1.
España, Madrid, calle Goya, en el corazón del distinguido barrio de Salamanca; siete de la tarde, de un caluroso día de principios del otoño. Un potente anticiclón se ha estabilizado prácticamente sobre la cuidad desde hace varios días, que impide la entrada de la fresca brisa de la cercana Sierra del Guadarrama, y haciendo aumentar peligrosamente los niveles de contaminación del aire. Agravado, además, por el intenso tráfico en el barrio a esas horas de la tarde, cuando regresan a sus privilegiadas viviendas los directivos, altos ejecutivos, renombrados profesionales o especialistas en todas las enfermedades, reales o imaginarias, de ricos y famosos, los únicos que pueden residir en este barrio.
Después de una relajante ducha y un cambio radical a una vestimenta deportiva, dejando en el armario los símbolos que acreditan su elevado rango, sacan a pasear a una escandalosa perrita Yorkshire y a una aburrida esposa, al cercano parque del Retiro, donde se encuentran con otra pareja con la misma rutina diaria y la misma aburrida esposa, pero de una raza de perro diferente.
Las amigas
Cinco buenas amigas, residentes en el mismo barrio, todas viudas de prominentes ex maridos, han acordado volver a reunirse en una concurrida cafetería situada en esa misma calle, para contar las aventuras que han vivido durante los dos meses más calurosos del verano madrileño, que han pasado en sus respectivas propiedades en alguna zona costera.
La primera en llegar a la cita es Martina, viuda desde hace dos años del ex director de la sucursal en el barrio de una entidad bancaria multinacional. Martina ha cumplido cincuenta y dos años, pero por los cuidados que exigían la imagen de la consorte de un banquero; su simpatía y espontaneidad natural, no aparenta su avanzada edad. Ha conseguido superar el dolor por la muerte de su esposo y recuperado su contagiosa simpatía y jovialidad natural.
Con la puntualidad que se espera de una ex jueza, llega Julia, de sesenta y tres años de edad, la más veterana de todas. Es la filósofa del grupo, por su buen juicio y acertados consejos. Hace ya diez años que enviudó de un magistrado del Tribunal Supremo de Justicia. Las dos mujeres se saludan con un caluroso abrazo y con elogios del buen aspecto de ambas. Ocupan una mesa con cinco sillas, a la espera de las tres amigas ausentes.
Apenas han tomado asiento cuando llegan Ingrid y Jennifer, pero todos la llaman por su castellanizado alias de Fina. Ingrid es viuda desde hace tres años de un director de orquesta alemán afincado en España. Tras la muerte de su esposo Ingrid hubiera querido regresar a su añorado Berlín, pero la ataban en Madrid sus dos hijos, nacidos aquí, con sendos empleos, el hijo en el consulado alemán y su hija el Instituto Goethe.
Fina no es viuda, pero ha cumplido treinta y dos años, sin que nadie la haya cortejado, por sus escasos atractivos femeninos.
La última en llegar es Susana, ex modelo, divorciada, sin interés por volverse a casar.
Los camareros conocen a estas cinco mujeres porque suelen reunirse un día a la semana para comentar lo más destacado de la actualidad; acordar la asistencia a una obra de teatro o asistir al estreno de alguna película con la presencia de su director y alguno de sus protagonistas, o tal vez asistir a la inauguración de la exposición de un nuevo pintor en la galería del barrio. Han acordado por unanimidad no discutir sobre política, salvo en tiempo de elecciones, para decidir a qué partido político votar.
—¿Qué van a tomar hoy las señoras? —pregunta el camarero cuando todas están aposentadas.
—¡Por Dios, Manuel—protestó Martina—, no nos trates de señoras, que está pasado de moda!
—¿Entonces cómo debo llamarlas?—pregunta el camarero.
—¡Chicas! ¿Verdad, chicas?
—No sé si me acostumbraré—responde divertido el camarero —¿Qué van a tomar, chicas?
—Lo de siempre, Manuel.
En su agenda de hoy tiene previsto acudir a la presentación de un libro en los grandes almacenes de la zona.
Ninguna parece tener nada extraordinario que contar. Han repetido lo mismo que el año anterior. Martina a su refugio en la costa de Almería, Julia en su caserío familiar en Asturias, cada año más deteriorado, por lo que ha pasado estos dos meses peleando con fontaneros, electricistas y albañiles.
Ingrid ha asistido a un concierto extraordinario en la Filarmónica de Berlín y, como solía hacer en vida de su esposo, asistió al tradicional Festival Wagner, y pasar las dos últimas semanas de Agosto recuperando fuerzas en un balneario de la alta Baviera.
Fina solo ha disfrutado de un mes de vacaciones, porque el curso intensivo de inglés que imparte para ejecutivos finaliza en julio. Agosto lo dedicó a dar largos paseos por el parque del Retiro, por si allí el destino le pudiera reservar un amante, en el mismo lugar donde en otra época se concertaban numerosos matrimonios entre ingenuas criadas y la soldadesca.
En la entrada a unos grandes almacenes de la zona, se ha formado un pequeño tumulto de gente, que esperan la llegada de un popular escritor de una exitosa saga de novela negra, para presentar la última entrega de su interminable saga.
2.
De la estación del Metro situada en las proximidades de los grandes almacenes, sale un joven, pero que pronto cumplirá treinta años, con un aspecto deplorable.
A pesar de ser un día caluroso, viste un gabán de estilo militar, deformado por el excesivo uso, unos pantalones tejanos descoloridos y unas zapatillas deportivas, que en sus mejores tiempos debieron ser blancas. Tiene una abundante y descuidada cabellera, cubierta con una gorra roja de visera, con el logotipo de una popular marca de refrescos, y luce una barba de varios días , que le oscurece su rostro de rasgos severos y que podemos calificar como varoniles.
El personaje es Leónidas, Leo, para sus escasos amigos, un escritor ignorado y frustrado, lo que justifica el abandono de su imagen.
No acude a la presentación del libro porque admire a su autor, sino todo lo contrario, lo detesta, y tiene la intención de increparle, acusándole de ser una marioneta de su editorial para llamar la atención de los medios de comunicación que acudan a este evento.
El guarda de seguridad de los almacenes le ha visto entrar y sigue todos sus movimientos, porque sospecha que pueda tratarse de un ratero y tenga la intención de cometer algún robo.
El espacio del departamento de librería donde tendrá lugar la presentación todavía esta vacío y Leo elige una silla en la primera fila, porque quiere asegurase de que noten su presencia. Poco después los asistentes van ocupando sus sillas, pero las contiguas a la que ocupa Leo permanecen desocupadas, por la aversión de su desaliñado aspecto. Solo un anciano, ocupado en las dificultades para ocupar su asiento, parece ignorar a Leo, se sienta en una de las sillas contiguas, mientras la otra persona que permanece desocupada.
UNOS INSTANTES ANTES del comienzo del acto y cuando todas las sillas están ocupadas, excepto la contigua a la de Leo, llega Martina. A visto el asiento vacío contiguo al de Leo, y se dispone a ocuparlo. Cuando se encuentra con Leo, duda de sentarse allí, pero ya es demasiado tarde, porque ya ocupan el estrado el moderador y el autor invitado.
Martina se decide a ocupar el asiento, porque siente que todas las miradas están pendientes de sus movimientos y concentrarse en la presentación, manteniendo las distancias con Leo.
—¿Está libre este asiento? —pregunta Martina a Leo, sin ocultar un gesto de desagrado.
—Claro que está libre, ¿o es que no ve que no hay nadie?
Esta agresiva respuesta le confirma sus temores de la primera desagradable impresión.
—Buenas tardes —saluda él moderador a los asistentes—, no creo que sea necesario presentar a nuestro autor invitado, porque es sobradamente conocido por el gran éxito de su saga de novela negra.
Leo se revuelve en su asiento y murmura indignado:
—¡Sí, es novela negra por la basura que contiene.!
Martina ha escuchado el murmullo y contemplado alarmada los expresivos gestos de rechazo de Leo, y decide abandonar la presentación. Se levanta y sale precipitadamente de los grandes almacenes. Ya en la calle se tranquiliza y decide regresar a su apartamento, a solo dos manzanas de allí. No ha visto que Leo también ha abandonado la presentación y sigue a Martina.
—¡Eh, señora…espere…!
Martina se vuelve presa del pánico, porque cree que la ha seguido para robarla y le ruega aterrorizada:
—¡No me haga daño, se lo ruego, no me haga daño!
—¿Por qué iba a hacerle daño? –contesta Leo extrañado por la reacción de Martina.
Pero Martina no le escucha, porque está presa de un ataque de pánico.
—¡Mire, tengo quinientos euros en mi monedero, se los daré si no me hace daño!
—¿Se refiere usted a este monedero? —Leo saca de uno de sus amplios bolsillos el monedero de Martina —, se le ha caído en su precipitada salida, yo solo quería devolvérselo, ¿Por qué voy a hacerle daño?
Martina no puede evitar una risa histérica.
—¡Lo siento, de veras que lo siento y te ruego que me disculpes, ¡pero se cuentan tantas historias de robos violentos contra las mujeres, que pensé que tú eras uno de esos ladrones!
—Y no tiene quinientos euros, sino un billete de quinientos euros, tres de cien y uno de veinte. ¿Pretendía regatear con su agresor?—comenta Leo sarcástico.
—¿A visto lo que tenía y me lo devuelve? —exclama Martina asombrada por el gesto de Leo –. Cualquier otro que lo hubiese encontrado cogería el dinero y tiraría el monedero a una papelera.
—¿Me está sugiriendo que debía haberme quedado con su dinero?
—No, no, por Dios, no es eso, —responde Martina, recuperada del ataque de pánico —pero a primera vista no parece que te sobre el dinero!
—No, no me sobra—responde Leo, que le ha desagradado el comentario—, pero quedarme con algo que sé de quién es, me parece más infame que si se lo hubiera robado.
—¿Pero de qué planeta has venido? —le responde asombrada Martina, que ha recuperado su carácter jovial y espontáneo–, porque en el nuestro no hay gente como tú! Mira, me has evitado un montón de males de cabeza, porque en el monedero llevo mi carnet de identidad, el permiso de conducir y una docena de tarjetas de crédito de todos los colores. Creo que mereces una recompensa.
Martina saca un billete de cien euros de su monedero y se lo ofrece a Leo.
—¿Cien euros por traerle el monedero,—responde Leo, que lo rechaza enérgicamente–. No tiene que darme nada, lo ha perdido por mi culpa. Estoy muy enfadado con este autor y no he podido contenerme.
—No hagas que me sienta desagradecida, de alguna manera tengo que recompensarte. Tengo una idea: te invito a una pizza en Antonino. ¡Sabe Dios cuánto hará que no has comido una sabrosa pizza! ¿De acuerdo?,
Leo se siente desbordado por la espontaneidad y decisión de Martina, y acepta con un leve movimiento afirmativo de cabeza, acompañado de una resignada exclamación:
—¡Lo que usted mande!
—¡Y no me trates de usted, que hace sentirme más vieja de lo que ya soy! —insiste ella, que coge por la mano al sorprendido Leo.
— Ven, vamos al departamento de caballeros a ver si encontramos algo que ponerte más decente, y no te preocupes por el dinero, creo que tengo tanto que podría comprar estos almacenes! Bueno, ¡creo que he exagerado un poco!
Martina elige ella misma una cazadora adecuada para esa época del año, una camisa estampada de vivos colores, unos pantalones de estilo casual y unas zapatos deportivos a tono con las prendas que ha elegido. Leo sigue la febril actividad de Martina y el trasiego de prendas que elige y descarta, hasta dar con la que está buscando, y parece divertirle. Mientras un empleado del departamento le toma las medidas para elegir la talla adecuada. Finalmente se acerca al confundido Leo con una velada expresión de triunfo, cargando con todas las prendas que ha elegido:
—Toma, pruébatelas, seguro que te sientan bien, ¡tienes una buena percha!
Cuando Leo sale del probador, Martina no pudo contener su admiración por su transfiguración:
—¡Tú no puedes ser el mismo que ha entrado hace un momento en el probador. ¡Algún duende te ha cambiado! ¡Ahora sí que te dejarán entrar en la pizzería!
Martina paga la cuenta y pide al empleado una bolsa para poner la vieja ropa de Leo.
—La tiraremos en la primera papelera que nos encontremos —exclamó divertida Martina—. Y salieron de los hacia la cercana pizzería.
3.
ANTONINO, propietario y animador de su pizzería, recibe a Martina en italiano y con exagerados gestos de afecto.
—Carissima Martina, è un secolo che non vieni ad assaggiare le mie pizza. Ci manchi tanto...!
La coge familiarmente de la mano y exclama con un gesto teatral de admiración:
—¿Cuándo me darás tu fórmula de la eterna juventud, porque cada día estás más joven y guapa!
—Antonino, creo que estás necesitando unas nuevas gafas, pero te agradezco tus cumplidos. Anda, búscanos una mesa para dos, porque hoy vengo con mis amigas.
—¡Al momento! Hoy es un día muy caluroso, tal vez os apetezca una mesa en la terraza.
—Sí, es una buena idea…
—¡Y es más romántico!—añadió Antonino con un gesto velado de complicidad.
—Antonino, no es lo que estás imaginando. Tú siempre
estás pensando en el amore, pero es solo un buen amigo. ¡Podía ser su madre!
—¡Ho capito!, pero el destino está lleno de sorpresas…
Leo ha permanecido ausente, incapaz de asumir todo lo que le ha sucedido en tan escaso espacio de tiempo y no ha prestado atención a la conversación de Martina y Antonino.
Antonino toma nota de las pizzas elegidas.
—¿Vino rosso?
Martina aprueba la elección y Antonino trae una jarra con el logo de la pizzería, escancia las dos copas y exclama, con el mismo tono teatral:
—Il vino moderato è salute per il corpo e gioia per l'anima.
Y acude a la entrada para recibir a nuevos clientes, con los mismos gestos teatrales.
—Antonino no es italiano, —comenta Martina—, sino de una pequeña localidad del sur. Estuvo en Italia doce años, donde aprendió el oficio de pizzaiolo. Dice que es bueno para el negocio que le tomen por un napolitano.
Martina alza su copa y propone un brindis:
—¡Brindo porque todos fueran tan honestos como tú!
Leo compartió el brindis, azorado por la alusión tan directa a él.
—Bueno, señor alíenígena —comenta Martina divertida—, estamos cenando juntos y todavía no sé tu nombre.
Leo parece volver en sí.
— Leónidas, me llamo Leónidas, pero puedes llamarme Leo.
—¿Leónidas? Es un nombre muy raro, ¿de dónde viene?
—Mi padre, que ya no vive, admiraba a los antiguos espartanos y me puso el nombre de uno de sus reyes…
—Tal vez pensó que su hijo llegase a ser algún día rey…
—¿Un rey? No, antes prefiero ser mecánico o barrendero. Ser rey es el oficio más esclavo del mundo!
—Y tú qué oficio has elegido: ¿mecánico o barrendero?
—Uno más complicado y peor pagado—responde sonriendo la pregunta de Martina—: ¡El oficio de escritor!
—¡Ah, mira tú por dónde ahora sé la razón de tu enfados en la presentación: ¡Celos profesionales! Ese escritor que tú detestas ha vendido más de un millón de libros. ¿Cuántos has vendido tú?
A Leo le extrañó la pregunta, pero recordó que Martina había ido a la presentación del libro, y pensó que podía ser una de sus millones de admiradoras:
—¿Te gusta ese autor? —preguntó Leo, que temía que fuera afirmativa.
—No lo sé, todavía no he leído nada suyo, por eso he venido a la presentación. La verdad es que ya no sé qué leer. Las novelas policiacas y de misterio no me gustan; las románticas siempre son los mismos argumentos: chico busca chica, pero algo les separa, pero siempre vencen los enamorados, al final se casan, fueron felices y comieron perdices. ¿De qué tratan tus novelas? ¿Son también románticas?
—Sí, algunas son románticas, pero otras tratan de la vida; de los seres humanos, con sus logros y sus fracasos; sus alegrías y tristezas; su juventud y su vejez; de sus ilusiones y sus desengaños…
—Para escribir sobre todo eso—le interrumpe Martina—, has tenido que vivir muy intensamente y tener una gran imaginación…¡Ah, aquí vienen las pizzas..! ¿Puedo preguntarte algo personal?
—Sí, puedes, no tengo nada personal que ocultar.
—¿Estás casado? —Martina se arrepintió de haberle hecho esta pregunta, porque Leo podría malinterpretarla, y se apresuró a rectificar.
—¡No tienes que responder! Yo solo quería saber…
—No tengo porqué. ocultarlo, —le interrumpe a su vez Leo—. No estoy casado ni podría estarlo. Sobrevivo con lo poco que consigo con alguna traducción de vez en cuando. ¿Cómo podría mantener una familia?
—Vale, ya hemos hablado bastante sobre ti, ahora me toca el turno a mí… No hacen la pizza Margarita mejor que en esta pizzería.—Martina hace este comentario para quitar dramatismo a la conversación
Algo cruza sus mentes, porque Leo no responde y ambos guardan un elocuente silencio. Martina no puede hablar de ella misma, porque inesperadamente ha sentido una angustiosa nostalgia de los años que vivió con su difunto esposo.
Leo se pregunta desconcertado si Martina intentaba seducirle. Él nunca había imaginado tener tan buena empatía con una mujer que le doblaba la edad.
Martina sintió un súbito deseo de llorar angustiada por el recuerdo de su difunto esposo, a quien sentía que estaba traicionando.
—¡Ay señor, casi se me había olvidado que hoy tenemos una reunión de vecinos, y me toca a mí ser la presidenta! Dile a Antonino que apunte todo eso en mi cuenta.
Se levantó con un ágil movimiento y salió precipitadamente de la terraza. Leo no reaccionó, porque no podía saber cuál habría podido ser la causa de su huida. No había dicho nada que hubiera podido ofenderla. Antonino la había visto salir sin despedirse, como era habitual, y se acerca a la mesa donde Leo permanece sin reaccionar.
—¿Qué le ha sucedido a Martina? ¿Por qué se ha ido tan precipitadamente y sin despedirse de mí, como ha hecho siempre?
Leo se encoge de hombros, le comunica la indicación sobre el pago de la cuenta y abandona también la terraza, sumido en un océano de dudas
Antonino se limitó a exclamar:
¡Ah, l’amore, l’amore, è una caramella avvele!
MARTINA CAMINA en un estado de gran ansiedad. Deseaba llegar cuanto antes a su apartamento y ni siquiera espera el ascensor, que debía encontrarse en los pisos altos del edificio, y sube los seis pisos por la escalera. Llega sin aliento y entra en el gran salón guiada por la tenue luz que entra por las amplias puertas acristaladas que daban acceso a una amplia terraza, desde donde se podía ver una espectacular vista de Madrid. Se deja caer sobre el amplio sofá y deja que un amargo llanto alivie su angustia. Después, permanece recostada sin dejar que nada ocupe su mente, en especial la imagen de Leo, en el momento que sale del probador con las prendas que ella misma había elegido.
Así permanece hasta que cree estar recuperada de la momentánea depresión y enciende una lámpara de sobremesa, se acerca hasta una gran biblioteca, busca entre los estantes el álbum familiar de fotos de la historia de treinta años de su vida junto su esposo. Lo deja sobre el sofá para ir a la cocina y prepararse una bebida relajante.
Vuelve al salón y contempla el gran álbum de tapas doradas sin atreverse a abrirlo. Solo quería estar segura de que no le había olvidado ni traicionado su recuerdo. Tras mantener una enconada lucha con su conciencia, abre el álbum y se estremece al contemplar la primera foto, en la que aparecía ella, a los diecinueve años, junto con un joven pintor, que exponía su obra por primera vez en una conocida galería del barrio. Al fondo aparecía la primera pintura que vendió a la joven risueña Martina. La fotografía apareció en la sección de arte y cultura de un periódico local y mostraba una escena del barrio de Lavapies, el mismo en el que ella había pasado su primera infancia, hasta su traslado al actual barrio de Salamanca.
Martina acude a la inauguración de la exposición y descubre la la pintura con un nostálgico recuerdo. Alguien la está observando.
—Señorita —se dirigió a ella el que llegaría a ser su esposo—, la está observando y paree que le entusiasma esta pintura…
—¡Sí, claro que me entusiasma, es la casa de Lavapies donde pasé mi infancia!
—¡Qué coincidencia! —no dice nada más. Unos minutos después, mientras yo permanecía extasiada por él descubriendo, se acerca a mí el pintor y me dice para mi asombro:
—,¡Gracias, señorita! Su papá me ha comprado este cuadro para usted, porque dice que tiene gratos cuerdos de su infancia. Esta es la primera pintura que vendo desde que comencé a pintar.—y la marcó como vendida.
Pasado mi asombro, se acerca mi presunto padre y me aclara por qué lo ha hecho.
—¡No se sorprenda, señorita, tenía intención de ayudar a este pintor con talento comprándole una pintura, y después de conocer su interés por la obra creí que estaría mejor aprovechada mi inversión regalándosela a usted. Solo le pido a cambio que me permita invitarla a un refresco, hoy e un día muy caluroso.
—¡Sí, hiciste una buena inversión, la mejor de tu carrera! —susurra Martina desolada.
Después ojea lentamente cada página del álbum y en cada una encuentra un motivo para la añoranza, que provocaban sollozos incontrolados.
Leo decide regresar caminando a la antigua vivienda en el animado barrio de Chueca, que comparte con otros artistas: músicos callejeros, pintores sin galerías en las que exponer, actores mediocres, con el mismo aire de fracasados que Leo. Abre la puerta con el máximo sigilo, porque no notasen su entrada, pero el responsable del pago del alquiler del piso le estaba esperando. Después de contemplar indignado su nueva vestimenta, le increpa con extremada acritud.
—¡De modo, Leo, que no tienes dinero para pagar tu parte de alquiler del piso, pero si tienes para comprarte ropa, que como veo, no es precisamente barata!
—¡Mira, tío, no estoy de humor para tus monsergas—respondió Leo indignado—¡Ahora déjame en paz, mañana hablaremos de lo que sea.
—¡Conque monsergas, eh! Si no te pones al día de lo que debes a finales de este mes, te encontrarás tus cosas en la escalera, que…
—Leo no escucha el resto de sus amenazas, entra en su caótica habitación y cierra la puerta con un sonoro portazo. Se deja caer sobre un desvencijado sillón recuperado de los contenedores callejeros y vuelve a peguntarse qué había ido mal para que aquella mujer, que se había comportado con con tanta generosidad y simpatía, huyera sin dejar ni rastro ni cómo podría ponerse en contacto con ella.
¿Qué faltas tan graves he cometido—se queja amargamente—para que caiga sobre mí este castigo?
Contempla apesadumbrado el desorden de su habitación, pero carece del estímulo necesario para ocuparse en poner orden. Restos de hamburguesas se descomponen en la papelera; docenas de libros comprados en librerías de usado se amontonan sobre una desvencijada cómoda sin puertas. Los libros en mejor estado, y de autores reconocidos, los ha vendido; hileras de botellas de cerveza vacías se alinean sobre el alféizar de una ventana, protegida por una tupida red contra los voraces mosquitos, que comunica con un angosto y oscuro patio interior, por el que llega el molesto sonido de televisores o equipos de música a todo volumen en cualquier hora del día o de la noche; o los gritos y gemidos de las frecuentes disputas de una pareja mal avenida y los lastimosos aullidos de algún perro dejado solo demasiado tiempo.
Angustiado por todos los negativos sucesos de aquel día, Leo siente que ha llegado el dramático momento de renunciar a su sueño de llegar a ser un aclamado escritor.
Martina cierra el álbum después de ver la última fotografía. Es una escena familiar, tomada en la amplia terraza de su casa de verano. Martina hace la foto con su móvil, y con el otro brazo lo pasa por el hombro de su esposo. Al fondo aparece la pequeña bahía con un mar de un intenso color turquesa y la llegada de las pocas embarcaciones de pescadores que quedan en la aldea.
Un mes después de esta entrañable imagen su esposo fallecía víctima de un infarto durante un agitado encuentro con los accionistas.
Martina vuelve a tener un acceso de llanto, pero algo le dice que no es por culpa de aquel entrañable recuerdo, sino por algo que le oprime el pecho sin saber cuál debe ser la causa.
Para intentar despejarse, sale a la terraza cuando el cielo se enrojece en un sobrecogedor crepúsculo otoñal. Cómo si sintiera que alguien la empuja, se acerca a la barandilla y por primera vez siente un súbito ataque de vértigo y un impulso que parece empujarla al vacío. Horrorizada, vuelve al salón, y con gran nerviosismo cierra los grandes ventanales con llave y arroja las llaves sobre el estante más elevado de la librería, para que no pueda cogerlas. Se arroja al sofá y vuelve a sollozar sin que sepa la causa.
Está profundamente deprimida y decide pedir ayuda a Julia, por qué teme que pueda cometer una locura. Entre sollozos, consigue marcar su número de teléfono.
—Hola, Martina, ¿Cómo ha ido la presentación? —le pregunta Julia.
Pero Martina no puede responder. Julia se da cuenta de que está llorando y le pregunta alarmada:
—¿Qué te sucede, te has caído?
Martina consigue balbucear unas palabras.
—Julia…, necesito tú ayuda… estoy muy deprimida… y tengo miedo de cometer alguna locura…!
—¿Pero qué te ha sucedido? —insiste Julia.
—¡No lo sé… solo siento ganas de llorar… ¿Puedes venir a mi casa? —le ruega Martina, y deja caer el teléfono sobre el sofá, pero escucha la respuesta de Julia.
—Sí, estaré allí en una media hora…, —responde preocupada por el estado de Martina—, pero no hagas una tontería, sea lo que sea lo que te pasa, todo tiene arreglo!
Martina permanece recostada en el amplio sofá. No se atreve a moverse por temor de que pueda perder la cabeza, porque no parece tener el control de su voluntad. Siente como si le hubieran arrancado parte del alma.
Julia llega al apartamento de Martina antes del tiempo previsto, porque está alarmada por la su dramática llamada, que le hace temer que pudiera estar pensando en un suicidio. No podía entender cómo una mujer que había superado la muerte de su esposo y parecía comportarse con entusiasmo por la vida, llena de un renovado optimismo y jovialidad pudiera en unas horas cambiar de actitud hasta el extremo del suicidio.
Cuando Martina abre la puerta y aparece con los ojos enrojecidos por el llanto, Julia se siente aliviada, la toma por el brazo y se acomodan en el amplio sofá.
—¿Pero qué te ha sucedido? ¿A qué vienen esos llantos? ¿Se ha muerto algún familiar tuyo?
Martina lo niega con un gesto de cabeza.
—Entonces cuéntame y veremos qué te angustia.
Martina se siente violenta, porque su comportamiento con Leo ha sido demasiado irregular para que Julia lo pueda comprender y aceptarlo, aún así necesita desahogar su oprimido corazón y le relata el encuentro con Leo, el honrado gesto devolviéndole el monedero, la compra de nuevas ropas y la accidentada cena en la pizzería de Antonino.
—¿Y por qué te fuiste tan precipitadamente sin despedirte? ¿Te dijo ese extraño joven algo ofensivo? —le pregunta Julia que como jueza tenía ya un veredicto.
Martina vuelve a negarlo con un gesto de cabeza, y espera la reacción de Julia, que tiene la respuesta, pero duda que sea conveniente que la sepa.
—¡Ay, Martina; mi pobre Martina, has contraído la más dolorosa y a la vez la más dulce de las enfermedades de este mundo; ¡te has enamorado de ese joven extraordinario! Después de treinta años de cariño y afecto de tu admirado y respetado esposo, tú corazón de diez y nueve años despierta y está conociendo el amor… Tienes el corazón de Julieta, pero el cuerpo de cincuenta y dos años, que no seducirá a tu joven Romeo, y eso te hace sufrir. ¿No será eso lo que te atormenta?
—Sí, es posible que sea eso…, pero lo que me atormenta es el sentimiento de estar traicionando su memoria, porque yo le amaba…
—¡No, tú no le amabas, creías que amarle significaba ser la perfecta consorte de un hombre importante; complacerle y hacer lo que esperaba de ti. Sentías afecto por él, le amabas como aman los hombres, con la cabeza y sin pasión, pero las mujeres amamos con el corazón y cuando nos enamoramos perdemos la cabeza y nos entregamos con cuerpo y alma, sin pensar en las consecuencias. Tú desearías también corresponder con la misma Generosidad y pasión, pero vuestra gran diferencia de edad te lo impide.
—¿Y qué puedo hacer? ¡Ni siquiera sé si lo volveré a ver!
—¡Nada, dejar que el destino juegue sus cartas y esperar que se apiade de ti. Me quedaré esta noche contigo, y veremos una película con un final feliz... si es que hay alguna!
4.
Leo se deja caer vestido sobre una cama pero no puede conciliar sueño. Del angosto patio se escuchan los gemidos y los reproches de la pareja mal avenida y de algún piso se escucha los estruendo y las explosiones de alguna película de acción. Airado de levanta, se acerca a la ventana y grita.
—¡Bajen el volumen de su jodido televisor!