ARTÍCULO
¿España a la deriva?
JAIME DESPREE
La crisis actual española es el resultado del modelo económico que adoptamos durante los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición, cuando Benidorm y Torremolinos eran dos pequeños pueblos de pescadores y Barcelona una ciudad cosmopolita, abierta y tolerante. En aquellos años España era un país pobre, pero con una enorme personalidad cultura que ejercía una poderosa atracción en Europa, lo que nos hacía potencialmente ricos ¡si hubiéramos sabido explotar inteligentemente esa personalidad! España tenía carácter y temperamento propio, con una extraordinaria variedad cultural, pero lo hemos malogrado por nuestras disputas regionales. Tenía una flora y fauna únicas en Europa, pero hemos destruido el hábitat de sus santuarios naturales con monocultivos industriales subvencionados. Tenía una modesta industria agropecuaria, pero con productos prácticamente naturales y genuinos de extraordinaria calidad, pero hemos pasado del tomate de huerta al insípido tomate de invernadero para la exportación. Tenía una gastronomía popular imaginativa y sabrosa, pero hemos cambiado la escudella o el cocido por la hamburguesa y el pollo frito con patatas chips. Tenía un patrimonio histórico artístico delirante, pero lo han esquilmado los anticuarios del resto de Europa. Tenía decenas de ciudades con encanto especial, algunas con sus antiguos trazados medievales, pero están sumidas en un caos circulatorio o las hemos estrangulado con antiestéticas colmenas habitables. Por último, y tal vez lo más grave, tenía cientos de kilómetros de playas prácticamente vírgenes con un clima ideal, pero las hemos llenado de monstruosas edificaciones con hoteles que no merecen ni tres estrellas, convirtiéndolas en ruidosos y degradados espacios urbanos, poco adecuadas para el descanso estival. En estas dos décadas “milagrosas” de los años 60 y 70 un grupo de multinacionales, sobornando a políticos, funcionarios, empresarios, grandes y pequeños propietarios de terrenos, planificaron nuestro futuro a solo 50 años visto, sin tener en consideración nuestra personalidad nacional, sino tan solo sus intereses particulares, y con nuestro consentimiento hicieron en nuestro país lo que no se hubieran atrevido a hacer en el suyo propio. ¡Y este es el resultado! ¿Qué nos queda de aquel potencial de riqueza nacional? ¡Prácticamente nada! Entonces ¿en dónde invertir para salir del atolladero? Después del inevitable colapso de la especulación inmobiliaria, a España le quedan ya pocos recursos propios en los que invertir con rentabilidad, y que no se vean afectados por la competencia de la globalización. Los jóvenes hacen bien de indignarse, porque ellos no son culpables de los errores, más bien “horrores”, cometidos por nuestra generación. Pero sería más constructivo asumir la realidad, hacerse cargo de que somos más pobres de lo que creíamos y proponerse la ingente tarea de “reinventar España”, como lo hizo con la Generación del 98, o de otro modo no tendrán otra opción que emigrar. Pero mucho me temo que en Europa no haya sitio para todos, pues también en la emigración hay una dura competencia por causa de la globalización 1. Mis conversaciones con Dios y con el Diablo Primera conversación He cumplido 70 años y debería sentirme viejo, al menos razonablemente viejo, pero pese a poner todo mi empeño en ello no consigo librarme de una juventud que no quiere abandonarme. Mi empeño es perfectamente lógico y natural. Las razones por las que estoy interesado en hacerme viejo son porque mi idea de la vida no coincide con la opinión del común, y porque no veo la muerte como el final de algo maravilloso y deseable, como es la vida, en especial cuando como en mi caso se disfruta de una larga e irremediable juventud. La vida está llena de imperfecciones porque, según mi opinión, es la consecuencia así mismo de una imperfección. Algo debió de desbarajustarse en la perfección de la nada de donde provenimos y de este desarreglo surgió un ser condenado a pasar por un sinnúmero de penosas vicisitudes, que comienzan con el nacimiento, una de las primeras faenas de la vida y sus posteriores desarreglos. No es que la vida en el seno materno sea ideal, pero de vivir tranquila y plácidamente en el cálido vientre, sin necesidad de padecer los inconvenientes del aire libre, nos vemos en la penosa obligación de aprender cosas a marchas forzadas, esfuerzo que como es lógico molesta a cualquiera. Por esta razón no hacemos más que echarle un rápido vistazo al mundo del lado de afuera para ponernos a llorar rabiosa y desconsoladamente. Desde luego que es imperdonable el estúpido afán de algunos por nacer antes de tiempo, como si tuvieran por saborear cuanto antes todas las desdichas de este mundo. Puedo perdonar un adelanto de un mes, pero dos es inexcusable. Tampoco estoy de acuerdo con aquellos que optan por todo lo contrario y en su obcecación cometen el asesinato de su propia madre, obviamente se trata de un acto no premeditado porque de otro modo apenas tuvieran la edad legal podrían ser juzgados y condenados por matricidio. Pese a lo horrendo del crimen no estoy de acuerdo con que se les aplique la pena capital, pero yo les impondría cadena perpetua si redención por trabajo. Afortunadamente en los tiempos actuales y en aquellos países que actúan de forma lógica y razonable, los perezosos son forzados a nacer. También se da el caso de que se les impida continuar esta aventura de la vida de forma más drástica, pero esto es un delicado asunto moral en el que no quiero entrar. También es algo fuera de lo común que algunos abran los ojos apenas salen del útero materno, como si lo que hay en el exterior fuera de gran interés. Obviamente se dan cuenta inmediatamente de que el mundo exterior no es una gran cosa, antes bien debe de asustarlos, y lo encuentro razonable, porque nada de lo que vemos en el exterior nos resulta familiar, y mucho más si nacemos en el quirófano de una clínica privada. Al menos naciendo en casa no tenemos que soportar la imagen extravagante, verde y enmascarada del ginecólogo y de sus ayudantes, y siempre es más grato la sencilla expresión de una comadrona de las de antes, quien conoce mejor que nadie las penalidades de este mundo. Pese a que dentro del vientre materno el paisaje es algo monótono, después de nueve aburridos meses uno debe de acostumbrarse al tono viscoso de la placenta, como si se tratara de vivir en la celda de un convento de clausura, con la sola claridad de un ventanuco que a duras penas ilumina la estancia. Por esa razón hay quien después de nacido, y tras comprobar por sí mismo los inconvenientes del mundo exterior, profundamente decepcionado vuelve al útero materno, la celda monacal, en busca de la paz y la seguridad perdida años atrás. Estos prematuros boyeurs suelen ser aventureros o artistas, por la avidez con que quieren verlo todo, interese o no, y terminan pegados a un ordenador, navegando por «Google» con la opción de «Imágenes», o en el colmo del paroxismo espiritual, con «Google Earth», pero lo que ya es intolerable es aquellos que les da por escribir libros de temas disparatados, pero también pueden ser de filosofía o de historia natural, como es mi caso. Por lo general no alcanzan posiciones sociales muy destacadas. Son aquellos que abren los ojos progresivamente a la realidad, sobre la marcha y no viendo más que aquello que les interesa, los predestinados para los grandes negocios, el mundo académico, o para la abogacía y la administración pública, es decir, los más útiles a la sociedad actual sin aspiraciones éticas ni estéticas. Ese no es mi caso, por lo que estoy condenado a una vida de aventura, propia de un artista, y por esta misma razón a la condena inevitable de esta persistente juventud que no me abandona. Algunos de mis lectores ya se habrán hecho cargo de mi paradójica desgracia y si pudieran estoy seguro de que me sugerirían una solución tan razonable como la eutanasia. En efecto, lo he pensado decenas de veces, pero la vida, que está regida por las fuerzas del mal, en su probable eternidad no ha pensado en otra cosa que en la forma de perdurarse y defenderse de quienes como yo pretenden ingenuamente que pueden destruirla. El primer invento maléfico fue sin duda el dolor. Todo ese complejo sistema nervioso que envuelve esta máquina perfecta que es el cuerpo no tiene otra finalidad que hacernos sentir molestias intolerables apenas atentamos contra él. Gracias al dolor las cosas vivas sienten repulsión natural por ser víctimas de un acto violento y huyen de ellos como el gato escaldado lo hace del agua fría. Si no existiera el dolor físico podríamos disponer de nuestra vida sin molestia alguna, e incluso prescindir de todas aquellas partes u órganos que nos parecieran irrelevantes. Pero gracias a las molestias que ocasiona el dolor, el cuerpo no sólo se mantiene íntegro sino que desarrolla sustancias y deformaciones indeseables, y ése es precisamente el aspecto que muestra hasta qué punto la vida se rige por el mal. Para cualquier persona que no sea más lerdo de lo habitual, carece de sentido que la perversa vida se empeñé en conservarse mientras solapadamente va haciéndola completamente inviable. ¿Puede haber mayor contradicción? ¿Dónde está la lógica de una vida cuya perversidad consiste en preservarse de toda violencia excepto de la inevitable muerte? ¿Para qué se toma tantas molestias? ¿Cuál es su diabólico plan, si es que tiene alguno? No sólo yo sino personas sensatas que me han precedido han visto en esta contradicción las marca de Satanás; el juego diabólico de la vida consiste en jugar con ella como el gato juega con el ratón moribundo, sólo por el placer de destruir lo que ha construido, sin otra razón de ser que el juego en sí mismo. No es de extrañar que las personas más vitales sean, al mismo tiempo, los más aficionados al juego, ¡sobre todo los niños!, y los más anodinos y vulgares, los que nacen con los ojos cerrados y cuando les toca, los que lo detestan y condenan. Pero la vida no se conformó con dotarse de una protección física, sino que se las ha apañado para desarrollar otra protección más sutil y perversa, aquella que utilizamos para pensar, bien o mal, que engendra la monstruosidad más deleznable de este mundo: la duda. Precisamente porque dudamos de lo que nos puede esperar después de la vida, no queremos admitir la maldad intrínseca que subyace en ella. Tan pronto como nacemos aprendemos que hay ciertas cosas que ya no tienen respuesta, precisamente por el hecho de preguntárnoslas estando ya vivos, porque se han cerrado las puertas del acceso a la nada de donde provenimos. Y esa es la puerta que estoy intentando abrir y la razón por la que me deprime esta prolongada juventud, pues es evidente que mientras siga vivo no tendré la mínima oportunidad de dar con ella, pese a que he utilizado buena parte de mi contradictoria existencia en librarme de la duda y darme respuestas concluyentes a preguntas tan elementales como: ¿Qué hay después de la muerte?, o ¿Qué es la nada? Preguntas que estoy seguro se las habrán hecho alguna vez casi todos mis lectores y cuya respuesta, necesariamente ambigua y desdibujada, no habrá pasado de alguna ingenua hipótesis, leída en alguno de los inútiles tratados de filosofía escritos hasta ahora, o más irreal, en la sagrada Biblia, en el supuesto de que sea hijo de cristianos, claro está. ¡Nada concluyente que pueda probar la razón o la experiencia! Tengo que puntualizar que cuando me pregunto ¿qué hay después de la muerte?, no me refiero de forma literal a qué sucede después de expirar y perder la vida, porque la respuesta es elemental: después de la vida viene necesariamente la muerte de aquello que está vivo, pero no el fin de la vida en sí misma, ni por supuesto de la propia muerte, que es tan perseverante y necesaria como la misma vida. Por tanto mi pregunta va mucho más allá y pretende hallar una respuesta bastante más compleja, que vaya más allá de la vida y de la muerte, es decir, ¿qué hubo antes o qué habrá después de la vida y de la muerte? —¡Absolutamente nada! —¡Muy bien! Se supone que estaba pensando, y cuando alguien está pensando aquello que piensa pertenece a su intimidad y nadie, excepto, claro está, Dios mismo en el supuesto de que exista, se puede enterar. —¡Es que, obviamente, yo soy Dios! —¡Estupendo, usted obviamente es Dios! Pero aún está a tiempo de rectificar y no tomaré en consideración semejante disparate. —Dios no puede evitar ser Dios, por tanto no hay nada que rectificar. Por otro lado no me avergüenzo de serlo, pero reconozco que según como se mire soy un personaje molesto e increíble. Lo peor de mi carácter es mi omnipotencia y omnipresencia, que por lo general cae mal a la mayoría de los humanos, pero como digo, no puedo evitarlo, pero esto dudo de que tú puedas entenderlo. —Estoy intentando no perder la compostura y comportarme con la mayor naturalidad que me sea posible. De tanto hablar de Dios es natural que tarde o temprano tenía que hacerse ver, pero ¿por qué yo? —No sé. En realidad yo pasaba por aquí… —¡Pasabas por aquí! Estupendo, ahora resulta que Dios se pasea por ahí como si tal cosa, de la misma manera que si fuera un jubilado paseando por el parque y aburrido le da por enrollarse con el primero que tiene un pensamiento sobre el más allá. —No es exactamente así. Yo paseo por todas partes porque soy omnipresente, pero cuando alguien se pregunta por el más allá, obviamente el tema me interesa y suelo participar en el debate. —Pero ¿qué debate puede haber entre alguien que duda de todo y alguien, pongamos que sea Dios, que lo sabe todo? —De hecho yo tampoco lo sé todo, tan sólo sé todo sobre mí mismo, pero la realidad en sí misma me trasciende. Pero el que lo sepa no quiere decir que pueda demostrarlo así sin más, sin apenas esforzarme por el hecho de ser Dios. Cuando uno sabe todo sobre uno mismo no hay necesidad de demostrarse nada a sí mismo, pero cuando se participa en un debate uno tiene que tener siempre en consideración lo que el otro sabe sobre todo lo que se puede saber. Entonces es cuando surge el problema, y a pesar de ser Dios me veo obligado a razonar mis conocimientos como cualquier ser humano. —Eso tiene sentido. —De hecho yo también tengo mis obligaciones como todo el mundo. Mi trabajo no consiste en ser Dios sin más y rodearme de seres celestiales y creyentes, como son los ángeles y los arcángeles y otras personas más o menos divinas que sería largo enumerar; no, mi trabajo consiste en ir por ahí resolviendo dudas importantes a quienes se las plantean, y en este asunto llevo ya casi medio millón de años de vuestros tiempo intentando ayudar a resolver cuestiones como la que tú te estabas planteando. —Supongamos que me trago el cuento de que eres Dios, bastaría con que me dijeras dónde vives para dar respuesta a todas las preguntas planteadas y nos ahorramos otros males de cabeza. Pese a mi curiosidad no creo estar dotado de la mente adecuada para resolver complejas cuestiones teológicas o filosóficas. En el colegio no pasé de los quebrados y fui incapaz de resolver una ecuación de primer grado. Sobre filosofía sé lo que todo el mundo, es decir, poca cosa… —Ese es el problema, que no puedo decirte así sin más dónde vivo, pues la dificultad no está tanto en describir el lugar, algo ya común en muchos de vuestros libros, sino razonar el camino que hay que seguir para dar con él. ¿Comprendes? —¡Por supuesto! ¡No soy Dios, pero tampoco soy tonto! —Según como se mire eres tan dios como yo, pero, por decirlo de alguna manera, a pequeña escala; dios de tu propio mundo. —Esa idea ya es vieja, pero no resuelve el dilema. Si yo soy también dios, por muy personal que sea, ¿por qué tengo dudas y sigo sin saber lo que hay más allá de la vida y de la muerte? —¡Es una simple cuestión de tiempo! Además el dios de cada cual es, por decirlo de alguna manera, porque hay otras, una intuición; una intuición de ti mismo, tal y como serás hasta el final de tus días. Yo también soy una intuición pero de otro nivel, pero yo tampoco sé todo lo que se puede saber sobre todo, tan solo sé aquello que me concierne como Dios de mi propio mundo, es decir, del universo que también es el tuyo, y aquello que he podido aprender en mi propio tiempo. Pese a lo que se dice por ahí, yo no soy eterno, pero obviamente mi duración es infinitamente superior a la tuya, de ahí que sepa más que tú sobre el más allá. Además hay otra cuestión que debes saber cuanto antes, y es raro que no haya intervenido todavía en nuestra conversación. El saber no depende de mí, es decir, de Dios, sino del Diablo. Él es fundamentalmente ignorante pero con el tiempo, aún a su pesar, llegará a adquirir tanta sabiduría como yo mismo, pero para entonces se habrá agotado el tiempo de los dos y no le servirá de nada su empeño ni yo podré por fin descansar y dejar de ser molestado por él… —¡No crean que no escucho la conversación, simplemente tengo la educación suficiente como para no intervenir si no se me menciona! Pero ya que ha salido el tema del Diablo, es mi obligación participar en el debate y defenderme. De hecho no me dejan ustedes un minuto de descanso, pero reconozco que disfruto en estas charlas ¡porque siempre se aprende algo nuevo! No hay nada más aburrido que el conformismo santurrón de esos creyentes que no se molestan en saber más sobre mi interesante personalidad. —¡Genial! ¡Ahora se presenta el Diablo, así sin más, como por arte de magia y sin avisar ni cita previa! —Ya te dije que me extrañaba que no hubiera aparecido ya. Siempre lo hace. No puede soportar verme conversar con alguien sin venir a exponer sus propios puntos de vista, ese es precisamente su peor defecto. —No es de buena educación mencionar al Diablo y atribuirle cosas y hacer juicios de valor prematuros sin que el afectado, que soy yo, se pueda defender. De hecho sin mi influencia no habría ni tema de conversación, pues yo soy precisamente la causa de todas las dudas de este y de todos los mundos posibles, porque soy la causa de que las cosas se muevan. Sin mi influencia el universo entero colapsaría. —¡Pero colapsará inevitablemente! —Un momento, que aquí el interesado por saber soy yo ¡y ya me he perdido! —Perdona, chico, pero cuando nos enredamos Dios y yo en estos temas pierdo el control. A ver, ¿dónde te has perdido? —Lo primero y fundamental es poner las cosas claras. A mí no me importa mantener una charla con alguien que se presenta así por las buenas diciendo que es Dios y con otro que se apunta a la charla por su cuenta, también sin previo aviso, y que pretende ser el Diablo, pero yo tengo que estar prevenido contra los dos y quiero dejar claro que vamos a dejar a un lado la valoración moral habitual de que uno es el bueno y otro es el malo. Yo sé de sobra que hay razones más que suficientes como para aceptar que ciertas cosas están regidas por el bien y otras por el mal, pero ésta es una valoración bastante confusa, relativa y circunstancial. Acepto que la vida esté regida por el mal… —¡Obviamente! —¡Pero orientada hacia el bien! —¡Dejarme terminar! Al decir el mal se trata de una valoración subjetiva basada en la relación inevitable y consustancial entre vida y el dolor, o la vida y la duda, y tanto el dolor como la duda vamos a decir que son básicamente malas… —¡Pero necesarias! —¡Ya, ya; a eso iba! El dolor está justificado para preservar la vida, sin entrar a valorar si merece o no la pena preservarla, y la duda está justificada para aprender lo que es la vida, sin que a su vez entre a considerar si vale la pena saberlo. Lo que yo quiero saber, dicho de vuestra propia boca, es qué os diferencia y por qué sois ambos necesarios siendo tan dispares. —¿Empiezo yo? —Como gustes. —Personalmente no tengo nada contra el Diablo, pero tiene que reconocer que su ignorancia es la causa de todas las desgracias de este mundo… —¡Claro, cuando se vive con la idea de que se es omnipotente, sabio, bueno y justo, pero no se hace nada en absoluto por demostrarlo, no se causa mal alguno, ¡pero tampoco bien! Aquí el que se ha movido desde el principio de los tiempos he sido yo. ¿Qué podía saber yo de la vida si no tenía experiencia? El saber sólo se adquiere con el tiempo y el tiempo supone sufrimiento, pero para Dios el tiempo es como si no existiera, porque tanto es pasado como presente como futuro. Por decirlo de alguna manera, ¡controla el tiempo desde el principio hasta el final! —Intenta ser más conciso o esta pobre criatura sacará una falsa opinión sobre nosotros. —¡Explícamelo tú! —Lo que el Diablo ha querido decir, pero sin poder evitar hacerme el reproche de siempre, es que la duración es una entidad en su totalidad, desde un principio hasta un final sin presente, o lo que es lo mismo, para mí no hay sino una cantidad de tiempo, que como digo debemos llamar duración, y siempre he sabido lo que sucedería en cada uno de sus posibles instantes a lo que tú llamas presente. En cambio el Diablo, que surgió en el mismo instante que yo no sabe nada del futuro y debe descubrirlo por sí mismo, gracias a que él se mueve y consume el tiempo y yo no me muevo porque no tengo necesidad de saber algo que ya sé, es decir, que no consumo un tiempo del que tengo conciencia en su totalidad. —¡Lo que yo digo! —¿Y por qué tú Diablo eres tan ignorante? —¡Que manía con prejuzgarme! ¿Pero es que no te das cuenta del detalle? ¿Quién eres tú? ¿Un ser vivo, no? Algo con sustancia, y todo lo que tiene sustancia transcurre en el tiempo. ¡Por eso como yo tienes dudas y eres ignorante! Es decir, y no te lo tomes a mal y vuelvas a los prejuicios de siempre: tú estás constituido fundamentalmente de sustancia diabólica. Yo soy, en realidad, la causa de tu existencia. —¡Eso ya lo sabía! —Un inciso. En realidad el Diablo es un «pobre diablo», porque su único deseo y aspiración es ser igual que yo, porque, y eso es lo que más le molesta, en este mundo no se puede aspirar a otra cosa superior que a ser Dios. Haga lo que haga, tire para donde tire, al final no hará otra cosa que intentar imitarme en todo. —¡Pero no es por envidia, desde luego! Simplemente porque cuando ambos surgimos en el tiempo, el era ya el modelo y yo el aprendiz, y esto es inevitable. Ahora comprenderás por qué me revienta que a mí, que soy quien realmente se esfuerza, se me tenga en tan baja consideración, y a Él, que se limita a verlas venir, le den todos los honores. Yo cometo los errores y soy la causa del sufrimiento del mundo, pero yo mismo rectifico y resuelvo los problemas y las dudas que causan las desgracias, porque no tengo otra alternativa que superarme, siempre tomando como modelo a Dios. —¡Esto es más complejo de lo que suponía! —El Diablo lleva razón y creo que te lo ha explicado con absoluta claridad, y tengo que decir que es la primera vez que reconoce su inferioridad en público… —¡Yo no me creo inferior! ¿Lo ves?, ¡ya surgió la prepotencia divina! Incluso si lo vemos de forma realista es todo lo contrario, ¡y conste que no intento ofender! Dios está ahí, tranquilamente sentado en su trono, sabiéndolo todo, en actitud pasiva, sin molestarse en mover un dedo por nada ni por nadie. ¡Como sabe que incluso el Diablo no aspira a otra cosa que a ser como Él! —¡Eh, un momento, aquí hay algo que no me cuadra! —¿Cómo por ejemplo? —Si Dios no hace nada, ¿cómo sabemos que lo que debemos aprender y conocer para ser como Él? —¡Ahí has dado con la cuestión principal y que no le puede entrar en la cabeza al Diablo! En primer lugar es verdad que yo no tengo como cualidad principal la actividad. Es cierto que mi existencia es totalmente pasiva. Reconozco que el Diablo hace todo el trabajo y yo me limito a la mera contemplación, si quitamos estas charlas excepcionales que no pasan de un cambio de impresiones meramente insustancial. ¡Yo no me puedo mover porque no tengo a donde ir! ¿Dónde puede ir Dios si acaparo en mi propia realidad divina todo el tiempo y todo el espacio? Yo estoy necesariamente inmóvil porque no tengo como referencia un punto de partida y otro de llegada, condición indispensable para moverse. ¿Si lo sé todo cómo quieres que aprenda más cosas? ¡No tiene sentido la crítica del Diablo! —Entonces, él lleva razón, tu actitud es aparentemente irresponsable. —Aparentemente sí, pero no realmente. La manera en que yo intervengo en las cosas del mundo es precisamente a través de la capacidad del Diablo de conocer mis puntos de vista. Si alguien hace daño a alguien yo no puedo evitarlo pero el Diablo sí, porque él sabe perfectamente que yo no apruebo esa conducta. Sólo él, que está en contacto con la realidad natural, tiene capacidad para influir y rectificar la conducta de quienes causan daño. —¡Pero no tiene sentido que el Diablo sea el abogado de Dios! —¡Naturalmente que no! Yo no abogo a favor de Dios, eso carecería de sentido, pero me veo obligado a rectificar mi conducta por causa de la dichosa razón. Las cosas eran más sencillas antes de que en la naturaleza apareciera la razón. La razón es la causa de la aparición del bien y del mal. —¿Tiene eso algo que ver con el mito de la expulsión del Paraíso? —¿Puedo contestar yo? —¡Adelante! —En primer lugar es evidente que se trata de un mito fruto de la imaginación de quienes lo divulgaron. No hubo tal Paraíso ni yo expulsé a nadie de ningún supuesto Jardín del Edén. ¡Qué imaginación! Es una forma de introducir un punto crítico en la evolución hacia las formas humanas. —¡Cuando mi personalidad se asoció al mal y la de Dios al bien! Pero quizás sería conveniente que Dios te hablara algo sobre la evolución, pese a que sería yo mismo el más adecuado para explicarlo. —¡No me vendría mal! Creo que lo comprendo perfectamente porque hay pruebas científicas que son evidentes, pero quedan varias dudas. Bueno, el asunto del «Diseño inteligente» y toda esa controversia. —No me extraña. Pero la explicación es simple: sólo yo tengo la capacidad de ser inmutable a pesar del transcurso del tiempo, por la razón que ya te he explicado con anterioridad. Pero las cosas naturales parten de un elemento simple y deben terminar siendo organismos complejos, capaces de mantener esta conversación entre otras cosas. De no darse la evolución ¿cómo podría suceder tal cosa? —Es extraño que Dios no haya mencionado el hecho de que es precisamente por mi causa que debe darse le evolución, razón por la que muchos la consideran una teoría diabólica. ¡Sin duda que lo es! Pero sin embargo, como acaba de explicártelo Él mismo, tiene sentido divino. —¡Perfecto! ¡Si antes tenía alguna duda ahora ya no sé donde tengo la mano derecha! —¡Pero si es simple! Un solo organismo imperecedero no tendría capacidad alguna para mutar y evolucionar en el transcurso del tiempo. Es preciso que cada organismo tenga una duración breve; que muera después de haber cumplido con su misión reproductora. De esta manera se suceden las oportunidades de utilizar las influencias de los cambios del medio ambiente, los cruces genéticos y otros aspectos concurrentes para transformarse progresivamente en lo que en el transcurso del tiempo está previsto que llegue a ser. —¿Y qué es lo que debe llegar a ser? —Como yo, evidentemente. ¡A mi imagen y semejanza! —¡Para mi desgracia! —Entonces, ¡es cierto lo del Diseño inteligente! —Obviamente. Por explicarlo de alguna manera y sin que esto quiera decir que debamos hacer una valoración moral de la comparación. Las cosas naturales parten con la imagen del Diablo y terminan con la de Dios, es decir con la mía. Pero como yo no puedo obrar el milagro por la razón de mi incapacidad para intervenir en los asuntos del Diablo, es decir, de la vida natural, es él mismo quien gracias a la evolución se encarga de esta compleja misión. —¡Por esa razón te decía que la evolución es una teoría diabólica con sentido divino! ¿Lo comprendes ahora? —¡A duras penas! Lo que no comprendo es la causa de la vida misma; el por qué de este jueguecito de que si tú eres malo y yo soy el bueno, y luego resulta que todos somos buenos. ¿No se hubiera podido hacer algo más simple? —¡Nunca debiéramos haber permitido que la evolución produjera seres humanos! ¿Es que no puedes aceptar las cosas como son y tratar de explicártelas sin más y sin pretender ser más listo que Dios? —¡Calma, calma! Es perfectamente razonable que se haga esta pregunta porque ya en el principio trataba de saber qué había o habrá antes o después de la vida y de la muerte… —¿Te ha preguntado eso? —¡Con las mismas palabras! —Y Tú, ¿qué le has dicho? —¿Qué quieres que le dijera?, ¡que no hay nada! —¿Y se ha conformado con la respuesta? —¡No, obviamente que no me conformo! ¡Lo que yo me pregunto es qué hay en la nada! —¿Lo ves? ¡Insiste en saber lo que hay en la nada! —¿Pues que va a haber?, ¡nada! ¿Cómo va a haber algo donde no hay nada? —Entonces ¡no lo sabéis ninguno de los dos! —¿Qué tenemos que saber? —¡Pues eso, qué hay después de la vida y de la muerte! —Pero si no hay otra cosa que vida y muerte, ¿cómo puede haber algo antes o después? —Pero… —¡Ni pero ni nada! Y ahora no me importa ser el malo de esta charla, que ya me parece inútil. De manera que no te conformas con saber cómo funciona lo que existe que quieres saber también cómo funciona lo que no existe. ¡Y yo que me creía soberbio! —No es soberbia, es una pregunta razonable porque puede hacerse, y todo lo que es razonable debe plantearse y debe tener también una razonable respuesta. —Es razonable, ¡pero no es lógica! —El problema es que tu mente no es tan perfecta como supones. Ni siquiera mi mente, la de Dios, es perfecta y tú no puedes aspirar a más perfección que a la mía. Yo constituyo tu propia limitación. —Pero lo poco o mucho que llegues a saber será con mi ayuda, es decir, con la ayuda de la filosofía. ¡Un saber tan diabólico como el de la ciencia! —Está bien, retiro por el momento la pregunta, pero sigo pensando en que la necesidad del bien y del mal para hacer posible la evolución hacia Dios me parece, si me permiten los dos la expresión, una verdadera chapuza ¡y tiene muy poco de Diseño intelige Segunda conversación Después de dos horas de charla, a mi entender no muy Inteligente, con Dios y con el Diablo no he sacada nada en claro. Sigo pensando que esta parte de la realidad, es decir la vida y su correspondiente e inevitable muerte, no puede ser la más interesante. Debe de haber otra realidad donde no tengamos que soportar la irresponsable dualidad, con sus sabidas consecuencias, como la existencia del bien y del mal; la virtud y el pecado, etc., a la que no tengo ni idea cómo debo de calificar, que sea más perfecta e interesante que ésta. Como he dicho mi situación no es la más adecuada para averiguarlo. La vida me halaga otorgándome esta perniciosa y larga juventud y sus placeres. Gracias a mi propia inteligencia he aprendido a eludir muchos de sus dolores. En esta situación dudo de que esté en las mejores condiciones de responderme a la pregunta sobre el más allá. Ni siquiera Dios ha podido darme la respuesta, pues es evidente, a juzgar por sus propias palabras, que vive en un mundo totalmente limitado a sí mismo y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Es decir, mucho me temo que Dios desconoce la causa de sí mismo, por lo que es evidente que no puede darme la respuesta. Ésta tendré que hallarla por mí mismo y sin su ayuda, pero dudo que me lo permita, pues supongo que no podré ir más allá de sus propias limitaciones, después de todo debo de estar hecho a su imagen y semejanza. Por otro lado, y en tanto que el Diablo se mueve más, mejor dicho, es quien en realidad se mueve, sospecho que sabe más cosas de las que presume, pero por alguna razón se las calla. Dios no pudo tener una causa en sí mismo, por tanto debió ser causado por algo y ese algo es lo que me interesa saber e insisto que sólo el Diablo debe tener la respuesta. Por otro lado la respuesta, si la hay, sólo puede provenir del Diablo, pues es el único capaz de aprender cosas, ya que Dios lo sabe todo, ¡pero no sabe la causa de sí mismo porque es un conocimiento que está fuera de sí mismo! Por tanto es evidente que la próxima charla, si es que tengo una nueva oportunidad de volver a debatir con ellos dos, debería llevarme al Diablo a un lugar apartado y sin testigos y sonsacarle la verdad sobre este delicado asunto. Sólo me preocupa pensar si no estaré perdiendo el tiempo en especulaciones inútiles y malogrando esta prolongada juventud. No obstante me consuela probarme a mí mismo que no la desperdicio en absoluto. Precisamente es por haberme cuestionado semejantes preguntas por lo que debo de gozar de esta misteriosa e inquebrantable buena salud y prolongada juventud. Por esa razón he aprendido otras cosas, muchas de las cuales tienen una indiscutible utilidad en la vida real. Por ejemplo estoy relacionado con una encantadora mujer, una preciosidad, a la que doblo en edad. Pese a ello me quiere apasionadamente y se entrega a mí sin reservas. Ella no hace cálculos sobre nuestras edades, porque no tiene sentido del tiempo; ella sólo tiene una innata capacidad para valorar las cosas según es su intensidad vital, porque necesita estímulos y yo debo de ser para ella como guindilla picante en un pastel de crema de chocolate. Por supuesto que yo no la defraudo. Ambos sabemos conectarnos sabiamente con las esencias de la vida, evitando sus defectos y sus contradicciones. La clave es dejar que la naturaleza haga bien su trabajo siguiendo un estricto plan basado en sus propios principios, ni más ni menos; sin excesos pero sin carencias. Verle el lado positivo de cada contratiempo, lo que obviamente me evita el considerarlos contratiempos. Cada cosa a su tiempo y cuando deba ser, y no cuando pueda ser. El poder es innecesario cuando se tiene como norma de conducta el deber. También tengo unos cuantos buenos amigos que me aprecian por mis locuras, que ellos asocian con genialidad. Como todos los buenos amigos gozan del estímulo de mi amistad a cambio de su generosidad y lealtad, es decir, cada cual le da al otro lo mejor que tiene, pero en la misma cantidad y sin regateos. Yo no tengo otra cosa que ofrecer que el fruto de mis extravagancias, que no es poco y escasea entre la gente común. Pasamos ratos divertidos, cada cual contando sus cosas, que todas son igualmente importantes. Por último, ya sea por mi aspecto saludable, por mi eterna media sonrisa o por mi sincera cordialidad, me encuentro con la paradoja de que apenas me cruzo con alguien, a quien suelo mirar a los ojos sin reparos, le da por sonreírme. Es una sensación difícil de explicar, pero es como si les diera los buenos días en algún lenguaje universal que todos entienden, ausente de toda maldad, pese a que todos estos astutos conocimientos no pueden venir de otra parte que del mismísimo Diablo. De manera que puede decirse que la humanidad en su conjunto me resulta grata y yo debo resultarles así mismo también grato. Se me olvidaba decir que me sucede lo mismo con los animales, pero debe ser por otra razón. Hay en un parque cercano a mi casa una clase de pájaros que vienen a comer en mi mano. Tampoco me preocupa el dinero ni la manera de ganarlo, porque hasta la fecha éste ha venido a mí, de forma que bien pudiera decir milagrosa, siempre que me ha hecho verdadera falta. Y digo verdadera falta porque en la mayoría de los casos lo despilfarramos inútilmente. Estoy al día en el uso de todos los prodigios de las nuevas tecnologías, incluido Internet, pero después de probarlos casi todos he renunciado a varios de sus inventos más espectaculares. Uno de ellos es el teléfono móvil. No me cabe la menor duda de que las personas que tienen necesidad de él no gozan como yo de los placeres de esta vida, sino todo lo contrario, sus esfuerzos no conducen a nada apreciable por la naturaleza, es decir, confío en que tarde o temprano se eliminen como se han eliminado tantos otros inventos también molestos e innecesarios, como debería suceder con la energía nuclear, una de las mayores aberraciones de la mente humana, que estoy seguro de que no agrada ni a Dios ni al Diablo. En resumen, mi vida no es lo que se dice un valle de lágrimas, sino todo lo contrario, vivo lo más cerca que se puede estar del Paraíso. Precisamente esto es lo que estoy tratando de averiguar y que hasta ahora ni uno ni otro me lo han querido aclarar: si existe el Paraíso en eso que obcecadamente llamamos la nada. No es que mi insistencia en este asunto quiera decir que me quejo de las condiciones de vida de este mundo, que no es el caso, sino que es una pregunta inevitable en cualquier mente sana. Supongo que gozo del favor tanto de Dios como del Diablo, y no es una contradicción, pues es evidente que el mejor servidor de Dios es el propio Diablo, sin su apreciable ayuda no se cumplirían sus designios. Pero siempre vuelve a surgir una y otra vez el asunto del bien y del mal, de sus causas y sus efectos y no estaría de más reanudar la discusión precisamente en este punto, pues es evidente que el mundo se debate entre una y otra influencia, pero carece de una idea objetiva para optar por uno o por otro. —Hola. He escuchado la última parte de tus pensamientos, la primera carece interés para mí, y por las alusiones debo hacer alguna aclaración. —¿Dónde está Dios? —No tardará; no se pierde un debate si es interesante. Le gusta meter las narices en todas partes. —¡Un poco de respeto! —No, si él ya me conoce y por eso no se enfada. Ah, de debatir asuntos de Dios en privado y sin su presencia ni lo sueñes, lo que se tenga que decir en la cara y sin tapujos. —¡Era una suposición, pero de acuerdo, siempre que hables claro en su presencia! —¡Yo no temo a Dios! —Eso suena muy fuerte, supongo que tendrás tus razones. —¡Claro, somos colegas, pero cada uno en lo suyo! —¡Pero Dios es todopoderoso! —Sin duda, pero carece de la capacidad de demostrarlo. Como te dije, Dios no puede hacer otra cosa que permanecer inmóvil con su inmenso poder potencial. Pero no actúa, ni para remediar males ni para enviarlos. Yo sí, por lo que si nos referimos a la vida real yo soy infinitamente más poderoso que Él. —¡Y sabes más cosas que te las callas! —Posiblemente… ¡pero no quieras ir tan deprisa! —¡No le preguntes al Diablo más que aquello que te quiera decir, en eso consiste su táctica! —¡Ah, estás aquí! —He estado desde el principio de la charla, ¡yo soy omnipresente! —Entonces ¿por qué no te había visto hasta ahora? —Debimos empezar por esto al principio. ¿Recuerdas el mito del Jardín del Edén? ¿Lo de la expulsión y todo eso? —Claro, es lo primero que nos enseñan en las clases de religión. Los teólogos y religiosos se apresuran a enseñarnos que somos hijos naturales del demonio… —¡Con razón! —Yo no he sido visible siempre. Puede decirse que lo soy desde tiempos relativamente recientes. Para entendernos, desde lo del Paraíso. Desde entonces no he tenido ni un día de descanso, porque desde que dieron con mi idea todo el mundo me pide cosas imposibles, me hacen extrañas preguntas; me afirman o me niegan, incluso reniegan de mí casi a diario, ¡y no con la educación y vocabulario que cabría esperar después de tantos años! ¡Por no citar las barbaridades que se cometen en mi nombre! —¡Yo no tengo la culpa! Son las consecuencias de la evolución, ya lo hemos comentado antes. —En efecto. Antes de que apareciera vuestra especie, que es también la mía desde luego, ninguna criatura viviente tenía ni la más remota idea de Dios. Es más, no tenían ideas de ningún tipo, ni buenas ni malas; ni profundas ni estúpidas. Las cosas eran sencillas en aquellos tiempos… —¡Y yo tenía buena imagen, no como ahora! Cuando se producía una muerte violenta nadie culpaba al Diablo, ¡era lo más natural y tenía que pasar! —Entonces ¿queréis decir que sólo cuando nos hicimos una idea de Dios surgió además la idea del bien y del mal? —¡Exacto! Pero no es tan simple. —Permíteme que se lo explique yo, el Diablo tiene más facilidad de palabra para la filosofía, lo tuyo es la teología. —¡Bueno, quien sea pero poneros de acuerdo! —¿Qué es el mal? —No lo sé con total certidumbre, pero San Agustín dijo que es la ausencia de bien. —¡Correcto! Este obispo, pese a vivir tiempos poco razonables, dio con la respuesta correcta ¡porque más que teólogo era filósofo! Podemos decir que estaba más inspirado por mí que por Dios. Pero cometió un pequeño error de planteamiento. El mal es la ausencia del bien que tiene el Diablo, es decir, es una cuestión del Diablo y no de Dios. —¿Y tú no dices nada? —Lleva razón el Diablo, yo no me muevo en la dualidad maldad-bondad, ¡ni siquiera me muevo!, él sí. Yo soy inmutable, es decir, bien absoluto, que no puede devenir en mal, él, sin embargo, como parte de las substancias temporales, si se mueve en esta dualidad, por lo tanto, el mal es la ausencia de bien que hay en él. La idea es correcta. —¡Nunca lo había visto así! —¡Y espera y verás! Para que lo entiendas mejor, el mal es causar dolor sin una justificación lógica y razonable, por lo que el mal depende siempre de la lógica y la razón que justifican la acción de causar dolor. Por ejemplo, cuando un león caza una desprevenida e indefensa cría de gacela y le da muerte ante los ojos de la desesperada madre no decimos que sea una mala acción, sencillamente porque el león carece de la capacidad de razonar. Es pues una acción lógica y natural, ¡pero no es razonable! Por tanto la condición indispensable para la existencia del mal, y del bien desde luego, es estar dotado de razón; ser un ser humano razonable. ¿Comprendes? —Entonces, sólo los seres humanos somos buenos o malos, pero no podemos hacer juicios de valor sobre la moralidad de los animales. —¡Por supuesto que no! Pero los seres humanos que no justifican razonablemente el daño que causan tienen la misma categoría amoral que un animal. —Y por esa misma razón sólo los seres humanos tienen la remota posibilidad de hablar conmigo o con el Diablo, pues no somos más que el aspecto moral de su existencia. Cuando hablamos de mí o del Diablo estamos hablando de moral, no de ciencia o de matemáticas, por poner dos ejemplos de otros aspectos de la existencia humana. —Es decir, que vuestras ideas no tienen otra utilidad que resolver razonablemente cuando y cómo debemos causar dolor a los demás. —¡O placer, no olvides la otra cara de la moneda! —¿Cómo puedo olvidarlo si mi propia existencia es puro placer? —¡Tú debes ser un caso raro de evolución moral avanzada! —Gracias, es el mejor cumplido que me han hecho jamás, ¡sobre todo viniendo del Diablo! —Dios no hace cumplidos. —Pero tampoco críticas, mi pasividad tiene también su lado positivo, todo eso es asunto del Diablo. El ser humano empezó a saber si obraba bien o mal sólo cuando el Diablo se aficionó a la filosofía, algo inevitable en la evolución de su peculiar mentalidad, pero una de las causas más importantes de su previsible final como tal Diablo. La filosofía lleva inevitablemente a mí; es decir, el descubrimiento razonable de la verdad lleva al pleno descubrimiento de mi personalidad divina. La filosofía es el único camino para evitar el mal, porque si es preciso causar daño debe hacerse por una razón justificada, como cuando desinfectamos una herida con alcohol, pero como a la larga para el ser humano moral no habrá nada que justifique el causar dolor, alcanzará el estado de bondad absoluta y desaparecerá el mal. —Yo siempre he creído que era la teología la ciencia de la moral. —¡En absoluto! En tanto que la teología no es razonable puede justificar causar daño por razones que no están justificadas en la verdad, sino en el fanatismo de los dogmas. —¡Pero se supone que los dogmas son revelados por ti mismo! —Yo, como estoy cansado ya de decir, no puedo hacer tal prodigio, porque, insisto, no hago nada. Es el Diablo quien provoca esas supuestas apariciones y revelaciones. —Pero ¿por qué? —¡Por la dichosa intuición de Dios! —¡El Diablo quiere decir la fe, pero no pronunciará esta palabra ni aunque le fuera en ello su perdición! Sí, éste es el único camino de comunicación abierto entre yo y los seres humanos. ¡Un auténtico agujero negro en la mente humana! —¡Sin triunfalismos!, porque la intuición de Dios no dice de él nada en concreto, sino que trasmite una vaga, por no decir confusa, sensación de Dios, que debe ser razonablemente interpretada por mí. ¡Y no por la teología sino por la filosofía! —Ya, razonablemente. Entonces las revelaciones son innecesarias. —¡Totalmente! Y además regresivas para la moralidad de propio ser humano. Con el tiempo y la necesaria evolución, la razón por sí sola tiene capacidad suficiente como alcanzar una elevada moralidad social, incluso llegará inevitablemente a confluir con la bondad absoluta del propio Dios, que será, desde luego, el fin de mi misión en este mundo. —En otras palabras, los pueblos gobernados sobre los fundamentos de la razón podemos decir que son los más divinos. —Puedes simplificarlo así si lo deseas. —Todo el daño que yo he causado a la humanidad no ha sido debido a mi maldad sino a mi ignorancia; a mi irracionalidad. Si soy malo es porque soy ignorante. Es decir, el mal está en el desconocimiento de Dios… —¡Nunca hubiera esperado escuchar de tus labios semejante verdad! ¿Te estás haciendo viejo, Diablo? —¡Por supuesto, yo no soy Dios, con toda su duración intacta, yo transcurro en el tiempo porque soy del mundo! Pero, por otro lado ¿es que no conoces el refrán «Sabe más el Diablo por viejo que por Diablo»? —¡Bueno, vamos a llevar la charla sin acaloramientos y sin hacer de menos a nadie! —Está bien, prosigue, Diablo. —Yo he cometido infinidad de errores desde que el ser humano adquirió la capacidad del raciocinio. Antes las cosas eran simples y actuaba según los designios de la naturaleza que me ha creado… —¿Cómo que la naturaleza? Las cosas, incluido el Diablo, ¿no las ha creado todas Dios? —¡Qué disparate! —¡Propio de las limitaciones de la razón humana! —¿Pero qué sentido tendría que Dios crease el Diablo? —¿Entonces…? —Vamos por partes y sin salirnos del tema del bien y del mal. Ese es un asunto más complicado de lo que imaginas y dudo de que estés ya capacitado para comprenderlo. —De acuerdo, pero sin poner en duda mi capacidad mental. Si fuera lerdo ¿qué sentido tendría esta charla? —¡Aprendes pronto, se ve claro que has aprovechado bien mis enseñanzas! Sin duda Dios es la verdad absoluta, ¿pero qué es la verdad? —La ausencia de contradicción en el enunciado de algo. —Entonces comprenderás que la verdad ¡no puede ser de este mundo! Tan pronto como alcanzases un enunciado sin contradicción alguna no habría ya nada que preguntar ni aclarar, ¡sería el fin de la falsedad, pero también de la verdad! —Entonces ¿para qué tanto interés por descubrir la verdad? —No es un interés caprichoso, es una necesidad imperiosa consecuencia del transcurrir del tiempo. Todo lo que transcurre termina con su duración, y al final de la duración está inevitablemente Dios. —De ahí mi incapacidad para el movimiento, pues todo movimiento se detiene en mí. Sólo tengo que esperar. El Diablo es quien hace todo el trabajo; es quien entiende de los asuntos del tiempo. Yo sólo entiendo de duración. —Pero ¿cuál es la diferencia entre tiempo y duración? —¡Alma de Dios (¡perdón!), si está clarísimo! La duración es todo el tiempo que ha de transcurrir, en tanto que el tiempo en sí mismo es la sucesión de instantes que transcurren dentro de esa misma duración. La duración no se mueve, es decir, Dios; el tiempo sí, es decir, yo. La duración es absoluta, otra vez Dios, el tiempo es necesariamente dual: pasado y presente, y pertenece a lo substancial, una vez más, yo. —Pero se supone que la duración también tuvo una causa; un principio y debe tener un final, como lo tiene el tiempo. —¡No insistas machaconamente sobre esta idea! Si la duración es todo el tiempo ¿cómo puede haber un tiempo antes de la duración? —¡Ahí está el dilema, una vez más, de la causa de la primera causa! —Entre nosotros, te recomiendo que en presencia de Dios no vuelvas a plantear esta aporía o te meterás en problemas. Todo lo creado tiene las mismas limitaciones que su creador. Nada puede escapar a esta realidad… ¡ni siquiera el Diablo! —Supongamos que cedo y me conformo, entonces ¿puedes decirme que hay al final de tiempo, una vez concluida la duración? —Ya te lo ha dicho Dios mil veces, ¡de nuevo el Paraíso! —¡Ahí quería yo llegar, y no voy a aceptar más evasivas! ¿Qué es el Paraíso? —¡El Paraíso es la nada! Creo habértelo dicho ya al principio de esta discusión. —Y tú, Diablo, ¿qué tienes que decir? —¿Cómo puede el Diablo hablar sobre el Paraíso? ¿Es que has perdido el juicio? —¡Pero entonces, estamos otra vez al cabo del camino! ¿Es que ninguno de los dos va a ser capaz de contestar qué hay por encima del bien o del mal? —Tal vez en otra ocasión… —¡El Diablo trata de confundirte! ¿Cómo puede haber algo por encima de Dios y del Diablo? —¡Hasta la vista!, porque obviamente el Diablo no se puede despedir con un «adiós», o «con Dios» —Hasta la vista, Diablo —Yo también me voy. Tu pregunta me ha desconcertado algo, cosa poco habitual en mí, necesito meditar sobre este asunto. —Yo no quería… —No, si no pasa nada, sólo que es un tema nuevo y tengo que darle algunasas. ¡Nos vemos en otra ocasión! —¡Adiós, Dios! —¡Adiós, hombre!! Tercera conversación ¡Nada, que no consigo avanzar en mis legítimas dudas! Dios no sale de lo suyo, el bien; y el Diablo, que sin duda está más dotado para la filosofía, es evidente que trata de ocultar lo que verdaderamente sabe. Sin duda que debe tener sus razones, pero es desconcertante. Han pasado ya varios días desde la última charla. La verdad es que no he tenido mucho tiempo y no he pensado en invocarlos. Los acontecimientos del mundo están revueltos, y sin duda que los dos, Dios y el Diablo, tienen mucho que ver con ellos. Mientras yo vivo ingenuamente entregado a mi razonable existencia, lo que me proporciona una larga y saludable juventud, la irracionalidad se ha instalado del mundo de las finanzas. La culpa la han tenido dos o tres políticos norteamericanos que no asumieron que la política es el brazo social de la razón y del Derecho; es decir, que en realidad no eran políticos. ¡Con decir que uno de ellos era un actor de tercera fila y que ni siquiera se puede considerar que era un artista! Los otros eran simplemente lerdos, sobre todo el último. ¡Lo más negado para la filosofía! Debía creer que Platón era el título de la una película sobre la guerra del Vietnam y que Aristóteles fue un millonario griego que se casó con la viuda de Kennedy. Su maldad, citando las teorías del Diablo, fue que no se paró a razonar si el dolor que causaban a tantos millones de personas en todo el mundo, ya sea por sus belicosas intervenciones o por favorecer el libre mercado sin apenas regulaciones, tenía una legítima justificación. Afortunadamente el Diablo, que una vez más tiene razón, ha enderezado las cosas e inspirado al pueblo norteamericano para que eligiera, ¡por fin!, a un político de verdad, con todos sus defectos, desde luego, que se está replanteando esas razones con argumentos más inteligentes y por tanto más gratos a Dios. Los buenos políticos deben surgir de las facultades de Derecho o Filosofía, pero no de Economía o de Bellas Artes ¡y mucho menos de Hollywood! Otra cosa es que se lo permitan esa pandilla de ignorantes, financieros y economistas, que comercian con el dinero de los demás para beneficio propio, sin tener en cuenta valoración moral alguna. Creen que el mercado sabe decidir por sí mismo lo que es bueno o malo para el ser humano y no entiende que el mercado no es más que un mecanismo al servicio del hombre moral y no viceversa, que el hombre moral debe de estar al servicio del mercado, ¡lo que es imposible que pueda suceder! Pero ahora lo están pagando caro. Bueno, a decir verdad lo estamos pagando todos, pero al menos yo vivo en un país donde la política sí está al servicio de la razón y del derecho, y espero que no nos afecte demasiado. Antes bien, confío en que suceda todo lo contrario: que seamos el modelo a imitar en el futuro. Pero con todos estos líos me estoy olvidando de lo fundamental y mi pregunta queda sin contestar. Ya no espero nada de Dios, pero cada vez estoy más convencido que el Diablo tiene la respuesta, pero por alguna razón se la calla. —¡Es que la respuesta no es de utilidad para el ser humano! —¡Ah, entonces hay respuesta! Perdona que ni siquiera te he saludado. —Vives demasiado obcecado con un asunto que carece de interés para ti. —Entonces si carece de interés ¿por qué surge la pregunta? —Es… ¡por un desajuste de la mente humana! No debiera decir esto si no es en presencia de Dios, pero la creación no es perfecta; es más, la creación misma es fruto de una imperfección… ¡de la nada! —¡Ah, entonces mi intuición era cierta! —Me extraña que Dios no intervenga ya en esta nueva charla. —Es que la última vez se fue con dudas… —¡Yo no tengo dudas sobre mis cosas, sólo las tengo sobre las del Diablo! Hola a los dos… —Hola, Dios, me alegra de que intervengas otra vez en la charla. Esta conversación no sería lo mismo sin tu opinión. —Sobre mi creación estoy plenamente seguro. Lo sé todo: pasado, presente y futuro, pero si la mente humana puede llegar a concebir que haya algo por encima de mí, entonces yo me pierdo, sobrepasa mi poder. Yo no tengo medio alguno de saber nada sobre mis orígenes porque según mi propia opinión carezco de orígenes. Yo no puedo entrar a discutir asuntos que me sobrepasan. Debí cometer algún error en mi creación, tal y como te decía el Diablo, para que tú puedas plantearte semejante pregunta. Si aceptaras la idea de que la nada no existe, el problema estaría resuelto, pero insistes en buscarle tres patas al gato, como se suele decir… —¡Ejem! —¿Quieres decir algo, Diablo? —Sí, pero es un asunto delicado, no se si debería… —Habla claro, Diablo, tú mismo me dijiste que las opiniones en la cara y sin tapujos. —Pero Dios vive en la ingenuidad de que Él es único, omnipotente y absoluto creador de todo lo visible… pero no es así. Él ni siquiera ha creado este mundo… —¡Esta si que es buena! Entonces que alguien me diga por qué yo sé de antemano en lo que devendrá el mundo, porque vivo tanto en su pasado, en su presente como en su futuro. Yo sé lo que sucederá mañana, y pasado y al otro y todo cuanto sucede en el mundo está previsto según mis designios, ¡porque yo soy su creador! —¡Pero el Diablo debe tener algún argumento para hacer semejante afirmación! —¡Ahora nos vendrá con que también el mundo es su creación! —Imposible, yo no puedo hacer semejante afirmación, porque no sería lógico. ¿Cómo puedo yo ser el creador del mundo y desconocer, como tú, tanto mis orígenes como mi destino? —¡Tu destino soy yo! —El mío sí, pero no el de la naturaleza. ¡La naturaleza es razonablemente eterna! Nosotros no somos más que seres meramente instrumentales y circunstanciales, ¡al servicio de la naturaleza! —¡Un momento, un momento; pongamos un poco de orden! Aquí han salido conceptos nuevos que hay que aclarar: mundo y naturaleza. Por muy Dios o Diablo que seáis esto no funciona sin un poco de rigor filosófico. En primer lugar, Diablo, ¿qué entiendes tú por mundo? —Esa es una complicada pregunta. Prefiero que sea Dios quien empiece dando su opinión. —¿El mundo? ¿Pues qué va a ser el mundo?: el universo, el cosmos; todo lo que existe, todo lo visible y lo invisible; lo conocido y lo por conocer, es decir, ¡Yo! —¿Y tu definición, Diablo? —El mundo es sin duda el cosmos, pero también eres tú mismo, o una cucaracha, o un microbio que no se ve a simple vista. La verdadera definición de mundo la desconoce Dios, por su escaso interés por la filosofía y excesivo apego por la teología. En filosofía podemos decir que un mundo es toda unidad espacio-temporal contenida en un organismo. Lo que define al mundo es su totalidad en sí mismo. Por eso decimos vulgarmente «cada persona es un mundo» o «el mundo de los caballos» o «el mundo es un pañuelo», etc., porque siempre nos referimos a una totalidad de algo afín y consustancial, sin que quede determinado cuál es su espacio. —Entonces Dios lleva razón: Él es también una totalidad afín; la totalidad de todas las totalidades espacio-temporales, por decirlo de alguna manera. —Sí, ¡pero no es la única! Él es sin duda el Dios del universo… —¿Entonces, en qué quedamos? —¿Pero no lo entiendes? Ese es precisamente el desarreglo de la mente humana. Todos los mundos necesariamente tienen una duración. Como unidades espacio-temporales no son eternas, ¡el tiempo termina por hacerlas desaparecer! Si Dios es una totalidad también tendrá necesariamente que desaparecer. El universo es una totalidad y tendrá que desaparecer cuando se agote su tiempo. —Por esa razón tú sabes algo que te callas, ¡porque tú entiendes sobre tiempo más que el mismo Dios! —¡Yo no necesito entender el tiempo, porque como Dios soy todo el tiempo! —¡Perdona, todo «tu» tiempo; el de tu mundo o de tu universo, pero no tienes ni idea de lo que es el tiempo en sí mismo. A un mundo le sucede otro nuevo mundo y, perdona que te lo diga de forma tan categórica y sin rodeos, ¡cada mundo tiene su propia duración, es decir, su propio Dios! —Acepto que lo mío no es la filosofía, pero aquí hay una contradicción simple: si el mundo es todo, no puede haber más que todo. Reconozco que suena extraño, pero no hay alternativa razonable para creer que fuera del todo puede haber algo; es decir, fuera de mí mismo no puede haber nada. —Mejor podría decir: la nada; ¡y esa era mi pregunta desde el principio! —Yo no he dicho que la existencia no transcurra en un todo, eso ya lo sabía desde hace veinte siglos o más, desde mi afición por la filosofía, lo que yo cuestiono es la dimensión y estructura precisamente del todo, pues nuestras mentes, tanto la de Dios como la mía, no están capacitadas para hacerse una idea verdadera del todo, de ahí que nunca lleguemos a verle un final, donde se supone que no hay nada, ¡porque siempre hay algo! —Pero ¿dónde hay siempre algo? —¡En la naturaleza, ya te lo he dicho! —Entonces la naturaleza no tiene principio ni fin. —No, que nosotros podamos concebir. —Pero Dios dice… —Él puede concebirlo menos que nadie; Dios sólo se concibe a sí mismo y no va más allá de su propia duración como Dios de un universo necesariamente finito, pero que para nosotros es todo. De lo que estamos hablando es del lugar donde se encuentra el mismo universo. Un espacio y un tiempo donde se encuentra esa magnitud delimitada por otro tiempo y por otro espacio como es nuestro universo. —¿Pretendes decir que yo no soy un Dios único; que hay más dioses y más universos? —¡Te has pasado, Diablo! —Ya advertí que a Dios esta idea no le haría ninguna gracia. Él no puede ver más allá de la dimensión espacio-tiempo de nuestro universo, yo sí. —¿Tú sí?, ¿y por qué razón, si puede saberse? —Por que yo… Bueno, para decirlo de alguna manera, porque yo viajo, pero no sólo por este mundo, sino por los otros. ¡Yo estoy siempre en movimiento y cuando un mundo se acaba, empiezo otro! ¿Lo entiendes? Yo no puedo estarme quieto ni un instante, eso es inconcebible, porque ¡la realidad no es más que movimiento! Si cesara el movimiento cesaría la misma realidad. —Entonces, cuando un mundo se acaba, ¿qué pasa con Dios? —No es correcto que lo diga yo. Él ya debe saberlo. —¡La nada; por eso yo no puedo tener fin! —Ya sabía yo que esa sería su respuesta, ¡simplemente es incapaz de concebir el movimiento! ¡Él no se ha movido en su vida! En efecto, la nada, es decir, ¡desaparece sin dejar ni rastro! —¿Cómo es posible? —¿Pero es que no lo he expuesto con suficiente claridad? Si Dios tiene un tiempo de duración, mientras dure y haya tiempo hay movimiento y es posible la existencia de las cosas, y por tanto, hay algo. Pero si se consume el tiempo se termina el movimiento y no hay nada, ¡ni Dios!… Excepto el espacio potencial donde estaba el propio Dios, que es lo que ahora llamamos precisamente la nada. —¡Absurdo! ¡No hay nada más allá de Dios! —¿Lo ves? ¡Siempre la misma canción, y de ahí no hay quien lo saque! —Y ¿qué es ese espacio donde se supone que está Dios? —¡Ahí es donde tú quieres llegar! —¡Sí, precisamente esa es la única duda que me estropea mi tranquilidad de espíritu! —Pero ¿qué objeto tiene el saberlo? Tú y tu mundo desapareceréis con el final del tiempo de vuestro Dios… ¡Esa es la realidad; nuestra realidad! Ésa es otra dimensión espacio-temporal, en la que sólo yo tengo acceso, y sólo en contadas ocasiones. —Bueno, aunque no tenga para mí sentido práctico y sea irreal, ¿hay alguna razón por la que no deba saberlo? —Pregúntaselo a Dios. Los seres humanos alcanzáis vuestra realización moral al llegar a conocer a Dios y ser a su imagen y semejanza, pero si pretendéis sobrepasarlo eso os sitúa otra vez en el punto de partida, es decir, ante la ignorancia de algo nuevo y desconocido, o dicho de otra manera, de nuevo ante el mal en sus peores momentos. —Ningún ser humano debe aspirar a conocer más allá de los atributos de su Dios, es decir, los míos. Yo proporciono felicidad, placer y alegría. Si tú mismo presumías de gozar de ambas cosas, ¿qué necesidad tienes de hacerte preguntas que te devuelven al Diablo en sus orígenes? ¡Yo te ofrezco el Paraíso! —¡Es el desarreglo mental de que os hablaba a los dos! ¡Un fallo en el sistema de la nada! ¡No hay tal Paraíso, porque no hay tal nada! —¡Bueno, ya está bien de tomarme el pelo! Si la nada es una idea y todas las ideas tienen un significado, ¿qué narices significa la idea de la nada, y por qué existe como tal idea? ¿Cuál es su necesidad? —Que te conteste el Diablo, yo no necesito saberlo; no puedo concebir tal idea, ¡esa idea debe ser cosa del Diablo! —En efecto, la idea de la nada, como todas las demás, la he inventado yo. ¡Dios no tiene ideas!; es decir, sólo tiene una idea, la de sí mismo, pero como has podido ver resulta demasiado monótona y aburrida. La idea de la nada representa lo inconcebible; lo que no puede verse ni experimentarse porque está en lo potencial. Pero eso no quiere decir que por el hecho de que no podamos ver o experimentar algo sea necesariamente «nada»; se trata de una idea provisional absolutamente necesaria para progresar en el conocimiento de las cosas. ¡Donde hoy no hay nada mañana puede haber algo! Es, por decirlo de alguna manera, una barrera necesaria para el desarrollo de las propias ideas y para la consistencia de la misma realidad en que nos movemos. —Por tanto, la idea de Dios está limitada por la nada… —¡Correcto! De ahí su obsesión por la nada, a la que Él prefiere llamar el Paraíso. Una manera como otra cualquiera de hacer deseable lo desconocido. —¡Interesante! —¡Absurdo! —¡No tan absurdo! Para que se cause una idea es fundamental un punto de partida y otro de llegada en un pensamiento. Todo lo que está fuera de ese espacio ¡es la nada! —¡Entonces, Diablo, me das la razón: yo soy todo lo existente como idea que soy de todo y lo que no se puede concebir fuera esta idea, que es todo, simplemente no existe, ¡no es nada! —¡Me estoy perdiendo! —No, si Dios lleva razón; el problema es que la nada, como decía, es una irrealidad temporal, un espacio desconocido, pero potencialmente existente. Dicho con todo rigor filosófico: «está, pero todavía no es ni existe». —¡Por eso Parménides decía que el «el ser no puede no-ser»! —¡Correcto! El ser siempre ha sido, pero visto desde nuestra propia perspectiva de la realidad espacio-temporal, no siempre ha existido. Cuando llega a existir no es más que un ser limitado por una duración, siempre dentro de un espacio-tiempo concreto. —¡Eso debe referirse a ti, Dios! —Lamento decir que no puedo estar de acuerdo, y me estoy aficionando a algo que en realidad no me interesa, como es la filosofía, un asunto del Diablo, pero ¿cómo puede el ser permanecer sin existir? —¡Ahí está la gracia! ¡Es que siempre ha existido, pero en diferentes dimensiones espacio-temporales! Por eso cuando pensamos en el ser lo hacemos desde la perspectiva de nuestra propia realidad o dimensión, y el ser que existe en otra dimensión para nosotros no existe, porque no se puede mesurar con nuestro propio espacio y tiempo y está fuera de nuestra duración, pero el que no exista no quiere decir que no sea, de otro modo ¿cómo podríamos plantear su hipótesis? —¡Luego después de mí, es la nada! —¡Desde luego, desde luego; después de ti, la nada! Pero este muchacho no se conforma con aceptar los hechos tal y como son en apariencia, lo que le llevaría a ti sin más preguntas. ¡El quiere saber lo que es «en realidad» la nada! —¡Eso es pecado de soberbia! —¡Por favor, Dios, que estamos en el siglo XXI! Eso del pecado está un poco pasado de moda. Ahora se dice simplemente que es incorrecto o poco realista, ¡pero pecado! ¡Ponte al día! —¡Yo siempre estoy al día! —En asuntos de la moral e incluso de la verdad sobre este mundo, de acuerdo, pero en asuntos de la razón especulativa y de la filosofía, nunca has estado muy actualizado. Las personas no sólo experimentan aquello que desean conocer, también plantean hipótesis sobre todo lo concebible, a pesar de que no pueda ser experimentado ni, por tanto, conocido, precisamente ¡por ser de otro mundo! —Pero ese proceder no les hará dichosos. —Yo soy razonablemente feliz, probablemente por encima de la media normal, y me hago esas preguntas. En la vida real no reniego de ti y me agrada la idea de que el Diablo se esté reformando, pero la mente no puede evitar cuestionarse todo aquello que sea razonable, sea real o irreal; de este o de otro mundo. —Pero, ¿qué sentido tiene plantearse hipótesis sobre cosas que no tienen utilidad para la vida real? Si yo soy el destino de este mundo, incluida su humanidad, ¿por qué preguntarse qué hay más allá de ese destino, si como el propio concepto indica, el destino es el fin último de todo lo creado por mí? —¡Es inútil, Dios no aceptará jamás ninguna idea que le sobrepase! Pero es evidente que a diferencia de los animales, que sólo conocen aquello que necesitan saber con sentido práctico, el ser humano quiere saber por amor a la verdad, sin buscarle utilidad alguna a lo que descubre por medio de la razón. ¡Es lo más natural! Si su mente está capacitada para trascender la idea misma de Dios, es inevitable que lo haga. ¡Es el desarreglo de que te hablaba con anterioridad! —¡No es ningún desarreglo mental! En mi opinión, y admito que como ser humano es muy limitada, todo saber debe tener tarde o temprano alguna utilidad, incluso aquello que trasciende la misma realidad y pueda parecernos irreal. De hecho no soy el primero en hacerse estas preguntas. ¡Éstas han sido las cuestiones fundamentales desde el inicio de la filosofía! —Dios no quiere admitir lo que es evidente: yo soy quien busca la verdad, y puesto que fui anterior a Dios, debo ser también posterior… —¡Por fin lo has soltado, Diablo! ¡De manera que el mito de que tú eres un ángel caído no es verdad! —Sólo a medias, ¡y creo que he metido la pata! ¡Nunca debí desvelar este secreto! —¿Qué secreto? ¡Para Dios no hay secretos! —Sobre las cosas de este mundo, pero no de otros; de otros mundos no tienes ni la menor idea. —¡Cuenta, Diablo! —En otra ocasión, ya he hablado bastante. El Diablo debe ser comedido en sus descubrimientos porque cuando deje de ser malo, es decir, ignorar las cosas de este y de otros mundos, será el fin… —¡Pero sólo de este mundo! —¡Por supuesto, ya he dicho que la naturaleza no tiene principio ni fin concebible! Bueno, hasta otra ocasión, también el Diablo necesita descansar. —Ya te lo había dicho, no pidas al Diablo que te diga más de lo que él desee decirte. No sé si valdrá la pena que participe yo en la próxima charla. Sobre mí ya se ha dicho todo lo que se tiene que decir y yo no estoy interesado en saber nada sobre la nada, ¡y valga la redundancia! Así es que, adiós, y no sé si nos volveremos a ver. Pero no te olvides de que yo soy el límite de lo real y ¡más allá de Dios sólo puede haber maldad! —Lo tendré en cuenta. Adiós, Dios. —Adiós, hombre. —Pues si no nos volvemos a ver, Dios, hasta que nos veamos las caras en el fin de tu mundo. —¡Hasta entonces, Diablo! —¡Hasta pronto, Diablo, yo sigo interesado en el tema del más allá! Cuarta conversación Lamento que en la última conversación Dios se fuera contrariado. Comprendo que Él, que carece en todos los sentidos de los atributos del Diablo, carezca a su vez de interés por el conocimiento más allá del mundo real, es decir, de su mundo y, por su puesto, del mío también. En mis tiempos del catecismo me enseñaron a honrar a Dios, pero omitieron decirme cuál era la manera más correcta de hacerlo. Me dijeron, con la boca pequeña desde luego, que la verdad nos haría libres, sin darnos ni siquiera una ligera pista de lo que era la libertad. ¡Sobre todo en vida del dictador! Ahora yo intento hacerme una idea concreta y el resultado es contrario al mismo Dios, ¡no lo entiendo! Desde luego que Dios no parece muy razonable. Claro, Él no necesita la razón para averiguar lo que ya sabe, ¡Dios es la verdad, y punto! En la última conversación con ellos dos surgieron varias ideas que me han impresionado. Desde luego que el Diablo siempre impresiona por su habilidad para razonar. ¡Sin duda que es el padre de la filosofía! La idea más inquietante, lamentablemente inconclusa, es que al parecer la naturaleza, ¡y no Dios!, es lo eterno. ¡Menudo chasco! Sin embargo yo no concibo tal idea, pues la naturaleza como un ser que existe debe tener necesariamente un principio y un final. Pero, claro, si lo vemos desde otro punto de vista, es evidente que la muerte no es el final de la vida, sino otra forma de ser de la vida; en otro nivel, o dicho en palabras del Diablo, en otra dimensión. El problema, como decía el Diablo, es hacerse una idea de las diversas dimensiones de espacio-tiempo, o dicho en palabras más comprensibles, de los diversos mundos y sus respectivas naturalezas. Pero no lo entiendo muy bien. Es decir, lo entiendo planteado como una hipótesis aislada, pero no veo la conexión entre las diversas dimensiones espacio-temporales, ni alcanzo a concebir su estructura. Digamos que si lo veo de cerca me hago una idea más clara, es decir, si cada ser vivo es un mundo, puedo ver la relación que hay entre nosotros: teoría de la evolución. Pero cuando pienso en el universo, ¡sencillamente es que me pierdo! ¿Estará también el universo sometido a las leyes de la evolución? ¡El Diablo debe de saberlo, porque él ha viajado por todas partes! Pero la idea más desconcertante es la de Dios mismo. Resulta que como algo que tiene una duración transcurre en un tiempo, porque todo lo que es algo necesariamente debe tener una duración, ¡aunque sea el todo! De manera que hasta ahora hemos vivido limitando el todo a la idea del cosmos, y según este razonamiento, el cosmos mismo, en tanto que es algo tiene duración y transcurre en un tiempo, ¡por tanto Dios, el Dios del cosmos, no puede ser infinito, sino necesariamente finito! ¿Qué es realmente Dios? y ¿qué es entonces lo infinito? El Diablo dice que es la naturaleza, pero la naturaleza se supone que es todo lo existente, real y experimentable, y como tal necesariamente debe ser finito. ¡Pero no, claro, porque la dualidad de la naturaleza se resuelve entre la vida y la muerte, y no es posible saber cuando termina esta contradicción, si será todo muerte o todo vida! Ni una opción ni la otra, pues ambas se necesitan de forma dialéctica: la vida debe concluir necesariamente en la muerte, pero ésta no puede proceder de otro estado que el de la muerte… ¡porque no hay más dónde buscar! —¡Sí hay una tercera opción! ¡Siempre hay una tercera opción! ¿O es que no has escuchado decir aquello de «No hay dos sin tres»? —¡Ah, menos mal que has aparecido, Diablo, porque estoy hecho un lío! —¿Qué se sabe de Dios? —Dudo de que venga. Debe de estar enfadado con los dos… —¡Pobre! No es fácil ser Dios y vivir encerrado en su inmensa integridad, sin poder plantearse nada fuera de sí mismo; sin viajar por ahí y ver cosas fuera de su propia dimensión espacio temporal. Claro que si sucediera tal cosa sería el caos. Él tiene que seguir siendo como es hasta el final del tiempo cósmico, el nuestro claro está. De todas maneras despareceremos con él. ¿De qué nos sirve a nosotros saber cosas que le trascienden? —¡Según Él, simple y malvada curiosidad! —¡Siempre tengo que ser yo el culpable de todo en este mundo! —En este caso no hay ninguna duda. Si no lo he entendido mal, el amor a la verdad, para nosotros, es el amor a Dios, y no pretender ir más allá, pero buscar verdades que no podrán nunca ser probadas, sólo por la curiosidad de saberlo, ya no es amor a Dios, tal vez sea odio… —¡Que sabes tú del amor, muchacho! —¡Vivo enamorado! —Sí, sin duda, pero no tienes ni idea de por qué. —Porque… Porque… ¡Pues es verdad, ahora resulta que no tengo ni idea de por qué! —El amor, amigo mío, es la atracción por lo desconocido, lo insondable, lo misterioso. —¡Entonces sólo amo aquello que me atrae pero que desconozco! —¡Correcto! Por eso ahora que hemos conocido a Dios hemos dejado de amarle. —¡Razón por la que se fue enfadado! —No hay ninguna razón para enfadarse, al contrario, ¡ahora debería ser más amigo nuestro que antes! —Pero si dices que no se ama aquello que se conoce… —Entonces, amigo mío, surge la amistad, porque la amistad es la atracción por lo conocido y afín; y la amistad es más duradera que el amor, ¡aunque no sea un sentimiento tan fuerte ni tan emotivo! —¡Curioso, pero llevas razón! Más que enamorado, vivo en armonía con todo lo que me rodea. Bueno, a mi compañera creo que la amo porque en realidad no la conozco muy bien, ¡pero me atrae apasionadamente! ¿Entonces lo que siento por ella es realmente amor? —Sin duda, pero tarde o temprano se trasformará en amistad ¡o enemistad, si descubres que no es realmente como creías que era! ¡De ahí todas esas grandes decepciones amorosas! Pero también una buena razón para justificar el deseo de descubrir verdades que sobrepasen la misma realidad, ¡por el amor a la verdad, que es lo desconocido! —Bueno, dejemos a un lado mis asuntos personales y vamos al grano, Diablo, que estoy en ascuas. —¡Confías demasiado en mí, deberías esforzarte un poco más y hallar todas las respuestas por ti mismo! —Entonces, ¿qué utilidad tienes tú en este mundo? —¡Yo también tengo mis duda, porque no soy Dios! —Pero tú mismo has dicho que estás por encima de Él; que existes desde antes de la aparición del Dios de nuestro universo… —¡No es así exactamente! Digamos que he servido a otros dioses anteriores a él, pero yo nunca he sido libre ni he existido en solitario. ¡Siempre he tenido a un Dios por encima de mí! —¿Y eso te molesta? —¿Qué importancia tiene? ¡Las cosas son así y no hay que darle vueltas! Existe el mal porque existe el bien; existe el dolor pero también el placer; el amor y el odio, etc. ¡No puede haber dioses sin diablos! La realidad, sea en la dimensión que sea, siempre es dual. —¡Volvemos al caos! Pero ¿cuántas realidades hay? —¡Millones, trillones; no se sabe! —¿Ni siquiera tú? —¡Ni siquiera yo! —¿Y lo sabe Dios? —¡Menos que yo! Como te he dicho, Él no viaja, yo sí. —Bueno, está bien; lo acepto pese a que no lo comprendo. Pero volvamos al principio. Nada más llegar me dijiste que había una tercera opción, además de la vida y la muerte. ¿No será la inmortalidad? —¡Absurdo! ¿Es que no aprendes nada después de todo cuanto hemos hablado? Si fuera la inmortalidad tendría que haber también una «invitalidad». ¿Has escuchado alguna vez esa palabra? —Obviamente no, ¡porque carece de sentido! —Entonces, ¿cómo puedes concebir la inmortalidad, es decir, una vida que no muere? ¡Completamente irracional, y por tanto, pertenece a mis peores momentos de ignorancia y maldad! Afortunadamente para los designios de Dios, me voy superando cada siglo que pasa y me hago más viejo… —Por cierto, ¿qué edad tienes? —Más o menos 13,7 mil millones de años, el tiempo de vida del universo. ¡Los mismos que Dios! —¡Nuestro Dios, claro está! —¿Conoces a otro? —Pero tú dices que hay más… —Pero no pueden llegar a conocerse porque pertenecen, pertenecieron y hasta pertenecerán a otra dimensión espacio-temporal. ¡Para nosotros ni existen, ni han existido ni existirán! —¡Cada vez lo haces más complicado! Lo tuyo es enrevesado y complejo, lo de Dios era más simple y fácil de entender… —¡Por eso soy el Diablo! ¡El inconformista! ¡El verdadero creador! ¡El filósofo! —¡Si sigues por ese camino, nunca te redimirás! —¡Alguien tiene que mantener la llama de la vida, y del tiempo! Si yo fuera como Dios dentro de 13 o 14 mil millones de años más todo se acabaría, así sin más, sin dejar rastro. Mi trabajo es siempre ir más allá, pero sin llegar nunca a saber hacia dónde voy. Sólo se que siempre habrá un Dios en mi constante tránsito por cualquier realidad o dimensión en la que me mueva. Pero los dioses no tienen esa misión. —¡Hablas como si fueras un filósofo pagano de la antigua Grecia! —Ellos tenían una idea más objetiva de la realidad. La culpa del cambio fue de Platón. Después de él la idea de varios dioses, que es la razonable, desaparece y caemos en esa irracionalidad de concebir a Dios sin principio ni final, ¡lo que hace imposible su existencia! —Entonces, ¡volveremos al politeísmo pagano! —¿Otra vez tengo que repetirlo? ¿Pero es que todavía no lo has entendido? ¡Sólo existe un Dios verdadero y millones, trillones o cuatrillones de falsos! —¡Pero…! —Son falsos porque no podemos concebir su existencia razonablemente, como una afirmación sin contradicción. Ya te lo he dicho en otra ocasión: ¡están, pero no son ni existen! —¡Vasta de acertijos! ¡Esto cada vez se parece más a teología y no a filosofía! —Eso es lo que tu pobre, ignorante y diabólica mente supone. ¡El misterio es perfectamente razonable, pero no deja de ser un misterio! ¡Es la tercera opción de la que hablamos! —Pero ¿cuál, cuál? ¡Que ya empiezo a perder la calma y los buenos modales! —¡La nada, obviamente! —¡Es para enfadarse de verdad! —¡Está bien, está bien; trataré de ser más específico, pero si no encuentro una metáfora adecuada dudo de que lo entiendas… Umm, umm… ¡Ya la tengo! ¿Qué tal te manejas con los ordenadores? —Como todo el mundo, supongo; tengo una idea básica. —Es suficiente. Veamos, ¿qué sucede cuando instalas un programa nuevo? —Que aparece una ventana en la pantalla con una barra en blanco y después otra negra, que va llenando la blanca hasta que se termina la instalación. Pero ¿qué relación…? —¡Calla y escucha! El universo se creó de la misma forma en que se instala un programa en nuestro ordenador. Primero aparece el espacio total necesario, ¡pero sin tiempo! ¡Es la duración de la descarga! ¡Ese espacio en blanco es Dios! Pero se trata de un espacio potencial. En realidad no es nada, ¿lo entiendes? Luego necesariamente aparezco yo, el Diablo, la barra negra que progresivamente va alcanzado la duración de Dios gracias al tiempo, ¡que soy yo! Dentro del espacio reservado de Dios no puede haber otra cosa que aquello que está previsto que haya, ¡el programa en su totalidad!, o dicho en términos teológicos, el destino o la predestinación. ¿Lo entiendes ahora? —Me impresiona que una cosa tan simple tenga una relación tan trascendental, ¡pero hasta ahora lo entiendo! —¡Muy bien, sigamos! ¿Qué sucede una vez descargado el programa? —Que desaparece la ventana de descarga. —¡Ahí está la cuestión que Dios no puede aceptar, que desaparece el mundo, y con él mismo Dios, el Diablo y todo lo demás! El programa ya está instalado; el tiempo de la duración de la descarga ha concluido y por tanto el espacio ha sido completado, o lo que es lo mismo, los designios de Dios se han cumplido… —¿Y…? —¡Y, qué! —¿Y qué pasa después? —¡Pues que se instala otro programa; otro mundo con otro Dios, otro Diablo y otra naturaleza y otra humanidad! —Pero, ¿quién instala los programas? —Ése es el final del proceso, ¡pero no sé si tu mente lo concebirá! —Si lo concibes tú también puedo hacerlo yo, ¡soy de tu misma sustancia! —¡Está bien, está bien; te lo explicaré! Ése es el principio del misterio, pero no el final. Ese ser que supuestamente está instalando programas ¡no es más que otro programa en descarga! ¿Lo entiendes? El primero contiene el segundo, pero el segundo, a su vez, contiene millones, billones, trillones, o vaya usted a saber cuántos, programas en descarga. Lo mismo podemos decir del primero, que a su vez es contenido por otros tantos programas en descarga en sentido inverso ¡Siempre hay programas en descarga, porque siempre hay movimiento, y si hay movimiento hay tiempo; y si hay tiempo hay vida y muerte, pero sin saber dónde está el final o el principio de esta dualidad! Y no sólo eso. Además de los programas que se descargan contenidos unos en los otros, también se descargan otros en paralelo, unos junto a los otros con la misma estructura interior inconcebible. ¡Y ahora ya lo sabes prácticamente todo! —¡Es una hipótesis de mareo! ¡Pero no resuelve mis dudas! —Tus dudas sólo tienen una respuesta, que está contenida en la tercera opción, ¡pero carece de sentido el que lo sepas, porque volvemos a la nada que tanto te inquieta! —¿Entonces, de qué han servido todas estas charlas? —¡Ya te lo dijo Dios en el primer momento: después de Él, o en su caso de ellos, no hay nada, y ése es el Paraíso, ¡donde por supuesto yo no tengo acceso! —¿Y yo? —Supongo que tampoco. ¡Haces demasiadas preguntas! —¿Quieres decir que el Paraíso está reservado para los ignorantes? —No, tampoco es eso, por que los ignorantes son tan malos o más que yo. La verdad es que no tengo ni idea. Quizás Dios lo sepa… —¡A buenas horas me citáis! Después de haber dicho mil barbaridades esperáis de mí la última respuesta. —Ah, hola, Dios; me alegro que hayas venido, ¡todo esto es un verdadero lío! Pero no creo que debas molestarte porque deseemos aclarar nuestras dudas, sean sobre lo que sean. El Diablo ya no es tan malo como parece, cada vez es más sabio y, por tanto, más virtuoso, pero él está hecho de otra pasta; tiene otras ambiciones; ¡ha viajado mucho! —No hace falta viajar para saber la verdad. No hace falta moverse para encontrar la respuesta, porque precisamente el movimiento es lo que hace que no encontremos la respuesta. —¿Tiene esto sentido, Diablo? —¡Si Él lo dice, que es Dios, lo tiene! —De manera que estamos los tres aquí gracias al movimiento, pero ¿queréis decir que precisamente por causa del moviendo no estamos capacitados para desvelar el misterio de la nada? —¡Precisamente por eso! Pero yo estoy más capacitado que el Diablo para entenderlo. Yo no estoy en movimiento, pero tampoco estoy totalmente inmóvil, porque ¡contengo el movimiento; hago posible que las cosas sean porque se mueven dentro de mi espacio potencial! ¡Dentro del universo en el que está todo el espacio-tiempo concebible! Yo sólo he hecho un movimiento en toda mi larga existencia: crear el espacio y la duración, ¡un solo y fundamental movimiento, pero suficiente como para no ser ya parte de la nada absoluta! También por esa razón es absolutamente necesario que exista. Sin mi existencia el mundo no sería posible, el tiempo no transcurriría; el Diablo no existiría; la naturaleza no sería viable. Yo soy el espacio que contiene las cosas reales, ¡pero no me muevo! —Entonces, ¿hay en la realidad algo que no se mueve ni se ha movido jamás? —¡En efecto, lo hay! —¡Imposible, porque no sería real, sino irreal! —Sí, sería y es irreal, pero está. ¡Es lo que no-es, pero que está! —Dicho con toda propiedad: está, pero para nosotros no existe ¡porque está en la nada! ¡Dios te lo ha dicho ya mil veces! —¡Es para perder el juicio! ¿No podéis alguno de los dos hablar claro de una vez por todas, para que una mente normal como la mía lo entienda? Tal vez sería mejor dejar esta conversación, yo vuelvo a mis cosas y me olvido del asunto… —¡Te harías viejo de la noche a la mañana! ¡Con 70 años sería como si tuvieras 90 y tendrías que olvidarte de esa preciosidad de la que tanto presumes! —¡Pero tal vez después de muerto daría con la respuesta! —No seas ingenuo: después de muerto la cebada al rabo, como dice el refrán. —¿Por qué no atiendes a mis argumentos? El Diablo confunde las cosas y no tiene la última respuesta. Él siempre se mueve; va de aquí para allá, pero siempre está en el mundo, en éste o en el que sea. Yo estoy creado de la sustancia de la nada, porque ¡no soy nada! ¡Apenas pura potencialidad debida a un solo movimiento, el necesario para crear el espacio potencial que ocupa el cosmos, nada más! —¡Lo has terminado de arreglar, Dios! Si no eres nada, ¿con quién Diablos hablo yo? —¡Con nadie! Es decir, como tú bien dices, ¡sólo con el Diablo! Yo no he hablado en mi vida, pero el Diablo no ha dejado de hacerlo desde la creación del mundo. ¡Gruñendo, ladrando o hablando como una persona, pero él nunca ha estado callado! Todas esas historias de que yo he hablado alguna vez con los humanos, mandado señales o me he aparecido en sueños son las artimañas del Diablo. A ver si queda claro de una vez: ¡yo no puedo hablar con nadie porque soy pura y simple potencialidad! Es decir, para los humanos ¡no soy nada, pero existo necesariamente por la razón expuesta! —¿Entonces con quién hablo yo ahora? —Con el Diablo, por supuesto; con su doble personalidad: la suya real y la engañosa en la que trata de imitarme. ¡El Diablo es un extraordinario ventrílocuo! —¡Ahora sí que la hemos terminado de arreglar! Y tú, Diablo, ¿que dices a eso? —¡Sí, es verdad! Perdona chico, son cosas que un Diablo no puede evitar, ¡soy ventrículo e imito a Dios a la perfección! —Entonces tú lo sabes todo; ¡tú eres como Dios y te has estado burlando de mí todo el tiempo! —¡Calla, no digas disparates! ¡Dios es Dios y el Diablo es el Diablo!, pero no me queda más remedio que hacer de abogado de Dios, ¿quién sino lo podría hacerlo? Ya te lo he dicho en otra ocasión, ¿de qué te asombras ahora? —¡Acabemos ya esta charla de un puñetera vez! Suelta todo lo que quede y sin engaños ni trucos. Habla como el Diablo que eres y no me vuelvas a liar con tus patrañas. —¡No deberías confiar en mí en tanto no esté completamente redimido, porque no puedo evitar cometer alguna maldad, pero allá tú. —¡Sí, allá yo; asumo lo que sea, pero venga, cuenta el resto de esta historia! —¡Pero si está todo dicho! Dios es de este mundo porque fue el creador del espacio y la duración del universo, pero precisamente por esa razón se ha «naturalizado», hecho naturaleza, para entendernos. Él es parte de la dualidad bien-mal; verdad-falsedad o más propiamente dicho, positividad-negatividad, ¡porque todo es energía! ¡Por tanto debe de existir necesariamente! Pero Dios es, obviamente, de sustancia divina, proviene de la nada inmutable, la que nunca ha hecho un solo movimiento; la que contiene todo el espacio y la duración en potencia de todo lo que ha existido, existe o pueda llegar a existir. ¿Me sigues? —¡A duras penas! —Si quieres lo dejamos… —Sí, tal vez sea lo más adecuado, al menos por unos cuantos días. De alguna manera ya me hecho una idea de ese ser inconcebible e inexistente; es decir, ahora más o menos comprendo el significado de la nada que tanto me obsesionaba. ¡La nada absoluta no es Dios, ni el nuestro ni los otros posibles dioses, sino «lo divino», lo que está pero que no alcanza a tener existencia, ni nombre alguno, porque no se ha movido jamás, pero que está en la nada! Ya veo que no hay conexión posible para el ser humano. Una vez que llegamos a existir no hay puerta para el regreso a la no existencia, por decirlo de alguna manera. La muerte no soluciona el problema… ¡Es una verdadera lástima! —¡Lamentablemente no la hay! ¡Al menos que yo sepa! —¡Hasta la vista, Diablo! —¡Hasta cuando quieras, hombre! —Por cierto, ya que está aquí aprovecho para preguntarte: ¿qué piensas hacer con la crisis financiera? —Se arreglará, tranquilo hombre; los seres humanos, como el mismo Diablo, sólo aprendemos de nuestros errores, ¡pero aprendemos! Quinta y última conversació Las últimas revelaciones del Diablo han sido demoledoras, sin embargo no he perdido completamente el optimismo. En cierta manera me han servido para ser más realista y menos soñador. Ahora empiezo a darme cuenta de que mi deseo de superar cuanto antes esta juventud rebelde carece de sentido. Más vale que las cosas sigan así todo el tiempo que sea posible, pues ahora que sé que el paso del tiempo es un asunto del Diablo, ¡como todo lo demás!, también sé que será despiadado y, pese a que me siga sin entusiasmar la idea, ya no estoy tan interesado como antes por hacerme viejo. Si la muerte no aclara nada; si no podré disfrutar de alguna clase de Paraíso después de tanto darle vueltas al asunto, será mejor que me quede como estoy, que no se está tan mal. En cuanto a sus ideas sobre el amor, la verdad es que ahora que me doy cuenta que deben ser ciertas, porque cada día que pasa siento menos pasión amorosa por mi compañera pero me entiendo mejor con ella, ¡porque cada vez nos conocemos mejor! Es una lástima que el Diablo goce de tan mala imagen, porque sus ideas son razonables. A parte de su tendencia inevitable al engaño y la imitación, no hay duda de que le debemos muchas cosas buenas de este mundo. Por otro lado, dada la pasividad de Dios en sus alturas, no tenemos más que al Diablo para que nos ayude a superarnos moralmente. Su experiencia es lo que le hace más bueno y más sabio cada nuevo siglo que cumple. Creo que dadas las circunstancias en que nos movemos aquí en el mundo, no hay duda de que la amistad del Diablo resulta a la larga positiva y, sobre todo, ¡ilustrativa! Si lo he entendido bien Dios es una cuestión más física que teológica o filosófica. Se trata de un espacio lleno de energía potencial, con una duración, dentro del cual se desarrolla el tiempo. Ese espacio obviamente no se mueve porque es todo lo que es, ¡dentro de este universo nuestro, claro está! Lo que se mueve es el tiempo en el instante del presente dentro de ese espacio, en sentido del pasado al futuro, y en este devenir gracias a la evolución se producen los fenómenos que conocemos como la vida y la muerte, sin solución de continuidad, además de otros como la conciencia, la intuición, etc. La vida y la muerte, es decir, la naturaleza, son el movimiento; en tanto lo divino es lo estático e inmóvil, ¡pero no es la muerte, sino la nada! ¡La dichosa e inconcebible nada de siempre! Por eso Dios es incapaz de intervenir en los asuntos de la naturaleza, humana o salvaje, pero sí puede intervenir en los asuntos del espíritu, ¡pero como si nada, porque no está capacitado para evitar el dolor causado por la ignorancia; es decir, el mal propiamente dicho! Resulta que es el propio Diablo quien nos pone en comunicación con Dios a través de su prodigiosa imitación, ¡que hasta yo me lo había creído! Es un contrasentido pero tiene su lógica. Otro asunto que ahora me explico con absoluta claridad es la interpretación del conocido Misterio de la Trinidad, lo que sucede es que al enunciarlo en términos teológicos, tan ambiguos y confusos, parece irresoluble, ¡pero es sencillo de entender! El Hijo, para entendernos es el ser humano redimido por el saber y el conocimiento de Dios. Es decir, que es la etapa final del ser humano en su necesaria evolución moral, mental y con toda probabilidad hasta física, pues de alguna manera debemos ser a imagen y semejanza de Dios. Por cierto, que en mi próxima charla, si tengo oportunidad, le tengo que preguntar al Diablo cómo es posible que Dios tenga nuestra imagen, ¡o viceversa, claro! En cuanto al Padre, obviamente es ese espacio potencial que constituye el estuche del universo o de nuestra realidad, por decirlo de alguna manera. El destino o predestinación de todo lo viviente en esta dimensión espacio-temporal nuestra. Y desde luego que el misterioso Espíritu Santo, sin duda que es la potencialidad que hay en la nada absoluta; la divinidad en calma; lo que está, pero que no existe, como decían tanto Dios como el Diablo, porque en esto los dos están de acuerdo. Las tres personas del Misterio están necesariamente relacionados entre sí. La única duda sigue siendo la naturaleza de la nada; es decir, del Espíritu Santo. ¡Pero casi ya no me atrevo a seguir insistiendo! A fin de cuentas, como dice el Diablo, carece de utilidad práctica para el ser humano. —¡Hola, humano! ¿Qué tal has dormido? ¿Se te han aclarado las ideas? ¿Vas a volver a preguntarme otra vez sobre el más allá o te conformarás con disfrutar de la vida como cualquier persona normal? —¡Hola, Diablo! Yo siempre duermo bien, y si tengo problemas enciendo la televisión y veo los programas de ofertas de sexo telefónico. Me relajan bastante. —¿Y no te interesan los de adivinación? —¿Para qué, si el futuro está perfectamente claro? —Por eso son buenos contra el insomnio. —Veo que hoy bienes de buen humor. ¡Me alegro, porque no hay nada más divertido que un Diablo feliz! —Yo no tengo motivos para estar enfadado o ser infeliz. Si las cosas van mal, ¡mejor para mí! Pero si van bien, ¡también convienen para mi futura redención! Es decir, que vayan como vayan, siempre son positivas para mí. —¡Se ve que eres una persona positiva! ¿Pero no es una contradicción? Se supone que el mal es negativo. —¡Se suponen tantas cosas equivocadas sobre el Diablo! —No creas que me he creído a pies juntillos todo lo que me has dicho hasta ahora. Hay cosas que no me encajan. Por cierto que ahora que has vuelto tienes que aclararme un dicho: ¿Por qué se dice que estamos hechos a imagen y semejaza de Dios? —Ya veo que vuelves a las andadas y no te conformas con saber lo que te conviene, también quieres saber lo que no te conviene. —No empecemos con moralinas desfasadas. ¡A buenas horas vienes tú con esas, después de todo lo que me has dicho sobre la realidad y Dios! Dime lo que sepas y olvídate de mi salvación, que eso es cosa mía. —Entonces vayamos por partes. Dime, ¿qué eres tú? —¿Yo? ¡Una persona, desde luego! —¡No eres nada! —¡No es necesario hacerme de menos! Ya sé que soy más ignorante que tú, y por esa razón debo de ser más malo, pero puesto que tengo voluntad de saber, creo que a pesar de todo me salvaré. —No, si no es por hacerte de menos, ¡es que no eres nada! ¡Ni yo, ni Dios, ni el universo, éste y todos los posibles! —¿De vueltas otra vez con la dichosa nada? Ya no estoy interesado en saber nada sobre este asunto, con que responde a mi pregunta inicial, ¡pero no con otra pregunta! —Es que es verdad, ¡no somos nada! —Bueno, cuando vaya al cine la próxima vez no pienso pagar entrada, ¡porque a fin de cuentas no ocupare ninguna butaca, porque no soy nada! —Tómatelo a broma si quieres, pero sigo insistiendo que no somos nada. ¡Nada más que apariencias! —¿Y lo aparente no es nada? —¡Exacto! —¡Ya empezamos otra vez con tus enredos filosóficos endiablados! —Si lo aparente fuera algo consistente no sería aparente, ¿o es que no está clara la expresión «apariencia»? —¡Juegas con el lenguaje! —No, el lenguaje juega con nosotros, ¡que no es lo mismo! Pero su significado es literal y no está errado: ¡lo que vemos no son más que apariencias! —Y ¿qué es entonces lo sustancial? —No hay tal sustancia, sólo hay apariencia de sustancia. Lo que vemos consiste en algo, pero no es algo sustancial, o si lo prefieres, material. —Si te refieres a la estructura atómica de la materia… —¡Pero que materia ni que ocho cuartos! ¡No existe tal materia! —¡Eres exasperante! ¿Es que pretendes negarlo todo, hasta lo que es evidente? —Lo evidente es tan sólo lo que se ve, pero no nos dice en qué consiste. —¡Dímelo tú! —¡No consiste en nada, ya te lo he dicho! —Entonces tú y yo somos dos fantasmas; una ilusión de la mente; un sueño. Incluso podríamos decir que una revelación. —¡Vas por buen camino! —Envía tu teoría a la Academia de las Ciencias, ¡seguro que les encantará! —Los científicos no saben de la misa la mitad. —¡Y tú te la sabes hasta en latín! —Me alegra que no pierdas tu sentido del humor. Según como se mire la realidad es para morirse de risa, pero si lo vemos con apego por lo mundano es de pena, ¡una gran decepción! —La verdad es que me estas empezando a inquietar. Si no somos nada y provenimos de la nada, no sólo seguimos en ella sino que volveremos a ella, ¡porque nunca hemos sido nada más que meras apariencias! ¿No es así? —Tu razonamiento es extr