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Mi querida libertad
Novela sobre la Transición / musical
JAIME DESPREE |
«El pueblo español vive de la renta
de un capital de heroísmo forjado
durante los tres años de guerra civil.»
«En un momento en que el mundo
empieza a volver los ojos hacia nosotros,
probemos con nuestro rigor que podemos ser
de nuevo el gran pueblo que antaño fuimos.»
Juan Goytisolo
«Y vosotros, jóvenes, escuchad
lo que los viejos os vamos a contar.»
De una canción popular rusa
1.
Teo fue un niño casi normal, pero tanto la madre como la abuela siempre le reprocharon un defecto: que no sabía jugar. Dicho así puede parecer una exageración, pero desde los 4 a los 12 años apenas si estuvo interesado por uno de sus primeros juguetes: un monito afelpado que tocaba los platillos cuando le daban cuerda. Empezaba a tocarlos con precipitación y atolondramiento. Golpeaba los platillitos con rabia mecánica, y saltaba de un lado para otro, sin una dirección precisa, golpeándose con las patas de las sillas, molestando al gato, quien había aprendido a distinguirlo de una posible presa, escurriéndose por debajo de la cama o cayéndose por las escaleras que había en el rellano de entrada al gran salón. Por eso no sabía jugar, porque quien en realidad jugaba era el monito y Teo se dejaba jugar por él. Cuando conteniendo la respiración dejaba sobre el suelo aquel juguete, algo inexplicable le fascinaba de tal manera que se limitaba a seguirlo con la mirada hasta que se le agotaba la cuerda. Es de suponer que la causa podía ser que nunca llegó a comprender la complicada maquinaria que lo impulsaba, y debía creer que aquel monito y la vida debían de tener algo en común.
La responsable de esta anomalía infantil de Teo fue sin duda su tía Virtudes, que le regaló el juguete unas Navidades, cuando apenas había cumplido los cuatro añitos. En realidad se trata de una curiosa paradoja, pues la tía Virtudes había comprado el monito para otra de sus sobrinas, pero eso mismo día se discutió con la hermana, y se vio otra vez en el taxi con el paquetito del juguete si abrir, que personalmente aborrecía, pues sus escrúpulos religiosos le impedían tener un criterio abierto y desprejuiciado contra los monos, fueran o no de juguete.
Lo de prejuicios religiosos es desde luego un eufemismo, tal vez debiéramos llamarlo racismo místico, porque Virtudes no hacía desde luego honor a su nombre.
Rondaba los treinta y su situación financiera era desesperada, sin embargo era lo que se puede entender por rica. Disfrutaba de las rentas de un buen paquete de acciones de «Campsa» y de «Altos Hornos del Vizcaya», a eso había que sumar las rentas de su finca de Extremadura, que aunque mal explotada, hubiera sobrado para alimentar a una docena de familias normales, pero tenia un problema: el juego.
Todo empezó cuando la invitaron a un famoso tablao flamenco de las afueras de Madrid, en dirección a las Rozas, donde parece que llego a actuar hasta Pastora Imperio.
Entre fino y fino y taquito de jamón le propusieron jugarse las consumiciones a cara y cruz. Ganó siete veces seguidas, lo que la animó a considerarse una persona con suerte.
—¡Anda chaval —dijo ya medio borracha después de las siete consumiciones—, busca al lotero que hoy tengo el día!
El chaval era al mismo tiempo el lotero. Sacó un puñado de décimos de la Nacional del bolsillo trasero, algo manoseados por las altas horas de la madrugada. Ella hizo como que veía el número, señaló con el dedo la corbata del lotero y le dijo:
—¡Éste!
El lotero, acostumbrado a que le pidieran la corbata a esas horas de la madrugada, comprendió el sentido y le puso el número en el bolso, convencido de que ella no sería capaz de hacerlo por sí misma.
—¡Está usted en racha, señorita, me acaba de comprar el gordo! —le dijo el chico con su agudo sentido de la mercadotecnia. —¿Por qué no echa usted una partidita de póquer con unos cuantos colegas amigos míos?
—¿Póquer? ¡Ni hablar! Yo de cartas sólo entiendo el tute y la brisca
—¡No me lo creo!
—¡Pues créetelo!
—¡Todo es ponerse, señorita! ¡Además, si es de broma, a peseta la apuesta!
—¡Eso es verdad! ¿Y dónde dices que hay esa partida?
El resto de la historia ya se la pueden imaginar, pero conviene encontrar la relación entre el monito detestable y la visita a la hermana.
Aquella noche perdió treinta duros, todo lo que llevaba encima, descontadas las últimas consumiciones que ya no quiso jugarse, pero aprendió mucha psicología y estrategia, bases del juego. La siguiente noche perdió mil pesetas, la otra cinco mil y cuando pidió la revancha se dio cuenta de que su cuenta en el banco estaba en números rojos. Acudió al banco, convencida de que con solo pronunciar su apellido compuesto tendría crédito al instante.
—No si todos pasamos por malas rachas —respondió el director al tiempo que se limpiaba con un pañuelo de seda los gruesos lentes de aumento—. Y ¿cuánto dice que necesita?
—¡Cincuenta mil!
El director no se inmutó, pero con toda probabilidad que sintió una punzada en el estómago, de ahí que la mayoría de los banqueros padezcan úlceras.
—Así que cincuenta mil...
—Sí; como le digo, esa finca mía necesita tractores y todo eso...
—Yo tengo un amigo que vende maquinaria agrícola... A lo mejor si le comento el caso...
Virtudes sacó su mal talante y perdió la paciencia.
—¡Bueno!, ¿pero me los da o no me los da?
El paciente banquero debió de sufrir una nueva punzada.
—¡Claro, por Dios! Yo sólo pretendía...
—Entonces, ¿paso ya por caja?
—¡Cuando guste, cuando guste! Y su papá, ¿no podría echarnos una firmita? ¡Es una simple formalidad... Ya sabe como somos todos los bancos...!
Consiguió las cincuenta mil y le duraron dos semanas. Cualquier persona sensata hubiera abandonado en ese preciso momento, pero Virtudes no era desde luego sensata.
Con las últimas cinco mil se marcó un farol, pero el contrincante debía de haber sido hijo de algún farolero, porque adivinó el engaño.
—De manera que está usted sin blanca.
—¡Hombre, sin blanca no, tengo la finca y las acciones! —se defendió a la desesperada
—¿A su nombre?
—Casi...
El jugador tenía el rostro algo picado de viruela, moreno, pelo graso y peinado obsesivamente hacia atrás. Vestía un traje oscuro de solapas cruzadas y sólo bebía coñac. Le puso cariñosamente la mano sobre el hombro y le susurró:
—Por mi, la perdono, pero uno tiene su reputación...
Virtudes sintió que la mano presionaba su hombro y lejos de asustarse comprendió rápidamente la idea. Y no le desagradó. Montaron en su FIAT descapotable a eso de las cinco de la madrugada, ya con el despuntar del día, y desde entonces paga sus deudas de juego de esa peculiar manera. Hay que decir que los jugadores llegaron a gustarle casi por regla general, y ella, al mismo tiempo, era un hembra dócil y suculenta. Para describirla habría que empezar por remarcar el impresionante contraste entre su cintura y sus caderas. Si tenía o no esqueleto era un misterio. Vestía a la moda de los cuarenta y se arregló el pelo al estilo Rita Hayworth en «Gilda». Ya era conocida en los ambientes flamencos nocturnos como la Rita del barrio de Salamanca.
¿Por qué visitó a la hermana para pedirle su aval? Este es el final de la historia, lamentable desde luego, pero fundamental para desarrollo de la personalidad de Teo.
Un día entró en la timba un caballerete bien presentado, más moreno de lo que suele poner el sol. Fumaba con boquilla y vestía un traje claro de lino, con un clavel en el ojal.
Virtudes se lo miró varias veces y lo estudió de arriba abajo. «¡No está mal!», se dijo, haciendo planes para la madrugada siguiente.
Perdió como de costumbre; se hizo la ingenua y parpadeó varias veces. Pero el caballerete ni se inmutó. Quería su dinero.
Entonces, confusa y casi la borde la histeria, cometió el error de hacer como que se le caía el bolso y por debajo de la mesa intentó provocarle.
—¡No me venga con esas, señorita, pague y déjese de jueguecitos sucios! —respondió el jugador del clavel en el ojal.
Virtudes estaba aterrada. Alguien le susurró algo al oído para que se hiciera una ida cuanto antes de su delicada situación. El caballerete era el amante de un bailaor de la trupe flamenca, pero se peleaban constantemente. Tal vez ya ni se hablasen.
Lo que le indignaba era que no podía comprender cómo era posible que un hombre, por muy mariquita que fuera, no se sentirá atraído por una mujer de sus encantos.
La hermana le negó el aval, y el monito paso a propiedad de Teo, cuya madre fue más compresiva. La tía Virtudes no tuvo reparos en sincerarse con ella, porque la madre de Teo tampoco era lo que se dice un ejemplo de honestidad.
Volviendo a Teo, no es una exageración decir que su infancia finalizó a los nueve años, el mismo día en que se estropeó el mecanismo del monito afelpado.
Hizo lo habitual: le dio cuerda cuidadosamente, siete vueltas exactas, tal y como lo venía haciendo en los últimos cinco años. Sujetó los platillos con sus dedos y lo puso con su habitual cuidado y expectación sobre un lugar en que no corriera el riesgo de precipitarse por las escaleras, golpearse contra la pared o correr cualquier otro riesgo que pudiera dañarlo. Conviene aclarar que a partir de los siete años ya no era muy frecuente verle jugar con su monito. Tan solo lo hacía funcionar al regreso del colegio y antes de irse a dormir. «Por si se rompe», pensaba obsesivamente cada vez que le daba cuerda. Ese día, el mismo en que su madre había tenido un aborto (que el General culpó a las pastillas para adelgazar que venía tomando asiduamente desde que cumplió los treinta) y no estaba en la casa para consolarle ante alguna inesperada desgracia, debió cometer algún error en las vueltas de cuerda o el mecanismo estaba ya al borde del colapso, porque, una vez liberado, los platillos ni se movieron, a pesar que tuvo la sensación de que tenían intención de hacerlo.
Teo no reaccionó en el primer instante. Tardó algunos instantes en comprender el alcance de la desgracia: Durante los últimos cinco años su vida había transcurrido dentro de la más absoluta y beatífica regularidad. Siempre encontraba el pijama debajo la almohada; le servían la misma marca de galletas para el desayuno; el gato continuaba vivo y juguetón, sin dar el menor signo de vejez o torpeza, incluso la bombilla del pasillo parpadeaba de la misma manera que lo había estado haciendo en todo ese tiempo sin que nadie, afortunadamente, se atreviera a cambiarla. Por eso cuando transcurridos unos angustiosos instantes comprendió que algo irreparable le había sucedido al monito, sintió como si un escalofrío le recorriera el cuerpo, es decir, ¡sintió miedo; miedo de la muerte, y eso que apenas si había cumplido los diez añitos!
Cuando se recuperó de la primera impresión no sabía qué hacer. La primera reacción fue llamar a su madre, pero no estaba; la segunda a la criada, pero no le pareció que Conchita estuviera en condiciones de comprender el alcance de la tragedia como podría hacerlo una madre; luego a la cocinera, pero decididamente no vio en el servicio a nadie que pudiera compartir tan angustiosa situación (le habían enseñado a menospreciarlos, la manera más sencilla de poner las cosas en su sitio y respetarse mutuamente de acuerdo a su categoría y posición social). Así es que se vio solo ante aquella inmensa tragedia para la que nadie le había enseñado a reaccionar. Llorar hubiera sido un disparate sin nadie que pudiera ser testigo. Enfurruñarse sería tanto como culpar al propio monito de su desgracia, pero él lo amaba, incluso roto. Despreocuparse hubiera sido una traición a su tambaleante infancia. Mientras su conciencia de niño se resquebrajaba estrepitosamente, sólo se le ocurrió empujarlo suavemente con la mano. «¡Debe ser pasajero!», intentó consolarse. Luego, en vista de que no reaccionaba, lo golpeó levemente. «Debe tener la cuerda atascada», se dijo cuando a penas si quedaba ya nada de su antigua ingenuidad infantil. Tuvo un primer ataque de furia adulta y por un momento estuvo a punto de dar por concluida su infancia estampando el monito contra la pared, pero, pese a ser consciente de su metamorfosis, decidió dejar parte de su huidiza infancia en algún lugar seguro de su nueva conciencia, ¡por si la volvía a necesitar algún día!
«Se ha roto, ¡y ya esta!», concluyó, poniendo punto y final a su angustia.
De esta manera tan simple concluyó su breve infancia, porque por primera vez tuvo que afrontar el solo y sin consuelo alguno una desgracia irreparable.
Cuando la madre regresó de la clínica de maternidad sin bebé y algo magullada, Teo comprendió (ya era adulto) que no era conveniente molestarla con nimiedades como esas.
—¡Te has quedado sin hermanito! —le dijo ignorante de la doble pérdida de Teo.
—¿Qué hermanito? —preguntó Teo.
—¡Nada, hijo, nada! ¿Cómo vas a entender tú de estas cosas?
En efecto, Teo no entendía de qué le estaba hablando su madre, pese a que doña Pura, compadeciéndose de él, había intentado a su manera explicarle qué es un aborto:
—A veces Dios no quiere que vengan más niños al mundo y se los queda Él en el cielo. ¿Comprendes, mi niño?
Pero Teo no estaba interesado en el asunto de los abortos, porque por entonces él había sufrido su propia pérdida, y, sin demasiada convicción, replicó a la cocinera con una nueva y desconcertante pregunta:
—¿Los juguetes rotos van al cielo?
Doña pura era un ejemplo de piedad casi exagerado, no en vano era ella la que más rosarios rezaba a su capillita la quincena que le tocaba, pero aquella pregunta excedía su escaso conocimiento teológico.
—¡Ay, niño, no digas memeces!
Tal y como había pensado en el momento mismo de la desgracia, el servicio no estaba a la altura de las circunstancias y su papá llevaba razón: «No les des palique al servicio, hijo, que si les das la mano se toman el brazo». Y se fue a su habitación, convencido de haber recibido la respuesta que merecía por no seguir los sabios consejos paternos.
Todavía transcurrieron hasta tres años antes de que la tragedia del monito se borrara completamente de su conciencia. Fue el día en que Conchita, limpiando el polvo de su habitación, golpeó de tal manera el juguete con el plumero que salió por la ventana y, después de superar los seis pisos del edificio, se estrelló contra el techo de la garita del cerillero. Conchita, alarmada, corrió a la calle en busca del monito, pues sabía que su señorito le tenía gran estima. No fue fácil convencer al cerillero para que le devolviera el juguete.
—¿Qué monito ni qué ocho cuartos?
—No me diga que no sabe de qué le hablo, que yo misma he visto como lo cogía usted del techo de la garita.
—Bueno, ¿y qué? ¡Lo que cae del cielo no es de nadie!
—Ande, devuélvamelo que si no al señorito le dará un soponcio.
El cerillero tenía un sobrino de la edad de Teo, pero al ver que la cuerda estaba atascada, comprendió de inmediato que no hubiera sido un buen regalo, sobre todo ahora que estaban metidos los dos hermanos en la hipoteca de un piso en el nuevo barrio obrero de Moratalaz. Por tanto se lo devolvió.
—¡Tenga, y a ver si tiene más cuidado de dónde tira usted sus monitos!
Por fortuna el juguete estaba intacto, pero cuando Conchita fue a ponerlo de nuevo en su sitio, allí donde había permanecido los últimos tres años, Teo estaba ya en la habitación.
—¡Ay, señorito Teo, su monito —dijo azorada, mostrando el magullado juguete—, que se ha caído por la ventana!
—¡Va, no te preocupes Conchita, si está roto!
Así dio definitivamente por concluida su infancia. Desde aquel mismo día Teo empezó a vivir su adolescencia.
CAPÍTULO II
Teo se crió en el típico ambiente de una familia de clase alta del barrio del madrileño de cocinera, doncella y profesor particular, además de portera, claro está. La casa, era un noble edificio de finales del siglo XIX, tenía escalera y ascensor de servicio, con vistas a una gran avenida por donde circulaban tranvías. Tenía más habitaciones de las necesarias, algunas podía decirse que desconocidas, pero la más animada era siempre la amplia cocina, donde reinaba doña Pura, la cocinera. Era el único lugar donde estaba permitido el acceso a los extraños, que accedían directamente desde la escalera de servicio. Por allí pasaba el chico de la tienda de comestibles, pero también el profesor particular de Teo, don Ernesto. Sobre la enorme nevera, recién adquirida, colocaba doña Pura la capillita de la Inmaculada, la quincena que le tocaba, y a ratos libres aprovechaba para mal rezar algún que otro rosario mezclado con exclamaciones y lamentaciones como «¡Ay, Señor!», «¡Bendito sea el Santísimo!», o en alguna ocasión, pero más raramente, «¡Que sea lo que Dios quiera!», expresiones que no tenían nada que ver con la rutina diaria, ni con la capilla ni la Inmaculada. Sea por lo que fuere, doña Pura tenía esa vieja y piadosa costumbre y persistía en ella porque, a pesar de llevar más de veinte años en la ciudad, todavía añoraba un pueblo que, dicho sea como anécdota, se lo engulló hasta la torre del campanario un pantano inaugurado en 1952, tal vez uno de los primeros construidos por el dictador para refrescar su tiranía. Dicen que cada año por las fechas en que fue inaugurado, y a la hora puntual, suena la campana de la torre (pese a que ya no existe), eso si no hay riada, claro.
A media tarde aparecía siempre don Ernesto, se sentaba en uno de los extremos de la inmensa mesa y permanecía abstraído y repasando los temas que debía ensañar aquel día a su privilegiado alumno. Como eran ya las seis pasadas, doña Pura le había preparado algo de comer.
—Tantos latines y no tiene usted quién le remiende los calcetines. ¡Señor que lástima de inteligencia!
También solía venir el chico de la tienda con el pedido para el día siguiente, que colocaba ceremoniosamente en otro extremo de la amplia mesa, contemplando cada cosa como preguntándose por su razón de ser. Doña Pura intentaba repasar la cuenta, «Me llevo tres; me llevo tres. ¡Ahí, que tonta, ya no recuerdo de cuánto me llevo! ¿Todavía está aquí? A ver, siete más nananana… treinta y siete, y me llevo tres!» Pero el chico de la tienda le distraía con comentarios disparatados y fuera de lugar: «¿De qué le sirve al jilguero cantar si vive preso en su jaula? ¿No sería mejor que rebuznara y renegara de su esclavitud?». Doña Pura no le prestaba atención. Había exclamado dos o tres veces «¡Ay, Señor!» y se le olvidó completamente que debía repasar la cuenta. Ahora se sentía más interesada en el profesor, sobre todo porque estaba empeñada en casarlo, pues no había nada que la mortificara más que su propia soltería. El chico quiso llamar también la atención del profesor y se le ocurrió otra de sus frases lapidarias:
—¿Por qué somos así? Porque Caín mató a Abel, y desde entonces los hombres se asesinan unos a otros sólo por la costumbre heredada de Caín.
Doña Pura estaba pendiente del profesor y no prestaba atención al chico de la tienda. Pero la distraía intentando pensar en algo tan desproporcionado y descomunal como considerar a todos los hombres unos simples y míticos asesinos sólo por las fuerza de la costumbre. Pero no replicaba, porque no hacía ni veinte años que las disparatadas opiniones del muchacho estuvieron más que justificadas. Según datos fiables fue un millón o más de muertos y la mayoría por las mismas causas por las que Caín mató a su hermano Abel. Dicen que el general que provocó aquella matanza no tenía ningún sentido de la fraternidad, y apenas familiar. Parece que respetaba a su mujer por su condición de miembro destacado de la Iglesia católica, y en cuanto a su hija, los que le conocieron bien dicen que no le prestaba la mínima atención. En la aldea anegada por las aguas en 1952 se decía que el general deseaba un hijo, un hijo general naturalmente, alguien a quien poder confiar una misión delicada, como tomar Madrid, porque no confiaba en sus generales; prácticamente los detestaba. Temía que le arruinasen su gloria, la misma que adquirió Caín matando a Abel. Los moros de su ejército de mercenarios le tenían sin cuidado, pues prácticamente no los consideraba seres humanos. No sólo porque algunos se comportaron de manera brutal, lo que justificaba plenamente sus suposiciones, sino porque no se podía ser humano sin religión, la católica, claro está. Parece que a la única mujer a la que admiraba, pero sin caer en extremos, era a Isabel la Católica, a la que dedicó su matanza.
—El jamón que le pongo hoy es del bueno, que si se entera don Francisco me armaría un buen lío. Este es de Extremadura, de cerdos criados con bellotas en las fincas de sus amigotes militares. Hoy debe andar pegando tiros a las pobres perdices —cortó una, dos, tres lonchas; miró al profesor y cortó una cuarta— ¡Ea, no crea que soy roñosa! —se limpió las manos en el amplio delantal, dejó el fino cuchillo sobre la gruesa y grasienta madera de trinchar y colocó las rodajas en un fino plato de porcelana. Volvió a mirar al profesor y le recriminó en silencio un reproche imaginario difícil de suponer, porque chasqueo los labios, movió la cabeza y como si hubiera sido convencida de la inocencia de Judas, le puso el plato en el lado preciso de la amplia mesa donde solía almorzar. —¡Ande, coma, coma, don Ernesto, que un hombre de su talento bien merece una buenas lonchas de jamón de bellotas!
—Usted, que es culto y ha estudiado —dijo de pronto el chico de los recados dirigiéndose al profesor—, sabe cómo piensa un anarquista —bajó la voz, pero no antes de las dos últimas sílabas; cualquiera de la secreta le hubiera detenido con sólo escucharle decir «quista». Prosiguió con aire de conspirador en un ambiente familiar—. Un anarquista es alguien que crea, porque la libertad, así sin más, consiste en crear, con eso ya basta. Por ejemplo, si yo tuviera gallinas pondría el huevo encima de la gallina y que fuera lo que Dios quisiera. ¿Por qué?: ¡porque soy creativo! ¿Qué gana la gallina incubando el huevo?: ¡otra gallina! ¿Y qué gana la otra gallina incubando otro huevo?: ¡otra gallina! ¿Y la otra y la otra y la otra?: ¡más gallinas! Y lo que yo digo es: ¿cómo podemos los seres humanos aspirar a lo mismo que aspiran las gallinas?
El profesor tomó el cuchillo que le acercaba doña Pura. Intercambiaron una socarrona mirada acompañada de una sonrisa benévola. El muchacho esperaba una respuesta. Su expresión era evidentemente la de alguien con futuro.
De improviso entró la doncella. Al ver al profesor sentado a la mesa intentado comer el jamón de la manera menos natural y adecuada es evidente que se sintió turbada. Hizo como que tenía algo importante que hacer, abrió y cerró varios cajones y por fin comprendió que no podía seguir haciendo esas cosas sin sentido. Desmotivada y derrotada se dejó caer en la primera silla con la que se tropezó, pues su frenético disimulo le impidió verla.
Conchita era una chica de pueblo sin aspiraciones. Alguien la puso en un tren con una maleta de cartón llena de ropa interior, recuerdos y un escapulario de una virgen local. Recordaba el día en que tomó aquel tren correo de color marrón. «Conchita, hija, haz lo que te mande la señora. No dejes mal a tu familia». Le había gritado desde el andén. Lo único que recordaba era la cara extraña y nueva del tonto del pueblo, porque era la primera vez que parecía tener expresión y tristeza. ¿Estaría enamorado de ella? Pero, cómo saberlo. El tonto sólo sabía decir: «Mummmm, mummmmm, mummmm». A todo decía «Mummmm», pero con un tono notablemente diferente. Hablaba mucho y todo el día, y la gente le entendía. Hasta hacía complicados recados para los del pueblo. Pero aquel día no dijo nada. Aquél día, en la estación, su entrecejo estaba contraído, tenía los ojos bien abiertos, la boca babeaba con más intensidad y algo parecido a una lágrima espesa y sucia ensombreció su mirada franca y despejada. Conchita sintió algo de repugnancia, pero se compadeció de él. Y ahora se había enamorado del profesor particular de Teo; y cuando se encontraba con él le recordaba la expresión del tonto en la estación, que debía sentir lo mismo por ella, pero desde luego en el más absoluto de los secretos, pues el tonto jamás pudo sospechar que un día la viera vestida de domingo cargando una maleta de cartón asomando su moreno, saludable y pueblerino rostro por la ventanilla de aquel vagón marrón, ennegrecido por la carbonilla, instantes antes de que emprendiera su cansina marcha hacia Madrid. Conchita le miro y le sonrió sólo por compasión, pues era evidente que nunca hubiera podido sentir nada especial por él.
Cuando estaba junto al profesor, Conchita agradecía a su madre que la hubiera metido en aquel destartalado tren aquel sofocante atardecer, porque no le parecía extraño ni chocante que aquel hombre dulce, culto y comprensible se fijara en ella, sobre todo ahora que tenía tan buen aspecto, con los cabellos bien arreglados, el cutis más limpio y cuidado, los modales más finos y hasta según le parecía más femeninos. Lo cierto era que le gustaba el profesor, no porque fuera guapo, sino grande, inmenso, culto y protector. No como un padre, sino como un dios. Se sirvió un baso de agua de la fresquera y se sentó en la misma silla que había puesto fin a sus infundadas angustias. Ahora miraba al chico de la tienda e intentaba prestar atención a la conversación, porque el profesor también parecía interesado. Ella, a veces, vivía a través de él. Aquella era una de esas veces. «No hables si no te preguntan —le dijo su madre antes de subir al tren marrón—. No seas curiosa y baja la vista cuando se dirijan a ti, tanto el señor como la señora. No pienses, sólo obedece.»
Conchita ya sabía que el tonto del pueblo se ahogó en una poza del río, justo debajo del puente. Todos los del pueblo sabían que en aquel remolino había una poza y el tonto debía de saberlo también. La carta, mal caligrafiada y con algunas manchas de grasas (seguramente que su padre la guardó en el morral donde solía llevar el tocino para el almuerzo al pastorear las ovejas antes de llevarla al buzón de Correos que hay en la estación) decía: «Miguelito, el pobre, se ha tirado al río desde el puente, justo donde está la poza. Se nos hace raro que se ahogara sabiendo nadar mejor que los peces». ¿Por qué le venía ahora a la mente la imagen de Miguelito, boquiabierto, detrás del carromato del mozo de la estación?
—Si yo fuera el hijo de un general, como Teo, por poner un ejemplo…
—¡Ya salió otra vez el tema militar!
—Déjeme que siga, doña Pura, que no va por ahí la cosa. Digo que si fuera el hijo de un general no soñaría, y con el tiempo y todas las monsergas de la educación sería, casi con toda probabilidad, otro general (del huevo sólo puede salir otra gallina, etcétera), en cambio al ser un anarquista puedo soñar que ya no soy un chico de los recados y que puedo llegar a ser lo que desee ser. ¿Comprende la idea, profesor?
Si Conchita pensaba con frecuencia en aquel desgraciado era porque aquella tarde en la estación manoseaba inquieto la vieja columna de hierro de la marquesina de la estación. Lo vio moverse de un lado a otro sin atreverse a separarse de ella, como si estuviera atado y no se pudiese librar de una soga imaginaria. Pero, al mismo tiempo, el pobre en su ingenuidad de retrasado mental tal vez creía que podía ocultarse detrás de aquel pedazo de hierro repintando y herrumbroso. No es que Conchita le prestara atención, porque su madre no paraba de aconsejarla sobre mil cosas, como «Ponte la mano en boca cuando estornudes, que salen microbios y la señora se puede contagiar» o «¿No te habrás olvidado del velo y el devocionario que te regalamos por tu comunión?». Pero de vez en cuando no podía evitar entrecruzar alguna que otra mirada con él.
Doña Pura sirvió un baso de vino, lo puso sobre la mesa con un calculado golpe para no derramarlo, lo que mostraba claramente su intención de terminar con aquella absurda conversación, le dio una palmada en la espalda al profesor, y dirigiéndose al chico de los recados, casi le gritó:
—¡Anda, anda, déjate ya de majaderías y deja tranquilo al profesor, que el niño estará a punto de llegar y todavía no ha probado bocado!
El profesor sacudió ligeramente la cabeza, pensó unos instantes, comió el trozo de jamón que esperaba trinchado en el tenedor, y cuando pudo articular palabra, dijo apesadumbrado por una confusa idea que no era capaz de concebir:
—¡Eso es una utopía!
El chico no replicó porque se quedó prácticamente sin palabras al no saber tampoco qué era a ciencia cierta una «utopía». Por tanto se resignó, pero se propuso descubrir lo antes posible el significado de una palabra nueva pero no extraña ni desconocida. No le angustiaba porque estaba seguro de que no era sino un convencionalismo de la educación burguesa, porque aquella palabra, como todas las demás, debió de haberla inventado algún burgués bien educado. Pero mientras cargaba la cesta debajo del brazo comprendió que para aprender a volar no sólo era necesario el cielo sino saber mover las alas. Así terminó bruscamente aquella conversación.
—¿Qué es una «utopía»?
Le preguntó por fin Conchita al profesor después de que se hubo marchado el aspirante a anarquista.
—Utopía es una palabra de origen griego que significa «ningún lugar» —Conchita pensó que ella debía de vivir en una utopía. Pero no pudo seguir haciéndose una idea porque de improviso volvió a su mente la muerte del Miguelito. «Pobre chico, estaba inflado como un pellejo de vino», le decía la madre en su carta. «En el entierro al cura dijo que iría con toda seguridad al cielo, eso si San Pedro no averiguaba algo turbio en la causa de su muerte. Lo lógico es que un tonto no sepa lo que se hace: igual le puede dar por cantar que por tirarse a la poza del río.» No es que le pesara la muerte del tonto, porque después de todo apenas si habían cruzado unas miradas en la estación, pero por alguna razón desde el día en que recibió la noticia, y sin justificación alguna, aquella breve imagen volvía una y otra vez a enturbiar su conciencia. «Las comadres lo dijeron claro: fue una suerte que el Miguelito se fuera tan joven de este mundo, porque hubiera sido una carga para la pobre familia, que ya tenía seis cachorros y ni siquiera sabían si el último, todavía de pecho, era o no tonto.»—. La palabra utopía se emplea para designar un mundo perfecto, sin injusticias ni desigualdades sociales. El primero en utilizarla en la literatura fue un inglés que se llamaba Thomas Moro.
Le dijo don Ernesto creyendo que estaba pendiente de sus explicaciones. Pero Conchita ya había conseguido apartar de su mente el asunto de la muerte del Miguelito, porque en realidad no había ninguna razón para darle más vueltas al asunto: se habría caído a la poza haciendo algunas de sus locuras de tonto. Ahora estaba pensando en que era miércoles y no veía el momento de lucir el vestido que había comprado a un vendedor ambulante en la puerta del mercado de la calle Hermosilla. Eran su dos primeros duros ahorrados a costa de sacrificar otros caprichos, como las pipas de girasol tostadas, los helados de corte, las cintas del pelo, el cine de la calle de Alcalá, donde se proyectaba un película de Carmen Sevilla de la que le habían contado maravillas,
Además seguía enviando diez duros al mes y sabía que con ellos la madre podía comprar infinidad de cosas necesarias, eso si no se los gastaba en misas y responsos para intentar sacar del Purgatorio al tío Julián, que con toda seguridad, dado que fue ateo y republicano, debía estar allí; eso si no fue de cabeza al infierno y se malograban todos sus esfuerzos, y sus diez duros mensuales. La madre, su hermana, seguía confiando que en el último instante, antes de que lo fusilaran los nacionales junto a la tapia del cementerio, se arrepentiría de todos sus pecados y andaría purificándose en el Purgatorio, pero dicen que en lugar de eso gritó «¡Viva la República!». ¿Pero cuánto tiempo debe pasar en el Purgatorio un ateo y republicano? El cura del pueblo no se lo quiso decir, tal vez para que siguiera encargando misas y poniendo velas a San Esteban, el patrono del pueblo encargado de la mayoría de los ruegos y milagros, que alguno dicen que hizo no sin gastos y requerimientos.
—¿Quién era ese señor moro?
—No era moro; se llamaba Moro. Escribió su fábula «Utopía» en el año 1516 —Conchita hizo un gesto con la boca que evidenciaba su asombro por lo remoto de la fecha, casi imposible de imaginar —. Enrique VIII le acusó de corrupción por negarse a asistir a su boda con Ana Bolena y aceptar su divorcio con la española Catalina de Aragón, y por eso mandó decapitarlo.
—Hizo bien ese señor Moro. El matrimonio es sagrado. Una se casa con un hombre para siempre, vayan bien o mal las cosas. En mi pueblo mataron a una mujer porque tonteaba con uno de los hijos del tendero. El marido la sorprendió en el pajar for… forni… ¡bueno haciendo lo que no debía!, y el marido sin pensarlo dos veces le clavó una horca en el pecho.
—¡Eso es una barbaridad! —comentó doña Pura.
Conchita se asustó. Ella no estaba segura de si fue un caso de justicia o de crueldad. Esperaba la opinión del profesor para tener la suya. Pero su respuesta no fue desde luego la que ella esperaba:
—Las personas nacemos libres y libre debemos morir. Nadie es propiedad de nadie, ni siquiera el matrimonio es un contrato de propiedad. Lo único que debe unir es el amor, y el amor es también una utopía. Los seres humanos nacemos y morimos en la más absoluta soledad y desamor. Todo el vivir es una simple experiencia de soledad y desamor compartido.
Conchita estaba confusa pero sobre todo contrariada. Hasta ese mismo momento creía estar enamorado del profesor, pero, de pronto, había perdido todo su encanto. No era grande sino enano y mezquino; no era un dios sino un auténtico demonio; no era humano y normal sino inhumano y anormal. No creía en el amor; no creía en el matrimonio; no creía en la compañía, en la lealtad, el sacrificio, la resignación, el deseo de complacer al ser amado; hasta el esclavizarse si fuera preciso le parecía dulce y amoroso. Ella deseaba ser la esclava de aquel hombre a quien amara y eso no le parecía mal, sino todo lo contrario, en su sometimiento voluntario estaría la prueba de su amor. De pronto el profesor le cerró el camino, se encerró en un descomunal castillo de egoísmo, clausuró su corazón, encerró sus encantos en un baúl y lo cerró con siete llaves, se cubrió el rostro con una fea máscara de indiferencia y desinterés. En otras palabras, dejó de ser un candidato a marido para no ser nada para ella, porque no concebía como podría ser una relación de amistad con un hombre que no comprendía, pero que momentos antes al menos creía que lo amaba.
—¡Ea, ya está bien de cháchara, que tengo muchas cosas que hacer!
Desde ese momento Conchita dejó de estar enamorada del profesor, pero no sintió nada especial, sólo algo de desencanto y desilusión. Se entregó con más entusiasmo a las tareas de la casa y superó aquel desengaño con relativa facilidad.
CAPÍTULO III
El general estaba disgustado por algún asunto relacionado con la vida en el cuartel; probablemente sería algo burocrático; algo de papeleo oficial para percibir algunas dietas, porque estaba el gasto de llevar a la madre a La Granja de San Ildefonso, y no se sabía si para efectos burocráticos pertenecía o no al Ejército; es decir, si era parte del personal necesario para el buen funcionamiento de la institución. La buena mujer, por otro lado, no sabía que la llevaban a La Granja de San Ildefonso; no sabía ni siquiera cómo se llamaba. Tuvo un ataque extraño allá por el 38, al parecer por el ruido de un obús, lo cierto era que la pobre mujer vivía convencida de que cada verano la llevaban a San Sebastián, pero desde el fin de la guerra nunca pasaron de esta pequeña localidad serrana.
—Hoy sopla del noreste, como cada primero de mayo —comentaba con otras internas de la casa de reposo en bastantes mejores condiciones mentales que ella—. ¡Si lo sabré yo que vengo a esta playa de La Concha desde hace más de veinte años!
—Señora, en La Granja lo más parecido a una playa debe ser la bañera del palacio real, pero lo que se dice playa, playa, ya me contará. ¡Qué imaginación la suya!
El general había discutido con alguien de Intendencia, puede que un subordinado gris, un burócrata sin la menor importancia, y eso era precisamente lo que le mortificaba, tener que negociar asuntos familiares tan penosos como el de la madre con un don nadie de Intendencia. El general no era de los asiduos de Franco, ni siquiera estaba bien relacionado con sus ministros, pero conocía a algún subsecretario, y sin duda que llevaría su asunto a más alto nivel que le fuera posible.
—¡Tengo derecho a reclamar dietas de viaje a San Sebastián, porque si mi madre cree que está en San Sebastián está plenamente justificada la reclamación. Otra cosa sería si esta infeliz le diera por decir que está, por poner un ejemplo, en París; y bien sabe Dios que ni por esta pobre santa iría yo a tierra de gabachos, pero pongamos por caso. París es demasiado, pero ¡San Sebastián! ¡Por el amor de Dios, si son cuatro perras gordas!— lo que mortificaba al general era que pusieran en duda su palabra de honor—. ¡Qué justificantes ni que niño muerto! ¡La palabra de honor de un oficial vale más que la firma de un notario!
Todo este embrollo tenía su justificación. La culpa fue del maquis. Después de la guerra los viajes por el norte eran peligrosos para un militar de su graduación, así es que tras varios sustos y un asalto sin consecuencias fatales, el general decidió no pasar de La Granja, donde el maquis no se atrevía, pero su intención desde luego hubiera sido el llegar hasta San Sebastián. Así es que, primero por no dar la impresión de que temía a los comunistas, y luego por costumbre, había seguido presentando recibos de viajes a San Sebastián, como antes de la guerra, hasta que el mismo de Intendencia se lo encontró un buen día comiéndose una pierna de cordero de uno de sus restaurantes, y descubrió el engaño, porque según rezaba en los libros debería de estar comiendo una langosta de Armintza, o un bacalao al pil-pil en un restaurante de La Concha.
—A ver, ¿qué tenía que hacer ese pobre desgraciado en el restaurante más caro de La Granja?
—¡Vaya usted a saber! —contestaba su paciente esposa, cansada ya de aquel asunto de San Sebastián. Porque doña Isabel tenía sus propias preocupaciones. Estaba esperando que su marido le dijera de un vez si habría o no maniobras en Extremadura, porque ya estaba cansada de tener que frecuentar el hotelito de Aranjuez, maquillarse con exceso y llevar esa molesta peluca rubia, cuando ella detestaba el color rubio. Suerte que el chofer era de su total confianza: «¿Otra vez al dentista, doña Isabel?». Preguntaba el buen hombre tan pronto como la veía salir de casa con aquella ridícula peluca. Ella deseaba gozar de los placeres propios de la naturaleza en su propia cama, que para eso habían comprado la más grande y resistente que encontraron, y esperaba poder estar segura de que Franco retendría a su marido en las hermosas dehesas de Extremadura, siquiera el tiempo necesario para sentirse con veinte años menos, pero en su propia casa. La culpa era del general, que ya no veía en ella más que la madre de su hijo y una devota feligresa de las Clarisas de la calle Ferraz. Bien estaba servir a Dios cada domingo y otras fiestas de guardar, pero por imperativo natural, también había que complacer al diablo, siquiera una vez al mes. La causa de su negligente comportamiento venía de atrás. Un día fue una arruga, apenas una sombra sobre su piel bajo el párpado. Luego se hizo más evidente, hasta convertirse en un surco profundo: las temidas patas de gallo. Poco tiempo después vino la flacidez de la carne en los brazos; algunos meses más tarde tuvo que cambiar de sujetador, porque los pechos se venían abajo alarmantemente. Para colmo le crecía bello sobre el labio superior y se le cayeron dos piezas de la dentadura, y precisamente porque sólo era visible la pérdida cuando se reía, puede decirse que desde entonces dejó de reír para limitarse a sonreír. Pero la culpa no fue suya, sino de aquel joven desalmado, sin educación ni principios. ¡Un bruto que no respetaba ni a una mujer casada! Tal vez fuera un descuido el que dejara la puerta del baño abierta, a fin de cuentas estaba en su casa, cuando aquel energúmeno cruzaba el pasillo, después de dejar el pedido de la tienda de comestibles en la cocina. La cocinera ni se enteró, porque la pobre ya no se movía prácticamente de la cocina. Naturalmente que ella estaba desnuda, ¿cómo si iba a bañar si no? Él se detuvo a curiosear y ella ni se molestó en cerrar la puerta. Aquellos todavía eran buenos tiempos, los espejos se portaban bien con ella, y al sentir la caricia de aquellas manos grandes y fuertes presionar en sus nalgas no dijo nada, pero se mordía los labios de desesperación al tiempo que de placer, pues era evidente que no estaba bien, pero tampoco estaba bien impedírselo. Envalentonado, el bruto no tuvo en consideración la angustia de la pobre mujer, que seguía inmóvil y callada, como paralizada, así es que de las nalgas pasó a la cintura, todavía aceptable, luego pasó los brazos por detrás de la espalda y puso sus manazas en sus senos, que los apretó como si fuera a estrujar un limón. Ella ni se quejó. Pero lo peor fue cuando el desalmado fue descendiendo pausadamente hasta la ingle. Entonces ella hizo un ademán como para impedir que el desconsiderado muchacho fuera más allá, pero se quedó en el gesto y la buena intención. Así es que aquel día, sin mediar palabra, doña Isabel se echó un amante. Los detalles los ajustaron más adelante. Acordaron que trajera los pedidos cuando la doncella no estuviera en casa, Teo estuviera en el Instituto, el general en su cuartel y la cocinera en sus guisos. Entonces dejaba la puerta del baño abierta y en apenas cinco minutos dejaba que el muchacho hiciera a su antojo. Pero el joven era cada vez más exigente y pedía lo que ninguna mujer casada, y con militar, le podía dar. Así es que la buena mujer tuvo que rebajarse y hacer algo más que estarse quieta y dejarse hacer, pero en tan poco tiempo no proporcionada al joven entrometido la satisfacción adecuada. Por eso acordaron lo del hotelito de Aranjuez. Ya iba para el año que duraba aquel tenso romance, pero hay que puntualizar que el chico cobraba sus servicios, y acorde con el incremento del coste de la vida y creciente la inflación.
—¡Yo no soy un chulo, señora, es para la causa!
—Pero, ¿qué causa ni que ocho cuartos?
—¡La del amor libre, por supuesto; la causa de los anarquistas! ¿Es que cree usted que iba yo a sacrificarme de esta manera sin una buena causa?
—¡Por Dios, no soy tan adefesio!
—No es por eso señora, que si vamos a ser sinceros, tiene usted estilo y todavía le hace méritos el cuerpo; es por su clase social; por tener que rebajarme a tener relaciones sexuales con una burguesa. Si no fuera burguesa se lo haría gratis, pero yo tengo mis principios, ¿comprende?
—Tú lo que tienes es mucho cuento, pero te salva lo que te salva. Venga, déjate ya de monsergas y al grano, no vaya a ser que hoy regrese el general antes de la cuenta.
No eran conversaciones muy edificantes. En realidad, como sucedió el primer día, aquellas eran unas relaciones de gestos y pocas palabras. Pero en el fondo, por aquellas contradicciones de la condición humana, ambos llegaron a tomarse mutuo afecto, y es posible que gozasen plenamente de aquella ilícita relación. Ella era complaciente y discreta y él, armado de buenos principios morales y sociales, la trataba con el debido respeto y consideración. Pero, como digo, por desgracia pertenecía a la alta burguesía y eso le costaba pagar un impuesto revolucionario. Por tanto, aquel hubiera sido un idilio perfecto en lo afectivo, sensual y armonioso si, por ejemplo, ambos hubieran sido del mismo barrio. Que ella doblara en edad al muchacho no era impedimento, porque todo el mundo sabe que tanto los hombres como las mujeres alcanzan su mayor atractivo y sensualidad a los cuarenta, por lo que no hay joven que no sienta fascinación por una mujer o un hombre en sus cuarenta, con buen juicio, experiencia y bien conservados.
El enfado del general, decidido a seguir cobrando sus dietas por viajes a San Sebastián como antes de la guerra, cuando no había el maquis, supuso un serio trastorno en los planes de la buena señora de gozar del muchacho en su propia casa, porque como medida de presión el marido se negó a ir de maniobras, y sin general que las comandara, las tropas de reemplazo y un tercio de la Legión llegado de África para tal ocasión, se quedaron en sus cuarteles. Pero lo cierto era que las cosas en las fábricas y en las universidades estaban revueltas y esta circunstancia la aprovechó el Estado Mayor para amenazar al ministro de Interior con utilizar otra vez la Legión para terminar con los alborotos, si la policía era incapaz de conseguirlo por sus propios medios.
—¡Tenemos veinticinco años de paz que no nos merecemos! —comentaba el general mientras esperaba que les sirvieran la cena—. ¿Qué más quieren estos jovenzuelos melenudos? Tienen dinero en el bolsillo para sus muchos caprichos, van a la universidad en moto y en coche, las chicas son fáciles y llevan minifalda, y los padres hacemos la vista gorda cuando llegan borrachos a casa y pretenden acostarse con sus chicas en su propio dormitorio. ¡Si esto no es libertad, que venga Dios y lo vea! Pero no, quieren más; quieren mandar en las universidades; en las casas, en el Gobierno. No quieren religión, ni tienen temor a Dios. ¡Oiga, que esto no es Suecia! ¿Qué es necesario hacer para extirpar las ideas comunistas de este país de una jodida vez y por todas? ¿Otra guerra civil?
Doña Isabel, pensando en sí misma, era de la opinión de que ciertas libertades no eran tan perjudiciales, pero no sabía cómo expresarse ante el alterado general.
—¡Es por culpa del turismo, Francisco! Son modas que van y vienen; hoy les da por ahí y mañana sabe Dios qué se les ocurrirá. Los jóvenes quieren hacer siempre lo que les da la gana porque tienen ideas propias y se comen el mundo, y yo lo veo natural...
—¡Pero coño con las ideas! ¿Pues no tenemos ya una ley para que se asocien como les dé la gana? No, Isabel; esto no es cosa de los chicos sino de agitadores comunistas. Los mismos que nos obligaron a defender el honor y la Patria con las armas, y que no han tenido bastante derrota ni suficiente sangre derramada... ¡Te digo que nos están obligando a repetir la fiesta!
—¡Por Dios, Francisco, deja ya ese soniquete, que eso ya pasó y ahora son otros tiempos!
Doña Isabel sentía de verás haber nacido en el año 22. Hubiera dado un dedo de la mano por ser joven en aquellos precisos momentos. Sentía debilidad por los Beatles como si fuera una quinceañera. Compraba todos sus discos con la excusa de regalárselos a Teo. Se remiraba una y otra vez en el espejo, subiéndose las faldas por encima de las rodillas, hacia la mitad del muslo, o incluso un poco más arriba, y no se veía tan mal con minifalda. Le gustaban las películas de Concha Velasco; no se perdía una sola «Gala del Sábado», de la simpática Matilde Almendros, fue a ver con Teo «Qué noche la de aquel día», y salió tan emocionada que le permitió que se dejara crecer la melena, pese a la furibunda oposición del general—. Pues a mi la minifalda me parece bien... ¡Ay, si yo tuviera veinte años menos, también sería una «chica ye-ye», como la Conchita Velasco!
Pero el general ya no la escuchaba porque se había quedado adormilado. Conchita no podía servir la cena porque doña Pura estaba atenta a las peripecias de Matilde, Perico y Periquín, en la radio de la cocina, y no había nada que hacer. A esa hora se sentaba tan grande como era, con las piernas abiertas, las manos sobre la rodillas y el comodón del gato en el regazo y seguía las aventuras de esta familia radiofónica como si estuvieran allí mismo, en su cocina. Al final, como siempre, Periquín acaba llorando, por culpa de alguna de sus interminables travesuras. Así pasaba el tiempo, que por aquellas fechas, en un país sin conciencia política, parecía ser interminable.
CAPÍTULO IV
Conchita, por fin, había encontrado el novio adecuado, una vez superado definitivamente el trauma de su primer amor imposible con el profesor de Teo. Éste, a su vez, se había casado con la mujer menos adecuada para sus buenos principios: una cabaretera de tres al cuarto y de dudosa moralidad, en sus últimos años de exhibicionismo. Lo que cautivó al profesor fue su parecido con uno de los personajes de las películas de Pasolini. Como era un apasionado de la «Nouvelle vague» francesa y del «Nuevo realismo» italiano, le entusiasmaban las películas de Fellini y de Pier Paolo Pasolini, y su amada parecía surgida del personaje protagonista de «Las noches de Cabiria». El infeliz se tomó al pie de la letra el argumento de la película, y pretendió salvar a la buena mujer de la ignominia de su profesión. Pero lejos de ser abusada por unos y por otros, como en el caso de la protagonista interpretada por la Masina, ella explotaba a media docena de hombres ingenuos e idealistas, entregados de cuerpo y alma a la recuperación social de las mujeres de la calle. En total percibía cada mes la nada despreciable suma de 500 pesetas, que para los tiempos que corrían y la inflación galopante, era una buena renta. A cambio sólo tenía que acudir una vez al mes a alguna de las novenas dedicadas a las 100 vírgenes madrileñas, pero por lo general acudía a la de la Virgen de la Almudena, para las que se llevaba la labor de punto de una inmensa bufanda para el profesor; bufanda que había sido igualmente una promesa a la Virgen, y que las monjas elogiaban sin reservas, por lo que se lo permitían sin reparo alguno.
En cuanto al novio de Conchita, cuando se conocieron puede decirse que no eran nadie, además de tímido y algo desgarbado. Desde luego que era de pueblo, y con unas circunstancias más o menos similares a las de ella, quien, por otro lado, ya sea por el trato con la señora o lo poco que se pegó del profesor, era ya una mujer que intimidaba, sobre todo sin uniforme. El chico llegó a Madrid vistiendo pantalones cortos, y aún pasó algunos años sin vestir de largo. Durante este tiempo aprendió el oficio de mecánico ajustador en la escuela profesional-católica de la Virgen de la Paloma, en los límites de de Peña Grande, al que se llegaba con uno de los pocos tranvías que quedaban en Madrid durante los años 60. El oficio consistía en limar insistentemente pedazos rectangulares de hierro dulce y saber medir con un calibre décimas de milímetro, pero sobre todo rezar el rosario los sábados por la tarde. Aprendió bien lo de las limaduras, pero no se distinguió en absoluto por su devoción mariana. Si bien no era ateo, tampoco lo suficientemente creyente como para perderse un buen achuchón con su novia por culpa de mezclar el estudio con la devoción. Por esta razón fue expulsado a los tres años, tras no poder justificar sus ausencias reiteradas al rezo del rosario del sábado por la tarde. Como mejor pudo siguió limando en otras escuelas y, por fin, cuando se abrió la fábrica de motores Barreiros de Villaverde, se las ingenió para presentar un diploma de mecánico ajustador y le dieron un empleo. El trabajo consistía en tornear unas varillas con rosca, y nada más. En 1969 ganó un premio al trabajo por ser el ajustador que más varillas roscadas hizo durante aquel año. La noticia cayó bien a Conchita, quien comprendió que si conseguía que se afeitara tres veces a la semana y se peinara para atrás, sería un marido perfecto.
—En Moratalaz están construyendo unos pisitos monísimos. Tienen una terracita para el lavadero y la fresquera, una cocina, ¡lástima que no haya sitio para una mesita!, aseo con media bañera, salón-comedor y dos habitaciones pequeñitas pero suficientes. ¡Total, cuando nazca no abultará nada!
—¿Cuando nazca, quién?
—No te alteres, Manolo, que era una broma. ¿Cómo vamos a tener un hijo si no hacemos esas cosas?
—¡Porque tú no quieres!
—¡Sólo nos faltaba un mocoso! Ya te he dicho mil veces que esas cosas se hacen de casados, y para eso hace falta primero tener un piso. ¿Oye, Manolo, por qué no nos damos un paseíto por Moratalaz este jueves? Total, no nos cuesta más que el billete del autobús...
—¡Si no hay más remedio!
Por suerte Conchita podía contar con una carta de recomendación del general para el Ministerio de la Vivienda, por lo que con veinticinco mil pesetas y una propina al subsecretario encargado, podrían pensar en tener relaciones sexuales legales, pero como no disponían todavía de esa impresionante suma, tuvieron que seguir conformándose durante unos cuantos meses más con los habituales achuchones de los jueves por la tarde, en un cine de barrio o en los jardines del Retiro. Pero como el deseo era cada vez más apremiante, Conchita se atrevió a pedir un préstamo a su señora.
—¡Mire señora, que si no tenemos piso pronto puede sucedernos una desgracia!
A doña Isabel, que se hacía perfecto cargo de la situación, se le presentaban dos alternativas: dar a la pobre muchacha algunas lecciones de sexualidad o prestarle el dinero. Dado lo embarazoso del tema, prefirió hablar con su marido sobre aquel delicado asunto y prestarle el dinero, pero sin mencionar lo de la sexualidad.
—Francisco, creo que Conchita está en la edad del matrimonio y no podemos retenerla en esta casa por mucho más tiempo. Necesita veinticinco mil pesetas para la entrada del piso en Moratalaz, y quiere saber si se las podemos prestar nosotros.
—¿Es que se cree que somos el Banco de España?
—La chica nos ha servido bien y se ha portado con decencia, creo que se lo merece. Por otro lado no todo se arregla con la entrada, aún tendrá que estar en la casa bastante tiempo más, hasta que pueda hacerse con todo el ajuar para casarse.
No hicieron falta las veinticinco mil pesetas, pues bastó una firma del general para que le aprobaran tanto la hipoteca como la solicitud. Así es que en lugar del cine de barrio o el Retiro, ahora la pareja podía desahogarse sobre una cama plegable con un colchón de goma-espuma, el único mueble que había en el nuevo piso.
—¡Que no Manolo, que no; que hasta que no tengamos una cama como Dios manda no hacemos esas cosas!
Por tanto, las cosas siguieron sin cambios importantes, y Conchita tuvo que seguir sirviendo algunos años más en la casa, el tiempo necesario para que con el sueldo del él, aumentado tras alguna que otra huelga ilegal, tardaran en arreglar las grietas del piso y poder amueblarlo como requerían las normas de la decencia.
En cuanto a su ilusión por montar en tranvía, lógicamente con la edad se le fue moderando, pero además el Ayuntamiento de Madrid consideró que aquellos viejos armatostes no dejaban paso libre al progreso y a la circulación de la oleada de nuevos vehículos a motor, que estaban invadiendo las calles, incluidas las aceras. El silencioso y limpio tranvía se retiró para dejar paso a verdaderos «aigas», expresión que definía un automóvil incapaz de circular por barrios como el de Tetuán o Lavapies, o las ruidosas «motocarros», especializadas en portes a los barrios periféricos, cargados con muebles de laminado y madera de virutas encoladas o conglomerado, de los grandes almacenes del centro. Pero también había otros vehículos menos ambiciosos, remendados con clavos, tablas, aluminio y motores humeantes y ruidosos, como los «Biscuters». Pero sin duda que el vehículo estrella que desplazó a los tranvías fue en «600». Demasiado pequeño para una familia de las de entonces: matrimonio para el que no había posibilidad de divorcio, cuatro a cinco hijos, con edades tan dispares que pese a tener ya uno en la universidad, otro seguía en los brazos de la madre, rondando ya los cincuenta, más la inevitable suegra; y demasiado caro para un soltero también de entonces, sin empleo fijo ni siquiera temporal, y que sólo tenía un defecto: resultaba difícil saber cuál era de cada quién cuando estaban todos aparcados en el mismo sitio a la salida del cine en la Gran Vía, o del fútbol en la Castellana o del Manzanares. Para solucionar este problema, los madrileños se inventaron las calcomanías. Pero más adelante aparecieron otras versiones trucadas, con la inevitable doble raya negra o roja sobre el capó y un artilugio para que la tapa del motor se quedara siempre abierta. El otro defecto era que no podía superar la sierra del Guadarrama sin echarle agua al radiador, y que los asientos no eran reclinables, por lo que pronto fue desestimado como lugar de iniciación de relaciones sexuales. Hasta la llegada del «Simca 1000», con sus asientos reclinables, no se normalizaría el automóvil para esta importante utilidad social.
Teo cumplió los 20 en un año crucial, cuando el país se estaba jugando su libertad, y ese mismo año se matriculó en la facultad de Filosofía y Letras, en la Complutense de Madrid. El general intentó hasta el último momento que ingresara en la escuela militar de Zaragoza, pero la madre y la abuela materna se pusieron de su parte.
—Si el chico tiene vocación de filósofo, hay que dejarle que desarrolle su natural —dijo la abuela—. Para la carrera militar no tiene carácter.
—Hoy se llevan más las letras que las armas —decía doña Isabel Buenaventura—. Ya hemos tenido bastante guerra, ahora necesitamos buenos médicos, abogados, economistas y gente de letras. Además, ya hay bastantes militares de cuartel. Sin guerras no se alcanza el generalato así como así. ¿Cómo va a mantener una familia con el sueldo de capitán? Esas carreras de ahora los preparan para la vida real, tal y como es. ¡Que estos son otros tiempos, Francisco!
—Esas carreras de ahora, como tú dices —replicaba el general—, echarán el chico a perder, y si no el tiempo. No hay empleo más seguro que el de militar. ¡Y guerras siempre las ha habido y siempre las habrá!
Pero Teo había elegido la carrera de letras simplemente porque era la más corta y porque, según le habían dicho, era en esa facultad donde estaban las chicas más calientes y liberadas de la universidad, y a su edad ésta era su prioridad fundamental.
Dos veces estuvo a punto de tener relaciones sexuales con una mujer: la primera con una prostituta y la segunda con la criada del cuarto piso, la que servía en la casa de notario ilustre, y que no destacaba precisamente por su sencillez ni recato.
En el primer caso fue durante la celebración del aprobado de COU, y la experiencia terminó en sin haber empezado; en el segundo puede decirse que ni siquiera pasó de unos cuantos toqueteos en la carbonera del edificio, y también concluyó en desastre.
Lo de la prostituta fue una locura, propia de jovenzuelos primerizos, que por alguna razón se sienten incomprensiblemente atraídos por mujeres de la vida que podrían ser sus madres. Lo que sucedió fue que el grupo de atolondrados muchachos decidió agarrar una buena borrachera y después de visitar una docena de tabernuchas de mala muerte, terminaron, ya medio borrachos, en la calle de la Ballesta. Allí a esas horas, todavía clareaba el cielo del atardecer, sólo había media docena de sensatas trabajadoras públicas de avanzada edad. En principio parecen las más adecuadas para iniciar en el laberinto pasional del sexo a estudiantes sin experiencia e hijos de papá, porque ya iban escaseando las criadas fáciles, como la del cuarto piso.
—¡Encanto, por cinco duros te llevo al Paraíso! —le dijo la prostituta con amabilidad pero sin demasiado entusiasmo. Dada la hora tan temprana de la noche la buena mujer estaba entrando en calor y repetía la misma frase a todo el que pasaba, incluso al barrendero municipal, quien, con asco pero haciéndose el gracioso, le replicó: «¡Antes me acuesto con la escoba!». Pero la buena mujer ni se inmutó. Dada su profesión y la natural grosería de sus clientes, lo consideró un piropo.
Los amigos estaban tan borrachos que no apreciaron a primera vista lo avanzado de la edad de la pobre mujer, y les pareció bien el precio para tan impresionante promesa.
—¿Un polvo por cinco duros? —preguntaron apoyándose unos a otros para no caerse.
—¡Un francés y vas que te matas, niño!
—¡No la jodamos; que no somos mariquitas!
—¡Que ignorantes de la vida! ¡Una mamadita, hombre!
—¡Ah, bueno; eso es otra cosa! ¿Y eso tiene nombre de gabacho? ¡Joder, que modernas se han vuelto las putas madrileñas!
Siguieron a la buena señora hasta su cubil, quien ya se había hecho la idea de hacer el día con los treinta duros de los chavales. Pero hizo mal las cuentas, porque en el último momento Teo recuperó la conciencia y sintió escrúpulos. Si avisar a sus amodorrados compañeros, al llegar a la pensión habilitada como prostíbulo se quedó en la puerta. No obstante dudó un instante. La charla erótica con la prostituta le había excitado. Trató de hacerse una idea lo más fiel posible de la experiencia que le había prometido, pero inmediatamente pensó en su madre, en su abuela y sobre todo en el general. ¿Qué dirían si llegaran a enterarse que había consentido que una vieja prostituta le masturbara? Se sintió horrorizado y la excitación cesó repentinamente. Él no era como sus atolondrados compañeros de COU; él tenía escrúpulos morales, religiosos e incluso sanitarios. El barrendero municipal le estaba observando, y cuando vio que renunciaba al Paraíso, le reconfortó:
—¡Bien hecho, chaval; estas putas sólo traen enfermedades! ¡Menéatela esta noche en la cama, que es más sano!
En cuanto a su experiencia con la criada del cuarto piso fue todavía más lamentable. La chica conocía bien a Teo porque se había hecho la encontradiza con él varias veces en el ascensor. La muchacha, de algún remoto lugar de Extremadura, tenía carácter y sabía muy bien lo que quería, por eso, pese a ser criada, cogía siempre el ascensor de los señores. Allí había notado la turbación de Teo al verse a solas con la ella, que si bien no era guapa, sabía explotar adecuadamente lo prominente de sus senos y la amplitud de sus caderas. Con una excusa u otra siempre que se encontraban solos en el ascensor se las apañaba para provocarle.
—Qué día de calor, verdad, y yo con este uniforme. ¡Con lo bien que estaría ahora en bikini! ¿Te gustan las chicas con bikini? Yo tengo uno que para la poca tela que tiene he pagado veinte duros de más?
Teo sonreía las gracias de la chica y trataba de imaginársela en su escaso bikini, pero no alcanzaba a ver más allá de un generoso escote. Carecía de la necesaria imaginación para ver el resto. Otras veces el tema era la falda:
—Estaría bien que las criadas pudiéramos llevar minifalda —y se levantaba la falda del uniforme, mostrando su muslo blanco y carnoso, para ilustrar a Teo sobre la altura a la que le gustaría llevarla—. Pero tendríamos que parar los pies a los señoritos. Si con estas faldas ya quieren meterte mano, imagínate lo que sería si lleváramos minifalda! Ay, que tonta, si tú tienes también criada. Pero la Conchi ya tiene novio. Es que es mona, pero yo… ¡un adefesio!
—¡No, mujer, no exageres!
—¿Te gusto; te gusto aunque sólo sea un poco?
—Hombre… ¡no estás mal! Tienes buenas… —pero se atascó.
—¿Qué; qué tengo bueno…? ¡No seas tímido, hombre, conmigo puedes hablar claro, son cosas de la naturaleza. Yo no me escandalizo, no soy como esas mojigatas de pueblo. Yo soy moderna; vamos que estoy lo que ahora se dice liberada. ¿Qué tengo buenas tetas? ¿Eso es lo que querías decir? —Teo asintió y tragó saliva, porque estaba a punto de ahogarse—. Pero no creas que son postizas. ¡Mira; toca, toca!
Le cogió la mano y se la plantó en uno de sus senos. Era un día laborable. La gente estaba en sus ocupaciones. El cerillero no había abierto todavía la garita. Nadie llamaba el ascensor. La chica decidió que de aquel día no pasaba. Cuando el ascensor llegó a la planta baja, no esperó a que se abrieran las puertas y pulsó el botón del sótano. Teo se sobresaltó y quería protestar, pero la chica ya se había hecho la idea de provocarle, porque hacía tiempo que tenía el propósito de pescar un pez gordo como marido, costase lo que costase, y por eso tomaba siempre el ascensor de los señores. Como no era gran cosa, ni podía presumir de tener estudios, creyó que sólo lo conseguiría explotando el único encanto que era evidente. Teo había sido la presa más vigilada y su encuentro en el ascensor no fue casual.
—¿Te gusta tocar? —Teo volvió a asentir con un brusco gesto de cabeza—. ¡Pues en la carbonera te dejo que las veas!
Lo de la carbonera fue un desastre, porque precisamente ése era el día en que tocaba reponer el carbón de la calefacción. La chica lo llevó a un rincón, junto al tragaluz que daba a la calle, precisamente por donde metían el carbón. Se desabrochó el uniforme y cumplió su promesa. Teo comprendió que debía hacer algo. Pese a la excitación del momento, escucharon jaleo en la calle, como de un camión que hacía maniobras, pero no le dieron importancia. La chica volvió a cogerle las manos y plantarlas sobre sus generosos senos, porque él estaba agarrotado. En ese momento se abrió la trampilla y empezó a caer carbón. Sólo el reflejo de ella les salvó de morir aplastados. Así terminó este delicado asunto. Tardaron algún tiempo en sacudirse el polvo negro, pero fue necesario que volvieran cada uno a su casa para bañarse y cambiarse de ropa. Por suerte para Teo, a la chica la despidieron por usar el ascensor de los señores y ensuciarlo de polvo negro de carbón, y a Teo le quedó la sensación de que le había seducido, y que de no haber caído el carbón el asunto hubiera podido tener serias consecuencias. «Lo que tengo que hacer es perder la vergüenza y comprar condones de una puñetera vez, o una de estas ¡me meto en un buen lío!». Y ese fue su buen propósito de aquel complicado día. Precisamente por eso quería ir a la Universidad, y en concreto a la facultad de la Filosofía y Letras, porque después de hacer tripas corazón se había decidido a comprar los condones, y ahora sólo tenía una obsesión: ¡utilizarlos!
CAPÍTULO V
Teo se dio cuenta de que había olvidado sus apuntes cuando estaba a punto de tomar el autobús. Regresó a su casa apresuradamente y ni siquiera utilizó el ascensor, porque debía de estar ocupado en algún piso. Llegó a su casa sin aliento. Abrió la puerta con su propia llave y se dirigió con la misma precipitación a su habitación, al fondo del largo pasillo, en busca de los dichosos apuntes. Por costumbre se calzó las babuchas, para no marcar el parquet del piso, pulido y abrillantado hasta la extenuación por la pobre Conchita, que no obstante contaba para esos casos especiales con la inestimable ayuda de la cocinera. Dada su torpeza y achaques su ayuda consistía en arrastrar los pies sobre dos bayetas de fieltro, tal como lo hacía sin bayetas, pero con una finalidad concreta. Dada su corpulencia y su buena voluntad, nadie era capaz de abrillantarlo mejor que ella.
Conchita estaba en el mercado y doña Pura escuchaba un serial matinal mientras pelaba patatas, cebollas y ajos para el guiso del día, por tanto, no sólo no se percató del regreso de Teo, sino que con toda seguridad si la casa se hubiera derrumbado pero la cocina hubiera quedado en pie tampoco se hubiera enterado. Por supuesto que el general estaba de maniobras, de otro modo el anarquista tendero no se hubiera atrevido a entrar en la habitación de la señora después de entregar la compra del día a la cocinera. Ni siquiera se tomó la molestia de cerrar la puerta tras de sí porque conocía los hábitos de doña Pura.
Teo cruzó el pasillo como una exhalación y no le prestó atención a lo que estaba sucediendo en la habitación de su madre. Llegó a su cuarto, cogió los apuntes e hizo ademán como de regresar cuanto antes a la parada del autobús, pero se detuvo bruscamente cuando tenía la mano en la manecilla de la puerta, y pensó súbitamente: «Sí, no hay duda, el chico de la tienda de comestibles está en la habitación de mi madre, ¡y la estaba besando!»
Se quedó como atontado, con la mano en la manecilla sin atreverse a moverla, y se dijo otra vez: «Sí, es el chico de la tienda, y está besando a mi madre; ¡a mi propia madre!» Luego soltó el picaporte, se dirigió son gran sigilo a su mesa de estudio, se sentó con cuidado sobre la silla giratoria para no hacer ruido y que se enteraran de su presencia; cogió el monito estropeado, y como si hablara con él, volvió a decirse atónito: «No hay duda, ¡mi propia madre está liada con el chico de la tienda! ¿Tú lo entiendes, monito?» La expresión del mono era, pese a los años y el natural desgaste, sonriente. Teo le recriminó: «¡No es para reírse!!» Exclamó para sus adentros.
Dejó el mono y apoyó los codos sobre la mesa, sujetándose la cabeza a la altura de las sienes. «¡Si mi padre se entera le pega dos tiros al chico y a ella no sé si la dejaría con vida! ¿Por qué se ha echado un amante? ¿Por qué el chico de la tienda?»
Durante un buen rato permaneció sumido en una total confusión, con las manos sujetándose las sienes, mirando atontado al sonriente monito con la cuerda estropeada desde hacía ya varios años. No había respuesta. Pero dada su buena relación con la madre, trató desesperadamente de encontrarle una razonable explicación, y como ya tenía edad de comprenderlo, pasada la primera impresión volvió a coger el monito confidente y le expuso la idea: «Mi madre es todavía joven; mi padre sólo piensa en sus mangoneos con Intendencia, la pasta y la política de los fachas, pero seguro que no se acuesta con ella desde que me trajeron al mundo. ¡Digo yo que ella tendrá sus razones!»
—¡Teo, cariño, estabas aquí! —la propia madre le libró de la angustia de aquel complicado dilema devolviéndole repentinamente a la realidad. El quería a su madre, con o sin amante. También quería a su abuela materna, de la que al menos no se podía temer que tuviera otro amante. Por tanto él no había visto nada, no se había enterado de nada; sólo se había olvidado de sus apuntes y había regresado a por ellos. Los cogería, volvería a arrastrarse por el brillante pasillo con las babuchas para no estropear el encerado; bajaría por la escalera de servicio, que es más rápida; evitaría la portera para no perder el tiempo en saludos protocolarios, «¡Vaya prisas señorito Teo, hoy hace usted tarde a la universidad! Menos mal que hoy hace bueno. Lo se muy bien porque no me duele ningún hueso. ¡Ya llegará usted a mi edad, ya!», y otras cosas por el estilo. Cruzaría el semáforo en rojo si fuera necesario y, con un poco de suerte, llegaría el autobús en ese preciso momento y no tendría que esperar y, por consiguiente, pensar más en aquel asunto, y todo le hubiera parecido como un sueño. Tampoco vio al chico de la tienda, quien había desaparecido cuando ambos se dieron cuenta del regreso de Teo. Volvió a colocar el monito en su sitio, junto a la ventana, detrás de la lámpara, y replicó de la forma más natural que pudo:
—Sí, pero ya me voy.
La madre no dijo nada, pero le observó detenidamente. Según fuera su expresión sabría si les había sorprendido o no, pero Teo mostró un aplomo espectacular y la madre no sospecho nada en absoluto, por eso se tranquilizó, diciendo la primera tontería que le vino a la cabeza:
—¡Un día de estos te vas a olvidar de la cabeza!
—Sí, cualquier día pierdo la cabeza. Bueno, me voy volando ¡que llego tarde a la facultad!
Y así quedó este traumático asunto.
Los días siguientes fueron muy complicados para Teo. Su viejo monito destartalado se hizo su confidente, porque dado lo delicado del tema no encontraba a nadie con quien sincerarse. Lo cierto era que su madre le parecía otra persona. Para su sentido del pudor era sonrojante aceptar el echo de que se trataba, ¡y el si haberse dado cuenta antes!, de una mujer todavía atractiva. Él pensó que un hijo podía decir que su padre tiene buena percha; que atrae a las jovencitas; que se conserva bien. «Si se trata del padre el asunto de las queridas, por jóvenes y desvergonzadas que sean, es un tema que puede surgir en una conversación con la pandilla —pensó tratando de poner orden en su desconcierto moral—. Un padre promiscuo es hasta divertido. Pero si se trata de la madre el asunto afecta a la moralidad pública y es intolerante.» Por tanto no podía exponerlo en la charla de bocadillo, o durante el tiempo del comedor en la universidad. «Una madre con amante es una fulana —siguió pensando sin que apareciera la respuesta por ninguna parte—. Un padre con querida es un cachondo mental, vaya, un tío cojonudo que todavía las seduce. Una madre tiene que elegir entre la perdición moral o la represión de los sentidos; no hay alternativa posible.»
Pero en lugar de olvidarse del tema y concentrarse en las inútiles explicaciones del catedrático sobre historia de la filosofía, la pregunta de si tenía o no una madre inmoral no tenía una respuesta concreta, y empezaba a obsesionarle. Además el asunto tenía otros flecos, lo que lo hacía más complicado todavía. Él sólo había visto como el chico de la tienda la besaba, pero era evidente que en la intimidad, lejos de testigos y entregados sin reparos morales el uno al otro, las relaciones tendría que ir mucho más allá. Naturalmente que su madre tendría experiencia, no como él, que todavía desconocía la forma concreta del órgano sexual de una mujer. Ella, que le había dado a luz, sabría perfectamente como era el órgano sexual de un varón y ya no le perturbaría ni verlo ni sentirlo. De manera que su madre podía ir perfectamente a la farmacia y pedir una o las cajas de condones que quisiera sin azorarse, pues los dependientes lo encontrarían tan natural. Por supuesto que en la farmacia no le preguntarían si los quería para el marido o para el amante, esas cosas no se preguntan. Incluso no tendría vergüenza en elegir el tamaño más adecuado. Pero él sí.
—¡Teo, llevas unos días que estás como alelado! —le comentó a los pocos días del suceso una compañera de clase, quien por alguna razón sentía cierto aprecio personal por él—. ¡Me figuro en lo que andarás pensando!
Teo se asustó. Nadie debía saber lo de su madre y esas cosas no se adivinan.
—¿En qué estoy pensando?
—Pues ¿en qué va a ser?, en lo que pensamos todos; ¡en la mani del sábado! No creas que yo estoy tranquila. Estos grises te cabrean con sus provocaciones y una pierde la cabeza. ¡Puede suceder una desgracia!
Teo no tenía pensado acudir a la manifestación. ¡Sólo le faltaba eso! Si su padre se enteraba de que andaba manifestándose con los estudiantes de izquierdas no quería ni imaginar lo que le haría. Puede que incluso le sacarse de la universidad y le obligase a seguir la carrera militar, como era su deseo. Pero, por otro lado, su padre debía ser el único responsable de la infidelidad de su madre. ¿Quién sino? Pensó que tampoco estaría mal ir a la manifestación sólo por contrariarle.
—¡Pero no; si tu eres medio facha! —le dijo de pronto la chica—. Nunca te he visto correr por el campus delante de los grises. Tú debes ser del SEU.
—¡Yo no soy de ningún sitio! —protestó Teo aliviado—. Pero sí, estoy preocupado por la mani, ¡como todo el mundo! —era la mentira más adecuada para encubrir sus preocupaciones. Además, aquella chica, Betsy, como la llamaban los compañeros de clase, probable diminutivo de Betsabé, también a él le cayó bien desde el primer día. Era morena, cabellos a lo chico, altiva, de ojos verdes encendidos y con personalidad, ¡todo lo que a él le faltaba! Debía ser andaluza, por su piel canela y su ceceo, que no obstante trataba de corregir desesperadamente. Era algo escasa de senos, tal vez por la edad, razón por la que Teo no pasó de tratarla como compañera de clase, tal vez con algo más de afecto de lo normal, pero nunca como a una verdadera mujer. El problema era que Teo tenía una obsesión: necesitaba tener su primera relación sexual con una mujer que tuvieran los senos tan desarrollados siquiera como los de la criada del cuarto, porque se imaginaba que hacer el amor a una chica lisa no le daría la impresión de haberse acostarse realmente con una mujer.
Betsy era alegre, revoltosa, siempre estaba metida en algún lío, pero era lisa. También era la primera en replicar al catedrático cuando se pasaba de autoritario y en arengar a los compañeros cuando se armaba algún alboroto. Teo no lo sabía, pero estaba afiliada al Partido Comunista Español, pero el reconstruido, no el de Carrillo. ¿Por qué no al de Carrillo, que además era el que más afiliados clandestinos tenía en la universidad? Simplemente porque ya no le parecía lo bastante comunista, sino todo lo más «eurocomunista», es decir, un comunismo aburguesado y descafeinado, nada revolucionario. Desde la expulsión sin apelación posible de Jorge Semprún y Fernando Claudín, dos anticapitalistas y anti fascistas sobradamente reconocidos, muchos jóvenes rompieron el carné y se afiliaron a PCE-r. Betsy fue de las primeras.
—Si nos tiran pelotas de goma, escuecen pero no matan, y los gases son jodidos pero se pueden aguantar. Pero si dispara tiros de verdad, entonces se puede armar una gorda. ¡Espero que no tengan orden de disparar! —le comentó la chica al asustando Teo—. Oye, eso de Teo será un diminutivo, como el mío de Betsy, ¿no? ¿Sabes?, Teo también es un buen nombre de guerra. Con un apodo así podías ser hasta delegado de alguna comisión.
Tal vez fuera porque la preocupación de Teo le hacía parecer interesante, ese día Betsy se fijó en él con más atención que la habitual. Le parecía discreto, reservado, comedido en palabras, misterioso e intrigante, y esas eran las cualidades fundamentales para un militante clandestino del PCE-r. Además, al igual que sucedía con Teo, ésas eran precisamente las cualidades que ella le faltaban. Ella era demasiado extrovertida; demasiado apasionada e impulsiva. Sabía que caería a la primera redada seria que ordenaran desde Interior, pero no podía evitarlo porque era una simple cuestión de carácter. Pensó que valía la pena arriesgarse con Teo y sondearle discretamente para ver si podría ser uno de los suyos.
—Oye, si vienes a la mani del sábado es que eres de los nuestros, ¿no? Quiero decir, que estás de acuerdo en que este país necesita una verdadera democracia y no esta «democracia orgánica» de mierda que tenemos ahora.
Teo pensó dos veces la mejor respuesta porque él no sabía muy bien en qué consistía una democracia de verdad, ni siquiera la orgánica. Sabía lo de todos los de su edad: que España era «Una, Grande y Libre» gracias al «Movimiento»; que el Caudillo la había salvado de las garras del comunismo internacional; que ahora había apertura, porque se toleraba que las chicas se bañaran con bikini, los chicos llevaran melenas, y hasta los Beatles, que eran un grupo de lo más radical y moderno, habían actuado en Madrid. ¿Qué más querían los jóvenes como Betsy?
—Hombre, yo pienso que la democracia está bien…
—¡Y tan bien! —le interrumpió la chica—. La democracia es un derecho del pueblo soberano, no el regalo de un dictador.
—Desde luego; nada de regalos… —se atrevió a replicar Teo.
—¿Sabes?, ¡me caes bien! —volvió a interrumpir la chica—. Tengo una idea, ¿por qué no tomamos una caña juntos en Moncloa y charlamos más tranquilamente de estas cosas?
Era la primera vez que interesaba a una chica normal. El caso de la criada del notario fue excepcional, era evidente que tenía una segunda intención. Pero ahora Teo creyó que Betsy se interesaba por él, así sin más, como persona, y tal vez como hombre. Súbitamente se replanteó el hecho de que fuera lisa, o al menos poco agraciada de senos; de pronto se esfumó el prejuicio sobre el tamaño de los senos y admitió que una mujer lo era con o sin grandes pechos; es decir, pensó, lo que era una auténtica novedad, que para ser mujer no era una obligación tener aspecto de ama nodriza. Lo mismo sucedía con las caderas. Betsy tampoco era nada excepcional de cintura para abajo, probablemente podrían intercambiarse los pantalones y le sentarían bien. Más bien era delgaducha, y la cintura tenía el espacio justo para la columna vertebral y los órganos necesarios. Sus caderas eran las adecuadas para considerarse una mujer físicamente dotada para la maternidad y nada más. Por tanto Teo, ante semejante cambio tan revolucionario, le pareció bien la idea. Como si fuera un acto reflejo, más propio de un animal, no pudo evitar pensar en si los condones tendría o no fecha de caducidad. Pero inmediatamente se dijo que aquella aprensión era sencillamente absurda.
—¡Aprobado! —dijo Teo, tratando de hacerse el gracioso.
CAPÍTULO VI
En el autobús, Betsy quiso poner a prueba la conciencia revolucionaria de su acompañante, y tarareó una canción de Lluis Llac, de la que conocía la letra en catalán. Viajaban de pié, en la parte trasera del abarrotado vehículo; un viejo Pegaso rojo destartalado. Se sujetaban como mejor podían a una barra metálica, y a cada bache, frenazo o maniobra brusca, se escuchaba el desajuste metálico del viejo autobús, como si se fuera a desarmar. Betsy cantó la primera estrofa tan bajito que parecía cantarla para sí misma; para su propia conciencia de revolucionaria que necesita constantemente el estímulo de una canción prohibida:
L'avi Siset em parlava
de bon matí al portal,
mentre el sol esperàvem
i els carros vèiem passar.
Teo sonrió, pero se sintió incómodo. No entendía la letra. A decir verdad por aquellos días el catalán le parecía una lengua primitiva, probablemente en vías de extinción, pero todavía había algunos que por llevar la contraria a Gobierno de Madrid, se empeñaban en utilizarla. Sabía que los barceloneses hablaban el castellano mejor que los de Valladolid y los negocios no les iban nada mal. Pensaba que los que todavía la hablaban debían ser gente mayor, campesinos o montañeros; gente reacia a perder sus tradiciones, que lo mismo podía ser la lengua como la escudella o la butifarra blanca. Por eso sabía que era canción de «protesta», como se las llamaba por la universidad. Se sintió algo violento por si viajaba alguno de la secreta en el autobús. Él sabía perfectamente que la universidad estaba atestada de confidentes de la policía político-social. Lo sabía por los comentarios de su padre: «Menos mal que todavía hay jóvenes que respetan el Movimiento y nos informan de esos mal nacidos comunistas y anarquistas.» Eran Guerrilleros de Cristo Rey o hijos de falangistas fanáticos, también miembros del Sindicato Español Universitario. Gente que informaban puntualmente de todo cuanto sucedía en la universidad; anotaba nombres y apellidos, de estudiantes y de catedráticos, incluso de los hujieres y empleados. Pero Betsy, que no podía dejar sin concluir cualquier cosa que se proponía, no sólo siguió canturreando, sino que subió el tono de voz:
Siset, que no veus l'estaca
a on estem tots lligats?
Si no podem desfer-nos-en
mai no podrem caminar!
Alguien próximo a ellos escuchó la canción y empezó a tararearla también. Pronto otros estudiantes se dejaron contagiar por aquella tonadilla, que ya tenía categoría de revolucionaria, y se sumaron al coro. El que no sabía la letra se limitaba a tararear la música lo mejor que podía. Teo se agitó inquieto. Después de todo no había sido buena idea dejarse embaucar por una joven lisa y testaruda, además de irresponsable. Pero su inquietud aumentó alarmantemente cuando todo el autobús, como un clamor de pequeños revolucionarios espontáneos, se contagió y se armó un verdadero griterío, y todos a una, incluso el conductor, cantaron las últimas estrofas de la canción, de la que al parecer todos conocía la letra en catalán, justo un minuto antes de llegar a Moncloa:
Si jo l'estiro fort per aquí
i tu l'estires fort per allà,
segur que tomba, tomba, tomba
i ens podrem alliberar.
El autobús se detuvo en la parada correspondiente y se hizo un riguroso silencio. Los chicos se apearon sonrientes, son sus libros y apuntes debajo del brazo; con el corazón repleto de esperanza y ansiedad de libertad y el puño izquierdo todavía cerrado. En la parada había dos grises, con sus anticuados y largos abrigos de paño, su ridícula gorra de plato, con el águila imperial sujetando el yugo y las flechas, con su oscuro y bien recortado bigote; con su obsesión anticomunista bien asimilada, con sus aires marciales decimonónicos. Pero aquellos jóvenes los consideraban ya como estatuas de gratino, del mismo con que los presos políticos construyeron el Valle de los Caídos, y todas las estatuas ecuestres y monumentos destinados a prevalecer en la memoria de los humillados y represaliados todas sus fechorías; para que la historia tuvieran fieles y puntuales testigos de que hubo una vez una pandilla de delincuentes comunes con galones y condecoraciones, católicos en los ritos pero perfectamente ateos en los hechos. Nada más; no tenía otra intención. Pero los jóvenes que había cantado la canción de Lluis Llac desde la Ciudad Universitaria hasta Moncloa lo sabían. Habían cambiado de opinión; habían descubierto la manipulación de sus viejos libros de historia, de los de política y los de religión, y por eso cantaron todos a una, incluido el conductor, la canción de Lluis Llac.
—Si yo estiro por aquí y tú estiras por allá… Si nos unimos todos está mierda de régimen pronto caerá.
Betsy alteró a su gusto las últimas estrofas de la canción mientras caminaba apresurada y seguía cantando sola sin saber si Teo la escuchaba; y él la seguía calle Princesa arriba sin saber muy bien dónde iba. Pero ella siempre sabía a dónde iba; lo tenía decidido de antemano. No se ponía en marcha sin tener claro el destino; se levantaba cada mañana con una idea clara en la cabeza, y la realizaba a toda costa. Entraba en el comedor con la idea de pedir un determinado plano, que siempre conseguía. Se presentaba a una evaluación sabiendo que la aprobaría, y siempre la aprobaba. Si se proponía adoctrinar a Teo sabía de ante mano que lo conseguiría. Tenía un plan, improvisado, pero un plan: irían a un bar donde se reunía gente de izquierdas; militantes de organizaciones clandestinas sin que tuvieran que mencionar sus siglas de partido, les unía la clandestinidad misma. Allí bastaría con dejar que tomara tranquilamente su cerveza. No era necesario sermones, ni soltarle el catecismo doctrinario, bastaba con que observara la gente mientras bebía su cerveza. Entonces comprendería lo que trataba de inculcarle. Aquella gente, que no conocía de nada, serían en apenas unos minutos sus amigos. ¡Así, sin más, sus amigos! Podía pedirles tabaco, dinero prestado, las direcciones de su agenda, prestarle el coche o la moto; podría ser invitado a una de sus fiestas con sólo que se bebiera su cerveza en el rincón habitual de reunión, con eso era suficiente. Entonces comprendería de lo que trataba de hablarle. Les diría: «Os presento a Teo, un compañero de la facultad». Y ellos responderían: «¡Salud, compañero!» y a partir de ese momento sabía que contaba con nuevos amigos para lo que hiciera falta. Ese era su plan, ¡y no podía fallar!
—Aquí os presento a Teo, un compañero de la facultad —dijo Betsy, tal a como lo tenía previsto.
—¡Salud, compañero! —contestaron los chicos también como estaba previsto.
El bar estaba animado a esa hora de la tarde, en su mayoría con chicos de la universidad. Teo se sentó como si se lo hubieran ordenado. Antes de que pudiera reaccionar alguien le pidió una cerveza. Él hubiera preferido un té con limón, pero obviamente ya era demasiado tarde. Esa costumbre la había adquirido de su madre, a esas horas de la tarde ella siempre tomaba té con limón. Pero tal vez ahora que tenía un amante con tan poca clase se hubiera habituado también a la cerveza, y bebida directamente de la botella. Le trajeron la botella y Teo esperaba que le trajeran también el baso. Betsy le dio a entender que no habría baso y él reaccionó. Tomo la botella y antes de que pudiera llevársela a la boca, los otros compañeros la golpearon con tanto ímpetu que empezó a salir espuma.
—¡Salud!
Dijeron todos a una y Teo bebió rápidamente un pequeño sorbo, sólo para evitar que la espuma se derramara sobre la mesa. A los otros chicos les daba igual, y se derramó parte de la espuma sobre el mármol de la mesa. Alguien puso sobre el líquido derramado una servilleta de papel, que se empapó totalmente, luego colocó su botella sobre la servilleta empapada. Teo no entendía la idea. Podía llamar al camarero para que limpiara la mesa, pero los chicos no le prestaban al suceso la mínima atención. Alguien comentó algo sobre cine, y se enredaron en un coloquio sobre la «Nouvelle vague»:
—Ayer fui a ver «Jules et Jim», de Truffaut. No sé, pero no me ha parecido tan buena como «Los 400 golpes».
—A mí la Jeanne Moreau no me parece una actriz para este tipo de películas.
—Además, el planteamiento no es realista.
—Un «menage a trois» pequeño burgués.
—Los «Golpes» tiene más contenido político y social.
—Pero no sé si Antoine Doinel tiene razones suficientes para odiar a su madre por el hecho de tener un amante.
—Una madre puede tener un amante o los que quiera, y un hijo no tiene derecho a juzgarla.
—Es la moral burguesa de los cojones.
—¿Por qué Truffaut nos muestra esta reacción de Antoine? ¿Por qué siendo alguien de izquierdas y liberado no es más comprensible con la madre?
—Si hubiera sido un incesto o algo contra natura, pero un amante, ¡es lo más natural del mundo que una mujer joven, madre soltera, desee a un hombre!
—Incluso estando casada, si el suyo propio no le satisface.
—Yo creo que Truffaut quiso castigar a su propia madre en la ficción de la película.
—Sí; es una película autobiográfica. Puede que sea eso. ¡Pero es una contradicción!...
—¡Burguesa!
—Es la eterna lucha del Estado autoritario, el maestro de Antoine, y la sociedad, democrática, creativa y natural, Antoine y su amigo René.
—La idea final deja claro el mensaje de la película.
—Sin embargo yo lo encuentro algo confuso; ver el mar es una forma de escapismo de la realidad; el mar carece de límites; no es un símbolo revolucionario.
—¡Es la antítesis de la revolución: la calma; la muerte; el desencanto!…
—Sí, eso creo yo —dijo por fin Betsy—; lo del mar no es una buena metáfora. Y tú, Teo, ¿qué piensas? ¿Te parece adecuada esta metáfora final de la película?
Pero Teo todavía estaba tratando de resolver sus propios dilemas personales. Su madre también tenía un amante. Un joven desvergonzado, recadero de una tienda de comestibles. No era un amante de película, ni su madre era una desnaturalizada, que le odiaba. No; él era un hijo amado y deseado, tal vez demasiado amado; demasiado deseado; demasiado protegido. A él le hubiera gustado tener más libertad e imaginación; jugar con otros juguetes, y no tan solo con un monito mecánico, que finalmente le traicionó y acabó con su insignificante infancia el día mismo en que se estropeó la cuerda. Por tanto no podía hacerse una opinión sobre la pregunta. Tampoco sentía una especial atracción por el mar, prefería el campo, como en el que solían pasar los veranos en la casa de sus tíos maternos. Le encantaban las soleadas laderas sembradas de naranjos, limoneros, almendros, avellanos, cerezos, además de viñedos con sus retorcidos tallos y sus hojas grandes, verdes y trasparentes, además de los grandes racimos, todavía ácidos en agosto.
—Prefiero el campo, el mar es demasiado…
—¡Ambiguo! —se anticipó como siempre ella—. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Sí, eso quería decir.
—Cierto, compañero, ambiguo, es la expresión adecuada. ¿Cómo la hubieras terminado tú?
—¿Yo? Pues… no sé… Tal vez con imágenes del campo; un valle de naranjos y limoneros…
—¿En Francia?
—Bueno… tal vez viñedos…
—¡Cierto! —interrumpió otra vez Betsy—. Teo tiene una idea más social y comprometida del final. El campo representa el trabajo; el compromiso social; el quehacer con finalidad. El mar es pura evasión… Desencanto. ¿Es ese el sentido de tu idea?
Teo no sabía de qué le estaban hablando. Miró a Betsy y le dio la impresión de estar viendo la mona de un zoológico. No sabía en qué idioma hablaba ni entendía por qué su opinión era tan importante, tal vez porque aquella era la primera vez que se la pedían. Estaba desconcertado pero en cierto modo halagado. Aquellos chicos estaban realmente interesados por su respuesta, y no podía defraudarle diciendo, «Yo no entiendo de estas cosas» o «A mi dejarme tranquilo, yo sólo he venido acompañando a Betsy». No; debía decir algo que diera la impresión de que seguía el tema; que estaba interesado; que lo consideraba importante. Ya no era un estudiante de bachillerato superior, sino un universitario, y se suponía que un universitario debía saber de esas cosas, y tener una opinión concreta.
—¡Sí, claro! —dijo por fin.
A partir de ese momento tuvo que dar su opinión, con breves afirmaciones o negaciones otras tres o cuatro veces en el transcurso de la discusión; y Betsy le interrumpió otras tantas veces, pero no le molestó, al contrario, era una gran ayuda.
Cuando se agotó el tema, se produjo un extraño silencio. Los chicos miraban inquietos el techo sin una razón aparente, apuraban el último sorbo de la botella de cerveza, sabiendo que ya no quedaba cerveza; golpeaban con los dedos el mármol empapado de la mesa y, además del techo, miraban alternativamente a otros compañeros del local, y muy breve pero intensamente, al propio Teo. Se preguntaban si el recién llegado era ya de suficiente confianza como para pasar al siguiente tema; al que de verdad les interesaba. Lo del cine había servido de preámbulo; para calentarse. Ahora llegaba el momento de las confidencias serias y comprometidas y no estaban seguros de Teo. Betsy se había distraído y por primera vez no se anticipó a los pensamientos de los demás, pero reaccionó cuando escuchó a alguien decir que había caído un comando de ETA en una población cercana a San Sebastián. Observó a sus compañeros y rápidamente comprendió la causa de aquel inquieto silencio.
—¡Bueno, chicos, yo me largo, que tengo un montón de temas que repasar! ¿Vienes, Teo? —le preguntó para no parecer autoritaria. Pero Teo ya se había levantado de la silla con la misma sensación de haber recibido una orden que cuando llegó. Aliviados los camaradas de Betsy se deshicieron en saludos y apretones de manos, incluso uno de ellos le puso la mano sobre el hombro y le ofreció su amistad sin reparos:
—¡Bueno compañero, aquí nos tienes para lo que quieras! —y le volvió a palmear el hombro, tal vez para que sintiera que su oferta era sincera. Teo les agradeció su generosa amistad, pero puesto que no era un gran experto en cine de Arte y Ensayo no sabía si aquella nueva amistad tendría alguna utilidad para él. Además, la cerveza no le había sentado bien. Hubiera preferido un té con limón, pero el mal ya estaba hecho. Betsy ya estaba en la puerta y esperaba que los chicos terminaran de despedirse de Teo. Ya en la calle, le preguntó:
—¿Qué te han parecido mis amigos?
—Interesantes…
—¡Por supuesto! Son gente legal; buenos camaradas —interrumpió ella. Y así fue como Teo, entre las interrupciones de Betsy, entró en contacto con la clandestinidad.
CAPITULO VII
Cuando Teo llegó a casa su tía Virtudes estaba de visita. Con el paso de los años había perdido su pasado encanto de mujer opulenta y de sensualidad simple pero efectiva. Había engordado bastante y tenía las mejillas hinchadas y flácidas, y para colmo le colgaba una incipiente papada, que se hacía más evidente cuando inclinaba la cabeza para lamentarse de alguna de sus muchas preocupaciones. Dadas sus actuales condiciones físicas se veía obligada a pagar al contado sus deudas de juego, pero gracias a la ayuda de las hermanas de un convento situado a dos pasos de su casa, se estaba rehabilitando. Las hermanas conocían su afición al juego y le propusieron sensatamente que alternara sus veladas de póquer con alguna novena o rezo del rosario, de esta manera, poco a poco, se iría olvidando del juego, fortaleciendo su voluntad y acercándose a Dios, con quien puede decirse que estaba enemistado. La otra idea, genial sin duda, fue proponerle echar una partidita de póquer con ellas después del rezo de rosario, pues ya dice el refrán que las manchas de mora con otra mora se quitan.
—¡Pero como máximo a cinco pesetas la apuesta, doña Virtudes; no se vaya usted a pensar que lo hacemos por el lucro. No, mujer, lo hacemos como terapia. Así se le irán quitando poco a poco las ganas del juego y sólo perderá unas pesetillas. ¡O ganará, que nosotras no hacemos trampas!
Ciertamente que se trataba de calderilla, pero cien pesetas a la semana para unas monjitas austeras y poco derrochadoras, podían dar mucho de sí. Sobre todo para ornamentos religiosos, estampas, devocionarios, escapularios, candelabros, velas y todas esas cosas tan necesarias para su devoción.
—¡Qué fe la de ustedes! ¡Ay, si Dios me hubiera dado a mí su fortaleza!
—Todo se adquiere con la práctica y la buena voluntad, doña Virtudes; lo importante es hacerse un buen propósito de enmienda. ¡Por cierto, que al menos tiene usted el nombre más adecuado para agradar a Dios si se arrepiente!
—No, si arrepentida estoy, hermana, lo que me falta es voluntad. En cuanto al nombre, no les digo más que el segundo es Inmaculada; ¡Virtudes Inmaculada! ¿En qué estarían pensando mis pobres padres?
—¡Ay, señora, que los caminos del Señor son inescrutables! ¿Quién nos dice que no estemos ante una futura santa?
—¡Ay, por Dios; no diga usted disparates!
—Bueno, al juego. ¿Cuántas cartas quiere? ¡Y ponga usted la peseta en la mesa, que es la tercera vez que se le olvida!
Gracias a esta piadosa terapia pudo salvar la hacienda de Extremadura, además de que por suerte también el general tenía parte legal en ella. Pero tenía deudas pendientes en media docena de bancos de Madrid, y por desgracia la madre de Teo era la fiadora. Esa era la razón de su visita.
—No, Virtudes, de ninguna manera, ¡las joyas no las empeño!
—Pero si es cosa de tres o cuatro meses, mujer; en cuanto venda la cosecha las recuperamos y san se acabó. ¿Quién se va a enterar?
—¡Me entero yo, que es más que suficiente! Y dices tú: si Francisco se entera de lo que estamos tratando en esta conversación me desgracia, y a ti te hace fusilar. ¡Que no, que las joyas no salen de la caja fuerte del banco, donde están bien guardadas!
—Precisamente, mujer, no hay ni que tocarlas de donde están; sólo firmas un papelito en el mismo banco y en paz; ¡tres meses después lo rompemos!
Doña Isabel tuvo que ceder por haber cometido el error de confiarle su propia debilidad. Eran hermanas; tenía las mismas virtudes y los mismos defectos, ¿por qué no confiar la una en la otra? Pero ahora comprendió los límites razonables de la fraternidad.
—¡Estoy desesperada, Isabel, si no pago voy a la cárcel!
—¡No exageres, Virtudes, tú siempre has sido un poco melodramática!
—Esta vez no, Isabel; debo dinero a gente influyente y sin escrúpulos. Tendré que hablar claro, y no sé qué haré si me torturan. No podré ocultar nada; entiendes, Isabel, ¡lo diré todo!
—¡Mujer, por esas cosas no torturan a nadie. Si fuera asunto de política, todavía!
Pero la alusión de la tía Virtudes estaba sobradamente clara para su hermana, por eso remarcó «lo diré todo». O cedía o su marido sabría lo de su adulterio, por cierto, con todo lujo de detalles, pues en tiempos en que las hermanas estaban más unidas se confiaban hasta el más mínimo detalle de sus relaciones sexuales.
—Y dices que la cosecha de trigo es buena…
—¡La mejor del siglo! Eso dicen los periódicos.
Doña Pura, que pese a su torpeza y aparente candidez, estaba al corriente de las debilidades de su señora, había dejado la puerta entreabierta y escuchaba discretamente la conversación. Por sus gestos se podía deducir cuál era su opinión a cerca de las cosecha de aquel año. No había llovido más que por san Bartolomé, cuando no hacía falta, pero en abril llovió tan poco que se hubieran secado hasta las fuentes de Lanjarón. Ella no entendía de agricultura, pero sabía que en Extremadura para que se diera una buena cosecha de lo que fuera por lo menos tenía que desbordarse en río Guadalupe, de tanta lluvia que haría falta. Por eso sabía que doña Virtudes estaba mintiendo descaradamente a su propia hermana, pero ella no podía intervenir, pues sería tanto como descubrirse y prefería seguir haciéndose la ignorante. En el fondo aquel era un serial más interesante que los de la radio, y si la cosa no terminaba en tragedia, prefería seguirlo desde la clandestinidad, y seguir haciéndose la ignorante.
Cuando Teo llegó, las dos hermanas cambiaron de conversación.
—¡Hija, pero que guapo está tu Teo!
—Mujer, ya se ha hecho un hombre…
—Tendrá las chicas a montones.
—No sé; mi Teo es algo tímido.
—¿Y tú qué dices, Teito? ¿No tendrás ya una amiguita por ahí; eh, pillín?
—¡Mujer, que preguntas! Esos son asuntos privados del chico.
Después de besar a la madre y a la tía, Teo no había tenido tiempo ni de quitarse el abrigo y se veía obligado a responder a preguntas comprometidas. Para despistar y alejar toda sospecha de las razones de su visita, la tía Virtudes arremetió contra el pobre y desprevenido muchacho. No obstante, aquel era un buen día para que le hicieran aquella pregunta: por primera vez una chica le había invitado a tomar una cerveza en un bar de «progres» de Argüelles, y tenía ganas de proclamar la novedad de su experiencia.
—¡Uno hace lo que puede, tía…! —dijo convencido de que no mentía, pese a la ambigüedad de la respuesta.
—¿No me digas, Teo, que ya tienes una amiguita de verdad? —le preguntó ella guiñando maliciosamente un ojo.
La pregunta iba directa a donde Teo quería llegar, por eso la respuesta era inevitable:
—Hombre, lo que se dice una amiguita, no; pero una amiga, así sin más, a lo mejor sí…
—Pero Teo, hijo —interrumpió doña Isabel sobresaltada, pero ilusionada a la vez de que su hijo se espabilara de una vez—, ¿ya tienes novia y no se los has confiado a tu pobre madre? ¡Supongo que será de buena familia y estará bien educada!
—¡Parar; parar el carro! He dicho una amiga; para tomar una cerveza; nada más…
—Ten cuidado Teo. Estas chicas de ahora son muy desvergonzadas —le advirtió la tía, para dar la impresión de sensatez y buenas costumbres.
Doña Pura tuvo que reprimir un ataque brusco de risa cuando escuchó lo de «desvergonzadas». La madre, sin embargo, fue más conciliadora y atrevida.
—¡Estas chicas de ahora son modernas, Virtudes, sin tantas tonterías ni represiones como teníamos nosotras. Saben lo que quieren y no esperan a que se lo pidan… Hoy las chicas llevan la iniciativa.
Teo no comprendía como su madre podía estar al tanto de sus relaciones personales, porque parecía que estaba hablando de su recién estrenada relación con Betsy; sin duda que la iniciativa había sido de ella. Era por tanto «una chica de ahora», como la calificó su madre con todo acierto. Por tanto no había por qué avergonzarse ni sentirse manipulado. Los tiempos habían cambiado; las españolas se habían liberado y llevaban ellas la iniciativa. Eso era un verdadero alivio. Seguramente que más adelante ella misma le pediría que le hiciera el amor, porque él probablemente no se atrevería. Su madre era sin duda también una mujer moderna, por eso habría provocado al chico de la tienda; le habría pedido ser su amante, así sin más. Sin duda era cosa de los nuevos tiempos y él debía comprenderlo y aceptarlo. Él podría llegar a ser el amante de Betsy, si ella se lo pedía; de la misma manera que Raúl, el chico de la tienda, se habría convertido en el amante de la madre, porque ella se lo pediría. Claro que él no estaba casado y ella sí. Pero conocía muy bien a su padre para valorarlo muy poco como amante, y si su madre era una persona normal y moderna, como lo era él, era natural que deseara al chico de la tienda. La culpa sin duda era del padre, que no comprendía como eran las mujeres de ahora.
—¡Además, toman la píldora! —añadió la madre, quien aprovechó para conocer hasta qué punto la universidad había hecho de Teo un chico con experiencia.
—¡Mamá, que todavía está prohibida!
—Espabila hijo, que ya eres mayorcito y vas a la universidad; hoy en este país ya se pueden conseguir píldoras con una simple receta de un médico amigo; ¡para regular la regla!
La madre estaba al corriente y hablaba con conocimiento de causa, de otro modo probablemente Teo hubiera tenido ya un hermanito, o hermanita, quién sabe; lo que hubiera sido una auténtica tragedia familiar. Por tanto dio las gracias al inventor de la píldora en nombre de su familia y hasta de la paz social. Teo sospechó, al mismo tiempo, que la madre le hablaba por experiencia propia, lo que le violentó y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no sonrojarse y descubrir que estaba al corriente de sus relaciones extra matrimoniales.
La madre, por su parte, vivía siempre bajo la angustiosa incertidumbre de que su hijo la hubiera sorprendido el día en que regresó inesperadamente a su casa en busca de sus apuntes, pero no tenía valor para sincerarse, preguntarle y salir de dudas de una vez. Ambos vivían con la misma angustia e incertidumbre: Teo por conocer el secreto, y su madre por no saber si lo conocía y lo guardaba en secreto. Ambos no sabían si no hubiera sido mejor que aquel mismo día hubieran puesto las cosas en claro, y ahora los dos sabrían a qué atenerse. Así, lo mejor era acabar cuanto antes con aquella embarazosa conversación.
—Bueno, me voy a mi cuarto, que tengo mucho que estudiar.
Besó a la Tía, que aprovechó para reiterar lo guapo y apuesto que le parecía, y cruzó el largo pasillo después de calzarse las zapatillas para no arañar el brillante parquet. Doña Pura lo vio pasar, porque todavía tenía la puerta de la cocina entreabierta, hizo un leve gesto de cabeza, suspiró y exclamó para sus adentros: «¡Pobre criatura!». Y como comprendió que el serial de la vida real había terminado, volvió a sus quehaceres. Esa noche tenía pensado cocinar un plato de pescado, pero sin complicarse mucho la vida: pescadilla rebozada con guarnición de verduras y flan casero. La verdad es que cada día se sentía menos motivada para grandes guisos y la culpa era de la señora; ¡cada año que cumplía eliminaba un plato del menú! De seguir así pronto ella estaría de más en la casa. «¿Y dónde voy yo a mis años?», se decía la pobre mujer angustiada mientras limpiaba las cuatro pescadillas de la cena, «¡Al asilo; ya se yo que me meterán a un asilo! Seguro que ya han hecho la solicitud pero no me lo dicen». Cada vez era más frecuente aquella idea de que terminaría en un asilo, y a fuerza de repetírselo una y otra vez, la verdad es que ya se estaba haciendo a la idea. «Bueno, al menos no tendré que guisar… Si se puede oír la radio, ¡a lo mejor no es tan malo como dicen!»
En su cuarto Teo se dejó caer sobre la cama, como cansado por algo inexplicable. Cruzó los brazos por detrás de la nuca y se olvidó de la infidelidad de su madre y los buenos consejos de su tía, para entregarse al pensamiento que más le excitaba: Betsy. Pensó en ella una vez más como mujer; se preguntó nuevamente si después de todo era o no una buena idea empezar unas relaciones sentimentales con una chica prácticamente lisa y trató de imaginar la forma de sus pechos. Tal vez exageraba; puede que la ropa que utilizaba no le favorecía. Esos jerséis holgados de cuello de cisne no dejaban lugar para apercibirse de esos importantes detalles. Puede que tuviera senos, pero menudos; pero senos al fin. En cuanto a las caderas, podía decirse lo mismo, ¿cómo hacerse una idea real de las caderas de una chica con un jersey dos tallas más grande que la suya, que además le llegaba hasta el muslo? Puede que si se vistiera con ropas más de moda, o sea, con una blusa entallada y una minifalda, se apreciaría mejor sus atributos femeninos. ¿Era por eso que las chicas adoraban las minifaldas y los niquis ajustados? Pero Betsy no era de ésas. «¡Lástima!». Exclamó en voz alta, y se incorporó decidido a averiguar lo antes posible, fuera como fuera, cómo era realmente la chica que le había seducido.
CAPÍTULO VIII
El sábado siguiente en la casa de Teo reinaba un caos total. Conchita, presionada por el marido, quien se había afiliado al sindicato Comisiones Obreras, y que no llevaba bien el que su mujer sirviera en la casa de un general de búnker, había exigido trabajar tan sólo la semana inglesa y aquel era el primer fin de semana de libertad laboral. Doña Pura no estaba ya en condiciones de hacerse cargo de otras labores que no fueran estrictamente las de cocinera, porque además también conocía sus nuevos derechos. Por otro lado, su torpeza era ya tan evidente que se planteaba si no sería más conveniente que ella misma se buscara un buen asilo. La sola idea de tener que servir la mesa la angustiaba de tal manera que ni siquiera tenía la cabeza despejada para saber lo que debía cocinar aquel día. No repasó como era habitual la cuenta de la tienda, y apenas puso atención en las cosas que traía el chico del reparto. Raul, el amante clandestino, que parecía no tener ambición de progresar y cambiar de empleo, tampoco tenía ganas de conversar. Hacía varios años que Teo no tenía profesor particular, y a él ya sólo le estimulaba cambiar impresiones con alguien entendido de política y de historia. ¿Qué podía interesar a doña Pura las cosas de los anarquistas? Había aprendido el significado de la expresión «utopía» pero nunca tuvo oportunidad de explicárselo a nadie. Su facción de partido se había disuelto y por pereza o por lo que fuera no tenía ganas de afiliarse a otro; él era anarquista a su manera y no necesitaba partido. Sus relaciones con doña Isabel se habían convertido en una rutina, planteado más como un sobresueldo, el necesario para pagar la letra del «Seat 600», y los costosos trucajes que le había incorporado, porque según él tener un «600» sin trucajes era como conducir una carreta de bueyes: no tenía emoción ni encanto, y menos para un joven anarquista como él.
—¿Cómo puedo llevar esta casa sin una doncella los siete días de la semana? —se quejaba amargamente doña Isabel mientras se limaba las uñas—. ¡No tengo yo manos para servir una mesa, ni para las demás labores de la casa! Y, además, no me casé contigo para ser tu criada, ni de nadie. Así es que tu verás como te las apañas Francisco, pero o buscas pronto una nueva doncella que no exija tantos derechos o nos vamos a vivir a un hotel.
—¡Qué hotel ni que ocho cuartos; aquí no va nadie a un hotel! ¡Y es una orden!
—¡Perdona, Francisco, pero esto no es un cuartel!
—¡Mejor iríamos si lo fuera! ¡El país entero, que anda al retortero, estaría mejor si las cosas se hicieran como en el cuartel!
—¡Otra vez ese soniquete! Pero hijo, ¿es que no te das cuenta de que aquí mandan ya los del Opus Dei?
—¡Valientes sinvergüenzas! ¡Atajo de tecnócratas y malnacidos, que están echando a perder todo por lo que hemos luchado!
—Sobre todo las doncellas; ¡que no se encuentran ya ni que les pongamos piso y coche con chofer a la puerta para ir al mercado!
Don Francisco estaba furioso, lo que empezaba a ser bastante habitual en él. Sin embargo, pese al caos y la incertidumbre que reinaba en la casa, él seguía sus hábitos y leía el Arriba, sacudiendo las páginas a cada maldición, de manera que era evidente que no tenía posibilidad alguna de leer nada en concreto; todo lo más los titulares. Pero había leído el Arriba cada mañana del sábado desde que lo fundara José Antonio Primo de Rivera, en 1935, salvando la interrupción republicana, y por culpa de una criada marxista no iba a dejar de hacerlo precisamente cuando más falta hacía apoyar a la prensa del Movimiento. Él era de la opinión que desde la llegada del Opus al Gobierno no se publicaban más que prensa amarilla y marxista, o por lo menos liberal de izquierdas; porque los liberales, según el general, eran todos de izquierdas.
Teo se tuvo que preparar el mismo el desayuno, porque doña Pura no había sido capaz de levantarse de la cama, atacada de lumbago, según ella, pero en realidad no tenía otra dolencia que los cerca de ochenta años a sus ya encorvadas espaldas. Cómo puede decirse que era la primera vez, se conformó con un baso de leche de la nevera y unas galletas de las de siempre, simplemente porque no sabía cómo se encendía la cocina de gas. Entró con el baso en la mano en el comedor para advertir a sus padres que no le esperasen para el almuerzo.
—Bueno, uno menos; de todas formas yo tenía pensado ir a un restaurante… —le dijo la madre aliviada.
—¡Esta casa se vendrá abajo en una semana si cada uno hace lo que le da la gana! —exclamó de pronto el general doblando de cualquier manera el diario, lo que denotaba una excitación fuera de lo habitual, y en tono autoritario que sorprendió a madre e hijo, ordenó—: ¡Hoy comemos todos en casa, como Dios manda; y es una orden!
Pero Teo había prometido a Betsy reunirse con ella en Moncloa hacía el medio día, porque ella tenía algo importante que enseñarle, y él estaba excitado con la idea. Claro que no sabía que lo que deseaba mostrarle era cómo se corre delante de los grises en una manifestación pro amnistía. Betsy no había querido ser más explícita por no alarmarle y, por otro lado, él mismo había dicho que iría a la manifestación de aquel sábado, pese a que había sido una reacción de puro compromiso. Pero ahora que eran amigos y habían tomado una cerveza juntos no estaba dispuesto a defraudarla, pese al tono autoritario de su padre. Por suerte, y esa era la razón por la que sentía afecto por a su madre, doña Virtudes se reveló contra el general y anuló su imperativa orden, sin dejar de limarse las uñas.
—¡Pues como no cocines tú, Francisco, me parece que la Pura no está en condiciones ni de hacernos unos bocadillos!
—Pero, ¿quién manda en esta casa? —exclamó colérico el general.
—Bueno, yo me voy, que no quiero llegar tarde a clase —dijo Teo, con la mano ya en la manecilla de la puerta—; ya os pondréis vosotros de acuerdo sobre quién manda aquí….
—Cielo, no vengas muy tarde que no andan las cosas muy tranquilas en Madrid —le dijo la madre, limándose las uñas de la otra mano.
El general no pudo hacer nada, porque conocía el mal carácter de su mujer. Si la contrariaba pasaría el resto del mes en la casa de su madre, porque su suegra, según él, era todavía más liberal que la hija; con toda probabilidad también era del Opus Dei. Pero algo tuvo que decir para salvar algo su honra:
—¡Un día os acordareis de cuando este viejo carcamal, de otra época, pretendía salvar esta familia! ¡Pero ya será demasiado tarde!
Doña Isabel no pudo evitar un amago de cínica sonrisa y entre dientes susurró: «¡Si tú supieras!»
—¡Adios, mamá!
—¡Adios, hijo!
—¡Adios, papá!
Pero el general se limitó a hacer un ademán, para inmediatamente después recoger el Arriba, que con lo arrebatado de la reacción se había desparramado por el suelo, y ahora no sabía rehacerlo con todas las páginas en orden, por lo que durante un buena rato estuvo leyendo la página de necrológicas sin saber muy bien lo que leía: «Doña Inés Valbuena de Hinojosa. Ha muerto cristianamente en Madrid a los 86 años…. Sus hijos nietos y familia hacen saber a sus amigos y conocidos que la tengan presente en sus oraciones. La ceremonia fúnebre tendrá lugar en...» Cuando se dio cuenta del error, sacudió el diario con desgana, y buscó desesperadamente la primera página, que tardó algún tiempo en encontrar.
En aquella delicada mañana del sábado Teo era un joven feliz porque tenía una cita con una chica relativamente mona. Tener una cita era algo que le producía un efecto confortador y estimulante; le demostraba que pese a haber vivido siempre con la sensación de estar de más en este mundo; es decir, de haber nacido sin un plan concreto; con algo notorio en que ocupar su aburrida existencia, la universidad le había proporcionado cierto estímulo, gracias a la amistad de Betsy. Era por eso que él había rechazado la carrera militar, porque en los cuarteles no había chicas. Naturalmente que este argumento no pudo utilizarlo con su padre, y no pudo hacerle ver que él no veía futuro en una carrera donde no admitían mujeres. Por esa razón había elegido una educación de humanidades, más adecuada para la mentalidad femenina, y esa precisa mañana, que bien podía ser calificada de gloriosa por cumplirse en cierta manera algo preparado por el destino, se decía a sí mismo que por primera vez la vida tenía algún sentido para él.
Como estaba feliz y satisfecho consigo mismo saludó a la portera de manera tan afectuosa y cordial que molestó a la pobre mujer. Estaba tan habituada al trato humillante de sus vecinos que este cambio brusco le sentó como un insulto o una mofa; como si Teo la estuviera tomando el pelo.
—No se ría de una tonta como yo, señorito Teo, y tráteme usted como de costumbre; como hacen los demás y como se ha hecho toda la vida.
—Pero mujer, ¡yo sólo quería darle a usted los buenos días!
—¿Y para eso tiene usted de sonreír de esa manera?
—¿De qué manera?
—Pues como diciendo, «mira, ahí está la tonta de la portera, voy a darle los buenos días.» Si fuera usted serio iría usted a sus cosas sin reírse de esa manera. Bueno ¡vaya usted con Dios, que tengo tarea!
Teo se sintió algo desconcertado, pero le daba igual. Como había salido de casa con la idea de encontrarse con una chica y manifestarse con ella, ninguna portera desconcertante podía estropearle el día.
En el Metro las cosas tampoco salieron bien. La mujer que expedía los billetes se negaba a cambiarle un billete de quinientas pesetas. No había tomado la precaución de proveerse de monedas, y ahora no tenía ganas de volver a casa y pasar otra vez por la experiencia de una portera con malos modales y habituada al desprecio y una familia sumida en un caos total.
—¡No señor, no estamos obligados a cambiar billetes tan grandes! Si se lo acepto me quedo sin cambio. ¿Le gustaría a usted que no pudiera venderle un billete por no tener cambio de, digamos, cinco duros? ¡Seguro que se enfadaría conmigo y con razón!
No quiso entrar en polémicas con la vendedora porque en realidad le había planteado algo con sentido común y porque se había formado ya una razonable cola a la espera de que se resolviera el contencioso, y empezaban a impacientarse. Intentó cambiar el billete en varios sitios, incluida la garita del cerillero, que había progresado y ahora también vendía periódicos y chucherías para los críos, pero fue inútil. Entonces tuvo la idea: comprar otra caja de condones en la farmacia, donde sin más remedio tendrían que cambiarle el billete. Pero inmediatamente pensó que era una exageración tomar tantas precauciones y hacerse con semejante reserva de preservativos, pero por otro lado así no tendría que pasar por aquella vergüenza en varias semanas, dependiendo de cómo le fuera con Betsy. Lo cierto era que aquella alegre mañana todo lo hacía pensado en ella.
Le cambiaron el billete pero le costó bastante dar a entender a la dependienta, una mujer relativamente joven, lo suficiente para imaginarse cosas que no debía, lo que deseaba.
Llegó a Moncloa con bastante antelación, pero el ambiente previo a la manifestación ya se estaba caldeando. Se veía gente con aspecto clandestino que ya mostraban pancartas de los más diversos grupos políticos, sindicales y estudiantiles, proclamas revolucionarias y eslóganes reivindicativos. Pero la mayoría, que llevaban gente de aspecto corriente, estaban todavía enrolladas, como ocultando un mensaje prohibido, para ser desplegadas cuando se congregara más gente y fuera más difícil para la policía arrebatárselas en medio del tumulto.
Teo no sabía dónde ir para matar el tiempo hasta que llegara Betsy. Entrar en un bar y tomar solo una cerveza era una idea que ya no pertenecía a su nuevo mundo; ahora tenía una amiga y sería absurdo entrar en un bar sin ella. Una amiga era precisamente la persona que te acompaña en el bar para tomar juntos una cerveza o lo que fuera; reírse juntos de cualquier tontería, pues por absurda que pareciera sería gracioso si estaba con ella. Sin duda que su vida había cambiado como aquel que dice de la noche a la mañana, y paseando entre la gente, excitada ya por la importancia del encuentro, sorteando pancartas comprometidas, saludando así sin más a otros jóvenes que también sin más le saludaban a él con un «¡Salud compañero!», tal y como le había saludado los amigos de Betsy en el bar de Argüelles, pensó en lo hermoso que era tener una amiga. «Uno sabe siempre donde va —pensaba sin dejar de saludar a quien le saludaba—; cuando uno tiene una amiga sabe por qué está en este mundo: porque alguien te espera en algún sitio; alguien que desea verte; que se alegra de verte. Ya no es como antes, que uno va por la calle, entre dos millones de personas, y nadie en particular desea hablarte; nadie se alegra o se entristece de verte; nadie te reconoce desde lejos, en medio de una multitud de personas. ¡La amistad es lo que da sentido a la vida!» Y justo al finalizar este noble y profundo pensamiento, ¡ahí estaba ella, Betsy, a quien reconoció inmediatamente, a pesar de encontrarse inmersa en una multitud de jóvenes, calentándose para decir al Gobierno franquista: «¡Basta ya; queremos amnistía, democracia y libertad!»
Teo sintió una agradable sensación en todo el cuerpo. Era difícil de explicar. Algo así como si la alegría tuviera sabor dulce y la estuviera saboreando. Allí estaba ella; es decir, allí, en medio del jaleo de la calle, abarrotada de pancartas todavía enrolladas y otras ya desplegadas, rodeada de otras chicas de otros chicos probablemente tan ilusionados como él, pero que a él no le decía nada en particular, estaba «su» Betsy. La primera reacción, un tanto asombrosa, es que no habían pasado ni 48 horas desde que tomaran la cerveza en el bar de Argüelles y su imagen le resultaba ya tan familiar como si la hubiera conocido de toda la vida: eso era sin duda el efecto de la amistad. La otra sensación, no menos revolucionaria por lo novedosa, era que ya no le parecía una chica lisa y sin caderas, sino que por el afecto que sin duda sentía por ella, así de improviso, la hacía parecer hermosa; linda de verdad. Su cabello a lo chico era arrebatador y provocativo; su jersey dos tallas más grandes que la de ella, lejos de ocultar sus encantos los realzaba, tanto que se hubiera molestado si hubiera venido con minifalda. Su piel canela era sencillamente una invitación para subir al cielo con solo verla, y al paraíso si además pudiera acariciarla, y su mirada sugería tanta pasión que no podría existir nada más vivo en este mundo que lo que brotaba de aquellos ojos negros, y eso que aquella soleada mañana podía decirse que en aquella plaza parecía una exposición de vitalidad. Y todo esto en un claro y brillante sábado madrileño, apenas una hora antes de que se pusiera en marcha una manifestación precisamente para revindicar el derecho de vivir, pero a vivir libremente, alegremente, tranquilamente; vivir para gozar de la amistad, del compañerismo y de la lealtad. Eso es lo que pensó Teo en el instante que medió entre la visión de Betsy y su extraordinario encuentro.
CAPITULO IX
Por alguna razón, apenas Teo y Betsy se vieron, en lugar de apresurarse a saludarse el uno al otro, ambos se quedaron unos instantes como si no se reconocieran. Pero lo que sucedía era que ambos se estaban preguntando qué sentían el uno por el otro, esa excitante mañana de sábado, una hora antes de la gran manifestación. Era como si estuvieran en medio de un bosque encantado, preparado para que apareciera el príncipe de turno ante la princesa dormida de rigor, y se preguntaban qué les estaba sucediendo que estaban viendo a alguien por quien ya sentían inexplicablemente algo más que amistad. En aquellas especiales circunstancias cualquier joven hubiera sentido algo más que amistad al encontrarse con alguien en medio de una concentración que tenía previsto enfrentarse a la brutalidad de ejército de mercenarios del búnker, mentalizados para golpear sin preguntar, ni molestarse en saber de qué ideología eran: si liberales, socialistas, anarquistas o comunistas, sólo para exigir algo razonable. Cualquier joven, sin importar la ideología, por el hecho de estar allí, en aquella soleada y excitante mañana previa a la manifestación, se sentía querido, estimado, respetado y hasta admirado por los demás. Pero si además se encontraba con una amiga o un amigo, antiguo o reciente, esas especiales circunstancias reforzaba de tal manera la confianza mutua que ganaba con ello meses de relaciones ya innecesarias. A partir de aquel preciso momento tenían muchas más cosas importantes en común, cosas que serían suficientes como para pensar seriamente en el futuro. Eso era precisamente lo que les sucedía a Teo y a Betsy, que a partir de aquella mañana tenía la sensación de que su amistad había superado ya una de las pruebas de lealtad más complicadas. Para Teo, Betsy ya no era la chica que dos días antes le invitara a una cerveza en un bar progre de Argüelles; era la chica por cuya amistad se arriesgaría a ser golpeado y detenido por una policía embrutecida e ignorante, y para Betsy, aquel chico tranquilo y despolitizado, ya no era un compañero de universidad más, a quien se había propuesto adoctrinar; no, era un compañero que acudía, junto a ella, a una manifestación peligrosa, y sólo porque ella se lo había pedido; es decir, por amistad. Por un instante, mientras se miraban con curiosidad y sorpresa el uno al otro por los nuevos y sorprendentes descubrimientos, Betsy pensó que ya no era necesario adoctrinarle. Era como si aquellos descubrimientos estuvieran por encima de doctrinas torpes e imprecisas, fácilmente manipulables. Lo que sentían el uno por el otro era amistad comprometida; es decir, amistad responsable, algo más que amistad sin más, y por ello ya eran innecesarias las ideologías y las doctrinas.
—¡Teo; te he reconocido a la primera!
—¡Yo también a ti, Betsy!
—Me alegro de que hallas venido…
—Yo también me alegro de haber venido…
—¡Que ambientazo!, ¿verdad?
—Sí —se limitó a contestar Teo, sin apartar la vista ni un instante de los ojos de Betsy. Ella no eludió su mirada insistente; comprendió la razón como si le estuviera diciendo algo escrito en una pancarta. Era la sorpresa de aquel extraño encuentro y todo lo que, de pronto, sentía por ella y que sabía que era un sentimiento recíproco y generoso, todavía inexplicable pero verdadero.
—¡Esta mani va a ser histórica!
En efecto; ésa era la idea que Betsy necesitaba para terminar de comprender la trascendencia de sus nuevos sentimientos en aquellos precisos momentos. Lo que sucedía era que estaban siendo arrastrados por la historia, y cuando la historia se pone en movimiento, como sucedía en aquellos mismos instantes en que la gigantesca manifestación se puso en marcha hacia la plaza de España, lo arrastra todo, como si fuera el violento ojo de un huracán. En su espectacular movimiento, todo, personas, cosas, sonidos, imágenes y hasta olores, quedaban atrapadas por ella, y a partir de ese mismo instante nada de cuanto había en aquel lugar podía sobrevivir sin estar relacionado con ese mismo momento histórico. De manera que a partir de ese instante ninguno de los dos podrían librarse de ese sabor, dulce o amargo, de la parte de esa historia, que por su voluntad o pura curiosidad, ellos mismos había provocado.
Betsy trató de explicarle la idea a Teo, pero el gentío, con su peculiar sonido, ya se había puesto en marcha. Por grupos, zonas, organizaciones o despistados, se estaban ya coreando eslóganes de todo tipo pero con una idea clara y central: ¡Libertad y amnistía general! Teo y Betsy los coreaban, entregados ya de lleno a su labor de gentes que hacen historia. Se miraban de tanto en tanto y sonreían felices y seguros de que la historia, que era precisamente la suya y sucedía en aquel preciso instante, siempre termina por imponerse a la terquedad vulgar de quien cree que las cosas se hacen sólo porque alguien lo quiere, evocando razones desfasadas y sin fundamento. Razones anuladas por la voluntad conjunta de un pueblo ya sin miedo; sin temor a los fantasmas del pasado, vestidos ya con mortajas; fantasmas con enfermedades de viejos con mala conciencia, que no esperaban otra cosa que la aséptica cama de un hospital del Estado para renunciar por la fuerza de la edad irrevocable al poder despótico, ganado con astucia y con el desprecio por la vida de los demás, pero no de la propia; sin valor ni heroísmo, y gracias a la infinita brutalidad de una guerra fraticida que sólo el déspota que la inició pudo haberla evitado.
No sólo se coreaban eslóganes, sino también canciones de gente indeseable para el régimen, pero admirada por el pueblo en movimiento, como el exiliado Paco Ibáñez o el levantino Raimón. Canciones que invitaban a galopar:
«A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar.
A corazón, suenan, suenan, resuenan
las tierras de España en las herraduras;
galopa caballo cuatralbo, jinete del pueblo
que la tierra es tuya.»
Y cientos, miles; no, cientos de miles, abarrotaban las calles reservadas para hacer historia en un Madrid festivo y alegre, como siempre lo había sido, incluso cuando caían los obuses y se gritaba valientemente «No pasarán.» No pasarán por encima del deseo de todo un pueblo de hablar del futuro sin sonrojo; sin temor a los necesarios e inevitables cambios; en libertad sin rencor y sin ira. Los mismos que cerca de cuarenta años después; después de que esos jinetes apocalípticos pasaran finalmente por las alegres calles madrileñas, entristeciéndolas con venganzas monstruosas, y que los madrileños estaban tratando de superar en ese día hecho a medida para el olvido.
Otras letras, cantadas en lenguas antiguas y familiares, pero no toleradas por ser demasiado locales en una España con ínfulas de imperio, hablaban del viento y de la luz:
«Al viento,
la cara al viento,
el corazón al viento,
las manos al viento,
los ojos al viento,
al viento del mundo.
Y todos,
todos llenos de noche
buscando la luz,
buscando la paz,
buscando a dios,
al viento del mundo.»
Teo y Betsy cantaban también. Teo sólo tarareaba con torpeza unas canciones que eran nuevas para él, pero que ahora comprendía que eran importantes, porque cientos de madrileños como él, más o menos politizados y concienciados, las tarareaban también. Betsy, sin embargo, llevaba la voz cantante. No las cantaba sino que las gritaba, para que quedara claro que ella sí las sabía de memoria desde hacía mucho tiempo; desde que su padre, un pobre obrero de la construcción emigrado de Andalucía en los años del hambre, le había dicho: «Hija, tu irás a la universidad, para que nadie te humille ni te haga de menos por ser hija de obrero». Y por eso cada estrofa, gritada más que cantada, se la dedicaba a su padre, quien por razones de la edad; más bien por una vejez prematura por las largas horas a la intemperie en andamios mal resguardados, no había podido acudir a aquella histórica manifestación. «Grita, hija, grita bien alto para que el mundo entero sepa que eres hija de un obrero de la construcción con educación.» Le había recomendado, y ella lo cumplía al pie de la letra.
Pero la canción más coreada era menos comprometida. Incluso podía decirse que apenas si era política, hasta el extremo que el régimen no sabía si debía prohibirla o tolerarla. La cantaban un grupo de chicos jóvenes, Jarcha, que según el diccionario de la ilustre y Real Academia española de la lengua significaba: Canción tradicional, muchas veces en romance, con que cerraban las moaxajas los poetas andalusíes árabes o hebreos, es decir, que ni siquiera eran poetas cristianos. Naturalmente que eran cultos, serios y apasionados por la música popular; sin otra ambición que ser parte de una historia que llegaría a ser leyenda, pero maliciosamente manipulada. El estribillo, lo más popular, decía así:
«Libertad, libertad
sin ira libertad,
guárdate tu miedo y tu ira
porque hay libertad,
sin ira libertad,
y si no la hay sin duda la habrá.»
Y precisamente por eso, porque todavía no la había, se hizo tan popular y familiar entre aquellas gentes, porque sabían que la habría, ¡pero la ira no desapareció con la llegada de la libertad!
La cabeza de la gran manifestación estaba ya a la altura de Princesa, esquina a Alberto Aguilera, y todavía quedaba gente en la plaza de Moncloa sin poderse mover, incluso había manifestantes tranquilamente tumbados en los jardines próximos al arco de la Victoria. Que dicho sea de paso, victoria según cómo se mirase, porque para las miles de personas que se movían por Princesa simbolizaba una derrota. Hubo incluso quien pintarrajeó con pocas trazas por la urgencia «Arco de la vergüenza», sin que afortunadamente los grises que estaban apostados dentro de sus vehículos a lo lardo de la avenida del mismo nombre y de los Reyes Católicos, se dieran cuenta. Sólo al día siguiente, que ya había sido declarado el estado de emergencia, la policía del régimen tuvo algún respiro en la calle y pudo hacerse una idea de los destrozos en monumentos conmemorativos de la Guerra civil, placas de calles con nombres de militares sediciosos, santos demasiado tradicionalistas o aristócratas déspotas de los tiempos de los Habsburgo, más conocidos de los madrileños como los Austrias, o de los Borbones, desde Felipe V, o los Saboya, además de otros detalles que sugerían ser representantes o afines al régimen.
—¡Esta vez los grises no intervienen! —comentó un compañero de partido de Betsy—. Por lo menos hay medio millón de personas. ¡A ver si hoy se atreven a cargar!
Pero su apreciación no era correcta. En la plaza de España había ya estacionados más de cien furgonetas, con más de un millar de efectivos, tensos y nerviosos; motivados con un simple argumento: «O ellos o nosotros: ¡Si hay democracia nos quedamos sin empleo!» El argumento era elemental y no figuraba en ningún manual ideológico, era de puro sentido común, y se limitaba a un comentario más o menos velado entre colegas.
No eran aquellos buenos tiempos para quedarse si empleo, incluso aquel tan desprestigiado y hasta despreciable. La crisis económica suprimió muchos empleos conflictivos, creados bajo convenios colectivos pactados en secreto entre sindicatos ilegales y empresarios pragmáticos o, según ellos, simplemente liberales. Se suprimieron las horas extras, pero tan sólo las remuneradas no las otras; las de siempre que no estaban protegidas por contrato alguno, horas de la costumbre y la tradición, sobre todo en el servicio doméstico, o más bien, domesticado. En realidad sólo estaban seguros los empleos del Estado con carné de cualquier cosa donde figurase el águila imperial sujetando el yugo y las flechas. Bien podría ser un sindicato vertical, como el carné de socio de un club de campo: valía si tenía el mencionado escudo, y sólo se suprimieron aquellos que, pese a no mostrarlos, en lugar del escudo tenían una hoz y un martillo. Por alguna razón los empresarios afines al régimen tenían instinto para detectarlos con sólo cambiar un saludo con el empleado afectado. Ése era inmediatamente despedido por agitador y revoltoso, para lo que no era necesaria prueba alguna.
—¿Sabes? Ahora que te he conocido pienso que a lo mejor la gente de mi partido no tienen razón —le comentó de pronto Betsy a Teo, cogiéndole sin más del brazo, para que sólo él pudiera escucharla—. Muchos de los que están aquí no tienen ni idea de política; no saben quién fue Trotsky ni Bakunin ni Blanc, o incluso George Orwell o Saint Simon. De la Revolución francesa sólo saben lo de «Libertad, Igualdad y Fraternidad», pero no tienen ni idea de las causas ni de sus pensadores. Saben muy poco sobre Rousseau, Diderot o Voltaire, ni siquiera saben que pasó después, durante la Comuna de París o la Revolución rusa; ni de ninguna otra revolución del siglo XIX.
Miró al desorientado Teo, nervioso por sentir la presión insinuante del brazo de Betsy, como si le pidiera que le prestara más atención.
—Los españoles no sabemos de política —prosiguió segura del interés de Teo—. Creo que la mayoría de los que han venido a esta manifestación no están aquí porque desean revindicar nada de lo que está pendiente en nuestra historia, que es su mayoría desconoce. Toda esta gente se manifiesta porque se lo manda el corazón no la cabeza; porque saben perfectamente cuál es el futuro que conviene a sus hijos y a las nuevas generaciones. Los españoles tenemos mala cabeza y peor memoria, pero un gran corazón. ¡Lástima, porque un poco más de cabeza no nos vendría nada mal! Por eso no supimos evitar la guerra, lo que fue absurdo. Total, los sublevados eran una docena de militares incompetentes contra todo un pueblo en armas, ¡y por culpa de este corazón español y la falta de cabeza, no sólo no pudimos evitarla, sino que una vez declarada la perdimos!
Observó a Teo como esperando una respuesta, pero él era también un buen español; de corazonadas, pero no para reclamar la vuelta de la República, sino para estar al lado de Betsy, porque eso era precisamente lo que le pedía el corazón, y porque él también sabía que aquel no era ya su mundo y estaba obligado a poner su granito de arena para hacer el nuevo; aquel donde su madre, pese a tener un amante, tuviera alguna posibilidad de defenderse y justificar su acción, buena o mala, para la que él carecía todavía de una valoración.
—Llevas razón —le contestó, no por compromiso, sino plenamente convencido, a pesar de tener un sentido distinto—. Yo creo que…
—Pero tú qué quieres, ¿pacto o ruptura? —le interrumpió Betsy.
—¡Lo que sea más aceptable para los españoles! ¡Y no me interrumpas! —advirtió Teo, quien tenía previsto una larga explicación—. Yo tampoco sé mucho de política. En mi casa sólo se habla del Movimiento…
—Entonces tú eres… ¡Perdona, Teo; sigue, sigue…!
—Sí, yo debo ser lo que tú piensas. Mi padre… ¡mi padre es un general que combatió con Franco! —Betsy se llevó la mano a la boca para apagar una exclamación de asombro. Iba a interrumpirle pero Teo le volvió a pedir que no lo hiciera, y Betsy se controló—. Pero mi madre es más liberal, ¡quizás demasiado! —dijo lo de «demasiado» con cierto asombro, pues aquella era la primera vez que se atrevía a juzgarla—. Mi madre y yo siempre nos hemos llevado bien, también me entiendo bien con mi abuela. No sé si son de izquierdas o de derechas, pero son buenas personas; con sus manías y defectos, claro está. Porque siento un gran cariño por ellas sé que mi padre no tiene razón; que es un bárbaro; un fanático. Bueno, tampoco le odio, pero sé que está equivocado; porque no ha sabido hacer feliz a mi madre y amarga la vida de mi abuela. Quien no es capaz de hacer feliz a su mujer no puede tener ideas políticas correctas, por eso sé que mi padre no lleva razón, ¡aunque no entienda de política!
El griterío del tumulto le impidió continuar. No hacía falta. Betsy se quedó pasmada por lo contundente de sus argumentos, que le parecieron bien, y sin embargo ella no los había tenido nunca en consideración. ¡Era una absoluta novedad que alteró completamente su joven y tierna conciencia revolucionaria! Jamás en ninguna reunión política de su partido, pese a ser radical, alguien había sugerido la idea que para ser de izquierdas había que saber hacer feliz a una mujer, o viceversa, claro está. ¡Era un punto de vista totalmente nuevo, pero le gustó! Estrechó con más decisión el brazo de Teo y por primera vez, en su todavía corta existencia, se sintió segura y hasta feliz, pese al jaleo e incertidumbre de la manifestación.
CAPÍTULO X
A pesar de la inquietud, lentamente y sin decaer en su ambiente pacífico y festivo, la multitud se fue concentrando en la plaza de España. Todos sabían que un conocido actor leería una proclama a favor de la amnistía y de la democracia; y que ese sería el momento más tenso, porque no se sabía cómo iban a reaccionar los cientos de policías que acordonaban la plaza. Lo peor eran los grupos de provocadores incontrolados. Por supuesto que no todos eran de izquierdas, sino gentes con la mala intención de darle una justificación al régimen para abortar la lectura de la proclama, y de paso mostrar hasta que grado de violencia estaban decididos a emplear para mantener el orden en las calles de Madrid. El régimen sabía muy bien que si Madrid se alborotaba, al día siguiente sucedería lo mismo en toda España. Mantener las calles madrileñas bajo estricto control era prioritario. Tenían que evitar cualquier tipo de aglomeraciones. Incluso ya no se organizaban concentraciones de adhesión al régimen en la cercana plaza de Oriente, porque las cosas estaban demasiado maduras del lado de la democracia como para conseguir reunir a más de unos pocos miles de nostálgicos dispuestos a seguir alzando el brazo con la palma de la mano al estilo pretoriano, al tiempo que cantaban el «Cara al sol»; himno impuesto por los falangistas, que, pese a ganar la guerra, no lograron hacer su revolución nacional, sindical y católica, pero se habían infiltrado en los sindicatos oficiales, en la burocracia del Estado y sobre todo en el Ministerio de Educación, o, más propiamente dicho, de «Alienación». Por eso la universidad estaba revuelta; porque los falangistas del búnker no quería reformas, ni en los planes de estudio ni en el monolítico sistema de toma de decisiones, donde el catedrático, que era omnipotente, debía dar claras muestras de adhesión a los principios del Movimiento, por cierto cada vez más paralizado. Pero de los principios de su Movimiento Franco hizo lo que le vino en gana, y su mujer les puso un femenino toque de tradicionalismo maniqueo y católico pequeño burgués, adornado con sus ostentosos collares, parecidos a rosarios, con cuentas de perlas pero sin cruz en el remate de los misterios.
—Entonces… tu padre es un general del búnker —le preguntó Betsy, pero sabiendo ya la respuesta, sólo para dejar las cosas claras antes de confiar plenamente en él.
—¡Sí, y de los más fanáticos anticomunistas! ¿Y el tuyo?
—¿El mío? —a Betsy ahora le hacía gracia aquella pregunta. De haber sido otro hubiera hecho una apología detallada de las características socio-políticas de un obrero de la construcción en un país donde los sindicatos de clase estaban prohibidos y los trabajadores eran explotados sin miramientos, pero dadas las circunstancias, los padres ya eran un mero accidente, lo importante eran ellos y lo que viniera después; lo que sucediese después de aquella gigantesca manifestación—. Ya te lo puedes imaginar, ¡lo contrario del tuyo! Por supuesto, un obrero, ¡y de la construcción! Pero ahora me doy cuenta, no sin pena desde luego, que es tan del pasado como el tuyo. Yo le quiero, pero no porque sea de izquierdas, sino porque se ha sacrificado por mí; para que yo fuera a la universidad…
—Sí, es lo contrario. El mío no ha sacrificado nada por mí; es más, creo que me sacrificaría a mí mismo si supiera que estoy hoy aquí…
—Pues al mío le daría un ataque si supiera que estoy cogido del brazo del hijo de un general facha…
—Pero creo que mi madre lo entendería…
—La mía no tiene ideas propias, es una pobre mujer ignorante y casi analfabeta, dócil y sumisa; creo que tampoco a hecho muy feliz a mi padre… Sí, los dos son ya de otra época. Pero, sin embargo… —Betsy no sabía cómo continuar, pero sí que tenía que hacer alguna objeción al comentario anterior. De pronto le vino la idea—. Lo que yo me pregunto es ¿cuál es nuestra época? ¿Quiénes somos nosotros? ¿De dónde ha salido esta generación de españoles? ¿Por generación espontánea? ¿Somos un salto en la evolución? ¿Hijos ilegales de la II República? Con padres como los nuestros, ¿por qué nosotros estamos aquí, en esta manifestación? Si no lo hemos mamado, ¿de dónde nos vienen estas ideas? Me pregunto cómo nos recordarán los españoles de la próxima generación…
Miró a Teo esperando una respuesta, o simplemente que dijera alguna cosa para cambiar de tema, pero Teo se encogió de hombros porque no tenía la respuesta para tantas y tan complicadas preguntas. Por otro lado, él no se hacía preguntas de ese tipo, pero sabía perfectamente por qué estaba en aquella manifestación sin tener ni la menor idea de política. Era por ella; por su amistad.
Pero Betsy sabía con absoluta claridad que la suya era una generación llamada a poner orden en la historia; no para hacer cosas extraordinarias, sino para deshacer aquellas que se habían hecho contra la voluntad del pueblo y de la misma historia. Y esa era su incómoda misión; incómoda porque no representaba ninguna revolución, sino el retorno de la normalidad; es decir, podía decirse que aquella era casi una anti revolución. Lo sabía sólo con ver una película de Pasolini, o escuchar una canción de Pink Floid; o verse a sí misma sentada en una de las aulas de la universidad. Sabía que todo aquello era tan importante como la filosofía de Kant, de Hegel o de Sartre.
—¡España tiene que entrar de una vez por todas en la modernidad! —se dijo por fin para sí misma, tras buscar una frase corta pero contundente para ilustrar su opinión—. ¡España tiene que entrar en la modernidad! —repitió para hacerse una idea todavía más sonora de una idea tan profunda y cimentada en la historia—. Lo ha estado intentando desde la primera Constitución liberal; no, todavía desde antes, desde los Comuneros, y por unas causas o por otras; por culpa de los monarcas extranjeros, del tradicionalismo de los terratenientes o de la Iglesia católica reaccionaria, y ahora por algunos capitalistas, no lo hemos conseguido todavía. Sí, ése es el papel de nuestra generación: ¡abrir de una vez por todas las puertas del país a la modernidad!
Teo la escuchaba con suma atención. Por primera vez entendía el sentido de lo que le trataban de explicarle, porque estaba seguro de que hablaba de él; de sus relaciones con la madre infiel; de sus insoportables deseos de hacer el amor, pero sin sentirse culpable de nada; de librarse del fantasma de una adolescencia demasiado larga e ingenua. Betsy prosiguió sus reflexiones encantada al darse cuenta de que Teo le prestaba toda su atención. No era por adoctrinarlo, porque por primera vez no hablaban siguiendo los principios de una doctrina, sino de su propia conciencia y entendimiento: eran sus ideas, y nadie se las había inculcado.
—Si los españoles permitimos que Franco se muera tranquilamente en su cama —prosiguió para no dejar su pensamiento inconcluso— perderemos la última oportunidad de entrar en la modernidad. Franco es un delincuente, como lo son todos los dictadores, sobre todo los que han provocado una guerra civil…
—¡Pero también los del otro bando tuvieron su parte de culpa! —se atrevió a interrumpir Teo, no por tener ideas históricas claras de aquellas circunstancias, sino por poner un poco de equilibrio en la culpabilidad a la que Betsy hacía referencia.
—No; de ninguna manera, Teo. Siempre que el pueblo se levanta lo hace en el sentido progresista de la historia. Los oligarcas: aristócratas, terratenientes, militares, políticos, capitalistas o religiosos o lo que sean, no se levantan sino que se alzan, y siempre lo hacen contra la historia y contra el pueblo, por su propio interés de clase; en defensa de sus privilegios. Nunca el pueblo se ha alzado para defender privilegios sino para terminar con ellos. Un alzamiento popular siempre está justificado: ¡es la revolución!
—Pero…
—¡No hay peros!
—¡Sí, déjame hablar! ¿Qué pasó en Praga, o en Budapest? Si no me equivoco fueron los rusos los represores, ¡y se llaman a sí mismos progresistas y revolucionarios!
—Es cierto, un levantamiento popular puede malversarse por políticos desalmados, que ya no sienten como propios los principios de su revolución, como fue el caso de Napoleón o de Stalin, pero a la larga la voluntad del pueblo se sale con la suya y consigue hacer realidad las esperanzas creadas por su revolución. ¿Y que esperan de ella? ¿Por qué se sacrifican? Por nada especial. Dicho en palabras sencillas: ¡pan y paz para comérselo! Con el tiempo veremos a una Unión Soviética democrática, o incluso en China y en Cuba habrá democracia, y toda Europa estará unida y será democrática y se acabará la Unión Soviética tal y como es ahora. Pero cuando un régimen ha sido instaurado por un dictador, permanece en tanto el dictador no sea depuesto y condenado por el pueblo al que ha sometido. Si no condenamos todos los españoles el alzamiento franquista su fantasma permanecerá entre nosotros por generaciones. ¡Hasta que no lo hagamos España vivirá bajo una dictadura, y pese a que tengamos democracia, siempre habrá dos Españas!
Alguien que había escuchado la conversación entre Teo y Betsy, intervino dando también su opinión:
—Aquí no vale pacto que valga, señorita, sólo la ruptura; la III República es la solución. ¿Qué pasó en Francia? De nada sirvió que Napoleón, con todo su poder, intentara reinstaurar la monarquía y el imperio, ¡el pueblo finalmente se salió con la suya y trajo otra vez la República, la misma por la que se había levantado y hecho la revolución! Por eso mismo hoy nos hemos echado los madrileños a la calle, ¡para traer otra vez la República! ¡Esto también es una revolución, señorita!
El hombrecito, con un escaso y bien cuidado bigote, y gafas con una montura claramente anticuada, propia de quien cuida bien de sus cosas personales y nunca las pierde o las rompe, parecía la viva imagen de un profesor de provincias, pero de los de la II República. Alguien que había burlado el tiempo y esperado pacientemente a que llegara aquel momento; el tiempo de las justas reivindicaciones, personales e históricas, y no podía opinar de otra forma si había llegado de un largo viaje a través del tiempo.
Betsy dudó unos instantes, miró a Teo por si él tenía alguna opinión al respecto, pero era evidente que no sabía qué replicar.
—No señor, no es lo mismo y perdone que le contradiga a usted. Este país no es Francia ni Franco es Napoleón; ni siquiera podemos compararlo con Hitler o Mussolini, a quienes por desgracia los eligió el pueblo en las urnas, y Franco se eligió él mismo; porque sí, por sus narices —replicó Betsy, sintiendo que era una opinión recién inaugurada—. Napoleón tuvo sus atenuantes, por eso siguen venerándolo en Francia como a un héroe nacional. Pero Franco es un delincuente sin atenuantes. Él sabía que un golpe militar pondría en llamas al país, pero no tuvo el mínimo remordimiento de conciencia cuando se dio cuenta de que su cuartelada estaba desangrando España. No sólo creía que había dos Españas, la católica y tradicionalista, la suya, y la satánica y comunista, la de Moscú, sino que estaba dispuesto a exterminar completamente a la que no opinaba como él. Lo único que Franco ha conseguido, y es probable que pase a la historia precisamente por eso, es mantener abierta la herida por otros casi cuarenta años después de la guerra civil, por eso sigue habiendo dos Españas enfrentadas, lo que hace imposible que entremos en la modernidad. Hay que ser realistas; ahora tenemos que hacernos cargo de la situación. Media España no puede volver a combatir otra vez contra la otra media, ¡debemos ser todos los que condenemos la dictadura de Franco o seguiremos en la prehistoria! Tanto los de derechas como los de izquierdas; es decir, hay que pactar una democracia que sirva para todos por igual, y tal vez sea Juan Carlos quien pueda conseguirlo, ¡si es un verdadero demócrata, claro está!
—¡Pues entonces, señorita, estamos apañados por otros cuarenta años más!
—Y tú, Teo, ¿qué opinas?
—Lo mismo que tú…
—No hay alternativa: o pacto o nuevamente el caos. ¡Pero con condena de Franco, o seguiremos en las mismas de siempre!
En aquellos momentos la multitud dejó de corear sus consignas políticas; cesaron las conversaciones y los gritos de adhesión a sus causas o a grandes principios revolucionarios de la historia, y se leyó el comunicado. El texto había sido pactado por todas las fuerzas políticas convocantes y no era una sorpresa para nadie, incluso la mayoría lo consideró poco radical y reivindicativo, pero lo aplaudieron igualmente, mientras el actor que lo leyó se bajaba del podio sabiendo que ya era parte de la historia de aquel convulso país. Aquella había sido sin duda una de las actuaciones más comprometidas de toda su carrera, por lo que debía sentirse orgulloso, pese a no haber leído ningún manifiesto a favor de ninguna revolución. Betsy también aplaudía, pero con el mismo sentimiento de haber escuchado una proclama tolerada a regañadientes por el régimen. Pero tenía que ser así, porque ella también compartía la opinión de los que deseaban un pacto en lugar de una ruptura.
De pronto alguien próximo a ellos gritó: «¡Los grises; vienen los grises!», y en un instante se armó un verdadero caos en la plaza, porque nadie sabía realmente por qué cargaban y de qué lado de la abarrotada plaza venían.
Un grupo de manifestantes corrían huyendo de una carga policial proveniente de la plaza de Oriente, donde al parecer habían sido provocados tras la lectura de la descafeinada proclama reivindicativa. Ni Teo ni Betsy pudieron ver otra cosa que la masa de gente desplazándose hacia Princesa. Eran gente que corrían para ponerse a salvo de un castigo cuya falta no eran conscientes de haber cometido. Por eso, de no haber tenido miedo a la violencia ciega de estos servidores del desorden histórico, hubieran permanecido impasibles, esperando a los policías, para explicarles con educación y buenos modales por qué estaba allí; por qué creían que era importante manifestarse para pedir una amnistía general. Porque era inadmisible que hubiera presos políticos sin otras causas que el estar en desacuerdo con el régimen y manifestarlo públicamente; por ser de partidos políticos ilegales, cuando lo verdaderamente ilegal era el propio régimen.
Teo fue literalmente arrastrado por el tumulto asustado, pero Betsy se quedó momentáneamente rezagada, porque se había subido sobre uno de los bancos de la plaza, tratando de ver lo que sucedía; intentando ver con sus propios ojos lo que su sentido de la justicia le decía que era imposible que pudiera suceder, ¡pero sucedía! Desde la calle de Bailén, paradójico nombre para las circunstancias, corrían hacia el primer grupo de manifestantes un grupo de unos cincuenta policías, provistos de porras y protegidos con cascos, que intentaban cargar contra un grupo que les hacían frente a la altura de la calle Ferraz. En un instante, antes de que Betsy pudiera reaccionar; fascinada por la irracional violencia del espectáculo que se disponía a contemplar, manifestantes y policías se confundieron en una violenta pelea. Era como si los policías descubrieran de pronto que aquellos jóvenes justamente indignados eran una pandilla de delincuentes comunes a los que buscaban hacía tiempo y por tanto les odiaban, así sin más, por profesionalidad y respeto a la paz y el orden; por adhesión interesada al Caudillo, que los mandaba, motivaba y pagaba sus respectivas nóminas; por el temor a perder su empleo o por cualquier otra razón peregrina, o simplemente sin razón alguna, sólo porque sí; porque tenía que hacerlo. Algunos de los chicos les gritaban: «¡Pedazos de acémilas, estamos aquí por el bien de vuestros hijos! ¿Pero es que no os dáis cuenta de que en este país las cosas han cambiado?». Otros, en tanto los policías estaban todavía a prudente distancia, se atrevían a intentar cualquier desesperado diálogo, con la ingenuidad de cree que aquella gente acudía a reprimir una manifestación provistos de entendimiento para atender a razones y argumentos. «¿Es que vais a golpear a hijos de obreros, como vosotros?» Pero los grises no sólo no atendían a razones, sino que esas mismas razones les provocaban más deseos de reprimirlos, porque no podían soportar cargar y golpearlos si tenía siquiera una sombra de duda en su conciencia de ir en contra de la razón histórica. Por eso les gritaban «¡A callar y a dispersarse!» Pero los chicos no callaban, porque no habían acudido a aquella gigantesca manifestación para callar sino para gritar, tan alto como les fuera posible, todas esas buenas razones hasta que se agotaban una vez recibido el primer brutal golpe de porra irracional e injustificado. Entonces optaban por cambiar de argumentos y de táctica: en lugar de buenas razones, proferían insultos y les arrojaban piedras. Así es que pese a que estas calles habían sido asfaltadas de alguna parte sacaron adoquines, ramas secas, y cuantos objetos arrojables encontraban por la plaza, que lanzaron contra los policías. Alguno resultó alcanzado, lo que crispó los ánimos, como si los chicos no tuvieran derecho a defenderse con violencia cuando estaban siendo tratados con violencia; confundidos por sentirse las víctimas, cuando los policías tenía la fuerza y la capacidad de hacer que los víctimas fueran siempre los manifestantes. Por eso llegaron nuevos refuerzos que se sumaron a la primera carga, para asegurarse quiénes debía ser las víctimas.
El gentío se movía con torpeza y desconcierto hacia Princesa y pronto los policías tomaron contacto con ellos, golpeándoles sin miramientos, fueran jóvenes o ancianos; mujeres o niños, que también los había por la inconsciencia o el exceso de confianza de sus padres.
Los policías rompieron el cerco de los que les atacaban y se abalanzaron contra la multitud desprevenida que permanecía en la plaza, incapaz de moverse en ningún sentido, porque tampoco sabían en qué sentido tenían que moverse, y rodeaban grupos de manifestantes a los que golpeaban brutalmente. Betsy se quedó atrapada en uno de esos grupos sin escapatoria posible. Se agarró a la primera persona que tenía más próxima a ella, como si buscara protección contra los golpes de la policía, o tal vez el consuelo de un ser verdaderamente humano en medio de tanta ferocidad animal, acurrucándose detrás de él. El hombre era el mismo que le había hecho la objeción sobre la conveniencia de la vuelta de la República. «¡Ahora entenderá usted, señorita, lo que le comenté hace un rato! Espero que no me rompan las gafas, ¡que no tengo más que éstas!» Le dijo sin poder evitar él también un gesto de pánico. Betsy recibió un primer golpe, pero apenas sintió dolor, porque estaba tan excitada que su mente no respondía al dolor. Pero se revolvió fuera de sí, humillada por la brutalidad ciega de quien le había golpeado y le gritó «¡Bastardo de mierda, ¿por qué no le pegas a tu padre?» El policía enrojeció de ira y volvió a descargarle un nuevo golpe, porque ahora no necesitaba sugestión ni profesionalidad, la chica le había dado un buen argumento personal para odiarla de verdad, cuando apenas habían cambiado dos desagradables palabras. Siempre era un consuelo que la víctima mostrara algún signo de culpabilidad para golpear con más ánimo y decisión, y las víctimas, tras el primer golpe puramente de trámite, siempre se lo daban. Así era la psicología de su complejo trabajo.
Mientras Betsy era golpeada sin miramientos, tendida en el suelo y tratando de proteger su cabeza y su dignidad, Teo intentaba desesperadamente evitar ser arrastrado por la multitud, haciendo verdaderos esfuerzos para regresar al lugar donde había perdido el contacto con Betsy. Cuando la vio en el suelo, junto con otros compañeros, y contempló horrorizado cómo la golpeaban, su corazón latió con tal fuerza que parecía que fuera a salirse del pecho. La última vez que sintió algo parecido fue en su ya lejana infancia, cuando su juguete favorito dejó de funcionar. No era lo mismo, en aquella ocasión sintió pánico, ahora era indignación, pero ambos sentimientos eran de la misma intensidad. Exceptuando este caso, nunca antes había sentido nada parecido porque tampoco antes había tenido una amiga por quien preocuparse, y si llegara el caso, como por desgracia estaba sucediendo en esos momentos, para defenderla de cualquier peligro.
Naturalmente que no pensó en las posibles consecuencias. El ser hijo de un general le hacía sentirse inmune, intocable; a él nadie podía ponerle las manos encima sin correr el riesgo de buscarse la ruina, fuera quien fuera el agresor, porque un general del búnker tenía poder para ordenar castigos a quien fuera, sin importar su clase social, profesión o rango. Incluso Teo había provocado la expulsión de un profesor de Instituto por haberle insultado tratándolo de retrasado mental porque fue incapaz de resolver una ecuación con polinomios.
Así es que convencido de su autoridad, se abalanzó sobre el policía que golpeaba a Betsy empujándole con tanta violencia que le hizo rodar por el suelo. La agarró por el brazo y la ayudó a incorporarse, rescatándola del grupo que estaba siendo apaleado, y burlando a los otros policías, que estaban ocupados en golpear a sus propias víctimas, consiguió ponerla a salvo.
Una vez libres, corrieron tanto como pudieron en dirección a Princesa y cuando se creyeron estar a una prudente distancia, se detuvieron para recuperar el aliento.
—¿Qué te han hecho esos mal nacidos? —le preguntó Teo, sacudiéndole los restos de tierra del jersey y tratando de tranquilizarla.
—¡Me ha aporreado, pero ni lo he sentido de tanta rabia que me ha entrado! ¡Gracias, Teo; me has salvado de una buena! Lo siento por aquel hombrecillo del bigote; el pobre se preocupaba más por que no le rompieran las gafas que la cabeza. ¡Animales!
CAPÍTULO XI
La manifestación pro amnistía terminó en una batalla campal. Lo que pretendía ser una demostración de sentido común, terminó siendo un espectáculo de bochornosa irracionalidad, porque los que debían defender el orden público fueron los que provocaron los altercados. Un millar de efectivos policiales sin argumentos, pero con un incomprensible deseo de venganza contra quienes trataban de no volver a pensar en venganzas, fue capaz de estropear el buen ánimo de medio millón de madrileños, que ahora, en lugar de corear canciones alegóricas a la paz y la reconciliación, proferían insultos para justificar al menos el haber sido agredidos.
Media hora después de los primeros altercados, aparecieron tanquetas y camiones manguera, de las que eran habituales en el campus de la universidad, pero donde al menos sólo había jóvenes que bien podía soportar una ducha fría en aquella época del año. Pero ahora se trataba de gente común, obreros y jubilados sin derechos, muchos todavía supervivientes de la guerra civil, con sus hijos y sus esposas, tan poco habituadas a las carreras como ellos; y los niños, que creían que sus progenitores los llevaban a una fiesta, aquel día perdieron su inocencia, al ver como golpeaban a sus padres sin una razón que ellos pudieran entender.
Así fue el final de aquella gran demostración de solidaridad con los presos políticos que se celebró un sábado de una soleada mañana madrileña, donde Teo perdió su ya innecesaria ingenuidad y desafió, junto con los demás, la causa de su generación, ganándose de paso, el afecto de Betsy, quien aunque le resultara difícil de creer, tenía que aceptar que el hijo de un facha se había convertido en su héroe y salvador. ¡Lo que era suficiente motivo como para reflexionar sobre aquella nueva situación!
Después de la carrera y a salvo, lejos de la violencia policial indiscriminada, los dos comprendieron que después de aquella experiencia ya habían contribuido razonablemente con la historia del país y ahora les tocaba a ellos hacer la suya propia. Betsy seguía conmocionada; la ira por haber sido injustificadamente golpeada todavía no le había desaparecido. De vez en cuando le volvía la imagen del policía golpeándola brutalmente y se ahogaba de indignación. Respiraba hondo, lanzaba un largo suspiro, como si pretendiera expulsar por la boca la ira que le oprimía el pecho y le provocaba espasmos en el estómago. Por momentos se sentía relajada, ya junto a su imprevisto salvador, pero instantes después le volvía el malestar por la imborrable imagen de la violencia. Recordaba además el hombrecillo de las gafas pasadas de moda; su preocupación por evitar que se rompieran, y ahora recordó también haberle visto cómo se las quitaba apresuradamente antes de su fatal encuentro con la policía y cómo las guardaba apresuradamente en su funda y buscaba en lugar más adecuado para protegerlas. Pero también recordó que no tuvo tiempo, y ahora le venía la imagen de las gafas y su estuche rodando por los suelos, y al hombrecillo cubrirse la cabeza con los brazos, dando ya por perdidos sus anticuados anteojos. Entonces llegó Teo, derribó al policía y pudo rescatarla a ella, pero el hombrecillo quedó tendido en el suelo, junto con otras dos personas que no llegó a reconocer. Todavía vio como un policía hacía añicos las gafas de un pisotón, accidental o a propósito, vaya usted a saber, teniendo en cuenta la mentalidad de aquellas gentes.
—¡El pobre hombre; esos animales le han hecho añicos sus únicas gafas!
Entre espasmos y largos suspiros fue recuperando la calma y la normalidad. Entonces Betsy empezó a darse cuenta verdaderamente de lo que había sucedido. Vio nuevamente a Teo abalanzarse hecho una fiera sobre el policía y derribarlo, pese a que le superaba por lo menos en dos palmos y no digamos en corpulencia. Pero él lo había derribado como si se tratara de una marioneta, y de un solo empujón. Pese a su insignificante apariencia resultaba que Teo estaba dotado de una fuerza especial, y que ahora le parecía casi sobrenatural, capaz de hacer frente a un ejército de grises enfurecidos por supuestas razones políticas que debían defender, y derribarlos a todos de un solo empujón. De pronto, ya totalmente recuperada, se dio perfecta cuenta de todo: había invitado a un compañero de universidad a una manifestación por amnistía porque creía que aquella sería la mejor manera de mostrarle sus ideas y de paso saber quién era verdaderamente y cómo pensaba, y ahora resultaba que el alumno se había convertido en el maestro, y le había dado una soberana lección de compañerismo y de amistad comprometida. Y todo eso sin utilizar un solo argumento político, sin mencionar a Trotsky ni a Marx; sin preguntarse si la vía revolucionaria china o albanesa era más adecuada que la soviética; sin sacar a Sartre a relucir, ni haber mencionado para nada Mayo del 68. No; Teo le había demostrado cómo pensaba de forma sencilla pero arriesga: la había rescatado de las garras del mal como si fuera una princesa presa de un maleficio, y ahora llegaba el momento del beso liberador. Todavía sugestionada e inmensamente segura y feliz rodeó al desprevenido Teo con sus brazos y le besó suavemente en los labios.
—¡Esto por tu valentía!
El sorprendido Teo apenas pudo darse cuenta de lo que le había sucedido, pero inmediatamente se dio cuenta de que aquella era la primera vez que una mujer, que no fuera su madre, tía o abuela, le besaba por haber hecho algo meritorio. Por otro lado al sentir la suavidad de los labios de Betsy se dijo a sí mismo que era preciso y urgente que ella le volviera a besar, pero pedírselo sin más, sin otro motivo justificado, le parecía violento. Pero Betsy leyó su pensamiento; o mejor simplemente su deseo, y volviéndole a rodear con sus brazos le besó nuevamente, pero esta vez lo hacía porque tras el primer beso deseaba hacerlo sin agradecimientos, sólo por placer.
—¡Y éste porque sí!
Teo, pese a que carecía de experiencia, y tal vez sugestionado por alguna escena de una de las película de Arte y Ensayo que veía con cierta frecuencia, se atrevió a rodearla por la cintura, estrecharla con fuerza y tomando él la iniciativa, la besó con las mejores trazas que le fue posible, teniendo en cuenta que se trataba de una imitación cinematográfica, y para colmo aquella era la primera vez que besaba a una mujer. Cuando la sorprendida Betsy pudo decir algo, se limitó a preguntar casi sin aliento:
—¿Y éste por qué, Teo?
—¡Qué sé yo, Betsy! Por algo será, ¿no?
Pero Betsy no quería escuchar una respuesta para la que ya tenía sobradamente la respuesta: Teo la deseaba. Sus besos le dejaban perfectamente claro que se trataba de un pobre muchacho inexperto y enamoradizo. En otras circunstancias le hubiera rechazado y puesto punto final a aquel romance, pero después de lo sucedido sería algo inaceptable. Teo había hecho meritos suficientes como para recibir un premio mayor y por otro lado ella tampoco le desagradaba físicamente. Desde luego no había tenido tiempo de considerar la posibilidad de que se hubiera enamorado de él, pese a que en sólo unas horas habían vivido experiencias intensas en común, propias de dos personas que se sentía mutuamente atraídos, pero para eso tendría que suceder otras cosas; era necesario más tiempo; citarse varias veces y cada vez que le esperase sabría hasta que punto su afecto por él estaba creciendo. Pero sólo hacía dos días que intimidaban más allá que en sus relaciones de compañeros de clase en la universidad. Así es que estaba decidida a hacer el amor con él pero no por que estuviera enamorada sino por una curiosa mezcla de deseo propio, agradecimiento y cierto maternalismo, inevitable en toda mujer cuando se relaciona con un chico inexperto y primerizo.
Por eso decidió que lo mejor que podían hacer era ir al café de Argüelles, tomar unas cervezas, o mejor unos vinos, bebida mucho más adecuada como anticipo de una noche de amor apasionado, para entrar en ambiente y pedirle a sus compañeros de partido las llaves del piso franco que utilizaban para sus reuniones, y desde luego asegurarse de que estarían solos.
En la calle, pese a las cargas, gritos y descalabros, se vivía un claro ambiente de triunfo; como si los manifestantes, pese a llevar la peor parte en la batalla campal, estuvieran plenamente convencidos de que sus argumentos habían triunfado, y alguien en el Gobierno los tendría inevitablemente en consideración. Los policías, sin embargo, eran personas derrotadas de antemano, a quienes no les quedaban ya más argumentos que los golpes, pero que los utilizaban como si fueran convincentes y además ellos fueran los vencedores.
En el café los chicos estaban excitados e indignados, y se contaban unos a otros sus peripecias; los golpes recibidos y los evitados; los contragolpes y sus relativos éxitos, con uno o dos policías descalabrados frente a un centenar de los manifestantes, pero teniendo en cuenta la ausencia casi total de objetos contundentes por la prudente medida del Gobierno de asfaltar las calles madrileñas después de la experiencias de Mayo del 68 en París, podía decirse que era una buena proporción. Al menos a ellos se lo parecía.
Los camaradas de Betsy entendieron pronto la idea. Con solo ver la expresión de Teo tenían claro que era la de alguien que se disponía a hacer el amor por primera vez, y Betsy les parecía una persona adecuada para el difícil arte de la iniciación en la sexualidad. Sin duda que alguno de ellos habría sido también su alumno, en este caso por camaradería y sentido del deber, pues no era aceptable que un militante progresista se arriesgara a vivir en la clandestinidad sin haberse acostado con una mujer. No era una obligación, desde luego, pero si algo de sentido común y perfectamente lógico: estaban allí para divulgar una ideología cuya primera lección era desprenderse de cualquier inhibición, tabú, mito o represión; el sexo era el primer paso, y para ello era necesaria una mujer del mismo partido y con las mismas ideas libertarias, es decir, Betsy.
Pero esta vez era distinto: Teo no era del partido; era el hijo de un general del búnker. Sin embargo deseaba acostarse con él, y no sólo por haberle evitado una buena paliza y su posible detención, sino porque después de que Teo se atreviera a besarla, estaba convencida de que aquel chico le gustaba lo suficiente como para hacer el amor con él.
Tomaron el metro porque el día se había enrarecido de tal manera que apenas circulaban vehículos y no había manera de encontrar un taxi libre. Durante el trayecto Teo se limitó a pasarle el brazo por los hombros de Betsy, tal y como él creía que se debía de hacer cuando una pareja se tiene ya suficiente afecto y confianza, y ella le rodeaba por la cintura, por detrás del jersey que llevaba sobre los hombros. Cualquiera diría que se trataba de una pareja de novios ya consolidada; que se tenían mutuo cariño desde hacía mucho tiempo y no eran necesarias otras muestras de afecto. Teo miraba a la gente pendiente de sus expresiones, para saber si su manera de proceder les parecía la más adecuada y correcta o demasiada fría, convencional y distante. Él sólo quería dar la sensación de normalidad.
Teo sabía con toda seguridad que iban a hacer el amor con Betsy, pese a que ella no se lo había dicho de forma expresa, sólo con gestos y miradas, y por esa razón, pese a su aparente tranquilidad, hasta llegar a la estación de Prosperidad no se dio cuenta cabal de que había subido en el Metro, distraído con sus pensamientos sobre la manera más correcta de comportarse durante el viaje. Cuando Betsy se limitó a decir: «Hemos llegado», pensó que el piso debía de ser alguna dependencia del mismo ferrocarril metropolitano, por eso se extraño de verse de nuevo en la calle. «Es aquí cerca.» Le dijo ella, sabiendo que andaba nervioso y despistado y que era prudente hacerle creer que la espera ya no se demoraría mucho. Teo se limitó a comprobar con la mano libre que en el bolsillo tenía la cajita de los preservativos, pese a que no sabía si sería correcto utilizarlos.
Las calles por las que pasaron le parecieron interminables y además deshabitadas. El barrio entero debía de estar deshabitado, pese a ser una de las zonas más concurridas de Madrid, pero él no podía ser consciente de toda aquella gente porque no tenía otra idea en la cabeza que la imagen de una cama que trataba desesperadamente de representar en su maltratada imaginación, debido a una infancia simple y escasamente estimulada. Como estaba decidido a seguir llevando su brazo sobre los hombros de Betsy, pues no sabía donde ponerlo de no estar en aquel lugar, tuvieron alguna dificultad para caminar, en especial cuando subían o bajan el escalón de alguna acera excesivamente alta de lo habitual. Betsy no hizo nada por librarse de aquel molesto brazo bufanda, por no herir sus sentimientos, pero dejó de cogerle a él por la cintura, pues alguien debía mantener el equilibro para no caerse los dos en cada nuevo escalón.
El piso estaba en una casa común, elegida ex profeso para que no se destacara en nada de las demás y tuviera signos distintivos que pudiera orientar a la policía. También la altura de piso era la más normal para pasar desapercibido: el tercero. El segundo hubiera sido fácil de localizar y el cuarto también si tomaban el ascensor, pero el tercero era demasiado alto para subir a pie y demasiado bajo para subir en ascensor, por tanto podía decirse que era casi invisible. El piso contaba con bastantes habitaciones pero todas, excepto la cocina y el cuarto de baño, tenía una sola función: hacer de dormitorios. Había camas plegables en el pasillo, en el comedor, incluso en un pequeño cuarto donde no cabía otra cosa de los utensilios de limpieza, pero donde había sitio suficiente para otra cama porque no había ningún utensilio de limpieza.
El piso, por tanto, estaba descuidado, con barras de pan endurecido sobre la mesa de la cocina. Las basuras, con resto de pollo asado, estaban sin tirar desde hacía por lo menos una semana. Por precaución no había signo alguno que pudieran identificar a sus habitantes; ni cuadros que orientara sobre sus gustos, ni fotos de familiares o amigos que pudiera identificar a sus moradores. Además de las camas, había abundantes sillas, sobre todo en la sala que ya no tenía función de comedor sino de lugar de reunión. Sólo cuatro eran similares, compradas al unísono con la gran mesa central, el resto había ido apareciendo según su necesidad de procedencias diversas y formas imprecisas, en su mayoría plegables, sin duda las más fáciles de transportar.
Betsy no quiso hacerlo complicado ni dar la sensación de que lo hacía por simple placer y dejó que él llevara la iniciativa, para que se sintiera más seguro, pero echándole una manita en los detalles más embarazosos, como desabrocharle el pantalón o indicarle con disimulo la posición adecuada para hacer el amor.
Cuando Betsy le dijo que tomaba la píldora, él tenía ya la cajita de preservativos en la mano, orgulloso de su sentido de la responsabilidad. Algo azorado se limitó a sonreír y exclamar un «¡Claro, que ignorante!», y haciendo un sitio sobre la gran mesa llena de panfletos del partido, para que no se cayera al suelo, dejó la embarazosa cajita, y acto seguido hicieron el amor. Teo se asombró de lo fácil que había resultado lo que durante tanto tiempo que pareció uno de los misterios de la naturaleza humana más difíciles de desentrañar.
Apenas se recuperaron de éxtasis del orgasmo, relajados y satisfechos de haber superado la prueba aceptablemente, aunque algo apresurados, escucharon un estruendo, como si alguien tirase la puerta abajo, y segundos después eran encañonados por tres policías de paisano; tres ejemplares copiados unos a otros, con la misma ropa gris y corriente, la misma arma oficial empuñada con los mismos gestos intimidatorios; la misma expresión de asco premeditado y ensayado una y mil veces, durante cada nueva detención tras la clásica patada a la puerta.
—¡Se acabó la jodienda! —dijo uno, que parecía el inspector al mando, pero que pudo haber dicho cualquiera de los tres—. ¡Estáis de detenidos! ¡Andando para la DGS y sin hacer tonterías, que no está la noche para fiestas!
Teo quiso protestar alegando ser el hijo de un general, pero el inspector, habituado a exigir silencio a los detenidos como medios violentos, le golpeó en la cara con el dorso de la mano que empuñaba la pistola, al tiempo que le ordenaba «¡A callar y a obedecer, anarquista de mierda!» La mejilla le ardía de dolor y al llevarse la mano sintió el calor familiar de la sangre propia. Le permitieron ir al baño para lavarse la herida y aplicarse algo para detener la hemorragia, pero recordándole una vez más que estar detenido era igual que estar mudo, o le sangraría la otra mejilla. Teo obedeció, pero se dijo que tan pronto como su padre tuviera noticia de cómo le habían tratado, aquella sería la última vez que aquel animal pegaba a una persona inocente. Betsy no dijo nada porque tenía experiencia de lo que sucedía en una detención, pero sentía como propio el golpe que recibió el inexperto y desprevenido Teo.
CAPÍTULO XII
Doña Isabel se había asomado ya varias veces al balcón principal para ver si veía a Teo en la calle, no fuera a estar entreteniéndose con alguna de sus amiguitas en una noche como aquella. Franco había decretado el estado de excepción y vehículos cargados de grises recorrían la ciudad haciendo sonar las sirenas para impresionar a posibles alborotadores. Los camiones-manguera y alguna tanqueta armada habían tomado las zonas de la ciudad más conflictivas tras la gran manifestación. Muchos estudiantes se habían concentrado en el campus de la universidad, donde eran perseguidos y disueltos con chorros de agua presión y alguna que otra pelota de goma. El rector, una persona de buenos principios morales y más liberal de lo tolerado, elevó una queja oficial al ministro del Interior por la ilegal ocupación del campus por la policía, pero el estado de excepción lo permitía.
«La ocupación de la universidad por la policía es un atentando contra la cultura y contra la inteligencia —escribió al ministro—. Es como si Millán Astray volviera a gritar: ¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!, ante nuestro ilustre Miguel de Unamuno.» —y otras cosas por el estilo, argumentando la brutalidad policial indiscriminada, incluso contra jóvenes cachorros del régimen.
El ministro del Interior, que de mala gana permanecía aquel día en su despacho, frunció el entrecejo, se reclinó sobre su solemne sillón de cuero negro, se rascó nervioso un lado impreciso de su brillante calva, y masculló entre dientes: «¡A éste habrá de que depurarlo, por comunista!» Luego escribió en su agenda «Depurar al rector de la Complutense» y llamó a la DGS para saber cómo se habían producido los enfrentamientos. «Han sido los agitadores marxistas de siempre, su señoría —contestó el jefe del operativo policial—. Hasta que no los encerremos a todos, en las calles de Madrid no habrá paz ni orden.» «¡Pues enciérrenlos a todos de una jodida vez!» Contestó el ministro, visiblemente alterado, para que su comentario se interpretara como una orden. «¡A sus órdenes, su señoría! Ya hemos encerrado a unos cuantos, y estamos registrando pisos francos. A ver si a última hora podemos darle a usted buenas noticias!» El ministro no insistió. Colgó el teléfono, cerró la agenda y murmuró contrariado: «No, si al final tendremos que ceder en algo para que se calmen los ánimos. ¡No vamos a encerrar a medio Madrid!»
Dieron la once y Teo no dio señales de vida. El general, alarmado, llamó a la DGS de la Puerta del Sol, por si había sido detenido, porque en esos días no se respetaban ni a los hijos de los militares de alta gradación.
—No, mi general, con ese nombre no hemos fichado a nadie, pero... quién sabe, a lo mejor... bueno que puede estar detenido sin haber sido fichado todavía... Es que hay más de cien detenidos y ya puede imaginarse el jaleo burocrático que tenemos formado...
—¡Pero, al menos tendrán una listas con sus nombres!
—Por supuesto, mi general, debe de haberla por ahí; ahora mismo pregunto a los compañeros y le digo algo.
—¿Y qué sabe usted de los heridos? ¡A ver si está en alguna casa de socorro y les tengo que meter un puro por indisciplinados!
—¡Sí, señor; digo, no señor! Quiero decir... eso, que no sé... pero ahora mismo pregunto a un compañero y le digo algo... Verá usted, en realidad yo no soy el responsable de este operativo... Si le digo la verdad, se ha llevado un poco a la ligera, sin disciplina... ¡Que aquí todo el mundo manda! Bueno, en seguida le informo, mi general... Le llamo en cinco minutos, pero esté tranquilo, mi general, que si hubiera pasado alguna desgracia con... bueno con su chaval, ya me entiende, ¡eso sí que lo sabríamos!
Por tanto Teo no estaba muerto, pero siempre cabía la posibilidad de que estuviera herido o simplemente contusionado, como así era. Hacía tiempo que el general estaba preocupado por Teo, a quien había mandado vigilar discretamente desde que ingresó en la universidad, razón por la cual la policía dio con el piso franco de Prosperidad, para saber con quién se relacionaba. Pero el general tenía también la firme decisión, si fuera necesario, de repudiar a su propio hijo si se probaba que pertenecía a alguno de los partidos políticos de la clandestinidad, pero no habría piedad si además fuera el comunista. Era, desde luego, una decisión inevitable e irrevocable.
—Ya te digo ahora mismo, Isabel, que si resulta que el chico está afiliado al Partido Comunista ¡lo desheredo hoy mismo y que le den de comer los rojos de Moscú!
Tampoco doña Pura podía dormir. Menos mal que en su pequeño transistor, protegido por una primorosa funda de ganchillo tricotada por ella misma, podía seguir, con abundantes lagrimones empapándole las mejillas, la última hazaña humanitaria de Alberto Oliveras en Radio Madrid. Esa noche en particular el drama era apoteósico: nada menos que dos inocentes criaturas pedían a los radioyentes ayuda para comprar el marcapasos que salvaría la vida de su pobre mamá.
«Debe ser un aparato caro», pensaba la sensata mujer. «Seguro que lo tienen que traer del extranjero». Para doña Pura, las cosas caras eran siempre extranjeras. Pero los ajos, por ejemplo, podían ser españoles, porque eran baratos. Su pequeño transistor era extranjero porque era caro, pero la escoba de la cocina era española, porque era barata. En cuanto a su minúscula radio, simplemente no le cabía en la cabeza que en algo tan pequeño y sin enchufe se pudiera escuchar en la cama, tranquilamente y sin molestar a nadie, no sólo a Oliveras, sino radio-novelas, noticias, música dedicada y otras cosas que ella no había llegado todavía a descubrir por su poca maña para mover la ruedecilla de la sintonía. «Esto sólo lo saben hacer lo extranjeros», insistía admirada, sin poder evitar nuevos lagrimones de emoción cuando Oliveras, ¡por fin!, pudo dar la feliz noticia a las dos criaturas de que su mamá tendría marcapasos. «Un día de estos me veo en la radio pidiendo otro para mí, porque este corazón mío ¡ya está para el arrastre!». Entonces pensó en la suerte que habría podido correr Teo y, vuelta a empezar: el corazón que se le desbocaba.
Sonó el teléfono sobre las once y media de la noche, y tanto doña Pura como los demás de la casa sabían de qué se trataba: sin duda eran noticias del señorito Teo. Si hubiera estado Conchita en casa tenía la rigurosa obligación de descolgar el teléfono, fuera de día o a las tantas de la noche; debía decir: «Residencia de los señores Castroviejo de Zúñiga, ¿dígame?». Así es que tuvo que ser doña Pura quien atendiera el teléfono, y la pobre mujer ya estaba en el pasillo, arrastrando una zapatilla que con la precipitación no quería entrar debidamente en su pie hinchado.
—Deja Pura, que descuelgo yo; esto es cosa del chico —dijo el general adelantándose a la cocinera. El hombre estaba furioso. Sabía que su hijo era ya medio comunista, no por informes confidenciales sino porque le encantaban las cosas de los comunistas, como las películas de Arte y Ensayo en versión original. Él era de la opinión de que un patriota nunca ve una película en versión original y además subtitulada —. Sí, diga; Francisco Castroviejo al aparato… ¿En la DGS?... ¿Por qué lo han detenido?... ¡Casi no me lo creo, pero ya sabía yo que mi muchacho no andaba con buenas compañías!... Sí, voy en seguida; media hora… ¡y no me le pongan la mano encima o les meto un puro!
Doña Isabel también estaba alarmada. En el fondo se sentía culpable. Pensó que debió ser el tendero, su cada vez más indeseado amante, quien le habría metido todas esas ideas absurdas del amor libre y otras tonterías de anarquistas en la cabeza. Seguramente le habría contado lo liberal que era su propia madre y Teo lo habría mal interpretado. Ella quería dejarlo; mandar a paseo al anarquista, pero tenía miedo de que fuera con el cuento a su marido. No lo sentía tanto por ella como por él. Sin duda que su marido lo mataría, o tal vez dados los tiempos que corrían no llegara a tanto, pero de cualquier manera lo pondría entre rejas por una larga temporada, y la buena mujer, pese a todo, le estaba agradecida.
—Voy contigo, Francisco, el niño necesita ahora a su madre.
No; no era que recobrara súbitamente su instinto materno, era que estaba aterrorizada, por lo que Teo, en aquellas delicadas circunstancia, podría contarle a su marido.
—¡Tú te quedas aquí, que esto es cosa de hombres!
«¿Hombres?, pero ¿qué hombres?» Pensó contrariada. Ella no había conocido más hombres que el chico de la tienda de ultramarinos, el anarquista probablemente culpable del adoctrinamiento de su pobre niño. Su marido, con todo lo grande e imponente que era, en especial con su uniforme de gala y sus medallas y condecoraciones, siempre la había parecido un chiquillo jugando a soldaditos. Desde su punto de vista, como mujer, un hombre debía servir para algo más que dar y acatar órdenes, conquistar ciudades y mandar fusilar enemigos; debía evitar que su propia esposa tuviera un amante anarquista. ¡Esa era su idea de un hombre!
El general se vistió con uniforme de campaña, porque dadas las circunstancias era conveniente que pudiera ser rápidamente identificado. No era una noche para andar de paisano, y aún con el uniforme habría que ver si los grises no meterían la pata. Por eso llamó a Gobernación para pedir escolta; bastarían dos motoristas, y pondría la sirena, la que no utilizaba desde los tiempos en que perseguía al maqui. Revisó que la pistola reglamentaria estaba cargada; se la enfundó en la cartuchera y se miró al espejo. Era absurdo preocuparse por las apariencias en una noche como aquella, pensó, pero un general no sólo tiene que serlo sino parecerlo. Sí; parecía un general, tenía el abdomen adecuado, la estatura justa, el corte de pelo era impecable y el bigote el adecuado para tan alto rango. ¡Lástima que dada la hora no pudiera lucir también sus impresionantes gafas de sol de montura dorada, las que le regalaron en el economato de los norteamericanos de Torrejón!
«Pero ¿por qué este chaval tiene que frecuentar esas amistades? ¿Qué más puede pedir este desgraciado? —reflexionaba mientras cambiaba de pose frente al espejo—. La culpa es de Isabel. Se lo dije: para ser un buen patriota tiene que seguir la carrera militar. ¡Filosofía y Letras! Pero ¿qué mierda es eso de Filosofía y Letras! Letras todavía, pero ¡filosofía! ¡Todos los filósofos son comunistas! Ahí está la historia: Ortega y Gasset, o ese barbudo mal nacido de Marx y el otro, el Jengel ése, o como se llame, ¡todos rojos! Por no decir medio mariquitas. ¡Filosofía y Letras…! ¡A ver ahora cómo meto yo en cintura a este filósofo de las narices!».
Se encasquetó la gorra; se palpó una vez más el arma reglamentaria en su cartuchera, y llamó a la cocinera para advertirla de que tuviera algo preparado para cuando llegara Teo, y ella le respondió que ya había pensado en ello. Llamaron a la puerta y doña Pura, pese a no ser su costumbre, la abrió y aparecieron los escoltas. Se cuadraron frente a la pobre mujer, a la que temblaban ya las piernas del sobresalto. Afortunadamente apareció el general, porque de otro modo se hubiera desplomado.
—¡Andando para la Puerta del Sol, y no se paren en los semáforos!
Madrid es una gran ciudad y tiene grandes avenidas y barrios castizos y alegres, pero en aquella noche especial parecía una ciudad fantasma. Ya en la calle el general se detuvo a encender un cigarrillo, miró a su alrededor, chasqueó los labios, y comentó con el chofer:
—¡Como en la guerra civil! ¡Estos rojos no nos dan descanso!
El chofer asintió dos veces: la primera por obligación, la segunda por la situación tan especial y el énfasis con que el general dijo aquellas dos sencillas pero contundentes frases con pretensiones históricas, sin atreverse a replicar dado lo complejo del tema. El chofer había sido requeté, y estuvo con el general en la toma de Sigüenza, y le hacía gracia que salvara la vida por recordar una contraseña, tan equívoca para los tiempos que corrían, como ésta: «Franco, Mola». O sea, «¡Franco mola!», como decía su chaval en los mítines de Fuerza Nueva, porque era falangista pero moderno. Lo extraordinario era que con un solo ojo fuera chofer de un general, pero se apañaba. Sólo encontraba raro el espejo retrovisor, le faltaba la perspectiva y calculaba mal las distancias. Pero con práctica y voluntad aprendió a aparcar a la primera por instinto, como decía él. El ojo lo perdió en Alcolea del Pinar, pero no en una acción de guerra, sino por una payasada de un suboficial, un tal Eugenio Martínez, de Teruel. Le dijo: «Quiero ver el fusil limpio como la patena, y el cañón bien engrasado». Él miró por el cañón para ver si estaba bien engrasado y limpio y el muy bestia, justo en ese preciso momento, le dio una palmada en la espalda para decirle: «Jacinto, tu llegarás a viejo porque tienes disciplina». Le vació la niña, pero se libró del resto de la guerra. Le consolaba la idea que más valía perder un ojo que los dos y el resto del cuerpo. Después de todo no le fue tan mal. Al terminar la guerra se presentó en la casa del general.
—¡Soy Jacinto, mi general! ¿No se acuerda de mí? Al que le saltaron un ojo en Alcolea del Pinar, después de lo de Sigüenza.
—¿Jacinto… Jacinto…? ¡Ah, sí, hombre! Jacinto, de Tafalla, ¿no?
—¡Qué buena memoria tiene usted, mi general, aun se acuerda de mí, con tantas cosas y preocupaciones que tendrá en la cabeza!
—Bueno Jacinto, y ¿qué puedo hacer por ti?
—Hombre, mi general; pues a ver si tiene usted a bien buscarme alguna ocupación… Con este ojo a la virulé y con tanta hambre y escasez de todo, pues ya se puede hacer una idea. Pero le aseguro que si tuviera mis ojos como es debido no hubiera venido a molestarle.
—No molestas, ¡hombre de Dios! Vamos a ver, y ¿cuál es tu oficio?
—En la guerra conducía un camión blindado. ¡Hasta llegué a manejar una tanqueta italiana! A mí, no es por presumir, pero siempre se me ha dado bien la mecánica.
—¡Hecho! Mañana te pasas por el Parque Móvil y veremos si eres hábil con el volante, que andamos escasos de conductores para tanto personal militar como estamos en Madrid.
Y así fue como se convirtió en el chofer del general, con quien, no obstante, no llegó a tener un trato tan confidencial como con doña Isabel, que le hizo su confidente.
Enfilaron por la calle Goya hasta la plaza de Colón. Allí tuvieron que dejar paso a una ambulancia, el único vehículo que se encontraron en el trayecto. Tomaron la Castellana hacia la plaza de la Cibeles, y subieron por la calle de Alcalá. Al aproximarse a la Puerta del Sol el movimiento de vehículos policiales se hizo más notorio.
«¡No pasarán! —pensaba el general recordando las imágenes que le sugerían aquel lugar mientras limpiaba de restos de tabaco su boquilla—. ¿Con que no pasaríamos, eh? ¡Pues aquí estamos!»
Los motoristas forzaron a los coches policiales a hacerle un sitio al vehículo oficial para que pudiera aparcar justo frente a la puerta de la Dirección General de Seguridad. Jacinto, con la mirada siempre extraviada pero ágil y servicial, se apresuró a abrir la puerta al general. Al ver la graduación del oficial los centinelas de la puerta se cuadraron con tanto ímpetu que estuvieron a punto de abrirse la cabeza con el subfusil. Un ordenanza se apresuró a prevenir a la guardia y avisar al comisario jefe de la llegada del general, y antes de que cruzara la puerta del edificio el mismo inspector jefe salió a cumplimentarlo.
—¡A sus órdenes, mi general! ¡Vaya nochecita movida!, ¿eh?
—Al grano, inspector, ¿dónde está mi chico?
—En mi despacho… Ah, y no se alarme por la herida… no es nada grave…
—¿Qué herida? ¿No les dije que no le tocaran?
—Aquí nadie le ha puesto la mano encima, mi general, su muchacho se golpeó en algún sitio durante la detención… ¡Ya sabe el jaleo que se arma en estas circunstancias!
—Bueno, si es así ¡hasta se lo tiene bien merecido!
—Es usted razonable… Antes de entrar en mi despacho y que hable con su chaval quiero ponerle al corriente de la situación. Lo de su chico… es bastante grave. Está relacionado con un grupo anarquista peligroso… Los tenemos fichados como terroristas…
—¿Mi chico con terroristas? ¡Esa es una acusación muy grave, inspector, espero que tenga algún fundamento, porque si no!…
Pero el general sabía que su hijo podía ser un terrorista. Él venía dispuesto a desheredarlo por comunista, pero ahora no sabía muy bien cuál debía ser el castigo por formar parte de un grupo terrorista. Si se probaba que era uno de ellos incluso la pena de muerte estaría plenamente justificada. De cualquier forma, ni la circunstancia de ser el hijo de un general podría librarle de algún castigo ejemplar. «¡Sería un mal precedente!», pensó el general como si fuera un acto reflejo.
—No hemos detenido a su hijo en la manifestación, mi general, sino en un piso de Prosperidad, con una mujer a la que teníamos fichada por presunta terrorista. ¡Una buena zorra, que habrá atraído a su chico con sus malas artes!
El general escuchaba boquiabierto. Se estaba haciendo rápidamente a la idea de que nunca tuvo un hijo, para no tener remordimientos de conciencia si se veía en la obligación de apoyar su condena, incluso a muerte si fuera necesario. Fue una buena idea que el inspector le previniera, porque ya no estaba seguro de si sentía aprecio por él. En aquellos escasos diez minutos de charla, Teo no era ya un Castroviejo de Zúñiga, sino todo lo más un Buenaventura, porque no merecía llevar su noble apellido. No era más que una sospecha que le rondaba desde hacía años por la cabeza: que los Buenaventura no eran trigo limpio, porque debían ser descendientes de judíos conversos. Provenían de Gandía, y todo lo costero está mezclado pero siempre con sangre judía: comerciantes, buhoneros, charlatanes, piratas, gente de mar, etc. No había raza como la castellana; no había señorío fuera de las austeras tierras castellanas, pero de la vieja. Los Buenaventura eran demasiado ricos para ser castellanos, ni siquiera maragatos, leoneses o manchegos. Eran del Mediterráneo, que es como decir de todas partes y de ninguna. Algo así como los catalanes. «¿Qué son los catalanes? —se preguntó el general—: ¡Montañeros y payeses! Desconfiados y medrosos. Los de la costa no son catalanes, sino judíos, ¡como los Buenaventura! Por eso son ricos, no como los castellanos, pobres pero honrados.»
Si su chaval era un terrorista la culpa no era suya sino de los Buenaventura y de la Facultad de Filosofía y Letras. Si resultaba que era un desalmado, él mismo personalmente se entrevistaría con el rector, y sin miramientos le preguntaría: «¿Qué mierdas enseñan aquí a los muchachos?: ¿Marranerías marxistas?». Pero no iba a quedar ahí la cosa, acto seguido enviaría un escrito al Ministerio del Interior para que hicieran algunas depuraciones, al rector el primero, ¡y después los que fueran necesarios!
CAPÍTULO XIII
Abrumado por la violenta separación de Betsy, Teo permanecía en silencio en el despacho del inspector jefe, sin poder hacerse una idea precisa de lo que estaba pasando. Él no había cometido delito alguno, ni era anarquista; sólo había sido sorprendido después de hacer el amor con una chica en un piso del populoso barrio de la Prosperidad, de la que, precisamente por las trágicas circunstancias de su separación, creía estar ya enamorado, y eso no podía ser delito. Pero si por alguna ramota artimaña legal, que él desde luego desconocía, tal acto no estuviera permitido, tampoco era razón para haber sido tratado con tanta violencia. Intentaba recordar la cara del inspector que le golpeó para, tan pronto como llegara su padre, dieran con él y le castigasen adecuadamente. Pero cuando por fin apareció el general en el despacho, seguido del inspector jefe y del mismo policía que le había detenido y golpeado, sin mostrar arrepentimiento ni nerviosismo, comprendió que los tres estaban confabulados contra él, y por primera vez se hizo cargo de que había cometido algún delito lo suficientemente grave para merecer aquel trato, incluso con la aprobación de su propio padre. Por esta razón no tuvo valor para denunciar al violento policía y esperó a que le pusieran al corriente de su situación.
El general, por su parte, no podía aceptar que aquel joven asustado y confundido fuera ya su propio hijo, por lo que tuvo que hacer un gran esfuerzo para reconocerlo y dirigirse a él como tal, y no como lo que figuraba en la acusación de detenido: «Miembro de un peligroso grupo anarquista.» Dada su categoría, el inspector jefe le ofreció su propio sillón del despacho para que el general se sintiera cómodo durante el interrogatorio, y ordenó al policía que le había golpeado que saliera del despacho, porque, no sólo no hacían falta de nuevo sus servicios, sino que una vez reconocido por el general como su propio hijo, pese a empezar a repudiarlo, ya no era necesario. El inspector jefe se sentó en la otra silla disponible y cuando los tres estuvieron convenientemente acomodados en sus respectivos lugares según su rango, comenzó el interrogatorio. El general tuvo un leve gesto de condescendencia y rompió el tenso silencio con una primera referencia familiar:
—¡De este disgusto matas a tu madre!
Pero Teo no respondió, porque él no había hecho nada para disgustarla. Incluso ese mismo día la había puesto al corriente de sus relaciones con Betsy y la madre lo había aprobado, además le previno de que con toda probabilidad Betsy tomaba la píldora, como así fue.
En vista del silencio de Teo, el general se sintió moralmente autorizado para tratar a su propio hijo como a un delincuente, porque no daba muestras de arrepentimiento cuando, a propósito para conocer su reacción, mencionó a su propia madre.
—¿Desde cuándo eres anarquista?
Le preguntó de pronto, cambiando una mirada de profesionalidad con el inspector, para hacerle ver que le interrogaría sin tener en consideración que era su propio hijo. El policía hizo un afirmativo gesto de cabeza, como dándole a entender que empezaba bien el interrogatorio.
—¡Yo no soy anarquista, y soy tu hijo!
Tanto el general como el inspector jefe quedaron algo perplejos por la inesperada respuesta, sobre todo por la alusión al parentesco, lo que afectó al buen ánimo del general y dificultaría en tono severo del interrogatorio. Pero el general no quería dar la impresión de debilidad ante el inspector jefe, ni que semejante circunstancia podía cambiar las cosas, y replicó con tal severidad que Teo comprendió de inmediato que no hablaba con su padre, sino con un general del búnker, interesado sobre todo en saber su filiación ideológica.
—¡Lo de hijo, ya lo veremos; yo no tengo un hijo anarquista!
El inspector jefe, tras unos instantes de desconcierto, se sintió complacido; el general era un profesional como la capa de un pino. Dadas las circunstancias no servía el atenuante familiar. Si el chico era anarquista lo era a pesar de ser hijo de un general, y tenían que averiguarlo.
—Yo creo, mi general, que su chico intenta encubrir a alguien —intervino el inspector, sabiendo perfectamente que la anarquista, en realidad, debía ser Betsy, la única que estaba fichada como tal.
El general reaccionó y recondujo el interrogatorio para dar a entender al inspector que había cogido la nueva idea.
—¿Quién es la chica que estaba contigo en el piso? ¿Quiénes son sus compinches?
—¿Dónde esta ella? ¿Dónde la han llevado? ¿Qué le han hecho? —preguntó a su vez Teo, ansioso por obtener alguna respuesta concreta y ordenando el sentido de sus preguntas según le parecía que era su importancia.
—¡Pero bueno!, ¿que jodienda es esta? ¡Aquí los que preguntamos somos nosotros! —interrumpió el inspector, por el hábito adquirido de no permitir más que respuestas concretas a los detenidos—. ¡Perdone mi intromisión, mi general, pero los acusados no están autorizados a hacer preguntas, sólo a responder a las nuestras!
—Ya has oído al inspector… —confirmó el general, que empezaba a darse cuenta de su falta de experiencia para llevar a cabo un interrogatorio.
—¡No se nada, y aunque lo supiera no los denunciaría!
—Entonces, ¿eres comunista? —el general le hizo aquella pregunta porque era la única respuesta que de verdad le interesaba, todo lo demás era accesorio y asunto de la policía política. El sólo quería saber si, dada la gravedad de la acusación, tenía o no un hijo.
Teo se mordió el labio de rabia, miró desconcertado a su padre, quién por la aparente tranquilidad con que esperaba la respuesta, daba ya por hecho que lo repudiaría. Después cambió una fugaz mirada con el inspector, quien parecía pedirle una confesión completa y rápida, como si tuviera otras cosas urgentes que atender. Por tercera vez en toda su simple existencia, la primera había sido el desarreglo del monito y la segunda al contemplar como aporreaban a Betsy, Teo sintió la angustia propia de un suceso de extrema gravedad. Aceptar que era comunista sin saber ni siquiera que podía significar el serlo era sin duda un gesto de valentía, en solidaridad con Betsy, y su primer gesto de rebeldía personal contra su desconsiderado padre. Ya empezaba a ser perfectamente consciente de que ser comunista en España constituía un grave delito, y por contradecir al padre no le hubiera importado asumir el castigo. Sin embargo le pareció absurdo pagar por una culpa que desconocía. Además pensó en su madre y en su abuela, y por el cariño que sentía hacia ellas encontró una respuesta de compromiso, que no traicionó a ninguna de las personas que realmente quería.
—¡Ya me han tratado como si lo fuera! ¿Qué importa lo que diga ahora?
El inspector comprendió que el chico había perdido el temor al rigor de la justicia, tal vez porque, pese a comprender la gravedad de las acusaciones, se sentía protegido por el rango del padre; por eso pensó que el general no llevaba bien el interrogatorio, y que serían necesarias otras técnicas más contundentes y ordinarias para arrancarle una confesión completa y detallada. Pero era obvio que no podrían ser utilizadas dado su parentesco con el general. Por tanto consideró el caso perdido y el resto del interrogatorio una pérdida de tiempo.
—Como le decía, mi general, su hijo está tratando de proteger a la chica y a sus compinches y no hablará. Mejor será que se lo lleve usted a casa y trate de convencerle por las buenas. Su señora de usted debe de estar muy preocupada.
El general se sintió ofendido, tanto por la alusión del inspector, quien debía creerle capaz de ganar una guerra pero inútil para mantener la paz según él la entendía, como por la terquedad de Teo, quien dada su serenidad y sangre fría le había desconcertado completamente. Por un momento apeló a su sentido de la responsabilidad patriótica, y pese a seguir siendo su propio hijo, hubiera permitido que le interrogaran sin su presencia, pero sabía de sobra las violentas maneras y técnicas de la policía político-social, y, a pesar de estar dispuesto a desheredarlo tal y como le había asegurado a su mujer antes de conocer su detención y sus malas amistades, no podía consentirlo tratándose de su propio carne. Era como si le fueran a torturar a él mismo. Dio un puñetazo sobre la mesa para dejar claro que claudicaba pero no estaba derrotado, y exclamó al tiempo que se levantaba:
—¡Está bien, inspector, no le hacemos perder más tiempo; ya me ocuparé yo de él en casa. Ya le garantizo a usted que se le quitarán las ganas de andar con comunistas en menos de una semana!
Teo no quería abandonar aquel lugar sin saber lo qué había sido de Betsy, a quien estaba seguro de que habrían tratado con mucha menos consideración que a él, pero se hizo cargo de que sería inútil volver a preguntar por ella. Sólo de pensar lo que hubieran podido hacer con él de no haber tenido la coartada del padre le produjo un escalofrío de terror, pero todavía le angustiaba más tener la certeza de que Betsy habría sido brutalmente golpeada e incluso podría estar ya muerta y ni siquiera sus propios padres lo sabrían. Pero le consoló suponer que después de todo un detenido político era como un rehén de la oposición y cuantos más rehenes vivos tuvieran más fuertes se sentían, y más debilitada quedaba la oposición. Además, si insistía en preguntar sobre su suerte y paradero, tal vez en lugar de arreglar las cosas se las pondría todavía pero, porque sabía que el padre haría lo imposible para que no la volviera a ver. Con la baga esperanza de que su madre influiría sobre el general para saber su paradero, y si estaba detenida conseguir su libertad, se dejó conducir dócilmente por el mismo inspector que le había detenido y golpeado hasta la calle, donde el chofer se hizo cargo de él, a quien no sabía que era inútil denunciar. En el momento de la despedida el policía parecía nervioso, porque tal vez temía que pudiera caerle alguna sanción por haber tratado de la forma habitual al hijo de un general, pero al ver al padre entretenido en la puerta conversando con el inspector, sin dirigirle a él ni una sola mirada de complicidad o velada acusación, se tranquilizó, y aún tuvo el cinismo de excusarse:
—Perdona chico; no era mi intención hacerte daño. ¡Estas cosas son inevitables en las detenciones! ¿Entiendes? —le dijo, como si de pronto se diera cuenta de que había golpeado por error a un viejo amigo.
Teo no replicó porque sabía que no había nada a su favor. Al ver la herida de la mejilla y la carne amoratada por el golpe, el chofer se alarmó del estado en que se encontraba Teo, porque sabía que la madre, con quien le unía una gran camaradería y complicidad, se llevaría un gran disgusto.
—¿Está herido el señorito?
—No es nada Jacinto, no vayas a alarmar a mi madre. Es sólo un rasguño.
Mientras tanto el general terminaba de concretar los detalles de su venganza personal contra los anarquistas, y como necesitaba desahogarse con alguien y sólo había una persona disponible, descargó toda su ira y frustración contra la pobre Betsy.
—¡A esa zorra anarquista métala por una temporada entre rejas, e incomunicada! Ya me entiende, que mi hijo no pueda dar con ella.
—No se preocupe, mi general, se hará como usted ordena. De todas formas le va a caer un buen marrón. El piso era un nido de rojos. Tenemos tantos papeles comprometedores que si no le caen veinte años poco les faltará.
Estrechó la mano del inspector jefe, que al liberarse se la llevó a la frente, cuadrándose con la mayor marcialidad e ímpetu que le fue posible; cambió con él una amplia sonrisa de complicidad y también de acatamiento servicial propio de la gran diferencia de rango, y el general, convencido de que su honor estaba a salvo con el castigo implacable de Betsy, se reunió con su repudiado hijo en el asiento de atrás del automóvil. Jacinto emprendió el regreso a casa, pero sin la escolta de los policías, porque la vuelta no ofrecía dificultades ni era urgente. Madrid estaba en calma, pero muy lejos de estar pacificado.
Durante algún tiempo padre e hijo permanecieron en silencio, porque ninguno tenía nada que decirse y el mismo silencio dejaba claro su mutua hostilidad. Teo estaba deseando llegar a casa para confiarse a su madre y hacer cuento estuviera en su mano para dar con Betsy y liberarla, y el general estaba dándole vueltas a la cabeza para dar con el método más adecuado para rehabilitar a su hijo y devolverle a la realidad familiar y tradicional a la que pertenecía. Le pareció que un primer paso era amenazarle por el lado menos político, para no provocar sus principios, si los tenía:
—¿Qué voy a hacer contigo? Le prometí a tu madre que te desheredaría se eras comunista, ¡y ahora tengo que cumplir mi palabra de honor! —le dijo convencido de que Teo no soportaría la idea de tener que ganarse la vida por sus propios medios, y que sería un primer y definitivo argumento para hacerle reaccionar y repudiar su supuesto y equívoco pasado marxista—. De momento te corto la asignación semanal ¡y a ver cómo te las apañas!
Pero Teo no reaccionó de acuerdo a como suponía el general, porque sabía que podía contar con la ayuda financiera de su madre e incluso de la abuela. De modo que ni se inmutó por la amenaza y ni siquiera replicó, antes bien por su expresión tensa pero serena el general comprendió que su tarea no iba a ser sencilla.
—¿Es que no te das cuenta de la gravedad de la situación? ¿Cómo voy a aceptar en mi propia casa a un comunista? —exclamó casi suplicante el general, al comprobar que su hijo mostraba una fortaleza de carácter inesperada y hasta desconocida.
—¡Yo no soy comunista, yo no tengo ideas políticas; no entiendo de política! —protestó una vez más Teo—. ¿Es que no puedo salir con la chica que me de la gana sin que me acusen de comunista?
—¡Pero esa chica es una anarquista; una terrorista!
—¡Imposible! Betsy no puede ser terrorista… —exclamó Teo convencido de que era así—. La habéis detenido sólo por tener ideas propias… ¡que no son como las tuyas!
—¡Hay ideas que no pueden ser toleradas!
—¿Por qué?
—¡Porque no! ¡Porque van contra el Caudillo y el Movimiento, contra la decencia, contra la religión, contra la honra, contra la historia y contra la patria! ¡Por eso no pueden ser permitidas!
—Pero la patria no es de vuestra propiedad; la patria es de todos los españoles, ¡piensen como piensen! —contestó Teo con tanta energía y convencimiento personal que a partir de ese momento el general comprendió que su hijo era sin lugar a dudas comunista, porque hablaba y razonaba como un comunista. Por un momento estuvo a punto de ordenar al chofer que diera media vuelta y entregarlo al inspector para que hiciera con él lo que le diera la gana, pues sin duda él carecía de las técnicas y los conocimientos necesarios para hacerle cambiar de opinión. Pero volvió a pesar el parentesco y la sensación de ser él mismo el castigado. Desde ese crítico momento ambos adoptaron un silencio de enemigos, mientras cada uno pensaba en la manera de atacarse mutuamente. Por la cabeza del general pasaron varias ideas fugaces y radicales, como encerrar a su hijo en su habitación dos o tres meses, o en el calabozo de su propio cuartel, o alistarlo por la fuerza en la Legión. La idea de la Legión le pareció el correctivo más severo y redentor, pero con toda probabilidad desertaría, y el asunto terminaría en escándalo público. Confundido y sin una estrategia represiva aceptable, llegaron a su casa, donde esperaba la madre y la abuela, que alarmada por la hija, se había desplazado a la casa del general en espera de noticias de su nieto.
Como era de esperar la madre estuvo a punto de desmayarse al ver el estado en que se encontraba su hijo. La abuela se ocupó de él, porque era la única que no perdió la cabeza y fue capaz de obrar con calma y método. El general se enredó en una inútil discusión con su mujer tratando de explicarle la gravedad del delito que había cometido Teo, pero la buena mujer, indignada, exclamó:
—¿Pero qué comunistas ni que ocho cuartos, Francisco? ¡Lo que pasa es que para ti todo el mundo es comunista! ¿Cómo va a ser nuestro hijo comunista si todavía es una criatura?
CAPÍTULO XIV
El general no cumplió sus amenazas de encerrar a Teo en el calabozo del cuartel o ingresarlo por la fuerza en la Legión, porque no quería que se supiera públicamente que había engendrado a un hijo comunista; aún peor, anarquista. Hubiera soportado mejor saber que era homosexual, lo que por bastantes años llegó a sospechar de él. Al menos ahora no podía poner en duda su orientación sexual, lo que en cierto modo le llenaba de orgullo patriarcal y machista. Por indicación de su esposa, quien en un principio no quiso ni hablar del asunto de Betsy, porque le aterraba la idea de que la novia de su hijo fuera pobre y además terrorista, decidieron que siguiese llevando una vida normal; que volviera a la universidad para que estuviera distraído y tuviera algo en qué pensar, y se dijeron que la solución estaba en que Teo frecuentara más gente de su clase e ideología. Para ello no dudaban de que unas vacaciones en la Costa de Sol, en concreto en Marbella, que por entonces se estaba poniendo de moda entre la clase alta de Madrid, sería una buena terapia para su desviación ideológica. Consideraron que había sido un error seguir veraneando en el campo, sin otra distracción que el contemplar el paisaje, ayudar en las faenas del campo, de la almendra o del olivo, según la temporada o pasear en bicicleta con sus primos, que por s condición de campesinos, aunque hacendados, serían seguramente de izquierdas, como eran todos los levantinos, empezando por el cantautor anarquista Raimón.
—¡En Marbella son todos de derechas! —le comentó doña Isabel al general, quien asociaba las derechas a la riqueza y no a ninguna ideología en particular, confiando en que su marido no pusiera objeción a la idea, porque ella se moría de ganas por veranear en Marbella, y aquella era una buena oportunidad para vencer sus reticencias.
—¡Pero extranjeros, Isabel! ¡Un atajo de europeos degenerados, enriquecidos con malas artes de judíos capitalistas!
—Pero el chico necesita cambiar de aires; dejar de frecuentar ambientes de gente pobre y violenta.
—¿Qué tiene de malo La Granja de San Ildefonso?
—¡Por Dios, Francisco, si es una sanatorio para viejos! Dejamos a tu madre en la clínica como cada año, que la pobre siga creyendo que la llevamos a San Sebastián, y nosotros nos vamos a la costa, como hacen en Madrid todas las familias bien. ¡Pocos ministros verás tú en La Granja, pero en Marbella, el Gobierno en pleno!
—¡Franco no va a Marbella!
—¿Qué quieres que haga allí el pobre? Marbella es para gente joven y moderna, y él tiene ya un pie en el otro mundo!
—¡No digas barbaridades, Isabel, el Caudillo es como si fuera inmortal! ¡Sólo se morirá cuando ya no nos haga falta!
—¡Es que ya no nos hace falta, Francisco; a ver si te haces a la idea de que estos son otros tiempos!
El general reventaba de indignación, que a duras penas podía contener, porque él era incapaz de hacerse una idea ni siquiera baga de cómo sería España sin Franco. Para él una cosa dependía de la otra, igual que los geranios dependen del tiesto; sin Franco no se podía concebir España. Si él moría, lo que sería inevitable, era imprescindible y necesario que alguien le sustituyera como si fuera su reencarnación. Pero sí era cierto que constantemente pasaba una turbia sombra de duda por su ofuscada mente: Juan Carlos. ¿Sería fiel a los principios sagrados y patriotas del Movimiento? ¿Habrá servido de algo que Franco no le quitara la vista de encima durante su largo periodo de concienciación franquista? ¿Tendrían algún efecto en el príncipe el haberle separado de sus padres y de todas las influencias contrarias al régimen desde que pisó tierra patria? ¿Era, después de todo, un buen español o simplemente otro príncipe extranjero más? Sólo le calmaba el pensar que si había sido elegido por el propio Caudillo como su sucesor, él debía de saber por qué… ¡Pero el general no estaba tan seguro!
Sólo la abuela se puso desde el primer momento de lado de Teo, pero dada su mala relación con el general, era poco lo que podía hacer por él.
—Mi mayor pecado en este mundo fue no meter a tu madre en un convento cuando me dijo que se quería casar con un militar —le dijo la abuela—, pero, claro, cuando naciste tú cambié de opinión, y me alegré porque eras en bebé tranquilo y risueño, y desde el momento en que te vi supe que tu no serías militar. Esas cosas se presienten.
A pesar de la negativa de su madre de influir sobre el general para que le ayudara a localizar el paradero de Betsy, en los siguientes días y semanas a la gran manifestación no cesó ni un momento en su empeño por localizarla, pero comprobó casi horrorizado que en realidad no sabía ni su verdadero nombre, y mucho menos su apellido. En la secretaría de la facultad su ficha personal había desaparecido como por arte de magia, ni siquiera los burócratas encargados se lo explicaban. Ni en las clases, ni en el comedor, sus compañeros sabían sobre ella más que él mismo. «Yo sólo sé que vivía en San Blas, pero no me pidas que te diga dónde.» Le comentó la única persona que había llegado a intimar con ella durante aquel primer trimestre. Lo que más le martirizaba era saber que había sido detenida precisamente por su causa; porque el padre había ordenado que le vigilaran. No solo ella, sino que aquella detención les permitió desarticular todo el grupo que se reunía allí, entre los que estaban los compañeros que había conocido en el bar de Argüelles, por lo que tampoco podría contar con ellos para localizarla.
Su desesperación rehabilitó de alguna manera la función psicológica de su viejo juguete infantil, a quien confiaba cada noche sus preocupaciones y frustraciones. «¿Cómo voy a ser tan cretino de permitir que ella siga presa y yo, que soy el verdadero culpable, esté libre y tan tranquilo?» Le confiaba al juguete, con quien desde siempre mantenía una relación emocional capaz de consolarle en sus momentos más depresivos. El pequeño animal mecánico, que con el tiempo y las nuevas modas tenía un aspecto absolutamente grotesco y anticuado, parecía comprenderle y darle ánimos, como diciéndole que confiara en el futuro, porque el tiempo, como sucedería con el mismo juguete, soluciona todas las cosas aparentemente rotas. Sólo Teo era capaz de comprender claramente ese mensaje, los demás encontraban absurdo que un chicarrón, que había sido incluso detenido ya por la policía política del régimen, siguiera teniendo como mascota un mono mecánico desfasado y descolorido. Pero Teo intuía que habría una razón y que el tiempo lo probaría.
Prácticamente cada día acudía después de la universidad al bar de Argüelles, pero allí no había ni rastro de los camaradas de Betsy, y, a aparte de ellos, no conocía a nadie más. Ni siquiera sabía a qué partido político pertenecía, porque estaba dispuesto a afiliarse al mismo si con ello averiguaba su paradero.
Desolado y cada vez más convencido de que sólo por su culpa Betsy podría estar detenida, sufriendo torturas o malos tratos, ya ni siquiera el monito apaciguaba su mala conciencia, y un día se armó de valor y se dirigió a la Dirección General de Seguridad, decidido a entrevistarse con el mismísimo inspector jefe que le interrogó.
—El inspector jefe no recibe visitas sin cita previa —le respondió el policía encargado de la puerta, sin molestarse en preguntarle el motivo por el que deseaba la entrevista. Pero Teo estaba decidido a no abandonar el edificio sin una respuesta concreta, y utilizó el recurso que sabía de antemano que funcionaba bien con la gente de clase inferior:
—Usted no sabe quién soy yo, pero le advierto que le puede caer una gorda si no hace lo que le pido.
—¡Aunque fuera usted el hijo de un general, aquí las cosas se hacen como mandan las ordenanzas!
—¡Es que yo soy hijo de un general!
—¿Y por qué no ha empezado por ahí, chico?
El policía no tenía duda del parentesco de Teo, porque sólo el verdadero hijo de un general se hubiera atrevido a mencionar el rango del padre en semejante lugar. Marcó nervioso un número de teléfono y tras describir a Teo recibió la orden de dejarle entrar.
—Bueno, muchacho, te has salido con la tuya, un compañero te conducirá hasta su despacho. ¡Y no vayas a comentar el incidente, que yo sólo cumplo órdenes!
El inspector jefe recibió a Teo con afectuosidad paternalista, convencido de que el general había cumplido su promesa, que estaba rehabilitado, y que vendría a darle las gracias, pero cuando le mencionó a Betsy y su interés por saber su paradero, comprendió que los militares carecían de la capacidad suficiente para obrar tales milagros.
—¿Sabe tu padre que estás aquí?
Teo negó con la cabeza y el inspector se levantó inquieto de su silla, se estiró la camisa para disimular su abultado estómago de burócrata, y tras reflexionar brevemente cuál debía ser la respuesta más conveniente, optó por la oficial, pues por un momento estuvo a punto de confraternizar con el muchacho y advertirle del peligro que corría si insistía en dar con Betsy.
—La chica está detenida y el sumario es secreto; no puedo ayudarte… hasta que no concluyan las investigaciones.
Teo, indignado, replicó al inspector con la pregunta que le obsesionaba desde el día de su detención:
—Pero ¿de qué delito se la acusa?
—¡De un delito de opinión, contemplado en el actual código penal como delito grave! Y más vale que te olvides de esa chica o tú mismo te meterás en líos que no comprendes, y no siempre tu padre podrá protegerte. ¡Tu, chaval, no tienes ni idea de lo peligrosa que es esa gente! ¿O es que te has olvidado de lo que hicieron con Carrero Blanco?
—¡Pero esa chica!...
—No hay peros, muchacho, las cosas en este país están revueltas y no se pueden hacer favoritismos. Si esto hubiera pasado hace diez años, te hubiera ayudado por ser quien eres, pero en estos días ya no sabe uno quienes son los amigos o los enemigos. Si eres comunista, allá tú, por eso no vamos a detenerte mientras no tengamos nada contra ti. Ahora nos limitamos a cumplir órdenes, vengan de dónde vengan, siempre que sean de arriba. Si mañana los políticos le dan la vuelta a la tortilla, no seré yo quien se oponga, porque la familia está por encima de la política. Puedes decirle a tu padre lo que te he dicho, que vea que soy un profesional. Y ahora, si no tienes nada más que preguntar aparte de por la chica, terminemos la entrevista, que tengo un millón de cosas de qué ocuparme, pero sigue mi consejo chico: olvídate de este asunto y deja pasar el tiempo, que todo se arreglará por sí mismo, y tal vez más pronto de lo que creas…
Teo no sabía cómo interpretar el consejo. Parecía darle esperanzas pero al mismo tiempo le mostraba un panorama incierto y confuso difícil de prever. Comprendió que el inspector había sido demasiado condescendiente con él dadas las circunstancias, y se resignó al fracaso de su gestión a la desesperada. Cuando se encontraba en la puerta del despacho, y un número se prestaba para conducirle a la salida, el inspector le aclaró:
—¡Pero desde luego está viva y con buena salud; yo hasta diría que muy viva!
Teo no entendió el significado de la segunda expresión pero le alegró la noticia. Al menos ahora sabía que podía continuar su búsqueda sabiendo que no sería inútil.
Durante varios domingos deambuló por las desangeladas calles del barrio obrero de San Blas, con la esperanza de encontrar algún indicio que la condujera a ella. Pero tras agotadoras marchas por calles a medio asfaltar y descampados sin urbanizar, tan sólo sacaba en claro que allí debía de vivir gente, a juzgar por las ropas tendidas a la umbría de los patios interiores, o en los tendederos adosados a las diminutas galerías o ventanas de hierro colado, protegidas con persianas baratas, pero no aparecían por ninguna parte. Sólo de vez en cuando daba con un grupo de ancianos sentados sobre restos de materiales de construcción abandonados tras las obras en lugares soleados, a quienes preguntaba sin saber siquiera si le escuchaban:
—¿«Besy»? Ese debe ser un nombre extranjero y aquí todos semos andaluces o extremeños —le contestó un hombrecillo entumecido y desdentado—. Yo conozco una tal Berta, de Dos Hermanas, a lo mejor es la que está usted buscando.
—¡No, Betsy, Betsy; una chica andaluza, menuda y morena, con un jersey enorme hasta el muslo. Es estudiante de la Complutense.
El hombrecillo miró sorprendido a Teo, pero la hacerlo contra el sol, tuvo que guiñar un ojo y cubrirse el otro con una mano de campesino, nervuda y desproporcionadamente grande.
—¡Aquí no hay gente con estudios d'esos! —le replicó el hombrecillo, haciéndose el entendido.
—¡Es de izquierdas! —dijo Teo sin pensar ya en el sentido de su interrogatorio y convencido de que aquel hombre no sabía de qué le estaba hablando. Cuando escucharon aquella nueva aclaración, los demás ancianos que le acompañaban se limitaron a quitarse el cigarrillo de la boca y escupir en el suelo restos de picadura de tabaco.
—¡Ah, entonces será de los que se reúnen en la iglesia para lo de las manifestaciones!
—¡Sí, de ésas deben ser! ¿En qué iglesia?
—¿Pues en cuál va a ser, señor?, ¡en la única que hay! Esa misma que tiene usted ahí delante —y le mostró con la garrota un edificio de ladrillo, de nueva construcción, sin apenas ornamentos religiosos externos, y cuya única seña de identidad era una gran cruz de hierro algo ladeada, colocada sobre una sencilla torre también de ladrillo, donde se suponía habría un modesto campanario.
Teo recibió aquella información como si se tratara de una revelación, por tratarse de una iglesia, y se despidió de los ancianos con tantas reverencias y muestras de agradecimiento que estos creyeron que era su obligación levantarse para despedirse de aquel muchacho tan bien educado, lo que hicieron con serias dificultades por el reuma y la falta de costumbre.
La iglesia estaba cerrada, pero él no estaba dispuesto a desistir ahora que tenía la primera pista para dar con Betsy. Rodeó el edificio y llamó en la primera puerta que encontró e instantes después la abrió un joven vestido con traje de pana oscura y camisa de cuadros desabrochada.
—¿Sabe dónde puedo encontrar el párroco?
—Yo soy el párroco —y le hizo pasar al interior de lo que debía de ser su modesta residencia—. Bueno, ¿en qué puedo ayudarte?
—¡Estoy buscando a una chica! —dijo Teo sin pararse a pensar en lo imprescindible de los preámbulos aclaratorios. El sacerdote sonrió pero no se extraño por la pregunta.
—¡Hombre, no creo que sea este el lugar más adecuado! Pero si vienes el sábado por la tarde, tenemos baile en la casa parroquial, a lo mejor allí…
—No es eso, padre; ¡porque supongo que debo llamarle padre! —aclaró Teo confuso por las vestimentas. El sacerdote se limitó a asentir con un gesto de cabeza. Teo prosiguió como si a partir de ese momento estuviera confiándose al sacerdote en confesión—. Es una amiga. Sólo sé que vive aquí en San Blas, y que la llaman Betsy.
—Betsy… Betsy… Ah, sí, Betsy; una chica morena y delgadita. Sí, solía acudir a las reuniones… en la casa parroquial. Pero, ¿quién te ha dicho que yo podría conocerla?
Teo se ahogaba de júbilo y no tuvo paciencia para responder la pregunta del padre.
—¿Dónde está, padre; sabe usted dónde vive?
—Deduzco por tu interés que sois buenos amigos o tal vez compañeros de universidad...
—Tal vez más que eso. ¿Puede decirme dónde puedo encontrarla?
El padre entendió sin que se lo dijeran que no era un caso de camaradería política sino de pasión amorosa. Teo no tenía aspecto de hijo de obrero pero tampoco de un posible enemigo de su causa, por eso no necesitaba mayor aclaración.
—No puedo ayudarte, muchacho, yo tampoco sé donde está, sólo sé que desde la última manifestación pro amnistía ya no viene por aquí, ni ella ni sus compañeros. Es probable que los hayan detenido a todos —el cura le aclaró todavía algunos aspectos de su relación con ella—. Yo no pregunto por la filiación de los obreros o estudiantes que se reúnen en mi iglesia. No sé más que tú sobre ella, pero si la han detenido debe de estar en la cárcel de mujeres de Carabanchel, pero también la han podido trasladar a cualquier otra prisión, dependiendo de lo que se la acuse… ¿Por causalidad no será tu novia?
—¡Sí, padre! —respondió Teo sin apenas dudarlo—. Bueno, ¡lo sería si hubiera tenido tiempo de pedírselo!
CAPÍTULO XV
Se aproximaba el verano y doña Isabel estaba obsesionada con su figura. Pese a su rigurosa dieta, que mortificaba a doña Pura, quien no sabía ya qué cocinar e hizo ella misma algunas gestiones telefónicas para buscarse una buena residencia y terminar con aquel martirio de una vez, sus caderas iban en aumento de forma desordenada y escasamente armoniosa. Había aparecido la temida celulitis y no había traje de baño en todo Madrid que disimulara sus cartucheras.
—¡Con esta birria de tipo yo no voy a Marbella! —le comentaba a la paciente Conchita los días de la semana que todavía trabajaba en la casa, mientras se pellizcaba con rabia las cartucheras.
—Pero señora, si ahora ya da igual. La gente de esos sitios ni se preocupan por esas cosas. Yo he visto por la tele turistas en bikini hechas unos verdaderos adefesios ¡y tan tranquilas, como si fueran las reinas de las fiestas de su pueblo!
—Por esas playas de turistas extranjeros dá igual, pero en Marbella, Conchita, es otra cosa. Allí todo el mundo se fija en las apariencias, en cómo vistes, dónde alternas, con quién te codeas, ¡y hay que estar mona! ¿Cómo voy a quitarme toda esta grasa en tan poco tiempo? —y se miraba exasperada en el espejo como pidiéndole que no la reflejara tal y como era si no como deseaba ser— ¡Ay, Conchita, los años no perdonan! Con lo mona que era yo con veinte años… y ahora… ya ves, ¡hecha una vaca!
De nada servía que por respeto a la diferencia social de ambas mujeres, pese a compartir la misma angustia desclasada por la obesidad, Conchita tratara de consolarla asegurando que exageraba y que la encontraba igual que siempre, tal vez algo más femenina, idea que para la doncella estaba asociada al sobrepeso imprescindible en una mujer para atraer a un hombre con gustos normales. Pero doña Isabel ya no le importaba ser atractiva sino presentable, según los cánones estéticos establecidos por la elite social de Marbella, que podría resumirse como esquelético y pergaminoso. Es decir, que era fundamental tener la piel quemada por el sol, casi acartonada, y mostrar las costillas y unos prominente omoplatos para considerarse a la moda, lo que no era el caso de doña Isabel.
Su obsesión por su apariencia había sido la causa de que ya no reinara la paz ni un segundo en aquella casa. Desde la mañana a la tarde se la oía quejarse de algo relacionado con su aspecto. Unas veces era el cabello, sin brío y desteñido, otras la palidez lechosa de su piel, otras eran sus vestidos de verano, que regalaba a Conchita sólo con sobreponérselos ante el espejo. «Toma, éste también te lo regalo, que me hace más vaca de lo que ya soy.» La doncella no sabía qué hacer con tanta ropa apenas usada y de marca. Medio pueblo vestía la ropa elegante de su señora, y corrían rumores de que Conchita se había enriquecido con la lotería del turista y despilfarraba el dinero en ropa, que ni siquiera era su talla, lo que demostraba hasta qué punto le habría afectado el ganar de pronto tanto dinero.
En cuanto a la cocinera, la pobre mujer tenía la sensación de estar atentando contra la vida de su señora, y eso que prácticamente no cocinaba otra cosa que caldo de gallina y ensaladas. Lo que más la mortificaba era ver a su señora comer zahorias crudas, pues ni siquiera le permitía que se las rayara y preparara aliñadas para que tuvieran algo más de gusto. Pero todo era inútil.
Por la misma razón sus relaciones con Teo habían perdido el calor y la confianza de otros tiempos. Ahora su madre le parecía un anuncio de dietas de la televisión, porque cada vez que tenían un momento de intimidad doña Isabel parecía sorda a las confidencias de su hijo, sin poder apartar de su mente la obsesión por su figura, lo que podría arruinar sus ansiadas vacaciones en Marbella.
—¿No me digas, hijo, que no hay más chicas que ésa en el mundo? —le contestó su madre la única vez en que hizo un hueco a sus preocupaciones para escuchar las de su hijo—. ¡La hija de un obrero de la construcción! ¡Pero si no sabrá ni utilizar el cubierto del pescado!
—¡Mamá, no seas clasista; es universitaria!
—¡Y tenías que fijarte en una universitaria hija de un obrero de la construcción! ¿Es que no las hay hijas de abogados, o médicos, o arquitectos? Pero digo yo, ¿a qué universidad te hemos enviado? ¿No es a la Complutense? ¿Desde cuando a la Complutense van chicas de esa clase social?
—Es un ser humano como tú y como yo, y por mi culpa debe estar encarcelada y sufriendo torturas. Tienes que hablar con papá y convencerle para que la dejen en libertad.
—¡No, Teo, yo nunca me he metido en sus asuntos de política! Pídeme lo que quieras, cariño, pero no me pidas que me meta yo en política. No, por Dios, ¡y menos sabiendo que es anarquista! Además, no tengo yo ahora la cabeza para ocuparme de esas cosas, ¡bastantes preocupaciones tengo yo con mis propios problemas!
Doña Isabel dio por concluido el tema porque de pronto recordó que alguien le había dicho que los alimentos ricos en gluten causaban estreñimiento, y podían favorecer la obesidad, y llamó a la cocinera para prohibirle que a partir de aquel día utilizara harina para rebozar el pescado.
—¿Pero entonces, con qué lo rebozo, señora?
—Con lo que sea, Pura, pero olvídate de la harina; ¡que no vuelva a entrar harina en esta casa!
—Entonces —preguntó Teo a la madre, de quien por primera vez comprendió que se estaba volviendo histérica— no me ayudas…
—No cariño, no voy a importunar ahora a tu padre, cuando le he convencido para que nos lleve este año a Marbella. Lo mejor es que te eches otra novia; una chica normal, que no sea anarquista, y de tu misma clase social y así no tendrás tantos problemas.
Teo no sabía cómo reaccionar. De pronto se dio cuenta de que las relaciones con su madre no habían pasado nunca de un simple formalismo familiar, y que ella vivía ausente, incapaz de hacerse ni una remota idea de las responsabilidades habituales de una madre. Ahora se dio cuenta de hasta qué punto su relación con ella se había basado en la casualidad de haber nacido de sus entrañas, y para desentenderse de él, le había entregado un muñeco mecánico para que se ocupara de su educación infantil. De pronto sintió un intolerable deseo de venganza contra su propia madre. Quería hacerla pagar por todos aquellos años de olvido y desinterés y no se ocurrió otra cosa que mencionar al amante.
—¡También Raúl es anarquista, y no le haces ascos!
La pobre mujer quedó petrificada. Pasó del asombro a la lividez. Miró a Teo como si se tratara de un espía indeseable, que trataba de inmiscuirse en su vida privada, y eso no se lo consentía ni a su propio hijo. De hecho su vida había sido privada desde que tuvo uso de razón; es decir, siempre hizo lo que le vino en gana, sin rendir cuentas a nadie, y esa no iba a ser la primera vez en que cambiara de actitud, pese a tratarse de su propio hijo.
—¡Entonces, lo sabes! ¡Aquel día nos vistes, y te lo has estado callando todo este tiempo! ¡Ahora si que no puedo hacer nada por ti, Teo, porque has demostrado no tener confianza con tu propia madre! Además, eso ya pasó… fue una debilidad temporal… que ni yo misma me lo explico… ¿No se lo habrás contado a tu padre; verdad que no, Teo?
—¡No, por supuesto que no; y hubiera preferido no saberlo yo tampoco. Allá tú con tu conciencia!
—¡Cielo, tú eres demasiado joven para entender esas cosas!
—¿Qué cosas?
—¿Qué cosas van a ser?, ¡pues ésas! Y por favor, Teo, no sigas con el interrogatorio que tengo una jaqueca terrible. Ya hablaremos de todo esto en otra ocasión si tanto te preocupa.
—Por mí el asunto está zanjado y olvidado, pero ¿qué hay de Betsy?
La madre comprendió que estaba atrapada en un indiscutible y sutil chantaje, pues Teo le había demostrado que sabía jugar sus cartas. Lo comprendía porque ella estaba habituada a las medias palabras y las amenazas veladas gracias a la astucia y a la diplomacia familiar de su propia hermana. De ella había aprendido que la familia no es más que un juego de influencias y no una cuestión de afecto o de cariño, donde lo único que importaba era mantener unas aceptables apariencias que permitiera a la familia presentarse en público como unida, pero sin que importara mucho la causa.
Era imprescindible que su marido no se enterara de su infidelidad, no por la ofensa que sufriría su honra, sino por el desorden familiar que causaría. Por eso consideró la posibilidad de mediar ante su marido a favor de aquella chica que de antemano sabía que nunca podría formar parte de su propia familia, pero al menos le evitaría el sufrimiento de estar detenida.
—Haré lo que pueda, Teo, pero tú sabes muy bien como es tu padre: cuando la toma con alguien es como si estuviera muerto.
Con fingidos gestos de dolor de cabeza le dio a entender que aceptaba el chantaje pero que no deseaba continuar con aquella tensa conversación, entre otras cosas porque ella nunca se había preocupado por saber hasta qué punto Teo era un hombre y se hacía cargo de las pasiones de la carne, o si tal vez seguiría siendo virgen. Pero después de saber que le habían detenido en la cama de una mujer, sintió cierta vergüenza al tener que reconocer que su hijo ya no la veía como una madre idealizada y sin el estigma de la sexualidad, sino como a una mujer débil y apasionada, considerándola tal y como era, con todos sus atributos físicos, que ahora ya debería conocer. Era el final de la inocencia de su hijo, que toda madre siente como si le arrancasen de la conciencia y del recuerdo el bebé que fue una vez, y prácticamente se convirtiera en un desconocido, con apetito sexual como su mayor preocupación y razón para su existencia de adulto ya sin inocencia.
Teo, por su parte, comprendió que sin proponérselo estaba chantajeando a su madre, tratando de conseguir su propósito sin preocuparle ya sus sentimientos. Su rechazo visceral de Betsy por su baja clase social le había exasperado, no porque él se hubiera planteado este hecho, sino porque nunca vio en Betsy señal evidente alguna que le marcase como hija de un obrero de la construcción, sino todo lo contrario, en cierta manera la consideraba superior a él, más educada e inteligente. Por eso también sin proponérselo verdaderamente, pero consciente de encontrarse ante una trascendental encrucijada, puso ambas mujeres en la balanza de sus agitados sentimientos y sin dudarlo un instante se quedó con Betsy. Por esa razón aquel día Teo perdió también a su madre.
Pero no fue ésa la única pérdida familiar de Teo, ni por desgracia sería tan poco la última, en los trágicos días previos al verano. Una tarde de sábado, cuando en la casa sólo estaba la cocinera, no para ocuparse de sus labores sino porque la pobre mujer era ya incapaz de ir más allá de su cocina, y aún así se planteaba la posibilidad de instalar una cama en algún rincón para evitarse tener que recorrer el largo pasillo con sus babuchas de encerar, sonó el teléfono a la hora del almuerzo, precisamente cuando la gente no suele hacer sus llamadas. El general y su señora, como cada sábado desde que no tenían doncella había ido a un restaurante del barrio, en el que desde la falta de servicio doméstico tenía reservada ya su mesa y el menú especial bajo en calorías que tuvo que aprenderse deprisa y corriendo el desprevenido cocinero.
Teo tuvo en seguida la sensación en la piel que aquella llamada le traería malas noticias, pero esperaba algo relacionado con sus padres, la universidad o incluso, sin tener motivo para ello, con Betsy. Al principio, pese a la turbación del sonido del timbre del teléfono sonando en la desolada vivienda, Teo esperó a que alguien lo descolgara, como era habitual, pero escuchó la voz cansada de doña Pura desde su cuarto: «Atiéndalo usted, señorito, que yo estoy ocupada.» comprendió inmediatamente cuál sería su ocupación. Con la sensación de una inminente tragedia todavía en el bello de los brazos erizado, se dispuso a descolgar pero no sin tomar la precaución de respirar hondo y tratar de calmar su aprensión todavía injustificada.
—¿Diga?
—¡Teo, cariño, tu abuela ha muerto!
Era la tía Virtudes, quien de aquella forma tan lacónica y escalofriante le comunicó la muerte de la persona que más quería en este mundo. Fue un golpe tan duro que durante una semana no volvió a pensar en Betsy, como una manera de mostrar su respeto por la anciana desaparecida, que había hecho las veces de madre desde su nacimiento hasta el final de su traumática infancia, con la ruptura del mecanismo del monito afelpado. Aún después, su abuela había sido la única que se hizo perfectamente cargo de su desolación proponiéndole llevar el mono a un relojero, para que lo volviera a componer, pero Teo decidió probar suerte con la adolescencia.
La anciana murió de un ataque al corazón, causado por la imperceptible enfermedad de la bondad, y se fue de este mundo a tiempo para no ver otras desgracias en la familia, pero después de que muriese el Caudillo y presenciara su entierro en la televisión, pues conocía la astucia del general y hasta el último momento sospechó de que se trataba de un nuevo ardid para mantenerse en el poder en la sombra, manejando los hilos del poder desde algún búnker secreto construido en la Cruz de los Caídos. Bastante tiempo después del entierro, y en vista de que los acontecimientos políticos del país no mostraban por ningún lado indicios de la influencia indirecta del Caudillo, ya no lo dudó: estaba realmente muerto. Dada su pública aversión por el dictador, debió ser después de todo una buena razón para irse tranquila al otro mundo, pese a que sus creencias no le permitían concebir tal posibilidad.
CAPÍTULO XVI
Después de la repentina e inesperada muerte de la abuela y el desencuentro afectivo con sus propios padres, Teo se volvió todavía más solitario y reservado de lo habitual. Seguía confiándose únicamente a su juguete infantil, no sólo con la sensación de que le entendía, sino de que le tenía reservadas todavía grandes sorpresas y días de felicidad, similar a la que disfrutara cuando todavía funcionaba el mecanismo. Sabía que la vida no le había permitido más que hacer una primera prueba de lo que sería la verdadera, cuando se librara de algún maleficio que tenía relación con el ambiente familiar. Muerta la abuela, pese al dolor de la pérdida, algo le decía que estaba en el camino correcto para su liberación. Aquella bondadosa mujer era el único lazo familiar por el que hubiera sacrificado su propia felicidad, y ya no estaba. Sin embargo, en agradecimiento, se propuso guardar siempre fresco e imperecedero su grato recuerdo. Su tortuoso camino hacia la felicidad, que no podía estar sino junto a Betsy, estaba ahora atascado por los lazos familiares no deseados, como si se tratara de camino empantanado con normas y tradiciones que él ya no aceptaba, donde se hundía y se ahogaba. Abandonar la casa era una solución irreal y lamentablemente irrealizable, porque en toda su vida no había aprendido nada con más sentido práctico que el dar cuerda al monito cuando todavía funcionaba. Lo que aprendía en la universidad no le parecía un conocimiento con sentido de la realidad ni con lo que pudiera ganarse la vida, y ya era tarde para cambiar de facultad y optar, por ejemplo, por Derecho o Medicina. Por tanto seguía unido a la familia tan sólo a través de su asignación semanal, que seguía recibiendo pese a las amenazas de retirársela. Esta dependencia e incapacidad para ganarse la vida le hacía sentirse un ser inferior a cualquier limpiabotas, barrendero o recogedor de las basuras públicas, y admiraba el valor de cualquier obrero que se levantase a las seis de la madrugada para acudir a un empleo, cuya remuneración tras ocho penosas horas de trabajo embrutecido y repetitivo, no superaba la de su asignación. Sabía que su futura felicidad dependía de su capacidad para el sacrificio, pero por el momento no veía la posibilidad de realizarlo. Tal vez si recuperase a Betsy tendría el valor suficiente como para intentar realizar algún trabajo social remunerado, condición indispensable para ganarse su afecto, pues sin duda Betsy buscaría en su amante una versión actualizada del padre; es decir, un obrero cualificado, sindicado y dignificado por convenios justos y equitativos.
En la casa la vida estaba llevando a cabo su meticulosa labor con orden pero sin piedad, pues mientras amenazaba con terminar con la de doña Pura, consintió en que Conchita gestara una nueva, que probablemente sería un aplicado obrero del cinturón industrial si el destino no le ponía trabas y le sorprendía con alguna de sus excentricidades, donde el hijo de un ajustador podía llegar a ser envestido doctor Honoris Causa de alguna prestigiosa universidad extranjera. Por el momento sólo era una suposición, pero el padre de la futura criatura exigió a su mujer total dedicación a la maternidad, por lo que en dos o tres meses Conchita se vería obligada a dar por terminado su largo periodo de velada esclavitud al servicio de la familia Castroviejo, lo que alteró todavía más los nervios de su señora.
Por otro lado, la muerte de la abuela desbarató todos los planes de doña Isabel para veranear en Marbella, pero lejos de lamentarlo se alegraba, porque dada su persistente tendencia a la obesidad incontrolada, no sólo el color negro del luto le favorecía, sino que La Granja seguía siendo el lugar más adecuado para ella, y el predilecto de su marido, por lo que se terminarían las discusiones sobre el lugar del veraneo. Incluso con un poco de suerte refrescaría lo suficiente como para tener una buena excusa y no acudir a la piscina. Poco a poco se fue haciendo a la idea de que ella era de otra generación y nunca podría ponerse una minifalda ni bañarse en bikini. Incluso recuperó el gusto por las canciones de Pérez Prado, Antonio Machín y hasta por las de Carlos Gardel y Concha Piquer, cuyos discos había mandado almacenar en el sótano, en sustitución de los de los Beatles, los Brincos, los Sírex, Julio Iglesias y hasta de los Rolling Stones. Su envejecimiento psicológico anticipó la menopausia, y empezó a aborrecer al amante, quien por otro lado, y aprovechando las ventajas de poseer un «600» trucado, estaba teniendo bastante éxito entre las camareras de las cafeterías chic, las peluqueras de diseño, las dependientas de grandes almacenes y las obreras no cualificadas del cinturón industrial de Madrid con las que se encontraba. Fue un acuerdo de cese de actividades amistoso y sin violencia, lleno de sentido común y mutuo entendimiento.
—Es mejor que no nos veamos más, Raúl, ya soy demasiado mayor para soportar este tren de vida —le dijo ella la última noche que intentaron inútilmente cumplir con la costumbre de varios años de pasión amorosa ilegal, que ya se había convertido en una rutina vacía de sentido y motivación.
También había influido el que Teo le confesara estar al corriente de sus relaciones extra matrimoniales, lo que despertó en ella por primera vez un cierto sentimiento de culpabilidad, más por haber sido descubierta que por el hecho moral en sí. Pero el rechazar el amante no contribuyó a mejorar sus deterioradas relaciones con Teo, quien no dudaba en recordarle los términos del chantaje. Por fin, con bastante repugnancia social, doña Isabel se atrevió a mediar por Betsy ante el general.
—¡Cuanto más se lo prohibamos más lo deseará! En eso se parece a mí. Mi pobre madre, que en paz descanse, quería meterme monja cuando se enteró de nuestro compromiso. Si no me hubiera amenazado con recluirme aún estaría soltera —dijo doña Isabel a su marido, sin pararse a pensar en el sentido mordaz de sus comentarios. Pero el general no se molestó porque de su mujer ya no esperaba otra cosa que formalidad, desde luego que no pretendía que además sintiera afecto por él; pretensión que no tuvo ni de recién casado, pues su matrimonio fue un ajuste de cuentas entre las buenas costumbres y los preceptos morales de la Iglesia católica, dado que cometió el error de tener extrañas e inconclusas relaciones sexuales con ella, antes de haberse prometido. Pero era una cuestión de principios, donde el pecado estaba en la intención y no en la consumación del hecho en sí. La boda se acordó después de que el cura que le confesó le aseguró que había cometido un grave pecado de pensamiento, que era igual o más grave que el de acción, para el que sólo el matrimonio ofrecía redención.
El general prometió hacer indagaciones para saber el paradero de Betsy, más en agradecimiento al destino por la oportuna muerte de su suegra, que le evitó el desagravio de veranear con extranjeros deslamados, que porque recordara ya el suceso.
—¡Me pides un imposible, Isabel, pero veré lo que puedo hacer! Si no fuera anarquista y no pasara de comunista, todavía tendría algún arreglo, ¡pero los anarquistas son la peste de nuestro siglo y habría que exterminarlos a todos sin dejar ni la simiente!
Aquella nefasta mañana el general tenía intención de modificar su habitual recorrido para acercarse a la Puerta del Sol y mediar, sin demasiado entusiasmo por el éxito de su gestión, por la amiga de su descarriado hijo. Se lo comunicó al chofer apenas se encontró con él en el garaje del edificio. Jacinto le comentó que aquella era una hora punta y habría un tráfico infernal, por lo que sin escolta de motoristas tardarían bastante en llegar, y que tal vez serían más apropiado aprovechar la hora del tentempié de medio día para intentar la proeza de llegar en automóvil hasta la Dirección General de Seguridad. El general le pareció una idea razonable y decidió no cambiar su recorrido rutinario habitual. El destino trabajaba sin descanso y con precisión absoluta para culminar una de sus obrar maestras del horror. Teo tomó el ascensor con su padre y le acompañó hasta el portal de la casa, y el general se ofreció para acercarle en el coche a la universidad, pero Teo todavía no encontraba ninguna razón para la reconciliación en tanto su padre no mediara para que Betsy fuera puesta en libertad, y su resentimiento superaba la naturaleza del tiempo y su tendencia al olvido.
—Gracias, no es preciso que te tomes tantas molestias, cogeré el autobús como cada día.
A esa temprana hora de la mañana Teo no sabía que su desaire estaba previsto por la fuerza indescifrable de su extraño destino, pese a que a punto estuvo de aceptar la oferta, cansado de sacrificarse sin un motivo todavía justificado. Pero lo rechazó.
El general, desde los trastornos domésticos por la avanzada edad de la cocinera y los humos laborales de la doncella, no desayunaba en casa, sino en una de las cafeterías de moda que se encontraba en su trayecto. Solía desayunar una indigesta porción de churros, mojados con parsimonia en un gran tazón de café con leche, y más o menos sabía la hora precisa en que el churrero hacía su fritada matinal, para comerlos frescos y crujientes. De manera que el recorrido se hacía con tal precisión y tan cronometrado que incluso tenían sincronizado el paso de los semáforos cuando estaban abiertos, salvo uno descontrolado por causa de una calle en diagonal que no respondía al esquema racional para lo que estaban calculados los semáforos.
Llegaron a la cafetería a la hora puntual y Jacinto aparcó como siempre el coche en doble fila, porque él permanecía en el vehículo en tanto su jefe cumplía con la rutinaria costumbre de aquel desayuno vulgar pero muy popular entre los madrileños. A los veinte minutos exactos el general apareció en la puerta giratoria de la cafetería, limpiándose restos de churros azucarados de la boca. Jacinto dio toda la vuelta al vehículo para abrir la puerta al general, que tomó asiento en la parte trasera, y esperó a que volviera a hacer el mismo recorrido, pero en sentido inverso. Por fin, Jacinto tomó asiento al volante, pero antes de arrancar le preguntó al general si quería que fuera a buscarle la prensa del día, pero el general, ya con su habitual pesadez de estómago y con el regusto aceitoso de los churros en el paladar, no tenía deseo alguno de ponerse tan temprano al tanto de la actualidad nacional.
—¡Tira, Jacinto, seguro que son las mismas noticias de siempre!
Pero él general no sabía que la gran noticia de aquel sangriento día la iba a protagonizar él mismo. Súbitamente dos jóvenes montados en una motocicleta se acercaron al vehículo y Jacinto, dado que aparecieron por el lado de su ojo perdido, no pudo ver la rápida maniobra. El general sí la vio pero no reaccionó a tiempo, porque era lo último que se esperaba. De súbito uno de ellos sacó de la cazadora un subfusil y ametralló el asiento trasero del coche sin piedad, barriendo la ventanilla de un lado para otro hasta que se agotó el cargador. Instantes después el motorista hizo chirriar la cubierta trasera en el asfalto y desaparecieron como si nunca hubieran estado allí. El general yacía con el rostro ensangrentado por varios impactos en la frente, en el cuello y en el pecho, ladeado contra la puerta que en un tardío acto de reflejo intentara abrir. Tenía los ojos abiertos, pero la mirada vacía estaba perdida en algún lugar del techo del automóvil, tras expirar en el acto. Jacinto no estaba herido, pero era incapaz de reaccionar, agarrotado por un espasmo que le paralizó, con las manos fuertemente apretadas contra el volante, la boca abierta y jadeante, y los ojos desorbitados, intentando no mirar a ninguna parte para no admitir que el general había sido ametrallado y con toda probabilidad ya estaría muerto.
Teo llegó a la universidad sin haberse enterado del atentado, donde la noticia corría ya por todas las facultades. Cuando entró en su aula se hizo un silencio sepulcral, y Teo tuvo otra vez la misma sensación en la piel que cuando recibió la llamada para notificarle la muerte de su abuela. Sabía, por tanto, que había muerto alguien de su familia pero no tenía una idea precisa de quién podría ser esta vez. El catedrático no había llegado todavía, porque estaba reunido con el rector para decidir qué hacer y si se debían cancelar las clases de su asignatura por aquel día en señal de duelo. Teo, con la aprensión de la muerte todavía en la piel, seguido de la mirada piadosa y cómplice de un duelo de todos sus compañeros, tomó asiento en su lugar habitual. Por un momento nadie se atrevió a ponerle al corriente de su dramática situación porque se extrañaban de que él mismo no lo supiera ya. Una noticia tan personal y trascendental debía ser el catedrático el encargado de comunicársela, pero el catedrático no llegaba y el silenció era ya insoportable, pues todos consideraban que en aquella mañana no se podría hablar de otra cosa que del asesinato del padre de uno de su clase. Por tanto, su compañero de asiento asumió de forma espontánea la labor de mensajero de la muerte, y tosiendo nervioso para asegurarse que la voz le respondería, le preguntó extrañado él mismo de tener que hacer esa pregunta al hijo del asesinado:
—¿No te has enterado todavía de lo de tu padre?
Todos contuvieron la respiración para que la respuesta se escuchara con claridad en cada rincón del aula.
—No. ¿Qué pasa con mi padre? —se limitó a contestar Teo, sin esperar ya una respuesta concreta, porque supo inmediatamente que el muerto presentido era su propio padre. El compañero ya no tuvo valor para responderle, esperando que alguien continuara por él, pero nadie se atrevió a pronunciar las palabras, que sin duda Teo recordaría lo que le restara de vida, porque no querían ser parte de sus pesadillas: «A tu padre lo han matado en un atentado.» Pero Teo leyó la respuesta en la mirada desolada de toda la clase, que parecía como si ya estuvieran dándole el pésame. En ese momento entró el catedrático y al ver a Teo en su sitio habitual se sobresaltó, se acercó a él con la expresión doliente de un familiar del difunto, y le rogó que le acompañara porque el rector quería hablar con él. De esta manera sus compañeros de clase se libraron de la responsabilidad de ser parte de la amargura personal de Teo al comunicarle la luctuosa noticia, y fue el rector, más experimentado y hasta profesional, quien se lo dijo y cargó con esa penosa responsabilidad.
El cuerpo del general fue expuesto para las condolencias en la misma iglesia donde solía escuchar misa y comulgar cada domingo. Cubría el féretro una bandera nacional con los símbolos del Movimiento, rodeado de cuatro gigantescos candelabros de plata, y cubierto con innumerables coronas fúnebres, que hacían referencia al cuerpo de Ejército al que pertenecía, asociaciones de excombatientes a las que protegía, cuerpo de policía con el que se relacionaba, partidos políticos próximos a su ideología y hasta de algún comerciante amigo, donde hacía regularmente sus compras de Intendencia.
Teo, su madre y la tía Virtudes atendían ceremoniosas y dolientes a los numerosos amigos y propietarios de las respectivas coronas, vestidos de riguroso luto, y escondían sus lánguidas miradas tras desproporcionadas gafas de sol, pese a la penumbra de la iglesia. Ninguno de ellos había derramado ni una sola lágrima por el difunto general, pero cada uno tenía razones diferentes.
Tras la muerte de su abuela, Teo tuvo la sensación que se había desencadenado una tempestad en su destino, y a la muerte de su querida abuela le seguirían probablemente otras, porque era parte de su liberación personal. La muerte violenta del padre, que corroboraba su teoría del vendaval, le produjo una confusa sensación de consternación mezclada de una inevitable sensación de liberación, porque él era el principal obstáculo para la consecución de su felicidad. Era imposible derramar una sola lágrima en aquellas circunstancias, padre e hijo se habían repudiado mutuamente hacía ya bastante tiempo. Desde que Betsy desapareció en la Dirección General de Seguridad tenía la certeza de que su padre era un estorbo para el futuro, no sólo del suyo, sino del país, pero tras su asesinato, comprendió que los asesinos también lo eran, por tanto ahora ya no tenía una idea clara de dónde estaba en realidad el futuro, excepto, claro está, al lado de la desaparecida Betsy.
Doña Isabel no sólo no derramó una sola lágrima por su marido asesinado, sino que sufrió un ataque de nervios que le privó de cualquier reacción más o menos lógica y humana que se esperaba dadas las dramáticas circunstancias. Desde el momento en que su hermana Virtudes acudió a su casa para ser personalmente quien le comunicara la pérdida, se hizo totalmente cargo de ella, pues en los primeros momentos perdió totalmente el sentido de la realidad y tuvo que ayudarla a vestirse, lavarse, acompañarla al baño, intentar que comiese algo, y evitar que se golpeara por las esquinas de la casa, porque no tenía la más mínima noción de su existencia. Cuando fue recobrando la conciencia se limitó a exclamar: «!Ya me lo advirtió mi pobre madre!» Y en momentos de cierta lucidez, gritaba presa del pánico «!Ahora me matarán a mí también!» Pero era incapaz de llorar su muerte.
Por su parte quien menos motivos tenía para llorar y la menos afectada por el sangriento atentado fue sin duda la tía Virtudes. En primer lugar podría disponer libremente de la finca de Extremadura y jugársela al póquer si le daba la gana, porque la terapia de las hermanas no había dado los resultados deseados, antes bien, tuvieron que rogarle que se buscara otro remedio para su adición porque les había hecho perder ya más de quinientas pesetas, y doña Virtudes, acostumbrada a los acreedores violentos, no les perdonaba la deuda. En segundo lugar, ya no era necesario desempeñar las joyas de su hermana, pues con toda probabilidad la pobre mujer no recuperaría plenamente la conciencia y ni se acordaría de este delicado asunto. Por otro lado, la cosecha no sería ni la mitad de lo previsto por la persistente sequía, además de la mala calidad de la simiente sembrada por consejo de difunto general. Por tanto, Virtudes salió considerablemente beneficiada del atentado, pero, pese a todo, como los demás miembros de la familia, supo fingir dolor y guardar luto riguroso, se cubrió la mirada traidora con las correspondientes gafas de sol, y tras cada nueva condolencia fingió estar terriblemente afectada.
Por último, entre las numerosas personas afines al rango e ideología del difunto que acudieron a dar el pésame, destacó un grupo de jóvenes pulcramente vestidos y enlutados, marcados con un botón de solapa de una organización de extrema derecha, que tras cuadrarse militarmente ante el cadáver y hacer el típico saludo fascista, al terminar de dar su pésame a la familia, se dirigieron expresamente a Teo y le hicieron una terrible confidencia: «¡Le vengaremos!» En efecto, algún tiempo después del atentado unos desconocidos ametrallaron a todos los abogados de un despacho, por el simple hecho de defender causas laborales de obreros despedidos o discriminados por sus patronos por motivos ideológicos. Teo tardaría muchos años en quitarse el sentimiento de culpa de creer que él había sido el instigador de aquella nueva matanza política.
CAPÍTULO XVII
Los días que siguieron al atentado, en vista de la incapacidad temporal de doña Isabel, la tía Virtudes se hizo cargo de la situación en la casa de Teo. Hubiera podido ocuparse él mismo como el único hombre de la casa, pero dada su reconocida minoría de edad sicológica y el temperamento arrollador de su tía, no se atrevió a contradecir sus innumerables disposiciones. La primera fue sugerir que su hermana necesitaba urgentemente los cuidados de una sanatorio psiquiátrico o de otro modo corría el riego de precipitarse a la calle desde cualquier balcón o ventana en uno de sus arrebatos de pánico por ser también asesinada, durante los que corría en cualquier dirección huyendo de supuestos terroristas, golpeándose contra las paredes, tropezando con los muebles o encerrándose en los armarios. Teo no se atrevió a contradecirla, porque la repentina y violenta enfermedad mental de su madre sobrepasaba su capacidad para atenderla como hubiera sido la responsabilidad de cualquier hijo que no fuera desnaturalizado. Para todos los efectos prácticos era todavía menor de edad y más que atender a una madre seguía necesitaba de la atención de una madre.
—La llevaremos a La Granja, a la misma casa de reposo donde está ingresada tu abuela paterna. ¡Quién sabe si ahora, que comparte la misma locura, por fin se entiende con ella!
—Mi madre no está loca —protestó Teo—, sólo está conmocionada.
—¡Es un decir, cariño!
Le hizo firmar innumerables documentos, de los que Teo no era consciente, y el resultado fue que Teo debía buscarse urgentemente un nuevo alojamiento y el suntuoso piso del barrio de Salamanca se pondría en alquiler para gente del cuerpo diplomático, dispuestos a pagar el doble del alquiler normal, y el usufructo sería administrado temporalmente por ella, en tanto que la hermana no recuperase sus facultades mentales de acuerdo a lo exigido por la ley. La idea de alquilar el piso tenía sentido, no sólo porque los potenciales terroristas que asesinaron al general debería tenerlo vigilado y no se atreverían con los diplomáticos, sino porque, como si se hubiera declaro una epidemia, en apenas unas semana quedó desolado y sólo lo habitaba el propio Teo y el viejo gato, ya de segunda generación, que ajeno a todo el trajín que interrumpiese su plácido sueño, pasaba los días dormitando hecho una rosca en la cama de Teo, o de la ya ex cocinera, según la hora del día y la posición del sol.
Conchita ni se molestó en acudir a pedir la liquidación y se despidió por las buenas el mismo día del atentado. Algo propio de su clase social le dijo que en aquellas delicadas circunstancias ella no pintaba ya nada en esa familia, y ni siquiera valía la pena telefonear para dar su pésame a la señora, y acertó. En cuanto a doña Pura, por suerte para ella tuvo sentido de la previsión y se anticipó a los hechos. Cuando doña Virtudes se presentó en su habitación con la intención de ponerla de patitas en la calle sin mediar explicación, ella, pese a su escasa movilidad, había empaquetado su pequeña maleta, la misma que guardó durante treinta y dos años, convencida que aquella no era su casa y tarde o temprano la tendría que utilizar, y ella misma se ingresó en una limpia y tranquila residencia de ancianos de las hermanitas de la caridad. Según la madre superiora fue su piadosa devoción mariana y su costumbre de tener la capillita en su cocina, lo que la convenció de que era una buena cristiana a la que no podía abandonar. Pero sin duda que también influyó de forma decisiva comprobar con asombro las elevadas cifras de su cartilla del banco, después de treinta años de sacrificios y ahorro, usando prácticamente las mismas zapatillas, que además servían para encerar. Pero el argumento oficial era desde luego el de la devoción mariana y lo avanzado de su edad.
Los primeros días de soledad y silencio, interrumpido tan solo por las insistentes llamadas de la tía Virtudes, preguntándole si había encontrado ya un pisito más adecuado para él, porque la diplomacia presionaba para alquilar el piso y no tendrían siempre tanta suerte, Teo tuvo tiempo de hacerse verdadero cargo de su situación. Socialmente era incompetente, familiarmente prácticamente un huérfano y emocionalmente un inválido. En esas condiciones incluso su insistencia por dar con el paradero de Betsy le parecía ya infundada. Pero por otro lado, tenía la obligación de seguir siendo leal a sus viejos sentimientos, hasta que se encontrara nuevamente con ella y comprobara si había alguna razón para haber perdido todo aquel tiempo ocupado con su recuerdo.
Al menos un nuevo acontecimiento en el país sirvió para distraer su atención y ponerle a prueba sobre lo poco o mucho que había aprendido de Betsy: las primeras elecciones constituyentes en cuarenta interminables años de dictadura franquista. Las calles de Madrid se llenaron de entusiasmo político. La causa era el deseo de elegir libremente a quienes fueran capaces de redactar y aprobar una buena Constitución, que devolviera la vida a un país atacado por la peor enfermedad de la historia: una dictadura cuartelaria, pero que carecía ya de cuartel.
A principios del verano Teo votó por primera vez en unas elecciones libres y su júbilo sólo se vio empañado por la ausencia de Betsy, pues sin duda que ella era una de los miles de españolas, y de españoles, cuyo sacrificio había hecho posible aquel extraordinario acontecimiento político.
Cinco interminables meses después el Gobierno provisional de la transición hacia la democracia plena promulgó una amnistía general. Teo sabía que había llegado el momento, y que en aquel ambiente político de libertad y entendimiento nacional Betsy aparecería cualquier día, y si era puesta en libertad con toda probabilidad acudiría a la iglesia parroquial de San Blas. Por eso decidió volver a visitar al cura-obrero que la había conocido.
—Pues sí, muchacho, tengo buenas noticias para ti, ¡tu amiga Betsy está libre!, pero…
—¡Por favor, padre, rápido, dígame dónde puedo encontrarla! —interrumpió el ilusionado Teo, sin atender a las reservas del padre.
—Espera, muchacho, y ten un poco de calma, porque las circunstancias son distintas a como tú te lo imaginas… No sé si ella deseará verte…
—Pero ¿por qué razón, padre? ¡Ah, ya comprendo, debe de estar resentida porque la detuvieron por mi culpa... ¡Pero yo no sabía nada; se lo juro, padre!
—Tranquilo muchacho, no es por eso… Es por… Bueno, tengo una idea: yo hablaré con ella a ver si podemos organizar un encuentro. Llámame dentro de dos o tres días… y veré que puedo hacer por vosotros dos.
Teo estaba confundido y obcecado porque ya no encontró más argumentos en defensa de su inocencia y pensó en cualquier otra culpa imaginaria. No insistió más y tuvo que aceptar el consejo del padre porque le parecía que, fuese la que fuese la causa que le impedía reunirse con Betsy, el perdón de la culpa que no podía imaginar ya no sería asunto de este mundo, por lo que dejó su futuro en manos de aquel amable y compresivo cura progresista.
De vuelta en su desolada casa, y como era habitual en momentos de gran intensidad emocional, utilizó su descompuesto juguete infantil como confidente, y se propuso hacer un esfuerzo de memoria e imaginación y enumerar las posibles causas por las que Betsy no deseaba volver a verle. Una buena razón podría ser el simple paso del tiempo. Ella habría cambiado de gustos, tendría otras ideas; se sentiría atraída por otro tipo de hombres. Otra podía ser consecuencia del resentimiento y la amargura. Todo aquel tiempo encarcelada sin un motivo justificado, convencida de su inocencia, la habrían vuelto razonablemente rencorosa con todo el mundo, incluido él, sobre todo por el trato que había recibido tras la detención por su privilegiado parentesco, pese a que por esta causa sufriera la tragedia del asesinato de su padre, que ella probablemente desconocía. También podía ser el que no se hubiera esforzado lo bastante por conseguir su libertad, pese a que según él fue la causa de su desencuentro y hasta desafecto con su pobre madre, ahora encerrada en un manicomio por todas estas causas, y que ella también desconocería. No había, por tanto, justificación alguna para que estuviera resentida contra él. Pero de pronto, le vino a la mente la única posible: Betsy tendría novio o incluso se habría podido casar con alguien más adecuado que él; con la misma ideología política, con un oficio socialmente provechoso, con el que mantener una familia, con un carácter fuerte y varonil, forjado, como el de ella, en la dureza de la clandestinidad; en fin, cualquier persona que tuviera lo que a él le faltaba, y además dudaba de que a esas alturas de su desaprovechada existencia pudiera adquirir. «!Pero esa no es razón para no querer verme!» Le confió al monito, recobrando la esperanza perdida momentáneamente por un ataque de sentido común.
Dejó que pasaran los tres días acordados intentando borrar de su mente cualquier noción del tiempo, como si no pasara. Para ello se entregó al estudio de complicados argumentos filosóficos con el propósito de entenderlos verdaderamente, y no tan sólo de memorizarlos como era habitual. Uno de ellos consistía en entender el verdadero sentido del axioma de Ortega y Gasset «Yo soy yo y las circunstancias.» Y dada la encrucijada personal en la que se encontraba, lo entendió absolutamente, sin necesidad de que nadie se lo aclarara. Sin duda él sería lo que deseaba ser si se lo permitían las circunstancias.
El día acordado Teo llamó a la parroquia consciente de que su felicidad dependía de una sencilla respuesta, y afortunadamente fue la deseada.
—¡Sí, muchacho, he convencido a Betsy para que acceda a verte! Ven mañana a las 12 del mediodía a la parroquia —el padre no fue más explícito, pero lo suficiente como para que Teo despertara al soñoliento gato, quien tenía la cualidad natural de contagiarse del estado de ánimo de quien le rodeaba, y dada la excitación de Teo, optó por cambiar de habitación y reanudar su interminable siesta en otro lugar.
CAPÍTULO XVIII
Por fin llegó el día, más que deseado, soñado por Teo. Cuando despertó se dijo que aquel día tendría para él más importancia que cualquier cumpleaños, celebración religiosa o nacional, o incluso el día en que, si fuera capaz de conseguirlo, encontrara su primer empleo. Por tanto todavía sin levantarse de la cama anotó en su agenda «¡Hoy veré por fin a Betsy!» El viejo gato, que ocupaba un discreto rincón del lecho, no sólo no parecía dar importancia a la agitación de Teo, sino que por su cínica mirada de gato viejo parecía presagiar una tormenta.
En efecto, apenas Teo se asomó a la ventana sintió un frío inexplicable, que no provenía de ninguna parte del cuerpo; era una sensación de vacío, como si al día le faltara algo fundamental para que la vida fuera posible. Pese a ser poco común en Madrid, aquel día de primeros de noviembre había amanecido cubierto por una densa niebla, hasta el extremo de que no eran totalmente visibles los edificios nobles de las esquinas, sino con aspecto desdibujado y lechoso. Aquel no era el día que el había anotado en su agenda.
Con su presagio de fatalidad agobiándole el pecho, se vistió despacio, como dando tiempo al día para que se mostrara benigno y más adecuado a sus razonables expectativas de felicidad. Para hacer tiempo se ocupó de lo que más odiaba y que era capaz de desquiciarle hasta el extremo de anular su pensamiento y hasta su conciencia: limpiar y recoger la habitación, poner la ropa sucia en la lavadora, fregar los cuatro vasos y tazas abandonadas en el fregadero, pasar la escoba por el interminable pasillo, que ahora, sin los cuidados de Conchita y las babuchas de encerar de doña Pura, acumulaba polvo por todos los rincones sin saber de dónde surgía. Por supuesto que había cerrado cuidadosamente todas las puertas, ventanas y balcones de las interminables habitaciones, incluida la enorme sala comedor de puertas correderas que ya no utilizaba, para no tener que molestarse en limpiarlas, pero a pesar de sus precauciones, acumulaban tanto polvo como el pasillo, y ahora se hacía una idea más precisa del agotador trabajo del servicio doméstico en una casa de aquellas descomunales dimensiones. Pensó que si convencía a Betsy de su inocencia y llegaban a reconciliarse hasta el extremo de que llegara a aceptarle como marido, o siquiera como compañero fijo, pues no se imaginaba a Betsy vestida de novia ni pasando por los burocráticos trámites de un enlace matrimonial, incluso por lo civil, se mudarían a un piso fácil de limpiar, con las habitaciones justas y necesarias para ellos dos y lo que pudiera venir, que en ningún caso sería más de la pareja; chico y chica, a poder ser.
Calculó el tiempo del viaje a San Blas y añadió quince minutos extras por cualquier eventualidad, que no podía ser otra que una avería en el Metro, porque por seguridad descartó la idea de acudir en taxi o en autobús. Madrid ya no era una ciudad segura para acudir a una cita de aquella trascendencia con un medio de transporte terrestre, porque en los últimos diez años los madrileños parecían haberse olvidado de la utilidad de las piernas como medio para desplazarse de un sitio a otro en distancias razonablemente cortas, como por ejemplo comprar en el supermercado del barrio, acudir a la parroquia del domingo por la mañana, o desplazarse a merendar chocolate con churros en la cafetería de moda, a sólo dos o tres manzanas de distancia.
Por abandono y descuido todavía conservaba prendas de ropa de los felices tiempos en que corrían delante de los enfurecidos grises, y pensó que sería un detalle adecuado para la ocasión vestirse con ellas, pero inmediatamente consideró que el tiempo no pasaba en balde, y cambia el carácter y el gusto por las cosas. Con toda seguridad Betsy ya no vestiría con aquel descomunal jersey de lana, y hasta cabía la posibilidad de que por fin se hubiera decidido por las camisetas ceñidas y las minifaldas, pero tampoco se la imaginaba de aquella manera. En realidad su recuerdo estaba tan deteriorado por los acontecimientos que no se la imaginaba de ninguna manera y esperaba alguna sorpresa. Por tanto, él se vestiría de corriente y esperaría a ver en qué quedaba su entrevista para elegir en el futuro algún estilo determinado, que a ella le pareciera adecuado dadas las nuevas circunstancias.
Media hora antes de la entrevista Teo estaba a sólo diez minutos a pie de la iglesia, pero no quería adelantarse y dar la sensación de atolondramiento. Llegaría a la hora puntual acordada. Si Betsy estaba ya en la iglesia también ella necesitaría algún tiempo para prepararse, meditar las razones que pensaba argumentar para no desear volverle a ver; adoptar el aire adecuado y no mostrar excitación alguna para reforzar su postura. Debía llegar justo en el momento en que ella lo esperaba, ni un minuto de antelación, sólo así tendría alguna posibilidad de mantener una entrevista relajada, en los términos acordados, sin violentar las cosas. Quería parecer una persona que sabe aceptar los hechos si son razonables.
Algunos minutos antes de lo previsto avistó la sencilla iglesia de barrio obrero envuelta en aquella extraña niebla, como si todo aquello de la cita y su encuentro con Betsy lo estuviera soñando. Teo recordaba como los sueños son a veces tan reales en los destalles que al despertar se preguntaba de dónde provenían; en que extraño mundo sucedía; si no era una forma de viajar por dimensiones desconocidas de la mente, hechos que suceden de forma simultánea pero que sólo son visibles durante el sueño. Por tanto aquello bien podría ser uno de esos sueños y al despertar se volvería a hacer la eterna pregunta del origen de aquellas inexistentes ilusiones de la mente.
Pero aquel frío extraño, semejante a un vacío en alguna parte de su ser, sin entrar a considerar la diferencia entre cuerpo y alma, que ni siquiera sus elementales estudios de filosofía le habían permitido entender para saber cuál de las sensaciones le corresponden a cada cual, le decía que aquello era parte de su vigilia, y que la iglesia era de este mundo, sin que pudiera estar seguro de si éste era o no el real. Por la misma razón Betsy podría ser un accidente del tiempo; un ejemplo mundano de lo que sería la felicidad en el mundo verdadero, siempre que aquel no fuera el real, claro está.
Sumido en estas fantásticas elucubraciones, que ni él mismo se explicaba la razón, de no ser por la sobre excitación del encuentro, se presentó frente a la puerta de la iglesia, que como la vez anterior, permanecía cerrada. Él se había hecho la idea de que Betsy le esperaría frente a la puerta de la iglesia, porque la imagen de un encuentro con el testigo de lo trascendental, pese a su modesta apariencia, sería el marco adecuado, pero allí no estaba ella. Rodeó el edificio y volvió a llamar en la puerta que ya conocía. Una vez más le abrió el mismo cura vestido con el mismo traje de pana oscura y su camisa de cuadros desbrochada, y una vez más su amabilidad sirvió de bálsamo espiritual. Se relajó, hizo algún gestó mecánico con los brazos porque no sabía que otra cosa podía hacer, y antes de que el cura tuviera tiempo de saludarle, se anticipó a preguntarle por Betsy:
—¡Bueno, aquí estoy! ¿Dónde está ella?
El cura comprendió que aquel excitado joven ni siquiera respetaría las elementales normas de urbanidad y respondería a su protocolario saludo de recibimiento, por eso prescindió de normas y se apresuró a darle la información deseada. En realidad Betsy sabía que Teo se presentaría nervioso y excitado y por esa razón había elegido el lugar más adecuado para el encuentro, en territorio neutro, sin símbolos trascendentales ni testigos eventuales: en medio de un descampado en el que la modesta parroquia tenía previsto construir un parque infantil, por lo que las mamás empezaban a hacerse la idea llevando allí a sus hijos.
—¡Allí la tienes! —respondió lacónico el padre, y señaló entre la niebla la imagen de una mujer perfectamente abrigada, que empujaba un carrito de bebé por lo que en un futuro ya no muy lejano sería un sencillo parque infantil de barrio obrero, con una rueda, un tobogán, y dos columpios, además de un cubo de tubos de colores para que los niños desahogaran su naturales deseos de riesgo y aventura. Teo cambió una interrogante mirada con el padre, pero éste se limitó a encogerse de hombros y sonreír, como dándole a entender que él no se hacía responsable del comportamiento de la naturaleza, ya que su labor se ceñía a los asuntos de alma y no a los del cuerpo.
—¡Sí, es ella; Betsy! ¡Anda, ves ya, que te está esperando! —y cerró cortésmente la puerta para que Teo no tuviera oportunidad de hacerle otras comprometidas preguntas y se enfrentara él sólo a las elucubraciones que le sugería aquella primera imagen de Betsy empujado un cochecito de niño entre la niebla. Pero simplemente su mente se negaba a reaccionar y destilar alguna simple idea para justificar la imagen, como por ejemplo, suponer que había dado a luz un hijo y él podría ser su padre, teniendo en cuenta las fechas, y el que no utilizara los preservativos. Y ésta fue la única idea que admitió su ofuscada mente. Por eso en un principio se sintió sobrecogido por un sentimiento de júbilo totalmente nuevo, el que debían sentir todos los hombres de este mundo al conocer que eran padres primerizos, porque si se tratara de un segundo hijo el gozo seguramente sería distinto y fácil de identificar, pero aquel era tan nuevo que tardó algún tiempo en desembarazarse de la emoción que le impedía moverse de aquel lugar, todavía de cara a la puerta que el padre había cerrado con la idea de que el júbilo del posible padre primerizo fuera gozado en solitario y con toda su natural intensidad.
De pronto se sintió otra persona, sin recuerdos infantiles, sin juguetes mecánicos estropeados, sin caricias maternas, sin pantalones cortos ni trajes de comunión de almirante. Era una persona que se expresaba literalmente con la breve voz de «padre», y se la dijo un par de vez identificándose él mismo con la ella: «¡Soy padre! ¡Soy padre!» Entonces se volvió, contemplo un instante la distraída imagen entre la densa niebla de la probable madre de su hijo y la gritó:
—¡Betsy!
Betsy le escuchó, se giró hacía él pero no hizo ni mucho menos lo que Teo esperaba. Simplemente detuvo el carrito y esperó a que él se acercara, pero sin el menor gesto de asombro, emoción o alegría. Sólo había suspendido momentáneamente el paseo, pero ni siquiera por ello dejó de interesarse por el bien estar del bebé que dormitaba en el modesto carrito, y mientras Teo llegaba hasta donde estaba ella, se limitó a mecerlo para que la criatura no se despertara.
Por fin estuvieron lo suficientemente cerca el uno del otro como para hacer imposible el silencio. Intentó besarla pero Betsy no hizo gesto alguno para permitírselo. Teo, pese a su propósito inicial de mantener la calma y escuchar pacientemente los argumentos que Betsy pudiera tener contra él, con el corazón de padre primerizo a punto de estallarle, no sabía por dónde empezar: si preguntar por el bebé o por ella misma. Betsy esperó a que tomara una decisión para responder a lo que fuera. Teo, por fin, se decidió por ella.
—¿Cómo estás, Betsy? —no era una gran pregunta pero debía de ser corta para hacer cuanto antes la segunda y fundamental. Betsy lo sabía, y su respuesta fue también escueta.
—Bien, ¿y tú, Teo?
—¿Yo? Bien, claro —era obvio, porque él no tenía ninguna razón para estar mal, Betsy sí. Su aspecto era desolador comparado con la joven estudiante de piel canela y ojos negros vivarachos que conociera en la facultad. Había envejecido terriblemente, pero no físicamente sino que se trataba de una vejez indescifrable y que sólo era perceptible en su semblante, en su mirada cansada y humillada por alguna terrible vejación imposible de superar, ni siquiera con la recuperación de la libertad.
La siguiente pregunta no era capaz de articularla correctamente y la ensayó antes en el secreto de su pensamiento. Las alternativas eran por lo menos estas dos: «¿De quién es este niño?», o la más directa: «¿No seré yo el padre de esta criatura?» Mientras se decidía por una o por otra se acercó al cochecito con tanta precaución y cuidado que parecía temer que aquel niño le atacara. Por primera vez Betsy tuvo un gesto relajado y le dirigió una tierna pero escasa sonrisa, al tiempo que sin decir nada, destapó con cuidado el esbozo del carrito para que Teo pudiera verle la cara. Obviamente dada su corta edad Teo no pudo ver otra cosa que un bebé como todos los demás, de carne rosácea, sin cabello, de labios pequeños y mejillas regordetas y sonrosadas. Sólo le dio un vuelco el corazón cuando vio una pequeña bolita dorada en una de sus menudas orejas. No se atrevió a tocarla y cuando consideró que se hacía una idea concisa de la criatura, se limitó a preguntar:
—¿Es una niña?
Betsy asintió con la cabeza y recuperó su semblante inicial, ausente de toda ternura. Teo no pudo esperar más y le hizo la pregunta, desconcertado por la frialdad de Betsy.
—¿Soy yo su padre?
Betsy intentó superar un momento de mal disimulada angustia, porque se vio obligada a tragar saliva para librarse de la bola que la oprimía la garganta y la impedía responder. Todavía tuvo que enjugarse con el dorso del abrigo un par de gruesas lágrimas que se precipitaron descontroladas por sus demacradas mejillas de ex presidiaria, y por fin respondió a la pregunta que más temía desde que supo que Teo había dado con ella y deseaba verla:
—Sí, Teo, puede ser tu hija, ¡pero también puede ser del policía que me violó la noche en que nos detuvieron! —y volvió a cubrir el bebé con el esbozo—. Yo no te mentí… tomaba la píldora, pero con tantos jaleos en la cabeza, algunos días… Bueno, ya qué más dá; ya sabes la verdad… Nació en Carabanchel… de haber estado en libertad tal vez hubiera abortado… Pero, ¡pobre criatura, qué culpa tenía ella!
Teo escuchaba convencido de que por fin descubría la sustancia de aquella escena, y se decía a sí mismo que sin duda pertenecería a los sueños, o más concretamente a las pesadillas. No sabía qué responder porque nadie le había preparado para compartir paternidad con un policía desalmado. Él en un principio había reaccionado correctamente, y en menos de cinco minutos aceptó su paternidad con todas sus responsabilidades futuras, pero la situación había cambiado tan bruscamente que recuperó todas sus debilidades pasadas y se sintió incapaz de afrontar los hechos. Por eso permaneció en silencio, mirando obsesivamente algún indefinido punto del suelo arenoso del futuro parque infantil, donde se desarrollaba el drama completo de su infortunio y su desesperación. Betsy también permanecía en silencio, pero sin confusión ni turbación alguna, porque hacía tiempo que se había hecho ya a la idea de tener una hija con dos potenciales padres tan distintos entre sí, pero quería despedirse de Teo sin justificar su frialdad y distanciamiento.
—Es como si hubiéramos vuelto a perder otra guerra civil, pero esta vez sin batallas, y Franco la ha vuelto a ganar y nos sigue gobernando desde su tumba en el Valle de los Caídos, bien protegido por dos toneladas de granito —Teo se esforzaba por escuchar los argumetos políticos de Betsy, pero en su mente se desarrollaba ya una batalla campal entre él y el policía rival, la misma que se produjo aquel feliz sábado de la gran manifestación, y estaba a punto de correr a salvar a la infortunada Betsy de las garras de una historia sin capacidad para la revolución—. Esta criatura ha nacido en una prisión, como nacemos todos los españoles, y ahora tendrá que ganarse su libertad por sí misma y no por la gracia post mortem de un dictador sanguinario. Puede que este rey sepa gestionar esta libertad condicional que tenemos ahora, pero su sucesor, el de la generación de mi hija, tendrá que volver a enfrentarse contra los demonios del pasado, todavía sin resolver, hasta que todos los españoles, con la única excepción de los familiares del dictador y algún fanático iluminado, lo condenemos al destierro, incluso después de muerto. ¡Pero eso ya no podrá suceder en nuestra generación!
Teo estaba ya a punto de darle el empujón al policía, pero intentaba seguir escuchando a Betsy, sin apartar ni un milímetro la vista del corro de tierra del suelo. De pronto tomó la arriesgada decisión de salvar una vez más a Betsy de la violencia policial.
—¡No me importa quién sea el padre, la reconoceré si tú quieres!
Pero el policía esta vez no pudo ser derribado porque sólo era un fantasma del pasado, incorpóreo y a salvo de ataques de la ira justificada de un joven enamorado.
—¡No, Teo, no sería justo y sé que no podrías con esta carga! Dejemos las cosas como están. Esta niña tendrá su madre, pero el padre ¡seguirá siendo una de las dos Españas! Y eso no podemos arreglarlo entre tú y yo, sino entre todos los españoles… Pero puede que ya sea demasiado tarde… Siento lo de tu padre… Desde hace siglos esos españoles fanáticos e iluminados se han estado matando unos a otros como perros rabiosos, y Franco los sigue instigando desde su tumba de granito… ¡y nosotros no hemos sido capaces de hacerle callar de una puñetera vez!
CAPÍTULO XIX
Los días que siguieron a su entrevista con Betsy fueron como un desperdicio para Teo. Desde el momento en que con un simple beso de despedida y una última mirada al bebé dormido en su carrito, Teo se despidió de Betsy sin una sola alusión al futuro, el mundo real lo había hecho desaparecer y ahora se movía por ahí, sin saber muy bien por dónde, como un fantasma con la rara cualidad de tener aspecto físico real. Por el corto espacio de cinco minutos se había sentido una persona nueva e ilusionada, con fuerza y valor suficiente como para hacerse cargo de penosas responsabilidad familiares, pero había vuelto a recuperar la debilidad habitual de su carácter, forjado entre las cuatro paredes de una enorme casa sin alma y un juguete cuyo mecanismo apenas si fue capaz de soportar su larga y solitaria infancia.
Al menos ciertas cosas en su entorno familiar volvieron a una relativa normalidad. Su madre había recuperado el poco juicio que siempre tuvo, pero el suficiente como para darse cuenta de la situación en la que se encontraba, totalmente a merced de los intereses del juego de su hermana. Ésta decidió que fuera a vivir con ella, no sólo por seguridad, pues doña Isabel seguía obsesionada con la idea de que los terroristas tarde o temprano atentarían también contra ella, sino porque seguía empeñada en alquilar el lujoso piso del barrio de Salamanca al cuerpo diplomático, con Teo dentro si fuera necesario. Pero no encontró los candidatos adecuados. Sólo un diplomático de un remoto país de África se había interesado por él, pero a doña Virtudes no le pareció el más adecuado, pues dudaba de que en África hubiera diplomáticos. Además, temía que convirtiera el piso en una verdadera selva, con cabezas de león y de rinoceronte disecadas por todas las paredes, colmillos de elefantes sobre las cómodas, cabezas de jíbaro reducidas colgando del techo, pues ella no distinguía negros africanos de amerindios, y en la cocina, con toda probabilidad, instalaría un fogón para la caldera donde guisar sus excéntricos platos carnívoros. Ella quería un diplomático que le fuera familiar, al ser posible con chistera, de algún país que ella pudiera reconocer en el mapa de Europa occidental. Se había hecho la idea de alojar el embajador de Francia o de Italia; mejor el de Italia, para intercambiar información confidencial y de primera mano sobre la Santa Sede, porque sabía que el propio Nuncio de su Santidad se alojaría en dependencias religiosas y no era un candidato realista para la vivienda.
Volviendo a Teo, su carrera de filósofo había quedado aparatosamente empantanada sin ninguna posibilidad de reanudarla por falta de interés y de concentración. Ahora estaba seguro de que era una pérdida de tiempo entender el mundo según lo veían los filósofos, porque también ahora sabía que el mundo tenía una sencilla explicación: «Es como es y no vale la pena darle más vueltas.» Durante esta nueva época de desaparecido mental, creía que los filósofos tenía la rara habilidad de complicar lo sencillo: el mundo lo hacía la necesidad, y cuando ésta quedaba momentáneamente satisfecha, surgía el ocio, y durante el tiempo libre cabía la posibilidad de la amistad, y con la amistad y el tiempo libre surgía el verdadero progreso. Sin amistad todo lo que se hacía durante el tiempo de ocio era bárbaro, y no había razón filosófica que le diera la vuelta a esta sencilla realidad. La paz y el progreso era el resultado de la amistad sabiamente combinada con el tiempo libre, una vez resueltas todas las necesidades vitales. Como Teo estaba convencido de esta simple idea, aborreció la filosofía y todas sus patrañas intelectuales, cuya única utilidad era mantener ocupada la mente de gente sin ideas propias en algo que no fuera el sexo, el deporte o la envidia.
Por su parte el país estaba enredado en sus disputas políticas para hacer tolerable aquella libertad condicional, dirigida por Franco desde la ultratumba de la Cruz de los Caídos, con buenas vistas sobre las miserias de todo tipo que seguían necesitando de sus brutales consejos.
Había un rey joven, despierto y relativamente moderno, dado que su verdadera educación la había adquirido en el extranjero; la nacional fue de puro trámite. De la reina no se podía decir otra cosa que no fueran discretos elogios, porque su mejor cualidad era precisamente la discreción, pues a pesar de ser extranjera tenía la habilidad natural de no parecerlo. En cuanto a los políticos de la oposición, tuvieron que prescindir de grandes ideales históricos, frases grandilocuentes y citas de notables para sacar algo en claro de tanta confusión. Finalmente consiguieron ponerse de acuerdo en cómo debería ser una España que en adelante caminaría a la pata coja, pues una de las piernas había quedado atascada en su historia. Tenía la esperanza de que con el tiempo recobraría toda su movilidad, pero los causantes del atasco sabían que la pata coja era una forma como otra cualquiera de caminar, y no había razón para el cambio. Los españoles se hicieron la ilusión de pertenecer a Europa, no por causa de que Carlos V de Alemania fuera además Carlos I de España, sino porque ahora la gran mayoría de ellos tenían ganas de probar el caviar ruso, el salmón ahumado noruego y el queso de Camembert francés. En cuanto al comunismo, no sólo se reconvirtió en una ideología perfectamente domesticada por el capitalismo natural, sino que bastaron algunos retoques en su retórica habitual y en el diseño del carné del partido para que fuera legalizado. Y no pasó nada especial.
Un día en que Teo había perdido toda esperanza de rehabilitación y estaba convencido de que simplemente no era una persona merecedora de nada en especial, se encontró una carta en el buzón con un sobre de color verde garabateado por ambos lados, donde a duras penas se podía leer el nombre del remitente: «Betsabé González» El corazón se le detuvo un instante, tan breve que le permitió seguir con vida pero incapaz de saber cuál podía ser su utilidad. No la abrió inmediatamente, sino que tras subir los seis pisos por la escalera de servicio, por la que acortaba 32 escalones, entró precipitadamente en su habitación, dejó la carta sobre la mesa, colocó su viejo monito confidente cerca para que escuchara él también el contenido; cambió una mirada cómplice de felicidad desbocada con el gato aburrido de dormitar sin nada mejor que hacer, y frotándose las manos para imprimirles la electricidad y el magnetismo adecuado a las circunstancia la abrió y en voz alta leyó la carta:
«Querido Teo,
Te has salido con la tuya, la niña es tu vivo retrato. Ahora estoy segura de que tú eres su padre y puedes venir cuando quieras a reconocerla. Te ha escrito algo en el sobre, ¡espero que tú lo entiendas! Después de todo, tú me ensañaste que la amistad une a las personas, y a los pueblos, con más fuerza que la historia.
Un beso muy fuerte,
Betsy.
P.D. Estoy estudiando abrir una guardería infantil en el barrio y he pensado que un hombre no estaría de más en el negocio, ya sabes, para arreglar las cuatro chapuzas de siempre.»
A Teo prácticamente se le rompían los labios por la enorme sonrisa de felicidad, que compartió inmediatamente con su monito histórico, a quien aclaró algo importante: «!Lo sabía, monito, lo sabía!» Y lo lanzó al aire con tanto entusiasmo que al regresar de su viaje espacial se estrelló contra el suelo. Entonces veinte años de represión, por alguna razón hasta ahora inexplicable, desentumecieron su viejo mecanismo, y una vez recuperado el equilibrio, volvió a tocar los platillos con la misma frivolidad y desenfreno que cuando era nuevo. El viejo gato debió recibir un mensaje por vía del instinto transgeneracional, porque «recordó» el juguete y siguiendo las indicaciones de sus ancestros, se espabiló preguntándose si debía o no darle caza. Decidió que no. Teo, prácticamente en estado de levitación, miró el juguete y se limitó a exclamar: «¡Ah, entonces era por eso que no funcionaba!»
FIN
En Berlín, a 16 de enero de 2009, el mismo día de mi 62 aniversario, por lo que he decidido considerar esta novela como mi regalo de cumpleaños.
OTRAS OBRAS DEL MISMO AUTOR
NOVELAS
• La guerra de Inés (Novela histórica ambientada en la II República y la Guerra Civil en España)
• La extraña (Una historia sobre las dramáticas consecuencias de la inmigración)
• Mi querida libertad (Una historia ambientada en la Transición democrática en España)
CUENTOS Y RELATOS
• Berlín sin muro (Impresiones y reflexiones sobre Berlín)
• Cuentos berlineses (Cuentos inspirados en las vivencias del autor sobre Berlín)
• Relatos celestiales y otros cuentos.
ENSAYOS
• Filosofía de los sistemas sociales (Teoría de los sistemas político, económico y religioso)
• Ecología y sociedad civil (Propuestas políticas, económicas, sociales y culturales de Los Verdes)
• eDemocracia para indignados (Propuesta de un modelo de democracia sin partidos políticos)
• El escritor y su obra. Cómo nace y se hace una novela (Ensayo dirigido a jóvenes autores. Incluye críticas de la literatura de la Transición)
HISTORIA
• La batalla de Sigüenza (Diario de la batalla en la localidad castellana de Sigüenza, durante la Guerra Civil en España)