma. Las mujeres son más pasivas, pero tienen sentido práctico de la realidad. Creo que su principal misión es orientar la acción idealista y soñadora de los hombres hacia el sentido práctico de las mujeres. En Lorenzo y Julia estaba el ejemplo de esta verdad. El Ayuntamiento de nuestra ciudad hizo un homenaje a Lorenzo y le encargó a Julia que escribiera un panegírico sobre su compañero muerto, que he leído en la prensa del barrio: «Querido compañero. Estés donde quiera que estés, estarás siempre vivo en mi recuerdo y en el corazón de la gente de este barrio que tuvieron el privilegio de conocerte. Tú fuiste mi compañero y mi amante; el hombre huraño y solitario, que encerraba un corazón generoso y una mente despejada, que solo esperaba mi positiva influencia para que ese corazón y esa inteligencia se transformara en iniciativas que contribuyeron al bienestar de nuestra comunidad. Si tu ejemplo sirviera a las futuras generaciones, los jóvenes no soñarían con grandes ideales y ambiciosos proyectos, sino que se preocuparían más por el reducido espacio donde conviven los seres humanos. Y todos juntos, entregados al bienestar de su comunidad, podríamos cambiar el mundo y hacerlo más humano y habitable. Todas las grandes cosas empiezan siendo pequeñas, una gran nación no es la que tiene más y mejores autopistas, sino la que tiene más pasos de cebra y más parques públicos. Hoy te queremos rendir un homenaje para recordarte y esperar que tu ejemplo inspire a los políticos de esta nueva generación. Descansa en paz». Es un breve panegírico, pero no es necesario que sea más extenso, esto ya es suficiente para quién quiera escuchar, y demasiado largo para quién se haga el sordo. También ha pasado a mejor vida Rodolfo, que para nosotros siempre será Rodolfito. Lo que comenzó con un beso de vida ha debido terminar con un beso de muerte. Fue el alma del barrio. Quien nos hizo sentirnos orgullosos y dignos. Sus recitales eran la prueba de que un genio puede nacer en el seno de una modesta familia de carniceros. Yo creo que el alma no se hereda, sino que nos viene de algún misterioso lugar que nunca descubriremos, porque pertenece a mundos inaccesibles para los seres humanos. Es una herencia que solo Dios sabe de dónde proviene. Los artistas son el alma de los pueblos, un pueblo sin artistas es un pueblo desalmado. Y sin alma no se puede ser feliz. Rodolfo tenía dos grandes amores: su piano y Luisa. No sé si Luisa tuvo celos del piano, porque pasaba más tiempo con él que con ella. Pero la esposa de un músico es como la de un médico, se deben a su público y a sus pacientes, porque los recitales de Rodolfo curaron a mucha gente de su abatimiento o tristeza. Es posible que dentro de unos años nadie de nuestro barrio se acuerde de él, porque otros niños prodigio ocuparán su lugar. Será una de esas historias que no está escrita, pero que son sus verdaderos protagonistas. Todas esas personas anónimas que se levantan cada mañana con la misma idea: ¡sobrevivir! Otra dolorosa muerte es la de Jacinto. No solo ha muerto un amigo, sino el sentido del deber y la verdadera justicia. Ha debido dejar en una total desolación a Margarita y a Luisa. ¿Qué es la amistad? ¿Qué hace a los hombres hermanos? ¿Por qué sabemos que alguien es inocente, aunque no aporte las pruebas? Jacinto sabía cuándo una persona era culpable o inocente con solo mirarle a los ojos. Esa es una cualidad que solo la tienen personas excepcionales; personas que entienden el lenguaje del corazón, sin hacer caso del lenguaje engañoso de las palabras. Porque el corazón no entiende lo que le dicen, sino cómo lo dicen. Ese es el lenguaje que entendía Jacinto, y por eso tuvo que renunciar a ser policía, para cambiarlo por las flores, cuyo lenguaje entendía mejor que el de los humanos. En cuanto a Margarita, no he conocido una mujer más luchadora que ella. Alguien capaz de afrontar las adversidades con una sonrisa. De perdonar las afrentas y los desaires de sus vecinos, sin rencor y venganzas. Pero la vida le premió con una familia unida y feliz. Descanse en paz! También nos ha dejado Aura. La madre de Darío. Ella supo cuándo iba a morir, porque tuvo una visión de su propia muerte, y desgraciadamente no se equivocó. Al menos pudo vivir sus últimos días feliz, junto a su recuperado hijo Darío. El barrio la echa de menos Otra muerte inesperada fue la de Calixto, el mendigo. Todos ya sabíamos que un buen día encontraríamos a Calixto muerto en algún banco de la plaza donde solía dormitar, pero uno nunca espera que pueda suceder. Esta mañana el barrendero del barrio ha encontrado el cuerpo sin vida de este pobre extraterrestre, sin que haya causado el fin del mundo, como tantas veces nos había amenazado. El Ayuntamiento se hecho cargo de su cremación, porque no creemos que pueda aparecer algún familiar que se interese por él. Yo asistí a la sencilla ceremonia de su cremación, y del último adiós. ¡Nos habíamos equivocado! Calixto tiene un hijo que ha estado buscándolo desde que un buen día desapareció de la residencia en la que le había ingresado, y no supo más de él hasta que no leyó una breve nota necrológica en el periódico local. Al parecer el hijo es un conocido autor de novelas de ciencia-ficción, de donde él tomó la idea de Galikea y todas sus otras fantasías sobre la Galaxia Central, y todas las demás ideas sobre el origen y previsto de ese mundo. Sea como sea su vida no ha sido del todo inútil, porque con sus extravagantes ideas nos hicieron pensar en el imprevisible destino de la humanidad, y en el fin del mundo y el juicio final, pero no como un castigo celestial, sino a manos de políticos insensatos y las muchedumbres que los jalean y los apoyan. El mundo está en las manos de la estupidez de unos y la necedad de sus contrarios. ¡Adiós, papá! (Narrador: Sergio) Mi madre no parece estar ya en este mundo. Hace más de seis horas que permanece sentada frente al ataúd donde velan el cadáver de mi padre. No se ha movido ni para ir al baño. Apenas si ha cambiado de postura y ni siquiera parpadea, parece incluso que no respira. Los amigos intentan darle el pésame pero ella ni los ve ni los escucha. Me pregunto en qué estará pensando. Supongo que estará recordando los momentos felices vividos con ese librero de barrio, que sentía celos de los niños que jugaban con mi madre cuando todavía era una niña, ¡la más guapa del barrio! Ha sido un buen padre, a pesar de que tardara tanto en aceptarme con todas sus consecuencias. Su generación ha visto como los amigos reales se convierten en amigos virtuales; la honradez confundida con el engaño; la honestidad con el disimulo; la generosidad con la avaricia; la comunidad con el individualismo. Han sido demasiados cambios para asimilarlos. Hubiera necesitado otra vida para adaptarse plenamente a todos ellos. Pero se esforzó hasta su último suspiro. Muchas veces añoro su mundo, el de sus entrañables amigos: Marcus, Linda, Jacinto, Margarita, Lorenzo, Julia, Laura, Aura, el buen párroco Serafín, ¡incluso la chismosa Adela! Pero su mejor amiga fue sin duda mi madre. ¡Un gran hombre merece una gran mujer! Con Marcus y mi padre termina una era que empezó con furia destructora y acaba sin que desaparezcan las causas de aquella locura. Mañana mismo se podía volver a repetir, pero infinitamente más destructiva, porque hemos olvidado lo principal: no hemos venido al mundo para aprender a pelear, sino para aprender a tolerar. No hemos aprendido nada de la Historia. Parece como si las nuevas generaciones surgieran por generación espontánea, sin pasado y sin historia. Los seres humanos tenemos que sufrir las consecuencias de nuestros errores por culpa de nuestra mala memoria, y nunca aprendemos de nuestros predecesores. Parece como si nos avergonzásemos de ellos. Cualquier tiempo pasado no es mejor que el actual. Pero cualquier tiempo pasado está también en el presente, ¡no lo debemos olvidar! Mi padre y toda mi familia, incluido yo, hacemos lo que está en nuestra mano para no olvidar, por eso tenemos una librería, porque es en los libros donde duerme la historia. Solo tenemos que leerla para despertarla y que forme parte activa de nuestras vidas. Mi buen padre ya no podrá disfrutar paseando entre las estanterías repletas de libros. Tampoco podrá exponer en su escaparate el último libro de algún autor local, o primerizo, que era otra de sus pasiones, ayudar a los jóvenes autores a darse a conocer. Sin personas como él, que amaba su trabajo y disfrutaba ayudando a los demás, el mundo será pronto un mercado de fantasías a tanto el minuto. Desaparecerá la generosidad y la amistad y en su lugar prevalecerá simplemente una banal y desmotivada relación virtual entre auténticos desconocidos, que se contarán unos a otros sus frustraciones y sus deseos insatisfechos, porque ya no sabremos el significado de la palabra «realidad». El último sueño de Marcus (Narrador: el autor) Marcus presintió que se aproximaba su fin, porque cada noche tenía el mismo sueño, pero con algunas ligeras diferencias. Soñaba que desde hacia años cundía el malestar entre los pueblos del mundo. Se habían formado dos grandes bloques ideológicos que eran irreconciliables: De un lado estaba el partido de los Buenos y del otro el de los Malos, pero lo paradójico era que el partido de los Malos se consideraban a sí mismo el partido de los Buenos, y viceversa, por lo que cualquier intento de diálogo era totalmente inútil, y todo era confuso y, en realidad, no se sabía quiénes eran los buenos y quienes los malos. En el lado de los Buenos de un bando, se distinguían por una bandera con una hogaza de pan en un fondo de color rojo, mientras que los otros Buenos del otro bando les distinguía una bandera con un signo de una de las monedas más valiosa de la época, en un fondo de color azul celest. Pero el malestar fue creciendo hasta que se hizo insostenible. Los Buenos de un bando y de otro estaban ya al borde de la guerra contra los Malos de ambos bandos. Y se empezaron a producir movilizaciones callejeras pidiendo que se declarase la guerra y se pusiera fin a aquella tensa situación. Los Buenos del bando de la bandera roja eligieron a un líder para que les llevara a la victoria sobre los Malos, y los Buenos del bando de la bandera azul, hicieron lo mismo con las mismas ambiciones de dominio y exterminio de los que consideraban que eran los Malos, sus enemigos históricos, para lo que no había entendimiento posible. Por fin, el líder de los rojos decidió que había llegado el momento de pasar a la acción y declarar la guerra a los Malos. Convocó una gran concentración y les alentó a la batalla final en un discurso apasionado y encendido, que justificaba la necesidad de declarar la guerra a los Malos del partido Azul: —Camaradas, trabajadores del mundo; hombres y mujeres buenos y justos; hijos y nietos de estos hombres y mujeres buenos; intelectuales que estáis también del lado de los Buenos; artistas y profesionales que formáis parte de este partido de los Buenos, ¿vamos a consentir que los Malos y su perversas gentes del partido Azul, dominen el mundo y lo perviertan con sus malas leyes, sus malas costumbres y sus malas ideas? La muchedumbre respondió como una sola voz: —¡No, nunca! ¡Muerte a los Malos del partido Azul! ¡Muerte, muerte! —¡Sí, eso esperaba escuchar de vosotros! ¡Muerte también a sus mujeres, sus hijos y nietos y a toda su descendencia, para que los Malos no se puedan reproducir! ¡Exterminemos el mal de raíz! —¡Exterminémoslos, exterminémoslos! —gritó la muchedumbre. —Cuando el mundo se libre de los Malos del partido Azul, florecerá la paz en el mundo y la prosperidad alcanzará a todos sin exclusiones. De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades. ¡Por eso debemos declarar la guerra a los Malos! —¡Guerra, guerra, guerra! —gritó la muchedumbre enardecida. Al día siguiente el mensaje había llegado a todos los rincones del planeta, y todos los que simpatizaban con el partido de los Buenos de la bandera roja se alistaron como voluntarios, y se formó el ejército más numeroso que se haya conocido en la historia. Millones de hombres y mujeres de todas las edades, nacionalidades y clases sociales se alistaron voluntarios en este partido y juraron luchar hasta morir para exterminar a los Malos. Como no había armas para todos, muchos irían a la gran batalla armados con sables tomados de los museos de las guerras, los carniceros con sus afilados cuchillos, los sastres y las modistas se armaron con sus tijeras, los campesinos con sus horcas, los burócratas con sus abrecartas, los obreros de la construcción con picos, los niños con tirachinas y los locos, que también se alistaron, vinieron con alfileres y agujas, que ellos creían que eran armas mortales. Los generales llegaron montados sobre mortíferos misiles con cabezas nucleares. Los de rango inferior llegaron armados con sofisticados tanques, cañones, fusiles ametralladores y millones de pistolas de todos los calibres y modelos. A la tropa baja, se les dio un fusil con esta inscripción en la culata: «Yo llevo la paz a los hombres Buenos de buena voluntad, y el caos y la muerte a los hombres Malos de mala voluntad». Frase que deberían repetir cada cinco minutos, cuando estuvieran inmersos en el fragor de la batalla final. Pero alertados los Buenos del partido azul de las intenciones agresivas del los Malos, movilizaron también a su simpatizantes con un mensaje televisado y radiado por todas las emisoras afines a su partido. El mensaje lo pronunció su líder, un anciano astuto y buen comunicador: —«¡Estimados hombres y mujeres del partido Bueno! ¡Ciudadanos del mundo libre! Los Malos se han movilizado y armado con la intención de destruir nuestros valores e imponer un sistema radicalmente malo. Nuestro partido es sin la menor duda el partido de los Buenos, porque nosotros representamos el mundo libre, donde cada individuo es libre de opinar sobre lo que crear que no es bueno, por lo que debe de estar de acuerdo con nosotros en que ellos son los malos. También defendemos la propiedad privada, para que cada uno pueda disfrutar libremente de lo que haya adquirido con su dinero, y el respeto a las leyes, para que todos tengamos oportunidad de defender nuestros privilegios honestamente conseguidos. Hoy es un día histórico, porque los Buenos del partido azul tenemos que movilizarnos también y combatir contra el partido de los Malos, hasta derramar la última gota de sangre en el campo de batalla. El líder del partido de la bandera azul se creyó el mensajero del Dios, el de los Buenos de su partido, de quien aseguraba recibir el mandato para declarar la guerra a los Malos, y se lo hizo saber a la muchedumbre. —Lo he visto en una revelación: Dios está de nuestro lado; del lado de los Buenos del partido azul, y me ha ordenado el exterminio de los Malos. ¡Alabado sea el Señor que protege nuestro pueblo y nos llevará a la victoria! —¡Que sea por siempre alabado y que nos lleve a la victoria! —grito el pueblo entusiasmado por el apoyo divino. —¡Ciudadanos libres del mundo, el partido Bueno os necesita! ¡Todos contra los Malos hasta que sean exterminados de la Tierra y podamos vivir en un nuevo mundo donde solo haya Buenos! ¡Viva la guerra! Aquel breve pero encendido discurso del líder del partido de la bandera azul, consiguió movilizar a millones de simpatizantes. En este bando abundaban las armas y nadie tuvo que presentarse con armas ridículas y poco eficaces, por lo que estaban totalmente convencidos de su que su superioridad era apabullante. Al día siguiente todos estaban mentalizados para enfrentarse al ejército de los Malos, y se sabían los ganadores. En unas horas quedó formado un impresionante ejército, superior en número y armamento al de los Malos de la bandera roja. No obstante éstos decidieron presentar batalla, porque ellos tenían la ventaja de estar más motivados, porque estaban convencidos de que ellos eran los buenos. La madrugada del día siguiente, apenas despuntaba el alba y ya estaban ambos ejércitos en sus posiciones para comenzar la batalla que decidiría el destino del mundo. A la orden de «¡Al ataque!» ambos ejércitos se pusieron en marcha el uno contra el otro en medio de un griterío ensordecedor. Cuando entraron en contacto los gritos iniciales se volvieron aullidos de dolor, lamentos, llantos y gritos de «Muerte a los Malos!, ¡viva los Buenos!», que se repetía en uno y otro bando, hasta que no quedó ni un solo combatiente con vida. Ya solo quedaban los líderes, que montados en sendos caballos, enjaezados con las respectivas banderas, se acercaron el uno al otro y se contemplaron como dos perros rabiosos. —Ahora solo quedamos lo dos para decidir quién dominará el mundo... —¡Solo los Buenos gobernarán el mundo! ¡Muerte a los Malos! Y se ensartaron mutuamente con sus afilados sables, porque los dos estaban convencidos de que habían dado muerte a un malo. Tras aquella sangrienta batalla se hizo un silencio aterrador. Ni las aves se atrevían a entonar sus alegres trinos. Ni siquiera se escuchaba el rumor del viento entre las hojas de los árboles. ¡Nada, no se escuchaba nada! Era como si el mundo hubiera detenido su movimiento. Cayó la noche y seguía aquel sepulcral silencio, mientras millones de cuerpos ensangrentados yacían sobre un campo de margaritas, campanillas azules, jacintos, hortensias, gardenias, anémonas, y otras flores silvestres que se refrescaban con el rocío de la siguiente madrugada. ¡Y seguía el silencio! Pero de pronto apareció Marcus en aquel sangriento campo de exterminio, y contempló horrorizado el espectáculo después de la batalla. Instantes después, fueron surgiendo unas pequeñas alas de su espalda, que fueron creciendo hasta convertirse en dos grandes alas capaces de sustentarle en el aire. Marcus ensayo con torpeza inicial los movimientos de las alas necesarios para poder volar, y tras varios intentos fallidos, se vio finalmente suspendido en el aire con la agilidad de un pájaro. De nuevo sobre el suelo se preguntó qué significado podía tener aquellas grandes alas que habían crecido en sus espaldas. Pero no tenía una razonable explicación. El alba despuntaba y el rocío hacía brillar los pétalos de las sencillas flores silvestres del paraje en que se libró la última batalla de este mundo, sin ningún vencedor ni vencido. Millones de hombres y mujeres, incluso algunos adolescentes, casi unos niños, simpatizantes de ambos bandos, yacían sin vida, sin que nadie pudiera darles sepultura. Ni sus madres sabrían reconocer a sus hijos entre tantos cuerpos uniformados por el color rojo de la sangre. Marcus recorrió el campo de batalla esperando encontrar alguna cara conocida; algún viejo amigo del barrio que hubiera participado en aquella sangrienta batalla, pero no encontró a nadie conocido. No tenía fuerzas para desplegar de nuevo las alas y salir de aquel macabro paisaje y se dejó caer abatido sobre uno de los pocos espacios donde no había cadáveres. De pronto le sobresaltó el ruido de un aleteo que no podía ser de un ave y con la tenue luz del alba divisó alguien que, como él, estaba poseído de alas y se acercaba batiéndolas a un ritmo pausado pero constante. Instantes después reconoció al hombre alado que se posaba sobre la fresca hierba. ¡Era Calixto, el mendigo de otro planeta! —¡Calixto! ¿Eres tú el mendigo de mi antiguo barrio? ¿Por qué también tú tienes alas? ¿Por qué las tengo yo? ¡Tú estabas muerto! ¡Yo vi como te introducían en el crematorio! —¡Calmate, Marcus, soy el mismo mendigo! ¡Viste un ataúd vacío! Ya te dije que tenía poderes sobrenaturales. ¡Yo he provocado esta guerra! Y ahora no hagas más preguntas y levántate, que nos espera un largo viaje. Tú ya no perteneces a este mundo, y al que vamos a ir los hombres son alados. Tú no podías emigrar a este mundo sin tener tus alas. —¿A otro mundo? ¿Qué mundo? ¿Así que tú eres el responsable de esta matanza? ¿Por qué, Calixto? —¡No hay uno solo de estos muertos que no mereciera este castigo! Estaban dispuestos a matar a sus hermanos porque sus banderas eran de distintos colores. Ninguno conocía al enemigo que odiaba y que ardía en deseos de matar. Siguieron ciegamente a un líder desquiciado que se odiaba a sí mismo, y proyectó su odio a un enemigo inventado. Pero los del otro bando no fueron mejores. Solo necesitaron una escusa para convertirse en asesinos. Tampoco conocían a sus enemigos, tan solo el color de su bandera, que para ellos ya era suficiente. Los dos bandos eran los malos. Los buenos no se alistaron. Permanecieron en sus hogares, con sus esposas y sus hijos. Desdeñaron el poder de sugestión de los líderes, porque ellos son los líderes de sí mismos. No necesitan quién los guíe, porque ellos son sus propios guías. No odian a quien no conocen. No matan ni siquiera con una causa justificada; no corean eslóganes revolucionarios junto con la muchedumbre, porque ellos no son parte de la muchedumbre; no vitorean a sus líderes porque nadie es lo suficientemente justo como para merece alabanzas; no creen en un Dios común, sino en el Dios personal y único. No rezan salmos aprendidos en los libros sagrados, sino oraciones creadas por ellos mismos, según sean sus necesidades espirituales. Pero esos, Marcus, no son ni buenos ni malos, simplemente son seres humanos que se esfuerzan por ser ellos mismos, escuchar lo que les dicta su conciencia, creer en lo que le induce la fe; piensan razonablemente; no imaginan más allá de lo tolerable; no gozan de más placeres que los que obtienen con consentimiento. ¡Y de esos hombres o mujeres no hay ni uno solo en este campo de batalla! Y ahora, ¡basta de charlas y emprendamos el vuelo! Marcus no despertó de este sueño. Murió plácidamente soñando que volaba a un mundo donde solo habitan ángeles, porque él se había ganado sobradamente sus alas de ángel. Linda yacía en su lecho cuando él murió, pero no lo supo hasta las primeras luces del nuevo amanecer. Cuando descubrió que su marido había muerto durante la noche, le cubrió el rostro con la sábana y le susurró al oído: «¡Que sea la última vez que te duermes sin darme un beso!» Después lloró en silencio para no despertar a Isabel, a su marido y a su nieto, que estaban pasando el fin de semana en su casa, porque ese día era el 93 cumpleaños de Marcus, y habían planeado celebrarlo juntos. EPÍLOGO La carta (Narradora: Luisa, hija de Margarita) Como le había prometido a mi madre, he escrito un libro sobre la historia de nuestro antiguo barrio, donde ella nació y pasó su juventud. No ha sido un trabajo fácil. Hay tantos personajes involucrados en esta historia que a veces se volvía confusa y no sabía cómo continuar. Pero creo que finalmente he conseguido mi propósito, y ahí están esas 200 páginas de la historia de una generación olvidada, que tuvo que rehacer sus vidas entre los escombros y las ruinas de un barrio que ellos mismos habían provocado su destrucción. Esos hombres y mujeres terminaron sus días marginados de la historia, porque la historia los había condenado. Pero yo no creo que mis abuelos fueran responsables de aquella catástrofe. Ellos no fueron conscientes de sus errores, porque unos locos fanáticos habían secuestrado sus conciencias y sus voluntades, y no estaban en condiciones de reaccionar para librarse del tirano y de su pandilla de fanáticos seguidores, ¡hasta que fue demasiado tarde! Sergio ha hecho una pequeña edición del libro, que vende en exclusiva en su librería. Me gustaría que los nietos de esta generación leyeran esta historia, para que conozcan mejor cómo era el barrio de sus abuelos. Hoy me ha llamado para comunicarme que ya tiene ejemplares, y hemos quedado en encontrarnos con mi hija Linda, Marcus y Guido, esta tarde en el Café Central y traerá copias para todos. Guido ya está aquí, Marcus y mi hija vendrán directamente de sus clases de interpretación, porque los dos han decidido ser actores. Creo que Marcus tiene el talento, la personalidad y el físico para ser un gran actor. Sus padres están encantados y le apoyan en todo. Yo creo que mi hija tiene más voluntad que cualidades. Pero sé que Linda está muy influenciada por la fuerte personalidad de Marcus. ¡No me extrañaría que un día nos dieran una sorpresa! Marcus y Linda han sido puntuales, pero Sergio no ha llegado todavía. ¿Por qué se habrá retrasado? Puede que haya surgido algún contratiempo de última hora y siga en su librería. Por fin, ahí llega Sergio, y le acompaña una joven que no conozco. Desde luego no es del barrio. —Hola, Sergio, llegas con algo de retraso, pero ¿quién es esta joven que te acompaña? —Es Anna, una amiga. Está haciendo su doctorado en nuestra universidad. Sus padres son emigrantes rusos, pero ella nació en este país. Se saludan con una interminable profusión de besos. —Luisa, antes de nada me gustaría que vieras una foto de la familia de Anna. —¡Estaré encantada! La amiga de Sergio nos muestra la fotografía de un hombre de aspecto saludable y sonriente, que sujeta con una mano las bridas de un precioso corcel. Lleva el atuendo de montar. —Era un gran jinete —comenta su amiga—, ganaba prácticamente todas las competiciones hípicas en las que participaba. —¿Quién es? —le pregunto. —Es el hermano de mi abuelo, Sergei.. —¿Vive todavía? —No, murió en 1945, pocos meses antes de la firma del armisticio. Fue gravemente herido durante el asalto y toma de esta ciudad. —¡Por eso estaba buscando información sobre su muerte! —interrumpe Sergio. —¡Qué coincidencia, mi madre me dijo que la última vez que lo vio estaba preparándose para tomar completamente esta ciudad, porque ya había ocupado este barrio! —¡No es ninguna coincidencia, porque este hombre de la fotografía es su padre! Me he quedado prácticamente sin habla. No puedo creer que después de tantos años ignorando todo sobre mi padre, por fin lo conozco, ¡aunque solo sea en una vieja y descolorida fotografía! —Pero ¿cómo has sabido que es mi padre? —¡Por su libro! Buscando información sobre su muerte en esta ciudad vi su libro y supuse que hablaría también de él. Después de leerlo comprendí que usted era su hija, porque antes de morir escribió una carta para que la entregaran a su madre, Margarita, en la que le hablaba de su romance con ella. Había sido herido de gravedad durante el asalto y lo trasladaron a un hospital de campaña situado en la retaguardia, al día siguiente falleció. Su madre nunca lo supo, y, pasado algún tiempo sin noticias suyas, lo dio por muerto. La persona que debía entregar la carta a su madre murió del disparo de un francotirador antes de poder entregarla, y la carta, junto con otros documentos, la guardaron en los Archivos de Guerra de esta ciudad, por ser un testimonio de la guerra. Y allí es donde la he encontrado yo. Casi nadie conocía el contenido ni a quién iba dirigida, porque estaba escrita en ruso. Le hice una copia y la he traducido. ¿Queréis que la lea?. —¡Sí, por favor! Su carta dice así: «Mi amada Margarita, las guerras las conciben mentes que desean separar a los amantes. Cuando recibas esta carta es posible que yo ya no pertenezca a este mundo, el mundo que fue testigo de nuestro breve pero sincero amor, porque el tiempo no quiso ser generoso con dos amantes en medio de una odiosa guerra. En ese mundo que pronto dejaré se escucha el armonioso trino de los ruiseñores, pero lo apaga el estruendo de las bombas. Está habitado por ángeles que son desterrados por demonios. Está lleno de luz que apagan las tinieblas. En sus campos crecen flores silvestres que ahogan espinosos zarzales. En sus hogares se escucha la risa de los niños, que hacen callar el llanto de los ancianos. Sobre el cielo flotan nimbos inmaculadamente blancos, que son desplazados por amenazadoras nubes de tormenta. Mañana serás una amante solitaria de ese mundo desquiciado, porque de mí ya solo te quedará el recuerdo, el resto yacerá en algún prado habilitado como cementerio, sin lápidas ni tumbas, solo una cruz de madera con un nombre que el tiempo borrará irremediablemente. Nuestro hijo o hija no sabrá nunca dónde yace su padre, igual que sucederá con otros miles de hijos e hijas en las mismas circunstancias, y tú, mi amada Margarita, ni siquiera tendrás una fotografía mía para ponerla cada noche debajo de tu almohada, y que te lleve junto a mí durante tus sueños. Siento despedirme de ti de esta manera tan amarga, pero la amargura es hija de las guerras. Cuida de nuestro hijo o hija y hablale de mí como si estuviera vivo. Descríbele cómo te amaba, para que ella se sienta también amada. No sé si existe en el cielo un lugar destinado para los amantes separados por las guerras, pero si no lo hay, te esperaré a las puertas del Paraíso, y juntos entraremos cogidos de la mano. Adiós, mi amada Margarita, yo no te he traicionado, ha sido la guerra, que odia a los amantes, como la muerte odia la vida. Sé que voy a pedirte algo casi imposible, pero te ruego que no me olvides, porque no moriré mientras viva en tu recuerdo! Un cálido abrazo de tu amado, Sergei». Todos estamos conmocionados por esta carta. Yo me siento particularmente afectada y feliz, porque ahora veo que fui gestada por amor, aunque fuera breve, solo tengo ánimo para decir: —Mi añorado padre, mis lágrimas no pueden resucitarte, pero al menos sé que ya te habrás reunido con mi madre, tu amada Margarita, y cogidos de la mano, habréis entrado ya en el Paraíso. AGRADECIMIENTOS No se me ocurre mejor nota de agradecimiento que la reproducción del correo electrónico que envié a mi estimado amigo, Jaime Nubiola, cuando tuve en mis manos la primera copia impresa del manuscrito de esta novela: «Estimado Jaime, nunca te agradeceré lo bastante tu ayuda. Ya tengo el manuscrito impreso y lo he vuelto a leer de una sentada, y lo volvería a leerlo diez veces seguidas, porque gracias a tus correcciones es una delicia leerlo sin erratas. ¡Gracias, Jaime!» Para escribir una novela tan importante es la inspiración como el gozar de un adecuado lugar de trabajo. Tengo que agradecer a mis vecinos por su respeto y cordialidad, que me han permitido mantener el estado de ánimo necesario para mi trabajo. ¡Gracias, vecinos! Pero a quien estoy más profundamente agradecido es a mi estimada amiga Maritza, por sus críticas a los capítulos que tratan del complejo mundo de la homosexualidad en la primera redacción de la novela. Sin sus profundas e inteligentes observaciones el mensaje que yo pretendía enviar al lector con esta novela hubiera tenido un efecto totalmente opuesto. ¡Gracias, Maritza! . ,