
NOVELA
La extraña
JAIME DESPREE
A Ludmila Morozova y a su hija Tanya ,
que me inspiraron esta novela
“Una esperanza un huerto un páramo
una migaja entre dos hambres
el amor es campo minado
un jubileo de la sangre”
Mario Benedetti
Toni (Madrid, España)
Toni deambulaba ocioso por el concesionario de automóviles de lujo contemplándose a ratos en los amplios espejos de la pared. Momento que aprovechaba para ponerse bien el nudo de la corbata, contemplar su perfil «bueno», tratando de recordar qué día tenía hora con el dentista para terminar de hacer los empastes, estudiar si la americana l
sentab//a mejor abotonada o abierta y recordarle a su mujer que no volvería a ponerse aquella camisa rosa, pese a que ella se empeñase en que le sentaba bien. «Diga Olga lo que diga, las camisas rosas son para afeminados», pensaba de forma rutinaria y reiterativa sin darle mayor importancia. Él las prefería de color azul o blancas. Tal vez Olga le considerase, en efecto, algo afeminado y por eso le elegía aquellas camisas de color rosa.
—¿Qué hora es? —preguntó a su secretaria, sin molestarse en consultar su propio reloj.
—Faltan cinco minutos para las dos.
—Cierra y vamos a almorzar. No tardéis, que no me gusta almorzar solo...
—Descuida, llegamos en cinco minutos.
Toni traspasó la puerta automática del concesionario ysintió una bocanada de aire fresco, pero cargado de los olores nauseabundos del gas-oil quemado de los vehículos atascados frente a un semáforo. Un taxista hacía sonar la bocina e increpaba a una mujer que conducía un utilitario: «¡Oye, guapa, que esto no es la procesión de Semana Santa! A ver si nos despabilamos o no salimos de aquí en toda la mañana!». Toni contemplaba la escena pero no sentía ninguna lástima por la chica ya sudorosa al volante del utilitario porque no era nadie, con aquella coleta insignificante sujeta con un elástico de color fósforo y una rebeca gris de la que intentaba librarse inútilmente entre un caos de brazos, cinturón de seguridad y palanc
decambio. Estaba de acuerdo que aquel taxista era un cretino. Tenía un aire provinciano: camisa de rayas, desabrochada, bigote insignificante y mal cuidado, unas gafas de vista cansada atadas con un cordón negro sobre una prominente barriga casi despreciable por descuidada. Parecía que se hubiera desarrollado pegado al asiento hasta que la barriga se ajustaba milimétricamente al volante gastado, cuyos únicos movimientos, como si se tratara de un parapléjico sobre su silla de ruedas, consistían en manejar el cambio de marchas, pulsar el botón del taxímetro y, no sin dificultad, girarse para entregar el cambio al cliente exasperado por los extras imprevistos que aparecían súbitamente en grandes números fósforo naranja del taxímetro. A pesar de todo, era probable que el cliente le diera los últimos céntimos de propina, como si temiera que el taxista fuera a contar a todo el mundo que no debía andar muy bien económicamente cuando ni siquiera daba propina a los taxistas.
Toni se sentía reconfortado por no tener otra cosa que hacer que cruzar la calle, sentarse en el restaurante y esperar a que el camarero le mostrase la carta. Le tenía sin cuidado lo que pudiera suceder a su alrededor, era la primera vez en toda la mañana que sabía lo que tenía que hacer y que podría hacerlo con cierta autoridad y sin temor a equivocarse.
Un trabajo sin alicientes
—¿Quiere sentarse aquí, don Antonio?
El viejo camarero insistía en llamarle «don Antonio» a pesar de que en varias ocasiones le había tratado de argumentar, lleno de beatífica paciencia, que prefería que le llamara Toni, como hacía casi todo el mundo, porque no se creía ni con la edad ni con la posición como para que fuera tratado de don, y mucho menos por su propio nombre que secretamente detestaba, de ahí su complacencia por el diminutivo Toni, que seguramente conservaría incluso cuando fuera un anciano, como Toni Curtis, o Toni Graciosa, o tantos otros que seguramente detestaban el nombre de Antonio.
—Sí, don Antonio... Comprendo don Antonio —pero el viejo camarero había sido educado para tratar de usted a cualquiera a quien estuviera sirviendo, y siguió llamándolo así pese a sus gestos de desagrado y reducir considerablemente la cuantía de sus propinas.
—Don Antonio: ¿lenguado? Está muy fresco y ya sabe cómo lo prepara Jacinto. ¿Una ensalada o gazpacho? Hoy es un día de verano, eh, y estamos en mayo. ¿Está bien aquí o prefiere junto a la ventana? Este verano será calentito. No si lo del calentamiento ese será verdad... Entonces: ¿lenguado?
—Espera a que lleguen Juan y Concha. No sé lo que querrán.
—Bueno, aquí le dejo un aperitivo para que vaya picando ¿Vino blanco? ¿Le gustan las agujas? Sí, claro... ¿O prefiere unas gambas?
—Lo que sea, pon lo que sea —dejó su americana cuidadosamente colocada sobre las hombreras en el respaldo de la silla, y volvió a percatarse del afeminado color de su camisa rosa, impecablemente limpia y planchada, que aún conserva el áspero y desagradable olor del detergente, y se sintió incómodo, violento, como si se hubiera desnudado y no se encontrara ningún vestigio de algún órgano que pudiera identificarle como género. No es que se sintiera afeminado con aquella brillante camisa rosa sino que se sentía neutro, asexuado, confundido, tal vez lo que era y sólo su mujer sabía interpretarlo y proponer la vestimenta adecuada. Juan le sacó de sus angustiosa sensación de castrado:
—¿Has pedido ya?
—No, os estaba esperando. ¿Dónde está Concha?
—Tenía una llamada de última hora, pero está al llegar.
Al cabo de unos instantes entró Concha con una misteriosa expresión de Gioconda.
—Ha llamado Olga...
—¿Olga? —Toni no quería que su mujer le llamara al trabajo. El concesionario era su pequeño refugio, su recinto amurallado donde ejercía una especie de virreinato. Se sentía como el cacique del señor Serrano. Puede que no estuviera muy bien considerado, no sin razón, pero exigía que respetaran su estatus y le permitieran ejercerlo con cierta autoridad. Juan y Concha eran sus subordinados, los únicos que justifican su presencia, los necesitaba pero ignorantes. No debían sospechar sus tensas relaciones con la familia Serrano, incluida su propia esposa, Olga Serrano. Él no estaba allí sólo para vender coches de lujo sino para reinar y ellos eran sus únicos súbditos. ¿Cómo permitirles que dudaran de la autoridad que le inducía el parentesco? Les gustara o no a los Serrano, él era parte de la familia y aquellos empleados debían oír a través de sus oídos y ver a través de sus ojos. No debían tener ideas propias sobre su relación familiar con su suegro, dueño del concesionario; tenían que verlas como él quería que las vieran. Por tanto, cualquier imprudencia, una frase equívoca, una expresión que se prestara a varias interpretaciones podía cambiar esta relación y, sin saberlo, hasta podrían estar mofándose de él a sus espaldas. Sus empleados debían estar al margen de su vida personal y creer todo aquello que él mismo les quisiera contar sobre sus asuntos familiares.
—Le he dicho que estabas aquí y que te llame al móvil.
Les permitía que le tutearan por la misma razón que les obligó a llamarle Toni. ¿Qué sentido tendría llamarle señor Toni? Si le llamaban con el diminutivo familiar de Toni, como él mismo les había pedido, no cabía otra posibilidad que tutearle. Pero era una exigencia de cortesía que nada tenía que ver con el respeto que le debían. Podría ser Toni y no ser adecuado anteponer el señor, pero ¡él era un señor!
Antes de que pudiera interesarse por el motivo de su llamada, sintió la vibración del móvil golpeando el respaldo de la silla. Resignado, controlando un gesto de contrariedad porque por nada del mundo quisiera dar a entender ante sus empleados que su mujer, Olga Serrano, única hija de don Francisco Serrano, era una molestia, pulsó el botón de respuesta después de comprobar que era el número de su mujer.
—Dime, Olga... ¿Los niños, yo?... ¿Por qué no puedes recogerlos tú?.. ¿Otra vez? Bueno, está bien, los recogeré yo... Sí, a las cinco... Estaré allí, puedes estar tranquila... Adiós... Un beso... Sí, tranquila... Adiós.
Colgó el teléfono como si no se hubiera producido aquella llamada, porque como había dicho mil veces, el trabajo no era un lugar para tratar asuntos personales. Pero Olga, como siempre, tenía sus propias ideas. ¡Era como su padre!
Pilar se preguntaba por qué no decir simplemente: «tengo que recoger mis hijos en el colegio» en lugar de «tengo un compromiso ineludible». De esta manera perdía a sus ojos la poca humanidad que aún pudiera quedarle al protegerse estúpidamente y considerar a aquellas pobres criaturas como un «compromiso». Si algún día ella tuviera hijos ¡jamás diría una cosa así ni aunque tuviera una cita con el mismo rey de España!
Toni intentaba relajarse y paladear la mousse de chocolate sin que se le agriara rápidamente en el estómago, porque eso podría significar que estaba ya en proceso de ulceración y pronto descubriría con horror que sus temores habían sido justificados: ¡el viejo habría acabado por arruinar su salud!
Tiró la servilleta contra el pulcro mantel rosa como si estuviera a punto de renunciar a algo importante, aun cuando sólo era una forma de dar a entender que la comida había finalizado. Solía hacerlo con bastante frecuencia porque era raro el almuerzo que no terminaba con alguna forma de crítica contra su suegro y, por tanto, con aquel airado gesto. Pidió la cuenta, pero evitó al viejo camarero porque estaba harto de tratar inútilmente que no le hiciera sentirse viejo y se levantó pesadamente convencido de que no tardaría ni cinco minutos en tener acidez de estómago.
Tania (Un país de la ex-Unión Soviética)
Tatnia, profesora de la escuela Municipal de Música, no era capaz de poner orden en la pequeña revolución infantil causada por la inoportuna rotura de la quinta cuerda del violín de la pequeña Elena Tcharina.
—¡No os riáis! No debemos reírnos de las desgracias de los demás.—llaó a la pequeña Elena que todavía gimoteaba frotándose la nariz, la sentó sobre sus rodillas y trató de consolarla:
—Hasta al gran Nicolo Paganini debió de sucederle alguna vez que una cuerda de su violín le golpeara la nariz. Bueno, vamos a ver, ¿tienes una cuerda de repuesto?
—Lo siento señorita Ivanova, pero no tengo. Ya se lo dije a mi papá, que me comprara un juego de cuerdas de recambio, pero me dijo: «Elena, ándate con cuidado y no rompas ninguna cuerda del violín que no estamos para muchos gastos». Por eso lloraba, señorita Ivanova, no porque me dolía la nariz. Lloraba porque mi papá se enfadará conmigo, después de haberme avisado. Pero yo he tenido cuidado, no sé cómo ha podido suceder...
—Bueno, supongo que encontraremos alguna por aquí. Déjame buscar... Pero no te preocupes, tu papá no sabrá nunca que se ha roto la cuerda de tu violín, ¿de acuerdo? Así es que ya no tienes por qué llorar.
Tania Ivanova permaneció unos instantes con la pequeña Elena sobre sus rodillas sumida en un incontrolable arrebato de ira contenida contra los políticos que gobernaban el país o quien fuera responsable de aquella penosa situación: ¿Cómo era posible que en sólo unos años los padres ya no podían comprar ni cuerdas para los violines de sus hijos? ¿Qué estaba ocurriendo en su país? ¿Eso era lo que nos traería el famoso capitalismo que tanto aclaman en América o en Europa? ¿Cómo se había llegado a esta situación cuando tan sólo diez años antes hasta los instrumentos los facilitaba el Estado, incluidas docenas de cuerdas para que nunca una niña tuviera que llorar por haber roto la cuerda de su violín? Pero no sabía la razón. Ella era profesora de música, no economista y no estaba en su mano solucionarlo, así es que volvió a recuperar su habitual buen humor y la fortaleza propia de una maestra, y, tras cambiar la cuerda del violín de la pequeña Elena, pudo por fin terminar con cierta satisfacción un difícil pasaje de las «Danzas Húngaras», por lo que podría estar a punto para el festival infantil de fin de curso.
Reconfortada por el relativo éxito de los ensayos, Tania despedía a sus pequeños alumnos, nombrandolos cada uno por su nombre de pila y apellido, mientras recogía las partituras dispersas en los atriles introduciéndolas en una carpeta con la rotulación: «Danzas Húngaras, J. Brahms»
—Adiós, Mila. No te olvides que mañana empezamos una hora antes.
—Sí, señorita. Hasta mañana.
—Ah, Piotr Schvabrin, recuerda a tu madre que mi hija Anechka asistirá a tu fiesta de cumpleaños.
—Sí, señorita Ivanova, se lo diré. Me alegra que venga. Anna es mi mejor amiga.
—Me alegro, ya sé que os entendéis muy bien. Ah, pero no esperes un gran regalo. Bueno, ya sabes cómo están las cosas, pero algo te llevará.
—No se preocupe, señorita Ivanova, mi papá me ha prometido un bonito regalo que compró cuando estuvo en la capital. Pero lo tiene bien escondido y ¡me muero de ganas por saber qué es!
—Seguro que te gustará. Por cierto, ya eres casi un hombre: ¿once añitos, no?
Piotr se avergonzó por tener que reconocer su edad porque tenía la sensación de que su estatura no se correspondía con los niños de su edad. Era por lo menos una cuarta más bajo de lo común. Tenía la estatura de una niña y, mirándolo con atención, incluso sus rasgos físicos eran tan suaves y delicados como los de una niña.
Tania acarició su rubia y abundante cabellera al tiempo que le regalaba una maternal sonrisa: «Es un pequeño genio este Piotr Schvabrin. ¡Ojalá no se malogre!», pensó con un gesto de melancolía.
Los niños fueron abandonando ordenadamente la clase de música hasta que Tania se quedó sola, terminando la rutinaria tarea de ordenar las sillas, los atriles y cerrando las vitrinas donde guardaba las partituras.
Cuando terminó, se sentó sobre el taburete del piano como si tratara de recuperarse de una súbita fatiga. Le pesaban las piernas y le dolían los pies, pero sobre todo sentía una incomprensible presión en las sienes, como si estuvieran a punto de estallar.
Apenas se desentendió de las preocupaciones propias de la clase se vio asaltada por un sinfín de cosas que requerían su urgente atención, además de pasar por el mercado y comprar algo para cenar. Absorta por estos pensamientos apenas vio a la severa figura de la directora María Ustinova que la hacía señas con su habitual autoridad desde el umbral de la puerta de su despacho:
—Tatiana Ivanova, por favor, venga un instante a mi despacho.
Tania se sobresaltó y otra vez sintió que le pesaban las piernas y las sienes parecían estallar.
—¿Ocurre algo, señora Ustinova?
—Entra Tania, es un minuto. No podemos hablar en el pasillo.
Tania siguió a la directora presintiendo que no iba a recibir buenas noticias. Sabía la forma en que la Ustinova preparaba a sus víctimas por su sospechosa amabilidad para invitarlas a entrar en su despacho, un cuartucho tan ennegrecido y abandonado como el resto de las dependencias de la escuela.
María Ustinova era, no obstante, una mujer de aspecto franco y profesional. Nadie podía decir de ella que ocultase malas intenciones contra ninguno de los profesores, a pesar que desde hacía años el ambiente no era precisamente cordial entre ellos, sobre todo por las crecientes necesidades y los cada vez más frecuentes recortes de sueldos y otros ingresos por primas o méritos académicos que eran tan frecuentes en el régimen anterior. Las pequeñas corruptelas eran ahora mucho más frecuentes y los padres, además de pagar por las clases de música, se veían obligados a dar propinas a los profesores para conseguir tratos de favor, sobre todo si sus hijos requerían alguna atención especial. Sin propinas nadie estaba dispuesto a salirse del programa oficial. No era por perversión, simplemente era la única forma de sobrevivir y se había llegado, con una silenciosa complicidad, a este estado de cosas tan indigno para sus propias reputaciones profesionales.
—Tania, siento tener que decirle que este año Anechka no podrá acogerse al programa de Chernovil, y no será invitada a viajar a Italia... Se ha hecho mayor, ya tiene once años y usted sabe que el programa termina a la edad de diez.
Tania sintió que un inesperado sofoco. Las piernas simplemente no las sentía y se ahogaba. Tomó aire, trató de respirar con profundidad hasta llenar de aire los pulmones y lo expulsó lentamente y con resignación.
—¡Pero señora Ustinovna, si mi hija no puede ir este año a Italia yo tampoco podré salir de gira con la orquesta!
—Tania, querida, Anya ya no es una niña y hay otros niños que también lo necesitan. Anechka ha estado viajando cada año desde que tenía cinco añitos. La Comisión ha creído que ya es suficiente...
—Pero usted sabe que no tengo con quién dejarla... —insistió Tania, más como desahogo que tratando de ablandar a la Comisión, porque sabía que una vez tomada una decisión, en ese país todo el mundo la respetaban—. Ya sabe que la abuela se rompió la cadera y no levanta cabeza. Cada día tengo que atenderla yo misma porque casi no puede hacer las cosas de la casa y mucho menos ir al mercado.
—Podrías enviarla con tu hermana. ¿Y tu hermano Nikolai? ¿No podría quedarse con él?
—No sé, tal vez... Entonces... —preguntó Tania para concluir y evitarle mayores explicaciones a la directora—, ¿no hay ninguna posibilidad de que pueda ir?
—Ninguna...
—Bueno, será mejor que empiece a pensar qué hacer con ella este verano... —se levantó apoyándose pesadamente en los brazos metálicos del sillón de oficina de la época comunista, y se despidió haciendo un breve gesto de resignación—. Sí, se está haciendo mayor. Tengo que ir haciéndome a la idea que ya no es una niña.
—Hasta mañana, Tania. Espero que lo resuelvas. Dale un beso a la pequeña Anya de mi parte.
Eran tantas las necesidades de la mayoría de las familias de los profesores que la directora había adquirido cierta profesionalidad para comunicar ese tipo de noticias y saber ponerles el adecuado final, intentando no dramatizar más de lo necesario.
—Hasta mañana. Sí, se lo daré de su parte.
Ni la directora ni ella mencionaron al padre de Tania, porque era evidente que nada podría hacer después de su segundo matrimonio del que ya habían nacido tres hijos y el último apenas tenía unos meses. Dadas las circunstancias era probable que lo estuvieran pasando mucho peor que ella misma.
—Por cierto, Tania, me han dicho que has tomado de la escuela una cuerda de violín para la pequeña Elena Tcharina. No te olvides de ponérselo en su nota de extras de este mes. Ya sabes cómo están las cosas en la escuela.
—Ah, la cuerda. No, lo pagaré yo. Ha sido por mi culpa…
—Está bien, lo pondremos en tus gastos… Adiós, Tania, hasta mañana.
—Sí, hasta mañana...
Tania abandonó el despacho aturdida y, antes de salir a la calle se dirigió al aseo para refrescarse la cara y beber agua porque le ardía la frente y tenía los labios resecos.
Al menos el día era luminoso y parecía que por fin se abría paso tímidamente una primavera que a veces llegaba demasiado tarde, pasando bruscamente a un clima extremadamente caluroso y húmedo.
Los abedules del parquecillo situado frente a la escuela, donde se erigía un olvidado monumento a la mujer trabajadora de los tiempos de Lenin, habían brotado por primera vez, anticipando el florecimiento de la inminente primavera. Ya no había oscuras y densas nubes grises, apelmazadas sobre un cielo gélido sino jirones de nimbos blancos y en permanente cambio de forma y densidad, hasta desaparecer fundidos por el sol que empezaba a calentar anticipando el verano. Tania se sentía incómoda en su grueso abrigo de piel y no sabía dónde poner el innecesario gorro, que acabó mal colocado en la bolsa de plástico que estaba destinada a las compras en el mercado. Sus alumnos abandonaban la escuela rebelándose contra sus gruesas prendas de invierno, y salían gritando agitando en el aire abrigos enguatados de vistosos colores, gorros de lana y gruesas manoplas que se ataban torpemente a la cintura.
Tania se detuvo unos instantes para charlar con alguna de las madres de sus alumnos que se esforzaban inútilmente en que sus hijos volvieran a cubrirse con sus abrigos. Por el contrario, acababan haciéndose cargo de ellos mientras los críos correteaban libres y mucho más ligeros por los jardincillos. Tania intercambiaba rutinarias apreciaciones sobre las mil cosas que preocupaban a las madres.
—Mire señorita, verdaderamente es una pena, pero el año que viene nuestro Vania no podrá seguir dando clases de música...
—¡Pero si es uno de mis mejores alumnos!
—No es eso, y usted tiene que entenderlo. Van a cerrar el hotel y me quedaré sin empleo y con lo que gana mi marido, ¿cómo podremos permitirnos este lujo?
—Pero no es un lujo! El pequeño Vania puede llegar a ser un gran músico.
—Verá, señorita, yo sé que usted lo dice con buena intención, pero estos son otros tiempos: ¿cree usted que hoy un músico puede ganarse la vida en este país? ¡No, claro que no! Queremos que Vania estudie algo más práctico, algo que esté bien pagado y solicitado, como abogado o periodista... Porque, la verdad, y entre nosotras, ¿qué carrera puede hacer un músico en estos tiempos, eh? No se lo tome a mal, ya sabe que la apreciamos, pero mírese usted misma, es una excelente profesora y ¿cuanto gana?: ¡doscientos mil rublos! Tal vez trescientos mil. ¿Y qué se puede hacer en estos tiempos con trescientos mil rublos? No llega ni para poner carne en la mesa una vez a la semana. No, mi marido y yo estamos de acuerdo en enviar a Vania a la capital para que estudie algo que le sirva para el futuro...
Tania estaba intentando interrumpir a la mujer en varias ocasiones, pero en el fondo se sentía incapaz de rebatir sus argumentos, sobre todo porque apenas terminara aquella rutinaria conversación ella misma tendría que pasar por el mercado y sufrir las consecuencias.
—Será una pena, Vania tiene capacidad y carácter, y sobre todo, una gran sensibilidad para la música. Pero ustedes verán yo sólo digo que ¿dónde iremos a parar si las escuelas de música de este país se quedan sin alumnos? No quiero ni pensarlo. ¡Ese sería el día más triste para nuestro país!
—Sí, lleva usted toda la razón. A nosotros nos hubiera gustado que nuestro Vania hubiera sido un buen violinista, como lo fue su abuelo y su tatarabuelo, que llegó a tocar en la orquesta sinfónica de Moscú para el mismo Zar Alejandro. Pero estos son otros tiempos... —puso su mano sobre el brazo de Tania, cambiando con ella una triste mirada de resignación, tratando de dar a entender que debían terminar aquella conversación. Llamó casi a gritos al pequeño Vania y obligándole a ponerse de nuevo el grueso abrigo enguatado, se despidieron de ella con la habitual cortesía de costumbre:
—Bueno, tengo que irme... Cuídese mucho, y déle un beso a la pequeña Anyuta. Adiós.
Tania les despidió con una generosa sonrisa, y vio cómo se alejaban por el otro lado de los jardincillos hacia su sencillas viviendas del Grupo Manirouski, en una de las orillas del río que atravesaba la ciudad.
Todavía absorta en las poco esperanzadoras previsiones de la madre de Vania sobre el futuro de la enseñanza musical en su país, le vino a la mente el encargo de saludar a su hija de su parte y recordó de pronto las palabras de la directora: «Tania, querida, Anna ya no es una niña». Entonces, ¿ya no era su pequeña Anya? ¡Ya tenía once años! Hablaba con juicio, razonaba sobre mil cosas que ni ella misma podía entender y hacía las tareas de la casa casi con más efectividad que ella misma. De pronto se hizo una inesperada pregunta porque esa era la primera vez que se la hacía: ¿Y ella? ¿Habría dejado de ser la joven Tania? ¿Se habría hecho también mayor sin apenas darse cuenta? ¡Ni siquiera había cumplido los cuarenta años y ya tenía una hija adolescente, a la que ya no podían incluir en programas de vacaciones para niños! Súbitamente se dio cuenta de que se había descuidado de algo sumamente importante: de ella misma, y se llevó la mano a la mejilla como si por primera vez descubriera su propia imagen y se preguntara si aquella no sería la misma Tania que por costumbre y despreocupación creía ser; si era joven o vieja; guapa o fea. Ya no estaba segura ni del tono de sus cabellos por lo que sintió una imperiosa necesidad de contemplarse inmediatamente ante un espejo.
Olga: La mujer de Toni
Olga Serrano estaba inquieta, pero no más que otras veces cuando aceptaba las enigmáticas citas propiciadas por Tita Suárez en el ABC de Serrano. ¿Por qué aceptaba? ¿Y por qué no? «A estas alturas de la civilización —se decía a sí misma convencida de utilizar argumentos incuestionables, tal y como los había escuchado en las noticias de la televisión—, con guerras por todas partes, amenazas terroristas donde nunca se hubiera podido sospechar, personajes tan monstruosos como ese moro de Ben Laden dispuesto a terminar con todo lo decente y ordenado de la civilización —de la que sin duda ella formaba parte en un destacado lugar—: ¿dónde está la diferencia entre el bien y el mal? ¿Cómo no aprovechar la mínima oportunidad para sacarle a la vida el mayor jugo posible? En tiempos de papá —insistía dejando a un lado los telediarios y echando mano de reflexiones escuchadas en su propia familia—, las cosas estaban más claras, al menos en este país. Había más seguridad y menos desconcierto. Porque sin orden ni seguridad, ¿cómo puede funcionar la sociedad? Si todos se han vuelto locos, ¡por qué voy yo a ser la única cuerda!».
Ensimismada en estos tranquilizadores argumentos, ni siquiera se había dado cuenta de que el aparcacoches estaba empezando a impacientarse porque no se decidía a salir del vehículo y ni siquiera se estaba retocando el maquillaje utilizando el retrovisor. ¿A qué esperaba para salir y darle las llaves? Pero Olga se esforzaba por terminar su sobresaltada reflexión con un veredicto exculpatorio antes de dar el siguiente paso y darle las llaves de su coche. Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y tomarse un poco más de tiempo para manejar otros argumentos en los que probablemente no había reparado. Por ejemplo: ¿Merecía Toni que le pusiera los cuernos? ¿Se enterarían sus hijos algún día de sus infidelidades y se lo recriminarían haciendo una piña con el padre y la repudiarían como a una madre despreciable e irresponsable?
—Señora, ¿va a dejar el coche o no? Está impidiendo el paso y la gente se pone nerviosa.
—Disculpa, chico; sí, toma, apárcalo
—¿Cuánto tiempo estará?
—¿Cuánto? —de pronto se dio cuenta de que ella no había tomado todavía ninguna decisión y ya tenía que contestar una complicada y comprometida pregunta. Siempre era así: ella ponía su mejor voluntad en hacer las cosas de forma razonable pero siempre sucedía algo inesperado que le obligaba a tomar decisiones casi de forma atolondrada. Entonces ella no era culpable, la culpa era de las prisas, de la forma de vivir de esa ciudad que ella respetaba y apreciaba y que sólo tenía el inconveniente de impedir que pudiera tomar las decisiones de forma algo más reflexiva.
—No sé, puede que unos minutos o toda la tarde. ¡Qué sé yo! —no iba a decirle más detalles a un simple aparcacoches sobre aquella cita a ciegas con un hombre que, además, no era español. Como siempre, importaba muy poco su opinión porque acudía presionada por las circunstancias, es decir, por la prisas y también presionada por su amiga, Tita Suárez, que la había preparado. Y mucho menos tratar de hacerle comprender la lógica de esas circunstancias tan poco usuales. Las citas a ciegas suelen durar un tiempo de cortesía, es decir, el tiempo para asimilar el desengaño o la decepción dadas las circunstancias y la exigida buena educación. Como mínimo debía durar lo que durase tomarse una copa y concluir con alguna pequeña disertación sobre el tiempo, un acontecimiento social relevante, como una boda entre la realeza europea o entre alguna familia de cierta posición social distinguida; una jugada importante en algún deporte de moda —casi siempre tenis, porque era el deporte que seguía con más asiduidad—, o alguna anécdota relacionada con aquella misma cita.
—Por lo menos media hora —dijo después de calcular el tiempo necesario para asimilar un nuevo desengaño. Sobre lo precipitado de su decisión encontró un buen argumento mientras subía por las escaleras del aparcamiento: Olga creía en el destino—. «No se puede ir en contra del destino» —pensó cuando ya estaba caminando despreocupada por el amplio salón de la galería comercial de la planta baja.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó casi inconsciente parándose bruscamente ante el escaparate de una lujosa tienda de una franquicia de moda— ¡Yo no me pondría nunca una cosa así! ¿Es que se han vuelto locos? ¡Qué mamarrachada de vestido! Voy a terminar por no saber qué ponerme... —agitó furiosa la mano con un gesto despectivo hacia la tienda, el vestido y quién lo hubiera diseñado, y prosiguió su marcha hacia la cafetería sin dejar de valorar a través de una minuciosa contemplación del resto de los escaparates si aquella supuesta mamarrachada no sería la moda de esa primavera o si sólo era una excentricidad propia de esa franquicia desquiciada. Pero apenas tuvo tiempo de terminar su reflexión, como siempre la salvaron las prisas de una ciudad que respetaba y defendía.
—Olga, hija, ¡ya era hora! Llevo aquí más de media hora y sabes que detesto que me vean sola, ¡qué pensarán!
Olga desplegó una beatífica sonrisa, tan amplia como estudiada e insulsa, porque apenas era capaz de concentrarse en las recriminaciones de su amiga. Con un estudiado gesto consistente en balancear su sedoso cabello de un lado a otro como para desenredarlo mientras se desabrochaba el abrigo, fue recorriendo con la vista los clientes por si estaba entre ellos el hombre que Tita le habría preparado. Pero por alguna razón comprendió de forma instintiva que su cita probablemente había fallado.
—No me pones atención, Olguita. Ven, vamos a sentarnos. Sabes que no me gusta sentarme sola y no soporto las barras. ¡Se te pegan los tíos como las moscas a la miel!
Por fin Olga se percató de que Tita estaba allí, tratando de darle alguna excusa para la que no bastarían con dos o tres explicaciones, como: «¡Ay, chica, ese tío era un pelma!», o tal vez: «¡Qué le vamos a hacer, los tíos casi nunca cumplen lo que prometen!», o incluso: «¡Va, olvídate, después de todo no era tan guapo como me había parecido en un primer vistazo!». No era eso, había más razones y necesitaba tiempo. Suerte que le dijo al aparcacoches que estaría por lo menos media hora.
—No, no lo busques que no está aquí. Pero tranquila que vendrá.
Olga se sobresaltó. Por estúpido que pareciera ya se había hecho a la idea del fracaso, que ella lo interpretaba como un éxito del destino en quien ella creía con fe casi religiosa. Además, ya había hecho planes para consolarse de aquella gozosa decepción regresando otra vez a aquella extravagante franquicia para probarse aquella mamarrachada de vestido. Comprar ropa que nunca llegaría a usar era una forma de desahogarse porque le reconfortaba la idea de que, a pesar de las contrariedades, era suficientemente rica como para podérselo permitir, mientras que otras no sólo se llevan el desengaño sino que no estaban en condiciones de desahogarse con la vendedora de una boutique.
—¡Ay, hija! —dijo por fin con una expresión de gran serenidad que no se correspondía con lo que iba a decir—, perdona que te lo diga y no te lo tomes a mal, pero ¡te has vestido como una puta!
Tita Suárez tenía la virtud de parecer una prostituta, vistiese la ropa que vistiese, pero mucho más si vestía una blusa roja escotada dejando al descubierto una piel extremadamente quemada por los rayos uva, haciendo que se adivinaran unos senos flácidos y moteados de pecas oscuras y abundantes, con un pañuelo de seda negro ajustado al cuello como la cuerda de un ahorcado, una minifalda verde pradera incapaz de situarse a la altura prevista de los muslos abotargados a la altura de las rodillas, y unas botas de piel blancas de media caña, casi hasta la rodilla, le daban un inequívoco aspecto de prostituta, al menos de acuerdo a las vestimentas que suelen ser habituales en los bares de alterne. Tanto Tita Suárez como Olga Serrano sabían muy bien que las mejores prostitutas, las más solicitadas, nunca vestían de forma tan extremada un día de diario a las cinco de la tarde en una cafetería de la calle Serrano. Entonces, ¿por qué Tita vestía como una prostituta de esas que hay en los bares de alterne?
—Mira, ¡no me jodas, guapa! —dijo Tita sin la menor acritud ni enfado—, ¡ya se ve que tú no conoces a los tíos! Hay que enseñar la mercancía, ¡sobre todo mientras se pueda!
Hablaba mordisqueando un cigarro y exhalando a intervalos nada regulares bocanadas de humo que la obligaban a cerrar los ojos hasta hacerlos llorar, mientras se golpeaba disimuladamente la cadera, sin dejar de aprovechar para estirar inútilmente la falda que se atascaba en las abultadas cartucheras.
—Podrías ser un poco menos directa, ¿no?
—Cuando cumplas los cincuenta como yo no te andarás con tantos remilgos.
—¡Aún me queda, mujer!
—Vamos, Olguita, baja del guindo que sólo se vive una vez, y las mujeres media. ¿Cuánto crees que nos durará el chollo? Dentro de nada seremos invisibles y nos joderemos porque no nos querrá ni Dios. Es muy triste pero es la verdad, así es que luce el palmito mientras puedas, hija, y déjate de monsergas.
—Tampoco es una obligación tener que ligar.
—¡Pero bueno —protestó Tita—, no me digas que te han venido ya los sofocos! ¿Es que ya no te pica nada? Y perdona la grosería...
Olga no sabía de qué estaba hablando Tita, pero la divertía. Ésa era la única razón para soportar a una amiga que inevitablemente la ponía en evidencia. Se divertía y ¡era tan difícil divertirse en esos tiempos en Madrid! Tenía la cualidad de ser grosera pero con naturalidad. De la misma forma que una monja piadosa sólo habla de Dios, ella sólo hablaba de sexo, como si se tratara de una hembra en celo acosada por decenas de machos embravecidos en medio de una pradera sin otra salida que acceder a que todos se agotaran copulado con ella hasta la extenuación. Pero lo cierto es que hacía ya muchos años que ningún hombre había pasado de mostrarse burlonamente cruel de su pantomima erótica. Finalmente había llegado a un acuerdo con su propia decrepitud: se conformaba con que soportaran su compañía y le dijeran unas cuantas groserías obscenas que la hicieran sentirse todavía deseable.
Por su parte Olga simplemente utilizaba a los hombres como si se trataran de alguna forma nueva de inspectores de atracción femenina, o más concretamente, control de juventud y lozanía. Mientras se sintiera deseada todo iba bien. Se martirizaba a diario examinando con sobresalto cada uno de los pliegues de su piel, cada nuevo rictus que pudiera degenerar y desfigurar su rostro con alguna profunda arruga, con las pequeñas estrías amenazando celulitis, la sospechosa flacidez de los senos o las venas que se marcaban algo descarnadas en el cuello, cada vez con más agresividad, cuando bajaba la cabeza. Por eso había tomado la firme resolución de vigilar sus gestos y muecas, tratar de mantener una expresión lo más estática y relajada posible, lo que le hacía parecer una mujer inexpresiva y como ausente, pero era parte de una estrategia recomendada por su esteticien. Por la misma razón la cabeza debería de permanecer siempre lo más erguida posible para evitar que aparecieran esas feas venas descarnadas, lo que le parecía un inconveniente porque sus amigas empezaban a considerarla una persona altiva, hasta soberbia. ¡Y todo por mantenerse joven el mayor tiempo posible! Por tanto, aquellos encuentros no eran sino la prueba o la refutación de que sus extremos cuidados, que reducían considerablemente su círculo de amistades, no eran inútiles. Sobre el sexo no tenía una idea muy definida. Ni lo buscaba ni lo rechazaba; ni le atraía ni le repulsaba. Todo dependía del destino y eso escapaba a sus juicios y valoraciones.
—Bueno, entonces, ¿qué pasa con esos tíos? ¿Vienen o no vienen? Oye, ya sabes que yo no quiero que piensen que ando salida como tú. Porque no es verdad. Al menos Toni cuando quiere cumple en la cama... —lo dijo sin convicción, como quien no sabe disimular una mentira.
Tita dejó escapar una sarcástica carcajada que terminó provocándole una tos estentórea propia de los fumadores empedernidos. Otra vez los ojos le lloraban amenazando destrozar el maquillaje.
—Vamos, hija ¡qué sabrás tú lo que es cumplir en la cama!
—Bueno, dejemos eso. Cada uno hace el amor a su manera. Es un asunto muy personal.
—El día que conozcas un hombre de verdad sabrás lo que es cumplir en la cama.
—¿Es que Toni no es un hombre?
—¡No!
—Hablas como si te hubieses acostado con él.
—¡No podría!, y no porque sea el marido de mi mejor amiga. No, no es por eso... —Tita hubiera disfrutado enumerando cada una de las razones que descalificaban la posible hombría de Toni, pero su satisfacción personal de hablar de lo que más le excitaba, las cualidades masculinas, sea para ensalzarlas o humillarlas —prefería ensalzarlas—, haría peligrar aquella amistad que Tita necesitaba para su propia seguridad. Olga ponía freno a sus delirantes fantasías eróticas y evitaba que se pusiera en evidencia a los cinco minutos de una relación. Si Olga se divertía con ella, Tita se refugiaba en ella.
—Bueno, hija, no sé por qué hablamos de esas cosas. Tú sabrás si es bueno o malo, pero estás aquí por algo, ¿no?
Olga intentó responder volviendo a reconstruir algunos de los razonamientos que había estado utilizando minutos antes, pero una vez más las circunstancias, o el destino como ella prefería llamarlo, vino en su ayuda. Por una de las galerías comerciales se acercaron dos hombres pulcramente vestidos con sendos trajes de marca en tonos oscuros, casi negros, que provocaron una súbita alteración en Olga. Aun cuando Tita no le había hablado todavía de ellos sabía que uno de aquellos dos hombres, con aspecto de escoltas o porteros de discoteca de lujo que se acercaban a ellas, era el de su cita.
—¡Hola, cielo! —saludó Tita Suárez al hombre que parecía conocer mejor, como si fuera el maullido de una gata en celo.
—¡Hola, encanto. Deja que te mire! —la cogió por las manos, acorazadas por multitud de anillos de plata, que representaban ninfas retorcidas y máscaras satánicas, y la repasó con la mirada de arriba abajo como la madre que controla el uniforme de su hija antes de salir para el colegio, es decir, sin el mínimo deseo. Tita, sin embargo, se sintió desnudada por aquella mirada y trató de ocultar púdicamente algún punto imaginario de su cuerpo descompuesto juntando las rodillas al tiempo que ladeaba histérica la cabeza buscando su lado más favorable—. ¡Preciosa! ¿Oye, no te has pasado un poco con la minifalda? —le preguntó pasando su mano de hombre ocioso entre la pierna y el dobladillo de su falda incrustada en la piel.
—¿A ti qué te parece, encanto? ¡Y las manos quietecitas, que luego van al pan!
A Olga la horrorizaba la vulgaridad de su amiga, pero al mismo tiempo la divertía y conseguía algo que no podía sentir si no era en aquellos inconfesables encuentros: la excitaba como no podía hacerlo su propio marido, por mucho que se esforzara. Era como aquellos programas de la televisión basura en que una pareja de escasa educación y que habitarían en algunos de los hacinados suburbios de Madrid, se recriminaban sus defectos, descubriendo desavenencias personales, intimidades inconfesables hasta reventar de ira y grosería en medio de una histeria colectiva que sólo podía controlar la autoridad indiscutible del moderador. La divertía, como algunos se divierten contemplando una pelea de gallos o de perros matándose a dentelladas rabiosas mientras tratan de evitar que les salpicara la sangre, o como se divierten contemplando las macabras escenas de las noticias sobre accidentes de tráfico, mujeres maltratadas o niñas violadas.
Olga permanecía fría e indiferente, pero no por la curiosidad que sentía por conocer aquel hombre de mediana edad con aspecto de portero de discoteca, que permanecía también en silencio a la espera de ser presentado, sino por consejo de su esteticien.
—¿Y este bombón que te acompaña? ¿Me la vas a presentar o tengo que hacerlo yo?
«Bombón» era más de lo que esperaba de un inspector de lozanía y juventud; era una exageración, pero no le desagradó, así es que le regaló una sonrisa que excedía sus precauciones estéticas.
—¡Tranquilo, majo, que tú vas conmigo! ¡Y no te pases! Te presento a Olga, la mejor amiga que tengo y, por cierto, que no le gusta el cachondeo, así es que menos guasa. ¿Y este sello de correos que no abre la boca, quién es? —Tita sintió una irresistible tentación de coger la mano del desconocido pero la frialdad acerada de su mirada le hizo sentirse violentamente rechazada, lo que provocó en ella una disimulada mueca de dolor, como si hubiese recibido una inesperada bofetada. Pero no se atrevió a censurar su frialdad porque inesperadamente un escalofrío recorrió su maltrecho cuerpo y sintió deseos de coger a Olga por el brazo y desaparecer lo antes posible de aquel lugar. Pero no se atrevió.
—Es Fedor Manieski, ¡o como se diga! Es un amiguete polaco. Nos conocimos en el gimnasio. Bueno, es mi monitor. Tócale los músculos y verás que no te miento. ¡Está hecho un mulo! No habla muy bien español, pero se defiende.
Tita prefería hombres simples, hasta groseros, pero sin pretensiones. Carrozas presentables, salidos o graciosos, pero nacionales. Que ella pudiera entender y con los que pudiera sintonizar. Hombres para hablar de cosas triviales, al ser posible obscenas. Charlatanes y alcahuetes. Que la toquetearan por todas partes. Esos le gustaban, pero ¿qué clase de hombre era ese tal Fiedor o como se llamara de mirada fría y cortante, inexpresivo, que le había hecho sentir una anciana y para quien todos sus desvelos y patrañas en su forma de vestir y de maquillarse resultaban tan ridículas? Desde que llegó miraba a Olga de forma casi obsesiva como si le estuviera haciendo una radiografía, y ella, tan inexpresiva como siempre, ni siquiera se había percatado de su peligrosa presencia. Tenían que salir de allí con cualquier excusa porque ese hombre podría ser peligroso. En realidad, para Tita todos los extranjeros eran peligrosos.
—¿Cómo está usted? —preguntó de pronto el polaco intentando estrechar la mano de Olga que permanecía sin vida sobre la mesa.
¿Yo? ¡Bien, claro...! —contestó Olga sobresaltada, y no supo que decir más porque no tenía ningún deseo de saber, a su vez, cómo estaba él. Es decir, por nada del mundo le contestaría aquella cursilería de: «Yo bien, gracias. ¿Y usted?»
—¡Qué formalismos! —interrumpió el amigo de Tita. Ésta se había quedado clavada en la silla y había perdido su grosero encanto de apenas unos instantes. El polaco la había exiliado de aquel lugar y Olga se había quedado sola frente a un inminente peligro.
Por fin el polaco dilató el rostro, esbozó una franca sonrisa, sacudió la cabeza y dejó entrever que su comportamiento no era muy natural porque se sentía cohibido.
—Perdón, yo no sabe muy mucho español. En mi país se dice «cómo está usted» para conocer otra gente... es costumbre.
A Olga le pareció aburridísimo estar con alguien que apenas hablaba español y que se presentaba diciendo: «Cómo está usted», así es que trató de insinuar a Tita que por ella la cita podía darse por concluida y que prefería probarse el horrible vestido de la franquicia excéntrica a seguir allí, con un hombre con modales del siglo pasado, musculoso y, además, ¡extranjero!
—Bueno, Tita, hija, me acabo de acordar que tengo que recoger a los niños en el colegio, así es que tengo poco tiempo. —Se volvió hacia el impasible polaco que no había entendido la impertinente excusa de Olga y le dijo con la misma afección que si estuviera hablando con el aparcacoches—. Ha sido un placer, pero me tengo que ir. ¿Vienes o te quedas, Tita?
Olga no tenía ni idea de lo que era la educación y los buenos modales porque ya en su estancia en el colegio de monjas de una conservadora ciudad serrana, había tenido tiempo sobrado de despreciar todo lo relacionado con buenos modales. Allí intentaron inculcárselos a golpe de crucifijo y de avemarías como si estuvieran recitando mantras a Hare Krishna. Aquellas severas monjas la habían hecho sentirse como una delincuente, una escoria, carne segura para la mesa de Lucifer, y por si fuera poco, reincidente. Y todo siendo la hija de un millonario, dueño de más de diez concesionarios de Mercedes en localidades próximas a Madrid. Lo que resultaba más humillante si cabía. Por si fuera poco, había tenido que compartir habitación con chicas de color, originarias de países que para ella eran tan impresentables como Guinea, Mauritania o Mozambique. Y todo porque el padre se empeñó en que debía aprobar el bachillerato a cualquier precio para después estudiar económicas.
«—Serás economista, te guste o no, porque hoy no se pueden llevar los negocios como cuando vivía Franco. Irás a un internado, y ¡ay de ti como suspendas!» —le había exigido el padre con autoridad fascista.
Aprobó, pero como la mayoría de las chicas del internado, a cambio de vetar para siempre cualquier intento de hacerle sentir algún sentimiento piadoso o trascendental, negar cualquier posibilidad de la existencia de Dios, despreciar la virtud, la modestia, la indulgencia o la caridad. Que dejara de fumar o sintiera compasión por nadie que no conociera, incluidos los animales, a los que detestaba. Y, por supuesto, intentar que respondiera con buenos modales a una presentación protocolaria. Por eso reaccionó con tanta agresividad a pesar de que, dado su carácter extremadamente cauteloso, un gesto así podría ser perjudicial para su estética personal.
—¡Hija, qué prisa te ha entrado! —aquella sencilla exculpación del enigmático polaco y su amplia y sincera sonrisa que había diluido la dureza de su rostro, devolvieron a Tita al mundo real y, súbitamente, sintió un incompresible amor maternal por aquel hombretón tan amable, a pesar de ser extranjero.
Pero Olga ya había tomado la decisión de encaminarse lo antes posible a la tienda y se excusó dejando a los tres sin la posibilidad de despedirse de ella.
—¿Qué le ha pasado a tu amiga?
—Yo no ofendido, ¿sí? —garraspeó el polaco con cierto sentido de culpabilidad.
Tita encendió otro cigarro porque el anterior con el primer sobresalto lo había destrozado a mordiscos. Se sentó relajadamente olvidándose del nivel de la falda sobre sus muslos generosos y respondió:
—Esa chica es un poco rara... No sabe lo que quiere... Son cosas de esta jodía ciudad. ¡Hay más locos sueltos que en Leganés!
—¿No será que su marido no...? —apostilló sarcástico el nacional, que no sabía otro tema de conversación que el sexo.
—¡Hombre claro! Tiene tres hijos y no sabe lo que es echar un buen polvo... yo creo que está neurótica...
—¡Otra loca! De buena te has librado, tío...
El polaco ponía ahora expresión de adolescente, sentado con expresión desolada apoyándose apenas en la punta de sus enormes zapatos, como si estuviera esperando que alguien le diera permiso para terminar de acomodarse.
—Oye, este gigante parece un buen chaval y eso que al principio, con esa mirada que tiene de agente secreto ruso, me ha puesto la piel de gallina.
—¿Agente ruso, yo? ¡Ja, ja, ja! —el polaco, una vez liberado de la impertinente Olga, se empezaba a sentir más relajado.
—Sí, agente ruso, como esos que salían en las películas de espías en blanco y negro, cuando aún estaba la Unión Soviética. Bueno, chico, me alegro que te enrolles bien. Vamos a brindar por la Unión Soviética.
—Vamos, Olga, a ver si te pones al día. ¡Bueno, si tú lo dices, pues por la Unión Soviética!
—¡Por la Soviet Union, claro! —dijo el polaco con voz de niño grande. Olga, que se sentía protectora como una madre, le estrechó su enorme mano carnosa, le dirigió una incomprensible mirada de complicidad, que lo mismo podría decir que le comprendía, como que le deseaba o, incluso, que le apoya en lo que fuera, y se sintió totalmente relajada ante la prometedora perspectiva de acostarse con un alcahuete nacional y gracioso y un musculoso espía soviético como los de las películas de antes.
Los tres caprichosos hijos de Toni
Toni pensaba que no tenía sentido poseer un Mercedes deportivo y soportar aquellos rutinarios atascos a las salidas de Madrid en dirección a Las Rozas. Era un automóvil hecho para rodar libre y desbravado mostrando su agresivo porte por una amplia y bien asfaltada autopista, con espacio suficiente para poner a prueba todos sus sofisticados mecanismos. Lo normal era sentir el rugido de su poderoso motor al rebasar el resto de los coches de los mortales con la autoridad de un diplomático en un servicio especial. Pero un coche que costaba veinte millones no podía quedar ridículamente atascado. Por si fuera poco, al ser descapotable, tenía que soportar, no sólo las codiciosas miradas de los infelices propietarios de utilitarios sino la pesadez de un aire contaminado, un sol abrasador, incluso en el mes de mayo, y el ruido ensordecedor de decenas de vehículos acelerando con histeria, a pesar de que en el atasco a duras penas se movían, lo que unido a los persistentes pitidos del guardia de la circulación, desaconsejaban definitivamente utilizar un coche de esa categoría para circular por Madrid. Eso era, al menos, la reflexión en que entretenía su fastidio mientras se abría paso penosamente hasta el último semáforo que le pusiera, de una vez por todas, sobre la liberadora autopista, en dirección al colegio de sus tres hijos.
Cuando por fin rebasó en último semáforo urbano, el automóvil parecía sentir que la sangre quemaba sus cilindros, como si fuera un caballo de pura sangre con el freno demasiado apretado, y casi de un salto, rebasó a todos los demás vehículos dejando una espesa humareda consecuencia de una aceleración extraordinaria de las que suelen citar en las pruebas de estos costosos vehículos deportivos.
Ahora Toni sentía que todo volvía a tener sentido: el coche rebasaba los 180 kilómetros por hora, el viento golpeaba sus sienes, había desaparecido la sensación de agobio y sudor frío del atasco, le subía la adrenalina y presionaba con autoridad exigiendo paso libre por el carril de la izquierda, haciendo uso intensivo de ráfagas de luz impertinentes.
Los tres pequeños esperaban sentados sobre el césped de las amplias avenidas del campus del colegio. El mayor, Chema, de once años, jugaba con el videojuego de un teléfono móvil sin poner demasiada atención porque nunca había conseguido pasar del primer nivel; el mediano, Toni, como su padre y de nueve años, asombrosamente parecido a él, miraba por encima del hombro de su hermano mayor la evolución del torpe muñeco digital corriendo por pasillos, dando saltos, lanzando patadas y puñetazos sin enemigos que los justificaran; y el pequeño, Quico, diminutivo de Francisco en honor a su abuelo, y que acababa de cumplir los cinco años, chismorreaba con un compañero sobre pequeñas vanidades de niños ricos:
—Mi papá tiene un Mercedes descapotable que corre a más de doscientos por hora.
—Vale, pero mi abuelito tiene otro que corre más.
—¿Más? ¿Cuánto?
—Más de doscientos...
—El Mercedes corre más que todos.
—¿Más que todos?
—¡Sí, más que todos!
El compañero ofendido, incapaz de comprender por qué los Mercedes descapotables tenían que correr más que todos, se sintió sin argumentos, y con la expresión feroz de un niño humillado, golpeó con su mochila el hombro de Quico. Éste se sobresaltó por la inesperada agresión, se balanceó torpemente hasta caer sobre la hierba, pero tardó en reaccionar. Llorar sería una clara humillación, defenderse no era realista teniendo en cuenta el carácter violento de aquel niño tan poco comunicativo. Sólo le quedaba una opción: reafirmarse en la idea de que los Mercedes son los que más corren y buscar inmediatamente la protección de sus dos hermanos mayores.
—Sí, para que lo sepas: los Mercedes son lo que más corren. —y se acurrucó con rapidez felina entre ambos hermanos. Pero el hermano mayor lo apartó de un empujón porque le había hecho cometer un error y el muñeco se había volatilizado, convertido en un amasijo de puntos que poco a poco se fueron esfumando de la pantalla, con el consiguiente acompañamiento musical propio de la desintegración de todos los muñecos de videojuegos.
Por fortuna para Quico, el Mercedes de la discordia apareció por la entrada principal del campus y de un salto estuvo a punto de arrojarse bajo las ruedas. Toni frenó en seco cuando el pequeño estaba prácticamente sobre el capó.
—¡Quico, hijo! ¿Es que no estás bien de la cabeza?
—¡Papi, papi!: ¿verdad que los Mercedes son los que más corren?
Toni respondió convencido de que la pregunta tendría algún sentido para su hijo, y, además, no tenía ninguna duda sobre la respuesta:
—¡Sí, hijo, sí!
El niño, ya en los brazos de su padre, que tenía la angustiosa sensación de haberle salvado de un atropello seguro, se volvió hacia su agresor y le sacó descaradamente la lengua.
—¡Ale, ale! ¡Chincha y rabia!
El niño agresor dudaba entre devolverle aquel gesto impertinente o congraciarse con él para poder contemplar más de cerca aquel coche espectacular. Finalmente optó por humillarse y no perderse aquella oportunidad única de contemplar de cerca un Mercedes descapotable, además de color rojo, y que según el pequeño impertinente, era el que más corría de todos.
Los tres niños subieron al flamante coche, inapropiado para un lugar tan domesticado como el campus de un colegio infantil, disputándose el asiento delantero que terminó por conseguir el mayor, no sin ganárselo con cierta violencia y gracias a su innegable superioridad física y su tendencia a un cainismo bíblico. Toni arrancó con una nueva mentalidad, la de un padre de familia, y pisó suavemente el acelerador, pero aún así no pudo evitar que la máquina se rebelara y arrojara a los niños contra los respaldos del asiento.
—Poneos el cinturón y estaos quietos. Toni, ten cuidado de tu hermano, que no saque los brazos fuera del coche.
Era como la azafata que advierte a los pasajeros sobre las medidas de emergencia en caso de accidente, pero Toni tan sólo se molestó en controlar parte del reducido asiento trasero a través del retrovisor. Si el pequeño Quico se hubiera puesto de pie y arrojado a la calle ni siquiera lo habría visto.
—¡Jo, tío, los videojuegos de este móvil son una porquería! —se quejó el mayor que había vuelto a empezar una nueva partida.
—¿No será que tú no los entiendes? —insinuó Toni sin pensar nada en particular. Los niños tenían la virtud de provocarle una cierta parálisis mental: ni los entendía ni se esforzaba por entenderlos, pero eran sus hijos. Por eso estaba obligado a seguirles la conversación. Para él un teléfono móvil era sólo un teléfono y carecía de sentido incorporarle un videojuego. A través del teléfono se hacían cosas importantes y eso ya justificaba su utilidad, ¿por qué añadirle frivolidades como videojuegos o videocámaras? Sus hijos estaban creciendo en un mundo que él ya no entendía, pero no había ninguna razón para contradecirles: ése era después de todo el mundo de ellos y eran ellos los que debían juzgar si era apropiado o no que los teléfonos móviles tuvieran videojuegos.
—¡Papi, tengo sed! —se quejó Quico empujando con violencia el respaldo de su asiento.
—¿No puedes esperar? ¡Ya estamos llegando a casa!
—¡Pero papi, es que tengo sed! —insistió con la seguridad de quien utiliza un método infalible para conseguir todo aquello que desea.
—¡Si, ya te he oído, pero tendrás que esperar!
—¡No, no puedo esperar porque tengo sed! —repitió siguiendo la lógica del método y arrojándose enfurruñado contra el respaldo del asiento.
—¡Para o nos dará el viaje! —sugirió Chema que sabía perfectamente en qué consistía la estratagema y que, además, se había aburrido del videojuego del móvil y ahora intentaba manejar la videocámara.
—¡Vaya con el niño de las narices! —Toni se volvió hacia Quico y le reprendió con furia incontrolada. Quico no se asustó, pero le pareció una extraordinaria oportunidad para romper a llorar de la forma más ruidosa e histérica posible, porque eso era también parte del método, prácticamente el final.
—¡Para, coño, que no quiero oír sus berridos! —dijo malhumorado el mayor, olvidándose definitivamente del teléfono móvil de última generación.
—Oye, ¿puedes hablar un poco mejor? ¿Qué manera es esa de hablar de tu hermano? ¿Es esa la educación que os enseñan en el colegio? ¡Vaya con el niño, y no levanta un palmo del suelo! Mi padre me hubiera roto los morros si hubiera hablado así delante de él, y tal vez lo mejor sería que yo hiciera lo mismo.
Chema no escuchaba. Su padre era como el ujier de su escuela: siempre gritaba y les regañaba pero no estaba autorizado para castigarles. Sentía terror por el abuelo y trataba de evitar los ataques de histeria de su madre, pero a su padre no valía la pena ni escucharle.
El pequeño seguía gimoteando y Toni buscó el primer lugar donde pudieran venderle un refresco. Cuando lo encontró, los niños ni siquiera se molestaron en salir del coche. Esperaron relajados a que el padre se los trajera.
—Quiero una Coca Cola —exigió Quico.
—Yo también quiero una, papi —se apuntó Toni.
—¡Vale! ¿Alguien quiere algo más?
Chema no contestó. Seguía despreciando al padre y se sentía condescendiente con él. No quería causarle más molestias de las que les habían causado los pequeños. A pesar de que apenas se llevaba dos años con Toni y tres con el pequeño Quico, Chema se sentía infinitamente mayor que los dos, porque, incluso, él tenía móvil y sus hermanos todavía no. Eso era suficiente para sentirse casi mayor de edad, desde luego hacía tiempo que él mismo había desterrado el método de la rabieta, ahora simplemente pedía las cosas que deseaba imitando en lo posible el tono autoritario y exigente de su temido abuelo y, por lo general, se las concedían.
Las dudas homosexuales de Olga
Olga caminaba poseída de un impulso irracional y convulsivo. Una vez más había tomado una decisión sin apenas meditarla. El vestido seguía sin gustarle y era obvio que nunca se lo pondría, pero se dirigía directamente hacia la tienda, y una vez allí nada podría impedir que lo comprara. A veces sentía no haber sido una persona normal, que tuviera que tener más cuidado con el dinero, lo que en casos como éste frenarían su alocada carrera hacia un nuevo disparate. En su cabeza bullían sin la mínima armonía y organización ideas e imágenes totalmente desconexas: la expresión ceremoniosa y ajena a su cultura del polaco se mezclaba con la forma incomprensible del vestido que estaba decidida a comprar; la grosera minifalda verde pradera de Tita Suárez se mezclaba con la insistencia del aparcacoches interesándose por sus asuntos personales; la expresión malévola y cínica del amigo de Tita llamándola «bombón» se repetía una y otra vez en su destartalada conciencia al mismo tiempo que se negaba casi con violencia a contestar el ceremonioso saludo de aquel extranjero remilgado y musculoso. De vez en cuando su cerebro quedaba en el más absoluto de los silencios, como si formara parte de una estrategia recomendada por su esteticien, y aprovechaba para poner cierto orden en sus ideas que se amontonaban sin que fuera capaz de relacionarlas y hallarles una explicación más o menos lógica.
«Bueno, ¿y qué?, ¿qué me he perdido? —se decía a sí misma aprovechando esos momentos de relativa lucidez mental—. ¡Hombres hay por todas partes y bastante mejores y más normales que ese musculitos de dónde sea! ¡Sólo me faltaba eso: salir con un tío raro que ni entiende español! ¡A ver cómo nos comunicamos; cómo se entera de lo que quiero, o cómo le hago ver lo que no quiero! Sólo de pensarlo me dan escalofríos. ¡Ni que fuéramos animales!»
Y volvía a su situación habitual de confusión desorganizada guiada únicamente por la perspectiva de comprar un nuevo vestido que no le gustaba, aun cuando también podría ser un frasco de perfume, unos zapatos o alguna nueva pieza de ropa interior.
«¿Por qué no puede haber hombres normales, con los que se pueda salir y tomar una copa sin tener que aprender sueco o hablar con señas?» —insistía aprovechando el siguiente lapsus mental.
Pero Olga tenía vedado a sí misma introducirse en reflexiones que de antemano sabía que no conducían a nada: esa reflexión era sobre todo y fundamentalmente acerca de los hombres. ¿Cómo era su hombre ideal? Si acudía a las disparatadas citas preparadas por Tita debía ser porque, a pesar de tenerlo prohibido, esperaba que en la práctica, tarde o temprano, encontraría al hombre al que supuestamente aspiraba toda mujer. Pero no había ninguna posibilidad de hacerse una idea preconcebida de la persona que tendría la extraordinaria virtud de poner en orden sus sentimientos, satisfacer sus desordenados deseos sexuales y, sobre todo, tener la convicción de que habría encontrado por fin el hombre preparado exclusivamente para ella por el mismo destino. Tenía la esperanza de que, en última instancia, podría sobornarlo. Pero por el momento decidió comportarse como una persona normal.
El problema era que se sentía acorralada por hombres que impedían que su destino se pudiera realizar: odiaba a los hombres autoritarios, seguros de sí mismos, ricos y bien situados, porque le recordaban a su padre; odiaba con tanta o más intensidad a los hombres tímidos, manejables y resignados, porque le recordaban a su marido, a quien culpaba de su permanente insatisfacción. Lo peor era que por mucho que se esforzaba no podía imaginar que podría haber entre los dos. Y esa era, sin duda, la razón por la que acudía a todas las citas sin hacerse una idea previa: deseaba que, por fin, algún hombre la sorprendiera, lo que sería interpretado como una señal inequívoca del destino. ¡Pero nunca sucedía y empezaba a pensar que entre los dos tipos de hombres no había nada más y tendría que terminar por aceptar que tal vez, le gustara o no, Toni era lo más parecido al hombre que con tanta obstinación le estaba burlando el destino.
En medio de toda esa confusión, una sospechosa certidumbre se abría paso lentamente hasta convertirse en una punzante angustia casi física: la certidumbre era que lo que estaba buscando en aquellas decepcionantes citas no era ni siquiera un hombre sino otra persona ajena a la grosería y brutalidad propia de los hombres y estaba empezando a sospechar que tal vez estaba buscando alguien parecido a sí misma: ¿Otra mujer? ¡Tal vez! Alguien con sus mismas angustias, debilidades, deseos de afecto, de sexualidad relajada basada más en las caricias que en la penetración, más en los besos sensuales que en los arrebatados propios de la pasión masculina. Empezaba a sospechar que ningún hombre podía satisfacerla y que, sin apenas ser consciente de ello, se estaba inclinando peligrosamente hacia una posible homosexualidad que inconscientemente despreciaba.
¿Cómo iba a explicar a sus hijos que ella, a pesar de ser madre, sentía una irresistible pasión homosexual hacia otras mujeres? Si Toni lo llegara a sospechar, ¿qué sería de la poca virilidad que todavía le quedaba, que se resumía a eventuales copulaciones provocadas por estímulos casi siempre inesperados y que no pasaban de un coito convencional, poco apasionado, sin experimentar nuevas posiciones ni descubrir nuevas caricias, y que culminaba en un orgasmo precipitado como suele ocurrir entre matrimonios mal avenidos?
¿No se haría lesbiana sin ser plenamente consciente de ello durante su internado en el colegio de monjas? ¿No había sido allí durante aquellos ingenuos juegos de dormitorio, con la complicidad de todas las chicas contra los rígidos e inútiles convencionalismos morales que las monjas intentaban inculcarles, cuando algunas caricias involuntarias llenas de inconsciente voluptuosidad las recordaba ahora como las experiencias sexuales más gratas de toda sus existencia? ¿No había estado negándose a sí misma que sintió más de un orgasmo durante aquellos vergonzosas juegos eróticos? Después de tantos años de luchar inútilmente por desterrar de su memoria aquellas inequívocamente placenteras experiencias, sentía que poco a poco, decepción tras decepción, exigían cierto reconocimiento y que fueran considerados como algo que sucedió realmente y de lo que no sólo no debía de arrepentirse sino considerar seriamente si no sería la clave de su insatisfacción permanente con los hombres. Porque, al final, ¿qué podía haber de placentero en intentar que un hombre no se precipitara, soportando casi con dolor el coito, para no tener ni la mínima posibilidad de sentir todo el deseo de afecto y placer que estaba segura había quedado permanentemente frustrado en ella? ¿Qué hacer cuando tras el precipitado orgasmo, los hombres se embrutecen y son incapaces de prodigar ni una nueva caricia que no sea para calmar su deseo insatisfecho hasta disolverlo en una nueva frustración?
Casi sin darse cuenta se dio de bruces con el desconcertante vestido que tendría la virtud de sacarla una vez más de sus frecuentes depresiones, y que eran, sin lugar a dudas, las responsables de que sus armarios estuvieran llenos de prendas de vestir disparatadas, zapatos extremados o prendas interiores inadecuadas para la escasa pasión erótica de su marido, y que probablemente sospechaba con un pudoroso terror que elegía para ser exhibidas ante otra mujer.
Compró el vestido casi sin probárselo, añadió algún complemento aconsejado por la vendedora, exigió que le trajeran el coche con la mayor urgencia posible y salió al paseo de la Castellana dispuesta a concentrarse en el tráfico y la manera de librarse de los atascos. Deseaba llegar cuanto antes a su casa, ver a sus hijos, asegurarse de que habían merendado y meterse en el jacuzzi, del que no saldría en toda la tarde. Normalmente, siempre hacía eso cuando sufría una de aquellas histéricas y súbitas angustias.
Una familia poco gratificante
Toni condujo a sus tres hijos por el interior del jardín de la zona residencial como si fuera un domador intentando controlar una manada de leones. Cargaba con las tres mochilas del colegio, además de la americana y la corbata que ya no soportaba. Consiguió que se introdujeran por el zaguán de la vivienda sin golpearse en las esquinas, pero no pudo evitar que se apoyaran literalmente sobre el timbre de la puerta, haciéndolo sonar hasta que una muchacha de aspecto centroamericano, con expresión pálida y dolorida, vestida con un pulcro delantal blanco, abriera la puerta. Los niños estuvieron a punto de derribarla, y tras una súbita e incontrolada batalla, se acomodaron en un gran sofá que prácticamente los ocultaba, frente a un gigantesco televisor.
—Menchu, ¿dónde está el mando a distancia? ¿Anda, date prisa y búscalo que nos vamos a perder los dibujos? —exigió el mayor a la sirvienta con aspecto enfermizo, quien, a pesar de todo, se movió con diligencia, levantando almohadones, revistas de automóviles, de modas o de cotilleos, hasta que dio con el mando a distancia.
—Aquí lo tiene, señorito —le dijo servilmente pero con cierto cansancio—. ¿Qué les pongo de merienda?
—¡Lo que sea! —cortó secamente el mayor.
—Yo no quiero merendar, pero tengo sed, tráeme una Coca Cola —le pidió el menor arrellanándose cómodamente en el sofá.
—El señorito tiene que merendar o su mamá se enfadará ¿Quiere crema de cacahuete? —insistió la criada tratando de aguantarse lo más erguida posible haciendo una especie de palanca con su brazo sujeto contra la cadera.
—No quiero merendar, no tengo hambre, ¿vale? —gritó cruzando los brazos y frunciendo el ceño.
—Déjanos tranquilos, Menchu, y trae lo que te venga en gana —dijo el mayor con la autoridad aprendida de su abuelo.
La criada se encogió de hombros y salió prácticamente cojeando del salón, al tiempo que un enorme gato azul de aspecto galáctico, con un ventilador en la cabeza, aparecía en la gran pantalla del televisor, volando por un cielo estrellado, psicodélico e irreal. El pequeño Quico aplaudió y se olvidó del gesto huraño necesario para, una vez más, hacer que los demás le dejaran en paz. No sabía cómo lo había aprendido, pero siempre funcionaba, así es que lo repetía una y otra vez.
La pobre Menchu tenía los ovarios a punto de reventar porque era incapaz de desatender las labores de la casa a pesar de padecer aquellas dolorosas menstruaciones. No se había sentido así hasta su llegada a España y no sabía cuál podría ser la razón. No podía ser por causa del exceso de trabajo porque estaba acostumbrada, y, después de todo, el trabajo en la casa de la familia Serrano, a pesar de aquellos tres niños tan exigentes, no podía compararse al que había tenido que hacer en su propio país. ¿Entonces, por qué ahora tenía que padecer aquellas dolorosas reglas? Le habían dicho que tal vez eran cosas del país, del agua o de las comidas, pero ella estaba segura de que la única razón era la nostalgia de su madre, sus hermanos y hasta de los animales del modesto bohío que habitaba la familia ausente, donde, a pesar de todo, soñaba con poder regresar.
Toni repasó el correo del día: varias facturas, una invitación para una exposición en una galería de la calle Goya para Olga y dos o tres sobres abiertos con contenido comercial. Los volvió a dejar sobre la misma bandeja y consultó mecánicamente el reloj. Era muy tarde para volver al trabajo y muy temprano para quedarse en casa.
—¿Sabes si ha estado por aquí mi hermana? —preguntó a la criada mientras se ponía ceremoniosamente la chaqueta, aun cuando todavía no había decidido dónde ir.
—No lo sé, señor, tal vez estuvo aquí mientras yo fui al mercado —la criada seguía esforzándose por dar a su voz un cierto aire de normalidad, pero de vez en cuando le traicionaba algún mal disimulado gesto de dolor.
—¿No te encuentras bien, Menchu?
La criada se sobresaltó al ver que su señor la había descubierto, a pesar de que estaba convencida de que su aspecto era el de una mujer sana y normal.
—¡No es nada, señor, son cosas de mujeres. Mañana estaré como nueva! No se preocupe el señor. Voy a llevar la merienda a esos tres diablillos.
Toni dejó marchar a la criada terminándose de abrochar la americana porque no se hacía una idea ni siquiera aproximada de en qué parte del cuerpo se producirían los dolores de esa casi bíblica dolencia propia de mujeres, rutinaria y periódica, por lo que no había que darle más importancia que a un pasajero dolor de cabeza. Pero le repugnaba que la pobre mujer fuera tan específica acerca de ella. Ni siquiera soportaba la contemplación de las compresas nuevas. Si por accidente contemplaba alguna usada sentía tal repugnancia que incluso le provocaba vómitos.
Salió a la calle con la sensación de que le habían echado de su propia casa. ¿Cómo soportar los peleas de los niños a una hora en que tenían irresistibles ganas de pelear o las explicaciones de la criada sobre sus problemas de salud propios de su género, que resultaban más expresivos cuanto más trataba de disimularlos y, sobre todo, en una mujer tan primitiva, tan elemental, que tenía la rara cualidad de contar las cosas tal y como eran por crudas y desagradables que fueran? Las menstruaciones de su mujer nunca habían sido un problema para él: las llevaba con discreción e higiene. Se medicaba correctamente y en el momento oportuno. Pero esa mujer dejaría que la naturaleza hiciera sus estragos sin tomar ni la mínima precaución. «¡Qué distintas son las dos culturas —pensó Toni—, la de mi mujer y la de esta criada!». Según él, eso explicaba por sí solo que una tuviera la posición que tenía y que la otra estuviera irremediablemente condenada a servirla. No era por tanto una cuestión económica sin más sino, sobre todo, algo que tenía más que ver con la educación.
Reconfortado tras justificarse por haber dejado al cuidado de sus hijos a una criada sufriendo los dolores de la menstruación, se enfrentó a un nuevo dilema: ¿qué hacer hasta la hora de cenar? La tarde era excesivamente calurosa para aquellas fechas, los cafés de la gran avenida empezaban a desparramar sus sillas y mesas de resina rotuladas con publicidad de marcas de refrescos y cervezas sobre las amplias aceras de la flamante nueva avenida, cercando las improvisadas terrazas con setos artificiales y algún abeto natural con varias ramas secas porque no recibía los cuidados oportunos, relegados a meros pilones fronterizos entre la propiedad pública y las rentables terrazas de los cafés. Algunas estaban empezando a cubrirse con toldos rayados retráctiles para protegerse del sol o de los inesperados chaparrones propios de la primavera. Las tiendas derrochaban iluminación artificial en sus escaparates a plena luz del día, y algunas, las más elegantes y especiales, rivalizaban con las terrazas colocando grandes toldos rotulados con sus nombres en letra caligráfica inglesa, protegidos por jóvenes abetos y parterres con petunias de temporada en plena floración. Era una de las nuevas avenidas elegantes de un barrio residencial próximo a Madrid. Un lugar para terminar de pasar la tarde después de los trabajos mejor pagados de la ciudad que, por lo general, terminaban su jornada no más tarde de las seis. Por tanto, el comercio y los lugares de ocio estaban pensados para completar un tiempo muerto que monopolizaban los gimnasios con grandes vidrieras hacia la amplia avenida, donde ejecutivos y secretarias contemporizaban subidos a unas bicicletas mecánicas cargadas de mecanismos de control de esfuerzo, o unos andadores con una polea de caucho sinfín donde los pasos acelerados de los clientes no llevaban a ninguna parte.
Compró las últimas revistas ilustradas de automóviles y se sentó en una de las soleadas terrazas de un café. No había pasado del primer modelo, y bebido el primer trago de una cerveza sin alcohol, cuando le interrumpió el saludo de uno de sus vecinos:
—Hola Toni, ¿no es un poco temprano para que estés por aquí? —el amigo, en ropa deportiva y con el cabello todavía mojado probablemente de la ducha del gimnasio, se sentó en su mesa y pidió un agua mineral.
—Sí, he tenido que recoger los niños...
—Ah, sí, me parece haber visto a Olga en el ABC de Serrano al salir del banco.
—¿En el ABC de Serrano?
La pregunta iba acompañada de una súbita sensación de que él estaba allí por algo que su mujer le había tratado de ocultar. Pero en el ABC de Serrano se podían hacer mil cosas perfectamente habituales en ella. Puede, incluso, que hubiera estado visitando alguna de las galerías de arte de sus muchas amigas situadas en los alrededores. No es que fuera una apasionada del arte, no había sabido elegir los cuadros del comedor, pero era una de esas personas obligadas en cualquier inauguración, incluso ponía dinero en muchas de ellas, cuyos cuadros de dudosa calidad terminaban colgados o amontonados en su casa del pueblo, o en el piso de Marbella.
El amigo se sobresaltó. Ver a Olga en el ABC de Serrano era un suceso sin importancia en una circunstancia normal, es decir, de tiendas, pero de pronto recordó la escena y por qué no se atrevió a saludarla: la compañía de dos hombres bien trajeados y una mujer de aspecto poco respetable. Así es que presintió que aquel no era un encuentro banal sino que tal vez encerraba alguna perversidad que, por precaución, debía ocultar.
—Sí, bueno, me he encontrado con ella otras veces. Ya sabes que Olga va mucho por allí. Iría de compras, ¿no?
—Pero ella me había dicho... —murmuró Toni para sí al comprender que se estaba poniendo en evidencia—. ¡Claro, como siempre! Se le mete en la cabeza que tiene que comprar algo hoy y se lo compra, aunque arda Troya. ¡Todas son iguales! —contestó con un gesto de marido maltratado por una mujer derrochadora.
—¡Qué calor! —exclamó el vecino convencido de que Toni no estaba al corriente de los movimientos de su mujer—. ¡Vamos a tener otro verano de agarrarse!
Toni dudaba entre valorar las previsiones meteorológicas a largo plazo o, de forma más o menos disimulada, recabar más información sobre la inesperada aparición de su mujer en una cafetería de Serrano cuando, según ella, debería de estar visitando sus padres en Las Rozas. Tal vez habría ido a Las Rozas y, posteriormente, regresado a Madrid por alguna razón que él desconocía y tampoco tenía por qué saber. ¿Y si llamara a sus suegros? ¿Y si simplemente le preguntaba a ella misma por qué en lugar de ir a Las Rozas había ido a Madrid? Pero preguntarle al suegro era imposible y a ella una pérdida de tiempo.
—¿Estaba sola? —preguntó de pronto sin tomar la mínima precaución ni disimulo.
El amigo se sobresaltó por lo directo de la pregunta, pero al mismo tiempo sintió un responsable sentimiento de solidaridad de género, porque, además, sabía perfectamente que Olga le era casi públicamente infiel y le dolía porque consideraba a Toni «un buen chico» que no merecía ese trato. Tal vez pensó que el mismo Toni sospechaba de la infidelidad de su mujer y estaba esperando la ayuda de un buen amigo que le suministrara la información definitiva para poner las cosas en su lugar. Nadie mejor que él mismo, divorciado y al borde de la ruina por culpa de su ex mujer, para echarle una mano y descubrir las infidelidades de Olga.
—No, me parece que estaba acompañada de una amiga; una amiga un poco..., no sé cómo decirte..., ¡extremada!
—¿Cómo qué te parece? ¿No has hablado con ella?
—La verdad es que no, iba de paso, al aparcamiento, y al verla acompañada... no he querido molestarla.
—¿Qué quieres decir con eso de «extremada»?
—Bueno, con pinta de fulana, si quieres que te diga la verdad... Y, además, les acompañaban dos hombres...
Toni esperaba algo así a juzgar por la forma tan embarazosa de ir administrando aquella información que, en circunstancias normales, se dice de un tirón.
—¿Conocidos?
—Yo al menos nos los conocía, no son del barrio...
—Oye tío, no estarás insinuando que...
—¡Eh, Toni, yo no insinúo nada! Te digo lo que he visto, eso es todo. No me hagas caso, sólo te digo que la he visto con una amiga un poco... un poco rara, y con dos hombres bastante bien trajeados... Qué hacían o de qué hablaban por supuesto que no tengo ni idea ni tienes por qué tomártelo por lo malo... A lo mejor eran familiares, o artistas de alguna galería.
—Bueno, déjalo. Ella es libre de ir con quien le dé la gana. ¿Cómo va el Madrid? —preguntó de pronto porque era la única cosa que le vino a la mente y que podría sacarle de aquella peligrosa conversación.
—Por las nubes, tío. ¡Este año lo ganamos todo!
—¡Con lo que nos ha costado, sólo faltaba que fallásemos! —dijo, como si hubiera desembolsado de su propio bolsillo los miles de millones de los últimos fichajes que ya calificaban de «galácticos». La conversación continuó en el mismo tono y con la misma estudiada indiferencia, pero ni un solo instante Toni dejó de pensar que esa noche no podría evitar tener una seria y puede que agria discusión con su mujer.
La vida sigue
Desde la escuela al mercado central no había una gran distancia, y éste se encontraba a dos pasos de la dacha de su madre. La tarde era inusualmente agradable para aquellas fechas y Tania tenía la sensación que de unos años a esta parte la primavera se adelantaba, y en lugar de mostrarse con todo sus esplendor a finales de mayo y principios de junio, ya durante aquella primera semana de mayo brotaran las hojas de los árboles, reverdecían los campos y surgían ramilletes de humildes margaritas en todos los rincones del parquecillo. Los mirlos lanzaban sus armoniosos silbidos desde las elevadas copas de los abetos, siempre verdes, y los humildes gorriones sacaban ya a sus crías adelante presionados por la urgencia y la voracidad de los impertinentes polluelos. Habían regresado algunas golondrinas que ensayaban sin desmayo sus repetitivos trinos, como si interpretaran una y otra vez la misma partitura. Hasta el aire frío y húmedo del norte estaba impregnándose de tímidos olores y apenas perceptibles fragancias como parte de la estrategia de las plantas para atraer a sus polinizadores.
Pronto, pensó Tania mientras caminaba hacia el mercado central, llegarían los cálidos y largos días del verano y podría ir con su hija a merendar a las orillas arenosas del gran río Soz, aunque debido a su contaminación el gobierno municipal había prohibido los baños. Era una pena que un río tan caudaloso, sosegado al menos en su discurrir urbano, y plagado de arenosas y limpias orillas, sombreadas por frondosos sauces que bañaban sus melancólicas ramas en la corriente, donde la pequeña Anechka cuando todavía era un bebé amontonaba sin cesar cubos de arena con la siempre frustrada intención de elevar un castillo imaginario, se hubiera convertido en una cloaca, incluso con elevados índices de contaminación radiológica por el terrible accidente de Chernovil, bañada por el mismo río, y situada a menos de cien kilómetros de allí.
En la cuenca alta, donde bordeaban extensos prados alternados con nuevos cultivos de maíz, todavía los campesinos cruzaban en barcazas el río al tiempo que azuzaban al ganado para que ganaran la otra orilla a nado, luchando con la impetuosa corriente en esa zona del río, porque allí había buenos pastos, y muchos días, desde la primavera hasta los primeras heladas del otoño, debían cruzar el río para poderse alimentar. En más de una ocasión jóvenes terneros habían sido arrastrados por la corriente ante la impotencia de los campesinos que alzaban sus brazos con gestos de desesperación animando al pobre animal a remontar la corriente.
Durante el invierno, el orgulloso río se rendía a los gélidos vientos del norte y se helaba, al menos en la zona donde se remansa, junto a las orillas del parque, circunstancia que no podía desaprovecharse por niños, jóvenes y hasta muchos veteranos todavía vigorosos, y el río se convertía en una concurrida pista de patinaje cada domingo por la mañana, si el tiempo lo permitía.
Tania recordaba haber aprendido a patinar con la poco paciente ayuda de su ex marido, Iván, cuando nada podía hacer sospechar que aquel joven educado, orgulloso y con un gran futuro pudiera convertirse en poco menos que un alcohólico hasta llegar a maltratarla. A pesar de todo, sentía cierta lástima por él, como por la mayoría de los hombres de su país. ¿En que habían quedado sus ambiciones? ¿De qué les sirvió su elaborada educación? ¿Cómo podía un hombre sufrir la humillación de verse empleado de camarero en una franquicia de comida rápida norteamericana con la carrera de ingeniero industrial en un país donde prácticamente ya no quedaban industrias? ¿No era en cierta manera comprensible que su frustración les llevara a esos violentos comportamientos? No es que tratara de justificarle, por nada del mundo justificaría a un hombre que maltrata a una mujer, pero su ex marido, como tantos otros buenos hombres de su país, había sufrido una profunda decepción y no fue capaz de superarla. Durante muchos años ella era la única que aportaba algún ingreso al hogar gracias a su empleo en la escuela y sus conciertos anuales por Europa, mientras él se esforzaba inútilmente en sobrellevar su situación con la mejor dignidad posible. Pero fue inútil, primero el alcohol, después las injustificadas ausencias y, por último, los malos tratos, los gritos y los reiterados arrepentimientos, para volver a reincidir. No fue, por tanto, una mala idea que decidiera probar suerte en la capital. Pero en su país Tania sabía que cuando un hombre abandona a una mujer otras se los disputaban. Es una desgracia nacional difícil de olvidar y superar que los alemanes diezmaran de tal manera la población masculina que aún en aquellos días eran tres mujeres para cada hombre a disputar. Tal vez por eso se confiaban excesivamente en la benevolencia y paciencia infinita de sus mujeres. Pero Tania ya no podía más y, pese a que supuso una terrible noticia, aceptó con resignación que Iván le pidiese el divorcio porque acababa de tener un hijo con otra mujer, y consideraba más lógico atender a su nueva familia allí donde era capaz de ganarse la vida, aun cuando sin demasiada dignidad.
Al principio fue muy doloroso. Siempre tuvo la esperanza de que Iván se recuperaría, encontraría algún buen empleo en la capital y las llamaría. A Tania le gustaba el ambiente de la capital y se hubiera ido encantada. Allí seguramente que su carrera musical hubiera tenido muchas más posibilidades, pero de cualquier manera ya era suficiente con tener un excelente teatro de la Ópera, una sala de conciertos con una de las mejores orquestas sinfónicas de toda la antigua Unión Soviética y probablemente de Europa y de la que secretamente ella aspiraba ser algún día titular.
Los primeros días, después de divorciarse de Iván, estuvo al borde de la locura y sólo la ineludible responsabilidad por el cuidado de su hija la salvó de perder la cabeza y que la crisis terminara en un posible suicidio. Ahora lo recordaba con tristeza, pero con benevolencia, incluso acudiría al bautizo del tercer hijo de Iván, y aprovecharía para normalizar la situación entre padre e hija, porque su divorcio no debía ser causa de distanciamiento entre los dos.
Cruzó la gran avenida reconstruida con espacio generoso para los faustos desfiles del heroico ejército nacional, pero con unos edificios con claras muestras de abandono, y transitada por vetustos tranvías de la misma época que el desaparecido ejército, además de algunos mucho más modernos comprados a bajo precio o regalados generosamente por algunas ciudades alemanas. Junto a ellos circulaban un interminable número de viejos autobuses Ikarus articulados en una frenética carrera apurando los últimos resabios de sus viejos y ruidosos motores, algún aparatoso y renqueante taxi de la obligada marca Volga, que dejaban una estela irrespirable por el olor a gasolina mal quemada y una heterogénea cantidad de coches privados desde pequeños Travants de la antigua Alemania Oriental, hasta algún que otro lujoso coche alemán pertenecientes a la nueva clase de oportunistas, especuladores y nuevos ricos de la ciudad. Al cruzar la avenida se fijó en un nuevo quiosco de prensa de vivos colores que había surgido como por arte de magia en la esquina de la avenida y la calle del mercado, con la vistosa rotulación en todos sus contornos de la cabecera de un nuevo periódico local. Junto al quiosco, y en hileras perfectamente organizadas, estaban las habituales vendedoras de tabaco de contrabando, arenques secos, pañuelos de vistosos colores, bolsas para el mercado, panecillos, semillas tostadas, cestitas con fresas salvajes o montones de escuálidas hortalizas entre las que podían verse cebollas, nabos, zanahorias, coles, repollos y alguna deshojada lechuga, colocados sobre páginas atrasadas de periódicos, que por su generoso tamaño eran las preferidas de las viejas campesinas, todas vestidas con amplias y gruesas sayas y tocadas con el tradicional pañuelo imprescindible entre las campesinas de aquel país, que acudían cada día de las aldeas próximas al gran mercado de la ciudad.
Se detuvo ante varias vendedoras que la hostigaron casi con desesperación para que adquiriera sus míseras mercancías, pero Tania no vio nada que pudiera interesarle. Parecía como si todas las mujeres de la ciudad estuvieran, como Tania, husmeando en el tumultuoso y bullicioso mercado algo con que llenar la bolsa de plástico que siempre formaba parte de sus pertenencias personales, como el sombrero, los guantes o los pañuelos higiénicos. Ninguna mujer de aquella ciudad salía a la calle sin una bolsa de plástico para acarrear cualquier cosa que pudiera surgir como una razonable oferta. Cada día, al salir del trabajo, adquirían lo estrictamente necesario para solucionar una cena que podría limitarse a un plato de arroz hervido y uno o dos arenques salados convenientemente cocinados, una chuleta de cerdo empanada o un guisado con carne de buey para dentaduras generosas y resistentes. El té ponía fin a la cena, y en algunos casos un generoso vaso de vodka, que servía para calentar el estómago y ayudar a digerir aquellas cenas tan poco saludables.
Casi a empujones, penetró en el amplio edificio del mercado, con aspecto de pabellón deportivo, en busca de algo de fruta de temporada, tal vez naranjas italianas o españolas, porque la pequeña Anna las necesitaba para complementar su pobre alimentación, siempre falta de vitamina C. Las vendedoras de carne exponían los cerdos troceados sobre la losas de mármol sin refrigerar, colocando en una de sus esquinas la formidable cabeza del animal, con los ojos entornados y la expresión confusa propia de la muerte. Agitaban los robustos brazos alardeando de suculentos solomillos, chuletas o pancetas, mientras troceaban la carne sobre troncos de árboles, probablemente abetos, ayudadas de afilados cuchillos de carnicero. Envolvían con extraordinaria maestría la carne troceada en un papel de estraza grisáceo y a continuación, terminaban de empaquetarla en una de las socorridas y habituales páginas de algún periódico local, para dejarlo en algún lugar de la losa, cerca de ellas, mientras contaban los interminables billetes de cinco hasta diez mil rublos, pero con una habilidad imposible de imitar para los mejores cajeros del Credit Suisse.
Tania sentía cierta repugnancia por aquellos puestos de carne, especialmente por las enormes cabezas resignadas de los cerdos, aun cuando no tenía más remedio que, una o dos veces a la semana, pararse en ellas y comprar dos o tres costillas, algo de panceta, carne de magro que utilizaba para uno de los pocos guisos que conocía. Comer carne, aunque fuera de aquellos cerdos sebosos, era un lujo que no se podía permitir.
Recorrió varias veces los puestos de frutas pero no había naranjas, tan solo peras y manzanas de aspecto raquítico y poco saludable, además de algunos frutos de bosque recolectados en la misma región. Volvió a recorrer los puestos poniendo más atención y, por fin, encontró uno donde los dorados frutos, tan exóticos en aquella ciudad, aparecían escrupulosamente ordenados en pequeñas canastas de madera rotulados con nombres españoles o italianos sobre orlas de los colores nacionales de aquellos lejanos países. Cada pieza, brillante y jugosa, tenía un pequeño adhesivo con su pedigrí y origen, lo que transmitía una sensación elitista no apta para presupuestos modestos. No estaban a la vista porque parecían frutos reservados, encargados por alguien con posibilidades, como para la recepción de algún embajador, para la mesa de algún político influyente, el banquete de una boda, o hasta para formar parte de un regalo exquisito de alguien que deseaba quedar bien. Temerosa del desorbitado precio que pudieran tener se atrevió a hacer la pregunta inevitable:
—¿Seis mil rublos el kilo? ¿El doble que un kilo de carne? ¿Pero es una locura?
—¿Sabe usted lo que nos cuestan a nosotros? ¿Qué se piensa, que se crían en las riberas del Soz? ¡Son españolas, de Valencia! ¿Sabe dónde está Valencia? —Tania estaba a punto de decir que sí, porque hacía dos veranos que les propusieron ir a esa remota ciudad con la orquesta, pero el vendedor tenía preparada ya la respuesta y no permitió que le contestara— ¡Pues a más de cuatro mil kilómetros de aquí! Ah, pero son las mejores, las más jugosas! Aquí sólo vendemos lo mejor, señora. Bueno, entonces, ¿un kilo de este néctar de los dioses?
Tania vaciló; calculó mentalmente el reparto del presupuesto semanal y ya estaba a punto de rechazar la oferta cuando volvió a pensar en su hija. ¡Estaba creciendo tan deprisa! Tal vez podría prescindir de alguna otra cosa. Alguna crema innecesaria, a fin de cuentas seguía siendo joven y tenía una piel fina y tersa. Podría pasar por algún tiempo de su crema de cutis.
—Vale, póngame un kilo —le pidió sin poder evitar un gesto de desagrado como si estuvieran atracándola—. Pero déjeme que las elija yo, las quiero con mucho zumo, que pesen. ¡Por ese precio me las tenía que vender hasta sin cáscara!
Sin embargo el tendero ya tenía el codiciado fruto en la báscula antes de que Tania pudiera acercarse a ellas.
—¿Sólo seis? ¿Media docena de naranjas por seis mil rublos? ¿A mil rublos la pieza? ¡Que barbaridad!
—Ya le he dicho que son especiales, todo zumo, por eso pesan. ¿Se las pongo o no?
—Está bien, me las llevo, ¡pero esto es un robo!
—¡No es culpa mía! ¿Cree usted que me gusta ver sufrir a mis clientes? ¡Son los intermediarios, señora! ¡Ahora hay intermediarios en todas partes! ¿Quién cree usted que se compra esos lujosos Mercedes?: ¡los intermediarios! Yo tengo un Lada con más de veinte años que ya no puede con el alma. Pero los intermediarios son unos canallas. Estas cosas no pasaban antes. ¡Usted no es tan joven y lo sabe! ¿No teníamos naranjas de Egipto, y hasta frutos exóticos de Cuba, como bananas, piñas, mangos, aguacates o otros que ya ni recuerdo? Y ahora tenemos de todo, sí, pero ¿quién puede comprarlo?: ¡los intermediarios! ¿No queríamos capitalismo? ¡Esto es lo que nos cuesta el capitalismo! Antes todas esas pobres campesinas no estaban pasando frío en las calles vendiendo porquerías. ¡Eso lo trae también el capitalismo! Y digo yo, ¿para qué votamos otra vez al Partido Comunista, eh? ¿Qué hace nuestro presidente? Promete esto y lo otro y luego permite que haya intermediarios...
—Bueno, ¡deme ya las naranjas y dejemos la política en paz!
Le entregó su propia bolsa de plástico porque sólo faltaba que tuviera que pagar cinco rublos más por una, y con un cierto remordimiento de conciencia por aquel gasto extra que sólo le consolaba la alegría de Anechka cuando las viera sobre el frutero, inició el difícil retorno hacia la salida del abarrotado mercado.
De pronto alguien gritó su nombre desde algún impreciso lugar por encima de los puestos de bebidas gaseosas amontonadas en cajas de vivos colores en pilas interminables:
—¡Tania, Tania!; estoy aquí, mujer, ¿es que no me ves?
—¡Masha, querida, no te había visto! Estoy tan furiosa por los precios de todo que...
—¡No me hables! Todavía estoy pensando qué voy a llevar a casa. ¡Y nosotros somos ocho en la mesa y Andréi come por sus cuatro hijos! ¡Al menos vosotras dos solas!... —Masha no creyó oportuna la observación porque sabía que Tania había sufrido mucho con su divorcio y esa observación podría revivir inconscientemente su fracaso. Era mejor pasar más calamidades y poder contar con un marido, que vivir más holgadamente pero sola, sin tener ni siquiera alguien con quien desahogarse después de las tribulaciones del mercado. Por eso cambió rápidamente de conversación—. ¿Cómo está Anya? ¿Ya será una mujercita? ¡Cómo crecen los hijos, mi Vania ya es más alto que su padre. ¡Se han convertido en adolescentes sin apenas darnos cuenta! ¡Menuda broma es esto del tiempo!
—Precisamente acabo de gastarme el sueldo de la semana en naranjas para Ana. ¡No sabes cómo está creciendo ella también! ¡Si ya le vale mi ropa! No es la primera vez que la he pillado probándose mis sujetadores...
—¡Por Dios, Tania, que exagerada eres!
Las mujeres permanecían en medio de uno de los estrechos pasillos del mercado, pero eran empujadas una y otra vez por otras mujeres que acarreaban sus respectivas bolsas de plástico, vendedores con carros transportando género de un lado para otro, o mujeres de la limpieza ataviadas con delantales azules, guantes de goma, cubiertas con vistosas pañoletas, y que barrían constantemente los desperdicios arrojados por los propios comerciantes.
—¿Quieres un té?
—No me vendrá mal, pero creo que hoy necesitaré algo más.
Las dos mujeres consiguieron al fin traspasar la amplia puerta del mercado y volvieron a recorrer el interminable pasillo formado por las campesinas y sus escuálidas mercancías. Al final, una pareja de aspecto juvenil con una niña de apenas cuatro o cinco años, abrigada hasta las orejas a pesar de que el día era relativamente caluroso, ofrecían una camada de cachorros de perro, colocados en una gran caja de cartón. La pequeña ofrecía uno de ellos, que gimoteaba y temblaba en sus manitas a los posibles compradores. Tania no pudo evitar detenerse junto a la niña y tratar de acariciar el minúsculo cachorro de mirada aterida, como si tratara de reconfortarlo y darle algo de calor.
—¿Lo quiere comprar, señora? Es muy bueno y se llama Atila, pero usted le puede cambiar de nombre porque es tan pequeño que todavía no responde cuando le llamo.
La niña permitió que Tania cogiera con sumo cuidado el frágil cachorro que seguía tiritando y extraviando su acongojada mirada hacia un lugar indeterminado. Ella lo alzó hasta la altura de la cara e intentó que la mirase, pero el animal parecía no sentir su presencia.
—¡Que monada! ¡Si lo viera Anyuta me obligaría a comprarlo! ¡No, cielo, no puedo comprártelo pero es una monada! Tenemos una casa muy pequeña y no sería feliz, mejor que lo compre alguien que pueda ofrecerle una casa más apropiada para perros.
—Sí, señora, es verdad. Nosotros tenemos una dacha con un patio muy grande. ¿Por qué no se lo regala a alguien que tenga una dacha? Es un perro muy bueno y cuando sea mayor sabrá guardar muy bien una casa.
La joven pareja escuchaba con resignación y cierta sonrisa agridulce los argumentos y desparpajo de su hija para convencer a Tania de las excelentes cualidades de aquel tembloroso animal.
—No se preocupe, señora. —intervino amablemente el joven padre—. No crea que le entusiasma la idea de venderlos, pero hemos prometido llevarla al circo si vendemos los cachorros y, aunque no está muy feliz, también se muere por ir al circo...
—¡Lo siento, pequeña, pero espero que tengas suerte y les encuentres unos dueños con un gran jardín y que sean muy felices!
La niña se llevó el tembloroso animal a la mejilla y lo acarició una y otra vez.
—¡Gracias, señora!, eso espero porque son unos buenos perros, ¿sabe?
Las dos mujeres pudieron librarse al fin del nutrido grupo de vendedores callejeros y se encaminaron a un establecimiento donde servían té en vasos de plástico desde un mostrador que conservaba el nombre, los hábitos y hasta la decoración interior que tenía durante el desaparecido régimen anterior; es decir, todavía conservaba un mohoso retrato del «padrecito» Lenin guarnecido por los símbolos de la hoz y el martillo policromados en vivos colores.
Una propuesta inadmisible
Se acomodaron sobre unos rígidos taburetes de madera y trataron de concentrarse por unos instantes en sentir la estimulante sensación de aquella sencilla bebida.
Ni Tania ni Masha sabían cuál podría ser el siguiente tema de conversación, aunque sentían necesidad de intercambiarse toda clase de chismes y sincerarse la una con la otra, tal y como hacían durante los años de colegio, donde ambas eran amigas inseparables. Finalmente pudo más la añoranza y los recuerdos fueron inevitables.
—¡Qué tiempos aquellos, Masha! ¡Quién nos iba a decir a nosotras que pasara todo lo que ha pasado y en tan poco tiempo! —la amiga asentía contagiada por la misma expresión de nostalgia y tristeza de Tania—. Lo peor es que yo cada día entiendo menos lo que está pasando... Nos educaron bien, casi con exceso, para servir a un país y a una causa que parecía no tener sombras... Nos habían dicho que éramos el pueblo mejor preparado del mundo, el más culto, el más entregado a su gobierno. Confiábamos en los políticos como en nuestros propios padres... Acudíamos con vehemencia a cualquier acto del partido, llenas de fe, de confianza y buena conciencia porque sabíamos que éramos la esperanza de otras juventudes en otros países. Cuando fui a Cuba prácticamente me mimaban, me ensalzaban como a un... un mito. Los músicos cubanos nos admiraban como nosotros admirábamos a Tchaicovsky o Rimski-Korsakov. Era como si fuéramos sus hijos... Y ¡ya ves!, en unos años somos los parias de este mundo, los apestados, condenados a sufrir nuestras miserias sin la ayuda de nadie. Consumidos en nuestra propia excelencia, humillados por gentes insensibles a quienes sólo parece interesar los negocios. ¡Dinero, dinero, ya sólo sabemos hablar de dinero! ¿Qué va a ser de nosotras? —preguntó a Masha al final de aquella larga y desesperada exposición de desgracias nacionales como si supiera de antemano que tampoco su amiga tenía la respuesta, como seguramente no la tenía nadie en aquel país.
—¡Sobreviviremos, Tania! Somos un pueblo desgraciado, tal vez no haya pueblo más desgraciado que el nuestro en todo el mundo, pero dentro de nuestra fragilidad somos fuertes y tenaces porque tenemos una alma grande y generosa. ¡El tiempo todo lo arregla! Y como decía el loco Iván Dimitrich de Chéjov: «Resplandecerá la aurora de una vida nueva, triunfará la justicia y nosotros estaremos de fiesta».
—¿Nosotras? ¿Crees que lo veremos nosotras? ¿Qué se puede hacer con un alma que no puede alimentar a su cuerpo?
—¡Vamos, no exageres! ¡No te veo con tan mal aspecto! ¡Al contrario, estas muy guapa y te conservas casi como cuando eras una niña! ¿Cómo puedes tener esa piel tan fina y esos cabellos rubios tan brillantes y sedosos? ¿Y el tipo?, déjame que te vea. ¡Dios mío, lo que daría yo por tener tu figura!
Tania no pudo evitar un ligero sonrojo que le producían aquellos sinceros elogios. En el fondo se sentía bien consigo misma y no había descartado la idea de volver a empezar, y encontrar otro hombre con el que rehacer su vida, por lo que mantenerse joven y hasta atractiva era también una de sus grandes preocupaciones. Afortunadamente la naturaleza se ocupaba de este penoso trabajo y prácticamente sin proponérselo, su piel continuaba gozando de una admirable tersura y lozanía, mantenía con firmeza sus senos perfectamente dibujados y sus caderas no había aumentado ni un solo centímetro desde su embarazo, lo que era un alivio, sobre todo porque podría aprovechar todos sus vestidos de juventud.
—Gracias, Masha, siempre has sabido levantarme el ánimo, pero la edad no se ve por fuera, se lleva por dentro. ¡A veces el alma se envejece antes que el cuerpo!
—Ah, vamos, Tania, ¿pero si todavía eres una chiquilla? ¡Con esos preciosos ojos verdes puedes volver loco a cualquier hombre aun a media luz y en una noche nublada. ¿Por qué no te vuelves a casar?
—¿Estás de broma? ¡Los pocos hombres que quedaban se están yendo a trabajar a Europa!
—No sería una mala idea también para ti...
—¿Quieres decir irme yo a trabajar al extranjero?
—¿Por qué no? ¿No te gustaría ir a vivir a Norteamérica, o a Suecia o Dinamarca?
—¡Estás loca! ¡Como si fuera tan fácil! ¡Y, además, con Anna! Con las giras ya tengo bastante... Si tuviera veinte años, tal vez, pero hija, ¡qué puedo hacer ya casi con cuarenta! ¿Y mi madre, quién cuidaría de mi madre?
—Me hago cargo, pero Taniushka, cielo, ¿cómo puedes vivir sin un compañero? Aunque a veces se pongan pesados, o beban algo más de la cuenta, ¿cómo se puede vivir sin alguien a tu lado que te ayude y te escuche?, y para... bueno tú ya me entiendes, que todavía estás en edad, supongo...
Tania dejó el té sobre el mostrador.
—No es que no me haya pasado por la cabeza alguna vez, pero me cuesta trabajo volver a empezar porque me conozco. ¡Cuando me enamoro los hombres hacen de mi lo que quieren, y no estoy para perder la cabeza otra vez!... Puede que cuando Anna sea mayor...
—¡Pero Taniushka!, ¿cómo puedes sacrificar tu vida de esa manera? Por lo que veo sigues igual: ¡la misma Tania enamoradiza de siempre! Si te lo tomaras con un poco menos de pasión podrías encontrar algún hombre honrado, trabajador, buena persona, y no hace falta estar perdidamente enamorada de él. Yo quiero a mi Andréi, por supuesto, pero no de esa forma; no como cuando tenía dieciocho años, ¿entiendes? Es mi marido; el padre de mis hijos, pero ya no es como antes, no tiene apenas detalles, ni es tan... tan romántico como los primeros años. A veces una añora alguien que le engañe y le diga cuatro cuentos al oído, bajo la luz de la luna y todo eso, pero hay que conformarse con un buen hombre... un buen padre de familia, ¡qué más puedes pedir!
—Sí, debo de ser algo estúpida. Creo que perdí a mi marido por ser... demasiado romántica, tal vez. Hay un proverbio que dice que el pájaro solo ni canta ni llora, pero cuando está acompañado si no canta llora y se muere, ¿comprendes? ¿Para qué quieres un hombre si no deja que le ames? Tal vez yo soy así porque soy artista; tal vez los artistas veamos estas cosas de otra forma... pero no volveré a pensar en hombres si no estoy segura de ser correspondida con la misma pasión... ¡Eso seguro!
—Tendrás que buscarlo fuera de aquí. ¡Un italiano!, ¿eh, Taniushka? ¿Te imaginas paseando con un bello napolitano moreno, ardiente, romántico, cantándote una tarantella a la luz de la luna junto al Vesubio? ¿Eh, estaría bien así? ¿Te lo imaginas diciéndote: «La mia cara, ti amo»? ¿Qué me dices?
Las dos amigas se relajaron y reían casi a carcajadas ante semejante proposición.
—¡No, mejor un español! —interrumpió Tania que le divertía el juego propuesto por Masha—. Un español orgulloso y valiente, un torero que se juegue la vida por mí en el ruedo y después me susurre a través de una florida celosía perfumada por el jazmín en un barrio de Sevilla: «Tania, vida mía». ¿Eh, qué te parece?
—Puestos a pedir —replicó irónica Masha, que interpretaba con gestos la parodia de un amor apasionado—: ¿Qué tal un francés? Un hombre fino y atento, educado y un poco perverso, amanerado pero con savoire fair, que te lleve a pasear por el «Bois de Boulogne» subidos en una carroza tirada por dos caballos blancos, como si fueras la «Dama de las Camelias» y que te diga al oído: «Mon chery, je t’adore».
Las dos amigas reían ya sin inhibiciones provocando la curiosidad del resto de los clientes. Tania trataba de disimular las lágrimas que le producían la congestión y se abrazó a Masha en medio de aquellas regocijantes imágenes de decenas de románticos amantes de toda Europa desviviéndose por complacer aquella frágil criatura de aspecto delicado, que no podía amar sin ser correspondida.
—Fuera de bromas, querida Tania, si tan mal lo ves por aquí, ¿por qué no te anuncias en Internet y te buscas un marido en América o en Europa?
—¡Masha, estás de broma, eso son tonterías!
—¿Tonterías? ¿Te acuerdas de María Mijáilova?
—¿Mijáilova? Claro, su familia vivía junto a nuestra casa de la calle Nevski... ¿Qué ha sido de ella?
—Pues eso, se anunció en Internet, encontró un marido en California, vino a verla y se casaron en menos de dos semanas. ¡Ya tiene dos hijos americanos!
—¡Pero yo no quiero tener más hijos, y mucho menos americanos!
—No me refiero a eso, pero tú también podrías encontrar un buen partido en el extranjero; un buen hombre con buena posición que te ayudara a ti y a tu familia. Un extranjero con buena posición puede hacerse cargo fácilmente de vosotras dos.
—Masha, no sé si estás hablando en broma o en serio, pero ¿cómo voy a dejar sola a mi madre? ¿Qué iba a ser de Anya en un país desconocido, sin amigas y sin entender la lengua, ahora que está a punto de ingresar en la escuela de ballet y empezará el primer año danza clásica. ¡Es su ilusión y creo que tiene posibilidades!, ¿cómo voy a hacerle esta faena?
—¡También hay escuelas de ballet en otros países y los niños se adaptan enseguida! ¿Por qué no piensas en ti misma por una sola vez?
—¡Ya lo hago! ¿Pero, qué puedo hacer?
—¡Muévete, intenta algo, prueba esto o lo que sea, pero sé un poco egoísta y piensa que dentro de unos años ni siquiera tendrás esta posibilidad! ¿Qué te cuesta probar? Es gratis, no te costará nada y podrás conocer otras gentes... ¡quién sabe, Taniushka, lo que nos tiene reservado el destino!
Tania parecía tomarse los consejos de su amiga con cierto interés y trataba de hacerse una idea de las posibles consecuencias de que su fotografía apareciera en Internet y fuera accesible en todo el mundo. Tendría que rellenar una ficha en la que indicara cuáles eran sus gustos y sus deseos y, sobre todo, por qué estaba allí. Pero le pareció un disparate impropio de una mujer seria y normal, como si fuera incapaz de conocer otros hombres con las mismas o mejores cualidades y en su propio país.
—Bueno, Masha, querida, ya sé que eres una buena amiga y te preocupas por mí, pero me parece que no es una buena idea... Pero podemos vernos más a menudo. ¿Por qué no vienes un día a la granja de mi hermano Nikolai, pasamos el día juntas y me ayudas a cuidar la huerta?
—¡Eres imposible, Tania! ¡Con esas manos de violinista y sigues trabajando en la huerta! Tienes que tomarte en serio lo que te he dicho, no puedes dejar que pase el tiempo y pierdas la última oportunidad de rehacer tu vida y vivir como una mujer normal, rodeada de tu familia, de tu marido y de tus hijos y que podáis envejecer juntos y en paz. ¡No es mucho pedir! Pero el tiempo vuela y, a veces, una pierde las ganas de volverlo a intentar...
—Está bien, lo pensaré, te lo prometo ¡pero en Internet...! ¿No sería mejor acudir a bailes o a fiestas, como se ha hecho siempre?
—Tania, si te animas sé práctica por una vez. ¿Qué puedes esperar de este país? ¿No ves cómo estamos viviendo aquí? ¿Crees que vamos a ir a mejor? ¿Sabes cuánto gana un obrero normal en Norteamérica: ¡dos millones de rublos al mes, cuando aquí no llega a los doscientos mil! Y tú puedes aspirar a algo más que a un simple obrero! Si yo estuviera en tu lugar ¡ya estaría a diez mil kilómetros de aquí! No me interpretes mal, yo también quiero a mi país, pero podría seguir queriéndolo igual, aunque estuviera en California, pero al menos mis hijos tendrían un futuro más prometedor.
Masha no quiso insistir más porque su sentido de la responsabilidad le podía llevar a perder a una de sus mejores amigas, pero tampoco ella era feliz y estaba segura que, de no tener la responsabilidad familiar, hubiera emigrado a cualquier otro país. Estaba hablando por sí misma, como si fuera ella la que tendría que tomar esa importante decisión.
Tania consultó el reloj y, de un salto, se puso en pie soltando la mano de Masha que estrechaba en un impetuoso gesto de solidaridad y afecto después de su imaginativo juego sobre sus hipotéticos amores apasionados a través de media Europa:
—¡Dios mío, es tardísimo y tengo que hacer algo de cena para mi pobre madre!
—Adiós y cuídate querida Taniushka. Sólo se vive la vida una vez y pasa volando... ¡y eres tan joven y frágil!...
Tania agradeció la ternura de su amiga, le dio un último y caluroso abrazo y sintió que debía volver cuanto antes a la realidad y comportarse como una juiciosa mujer con serias responsabilidades familiares.
—Dale recuerdos a Andréi y a los niños de mi parte —terminó Tania asegurándose de no olvidar la bolsa de plástico con las preciadas naranjas.
—Se los daré, querida, cuídate mucho y, lo dicho, piensa en ti misma un poco más.
Tania sonrió con cierta melancolía, abrazó a su amiga, y se encaminó hacia la vieja casa de su madre.
La familia de Tania
Tania cruzó una avenida bordeada por viejos abedules y algunos guindos y manzanos floridos al otro lado de las vallas de madera de las viejas dachas de estilo popular que sobrevivieron la barbarie nazi, ennegrecidas ya por el tiempo, y se detuvo ante el umbral de una de ellas. Abrió el pestillo, se introdujo en el jardín donde la hierba y las enredaderas en estado silvestre trepaban por todas partes, dejando apenas el sendero que conducía al amplio porche entarimado de entrada a la casa.
—¡Mamita, ya estoy aquí! —gritó desde el jardín con la intención de que su madre no creyera que había alguna persona extraña en la casa. Casi al mismo tiempo se abrió precipitadamente la puerta de entrada, primorosamente tallada pero grisácea y descolorida por falta de una nueva capa de barniz, y apareció la pequeña Anya, que como desbocada, saltó los escalones del porche y se abrazó a su madre como si no la hubiera visto en años.
—¡Mami, mami!
—¡Anya, por Dios, no te abraces tan fuerte que me vas o romper un hueso!
—Mami, la abuela me ha bordado unos patitos preciosos en el delantal del colegio. ¡Ven, que te los voy a enseñar!
—Está bien, Anya, pero ¿cómo quieres que los vea si no me dejas ni andar?
La pequeña Anna parecía haber heredado sus rasgos de algún remoto ancestro de origen mongol. Era delgada y elástica, como una de las bailarinas habituales en los ballets del teatro Bolshoi de Moscú. Su cabello era largo y lacio de un brillante color castaño. En cuanto a los delicados rasgos de su rostro, estaban modelados con exquisita delicadeza y armonía, y sus bellos ojos negros y rasgados, no dejaban ninguna duda de que se trataba de una gloriosa mezcla entre eslava y oriental. Se separó de su madre con cierto desconsuelo, pero la cogió de la mano tan fuerte como si tratara de evitar que se pudiera escapar.
El sol ya no cubría los guindos en flor y las sombras traían una fresca brisa que vapuleaba las florecillas hasta hacerlas desprenderse de las yemas. Un grueso gato acurrucado en una esquina del porche se relamía el denso pelaje deteniéndose por momentos para contemplar sin demasiado interés el espectáculo familiar. En ocasiones se pasaba la pata por detrás de las orejas ladeando la cabeza y entornado los ojos verdes y brillantes.
—¡Pronto lloverá! —comentó Tania al contemplar la escena del viejo gato—. ¡Cuando el viejo Taras se pasa la pata por detrás de la oreja quiere decir que va a llover
—¡No sabe más el gato que mis huesos! —dijo la madre desde el zaguán de la puerta, apoyándose pesadamente sobre un bastón—. No pasará de mañana que tengamos otra vez el frío y la nieve... Taniushka, querida, esta nieta mía es un torbellino, en media hora ha limpiado y ordenado ella sola toda la casa sin que yo le diga nada... ¡Ay, si su abuelo la hubiera conocido!
—Madre, déjese de lamentos... Voy a preparar algo de cena porque para postre... ¡tenemos naranjas!
—¿Naranjas? ¿Has comprado naranjas, mami?
—Sí, hija, pero cómetelas como si fueran de oro.
—Hija, ¿por qué compras esas frutas tan caras? ¿Es que no había manzanas en el mercado? ¡Qué necesidad tenemos de esos lujos! Guárdalas para Anyuta...
—¿Crees que las he comprado para mí?
Una vez en el interior de la casa, la pequeña Anya sacó con ansiedad la naranjas de la bolsa, las contempló como si se tratara de su juguete preferido, las olió con un expresivo gesto de placer y exclamo:
—¡Huelen muy bien! ¡Nada huele así en nuestro país! ¿Es verdad que las naranjas vienen de un país que se llama España? ¿Y que hay lugares donde crecen por millones en campos repletos de árboles hasta donde no alcanza la vista? ¿Es verdad que las flores del naranjo no son como las de los guindos de la abuela y huelen tan bien que vuelve locas a las hadas del campo y que por eso hacen que crezcan tantas?
—¡Qué imaginación tiene esta chiquilla! —comentó Tania tratando de ayudar a su madre para que se sentara en una silla junto a la gran mesa camilla situada justo debajo de la gran ventana que daba al jardín.
—¡Ya tiene a quien parecerse! —comentó la madre, acomodándose con gestos involuntarios de dolor—: Cuando eras como ella te pasabas horas hablando sola con el fuego de la chimenea a quien llamabas «señor fuego», y le contabas las travesuras que había hecho tu muñeca aquel día.
Tania contempló el lugar al que se refería su madre, que ahora permanecía oscuro y frío porque hacía días que se había acabado la leña y, dadas las fechas, no creían necesario volver a comprar más, y no pudo evitar sentir la agradable sensación del calor del fuego en su cara y el crepitar de la leña al arder, que le hacían creer que era una persona y que trataba de hablarla a su modo.
Anya colocó ordenadamente las naranjas en un frutero, lo puso ceremoniosamente sobre la gran mesa camilla para poderlas contemplar mientras hacía compañía a su abuela, se sentó junto a ella y le rogó con estudiada dulzura:
—Abuela, ¿por qué no me cuentas un cuento?
—Sí, es una buena idea —corroboró Tania que sabía el inagotable caudal de viejas historias que conocía su madre—. Mientras yo prepararé la cena.
—¡Ay, hijita, eres una tunanta y sabes cómo pedir las cosas, pero ¡mi pobre memoria!.. Ya casi no me acuerdo de ninguno.
—¡Vamos abuela, tú sabes muchos cuentos!
—A ver..., sí, me acuerdo de uno. Estate quietecita aquí y te lo contaré.
Anya arrimó tanto como pudo su silla a la de la abuela, se removió en el asiento como un perro que busca la mejor postura para acurrucarse, apoyó los codos sobre la mesa, sujetándose con las mejillas con sus manos y se quedó mirando fijamente las doradas naranjas que tenían la cualidad de hacerla viajar por mundos fantásticos de hadas enloquecidas por la intensa fragancia de los naranjos en flor.
Snegurochka1
—Había una vez —comenzó la anciana solemnemente—, en un sencillo hogar de una humilde isba, donde brillaban unos troncos encendidos y por la ventana entraba la luz fría de la mañana blanca de nieve, dos viejecitos que se habían recogido al amor de la lumbre, y donde la abuela Marucha rodeaba de brasas la marmita donde bullía la sopa en un hervor lento. La abuela Marucha estaba triste. El paso de los años la había encorvado con su pesadumbre y había blanqueado como la nieve sus antaño hermosos cabellos negros. Habían pasado los años llevándose la ilusión de los dos viejos; la ilusión de tener una hija que les hubiera llenado de felicidad.
La pequeña Anya ya conocía esta historia, pero no le importó que su abuela se lo volviera a contar. Estrechó su mano como si tratara de demostrarle que ella era una abuela afortunada porque la tenía a ella. La anciana correspondió el gesto afectuoso de su nieta, acariciando su suave cabellera.
—El anciano Yuchko, que así se llamaba el abuelo, llevó una gavilla de palos secos con que avivar el fuego. La cocina se llenó del rumor de la leña al arder. Desde fuera llegaban las alegres voces de unos niños que jugaban. El viejo Yuchko se asomó a la ventana y veía como los niños bailaban y reían formando un corro alrededor de una figura de nieve.
«—Oye, Marucha, ven y verás qué muñeco han hecho los niños —dijo Yuchko con entusiasmo. Los dos ancianos se reían viendo la felicidad de los niños. El muñeco de nieve, gordo, rechoncho, tenía cierto parecido con el alcalde del pueblo—. ¡Demonio de chiquillos!»
—¡Este año nosotros en el colegio hicimos un muñeco que se parecía a la directora —interrumpió Anya que parecía revivir ella misma aquellas alegres escenas invernales—. Le pusimos una nariz de palo que se parecía a su nariz de loro viejo y unas gafas con rodajas de patata, casi tan gruesas como las suyas. Pero no se enfadó, ni dijo: ¡Demonio de chiquillos!
—Bueno, Anyuta, no interrumpas y déjame continuar.
—¡Sí, abuela, perdona!
—Pues al ver el muñeco que habían hecho los niños, de pronto Yuchko cesó de reír y dijo:
«—Marucha, vamos a ver si nosotros podemos hacer también un muñeco, pero pequeñito, ¿quieres?
»—Pero, hombre, ¡qué cosas tienes! ¿No ves que la gente se reiría de nosotros? Ya somos demasiado viejos para hacer esas cosas de niños.
»—No importa —insistió el viejo Yuchko—. Ya verás: procuraremos que nadie nos vea. Haremos un muñeco pequeñito; como una niña; así, muy pequeñita».
La abuela trataba de mostrar a Anya, separando ambas manos apenas unos centímetros, cómo sería el tamaño del muñeco de nieve. Anya sonrió porque le parecía excesivamente pequeño para ser una niña, pero recordó la advertencia y no dijo nada. La abuela continuó:
—La buena de Marucha se dejó convencer. Retiró del fuego la marmita, se encasquetó un gorro de piel y salió con Yuchko. Al pasar junto a los niños se detuvieron a jugar con ellos, saltando y cantando con la misma alegría de vivir. Después se alejaron poco a poco hasta llegar a un bosque donde los árboles eran altos y la nieve era blanquísima, y no había sido hollada por nadie. Los viejecitos comenzaron a amontonar nieve. Los dos, arrodillados, iban dando forma a una niña pequeñita, como una recién nacida. Ya estaba formado el cuerpo. Ahora la cabeza. Un montón de nieve encima para que tuviera abundantes cabellos...
«¿Una niña recién nacida con abundantes cabellos?» —pensó extrañada Anya, porque eso no podía ser. A ella le había costado años conseguir su larga melena. Pero volvió a callar y se limitó a hacer un guiño de desacuerdo, pero con cierto disimulo para que la abuela no interrumpiera el cuento.
—Dos puñados más de nieve para las mejillas, un poquito, muy poco, para la nariz, dos agujeros grandes para los ojos... ¡Ah! Ya estaba terminada la obra. Era preciosa. Se abrazaron mirando su maravillosa escultura y bailaron de alegría; pero de pronto se detuvieron atentos. Habían observado algo extraño. Fueron acercándose. Miraban asombrados y silenciosos.
La abuela bajó su tono de voz y con cierta misteriosa complicidad, se acercó la niña, casi rozándole las mejillas. Anya empezaba ya a imaginarse la razón: ¡aquel muñeco de nieve se convertiría en una niña de verdad! La abuela continuó el relato confirmando sus sospechas:
—Los dos agujeros de la cabeza del muñeco se llenaron de un hermoso color azul, y se convirtieron en unos alegres ojillos, como los tuyos. La cara ya no era blanca; las mejillas se tornaron redondas y rosadas, y la boca se movía en una deliciosa sonrisa. Un soplo de viento hizo temblar la nieve, que se volvió en largos cabellos dorados bajo un gorrito de piel y un blanco vestido que se confundió en pliegues con la nieve del suelo.
Anya sonreía feliz imaginando la dicha de aquellos ancianos y solitarios campesinos al ver que su sueño se había hecho realidad y ya tenían una hijita. La abuela juntó las manos como si gesticulara un rezo de acción de gracias de los felices ancianos al ver semejante milagro, y prosiguió más animada:
—El tosco muñeco se había transformado en una niña preciosa como una criatura de ensueño. Los dos ancianos se miraron asombrados. No podían creer lo que veían. Sí, sí, era verdad; no era un sueño; la niña estaba allí muy cerca y se movía y tendía los brazos llamándolos. Y al cogerla y sentir el calor tibio y el beso con que los acariciaba sintieron que la vida les renacía en el corazón. Rápidos llevaron a la niñita en brazos y volvieron a la isba temblorosos de emoción y de felicidad.
—Menos mal, abuela, porque si no se hubiera muerto de frío —interrumpió Anya sin poderlo evitar, angustiada por la suerte de la frágil criatura, porque contagiada por la fuerza de las imágenes, ella misma sintió un súbito escalofrío.
—Una vez en el hogar, y colocada en una improvisada cuna hecha con la cesta que utilizaban para poner el pan, la abuela Marucha cantó a la niña una bella canción de cuna. De la campana de la chimenea pendía un gorrito de piel y cerca de la losa del fuego se calentaban unos lindos zapatitos blancos. El viejo Yuchko se acercó para hablar en voz muy baja:
«—¡Oye, Marucha, ya tenemos una niña! La hemos hecho con nieve. Y estoy pensando que la debemos llamar Snegurochka. ¿Te parece bien?»
—La feliz madre asintió con la cabeza. Durmieron aquella noche entre felices y temerosos de que todo hubiera sido un sueño de muy corta duración. A la mañana siguiente aún estaba a su lado la niña, riendo y hablando contenta. Porque hablaba ya, y había crecido en tan poco tiempo y sus cabellos eran mucho más largos. ¡Era maravilloso!
Anya apretó con fuerza la mano descarnada de su abuela para hacerla ver que ella también estaba feliz sin necesidad de interrumpirla.
—Aquel día hubo gran fiesta en la casa. La abuela Marucha se afanó en preparar toda clase de dulces y golosinas. El abuelo Yuchko llamó a los músicos y a todos los niños de la aldea. Los bailes, las canciones y la alegría se prolongaron hasta bien avanzada la madrugada. Los niños soñaron toda la noche con la preciosa Snegurochka de cabellos de oro y de hermosos ojos azules como el cielo de primavera. Snegurochka parecía haberse escapado de un país maravilloso. Jugaba con los niños y les enseñaba a construir castillos y palacios de nieve con salas de mármol y fuentes magníficas. Parecía como si la nieve obedeciera a las manitas de Snegurochka, que le hacía tomar las formas más caprichosas. Y cuando danzaba para enseñar a los otros niños cómo caían los copos de nieve, primero en torbellinos y al final despacio y con suavidad, todos se maravillaban. Snegurochka era una niña de una fábula del país de las nieves.
Anya podía imaginarse perfectamente hasta el rostro de aquella niña y la creía perfectamente capaz de hacer aquellos prodigios. ¡Estaba encantada!
—Se alejaba el invierno y la tierra, abandonando la capa alba de la nieve, se cubría de un manto esmaltado de verde. Los árboles comenzaban a cubrir su esqueleto con sus hojas nacientes. El aire tibio se llenaba con el canto de los pájaros y el aroma de primavera. El sol brillaba limpio en el cielo. Una mañana la abuela Marucha cuidaba junto al fuego el hervor de la marmita rodeada de brasas, mientras el abuelo Yuchko acababa de amontonar en la cocina un haz de leña. Era una mañana casi como aquella de invierno en que vieron jugar a los niños alrededor del muñeco de nieve; pero ahora Snegurochka estaba allí alegrando la casa, junto a la ventana, mirando el prado cuajado de florecillas de mil variados colores y los árboles verdes de hojas. Pero Yuchko advirtió que la cara de Snegurochka estaba pálida y que sus ojos se empañaban de lágrimas.
Anya se sobrecogió porque instintivamente temía lo peor: por alguna razón sabía que tanta felicidad tendría que terminar en lágrimas y trató de imaginar antes de que su abuela lo desvelara, cuál sería la causa de su tristeza: ¿No tenía amigos? ¿Añoraría la nieve? ¡Sí, eso debería de ser!
«—¿Qué tienes, Snegurochka? —preguntó el viejo Yuchko preocupado—. ¿Te sientes mal?
»—No, no —respondió con tristeza la niña—. Es que me falta la nieve y no puedo vivir sin ella. La hierba verde no es tan bonita. Es más hermosa la blanca hermana».
«¿Lo ves?» —pensó angustiada Anya.
—Y Snegurochka tuvo un leve temblor. Al día siguiente apareció pálida y triste, como si estuviera enferma. Los viejos se miraron alarmados.
«¡Se va a morir! ¡Pobres viejecitos!» —volvió a pensar angustiada Anya anticipándose a la abuela.
«—¿Qué le pasa a la niña?» —preguntó temerosa Marucha a su marido. Yuchko no respondió. No lo sabía. Inclinó la cabeza para ocultar un gesto de pena. Después se dirigió a Snegurochka fingiendo alegría:
«—¿En qué piensa mi pequeña? ¿Por qué no sales a jugar al campo con los niños? ¿Es que ya no los quieres?
»—No sé, padrecito Yuchko; siento aquí dentro como si al respirar el aire tibio de la primavera se me deshiciera poco a poco el corazón —dijo la niña como languideciendo.
»—Vamos, anímate —dijo el anciano—. Ven con nosotros. Te llevaré en brazos y no dejaré que te llegue el viento. Verás qué preciosas flores hay en el campo y cuántas mariposas ha traído la primavera».
Anya apretó con más fuerza la mano de la abuela y quería decirle: «¡No, no, al bosque no, que se morirá!» —pero permaneció callada cada vez más compungida.
—Salieron los tres al campo —siguió la abuela que sentía la angustia de la pequeña Anya pero debía proseguir con el cuento tal y como era—. Yuchko abrazaba a Snegurochka para defenderla de la brisa primaveral. Un aire suave y cálido, cargado de aromas de flores campestres, les envolvió. Snegurochka se encogió estremecida. Los dos viejecitos la animaron y la llevaron a un bosquecillo florido. Al pasar junto a un grupo de árboles, un brillante rayo de sol hirió a la niña como una cruel espada. Los viejos miraron a la niña y se asustaron.
Anya estaba ya a punto de llorar y no era capaz de pedir a la abuela que no le contara el final, porque se lo había imaginado ya desde el principio.
—Snegurochka desfalleció en un grito de angustia. Sus hermosos ojos azules se empañaron y llenaron de lágrimas. Yuchko y Marucha aguardaban ansiosos y acongojados. El cuerpo de la niña se fue reduciendo, se fue deshaciendo poco a poco, y se fundió despacito hasta convertirse en menudas gotas de rocío sobre la verde hierba. Después, la nieve en las montañas se fundió con los primeros rayos del ardiente sol primaveral... Y así termina el cuento de Snegurochka...
Anya permaneció en un sepulcral silencio. Tenía ganas de llorar porque se imaginaba a los dos ancianos contemplando aquellas florecillas de vivos colores mojadas por el rocío que había sido su pequeña niña de nieve y no sabía qué decir.
—¡Abuela, es un cuento muy triste! ¿Por qué los cuentos son tan tristes?
—Casi todos los cuentos rusos son tristes, hijita, porque somos un pueblo triste.
—¿Por qué somos un pueblo triste? —insistió la pequeña dispuesta a liberarse de su angustia con una explicación que la reconfortara.
Tania, que había escuchado el final del relato y lo conocía, no pudo evitar intervenir en ayuda de la abuela.
—No es triste, Anya, es una historia emotiva y sentimental, tal y como es nuestra cultura popular. Pero, tienes que aprender a aceptar que la felicidad no dura siempre. Además, ¿no crees que a pesar de todo los viejecitos disfrutaron durante algún tiempo de una gran felicidad, mientras gozaron de la pequeña Snegurochka, y que aquello era mejor que no haberla conocido?
—Sí, es verdad, no lo había pensado, pero ¿por qué la felicidad les duró tan poco?
—¿Quién sabe lo que dura la felicidad? La felicidad puede durar tanto como seas capaz de recordar y volver a vivir los momentos felices. ¿No crees que aquellos dos ancianos serían felices siempre que recordasen a su querida Snegurochka? Si no la hubieran tenido, aun cuando sólo fuera durante unos meses, ¿cómo podrían recordarla?
—¡Es verdad, mamá! ¡Cada nuevo invierno, cuando volviese a nevar, recordarían a Snegurochka y volvería a ser felices otra vez!
—Todos los cuentos tienen una moraleja, y el de éste es que la felicidad es tan efímera como la nieve del invierno, pero que su recuerdo puede perdurar para siempre en nuestro corazón, ¿comprendes?
Anya asintó moviendo la cabeza. Volvía a sentirse feliz y reconfortada y orgullosa de tener una madre capaz de hacerla ver que un cuento que para ella era tan triste podía tener un final feliz.
—Vamos a cenar, que ya oscurece y aún tendrás que hacer los deberes.
Tania no pudo evitar recordar sus propias palabras y se sintió como una mujer envejecida y demasiado sensata: ella no se conformaría con el recuerdo, quería volver a gozar de la felicidad porque no podía encontrar ninguna razón para resignarse, como tuvieron que hacer los pobres campesinos por crear sus sueños sobre un montón de nieve que inevitablemente se tendría que fundir. ¿Por qué las personas no podrían crear lazos más consistentes y duraderos? Pero si Snegurochka no había sido capaz de superar la siguiente primavera, ella no había gozado de mucha mayor felicidad. Después de todo, tal vez aquel había sido un sabio consejo que debería aplicárselo a sí misma, acudir al día siguiente a la oficina donde aceptaban anuncios de mujeres en Internet e incluir su ficha y fotografía. ¿Qué podía perder?
Por la ventana apenas entraba ya claridad y la amplia sala se había quedado en una mágica penumbra. Tania encendió la lámpara central y de pronto el mundo mágico de Snegurochka se desvaneció para alivio de la pequeña Anya. A la luz de la gran lámpara pudo volver a contemplar las doradas naranjas que ella misma había colocado sobre la mesa y ya no deseaba otra cosa que terminar de cenar cuanto antes para poderlas saborear.
Siguen las dudas homosexuales de Olga
Como era de temer, dada la hora punta en Madrid, Olga se vio inmersa en un caos de tráfico en medio del paseo de la Castellana, rodeada de expresiones crispadas que en nada le ayudaban a serenar su angustia, al sospechar que probablemente su permanente insatisfacción no era más que una mala elección de pareja.
Se sentía incapaz de contener las imágenes brutales y poco decorosas que, sin otra elección que contemplar el vehículo de delante, asaltaban su imaginación totalmente descontrolada: eran escenas confusas de cruda homosexualidad entre lesbianas que sin duda habría visto alguna vez en las sesiones «golfas» de la televisión. Olga intentaba apartar de su mente cualquier conclusión demasiado arriesgada sobre la causa de sus depresiones, pero, por otro lado, no estaba dispuesta a ir en contra del destino si este tenía previsto proponerle un giro profundo en su sexualidad. ¿No acababa de rechazar a un hombre que desde el punto de vista de cualquier mujer era muy atractivo? Y, sin embargo, no sólo lo despreció sino que le repugnaba. ¿No habían sido sus relaciones sexuales con Toni una permanente frustración? ¿No hizo el amor con él la primera vez porque deseaba tener un hijo, sin importarle su opinión, por lo que le había engañado sobre la imposibilidad de quedarse embarazada? ¿No se había prestado, no obstante, a seguir con aquella farsa por la insistencia de su padre para que le diera más nietos? Si siempre había hecho lo que los demás querían que hiciera, ¿por qué no hacer ahora lo que a ella le viniera en gana? ¿De qué le servía su posición? ¿Para qué quería el dinero? ¿Para tirarlo estúpidamente en ropa que nunca llevaría sólo porque necesitaba desahogarse?
De pronto, y con gestos agresivos, marcó el intermitente de la derecha y empezó a forzar a los otros coches para que le hicieran paso porque deseaba aparcar en el primer lugar disponible, relajarse y tratar de alejar de su mente aquellas indecorosas imágenes que la atraían pero que la hacían sufrir. Su rostro, habitualmente relajado e inexpresivo, se crispó bruscamente y, por primera vez, vio a través del espejo retrovisor unas feas arrugas que aparecieron sobre su frente y en las comisuras de los labios, que apretaba casi hasta sentir dolor. Aparcó el coche sobre la acera, despreocupándose por la multa casi segura, y se dirigió en busca del primer bar adecuado para tomar cualquier cosa y no moverse de allí hasta no reflexionar seriamente sobre aquella vergonzosa sensación. De una vez por todas trataría de afrontar los hechos con la mayor serenidad y como una persona adulta que debía aceptar la realidad por dura y conflictiva que pudiera ser.
Caminó sin rumbo fijo buscado un lugar apropiado, pero sólo encontraba bares con barras atestadas de clientes, hombres y mujeres que habrían terminado su jornada laboral en los cientos de oficinas de la zona. Tal vez abogados o fiscales del cercano Palacio de Justicia y sus correspondientes secretarias. Ellos en mangas de camisa y ellas con cierto aire descuidado, agrupados en corros de acuerdo a cada negociado o empresa, sujetando un vaso de cerveza a medio beber, intentando alcanzar las tapas de la barra, para llevárselas cuidadosamente a la boca sin mancharse la camisa del aceite que chorreaban grasientas anchoas, pequeños trozos de carne guisada en minúsculas cazuelas de barro, o porciones de jamón ibérico rociados con abundante aceite de oliva.
Abandonó las calles principales y se adentro por las callejuelas próximas al barrio de Chueca. Estaba cansada y le ardían las sienes, así es que empezó a desistir de su propósito y resignarse a compartir un pequeño espacio en una de aquellas abarrotadas barras con olor a refritos, tomar un agua mineral y regresar en busca del coche, si todavía no se lo había llevado la grúa.
De pronto alguien la increpó cruzándose en su camino extendiendo perezosamente la mano a la altura de sus muslos.
—¡Dame un euro, anda!
El primer instinto fue librarse de aquella inoportuna mendiga, de aspecto estrafalario, rodeando el cuerpo que yacía sentado sobre la acera, pero el rostro de aquella casi impertinente pordiosera le produjo una extraña sensación porque no respondía ni mucho menos a lo que inconscientemente esperaba: era una joven, tal vez adolescente, de rasgos vivaces y joviales. Tenía un abundante cabello rubio recogido sobre la nuca con un estrafalario moño sujeto con una enorme peineta de cuero, la frente redonda y carnosa, seguían a unas cejas descuidadas pero armoniosas y perfectamente curvadas sobre dos ojos grandes y azules. La nariz era pequeña y graciosa, y los labios, algo resecos, tal vez por el tabaco o por calor, eran grandes y voluptuosos que remataban en una barbilla redonda y sensual. El resto del cuerpo sólo podía imaginárselo, porque estaba cubierto por auténticos harapos, restos de prendas tal vez originales y con cierto estilo, pero gastadas y hasta rotas por el duro callejear de aquella inquietante adolescente.
La chica, con mirada confusa, entre melancólica y sarcástica, había retirado el brazo para permitirle el paso y ensayar el mismo gesto con el siguiente viandante, cuando Olga se detuvo bruscamente, rebuscó en su bolso y sin percatarse de lo que era, le entregó a la sorprendida adolescente un billete de veinte euros, tratando de ocultar cualquier emoción.
—¡Veinte machacantes! ¿Oye, tía, no te habrás equivocado? ¡Son veinte euros!
A Olga le daba igual que fueran cincuenta, sólo quería escuchar el ritual «gracias» y seguir su camino en busca de su agua mineral, pero la joven se lo impidió.
—Oye, tú, guapa, que yo no quiero abusar. ¿Estás segura que sabes lo que me das? —y se incorporó pesadamente para discutir más confortablemente aquella inesperada donación.
Al verla de pie, con su rostro redondo y carnoso, su manos regordetas sujetando el billete y aquella expresión de agradecimiento y sorpresa, Olga no pudo evitar sentir un inesperado afecto por aquella adolescente, por lo que, a pesar de que en un principio no sabía cuánto le estaba dando, se reafirmó y hasta le rogó que lo aceptara:
—¡Claro que sé que son veinte euros! ¿Y qué? ¿Es que no te hacen falta?
—Claro, guapa, pero qué sé yo... es mucha pasta, me mosquea, ¿sabes?...
La adolescente no quería ofender a aquella señora con aspecto acomodado porque la veía tensa y nerviosa y hasta pudiera ser que estuviera loca, pero estaba demasiado acostumbrada a la calle para asumir que la gente siempre daba algo a cambio de algo, aunque algunos no se atrevieran a confesarlo, así es que trató de enumerar mentalmente las causas de tan generosa donación. Por otro lado, a esos veinte euros podrían seguirle otros veinte más si sabía llevar adecuadamente aquel asunto. La gente rica puede permitirse ser excéntrica, pero detrás de cada excentricidad siempre había un deseo oculto.
Olga no sabía que contestar porque ella misma se hubiera sorprendido si estuviera en el lugar de la adolescente, pero al mismo tiempo se sentía atrapada por su subconsciente: era evidente que nunca hubiera hecho una cosa así de no haber sido por la grata impresión que le produjo aquel rostro juvenil y sonrosado. ¿Era una jugada del destino? ¿Estaba siendo probada? ¿Cómo debería reaccionar? Trató de quitar importancia al suceso y justificarse de la manera más convencional posible:
—Me gusta ayudar a la gente que lo pasa mal, pero si te ofende, devuélvemelos y te doy lo que necesites, ¿vale?
—No, tía, si los necesito, pero ¡a ver si me entiendes!... ¿A ti te pasa algo, no? —preguntó de pronto la joven haciendo un extraordinario alarde de sabiduría propia de una madurez inesperada para su edad, que sólo la calle podría dar.
—¿A mí? ¿Por qué lo dices, por el dinero? —Olga se vio atrapada por la súbita sensatez y perspicacia de aquella joven, a la que sentía ya muy por encima de ella y que seguramente la haría su confidente.
—¡No, son cosas mías, me lo parece! ¡Yo también he tenido pasta y he hecho cosas como éstas cuando estaba depre! Oye, ya que estoy forrada te invito a una birra, tía, que me muero de sed.
Olga intentó rechazar la invitación porque sentía cierta aversión por estar en compañía de una joven que vestía harapos y se expresaba con tanta vulgaridad, pero ella también estaba sedienta y cansada. Se dejó llevar con la docilidad de un niña a punto de tomar la primera comunión y después de recorrer varios callejones, terminaron en una especie de guarida para gente marginal de aspecto duro y anti cualquier cosa que estuviera establecido, por eso al ver entrar a Olga, con su abrigo rosa de diseño, vestida con un conjunto traje de chaqueta escrupulosamente blanco, medias de seda y zapatos también blancos a juego con el vestido, sitió en aquellas miradas un irresistible deseo de agredirla.
—No hagas caso, son todos unos chorras. ¡Mucha pose y poco cerebro! ¡Parecen unos quinquis, pero la mayoría tiene un buen trabajo, se disfrazan para molar y tirarse el moco con los colegas! ¡Es un asco, pero así es esta ciudad!
Olga estaba decidida a no tomar nada y limitarse a hacer compañía a la joven rebelde, porque se sentía violenta y le repugnaba la idea de beber en un vaso que probablemente no habría sido lavado con las mínimas medidas de higiene. En realidad, no utilizaban vaso y bebían las cervezas directamente de la botella.
—¿Quieres una birra? ¡Perdona, oye, es que se pega esta forma de hablar! No creas que yo soy así, tengo tres años de letras; iba para filóloga y ya ves, he acabado hablando «cheli» como todos estos troncos... ¿Te apetece una cerveza?
Olga permanecía tensa y confusa. Jamás hubiera entrado en un sitio así de no haber sido por aquellas especiales circunstancias. De pronto sintió la necesidad de despedirse de la joven, salir de allí y olvidarse de aquel extraño suceso, pero la mirada entre ingenua y perversa de la adolescente la tenían clavada al destartalado taburete donde casi sin darse cuenta se había sentado.
—¿No te gusta el sitio? A mi tampoco, no te creas, pero cuando vives en la calle, aquí te buscas la vida, ¡para ir tirando!
De pronto Olga sintió curiosidad por saber algo más de aquella inesperada amistad, pero sólo por morbo; algo para poder contar cuando volviera a encontrarse con Tita Suárez, a quien esta adolescente superaba seguramente en experiencia de la vida.
—Está bien, supongo que tendrán whisky aquí; un whisky con hielo y sin agua.
—¡Joder con la monja! ¡A ver si se lo toman a cachondeo, porque aquí, a lo sumo, pedimos cerveza de importación!
—Si no tienen, pide una copa de coñac, pero de marca.
—¡Bueno, bueno, ya se ve que necesitas colocarte!
—Suelo tomar una copa a estas horas porque me sienta bien y un poco de alcohol estimula la circulación y abre el apetito.
—Ya veo, ¡todo muy científico!
—Oye, ¿te molesta que te pregunte algo personal?
—¡Depende lo personal que sea, no me gusta hablar de mi vida sexual, por si es eso lo que te interesa!
Olga sintió como un latigazo porque se dio cuenta de que en todo el tiempo que había pasado con aquella adolescente su aturdimiento le había impedido pasar de cierta curiosidad convencional: cómo se llamaba, quién era, por qué se encontraba en aquellas circunstancias y todo eso, pero estaba segura de que en ningún momento habían pensado en ella como una posible e inesperada amante para poner a prueba su torturada sexualidad.
—¡No, mujer, que ocurrencia! ¿Eres siempre así de clara? Para empezar, ¡no sé ni cómo te llamas!...
—Ah, sí, presentaciones, claro. Me llamo Pili, eso es todo. ¿Y tú?
—¿Yo? Olga...
—Mejor sin apellido —interrumpió la adolescente—, no me gustan los apellidos, te recuerdan cosas desagradables. Yo me los quitaría pero no te dejan, así que me quedo con Pili a secas y listo.
El camarero vestido con el mismo aparente estilo rebelde de sus clientes, les sirvió una cerveza de importación y el whisky con hielo que colocó en el orden correcto porque ya sabía los gustos de la adolescente.
—¡Por ti, Olga como te llames! —brindó con descaro la joven.
—¡Bueno, pues por ti también, Pili como te llames!
Olga bebió con cierto asco mal disimulado un insignificante trago del vaso teniendo cuidado de no tragarse también el hielo. Lo dejó sobre la mesa grasienta y no pudo evitar quedarse unos instantes contemplando una vez más el rostro regordete y agradable de aquella joven que irradiaba cierto candor sensual pero perverso a la vez. Tal vez le recordaba a alguna de sus viejas compañeras de internado.
—Vale, no te comas el coco, te resumiré mi vida en ocho palabras: ¡estaba hasta los ovarios y me escapé de casa. ¿Ves?, ¡ocho justas... bueno, creo que son nueve!
Olga no dijo nada, seguía pensando a quién de sus antiguas compañeras de internado podría recordarle, pero no porque eso le importara sino porque le resultaba muy violento seguir indagando sobre las razones que la habían impulsado a echarse a la calle, y mucho menos saber si estaba o no preocupada por ello: era evidente que lo llevaba con cierta soltura y ya habría pasado más de un mes o tal vez años fuera de su casa. Incluso era probable que sus padres la hubieran echado o, en todo caso, que se hubieran despreocupado por ella. Madrid estaba lleno de casos así.
—¿No preguntas nada? —le insinuó la joven sin poder evitar cierta expresión de asombro.
—¿Qué quieres que pregunte?
—¡Pues, tía, lo normal en estos casos: que si mis padres saben dónde estoy; que cuántos años tengo; que si soy menor de edad; que si me molestan los tíos. ¡Qué sé yo, lo que me pregunta todo el mundo! ¿Sabes?, me parecías una pija despreciable y si te invité fue porque me quedé flipando por los veinte euros, pero no porque me apeteciera. Pero ahora veo que a lo mejor no eres tan pija y entiendes las cosas...
Olga pensó que era cierto que no le interesaba conocer más detalles personales sobre ella. Incluso se preguntaba qué le había empujado a entrar en aquel repugnante bar con una chiquilla sucia y descarada.
—¡Cada cual tiene sus razones, supongo que tú tendrás las tuyas!
—Ya, pero me has sorprendido, incluso te hubiera contado mi vida si me lo hubieras pedido. Me has dejado un poco desconcertada. ¿Sabes?, a lo mejor no hay que ser tan liberales...
—Bueno, entonces, cuéntamela si crees que te hará algún bien.
—¡Vale, tía, me gusta como te enrollas! Pero ahora te pregunto yo: ¿Eres una tía de pasta? Ya me entiendes, de esas que compran ropa en Serrano, se van de fin de semana a la Sierra y tienen dos o tres amantes?
Olga volvió a sonrojarse. Le estaba tirando dardos directos y sin andarse con rodeos y ella no deseaba parecer un mojigata sino todo lo contrario, estar a la altura de las circunstancias, y si era posible, por encima de aquella descarada jovenzuela. Por tanto decidió que era mejor ir al grano y perder el miedo a las formas, que con aquella chica sería totalmente inútil:
—Sí, soy rica, me compro la ropa en Serrano y a veces voy a la Sierra, pero no tengo dos amantes; ¡no tengo ningún amante!
Inesperadamente la joven cogió su mano, la apretó con fuerza y mirándola fijamente a los ojos, con una irresistible ternura infantil, le dijo:
—¡Tía, me encantaría que fuéramos amigas!
Olga no se atrevió a retirar la mano porque la expresión de la joven no parecía encerrar ninguna perversidad sino un ingenuo y puede que sincero deseo de conseguir su amistad. Como si fuera ella la primera persona que la trataba con amabilidad y comprensión. Pero, al mismo tiempo, aquella mano suave y húmeda que apretaba la suya le produjo una estremecedora sensación de placer que le recorrió todo el cuerpo y no se atrevía a moverla por temor a que la soltara y desapareciera aquella agradable sensación.
Pero la joven siguió estrechando con fuerza la mano y Olga empezó a pensar con cierta inquietud que tal vez la había tomado por una lesbiana y estaba tratando de comprometerla. Era una situación confusa y tan nueva para ella que carecía de la experiencia necesaria que le indicara qué debía hacer. Al ver la expresión tensa y confusa de Olga, la joven soltó su mano.
—¡Perdona, a lo mejor me he pasado de emotiva!.. ¡Cuando vives en la calle se necesita tanto una amiga!.. Esto es muy duro, ¿sabes? La mayoría de las tías en este ambiente están enganchadas y te dan lástima, pero no puedes mantener una amistad normal con ellas... Y los tíos,... bueno la mayoría son unos camellos, malviven puteando a quien pillan. Te utilizan, te engañan, ¡qué sé yo! No se puede tener amigos cuando vives en la calle, por eso... bueno ya me entiendes... Creía que eras un pija borde de esas que te echan medio euro y pasan de ti, pero ¿qué quieres? ¡me has sorprendido desde el primer momento y en el fondo echo de menos muchas cosas... Sobre todo tener una buena amiga... y cuando me has dicho que te contara mi vida... ¡bueno, pues que me he emocionado, coño!
Olga escuchaba confusa porque no acaba de entender aquel inesperado torrente de sentimientos, tal vez porque utilizaba un lenguaje poco habitual para ella, pero se sintió obligada a corresponder aquellas sinceras declaraciones con algún gesto que la reconfortara, y fue ella esta vez quien estrechó la pequeña mano de la joven volviendo a sentir la misma sensación agradable que fluía como una suave descarga por todo su cuerpo. Ensimismada en aquella nueva sensación no se percató de que la joven trató cortésmente de liberarse de ella transcurrido un lapsus de tiempo razonable.
Las dos mujeres quedaron pensativas y entregadas a sus propias sensaciones: la joven no estaba segura de que aquella mujer le correspondía con la misma sinceridad que ella y Olga sospechaba que el destino había vuelto a intervenir poniéndole a esa grosera pero incomprensiblemente dulce jovencita en su camino. No sabía qué hacer, pero era necesario que aquella amistad tuviese continuidad.
—¿Dónde vives? —le preguntó Olga, como primer paso para llevar a cabo su estrategia.
—Comparto una buhardilla con unos troncos.
—Es decir, que no tienes casa.
—No, la verdad es que estoy allí de paso.
La joven, que había recuperado su carácter desconfiado habitual, estaba esperando que Olga le hiciera algún tipo de proposición, como invitarla a su casa o algo así.
—Tal vez yo podría ayudarte, si tú quieres, claro.
—¡Claro!
—No puedo prometerte nada, pero si nos vemos mañana te diré si he podido conseguir algún sitio donde pudieras quedarte unos días, o tal vez un mes...
—¡Vale, qué guay!
—Entonces, hasta mañana.
—¿Aquí mismo?
—Sí, ¿por qué no? A las doce del medio día, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo, aquí estaré!
Olga se levantó dispuesta a tomarse aquellas veinticuatro horas para meditar el asunto con más frialdad. La joven no sabía nada de ella, podría salir de aquel bar y no volverla a ver. No se había comprometido y no tenía por qué hacerlo. La joven trató de besarla por simple cortesía pero Olga no se prestó, se limitó a estrecharle una vez más su mano pequeña y regordeta, pero esta vez no tuvo la misma sensación.
Sí, era cosa del destino, y la decisión que tomase sería también parte de ese destino del que ella, por muchos prejuicios que tuviera, no se podría librar.
Los sueños húmedos de Olga
Al salir del bar Olga se sintió aliviada, porque durante el tiempo que permaneció en él los otros clientes no dejaron de observarla y hacer comentarios y gestos que no parecían muy amistosos y temía que pudiera agredirla en cualquier momento. En la calle se sentía más segura pero no menos desconcertada y temerosa. No conocía el barrio y sabía que aquel no era su lugar, por lo que debía salir de allí cuanto antes. Trató de orientarse sin encontrar nada que le resultara familiar, caminó poseída de un ímpetu que no se correspondía con su verdadero estado de ánimo. Finalmente las calles se hicieron familiares, se relajó y aflojó el paso al ritmo del resto de los viandantes.
Cuando se serenó sintió que era el momento de recapitular acontecimientos, y que ya no tenía prisa por encontrar su coche, porque le obligaría a reincorporarse al denso tráfico una vez más, lo que distraería sus pensamientos. Como si se tratara de una película, trató de rebobinar las imágenes del día y ver de qué manera podía relacionarlas entre sí: Primero aceptó la cita a ciegas que le preparó Tita Suárez y que había resultado un fracaso, aun cuando en un primer momento no era capaz de saber por qué, ya que el polaco no hablaba tan mal español y, de haberlo querido, se hubieran podido entender perfectamente. Entonces algo inexplicable debió de asustarla, tal vez el hecho de que aquel hombre había acudido a la cita convencido de que tenía ante sí una conquista segura: hombre guapo de aspecto playboy seduce a mujer casada e insatisfecha de buena posición ¡Era demasiado grosero y tal vez fuera eso lo que le repugnó! Pero, después de cometer la estupidez de comprar un vestido extremado que nunca se pondría, empezó a ver las cosas de otra manera: no le importaba que aquel playboy se creyera un seductor irresistible, si le hubiera gustado de verdad eso no hubiera sido un obstáculo en absoluto: «Todos los hombres se creen unos seductores, pero somos nosotras quienes nos dejamos seducir y ¡sabe Dios por qué razón siempre tenemos que ceder!», pensó sin demasiada convicción porque ella no los encontraba seductores. ¡Sencillamente, aquel hombre no le gustaba y era probable que tampoco le gustaban los demás! Fue entonces cuando volvieron los recuerdos del internado; del impulsivo deseo de tener un hijo varón, porque de haber sido una niña probablemente la hubiera abortado o hasta incluso dado en adopción; y aquellas confusas relaciones sexuales entre dolorosas y satisfactorias que había tenido que soportar durante todos aquellos años y que ahora no sabía muy bien por qué. Sus padres querían más nietos pero eso no justificaba su entrega a un hombre que no deseaba. Luego vino aquel inesperado encuentro con la adolescente que, a pesar de su lamentable aspecto exterior, resultó ser una joven atractiva y, sobre todo, extrañamente sensual. Su irresistible e ingenua perversidad le había recordado inesperadamente a ella misma cuando tenía su edad, especialmente durante su internado, donde gozaban haciendo toda clase de pequeñas maldades, como provocar a los chicos del otro internado local, fumar como una carretera, aunque le sentara mal, decir el mayor número posible de palabrotas y provocar alborotos, riñas y peleas para desquiciar a las monjas y cuidadoras y, sobre todo, aquellos juegos eróticos que con la excusa de mostrar lo que harían si tuvieran en sus brazos a alguno de aquellos chicos del otro internado, acababan convirtiéndose en besos y caricias que en la oscuridad cómplice de los dormitorios, le habían producido innumerables e inconfesables orgasmos. Aquello que creía que no eran más que travesuras de adolescentes se estaban convirtiendo en una obsesión, porque desde entonces no había sentido la misma satisfacción y Toni no había sido el único hombre con el que había hecho el amor, siempre con el mismo resultado de insatisfacción. Así es que, de pronto, en medio de aquel caos de sensaciones que había provocado el inesperado rechazo del polaco, había terminado por enfrentarse ante lo que de forma tal vez inconsciente no quería aceptar. Recordó la mano regordeta y húmeda de la joven estrechando la suya y se imaginó cómo podría ser si pudiera sentir, no sólo la mano sino todo su cuerpo joven, generoso y húmedo y se estremeció no sólo por el placer que imaginaba sino por el terror que le producía la posibilidad de aceptar, ya prácticamente sin más remedio, ¡que tal vez era lesbiana y sólo ahora estaba siendo consciente de ello!
En su confusión había llegado hasta el mismo paseo de la Castellana. No era muy tarde y lo último que deseaba era presentarse en su casa y tratar de explicar a su marido que la mujer con la que se había casado en realidad era lesbiana y se había sentido subyugada por una hippy adolescente y regordeta, por lo que él ya estaba de más en su vida. Tal vez sería más prudente consultarlo con alguien, un profesional, alguien acostumbrado a tratar estos casos; un psiquiatra o hasta incluso un médico, porque tal vez aquello no fuera más que una enfermedad producida por el estrés, un trastorno hormonal pasajero propio de la edad, o quién sabía que otra cosa que ella ni siquiera podía imaginar. Pero los médicos que conocía trataban a toda la familia, incluso los hijos de los médicos que atendían a sus padres eran ahora los médicos de su propia familia, pasando de una generación a otra con la misma fidelidad que un viejo militar es sustituido por su propio vástago dentro de la misma carrera. Buscar uno nuevo le parecía una exageración. Consultarlo con una amiga no tenía sentido porque la mayoría eran unas chismosas compulsivas y no tardarían ni cinco minutos en enviar mensajes con sus móviles a medio Madrid anunciando que ¡Olga Serrano era lesbiana! «No tengo más remedio que afrontar esto yo sola —pensó en voz alta para dar más énfasis a su firme decisión — y, sobre todo, tengo que estar segura de que no estoy padeciendo alguna enfermedad pasajera; alguna pasada de las hormonas, puede que me esté llegando la menopausia a pesar de mi edad. ¡A veces pasa! Lo primero es no perder la calma y después ya veré... ¿Pero, qué le digo a esa chica? ¿Y si no la vuelvo a ver? Lo que no puedo es comprometerme, ¡sólo me faltaba eso! Si sigo adelante, ella tiene que estar al margen de mi vida personal; mejor que no sepa ni quién soy. Tendré que tener mucho cuidado. Puede que no sea más que una pequeña golfa que busca unos euros y todo le dé igual ¡A saber si no se lo habrá hecho ya con otras mujeres por lo mismo! ¡No parece un angelito, desde luego, ya sabe lo que es la vida! ¡No creo que a esa chica le sorprenda nada sobre sexualidad, y mucho menos sobre lesbianas!» Inconscientemente Olga fue sumando argumento tras argumento para arrojar toda posible virtud de aquella criatura, y en la medida de que cada uno era más miserable que el anterior, se sentía más excitada. Estaba claro que prefería que fuera una auténtica perdida, incluso una profesional acostumbrada a explotar la homosexualidad de mujeres como ella, a una posible criatura ingenua y a merced de las maldades de este mundo, porque esa posibilidad la hacía sentirse mal.
Nubes de tormenta sobre la familia de Toni
Toni consultó nervioso el reloj. Ya había hojeado todas las revistas de automóviles y el tiempo parecía no correr. Su vecino, tal vez violento por sentir que había podido ser un alcahuete sin proponérselo, le había dejado con la excusa de cambiarse de ropa y terminar sus rutinarios ejercicios corporales. Mientras pasaba las páginas una y otra vez sin apenas enterarse de los contenidos, se preguntaba obsesivamente si Olga tendría el valor de darle explicaciones sobre lo que había estado haciendo en Madrid, cuando, según ella misma, debería de estar en Las Rozas. Nunca había sospechado de su posible infidelidad, no le parecía una mujer deseosa de sexo, al menos eso es lo que desgraciadamente le hacía ver a él mismo, ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que habían hecho el amor. No es que él fuera una persona excesivamente apasionada o necesitara cada día una mujer, pero tenía la sensación que sus permanentes excusas encerraban algo que tal vez tendría relación con la cita de aquella tarde en Madrid ¿Por qué, después de tantos años, ahora pensaba algo así? ¿Por qué aquella era la primera vez que sospechaba de la posible infidelidad de Olga? ¡Tal vez por la forma y el tono como se lo había dicho su vecino! Parecía como si en lugar de comentarle que había visto a Olga en Serrano con una amiga de aspecto sospechoso, le hubiera advirtiendo de su probada infidelidad. Encontrar a Olga en una reunión de amigos, en una inauguración de una exposición, o incluso en una fiesta particular rodeada de hombres era algo casi cotidiano, pero verla con una amiga de aspecto chabacano en compañía de dos hombres bien trajeados, era como decir: «Tu mujer y una amiga con el aspecto de una fulana estaba planeando ponerte los cuernos». Siempre estaba rodeada de otras mujeres y de otros hombres, pero nunca emparejados con dos hombres bien trajeados, listos para ir a un hotel o al piso de alguno de ellos. Lo peor era que creía que Olga sería perfectamente capaz de hacer algo así, pero no por simple placer sino por su inconsciencia y falta de sentido de la responsabilidad. Era una niña mal criada a quien sólo le importaba mantener buenas relaciones con los padres, tanto porque eran en realidad quienes los mantenían como por asegurarse que heredaría su fortuna. Engañar a los padres, recluidos en su pequeña «fortaleza» de Las Rozas, sin apenas relaciones con el ambiente que ella frecuentaba, era relativamente sencillo, por lo que podía estar segura de no contrariarlos llevando una doble vida desordenada y hasta perversa.
Además, sabía de sobra que Olga era demasiado orgullosa e independiente como para considerar que tendría que darle algún tipo de explicaciones sobre sus relaciones personales, el tipo de amistades que frecuentaba o, incluso, sus gustos personales. Tenía que reconocer que sólo les unía un acuerdo, casi como un contrato mercantil, para mantener las apariencias, terminar de criar a sus tres hijos y evitar cualquier discusión violenta que pudiera llegar a oídos de los suegros. A cambio, no sólo él mismo disfrutaba a su vez de libertad sino que su relación podría resultar aceptable durante los periodos de cierta paz y armonía, a los que inevitablemente sucedían otros de desconcierto, comportamiento errático y hasta violento. Tal vez Olga habría entrado en la fase agresiva y era mejor dejarla en paz.
Se levantó pesadamente porque, en efecto, tenía un inevitable ardor de estómago, acrecentado por las dos cervezas que se había tomado mientras estuvo allí. Afortunadamente la tarde empezaba a refrescar y podía volver a ponerse la americana sin temor a sudar. Se le ocurrió que podía acercarse al videoclub y alquilar alguna película nueva. En cualquier caso, sería una buena excusa para hacer un poco más de tiempo.
Entró en el videoclub y se detuvo delante de los grandes carteles ofreciendo novedades en el nuevo formato DVD que él ya había adquirido. Eligió una que le pareció que tendría bastante acción y otra de dibujos animados que ya había ido a ver con los niños, pero que no le importaba volver a ver. Realizó todas aquellas operaciones con una estudiada calma y parsimonia releyendo las carátulas una y otra vez hasta que consideró que sería una buena hora para regresar. Olga ya debería de estar en casa y los niños tendrían que cenar. Aquella película podría mantenerlos tranquilos hasta la hora de dormir.
Toni permaneció inmóvil unos instantes en el zaguán de la puerta antes de entrar por si escuchaba la voz de Olga, lo que significaría que ya estaba allí, pero sólo escuchó los gritos de los niños que, como era habitual, seguían peleándose por cualquier cosa. También escuchaba la voz cansina y ahogada de Menchu pidiendo calma inútilmente, amenazando con ingenuidad con poner al corriente de sus travesuras a sus padres tan pronto como llegaran. Toni estuvo a punto de no entrar y volver al café porque le asqueaba la sola idea de tener que poner orden ente aquellos tres hermanos, cuya agresividad permanente entre ellos le resultaba ya prácticamente imposible de comprender. Tal vez el DVD de la famosa película podría calmarles y darle un respiro hasta que se fueran a dormir.
Entró armándose de valor y resignación porque el estómago seguía atormentándole y era urgente tomar algo para calmar la acidez.
—¡Papi, papi! —gritó el pequeño apenas le vio entrar—, ¡Chema me ha pegado!
—¡Chema, por Dios! ¿Por qué tienes que pegar a tu hermano? —recriminó Toni sin ninguna convicción, dejando las nuevas películas sobre el gran televisor.
—¡Yo no le he pegado, sólo le hecho así! —y descargó un golpe sin demasiada fuerza sobre la cabeza de su hermano—. ¡Es sólo un coscorrón, pero este pequeñajo es un quejica!
—¡Vale, vale, deja a tu hermano en paz y no le pegues de ninguna manera! ¿Vale?
—¡Va, que mierda de tío! ¿Qué nos has traído? ¿Es una peli nueva?
Toni confiaba en que la película sería de su agrado y podría librarle durante algún tiempo de sus insufribles chillidos y peleas, pero por desgracia, no fue así.
—¡Ya la hemos visto! ¡Va, es una mierda de película!
—¿A ver, déjame que la vea? —exigió el pequeño cogiendo la funda con violencia.
—¡Suéltala, enano, que la estoy viendo yo!
—¡Papa, Chema me ha vuelto a pegar!
—Vamos, ¡dejar en paz a vuestro padre que bastante cansado estará ya por el trabajo! —regañó casi sin aliento la criada sufriendo más por el agobio del padre que por sus propias dolencias, que la mantenía a duras penas en pie.
—¿Está ya la cena, Menchu? ¡Estos niños tienen que irse a dormir cuanto antes!
—No señor, estoy esperando a la señora, pero si quiere les preparo algo rápido a los niños para que se vayan a su cuarto y le dejen en paz.
—Sí, prepárales lo que sea y que se vayan a la cama. Pero antes, Por favor, tráeme una de mis pastillas para la acidez de estómago.
—Enseguida, señor. ¿No se encuentra bien? En este país llevan ustedes una vida muy ajetreada y por eso les pasan estas cosas, en mi país...
—Sí, Menchu, ya sé lo que pasa en tu país y así os va... Anda, tráeme las pastillas.
—Enseguida, señor; enseguida se las traigo...
Menchu sintió que no pudiera contarle cómo se tomaban las cosas en su país, porque le parecía más saludable y le podría hacer bien. Pero se calló y obedeció.
Una hora después apareció Olga. Entró con tanto sigilo que nadie se percató de su llegada hasta que apareció, todavía con el abrigo puesto, en el gran salón. Por fin Toni había conseguido poner cierto orden dejando que los niños vieran la película de acción que había alquilado para él, mientras mordisqueaban con desgana una hamburguesa que les había preparado Menchu siguiendo sus indicaciones.
—¿Qué hacen los niños cenando de cualquier manera, y sólo una hamburguesa? —dijo Olga recuperando la autoridad de una madre preocupada por las normas y los buenos hábitos familiares—. Menchu, mujer, ¿por qué no me habéis esperado para cenar todos juntos como Dios manda, tal y como te he dicho mil veces?
La criada llegó casi corriendo al salón secándose las manos en el delantal y con un visible sofocón en su rostro.
—¡Es que el señor me dijo que!...
—Olga, por favor, deja en paz a Menchu —interrumpió Toni que estaba esperando su reencuentro con Olga de una forma menos agresiva, lo que desarmaba su estrategia de atacarla tan pronto como llegara.
—Menchu, tú no tienes que hacer caso al señor, los niños tienen que cenar como Dios manda y no como si fueran gitanos, tirados por el suelo. ¿Para qué queremos el comedor?
Los niños, concentrados en una de las escenas más violentas de la película, apenas prestaban atención a la súbita discusión entre sus padres y la desdichada criada. En la violenta escena un mercenario salía ileso de una gigantesca bola de fuego provocada por una lluvia de misiles y tiroteos, que levantaban una gran polvareda tras de sus talones.
—¡Olga, no tienes por qué dejarme en evidencia delante de Menchu! Si hubieras estado aquí hubieras podido hacerlo a tu manera...
—¿Entonces tú qué pintas en esta casa? ¿No eres su padre? ¿No sabes que los niños tienen que cenar como las personas y no como los animales, tirados por el suelo y viendo... esa porquería de películas? —ella también había tenido oportunidad de contemplar la violenta escena final de la huida del héroe de aquel infierno de fuego, sobre todo por el apoteósico acompañamiento musical y la estruendo de las explosiones.
Toni sintió que le volvía violentamente la acidez del estómago y sabía que de proseguir aquella discusión, sería todavía peor. Estaba furioso porque Olga había cambiado totalmente las cosas y en lugar de ser ella la que debía dar explicaciones, era él quien finalmente era culpable de alguna falta que ni siquiera era capaz de valorar correctamente. Pero pensó en su estómago y se calmó:
—¡Está bien, está bien. Tengamos la fiesta en paz! No tengo ganas de discutir, estoy cansado y tengo acidez de estómago. ¡Haz lo que tengas que hacer y déjame en paz!
Olga no sintió ninguna lástima por aquel pobre hombre humillado por una simple acidez de estómago. Ella no tenía intención de reprocharle a él por el comportamiento de sus hijos sino a la criada, pero inevitablemente cargó sobre él su estrategia de tomar la iniciativa y dominar la situación. De todas formas habría sido peor que se hubiera rebelado porque en ese caso estaba dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias. Por eso le despreciaba: porque no había nada que él pudiera hacer por complacerla; si se humillaba le despreciaba por cobarde, si se rebelaba le despreciaría igualmente por prepotente y autoritario. Para colmo se sentía libre de tener que dar explicaciones sobre su retraso porque, dadas las circunstancias, Toni no se atrevería a volverla a provocar. No era la primera vez que le derrotaba hasta la humillación apenas afloraba su carácter y tal vez por eso su matrimonio no había tenido ni la más remota posibilidad. ¿Cómo podría sentir algo por un hombre tan cobarde y débil como aquel? Pero, al mismo tiempo, tampoco amaría a un hombre que la tratara con prepotencia. ¡No había solución y era mejor no pensar más en ello!
—Mañana tendrás que mandar a Juan para que vaya a recoger mi coche al depósito de la grúa, yo tengo cosas que hacer —fue lo último que dijo antes de volver a la cocina y emprenderla con la pobre criada sobre la forma en que sus niños debían ser alimentados y los modales que debían de observar.
—¡Sí señora! ¡Lo que usted mande, señora! ¡No volverá a pasar, señora! —y terminó la discusión porque Olga, en apenas cinco minutos, se había quedado sin un solo rival.
Una desagradable discusión familiar
Olga había terminado de dar las órdenes precisas a Menchu para que al día siguiente no volviera a suceder otra vez el mismo desorden y los niños cenasen con ellos en el comedor. Incluso le había indicado lo que debía cocinar. También le ordenó que llevara su traje chaqueta blanco a la tintorería, advirtiéndoles que tenía una pequeña mancha junto a la solapa que no sabía cómo se la había podido hacer. Después se aseguró de que los niños estaban ya en sus camas, apagada la televisión y que no se entretendrían con ningún videojuego, a lo sumo les permitió leer un cuento, pero tan sólo el pequeño Quico estaba interesado. Cuando se lo trajo le pidió que ella misma se lo leyera.
—¡Sólo me faltaba eso, criatura. Mamá esta muy cansada y se quiere acostar y tú ya sabes leer! ¿Quieres que te lo lea Menchu? —el niño asintió con la cabeza mientras se cubría con el esbozo de la colcha preparándose ya para escuchar la historia que había elegido. Llamó a la criada que acababa de secar y colocar los pocos platos de la cena en el lavavajillas. Se sentó junto a la cabecera del niño y comenzó a leer con cierta torpeza—: «Había una vez... una princesa con muy mal carácter... y muy orgullosa...»
—¡Ese no me gusta! —interrumpió el niño—. Quiero el del caballo blanco que vuela.
La criada, después de revolver una y otra vez el montón de libros con duras tapas de cartón y profusamente iluminados, no encontró ningún cuento con un caballo volador y pensó que el pequeño Quico se lo había inventado. Cansada y sin ganas de seguir buscando inútilmente el posible cuento con caballos voladores, decidió improvisar cualquier cosa con tal de que el niño se durmiera pronto:
—Había una vez —volvió a comenzar imitando el principio de todos los cuentos infantiles según ella misma los había escuchado— un caballito blanco muy pequeñito, que vivía en una aldea con casitas de una sola pieza y cubiertas con grandes ramas de palma, que se criaba en un gran río de aguas calmas y azules, como el cielo de aquel bonito país... —no pudo continuar pero afortunadamente el niño ya se había dormido. Se enjugó con el pico del delantal una pequeña lágrima que había brotado inesperadamente, tapó con delicadeza los hombros del pequeño, estiró la colcha, y volviendo a secarse las mejillas para que no se le notara aquella lágrima inoportuna, volvió a la cocina para terminar de colocar el resto de la vajilla, barrer, fregar el suelo, y retirarse a su habitación donde, más tranquila, dejó que las lágrimas brotaran en silencio sin dejar de pensar en aquellas casitas de una pieza, con tejado de hojas de palma dorada, bajo un cálido cielo azul como el de su añorada aldea en El Salvador.
Toni estaba esperando la primera oportunidad para aclarar con Olga sus sospechas sobre su posible infidelidad, y se había adelantado a ella, puesto el pijama y dejado claro que no tenía intención de dormir. Se acomodó en la gran cama de matrimonio volviendo a ojear las revistas de automóviles que había comprado. Olga, por primera vez, empezaba a sentir horror a encontrarse con su marido en la misma cama, no porque le molestara o repudiara su presencia sino porque empezaba a darse cuenta de que aquel hombre no significaba nada para ella, incluso no lo consideraba como el padre de sus hijos, como si éstos los hubiera parido ella, gestándolos de su propias entrañas y sin su colaboración. ¿Cómo podía un hombre que no prestaba la mínima atención a sus hijos considerarse dueño de ellos? ¿Es que no tenía bastante con pasar un buen rato en la cama con ella para todavía intentar arrogárse su propiedad? ¡Sus hijos eran suyos y de nadie más y él ya había tenido bastante con haberse revolcado encima de ella pensando sólo en su propia satisfacción! Pasó más rato del habitual colocándose la máscara de noche, se cepilló largamente su cuidada cabellera, incluso hizo algunos ejercicios de relajación sobre la alfombra con la esperanza de que Toni se cansara, dejara las revistas y se decidiera a dormir. Pero se dio cuenta de que la estaba esperando, porque aquella no era una actitud normal.
«Bueno, a ver qué le pica ahora» —pensó acostándose resignada, pero inmediatamente apagó la luz de su mesilla, se arrellanó en su almohada e hizo ver que deseaba dormir sin darle ninguna oportunidad a charlas de dormitorio.
Toni quiso decir algo, hizo un gesto como para abandonar la lectura de las revistas, pero de pronto sintió miedo de romper aquella inesperada paz. Cualquier observación podría terminar en una agria discusión que desde luego no deseaba. Por otro lado, ¿qué podía recriminarle?: «Te han visto con un hombre bien trajeado». ¿Y qué?, ¡no sería la primera vez que la habrían visto con alguien así! Además, ¿qué importaba lo que hubiera podido estar haciendo en la calle si ahora estaba en casa, acostada en su propia cama, en paz y hasta con aspecto relajado? ¿No estaría haciendo una montaña de un grano de arena? ¿No sería más adecuado atacar con una estrategia totalmente opuesta? Ella no era muy ardiente, pero él tampoco era muy apasionado. Tal vez todo se reducía a eso: a que él no sabía estimular su posible sexualidad. Era verdad que sus modales no eran los de un gigoló y en su casa no había visto jamas a sus padres hacerse una sola caricia. Eran castellanos viejos, austeros y parcos en gestos cariñosos y él había heredado este carácter posiblemente poco atractivo para las mujeres.
Convencido de que si Olga le estuviera siendo infiel sería probablemente por su culpa, dejó las revistas, apagó la luz, se deslizó entre las sábanas y trató de aproximarse con sigilo y con la máxima delicadeza posible a ella, buscando con la mano, casi trémola y temblorosa, su carne desnuda por debajo del pijama.
Olga no se sobresaltó pero tampoco se inmutó. Sentía como si aquella mano estuviera helada y le doliese sobre su cadera. No estaba húmeda ni la hacía estremecer sino gélida y amenazante, como si después de la cadera pudiera posarse sobre su cuello y estrangularla. Era una mano fuerte, de hombre, amenazante y peligrosa. Se giró lentamente pero con la clara decisión de librarse de ella porque empezaba a tener miedo de Toni, a quien cada vez lo sentía como a un extraño que podría volverse en cualquier momento su enemigo. Tampoco sabía cuál podía ser la causa de aquella inesperada reacción. ¿Cómo podía desearla después de su desagradable recriminación y la posterior discusión que terminó con una familiar retahíla de reproches mutuos? Estaba convencida de que su enfado duraría, por lo menos hasta el día siguiente. Entonces, ¿a qué se debía su repentina pasión? Olga estaba inquieta por su posible reacción, que podría ser violenta, pero era superior a sus fuerzas y le rechazó sin miramientos al tiempo que le murmuró dando a entender que ya estaba medio dormida:
—¡Déjame, Toni, que tengo sueño! Hasta mañana. ¡Anda, duérmete tú también!
«¡Me engaña, la muy!... —pensó convencido, pero se asustó del calificativo que iba a decir porque, después de todo, era la madre de sus hijos—. Me engaña y yo me comporto como un... —tampoco quiso humillarse con el casi inevitable calificativo de ‘cornudo’— como un imbécil! ¿Por qué permito que me rechace? ¿No soy su marido? ¿No tengo mis derechos? ¡Esto no puede continuar así!»
Estaba decidido a despertarla y aclarar la situación pasara lo que pasara y aun arriesgándose que le montara una de sus escenas de histeria, que en el fondo sabía perfectamente que eran fingidas.
—¡Olga, no te duermas, tenemos que hablar!
Ella no se movió, pero abrió los ojos como si deseara ver en la oscuridad. Sintió un escalofrío que no era habitual. El tono imperativo con que la había llamado hacía presagiar una desagradable discusión y eso era lo último que deseaba después del día tan horrible que había tenido, rematado con el desagradable asunto de la grúa. Trató de quitar importancia y disimular su inquietud.
—Ya hablaremos mañana, déjame dormir... tengo sueño.
—¡No, tenemos que hablar ahora! ¿Qué te sucede? ¿Por qué siempre que intento ser amable me tratas de esta manera? ¿Qué pasa contigo? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos el amor? ¡Los condones deben de estar ya caducados! ¿Es que te has olvidado de que soy tu marido y que tienes tus obligaciones?
Aquella desagradable observación la sacó de quicio porque ella no tenía ninguna obligación, y mucho menos con él, a quien consideraba un cero a la izquierda.
—¿Obligaciones? ¡A qué coño de obligaciones te refieres! —protestó volviéndose bruscamente hacia él.
—¡Las obligaciones que tienen todas las mujeres con sus maridos! ¡Al menos eso es lo que te dijeron cuando nos casamos! ¿O es que ya no lo recuerdas?
Olga pasó de una cierta somnolencia fingida a una expresión feroz y crispada. Se incorporó, colocó su almohada para que pudiera sujetar firmemente su espalda y cargándose de ira le contestó:
—¿De qué coño estás hablando? ¿Crees que todavía estás en tu jodido pueblo, con tus jodidos paletos? ¿Sabes en qué año vivimos? Vamos, ¡que cada vez que a ti se te ponga tiesa aquí tengo que estar yo para que te corras! ¡Date una ducha fría y déjame en paz!
—¡Cállate, no seas grosera!
—¡Ay, pobre chaval, no recordaba que todavía te avergüenzas cuando hablamos de sexo!
—Entonces, ¿qué coño pinto yo en esta casa, y qué se supone que eres tú y para qué nos acostamos en la misma cama?
—¡Mira hijo, si no lo sabes tú no esperes que yo te lo diga!
Toni no estaba de humor para seguir aquella conversación recurriendo a sutilezas que no conducían a nada, así es que pensó que lo mejor era ir al grano y descubrir su posible infidelidad cuanto antes.
—Está bien, Olga, hablemos claro, tal vez lo que te pase es que ya vienes satisfecha de la calle.
A Olga se le encendió el rostro, sintió deseos de abalanzarse contra Toni y pegarle, pero su tono había sido demasiado grave como para no creer que se trataba de alguna acusación de la que tendría algún fundamento.
—¿Qué coño quieres decir con eso de que «vengo satisfecha de la calle»: ¿que soy una puta y me acuesto con todos los tíos con los que me encuentro? ¿Es eso, dilo, es eso?
—¡Tal vez! —contestó Toni haciendo un enorme esfuerzo por no perder el aplomo inicial ante la furia desatada por su mujer.
—¿Y tú de dónde has sacado esa idea? ¿Tal vez porque no te dejo que me folles cada noche?
—¡Te digo que no seas tan grosera! ¿No podemos discutir sin necesidad de utilizar... esas groserías? ¡Estamos hablando como personas!, ¿no? Y baja la voz que no es necesario que todo el mundo se entere de nuestros asuntos personales.
Pero Olga no había escuchado las últimas recriminaciones. Estaba indignada porque Toni no podía tener pruebas sobre una posible infidelidad que casi en la mayoría de los casos se había limitado a juegos eróticos sin que hubiera habido penetración, por tanto, de ninguna manera podría acusarla de algo así. Estaba dispuesta a llegar hasta el final.
—Sí, pero dime de una jodida vez en qué te basas para hacerme esas acusaciones.
—¡Hoy has estado en Madrid y te han visto con... con dos tíos y una amiga con pinta de fulana! ¡No creo que estuvierais planeando jugar una partida de parchís!
Olga no sabía cómo reaccionar. Era inútil tratar de justificarse para terminar contando la razón por la que podía estar tranquilo de su inmerecida fidelidad. De pronto le entró un inexplicable ataque de risa histérica y se dio cuenta de que era mejor terminar cuanto antes con aquella situación y dejar claro cuál debía ser en adelante su relación.
—¿Qué es lo que te hace gracia?
—¡Me haces gracia tú, tu jodida cara de tonto, tu ridículo pijama, tus aires de mojigato y pueblerino. Mira, no puedo evitarlo, ¡en el fondo me haces reír!
—¡Olga, te estás pasando, tengo mis sentimientos!
—¿Que me estoy pasando? ¡Está bien!, te voy a leer la cartilla y espero que de hoy en adelante las seguirás al pie de letra. Primero: tú no tienes sentimientos, lo único que tienes es estómago, porque fue por estómago por lo que te casaste conmigo. Te engañé con lo de las píldoras porque me dio la gana y porque yo sólo quería un hijo, no un hombre que me complicara la vida. Pero mi padre nos jodió a los dos y te obligó a que te casaras conmigo ¡Vaya un braguetazo, eh, majo! Un buen trabajo, un buen sueldo, casa, coche fardón y un buen ambiente. Segundo: los hijos pueden ser de cualquiera. ¿Cómo sabes que son tuyos, eh? Según tú yo me he acostado con medio Madrid. ¡De acuerdo! A lo mejor ni siquiera eres tú su padre, así es que continúa haciendo uso de tu estómago y ve tragando que aún no he terminado. Tercero: seguiremos juntos porque a estas alturas, tal y como está mi padre, no quiero darle un disgusto, pero tan pronto como falte, me vendo las acciones y adiós, ¡te buscas la vida por ahí! Y cuarto: por mí ya puedes hacer como cualquier tío normal en esta ciudad y te buscas una querida que te la trabaje y a mi me dejas en paz. ¿Entendido?
Toni sintió deseos de abofetearla, de estrangularla, pero en el fondo le tenía miedo, no físico, por supuesto, sino un miedo sin definir, tenebroso, que brotaba de algún lugar desconocido para él. Estaba ante un monstruo, no una mujer, un ser capaz de todo, incluso de asesinarle mientras durmiera. Tal vez había perdido la cabeza y era una reacción pasajera que terminaría en un llanto histérico propio de las mujeres, pero su mirada que escupía fuego y se clavaba en la suya hasta inmovilizarlo le acobardó, y en medio de una intolerable sensación de dolor que le presionaba el pecho y le ardía en las sienes, no supo que contestar.
—¿No dices nada, eh? ¿Ni una sola palabra?
—¡Estás loca! —se atrevió a murmurar desconcertado.
Olga se levantó de la cama, se dirigió al tocador, encendió un cigarrillo y se quedó contemplando a Toni como el cazador que se relaja después de abatir a una peligrosa fiera a la que codiciaba desde hacía años sin atreverse a disparar sobre ella. Ahora aquella fiera estaba allí, a sus pies, trémula, moribunda y desconcertada. Era el momento de apuntillarla hasta ver como sangraba hasta la última gota:
—¡Creo que está claro y vamos a llevarnos bien! ¡Tú te buscas una querida y te lo montas como quieras, como si le pones un piso. Pero a casa vienes tranquilo y relajado y a mi me dejas en paz. Dormiremos juntos hasta que cambiemos esta cama de matrimonio por dos individuales, pero tú en tu sitio y yo en el mío —Olga dio una gran bocanada al cigarrillo y se permitió descuidar su apariencia, dejando al descubierto uno de sus pechos—. Y a mis padres ni una palabra. Acudiremos a su casa como de costumbre, ¡a fin de cuentas ni se darán cuenta! Sabes que se lo está comiendo el cáncer y no le quedarán más de uno o dos años de vida. ¡Cuando se vaya nos divorciamos y en paz!
Toni se atrevió a incorporarse, se sentó sobre la cama y trató de aclarar su desconcierto y el agobio que le producía aquella humillación. Por fin se sintió con el valor suficiente para responder, mientras Olga paseaba de un lado a otro del dormitorio.
—¿Eso es lo que quieres?
—¡Sí, eso es lo que quiero!
—Pero, ¿y yo?, ¿no puedo opinar? —insinuó Toni tratando de recuperar el aliento y hacerse valer.
—¡Me da igual lo que opines! ¡Lo tomas o lo dejas, tú verás!
—Olga, ¿cómo puedes ser...?
Intentó lanzarle una lastimera recriminación, pero Olga le interrumpió con violencia.
—¿Cómo puedo ser qué?: ¿un mal bicho? ¿Te parece que no tengo entrañas? Mira, me has jodido la vida porque no tuviste el valor de enfrentarte a mi padre y lo que te ofrecía no estaba nada mal, ¿eh? Y no me vengas ahora con historias sobre el sexo, porque si hablamos de sexo sería para ponerse a llorar. ¡Esto es lo que hay y si eres tan gilipollas como para perderlo todo, ya sabes dónde está la puerta! ¡Lárgate de esta casa! ¡Pero te quedarás, claro que te quedarás, porque ni tienes cojones ni los has tenido nunca!
—¡Está bien, está bien, basta; cállate de una vez Olga! —le gritó Toni tratando de evitar que siguiera humillándolo—. ¡No estoy tan loco como tú! ¡Quiero a mis hijos y no voy a crearles un trauma por tu culpa! ¿Qué quieres, que me eche una querida?, ¡pues me la echaré! ¿Quieres que disimulemos hasta que... hasta que se muera tu padre?, ¡pues disimularemos! ¡Total, lo hemos estado haciendo siempre! Y qué: ¿que después quieres el divorcio?, pues encantado, porque ¿sabes?, yo también estoy hasta... hasta aquí de ti ¡Tú no eres una mujer!, eres... eres...
—¡Sí, dilo, dilo de una vez; desahógate, suéltalo que ya hace años que tienes gana de soltarlo! —Olga esperaba inconscientemente que Toni le dijera que era una lesbiana, lo que probaría de una vez por todas sus sospechas y hasta la podría tranquilizar.
—¡Bah, es igual! ¡Me importa tres cojones lo que seas! Una última cosa: ¿qué pasará con el negocio? ¿Qué pasará con mi trabajo?
—¡Ah, por fin salió el hombre del gran estómago! ¡Ya hablaremos de «negocios» en otra ocasión y donde se habla de negocios, no en el dormitorio. No te preocupes, algo te caerá porque, para que te quedes tranquilo y duermas bien esta noche, esos hijos son tuyos... ¡aunque me pese!
Todo había sucedido en tan poco tiempo que incomprensiblemente ambos se sentían furiosos pero relajados. La reacción de Toni había sido la prevista por Olga, y a partir de aquel momento sentía como si le hubieran crecido alas y tenía unas ganas irresistibles de empezar a volar. Toni, por su parte, se encontraba incomprensiblemente sosegado, en realidad no había cambiado mucho de la situación anterior, al menos ahora ya tenía una idea clara de su futuro y hasta podría empezar a planificarlo sin Olga, que tampoco le parecía mal. En cuanto al sexo, él nunca se hubiera atrevido a engañar a su mujer a pesar de padecer situaciones verdaderamente dolorosas, pero ahora se sentía como si recuperara de nuevo la libertad y hasta podría tontear con su secretaria para empezar.
Olga se dio cuenta de que Toni recuperaba el semblante y hasta parecía relajarse y esbozar una maléfica sonrisa de satisfacción. Eso quería decir que finalmente había aceptado la situación.
—¡Bueno, seamos civilizados! Las cosas son como son y ya no se pueden cambiar: este matrimonio ya estaba roto hace tiempo y ya no se puede arreglar. Cumple con tus hijos y vive tu vida que yo haré lo mismo. No quiero que me des explicaciones de lo que haces fuera de esta casa ni me las pidas a mí, ¿comprendes? Quiero vivir mi vida como mejor me parezca y no te preocupes que a tus hijos no les faltará una madre. Entonces, ¿estás de acuerdo? —le preguntó inquisitiva Olga como el juez que pregunta al acusado sobre si acepta o no su culpabilidad.
—¿Es que me dejas elección? —respondió Toni recuperando cierta autoridad, sólo por dejar claro que la responsabilidad de aquella ruptura era de ella y que sus hijos nunca podrían reprochárselo a él. No es que en ningún momento durante aquella violenta discusión, que él mismo había propiciado, hubiera pensado en sus hijos. En el fondo estaba convencido que se lo tomarían sin demasiada preocupación, sólo que temía verse repudiado por ellos si crecían protegidos por la familia de su madre y se llegaban a olvidar de él.
—¡No! —contestó Olga tratando de evitar cualquier posible rebeldía de la pieza a la que aprisionaba con su bota sobre el cuello del animal herido. Terminó el cigarrillo, lo apagó cuidadosamente en el cenicero, se quitó el pijama, se recostó ceremoniosamente, abrió sus piernas, y con un tono de voz condescendiente y casi maternal, le dijo:
—¡Anda, desahógate si quieres, para que no creas que no te guardo rencor!
Los sueños de Tania y de su hija Anna
La pequeña Anya contemplaba divertida las expectantes miradas de su madre y de su abuela mientras, no sin cierta dificultad, trataba de saborear aquellos deliciosos gajos de naranja procurando que no le chorreara su abundante zumo por las comisuras de sus finos labios. Lo peor era que al ver la curiosa expectación de las dos mujeres sentía deseos de reír y esto la ponía en un serio aprieto para contener el almibarado zumo de las naranjas en la boca. Su mejillas, finas y estiradas, parecían dos globos hinchados y pasaba la pulpa de un lado a otro de la boca intentando terminar cuanto antes con aquel delicioso suplicio.
—Mamaíta —dijo Tania a su madre haciendo el gesto de pelar una naranja—, cómete tú también una. ¿Cuánto hace que no las pruebas, eh?
—No hija, querida, ¡yo ya no las necesito!, pero me comeré un gajo si Anechka me lo da.
Sin poder abrir la boca para mostrar su acuerdo, Anna puso sobre la mano de la abuela uno de los gajos con más pulpa después de una rápida selección entre los que todavía quedaban en el plato.
—Mi pobre hermano Alexander, que tenía mucho sentido del humor —comentó la abuela—, pelaba las naranjas de una sola pieza, haciendo una larguísima culebra y luego la colocaba de forma que parecía que estaban enteras y las dejaba otra vez en el frutero. Más de una vez las niñas, que éramos las últimas en coger los preciados frutos del frutero, nos quedábamos sin postre porque nos tocaba la naranja que él ya se había comido... ¡Cuantos recuerdos me trae este sabor dulce y refrescante de las naranjas!
—¡Cuéntalos, abuela! —pidió la nieta tan pronto como pudo liberarse del último gajo de la naranja.
—Tu tatarabuelo, que se llamaba Vladimir Ivánov, era un personaje importante porque era magistrado en un juzgado de la capital y tenía amistades por todo el país, y hasta en Ucrania y en Kazajstan, que le invitaban a sus extensas y ricas propiedades. En tiempos de los zares las cosas eran muy distintas, los funcionarios públicos tenía mucho poder y poseían grandes propiedades, incluso aldeas enteras con sus mujiks y babas, que eran sus siervos y dependían completamente de ellos. Pues un año a tu tatarabuelo Vladimir le invitaron a las fiestas de primavera en la propiedad de un amigo suyo, de origen aristocrático, en las cercanías de la pequeña ciudad de Chesart, cerca de Odessa, junto a las cálidas riveras del mar Negro. Aunque no era muy común, el duque o conde, no sé muy bien qué era, había traído naranjos de Palestina y consiguió que se adaptaran a esas latitudes, proporcionándoles jugosas naranjas cada invierno y hasta bien entrada la primavera, porque en Odessa la primavera es más larga que en nuestra ciudad. Esa primavera, tus tíos y yo, que apenas tenía ocho o nueve añitos, casi como tú, fuimos a pasar aquellas alegres y pintorescas fiestas con ellos. Nos alojaron en una pequeña casa, junto a un caudaloso río que no sé cómo se llamaba, pero en cuyas aguas navegaban pequeñas barcas de pescadores que faenaban desde la madrugada hasta bien entrada la tarde. Yo los veía tirar sus redes una y otra vez desde la ventana de mi dormitorio, porque, a pesar del frío casi nunca dejaban de cantar, con voz monótona y melancólica, canciones populares que tenían siempre algo que ver con los peces, rogándoles que no fueran tan remisos y se introdujeran en sus redes porque sus mujeres y sus muchos hijos tenían hambre y lloraban en sus humildes casas. Eran canciones muy tristes pero muy hermosas y sus voces, graves, profundas y melancólicas, envolvían la cálida luz del amanecer entre jirones de niebla que permanecía como pegada sobre las tranquilas aguas del inmenso delta. De vez en cuando una gran ave levantaba el vuelo con largos y monótonos aleteos. Pero lo que más me gustaba era la fuerte fragancia que llegaba desde los huertos cercanos, donde estaban aquellos naranjales de Palestina todavía como sombras colocados en perfectas hileras, y donde ya se veían como motitas dibujadas las pequeñas naranjas todavía de color verde, y las flores del azahar que todavía se resistían a convertirse en fruto, a pesar de que ya se había terminado el invierno y estábamos al principio de la primavera. Cada madrugada pasaba horas escuchando aquellos preciosos y lánguidos cantos de los pescadores y aspiraba casi con ansia la fragancia de los naranjos mientras imaginaba toda clase de historias fantásticas de príncipes y princesas, hadas y brujas, sirenas y pescadores encantados. ¡Nunca olvidaré aquellos días en Chesart!... Y eso es lo que me recuerdan las naranjas... ¡Ay, hijita, yo también fui una niña como tú y las adoraba igual que tú!
Tania creía que su madre era muy afortunada por haber podido vivir, aun cuando brevemente, aquellos años que le recordaban las novelas de Dostojevski, Tolstoi o Pushkin, y que ella se perdió por nacer tan sólo unas décadas después de que todo aquel mundo de apasionados y románticos personajes hubiera desaparecido y en su lugar surgieran otros con uniforme y condecoraciones, políticos que llamaban a la revolución, a la destrucción de aquel paisaje feliz de grandes palacetes en medio de extensos prados de avena y trigo, entre senderos repletos de nomeolvides, jazmines silvestres, por donde paseaban mujeres apasionadas y hermosamente ataviadas como las que aparecían en «El pequeño héroe» de Dostojevski, o la infortunada «Anna Karenina», y hasta sencillas pero heroicas mujeres campesinas como «María I.», casi como ella, en «La Hija del Capitán» de Pushkin.
—Anyuta, hija, tenemos que marcharnos a casa. ¿Qué pasa con tus deberes? —dijo Tania tratando de poner fin a aquel caudal de fantasías que, en el fondo, no eran más que añoranzas probablemente poco realistas de una mujer soñadora como ella—. ¿Madre, cuándo te vas a decidir a vivir con nosotras?
—¿En ese nicho de cemento al que tú llamas casa? ¡No, hijita no: aquí nací yo, aquí naciste tú y aquí me quiero morir!
—¡Pero madre, no puedes pasar otro invierno sola en esta enorme casa! ¿Cómo te vas a calentar? ¿Sabes cuánto ha subido el gas? ¿Cómo vamos a pagar el gas? ¿Y la leña? ¿Y qué puedo hacer yo con mi sueldo, con todos los gastos que tengo y las clases de ballet de Anya? ¡Si apenas te puedes mover!
—Hija, por Dios, no dramatices. ¡Hemos pasado tiempos muchos peores y sobrevivimos! ¿No? ¡Anda, marchaos ya y dejarme sola que tengo mucho trabajo por hacer!
—¿Me harás el vestido para el ballet, abuela?
—Sí, hijita, claro que sí. ¿Lo ves Anyuta? Vamos, iros ya que empieza a refrescar.
Tania y Anya volvieron a salir, subiendo por la maltrecha calle de viejos abedules hacia la gran avenida en busca del tranvía que les llevara a su propia casa, un grupo de viviendas de la era soviética construida con grandes planchas de hormigón prefabricado, rodeadas de descuidados jardines mal iluminados.
Anya, cogida de la mano de su madre, tiraba una y otra vez de ella al ritmo de imaginarios pasos de ballet, daba grandes zancadas y saltos que podrían tener relación con algún juego infantil al que parecía completamente entregada. La noche se había vuelto inesperadamente luminosa y brillaba una luna casi llena rodeada con una débil aureola. Gracias a esta claridad era posible ver por dónde caminaban porque la mayoría de las farolas públicas estaba apagadas.
Subieron a un renqueante tranvía con un rotulo a medio iluminar que indicaba el destino de su barriada. Anya se apresuró a sentarse en uno de los asientos junto a la ventana y pegó su frente sobre el cristal para evitar que el reflejo de la luz interior le impidiese ver las escenas callejeras al paso del destartalado vehículo. Apenas un reducido número de mujeres, envueltas en gruesos abrigos de piel y cubiertas con gorros o pañuelos de vistosos colores, sujetando como era casi un hábito nacional una bolsa de plástico más o menos llena de alguna cosa para preparar sus respectivas cenas, contemplaban resignadas y divertidas la alegre jovialidad de la pequeña Ana, como si todas aquellas silenciosas mujeres estuvieran recordando ellas mismas su propia niñez. Tania se sentía orgullosa de tener una hija que inspiraba a la gente aquella sensación de alegría porque sabía que su pequeña Anya tenía algo especial y que tal vez por eso debía hacer un esfuerzo para matricularla en la escuela de ballet. Porque, ¿quién podía saber si no llegaría a ser como la Pavlova? Por lo menos quería que llegara a ser algo más que ella misma: una sencilla y común profesora de música en una ciudad de provincia de un país casi desconocido como era su país, y una solista de violín que ya tan sólo era invitada a formar parte de una orquesta de profesores en cuyo repertorio no figuraba Beethoven ni Mozart sino composiciones de música popular, y que sólo tocaban en festivales y fiestas locales como si fueran parte de la atracción de un circo, ataviadas con sus vestidos tradicionales que ella misma había tenido que pagar de su bolsillo. «¡Sí, mi Anya tiene que llegar más lejos! ¿Y por qué no podría llegar a formar parte del Ballet Nacional?» —pensaba devolviendo una tímida sonrisa de agradecimiento a las mujeres por mostrarle su disimulada pero sincera admiración.
Anya baila como los ángeles
Tania se despertó muy temprano porque era un día cargado de actividad y había que preparar infinidad de cosas. Por la tarde tenían previsto esperar a su hermana que venía de la capital, para al día siguiente visitar a su hermano Nikolai, en su granja de Norovichi, situada a pocos kilómetros de allí, junto a la ribera norte del río. Era a una de las tres reuniones anuales que la mayor parte de la familia solía hacer: a principios de la primavera, durante la cosecha y por Navidad. No sólo era una buena excusa para encontrarse con su hermana Antonina sino que aprovechaban para colaborar en los trabajos propios de la primavera, como cavar y sembrar de las legumbres y verduras que cosecharían a finales del verano. Pero también había llegado el momento de recoger las primeras guindas, tal vez algo ácidas y que se reservaban para confitarlas, que era otra de las tareas familiares en común y en la que su hija Anya participaba con más entusiasmo y dedicación.
Por la mañana tendría que hacer el último ensayo del quinto movimiento de las «Danzas Húngaras» de Brahms, que interpretaría en la fiesta de fin de curso de la escuela. Anya tenía que presentarse al medio día en la Escuela Municipal de Ballet para rellenar la solicitud de matrícula para el año siguiente y era seguro que le harían algunas preguntas y le pedirían que les hiciera alguna demostración. Así es que antes de acudir a esa cita era conveniente que ensayara una vez más los pasos del «Cascanueces» de Tchaicovsky, que tenía previsto bailar durante las fiestas de Navidad en su colegio, y para el que le había pedido que le hiciera el vestido a su abuela.
Y, antes de todo eso, tendría que terminar de lavar todo lo que se le había acumulado en el cesto de la ropa sucia que sin lavadora le llevaría más de una hora. Menos mal que el buen tiempo parecía que se mantendría y la ropa podría secarse en el mismo día, aunque a primera hora de la mañana una bruma gris y espesa cubría los árboles y jardines del enorme patio central del grupo de viviendas populares donde vivía. Hacía tiempo que intentaba ahorrar para comprarse una de aquellas lavadoras de importación que había visto en algún nuevo almacén de de la ciudad, pero, por otro lado, su ropa era en cierta manera tan personal y delicada que era más conveniente lavarla a mano, con lo que además, podía durar mucho más y en mejor estado.
Anya también se despertó muy temprano, pero permaneció en silencio hasta que escuchó la puerta de la habitación de su madre y el ruido de los utensilios de cocina que utilizaba para preparar el primer té de la mañana. Sólo entonces se atrevió a llamarla porque deseaba preguntarle cuanto antes si haría buen tiempo para la excursión a Nosovichi, y si en la Escuela Municipal de Ballet le pedirían que vistiera de forma adecuada para bailar su parte del «Cascanueces». Lo cierto era que estaba angustiada por aquella audición, aunque le compensaba la alegría del viaje, al día siguiente, a la granja de su tío Nikolai y la posibilidad de volver a ver los animales de la granja: gansos, gallinas, un enorme y malhumorado cerdo que se llama Nikita, Katiuska, la vieja yegua que todavía tiraba de la carreta que los venía a buscar a la estación del ferrocarril, Gogol, el enorme gato siamés que se llamaba así en honor al escritor favorito de su tío Nikolai y la perra Laika, por supuesto como la gran heroína rusa que viajó por primera vez por el espacio y que, a buen seguro, habría vuelto a tener otra camada de cachorros juguetones que por desgracia tendría que sacrificar si no encontraban pronto dueños para todos ellos, porque la perra ya era vieja y no estaba para criar.
—¿Mami? —se atrevió a preguntar tímidamente Anya—, crees que Laika habrá tenido muchos cachorros este año? ¿Crees que el tío Nikolai habrá encontrado dueños para todos ellos? Pero, mami, ¿por qué Laika tiene cachorros cada año si después el tío Nikolai tiene que sacrificarlos?
—Anyuta, cariño, ¿no es un poco temprano para que me hagas tantas preguntas?
—¡Es que me da pena de los cachorritos! ¡Son tan monos!
Tal vez porque era muy temprano y apenas se acababa de despertar, Tania no sabía qué responder. Todavía no había tenido ni tiempo de tomar su primera taza de té y no había manera de despertarse realmente antes de esa primera taza, así es que esperó unos instantes hasta que estuviera lista y después intentaría encontrar una buena razón para algo que ella misma consideraba extremadamente cruel.
Anya no esperaba una respuesta porque era un pensamiento que le había surgido de improviso y que, por otro lado, nadie había sido capaz nunca de explicárselo para que ella lo pudiera entender. Sin embargo, sucedía cada año desde que tenía uso de razón, así es que debía ser algo inevitable y natural.
—¿Mami? —volvió a preguntar Anya olvidándose de la primera pregunta—. ¿Vendrá la abuela con nosotros, verdad?
—Eso espero, cariño, pero tendremos que tomar un taxi hasta la estación. La abuela está cada vez más torpe y apenas puede andar.
Anya fijaba su mirada en un viejo calendario con una estampa navideña titulada: «Invierno: el gran Rostov», del pintor Konstantin Juon, en el que se veía una ciudad parecida a la suya, completamente nevada, con el campanario de la iglesia al fondo y un gran trineo en primer plano repleto de gente muy abrigada, tirado por un caballo que seguramente se parecía a la vieja yegua Katiuska.
—¿Mami? —volvió a preguntar pensando en aquella imagen invernal—. ¿Tú crees que Katiuska podrá resistir otro invierno más y será capaz de tirar del trineo del tío Nikolai?
Tania estaba ya algo más despierta y empezó a sentirse preocupada por los pensamientos de su hija que no tenían una aparente explicación, porque no había ocurrido nada en especial para que pudiera sentir aquella súbita melancolía.
—Pero Anya: ¿a qué vienen todas esas preguntas? ¡Katiuska es fuerte y está bien alimentada y seguirá tirando del trineo muchos años más! ¿Sabes la hora que es? ¿Por qué no te vuelves a dormir? ¡Ya te despertaré cuando llegue la hora!
Anechka se sintió mucho mejor por la optimista observación de su madre sobre la salud de Katiuska, aunque no le había contestado igual acerca de los cachorritos, así es que se acurrucó entre las sábanas, cerró los ojos y se propuso permanecer callada y simular que se había vuelto a dormir para que su madre pudiera hacer lo que tuviera que hacer sin sus interrupciones.
Al finalizar las clases en la escuela, Tania quedó muy satisfecha con el resultado del ensayo final de las «Danzas Húngaras», aunque era una versión con arreglos muy sencillos para violín, piano y mandolina. El pequeño Piotr Schvabrin no le había defraudado y había hecho una soberbia interpretación ¡y sólo tenía once años! Cuando todos los niños abandonaron la clase, Tania entretuvo al pequeño Piotr porque deseaba hablar con él.
—Piotr Schvabrin —le dijo tratando de que no fuera aquella una charla habitual entre la maestra y su alumno—, ¿qué dicen tus papás de lo que estás aprendiendo aquí? ¿Les gustaría que llegaras a ser un gran violinista?
—No lo sé, señorita, nunca me dicen nada. Sólo me preguntan cómo van mis notas en matemáticas, geometría y cosas así, pero de música casi no hablamos.
—¿Y tú?, ¿qué piensas tú? ¿Te gustaría ser un violinista famoso, como... como por ejemplo, el gran Paganini?
—¡Claro que sí, señorita!
El pequeño Piotr Schvabrin se sintió súbitamente avergonzado, como si considerara una falta de educación pretender ser un famoso violinista cuando apenas tenía once años.
—Entonces, ¿por qué no hablas con tus padres y les dices que tú quieres ser músico por encima de cualquier otra cosa?
—Es que... señorita Ivanova, si les digo eso a lo mejor se enfadan y me sacan de la escuela.
—¿Por qué iban a hacer algo así?
—Porque yo pienso que mis papás creen que la música no sirve para nada y que tengo que estudiar como los demás niños, algo que sirva para poder trabajar en una oficina, o en una gran fábrica. Mi mamá también sabe tocar el violín pero sólo para acompañar en las fiestas de la familia, o a veces en las de nuestros vecinos, ¡pero nunca ha ganado ni un rublo con el violín!
—¿Quieres que hable yo con tu papá?
—¡Oh, no, señorita; mejor no! Ya le digo que a lo mejor se enfadan y me sacan de la escuela, y yo quiero seguir y aprender mucho más...
—En fin, lo que tú digas, Piotr, pero recuerda siempre esto que te voy a decir: si algún día tienes que tomar una decisión entre estudiar para trabajar en una gran oficina y tocar el violín en una pequeña orquesta local, toma la que te dicte el corazón, pero siempre serás más feliz siendo pobre pero haciendo lo que deseas que rico pero haciendo aquello que no deseas. Si eres un verdadero artista, tarde o temprano tendrás que demostrártelo a ti mismo, y si intentas negar la llamada de tu vocación, nunca gozarás de un segundo de felicidad. ¿Me has comprendido?
—Creo que sí, señorita. Bueno, me tengo que ir o llegaré tarde a clase de historia.
Tania sacudió cariñosamente la rubia melena del pequeño Piotr Schvabrin preguntándose si habría hecho bien o mal al inculcarle aquellas ideas, a pesar de que estaba convencida de su talento natural. Aquel consejo podría llegar a enfrentarle con sus propios padres, para, finalmente, que no pasara de ser un mediocre violinista o profesor de música en una escuela de provincias, cada día con menos alumnos, de un país que apenas la gente sabía identificar en el mapa. ¿Le diría su maestra a Paganini algo así o el talento se desarrolla sin necesidad de la inoportuna intromisión de una frustrada violinista de provincias? Era mejor no pensar, había sentido la necesidad de aconsejarle y eso le parecía una razón más que suficiente.
La ajetreada mañana tenía ahora su segundo acto en la Escuela Municipal de Ballet. Madre e hija esperaban sentadas en una gran sala donde otras madres con otras hijas, no menos nerviosas y alborotadas, esperaban ser citadas para una audición. La sala, de altos techos artesonados y con un suelo de mármol cuidadosamente abrillantado, estaba decorada con varias fotografías de bailarinas salidas de aquella escuela y que habían triunfado en la capital o en Moscú. Al lado de los cuadros había una pequeña leyenda que informaba sobre sus nombres y apellidos, o nombres artísticos si los tuvieran, premios, honores y otros detalles personales que incitaban a los nuevos alumnos a considerar la danza como una especialidad artística de trascendencia nacional, como podría serlo un renombrado científico, político o escritor. El país había sido pródigo en figuras de la danza que se habían repartido por todas las compañías del mundo, especialmente en Rusia, ahora parte de otra nación, donde eran muy apreciadas.
Anya no se movía de la silla, pegada a la de su madre, pero su vista saltaba de una imagen a otra escrutando hasta el último detalle de cada fotografía con una expresión que indicaba claramente que estaba estudiando con meticulosa curiosidad.
—¿Ana I.? —preguntó una mujer de aspecto jovial y bondadoso, leyendo sobre un portafolio con fichas mientras se ajustaba unas gafas de vista cansada sobre una insignificante nariz.
Anya se puso en pie de un salto, cogió con fuerza la mano de su madre, tirando de ella casi violentamente, al tiempo que intentaba contestar.
Subieron por una amplia escalera, cubierta por una alfombra roja descolorida pero escrupulosamente limpia, hasta llegar al piso de arriba, donde se encontraban las salas de ensayos, además de otras aulas y los despachos de los administradores.
—¡Así es que tú eres la pequeña Anya de la que todo el mundo habla maravillas!, ¿eh, querida? —Anya se sonrojó mirando con ansiedad a su madre para que respondiera en su lugar porque ella no sabía qué decir—. ¡Vamos a ver si podemos hacer de ti una nueva Pavlova! ¿Te gustaría, pequeña?
Anya, más roja todavía, asintió con la cabeza sin poder pronunciar una sola palabra, a pesar de que sin duda era una gran admiradora de la Pavlova.
Entraron en una gran sala, con suelo de madera escrupulosamente abrillantado y profusamente iluminada por una hilera de grandes ventanales, a cuyos lados habían adosadas barras de ejercicios. Anya seguía pegada a su madre a quien sujetaba la mano como si temiera que se pudiera escapar. En uno de los amplios muros sin ventanas, decorados con frescos de escenas de ballet indefinidas, había un gran piano de media cola y un poco más hacia la esquina, una pequeña mesa donde se sentó ceremoniosamente la encargada de la selección de nuevas alumnas.
—Querida, mientras tu mamá rellena este papel, tú puedes ir calentando para que nos hagas una pequeña demostración de lo bien que bailas, ¿de acuerdo?
Tania la animó recordándole que debía tranquilizarse porque no tendría ninguna dificultad, ya que los pasos los habían ensayado muchas veces, y por tanto, podría estar segura de que lo haría muy bien. La pequeña Anya se resignó a librarse de la seguridad de la madre y, tímidamente, fue marcando algunos pasos y evoluciones, sin música, pero guiándose por su propio sentido del ritmo, volviendo de vez en cuando la vista hacia su madre para que le diera su opinión. Tania asentía y le sonreía con cierta complicidad mientras contestaba a las rutinarias preguntas de la seleccionadora.
Poco a poco Anya fue adquiriendo confianza en sí misma y cuanto más practicaba más se sentía presa de su propia pasión por la danza. Finalmente la profesora se sentó ante el piano, preguntó a Tania si estaba preparada y arrancó con los primeros compases de aquel sublime «Vals de la flores» del ballet «Cascanueces» de Tchaikovsky. Cuando Anya escuchó el sonido de la música sintió como si le entrase por alguna misteriosa parte desconocida de su cuerpo y quedó como atrapada por ella, dejando que su frágil y elástico cuerpo de adolescente evolucionase tal y como aquella música se lo estaba exigiendo.
Ahora ya no era ella quien se esforzaba por seguir una melodía y realizar una serie de piruetas, era la música quien la movía sin que ella hiciera ningún esfuerzo por conseguirlo. En el pasaje en que la música se prepara para el ataque de los compases fundamentales, Anya sintió que su cuerpo alcanzaba un mágico equilibrio entre el suelo y el espacio y podía permanecer sobre la puntera de sus zapatillas ingrávida como sustentada por dos ángeles invisibles, y cuando por fin arrancaban los famosos compases del vals en toda su grandiosidad, le parecía sentir también a los instrumentos de viento, tal y como lo escuchaba en los ensayos de la escuela, y sentía que a partir de ese instante su cuerpo se veía obligado a girar y girar, elevándose más y más hasta despegar del suelo y volar por los aires sujeta por aquellos mismos ángeles imaginarios que les acompañaban. Cuando la profesora dejó de tocar, Anya prosiguió con la danza como poseída por alguna fuerza inexplicable hasta que los aplausos de las dos mujeres la sacaron de su ensimismación.
—¡Bravo, Anyuta; bravo, pequeña!
Tania estaba emocionada, pero trató de comportarse, no como una madre sino como otra profesora.
—¡Ha practicado mucho! —dijo Tania a su colega con cierto tono de severidad indulgente. La seleccionadora se acercó a ella y le susurró casi al oído para que no pudiera oírla Anya, que permanecía sobre el entarimando tal vez esperando que le pidieran que bailara alguna otra cosa:
—¡No es práctica, lo de esta niña es pasión por la danza!
—Entonces, ¿cree usted que la admitirán?
—¡Creo que puede darlo por hecho! Firme aquí, querida, y ya le enviaremos el resultado por correo en una o dos semanas.
Tania firmó y sintió que su orgullo de madre le rebosaba el pecho. Cogió a su hija por la mano, que aún le temblaba, y rebosante de satisfacción le dijo:
—¡Ven, Anya, que nos vamos a comer el helado más grande que vendan en el parque!
Una entrañable reunión familiar
Tania y Anya sabían el único lugar del parque donde por aquellas fechas sería posible encontrar un helado: una pizzería recién inaugurada en una de las riberas del Soz, aun cuando eran algo más caros y no tan suculentos como los que se podían adquirir a la entrada del parque durante el verano. No tenían mucho tiempo porque en apenas una hora tendrían que encaminarse a la estación del ferrocarril para esperar el tren, donde debían llegar su hermana Antonina con su marido Andréi y sus dos hijos, Irina y Alexei.
Al menos habían podido disfrutar, en aquella tarde primaveral anticipo del verano, de un agradable momento sentadas en la terraza, junto al río. Anya se había entretenido en recorrer una y otra vez el puente metálico que lo cruzaba en una de las zonas más pintorescas del parque, junto a pequeños islotes y rincones ajardinados, donde habitaban grupos de soñolientos patos de cabeza dorada, y algunas garcetas y cormoranes que ya anidaban por los frondosos abedules de las riberas.
Felices por gozar de aquella inesperada tarde soleada, las dos mujeres tuvieron que abandonar el frescor del río y la caricia del sol y pensar en encaminarse cuanto antes a la estación. Sin dejar de corretear entre los jardincillos, Anya seguía a su madre a través del parque, en dirección a la gran puerta enrejada de la entrada, donde todavía presidía una gigantesca estatua de bronce de un solemne Lenin, con un gesto impreciso que parecía decir «¡Adelante!», o «¡Venceremos!». Justo en ese mismo momento una pareja de novios hacía su entrada triunfal en el parque, seguidos de una comitiva vestida de forma poco usual para una tarde de primavera. Se trataba de la inevitable sesión fotográfica, y ahora también de vídeo, y que les obligaba a repetir ciertas poses y paseos que al operador le parecían que no habían quedado bien grabados. La novia, de aspecto sencillo y campesino, a pesar de su cuidado maquillaje, no vestía el usual traje blanco sino de un vivo color púrpura, casi estridente, y sujetaba contra su pecho un pequeño icono religioso con una imagen de San Nicolás, una costumbre campesina rusa muy popular. El novio, por el contrario, un muchachote de aspecto saludable y tal vez unos años más joven que ella, vestía según el estilo cosmopolita, con un traje negro, camisa inmaculadamente blanca y una corbata probablemente de imitación de seda de color azul. La comitiva, sin embargo, hacía gala de la típica extravagancia de las bodas occidentales, recuperadas tras la caída de la ex Unión Soviética, que parecían imitar burdamente, y con sus escasos medios, a las que se celebraban en los culebrones de la televisión norteamericana.
Tania no pudo evitar detenerse y contemplar aquellas amaneradas escenas, llenas de ingenuidad y convencionalismo, pero siempre le impresionaba la sincera expresión de felicidad de todas las novias, aunque no sabía si por haberse casado o por tener la dicha de exhibir aquellos aparatosos y rutilantes vestidos, que tenía el prodigio de hacer que cualquier mujer, por modesta y poco agraciada que fuera, se sintiera como una princesa en un cuento de hadas. Al menos, ella también se había sentido así a pesar de que su boda no había sido ni la mitad de ostentosa que aquella. Pero no se entretuvo más de lo necesario porque corría el riesgo de que le invadiera la melancolía y la inevitable tristeza de su fracaso matrimonial, y aquel no era precisamente un día para estar triste ni melancólica.
Otra vez tuvieron que coger un destartalado tranvía que las dejó prácticamente a las puertas de la gran estación del ferrocarril. De nuevo tendría que sortear la interminable hilera de vendedores ambulantes, sumados a los puestos de bebidas refrescantes y de periódicos, en medio del habitual caos de pasajeros de todas las procedencias con aspectos pintorescos, como los campesinos de las aldeas circundantes o las nuevas clases medias que empezaban a buscar viviendas en las afueras de la ciudad.
Habían llegado con bastante antelación, así es que se aseguraron del horario de llegada del tren procedente de la capital y volvieron a salir de la estación para encaminarse a uno de los nuevos grandes almacenes que se estaban abriendo por toda la ciudad. Anya parecía como si la hubieran llevado a un jardín encantado lleno de cosas maravillosas y divertidas, pero instintivamente no se atrevía a sugerir que todo aquello podría dejar de formar parte de un sueño para ser realidad y que ella misma lo pudiera poseer. Tania, apretaba la mano de su hija cada vez que ésta se detenía ante una muñeca, una alegre mochila de colegio, un vestido de su talla o un adorno para el pelo que le pudiera gustar.
—¡Todo es carísimo, hija, pero al menos mirar no cuesta nada! ¿No te parece? A ver: ¿qué te gustaría que te regalara si apruebas este curso? —preguntó Tania inesperadamente porque sentía que su hija ya se había hecho merecedora de algún regalo después de su excelente actuación durante la prueba en la escuela de ballet.
Anya miró a su madre azorada porque no estaba segura de hasta dónde podía llegar en su elección, así es que por precaución eligió una pequeña muñeca de aspecto delicado, con un vestido muy vaporoso, que podía verse a través del celofán de la caja y que tenía un raro nombre escrito probablemente en inglés o en francés.
—¿Quieres ésta, Anya? ¡Bueno, está bien, como sé que aprobarás la compraremos hoy mismo! ¡Elige la que más te guste!
Anya sintió un vuelco en el corazón por la alegría de aquel inesperado regalo tan extraordinario y pasó un buen rato sin poderse decidir sobre cuál de todas ellas le gustaba más, porque los vestidos rivalizaban en suntuosidad y hasta lujo para ser una simple muñeca. Finalmente, se decidió por una de ellas. Pasaron por la caja, y dejó que la propia Anya la llevara de vuelta a la estación en su inseparable bolsa de plástico, pero con la promesa de que no la abriría hasta que llegasen a casa.
—¿Se la podré enseñar a Irina, mami?
—Por supuesto, querida, pero sin sacarla de la caja, ¿de acuerdo?
Anya no contestó porque todavía estaba presa de la emoción por aquel inesperado regalo para el que ya había previsto un lugar destacado en su habitación. También se estaba preguntando si sería conveniente llevársela a la granja de su tío Nikolai o dejarla en casa. Decidió que se quedaría en casa porque en el campo correría el peligro de caer en las fauces de los revoltosos cachorros, si es que todavía estaban vivos. Pero tal vez lo mejor sería consultarlo con su madre:
—Mami, ¿tú crees que debería llevarme esta muñeca a la granja de tío Nikolai?
—¿Por qué no? Así la verá también la abuela y la pequeña María Yerovskaya, que seguro te estará esperando. Pero tienes que tener mucho cuidado y si la pequeña Marianka te pide que le dejes jugar con ella, tienes que dejársela, porque ella es muy pobre y seguro que nunca le podrán comprar una muñeca como esta.
Anya se debatía entre su sentido de la solidaridad y su inesperado amor por su nueva muñeca y temía que la pequeña María pudiera hacerle algo que la dañara, no por mala intención sino por su falta de costumbre de jugar con muñecas de aspecto tan delicado. Su familia, unos pobres campesinos que ocupaban una sencilla casa cercana a la de su tío Nikolai, siempre solía participar en las reuniones de la familia Ivánov. Pero si su mamá se lo pedía no podría decir que no. Sólo cabía vigilar atentamente a la pequeña María Yerovskaya cuando le dejara su nueva muñeca para que no le sucediera ninguna desgracia que pudiera lamentar.
El tren llegó con puntualidad, después de cruzar más de cuatrocientos kilómetros de llanuras interminables, salpicadas de bosques de abetos y abedules, inmensos campos de maíz, centeno o trigo y cientos de pequeñas granjas solitarias cubiertas con tejados de cinc que brillaban al sol.
Anya estaba deseando que apareciera su prima Irina, pero esta vez porque ardía en deseos de mostrarle su nueva muñeca, ya que pensaba que ella, a pesar de vivir en la capital, tal vez no habría visto jamás una muñeca así, porque la habían comprado en una tienda que sólo vendía cosas del extranjero.
La vieja locomotora eléctrica fue reduciendo velocidad con parsimonia y solemnidad entre el crujido de los vagones y el chirrido de los frenos. Por fin se detuvo, y Tania intentaba que el resto de las personas que esperaban sobre el andén no la ocultara, lo que impediría que su hermana la pudiera ver. Por fin sintió una auténtica explosión de alegría al ver a su hermana sobre una de las puertas del vagón que le hacía señas con el brazo. Apretó con fuerza la mano de Anya y prácticamente la arrastró junto al lugar donde empezaba a descender su tía Antonina.
—¡Tania, querida, habéis venido a esperarnos! ¡Pero mujer, si nosotros sabemos el camino! ¡Qué alegría de verte; qué alegría! —apenas puso los pies sobre el andén se abrazó a su hermana sin poder contener una inesperada lágrima que se apresuró a secar con el dorso de la manga del abrigo.
Anya contemplaba la escena sin atreverse a intervenir porque era la hermana de su madre y sabía lo mucho que se querían las dos, así es que comprendió que al principio no se percatara de su presencia, sobre todo ahora que tenía aquella muñeca nueva y sería el centro de atención.
Inmediatamente después de que su tía Antonina pudiera librarse del emotivo abrazo de su madre, se dirigió a ella y casi le gritó:
—¡Dios mío, Anya, cuánto has crecido! —aquel elogio sobre su altura la confundió porque ella no tenía ni idea de cuánto habría podido crecer en un año—. ¡Pero Anyuta, hijita, si eras así la última vez que te vimos —y señalaba con su mano casi por debajo de sus hombros. ¿Habría crecido tanto?—. ¡Ya eres casi tan alta como mi Alexei, porque, míralo, ¿qué te parece? ¡También ha dado un buen estirón!
Anya se dio cuenta de que tenía a su lado a su primo Alexei, quien tal vez esperaba a que su madre le sugiriera qué debía hacer con ella.
—¡Vamos, Alexei, besa a tu prima Anna!, ¿no te parece que ya es casi una mujercita?
Alexei se ruborizó porque no estaba seguro de cómo debía notar la diferencia. Aunque le pareció que había crecido mucho, él seguía siendo algo más alto que ella, casi la misma diferencia que el año anterior. Tal vez notó que su expresión era algo más adulta y severa, y la razón podría deberse a que esta vez llevaba su sedoso cabello recogido en una larga cola de caballo y no suelto como el año anterior; tal vez era por eso que debía ser ya casi una mujer. La besó en la mejilla, sujetándola con cierta delicadeza por los antebrazos y cambió con ella una inocente mirada de mutua complacencia familiar.
—¡Hija, si Anya es casi una mujercita, Alexei es ya todo hombretón! Pero ¿dónde esta Irina y tu marido?
Apenas había terminado de hacer la pregunta cuando apareció el resto de la familia abriéndose paso a duras penas entre los otros pasajeros, que con dificultad descargaban enormes maletas, que se atravesaban en la estrecha puerta del vagón, impidiendo el paso al resto de los viajeros. Por fin, cuando pudieron estar todos juntos, se encaminaron hacia el amplio vestíbulo de la estación, donde prosiguieron los efusivos saludos sin sufrir los inevitables empujones del resto de los no menos excitados viajeros y de sus familiares.
Anya y su prima Irina, después de intercambiar abrazos y besos de bienvenida, caminaban cogidas de la mano, pero Anya no quería descubrir el fabuloso contenido de su bolsa de plástico porque a lo mejor su prima pensaba que quería presumir de muñeca nueva. Afortunadamente su madre le facilitó las cosas porque ardía en deseos de enseñársela.
—¡Vamos, Anya!, ¿no vas a enseñar a tu prima tu muñeca nueva? ¡Le he regalado una muñeca porque ha bailado muy bien en la prueba de acceso a la Escuela Municipal de Ballet. Además, lleva muy bien el curso y ¡estoy segura que lo pasará sin ningún problema!
Anya buscó un lugar tranquilo y seguro, abrió la bolsa y con cuidado cogió la caja con cubierta de celofán y se la enseñó a su prima con la esperanza de que le gustara tanto como a ella.
—¡Qué bonita es! ¡Y que cara más fina y elegante tiene! ¡Anna, es preciosa... y es extranjera!, ¿verdad?
Anya asentó con la cabeza con una enorme sonrisa de maternal satisfacción, como si aquella muñeca fuera su propia hija. La volvió a guardar en la bolsa y advirtió a su asombrada prima que su mamá le había rogado no sacarla de la caja hasta que no llegaran a casa. Su prima lo entendió y volvieron a cogerse de la mano y caminar por delante del grupo sin parar de charlar de cosas inconexas y divertidas. Después de un sinfín de preguntas, de las que no siempre se esperaba una respuesta, la familia llamó un taxi y se dirigieron a la dacha de la madre. En la casa de la abuela, Anya por fin pudo sacar durante algunos minutos la muñeca de la caja y contemplar con verdadero asombroso la confección de su minúsculo vestido, casi tan perfecto como los de verdad. Cenaron en medio de inagotables charlas, la mayoría sobre asuntos de familia, nostalgias del barrio, la salud de los que iban a visitar, la carestía de la vida y hasta el relato de algunas de las veladas musicales a las que Antonina había podido acudir en aquella temporada.
Al caer la noche, Tania y Anya volvieron a su casa de viviendas prefabricadas a las afueras de la ciudad, quedando todos para el día siguiente en la misma estación del ferrocarril para tomar de nuevo el tren de cercanías hasta la estación de Nosovichi, donde les esperaría el tío Nikolai con su carreta tirada por la vieja yegua Katiuska
Días de vino y rosas
El viaje de su ciudad a la aldea de Norovichi duraba apenas veinte minutos. En días especialmente fríos o con neviscas, podía durar algo más, pero aquella mañana había amanecido un día excepcional. Tal vez debido a aquella inusual temperatura, grandes cúmulos de nubes blancas se empezaban a formar por el lado norte del río, por lo que era probable que descargara alguna tormenta a última hora de la tarde, lo que no vendría mal a los campos de cultivo y ablandaría la tierra de las huertas familiares para facilitar la inminente siembra de hortalizas y verduras de temporada.
Tania y Anya se encontraron con el resto de la familia Ivánov en la estación a primera hora de la mañana. Prácticamente se habían transfigurado para la ocasión. La severa profesora de música, que habitualmente vestía trajes de chaqueta algo desfasados, vestía ahora un pantalón vaquero de estilo occidental y una camisa de vivos colores, pero de apariencia campesina. Llevaba el cabello recogido en una coleta sujeta por un sujetapelo casi infantil, tal vez prestado de su propia hija, y unas holgadas zapatillas deportivas también de estilo occidental. Era evidente que les esperaban dos jornadas llenas de actividades propias del campo, entre las que seguramente estaban cavar, desbrozar y sembrar su propio huerto. No se trataba de pasar un fin de semana de descanso y reunión familiar sin más sino trabajar para poder recoger verduras y hortalizas a finales del corto verano, como era habitual, con lo que compensar el reducido presupuesto familiar. A las verduras se añadirían algunos frutos de árboles que compartía con el resto de la familia, como guindos, manzanos, varios ciruelos, además de frutos silvestres que solían recolectar hacia el mes de septiembre en la siguiente reunión familiar, como frambuesas, moras silvestres y otros.
Anya, por su parte, vestía un pantalón corto y una camiseta recuerdo de uno de los viajes de intercambio a Italia, con un gracioso grafismo de diversos frutos y hortalizas estilizadas entre los que destacaban pimientos rojos, tomates, guindillas y cebollas, formando una composición colorista con el nombre de una pequeña localidad italiana, famosa sin duda por la producción de aquellas hortalizas. Como su madre, calzaba zapatillas deportivas y llevaba su larga cabellera recogida con un sujetapelo con la cara de un oso panda pegada al elástico de vivos colores.
Entre el escaso equipaje para la ocasión, Tania llevaba su violín y Anya una mandolina, que ya dominaba con gran habilidad. Como cada año, la familia Ivánov, casi todos músicos por afición o, como en el caso de Tania, como profesión, aprovechaban aquellas reuniones para interpretar viejas canciones populares y amenizar las veladas familiares junto al fuego del hogar, donde siempre había un gran puchero ya ennegrecido en el que cocía lentamente la tradicional sopa de col, pero a diferencia de un día normal, acompañada de muchos ingredientes, como sendos trozos de magro y tocino, zanahorias, cebollas, tomates, patatas, un buen trozo de mantequilla y especias, como unos granos de pimienta y hojas de laurel. En otras ocasiones, si el tiempo lo permitía, la improvisada orquesta familiar se reunía en el gran patio de los guindos, pero el húmedo relente de la noche no permitía permanecer en él durante mucho tiempo. La excitación por el viaje era más evidente entre los niños, que revoloteaban alrededor de sus padres haciendo toda clase de preguntas sobre el viaje de las que apenas obtenían respuestas, porque los adultos también estaban entregados a sus propios asuntos.
A pesar de las estrecheces, decidieron acomodarse toda la familia en un solo departamento, donde los niños se apresuraron a ocupar los asientos junto a la ventana, mientras la abuela, que había tenido grandes dificultades para ascender los altos peldaños del vagón, ocupaba un espacio junto a la puerta y trataba de conseguir que Anya e Irina permanecieran a su lado sin conseguirlo.
Por fin, entre el habitual crujir de los enganches y los reiterados silbidos de la locomotora, el tren se puso lentamente en marcha y los niños se sintieron como atraídos por algún extraño magnetismo hacia el cristal. Se intercambian sonrisas de complicidad pero no quería hablar para no perderse detalle de lo que se disponían a contemplar. Anya cogía con fuerza la mano de su prima Irina y las dos se intercambiaban gestos y pequeños empujones de complicidad, como si trataran de prepararse para la gran aventura que acababan de empezar. El viejo tren se deslizaba ganando lentamente velocidad por entre dachas rodeadas de frondosos jardines de árboles frutales, probablemente manzanos y guindos, separadas por altas vallas de madera cuidadosamente labradas en sus extremos, algunas recubiertas de yedra hasta parecer simples matorrales. En los patios, algunas gallinas se espantaban al paso del tren corriendo frenéticas hacia el extremo opuesto. Tal vez por ser una escena habitual, algunos perros apenas levantaban la cabeza, reconocían la familiar imagen del tren y se volvían a dormir. Algunos gatos, subidos sobre las empalizadas o en los alerones de las casas, contemplaban impasibles el paso del convoy, aprovechando que les había despertado para acicalarse unos instantes el pelaje y volver a su indolencia habitual. Los niños señalaban con sus dedos cada uno de los animales domésticos que iban descubriendo y se retaban entre ellos a ver quién los localizaba primero. Anya fue la primera en descubrir unas cabras que mordisqueaban la hierba asilvestrada en el patio de una gran dacha, pero su primo se adelantó al ver primero un viejo caballo de tiro situado bajo un porche de hojalata que no parecía prestar demasiada atención al paso del tren.
Finalmente las casas quedaron atrás y el tren se deslizó renqueante por una enorme explanada agrícola donde ya brotaban los primeros tallos de un campo de maíz casi hasta donde alcanzaba la vista. En los límites se perfilaban hileras de abetos que formaban bosques interminables y el trazado de la vía se veía cruzado por frecuentes caminos rurales, que comunicaban las casas entre sí, donde casi siempre esperaba algún vehículo agrícola, o alguna vieja furgoneta de fabricación rusa cargada de forraje, útiles agrícolas o viejos neumáticos de recambio, y ocasionalmente algún carromato agrícola tirado por dóciles caballos de pequeña estatura y gruesos tobillos.
Ya no había mucho que descubrir y los niños se relajaron prestando más atención a la abuela que se esforzaba por tenerlos a su lado. Pero apenas la abuela había conseguido tener a sus nietas sobre sus rodillas, la claridad del vagón se convirtió en una súbita y extraña penumbra. Así es que los niños volvieron junto a la ventana recuperando una vez más la misma excitación. El tren había entrado en el interior de un denso bosque de abetos centenarios que impedían el paso del sol y proyectaban su sombra sobre el vagón, permitiendo tan solo que algunos súbitos rayos de sol alcanzaran el departamento como si fueran destellos luminosos, que herían los ojos de los pequeños obligándoles a cubrirse la frente con sus manos.
El denso bosque de abetos dio paso a otros más pequeños de abedules, formando barreras entre grandes prados de pastos o cultivos más reducidos de heno o avena. Amplias casas de campo, rodeadas de setos, yedras y arbustos, surgían en los límites de las parcelas. En algunos, grupos de vacas pastaban con su habitual parsimonia. Algunas rumiaban la hierba al tiempo que contemplaban como autómatas el paso del tren. Los niños reían de las bobas expresiones de los animales y señalaban los terneros haciendo gestos con las manos para mostrar lo pequeños que eran. Tania les sacó de aquel fascinante juego de descubrimientos para advertirles que estaban llegando y que tenían que prepararse. El tren fue perdiendo velocidad en medio de un paisaje en el que no aparecía aldea alguna, deteniéndose finalmente ante un apeadero compuesto por un porche construido con una herrumbrosa estructura de hierro y el habitual techo de cinc ondulado. Estaba situado junto a una amplia plazoleta rodeada de abedules y arbustos que impedían cualquier visión del espacio que se abría al otro lado del apeadero. La primavera había cubierto la plazoleta de resistentes hierbas y recios matorrales, de manera que los pocos vehículos aparcados aparecían en ella como si flotaran sobre el verdor de la hierba. En un extremo de la plaza se abría un amplio sendero sin asfaltar, donde también la hierba invadía el eje central y prosperaba con frondosidad y exuberancia en ambos extremos, flanqueados, además, por árboles centenarios, entre los que podía verse algún gigantesco abeto, sobre cuya copa se posaban ruidosas bandadas de cuervos.
La familia se apresuró a situarse junto a la puerta de salida. Tania abría la comitiva tratando de controlar a las pequeñas que, cogidas de la mano, permanecían pegadas a los cristales del vagón que daban sobre la plazoleta. La hermana y su marido, ayudaban a la abuela para evitar que se pudiera caer.
—¡Mira, mira, Irina, es el tío Nikolai! —gritó de improviso la pequeña Anya— ¿No le ves? ¡Allí, abajo! ¡Mami, mami, ya he visto al tío Nikolai y a la vieja Katiuska que sigue tirando de la carreta! ¡Y a Laika, también está Laika!
—¡Niños, niños, despacio y detrás de mí! Anna, ¿tienes la mandolina y el sombrero?
—¡Sí, mami! ¡Pero venga, que no tendremos tiempo!
—Sí, Anna, tendremos tiempo, cálmate que el tren no se irá hasta que no hayamos bajado todos.
Cuando el tren de detuvo dando un inesperado frenazo que hizo tambalear a los pequeños y a la abuela, Tania se apresuró a descender y organizar la salida del resto de la familia sin que se olvidaran nada en el vagón. Apenas puso el pie sobre el anden, la vieja perra Laika se acercó a ella agitando nerviosa la cola dando a entender que la había reconocido y que se alegraba de verla.
—¡Laika, preciosa, me alegro de verte pero retírate; anda, vete con Nikolai, no vaya a tropezar alguien contigo!
La vieja perra pareció entender el gesto y con una expresión de resignada humildad, dio media vuelta y se colocó a una prudente distancia, pero no volvió junto a su dueño, que permanecía en la carreta sujetando las riendas de Katiuska. Tania envió un rápido saludo a su hermano Nikolai con el brazo mientras se ocupaba de los niños y de la laboriosa operación de hacer descender a la abuela. Éste le devolvió el saludo y llamó a la perra, que dudaba entre quedarse con los recién llegados o volverse con su dueño, finalmente optó por obedecer sin demasiado entusiasmo. Los niños fueron los primeros en correr al encuentro de su tío, pero antes de nada rodearon a la vieja yegua para asegurarse de que estaba bien y se alegraba de verlos.
—¡Katiuska! ¿Te acuerdas de mí, eh? ¡Que tonta, si no sabe hablar! Tío Nikolai, ¿ha tenido Laika cachorros este año?
—¡Venir aquí, diablillos, darle un beso a vuestro tío y dejarme ver lo que habéis crecido!
Los tres niños gatearon con extraordinaria agilidad sobre el carromato agrícola, abrazaron los tres a la vez a su tío y Anya no se olvidó de su pregunta crucial:
—¡Pero tío Nikolai, no me has dicho si Laika ha tenido cachorros!
—¡Sí, sí; claro que ha tenido cachorros!, pero sólo le hemos dejado uno.
Anya pareció sufrir una gran decepción y se sintió súbitamente triste y desconsolada. Laika se retorcía de gozo arrimándose al carro y ladrando a la vieja yegua, corriendo de un lado a otro para llamar la atención de los niños. Anya volvió a bajar, sujetó a Laika por el collar, que se acurrucó sumisa sobre sus cuartos traseros como si tratara de escuchar lo que la niña le trataba de decir:
—¡Pobre Laika, estarás triste sin tus cachorrillos!
Pero la perra se libró de ella y volvió a su frenética agitación, esta vez alrededor de los adultos, entre los que parecía reconocer de forma especial a la anciana.
—¡Laika, Laika, querida, nos hacemos viejos! ¡Ven que te acaricie!
El animal se acercó casi arrastrándose, conteniendo su agitación con movimientos de cola frenéticos y lanzando gemidos, como si tratara de evitar que fueran sus habituales y ruidosos ladridos. Finalmente toda la familia se acomodó sobre el carromato, utilizado tan sólo para encuentros familiares nostálgicos como aquel, y el tío Nikolai maniobró con las riendas para iniciar la marcha hacia la casa.
—¡Vamos Katiuska, que hoy te daré ración doble de avena! ¡Arre vieja gruñona, llévanos a casa que ya sabes bien el camino!
El animal mordisqueó el freno, hizo un gesto de sobresalto, y comenzó a tirar con decisión de la carreta entre el griterío de los niños y el susto de los adultos, que no se sentían muy seguros sobre aquel arcaico medio de transporte que se resistía a desaparecer entre los campesinos. Al menos las ruedas eran de caucho, lo que hacía que su lenta marcha fuera suave y silenciosa.
—¡Vamos a ver, vosotras dos! —dijo el tío, rodeando con su robusto brazo a las dos niñas que se apretaban junto a él en el pescante—. ¿Qué habéis aprendido de nuevo en el colegio?
—¡Muchas cosas, tío Nikolai! ¿Cómo quieres que te lo contemos todo?
—¡Yo ya sé hablar inglés! —dijo Irina llena de orgullo de sí misma.
—A ver, Irina, dinos algo en inglés, ¡pero que se entienda!
La pequeña se sintió confusa porque no le parecía lógico que dijera algo en inglés y que se entendiera también en ruso.
—I love you, oncle Nikolai! —dijo de pronto convencida de que casi todo el mundo sabría lo que significaba «I love you»
—¡Ah, diablilla! ¿Qué le habrás dicho a tu tío? ¡Cómo os aprovecháis de mi ignorancia!
—¡No tío, no es nada malo, quiere decir: «Te quiero, tío Nikolai»!
—¡Eso está bien, que aprendáis a decir cosas bonitas, aunque sea en idiomas tan raros! Y tú, mozalbete, ¿qué has aprendido este año? —preguntó a Alexei que se creía ya demasiado mayor para compartir los juegos de las niñas.
—Yo he aprendido cosas sobre los sistemas democráticos de Europa y otras formas de gobierno que aquí no sabíamos.
El tío Nikolai se volvió hacia el padre de Alexei, a quien parecía hacer responsable de aquella sorprendente afirmación.
—¡Que el cielo me bendiga, las cosas que os enseñan en la capital! ¿Cómo permites que les enseñen esas cosas en el colegio?
—Vamos Nikolai, ¿qué hay de malo que les enseñen a entender la política de ahora?
—Antonina, hermana, ¿no querrás que este chico se olvide de todo lo que ha sido nuestra vida? ¿Es que vais a permitir que la juventud se crea esos cuentos de los capitalistas?
—¡Venga, tío Nikolai, que ya estamos en otra era!
—¿Democracia, eh? ¿Qué democracia: la de los capitalistas o la del pueblo?, porque la del pueblo es la que siempre hemos tenido nosotros. ¿Dónde se tomaban las decisiones sino en la Asamblea local? ¿Quiénes nos mandaban sino aquellos que habíamos elegido en estas asambleas democráticas? ¿Y en qué consiste la democracia de los capitalistas sino en comprar los cargos, los ministerios y hasta el gobierno de una nación? ¿Para qué queremos esta democracia capitalista si ya teníamos nosotros la democracia popular?
—¡Bueno, vamos a ver si dejamos en paz la política! Estamos aquí para trabajar y divertirnos y si seguimos así, ¡ya te conozco, Nikolai! Es mejor no sacar el tema de la política...
El joven Alexei asintió y su tío estaba también decidido a posponer aquel tema de discusión para otro momento más oportuno, porque, en el fondo ardía en deseos de saber cómo iban las cosas por la capital.
—¡Tania, desenfunda tu violín, porque esta vieja gruñona no parece tener hoy mucha prisa! ¡Tócanos algo que nos levante el ánimo y nos traiga el recuerdo de los viejos tiempos, y hasta si me animo, yo también cantaré!
Tania no dudó un instante. Sacó su violín, se aseguró en su asiento, ensayó un par de acordes para comprobar la afinación, pensó unos instantes cuál podía ser la pieza más adecuada para que su hermano se animara a cantar, y se arrancó con una conocida melodía popular habitual en la mayoría de las fiestas locales de aquella comarca. El tío susurró algunos compases para hacerse con el tono, y con la solemnidad de un cantante sobre un imaginario escenario, empezó a entonar la canción con su espléndida voz de tenor bajo, grave, melodiosa y rebosante de melancolía, como era habitual entre los antiguos mujiks:
«Tierra mía, patria mía,
pequeño rincón desconocido,
ignoro cómo he llegado hasta ti
en este mal caballo que tengo;
Mi arrojo y mi juventud
Y el vino que he bebido
me ha traído, sin duda hasta aquí»*
Las niñas acompañaban la melodía balanceándose de forma armoniosa de una lado a otro, siguiendo el impetuoso brío de su tío, que las sujetaba fuertemente por los hombros para impedir que pudieran caerse del pescante. Antonina coreaba los estribillos y la abuela trataba de recordar la letra de la canción en un intento por tararearla al tiempo de su hijo. Hasta la perra Laika parecía haberse unido a la improvisada fiesta, extrañada por el peculiar sonido del violín, y ladraba a la yegua que, a pesar de todo aquel escándalo, seguía marcando su lento y pausado caminar, como si fuera la única que todavía mantenía intacto su sentido común.
Cuando divisaron la casa, las niñas se revolvieron en el pescante como si quisieran saltar del carruaje, ansiosas por ver el nuevo cachorro de Laika, los escandalosos gansos, las impertinentes gallinas y los orgullosos gallos, el cerdo Nikita, el gran gato Gogol y quién sabía qué otros animales que hubieran podido nacer durante aquella primavera.
Junto al cercado, en un lado del portón de la entrada, esperaban dos mujeres que saludaban agitando el brazo alertadas por el sonido del violín de Tania y la voz inconfundible de su hermano Nikolai.
—¡Mira Irina, es la tía Clara y la pequeña María que ya nos están esperando! ¡Ya verás como les gustará mi muñeca!
La vieja yegua pareció animarse ante la perspectiva de librarse del pesado tiro y animó el trote. Nikolai lo notó y trató de calmarla porque era el momento más delicado de todo el corto viaje y debía evitar cualquier percance.
—¡Tranquila, vieja gruñona, que ya tendrás tu descanso, pero no te encabrites ahora! —tiró de la riendas y el viejo animal entendió la orden, volviendo a moderar el paso. Laika también parecía reprochar su comportamiento y ladraba al animal con el mismo tono de reproche que el propio Nikolai.
—¡Que lista es esa perra! —observó la abuela—. ¡Sólo le falta hablar para ser una persona!
Apenas se detuvo el carruaje, nada pudo impedir que las dos niñas se liberaran del fuerte abrazo del tío y saltaran al patio, corriendo a saludar a la tía y a la tímida niña que permanecía discretamente rezagada, tratando de contener su alegría por temor a quitar protagonismo a la propia familia de las niñas.
Anya se abrazó a su tía, pero inmediatamente tuvo que ceder su turno a sus primos y tíos y se dirigió decidida hacia la tímida María Yerovskaya, que no deseaba tomar la iniciativa, como si tratara de comprobar si todavía sentirían el mismo afecto por ella que durante la última visita a la región. Tenía en sus brazos el cachorro de Laika, porque sabía que eso no podría fallar y llamaría sobre ella la atención de su amiga Anya.
—¡Hola, Marianka, me alegro mucho de que estés aquí! —intentó abrazarla pero la extrema timidez de la niña le impidió reaccionar y se limitó a sonreír tratando de que Anya descubriera el cachorro de Laika que tenía entre sus manos—. ¿Es el nuevo cachorro de Laika?
La pequeña asintió con la cabeza e hizo ademán de dejárselo acariciar. Poco a poco empezó a recobrar la confianza en sí misma al comprobar que, no sólo se acordaba de ella sino que parecía quererla igual. Anya tomó con sumo cuidado el cachorro, lo estrechó contra su pecho y le llamó la atención el que no se pareciera en nada a su madre.
—¡Pero si no se parece en nada a Laika!
La perra, que ya se había dado cuenta de la presencia de su cría pasando de unas manos a otras de los niños, gimoteaba nerviosa a su alrededor, hasta que llegó a las manos de la abuela, quien compadecida por la inquietud del animal, se la entregó. Apenas estuvo en el suelo, la cogió por el cuello y con extrema delicadeza la transportó hasta su caseta. Pero apenas volvió a salir, el cachorro la siguió con paso atolondrado lanzando agudos ladridos como si tratara de llamar la atención de todos los presentes. Laika desistió y permitió que la siguiera.
Mientras los adultos cambiaban sus primeras impresiones de aquel breve y tranquilo viaje desde la capital y descargaban su escaso equipaje, la pequeña María, que ya se sentía plenamente aceptada por sus viejas amigas, se sintió en la obligación de hacer de guía para recorrer cuanto antes los corrales de la granja y visitar a todos los animales. Cogió a sus amigas de la mano y prácticamente las arrastró de un lado para otro, porque no podía evitar sus modales francos y algo bruscos de campesina. En menos de quince minutos las recién llegadas estaban al corriente de los nuevos nacimientos entre los animales de la granja y hasta de las defunciones, como la de un viejo ganso que había sido atacado por un perro y que tuvieron que sacrificar.
La abuela fue acomodada en un mullido sillón de brazos colocado en el zaguán, entre el sol y la sombra de las enredaderas que ya cubrían el porche. Desde allí podía contemplar el trajín de las niñas por los corrales, y una espléndida vista de la campiña bajo un cielo que ya comenzaba a cubrirse de nubes y amenazaba con descargar algún aguacero pasajero. Una suave brisa se anticipaba a la tormenta y mecía las altas copas de los árboles, sobre los que se columpiaban los familiares cuervos, las urracas o eventualmente, mirlos y estorninos.
A lo lejos, por los múltiples senderos que comunicaban las aisladas casas rurales, otros vehículos agrícolas circulaban con la misma tranquila parsimonia como lo habían hecho ellos desde la estación. Laika había decidido permanecer al lado de la anciana y se estiró relajada a sus pies aprovechando para amamantar a su insaciable cría. Gogol, el gran gato siamés, permanecía vigilante sobre el techo de cinc de uno de los corrales sin dejar de perderse nada de lo que estaba sucediendo en el gran patio de la casa, que dominaba y escrutaba como si fuera de su propiedad.
Clara, la mujer de Nikolai, organizó con destreza y agilidad una gran mesa junto al zaguán, la cubrió con un sencillo mantel, colocó los cubiertos y empezó a servir la primera comida del día compuesta por finas lonchas de tocino recién frito, embutidos, manteca, galletas horneadas por ella misma el día anterior, y una gran jarra de té recién hecho.
En unos instantes la familia al completo, excepto las tres niñas que seguían correteando por los corrales pasando revista a los numerosos y esquivos animales, estaba sentada a la mesa. Las mujeres se cubrían el cabello, recogido sobre la nuca, con pañuelos de vistosos colores, y las mangas de las camisas remangadas por encima del codo, como si se estuvieran preparando ya para la dura faena que les esperaba en el campo. Los hombres se cubrían con sombreros de paja y era llamativo ver la diferencia entre el rostro de Nikolai, moreno y curtido, con profundas arrugas marcando ya su frente y las comisuras de sus labios, en tanto que Andréi parecía haber salido de una clínica, con su piel blanca y trasparente, propia de un oficinista de ciudad.
—¡Tendrías que venir con más frecuencia al campo, querido Andréi, estás pálido como la leche! ¡No te quites el sombrero no vayas a quemarte con este sol tan poco normal para estas fechas!
Andréi hizo un gesto como si realmente se sintiera incómodo, pero sin llegar a mostrarse descortés.
—¡Cuñado, no estamos como aquél que dice a un paso de aquí! Además, yo soy de ciudad, ¡no te creas que echo de menos el campo y sus incomodidades! No, no es que me queje, además están los niños y tu hermana, pero yo he vivido toda mi vida en allí y ya estoy acostumbrado...
—Pues aquí te tocará doblar el espinazo, cuñado. Pero no te preocupes que te daré unas buenas friegas de alcohol antes de que te vayas y estarás como nuevo cuando regreses a tu gran ciudad.
En efecto, Andréi era el único que no parecían gozar de aquel lugar, pero le compensaba que su mujer parecía sentirse revivir cada vez que hacían aquel añorado viaje. Su nostalgia por la hermana y la madre era casi permanente y no había día en que no los mencionara o le recordara lo feliz que había sido en esa vieja isba de su tío abuelo, ya fallecido, y que afortunadamente había heredado y continuado con su explotación su hermano Nikolai. Durante la era soviética, sus tierras formaban parte del koljoz local y los campesinos las trabajaban en común, tal vez por eso habían mantenido ellas el hábito de hacer aquellos trabajos temporales en común para recoger después la parte proporcional de sus frutos. De cualquier manera todavía había muchos terrenos de cultivo que no habían sido privatizados y permanecían en régimen cooperativo. Tan sólo las pequeñas huertas añejas a las granjas eran de propiedad privada y explotadas en régimen familiar. Era de aquellas pequeñas explotaciones de donde procedían todas aquellas viejas vendedoras que se agolpaban cada día con sus escasas mercancías junto al gran mercado de la ciudad, y de todas las ciudades del país.
—Comer, comer y coger fuerzas hermanas, que la ciudad os está ablandando y pronto no podréis ni con una azada.
—¡Querido hermano, no te fíes de nuestro aspecto porque te puedes equivocar, seguro que tú no trabajas aquí tanto como nosotras en la ciudad!
—Los hombres siempre presumen de trabajar mucho, pero mientras ellos paran para beberse un vaso de vodka y quejarse, nosotras no paramos de trabajar —sentenció su mujer, sirviendo más té en las tazas que ya estaban vacías.
—Trabajábamos como mulas cuando mandaban los comunistas y ahora, que parecía que todo iba a cambiar y podríamos gozar de un poco de tranquilidad, tenemos que trabajar todavía más que antes...
—¡Y sin que se note, que es lo peor! —añadió Tania—. Antes éramos reconocidas como camaradas, útiles al Estado, hacíamos el mismo trabajo que los hombres y cobrábamos lo mismo que ellos, teníamos guarderías para los niños; el gas, la luz y la leña eran prácticamente gratis y por lo menos las casas gozaban de cierto confort. ¿Y ahora qué?: casi no hay guarderías, los precios están por las nubes, los hombres beben más y nosotras tenemos que seguir trabajando como antes pero sin nadie que nos ayude ni en la casa, ni con los niños, ni siquiera con nuestros padres que viven abandonados a la buena de Dios... Así es que, Nikolai, hermano, ya ves que como tú dices ¡no nos estamos ablandando! Y, por si fuera poco, no venimos aquí sólo para descansar sino para cavar y sembrar los huertos para poder comer legumbres y verduras frescas, que casi ya no podemos ni comprar.
—¡No, si es lo que yo decía: esa es la democracia capitalista que le enseñan a Alexei en la capital!
—¡Bueno, otra vez estamos hablando de lo mismo! ¿Es que no podemos aceptar las cosas tal y como son? ¡Algo bueno tendrá, supongo yo! —sentenció la mujer de Nikolai.
La familia parecía haber aceptado la sugerencia y cambiaron completamente de tema. Nikolai comenzó a organizar el trabajo de sus hermanas: las tierras que debería remover, lo que tendría que plantar, así como algunos detalles sobre los plantones, la distancia entre ellos, la cantidad del riego, etc.
Pronto todos estaban inmersos en sus labores encomendadas, y sólo la madre, sentada en su confortable sillón, permanecía en el zaguán. Gogol, el gato, se había decidido a bajar de su privilegiada atalaya, y tras comer algunos trozos de tocino con cierta desgana, había terminado en el regazo de la abuela, tal vez porque resultaba un lugar más confortable y soleado que el anterior.
Las mujeres entonaban cancioncillas populares al tiempo que levantaban la tierra con el azadón, formando largos y rectos surcos, sobre los que plantarían pimientos, tomates, cebollas, acelgas, algunas coliflores y lechugas. Nikolai trataba de hacerse ayudar por Andréi, completamente incapaz de cualquier trabajo manual, para levantar un nuevo cobertizo donde tenía previsto criar dos o tres parejas de conejos. Los niños, finalmente, se habían unido a las mujeres en las huertas y trataban de imitarlas lo mejor posible, pero dando golpes imprecisos y sin apenas control de las pesadas herramientas. Estaban esperando que llegara el momento de sembrar y regar, lo que sería una labor más apropiada para su edad.
Al caer la tarde, y como se temían, un chaparrón obligó a la familia a recogerse dentro de la casa. Los niños, subidos sobre amplias bancadas de madera situadas junto al quicio de las ventanas, contemplaban las gruesas gotas que se deslizaban por los cristales y las enormes burbujas que se levantaban sobre la reseca arena del patio. Las gallinas permanecían encogidas y silenciosas, subidas en los palos del cobertizo, a la espera de que escampara para volver a picotear y escarbar por el corral. Finalmente cesó de llover, pero el aire se volvió húmedo y frío y la familia decidió dar por terminado el trabajo de aquella primera jornada, encender el fuego, preparar una agradable y reconfortante sopa de col, y terminar la jornada charlando de sus preocupaciones y esperanzas.
Tania descubre su juego
—Creo que he hecho una tontería —comentó Tania a su hermana mientras contemplaban el crepitar de la leña bajo el gran caldero—. ¿Sabes lo que he hecho? ¡Me he apuntado a una agencia de contactos por Internet! ¡A veces creo que todavía no he madurado lo suficiente!...
—¿Una agencia de qué? —preguntó divertida la hermana.
—¡Ni yo misma lo sé y les he dado varias fotos mías! ¿Te imaginas que me volviera a casar y que fuera con un extranjero?
—¿Volverte a casar? —la hermana cambió su expresión distraída por otra más atenta, porque comprendió que aquella conversación no iba a tratar de asuntos domésticos sino que su hermana trataba de darle a entender que estaba pensando en casarse otra vez, y se tomó más en serio aquella conversación.
—Taniushka, ¿estás segura de lo que dices o estás de broma?
—¿Por qué iba a estar de broma? ¿Es que no tengo derecho a rehacer mi vida? ¡Sólo tengo 36 años! ¿No crees que es un poco pronto para renunciar a... —Tania se avergonzó ante su hermana por lo que iba a decir, no porque ella no lo entendiera sino porque a ella misma le parecía novedoso y no se acostumbraba a la idea de volver a enamorarse una vez más—, bueno, a encontrar un hombre que me quiera y... que también le quiera yo?
—Desde luego, me parece natural, pero tal y como están las cosas, dudo mucho de que encuentres algo adecuado para... las dos, porque no estás sola. ¿Supongo que habrás pensado en Anya, no?
—¡Claro que he pensado en ella y es por eso por lo que me he apuntado en esa agencia! ¿No crees que Anna tendría un futuro mejor si nos fuéramos a otro país?
La hermana mudó súbitamente su expresión porque se dio cuenta de las intenciones de su hermana y la sola idea de perderla la aterrorizaba.
—¿No estarás hablando en serio, Tania? ¿Marcharte de aquí? ¿Las dos? ¿Marcharos de vuestro propio país? Pero Taniushka, querida, ¡eso es una locura y no puedes estar hablando en serio!
Tania reaccionó tratando de contener su indignación para no llamar la atención de los demás sobre aquella conversación.
—Pero Antonina, ¿qué puedo esperar si me quedo aquí? ¿Que me suban el sueldo cien mil rublos más? ¿Y qué se puede hacer con otros cien mil rublos más? ¿Y si no me conceden la beca para Anya? ¿Crees que podré pagar la escuela de Ballet? ¡Ni siquiera es mía la casa donde vivimos! ¿Y qué sucederá si nos la quitan? Tú tienes a tu marido que te puede ayudar, pero ¿a quién tengo yo?, ¿quién me puede ayudar a mí? ¿Quién estará a mi lado si caigo enferma o tengo un accidente y no puedo trabajar? ¡Me siento desprotegida, abandonada por mi propio país, para el que me había sacrificado y trabajado! Sí, es verdad que me ha regalado mi educación y que por tanto debería estar agradecida y devolver lo que han invertido en mí, pero esto ya no tiene sentido, ¡no sé ni en que país vivo! ¿Es este el país que nos educó, el de hace sólo quince años? ¿Por qué ahora no hay trabajo? ¿Por qué nos invaden con tantas cosas bonitas que ni podemos soñar en comprar? ¿Por qué nuestras casas, que ni siquiera son nuestras, se desmoronan, apenas podemos pagar el gas, los tranvías se caen a pedazos, las farolas no lucen en nuestros parques, las campesinas se congelan de frío en el mercado para ganar cinco mil rublos, casi lo que les cuesta volver a sus miserables casas? ¡No, Antonina, yo ya no conozco mi propio país y por eso tal vez sea mejor que me vaya! ¡Yo no tengo la culpa de lo que está pasando! Quiero a mi país como cualquiera, y haría lo fuera por él, pero ¿dónde está la nación que yo amaba, la de la juventud responsable, altruista, soñadora y sacrificada? ¡No lo sé, este país ya no lo reconozco, y por eso estoy pensando en emigrar! ¡Sí, puedes pensar lo que quieras, pero ya no aguanto más, tengo que tomar una decisión y, tal vez sea una estupidez, pero ya he dado el primer paso! Ojalá encuentre algún hombre que me quiera, aunque sea... qué sé yo, ¡un español!
Toni hace planes para su venganza.
El primer día después de la ruptura Toni acudió al trabajo algo más tarde de lo habitual. Inexplicablemente se sentía más relajado que en un día normal. Secretamente había estado esperando que Olga se horrorizara de lo que había sucedido la noche anterior y que todo volvería a la normalidad, pero no fue así: Olga seguía durmiendo, o aparentaba estarlo, cuando terminó de vestirse. Volvió al dormitorio un par de veces con la excusa de haber olvidado algo, pero Olga seguía impasible, lo más probable era que fingiera que dormía, porque los niños, como era habitual, habían armado un gran escándalo antes de salir para el colegio. Menchu le había preparado un café, pero en vista de que su mujer no se levantaba y no mostraba ningún signo de arrepentimiento, decidió marcharse de casa cuanto antes y desayunar en cualquier bar. Al llegar al garaje y contemplar aquel Mercedes de casi veinte millones pero que ni siquiera era suyo, por primera vez sintió que su empleo ya no estaba tan seguro. Olga era perfectamente capaz de romper aquel extraño y desagradable acuerdo y terminar con él de la noche a la mañana, haciendo que perdiera incluso su empleo en el concesionario y, en realidad, se quedaría prácticamente con lo puesto.
Aquella situación le había sorprendido de tal manera que se dio cuenta de que ni siquiera contaba con algo de dinero a su propio nombre y no al de los dos. Tan sólo las tarjetas de crédito, y aun éstas las podría anular si Olga hacía una simple llamada a los bancos. Seguía sin aceptar lo sucedido la noche anterior. Pero se dio perfecta cuenta de que era algo que podía haber ocurrido en cualquier momento por sus tensas relaciones con su mujer y con toda la familia Serrano. No se creía un ser despreciable ni diferente de los demás. De hecho se consideraba mejor a la media normal. Por ejemplo: la mayoría de sus amigos eran infieles a sus mujeres y aun presumían de ello. Ninguno de ellos tenía mala conciencia por ello y ni se molestaban en hablar de sus respectivas mujeres, a quienes consideraban como algo de su propiedad y que no tendrían ningún derecho a rebelarse por muy infieles que fueran o por poco que fuera el afecto que pudieran sentir por ellas. Por tanto, casi todos ellos daban por sentado que se trataba de un comportamiento perfectamente natural y necesario. El número de amantes, o simples aventuras pasajeras, parecía como la medida de su masculinidad, y si una semana no «ligaban» podían empezar a sospechar de que algo no marchaba bien, incluso llegaban a confesarse deprimidos, estresados o tal vez enfermos. En cuanto a las amantes, no podía comprender cómo algunas mujeres podían ser tan ingenuas que se las pudiera engañar de forma tan burda y reiterada. ¿Cómo no sospechar que salían con hombres casados cuando la mayoría de los fines de semana tenían que viajar, acudir a reuniones, o ponían excusas a cuál más increíble para no estar con ellas? Tenía la sensación que en aquella ciudad, amantes y amadas compartían la misma mentalidad; que engañaban y se dejaban engañar y parecía que a nadie le importaba saber la verdad. Por otro lado, tal vez no tendría nada de anormal: ellos no querían compromisos y ellas, a pesar de ser divorciadas o incluso solteras, tampoco los querían. En las casadas era un comportamiento natural. Por tanto, ¿qué más daba que estuvieran casados como que no? ¿Y las esposas engañadas, serían todas como Olga? ¿Estarían al corriente de la infidelidad de sus maridos? ¿Habrían llegado también a pactos para seguir juntos pero dejándose mutuamente en paz? ¿Qué precio pagarían sus amigos para llevar aquella doble vida: humillarse ante ellas como había tenido que hacer él? Pero lo más probable era que sucediera todo lo contrario. Eran hombres con profesiones estables y bien pagadas, como abogados del Estado, consejeros de importantes empresas, o incluso dueños de importantes negocios relacionados con la Administración pública. Ellos podrían exigirles obediencia y sumisión a sus esposas, incluso alguno se jactaba de mantener excelentes relaciones sexuales cuando le decían: «Hoy he tenido que cumplir con la parienta, y le echado un par de polvos. Ya la tenía muy mosqueada». ¿Por qué él no podría actuar igual?
Pero, aun cuando ahora lo lamentaba, él no era así. Tal vez porque recibió una educación severa y nunca tuvo en su propia familia ejemplos de infidelidad y le parecía un comportamiento indigno e impropio de un hombre con responsabilidad familiar. ¡Otra cosa sería si no tuvieran hijos! De hecho él mismo estaba seguro de que jamás se hubiera casado con Olga de no haber sido por aquel inesperado embarazo. Pero estaba convencido, al contrario de lo que le recriminaba Olga, que no aceptó por las presiones de su suegro y de su propia familia, ¡sino por sentido de la responsabilidad! Y si había llegado a resignarse y aceptar las humillantes condiciones de Olga, era también por su sentimiento de responsabilidad hacia sus tres hijos, ¡a los que por nada del mundo estaba dispuesto a abandonar! Al menos en este sentido contaría con el apoyo de su propio suegro, por su estricta forma de pensar conservadora nunca aprobaría el comportamiento de Olga, y por nada del mundo aceptaría la posibilidad de un divorcio en su familia. «Qué jugarretas te prepara el destino —pensaba mientras se dirigía al concesionario—: ¡Ahora resulta que mi suegro puede ser mi mejor aliado contra los caprichos de Olga! ¿Qué hubiera sido de este matrimonio si no hubiera sido por él? ¡Coño, y pensar que gracias a este facha de mierda voy a poder rehacerme y buscarme la vida antes de que a esta loca se le ocurra echarme a la calle!... ¡Pero no me dejará con el culo al aire, desde hoy mismo voy a dejar de ser un gilipollas, si eso es lo que cree, y me voy a poner las pilas para hacerme con alguna pasta, por si acaso! ¡Así es que mejor que mime al viejo hasta que se muera, que ojalá dure por lo menos diez años más!»
Olga se aventura
Olga se despertó muy temprano y permaneció en vela fingiendo que dormía tal y como sospechaba Toni. Le daba igual que supiera que ya estaba despierta, pero necesitaba poner orden en sus pensamientos. No porque sintiera que había llegado muy lejos el día anterior sino por tratar de hacerse una idea de cómo deseaba organizar su vida desde ese primer día de libertad. Se sentía orgullosa de sí misma y tenía la esperanza de que su padre no viviera más de lo que ella necesitase para saber en qué invertiría todos los millones que podría conseguir vendiendo las acciones que iba a heredar. Quería empezar una nueva vida y eso no era fácil de concretar, ni siquiera de imaginar. Era como si estuviera planeando un viaje de aventura y necesitaba reunir el máximo de folletos posibles. Para empezar tendría que decidir qué hacer con aquella joven a la que, desde luego, no estaba dispuesta a ayudar, porque le crearía sin duda algún problema. Pero, al mismo tiempo, deseaba mantener su amistad por si se aclaraba su confusión actual y pudiera formar parte de aquel apasionante nuevo futuro que estaba empezando a vislumbrar. En cuanto a los hijos, tampoco estaban en un lugar destacado en su inevitable nuevo renacer, los mantendría con ella, sin duda, pero en un lugar discreto y apartado, lejos de su propia intimidad. Tal vez sólo ella se había dado cuenta de que no eran unos niños precisamente apegados a la familia, sabía que se estaban educado como tres déspotas, sin el mínimo afecto ni entre ellos ni por el resto de la familia, a los que sólo les preocupaba satisfacer sus interminables caprichos, de cuya situación ella no era la única responsable. Lo más desagradable era que tenía la impresión de que, dadas las circunstancias, ya no había ninguna posibilidad de reformar sus conductas, y las cosas irían cada vez a peor. Sobre todo sentía casi aversión por su hijo mayor, que no había duda de que cada día reaccionaba con más violencia y agresividad, tanto hacia su padre como hacia ella misma, como si quisiera castigarles por la anormalidad de su gestación. Lo peor era que se había aferrado a su abuelo, quien le prodigaba toda clase de caprichos y mimos, y que, por tanto, era la única persona de la familia que respetaba y que merecía su admiración y escaso afecto. Olga sospechaba que, a pesar de su edad, sabía que el abuelo era quien ejercía el poder en todos los sentidos sobre el resto de la familia, y le fascinaba la idea de que él mismo pudiera someter a todos a sus caprichos y ataques de incontrolada ira y mal humor. No era casualidad que fuera el mayor, porque se comportaba como tal y ejercía como tal, y no había nada que le produjera mayor satisfacción que humillar a sus dos hermanos ante la mínima oportunidad. Pero por quien sentía una especial aversión era por el hermano menor, el pequeño Quico, porque con sus simples e histéricas rabietas conseguía lo que para él suponía un esfuerzo mucho más elaborado e incluso arriesgado, ante la posibilidad de un remoto pero posible severo castigo, del que se libraba su hermano menor. Incluso sentía una envidiosa y maléfica admiración por él. Por eso, la única forma de desahogarse era pagando su frustración con Toni, que además era el vivo retrato de su propio padre, a quien también despreciaba y martirizaba de forma gratuita y caprichosa ante la imposibilidad de atacar directamente al hermano menor, que temía como un elefante teme a un ratón.
«Así es la vida —pensaba Olga todavía en la cama a la espera de que Menchu le sirviera la primera taza de café—, ¡no se puede ir en contra del destino! ¡Si estos hijos no me quieren por algo será! Tal vez nunca debí de haberlos traído al mundo. En fin, al menos es un consuelo saber que nunca les faltará de nada».
Parecía que estaba hablando de una camada no deseada, pero la verdad era que Olga apenas tenía instinto materno y se conformaba con saber que estaban bien alimentados y gozaban de buena salud. Cuando pensaba en su maternidad le parecía extraordinario que ella hubiera pasado por aquellos tres embarazos, siendo una mujer tan poco inclinada a ella, pero ahora le parecía como si todo hubiera sucedido de acuerdo a un plan premeditado, no por ella, desde luego, sino por su padre con la insignificante colaboración de su marido. Pero esa mañana todo aquello había quedado desterrado y no se debía volver a repetir. Por eso volvió a pensar en la joven: si estaba dispuesta a empezar una nueva vida, ¿por qué no iniciarla tratando de averiguar si aquella desazón de su posible homosexualidad podría tener algo de fundamento y ese sería en adelante el camino a seguir?
De pronto, se le ocurrió una idea que le pareció genial y para la que ya no había impedimento alguno: invitaría a aquella joven a pasar un fin de semana en cualquier sitio y ya vería lo que podría suceder. Si la experiencia resultaba ser un éxito, podría pensar en hacer algo por ella para tenerla más a mano; si era un fracaso, se olvidaría de ella y se volvería a replantear su nueva vida una vez más.
Eran ya pasadas las doce del medio día —Olga nunca acudía puntual a sus citas porque le parecía que la puntualidad demostraba un interés que ella nunca parecía tener— cuando un taxi la dejó a unos metros del lugar previsto para la cita. Afortunadamente el calor del día anterior había remitido considerablemente y era probable que lloviera durante la mañana. El cielo había cambiado de aspecto y con él la ciudad. La claridad luminosa propia de los días soleados en Madrid había dado paso a una brumosa mañana que hacía más denso y congestionado el ambiente de la calle. Los gestos eran más huraños y la ausencia de sombras le restaba perspectiva y profundidad, convirtiendo el paisaje urbano en una masa plana y sin matices.
Cuando llegó frente al local donde se habían encontrado el día anterior volvió a preguntarse una vez más si aquella cita no podría traerle algún problema imprevisto; si aquella joven estrafalaria pero atractiva no habría encontrado algo mejor que hacer que acudir a su cita, porque no se podía esperar mucha seriedad de una persona sin responsabilidades de ninguna clase y a merced de la primera persona que la sorprende dándole un billete de veinte euros. Reconfortada por aquella descalificación que hacía casi imposible que perdiera el control de la situación, entró en el local sufriendo, una vez más, una inevitable sensación de miedo e indefensión ante las críticas miradas de sus parroquianos. Afortunadamente la chica estaba allí, sola y sin duda pendiente de sus noticias, lo que le indicaba que su situación sería realmente extrema y estaría dispuesta a cualquier cosa con tal de que Olga la pudiera ayudar. El rostro de la joven se iluminó, pasando de una expresión casi de asco a otra de extraordinaria alegría, como si hubiera visto la llegar a su hada madrina en persona.
—¡Ah, Olga, por fin! Tía, no sé por qué pero estaba casi segura de que no vendrías!...
—¿Qué tal estás? —preguntó Olga con la suficiente frialdad como para que la joven no se hiciera falsas ilusiones. Desde el primer momento quería que supiera que si quería algo de ella antes se lo tendría que ganar— Perdona, hija, pero es que el tráfico por aquí está infernal.
La joven no quiso contrariarla ni censurarle en absoluto su retraso, sólo deseaba escuchar un par de cosas fundamentales: si le había conseguido un sitio para vivir y por cuánto tiempo, pero Olga no hizo mención a nada relacionado con su mayor preocupación. Sin embargo le hizo una pregunta desconcertante:
—¿Tienes algo que hacer este fin de semana?
—¿Yo?: ¡buscarme la vida, como el resto de la semana! —la joven siguió esperando escuchar lo que más le interesaba, pero Olga insistió en hacerle nuevas preguntas para las que no tenía respuestas.
—¿Te apetecería que nos fuéramos las dos por ahí un par de días y así nos conoceríamos un poco mejor?
La joven intentó olvidarse de lo que para ella era fundamental y trató de poner atención a las preguntas de Olga. ¿Pasar un fin de semana juntas? ¡Pero si apenas se conocían! ¿Cómo podía ella ir a algún sitio fuera de su ambiente en Madrid con aquel aspecto? ¿Qué sentido tendría aquella invitación tan inesperada? La joven se negó a cambiar la opinión que se había formado de Olga el día anterior, como una mujer posiblemente conservadora y snob, pero que estaba dispuesta a hacer algo por los demás si éstos se mostraban amables y respetuosos, por eso creyó que Olga, antes de comprometerse a ayudarla, deseaba conocerla mejor; tal vez saber si era merecedora de su confianza. Era muy probable que la invitación tuviera este sentido y nada más.
—¡Comprendo! ¡Claro que me encantaría! Hace más de seis meses que no salgo de estas putas calles y no veas lo bien que me vendría abrirme, aunque sólo fuera unos días... Pero es que no sé si con esta facha... ¡Vamos, que no sé si podría acompañarte con esta pinta!
—¿No tienes algo de ropa un poco más... decente?
—Algo debo de tener, pero no sé dónde, tía, ¡he cambiado tantas veces de domicilio que ya ni sé dónde tengo las cosas!
—Yo te prestaría algo, pero me temo que no te vaya bien, porque tú estas un poquito más...
—¡Gorda, ya lo puedes decir, no me importa!
—¡No, por favor, no estás gorda! Sólo que eres de otra constitución, más... rellenita, ¡pero no he querido decir que estés gorda! Además, para donde he pensado que podríamos ir, y si el tiempo nos acompañara, no necesitarás mucha ropa. ¿Tienes un bikini?
—¡Estas de broma!
—Bueno, no importa, un bikini te puedo dejar, seguro que te vendrá bien.
—¿Y dónde has pensado?
—¿Conoces la costa de Almería?
—¡Cantidad, he pasado algunos veranos en San Pedro! ¡La colonia hippy! ¿Sabes dónde está?
—Estupendo, porque yo había pensado que fuéramos a Rodalquilar. Una amiga mía me dejará su apartamento, ¿qué te parece?
—¡Hostia, tía, claro que me parece bien! ¡Con tal de salir de este antro todo me parece bien! ¿Pero no es un sitio muy lejos para un fin de semana?
—¿No has oído hablar de los Mercedes? ¡En seis horas estamos allí!
La joven dudó unos instantes porque algo no acababa de convencerla. Le parecía que Olga había llegado a la cita con un plan perfectamente organizado para que ella no se pudiera negar. La calle la había hecho desconfiar de todo, pero tal vez ya había tenido que soportar demasiadas frustraciones y engaños como para que por una vez no pudiera ser la excepción que confirmara la regla. Simplemente estaba cansada de desconfiar y, aunque se engañara, quería creer que aquella mujer tenía sólo la intención que más la reconfortaba: conocerse mejor, algo natural entre dos mujeres que se acabaran de conocer. Las extrañas facilidades, el lugar elegido y el inoportuno Mercedes, no eran sino parte de las circunstancias inevitables de una mujer de su posición.
—¡Vale, tía! ¿Cuándo nos vamos?
—¡Por mí esta misma tarde, el tiempo que tarde en recoger algunas cosas para la playa y buscar el coche!
La joven sintió que tal vez estaba obligada a preguntarle si era posible viajar inmediatamente para un largo fin de semana sin advertir a su familia, pero ¿quién era ella para hablar de responsabilidades familiares? No sabía nada de aquella mujer ni deseaba saberlo, ella misma se lo pidió, por tanto si quería que marchasen inmediatamente, ¡ella sabría por qué!
—¡Me mola tu estilo, tía: dicho y hecho!
Olga se sentía rebosante de satisfacción, no sólo porque la joven hubiera aceptado su invitación sino porque no le hiciera preguntas embarazosas, y porque por primera vez actuaba de acuerdo a quien ha conseguido librarse de las pesadas cadenas de una familia que sólo existía en la retrógrada mente de sus padres. En cuanto a los niños, había preparado a Menchu para advertir a Toni que aquel fin de semana se apuntaría a un cursillo de yoga y relajación fuera de Madrid. Excusa que había utilizado más de una vez y que siempre le había dado buenos resultados.
Llamó por teléfono a la criada para que estuviese preparada y le sugirió que pidiera a Toni que llevara a los niños al cine o a un centro comercial para que se entretuvieran. Y si no lo hacía él, podía llamar a su hermana Inmaculada, que no se podría negar porque ella le pagaba prácticamente su beca de estudios en Madrid.
Con todo perfectamente planeado y excitada por lo que podía deparar aquella alocada nueva aventura, ni siquiera se molestó en volver a casa en busca de ropa, entró en un Corte Inglés y compró dos toallas de baño, dos bikinis, poniendo especial atención en la talla de la joven y que no fuera demasiado recatado, dos camisetas, una de color rosa y otra negra, con el logotipo de Calvin Klein Jeans, un pantalón corto de la misma marca para la joven, crema contra el sol y el resto que pudieran necesitar, aunque todavía no era temporada de baño, esperaba poderlo comprar en el mismo lugar. Sólo quedaba confirmar, llamando otra vez a su amiga, que nadie más acudiría a ese apartamento durante el fin de semana.
—Olga, hija, puedes estar tranquila de que no vendrá nadie... Cariño, a mi no me importa lo que hagas allí, ¡para eso somos amigas!, pero, ya sabes, no armes mucho jaleo...
—¡Vamos, hija, puedes estar tranquila! Sólo quiero relajarme un poco. Ya sabes cómo me martirizan mis hijos. ¡Estoy de los nervios y necesito descansar, aunque sólo sea un par de días!... Me iría a Marbella, pero allí no hay paz ni en esta época, ¡seguro que me encuentro con alguien conocido!
—¡Bueno, guapa, espero que descanses y te haga bien! ¡Pide la llave en el restaurante de la plaza, ella se llama Margarita, ya les llamaré para avisarles, ¿vale, Olga? Bueno hija, ¡que envidia me das!, pero yo espero ir dentro de cuatro o cinco semanas. Hasta nos podríamos ver allí. Pero sin niños, claro, sobre todo sin niños. ¡Ya sabes que odio los niños, aunque sean los tuyos!
—¡Gracias, encanto, espero devolverte pronto el favor!
Todo estaba listo. Sólo faltaba recoger a la joven en el lugar previsto, hacer que se cambiara de ropa, aunque pensó que lo más apropiado hubiera sido que se diera un buen baño, por si tenía piojos o algo así, y esa misma noche dormirían en Rodalquilar.
Una casamentera llamada «Internet»
Toni recibió la noticia de la súbita marcha de su mujer a un curso de yoga y relajación durante todo aquel fin de semana con total indiferencia. En sólo unas horas había asimilado perfectamente su situación, aun cuando no sabía con exactitud cuál sería en adelante su papel; su comportamiento dentro de aquella familia fantasma; cómo serían las noches compartiendo lecho con una mujer que ya no se molestaba en advertirle de sus planes y que podía abandonar el hogar durante un fin de semana sin dar explicaciones, y que, por tanto, podría haber estado con otro hombre sin sentir por ello el mínimo remordimiento ni sentimiento de culpabilidad; cómo tendría que comportarse cuando estuvieran todos juntos, lo que ya no sería muy habitual; y si los niños llegarían a darse cuenta de la situación o si sus relaciones ya estaban tan deterioradas que ni siquiera lo notarían. De cualquier forma, pensó que a partir de ese día sus preocupaciones ya no serían por el comportamiento de su mujer sino por su desastrosa situación económica, sobre todo si inesperadamente le obligaban a dejar la dirección del concesionario.
Tendría que pensar en vender coches con comisiones que no figurasen en los libros de contabilidad. Pero se dio cuenta de que eso no sería fácil y que su situación no era sencilla y tendría que darle todavía algunas vueltas más para encontrar una aceptable solución.
—Concha, ¿puedes venir un momento a mi despacho?
La secretaria obedeció sin hacerse una idea previa de cuál podría ser la razón. Conocía mucho mejor que Toni todos los secretos y entresijos de aquel negocio, incluso sabía muchas cosas que el suegro le había confiado sólo a ella porque desconfiaba de su propio yerno.
—Llevamos un mes con las ventas por los suelos y teniendo en cuenta las fechas en que estamos, ya deberíamos haber cerrado al menos dos o tres operaciones importantes. ¿Qué ha pasado con todos estos posibles clientes que parecían muy interesados y por qué no nos entran más coches de ocasión? ¿Tienes idea qué puede estar pasando? ¿Les has llamado para saber por qué no se deciden?
La secretaria no pudo evitar cierta inquietud que Toni interpretó como provocada por aquella crítica que parecía dirigirse hacia ella por su posible falta de efectividad. Pero la razón era muy distinta. Su aparentemente fiel y eficaz secretaria arreglaba muchas ventas entre vendedores y compradores sin su conocimiento y fuera del concesionario, poniendo a ambos en contacto directo, lo que suponía un importante ahorro para compradores y un precio más elevado para los vendedores, y se limitaba a mostrar interés por las ventas de coches nuevos, cuando no tenía otro remedio que aceptar el usado. Pero en los casos de compradores y vendedores interesados en usados, ya hacía bastante tiempo que ella y su vendedor y prometido estaban de acuerdo para que las operaciones se hicieran fuera del concesionario oficial.
Por primera vez la secretaria empezó a temer que Toni hubiera podido descubrir algo de aquellos negocios poco limpios y que esa podía ser la causa de aquella inesperada reunión. No obstante, pronto se recuperó de su primera turbación y trató incluso de desviar la atención tratando de culparle a él mismo de aquella lamentable situación:
—Tal vez, Toni, no pongas demasiado interés en las ventas. Por ejemplo, ayer, puede que perdiéramos una venta porque no estabas aquí. Hay clientes que se les tiene que atender con toda clase de atenciones, y por el jefe, porque son muy susceptibles y quieren que se les trate al más alto nivel.
—Si, puede que tengas razón... entonces... esta caída de las ventas... —Toni pensó que su secretaria podría tener razón, porque nunca se había sentido muy motivado y, puesto que consideraba su puesto asegurado, le daba igual la marcha de los negocios. Pero a partir de ese día los resultados podrían condicionar su situación—. Sí, tal vez tengas razón. Hazme una lista de los clientes interesados que les voy a llamar yo personalmente.
—Enseguida, Toni, pero... en realidad no hay muchos —no había duda de que su jefe no estaba al corriente de sus operaciones fraudulentas, aun cuando su comportamiento no era habitual. Sin duda algo le había sucedido, pero no tenía mucho interés por saber qué podía ser. Sus planes estaban perfectamente establecidos: tan pronto como tuvieran lo suficiente o fueran descubiertos, se despedirían y montarían su propio negocio. No había motivo alguno para inquietarse por su cambio de humor.
Toni hizo varias llamadas sin ningún resultado. Después, frustrado y con visibles gestos de mal humor, paseó por el amplio salón de exposición de automóviles, parándose una y otra vez delante de los grandes espejos para instintivamente colocarse bien el nudo de su corbata, también se alegraba de llevar, por fin, una camisa azul a rayas, tal y como le gustaban a él y que ya no tendría necesidad de vestirse al gusto de su mujer. Volvió a revisar el inoportuno rasguño del Mercedes que todavía no había sido reparado, y una vez más se estremeció ante la idea de que su suegro se pudiera enterar. Casi a gritos se interesó por la marcha del parte de reparación, exigiendo que lo repararan cuanto antes y con un perfecto acabado de manera que ni él mismo fuera capaz de notarlo. Salió varias veces a la calle para hacerse una idea del tiempo, que ahora amenazaba lluvia casi con seguridad. Se entretuvo en ver pasar a dos o tres mujeres con buen aspecto y que ahora podía contemplar como le viniera en gana sin el menor remordimiento, hasta que por fin llegó la hora de cerrar.
—Yo cerraré, Concha, os podéis marchar los dos. Yo tengo algunas cosas pendientes que resolver.
Otra vez la inquietud volvió a perturbar el impasible rostro de la secretaria, pero nuevamente se recuperó recordando lo poco que le importada el que pudiera haber sido descubierta.
—Pues... si no necesitas nada más, hasta mañana, Toni.
—Adiós, hasta mañana. ¡Ah, y no lleguéis tarde!
El vendedor y la secretaria salieron, no sin antes apagar las luces innecesarias de la exposición. Toni cerró las grandes puertas automáticas por dentro y se encerró en su despacho. Al principio se había propuesto comenzar a estudiar un plan para obtener ingresos extras y que no fueran detectados por su suegro, pero en vista de que no se le ocurría ninguna idea lo suficientemente imaginativa y segura, estaba ya a punto de cerrar el despacho y apagar el ordenador, cuando se le ocurrió consultar el correo electrónico. Tan sólo tenía los habituales correos comerciales no solicitados que tanto le irritaban. Frustrado y malhumorado se le ocurrió que tal vez le distraería «chatear» un rato y hacer tiempo para volver a casa, porque la sola idea de enfrentarse de nuevos a sus hijos solos, con la única presencia de Menchu en la casa, le aterrorizaba.
Entró en uno de los canales más populares de chat y apareció el caos habitual de mensajes cruzados, escuetos y groseros, con los adornos insoportables que hacían casi ilegibles aquellas conversaciones de locos:
«—¡Ya sabes que te quierooooooooooo, Chuchi!
«—Otro romántico salido, joooooooooooder!!!!!!!!! como esta la red!!!!!!!!
«—¿Yo salido, y tú de qué vas?, ¿de estrecha por la vida?
«—Mejor ir de estrecha que de jeta cybernético, vale?????????
Toni intentó llamar la atención del grupo pero desistió. En otro tiempo le divertían aquellas groserías, pero aquel día no sólo le parecían detestables sino que le ponían todavía de peor humor.
Entro en Google con un gesto casi mecánico, cómo si una vez en el buscador supiera lo que deseaba encontrar, porque siempre le fascinaba la idea de que escribiera lo que escribiera en la casilla de búsqueda siempre aparecía algo relacionado: así es que escribió: «Tías buenas» y en pocos instantes apareció una larga lista de páginas supuestamente relacionadas, aunque al final de la cuarta o quinta línea la palabra clave «buenas» había seleccionado páginas relacionadas con alimentos o recetas de cocina. Volvió a probar otra vez, pero esta vez centrándose un poco más en su propio problema y recordando instintivamente el consejo de su mujer de buscarse cuanto antes una querida. No le pareció adecuado introducir la palabra clave «querida» porque podría devolver una información demasiado amplia y confusa y tecleo simplemente lo que le pareció una forma más suave de introducirse en su nueva realidad personal; la que probablemente correspondía a una persona de su educación y raíces familiares: «amistad mujeres». Mientras el indexador recorría medio mundo para satisfacer aquel primer deseo de un hombre que tenía que aprender a empezar de nuevo, se dio cuenta casi con asombro de que era la primera vez que tomaba él la iniciativa a la hora de buscar una mujer, aunque todo se resumiera a escribir esas dos elementales pero complicadas ideas y que la máquina debería interpretar.
La lista desplegada sobre la pantalla era todavía más extensa que la anterior, por lo que dedujo que habría más posibilidades de encontrar una «mujer amiga» que una «tía buena». A pesar de todo, no estaba poniendo demasiada atención en lo que estaba haciendo, así es que leyó muy por encima los titulares de reclamo de cada una de las numerosas páginas que ofrecían lo que sin duda él necesitaba, pero que con toda probabilidad no estaría allí sino que tendría que buscarlas en otro lugar menos virtual, como en un bar de copas, o en alguna de las muchas discotecas de Madrid donde no se iba a otra cosa que a ligar. Pero algunos reclamos, breves pero concisos, le llamaban la atención: «Cyberamor: La página donde encontrarás cientos de mujeres rusas y latinoamericanas que buscan amor». «Entra aquí, tenemos las mejores bellezas eslavas de la red». «Mujeres rusas y ucranianas te esperan para una relación sentimental seria». Por primera vez le llamó la atención que la mayoría de los reclamos hablaran sobre todo de «mujeres rusas», como si se tratara de una marca comercial para el amor, o una garantía de calidad probada. ¿Por qué casi todas esas páginas ofrecían mujeres rusas o eslavas? ¿Qué tenían las mujeres rusas que parecían monopolizar la sección sentimental de Internet? Es verdad que había conocido algunas camareras rusas o, por lo menos eslavas, que no estaban nada mal y, sobre todo, que mostraban una franca y nada inhibida simpatía por los clientes, pero eso era normal entre las mujeres que trabajaban en bares de copas, fueran rusas o no. ¿No serían prostitutas o negocios trampa para traficar con inmigrantes? ¡Eso era lo más probable! De cualquier manera Toni no tenía intención de seguir navegando por la red con la esperanza de que allí pudiera estar su solución. Sin embargo no apagaría el ordenador sin saber un poco más sobre el contenido de aquellas páginas, y abrió la primera que se encontraba sobre el puntero del ratón. Era una página mal diseñada y, además, en inglés, con un nombre también inglés: «Rosemary», e inmediatamente, después de una introducción que no se molestó en intentar traducir, aparecían los primeros rostros de mujeres de rasgos inequívocamente eslavos. Aquellas eran, al parecer, las novedades, pero la página ofrecía un buscador que podría llevarle rápidamente a la mujer más adecuada para él. Siempre movido por la curiosidad y sin dejar de desdeñar lo que le parecía sin lugar dudas un fraude cuya trampa estaría todavía por llegar, como sucedía con las páginas de pornografía, seleccionó una mujer entre 30 y 40 años, lo que le pareció un gesto demasiado formal propio de una persona inevitablemente convencional incluso en aquella absurda situación, ya que mejor hubiera podido seleccionar de 20 a 30, al menos vería mujeres más atractivas y seductoras. Quería seleccionar «sin hijos» pero otra vez su estúpido sentido de la realidad le obligó a dejar aquella opción en blanco, porque no era probable que una mujer de 40 años no tuviera hijos y, además, si él mismo los tenía, ¿cómo no aceptar que alguien de su misma edad y en sus mismas circunstancias los tuviera? Lo que más le sorprendió fue la opción de elegir el español entre los idiomas conocidos por las candidatas. Eso podría ser una opción que redujera considerablemente la elección, pero ¿qué podría hacer él con una mujer rusa que no entendiera ni una palabra de español? El resto de las opciones no eran relevantes y ya estaba a punto de pulsar sobre el botón de búsqueda cuando le llamó la atención una de las imágenes que aparecían sobre aquella primera página en la sección de «Latest additions». Era una mujer de aspecto casi inocente, rubia, vestida con un grueso jersey blanco, con los brazos arremangados, cruzados por debajo del pecho. En la leyenda ponía simplemente «Tania I, 36», y un botón para entrar en su ficha y obtener más información. Pero Toni prefirió seleccionar sólo aquellas con las que se pudiera entender, y pulsó el botón de lo que había ya seleccionado. Instantes después ¡la mujer de aspecto dulce y familiar, volvía a estar allí! Y, además, era la única que al parecer hablaba español. Toni no pudo evitar una sonrisa incontrolada por aquella coincidencia y se interesó por las características personales de aquella mujer que desde el primer momento la había impresionado:
«Name: Tania I..
Profession: Music teacher and violinist.
Age: 36. Children: 1, Anna, 11 years.
Search: A beloved good and honest man between 30 to 50 who enjoy home, arts, music and nature.
Offer: Sweet, easy-going character. Love nature, animals, children and overall music. I can speak fluid Spanish and Italian»
Tal vez fuera por el inglés por lo que Toni no acabó de valorar correctamente aquellas supuestas magníficas cualidades, a pesar de que estaba acostumbrado a traducir las fichas de algunos vehículos que también buscaba con frecuencia a través de la red, pero no entendía el significado de palabras y expresiones como «Sweet easy-going» o «beloved good and honest man», aunque suponía que se refería a «hombre honesto» y «de buen carácter», o algo así. De cualquier forma todo le parecía excesivamente acaramelado e infantil, sobre todo lo referente a la naturaleza y los animales. No pudo evitar pulsar «Other pictures» y pudo ver aquella misma mujer vestida con un elegante y hasta sexy traje negro ajustado, que le produjo un agradable cosquilleo de satisfacción. ¡Era una mujer extraordinariamente guapa y tenía una figura irresistible y sensual! En la otra fotografía, aparecía vestida con lo que parecía el traje popular de su país, blanco y profusamente bordado, con un corpiño ajustado y unas largas sayas cubiertas por un imaginativo delantal y tocada con un pañuelo bordado con los mismos motivos florales del resto del vestido. Sujetaba un violín en pose como si estuviera interpretando, por lo que parecía la fotografía de un catálogo musical o turístico.
El siguiente paso era pedir su dirección, pero eso implicaba pagar la cantidad de diez dólares y por medio de su tarjeta de crédito, lo que le puso en guardia sobre el posible fraude que inevitablemente tendría que haber detrás de esas páginas de contactos. «¡Sólo falta que me estafen una tarjeta de crédito en una historia de contactos en un momento así!». Pensó mientras contemplaba con cierta excitación la fotografía de aquella hermosa mujer que aparecía con el vestido más sexy. Mandó imprimirla y cerró la página. Apagó el ordenador, doblo el folio con la fotografía ya impresa y se lo metió al bolsillo de la chaqueta decidido a enseñársela a alguien para que le diera su opinión.
Cuando salió del concesionario se encaminó al bar de copas donde solía encontrarse con algún conocido o colegas de otros negocios locales, porque no tenía intención de regresar a su casa hasta estar seguro de que los niños estuvieran dormidos, y teniendo en cuenta que era viernes, era probable que Menchu tardaría en conseguir que apagaran el televisor.
Encontrarse con algún conocido en aquel bar era inevitable después de la hora de cerrar. No eran empleados, que por lo general tenían otras obligaciones que cumplir o, en todo caso no estaban en condiciones de gastarse los diez o quince euros de las copas, incluida alguna inevitable invitación de cortesía sino propietarios de otras empresas del mismo barrio, o ejecutivos de cierta categoría y posición, es decir, colegas. Un lugar suficientemente caro y poco iluminado para tener la necesaria complicidad y presumir de toda clase de bravuconadas o fanfarronear sobre la última supuesta conquista o el nuevo modelo de coche adquirido. En realidad sólo había tres únicos temas de conversación: coches, fútbol y, sobre todo, mujeres, conversación prácticamente inevitable. Era allí donde estaba la camarera rusa o de algún país de la antigua Unión Soviética, que recordara Toni, y por eso pensó que aquel sería el mejor lugar para enseñar la fotografía de aquella hermosa mujer, que gracias a la habitual fanfarronería de aquellas reuniones se convertiría en su nueva conquista:
—¡No me jodas Toni, no me digas que has tenido cojones de ligarte esta tía tan buena!
Toni había dejado la fotografía de aquella hermosa mujer rusa impresa en una gran folio de papel sobre la barra del bar mientras tomaba su copa disimulando una maliciosa sonrisa.
—¿Qué pasa, que aquí sólo ligáis vosotros o qué?
—¡Pero no me jodas, si está como un tren! ¡Qué pedazo de muslos, y qué tetas!... A ver, déjame ver aquí que hay más luz.
El amigo cogió el gran folio de papel y lo acercó a una lámpara situada en un extremo de la barra. La camarera se acercó curiosa para ver a qué se debía el revuelo de sus clientes.
—¿Qué te parece? ¿Es guapa, eh?
—Parece una mujer rusa —comentó la camarera
—¡Yo creo que este mamonazo la habrá sacado de Internet!
Las manos de la camarera estaban mojadas y la tinta de la fotografía empezó a diluirse con una mancha oscura a la altura de los senos.
—¡Que cabrón eres, Toni, esta tía la has sacado de Internet! ¿Qué te la has ligado? ¡Vamos hombre, si tu ligas menos que un palomo cojo!
La fotografía pasó de mano en mano y la imagen ya era una mancha difusa de tinta de impresora diluida por el agua. Finalmente pasó a manos de Toni que la miró por última vez, se encogió de hombros, la arrugó y se la dio a la camarera para que la tirara al cubo de la basura. La mujer obedeció, pero no sin antes volver a contemplar lo que aún se podía ver de aquella imagen. Hizo un expresivo gesto de ignorancia y terminó por tirar la fotografía al cubo de la basura.
Una experiencia poco satisfactoria
Olga Serrano y la joven adolescente circulaban a gran velocidad por la autovía de Andalucía. El sol declinaba y se reflejaba sobre la copa de los extensos viñedos de La Mancha. El calor era denso y prematuro, formando una especie de calima húmeda que impregnaba la ropa y producía la desagradable sensación de tenerla pegada al cuerpo. Habían dejado atrás algunas de las pocas localidades de cierta importancia y circulaban a tanta velocidad que la joven parecía perder la noción de las distancias.
—¡Vale, tía!, ¿a cuánto vamos? ¡Por lo menos a más de ciento ochenta! ¿No sería mejor aflojar un poco? Total, ¿qué prisa tenemos? Además, ¡si te cogen con el radar se te va a caer el pelo!
Olga sonreía con la malicia de alguien que es consciente de estar cometiendo un delito pero que disfruta haciéndolo.
—Tranquila mujer, ¡que yo sé donde se esconden! Y si nos pillan, ¡qué más da! ¿Es que no te gusta la velocidad?
—No, si es apasionante, ¡y el coche ni se mueve! ¡Pero, fíjate cómo pega el viento en la cara!
—¿Por qué no cierras la ventanilla para que se note el aire acondicionado?
—¡No, que va, si me gusta que me de el aire en la cara! Se siente una más libre; más de viaje, ¿comprendes? Cuando el viento te da en la cara es que estás en marcha, que te mueves. ¡Y eso es lo que me gusta: sentir que me muevo!
—Entonces, ¿estás contenta de hacer este viaje?
—¡Claro, tía! ¡Es como un sueño! ¡Ayer estaba en la puta calle pidiendo un euro y ahora... estoy montada en un Mercedes lazada como una loca, con dirección a la playa más guay de toda la costa!
Durante todo el viaje Olga había tratado de conocer su estado de ánimo ante aquel inesperado viaje, temerosa de que pudiera hacerse una idea que, por otro lado, ni ella misma era capaz de hacerse a sí misma.
Al verla sin sus harapos, vestida de aquella forma, en su coche y con aquella expresión casi de felicidad, como una niña a quien llevan de excursión a un parque de atracciones, se empezaba a sentir algo culpable. En la calle, con sus ropas sucias y andrajosas, parecía mucho mayor, pero ahora tenía aspecto de lo que era: una adolescente avispada, y no podía evitar cierto sentimiento de culpabilidad, casi como si fuera una corruptora de menores. Pero, por otro lado, cuanto más la miraba más disfrutaba de su presencia y más le atraían sus modales desenvueltos y casi instintivos como los de un animalito sin malicia alguna. Era como si tuviera a dos mujeres juntas: la perversa y la ingenua, una mezcla irresistiblemente atractiva.
—Tenemos que llegar temprano, no sea que cierren el restaurante donde tenemos que recoger la llave del apartamento.
—¡Vaya suerte!, ¿no?, tener amigos que te dejan apartamentos así por la cara. El verano que pasé en San Pedro tuve que dormir en una cueva, sin agua, sin aseo, como animales. ¿Conoces San Pedro? ¡Qué gilipollez! ¿Cómo ibas a conocer tú San Pedro? ¿Sabes que hay letreros para que aprendas a hacer tus necesidades en el campo? Primero tienes que retirarte a un sitio ya determinado, luego hacer un pequeño agujero, así es que tienes que llevar un utensilio, ya me entiendes... luego haces tus cosas y las entierras. ¡Era una verdadera guarrería, pero no había otra cosa! ¿Te gustaría ir a San Pedro?
Olga hizo un gesto de asco, dejando claro que por nada del mundo iría a un sitio donde había que hacer aquellas cosas para ir al lavabo.
—¡No, claro, lo entiendo! No es que a mi me guste el sitio, pero mira, aquel verano me lo pasé de puta madre, ¿sabes? ¡Claro que fui con un tío que estaba como un tren!
Olga no se sorprendió de qué hubiera convivido con chicos, pero se interesó por sus relaciones personales, tal vez para hacerse una idea más concreta de los gustos de su compañera.
—¿Y qué ha pasado con él?
—¡Era guapísimo, pero un cabrón! ¡El que estuviera bueno no quiere decir que no fuera un auténtico cabrón! ¡Aunque no te lo creas, me chuleaba! ¿A mí, te lo puedes creer? Pues sí, el tío me chuleaba, y vivió a costa de lo que yo había ahorrado en un curro que tenía en Madrid. Claro que, vaya una vida, en aquella cueva. Nos lo gastábamos todo en vino y cerveza, por lo demás, casi no comíamos. Tenías que haberme visto, estaba como un fideo. ¡A lo mejor no me vendría mal que me chulearan otra vez para perder unos cuantos kilitos! ¿No te parece?
Olga sonreía las ocurrencias de la joven y decidió que definitivamente no era una ingenua y no tenía por qué sentirse culpable de nada: estaba allí por su propia voluntad y, además, parecía disfrutar sinceramente de aquel improvisado viaje.
Cuando las dos mujeres divisaron la línea de la costa, el cielo se tornaba grisáceo y brumoso, pero todavía conservaba el tono rosáceo de las últimas luces del crepúsculo. La joven había dejado de hablar y parecía cansada del viaje. Contemplaba con gesto melancólico el vertiginoso transcurrir del paisaje al otro lado de la ventanilla. Olga la había convencido finalmente para que subiera el cristal y pudieran librarse del calor asfixiante de aquella tarde de principio de junio, por lo que la joven no tenía la sensación de viajar en automóvil sino que se sentía como transportada en un avión a la espera de aterrizar en un nuevo aeropuerto.
—¡Mira, allí está La Isleta del Moro! —dijo por fin la joven como si aquella pequeña localidad entre palmeras y casas de pescadores le empezara a devolver al mundo real, y la azafata del supuesto avión les advirtiera que estaban a punto de aterrizar, pero apenas se incorporó del asiento.
—Hay un buen restaurante allí, ¿quieres que vengamos mañana a cenar aquí? —comentó Olga, que también conocía el lugar.
La joven no comprendió cómo ante la visión de aquella pequeña aldea de pescadores, bañada por una línea de mar prácticamente virgen, entre palmerales y pequeños acantilados recortados por la erosión del agua y del viento, podía alguien pensar en comer. Se encogió de hombros dando a entender que le daba igual porque no creía oportuno polemizar sobre la sensibilidad de Olga y su peculiar forma de sentir aquel paisaje, y se concentró ella misma en su contemplación, olvidándose incluso que viajaba en un Mercedes con olor a caucho y con una temperatura que le obligaba a cruzar los brazos para darse un poco de calor.
Al subir hacia el mirador de «La Amatista» la joven reaccionó, bajó el cristal y exigió a Olga que se detuviera:
—¡Para, para, por favor; para sólo un momento!
Olga no quiso contrariar a la joven a pesar de que no tenía ninguna gana de bajarse del coche y caminar por aquel acantilado a una hora en que apenas se percibía ya la línea del horizonte y Rodalquilar estaba a otro lado del collado.
La joven corrió hacia el mirador, se encaramó en lo más alto del pequeño montículo y permaneció en silencio tratando de sentir con la mayor intensidad posible la fresca brisa que subía desde la costa, al tiempo que seguía extasiada el vuelo rasante de alguna gaviota trasnochadora.
—¡Venga, Pili, vámonos ya, no sea que cierren el restaurante y nos quedemos sin la llave!
La joven obedeció con desgana y regresó al coche sin dejar de volverse de vez en cuando, como si aquella visión le trajera vagos recuerdos de otras épocas y otras sensaciones.
—¿Pero es que tú no tienes sensibilidad? Estamos en uno de los miradores más espectaculares del Mediterráneo ¡y ni siquiera sales del coche! ¡No te entiendo, tía, de verdad, no lo cojo!
A Olga no le importaron aquellos reproches que le parecieron propios de una adolescente que se dejaba impresionar por cualquier cosa. Sabía que con el tiempo no sería tan sentimental y podría cruzar aquel collado sin preocuparse del mirador. La invitó a subir cuanto antes sin perder su condescendiente sonrisa, y arrancó con cierta brusquedad. Unos instantes después divisaban las primeras luces del pequeño pueblo ex minero de Rodalquilar. La calle central estaba desierta y no había luz en las ventanas de las pequeñas casas de una sola planta a un lado y otro de la calle. Tan solo vieron un viejo sentado en una silla de lona, que golpeaba el suelo insistentemente con su bastón sin dejar de contemplar a las dos mujeres circular lentamente en dirección al restaurante. Afortunadamente todavía estaba abierto, a pesar de que no había ningún cliente sentado en la terraza sobre una de las aceras de la recoleta placita. Tan solo varios gatos hambrientos merodeaban entre las mesas, tratando de evitar un gran perro de raza indefinida que guardaba la entrada del local tumbado sobre el zaguán e impidiendo el paso a los pocos clientes.
Olga se apresuró a conseguir la llave porque empezaba a sentirse incómoda y sudorosa y deseaba darse una relajante ducha cuanto antes. La joven no tenía intención de bajar del coche porque se sentía incómoda y defraudada por su amiga después de la experiencia del mirador.
Trató de evitar el perro, que apenas se limitó a levantar su enorme cabeza, claramente desproporcionada con su raquítico cuerpo, para volver a apoyarla sobre sus patas delanteras tan pronto como Olga lo evitó, y se dirigió directamente a una mujer de mediana estatura, con un delantal negro en cuyo peto se leía el nombre del establecimiento.
—¿Eres tú Margarita? —le preguntó sin percatarse del resto de los escasos clientes que sentían curiosidad por la recién llegada, porque no era ninguna de las habituales del pueblo, donde todos se conocían.
—Sí. ¿Tú debes ser Olga Serrano, no?
Olga se sintió aliviada al comprobar que su amiga había cumplido su palabra y no tendrían ningún problema para pernoctar, así es que se relajó y empezó a preocuparse por descubrir aquel lugar, darse la ansiada ducha, ponerse una ropa más adecuada, cenar algo ligero y empezar a disfrutar de aquel largo fin de semana que se presentaba tan prometedor.
Cuando salió del restaurante, con la llave del apartamento todavía en la mano como si se tratara de la llave que abriera el cofre de un tesoro recién descubierto, se detuvo en la puerta, respiró hondo la fragancia que desprendían los jazmines y de las floridas buganvillas que crecían junto a la yedra del porche, contempló a la adolescente que permanecía adormilada en el asiento del coche y por primera vez en muchos años tuvo la sensación de sentirse casi una joven de veinte años, llena de vitalidad, rebosante de deseo por disfrutar de cualquier cosa, ya fuera una buena cena, un paseo por la playa o quién sabía si un inesperado y poco usual idilio del que todavía dudaba, pero al menos ya no le inquietaba. Estar allí era como haberse librado de todas las cadenas que la oprimían, familiares que la vigilaban, amigas impertinentes que la controlaban y hasta gente desconocida que se permitía observarla y probablemente juzgarla. Allí nadie la conocía ni con toda probabilidad la importunarían con su presencia, y los pocos clientes que había visto en un primer golpe de vista dentro del local parecían extranjeros, despreocupados y entregados a sus propias vivencias personales, tal y como pretendía hacer ella misma durante aquellos prometedores tres día de completa y agradable sensación de libertad.
La metamorfosis de Toni
Inmaculada Martínez, la hermana de Toni, se disponía a tomar el tren de cercanías para descansar aquel fin de semana en su ciudad natal, cuando recibió una llamada de Toni, casi desesperado, rogándola que se quedará en Madrid y acompañara a sus sobrinos al cine porque Olga estaría fuera todo el fin de semana y él no se encontraba muy bien.
—¿Estás enfermo? —preguntó inquieta la hermana.
—¡No Inma, no estoy enfermo, sólo... estoy cansado, estresado! ¡Ya sabes la vida que llevamos en Madrid! ¡Lo último que me siento capaz de hacer es soportar a los niños todo el día en casa, y necesito un poco de paz! ¿Por qué no los llevas el sábado a algún parque temático?
—Pero Toni, yo también tenía pensado descansar en el pueblo. Además tengo que preparar unos exámenes.
—¡Vamos, hermana, no me dejes tirado! Sólo el sábado, ¿vale? Te quedas esta noche en mi casa y mañana te ocupas de ellos todo el día... ¡Hazme ese favor! ¡De verdad que no estoy para soportarlos este fin de semana! ¡Además, te pagaré bien! ¿De acuerdo, hermana?
Inma no quería ceder a las presiones de su hermano porque estaba segura de que no le sucedía nada en especial, simplemente era incapaz de pasar una hora con sus hijos sin que las cosas se salieran de quicio. Aquellos tres niños, a pesar de su corta edad, habían desarrollado una perversidad asombrosa y manejaban a su padre a su total antojo hasta desquiciarle. Por eso estaba aterrorizado ante la idea de encerrarse tres días con ellos en su casa. Pero ella tampoco los soportaba y hacía que se sintiera severa y autoritaria, sentimientos que despreciaba en los demás.
—Lo siento, Toni, pero no puedo, tendrás que apañártelas sólo, ya te he dicho que tengo que preparar unos exámenes. En todo caso, tal vez el domingo regrese a tiempo y me pueda ocupar de ellos unas horas... Eso es todo lo que puedo hacer... tú verás... —un tenso silencio dejaba claro que Toni estaba profundamente contrariado pero que no sabía qué contestar—. ¿Me has oído, Toni? Bueno, tengo que colgar porque voy a perder el tren. Adiós, hasta el domingo. Pasaré por tu casa sobre la una, a la hora de comer... Adiós, Toni, cuídate...
—Adiós, Inma, ¡me has jodido bien jodido!
Inma colgó sin replicar a su hermano por aquella grosería y se preguntaba por qué soportaba aquella situación. ¿Qué podía darle aquella horrible mujer para que no fuera capaz de librase de ella de una vez? ¿Lo sentiría por sus hijos? ¡Imposible, si ni siquiera era capaz de pasar un fin de semana con ellos! No lo comprendía, así es que trató de no pensar más en él y concentrarse en sus propias cosas, sobre todo en su inminente examen.
Toni llamó a su casa para saber cómo estaba la situación, siempre tenía miedo de que la criada no fuera capaz de controlar a los niños y que le notificara que en su ausencia había sucedido alguna desgracia: uno de aquellos accidentes domésticos, como caerse de una silla, electrocutarse en un enchufe, quemarse en el fogón de la cocina o caerse en la ducha, en los que alguno de sus tres hijos pudiera haber quedado mal herido mientras él estaba allí, charlando de cosas que no le importaban, bebiendo con gente por la que apenas sentía aprecio y mucho menos amistad, soportando sus mofas y groserías como si no fuera capaz de preguntarse qué impulsa a las personas a hacer tantas cosas que no desean y por qué resulta tan difícil hacer aquello que desean.
Las noticias de su casa eran tranquilizadoras. Los dos niños mayores estaban viendo un partido de fútbol grabado por Mechu dos días antes y el pequeño estaba en su cuarto jugando con el Escalextric, por lo que podía estar tranquilo. Además, la criada le insinuó que ya se sentía mejor y que no se preocupara, que podía venir cuando mejor le pareciera porque tan pronto como acabara el partido estaba segura que los niños se irían a dormir. Toni se tranquilizó y todas aquellas sensaciones anteriores sobre sus amistades se desvanecieron, y sintió unas renovadas ganas de participar en la conversación y hasta monopolizarla con algún tema que él pudiera dominar.
—¡Bueno, entonces, ¿qué os parece la tía que os he enseñado?
—¿La de Internet?
—¡Sí, la de Internet! ¿Me la ligo o no me la ligo?
—¿Es coja, mongólica o subnormal? ¡Por qué para que una mujer como esa quiera ligar contigo!...
—¡Menos cachondeito, porque la tengo en el bote! Sólo tengo que mandarle un emilio y la tengo aquí en dos días.
—Oye, Toni, ¿por qué tienes que buscarte líos con mujeres extranjeras cuando aquí las tienes igual de buenas? Y si las quieres rusas, polacas o de por ahí, ¡aquí mismo tienes una! —puso el brazo sobre los hombros de la camarera y con un gesto embrutecido por las copas que ya había bebido de más, le dijo—. ¿Por qué no le tiras los tejos a ella? ¿Te gusta, eh? ¿Te irías a la cama con ella?
Toni se sintió violento pero trató de seguir el juego en la única manera que sabía hacerlo:
—¡No seas cabrón Enrique, no pongas a la chica en un compromiso!
La camarera se libró cortésmente del brazo torpe y embrutecido del cliente y parecía preguntarse cuál podía ser aquel compromiso. Prácticamente todos sabían que ella se ganaba un dinero extra acostándose con los clientes. Si no lo había hecho con él era simplemente porque todavía no se lo había pedido. Si fingía cierto pudor era sólo por evitar que pudiera saberlo el dueño y que le exigiera alguna comisión.
El amigo se sorprendió por la respuesta de Toni y cogiéndole por el brazo lo apartó discretamente de la barra para hacerle lo que le parecía una urgente y necesaria confidencia:
—¡Pero coño, Toni!, ¿es que no sabes que es una puta? ¡Por ochenta euros te la follas! ¡Yo me la he tirado ya cuatro o cinco veces!
Toni se volvió a sonrojar ante el ridículo de no haber sido capaz de ver en todo ese tiempo que aquella mujer no era amable con él sólo por la propinas sino para intentar provocarle y contarle como uno más de sus clientes habituales.
—¡Bueno, sí, pero a mí me gustan otro tipo de mujeres! Ya me entiendes... normales...
El amigo no pudo evitar una histérica carcajada, pero trató que los demás no se diesen cuenta. Le puso el brazo sobre los hombros al modo de un borracho que se prepara para hacer una confesión personal, y le dijo casi susurrando para que quedara entre los dos:
—¡Todas las mujeres son putas, coño, Toni! ¡Menos la madre de uno, todas las demás mujeres son putas! Lo que pasa es que unas te cobran después de echar el polvo y las otras cada mes, cuando te quitan la nómina! ¡Pero, no te engañes, todas son iguales!
No se atrevía a replicar porque por primera vez estaba de acuerdo con las opiniones de un borracho y, dadas las circunstancias, él mismo tendría más motivos para saberlo que su confidente. Toni comprendió que sería inútil volver a traer la cuestión de la mujer de la página de Internet y como tampoco estaba interesado en participar en su conversación, relacionada una vez más con sus propias conquistas, se despidió de ellos asegurándose de que todas las rondas estaban pagadas. Cuando la camarera se despidió de él, notó por primera vez que se estaba insinuando y no precisamente para que le dejara una buena propina sino para invitarle a hacer el amor, porque ahora que seguramente ya lo sabría, no habían ninguna razón para disimular. Le cogió inesperadamente de la mano y le susurró:
—¡Adiós, cariño, hasta mañana!
Toni retiró lentamente la mano sin saber que contestar o de qué forma debería mirar en adelante a aquella mujer; incluso se preguntó si no sería descortés por su parte rechazar su seductora invitación. Estaba demasiado confuso por aquella inesperada novedad y sencillamente salió del local agitando con torpeza la mano en señal de despedida. No sabía qué otra cosa podía hacer. La camarera le vio salir con una expresión de triunfo en su semblante convencida de que no tardaría mucho en caer.
Humillado y asqueado comprendió que su estado de ánimo no era el ideal para regresar a su hogar o lo que todavía quedara de él. Todas aquellas historias de camareras que resultaban ser fulanas, conocidos a los que tendría que soportar a diario que le habían hecho sentirse un paleto y un ingenuo imperdonable, dada su posición y medio social en el que se desenvolvía; el darse cuenta que de que no sentía ninguna satisfacción por unirse al grupo y destilar litros de alcohol rivalizando sobre cuál de sus amantes lo hacía mejor en la cama, le produjeron una sensación de asqueo y frustración. Por primera vez se dio cuenta de que en realidad él no pertenecía a aquella ciudad, pero tampoco pertenecía a ningún otro lugar. Su mujer le despreciaba, sus colegas le humillaban, su hermana le abandonaba y sus hijos le desquiciaban: ¿no eran demasiadas cosas a la vez? ¿Sería capaz de sobrellevar aquella situación sin desmoronarse? ¿No sería lo más adecuado hacer lo mismo que Olga, coger el coche y desaparecer? ¿Quién se lo impedía? ¿A quién le importaría? Pero inmediatamente pensó que dada su situación tampoco llegaría muy lejos. No, era mejor soportar la situación y sobrellevarla lo mejor posible y esperar una buena oportunidad. Tal vez podría encontrar algún buen empleo, con la misma responsabilidad, o descubrir alguna forma de ganar dinero sin que su suegro le pudiera controlar. En cuanto a Olga, cuanto más pensaba en la noche anterior más comprensible veía aquella situación: si no la había querido nunca tampoco tendría por qué sentir su separación. Lo único que le preocupaba era la manera de sobrellevar la convivencia con alguien que cada día que pasara le resultaría más extraña.
«Tengo que seguir su consejo y buscarme una mujer —pensó, caminando distraído sin rumbo fijo— . Está claro que he sido un estúpido y un ingenuo. Si te portas como es debido te toman por imbécil; si eres un perfecto cabrón tienes cantidad de amigos, las mujeres que quieras y hasta un montón de pasta. ¡Pues se van a enterar, a partir de ahora yo también seré un cabrón!»
Decía «se van a enterar» sin estar seguro de quiénes, porque se sentía enfrentado a toda la ciudad, no sólo a su mujer y toda su detestable familia sino al mundo entero. Así es que aquel propósito parecía como el juramento de un cruzado dispuesto a liberar Jerusalén. Aquella bravuconada le hizo sentirse mucho mejor y hasta se sintió perfectamente motivado para iniciar su particular cruzada de liberación y elegir su primera víctima: empezaría por escribir a aquella preciosa mujer que había encontrado en Internet, porque eso no resultaba un reto demasiado complicado y, además, robaría todo cuanto pudiera a su suegro, y si se sentía con ganas, él también se acostaría con la camarera del bar.
«Se acabó el Toni capullo al que todo dios le jode y se ríe de él —pensó con un enérgico gesto con el brazo—: Ahora empieza el Toni cabrón y con mala leche. Si eso es lo que todo el mundo quiere, ¡pues lo tendrán!»
Regresó al concesionario, entró en su despacho, encendió su ordenador y mientras se cargaba el sistema trató de imaginar cómo podía dirigirse a aquella mujer sin que sospechara de su verdadera intención. No estaba buscando un idilio con ella, que le parecía irreal, pero era parte de su plan de venganzas organizadas contra todo aquel que estuviera a su alcance. Aquella mujer sería como las demás; como la suya, como la camarera del bar, como la mayoría de las amigas de su mujer. Su colega, después de todo, llevaría razón: todas eran unas zorras y había llegado el momento de pasar a la acción.
Por un momento sintió cierto pánico de no volver a encontrar la página donde estaba aquella hermosa mujer porque no se había molestado en marcarla, así es que repitió sistemáticamente el mismo proceso anterior: «Amistad mujeres» y esperó los resultados del buscador. La lista que apareció era la misma que la vez anterior y, en efecto, al final de la página aparecía el nombre familiar de «Rosemary». Tal y como sucedió la vez anterior, allí estaba aquella guapa mujer entre las nuevas entradas. No perdió el tiempo en inútiles prolegómenos y volver a leer su ficha con expresiones en inglés que no entendía bien, después de confirmar que el pago de diez dólares había sido cargado en su tarjeta de crédito, recibió su dirección y correo electrónico.
Le gustó la idea de recibir inmediatamente la dirección de correo electrónico de aquella mujer porque tenía ya pensada la carta de presentación y aquella inmediatez impediría que pudiera desmotivarle o perder interés:
«Querida Tania —ya se sentía con autoridad suficiente para dirigirse a ella en esos términos, porque resultaba inequívoca la intención sentimental de aquella mujer—: Como he visto que entiendes español te escribo en este idioma. He leído que estás buscando un hombre que te quiera y te ayude, aunque sea extranjero. Si te parece bien podríamos iniciar una amistad y quién sabe si podría ir a visitarte o tú venir a mi país. Recibe un beso de un español ardiente, Toni. P.D.: La fotografía que te envío es de hace unos cuatro años, pero más o menos estoy igual».
Releyó el correo y se dio cuenta de que era demasiado escueto y tal vez no fuera muy romántico, pero ahora estaba convencido de que las mujeres se reían de los hombres sensibles y les gustaría que las tratasen de aquella forma, directa, ruda y simple, y que tal vez sería entendido como un signo de virilidad. «No hay nada que agrade más a una mujer que un hombre que sabe lo que quiere —pensaba—, y esta carta deja muy claro y sin rodeos que sé lo que quiero. ¡Está perfecta y se la enviaré así!»
Buscó una fotografía enmarcada que decoraba una de los paneles de su despacho en el que aparecía junto a su coche el mismo día que lo estrenó. Vestía una chaqueta oscura del club de golf de Marbella, porque fue el regalo que su suegro le había hecho para celebrar el bautizo de su tercer nieto y se la hizo un verano, a la salida del club de golf. Instintivamente sabía que aquella fotografía causaría una gran impresión a aquella mujer, porque estaba perfectamente al corriente a través de alguno de sus clientes rusos residentes en Madrid, que en aquellos países prácticamente ni conocerían aquel modelo. Tenía la sensación de que acaba de comprar una hermosa mujer por sólo diez dólares y no ochenta como al parecer costaba la fulana del bar. La escaneó y la adjuntó al correo. Dudó unos instantes antes de enviar el correo, más porque era una gesto habitual antes de enviarlos, y pulsó el botón de «Enviar», quedándose en blanco mientras el ordenador lo procesaba y aparecía la confirmación. Cuando lo confirmó, sintió una enorme satisfacción porque por primera vez había tomado una decisión en apenas una hora sin la mínima duda ni inquietud. Trataba de imaginarse la cara que pondría aquella mujer al recibir su mensaje y la fotografía, pero algo le impidió hacerse una idea más o menos nítida porque todo el proceso y la propia Internet le parecía excesivamente virtual e irreal. El correo se podría perder, incluso podría tratarse de una simple estafa. «¡Vale, ya está hecho! —pensó con resolución y sin el menor sentimiento de duda por lo que acababa de hacer—: Si me han engañado total son diez dólares, ¡que más da!». Cerró el ordenador como si acabara de concretar la compra de un vehículo de ocasión y salió a la calle considerando que por aquel día ya había tenido bastantes emociones. Era el momento de volver a la realidad y afrontar que tenía tres hijos que le esperaban y un hogar que atender, al menos en tanto no se muriera el suegro o sucediera algo fuera de lo normal.
La primera pesadilla de Toni
Aquel sábado los niños parecían haberse despertado con la ansiedad provocada por la promesa de su padre, la noche anterior, de llevarles a un parque de atracciones, y a primeras horas de la mañana ya estaban despiertos y exigiendo el desayuno.
—¡Menchu, Menchu, quiero un vaso de cacao, pero que no queme!
La criada sobresaltada apareció en la habitación del hijo mayor todavía soñolienta y envuelta en su bata.
—¡Pero mi niño!, ¿sabe la hora que es? ¡No grite así que va a despertar a su papá y a sus hermanos!
—¡Bueno, y a mi qué! Tráeme un vaso de cacao, pero ya te he dicho que no queme, ¿vale?
—Sí, niño, se lo traeré, pero baje la voz por favor, no creo que su papá quiera levantarse tan temprano. Trabaja mucho para que a ustedes no les falte de nada, así es que usted debería ser más respetuoso.
—¡Oye, déjate de rollos y tráeme lo que te he pedido!
Chema se había sentado en su mesa de estudio y jugaba distraído con un modelo a escala de un viejo Mercedes de la Segunda Guerra Mundial, dando a entender a la criada que no tenía intención de seguir aquella conversación. Menchu lo entendió y se arrepintió de haberle llamado la atención porque ella no era nadie en aquella casa para hacer una cosa así.
—¡Perdóneme, niño, soy una tonta que me meto en lo que no me llaman! ¡Enseguida le traigo su vaso de cacao!
Pero el niño seguía entregado a la contemplación del modelo a escala de aquel coche que le fascinaba y no prestó la mínima atención a las sinceras disculpas de la criada.
En la habitación contigua, el pequeño Quico también estaba despierto. La criada al escucharle entró para preguntarle si quería también alguna cosa.
—¡Quiero que venga mi mamá! ¿Dónde está mi mamá?
Menchu no estaba segura de dónde estaba la señora y tampoco podría preguntárselo al señor, así es que no vio otra solución que improvisar lo primero que le vino a la cabeza:
—Su mama está... está estudiando cosas para estar más guapa y más tranquila... y va a venir muy pronto. ¿Qué quieres tú, pequeñín, quieres también un vaso de cacao calentito?
—¡Tú estás tonta, Menchu, mi mamá ya no va al colegio! ¿Dónde está mi mamá? —volvió a insistir el pequeño esperando una respuesta más comprensible.
—Ay, mi hijito, yo soy muy tonta y no sé cómo se llama eso donde va su mamá, pero es lo que le he dicho, y ¡no se ponga caprichoso que su mamá vendrá muy pronto!
El pequeño estaba a punto de iniciar su metódica rabieta para conseguir una respuesta más adecuada cuando recordó la promesa del padre de llevarle a ver leones y elefantes y se olvidó completamente de su primera pregunta.
—¡Papi! —gritó el pequeño—, ¿vamos a ver leones y elefantes?
—¡Calla, calla, diablillo, que va a despertar a su papá y está muy cansado! Claro que les llevará a ver leones y elefantes y otros animales muy bonitos, pero ahora tiene que estar calladito porque si no su papá se enfadará y no le llevará a ese sitio tan bonito, mientras te traigo también a ti un vasito de cacao bien calentito, ¿de acuerdo, mi niño?
El pequeño se cruzó de brazos, hizo su gesto típico de enfado contenido, pero le pareció lógica la amenaza de la criada, así es que permaneció en aquella posición a la espera de encontrar la forma más divertida de pasar el tiempo.
—¡Vale, pero quiero ver dibujos animados en la televisión!
—¿Ahora, mi amor? ¿Cómo va a ser eso posible? Anda, quédate tranquilito en tu camita y sé un niño bueno mientras Menchu te trae un vaso de cacao, ¿de acuerdo?
Tal vez fuera por el afecto que mostraba a la criada, el niño se dejó convencer, al menos momentáneamente, en tanto le traía el cacao, después pensaría algo más divertido hasta que llegara la hora de salir.
Toni se despertó sobresaltado por los gritos de sus hijos, miró el reloj y murmuró un malhumorado reproche: «¡No respetan ni el sueño de su padre! ¡Cómo estamos educando estos monstruos!». En aquel momento tuvo consciencia de que estaba solo en la cama y que Olga probablemente estaría durmiendo con otro hombre sin el menor remordimiento de conciencia, mientras su hijo pequeño la llamaba a gritos a las siete y media de la mañana. No podía ponerse en el lugar de su mujer y tratar de comprender qué podía impulsarla a abandonar de aquella forma a sus propios hijos sólo porque sus relaciones con él no fueran bien. «¡Ni los perros abandonan de esta forma a sus camadas! —pensaba impotente— ¿Qué coño le pasará a esta mujer? ¡Que no me quiera a mí, bueno, lo acepto, pero que tampoco quiera a sus propios hijos, que por otro lado tanto defiende cuando le conviene, no me entra en la cabeza! ¿Qué quiere: que me vaya yo de casa? ¿Es eso lo que quiere? ¡Pero no, tampoco es eso; me tengo que joder y hacer este papel de marido cornudo pero complacido! ¡Lo que quiere es simplemente hacer lo que le da gana, y los demás que se jodan! Pero ya veremos quien ríe más, porque no se saldrá con la suya; no me dejará en la calle, ¡eso ya se lo puedo asegurar!»
Reconfortado por su firme deseo de venganza, intentó ser frío y metódico. Dio por perdido cualquier intento de conseguir la fidelidad de su mujer y volvió a los pensamientos que más le estimulaban: la forma de robar a su suegro sin ser descubierto. Cuanto mejor disimulara su ira hacia su mujer más ganaría la confianza de su suegro y más ayudaría a su venganza final, que no era otra que dejar a Olga en la más absoluta miseria y que tuviera que depender de él. Tarea que sin duda no sería fácil de conseguir, y no porque que Olga fuera inteligente para los negocios, simplemente era desconfiada como su padre y por nada del mundo firmaba nada sin consultarlo al menos con algún otro abogado que no fuera de la familia.
A pesar de que finalmente los niños se habían levantado y estaban en el salón viendo la televisión, consiguió conciliar otra vez el sueño y no se despertó hasta que el pequeño Quico, vestido e impaciente, irrumpió en su dormitorio para exigirle a gritos que se levantara porque ya estaba cansado de ver la televisión y se quería marchar.
—¡Papi, papi, me has prometido llevarme a ver leones y elefantes y ahora no quieres ir porque estas todo el rato en la cama!
La criada había intentado evitar que el niño irrumpiera en la habitación y permanecía medio escondida detrás de la puerta, porque sentía vergüenza de entrar en ella.
—¡Quico, coño, qué modales son esos con tu padre! ¡Te llevaré si te portas bien, si no te quedarás castigado en casa tú solito con Menchu!
El niño se sintió profundamente herido por aquella inesperada amenaza, apretó los labios, se le congestionó el rostro y rompió a llorar de forma histérica, saliendo de la habitación dando patadas a todo lo que se ponía por delante y gritando entre sollozos:
—¡Mami, yo quiero mi mami; yo quiero que venga mi mami!...
La criada intentó calmarle y ella también recibió una patada, pero reprimió el dolor sin una sola queja. Finalmente el niño se dirigió al salón donde estaban sus hermanos, se arrojó sobre el sofá y cuando estaba seguro de poder molestar a todo el mundo, volvió a llorar con más fuerza y de forma más estridente. El hermano mayor estaba a punto de perder los nervios y sacarlo de allí a empujones, pero se calmó.
—¡Joder, otra vez este enano con sus berridos! Menchu, ¿por qué no lo sacas de aquí y lo llevas a su habitación?
—Ven, mi niño, ven, deja a tus hermanos tranquilos, jugaremos a algo muy bonito en tu habitación, ¿sí?
Tal vez fuera por miedo a la cólera de su hermano mayor por lo que el pequeño accedió a regañadientes y los dos se encerraron en su habitación. Menchu se sentó resignada sobre la cama y espero que el pequeño se calmara y le sugiriera algo en qué pasar el tiempo hasta que el padre se levantara, se arreglara y cumpliera su promesa.
El niño se tendió en la cama y apoyo su cabeza sobre su regazo. Gimoteaba y se chupaba el dedo pulgar como si se tratara de un analgésico. Menchu le acariciaba el cabello y simplemente le contemplaba sin comprender por qué tenía que ser ella quien estaba allí y no su propia madre. Pero sintió lástima por el niño y aquella era la única forma en que se lo podía demostrar.
—¿Mi mamá va a volver, verdad Menchu? —dijo de pronto el niño sin dejar de gimotear.
—¡Por el Señor bendito, mi niño, que cosas tiene en esa cabecita de ángel! ¡Claro que volverá, ya le he dicho que está en un sitio para aprender a ser más guapa y más joven!
El niño no comprendía qué clase de colegio podía ser aquel, y guardó silencio. Pero nuevas riñas en el salón requerían la atención de la criada. Esta vez la causa era la elección del programa en la televisión y sobre el que los dos hermanos tenían gustos distintos:
—¡Quita esa porquería de dibujos animados, yo quiero ver el partido de baloncesto de la NBA!
—¡Tú no mandas, manda papá; tú siempre quieres mandar! —protestó el hermano mediano. Pero el mayor no estaba dispuesto a discutir sobre quién tenía autoridad en aquella casa, y menos todavía que pudiera ser su padre. Le quitó el mando con violencia y cambió al canal de su elección. El mediano no se revolvió pero no lo dudó ni un instante sobre quién tendría que resolver aquella disputa. Entró en el dormitorio de su padre y sin molestarse en averiguar si estaba dormido o no, desde la misma puerta, le gritó:
—¡Papi, Chema no me deja ver los dibujos animados, es un mandón y siempre hace lo que él quiere! ¡Dile que me devuelva el mando porque yo quiero ver los dibujos!
—¡Toni, hijo!, ¿es que no podéis resolver vosotros solos vuestras disputas? ¡Dejadme en paz! ¡Menchu, apaga la televisión!, ¿no ves la hora que es? ¿Qué hacen los niños que no están todavía en sus habitaciones y dejan a la gente dormir en paz?
La criada apartó la cabeza del pequeño Quico con la mayor delicadeza que le fue posible dado su sobresalto, entró en el salón y trató de cumplir con las estrictas órdenes de su señor.
—Ya lo habéis oído, mis niños, vuestro papá quiere que apaguéis la televisión y que volváis a la cama hasta la hora de salir. Anda, Chema, apaga la tele y no hagas enfadar a tu papá que está muy cansado y quiere dormir.
El mayor tiró con violencia el mando a distancia sobre el sofá y obedeció de mala gana.
—¡Jo, vaya mierda, por culpa de estos chismosos en esta casa no se puede vivir en paz! —y sin dejar de protestar contra sus dos hermanos se encerró en su habitación con un sonoro portazo.
Menchu volvió a la habitación del pequeño Quico, se sentó otra vez sobre la cama y reclinó de nuevo su cabeza sobre su regazo. Le parecía que de todos los hermanos, el más pequeño necesitaba que alguien le prestara atención y se entregó a ello como si se tratara de una obligación.
Algo más de dos horas después nuevos alborotos entre los niños indicó a Toni que no tendría ya ninguna oportunidad de seguir descansando y debía prepararse para cumplir con la promesa que les había hecho el día anterior. Cuando vieron a su padre en el salón, todavía con la bata puesta, se calmaron y trataron de darle un respiro antes de enzarzarse en nuevas discusiones sobre el lugar donde querían ir, porque no se ponían de acuerdo y la disputa parecía ya inevitable una vez más.
—¡Papi, yo quiero ver leones y elefantes y Chema dice que donde vamos no hay, pero yo quiero verlos, papi!
—Mira enano, no vamos a hacer otra vez lo que tú quieras, aunque te pongas a berrear. Aquí nadie quiere ir al zoológico, iremos a Xanadú porque yo quiero esquiar con el snowboard, ¿verdad papá?
—¡Jo, otra vez tenemos que hacer lo que tú mandes? ¡Papi, dijiste que iríamos a un parque de atracciones, y yo quiero ir a un parque de atracciones!
Toni adivinó la situación y presintió que no sería capaz de solucionar el grave problema que se le presentaba una vez más. Apenas se había levantado, estaba muerto por una taza de café, ni siquiera se había duchado y ya estaban esos tres pequeños alimañas poniéndole frenético. ¿Qué hacer?, ¿qué elegir?, ¿a quién dar la razón? Para él todas las opciones eran malas y le parecían un martirio, y ni siquiera se atrevía a imaginar cómo sería su comportamiento en cualquiera de los casos. No había en esos niños nada familiar, nada que pudiera estar en sus genes; no comprendía su altanería, su desconsideración, sus exigencias constantes, su falta absoluta de respeto y hasta de compasión hacia él. ¿Cómo había sido posible llegar al extremo de que un padre no puede soportar a sus hijos ni cinco minutos? De nada serviría que hiciera valer su autoridad como su padre hubiera hecho con él: gritarían, se revolverían, llorarían, en fin, estaba seguro de que emplearían toda clase de chantajes y estratagemas para volverle loco y tendría que ceder. Por un momento pensó que dada la situación tal vez lo mejor sería internarlos en un colegio, ¡un buen colegio, por supuesto!, pero que estuvieran lejos de él. Sin embargo aquella idea le horrorizó. ¿Cómo había llegado al extremo de desear deshacerse de sus propios hijos? ¡Tanto censurar el comportamiento de su mujer y ahora parecía estar de acuerdo con ella y repudiar a aquellas insoportables criaturas! Estaba tan confuso que no quiso entrar en la discusión y se limitó a cargar una vez más toda su ira contra Olga a quien no había ya la menor duda de que había que responsabilizar de aquella mala educación. Salió malhumorado del salón como si en realidad ese fuera el primer paso para abandonar definitivamente a sus insoportables hijos y se encontró con la criada que le traía una taza de café.
—Menchu, ¿han desayunado ya los niños? ¡Sí, claro! ¿No puedes hacer que se callen de una vez?
—¿Dónde les digo que irán? —preguntó asustada la criada.
—¡Yo que coño sé! ¡Ya veremos después, cuando tenga la cabeza para pensar!
—¡Si, señor; como el señor diga! —Menchú se retiró sin saber qué debía decir a los niños si le preguntaban.
Primera noche de libertad
Después de ducharse y refrescarse Olga y la adolescente estaban de excelente humor y tenían a punto una apetitosa pizza recién horneada y servida en un ambiente que les parecía acogedor y familiar. La camarera les sirvió dos vasos de vino de una botella de tinto reserva que Olga se había tomado un gran interés de elegir. Les habían montado la mesa con gran esmero, con un mantel especial, encendido un candelabro y con un centro de flores secas posiblemente del lugar. El local estaba en una discreta semi penumbra y tan sólo les acompañaba una persona de mediana edad, de aspecto nórdico, con el rostro quemado por el sol, y con el cabello blanco y abundante, recogido en la nuca, y que cualquiera hubiera tomado por artista o alguien con algún talento especial.
Los empleados permanecían atentos a cualquier deseo de las dos mujeres, porque eran sus únicos clientes y estaban enseñados a servir con discreción. Olga sentía que sólo le prestaban la atención debida a su condición de clientes y que no les interesaba nada más, algo tan distinto de lo que sucedía en Madrid, donde todo el mundo parecía estar más preocupado por quiénes eran, que estarían tramando o cuánto dinero tendrían.
Aquel ambiente cosmopolita de gente acostumbrada a tolerar cualquier extravagancia como un comportamiento natural, había conseguido que se relajara y contemplara la situación con absoluta normalidad. Incluso, si llegara a suceder y volvieran la noche siguiente como amantes, aquellos camareros no les prestarían más atención que la estrictamente profesional. Pensó que si no tuviera la responsabilidad de los hijos y de sus propios padres, probablemente se vendría a vivir en un lugar así y haría todo cuanto se le antojara, sin prejuicios y valoraciones de ninguna clase. Es decir, viviría de la forma más natural y espontánea posible.
—¿Qué te parece este lugar? —preguntó a la joven para saber si compartía sus propios pensamientos.
—No sé, un poco pijo; todo como muy montado para gente guapa y, desde luego, con pasta porque no es nada barato.
—¿Qué quieres decir con gente «guapa»?
—¡Gente como tú, muy mirados para los detallitos! Que si el mantel, que si las florecillas, que si el candelabro... A mi todo eso me parece muy superficial... vamos, que no me va mucho este rollo...
Olga le confundió su opinión. Le hubiera gustado que compartiera su satisfacción por cómo estaban saliendo las cosas y aquella opinión le recordó con cierto desagrado que estaba hablando con una chica que había recogido en la calle, y eso deja huella y no se podía cambiar de la noche a la mañana.
—¡Pero mujer!, ¿cómo no puede gustarte cenar en un restaurante como éste, con tantos detalles y con un trato tan personal y educado?
—¡Con tanto servilismo, querrás decir!
—Bueno, al menos que te parece la pizza, y el vino, ¿qué tal el vino, eh? —Olga dio por sentado que aquella chica no iba a cambiar, lo único que podía esperar era que se comportara de la forma más educada y natural posible y no la pusiera en evidencia, lo que dadas las circunstancias sería muy desagradable para ella.
Cuando terminaron, Olga sintió deseos de entablar conversación con el otro cliente porque le parecía una persona muy interesante y tal vez podría ser también un buen ejemplo para la joven ácrata. Le pidió uno de sus cigarros y aprovechó para romper el hielo e iniciar la conversación:
—¿Cree usted que mañana tendremos sol? —le dijo fingiendo gran interés por la respuesta, al tiempo que encendía el cigarrillo.
El extranjero se encogió de hombros con un claro gesto de duda y se atrevió a contestar:
—¡No sé, quizás! ¡Mejor que haber sol!
Olga se sintió autorizada a proseguir su interrogatorio.
—¿Es usted inglés?
—¿Inglés? —contestó con una burlona sonrisa mostrando cierta contrariedad—. ¡No inglés! ¡Yo, Alemán, vom Berlín!
Olga se sintió defraudada por la inesperada nacionalidad de alguien que había considerado interesante cuando según sus criterios los alemanes no lo eran en absoluto. Aquello enfrió considerablemente su curiosidad y trató de quedar lo mejor posible y volver su atención otra vez hacia la joven.
—¡No he estado en Berlín, pero me han dicho que es muy... muy monumental! Yo conozco Londres, París, Copenhague, pero mire, no he estado en Berlín... —y se volvió hacía la joven tratando de encontrar un nuevo tema de conversación.
El cliente tampoco tenía un interés especial en ella, sabía perfectamente qué clase de persona podía ser y no era probable que entre ambos pudiera haber nada en común. Hizo un gesto sin palabras como si no le importara que Olga no hubiera estado en su ciudad y se concentró nuevamente en su bebida y en saborear su cigarrillo dando por zanjada aquella breve y poco afortunada presentación.
—¡Tía, le has dejado cortado! —intervino la joven sin disimular su enfado.
—¡Es alemán! ¿De qué puedes hablar con un alemán?: ¿de salchichas?, ¿de fábricas?, ¿de coches? ¡Los alemanes no tienen conversación!
—¡Pues a mi me parece una persona muy interesante! —protestó la joven, que estaba tratando de encontrar una excusa y retomar la conversación con aquel extranjero.
—¡Bueno, déjale en paz, tampoco está muy interesado en dar conversación! ¿Quieres que demos un paseo o nos vamos ya a dormir?
La joven comprendió que no había ninguna posibilidad de solucionar aquella situación, porque el cliente se había sentido claramente despreciado y no tendría mejor opinión de ella que de Olga, por eso se sintió molesta y con ganas de salir de allí.
—Sí, vámonos; estoy agotada de tanto ajetreo.
Salieron a la pequeña plaza y pudieron comprobar que las perspectivas de un nuevo día soleado eran muy altas, porque lucía una luna creciente con suficiente brillo como para proyectar las sombras de los árboles y de las casas sobre la calle. Sentían el frescor de la brisa marina procedente de la playa impregnada de humedad y salitre, y se perfilaban con claridad y nitidez las crestas de las montañas que rodeaban el valle destacando el faro, que a intervalos regulares, lanzaba sus destellos hacia la pequeña localidad.
La joven todavía sentía deseos de reprochar a Olga su comportamiento con el alemán, pero se lo impidió el respeto por la serena tranquilidad y el silencio de aquel lugar.
Olga había organizado ya todo lo relativo a la forma en que pasaría la noche y le pareció razonable que cada una utilizara una habitación y hasta su propio baño, lo que le pareció bien a la joven que ya sólo pensaba en descansar.
—Aquí creo que hay pijamas —comentó Olga mostrando el interior del cajón de una gran cómoda de estilo rústico.
—¡Yo no uso pijama!
—No me extraña, la verdad es que con este calor apetece dormir desnuda —pero Olga no soportaba dormir sin pijama ni en su propia cama, mucho menos en una cama extraña—. Bueno, pues entonces... hasta mañana... Si te quieres duchar puedes usar el baño grande de mi habitación... Hay toallas para las dos... ¿Tú te despiertas temprano?
—¿Podría tomar un baño caliente?
—¡Claro, seguro que te sentará bien!
—¡Que guay, eso si que me apetece...! Hace... bueno, ¡no sé cuánto hace que no tomo un baño caliente!
Olga dejó a la joven para que se preparara mientras ella se ocupaba de llenar la bañera y comprobar que la temperatura del agua fuera la correcta. Antes de que la bañera estuviera llena, la adolescente entró en la habitación completamente desnuda con una infantil expresión de ansiedad por entrar cuanto antes en el agua. Olga se sobresaltó, pero trató de comportarse con la mayor naturalidad posible. Sin embargo no pudo evitar contemplar el cuerpo de la adolescente, especialmente sus senos menudos y su pubis ligeramente abultado con un escaso bello rubio, además de las ya algo prominentes caderas que adivinara cuando estaba vestida. Era sin duda el cuerpo de una adolescente que todavía no se había terminado de formar.
La joven entró en la bañera con cierta torpeza en los movimientos y se acomodó en ella haciendo que el agua le cubriera las rodillas.
—¿Me frotarás la espalda? —le pidió a Olga mientras lanzaba pequeños gemidos de placer al sentir como el agua caliente iba envolviendo su cuerpo.
—¡Claro mujer!, pero espera que esté llena la bañera: hay que hacer un poco de espuma y, por lo que imagino, ¡tendré que frotarte con ganas!
—¿Qué quieres decir, que estoy sucia?
—¡Bueno, no quiero decir eso, pero te estaba haciendo falta un buen baño!, ¿no?
La joven no contestó porque empezaba a disfrutar como una niña pequeña, chapoteando el agua con las piernas al tiempo que se echaba agua con las manos sobre la cabeza y los hombros. Olga la imitó y pronto las dos mujeres reían salpicándose agua mutuamente.
—¡Me estás empapando y voy a tener que bañarme yo también!
—¡Hay sitio para las dos! ¡Esto no es una bañera, es una piscina!
Pero Olga sentía un irracional pudor por desnudarse delante de aquella adolescente, a pesar de que la joven la había invitado y parecía entregada a sus juegos con absoluta inocencia. Tal vez sentía vergüenza de verse a sí misma desnuda y comprobar que ya no tenía un cuerpo como el de aquella joven, su piel grasa pero tersa y juvenil, sus senos de adolescente y hasta su infantil pubis, en tanto que ella creía tener el cuerpo de una mujer ya adulta, con inequívocos detalles que mostraban el principio de su decadencia. Pero la joven parecía entregada en cuerpo y alma a gozar de aquel baño y no prestaba atención a nada que no fuera el agua, la espuma y su propio cuerpo.
Finalmente, el deseo de unirse en el baño a la adolescente consiguió vencer su pudor. Se desnudó rápidamente y se introdujo en la gran bañera sin que la joven la prestara la mínima atención, haciendo que la abundante espuma de jabón la cubriera hasta los hombros. El nivel del agua había subido bruscamente y amenazaba con desbordarse.
—¡Cuidado, cuidado, que se derrama el agua por el suelo! —exclamó divertida la adolescente.
Olga sintió el contacto suave y gelatinoso de sus piernas y le arrebató un irresistible deseo de acercarse más a ella hasta estrecharla completamente con sus brazos, pero se contuvo.
—¡Bueno, ya estoy también yo en el agua! Si te das la vuelta te frotaré la espalda.
La adolescente fue girándose con movimientos torpes y descontrolados. En alguna ocasión perdía el equilibrio, caía y el agua se desbordaba por el rasante de la bañera. Por fin, la joven calló blandamente sobre sus piernas y pudo sentir como rozaba con sus glúteos enjabonados su pelvis. Aquel rocé le produjo un profundo y agradable estremecimiento que le recorrió todo su cuerpo y empezaba a temer que no podría controlar aquella excitación y caería en la irresistible tentación de abrazar a la joven y sentir su cuerpo completamente sobre el suyo. Temía que pudiera estar al borde de un orgasmo porque ya empezaba a sentir la sensación previa mucho más rápido y espontáneo de lo que había sentido jamás. Aprovechando que la joven no podía ver su expresión, hizo un profundo gesto de placer y se dejó llevar por la excitación hasta estremecerse apretando los labios y las manos para controlar algún gemido que la pudiera delatar. Temerosa de que la joven pudiera haber notado algo, trató de calmarse y empezó a frotarle la espalda sin poner apenas atención en lo que hacía, esperando a que se calmara y pudiera concentrarse en ella con más atención.
—¡Más fuerte, más fuerte, no tengas miedo y frota más fuerte! —le pidió la joven, que seguía entregada a su propia satisfacción.
Después del baño, las dos mujeres se sentían relajadas y soñolientas, más por causa del cansancio que por el baño en sí. La joven, vestida con un albornoz colocado sobre los hombros con torpeza, se arrojó sobre su cama en la pequeña habitación que Olga le había designado, y cuando ésta fue a darle las buenas noches ya estaba dormida. Olga no la quiso molestar, ni siquiera se preocupó de abrir la cama y cubrirla, porque después la experiencia del baño tenía la sensación de haber perdido interés por la joven o tal vez simplemente estaba cansada. Se retiró a su propia habitación, intentó buscar alguna crema de noche en el tocador de su amiga y como no la encontró, se dejó caer pesadamente sobre la cama, apagó la luz y, al igual que la joven, en pocos minutos se quedó profundamente dormida. En su mente habían quedado algunos pensamientos confusos y entremezclados. A pesar de que temía que algún imprevisto sentimiento de culpabilidad pudiera desvelarla, el cansancio pudo más que su conciencia.
Tania cree estar enamorada de Toni
Masha llamó por teléfono a Tania para comunicarle que había recibido varios correos electrónicos en respuesta a su anuncio de contactos y que uno le iba a sorprender.
—¡No voy a decirte nada hasta que no los leas! —le dijo sin poder evitar una alegre excitación, como si estuviera pasando algo sorprendente de lo que ella también se iba a alegrar.
—¡Por lo menos dame una pista! —sugirió Tania dejándose contagiar por la excitación de su amiga.
—¡No hay pistas, tomamos un té juntas y te los enseño!
—¿Hay muchos?
—Sí, pero si quieres una pista, creo que sólo uno parece interesante.
—¿De dónde es?
—¡No vas a sacarme nada más! Si puedes esta tarde nos vemos después de las clases, pero no vengas con Anya, creo que es mejor que ella no sepa nada por el momento, ¿no te parece?
Tania le dio la desagradable impresión de que si era algo que tendría que ocultar a su hija probablemente no estaba bien y no sería correcto, pero no podía volverse atrás después de pedir a su amiga que se hiciera cargo de las respuestas porque ella no entendía cómo funcionaba todo eso de Internet, ni tenía medios para conseguirlo. De cualquier forma siempre podía rechazar las ofertas o simplemente no contestarlas.
—De acuerdo, dejaré a Anya con mi madre y nos reunimos en el mismo sitio que la otra vez...
—Prefiero en la nueva pizzería del parque, es más... íntima y podremos charlar, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, ¡pero cualquiera diría que fuera a ti a quien le llueven los novios del extranjero!
—¡No creas que no me gustaría... pero ya te contaré!
Tania prosiguió con las clases, pero le resultaba extraordinariamente difícil concentrase en lo que estaba haciendo, por lo que aún antes de ver aquellos correos empezó a inquietarse. ¿Era que realmente deseara que pasara algo? ¿Trataba de reprimir un deseo imposible de contener? ¿No habría sido, después todo, la excusa para tomarse en serio la posibilidad de rehacer su vida con otro hombre, y que no era necesario que fuera de otro país ni conocerlo a través de Internet, que ella no entendía?
—Señorita Ivanova —dijo el pequeño Piotr interrumpiendo el ensayo—, el violín de Elena Tcharina no está afinado y ¡esto suena muy mal!
Tania se sobresaltó porque era la primera vez que no le prestaba atención a la entonación, lo que le confirmó que la noticia le perturbaba mucho más de lo que ella misma pudiera desear, así es que hizo un enérgico ademán con un moviendo de cabeza, como si tratara de sacudirse aquellos pensamientos, y prestó atención a las quejas de su alumno más aventajado.
—¡Perdona, estaba distraída! Por favor Elena, puedes darme el tono de tu violín.
La niña tensó la cuerda con el arco en un largo tono que debería ser La menor, pero era obvio que estaba bajo de tono y el pequeño Piotr llevaba razón.
—Sube un poco Elena, está algo bajo.
La niña tensó la cuerda y volvió a pulsar una larga nota con el arco. El pequeño Piotr parecía complacido y Tania se sintió aliviada y agradecida, a su vez, por contar con una alumno con tan buen oído y tan entregado a su trabajo. Cuando finalizó la clase, Tania se despidió de sus pequeños alumnos con más amabilidad de lo habitual porque por primera vez sentía lo importante que era para ella aquella hermosa profesión y sintió un instintivo temor a que algo pudiera suceder que la apartara de ella.
Una vez más, se vio en la obligada cortesía de cambiar impresiones con las madres de sus alumnos que, como ya era habitual, trataban de compartir con ella la opinión de que el país estaba atravesando por una mala situación y tuvo que compadecerse por algún nuevo cierre de empresas que fueran del Estado y donde se habían perdido nuevos empleos sin que surgieran otros para compensarlos.
Después recogió a Anya a la puerta de su colegio y durante todo el camino hasta la casa de la abuela, como una madre cualquiera, trataba de poner atención al caudal de temas que prácticamente sin descanso su hija le fue contando sobre lo que había hecho en el colegio.
—¿Mami, por qué Chagal pintaba las personas volando por el aire?
—¡Hija, no lo sé!, supongo que porque creía que las personas eran como los ángeles, ¿no? ¿Por qué me lo preguntas?
—Es que hoy en clase de arte nos han enseñado unas reproducciones de Chagal y había un cuadro muy bonito en el que un hombre vestido de negro sujetaba a una mujer vestida de rosa ¡y que volaba por el aire! ¿Sabes?, parecía como si se la llevara el viento o algo así y que el hombre la sujetaba para que no se marchara... Ah, ya sé, también podía ser como si la mujer fuera una cometa y estuvieran jugando los dos. ¡Qué divertido: jugar a la cometa con su mujer! ¿Sabes cómo se llama este cuadro?
—¡Claro hija, si es el que pienso se llama «El paseo»!
—¿«El paseo»?, ¡Pues vaya paseo! Claro, por eso digo que estarían jugando a la cometa... ¿pero con una mujer?, ¡je, je, je, que divertido!
Sin dejar de hablar en todo el camino, en especial sobre otro de los cuadros que había llamado más la atención en el que había una pareja de novios besándose encima de una gran gallina blanca, junto a otros extraños animales mitad cabra mitad chelo, una especie de ángel minúsculo que tocaba el violín y personas con alas boca abajo colgando de un árbol, lo que le parecía terriblemente gracioso, llegaron a la casa de la abuela, quien, sentada en un gran silón de paja en el jardín, estaba de mejor humor y jugaba con el gato, lanzándole una y otra vez un ovillo de lana al aire que el animal intentaba atrapar, pero sin poner demasiado interés.
—¡Que contento está Taras! ¡Se ve que le sienta bien la primavera! —dijo la abuela cuando las vio entrar por la puerta del jardín.
—¡A todos nos sienta bien la primavera! —le contestó Tania tratando de que no se percibiera el sentido que ella le estaba dando, porque una vez más le vinieron a la mente aquellos correos de hombres extranjeros que parecían estar interesados por ella.
—Madre, tengo que verme un momento con una amiga, supongo que os apañareis las dos solas.
—Sí, hija, puedes irte y dejarnos solas. Ven aquí, pequeña mía, dale un beso a tu abuela, y tú, gato tonto, toma el ovillo que tanto te gusta y déjanos en paz —la abuela lanzó el ovillo por encima de la cabeza del gato que siguió su caída con cierto desinterés. Parecía que lo que le divertía no era el ovillo sino la forma en que se movía en el aire, así es que se retiró a su lugar favorito sobre el zaguán apartándose del alboroto de la niña y la abuela, entregadas a sus arrumacos, incompresibles para él.
Tania se apresuró a la cita con la amiga para terminar cuanto antes y volver junto a su madre. Cruzó el parque, volvió a contemplar la escultura del pequeño gnomo de madera suspendido en una curiosa posición vertical como si estuviera jugando con el viento, lo que le parecía muy original. Se alegró de que el parque recobrara su vitalidad, florecieran las plantas y los árboles se cubrieran de nuevas hojas frescas y relucientes y, casi sin darse cuenta, se encontró en el salón de la pizzería, donde ya la esperaba Masha.
—¡No te lo vas a creer! —le anticipó la amiga revolviéndose en su asiento y despejando el que había reservado para ella.
—¡Estás exagerando! Pero, venga, déjame ver de una vez.
La amiga colocó de pronto, como si se tratara de un mago que sacara un conejo de su chistera, la fotografía de Toni, apoyado en su Mercedes rojo descapotable, sobre la mesa del café.
—¡Vaya partido, guapa!
Tania colocó la cuartilla impresa de manera que pudieran verla las dos, dejó que una sonrisa burlona hiciera ver que comprendía a su amiga, pero Tania no estaba segura de que aquella foto, con aquel hombre tan bien vestido, apoyado sobre aquel impresionante automóvil, no fuera un truco, lo mismo que ella había hecho en alguna ocasión en alguno de sus viajes por Europa, en donde se dejaba fotografiar junto a coches de este tipo, como si se tratara de un juego de pequeñas vanidades. En cuanto al hombre, no estaba segura de que le gustara, pero tampoco le desagradaba. Sentía que había algo de superficial en aquella fotografía y no sabía decir si era por su expresión satisfecha y presumida, seguramente por el orgullo de poseer aquel vehículo, o por que parecía preparada con algún fin en especial.
—¿Tú qué opinas? —preguntó de pronto a su amiga, porque ella misma no estaba segura de cómo valorar aquella primera impresión.
—¿Yo? ¡Pues qué quieres que opine, que me parece un hombre todavía joven... y bien situado!, ¿no?
—¡No lo sé!... parece un poco... superficial... demasiado engreído. Pero no, yo no diría engreído; no sé, la verdad es que no sé qué decir, pero es como si le hubieran dicho que se pusiera así, de esa manera, para la fotografía. ¿No ves que no mira a ningún sitio en particular?
—¡Vamos, Taniushka, no empieces con tus cosas! Pero lee su carta que yo no la entiendo. No sé en que idioma está.
Tania cogió la cuartilla donde estaba impreso la escueta carta de Toni y exclamó sorprendida:
—¡Oh, Dios mío, español; es un español!
Tania se concentró en la lectura de la escueta carta, la releyó una vez más, permaneció un instante en silencio tratando de hacerse una idea precisa del contenido, lo que exasperó a la impaciente amiga.
—Bueno, Tania, ¿qué dice? Aunque, claro... a mí... no me importa, dímelo sólo si tú quieres...
—No dice nada en especial, sólo que... que le he gustado y que está interesado en conocerme mejor... nada más.
—Pero, mujer, te dirá a qué se dedica. Bueno, ¡para tener un coche así tiene que ser alguien importante!
Por mucho que insistiera su amiga, ella no prestaba la mínima atención al flamante coche, sólo trataba de imaginar cómo era aquel hombre de mediana edad y por qué recelaba de su mirada, de su forzada pose, apoyado sobre la puerta del automóvil, y otros detalles que era incapaz de valorar, tal vez por tratarse de una persona de una cultura distinta. Pero estaba dispuesta a no enfriar el entusiasmo de su amiga, que parecía más interesada que ella misma por aquel español.
—Bueno, ¿y ahora qué?, ¿qué puedo hacer yo? ¿Le invito a que venga? ¿A este país? ¡Desde luego que no! ¡Es una locura, Masha! ¿No te das cuenta de que es una locura?... Si es una persona de categoría se sentirá mal en este país, en estos hoteles que dan pena, y estas calles que son un espectáculo lamentable. ¿Dónde puede ir? ¿Qué se puede hacer en esta ciudad? No es un sitio pensado para turistas, y lo sé muy bien porque yo he recorrido media Europa...
Tania estaba decidida a zanjar aquel asunto y considerarlo un juego divertido y nada más, pero no le parecía real que así, por las buenas, sólo con ver su fotografía en Internet, aquel hombre cogiera un avión, sufriera toda clase de incomodidades, y la viniera a conocer.
—¡Vamos Masha, esto es una locura... no sé que contestar!
—¡Tania, Tania, por favor!, ¿es que no puedes comportarte como una mujer normal, aunque sólo sea por una vez en tu vida? Imagínate que este hombre se interesara por ti, que tiene una buena posición, que viene a conocerte y que os enamoráis: ¿no crees que se acabarían todos tus problemas?
—¿Sabes, Masha?, lo único que me parece bien de todo esto es que sea español. Yo nunca he estado en España, pero creo que me encantaría ir. El sol, los naranjos en flor, las playas y sus ciudades llenas de mágica y encanto como Granada, Sevilla o Toledo... Cuando estaba en el instituto hice un trabajo sobre ese país, y cuando fui a Cuba soñaba con aprovechar mi español para poder visitarlo alguna vez y recorrer los lugares donde escribió García Lorca, o los paisajes encantados donde se inspiró Enrique Granados, o visitar la romántica ciudad de Aranjuez, que inspirara a Joaquín Rodrigo, o visitar el Museo del Prado de Madrid para contemplar en vivo los cuadros de Velázquez o Goya... Es curioso, pero es uno de esos países míticos de los que uno se hace una idea casi real y cree haber conocido alguna vez en una vida anterior. ¡Es una cultura que trasmite pasión y entusiasmo, poesía y valentía... no sé cómo explicarlo!
La amiga se había quedado callada como si la descripción de Tania la hubiera subido en una alfombra voladora y ella también estaba recorriendo aquel mítico país del que, no obstante, tenían una prueba real de su existencia.
—¿Te das cuenta de lo que es la vida, Tania? Tú soñabas con visitar ese país y ahora te invitan. ¿No es fantástico?
—¿Entonces, tú crees que debería contestarle?
—¡Claro mujer!, ¿qué vas a perder?
—¡Pero, no sé qué decirle!
—Pues eso, que te alegras por la carta y que estarías encantada de que viniera a conocerte...
—¿A este país?
—¡Claro, mujer, no va a ser a Kazajstan!
—Vale, pero déjame la fotografía, quiero verla con tranquilidad antes de decidirme.
Masha no comprendía las reticencias de su amiga, porque todas las chicas del país hubieran dado un dedo de la mano por casarse con un hombre todavía joven, extranjero y con buena posición, pero sabía que Tania no era como las demás, así es que era mejor dejar que meditara ella misma la decisión más adecuada y aceptarla sin más.
—¡Llámame cuando tengas la respuesta para que la envíe por Internet, y no estaría de más que te hicieras alguna foto un poco... bueno, ya me entiendes, un poco sexy, ¡que es un español!
Tania sonrió por la sugerencia y recordó que una de las fotografías que había entregado a la agencia ya era lo suficientemente sexy, lo que probablemente habría sido un error porque si llegaban a conocerse le podría decepcionar. Le pareció que aquel pensamiento era precipitar las cosas y aseguró a su amiga que tal vez tendría alguna en bañador reciente, y si sería lo suficientemente sexy para un temperamental hombre español. La amiga asintió divertida y le recordó que no se le olvidara la próxima vez que se encontraran porque la tendría que escanear para poderla enviar por Internet. Tania no comprendió lo que le decía pero prometió no olvidarla.
Los sueños de una mujer sola
La abuela y Anya estaban entregadas a una discusión que parecía no tener fin sobre el vestido que debía llevar para la función del «Cascanueces» en Navidad. En el colegio le habían dado algunas ideas sacadas de láminas de escenas del ballet, pero la abuela insistía en que ella había visto muchas veces ese ballet y sabía perfectamente lo que tendría que hacer, y que aquellas láminas no deberían ser rusas, porque no le parecían vestidos adecuados para esa representación. Cuando Tania entró en la casa, Anya no esperó a que la abuela se le adelantara con su opinión.
—¿Mami, verdad que tú sabes cómo tiene que ser el vestido para el ballet?
Pero Tania seguía conmocionada por la imagen de aquel español, recostado con cierto presunción sobre aquel impresionante coche rojo, y tardó en reaccionar.
—¡Vamos, Anya!, ¿tenemos que discutir eso ahora? Podemos hablarlo en otra ocasión, todavía queda mucho tiempo y no veo por qué tanta prisa. Me gustaría que cenásemos pronto para volver a casa cuanto antes, porque tú tienes que hacer los deberes y yo tengo una montaña de ropa para lavar.
La niña accedió, pero no por ello dio por zanjada la discusión con la abuela. Volvieron a coger el viejo tranvía. Atravesaron los jardines mal iluminados y sin que nadie se ocupara de segar la hierba, que crecía asilvestrada por los bordes y entre las rendijas del cemento, y subieron por la oscura escalera con barandillas de hierro que no habían sido pintadas en muchos años. Por si fuera poco, restos de vehículos desguazados florecían en cada rincón, bicicletas en desuso, con las ruedas sin neumáticos y herrumbrosas, sobresalían por entre la maleza y algunas, todavía en un aceptable uso, se amontonaban en la entrada. En uno de los rellanos, una mujer de aspecto campesino y huraño, trataba de sujetar un perro de aspecto desgarbado, para evitar que se arrojara sobre ellas en un atolondrado gesto de alegría. Cambiaron un saludo de cortesía apenas perceptible y la mujer soltó el animal, porque temía que pudiera hacerla caer.
Tania pensó que por nada del mundo permitiría que alguien que viniera a visitarla desde tan lejos pudiera ver en las condiciones en que vivían, la ruina de aquellos viejos edificios, el aspecto descuidado de sus vecinos, la maleza que cubrían los jardines del patio o los ruidos imprecisos que salían de los apartamentos: una grotesca mezcla entre el griterío de incomprensiblemente numerosos chiquillos de aquellas modestas familias, la música estridente de los nuevos equipos importados con canciones que ella desconocía y que seguramente serían extranjeras, el ladrido incesante de perros que abundaban en las viviendas y alguna que otra eventual pelea familiar, casi inevitable donde la mitad de los vecinos estaban desempleados y, en buena medida, alcoholizados. «¡No, nunca lo permitiré! —pensó con gran resolución—. Si quiere venir a verme nos quedaremos en la capital, al menos allí las cosas están mejor que aquí...»
Aquella noche no consiguió conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada. Siempre habían ladrado perros y la estridente música de los vecinos sonaba hasta la madrugada, pero, a pesar de todo, conseguía conciliar el sueño. Esa noche para colmo los niños del piso de arriba no pararon de correr de un lado para otro y se sentía como si estuvieran pasando por encima de su cama.
«¡Desde luego que esto no es vida! —trataba de razonar en silencio sin poder evitar una creciente presión en el pecho por la angustia que le producía la impotencia ante aquella situación—. Tengo que pensar la manera de cambiar de casa de una vez. ¡Pero, cómo voy a hacerlo sola! No, no puedo pensar que alguien que ni siquiera me conoce, venga a sacarme de aquí. Sólo una boba podría esperar una cosa así».
Estaba convencida de que su resolución era firme y tenía sus planes para librarse de todo aquello. Tal vez un ascenso inesperado, podría intentar dar clases particulares aprovechando que todavía disponía de algún tiempo libre. También podría suceder que la idea de grabar un compacto con los profesores de la escuela pudiera ser realidad y que se vendieran bien en la próxima gira. Pero una y otra vez trataba de no hacerse ilusiones poco realistas. «Tania, tienes que dejar de soñar —se decía cada vez más deprimida—. ¡Eso ahora es imposible y tú lo sabes! ¿Cómo puede en este país una mujer sola con un sueldo de trescientos mil rublos ahorrar para comprarse una casa que ya no se sabe lo que cuestan y si habrá disponibles?»
Desvelada y angustiada, se sentía víctima de un chantaje del que le resultaría muy difícil escapar. Tal y como lo veía Masha, puede que aquel hombre pudiera ser su única solución, pero, en todo caso, temía que su decisión no era la que tomaría si no se viera presionada por aquellas circunstancias. Finalmente, el cansancio no sólo venció su resistencia física sino su firme voluntad de permanecer en la idea de que tendría que ser ella misma quien saliera adelante sin necesidad de recurrir a ideas descabelladas, y permitió que su voluntad fuera dejando paso progresivamente a la sugestión que aquella foto le había trasmitido: «No sería yo, después de todo, la primera mujer de este país que conoce un hombre en el extranjero se enamora, se casa y vive feliz —imaginó completamente vencida y entregada a esta posibilidad—, pero ¡por nada del mundo quisiera que pensara que soy una pobre mujer desamparada y me quisiera sólo por compasión!»
Aquella primera derrota de su firme voluntad dejó paso a pensamientos mucho más relajados y fantasiosos: «¿Qué vida es la de una mujer sin un hombre? —sus pensamientos empezaban a hacerse lentos e inconexos entre sí porque el sueño poco a poco la estaba venciendo. Se abrazó a la almohada, acomodó su mejilla como si la estuviera posando sobre el pecho imaginario de aquel hombre y dejó que su imaginación le llevara donde quisiera sin poner ya ningún reparo ni prevención—. Un hombre que me abrace fuerte... fuerte; que me ame igual que le amaría yo; hasta que me mime como le mimaría yo. Un hombre fuerte y cariñoso, atento y ¡que me trate como a una princesa!..». Con aquella fantástica imagen de sí misma en la mente, lo que le provocó una sonrisa en los labios casi angelical, se quedó dormida.
Confesiones entre dos buenas amigas
Tania tomó la decisión de contestar amablemente la carta del español, sólo por su sentido de la hospitalidad, y sugerirle que estaría encantada de conocerle personalmente y que haría cuanto fuera necesario para prepararle una carta de invitación y un visado. Qué debía confirmarlo lo antes posible porque en su país la burocracia es muy lenta y complicada y aquellos trámites siempre resultaban engorrosos. No quiso decirle que el visado le costaría cuarenta dólares porque le parecía una falta de cortesía ya que ella era quien le invitaba. La carta con la respuesta iba acompañada de una fotografía suya en bikini tomada durante una de sus giras por Italia, en una playa que no recordaba del mar Adriático. En ella aparecía en una pose que recordaba a la de las sirenas, con las piernas dobladas y apoyándose sobre un brazo, mientras con el otro saludaba a los que supuestamente le hicieron la fotografía. Tal y como estaba tomada, parecía que no llevara más que el sujetador del bikini, porque el resto quedaba oculto por las curiosa posición de los muslos. La foto le gustaba porque era original pero temía que resultara excesivamente provocativa para enviársela a alguien de quien ni siquiera conocía cuál era su verdadera intención. Pero su amiga Masha insistió tanto en que era la foto adecuada que terminó por ceder y permitió que se la enviara.
—¡Cuándo la vea va a enloquecer! —dijo Masha en tono burlón, más como una ingenua picardía entre mujeres—. A los hombres el amor les entra por las curvas y no por el corazón. ¡Ya verás como lo tienes aquí antes de un mes! ¡Ay, si yo no estuviera casada!, y desde luego eso no quiere decir que me queje, pero, ¿crees que dejaría escapar una oportunidad así? ¡Pero claro, la pobre Taniushka es todo corazón y bondad... y todavía cree en el amor!
—¡Masha, no seas cruel! ¿Cómo se podría vivir sin amor?
—¡Sí mujer, sí! Pero, ¿por qué será que las personas más románticas y defensores del amor viven, por lo general, sin nadie que les ame, y los seres más indignos, rudos y egoístas están siempre rodeados de gente que, a pesar de todo, les aman locamente?
—¡El mundo está al revés!
—No lo creas, el mundo está bien. El verdadero amor nunca es correspondido, como el de Dante por Beartriz o el de Don Quijote por Dulcinea. ¿Qué crees que hacen los escritores?: ¡se inventan los seres amados porque saben que nunca los encontrarían igual de carne y hueso! Los grandes amantes de la historia han sido también los más grandes farsantes; maravillosamente farsantes, claro está.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—¡Querida Taniushka, sólo quisiera que fueras un poco más realista para que no fueras tan desdichada! Ya sé que tú también eres una artista, pero también eres una mujer y toda mujer necesita un hombre, pero a los hombre no se los conquista con versos ni arrullos románticos a la luz de la luna sino con... bueno con fotografías como éstas... miradas tiernas y sensuales, dándoles a entender lo mucho que los necesitamos, dejando que se crean que no podríamos vivir sin ellos y sin su protección, cuando no son más que niños indefensos con una sola obsesión: ¡el sexo! Lo único que necesita una mujer es aprender a mantener el deseo siempre vivo y todo lo demás se resuelve por sí solo. Por lo menos hasta que el hombre madura, ¡lo que no suele ocurrir antes de los ochenta años!
Tania sonreía las reflexiones de su amiga, que, aunque no las compartía plenamente, tampoco tenía una idea precisa para poderlas rebatir. Era muy probable que, en efecto, ella fuera una completa ignorante sobre aquellas cosas, porque su matrimonio había fracasado casi antes de empezar y nunca tuvo oportunidad de conocer realmente a su compañero. Por esta razón le entregó la fotografía convencida de que su amiga no podía hacer por ella nada que la pudiera perjudicar. Tania leyó la carta destinada a acompañar la fotografía y, a medida que avanzaba la lectura, Masha hacía gestos de desacuerdo, pero creyó que no debía cambiar nada porque, después de todo, era un asunto demasiado personal. Era evidente que ella hubiera sido más directa y concreta para saber las verdaderas intenciones de aquel hombre.
Cuando se separaron, Tania tuvo la sensación de haber hecho algo trascendental que podía ser el principio de un cambio que poco a poco tendría que asimilar y aceptar: la posibilidad de casarse con un extranjero y abandonar para siempre su propio país.
Volvió a cruzar el parque, pero estaba tan inmersa en todos aquellos pensamientos que no deseaba volver a casa de su madre en tanto no se serenara. Por el momento no tenía intención de decir nada a su madre y mucho menos a su hija, y no quería que sus pensamientos la delataran. «Al menos no me desagrada la idea de que sea un español —pensaba mientras paseaba absorta en sus reflexiones alrededor de un gran estanque cubierto de musgo y florecillas azules que emergían del agua—. Es... es como una premonición o una jugada del destino. Tantos años tratando de ir a ese país y ahora resulta que... Bueno no te anticipes, Tania, sólo es un hombre que ha visto tu fotografía y quiere conocerte. ¡Eso no quiere decir que vaya a casarse contigo! Además, ¿cómo es posible que un hombre todavía joven y con buena posición siga soltero? ¿Es que sobran los hombres en ese país o es que es tímido y le resulta más fácil conocer a alguien por Internet? ¿No será que las mujeres españolas no le gustan? ¿No serán guapas y atractivas? ¿Habrá conocido a muchas y las cosas no le habrán salido bien, como me ha sucedido a mí? ¿Estará divorciado y no me lo habrá querido decir?»
Tania se dio cuenta de que por mucho que lo intentara sus ideas sobre cómo aceptar aquella situación no se aclararían y que no valía la pena darle más vueltas, por lo que lo más acertado era olvidarse momentáneamente de aquella increíble historia, centrarse en los problemas de su vida normal y esperar acontecimientos.
Unas relaciones nada placenteras
A la mañana siguiente Olga se despertó sobresaltada por el ruido de una podadora mecánica, que estaban podando los setos que había prácticamente debajo de su ventana.
Abrió los ojos, se llevó las manos a los oídos, trató de hacerse una idea de dónde estaba y por qué ni siquiera había desecho la cama, consultó el reloj que estaba sobre la mesilla y se levantó malhumorada para cerrar las ventanas, bajar las persianas y correr las cortinas. En un instante la habitación quedó prácticamente a oscuras, pero el ruido de la podadora seguía siendo molesto y le impediría volver a dormir. «¡Santo cielo! ¿A quién se le ocurrirá ponerse a podar los setos del jardín a las diez de la mañana de un sábado... y en Rodalquilar?». Se cubrió la cabeza con la almohada, pero el ruido persistía. Intentó no pensar y dejar la mente en blanco o esperar pacientemente a que terminaran de podar, pero finalmente perdió la paciencia y volvió a abrir todo otra vez para hacerse una idea del responsable de aquella herejía.
La joven adolescente estaba ya en el jardín, tendida sobre una tumbona y cubierta todavía con el mismo albornoz, y parecía divertirle ver como un joven de aspecto rudo, algo bajo y de pelo negro y rizado, probablemente de raza árabe, pasaba una y otra vez la podadora mecánica por el seto del jardín de la casa adyacente.
—Buenos días Olga, ¡vaya morro que tiene el tío!, ¿eh?
—Buenos días, Pili, ¿sabes si va a durar mucho esta tabarra? —preguntó Olga bostezando y tratando de hacerse una idea de lo que todavía le quedaba por podar.
—¡Ni idea!
—¿Has desayunado?
—No he visto nada que se coma en la casa.
—Iremos al bar, espero que ya esté abierto. ¡Me muero por un café con leche!
Se vistieron con rapidez y se encaminaron al restaurante con la sensación de que había valido la pena que les hubiera despertado aquella molesta podadora, porque de otro modo se hubieran perdido lo mejor de la mañana. A juzgar por el brillo de sol y sus implacables rayos aquel sería un día extraordinariamente caluroso, y lo mejor que podrían hacer era irse a la playa cuanto antes, meterse en el agua y no salir de ella en todo el día.
En la terraza del café ya estaban preparadas las mesas para el desayuno y las buganvillas floridas la cubrían con una generosa sombra. Olga y la joven se acomodaron con la misma satisfacción que si acabaran de descubrir un puesto de refrescos en el desierto. La discreta dueña del establecimiento, Margarita, les dio los buenos día y les preguntó si querían desayunar y si tomaría cruasanes porque los acababan de traer de una panadería de Nijar. Las dos estuvieron de acuerdo y en pocos instantes otro camarero, un joven que podría ser su hijo, apareció con dos grandes tazas de café con leche humeantes que a punto estuvo de derramar por culpa del mismo perro de la noche anterior, que volvía a tumbarse indolente a la entrada del local.
—¡Maldito chucho, casi lo piso! ¡Que manía tiene de tenderse justo ahí, en la puerta! ¿No querrán un perro, verdad?, ¡porque se lo daría con mucho gusto con tal de librarme de él!
Las dos mujeres le hicieron ver entre sonrisas que rechazaban su amable oferta pero que le agradecían haber salvado las tazas de café. Casi detrás del joven camarero apareció de nuevo Margarita con una pequeña cesta repleta de cruasanes.
—¡Comer los que os apetezcan!
Ensimismadas en la forma de introducir el cruasán en la taza del café sin derramarlo no se dieron cuenta de que se acercaba el mismo cliente de la noche anterior. Venía vestido tan solo con un pantalón bermudas de rayas azules y un amplio gorro de paja, dejando al descubierto un torso moreno pero no muy atlético, más bien el de un hombre algo encorvado, y poco dado a cualquier tipo de deporte. Colgado del hombro llevaba un gran bolso de paja con lo que parecía ser una toalla de baño, una revista y un grueso libro, sin duda en alemán.
Al acercarse a las mujeres dudó entre sentarse en la mesa contigua o más alejado, porque la impresión que tuvo la noche anterior no le hacía sentir que sería bien recibido.
—¡Mira, viene el alemán que estaba aquí anoche! —comentó la joven al verle llegar. Ésta le dirigió una amistosa sonrisa, tratando de compensarle por la frialdad del contacto de la noche anterior, lo que animó al hombre a instalarse en la mesa contigua de las dos mujeres.
—¡Hola, bueno día! —saludó el alemán, dejando su enorme bolso de paja sobre una de las sillas y sacando el libro y la revista.
—¡Hola, buenos días! —le contestó la joven, decidida a entablar conversación con el recién llegado aun cuando temía que no sabría mucho español—. Sí, un buen día. ¡Mucho sol! —Y señaló hacia un lugar impreciso al otro lado de las buganvillas, donde se suponía que estaba el sol.
—¡En España, siempre mucho sol! —contestó el alemán con un exagerado gesto.
Olga no estaba dispuesta a intervenir y trató de llamar la atención de la joven para ser ella quien monopolizara la conversación.
—¿Iremos a la playa, no?
A la joven aquella actitud le pareció impertinente y poco educada, así es que trató de mantener las dos conversaciones a la vez para que el alemán no se sintiera nuevamente rechazado.
—¡Sí claro, pero ya veo que tú también estás preparado! —dijo dirigiéndose a él.
—¡Claro, pero mucho distancia! La playa casi treinta minutos andar, ¿no auto?
—Sí, tenemos auto, pero lo hemos dejado en casa. ¿Tú vas andando?
—¡Sí, claro, yo siempre andar!
—¡Que español más cachondo habla este tío! —dijo divertida la joven dirigiéndose a Olga que trataba de mostrarse lo más cortes que su natural repulsa por los alemanes le permitiera ser, y porque no quería que la adolescente pensara que era una mujer de mal carácter.
—¡He visto alemanes que hablaban mejor! —dijo tratando de no ser demasiado sarcástica.
—Si, claro, pero yo sólo dos semanas aquí. ¡Poquito español!
—Sabes, Olga, no creo que sea una buena idea que vayamos andando a la playa con lo que está cayendo, ¿por qué no vas a buscar el coche?
Era evidente que de no estar ella misma interesada hubiera reaccionado con indignación, pero la joven llevaba razón, sería una locura caminar bajo aquel sol.
—Esta bien, voy a buscarlo, pero ¿por qué no se nos ocurrió antes de venir a desayunar?
Libre ya de la impredecible Olga, la joven se tomó algún tiempo para observar con más atención aquel alemán que parecía tener una especie de áurea de bondad e inteligencia. Su aspecto no podía ser más contrario a cualquier tópico sobre la complexión física de los alemanes, porque era anguloso y delgado, de manos largas y afiladas, con uñas perfectamente recortadas en las mismas yemas de los dedos. En cuanto a su rostro, a pesar de su buen color, sin duda por las horas que habría estado expuesto al sol, era delgado y las mejillas estaban algo descarnadas, como si padeciera una enfermedad o estuviera mal alimentado. En cuanto a sus finas pantorrillas, resultaban casi cómicas, pero en conjunto, todo resultaba acorde con la complexión general, frágil y delgada, por lo que no era en absoluto desagradable. Lo que más le llamaba la atención era lo opuestos que eran los dos, y le divertía pensar que hacían una pareja casi tan cómica como la de «Lauren y Hardy», es decir, «El gordo y el flaco». «Si el mundo estuviera bien repartido —pensó la joven—, yo debería pasarle algunas curvas y él podría cederme alguna de sus aristas, pero parece que en este mundo todo tiende hacia los extremos».
—¿Cómo te llamas? —le preguntó de pronto manteniendo todavía la sonrisa que le produjo la comparación con los cómicos americanos.
—Hans, o Juan, mejor para ti.
—¡No, prefiero Hans, es más auténtico!
No creía que fuera oportuno preguntar más detalles personales porque ella misma detestaba que le hicieran ese tipo de preguntas, pero se moría de curiosidad y no lo pudo evitar. Por otro lado el alemán había dejado el libro sobre la mesa y parecía interesado en su conversación y, como no hablaba muy bien español, lo normal era que fuera ella quien prosiguiera.
—Oye, ¿puedo preguntarte qué haces por aquí?
—¿Qué haces? ¡Ah, sí, vacaciones!
—¡Que suerte! —la joven sintió de pronto añoranza por sus días en San Pedro, a pesar de los inconvenientes del precario alojamiento, la falta de higiene y que su compañero la dejara sin un euro.
—¿Y tú? —preguntó a su vez el alemán.
—Ah, yo... Pues mira, la verdad es que no sé muy bien qué decirte... Yo estaba en Madrid y... —la joven pensó que el alemán no entendería todas aquellas inútiles explicaciones y mucho menos el resto de la historia, así es que simplificó—. Bueno, sólo estoy pasando el fin de semana...
—¿Tu madre? —preguntó el alemán señalando hacía el lugar por el que se había marchado Olga.
—¿Mi madre? ¡No, no, es... es una amiga! —no le gustó aquella idea de que alguien, sólo porque llevaba unos pantalones y una camiseta de marca, pudiera tomarla por la hija de una mujer rica y snob, sobre todo porque su madre era radicalmente diferente y, por su puesto, pobre. Además, no quería pensar en ella porque sabía que estaría sufriendo por su inesperada desaparición. La impresión que le produjo aquella pregunta fue tan desagradable que, a pesar de parecer también ella descortés, perdió el interés por el alemán e hizo ver que estaba súbitamente interesada por los gatos que merodeaban las mesas en busca de restos de comida, peleándose entre sí con amenazadores bufidos y amagos de zarpazos. Era evidente que se trataba de gatos callejeros, abandonados por los veraneantes, y que mostraban con heridas todavía abiertas su penosa situación.
Aquella contemplación, lejos de distraer su atención sobre sus dolorosos pensamientos, los acrecentaron de forma dramática y espantosamente real: allí estaba ella convertida en uno de aquellos aterrorizados gatitos, que a pesar de sentirse desfallecer de hambre permanecían alejados y temerosos, no sólo de los zarpazos de los gatos adultos sino de los propios humanos de quienes desconfiaban tanto o más que de sus propios congéneres. De nada servía que ella tratara de protegerlos echándoles trozos de cruasán donde se encontraban, porque los adultos saltaban sobre ellos entre bufidos y zarpazos y los más pequeños tenía que huir y volverse a sentar a una prudente distancia a la espera de que, cuando los gatos viejos y los humanos se marcharan, quedara algún resto de comida con la que poderse alimentar: «¡Demasiado esperar! —pensaba angustiada—. ¡No sobreviviréis el próximo invierno!»
Aquella dramática visión le recordó que al menos ella pertenecía a una especie donde existía la amistad y no simplemente la ley del más fuerte, y pensó que el alemán era también parte de esa especie y que por su aspecto bondadoso y casi paternal, podría merecer su amistad. Por otro lado, éste parecía dotado de una cualidad humana poco corriente: la paciencia, y permanecía impasible sin perder sus aires monacales y santones a la espera de que la adolescente decidiera retomar la conversación. La joven lo notó y volvió a la charla mucho más animada y decidida a saber mucho más sobre él. Presentía que si pudiera mantener una conversación normal era probable que se hicieran buenos amigos.
—¿Y cómo te ganas la vida? —preguntó de pronto como si estuviera esperando que le diera alguna lección útil para ella misma.
—¿Mi trabajo?
—¡Sí, eso, cuál es tu trabajo!
—¡Pintor, pintor mucho malo!
La joven rió la gracia porque estaba convencida de que hiciera lo que hiciera lo haría bien. Era una persona que irradiaba perfección y conocimientos. Si fuera religioso sería un obispo o un cardenal, si fuera escritor seguro que ya le habrían dado el premio Nobel. Así es que si era pintor, ¡sería sin duda un buen pintor!
—¡Tú no mucho malo! ¡Tú seguro que eres un buen pintor!
El alemán sonrió y trató de mostrar que su simpatía hacia la joven iba en aumento. A pesar de que apenas podían cambiar un escaso número de palabras, sabía que aquella joven se había hecho una idea bastante real de quién era él en realidad, o lo que era lo mismo, que no necesitaban hablar para entenderse, y esto, como no podía ser de otra forma para un artista, le produjo una profunda satisfacción. Su interés por la joven se hizo patente como el padre que acaba de descubrir a una hija que creía desaparecida.
—¡Tú tienes cara... inteligente!, ¿comprendes?
La joven se sonrojó. Le habían dicho de todo, especialmente piropos relacionados con su ingenua y sensual belleza, pero esa era la primera vez que alguien le hacia aquella observación y se sintió invadida por un inesperado y sano orgullo, recuperando su maltrecha autoestima.
—Eso me decía mi padre, pero... que va, ¡soy una tonta y por eso estoy aquí! Pero no hablemos de mí, háblame de ti: ¿tú qué pintas?
—¡La vida! —contestó escueto y en tono casi pontifical.
—¡Eso es muy profundo!... pero, ¿paisajes, retratos, figurativo, abstracto?, ¿qué?
—¡La vida es figurativa, también abstracta, está en paisaje y retrato... está en tú..., en ti, en gatos con hambre, en sol, en todo!...
La joven no pudo concentrarse en todas aquellas definiciones tan amplias del arte porque el sonido del claxon del coche de Olga llamaban su atención desde el otro lado de la plaza. Olga agitaba el brazo por la ventanilla invitando a la joven a que se reuniera con ella para ir juntas a la playa. Era evidente que no sentía ningún deseo de volver a encontrarse con el alemán.
—¿Vienes a la playa? —le pidió ella aun que ya era evidente la aversión de Olga hacia él.
—¡Si, yo voy, pero no ahora; ahora comer un poco y leo. Después, adiós, adiós. ¡Tu amiga te llama!...
La joven se alegró ante la posibilidad de volverle a ver porque estaba interesada en sus amplios puntos de vista sobre el arte y durante aquel tiempo pensaría la manera de replicarle y continuar aquella interesante conversación.
Los celos de Olga
Durante el corto trayecto hasta la playa la joven no tenía ninguna gana de charlar con Olga, ni siquiera acerca de tópicos como el tiempo, lo hermoso de aquel paisaje o si sabía nadar. Olga se dio cuenta de que la joven estaba pensando en otras cosas y sospechó que el alemán tendría algo que ver con aquella tensa actitud.
—¿En qué piensas? ¡No pones atención a lo que te digo!
—¡No, no pienso en nada! Me encuentro bien y cuando me encuentro bien no pienso en nada.
—¿De qué hablabas con el alemán? —le preguntó dando lo primeros síntomas de unos inesperados celos.
—¡De arte, es pintor!
A Olga no le interesaba aquel tema de conversación, así es que intentó aprovechar que había vuelto a ganar su atención para no sentirse desplazada.
—¡Vamos a tener un día precioso para la playa! ¿Te alegras de haber venido?
—¡Claro! —tampoco la joven estaba dispuesta a hablar de sí misma, así es que aprovecho el tema del tiempo para desviar la conversación—. Pero hace un poco de viento... y yo soy muy friolera...
La playa estaba prácticamente desierta. Sólo había dos parejas situadas a una prudente distancia entre sí y algún bañista solitario que caminaba por las rocas gastadas de ambos lados de la playa, y que servían de barrera natural a caprichosos acantilados de piedra caliza ingeniosamente erosionada, formando cavidades surrealistas y espacios que sólo la naturaleza era capaz de realizar.
Aparcaron el coche en la zona autorizada y caminaron torpemente sobre la arena blanda y recalentada por los primeros rayos del sol en busca de un lugar junto a la orilla equidistante de las dos solitarias parejas. Cuando alcanzaron la orilla, la joven hizo una observación que Olga recibió con cierto sobresalto:
—¡Oye, tía!, ¿sabías tú que estamos en una playa nudista? Aquella pareja de allí están en cueros, ¿no?, ¡o es que yo veo visiones!
En efecto, no sólo la pareja que indicaba la joven estaban tendidos sobre la arena completamente desnudos sino que tanto la otra pareja, como los solitarios bañistas que recorrían las orillas rocosas, también lo estaban.
Olga se sintió algo molesta por aquella inesperada circunstancia, era la primera vez que se encontraba con una situación semejante y no sabía cómo reaccionar. Si permanecía vestida tal vez haría el ridículo, pero desnudarse le producía la misma sensación de vergüenza que la noche anterior.
—¡Vaya, si lo hubiera sabido no te hubiera comprado el bikini!
—¡Qué divertido! ¡Pues desde luego yo también me baño desnuda, como en la playa de San Pedro!
La joven se desnudó y otra vez tenía delante de ella aquel cuerpo adolescente, pero ahora, transfigurado por el sol, era todavía mucho más infantil, incluso resultaba cómico el ligero cambio de tonalidad de la zona del pubis, porque los pechos demostraban que nunca había utilizado sujetador.
Olga parecía estar considerando su situación. Se aseguró de que las otras dos parejas estaban realmente desnudas y se animó al ver que una de las mujeres parecía ya de cierta edad, a juzgar por los pechos caídos y la espalda algo encorvada. Comparada con aquella mujer ella todavía se podía exhibirse sin vergüenza, así es que casi a regañadientes y como tratando de ocultar con las piernas la zona del pubis, se quitó también ella la ropa, y se tumbó para tomar el sol sobre la toalla con la intención de no moverse de allí.
—¿No vas a bañarte?
—Tal vez más tarde, ahora quiero tomar el sol.
La joven no dudó un instante, y se lanzo en una especie de carrera atolondrada que terminó de bruces en el agua con un gesto torpe y moviendo los brazos con actitud cómica como si no supiera nadar. Finalmente terminó sumergida en el agua, trató de equilibrarse y comenzó a nadar con ritmo pausado hacia el interior sin que tuviera intención de detenerse. Olga la vio alejarse y empezó a inquietarse porque temía que cometiera alguna imprudencia, tuviera un fatal accidente y la culparan a ella. Se levantó olvidándose por completo de que estaba desnuda y le gritó que volviera a la orilla. La joven pareció haberla escuchado y se detuvo, se dejó flotar y dando un nuevo impulso, volvió hacia la orilla con el mismo ritmo pausado y armonioso. Cuando se encontró en un lugar donde podía hacer pie, se incorporó y el agua le llevaba a la altura de la cintura.
—¡Vamos, Olga, anímate que el agua está muy buena!
Olga fue consciente de su desnudez y de que las otras personas se estaban fijando en ella como esperando a ver si por fin se animaría o no a meterse en el agua. Avergonzada, comprendió que la única solución era entrar en el agua cuanto antes y sumergirse en ella evitando así, al menos de momento, aquella desagradable sensación de indefensión y vergüenza.
Braceando con desgana se reunió con la joven, que excitada por el frescor del agua tenía necesidad de moverse constantemente de un lado para otro, sumergiéndose o volviendo a emerger, salpicando agua por todas parte. Olga intentó calmarla sujetándola por los hombros en un abrazo torpe pero efectivo y la joven trató de librase como parte de lo que parecía ser un juego improvisado.
—¡Estate quieta de una vez! ¡Me está entrando agua por los oídos y no tengo tapones!
—¡Perdona Olga, creía que te gustaba!
—¡Bueno está bien, pero no me salpiques!, ¿vale?
La joven se sintió algo confusa por la acritud con que la había reprochado, pero volvió a su diversión algo más calmada nadando de un lado para otro sin alejarse demasiado de Olga. Ésta permanecía sumergida contemplando la joven sin saber qué hacer para unirse a sus juegos porque no se sentía bien dentro del agua. Cuando empezó a sentir frío decidió volver a la orilla, pero se sobresaltó al ver de nuevo al alemán sentado junto a donde ellas tenían sus toallas.
—¡Vaya, ya está aquí otra vez ese alemán! —murmuró sin tratar de disimular su enfado—. ¡Y además estará desnudo!
La joven no la había escuchado pero si se había dado cuenta de la llegada del pintor y le saludo con el brazo invitándole a entrar en el agua. El pintor le devolvió el saludo, pero no se movió. Olga estaba tensa y desconcertada. Si había accedido a desnudarse no era para lucirse delante de un desconocido a quien, además, empezaba a detestar por sus constantes intromisiones no deseadas. La culpa era sin duda de la joven que le había invitado en el bar y ahora se sentiría con derecho a compartir su intimidad. Era evidente que la joven no tenía ningún pudor y se sentía tan cómoda como si estuviera vestida. Salió del agua, se escurrió el cabello lanzándolo sobre los hombros y se sentó al lado del pintor, sobre la arena, sin utilizar su toalla.
—He pesando en lo que me dijiste sobre tu pintura y ahora lo comprendo —le dijo sin perder tiempo en nuevas presentaciones—. ¡Toda esta belleza se puede expresar de mil formas!
No estaba seguro de que le hubiera entendido, pero el pintor hizo un gesto de complacencia como si aprobara su observación.
—¡Tú también eres belleza! —dijo tras una breve reflexión.
La joven se ruborizó porque no estaba segura si se refería a todo su cuerpo, que tenía oportunidad de contemplarlo a sus anchas, o tan sólo a su rostro.
—Tú igual que pintura de niños desnudos en playa de pintor español Sorolla.
Conocía ese cuadro y en cierta manera estaba de acuerdo, sobre todo por la luz, la espuma blanca y la trasparencia del agua del mar. Para tratar de escenificarlo todavía con más realismo, se tendió ella misma sobre la espuma en una cómica pose que intentaba ser similar a la de los niños del cuadro.
—¿Así? —le dijo manteniendo aquella pose.
El pintor sonrió y asentó con la cabeza al tiempo que le dedicaba un tímido aplauso.
—¡Tú eres inteligente, muy inteligente!
En ese momento Olga se había acercado a la orilla, había cogido la toalla con un gesto que no disimulaba su creciente enfado, se envolvió con ella y se sentó en la playa esperando que terminara el juego de la joven y el alemán para intervenir de alguna forma que llamara su atención, pero no encontró argumentos ni tema de conversación, por lo que permaneció callada sin disimular su contrariedad por aquella tensa situación.
—Olga, ¿a que no sabes a qué cuadro recuerda esta pose? —le pregunto de improviso.
—¡No lo sé, yo no entiendo mucho de pintura, estudié económicas!
La joven dejó de posar, se levantó comprendiendo que algo no iba bien, y se tumbó en su propia toalla, entre Olga y el pintor, que también empezaba a darse cuenta de la tensa situación que él mismo estaba creando. De pronto se levantó, hizo un respetuoso ademán de saludo con la cabeza, cargó con su gran bolso de paja y se alejó de las dos mujeres dispuesto a dar un largo paseo por la playa.
La joven vio como se alejaba y le parecía cómica su figura angulosa y de andares desequilibrados, con unos enjutos glúteos enrojecidos por la arena de la playa, tocado con un gran sombrero de paja como única vestimenta y aquel enorme bolso colgado del hombro, lo que le hacía todavía más cómico, y sintió deseos de reír, pero al ver el gesto severo de Olga se reprimió.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó sin demasiada convicción porque no había sucedido nada que la hubiera podido enfadar.
—No, nada, pero ¡coño, ese tío está por todas partes! Me apetecía estar sola... pero sola contigo, claro.
La adolescente no contestó, pero ella también empezaba a sentirse molesta con la actitud crispada de Olga. Se dejó caer sobre la toalla, cruzó los brazos detrás de la nuca y se concentró en recorrer la inmensidad de aquel cielo azul diáfano y sublime, sin que estuviera manchado por una sola nube, tan sólo alguna gaviota lejana, próxima a los acantilados, que evolucionaba pausadamente aprovechando las corrientes de aire cálido.
—¡Me gustaría ser un pájaro para poder volar y marcharme de la tierra y no volver a poner los pies en ella nunca jamás! ¿Sabías que hay pájaros que viven en el aire, comen el aire, copulan en el aire, e incluso se mueren en el aire? Y fíjate si les gustará vivir en el aire que si se posan en la tierra ya no pueden levantar el vuelo y mueren ¡No, tú no lo sabes porque has estudiado económicas!
Olga no prestaba atención porque nuevos bañistas empezaban a llegar a la playa, incluso familias enteras con escandalosos niños que, completamente desnudos, corrían frenéticos hacia el agua protegidos por salvavidas de vivos colores sujetos a los brazos.
Los recién llegados se disponían, con la destreza de quien ya tiene experiencia, a montar improvisados artilugios con toldos para protegerse de aquel sol que ya abrasa la arena. Las mujeres, de generosas caderas, transportaban grandes neveras portátiles que situaban estratégicamente en las zonas ya sombreadas. Después desplegaban una gran mesa y varias sillas plegables que inmediatamente eran ocupadas por los niños que, casi a gritos, pedían algo de beber.
—¡Dios mío, esto se va a parecer a la playa de Torremolinos!
Olga se sintió incómoda porque, además, aquellos recién llegados vestían discretos trajes de baño y ni siquiera las mujeres prescindían del sujetador. Sintió una súbita vergüenza como si creyera que todos los hombres de la comitiva clavaran sus lascivos ojos en ella.
—¿No decías que ésta era una playa nudista? ¡Pues hija, no lo parece! ¡Mira, yo me visto porque estamos haciendo el ridículo!
La joven no contestó pero prestó atención al grupo familiar y no creyó que aquellos hombres, entregados a asegurar del viento la improvisada carpa, acomodar a las personas más mayores dentro de ella y controlar a los niños que ya chapoteaban felices en el agua, no les preocupara demasiado que ellas estuvieran desnudas. Era cierto que de vez en cuando les dirigían fugaces miradas llenas de curiosidad, pero le parecía que eran ellos lo que se avergonzaban de hacerlo, como si aquellas furtivas miradas no fueran más que un proceso de adaptación a la sorpresa inicial. Pero Olga ya se había puesto el bikini e incluso empezó a sentirse invadida y molesta.
—¡Y ni siquiera hay un bar en toda la playa o algún sitio a la sombra donde poder tomar un refresco! ¿Por qué no nos vamos a otro sitio más... civilizado? —protestó Olga dando a entender que no permanecería ni un minuto más en aquel lugar.
—Podemos ir a Las Negras. Allí sí hay bares y terrazas en la playa.
—¡Sí, es una buena idea, vámonos!
Sin dar tiempo a que la joven se vistiese, se incorporó recogió la toalla y se encaminó malhumorada hacía el lugar donde habían aparcado el coche, haciendo gestos de dolor porque la arena le abrasaba los pies.
—¡Espérame en el coche que vengo en un momento!
Todavía desnuda, la joven corrió por la orilla hacia uno de los extremos de la playa donde estaba el pintor, que se había tendido apoyando su angulosa espalda en una roca alisada por la erosión y leía su enorme libro sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor.
—¡Hans, Hans! —le llamó agitando el brazo, y cuando estuvo suficientemente cerca para que le pudiera oir, le preguntó—: ¿No te marcharás hoy, verdad?
—¿Marchar, marchar Alemania? ¡No, no, vacaciones todo verano aquí; trabajar hasta fin agosto, aquí!
—¡Me alegro! Bueno, sólo quería saberlo porque a mi amiga no le gusta esta playa y nos vamos a Las Negras. ¿Nos veremos esta tarde en el restaurante?
—¡Si claro, claro, pero después de siesta!, ¿sí?
La joven hizo un gesto que confirmaba su encuentro en el bar y no pudo evitar una burlona sonrisa por la forma en que se expresaba el alemán. Aprovechó para ponerse el bikini y volvió a correr por la orilla en dirección al aparcamiento donde Olga esperaba ya sin poder evitar su creciente mal humor. Empezaba a darse cuenta de que la joven sentía demasiado interés por aquel alemán y aun cuando no quería reconocerlo sentía celos de él, pero no por una posible competencia sexual sino porque creía que en cierta manera aquella joven era de su propiedad y tendría que prestarle a ella toda su atención, al menos mientras estuvieran allí.
En la pequeña población pesquera de Las Negras, Olga decidió que por aquel día ya tenía bastante de playa. Se acomodó bajo una amplia y ventilada sombrilla, en una de las terrazas del restaurante situado al final de la calle que moría en el mar. Buscó un cigarrillo, se arregló el cabello sujetándolo por detrás de la nuca en una apretada cola de caballo, se colocó las gafas de sol como si tratara de protegerse de las miradas de los otros clientes, y aconsejó a la joven que hiciera lo mismo que ella y se protegiera del sol.
—¿No sería mejor que nos quedásemos aquí a la sombra? ¡Para ser el primer día con una hora al sol ya hay más que suficiente! Mañana podemos estar otra hora, o hasta un poco más. Además, aquí se está muy bien, y hay unas vistas preciosas, ¿no te parece?
La joven estaba tratando de ubicar la situación de la playa de San Pedro, al otro lado del acantilado que bordeaba la orilla izquierda, erosionado con caprichosas formas que, al caer la tarde y cuando las sombras se incrustaban todavía más en aquellas profundas cavidades, le daban el aspecto de una gran cabeza humana de rasgos inquietantes y espectrales.
—¡Parece un gigante que hubiera emergido del mar! ¿Tú crees en la existencia de los gigantes?
—¿Yo? —Olga empezó a sentirse incómoda con una joven tan poco realista con la que resultaba casi imposible tener una conversación normal.
—¡Gigantes, pájaros, cuadros!... ¿Es que no sabes hablar de cosas normales como todo el mundo?
—¿Y de qué habla todo el mundo? —preguntó la joven, que seguía prestando atención al acantilado inclinando la cabeza de un lado a otro para tratar de verlo desde otra perspectiva y confirmar el parecido con la enorme cabeza de un imaginario monstruo marino.
—Pues, hija, ¿de qué va a ser?, ¡de cosas normales!
Olga se dio cuenta de que lo que para ella resultaría normal, como hablar de la carta del restaurante, el aspecto estrafalario de algunos clientes, lo pintoresco de las barcas de pesca varadas en la playa o la decoración de aquel coqueto restaurante no serían cosas normales para aquella joven rebelde, y que las cosas que para ella podrían ser normales escapaban a su comprensión o, desde luego, no serían de su interés. Tal vez, pensó, después de todo no había sido una buena idea hacer aquel absurdo viaje. Empezaba a aburrirse y ni siquiera la perspectiva de algún momento de intimidad con la joven le compensaba el esfuerzo de soportar sus excentricidades.
Un camarero les sirvió las bebidas que habían pedido, lo que fue una buena excusa para que Olga encontrara un tema de conversación simple pero en común:
—¡Espero que te gusten los San Franciscos?
—¿Los qué?
—¡Bebe y ya me dirás si te gusta o no!
La adolescente bebió la pintoresca bebida después de dudar si debía sacar la decoración o dejarla en el vaso.
—¡Sí, es muy suave! ¡Muy bueno, sí!... ¿Cómo dices que se llama esto?
—¡San Francisco, mujer!
Aquella conversación sobre bebidas exóticas dio paso a otros temas igualmente comunes y simples, como el tono de su piel, lo que se resecan los cabellos con el sol y el agua de mar, lo desierta que estaba la playa a pesar de estar ya a finales de la primavera y hacer un tiempo ideal, lo bronceadas que estaban las gentes del lugar, etc., etc., con lo que consiguió atraer a duras penas la atención de la joven hasta que ambas sintieron que sería una buena hora para almorzar.
Pidieron pescado fresco del lugar, ensalada y una botella de buen cava espumoso que iría bien con el pescado y, al mismo tiempo, serviría para celebrar aquella amistad.
La joven estuvo de acuerdo con la elección de la comida pero no veía ninguna razón para el cava porque al menos ella ya no estaba segura de que aquella experiencia terminase realmente en amistad. La primera noche le había parecido una mujer algo histérica pero aceptable y hasta divertida, pero aquel día, tal vez por culpa del alemán, su carácter se había vuelto irascible y hasta grosero en alguna ocasión. Tal vez, pensó, con aquel cava trataba de disculparse y de ser más afectuosa con ella para ganar su amistad.
—¡Por nuestra amistad! —brindó Olga levantando su copa de cava. La joven levantó la suya y comprendió que tendría que brindar por el mismo buen deseo, aunque siguiera dudando que pudiera suceder.
—¡Vale, por nuestra amistad!
El efecto del cava, de sabor alegre y vigoroso, pronto hizo efecto en la adolescente, cuya expresión vivaz y despierta fue transfigurándose lentamente, a cada nueva copa, en otra imprecisa, con una media sonrisa, ojos chispeantes y ademanes lentos para trinchar y llevarse el pescado a la boca. Olga no sabía si aceptar que su idea del cava no había sido perversa, porque podía suponer el efecto inmediato sobre aquella joven probablemente alcoholizada o en proceso de serlo, pero encontraba divertida aquella expresión, sobre todo porque ahora sí que la tendría bajo su completo dominio y le prestaría a ella toda su atención.
—¡Joder, cómo se sube este cava a la cabeza! ¡Ya no veo ni la ensalada!
Olga le acercó el plato de la ensalada y la joven intentó inútilmente trinchar un trozo de tomate, lo que le pareció divertido.
—¡Este tomate si que está fresco, tía, no hay quien lo pille!
—¡No te preocupes, se te pasará con una buena siesta!
Por fin Olga se dio cuenta de que aquella ligera embriaguez de la joven podría ser la oportunidad que había estado planeando tal vez inconscientemente, porque ella también empezaba a ver las cosas con mayor naturalidad y se sentía mucho más liberada. Por primera vez se preguntó si le gustaba aquella joven como podría gustarle un hombre y si estaba pensando en mantener algún tipo de relación sexual cuanto antes.
«¡Me gusta, que coño, me gusta! Sí, a lo mejor soy lesbiana, ¿y qué? ¿Qué hay de malo en ser lesbiana? ¡Nada, cada cual puede ser lo que quiera y hacer lo que le apetezca» —pensaba en un tropel de razonamientos imprevistos que hacía crecer su deseo por la joven, mucho más en cuanto la veía ya casi indefensa y desconcertada por el efecto del alcohol. No pudo evitar llegar al fondo de la cuestión y reconocer que estaba deseando volver al apartamento para intentar acostarse con ella y que pasara lo que tuviera que pasar.
—Ya no la hemos acabado, ¿pedimos otra botella? ¡Venga, un día es un día y, total, de aquí a casa no hay mucha distancia, llegaremos sanas y salvas!
La joven parecía no haber escuchado y seguía preocupada por trinchar el pescado que, dado su estilo de vida habitual, le parecía un auténtico majar.
Olga se dio cuenta de que la joven ya había perdido completamente su rebeldía natural y estaría a su entera disposición, por lo que pidió otra botella dispuesta a llegar hasta el final.
Terminaron la segunda botella y la joven, después de apurar la última copa, se dejó caer sobre la silla en una pose extravagante, abriendo las piernas como intentando hacer sitio a su dilatado estómago para que pudiera hacer una buena digestión.
—¡Vale tía, que atracón a comer y beber! ¡No me movería de aquí en todo el día!
—¿Quieres café?
—¿Café? No, no; sólo quiero una cama... ¡una cama por favor!
Olga tomó café porque no deseaba estar tan mareada como para perder la conciencia de la situación. Cuando terminó pidió la cuenta y se levantó con asombrosa agilidad, impaciente por llegar cuanto antes al apartamento. Pero la joven apenas podía coordinar sus movimientos y se vio en la necesidad de apoyarse en ella para llegar hasta el coche.
—¡Creo que he bebido demasiado! ¡Espero que no te importe! ¡Siempre... me paso un poco cuando me coloco! Porque, ¿tú no tendrás algo de hierba? ¡Perdona, tú tener hierba, que mal estoy!... Perdona... pero no vayas a creer que soy una drogata, je, je, je, pero un canuto no hace daño a nadie... ¿Te dije que me chuleaba aquel tío en San Pedro? ¡Nos gastamos toda la pasta en hierba! ¡Te tronchas a reír y ves las cosas de otra forma! Te... te colocas igual que con vino, pero menos... agresivo... ¡Oye, que algunos tíos se ponen muy violentos con el vino y con el canuto parecen ángeles! ¡A lo mejor por eso es más caro!, ¿no crees?
Olga disimulaba la repugnancia que le producía aquella conversación, y trataba de controlarse asintiendo con la cabeza con desgana procurando que la joven no se entretuviera para darle unas explicaciones que ella ni entendía ni aceptaba.
Consiguió que entrara en el coche tras varios intentos de acomodar el cuerpo al reducido espacio de la puerta, y arrancó haciendo que los neumáticos patinaran levantando una gran polvareda y lanzando pequeños guijarros con gran violencia.
—¿Pero qué prisa tenemos tía? —consiguió decir la joven
Olga le inquietó que hubiera recuperado plenamente la conciencia de la situación y trató de controlarse moderando la velocidad, incluso circulando con cierta parsimonia por los lugares donde el paisaje resultara más espectacular.
Pero la joven no tardó en quedarse adormilada reclinando su cabeza contra la ventanilla, que era golpeada a cada bache de la carretera. Olga no pudo evitar que se durmiera y temía que al despertar recobrase su estado normal. Cuando llegaron al apartamento la joven apenas pasó de un estado de soñolencia, y fue capaz de salvar todos los obstáculos hasta la cama. Olga decidió que se acostara en la suya, porque en la otra habitación daba de pleno el sol de la tarde y haría mucho calor.
Como si la joven no se hubiera dado cuenta de la diferencia, se desnudó torpemente, ayudada por la propia Olga, y se arrojó de espaldas sobre la cama pasando de la soñolencia al primer sueño entre incomprensibles murmuraciones.
Olga cerró las persianas y las cortinas hasta dejar la habitación en la penumbra, se desnudó y con sumo cuidado se acostó al lado de la joven, pero sin atreverse a tocarla. Poco a poco sus ojos fueron acostumbrándose a la penumbra y empezó a distinguir claramente el cuerpo de la joven: la nuca redonda y blanca, la espalda regordeta y que se deslizaba hacia la cintura para volver a surgir con unas nalgas generosas y bien formadas, y tras los pliegues, las piernas bien contorneadas hasta terminar en dos piececillos asombrosamente pequeños para las proporciones del cuerpo. Ella también se sentía algo mareada, y tal vez por la inhibición que le producía el cava, por el calor que irradiaba aquel cuerpo juvenil o la complicidad de aquella estudiada penumbra, era evidente que deseaba ardientemente poderlo acariciar.
La ira de la adolescente
La respiración de la joven era armoniosa y rítmica. Tenía la cabeza ligeramente ladeada y, a pesar de la penumbra, Olga podía ver su hermoso rostro aniñado, relajado, con las mejillas sonrojadas y los labios carnosos y pequeños, entreabiertos para facilitar la respiración.
Le llegaba el suave aliento, no exento de cierto olor a cava, pero fresco y juvenil y era como presenciar un animalito rebosante de vida, totalmente relajado y en la misma posición en que había caído rendido por el sueño. Le apartó con sumo cuidado algunos mechones de cabello que cubrían su frente redonda y carnosa, y se quedó contemplándola segura ya de que deseaba besar sus labios, pero sentía terror de que la joven pudiera despertar y se sintiera violenta ante su atrevimiento. ¿No hubiera sido mejor haberse insinuado en algún momento para conocer la reacción de la joven? ¿No sería mejor esperar a que despertara para confesarle que la deseaba y evitar así aquella sensación de furtiva que le angustiaba porque estaba segura de que no podría resistir aquella tentación mucho tiempo más? Pero ¿y si la despertaba y la joven la rechazaba, lo que inconscientemente sabía que podría pasar?
Sin saber que hacer para satisfacer sus ardientes deseos, casi instintivamente empezó a masturbarse con movimientos lentos y disimulados, pero la excitación fue creciendo y no pudo evitar pasar su mano por la espalda de la joven y lentamente bajarla hacia los glúteos, al tiempo que intensificaba los movimientos y crecía el placer hasta obligarla a agitarse sobre la cama y acariciar con más fuerza el cuerpo de la joven. De pronto ésta abrió los ojos, sintió la mano de Olga que le apretaba los glúteos, se incorporó bruscamente y le preguntó indignada:
—¡¿Qué coño estás haciendo?!
Olga se sobresaltó aterrorizada, pero dado su estado de excitación no tenía fuerzas para reaccionar. Retiró su mano del cuerpo de la joven como si le quemara. La miró fijamente temiendo que pudiera lanzarse contra ella y abofetearla, y con voz entre cortada y apenas sin aliento intentó decir algo que no fue más que una murmuración sin sentido:
—¡Yo... es que... yo estaba... el calor!...
La joven se había incorporado sobre la cama, como si la impresión la hubiera despejado totalmente.
—¡Joder, tía!, ¿te estás masturbando conmigo o qué? ¡Entonces, eres lesbiana y por eso... claro!... ¿Es que soy gilipollas o qué?
Olga se encontraba a punto del colapso. Su rostro estaba enrojecido y su expresión aterrorizada, permanecía inmóvil aun cuando deseaba vestirse cuanto antes, pero la mirada inquisitiva de la joven la había paralizado y temía que en cualquier momento la emprendiera a golpes contra ella.
—¡Bueno, tía, di algo, no te quedes como alelada! ¿Eres lesbiana, no?
Olga se atrevió a mover la cabeza negándolo.
—Entonces, ¿no me dirás que me estabas tocando el culo mientras te masturbabas por amistad?
Olga volvió a repetir el mismo gesto, pero al fin se atrevió a disculparse.
—¡No, de verdad, no soy lesbiana! ¡No sé que me ha pasado!, ¡a lo mejor por el calor... pero no te enfades... no te enfades!
—¡Oye tía, no me enfado porque seas lesbiana, a mí como si quieres ser la reina de las lesbianas, lo que me jode es que me engañen! ¿Crees que es la primera lesbiana que he conocido? ¡He conocido muchas tías lesbianas muy cojonudas, pero no se avergonzaban de nada! ¡Pero, coño, que te hayas montado todo este rollo del fin de semana, pretendiendo que querías que fuéramos amigas, para meterme mano, me revienta! ¿Vale, tía? ¡Me revienta y me da asco! —la joven se levantó airada, corrió bruscamente las cortinas para que entrara luz en la habitación, volvió a sentarse sobre la cama, y prosiguió sus recriminaciones sin que Olga se atreviera a replicar—. Porque eso es lo malo de la gente como tú, que os creéis que con pasta se puede comprar todo, y lo único que hacéis es llenar de mierda todo lo que tocáis. ¡Que idiota soy, pensar que una tía ociosa, egoísta, histérica y cargada de pasta como tú podría sentir algo noble y bonito por mí! ¡Algo como amistad, solidaridad, compañerismo y todo eso!
La joven quedó súbitamente en silencio y parecía meditar qué hacer en aquella situación. No deseaba discutir, tenía la cabeza espesa y estaba airada, pero no le parecía correcto permanecer en la misma casa con aquella mujer. Recordó la cita con el pintor en el restaurante y pensó que tal vez la podría ayudar. Se volvió más serena hacia Olga y trató de encontrar cuanto antes una solución.
—Oye tía, comprendo cómo te sientes, pero es una pena que te hayas encaprichado de mí, porque no me va el rollo entre mujeres; en realidad no estoy para ninguna clase de rollos, tengo un montón de problemas personales que estoy tratando de solucionar, así es que lo mejor es que terminemos cuanto antes con esta situación. Dame algo de pasta que me largo de aquí y tú te vuelves sola a Madrid, ¿vale?
Olga se estaba recuperando de la primera angustia al verse sorprendida y sintió que la joven tampoco estaba tan indignada como para que pudiera sentir miedo de ella. Parecía dispuesta a aceptar la situación con más normalidad de la que ella esperaba, eso le dio fuerzas y pensó que podría dar la vuelta a la situación y librarse de la joven sin demasiados problemas. Por primera vez estaba dispuesta a aceptar que sus intenciones eran las que la joven insinuaba, pero que no debía de extrañarse porque seguramente ya estaba acostumbrada. Sintió deseos de hacerle pagar su primera humillación y ahora era ella la que estaba dispuesta a humillarla.
—¡Bueno, vale, supongamos que soy lesbiana!, ¿y qué? ¿No dices que te da igual? Entonces, ¿por qué te has puesto hecha una fiera? ¿Y qué te hecho?: te he tocado un poco, ¡pues vaya cosa, como si no estuvieras acostumbrada! Ayer no dijiste nada cuando nos bañamos juntas, hasta me lo pediste tú. ¿Qué quieres que pensara? ¡Si no fueras por la vida por ahí pidiendo dinero a la gente y confundiéndolas no te pasarían estas cosas, así es que no te quejes ahora!...
—¡Mira tía, vale ya de discusiones inútiles, dame algo de pasta para que pueda volver por mi cuenta a Madrid y se acabó!
Olga creía tener controlada la situación y se sentía lo suficientemente fuerte como para hacer frente a la joven, echarla de casa y que la dejara en paz. Pensó que dada la hora podría estar esa misma noche de vuelta en Madrid y olvidar aquel desagradable suceso, fruto sin duda de su propia falta de experiencia y de su ingenuidad. Lo que más la indignaba era que aquella frustrada experiencia ya le había resultado demasiado cara.
—¡Ni lo sueñes mona! ¡No voy a darte ni un euro más, ya me has costado bastante, que por tocarte un poco el culo, como tú dices, no puedes pretender vivir a mi costa!
La joven sintió que una oleada de sangre le subía al cerebro, se abalanzó contra Olga la derribó sobre la cama, la sujetó por los cabellos y estaba a punto de abofetearla cuando Olga aterrorizaba se cubrió la cara lanzando un grito de terror.
—¡No en la cara no, por favor!, ¡no me pegues en la cara! —gritaba presa de un ataque de pánico.
—¿Por favor?, ¿por favor? ¡Zorra! ¿Cuándo ha sido la última vez que habías pedido algo por favor, eh, cuándo? ¡Deja de gritar y contesta!, ¿cuándo? ¡Tú nunca pides nada por favor, sólo enseñas la tarjeta de crédito y todos pierden el culo por ti. ¡Vaya, por fin pides las cosas por favor!
—¡Por favor, déjame, por favor! ¡Te daré lo que quieras, pero no me pegues en la cara!
La joven se dio cuenta de que había perdido el control y también sintió miedo de su propia ira, pero Olga la había herido profundamente y la hubiera abofeteado hasta desahogarse.
—¿Sabes una cosa, zorra?, merecerías que alguien te marcara esa cara de mamona que tienes, pero no voy a ser yo, aunque de verdad que me he quedado con ganas y no soy nada violenta, pero la gente como tú lleváis la violencia en vuestras sucias ideas y convertís a gente normal y pacífica en fieras. Mira, esta vez te has librado, ¡pero algún día lo pagarás!
La joven soltó los cabellos de Olga, intentó relajarse, se levantó y empezó a buscar por los cajones de una gran cómoda.
—¿Dónde tienes el bolso? ¡No quiero que me des nada, yo lo cogeré!
Olga, todavía temblorosa y aterrorizada, le indicó un cajón. La joven abrió la cartera, cogió cincuenta euros y desplegó una interminable ristra de tarjetas de crédito.
—¡Vaya con la pobre mujer! ¿Pero cómo coño te llamas en realidad?
Olga sintió otra vez un nuevo escalofrío de terror ante la posibilidad de que la joven averiguase su nombre verdadero y su domicilio porque la podría llegar a chantajear. Intentó quitarle la cartera pero la joven hizo un ágil gesto y lo evitó
—«Olga Serrano Bernal» —leyó la joven con un gesto de exagerada admiración—. ¡Serrano Bernal, por supuesto: apellidos de rica! ¿Sabes cómo me llamo yo?: Pilar García Gómez, o Fernández Pérez, o Martínez González, ¿qué más da? Nosotros los pobres no tenemos ni apellidos. Y tú ¿a qué coño te dedicas? O mejor dicho: ¿cuánto vas a heredar sin necesidad de mover un dedo en toda tu puta vida? ¿Sabes cuánto voy a heredar yo cuando mi viejo se muera?: ¡la factura del hospital para alcohólicos y enfermos crónicos del pulmón! ¿Y de mi vieja?, ¿lo quieres saber?: ¡la fregona del curro!, no creo que pueda dejarme mucho más —la joven volvió a repasar la cartera y encontró una tarjeta de Olga—. «Olga Serrano, Concesionario Mercedes Serrano, S.A. Consejera». ¡Esto si es un cargo y no el de mi vieja: «Consejera fregona del Hospital Gómez Hulla». ¡Y mi viejo, no veas!: «Consejero de parados forzosos, enfermos crónicos de Cromados Ramírez, de Carabanchel».
La joven sacó la tarjeta, se vistió tratando de relajarse y marcharse de aquella casa sin más discusiones. Cogió una chaqueta de Olga y se despidió de ella, que seguía sus movimientos sin poder disimular la indignación por haber averiguado su identidad, y por temor a que la joven se volviera a violentar si le hacía alguna otra recriminación.
—La cojo prestada por si tengo que dormir a la intemperie, ¡ya te la devolveré cuando nos volvamos a ver en Madrid! Además, seguro que tú tienes muchas y mejores que ésta, no creo que te vayas a arruinar. Me llevo la tarjeta... ¡Quién sabe, a lo mejor un día me decido por comprar un Mercedes y me haces un buen descuento!... Adiós, sólo siento que después de mí habrá otras pobres chicas que no tendrán tanto orgullo y podrás manejarlas a tu antojo y hacer de ellas unas putas. ¿Qué digo?: ¡ojalá fueran putas y profesionales! No, las convertirás en piltrafas, sin amor propio ni dignidad. Bueno, lo mismo que tú, Adiós... guapa, ¡ya nos veremos, seguro que nos volveremos a ver!
Salió de la habitación y Olga permaneció en silencio e inmóvil hasta que escuchó cerrarse la puerta de salida. Saltó de la cama, cogió su cartera y comprobó que todavía tenía su documentación. Dio un fuerte puñetazo sobre la cómoda y murmuró presa de una gran indignación: «¡Puta! ¡Sí, nos volveremos a ver, pero ya te daré yo a ti! ¡A mi nadie me amenaza... Intenta algo y verás quién es Olga Serrano Bernal!»
Se vistió apresuradamente, comprobó que el apartamento estaba en orden y salió, no sin cierto temor de que la joven estuviera todavía en los alrededores de la casa. Ya en el coche recordó que debía dejar la llave en el restaurante, pero por nada del mundo se arriesgaría a volverse a encontrar con ella y decidió que se la entregaría a su amiga una vez que llegase a Madrid. Arrancó provocando un fuerte rechinar de los neumáticos sobre el recalentado asfalto de la calle y se dirigió hacia la autovía con la intención de llegar cuanto antes a Madrid.
No le indignaba la negativa de la joven a complacerla sino el haber sido humillada. Pero lo que más le aterrorizaba era que la joven pudiera chantajearla. ¿Qué podría hacer? ¿Contarle a su marido que era lesbiana? No le importaba en absoluto que Toni pudiera pensar algo así, que por otro lado ya debería de haber descubierto él mismo, le preocupaba que pudiera llegar a oídos de sus padres y de su hijo mayor, que ya tenía suficiente conocimiento para comprender. Lo peor era que no tenía ni idea de quién era aquella joven agresiva y probablemente dispuesta a todo por dinero. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? ¿De qué le había servido casi cuarenta años de vida si ni siquiera fue capaz de comprender que no podía esperar de una vagabunda un comportamiento mejor?
La primera indignación y pensamientos alarmistas dio paso a una actitud más reflexiva a medida de que pasaban los kilómetros y se aproximaba a Madrid. ¿Qué había sacado en limpio de aquella experiencia? Con cierta repugnancia por su mala opinión del carácter de la joven, tuvo que admitir que se había sentido irresistiblemente atraída por ella y que era una verdadera pena que no hubiera reaccionado de otra forma, menos violenta y más complaciente. ¿Qué habría de malo en haberla complacido? Le hubiera dado todo lo que le pidiese, incluso hubiera sido generosa con ella si hubieran regresado juntas a Madrid y consentido en mantener aquella relación. Sin duda había tenido mala suerte con aquella joven, porque para ella no estaba mal el intercambio y una relación sexual entre mujeres no entraña ningún peligro y nadie lo tenía por qué saber. ¿Cómo se comportaría en adelante? ¿Lo volvería a intentar o se olvidaría para siempre de todo aquello? Pero, fuera lo que fuera, hombre o mujer, ni siquiera había cumplido cuarenta años y se sentía joven y con vitalidad, propensa a las excitaciones y el deseo sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. ¿Cómo iba a enterrarse de por vida en la monotonía de su insípida vida matrimonial, junto a un hombre al que despreciaba, y dedicarse a criar unos hijos a los que les bastaba con la criada, tener sus pagas semanales que les permitiera comprarse todos sus caprichos y poco más, y que seguro que no la echaban de menos en absoluto? Al caer la noche, las luces de Madrid distrajeron su atención y no se preocupó en otra cosa que estudiar su coartada de las clases de yoga y relajamiento que, dada su excitación, no sería fácil de creer.
Olga aprende la lección
La experiencia vivida con la joven adolescente en Rodalquilar puso a Olga ante un nuevo dilema, y tal vez por pereza o porque se sentía incapaz de resolverlo ella misma, acudió en busca de la ayuda de su amiga Tita Suárez: ¿qué debía hacer después de comprobar que se sentía atraída por cierta clase de mujeres? Por ejemplo, jamás se le ocurriría insinuarse con su amiga Tita, porque no había en ella nada atractivo, al menos según había tenido oportunidad de sentirlo con aquella frustrada experiencia. El asunto le pareció personal y arriesgado pero no podría vivir con aquella sensación sin comunicársela a alguien, y no conocía a nadie mejor ni más liberal que su amiga Tita. Con ella había acudido a citas descabelladas, estuvo en varias ocasiones en su apartamento mientras ella hacía el amor con amantes ocasionales, la conocía y habían compartido confidencias que la comprometían, especialmente relacionadas con su propio marido, así es que si no podía evitar buscar una confidente para sus preocupaciones, no podía haber otra mejor que Tita Suárez.
—No sé si debería contártelo, a lo mejor te escandalizo, pero, mira, hija, no puedo seguir viviendo sin confiarme a alguien, así es que puedes tomártelo como quieras, pero trata de ponerte en mi lugar y no te apresures a juzgar, sólo ha sido una locura, ¡pero tú misma lo dirás!
Tita no era una persona que se sorprendiera por nada porque no tenía una clara conciencia del bien y del mal: todo le parecía bien si no había violencia, lo que le aterrorizaba. Por otro lado, no había nada más natural que dos mujeres se hicieran confidencias, por escabrosas y perversas que pudieran parecer. Incluso las críticas mordaces y despiadadas a otras amigas no era sino parte de una norma que había que observar entre buenas amigas: los chismes de unas servían de distracción para otras y así cada una cumplía con su misión de aportar algo sustancial a su aburrimiento. Las buenas amigas tenían que estar dispuestas tanto a criticarse entre sí como a ser criticadas: esa era la norma que mantenía activa a unas mujeres demasiado ociosas para no permitirse perder buena parte de su tiempo en algo así.
—¿Un hombre? ¡Estas saliendo con alguien y yo no lo sé!
—Vas muy desencaminada, hija, es... bueno no sé si decir peor o mejor, por eso te lo cuento, porque quiero tu opinión.
—¡Te has jugado dinero y has perdido!
—¡Tita, por Dios, déjame hablar pero no me presiones porque no creas que me está resultando fácil! ¡No es un hombre... sino una mujer!
Tita Suárez se vio sorprendida y no pudo evitar un gesto de asombro tan inconsciente y espontáneo que Olga se asustó y pensó que acaba de cometer el error de su vida al confiarse en aquella mujer, pero ya estaba hecho y no le resultaría fácil cambiar la situación.
—¿Qué estás pensando? —le preguntó inquisitiva tratando de averiguar hasta dónde le podría llevar aquella confesión.
—¡Que sé yo, hija, nada en particular...! ¿Qué quieres que piense?
—Pues a lo mejor estas pensando que... bueno que he estado con una mujer... ya sabes... en la cama...
Tita no parecía tan asombrada ni extrañada como la propia Olga temía sino todo lo contrario, sonreía maliciosamente como si no le sorprendiera en absoluto aquella confidencia y permanecía a la espera de nuevas confesiones más específicas y menos enigmáticas. Simplemente se limitó a encender un cigarrillo, lanzar una gran bocanada de humo, reclinarse sobre la silla y esperar a que la atribulada Olga se confesara abiertamente y sin más rodeos.
—¿Y has estado o no has estado en la cama con una mujer? —le preguntó con la misma naturalidad que si se tratara de un hombre.
Olga sabía que ya no podría ocultarle nada porque con lo que ya le había dicho tendría suficiente como para imaginarse cualquier cosa, que tal vez ni siquiera se parecería a la realidad, así es que lo mejor era sincerarse completamente.
—¡En cierta manera, sí!
—¿Cómo que en cierta manera? —preguntó Tita que parecía asumir completamente que su amiga era lesbiana, lo que no le sorprendería en absoluto.
—¡Sí, he estado con otra mujer!, pero es una larga historia y a lo mejor... no sé si contártela...
Tita Suárez parecía la persona más feliz del mundo porque estaba a punto de escuchar una confidencia que daría mucho de sí entre sus muchas relaciones y sin que ella hiciera nada por provocarla, por lo que no le podrían reprochar si pecara de indiscreción. En el fondo su trabajo consistía en saber el mayor número de cosas inconfesables de sus muchas amigas y conocidas para asegurarse el favor de todas ellas que, por alguna razón, seguían confiándole sus angustias personales incluso, aunque las comprometieran. Al menos sus atribuladas amigas sabían que complaciéndolas en pequeños favores, que sólo implicaban alguna recomendación o incluso regalos de poco valor, podrían contar con una confidente razonablemente discreta, y el disponer de una confidente como ella en aquellos tiempos y en aquella ciudad ¡no tenía precio!
Incapaz de reprimirse por más tiempo, Olga contó a su amiga su traumática experiencia con la joven, pasando durante el minucioso relato de estados eufóricos a otros angustiosos y hasta temerosos, sobre todo cuando recordaba la escena final y le confió que sabía quién era y dónde vivía, por lo que temía que la pudiera chantajear.
—¡Tranquila, guapa, si esa golfa te complica la vida le pones una denuncia y se terminó el asunto! ¡Es tu palabra contra la suya y no esperes que la policía crea a una vagabunda que sabe Dios si no estará fichada! Nada Olga, hija, no te preocupes más, ¡y a lo hecho pecho!
Las dos amigas quedaron momentáneamente como atrapadas por un inevitable silencio, pero las dos pesaban en cosas distintas. Olga no sabía cómo reaccionaría su amiga después de conocer los detalles de aquella traumática experiencia y Tita estaba tratando de encontrar la manera de tranquilizarla porque, según ella, no había hecho nada de particular. No quiso perder tiempo en preámbulos y trató de ir al grano para volver a poner cierto orden en su amistad y asegurar su fidelidad:
—¡Olga, hija, si tú supieras la de lesbianas que hay en Madrid! No es por exagerar, pero la mitad de las amigas que conocemos las dos son bisexuales, ¿me entiendes? Y no quiero dar nombres ni apellidos pero, ¡ay hija, si te contara te quedarías de piedra!
Tita Suárez parecía encontrarse rebosante de satisfacción por aquella confidencia y tenía la impresión de haber hecho una nueva conquista para su círculo de mujeres que ocultan su verdadera personalidad y preferencias sexuales, lo que aumentaba sus posibilidades de supervivencia en aquel costoso ambiente en el que le gustaba vivir.
—¡Lo que pasa Olga —prosiguió segura de que su amiga carecía completamente de experiencia y la escuchaba con suma atención— es que me parece que tú te lo has tomado un poco a lo bestia y casi pierdes la cabeza y algo más!...
—¿Qué quieres decir con algo más?
—Pero hija, con tu posición y tu… dinero... ¡Mira, guapa, tú puedes tener las amantes que quieras sin meterte en problemas!... ¿Quieres un consejo? —Olga asentó con la cabeza consciente de que era una inexperta en ese nuevo mundo en el que se había metido de forma tan violenta e irresponsable—: No rompas tu matrimonio por... bueno por eso, y, aunque ya sé que no es plato de buen gusto, deja que Toni crea que no pasa nada. Ya me entiendes... puedes llevar una doble vida, oye, como las demás. ¡Total son diez minutos a la semana y en paz! Créeme que yo conozco el paño y no vale la pena meterse en líos de divorcios, por los niños y todo eso, ¡total, sólo por diez minutos a la semana!
Olga pensó lo importante que era contar con una amiga con tanta experiencia en momentos tan confusos. Trató de hacerse una idea de la solución que le había propuesto y sólo le preocupaba como conseguiría convencer a Toni de que había vuelto al redil y que había sido excesivamente severa con él sin necesidad de humillarse. Sobre todo porque tendría que hacerlo de manera que no se hiciera falsas ilusiones pero tratando de evitar tensiones innecesarias y discusiones violentas que pudieran afectar a desarrollo emocional de sus tres hijos. Pero el consejo de Tita le parecía acertado y realista, sobre todo porque de cualquier manera ella no tenía ni la menor intención de divorciarse en tanto viviera su padre porque temía que si ella lo provocaba se vengara y la desheredara. Su padre era una persona autoritaria e imprevisible, preocupado exclusivamente por su negocio y por las apariencias, y Toni no le parecía mal para relevarle en la dirección del negocio el día que él no pudiera hacerlo. Ella, sin embargo, no tendría ni la mínima posibilidad de conseguir su confianza, ¡simplemente porque era mujer!
—¡Gracias, Titita! —dijo a su amiga, que sonreía satisfecha por haber encarrilado a otra de sus amigas de acuerdo a su intereses, lo que la convertía en cómplice y en cliente—. Ahora me siento mucho mejor!... ¡Tenía que desahogarme con alguien!... Eres una buena amiga y sé que puedo confiar en ti...
—¡Por favor, Olga, cielo, no me vengas con esas!, ¿para qué estamos las amigas si no? ¡A ver, ya me dirás! —Tita sabía qué contestar en aquellas circunstancias porque su imagen de mujer liberal, abierta y de mundo era la base de su reputación y debía tener mucho cuidado de no echarla a perder por un mal consejo o una innecesaria indiscreción.
Toni se rebela contra su mujer
El supuesto fin de semana de Olga en aquel curso de yoga y relajación parecía haber hecho efectos milagrosos y Toni se preguntaba si su mujer no estaría arrepentida de la última discusión y en cualquier momento le pediría perdón. Su actitud casi sumisa y dispuesta a condescender ante cualquier controversia le inquietaba porque, en el fondo, ya se había hecho a la idea de aquella extraña separación matrimonial interesada. Tenía planes para su emancipación y algunas ideas de cómo ganar dinero sin ser descubierto. Además, la humillación fue tan profunda que su deseo de venganza seguía todavía muy fresco y vivo, y, para colmo, ahora estaba seguro de que no sentía nada por su mujer y que le era completamente indiferente. Es más, ni siquiera la encontraba atractiva. «¿Cómo se puede vivir con una mujer más de diez años, y un día te das cuenta de que ni la quieres, ni te gusta y ni siquiera te atrae?» —se preguntaba con un inevitable sentimiento de frustración e indignación contra sí mismo. Tal y como le había sugerido Olga, si se hubiera dado cuenta antes no hubiera tenido ningún reparo en buscarse otra mujer o incluso varias, como era frecuente entre sus colegas y amistades, pero ese sentimiento formado por la rutina, el deber y la falta de voluntad, le había mantenido como hipnotizado todos esos años. Como si una y otra vez, después de cada rechazo y desaire, se desviviera para encontrar alguna razón, que no era otra que la falta de amor del uno por el otro. Y ahora, con aquel inesperado retorno, se sentía confundido pero dispuesto a no ceder: seguiría sus consejos y se buscaría tantas amantes como le permitiera su poco experimentada capacidad de seducción. Es decir, que en cierta manera la discusión con Olga le había devuelto cierta vitalidad y se sentía más joven y dinámico o, por lo menos, mucho más desconfiado y menos ingenuo que lo había sido hasta entonces. Prestó más interés al trabajo y a las transacciones, y Concha, la secretaria, empezó a inquietarse suspendiendo por algún tiempo sus trapicheos con vendedores y compradores de coches de ocasión. Este hecho le demostró que había sido un estúpido y hasta los negocios iban mucho mejor desde que tomó la decisión de tener vida propia y prácticamente convertirse en un ladrón.
—Concha, esta tarde tengo dos clientes y quiero tratarlos yo personalmente. A partir de ahora quiero tratar yo personalmente a todos los clientes, ¿comprendes? ¡Todos, de nuevos o de usados!
—Sí Toni, claro, lo que tú digas —incluso la secretaria empezó a sentir que aquella súbita transformación lo hacía mucho más atractivo y varonil y por primera vez dudaba si estaba obrando bien confabulándose con un insignificante vendedor cuando podía seducir a su jefe, lo que en vista de su nueva personalidad, tal vez hubiera resultado mucho más positivo. Lo que le inquietaba era que desconocía la razón del cambio y sería una tortura hasta que no la conociera, porque un cambio tan importante se debería también a una razón importante. Como mujer, intuía que aquella transformación tendría algo que ver con sus relaciones conyugales, incluso ya no sentía que fuera un marido engañado sino todo lo contrario, parecía más un marido que engañaba a su mujer. Por tanto, aquel cambio era desconcertante para ella.
—¡Otra cosa, he hablado con el propietario de este coche y me ha asegurado, tal y como yo creía, que entró sin un solo rasguño. ¿Qué coño ha pasado? ¿Ha sido Juan? No voy a cargar yo con esto, si lo ha hecho él que lo haga constar en el parte, y si no sale la verdad aquí habrá problemas... Díselo tú misma que quiero una aclaración, ¡y ya!
Toni se sentía eufórico en su nuevo papel. No le importaban las posibles discusiones entre sus empleados, incluso le causaría satisfacción despedir a cualquiera de ellos, lo que reforzaría su autoridad y autoestima. La secretaria comprendió que a partir de aquella entrevista las cosas ya no serían lo mismo y tendría que actuar con cautela y olvidarse completamente de sus manejos. Salió del despacho haciendo casi una reverencia y sin perder tiempo se entrevistó con el vendedor para tratar de encontrar una solución aceptable para el caso del rasguño, porque tenía la impresión de que su puesto de trabajo podría estar en peligro.
Otro de los nuevos hábitos era el de cerrar el mismo el negocio y quedarse el tiempo que fuera necesario para repasar las ventas y contactos del día y hacer algunas llamadas sin la presencia de sus empleados, porque evidentemente formaba parte de su nuevo plan para ganar dinero sin que figurase en la contabilidad oficial.
En cuanto al correo que envió a aquella mujer, había asumido que se trataría de una vulgar estafa y que se había dejado engañar por su lamentable estado de ánimo en el momento en que lo envío; estado del que los organizadores de aquellas citas por Internet se aprovechaban para sus negocios, porque la frustración y la desesperación le parecían sentimientos muy rentables en aquellos tiempos tan confusos, de la misma manera que la vanidad era un sentimiento imprescindible para su propio negocio de venta de coches de lujo. Así es que lo dio por bien empleado si le había servido para cambiar de actitud. Por otro lado, le sorprendía darse cuenta de que en esos momentos sólo tenía una prioridad: ganar dinero, y lo de menos era buscarse una amante. No comprendía cómo sus colegas podían gastarse ochenta euros por un rato de placer con una mujer que sin duda no le mostraría el mínimo afecto. Lo encontraba animal y embrutecedor, pero tal vez la razón era que por alguna causa, que desde luego no le inquietaba, no sentía la menor apetencia por una mujer. Aquella apatía la justificaba por su permanente estrés, tanto en casa como en el trabajo, y que sin duda la recuperaría si lograba relajarse y quitarse de encima todos sus problemas.
Antes de salir, y como era habitual, consultó su correo electrónico y no pudo evitar sobresaltarse al comprobar que tenía uno de la agencia de contactos. Dudó entre borrarlo directamente o abrirlo, porque eso era lo último que deseaba en aquel momento y mucho menos de una mujer que se encontraba a cinco mil kilómetros de allí. Pero quizás fuera la satisfacción por saber que, después de todo no había desperdiciado sus diez dólares, lo que le impulsó a leerlo.
El mensaje, acompañado de un fichero adjunto que supuso se trataba de una fotografía, era escueto y resumido, pero le llamó la atención el correcto español. El correo decía así:
«Querido Toni:
Me siento muy feliz de tu carta y te agradezco tu interés por mí. Sería bonito que visitarás mi país, que, aunque es muy pobre, tiene lugares muy hermosos. Tenemos una gran cultura, museos, teatros y los campos, sobre todo en primavera, son muy bonitos. Yo trabajo en una escuela de música con niños muy listos y buenos músicos y tendré vacaciones a partir del quince de junio. En julio voy con mis colegas profesores de música a una gira por Alemania y estaremos en Dresden, Liezpig y Berlín para un gran festival de culturas populares. Nunca he estado en España, pero creo que es también un hermoso país, con una gran cultura y lugares muy bellos. Bueno, un cariñoso saludo y un beso de tu amiga, Tania Ivanova.
P.D. Te pido disculpas por la fotografía, porque a lo mejor es muy personal, pero espero que te guste».
Toni volvió a releer el correo una vez más porque estaba confuso sobre cómo interpretarlo. Su estado de ánimo le impedía adoptar una actitud relajada y neutral. Tenía la impresión de que estaba leyendo el correo de una persona que le conociera de toda la vida. Encontraba que aquella familiaridad como respuesta a su correo le parecía excesiva y como si escondiera alguna inconfesable intención. Parecía un mensaje con ánimo de comprometerle; de mostrase confiada y afectuosa, sentimientos que minutos antes se había propuesto rechazar viniera de donde vinieran. Era como recibir un mensaje de un planeta distinto, fuera de la realidad y al que no debería prestarle demasiada atención. Por otro lado, también le parecía propio de una persona ingenua y que hablaba de cosas a las que él nunca había prestado demasiada atención: como museos, teatros e incluso, el tratar de ganar su interés con la belleza de un paisaje. Tenía la sensación de que, a pesar de estar escrito en un idioma que entendía, provenía de una mentalidad seguramente propia de aquel país, que acaba de salir del sistema comunista. Él siempre había creído que los comunistas perdieron demasiado tiempo en la cultura y emplearon poco en los negocios, razón por la que habían fracasado. En definitiva, aquel mensaje no le comunicó nada en particular, y desde luego llegaba en el momento más inoportuno. Sólo le quedaba ver la nueva fotografía y terminar con aquel asunto de una vez.
Cuando la imagen de Tania apareció en la pantalla del ordenador una indescriptible sensación de placer le inquietó, porque sentía que aquella fotografía desmoronaría todas las reflexiones anteriores y temió que podría desmoronar también todas las demás, como su firme decisión de cambio, su desgana y desinterés por las mujeres y su firme voluntad de concentrarse única y exclusivamente en ganar dinero. Lanzó un instintivo silbido de admiración, amplió la imagen y la mandó imprimir como si temiera que por alguna causa misteriosa se pudiera borrar.
No le satisfacía tanto la contemplación de aquel cuerpo irresistible y casi perfecto, como que una mujer así se dirigiera a él con aquella familiaridad y hasta con ingenuidad, como si no fuera consciente de su belleza. Tenía la sensación, pensando con mentalidad de hombre de negocios, que una mujer como aquella no tendría necesidad de hablar de museos, teatros y paisajes y que incluso podría tener cuanto deseara sin necesidad de hablar en absoluto. Era como si estuviera haciendo un mal marketing con su persona, porque, a fin de cuentas, se estaba vendiendo, pensó sin el mínimo reparo.
Cuando la foto estuvo impresa tuvo la irresistible necesidad de mostrarla a sus engreídos colegas, pero esta vez vendría acompañada de alguna prueba que no dejara la menor duda de que esa mujer ya prácticamente le pertenecía; es decir, les enseñaría el correo como prueba irrefutable de su conquista.
—¡La virgen, que hembra! —exclamó el primero que pudo ver la fotografía de Tania, que pasaba de mano en mano buscando un lugar donde hubiera más luz para contemplarla mejor.
—¿No os dije que en cuanto la escribiera la tenía aquí en dos días? ¡Ya me ha invitado a visitarla en su país!
—¿Oye, y no tiene una hermana gemela? ¡Vaya caderas, que piernas y que... que pedazo de tetas... no es que sean grandes, pero en su sitio y como Dios manda!
Toni estaba seguro de que aquello no era sino el fruto de su metamorfosis y que se merecía aquella pequeña vanidad a la que seguirían muchas más. El correo probaba que no se trataba de una fantasía y consiguió que sus colegas empezaran a considerarle como parte de grupo de maridos infieles activos, incluso parecía haber sido capaz de superar las conquistas de todos los demás.
—¡Hostia, tío, dime la dirección de la página que yo quiero otra como ésta!
Toni recuperó la fotografía para que no sucediera como la vez anterior y hasta se mostró celoso de exhibirla, como si ya empezara a temer que aquellas alimañas pudieran saltar sobre ella y se la pudieran quitar. Por eso fantaseó sobre lo mucho que le había costado conseguirla.
—¿Qué os pensáis: que esto es como ir a una discoteca y tocarle el culo a una guarra? ¡Para ligar a estas mujeres hay que ser más elegante! A estas rusas no se las conquista con un fin de semana en Torredembarra, y atiborrándolas de marisco en un restaurante de la playa. ¡Hay que tener más labia y más estilo!
Tal vez se le ocurriera todo aquello por la alusión de aquella mujer a la cultura y ni una sola a cosas mundanas: como algún comentario sobre su coche, su posición, etc. Sabía, no obstante, que él no había hecho nada en especial para inspirar aquella respuesta, pero al menos tenía una buena excusa para sentirse diferente a los demás, lo que justificaba su escaso interés por el tipo de mujeres que perseguían sus embrutecidos colegas.
—¡Os cachondeabais de mí porque no ligo! ¿Con que no ligo, eh? Lo que pasa es que no me interesan las furcias de tres al cuarto, que les echas un polvo y si te he visto no me acuerdo. Me gustan los ligues más... —no sabía cómo los debía calificar, así es que optó por lo más simple de acuerdo a su propio carácter— ¡más serios!
—¡Hostia, Toni, a ver si te vas a casar con ella!
Aquella absurda insinuación le desconcertó porque no le resultaba desagradable la idea de convivir con aquella preciosidad, pero ese no era un tema negociable y si no se defendía de aquella insinuación, quedaría marginado del grupo. Ninguno de ellos dejarían a sus respectivas esposas por cualquiera de sus muchas amantes: era un mundo de maridos infieles con sus normas, y todos los que estaba allí las respetaban. Si Toni se estaba buscando una novia con la remota intención de dejar a su legítima esposa y casarse con ella no pertenecía al grupo y no debería de estar allí. Por eso reaccionó casi violentamente:
—¡No me jodáis! ¿Es que creéis que me he vuelto loco? ¿Casarme yo con una comunista? ¡Venga, tíos, que yo estoy bien con la que tengo! Y, además, ¡que tengo tres hijos y un negocio que atender!
Aquello tranquilizó a la pandilla, como si después de la duda hubiera pasado la prueba crucial y volviera al redil. Por eso le volvieron a pedir que les mostrara la fotografía otra vez, porque a fin de cuentas, no era más que un ligue y los ligues se podían compartir entre colegas.
La fotografía volvió a pasar de mano en mano sugiriendo nuevas apreciaciones sobre su belleza, a cuál más grosera y brutal, hasta que llegó a manos de la camarera, que presintió que con una rival así ella no tendría ninguna posibilidad. No obstante se interesó por ella, y preguntó de dónde era y cómo la había conocido. Cuando lo supo, hizo un gesto de resignación y asco y murmuró en su propio idioma para no ser entendida: «¡Pobre mujer, no sabe dónde se ha metido!»
Una agitada reunión familiar
El comportamiento sumiso pero desconcertante de Olga inquietaba a Toni. Apenas discutían sobre asuntos tan controvertidos como sus relaciones con los hijos, las permanentes exigencias de los padres de Olga o asuntos que tuvieran que ver con el dinero y su sueldo en la empresa, que en otro tiempo eran prácticamente diarias. Por otro lado, su comportamiento en la cama era todavía más desconcertante, porque no le deseaba ni le rehuía. Afortunadamente para él, su inapetencia sexual impedía cualquier innecesaria controversia. Compartían el lecho conyugal como si fuera la mesa del comedor o el sofá donde veían la televisión; no parecía un lugar hecho para la practica del sexo sino simplemente para descansar. Olga, después de embadurnarse con su maquillaje nocturno, leía sus revistas favoritas mientras que Toni repasada catálogos e informes sobre nuevos modelos de Mercedes, que ya estaban en el mercado o que estaban a punto de aparecer.
—La semana que viene tendré que asistir a la presentación del nuevo modelo SLK —comentó con Olga durante uno de aquellos extraños momentos de rutinaria intimidad.
—¿Dónde es? —Olga contestaba siempre porque formaba parte de su estrategia de evitar cualquier motivo de tensión.
—En Francfort.
—¡No me gusta Francfort! —Olga se rebeló contra esa ciudad alemana porque le recordaba aquel odioso pintor alemán que conoció en su traumática estancia en Rodalquilar, y no porque hubiera estado nunca en ella.
—¡Tú nunca has estado allí!
—¡Ya, pero sé que no me gusta, y en paz! Si fuera en Londres o París hasta te acompañaría.
Era más de lo que podía esperar: apenas dos semanas después de haberle arrojado de su vida como se tiran unos viejos calcetines, estaba dispuesta a compartir aburridos viajes de negocios con él. «Pretende algo pero pierde el tiempo —pensaba sin poderse concentrar en las interminables características técnicas de aquel maravilloso vehículo—. Me ha jodido una vez pero ¡una y no más Santo Tomás!». Satisfecho de su firme resolución, hasta se atrevió a provocarla.
—Nunca has querido acompañarme en estas presentaciones. ¿Qué tiene ésta de especial? ¿No dijiste que cada cual se lo montase como le diera la gana? ¿A qué se debe este cambio de humor?
Olga temía que Toni se pudiera confundir, y, desde luego, no estaba dispuesta a sincerarse con él. Sólo cabía una solución: pararle los pies; darle a entender que aquello no era más que una tregua entre gente civilizada, pero nada más.
—¿Quieres que tengamos otra discusión? Trato de comportarme como una persona civilizada y, además, lo hago también por nuestros hijos. Así es que tengamos la fiesta en paz, pero si te empeñas volvemos a empezar, ¿eh?
Toni se asustó y comprendió que no valía la pena provocarla, porque estaba conforme en la manera en que llevaban aquella relación: ni ella esperaba nada de él ni él de ella, tan solo cierta cordialidad y orden para que nunca más se volviera a encontrar en una situación de abandono frente a la ferocidad de sus tres hijos. Con eso se conformaba y hasta lo agradecía. Olga podría ser extraña y hosca, pero al menos tenía la suficiente energía para dirigir lo que quedaba de aquel hogar y evitarle esa responsabilidad.
—¡Dios me libre de desear que tengamos una discusión más! ¡Puedes hacer lo que quieras, tal y como habíamos quedado! ¡Si te apetece acompañarme me acompañas, y si no te quedas y en paz!
Olga quedó satisfecha porque su orgullo había quedado intacto y su vida no tendría por qué cambiar. Toni, por su parte, estaba convencido de que por fin habían encontrado la manera de convivir con aquella mujer sin soportar sus violentos cambios de humor. Parecía relajada y, fuese por la razón que fuese, no rehuía su contacto ni le molestaba compartir aquella insignificante intimidad con él. Por el momento ya era más que suficiente. Ahora, no sólo podría concentrarse en el negocio sino que hasta podría aprovechar aquella presentación para visitar a su desconocida nueva amiga. No porque estuviera dispuesto a cambiar su situación actual sino porque por primera vez sentía deseos de hacer algo fuera de lo normal, que no estuviera programado con seis meses de antelación y para lo que necesitara autorización. Sólo el hecho de pasar un fin de semana en un país ex comunista, invitado por una hermosa mujer, era suficientemente original para ser considerado como un viaje necesario en su nueva situación. Por primera vez él tomaba la iniciativa, eran sus propias decisiones y serían también para él las posibles consecuencias. Hasta ese día no había hecho sino aquello que le ordenaban los demás. Si salía bien el prestigio y el beneficio era para otros, pero si salía mal ni siquiera le quedaba el triste consuelo de asumir él la responsabilidad. En fin, le trataban como a un niño y este posible viaje inauguraba una nueva etapa de madurez y responsabilidad. Por tanto, ¡iría a visitarla!, y, pasara lo que pasara, ya se sentía satisfecho por el solo hecho de haber tomado la decisión.
—Recuerda que este fin de semana lo pasamos con tus padres en su ciudad natal. ¿Cuándo es la presentación?
—No es por discutir, pero ¿por qué tenemos que ir allí si tú detestas esa ciudad?
—¡No digas tonterías! Tus padres quieren ver a sus nietos y si a final de mes nos vamos a Marbella, es la única oportunidad.
Toni sentía terror, dadas las circunstancias, de que sus padres pudieran conocer su mala situación familiar. Pero, por otro lado, los hacía también responsables, porque su actitud sumisa y complaciente hacia la familia de su mujer, a quien admiraban y veneraban, sin duda por su posición económica, era también parte de las causas que le habían llevado hasta allí. Ellos fueron los que más le presionaron para acceder a los deseos de su suegro para casarse con Olga. Y no es que él no estuviera de acuerdo, pero al menos deberían de haberle dejado terminar la carrera. Pero ellos también dependían en cierta manera de una reputación local y no soportaban la idea de que la gente murmurase sobre el comportamiento de su hijo mayor. A pesar de las circunstancias, siempre lo presentaban con orgullo y como un ejemplo de éxito personal y profesional de un miembro de la familia, en tanto que su hija, Inmaculada, de carácter apocado, introvertido, incluso desgarbada y poco atractiva, era la imagen opuesta de Toni, es decir, la consideraban una fracasada. Por eso su hijo mayor lo era prácticamente todo para ellos, y era el que podía mantener el orgullo familiar, después de su lenta pero irreversible decadencia, que les obligaba a vivir en su vieja casona en el casco antiguo de la ciudad y sin demasiada comodidad.
Por tanto, aquellas reuniones familiares de fin semana eran la mejor oportunidad de mostrar al pueblo los logros económicos y sociales de su hijo mayor, no sólo porque se exhibían con sus lujosos automóviles, buena ropa y comidas en el Parador, donde invitaban a sus amigos que mejor podían trasmitir aquella ostentación sino porque al mismo tiempo ponía su grano de arena para mantener la mejor relación posible con los suegros de Toni, a quienes por esta misma causa estaban obligados a aceptar.
«—¡Ese hombre, tu suegro, es muy listo porque, ya ves, empezó como el que dice de la nada y ahora es uno de los más ricos de Madrid! —solía comentar una y otra vez la madre de Toni cada vez que tenía la mínima oportunidad—. ¿Por qué? ¡Pues porque tiene mano para la gente y siempre ha sabido rodearse de quienes le podían ayudar! Y eso que dicen que mató a muchas mujeres y niños rusos cuando estuvo en la División Azul, pues mira, si es verdad, que no lo creo porque me parece una persona temerosa de Dios, pues sus razones tendría ¡o se lo mandarían! Pero tonto no es, no; porque supo relacionarse con alemanes importantes y saco lo que sacó de ellos».
En efecto, su paso por la División Azul, con el grado de teniente, y su participación en la cruenta batalla de Krasny bor, no le reportaría gloria, pero sí le sirvió para hacerse con los necesarios contactos para, posteriormente y tras su regreso a España, conseguir una de las primeras representaciones de automóviles Mercedes en España. En cuanto a los rumores de que bajo sus órdenes habían atacado y arrasado aldeas enteras rusas con mujeres y niños, era muy probable que fueran verdad a juzgar por su odio hacia los comunistas y su enorme satisfacción por la caída y desaparición de la Unión Soviética.
La reunión familiar no fue fácil de organizar porque nadie parecía estar dispuesto a sacrificar sus propios planes para un encuentro que consistía, como todos los años, en una especie de refrendo familiar al patriarca indiscutible de aquel clan: Don Francisco Serrano Bengoa.
Lo paradójico era que el viejo patriarca, a pesar de su cáncer avanzado, cierto o fingido, y sus cerca de noventa años, seguía ejerciendo con autoridad su liderazgo, haciendo que toda su familia compartiera, al menos en lo formal, sus puntos de vista y por nada del mundo aceptaba las discrepancias, lo que parecía darle la vitalidad necesaria para sobrellevar con cierta firmeza y voluntad, tanto su irreversible enfermedad, como su avanzada edad. «Ese viejo no se morirá nunca mientras alguien no le lleve la contraria». Argumentaba Toni en sus momentos más críticos con su suegro.
La elección de la fecha, el día del Corpus, no era casual porque el viejo patriarca, católico practicante, no se había perdido jamás esta procesión, y por tanto, se había convertido en una tradición familiar. Pero, además, era cuando la ciudad se mostraba más benigna y acogedora. La frondosa Alameda se cubría de follaje de sus varias y en algunos casos espectaculares especies de árboles, como olmos centenarios de corteza rugosa y enmohecida —la especie masculina se la llevó una epidemia de grafiosis—, acacias, álamos, plataneros, floridos castaños de indias, jóvenes y perfumados tilos, replantados tras el desastre de la epidemia de los olmos, además de algún que otro abedul y abeto, propios de latitudes más septentrionales. El aire, fresco y serrano, que durante el invierno es árido y cortante, se volvía balsámico y perfumado, y por todas partes florecían los rosales en una impresionante gama de formas y colores. El gran paseo central, cubierto ya por las acogedoras sombras, se convertía en una avenida con la sensualidad de la primavera, para el gozo de los escasos paseantes, por su luz, su olor y los alegres trinos de jilgueros y ruiseñores, los espectaculares cantos de mirlos o el lejano e incesante trinar de vencejos y golondrinas, que no cesaban de revolotear sobre un cielo intensamente azul.
El espectáculo de la primavera era capaz de rejuvenecer una población que se vanagloria de su antigüedad y vetustez. Parecía como si plantas y aves quisieran demostrar que nada podía impedir a la vida volver a florecer, ni siquiera entre aquellas venerables y tozudas piedras centenarias que atenazan la ciudad con una asombrosa colección de ermitas, iglesias, conventos y palacios dispuestos a impedir cualquier frivolidad, como es todo lo que conlleva la primavera.
Incluso el gigantesco portón de la entrada principal de acceso a la catedral, que tan sólo se abría para grandes ceremonias, en la mayoría de los casos asociadas a la muerte, el pecado y la redención a través de las severas penitencias en lúgubres procesiones, se abría de par en par para que el balsámico aire de la primavera caldeara el interior. Como si los ilustres difuntos que yacen en sus tumbas, representados por sus tenebrosas figuras de alabastro, agradecieran el efecto vivificador de aquel raro y escaso aire primaveral.
Pero lo que más invitaba a las reuniones familiares durante los meses de verano eran sin duda los acogedores quioscos de la Alameda. En otro tiempo, cuando la población era más laboriosa pero circunscrita a su propia realidad comarcal, se trataba de lugares con un cierto aire de espacios reservados para privilegiados veraneantes, llegados sobre todo de Madrid y de otras capitales. Ese sentimiento de gozar del privilegio de sentarse en aquellas frescas y acogedoras sillas de paja no era otro que el privilegio de gozar de la ociosidad en un espacio raro de encontrar en cualquier otro lugar. Era esa ociosidad y no el coste del servicio, insignificante, lo que distinguía a los que simplemente paseaban por sus avenidas y los que ocupaban las terrazas. La ociosidad y la innata sabiduría para saber gozar de ella, eran, en otro tiempo, lo que distinguía unas clases sociales de otras. Pero en los nuevos tiempos, aquellas terrazas seguían manteniendo su mismo aire de espacios privilegiados, a pesar de que con el enriquecimiento de las clases medias, cualquiera podía gozar de cierta ociosidad y disfrutar de ellas. Tanto la localidad como los quioscos eran, sobre todo, un lugar ideal para la reunión familiar, un espacio público para que las familias mostraran al mundo que habían sido capaces de mantener su cohesión, y el éxito social consistía en reunir al menos a tres generaciones de una misma familia en una mesa durante el tiempo del aperitivo o del café de media tarde. La ciudad no era más que el escenario para exhibir cualquier tipo de vanidad que estuviera de moda y en esta difícil época de crisis generalizada de la familia tradicional, ni siquiera los suntuosos automóviles, la ropa de marca o las joyas valiosas tenían la menor importancia: lo que realmente importaba era exhibir el mayor número de miembros de una misma familia juntos durante el mayor tiempo posible: esa era la nueva función de aquella centenaria Alameda y por esa razón el clan de los Serrano volvía una y otra vez a su eterno ritual, contando sus nuevos descendientes y aumentando el número de sillas en el círculo familiar.
Reunir, por tanto, dos matrimonios de abuelos, un matrimonio de la generación intermedia, tres nietos, una hija soltera y algunos parientes cercanos y amigos de la familia, no era un récord local, pero dados los tiempos que corrían podría considerarse como un logro aceptable. Además, había que añadir familiares colaterales, como tías hermanas viudas o solteras, amistades de toda la vida y, finalmente, algún párroco local que hubiera celebrado sus bodas o bautizos. Al final, ver sentadas a una docena de personas de una misma familia en torno a una o varias mesas juntas, en animada conversación, era sin duda una prueba de felicidad y estabilidad envidiable, mucho más que los automóviles, los trajes o las joyas que pudieran exhibir.
El viejo patriarca rehuyó cualquier ayuda y apoyado con decisión sobre su bastón, caminó con paso casi marcial hacia el quiosco elegido para la reunión familiar. Vestía de la forma en que, según él, se debía vestir para un lugar así: un pantalón claro con dobladillo escrupulosamente planchado sujeto con un cinturón de piel por encima de su abultada barriga, zapatos calados con calcetines blancos, una amplia sariana blanca con grandes bolsillos y pliegues en la pechera, un discreto sombrero de paja y unas gafas de sol oscuras con montura dorada. En su rostro, desmejorado y de un pálido casi verdoso, resaltaba un fino bigote, casi una hilera de bello perfectamente recortado y canoso. Su mujer, Virtudes, le seguía llevando consigo un jersey ligero por si refrescaba, pero no se atrevía a intervenir en la decidida marcha del patriarca al lugar de reunión. Ella vestía también con la misma ropa de cada temporada: una amplia falda plisada en un tono crema tostada muy por debajo de las pantorrillas, dejando ver dos esqueléticos tobillos, calzada con zapatos ortopédicos, sin duda hechos a mano y abultados por las protuberancias de las callosidades de los pies y una ligera rebeca de lana en tono similar que escondía una blusa de seda al estilo de los años cincuenta, con amplias solapas con flores y guirnaldas primorosamente bordadas a mano, probablemente por ella misma. A diferencia de su marido, ella no iba tocada con sombrero alguno, porque su cabello, de un blanco casi azulado, lucía una cuidadosa permanente que sin duda no deseaba despeinar. Toni y Olga se ocupaban de controlar lo mejor que les era posible a sus tres hijos, que curiosamente se sentían como amansados tan pronto como llegaban a aquella localidad, tal vez porque en el fondo padecían de la misma timidez y cobardía de su progenitor y no se sentían cómodos en un lugar donde no les conocían. Toni volvía a vestir una de aquellas odiosas camisas rosas que tanto detestaba pero que a Olga le sugerían, por alguna razón, que le daban un aire respetable dentro de un cierto toque de modernidad. En cuanto a ella, llevaba un floreado vestido estampado de falda y chaqueta a juego, bastante ceñido, con una pamela blanca totalmente inapropiada para el ambiente tan poco mundano del lugar y que, tal vez por esa razón, llevaba en la mano, dejando que su rubia y larga cabellera flotara sobre sus hombros movido por la casi habitual brisa que casi siempre corría por la Alameda. Por alguna razón creía que aquel vestido era perfecto para aquella localidad, porque no era suficiente con una simple reunión familiar sino que ésta tenía que dar la mejor impresión posible, y aquel vestido ponía un imprescindible toque de juventud y sensualidad en aquella vetusta comitiva que ella misma había imaginado antes de salir. Los padres de Toni, don Mariano Martínez y doña María Aznar, vestidos con la discreción y austeridad propia de las gentes de aquella ciudad, seguía a su hijo como si asumieran que aquel era su lugar en un cortejo que se repetía casi de forma ritual año tras año. A su lado caminaban, casi acomplejadas, algunas amigas de la vecindad, solteras o viudas, que aprovechaban para compartir unos momentos de familiaridad invitadas sobre todo por doña María. Por último, y descolgada de la comitiva, seguía Inmaculada, la única dispuesta a romper con aquella rutinaria tradición. No obstante su rebeldía no le permitía contradecir los deseos de sus acomplejados padres y sólo esperaba la oportunidad de emigrar a algún lugar suficientemente lejano como para tener una buena excusa para poderlas evitar. Por supuesto que su vestimenta no podía ser otra que un pantalón tejano y una camiseta de una universidad centroamericana donde tenía previsto viajar para hacer su tesis de final de carrera.
El viejo patriarca esperó a que alguien le colocara su silla en la posición adecuada, entre el sol y la sombra y de forma que quedara claro que él presidía la reunión. Toni se apresuró a organizar las sillas y las mesas en el lugar más fresco y acogedor, acomodar a sus suegros, luego a sus propios padres, su mujer y dejar que su hermana decidiera por sí misma dónde se quería sentar. Los niños, incomprensiblemente callados y remisos, se sentaron de acuerdo a los deseos del patriarca que, una vez acomodado, creyó necesario intervenir para hacer que se cumpliera su voluntad.
—A ver, Chema, tú siéntate aquí, con tu abuelo, que tú y yo tenemos muchas cosas de qué hablar... Olga, sienta a Quico contigo que es muy pequeño y no podrá llegar a la mesa... Y Antoñito que se siente con don Mariano, que no se diga que no le quieren sus nietos.
Por supuesto que Chema obedecía como si alguien le empujara y se movía con tanta rapidez que le costaba colocar adecuadamente la silla junto al autoritario abuelo. No cabía duda de que el adolescente se sentía señalado por el destino para continuar la tradición autoritaria que le corresponde al líder del clan y manifestaba abiertamente su satisfacción con una maléfica sonrisa, que sin el menor disimulo dedicaba a su propio padre, situado frente a él. Una vez dadas y acatadas las primeras órdenes, se preparó para dar las siguientes:
—Los niños que beban agua o naranjada, no les deis esas porquerías como la Coca Cola que luego no duermen. A doña María, como cada año, una horchata, si es que ya hay horchatas ¿no, señora María? Si no hay, pues un granizado de limón, ¿eh?, que es lo que más quita la sed, y si tampoco hay granizado de limón, pues un helado, pero en copa no vaya a mancharse, ¿eh, doña María? —la madre de Toni asentaba con la cabeza una y otra vez, acompañando una complaciente e inconsistente sonrisa que probablemente sería similar a la del año anterior.
—Don Mariano, nosotros nos tomamos un vinito, ¿eh? ¿Qué prefiere un Rioja rosado como el año pasado o nos pasamos a un blanco de Riveiro?
—¡Lo que usted diga está bien, don Francisco!
—¿Y tú, hijo, qué quieres tú?: ¿una cerveza, lo mismo que Olga?
—Sí, don Francisco, lo que usted diga...
Pero el pequeño Quico no parecía conforme con la decisión autoritaria de su abuelo y no dejaba de dar codazos a su madre mientras murmuraba que él quería una Coca Cola.
—¿Qué le pasa a Quico? ¿Por qué está refunfuñando? —preguntó autoritario el abuelo.
—Nada padre, no le haga caso... está cansado del viaje, eso es todo...
Cuando el pequeño se vio objeto de la atención del abuelo se acurrucó en el regazo de la madre, se metió el dedo pulgar en la boca y permaneció callado como si con aquella pregunta el abuelo le hubiera amenazado.
—Y bien, don Mariano, ¿cómo está el pueblo? —comenzó el coloquio el patriarca tal vez de la misma forma que en años anteriores, como si antes de nada tubieran la obligación de repasar los posibles cambios o novedades que habían sucedido a lo largo del año en la ciudad.
—Pues como siempre, don Francisco, este pueblo no cambia nunca. ¡Aquí seguimos siempre igual!...
—¡Con la misma paz y tranquilidad de siempre, querrá decir, don Mariano! ¡Qué envidia de pueblo!
—Hombre, don Francisco, un poco más de movimiento no nos vendría mal...
Aquella observación le pareció al viejo patriarca casi subversiva y la achacaba sin duda a la nefasta influencia que estaría trayendo el cambio en la Corporación municipal, por primera vez, desde la victoria de los fascistas en la Guerra Civil, en manos de los socialistas.
—¡Esas son las ideas que estarán trayendo esos... rojos, iba a decir! Y usted perdone, pero es lo que son los que hay ahora en el Ayuntamiento. Porque, dígame, ¿qué más se puede pedir en estos tiempos? ¡Ya quedan pocos lugares en el mundo que gocen de esta paz y tranquilidad!... ¿No le parece, doña María?
—¡Si señor, sí, y que lo diga! Es lo que yo digo, ¡que como esta ciudad ya quedan pocos sitios!
Aquella conclusión fue plenamente corroborada por sus vecinas con claros ademanes de cabeza en señal afirmativo, sin atreverse a intervenir en una conversación que creían reservada a la familia.
—¡Sólo hay que ver el fervor religioso que tienen en este pueblo! ¿Puede haber algo más hermoso que un pueblo que mantiene con tanto fervor sus tradiciones? ¿Qué le ha parecido la procesión del Corpus, don Mariano?
—¡Una preciosidad! —terció la madre de Toni, quien sentía gran fervor religioso por aquella procesión del Corpus Cristi—, pero antes todavía era más hermosa... más solemne... porque, ¿se acuerda usted, don Francisco, de las alfombras de flores que hacíamos en la calle del Cardenal Mendoza, bueno, que nosotros decimos de Guadalajara? Yo he visto a los obispos en borriquillos blancos subir por la calle alfombrada con flores de todos los colores y con unos dibujos primorosos. ¡Era una preciosidad! ¿Que pena que esa tradición ya se haya perdido!
—¡Era casi como la de Toledo! —terció la mujer del patriarca.
—¿Lo ve usted don Mariano? ¿Y por qué se pierden esas tradiciones? ¡Pues por los socialistas!
Inmaculada se había propuesto estar allí simplemente para complacer a sus padres y no participar en una conversación que de antemano, y por la experiencia de otros años, sabía perfectamente sobre qué iba a tratar. Se había sentado junto a su madre, algo apartada de la mesa, para dejar claro su indiferencia, pero empezaba a sentirse aludida y no estaba segura de que podría evitar participar en aquella conversación que condenaba el desarrollo de su ciudad, sometida históricamente a los caprichos de personas como él.
—¿Y qué me dicen del mundo, eh? ¿Qué me dicen de cómo está el mundo?
—¡Eso si que está mal! —intervino nuevamente la madre porque nadie parecía dispuesto a contestar, y le parecía un desaire que nadie le diera su opinión.
—¡Y espera y verás! Con estos... rojos que están en el Gobierno, ¡todavía irá peor! Es lo que yo digo, todos esos musulmanes, islamistas o como se llamen no son más que rojos. Porque, vamos a ver —el patriarca parecía haber llevado por fin el tema de conversación a donde él quería llevarlo. Su pasado militar le hacía particularmente sensible al tema de la guerra en Irak y se había formado una idea de conjunto que la parecía original y que debía comunicar en cualquier ocasión en que surgiera la conversación—. ¿Qué quieren los árabes?: ¡acabar con el capital! ¿Qué querían los comunistas?: ¡acabar con el capital! ¿Lo ven?, ¡son los mismos rojos de siempre!
Todos asentían con respetuosos movimientos de cabeza y prestaban atención porque aquella era una reunión familiar en honor al patriarca y éste tenía el privilegio de dirigir la conversación y hacerlo sobre los asuntos que creyera más conveniente. Sólo Inmaculada empezaba a sentirse irritada y sabía que si no abandonaba la reunión le resultaría muy difícil poderse contener.
—La gente no comprende las cosas porque lo único que les preocupa es llenar el estómago y dejan que los políticos hagan y deshagan a su antojo, pero lo que yo digo es que estamos otra vez en una guerra contra el comunismo. Porque, vamos a ver, ¿qué es lo primero que han hecho los socialistas?: salir de Irak. ¿Por qué?, pues porque también son comunistas. ¿A ver si no por qué?
—Usted don Francisco tendrá experiencia para comprender estas cosas, porque nosotros, ¿qué quiere que comprendamos?, ¡nos creemos lo que nos dicen en la televisión! —intervino el padre de Toni, para permitir que el viejo patriarca pudiera darse un respiro y coger nuevo aliento para proseguir aquella conversación que le alteraba y le excitaba.
—Siempre hemos tenido problemas con esos... árabes, ¿y sabe por qué?: ¡porque quieren Ceuta y Melilla! Pero, claro, después querrán también Córdoba, Granada y Sevilla y no digamos las Islas Canarias, ¡acabarán quedándose con las Islas Canarias! ¡Pero la culpa fue de Franco, coño, que no les dio suficiente!
La familia escuchaba con cierto embarazo aquellos razonamientos que, a pesar de su condescendencia, le parecían antiguos y excesivos. Inmaculada sintió que ya había escuchado bastante y que estaba en juego su dignidad. Se levantó y con cierta solemnidad, dirigiéndose al anciano patriarca, no pudo evitar reprocharle su visión belicista sobre las relaciones con el mundo árabe y el marroquí en particular.
—Me tendrán que disculpar porque tengo exámenes el lunes y tengo que estudiar... además, don Francisco, no comparto su idea sobre los árabes y me parece hasta desleal que vaya usted por ahí, con todos los respetos, incitando a la gente contra ellos. Mire, no me he podido aguantar... si me perdonan, les tengo que dejar.
Besó someramente a la madre y tratando de calmar su indignación se retiró sin esperar a la réplica, que ya tenía preparada su azorado hermano. El grupo quedó momentáneamente confuso porque nadie sabía cómo reparar el daño de aquella inoportuna intervención. El patriarca no solía polemizar sobre sus ideas radicales, simplemente daba por sentado que todos los miembros de su familia las compartían, condición indispensable para otorgarles su confianza en una familia donde la confianza valía cientos de miles de euros. Por eso la primera reacción fue la de Toni, que sintió aquella replica como una devaluación en la confianza del viejo patriarca hacia él; como si el viejo pudiera empezar a sospechar que la familia Martínez no era tan pura de sangre y principios conservadores como presumía ser. El viejo patriarca esperó que alguien de la familia de aquella joven rebelde le diese alguna explicación y redimiese en sus propias carnes sus culpas, y no podía ser otro que su propio padre, al parecer el único responsable de su mala educación.
—No se lo tome a mal don Francisco, son cosas que le meten en la cabeza en la Universidad ¡Esta chica nunca ha sido normal y a veces sale con estas cosas!
—Nos tiene a todos muy preocupados, pero ya ve que respeto tiene por sus padres —intervino también la madre que estaba sufriendo como nadie la insolencia de su hija—. ¿Se imagina que nosotros hubiéramos dicho algo así en una conversación entre nuestros mayores? ¡Ay, Dios mío, si no parece que fuera hija mía! No he conseguido que vaya ni un domingo a misa, y no digamos a confesar y comulgar. Hizo la primera comunión porque la obligamos... Así es que, ¡fíjese cómo es la niña!
El patriarca parecía convencido de que aquella hija había sido prácticamente repudiada por la familia Martínez y que la toleraban por simple caridad. Sólo así podría darse por satisfecho. Pero antes de que pudiera reaccionar en contra de la hija, los padres trataron de hacer que la conversación se desviara hacia temas más personales y menos controvertidos, como el estado de salud del patriarca.
—¡Bueno, y cómo está su salud, don Francisco! —dijo el padre de Toni en un desesperante intento de dar por zanjado el desagradable incidente.
—¡Ay, don Mariano, Dios me cuida y me protege, pero estoy ya con un pie fuera de este mundo!
—¡Pues yo no le veo tan mal!
—Es lo que no se ve, don Mariano, eso es lo peor... porque así por fuera, pues parece que está uno sano, pero es por dentro don Mariano, ¡es por dentro!...
—Si está como está es por los rosarios y las novenas que le tengo rezadas por centenares —añadió su mujer haciendo una especie de tímido amago para persignarse.
—Yo también rezo por usted cada día en la misa de diez, porque usted don Francisco, ¡todavía tiene que vivir muchos años!, ¿eh?
—¿Y para qué, doña María, para ver estas barbaridades? ¿Para ver esta juventud descreída y sin respeto por los mayores ni por nada sagrado? No, que Dios me perdone, si me tiene que llegar la hora pues a Él me encomiendo... y que me lleve de una vez. ¡Uno ya ha vivido bastante, y hasta demasiado!
—¡Sí, lo que yo digo, no hay que pecar de soberbia! Dios sabe cuándo le tiene que llegar a uno la hora... ¡y hay que acatar su voluntad!
—Mire, doña María, sólo me consuela ver a mi familia unida, feliz y con temor de Dios. Y estas criaturitas, mírelas, ¡si son como tres ángeles!
Toni se estremeció casi aterrorizado ante aquella afirmación y cambió una desconfiada mirada con Olga, al tiempo que se preguntaba cuál sería la causa de que los niños permanecieran silencios y sumisos ante su suegro cuando con él no permanecían sin pelear entre ellos ni un sólo minuto. Por primera vez sintió vergüenza de sí mismo, de la inmensa hipocresía que soportaba su familia, la ignominia que tenían que aguantar de aquel viejo autoritario y desquiciado, y también por primera vez sintió una profunda admiración por su hermana Inmaculada, que había tenido el valor de enfrentarse a él. Durante algunos instantes sus reflexiones le alejaron de la discusión y se sentía casi con las suficientes fuerzas como para levantarse también él, poner al viejo al corriente de sus situación familiar y, sin más, marcharse de allí ¿Pero, qué haría? ¿Dónde iría? ¿Valía la pena sacrificarlo todo sólo por poner a salvo el poco orgullo que todavía le quedaba? ¿Y los niños? ¿Y sus planes para robar al viejo cuanto le fuera posible para un día poderse emancipar? ¡Era inútil tratar de huir!
—¡Toni, hijo, pareces distraído!, ¿no vas a pedir unos aperitivos para acompañar la bebida?
—¡Sí, padre! ¿Quieren patatas fritas o aceitunas?
Toni volvió a la realidad. Llamó al camarero y organizó una nueva ronda, pero esta vez acompañada de aperitivos variados para toda la familia.
Toni pensó que, salvando el inesperado incidente de su hermana Inmaculada, podía decirse que la reunión familiar había cumplido con su función y ya podían regresar cuanto antes a Madrid.
Toni y Tania se encuentran
Los trámites para asegurarse el transbordo de Francfort no fueron fáciles y no estaba seguro de si al llegar a ese país pudiera tener problemas y no le permitirían entrar. Tania le envió varios correos dándole las indicaciones precisas, horas de vuelo, las circunstancias legales que le obligaban a pernoctar en el hotel elegido, por lo que le pedía disculpas por anticipado seguro de que no sería muy confortable, al menos comparados con los que habría en su país. Le indicó los cambios de moneda, la posibilidad de hacer uso de las tarjetas de crédito en los nuevos cajeros instalados recientemente en el país, en los que se podría obtener dólares directamente y algún que otro detalle sobre gustos culinarios y algún lugar interesante que podrían visitar si él estaba de acuerdo.
El visado había sido solicitado para dos días, llegaría en el vuelo de los viernes por la noche y tendría que regresar en el mismo avión el domingo por la tarde, de esta manera podría transbordar en Francfort directamente en dirección a Madrid, con apenas dos horas de espera.
Tania había tomado todas las precauciones posibles para que Toni no tuviera ningún problema para entrar e incluso se había visto obligada a pedir prestado cincuenta dólares a su amiga Masha para el coste del visado y los gastos del viaje al aeropuerto, que esperaba poder recuperar cuando Toni estuviera allí. Por eso cruzaron varios correos en que ella le rogaba que le confirmara si en realidad estaba decidido a venir o sólo era una broma, pero no quiso decirle que la causa de su inquietud era, sobre todo, aquellos cincuenta dólares que suponían el sueldo de medio mes.
Toni no había comentado con nadie su intención de viajar a un país, que casi nadie conocía su existencia, para encontrarse con una mujer que había contactado en Internet, porque estaba convencido de que lo considerarían una estupidez, ya que mujeres como ésas las tenía por docenas sin salir de su propia ciudad. Pero no era sólo conocer a Tania lo que motivaba su interés sino hacer algo fuera de lo común; demostrarse a sí mismo que, en adelante, haría todo aquello que se le antojara, incluso viajes tan disparatados como aquel.
Tania, por su parte, no podía disimular su inquietud ante la llegada de Toni, aunque se había propuesto comportarse como lo haría cualquier otra mujer en su lugar: ofrecer la hospitalidad de su país a un extranjero que lo deseaba visitar. En ningún correo le había insinuado nada que aquel español pudiera interpretar como un sentimiento más allá de una afectuosa y protocolaria amistad entre dos personas de países distintos y tan distantes entre sí. Estaba decidida a que se llevara una buena impresión y eso no resultaría fácil en las circunstancias en que se encontraba su país.
La única diferencia que tanto su hija como su madre pudieron observar en su comportamiento habitual fue que, desde que Toni le confirmara su interés por conocerla personalmente hablaba mucho más de un lejano y desconocido país como era España.
—¿Sabes, Anya, que uno de los mejores violinistas del mundo era español?
—No, ¿quién era?
—¡Pablo Sarasate, mujer! ¿Y, sabes qué músicos rusos vivieron y compusieron sus mejores obras también en España?
—¡No, mami!, ¿por qué voy a saberlo?
En ocasiones trataba de conocer la opinión de su hija sobre la remota posibilidad de que algún día pudieran ir a vivir a ese país.
—¿Sabes, Anya?, España es como Italia: mucho sol, playas de arena dorada, ciudades llenas de historia... bueno, ya sabes... Tú que siempre me hablas de Italia... ¿te gustaría poder vivir algún día en un país así?
Ante estas inesperadas preguntas la pequeña Anya parecía reaccionar con más sentido de la realidad que su propia madre:
—¡Mami, eso no es posible! ¿Qué sería de la abuela? ¿Y el tío Nikolai, quien ayudaría al tío Nikolai? ¡Yo no quiero irme a ningún sitio... porque, bueno, porque la abuela se moriría de pena si nos fuéramos!
—¡Claro que no, hija, era sólo hablar por hablar! Lo que quería decir es si no te gustaría poderlo visitar.
Tania no podía asegurar que si las circunstancias cambiasen no decidiera abandonar su país, por eso no quería que su hija le pudiera recriminar faltar a su palabra, por lo que trató de evitar cualquier promesa que pudiera incumplir.
La niña se encogió de hombros porque no podía sentir interés por un país que era la primera vez que le hablaban de él con tanto interés, y Tania empezó a darse cuenta de que lo más correcto hubiera sido haber comunicado a su hija su intención de invitar a aquel español para que, al menos, si llegaba a conocerle, estuviera preparada. Esta situación la reafirmaba mucho más en su idea de comportarse como una buena anfitriona y nada más. «Estas cosas no suceden en una semana —se decía a sí misma tratando de encontrar una justificación—. Si nos conocemos y, qué sé yo, sucediera algo especial, siempre tendría tiempo para prepararla. Pero ahora es mejor no sacar conclusiones anticipadas cuando apenas sé quién es».
Toni se sintió profundamente inquieto y con una desagradable sensación de desamparo, cuando le transbordaron de avión. Era un pequeño jet de menos de un centenar de plazas y empezaba a llenarse de gente poco habitual en otros vuelos regulares. Algunos tenían aspecto de campesinos, con rostros rudos y curtidos, que apenas tomaron asiento bebían largos tragos de vodka de botellas compradas probablemente en la terminal. Otros eran jóvenes, de modales francos y algo ruidosos, que hablaban casi a gritos, probablemente trabajadores inmigrados que regresaban de vacaciones a su país y, por último, otras personas tan acomplejadas como él mismo, de aspecto occidental, seguramente delegados de empresas de Europa occidental recién instaladas en aquel país. Tenía la sensación de que se disponía a cruzar una frontera imaginaria hacia un mundo desconocido, donde no podría contar con el amparo ni con la ayuda de todo aquello que a él le resultaba familiar. De hecho, en ese país ni siquiera había embajada española, lo que le inquietaba mucho más.
Por fin, el pequeño avión despegó y, tras tomar altura, sobrevoló sobre una densa masa de nubes que le impedían ver, aunque fuera desde el aire qué aspecto podía tener aquel misterioso país que tanto le inquietaba. Algo menos de dos horas después, los pasajeros de aspecto campesino dormitaban por efecto del alcohol. Los jóvenes habían agotado sus temas de conversación y permanecían callados con una cierta expresión de ansiedad por divisar cuanto antes los densos y familiares bosques de abetos de su país a través de las minúsculas ventanillas del avión.
Grandes claros se abrían entre las masas de nubes y Toni pudo ver, en efecto, interminables masas forestales, alternadas por extensas zonas de cultivo y no sabía si aquello seguiría siendo Polonia o ya estarían sobrevolando el inquietante país de su destino. De cualquier manera se daba cuenta de la enorme diferencia entre el paisaje de esa Europa central, donde predominaba el verde oscuro de los bosques casi impenetrables, a juzgar por las escasas carreteras que se divisaban, y el paisaje español, de tonalidades ocres en una especie de puzzle interminable salpicado de cordilleras y grandes y serpenteantes ríos, como el Ebro, que siempre le llamaba la atención.
Un mensaje por megafonía en ruso y en inglés indicaba que se aproximaban al aeropuerto y que debía abrocharse el cinturón. El corazón de Toni se aceleró y por primera vez se sentía verdaderamente emocionado por algo que sin duda sólo podía interpretarse como una aventura. Era un sentimiento confuso porque se mezclaba con cierta angustia por su natural temor a lo desconocido y la excitación que le producía haber tenido el coraje de lanzarse a ella.
Por fin el avión sobrevolaba zonas urbanas y podía ver una gran autovía sobre la que, paradójicamente, apenas circulaban vehículos. El cuerpo del avión empezó a crujir por efecto del cambio de presión y la pérdida escalonada de altura. Atravesaron las nubes pero ninguna ciudad de cierta importancia se podía ver por la ventanilla. Tan sólo las instalaciones del aeropuerto, sobre cuyas pistas apenas había posados otros aviones. La terminal, sin embargo, parecía moderna y de gran amplitud. Por fin el avión se posó con un golpe seco sobre la pista y el ruido de la rodada volvió a hacerlo crujir. Notó el fuerte impulso de la frenada y en pocos minutos el aparato maniobraba hacia la terminal. No había tubo de embarque y los pasajeros tuvieron que caminar hacia la puerta principal. Toni parecía como si se sintiera transportado a un mundo irreal y más propio del escenario de una película, porque a diferencia de otros aeropuertos, sobre aquel no sobrevolaban otros aviones ni había otros dispuestos para despegar, y una vez que los motores de su avión redujeron sus revoluciones, se hizo un extraño silencio, como si en lugar de llegar a una gran ciudad, hubieran aterrizado en el aeropuerto de un balneario. Todo estaba en silencio, la pista estaba desierta y apenas un viejo camión cisterna ruso circulaba con cierta parsimonia hacia el único avión sobre la enorme pista, que probablemente reemprendería el vuelo de vuelta a Francfort.
Los pasajeros fueron conducidos a través de la zona de desembarque y a los nacionales se les permitía acceder directamente a la gran sala de llegadas. Un policía indicó a Toni en un aceptable inglés, acompañado de gestos inequívocos, que él no podía desembarcar y que debía acompañar a un oficial de aduanas para tramitar su visado de entrada. Con la gabardina debajo del brazo y azorado hasta el extremo de sentirse prisionero de aquel oficial, caminó a lo largo de un solitario y largo pasillo, que no obstante parecía de reciente construcción, moderno y bien iluminado. El oficial se volvía a intervalos regulares hacia él indicándole con gesto severo pero correcto que le siguiera. Subieron a la primera planta y entraron en una amplia sala rectangular con unos grandes ventanales hacía la zona de aparcamientos donde Toni pudo ver que apenas había vehículos aparcados y sólo circulaban los que parecían ser viejos taxis de color crema y algún autobús articulado con bastantes años de antigüedad. El oficial le indicó que esperase junto a lo que parecía una ventanilla momentáneamente cerrada, porque al parecer él era el único pasajero que necesita gestionar su visado. La ventanilla se abrió y apareció el mismo oficial, que le pidió el pasaporte y le pregunto cuál era el nombre de la persona que le había invitado y la ciudad donde se dirigía. Toni no estaba seguro de haberlo entendido y empezaba a sentirse inquieto porque no acaba de comprender cuál era el sentido de aquel interrogatorio. El oficial volvió a repetirle la misma pregunta en inglés, pero pronunciando más lentamente:
—Please... the name... of your contact...!
—Ah, name, yes, Tania, Tania Ivanova!
—Wich city... are you going... to visit?
—¿City, cómo city? —preguntó completamente azorado—. ¡No understand!...
El oficial estaba consultando un portafolio donde había un número determinado de folios timbrados con aspecto oficial, se detuvo en un uno de ellos y le volvió a preguntar:
—Tatiana I.?
—¡Sí, yes, yes! —dijo Toni con un gran alivio al escuchar el nombre de la mujer y de la ciudad que ahora ya recordaba.
El funcionario estampó el visado en una página de su pasaporte, rellenó y selló ceremoniosamente un recibo del seguro médico y lo puso dentro. Se lo entregó y le volvió a repetir en inglés casi deletreado:
—Your flay back... depart Sunday 18:30... Do you undestand?... Dont lost your fly, please!
Toni contestó varias veces afirmativamente reforzándolo con enérgicos movimientos de cabeza.
El oficial de aduanas salió de la oficina y acompañó a Toni a la zona de llegadas, una vez concluidos los tramites del visado. Toni sintió gran alivio cuando comprendió que todo estaba arreglado y que había obtenido el visado sin mayores problemas. Mientras seguía al oficial, a través del largo pasillo de vuelta a la zona de embarque, se sentía increíblemente azorado e inquieto, porque nunca en su vida había hecho algo tan fuera de lo normal, ni había corrido aquellos riesgos, y se dijo a sí mismo que nunca lo volvería a repetir. Por primera vez volvió a pensar en la razón de su visita, trató de tranquilizarse, y se preparó para conocer a la mujer causante de toda aquella agitación.
Apenas cruzó las puertas de llegada se encontró casi de bruces con Tania, porque era ya la única persona que quedaba en la zona de llegadas, estaba impaciente por la tardanza y temía que Toni hubiera perdido el avión. Al ver aquel rostro familiar que se aproximaba hacia él con aire decidido, sintió una agradable sensación de alivio, como si le hubieran rescatado de una pesadilla y conociera aquella mujer de toda la vida. No obstante, su timidez le impidió tomar la iniciativa y esperó a que ella se presentara.
—¡Toni M.!, ¿verdad?
—¡Sí, y tú eres Tania... I.!
—¡Sí! —afirmó ella, que también parecía sentirse enormemente aliviada porque los tramites del visado se habían producido sin novedad. Toni no sabía cómo presentarse y optó por estrechar la mano de Tania, quien se sorprendió porque esperaba que la besara en la mejilla, para lo que ya había iniciado el gesto necesario.
—¡Jo, que pasada de aduana! —exclamó Toni confuso—. ¡Es como en las películas de la antigua Unión Soviética!
—¡Ah, sí, la Unión Soviética! —Tania intentó sonreír la ocurrencia, pero inmediatamente trató de organizar el viaje de regreso, porque ya no habría taxis y podrían perder el último autobús.
—¡Por favor, tenemos que darnos prisa o perderemos la última gua gua!
—¿Gua-gua? ¿Aquí se llaman gua-guas? —preguntó divertido Toni.
—¡Oh, perdona, en Cuba lo llaman gua gua, ¿y en España?
—¡Ah, te refieres al autobús!
—Si, pero ¡deprisa o perderemos el último!
Cogió con energía el brazo de Toni y casi lo arrastró hacia la zona de salida de la terminal, donde apenas tuvieron el tiempo justo para detener el último autobús con un enérgico gesto de Tania y una orden en ruso que pudo oír el conductor. Subieron y se acomodaron en uno de los muchos asientos libres y Tania, satisfecha de su primer logro como anfitriona de un extranjero, se relajó y empezó a hacerse una idea del aspecto de Toni, que apenas había tenido tiempo de observar.
En la ex Unión Soviética
En el último autobús viajaban sólo empleados del aeropuerto, mujeres de limpieza, camareras, oficiales de aduana y probablemente algún campesino de las casas próximas al aeropuerto, situado en una zona de bosques con algunos claros dedicados a labores agrícolas, y a más de cincuenta kilómetros de la capital del , por tanto, el viaje duraba algo más de media hora hasta el centro de la ciudad. Toni, por su parte, se había sorprendido por el carácter enérgico pero cordial y siempre sonriente de Tania, tan distinto del de su mujer. Pero sin duda lo que más le había llamado la atención fue su larga chaqueta de cuero negro, ceñida a su cintura, del que sobresalía por el cuello una pañuelo probablemente de seda de color púrpura que contrastaba con su cabello rubio y abundante, cuidadosamente peinado, lo que le daba el aspecto indiscutible de una mujer rusa, tal y como se la había imaginado antes de llegar.
En cuanto a Tania, empezaba a darse cuenta de que aquel hombre se comportaba con la timidez que ella suponía razonable para alguien que llega a un país desconocido del que ni siquiera conocía el idioma, y vestía también como se lo había imaginado: traje de corte clásico pero moderno, camisa blanca a rayas, corbata en tonos rojos y una gabardina que sujetaba en el brazo porque no había tenido tiempo de ponérsela desde que salió del avión. En cuanto al físico, las entradas del cabello eran algo más profundas que en la fotografía y no podía evitar una incipiente barriga que presionaba la camisa, pero, en general, no es que le pareciera un hombre irresistible, pero tampoco desagradable. Podría decirse que era un tipo de hombre bastante común, probablemente habitual en su país.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó tras su primera impresión.
—¡Ah, el viaje, tranquilo! ¡Hablas muy bien español! —observó Toni con cierto alivio porque temía que no se pudieran entender.
—Sí, pero con un acento cubano, ¿no? ¡Estuve casi cinco años en Cuba, así es que, cómo no!
—¡Yo de ruso ni idea, sólo «espasiva»! ¿«Espasiva» es gracias en ruso, no?
Tania sonrió la ocurrencia, por otro lado tan habitual entre los extranjeros. Toni empezó a sentirse más reconfortado y la inquietud de la aduana empezaba a ser reemplazada por la inquietud de cómo tratar a aquella bella mujer que sin duda tendría sus hábitos y que no sabía percibir si aquel inicial afecto podría tener ya un claro mensaje para una rápida intimidad o si no era más un aspecto de la cordialidad tradicional de aquel país y debería procurar tratarla con cortesía, al menos en tanto algún gesto de ella no se lo diera a entender.
—¡Es curioso que hace sólo unos días te envié un correo y ahora... estoy aquí, a más de tres mil kilómetro de Madrid! —aquella observación le había salido de forma espontánea y no esperaba una respuesta. Al ver pasar las casas y los vehículos agrícolas, confundidos con algún moderno edificio que parecía ser alguna industria de reciente construcción y aquellos coches desconocidos para él que rebasaban con facilidad el autobús, un vetusto Ikarus húngaro que renqueaba ruidosamente por una amplia autovía donde apenas circulaban automóviles, todo aquello le parecía como un sueño difícil de asimilar para alguien como él. Tania lo interpretó como un halago y le contestó con otro halago:
—Sí, la verdad es que yo temía que fuera una broma. Te agradezco que hayas venido y espero que te guste mi país.
—¡La primera impresión no puede ser mejor! —dijo Toni poniendo énfasis en que ella comprendiera que la impresión había sido sobre todo por ella. Tania se ruborizó y se limitó a dar las gracias, recuperando rápidamente su semblante habitual.
—Siento que el visado no te permita venir a mi ciudad, pero claro, en sólo dos días...
—Tal vez en otra ocasión...
Tania empezaba a sentirse cómoda con aquel extranjero que se comportaba de forma tan cortés y educada. Tenía miedo que desde el primer momento se insinuara de alguna forma que la hiciera sentirse una mujerzuela en busca de una aventura amorosa, y aquel hombre la trataba como si fuera una vieja amiga de toda la vida a la que venía a visitar.
—Pero esta ciudad también es muy bonita... —dijo tratando de borrar de su mente nada que no fuera la normalidad que le inspiraba aquella nueva relación—. Pero no hay muchas cosas antiguas porque los alemanes la destruyeron completamente... En realidad arrasaron todo el país... más del setenta por ciento de las casas y dos millones de víctimas, la mayoría hombres... Fue muy trágico... Pero, en fin, de eso hace muchos años...
Toni trataba de imaginarse aquel país reducido a escombros, pero no se sentía con ánimo para hacerse una idea real de aquellos lejanos sucesos.
—¡Que desastre! —se limitó a contestar porque no deseaba que aquella corta visita se centrara en temas que no fueran alegres y festivos.
Después de terminar los trámites de su reserva, se encontraron en la amplio hall del hotel.
—Bueno, ¿y qué podemos hacer hoy? ¿Quieres que demos un paseo por el parque central, que es muy bonito, o prefieres ir a ver algún espectáculo, como teatro, un concierto o, incluso, al circo? ¡Porque aquí hay uno de los mejores circos del mundo!
—Prefiero pasear.
A Tania no le hubiera importado caminar cogido del brazo de aquel hombre, pero él no hacía ningún gesto que le indicara que tampoco le importaría. Cualquier otro hombre de su país en esas mismas circunstancias ya se lo habría sugerido, y hasta era probable que antes de ir a pasear se hubiera detenido en el bar de hotel para tomarse uno o dos vasos de vodka para librarse de la timidez. Así es que paseaba junto a Toni un poco desconcertada con las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero. Además, la noche empezaba a refrescar y tal y como iba vestida, el brazo de Toni le daría un poco de calor. No era muy galante de su parte dejar que una mujer fuera de aquella manera por un parque público, que en aquella época del año estaba frecuentado por infinidad de parejas entregadas a sus juegos amorosos, y donde era impensable ver a un hombre y una mujer paseando con las manos en los bolsillos.
Toni, por su parte, no estaba acostumbrado a tomar la iniciativa con las mujeres y esperaba alguna insinuación que le permitiera tomarse alguna libertad, pero no la cogería por el brazo, porque siempre le había parecido ridículo verse a sí mismo llevando del brazo a una mujer, como si fuera un asistente social paseando a una enferma. Tal vez rodearla por los hombros o cogerla por la cintura, pero eso era demasiado íntimo y requería algún tipo de iniciación o algún gesto inequívoco de ella para atreverse. Aquella situación hacía que Tania perdiera la concentración y no supiera de qué podían hablar para conocerse mejor. Le parecía que ella, como mujer, debería esperar a que Toni le sugiriera el tema para que no se sintiera presionado o manipulado. Puede que esa actitud estuviera pasada de moda, pero ella era así, le gustaba que el hombre se sintiera seguro de sí mismo y la mejor manera era que tratara de tomar la iniciativa, incluso en el tema de conversación.
El silencio era tan insufrible para Tania que no tuvo más remedio que renunciar a su propias convicciones e iniciar ella misma el tema de conversación:
—¿Por qué has venido desde tan lejos para conocerme? —le preguntó Tania de pronto mirándole a los ojos con tal decisión que le provocó un inevitable rubor. Toni se sintió atrapado por la única pregunta para la que inexplicablemente no había preparado una respuesta.
—¡Hombre... pues... bueno, ya te dije que quería conocer tu país!
—¿Sólo has venido para conocer mi país? ¿Y en un fin de semana?
—¡No, mujer, también por ti!
Toni intuía que debía decirle alguna galantería habitual en esos casos, pero su timidez se lo impedía. Lo que le horrorizaba era que tendría de haber esperado una pregunta así apenas se encontrara con ella y, para su desesperación, no había pensado en una respuesta. Tania era una mujer muy atractiva y cualquier hombre perdería la cabeza por ella, sin duda los demás tendrían un montón de respuestas, pero él estaba allí por despecho y, aunque no se hubiera encontrado con ella, le hubiera dado igual: lo que importaba era que había sido capaz de desahogarse cometiendo aquella locura que hubiera podido tener un final catastrófico o, por lo menos, frustrante. Sabía que, por muy bella y atractiva que fuera, no estaba seguro de que deseara irse a la cama con ella. En otras palabras: apenas había empezado el juego y ya le habían atrapado. ¿Cómo salir de aquella embarazosa situación?
Tania permanecía callada, pero ya no deseaba insinuarle que le gustaría cogerle del brazo, porque aquel hombre le desconcertaba y estaba tratando desesperadamente de entender su actitud, que posiblemente tendría que ver con el carácter de los españoles. Se sentía como desangelada, pero no quería sentirse decepcionada apenas unas horas después de conocer al hombre que la había venido a visitar desde un país tan distante y después de sufrir todos los posibles inconvenientes. Por eso intentó creer que podría haber alguna razón que ella desconocía y que sin duda podría tener que ver con su posible timidez.
Pasearon por las amplias aceras de la principal avenida, donde eran frecuentes espaciosos cafés de techos altos y decorados con cierta funcionalidad oficial, donde se tomaba sobre todo té y pastas, pero nada sustancioso de comer. Paradójicamente el gran restaurante MacDonald estaba tan concurrido que era necesario hacer largas colas para entrar, porque los demás, todavía gestionados por el gobierno, carecían ya de interés para la población y, además, las nuevas hamburgueserías les ofrecían una comida simple pero sustanciosa y barata, algo que cada vez era más difícil de encontrar.
Tímidos letreros de neón en caracteres cirílicos parpadeaban en algunas fachadas iluminadas de los nuevos almacenes con artículos variopintos de bajo precio y, a esa hora de la noche, empezaban a pavonearse los nuevos capitalistas con sus brillantes autos europeos, entre los que eran bastante comunes Mercedes de gama alta, últimos modelos de Audis y algún que otro Porsche espectacular. Finalmente encontraron un lugar que parecía estar hecho al gusto de los dos: una nueva heladería italiana profusamente decorada con banderas tricolores, fotografías espectaculares de la Toscana, del Piamonte, la Riviera y ciudades como Roma, Venecia o Nápoles. Se escuchaba música pop, no necesariamente italiana, a un volumen que no facilitaría la conversación, y era difícil encontrar un asiento libre a pesar de que ya era más de media noche.
La degustación del helado favoreció una comunicación más distendida, pero Toni parecía tener ningún tema en particular de conversación. Cansados y desconcertados por un ambiente que no era familiar para ninguno de los dos, decidieron volver al hotel, tomar allí la última copa, si es que les apetecía, y esperar a que el día siguiente amaneciera también con sol, lo que les permitiría estudiar un plan de visitas más detenido y con menos incidentes, como había sido aquel. Tomaron un viejo taxi y Tania evitó un nuevo tema de conversación intercambiando impresiones con el taxista sobre lo animadas que eran las noches en aquella ciudad. Una vez en el hotel, y tal y como habían acordado, Toni tomó una última copa de coñac y Tania pidió lo mismo, no porque le gustara sino por complacerle.
—¿Te lo has pasado bien? —le preguntó Tania angustiada por temor a que le hubiera decepcionado.
—¡Sí, pero estoy muerto de cansancio!
Tania comprendió que deseaba retirarse a su habitación y se despidieron sin que Toni mostrase el mínimo gesto de afecto hacia ella, por lo que volvió a sentirse desconcertada, pero se había propuesto ser paciente y dar un poco más de tiempo a aquel español tan difícil de complacer. «Mañana, si el día es bueno, seguro que todo va a cambiar», se decía a sí misma para no desesperar, viendo como se alejaba acompañado por uno de los conserjes que le introducía en el ascensor. Toni le hizo un leve gesto con el brazo que Tania, inmóvil todavía, le devolvió con mucho más entusiasmo y vitalidad y vio cómo desaparecía tras la puerta del ascensor. Después, ella misma se dirigió a su propio dormitorio sin dejar de preguntarse si, después de todo, había sido una buena idea anunciarse en Internet. No lo sentía tanto por ella sino por la posible decepción de aquel hombre, que sin duda esperaría algo más de ella, pero que no era capaz de imaginar qué podría ser.
«¡Los extranjeros son muy raros!» —pensó Tania intentando no sacar conclusiones prematuras y dispuesta a relajarse y tratar de dormir.
El último encuentro
A la mañana siguiente Toni parecía haberse recuperado de la apatía y el desconcierto de los primeros momentos, y volvieron a pasear por el mismo parque, pero ahora Tanía se había atrevido a cogerle del brazo. Tania se sentía feliz paseando con un hombre que, superadas sus primeras decepciones, le parecía amable, educado y lo suficientemente dócil como para que ella pudiera expresarle todo su voluntarioso deseo de agradar. Tampoco quería decir con esto que le gustara dominar, simplemente quería que su posible compañero supiera hasta dónde podía llegar su capacidad de amar y hacerle feliz si no se lo impedía la brutalidad y el autoritarismo, tan común en la mayoría de los hombres, y que terminaba frustrando a la verdadera mujer para convertirlas en desgraciados objetos de deseo y poco más. «Sólo cuando amas a alguien y te entregas a él, te conviertes en una persona —siguió reflexionando Tania camino del restaurante—, pero si te rechazan y no te permiten que les ames, acabas convertida en un animal». Era un pensamiento muy bonito que le hubiera gustado compartir con Toni, pero que dadas las circunstancias lo mejor era dejarlo para otra ocasión.
A la hora del almuerzo la conversación en el restaurante se redujo a rememorar las peripecias que les habían llevado a aquella situación y Toni no pudo evitar hacer una relación de las mejores exquisiteces de la cocina española y lo mucho que las añoraba. Tania escuchaba encantada y no dudaba que todo cuanto le contaba sobre aquel país era cierto y nada exagerado, porque ella misma se había formado ya una opinión favorable en la que, por supuesto, estaba incluida su excepcional cocina nacional.
—¿Sabes que en una ocasión estuve a punto de viajar a tu país? Íbamos a ir a un festival de música folclórica en Valencia, pero finalmente tuvimos problemas con los visados y no pudimos estar preparados a tiempo. ¡Me hubiera gustado tanto ir!
—¡Nunca es tarde, con el avión se llega en unas horas!
—¡Ay qué gracia, mi vida, el avión! ¡Nosotros siempre viajamos en autobús! A veces es para morirse de cansancio, pero no es nada aburrido porque conoces mejor por dónde estás viajando. ¿Sabes que he estado en Italia, Francia, Alemania, Hungría, Chequia y Polonia? —Tania repasaba los países enumerándolos cada uno con los dedos de la mano para estar segura de que no se olvidaba de citar a ninguno—. El que más me gustó fue desde luego Italia... Mamma mía, quelle bellezza! Tutto è bello e grazioso, eh? ¡Gelatto de tutti-fruti, pizza, lasagna, spaguetti.. E non parlare dell’amore, amore... que bello es l'amore! Ja, ja, no me hagas caso, pero me encanta el italiano, ¿y a ti?
—No lo cojo del todo, pero sí, es gracioso.
Tania estaba dicharachera y decidida a levantar el decaído ánimo de Toni con aquellas chiquilladas que, sólo por los gestos graciosos y expresivos, arrancaban sus tímidas sonrisas.
Pero de pronto pareció que Italia entera se desvanecía de su mente ante la prespectiva de la inminente partida del avión que inevitablemente tendría que tomar en apenas unas horas. Si él se lo pidiera estaría dispuesta a enfrentarse a las autoridades aduaneras y cancelar su vuelo para que se quedara algunos días más. Si fuera así, ya no le importaría que le acompañara a su ciudad y presentarlo a su madre, a su hija, a su amiga Masha e incluso viajar a la granja de su hermano Nikolai para que le diera también su opinión. Pero, en primer lugar, no sería fácil cambiar las fechas del visado, y en segundo, Toni no le había dado a entender que no le importaría prolongar unos días más su estancia en el país. Sólo por no quedarse con la sensación de que pudiera ser por su causa, intentó averiguar cuáles eran sus inmediatos compromisos y si habría alguna posibilidad de que se quedara unos días más.
—¿Puedo preguntarte en qué trabajas?
—Por supuesto: tengo un negocio familiar de venta de coches... Mercedes, supongo que los conoces.
Tania hizo un expresivo gesto que dejaba claro que los conocía y que sabía perfectamente que se trataba de coches de lujo sólo para gente rica.
—Entonces, ¿tú eres el jefe?
—Puede decirse que sí; sí, yo soy mi propio jefe y más o menos hago lo que me parece bien —lo dijo como si se estuviera dirigiendo a su odiado suegro y no la asombrada Tania.
—Claro, por eso viajarás mucho, ¿no?
—Sí, sobre todo a presentaciones. En realidad he aprovechado este viaje para asistir a una presentación en Francfort...
Tania sintió de pronto que los lujosos automóviles Mercedes se habían antepuesto por delante de ella, lo que explicaba todo: en realidad Toni había aprovechado un viaje de negocios para conocer a una chica desconocida de un remoto país de la ex-Union Soviética. ¡Eso era todo! Pero inmediatamente se dijo que no tenía ningún derecho a censurarle por ello y que incluso le parecía muy razonable y propio de una persona con sensatez. Si hubiera hecho lo contrario, es decir, recorrer toda esa distancia para conocer sólo a una mujer, sí que hubiera sido poco sensato. Así es que, en lugar de sentirse mal, reforzó su idea de que aquel hombre, no sólo era educado y atento sino además práctico. Aunque ella no tenía esa cualidad, la apreciaba en los demás.
—Entonces, ¡tendrás mucho trabajo!... —Tania esperaba sin duda una respuesta negativa, pero no ocurrió.
—Sí, sobre todo en esta época del año que es cuando más coches vendemos —Toni creyó entender el sentido de la pregunta, pero no estaba dispuesto a permanecer ni un día más en aquel lugar, a pesar de sus buenos médicos y la agradable compañía de Tania. La respuesta dejó zanjada esta posibilidad.
—¿Son bonitos los coches Mercedes?
—¡Mujer, claro! Yo mismo tengo uno que es una preciosidad, ¡pero ya lo has visto por la fotografía que te envié!
Tania no prestaba demasiada atención ni se dejaba deslumbrar, le parecía impropio de ella y de sus gustos sencillos, pero por un momento dejó volar su imaginación y se veía viajando en uno de aquellos caros y elegantes automóviles por alguna carretera bordeada de árboles en su plenitud de follaje, tal y como las había visto en el sur de Francia alguna tarde de verano, dejando entrever, a intervalos vertiginosos, rayos de aquel sol mediterráneo tan distinto al de aquel país, sintiendo el viento en su rostro y se sentía bien y feliz sin importarle, eso era lo más extraño, a dónde se dirigían, probablemente a algún precioso lugar al borde del mar.
La llegada de la camarera retirando los platos y preguntando qué tomarían de postre le sacó violentamente de aquella agradable ensoñación. Era evidente que Toni no le pediría prolongar su estancia en el país, así es que se exigió a sí misma resignación y sentido común con un gesto que ensombreció toda su anterior jovial expresión y empezó a preparar lo inevitable: el viaje de regreso al aeropuerto y el final de aquella corta y extraña historia que, por el momento, no podría decirse que fuera precisamente de amor, aunque al menos sí de amistad.
Tania acompañó a Toni a su habitación para ayudarle a recoger sus cosas y asegurarse de que no se olvidaba de nada, porque temía que dado su estado convaleciente pudiera tener alguna dificultad. Por otro lado, todo había sido tan rápido y su afecto por él había surgido tan en el último momento que no deseaba perderse ni un solo minuto de permanecer en su compañía hasta que, inevitablemente, tuviera que despedirle al pie del avión.
Toni se debatía entre su deseo de volver al mundo que le era familiar y su aprecio por aquella mujer que, a pesar de su simpatía y belleza, seguía inquietándole, y en la medida que se mostraba más afectuosa y familiar, le inquietaba todavía más. Pero no le quedaba más remedio que aceptar que no podía estar seguro de cuál pudiera ser la verdadera razón, que sin duda era su mala conciencia y la seguridad de que si crecía esa familiaridad tendría que terminar por confesarle la verdad.
Un apasionado beso de despedida
El viaje de regreso en aquel vetusto autobús articulado fue tan accidentado como el anterior. Esta vez iba repleto de pasajeros y tuvieron dificultades para encontrar un asiento. Tania tuvo que hablar con varios jóvenes para que cedieran uno a su compañero porque todavía estaba convaleciente. Cuando se levantaron, Toni, que no comprendió lo que les estaba pidiendo, protestó enérgicamente, pero ella le rogó que se sentara porque aquellos jóvenes se lo ofrecía de buena fe y podría parecer una descortesía. Toni aceptó dando las gracias con gestos exagerados y con aquella única palabra que conocía en ruso: «¡Espasiva, espasiva!»
Durante el viaje Tania había perdido el interés en su papel de guía de turismo y trataba de concentrarse en aquellos minutos finales porque le parecía irreal todo lo que le había sucedido en aquellos dos días. No habían tenido oportunidad de hablar de nada de lo que ella creía que hubiera sido lo fundamental, es decir, sobre sus intenciones, su situación personal y familiar; cómo había sido su impresión, si le había parecido una persona agradable y podrían continuar esa amistad con algún propósito algo más serio, etc., etc. Pero Toni en ningún momento le dio esa oportunidad y no sólo la entristecía sino que la inquietaba. Tenía la sensación de que si no pasaba algo más especial entre los dos, aquel hombre tomaría el avión de regreso y nunca se volverían a ver.
Por su parte, Toni no estaba seguro de cuál debería ser su actitud y en el fondo lo único que deseaba era que pasara pronto el tiempo y verse cuanto antes transbordando en Francfort hacia Madrid. Una vez en España tendría tiempo de meditar sobre aquella mujer y sobre su relación. Por eso parecía concentrarse en rememorar las utilidades de los nobles edificios por los que pasaban, el simbolismo de las gigantescas esculturas públicas, la escasa antigüedad de los edificios monumentales o incluso el nombre del río que volvieron a atravesar una vez más. Cuando el paisaje se volvió monótono y se adentraron en los densos bosques de abetos y las extensas superficies de sembrados, Toni comprendió que tendría que enfrentarse a una conversación más personal y apropiada para aquella situación.
—¡Bueno, esto parece que se acaba! ¡Cómo pasa el tiempo: otra vez de vuelta cuando parece que llegué hace una hora!
Tania tenía un aluvión de preguntas preparadas sobre el posible futuro de aquella amistad, pero finalmente comprendió que no era ella quien las debía formular sino él, por lo que se limitó a corroborar la brevedad de aquella relación con un triste gesto de resignación. No obstante se atrevió a sugerirle la posibilidad de un nuevo encuentro.
—Mira, que como ya conoces el país, a lo mejor te animas y vuelves otra vez...
Toni hubiera contestado que no sin apenas dudarlo, pero comprendió que sería una grave descortesía, por lo que trató de consolarla dejando abierta esta posibilidad.
—¡Quién sabe! Pero también podrías venir tú a España... ¿Te gustaría, verdad?
Tania le agradó sobremanera la respuesta y volvió a recobrar su sonrisa, pero se limitó a mover afirmativamente la cabeza porque sabía que, a menos que la invitara, ella nunca podría hacer un viaje así.
—No es que quiera decir que tu país no sea bonito, no, pero después de lo que he visto, desde luego que podría decir que ¡España es casi un paraíso! ¡Estamos en verano y aquí casi hace frío como en invierno! ¡Y estos bosques tan sombríos, el cielo tan gris... y esta sensación de tristeza que hay por todas partes...
Tania escuchaba sin prestar demasiada atención, porque el viejo autobús estaba ya entrando en la zona del aeropuerto y aquel último viaje llegaba a su fin. Se concentró en los preparativos para embarcar para que no surgiera algún problema imprevisto, porque en su país la burocracia seguía siendo tan incomprensible e imprevista que tal vez los trámites para atender su enfermedad no habían quedado completamente resueltos. Se dirigió inmediatamente a la terminal de embarque, mostró los documentos del seguro y el pasaporte de Toni, cambió algunas frases con el oficial de embarque, que a su vez hizo algunas consultas con el otro que parecía ser el encargado y, finalmente, admitieron su maleta y le entregaron la deseada tarjeta de embarque.
En domingo el aeropuerto parecía un parque de atracciones, porque una marea de niños con sus madres subían por las terrazas o correteaban por la amplia nave completamente vacía de toda decoración innecesaria, donde tan solo había dos casetas metálicas con las oficinas de las líneas aéreas polacas LOT y las alemanas Lufthansa, el resto era un inmenso espacio vacío, donde ni siquiera se podía tomar una taza de café. Tan solo una nueva máquina expendedora de tabaco de una marca americana permitía comprender que aquel era un aeropuerto internacional de un país en transición hacia el capitalismo. Los escudos de los viejos símbolos de la ex Unión Soviética, de la hoz y el martillo, ornamentados y policromados, seguían presidiendo lugares, decorando verjas metálicas o letreros de delegaciones oficiales. Sobre las pistas tan sólo estaba el avión del vuelo de Francfort y un limitado número de viejos reactores propiedad de la Compañía Aérea Nacional, aparcados con aspectos de estar listos para el desguace, pero que sin embargo servían las líneas domésticas y con otras capitales de los nuevos Estados, como Kiev o Moscú, pero era probable que ninguno de aquellos anticuados aviones estaría autorizado para sobrevolar el cielo de Europa occidental.
Tania se había vuelto a sentir violenta ante la idea de coger a Toni por el brazo porque, una vez más, él tampoco parecía mostrar gran interés porque lo hiciera. Ya no era un amigo suyo convaleciente con el que podía permitirse ciertas familiaridades sino que a medida que pasaba el tiempo la realidad se imponía y tan sólo se trataba de un amigo español que había conocido en extrañas circunstancias y que regresaba a su país sin que hubiera sucedido nada especial. Era uno más como tantos otros extranjeros que había tenido oportunidad de conocer en sus viajes con la orquesta. Incluso, con algunos de aquellos colegas su relación podría decirse que era mucho más personal y seguían en contacto, aunque sólo fuera para intercambiarse felicitaciones por Navidad. Por tanto, caminaban por el gran salón de la terminal de la misma forma que lo hicieron la primera noche por el parque: él sujetando con el brazo la gabardina y la otra mano en el bolsillo del pantalón, como una excusa para no comprometerse en coger la de Tania, y ella condenando las manos al fondo de los bolsillos de su larga chaqueta de cuero negra, donde desde luego no querían estar.
—Como dicen los ingleses: «un penique por lo que estás pensando» —dijo de pronto Tania porque le pareció ocurrente y oportuno, y agradeció que los ingleses hubiesen creado esa salvadora frase para entablar una conversación cuando no se sabe qué decir.
—Pues, la verdad, nada en especial ¿Qué quieres que piense?
Aquella pregunta por respuesta no podía ser más desilusionante y no dejaba dudas sobre la frialdad en que había caído aquella corta relación. Tania era una artista, pero necesitaba un instrumento para interpretar, y podría hacerlo con sensibilidad y dulzura. ¿Qué podía hacer en aquellas circunstancias? Pero lo más cruel era sentir que aquel hombre no era tan frío como pretendía ser, con su aire de hombre de negocios occidental, su gesto tenso y su mirada siempre rehuyendo la suya sin saber muy bien por qué sino que le parecía una excusa para ocultar su timidez y eso la desesperaba. Le hubiera bastado con un mínimo gesto afectuoso para que ella le hubiera devuelto el mismo multiplicado por cien, pero algo se interponía entre los dos y por mucho que se esforzara tenía la sensación de que se iría sin poderlo averiguar.
De pronto la megafonía del aeropuerto anunció el primer aviso de embarque para los pasajeros de Francfort. Un revuelo de gritos infantiles y trajinar de personas revolucionó el tranquilo aeropuerto. En realidad la mayoría de pasajeros eran emigrantes padres de familia que regresaban a sus trabajos habituales en la Europa occidental, y había llegado el temido momento de la despedida. Los niños se aferraban a las piernas de los padres mientras las esposas, sin poder contener las lágrimas, abrazaban una y otra vez a sus maridos como si quisieran conservar, además de su afecto, su olor. Finalmente, la separación se convertía en una monumental escena de dolor entre el gimoteo de los niños y el llanto callado de las esposas, ya totalmente desconsoladas, que con la cabeza cabizbaja, agitaban lentamente un brazo hasta verlos desaparecer tras las puertas de embarque, mientras con el otro trataban inútilmente de consolar a los compungidos niños.Tania sintió una gran tristeza al contemplar aquellas escenas de dolor de mujeres que, al parecer, eran más afortunadas que ella porque tenían maridos amantes y afectuosos, pero que por aquellas paradojas de la vida, tampoco se podían quedar a su lado, mientras ella, al menos, no tenía que sufrir por aquellas dolorosas separaciones.
Toni, nervioso y confuso, parecía tratar de huir de todas aquellas escenas cuya emotividad le parecía excesiva, porque no comprendía la razón y estaba acostumbrado a las despedidas de otros aeropuertos que no eran así. Trató de llamar la atención de Tania para que ella misma eligiera la forma más adecuada para despedirse, temiendo tal vez una escena parecida. Tania había dado ya todo por perdido y aquella amistad por finalizada, y mucho más después de comprender que, después de todo, ella podía sentirse más dichosa que aquellas pobres mujeres, cargadas de hijos, con escasos recursos, probablemente desempleadas y con sus maridos a miles de kilómetros de allí la mayor parte del año. Por eso, decidió que ya no le importaba lo que Toni pudiera pensar sobre ella. Le rodeó por el cuello con sus brazos y buscó los asustadizos labios de Toni dispuesta a besarle de forma que al menos durante mucho tiempo conservara su sabor y le resultara difícil olvidarse de ella. Toni estaba desconcertado pero no se opuso en absoluto, apenas sintió la sensualidad suave y húmeda de aquellos labios, tuvo la sensación de que todo su cuerpo se rebelaba pidiéndole un poco más de pasión para responder adecuadamente a aquella sorprendente situación. Rodeó a su vez los hombros de Tania y se dejó besar hasta que ella, que se había propuesto permanecer así hasta que él la rechazara, se dio cuenta de la situación. Separó los labios lentamente, le dirigió una intensa mirada mezcla de pasión y vergüenza y consideró que al menos había hecho lo que debía de hacer y ahora ¡ya se podía marchar! ¡El tiempo se había terminado y su sueño también!
Toni desapareció por las puertas de embarque sin poder apartar la vista de aquella mujer. ¡En sus cuarenta años jamás había sentido nada igual y, por desgracia, camino ya del avión, se dio cuenta de que tardaría mucho en volverlo a sentir! No quería escuchar los desordenados latidos de su corazón, pero, mientras todavía conservaba intacto el sabor de los labios de Tania en los suyos, tuvo que reconocer que probablemente la diferencia era que se lo había dado por amor, lo que le hizo sentirse culpable y el ser más desgraciado y a la vez mezquino de este mundo.
Toni ya no puede vivir sin Tania
Durante el interminable tiempo que transcurrió entre su entrada en la zona de embarque y el despegue del avión, Toni no podía impedir que las imágenes y sensaciones que de forma tan abrupta e inesperada acabada de tener, se agolparan en su imaginación. Lo más doloroso era darse cuenta de que a sólo unos metros, separados por las puertas de embarque, imposibles de volver a franquear, acababa de dejar a una mujer dulce y sensual, y que era probablemente, o al menos así lo deseaba, estaría pensando lo mismo que él, porque no había otra explicación para aquel apasionado beso de despedida cuya sensación era imposible de borrar de sus labios. «¿Es posible que estuviera enamorada de mí y ni siquiera me he dado cuenta?». Se preguntaba obsesionado. «¿Cómo he podido ser tan... tan idiota y no haber aprovechado mejor el tiempo? ¡Hubiera podido acostarme con ella en el hotel!». Esta última reflexión no le parecía muy noble, pero teniendo en cuenta la pasión de aquel beso, empezaba a pensar que tal vez ella lo había estado insinuando y, ya fuera por su debilidad o por su falta de experiencia con las mujeres, no se había dado cuenta. Afortunadamente, las maniobras del despegue y las indicaciones de la azafata llamaron su atención, e inmediatamente después volvió a observar que los pasajeros, la mayoría hombres, hablaban entre ellos en ruso con gestos sombríos, y algunos permanecían pegados a las ventanillas, como si no quisieran perderse nada de paisaje natal que muy pronto desaparecería bajo las densas nubes grises que no tardarían en superar.
Toni también intentó contemplar por última vez aquel escenario, que sin duda tardaría en olvidar, y al contemplar el aeropuerto creyó ver una figura negra sobre una de las amplias terrazas de observación que muy probablemente podría ser Tania, aunque ya le resultaba difícil de confirmar.
En efecto, el avión se adentró rápidamente en la masa de nubes y en pocos minutos las sobrepasó abriéndose a una inmensidad blanca, sobre la que lucía un sol brillante que se introducía por las ventanillas del avión, dando ya la sensación de que había abandonado el mundo real y surcaban los cielos de Europa sin más fronteras que las corrientes de aire y la forma caprichosa de las nubes.
El trajín de las azafatas acarreando los carritos del catering y la inesperada pregunta de su pasajero de asiento impidieron que Toni volviera una vez más a sus pensamientos sobre aquella encantadora mujer que ahora le parecía como un sueño y que sólo tenía sentido sobre la tierra, y no allí en el cielo.
—English? —le preguntó su compañero de asiento, probablemente un emigrante de regreso a su trabajo en algún lugar de Europa.
—No, Spanish, of Madrid...
—Ah, spagnolo, parlo un piccolo spagnolo, perché quasi è giusta come l’italiano, comprendo?
Toni sonrió la observación pero tuvo la molesta sensación de que aquella podría ser una conversación insulsa y sin sentido, que desde luego él no deseaba mantener.
—Perché sei venuto nel mio paese? Turismo o commercio? —insistió su acompañante porque parecía decidido a mantener algún tipo de conversación tal vez para distraer su atención del vuelo, que probablemente temía.
—Bueno, sí, puede decirse que turismo...
—Nel mio psaese non troppo bello, sapete? Scarso, molto scarso!, Nessun soldi, nessun lavori... capite?
—Sí, comprendo, ya me he dado cuenta...
Aquella conversación empezaba a molestar profundamente a Toni porque no creía que tuviera nada que ver con lo que él había visto de aquel país y, de cualquier modo, su estado de ánimo no estaba para enzarzarse en una conversación sobre empleo, sueldos, sistemas económicos o valoraciones de ese tipo sin que, además, hablaran en el mismo idioma.
—Yo no sé; no puedo hablar... sólo dos días en su país. ¿Comprende? ¿Qué puedo decirle? —intentaba disuadir al compañero para que diera por finalizada la conversación, pero el acompañante, que sin duda necesitaba hablar para superar su terror por el vuelo, continuó impasible.
—La gente è molto inteligente, molto preparata, molto coltivata, sapete? Ma non abbiamo lavori. E che cosa basteremo? Come me, vada al inmigracione... Ma, non è piacevole... Sono padre de famiglia... tre bambini, capite? Sono ingeniere... industriale, e sto lavorando come condutore dell’uomo di consigna, a Livorno, capite? Lavoro duro è pochi soldi. Ma, che cosa posso fare? Il mio bambini a bisogni di soldi per la escuole, medici, vestiti, alimenti sani, capite? Che cosa posso fare? La mia moglie rimane singola trecento giorni all’ano... e non è buono... che la moglie rimane singola... No, non è buono!
Hubiera continuado esta confesión probablemente hasta el aterrizaje en Francfort de no haber sido por la oportuna llegada de la azafata para servirles la cena. Durante la larga disertación Toni se había limitado a asentir con la cabeza cada intervalo razonable, y, aunque entendía prácticamente todo, no tenía la mente como para hacerse una idea de las circunstancias familiares ni personales que su acompañante estaba tratando desesperadamente de exponer.
Tan sólo aquella última frase parecía abrirse paso en su aturdida mente, como si de pronto creyera que la naturaleza de las mujeres fuera como una fiera sedienta de sexo y su fidelidad fuera inevitablemente voluble por esa misma razón. «Si se ha echado en mis brazos de esa manera en sólo dos días, ¿qué le impedirá hacer lo mismo con otros hombres ahora que yo me he ido?». Pensaba no sin cierto remordimiento pero tratando de ser lo que él entendía por realista. Tan sólo la sensación de su beso, que todavía permanecía vivo en sus propios labios, le hizo considerar la vanidosa suposición de que tal vez él era diferente a los demás y le sería fiel. «¿Fiel? ¿Pero, por qué razón? —se censuraba a sí mismo—. ¿Le he prometido algo? ¡Ni siquiera le he pedido que viniera a visitarme a España, ni la he dejado ver que regresaría alguna vez! ¡No tiene ninguna razón para serme fiel y lo más probable es que reciba a otros extranjeros, quién sabe si no lo hará mañana mismo!»
No eran pensamientos de los que se sintiera orgulloso, pero le parecían perfectamente razonables. Finalmente consiguió poner cierto orden en sus sentimientos con una lacónica conclusión: «¡Bueno, al menos tengo un ligue nuevo y no me he ido con las manos vacías! Seguro que si la invito vendrá a España... y si acepta, allí las cosas no van a ser igual que han sido aquí... ¡Por lo menos aprovecharé mejor el tiempo!»
La idea que tenía de «aprovechar el tiempo», aun cuando por pudor se negara a matizar en su propia imaginación, estaba claro que se refería a lo que ya daba por sentado que serían unas intensas y satisfactorias relaciones sexuales con aquella bella mujer.
Tania regresa a casa desconsolada
Tania, en efecto, subió a la amplia terraza de observación del aeropuerto y vio cómo rodaba el avión por la pista hasta tomar altura y perderse entre las nubes. Cuando desapareció sintió que la fría brisa de aquel atardecer le penetraba hasta el corazón y una angustiosa sensación de frío se apoderaba de ella obligándola a resguardarse en el interior. Caminaba lentamente, con la misma expresión de un niño que hubiera perdido su cometa entre las nubes. Miraba fijamente el suelo de cemento de la terraza, cruzado por largas grietas por donde sobresalían las juntas de alquitrán, tratando de sacar alguna conclusión de aquella experiencia antes de enfrentarse de nuevo a la realidad. Incluso podría llamar a su hermana, que por razones obvias, había ocultado que estaba en su propia ciudad, y hasta puede que le viniese bien desahogarse con ella y conocer su opinión. Pasase lo que pasase en el futuro, ya no se volvería a ocultar. Si lo había hecho hasta ese momento era porque la experiencia era tan nueva y tan inesperada que desde un principio tenía la sensación de que no saldría bien y no valdría la pena comentarlo con nadie de su familia.
Pero ahora no estaba segura de si aquella entrevista realmente había salido bien o no; si la reacción de Toni ante su inesperado beso había sido una prueba clara de que no era más que un hombre tímido y fuera de lugar, y que tal vez tendría que haberse comportado así prácticamente desde el primer momento. Al menos eso era lo que creía que se supone harían las otras mujeres en similares circunstancias. Por otro lado, se había mostrado amable y educado en todo momento, incluso durante su corta enfermedad ¿No habría empezado ya a sentir dolores la primera noche y aun así supo comportarse como si no los padeciera? «¿Pero, por qué no me ha insinuado nada sobre nuestro futuro? —se preguntaba obsesionada una y otra vez—. ¿No le habré gustado lo suficiente, o tal vez no era la clase de mujer que se habría imaginado? ¿Se habrá sentido cohibido por las costumbres tan distintas de este país?». Las preguntas surgían casi en tropel y para ninguna había una respuesta, porque la única persona que las tenía volaba ya por encima de las nubes, y en apenas unas horas estaría a miles de kilómetros de allí.
El viaje de vuelta se hizo incomprensiblemente triste y falto de aliciente. Recordaba la ilusión por sentirse una guía de excepción para Toni y volvió a preguntarse si él sentiría la misma angustia y desolación que ella en aquellos mismos instantes sentado en su avión. La soledad le parecía ahora mucho más insoportable y se daba cuenta de que aquellas cosas tan comunes y poco emotivas como el edificio de un museo o el monolito alegórico a los mártires de las guerras, se habían vuelto distintos sólo porque unas horas antes habían servido de excusa para sentir una breve pero sincera felicidad. Regresó al hotel, recogió su pequeña bolsa de viaje, y como su compañera no estaba en la habitación ni siquiera tuvo el consuelo de intercambiar con aquella mujer algunas opiniones sobre su experiencia, porque parecía tener más conocimiento que ella sobre los extranjeros.
Ahora le esperaban otras ocho horas de viaje en el tren nocturno, condenada a seguir pensando quién era en realidad aquel español al que había besado apasionadamente un minuto antes de perderlo probablemente para siempre, y estaba segura de que no llegaría a ninguna conclusión. Sólo esperaba poder conciliar rápidamente el sueño y que sus compañeros de departamento fueran mínimamente tolerables hasta despertar en su ciudad y volver a su vida habitual.
Toni vuelve a la normalidad
Toni aterrizó en Madrid pasada la media noche y gracias al escaso tráfico a esas horas de la madrugada, tardó apenas media hora en llegar a su casa. Estaba cansado y asqueado porque se daba cuenta de que no había participado en la presentación del nuevo modelo de Mercedes, la verdadera razón de aquel viaje, y no sabía qué pensar sobre lo que le había sucedido. Para colmo, tendría que poner cuidado en ocultar aquella experiencia, no por lo que significa de infidelidad sino por no sentir el indiscutible ridículo de haber estado con una mujer un fin de semana a miles de kilómetros de distancia y ni siquiera habían hecho el amor.
Entró en la casa con extraordinario sigilo con la esperanza de que Olga ya estuviera dormida y se ahorrase sus inevitables preguntas cargadas de perversidad y quién sabe si de reproches, porque Toni estaba seguro de que las mujeres tenían un sexto sentido para averiguar las infidelidades de sus maridos, lo que no ocurría con los hombres. Pero Olga le escuchó y parecía estar esperándole.
—¿Cómo ha ido la presentación? —le preguntó con cierto sarcasmo, como si se corroborase su aprensión sobre el sexto sentido de las mujeres y ella sospechara que ese no era el aspecto de alguien que regresa de un encuentro entre empresarios, tratados con toda clase de lujos, en una de las ciudades más ricas de Europa.
Toni no pudo evitar un reacción airada que desconcertó a Olga.
—¡No creo que te importe!
—¡Bueno hijo, pues no me cuentes nada si no quieres! ¡Vaya humos que trae el señor! Te lo pregunto como socia del negocio, no como tu mujer...
Si no la deseaba como mujer, mucho menos como socia. Así es que insistió en su descortesía para que dejara de interesarse por él.
—Si hubieras ido tú te habrías enterado igual que yo, pero a ti el negocio sólo te interesa para mangonear y enfrentarme con tu padre.
—¡Está bien, ya veo que por lo que sea no estás de buen humor! ¡Oye, guapo, yo tampoco estoy para soportar tus groserías, así es que buenas noches y que duermas bien!
Toni no contestó y se limitó a insinuar un murmullo que bien pudiera ser «buenas noches». Apagó la luz de su mesilla casi al tiempo que lo hiciera Olga con un gesto malhumorado y se entregó a sus propios pensamientos liberado ya del inoportuno acoso de su mujer. Afortunadamente el cansancio pudo más que su conciencia y no tardó en quedarse profundamente dormido.
A la mañana siguiente se sintió incomprensiblemente bien y con ánimo para enfrentarse a cualquier nueva circunstancia. Desayunó con sus hijos que le reprocharon con su descortesía y agresividad habitual el no haberles traído nada de Alemania, pero no les prestó la mínima atención y dejo que, como era habitual, Menchu parase aquellos ataques de ira e histerismo contra él, dejándolos como de costumbre enfrascados en sus permanentes luchas fratricidas por cualquier insignificancia.
Después de su corta experiencia en el país de Tania, comprendió que sin duda sus hijos habían crecido en la abundancia y con toda clase de caprichos y ahora ya no sería posible rectificar, y que sus estratagemas irán en aumento hasta que resultaran realmente insufribles. Esta inesperada reflexión le produjo la sensación de que, después de todo, tarde o temprano, sus propios hijos le repudiarían y en cierta manera empezaba a considerarlo no como una desgracia sino como una verdadera liberación.
Su aspecto se había mejorado ostensiblemente y en el concesionario apenas notaron nada especial que les llamara la atención. Concha, su secretaria, le puso al corriente de la agenda del día, y quedaron que Toni les informaría sobre el nuevo modelo de Mercedes presentado en Francfort a la hora del almuerzo. Apenas se encontró otra vez sólo y protegido por la familiaridad de su despacho, hizo una primera llamada a su abogado para la que ni siquiera había tenido la más mínima duda sobre el asunto que quería consultar.
—¡Quiero invitar a España a una persona de un país del este de Europa! ¿Tú puedes hacer eso?
El abogado le puso al corriente de forma esquemática de la tramitación legal, las condiciones y la duración de la estancia y Toni le ordenó de forma lacónica y autoritaria:
—¡Venga, ya puedes empezar a gestionar el papeleo! ¿Cuándo podrá estar listo y cuándo le digo que puede venir?
Su abogado, que percibió la urgencia y lo que significaría en su minuta, le garantizó que en quince días esa persona tendría su invitación en el consulado europeo que representara la zona Schengen y podría viajar a España sin ningún problema.
Toni estaba rebosante de satisfacción por su renovado dinamismo, incluso en la toma de decisiones que no tenía nada que ver con el negocio. Pensó la forma de hacérselo saber a Tania y empezó a acariciar una especie de venganza por su estúpido comportamiento. Se dijo a sí mismo que desde el primer día aquella mujer sabría qué clase de hombre era en realidad y cómo sabía responder a una provocación como la que ella le había hecho en el último momento. Era como si Tania le hiciera sentirse más hombre, o todavía mejor, simplemente un hombre, mientras que su mujer le había hecho sentirse un alfeñique que transigía incluso en reprimir sus instintos más naturales hasta el extremo de hacerle creer que no los tenía. Con Tania las cosas serían distintas porque de improviso tuvo la iluminación de que para sentirse hombre lo primero era necesario tener delante a una verdadera mujer. ¡Y no había duda de que Tania lo era!
Una conversación entre madre e hija
Tania, por su parte, regresó a su rutina habitual con la conciencia de que todo seguiría igual que antes de conocer a aquel desconcertante español, y el único cambio que había experimentado era la deuda de cincuenta dólares que había contraído con su amiga Masha, y que no tenía ni idea de cuándo se los podría devolver, por lo que creyó conveniente entrevistarse cuanto antes con ella y ponerle al corriente de la situación. «A fin de cuentas fue ella quien me ha metido en todo esto». Se justificó.
—¡Pero mujer! ¿por qué no le dijiste que no estabas bien de dinero y que al menos te pagara los gastos del visado?
—¡No tuve valor... y él tampoco me dio a entender... en fin, no te preocupes, te devolveré diez dólares cada mes hasta que te lo pague todo!
—Entonces... ¿tú crees que todo ha terminado... que no se volverá a acordar de ti?
Tania asintió con la cabeza incapaz de comentar nada más sobre aquella relación. Masha estrechó su mano y trató de consolarla con la primera cosa que le vino a la mente:
—¡Vamos Tania, levanta ese ánimo, ya verás cómo te escribe y serán buenas noticias!
Ninguna de las dos amigas parecían compartir aquella posibilidad con demasiado entusiasmo, especialmente Masha que había supuesto un resultado muy distinto, sobre todo a juzgar por lo que había sucedido con otras amigas y con otros hombres norteamericanos o alemanes. Se encogió de hombros y se despidieron con un beso en la mejilla casi imperceptible. Finalmente Masha se creyó en la obligación de advertir a su amiga que, a pesar de las apariencias, ella no había perdido todavía la esperanza porque los hombres todos reaccionaban tarde y acababan por desconcertarlas.
—¡Te llamaré si tienes algún correo!
—Gracias, Masha, pero creo que no tendrás que hacerlo...
De nuevo parecía que el parque se hubiera convertido en el lugar obligado para aclarar sus atormentados pensamientos y su exuberante vegetación, a punto ya de entrar en el verano, resultaba tan acogedora y los trinos de los pájaros eran tan relajantes que decidió sentarse en uno de los bancos y pasar algún rato simplemente contemplando a la gente pasar, dejando la mente en blanco y dejándose llevar sin prestar demasiada atención a lo que veía.
Algunas jóvenes madres jugaban pacientemente con sus bebés intentando que dieran sus primeros pasos. A Tania le parecían distintos a su hija, tal vez por aquella nueva forma de vestir, con sus vistosas prendas infantiles con graciosos estampados, probablemente comprados en los nuevos almacenes de artículos europeos. Sin duda que aquellas madres deberían ser auténticas privilegiadas a juzgar por el lujo de los complicados carritos, de la misma procedencia que la ropa. Le parecía que aquellas jóvenes mamás, que no eran más que unas adolescentes cuando todo cambió, tendrían una vida más sencilla y cómoda que ella. Tania tenía la sensación de que por mucho que se esforzara ella nunca sería admitida en ese nuevo mundo que apenas entendía o que, al menos, instintivamente criticaba y rechazaba. No añoraba el pasado pero le horrorizaba el futuro, era como si se hubiera quedado atrapada en una dimensión desconocida entre el viejo y el nuevo mundo y no supiera cómo poderse librar de los dos. Tal vez por eso intentó aquella loca aventura con aquel español, porque tenía la sensación de que ella sola, sin ayuda, nunca se libraría de aquella extraña sensación, que le angustiaba hasta hacerla llorar muchas de las noches que permanecía en vela, en el más absoluto desconsuelo ¿Estaba deprimida por las circunstancias del profundo cambio que se había producido en su país y no se habría dado cuenta? Al menos se consolaba pensado que su hija, pasara lo que pasara, tendría alguna oportunidad en ese desquiciado y complejo mundo en transformación que le había tocado vivir.
Anya, a pesar de su edad, había notado que tras el viaje a la capital su madre estaba más melancólica y distraída. Hasta la abuela empezó a preocuparse por ella, porque apenas podían mantener un tema de conversación coherente. La mujer tuvo la sensación acertada de que su hija estaba entrando en una depresión, pero también sabía por experiencia que no sería fácil averiguar cuál podría ser la razón. No obstante se arriesgó:
—¡Tatiana, hija, llevas unos días que estás como distraída y melancólica! ¡Soy tu madre y sé que te pasa algo, pero tú te empeñas en no decirme nada! ¡Estás empezando a preocuparme!
¿Por qué no le hablaba de aquel español y de su extraña actitud? ¿Por qué no confiarle lo que había hecho y el porqué? Pero, a pesar de su melancolía y la necesidad de sincerarse con ella, era mucho más fuerte la certidumbre de que su madre se moriría de pena si, por alguna circunstancia, ella decidiera dejar el país. Por tanto, ¿qué podía hacer?
—¡No estarás pensando en volverte a casar! Tatiana, hija, soy tu madre y lo comprendería. Todavía eres joven, tienes un buen trabajo, la pequeña Anyuta ya no es tan pequeña y no hay duda de que si tú quisieras, hombres no te faltarían, ¡ya lo creo que no!
De pronto Tania hizo una pregunta a su madre que abría la crisis de par en par, pero era tal su amargura que no la pudo evitar:
—¿Y si me casara con un extranjero, qué pensarías?
La madre no pudo disimular su asombro y una instintiva sensación de que aquella pregunta sin duda tenía mucho más de real que una simple curiosidad. No podía hacerse la idea de por qué su hija, que estaba segura amaba como nadie a su propio país y se sentía bien en él, podía pensar en hacer una cosa así, pero la impresión le impidió continuar con la labor de bordado para el vestido de ballet de su nieta. Dejó el bastidor sobre la mesa camilla, se quitó las gafas y, con la mayor calma que le fue posible, preguntó a su vez:
—¿Hija, no estarás hablando en serio, verdad? ¿Para qué te ibas a casar tú con un extranjero habiendo aquí hombres tan buenos trabajadores y tan honrados como puede haberlos por ahí?
Tania estaba furiosa y no sabía por qué, pero sentía que su madre no tenía derecho a chantajearla de aquella manera. Si se enamorase lo mismo le daría la nacionalidad de su amante. Pero era probable que su madre no lo entendería.
—¡Mamá, no he dicho que vaya a casarme otra vez, pero si... bueno, si me volviera a enamorar de otro hombre, desde luego que no me fijaría en su pasaporte!
—Tatiana, hija, ¡ya no eres una niña! ¿Cómo puedes hablar así con...?
—¿Cuarenta años? ¡Ya lo sé! —interrumpió Tania furiosa.
—Entonces... ¿era eso? Estás... bueno, como tú dices, enamorada otra vez... y a lo mejor es de un extranjero, ¿no?
Tania se quedó como petrificada. ¿Cuál era el sexto sentido que tenían las madres para ser capaces de adivinar los pensamientos de sus hijas?, pensaba sin salir de su asombro. ¿Cómo podría ocultar por más tiempo algo que incluso su propia madre sabía entender mejor que ella misma? ¿Sería verdad que se había enamorado de Toni y por eso estaba irascible y hasta furiosa porque temía que nunca le volvería a ver?
—¡Mamá, por favor, qué cosas dices! Mira, sabes qué, ahora mismo voy al mercado y compro un buen helado de chocolate y nos lo comemos las dos solitas... Está bien, no refunfuñes, ¡dejaremos algo para Anya!
Aquella idea, y saber que su madre había sido capaz de leer sus propios sentimientos y le había abierto la puerta para poder hablar en otra ocasión de aquella posibilidad, le puso de buen humor. «Sólo quisiera ser para mi hija tan buena madre como ella lo es conmigo», se decía a sí misma mientras caminaba decidida hacía el gran mercado central en busca del helado que serviría de excusa para que pudiera abrirle su torturado corazón.
Toni hace planes para gozar del amor de Tania
Toni había decidido resarcirse de su frustrado viaje y ya estaba haciendo planes para recibir a Tania en Madrid. Eligió un hotel adecuado lo suficientemente céntrico para que pudieran gozar de todo lo que una ciudad como Madrid les pudiera ofrecer. Ni muy caro ni muy barato, pero sobre todo discreto y que estuvieran acostumbrado a este tipo de encuentros. Empezó a calcular las fechas en las que se podría librar de su mujer y de sus hijos para poder dedicar a Tania todo el tiempo que fuera necesario y no tener que encontrarse con alguien que le resultara familiar ante quien pudiera sentirse culpable.
La fecha adecuada era sin duda el inicio de las vacaciones, cuando su mujer, los niños y los abuelos, se instalaban en Marbella, donde permanecían prácticamente todo el verano. También podría dejarlo para el mes de agosto, coincidiendo con sus propias vacaciones, pero era probable que por el compromiso familiar tendría que estar en Marbella o en la ciudad donde residían sus padres. Por tanto, no había tiempo que perder, Tania tendría que estar allí dentro de dos semanas y había que gestionar y preparar muchas cosas para que todo saliera bien.
Calculó los gastos del viaje, los regalos, las salidas nocturnas a espectáculos y restaurantes y no le pareció mal si durante aquellos siete intensos días sabía sacarles el adecuado provecho. No sin ciertos reparos morales intentó calcular lo que le costaría cada vez que hiciera el amor y si no resultaría más barato una prostituta normal. No es que intentara comparar a Tania con una profesional, pero no quería sentirse engañado y ridiculizado por sus colegas si las cosas no salían bien. Era un cálculo casi instintivo y no había en él ninguna mala fe. Por la noche, después de dejar arreglada su agenda del día siguiente y seguro de que su abogado había iniciado las gestiones para el visado de Tania, consideró que había llegado el momento de reunirse con sus colegas porque tenía muchas novedades importantes de las que bien podía presumir. Se había propuesto demostrarles que él sabía cómo seducir a una hermosa mujer, pero culta e inteligente, a diferencia de sus amantes que, a juzgar por sus explicaciones y bravuconadas, no parecían estar muy preparadas, ni eran tan hermosas como presumían, y que sólo eran capaces de mantenerlas a su lado si las sobornaban con constantes viajes y regalos.
—¡Coño, Toni!, ¿dónde te habías metido? ¡Ya estábamos temiendo que te había raptado alguna vampiresa de esas que tú encuentras en Internet? ¿Cómo te va con la rusa, tío? ¿Ya le has echado un polvo virtual?
Los colegas rieron la gracia mientras le palmeaban la espalda como dándole ánimos para demostrarle que seguían siendo sus amigos y confidentes.
—Reír lo que queráis, pero os vais a llevar una sorpresa dentro un par de semanas cuando veáis entrar por esa puerta la hembra más bien parida que habéis conocido!
—¡No nos jodas!, ¿no irás a decir que ya la conoces?
—Por supuesto que la conozco... ¡y muy bien! —dijo aquello pensado en el beso pero no le importaba que sus colegas lo interpretaran en un sentido mucho más íntimo.
—¡Tendrás huevos de haber ido hasta ese país para echar un par de polvos!...
—¡No jodas, tío, que no estoy loco! Fui a una presentación del nuevo SLK y me acerqué para conocerla...
—¿Y qué tal el nuevo Mercedes SLK? Debe ser una auténtica maravilla, ¿no Toni? ¿Cuándo lo importaréis para que lo veamos?
Toni perdió el hilo de la conversación cuando, en lugar de interesarse por Tania, sus colegas parecían mucho más interesados por el nuevo Mercedes, que no había tenido tiempo de conocer, y balbuceó lo primero que le vino a la mente con la esperanza de que volvería al tema principal de conversación, es decir, las mujeres.
—¡Coño, claro!, ¿qué esperas de un Mercedes?, ¡pero vamos a dejar este tema que bastante tengo ya con el trabajo!
—Sí, claro, lo comprendo... pero debe ser un auténtico monstruo, creo que han mejorado el control automático de conducción y ¡el mariconazo conduce casi mejor que las personas!... Entonces, ¿has conocido a ese pedazo de tía?
Toni asintió con la cabeza, como si temiese la siguiente inevitable pregunta, que en efecto llegó con la crudeza habitual:
—¡Bueno, cuéntanos!, ¿qué tal follan las rusas?
—¡Joder, tíos, que bastos sois! ¿No pretenderéis que os de ahora todo tipo de detalles, esas cosas son personales!... —lo que Toni deseaba era que no tuvieran la menor duda de que se había acostado con ella, pero temía que si se inventaba una historia así pudiera no ser demasiado convincente. No obstante, estaba cansado de escuchar de sus colegas descripciones brutales y sin el menor pudor o respeto por la intimidad de aquellas amantes sobre sus relaciones sexuales y podrían quedar en entre dicho si, al menos, no daba algún detalle se su propia experiencia que pudiera calmar su morbosa curiosidad.
—Mira, tengo casi cuarenta años y no es por presumir, pero me he acostado con unas cuantas mujeres, o lo que yo creía que eran mujeres, porque después de ésta, ¡macho, ahora sé lo que es una verdadera mujer!
Aquella expresión «verdadera mujer» debería dejar satisfecha la insana curiosidad de sus colegas porque, al menos para él, quería decir todo lo que una mujer era capaz de hacer sentir a un hombre, y en el caso de Tania, alcanzaba la perfección. Toni, al menos, no tenía la menor duda de que el mundo había personas que intentaban comportarse como mujeres y hombres, pero que pocas tenía dentro de ellas misma la esencia de su propio sexo y que aquello era difícil de explicar, pero que cualquier persona con experiencia en estas cosas lo sabría muy bien. No obstante trató de hacer una reflexión en voz alta sobre este particular que asombró los que le escuchaban.
—Hay mujeres que por pudor, educación, complejos o principios religiosos o lo que sea son incapaces de comportarse con naturalidad en la cama, pero las putas, que no tienen inhibiciones, se comportan como máquinas de masturbarte... Por eso digo que yo he conocido a la verdadera mujer: porque que es... bueno puta y señora, apasionada y romántica, salvaje y civilizada... ¡En fin, ya me entendéis!...
Puede que sus colegas no fueran capaces de hacerse la idea de una mujer así porque sólo estaba en la imaginación de todos los hombres y, por supuesto, en las novelas, pero pretender que algo así podría existir en la realidad era simplemente absurdo.
—¡Oye Toni!, ¿estás seguro de que has dormido bien? ¿No te habrás fumado un porro? ¡No creo que te sienten bien! Aquí el que más y el que menos no nos chupamos en dedo en cosas de mujeres y lo que nos cuentas suena a leído en alguna novela de esas románticas de maricastaña... ¡Hombre, no nos jodas!
Toni se sintió ofendido, pero al mismo tiempo halagado, porque era evidente que ellos no tendrían jamás la oportunidad de conocer una mujer así, por lo que no valía la pena insistir.
—¡Vale! No os preocupéis porque pronto la vais a ver con vuestros propios ojos, porque no tardará mucho en venir... Eso sí, verla la podréis ver, pero tocarla, ¡ni soñarlo!
Sin duda había cometido una estupidez al prometerles que les presentaría a Tania. Por primera vez se dio cuenta de que después de todo podía tener una o cien amantes sin necesidad de ir anunciándolo por ahí, entre colegas groseros y desconfiados, por lo que empezó a sospechar que la única aventura realmente cierta era la suya y que aquellos pobres individuos no hacían sino fanfarronear de aventuras probablemente inexistentes, o ni una sombra de lo que presumían en sus groseras charlas de bar. Resultaba curioso que después de tanto tiempo empezaba a comprender la grotesca manera de ser de su propio sexo, obligado a reafirmar una y otra vez su masculinidad siempre en entredicho con aquellas rutinarias y seculares charlas de taberna, en donde la imaginación es el verdadero recurso y no la experiencia real, lo que sustenta el maltrecho ego de aquellos torpes y barrigudos ejecutivos, incapaces de vivir experiencias tan vitales y verdaderas como la que había vivido él, ¡y eso que apenas recibiera un beso por todo anticipo de lo que vendría después! No, no presentaría Tania a aquellos miserables porque como solía decir su propia madre en casos así: «¡No está hecha la miel para la boca del burro!» Por tanto, podía sentirse afortunado aun cuando en adelante tendría que soportar las mofas y el sarcasmo de aquellos individuos víctimas de su propia brutalidad.
Una llamada telefónica de larga distancia
Tania tuvo que esperar una mejor ocasión para abrir su torturado corazón a su madre, porque la pequeña Anya se había unido a ellas, como cada tarde, a la salida del colegio.
Después de cenar, y como era habitual, madre e hija tomaron de nuevo el tranvía de regreso a su propia casa y Anya aprovechó para poner al corriente a su madre sobre las últimas travesuras en el colegio, porque los niños estaban como revolucionados ante las inminentes vacaciones de verano, y deseaba concretar las suyas propias.
—Sabes, mami, yo tampoco quería volver a Italia este año. Me da pena por el pequeño Antonioni, que me quiere mucho, pero, ¿ya estoy curada, verdad mama? —preguntó de pronto Anya con tanta vitalidad que obviamente la pregunta carecía de sentido a simple vista.
—¡Anya, cariño, tú nunca has estado enferma, si te enviamos a Italia fue para que cambiaras de aires y nada más, y no porque estuvieras enferma por lo de Chernovil, ¡gracias a Dios, porque muchos otros niños de Ucrania si quedaron afectados!
—¡Yo quiero pasar el verano con el tío Nikolai en Nosovichi, y quiero que venga también la abuela! ¿Vendrá la abuela, verdad mami?
—Eso espero, pero no todo el verano... ¡Esa abuela tuya le tiene tanto apego a esa vieja y fría casona que no sé cómo haremos para sacarla de allí este invierno! Si nos pudiéramos cambiar a un apartamento más grande...
—¡Mami!, ¿tú crees que el tío Nikolai me dejará conducir la carreta con Katiuska?
—Ana, hija, ¿no te gustaría tener una casa más grande y más... bonita... con muebles modernos, alfombras nuevas, una calefacción que no se estropee nunca, un baño nuevo, con lavadora y en un barrio más... bueno más nuevo y bonito?
Anya sintió que su madre estaba tratando de decirle algo especial porque casi nunca la llamaba Anna, sino Anya, incluso Anyuta, como solía hacerlo su abuela. Era como si se estuviera dirigiendo a otra persona más adulta y eso la alarmó. Se encogió de hombros y se dispuso a escuchar el resto de aquella conversación sobre algo que seguramente sería nuevo para ella.
—Ya sé que con el sueldo que tengo eso sería soñar despierta. Pero, hija... —prosiguió Tania, que temblaba ante la idea de introducir en la mente de su hija la idea de un posible nuevo matrimonio, precisamente unos días antes de iniciar sus vacaciones, lo que seguramente haría que cambiase su humor y su hermano tuviera que padecerlo, pero no podía continuar sin que su hija participase también de sus preocupaciones y trató de ser lo más delicada que le fuera posible —, ¿no crees que una familia no está completa si falta un hombre en la casa?
La niña tuvo la clara visión del sentido de aquella inesperada pregunta y se apresuró a defender a su propio padre:
—¿Por qué dejaste que papá se fuera a otra ciudad? Si no se hubiera ido... —Anya no pudo continuar con la idea inicial, porque ahora conocía a sus hermanastros y sabía que de no haberse ido ellos tampoco hubieran nacido. Por tanto, de alguna manera las cosas estaban bien así, pero no era capaz de comprender la razón del divorcio, aun cuando recordaba algunas de las discusiones de sus padres, del llanto de su madre, las eventuales borracheras de su padre y los horribles reproches que se hacían entre sí, pero, a pesar de todo, seguía sintiendo cariño y afecto por él. Por eso lo único que deseaba era dejar aquel tema y seguir pensando en sus vacaciones con su tío Nikolai—. ¡Si tú se lo pides, el tío Nikolai me dejara conducir la carreta de Katiuska! ¿Se lo pedirás, verdad, mami?
Tania comprendió que Anya no quería hablar del tema y que, después de todo, no tenía sentido alterar la vida de la pequeña cuando ni siquiera estaba segura de si tendría alguna oportunidad real de rehacer su vida, y menos con aquel español.
El tranvía les dejó en su barrio cuando las últimas luces de la tarde de aquel equinoccio de verano rivalizaban con las pocas farolas encendidas y algunos ventanales que ya estaban iluminados. Saludaron a varios conocidos que sacaban los perros a pasear y algún vecino enfrascado en las eternas reparaciones necesarias de sus destartalados automóviles, y como la noche era tibia y clara, decidieron pasear todavía un rato más antes de encerrarse en casa. Desde su regreso, aquel modesto y poco acogedor apartamento empezaba a resultarle insufrible y soñaba con poderse cambiar, si fuera posible antes del próximo invierno. Al menos Tania estaba ya segura de una cosa: se estaba preparando a sí misma para aceptar que en su vida podría suceder un cambio inesperado y que estaba dispuesta a enfrentarse a él.
Aquella sería, sin duda, otra larga noche de insomnio como las que padecía también desde que regresara. Tal vez fuera esa la razón de que su carácter se había vuelto más irascible, porque al no poder conciliar el sueño tenía necesidad de encontrar algo en qué ocupar su mente para librarse de la misma obsesión de siempre: aquella insufrible soledad. Pero, tal vez porque había llegado a contemplar siquiera la posibilidad, a la soledad se le sumaba su renacido ardor y deseo cada vez más frecuente e incontrolado. Por esa razón el sabor de aquel beso, que para ella fue sin duda una experiencia profundamente sensual, le alteraba mucho más como si hubiera sido una especie de anticipo de lo que podía esperar si finalmente era capaz de consolidar una nueva relación.
La enorme cama de matrimonio le parecía ahora insufrible por la ausencia de alguien que la estimulara y complaciera aquellos renovados ardores que no podía hacer nada por reprimir.
De pronto, en medio del silencio propio de aquellas altas horas de la madrugada en el que incluso podía escuchar la suave respiración de su propia hija, sonó el teléfono y el corazón de Tania sufrió una desbocada aceleración, la sangre se le acumuló en el cerebro y, como una autómata, saltó de la cama con la certidumbre de que había sucedido alguna desgracia familiar: el teléfono nunca había sonado a aquellas horas de la madrugada desde la muerte de su padre, por lo que temió que pudiera ser alguna fatal noticia relacionada con su madre. Descolgó el teléfono esperando la voz de algún familiar con la trágica noticia. Cuando escuchó la titubeante voz de Toni con un insoportable eco, propio de la llamadas de larga distancia, se dejó caer sobre una silla, el sudor frío le corría por la frente, el corazón todavía no se había recuperado y le costaba responder, pero el cerebro parecía despejarse rápidamente, cambiándose la primera inquietud en una sensación de asombro y hasta de súbita felicidad por escuchar la voz del hombre que ya había dado por perdido.
—¿Toni? ¿Eres tú...? ¿Pero...?
—¡Si, Tania, soy yo... Te llamo desde Madrid... Quería haberte llamado antes para decirte que llegué bien y todo eso pero he preferido esperar estos días para darte una noticia que espero que te guste... —Toni esperó unos instantes para ordenar la forma en que le plantearía la idea de venir a visitarle, porque la voz de Tania sonaba incomprensiblemente lejana y tenía miedo de que si no hablaba claro y despacio no la iba a entender —¡Estoy gestionando un visado para que puedas venir a Madrid dentro de quince días! ¿Te gustaría?
Tania no sabía que contestar porque comprendía que no se trataba de una simple visita turística sino que, sin duda, podría tener una trascendencia que a esas horas de la madrugada y bajo aquella excitación era incapaz de valorar.
—¡No sé!... La verdad es que no esperaba tu llamada... No es fácil, tengo compromisos... mi madre... mi hija...
Tania no se dio cuenta de que Anya también se había despertado sobresaltada por la llamada, había corrido al teléfono al igual que la madre y permanecía acurrucada a la espera de noticias en la puerta de su habitación. Sabía que su madre estaba hablando con un hombre y temblaba por la ansiedad y con la mirada fija en su madre, porque presentía que estaba pasando algo fuera de lo normal y que de alguna manera le iba a afectar. Por primera vez comprendió que su madre había iniciado relaciones con un hombre con el que parecía estar haciendo planes que ella no quería ni imaginar.
Tania, más relajada, se dio cuenta por fin de la presencia de su hija y de su inquietante mirada y trató de concluir cuanto antes aquella conversación para prestarla atención y tratar de tranquilizarla.
—¡Por favor!, ¿puedes llamarme mañana un poco más tarde? ¡Aquí son las... las cinco de la mañana! Llama sobre las diez y te diré alguna cosa. ¿De acuerdo?
—¡Lo siento!, no había pensado en el cambio de horario, perdona. ¡De acuerdo, te llamo mañana a las diez!
Tania colgó el teléfono y las dos mujeres permanecieron mirándose unos instantes, como si se estuvieran haciendo miles de preguntas angustiosas para las que deseaban una inmediata respuesta. Anya se acercó a ella lentamente, se sentó sobre sus rodillas y le preguntó disimulando su inquietud:
—¿Quién es ese Toni, mamá? ¿Es un hombre extranjero, verdad?
Para Tania esa fue la segunda vez que su hija le hacía una pregunta de la que esperaba mucho más que una simple afirmación. La primera fue cuando tuvo que explicarle las razones para su divorcio y ahora tendría que hacer todo lo contrario y tratar de convencerla de que hay hombres con los que se podía vivir en paz y en armonía, amorosos y respetuosos y que eso pondría ser bueno para las dos.
—¡Ana, hija, ya eres casi una mujer... estoy seguro que vas a comprenderlo!
—¿Por qué me llamas Ana, mami? ¿Qué tengo que comprender?
—¡Tienes once años! Ya eres casi una adolescente, pronto habrás dejado de ser una niña y empezarás a ver las cosas de otra forma... querrás ser más independiente... y tu mundo ya no se limitará a esta casa y a tu madre... Un día, incluso conocerás a un chico que te guste... —Anya se ruborizó ligeramente, pero su expresión se hizo más severa y apremiante porque deseaba comprender cuanto antes el sentido de todos aquellos preámbulos—, pero no como te gustan ahora... sino, bueno, de otra forma, y entonces sólo pensarás en él y cada minuto que estés sin él te parecerá eterno... Es natural... es el amor entre una mujer y un hombre, ¿comprendes? Quiero decir que te enamorarás de un chico y, si te corresponde, te casarás con él y formareis una familia. ¡No todas las relaciones tienen que acabar mal!
Anya permanecía en silencio porque todo cuanto escuchaba de su madre tenía para ella un sentido confuso del que se podía hacer tan sólo una vaga idea. En efecto, ya había sentido algo así por algún chico de su colegio pero no quiso darle importancia hasta no estar segura de qué podría ser. Y ahora que su madre le trataba de abrir los ojos se sentía turbada. Tal vez fuera excitante ser mujer, pero de lo que estaba seguro era de que también sería doloroso.
Tania no comprendía por qué Anya no replicaba con alguna de sus interminables e insistentes preguntas, por lo que procuró darle tiempo para intentar proseguir con aquella difícil conversación.
—Mira, Anna, hija, ¿por qué no hablamos de todo esto mañana que estaremos más tranquilas y relajadas? ¿Quieres dormir conmigo esta noche, eh?
Anya asintió con la cabeza incapaz de salir de su forzado silencio y las dos mujeres se acurrucaron la una junto a la otra, cada una con sus propios y atormentados pensamientos. Tania se preguntaba qué había sucedido en su mundo para que una niña como Anya tuviera que verse envuelta en aquellas extrañas circunstancias tan difícil de comprender y asimilar, cuando ella, a pesar de vivir una época bajo el sistema comunista, tuvo una infancia feliz, y rodeada de todo el afecto y la seguridad que podía necesitar. Una vez más las ideas se le hicieron confusas y el único consuelo a su angustia era sentir el cuerpo menudo y cálido de su hija, de la que pasara lo que pasara, no se separaría jamás.
Tania juega con su futuro
A la mañana siguiente Tania se sentía incomprensiblemente animada. Sin duda la razón estaba en la inesperada llamada de Toni desde España y aquella invitación que debería meditar con sumo cuidado pero que, al menos, le dejaba ver que se encontraba en situación de elegir y que su beso de última hora estaba dando sus esperados frutos. En cuanto a su hija, no le cabía la menor duda de que le resultaría más fácil hablar de todo aquello tranquilamente sentadas en la heladería del parque. Por último, tendría una importante entrevista con la directora de su escuela para comentar la posibilidad de cambiar las fechas de los conciertos o que pudiera ser sustituida por otra, al menos durante el tiempo que permaneciera en España, si finalmente se decidía a ir.
Anya caminaba por el parque cogida de la mano de su madre con una actitud que no era habitual. No se separaba de ella y apenas hablaba, esperaba a que se cumplieran las condiciones que su madre le había prometido para continuar una conversación que había creado en ella una gran inquietud. Tenía la sensación de que en sólo unas horas había crecido varios años y sentía que su madre le exigiría cosas que hasta ese momento no le parecían propias de su edad. Por ejemplo, la preciosa muñeca que le compró hacía apenas unos días pertenecía ya a los gustos de otra Anya, que probablemente se llamaría simplemente Anna a partir de aquella mañana tan especial. No tenía experiencia ninguna sobre cómo aceptar ese tipo de cambios en la personalidad, y, aunque estaba segura de que su madre hablaría con ella en unos términos que le costaría entender, por alguna razón, y teniendo en cuenta su edad, tendría que hacer un gran esfuerzo para estar a la altura de lo que se esperaba, en apenas veinticuatro horas, de su repentina madurez y sentido común. Si eso era hacerse mujer, una vez más comprendió que se trataba de algo profundamente doloroso y desolador. Pero no había vuelta atrás.
Pidieron el helado, intercambiaron sabores, comentaron algunas escenas divertidas de los niños que jugaban en las arenas del río, se recostaron indolentes como si quisieran acaparar todos los tímidos rayos de sol que se abrían paso entre densos cúmulos de nubes blancas y, por fin, Tania creyó que las dos estaban lo suficientemente relajadas y preparadas para reiniciar la conversación de la noche anterior.
—Ana, hija, ya sé lo que estás pensando... Piensas que tu madre se quiere volver a casar y eso te da miedo porque temes que ese... ese hombre, que además es extranjero, pueda robar parte de mi afecto por ti... ¿No es así, cariño?
Anya apenas hizo un gesto afirmativo con la cabeza sin apartar el helado de los labios, que utilizaba como coartada para no tener que hablar.
—¡Eso es una tontería!, y pase lo que pase, tienes que saber que tu madre te querrá siempre igual y ningún hombre, sea francés, español o marciano conseguirá que te quiera menos que ahora, ¿comprendes?
A Anya le hizo gracia lo del hombre de Marte porque trataba de imaginar a su madre paseando con un extraño ser de orejas largas y nariz de trompeta, lo que le parecía enormemente gracioso e irreal. Aquella tímida sonrisa permitió a Tania sentirse mejor y se decidió a poner a su hija al corriente de la situación sin más dilación:
—Sí, he conocido un hombre español de la forma más extraña que te puedas imaginar: ¡por Internet! ¿Sabes qué es eso de Internet, verdad? ¡Sí, claro, por supuesto y mejor que yo! Aunque no quise decir nada por si... bueno por si era una tontería y no pasaba de un intercambio de esos... correos electrónicos y nada más, pero este fin de semana fui a encontrarme con él, en lugar de por asuntos de la orquesta, tal y como os dije y tu abuela y a ti.
Los ojos de Anya se abrieron desmesuradamente. Seguía lamiendo el helado sin dar oportunidad para intervenir en la conversación, pero era evidente que aquella revelación le había causado una gran impresión.
—¡Sí, ya sé que es una mentira! —continuó confesando Tania—, y que no se deben decir mentiras, pero hija, ¿cómo iba a decirte la verdad si después no pasaba nada? ¿Me comprendes?
Anya volvió a asentir tímidamente con la cabeza, sin apartar la vista de su madre que tomaba aliento para proseguir.
—Bueno... pues a lo mejor ha pasado algo y... quién sabe... puede que sea un buen hombre y se enamore de mí y claro... ¡pues que podría suceder que me pidiera que me casara con él!
Los ojos de Anya mostraban ya claramente su excitación y su deseo de intervenir.
—¡Pero mami, es un extranjero y yo no quiero que te cases con un extranjero!
—¡Ana, hija, yo no he dicho que vaya a casarme, sólo que podría suceder y por eso quiero que lo sepas!
—¡No puedes dejar la abuela sola... y yo no quiero irme de este país! —protestó la niña con una expresión refunfuñona pero contundente.
—¡Por favor, Ana, no saquemos las cosas de quicio! ¿Pero es que no puedes pensar también en tu madre por una vez? ¿Quién te dice a ti que no te pasaría igual que con los viajes a Italia? ¿Recuerdas? Al principio tampoco quería separarte de mí para ir a Italia, pero al final resultaba que cada año llorabas porque te querías ir.
—¡Eso es distinto, sólo era para el verano! —protestó la niña que ya empezaba a sentirse más segura en su nuevo papel de adulta.
—¡No es distinto! ¿Quién te dice que... esa persona no te caiga bien y que llegase a ser un buen... eso, un buen padre también para ti? ¿Por qué no podríamos regresar a nuestro país una, dos o quizás más veces al año? ¡Por favor, Ana, sólo te pido que no saques conclusiones precipitadas! Vamos a tratar de ser dos personas adultas y responsables... ¿de acuerdo? Además, ¡apenas le conozco y sólo me ha pedido que vaya a su país, supongo que es normal que su familia quiera conocerme... bueno, pues por si llegara a suceder... ¡Pero no hay por qué precipitar las cosas!, ¿de acuerdo, cariño?
Anya estuvo de acuerdo pero sólo por complacer a su madre que empezaba a sentirse agobiada y angustiada. Sabía que a partir de aquel día las cosas ya no serían igual, y que aquel español, Toni o cómo se llamara, ya formaba parte de su vida y no sabía qué podría suceder, pero algo le decía que su madre no hablaba de aquel hombre como si estuviera enamorado de él sino como si por alguna razón lo necesitara, como necesitaba a la directora de la escuela que le entregaba el sobre con su sueldo cada mes. Tal vez sólo era una niña y no podía juzgar aquellas sensaciones, pero ella no se hubiera comportado así si estuviera enamorada de un chico de su escuela, y eso la inquietaba mucho más que la idea de que su madre se pudiera volver a casar.
—Además, Anyuta, cariño —prosiguió la madre—, ¿es que no te gustaría también a ti conocer España? ¿No habéis estudiado en el colegio que España es uno de los países más alegres y hermosos de Europa? Puestos a elegir, ¿no te parece bien que tu madre esté pensando en ir a vivir a un país como ése, con una cultura tanto o más apasionante que la de Italia?
Tania creyó que aquel alegato terminaría, no sólo con los recelos de su hija sino con los que ella misma pudiera tener.
—Este es nuestro país y lo queremos —continuó como si tratara de poner un final altruista en defensa de su propio país sin renunciar al nuevo, que probablemente la adoptaría—, pero, cielo, las cosas no están bien aquí ahora y las oportunidades para una mujer como yo... no son muchas. ¿Y tú? ¿No te gustaría estudiar ballet en una escuela española, eh? ¡Allí también hay buenas escuelas de ballet, teatros de ópera, conservatorios de música y, supongo que otras niñas como tú, venidas de países como el nuestro, o de Rusia, o de Ucrania, que también estudiarán allí. Además, debe ser una hermosa ciudad, con grandes y suntuosos edificios, jardines, avenidas llenas de tiendas con cosas bonitas, y ¿qué me dices de los palacios? ¡En España hay una monarquía, con su rey y su reina y hasta con príncipes y princesas! ¿Lo comprendes, hija?, ¡también nosotras tenemos derecho a aspirar a una vida mejor, con más comodidades y oportunidades para que las dos podamos llegar a ser aquello que deseemos ser! ¿Tú quieres ser bailarina?, ¡pues allí lo serás! ¡Yo sólo aspiro a un poco de felicidad y a la compañía de un hombre bueno, educado y compresivo, que me proteja y que me ame... ¿es mucho pedir? Y si todo eso puede suceder en España, ¿por qué no podemos irnos las dos, eh, Anya, por qué no?
Eran demasiadas ideas e imágenes las que había sugerido su madre en aquel apasionado alegato como para que ella pudiera hacerse una idea de todas y replicar, por eso comprendió que no podría convencerla de los posibles inconvenientes. Algo le decía que su madre estaba empezando a tramar una especie de fuga de allí y que todas aquellas bonitas razones no eran sino excusas. Ella no echaba de menos todas aquellas maravillas que su madre parecía ver en otros países y no las cambiaría por un helado a orillas del Soz una tarde de verano en su compañía ¿Para qué quería ella los palacios? ¿Qué le importaban los reyes y las princesas? En cuanto a las playas, no estaba mal, pero ella también se divertía en la alberca de su tío Nikolai, porque, además, tenía amigas y la alegre compañía de la perra Laika. Y sobre la escuela de ballet, la manera como su madre ensalzaba las del extranjero le parecía desleal, porque la de su ciudad era preciosa y los profesores muy amables y comprensivos. Entonces, ¿por qué tenían que marcharse de allí? No sabía cómo argumentar todo aquello, que de forma tan sencilla se le representaba en su imaginación, porque su madre estaba tan obstinada con la nueva idea de marcharse que siempre encontraría alguna razón para hacérselo ver de forma distinta a como era en realidad, así es que optó por el silencio y una cierta rebeldía sin llegar a exasperarla todavía más. Anya presentía que en adelante las relaciones con su madre no serían fáciles hasta que no volviera a entrar en razón, olvidándose de aquellas extrañas ideas de volverse casar con un extranjero.
Todos contra Tania
Tania dejó a su hija con la abuela para poder entrevistarse con la directora de su escuela, porque las fechas que le había propuesto Toni coincidían con el inicio de su gira por Europa y tal vez podrían encontrar alguna solución. De cualquier manera todavía no había dado su conformidad y todo le parecía muy precipitado.
Anechka, por su parte, se despidió de su madre con la duda de si debería hablar con su abuela sobre aquella absurda idea o si, en el caso de que lo hiciera, se enfadaría con ella. Permanecía silenciosa, sentada en el zaguán con el gran gato Gogol entre sus brazos, viendo a su madre salir por la puerta del jardín, como si desde aquella intempestiva llamada telefónica cada cosa que hacía ya no era más que un nuevo paso para llevar a cabo un plan determinado. Se había alterado completamente su manera de ser y de actuar. Antes era tranquila, paciente y hasta a veces le exasperaba su interés por muchas cosas que a ella le parecían irrelevantes. Ahora estaba poseída de una agitación permanente, hablaba mucho pero sin mantener los argumentos más allá de algunos razonamientos superficiales y sin poderse controlar. Andaba más apresurada. Con frecuencia se quedaba en blanco como abstraída en extraños pensamientos, que sin duda tendrían algo que ver con aquel misterioso español que parecía haberla absorbido el juicio y, en general, se comportaba de forma que parecía alejarse más y más de su propia familia, de las cosas que siempre le habían gustado, hasta el extremo de que ya no era aquella persona que siempre acariciaba al gran gato si lo encontraba en el zaguán. Ahora, prácticamente ni lo había visto, a pesar de que lo tuvo todo el tiempo en sus brazos. «Si esto es el amor, ¡nunca voy a enamorarme!», pensó valientemente Anechka entrando en la casa para hacer compañía a su abuela.
Antes de entrar en la escuela de música, Tania trató de serenarse y reposar de la agitada caminata. Agitación que carecía de sentido porque llegaba con bastante tiempo de antelación sobre la hora en que se habían citado. Permaneció unos instantes sentada en uno de los desolados bancos de los jardincillos frente a la escuela donde era habitual encontrarse con alumnos o madres esperando el fin de las clases. Tenían vacaciones desde hacía ya una semana. El concierto de fin de curso había sido un completo éxito y los padres del pequeño Piotr Schvabrin habían considerado la posibilidad de que permaneciera en la escuela al menos un curso más. Por tanto, en la escuela no había otra actividad que los ensayos de los profesores para la nueva gira de aquel verano por tres ciudades alemanas.
Sin proponérselo contempló una vieja paloma que con un torpe aleteo se posó sobre el pañuelo de bronce que cubría la escultura alegórica a la mujer trabajadora erigida durante la era comunista, y se preguntó quién sería en realidad aquella mujer de aspecto campesino, en una pose alegórica, en actitud de firmeza y decisión que la desconcertó. ¿Era ésa la mujer de este país? ¡Por supuesto que no! Ellas no tenían ya ese aspecto robusto y marcial, no llevaban pañuelo en el pelo, excepto las viejas campesinas del mercado, y no representaban a ningún partido político, ni sentían aquella fe ciega en una causa nacional que se había esfumado como las simientes de un diente de león empujadas por el viento. Ya no había ningún Estado protector que se ocupaba de las mujeres, de sus problemas de maternidad, que las ayudaba en la crianza de sus hijos, les proporcionaba educación gratuita y todo lo que pudieran necesitar para que ellas pudieran adoptar aquella sublime y heroica defensa de su país como mujeres trabajadoras. Tal vez, pensó, deberían quitar aquella estatua de la misma forma que podrían quitar las de en otro tiempo querido y venerado Lenin. Aquella mujer de la estatua había muerto con el fin de la era soviética y, por tanto, ella tenía derecho a reivindicarse como la nueva mujer que necesita encontrar nuevas razones para tener fe en su nuevo y desconcertante país.
Tania entró en la escuela a la hora en punto de la cita concertada, y se dirigió hacia el despacho de la directora tratando de mostrar una clara decisión para que no sospechara que, en realidad, su nueva amistad apenas tenía consistencia como para justificar una petición así. La severa María Ustinova no parecía gozar ni del menor tiempo de asueto y estaba enfrascada en la lectura de algunos informes escritos en folios timbrados, probablemente enviados por los organismos culturales de las ciudades alemanes donde actuaría aquella nueva temporada.
—Y bien, Tatiana, ¿qué es eso tan importante que tenemos que hablar? —dijo tras concluir su lectura y comprobar que Tania había tomado asiento no sin inquietud provocando cierto revuelo al tropezar con la pesada silla metálica.
—Verá... resulta que me ha surgido un imprevisto y no sé si podré estar libre para la primera semana de la gira... Quiero decir que quería saber si habría alguna posibilidad de que encontrásemos una sustituta... Sólo por una semana, supongo...
La directora no pudo evitar un gesto de desagrado y contrariedad. Pensó unos instantes antes de replicar, como si tratara de leer en la mente de Tania cuál podría ser ese «imprevisto» que a juzgar por su nerviosismo seguramente no se podría justificar como de «fuerza mayor». Se levantó apoyándose pesadamente en los brazos de la vieja silla de despacho, paseó en torno a la confundida Tania con los brazos cruzados sobre su inexistente cintura y haciendo un nuevo gesto de duda llevándose una mano a la barbilla, preguntó:
—¿Está tu madre enferma? —la directora tenía como norma que la gira sólo se podría cancelar por causas de fuerza mayor y la única que podía considerarse como tal era por defunción o enfermedad grave de algún familiar directo, de otro modo no había ninguna razón para cancelar una gira que suponía parte de los ingresos fundamentales de la escuela y, además, un prestigio necesario que posteriormente se traducía en subvenciones, grabaciones y obtención de becas para sus alumnos en escuelas de los países visitados. Por tanto, era absolutamente necesario que cada año los profesores actuaran en las giras y lo hicieran con absoluta perfección y la esperada maestría para la reputación de había adquirido aquella escuela en media Europa.
—¡Oh, no! ¡Gracias a Dios, está bien de salud y dispuesta a pasar el verano con mi hermano Nikolai en Nosovichi!...
—¿Entonces —interrumpió con severidad la directora—, por qué hemos de prescindir de nuestra primera violinista?
Tania sabía que su caso estaba perdido de antemano y que una vez descartada la enfermedad o la muerte no habría ninguna otra razón que convenciera a la severa María Ustinova. Dudaba entre inventarse alguna otra excusa verosímil o decirle simplemente la verdad. ¿Lo entendería aquella mujer que parecía no conocer otro sentimiento que el del deber y del trabajo bien hecho y responsable? De pronto recordó la escultura de los jardincillos y pensó que ella era una clara alegoría de aquella mujer y que sin duda todavía formaban parte de la realidad de aquel país. Sin embargo María Ustinova tenía la virtud de mostrarse afectiva y compresiva cuando alguno de sus profesores acudía a ella con algún problema de familia o una urgencia económica, por lo que no le pareció imposible que ella pudiera también comprender su situación, hacerse cargo y tratar de buscar alguna sustituta, al menos para la primera semana de la gira, porque no le parecería correcto aceptar una invitación superior a este tiempo. «En una semana —pensaba—, y libres de todo compromiso, en una ciudad tan hermosa y romántica como debe ser Madrid, tendremos tiempo más que de sobra para conocernos mejor y hasta quién sabe si también para prometernos y acordar los detalles de un posible matrimonio».
Animada por la lógica de sus razonamientos no dudó ya en hacérselo saber a la directora con la esperanza de que su opinión de mujer severa pero bondadosa estuviera a la altura de las circunstancias.
—Señora Ustinova, me han invitado a pasar una semana en Madrid, precisamente la misma en que tendríamos que salir de gira y...
—¿Es una invitación profesional? —interrumpió la directora—. ¿Es para actuar en algún festival?
La directora parecía interesada en esta posibilidad que sin duda hubiera estado dispuesta a apoyar. Tania, sin embargo, volvió a sentirse angustiada porque la directora actuaba siempre dentro de la lógica de su responsabilidad y tenía la impresión de que si le contaba la verdad podría incluso encolerizarse y criticarla de desleal. Pero ya no podía dar marcha atrás.
—¡Oh, no; es... una invitación personal... Un amigo español que conocí aquí quiere ahora que le devuelva la visita, ¿comprende? Es por sentido de la hospitalidad... Tengo que aceptar esa invitación, aunque sólo sea por cortesía... por dejar bien nuestro país...
La directora volvió a sentarse pesadamente sobre su vieja silla de despacho. Miró fijamente a los ojos de Tania, apoyó sus enormes manos sobre la gran mesa de despacho, y exclamó casi con mal humor:
—¡¿Tú también, Tatiana Ivanova?!
Tania se sintió como abofeteada y era incapaz de comprender el sentido de la pregunta, aun cuando sospechaba que la directora hacía tiempo que había leído sus pensamientos y conocía toda la verdad de su agitada historia con aquel español.
—¡No la comprendo! —se atrevió a susurrar.
La directora se reclinó sobre el amplio y gastado respaldo haciendo un claro gesto de desencanto y frustración, y prosiguió:
—¿Sabes cuántas mujeres de nuestro país bien educadas y con trabajos de responsabilidad se casan cada año con extranjeros incultos y patanes? ¿Sabes cuántas acaban divorciadas, separadas y obligadas a realizar trabajos domésticos casi en situación de esclavitud o incluso... la prostitución? ¡Más de la mitad! ¿Y tú quieres ser también una de ellas, Tatiana Ivanova, mi mejor violinista y una profesora excepcional? Y, por si fuera poco, no te faltan atractivos, que podría asegurar que es la única razón por la que ese... español te ha invitado a su país.
A Tania le pareció intolerable aquella intromisión en su vida privada y le desconcertó que una mujer por la que siempre había sentido respeto y admiración no se permitiera ni la más mínima duda sobre las buenas intenciones de los extranjeros. Por eso se rebeló aun sabiendo las posibles consecuencias.
—¡María Ustinova, no creo que sea justo que usted me hable así! ¿Qué sabe usted de esa persona? ¿Cómo se atreve a juzgar sus intenciones si ni siquiera le conoce?
—¡Ay, Tatiana!, ¿por qué las mujeres jóvenes, inteligentes y hermosas como tú no tendréis también el sentido común y la astucia de las feas y viejas como yo? En fin, tal vez tengas razón, y no tengo ningún derecho como tu superior, pero permíteme que hable ahora como tu amiga y compatriota... ¿Tú crees que no debes algo al país que te ha educado? ¡Y muy bien, a juzgar por los resultados! ¿Cómo saldremos adelante si nuestros mejores artistas y profesores, nuestros ingenieros y científicos, que tanto nos ha costado su educación, terminan de camareras o fregonas en los países ricos que ni siquiera los necesitan? Y, aunque los necesiten y los valoren, ¿qué haremos los pocos que nos quedemos aquí si vosotros, los más jóvenes y mejor preparados, ofrecéis los frutos de vuestra educación a otros países que ni siquiera nos quieren reconocer? ¿Cuántos más genios y cerebros tendremos que desperdiciar para que otros países que sólo creen en el valor del dinero y desprecian la sensibilidad y la inteligencia, puedan alardear de su poder y despotismo, incluso contra nosotros, tratando a muchas de nuestras mejores mujeres como esclavas o prostitutas?
—¡Pero, señora Ustinova, está llevando las cosas muy lejos, yo sólo tenía intención de aceptar una invitación, pero no he dicho que vaya a marcharme para siempre del país!
—Si este país fuera tan rico como cualquiera de los de Europa occidental, no tendríamos esta conversación y tú no estarías pensando en aventuras con extranjeros... Pero la realidad es que miles de mujeres como tú ya no veis otra solución que esa... ingenuidad de pensar que pueda haber alguien a miles de kilómetros de aquí, que un buen día se levanta de la cama pensando que lo que más les conviene es una mujer de un país que ni siquiera saben localizar en el mapa... ¡Por Dios, Tatiana, utiliza tu sentido común! Todos esos hombres son unos desquiciados, rechazados por sus propias mujeres, inadaptados, tímidos, casi enfermizos o, simplemente, viejos y achacosos que sólo les queda la alternativa de... ¡comprar mujeres con palabrerías y retóricas amorosas que vosotras os creéis como bobas! ¡No ensucies tu corazón en ese estercolero y quédate a luchar con nosotras para demostrarles quiénes somos de verdad y para lo que servimos!
Tania escuchaba impasible la apasionada defensa de nacionalismo y podía estar de acuerdo en líneas generales con las críticas a las perversas intenciones de muchos extranjeros de países ricos, pero no estaba dispuesto a descartar también a Toni sin haberlo conocido. Su amigo era joven, estaba bien situado y no había nada, excepto su gran timidez, que pudiera incluirlo entre aquellos seres depravados que había expuesto la directora. Por eso salió una vez más en su defensa y en la de ella misma por tomar aquella decisión.
—¡Creo que tengo la obligación moral de aceptar su invitación! Y, aunque estoy de acuerdo en muchas de las cosas que acaba de decir, no creo que sea justo generalizar y pensar que todos son iguales... ¡Al menos, esa es mi opinión!...
La directora comprendió que Tania estaba decidida a cancelar su gira para visitar a aquel español, por eso pasó a exponerle las posibles consecuencias de su decisión:
—Tatiana, tú sabes mejor que nadie que en esta ciudad los empleos como el tuyo no abundan precisamente. Puede que con lo que ganas aquí tengas problemas a final de mes, pero aun así, ganas el doble de cualquier otro empleado de menor categoría, por eso deberías ser más responsable y cambiar la fecha de tu compromiso con ese... español y venir con nosotros de gira tal y como estaba previsto. Además, ¿cómo quieres que en dos semanas podamos sustituirte? ¡Podrías haber avisado con algo más de antelación!
La sugerencia era razonable, pero Toni podía considerarlo como un desaire y no ver en ella demasiado interés. Era probable, además, que tuviera otros compromisos tal vez relacionados con sus responsabilidades profesionales y, sobre todo, tan sólo se trataba de una semana que ni a ella ni a la orquesta sacarían de apuros. La directora no se estaba mostrando comprensiva tal vez por su exacerbado sentimiento patriótico o porque apreciaba mucho su participación, pero ella tenía el presentimiento de que se estaba jugando su futuro en aquella decisión. Su carrera en la escuela no parecía tener demasiadas perspectivas y desperdiciar aquella oportunidad de rehacer su vida por una simple semana de ausencia en unos conciertos que repetían año tras año en condiciones precarias, pasando calor, durmiendo muchas noches en el mismo autobús o en hoteles baratos hasta cuatro profesores en una sola habitación, para, finalmente obtener un beneficio que redundaba principalmente sobre todo en la economía de la escuela, no le parecía que fuera muy importante para tamaño sacrificio. Por eso insistió en su demanda:
—¡Lo siento, pero creo que debo aceptar esta invitación y espero que lo comprenda y podamos encontrar una solución!
Tania trató de convertir su petición en una cuestión de honor más que algo personal. La directora reflexionó unos instantes y se vio en la obligación de advertir a Tania de las graves consecuencias de su petición, tal vez simplemente para asustarla y hacerla razonar.
—¡Está bien, Tatiana!, puede que encontremos una sustituta, pero como comprenderás no podemos ofrecerle sólo una semana... ¡puedes olvidarte del resto de la gira por este año! Y el que viene, todo dependerá de los resultados... puede que tengamos que prescindir de ti... ¿Comprendes a lo que te arriesgas?
Tania estaba indignada y alterada por lo que interpretaba como un chantaje intolerable que le hería mucho más por la falta de comprensión hacía ella, que se había entregado siempre a su trabajo con absoluta devoción. Sentía que estaba a punto de romper a llorar y no quiso que la directora pudiera verla. Casi con precipitación se levantó y balbuceando un saludo de despedida, salió del despacho cerrando violentamente la puerta tras de sí. Apenas estuvo en el pasillo y a salvo de testigos, no pudo evitar un amargo llanto por verse en aquella absurda situación: ¡se había entregado en cuerpo y alma a su trabajo y ahora ni siquiera la recompensaban con una semana de libertad que bien podría significar su felicidad! De pronto sintió que la directora apoyaba tímidamente la mano en su hombro y escuchó su voz severa pero con cierto tono compasivo:
—¡Querida Tatiana...! ¿Por qué no haces caso de los consejos de una vieja como yo? Escribe a ese hombre y dile que tendrás mucho gusto en visitarle tan pronto como termines tu gira... Si, como tú crees, te quiere de verdad... créeme que esperará... Si, como me temo, sólo es un capricho pasajero... seguramente que te olvidará, ¡pero será por tu bien... y por el de la pequeña Anechka!... ¿Me prometes que vas a pensar en lo que te estoy diciendo? No quiero perderte, pero los tiempos son muy difíciles para todos y todavía tendremos que hacer muchos sacrificios. Tú ya sabes que las mujeres de este país siempre hemos sido fuertes y hemos sabido lo que teníamos que hacer... Tatiana, tú no has vivido la guerra como yo... si la hubieras vivido tal vez comprenderías por qué a veces puedo parecer severa, pero, ¿de qué habrían servido nuestros sacrificios y sufrimientos? El futuro de nuestro país está en manos de muchas mujeres valiosas como tú... ¡no nos abandones!
Tania se secó las lágrimas, trató de calmar su agitación, se giró hacia la directora y se limitó a asentir tímidamente con la cabeza, volviendo a guardar su humedecido pañuelo en el bolso. Se arregló con un gesto casi instintivo su peinado, intentó erguir la cabeza y se despidió de la directora prometiéndole que pensaría en todo lo que le había dicho. Pero en el fondo de su corazón estaba decidida a no transigir con su posible felicidad y no habría nada ni nadie que la detuviera en su firme decisión de viajar a Madrid.
Los preparativos del viaje
Los preparativos del viaje fueron una pesadilla para Anechka y para la abuela, porque Tania parecía decidida a impedir cualquier intento de hacerle ver su locura e impedir cualquier tema de conversación que no fueran elogios desmesurados a España, como si se tratara de una versión moderna del Paraíso.
—¡Pero Tatiana, hija, lo que estás haciendo es una locura! ¿Cómo puedes jugar con tu futuro y arriesgarte a que te despidan del colegio sólo por... por un extranjero del que apenas sabes nada?
—¡Mamá, basta, por favor! ¡Esto no es el fin del mundo! ¡Ya tengo edad para saber lo que tengo que hacer! ¿Es que no me merezco unas vacaciones de verdad? ¿Es que no me he sacrificado bastante? ¡No, se acabó, creo que también tengo derecho a pensar un poco en mí misma!
—Tú crees que soy una vieja gruñona y que no entiendo ya de estas cosas, de... tus sentimientos por eso chico español, pero no es verdad. ¿Sabes?, todavía recuerdo como si fuera ayer la última noche que vi con vida a Serguéi, mi primer novio. No te he contado nunca esta historia porque... ¡que sé yo, tal vez por vergüenza!, pero ahora que parece que me veo en ti, con esa misma resolución y tozudez, te lo contaré: Cuando nos invadieron los alemanes yo tenía dieciocho años y tenía un novio del que también estaba localmente enamorada. Era ucraniano, de Ripky, pero sus padres vivían en esta misma calle, dos dachas más abajo. No tenía ni veinte años cuando participó en la defensa de Brest. Cayó en el primer asalto y lo único que me quedó de él fue el recuerdo de un beso en ese jardín, la noche misma de su movilización. Creí que me volvería loca y estuve a punto de dejarme morir también. Muchas veces, durante los bombardeos, pedía a Dios que cayera una bomba en nuestra casa y que dejara vivos a tus abuelos pero que a mí me llevara con mi amado Serguei. ¡Así es que fíjate si te comprendo, Tatiana, hija! Si has salido algo a mí, no podrás evitar ir en busca de ese hombre, pero cuídate de ti misma y no vayas a cometer una locura como estuve a punto de cometerla yo.
—Mamá, ¿por qué todo el mundo me habla en ese mismo tono dramático, como si aceptar la invitación de un amigo y pasar una semana en una ciudad europea fuera... que sé yo, ¡como ir a la guerra!
—¡No menciones ni la palabra, por favor, que me dan los mismos escalofríos de terror que hace sesenta años! No sé, hija, pero para nosotros el extranjero siempre ha sido un lugar de perversión, y en el fondo yo creo que algo de razón tendrían los que nos lo inculcaron... Tengo miedo de que te pase algo... que te hagan daño... ¡Hija, estás haciéndolo todo de forma tan... apresurada!...
—Madre, si me conoces tan bien, ya sabes que no podré evitar aceptar esta invitación. ¡Por favor, no me martirices más con tus dudas... Estaré de vuelta en una semana y nos reuniremos en Nosovichi como cada año! ¿De acuerdo, madre?
La anciana no pudo satisfacer a su hija con una respuesta afirmativa porque seguía presintiendo que aquella no era una buena decisión y que traería consecuencias, pero se sintió sin fuerzas para seguir insistiendo en hacer ver a su hija su probable perdición. Bajó la cabeza en señal de derrota, y permaneció en silencio con la sensación de que apenas su hija abandonara la casa no podría evitar llorar y hasta, si se sentía con fe suficiente, rezaría por ella de la forma en que supiera hacerlo, porque desde hacía más de sesenta años no había acudido a una iglesia y no estaba segura de si Dios se lo podría perdonar ahora que lo necesitaba.
El viaje a Nosovichi no tuvo nada que ver con el que hicieran la pasada primavera. Anechka permanecía callada y con la frente apoyada sobre el cristal de la ventanilla del vagón, viendo pasar las mismas cosas que el viaje anterior pero ahora ya no le excitaban, porque no estaba su prima Irina con la que solía jugar a costa de ellas. La abuela había optado por evitar incluso conversaciones banales que pudieran desviarse a lo que de verdad le preocupaba y también permanecía en silencio con la miraba baja y fija en algún lugar de su falda. Tania se sentía culpable de aquella situación pero al mismo tiempo sabía que todo pasaría tan pronto como estuviera de regreso y comprobaran que seguiría siendo la misma y que sus temores eran totalmente infundados. Para colmo el día era uno de los pocos calurosos y bochornosos propios del verano en aquella región. Era un día que la gente aprovechaba para pasarlo en las piscinas públicas tratando de sobrellevar aquel terrible calor que, afortunadamente, solía durar dos o tres días, para volver a refrescar.
El tío Nikolai, como la vez anterior, les esperaba en el apeadero con su carreta agrícola arrastrada por la cada vez más torpe Katiuska. La visión del animal animó a la pequeña Anechka, que apenas divisó el carromato desde el tren comenzó su interminables retahílas de preguntas para las que esta vez no habría respuestas:
—¿Mami, vas a decirle al tío Nikolai que me deje conducir la carreta? ¿Tú crees que Laika seguirá teniendo el cachorrito?
Esta vez la pequeña María Yerovskaya, que parecía haber crecido desmesuradamente desde la última vez que la vio, se ocupaba de cuidar la carreta y sujetar las riendas de Katiuska mientras Nikolai ayudaba a bajar a la abuela del tren y cargar con las maletas.
Anechka corrió hacia la carreta y le sorprendió ver a la pequeña María sujetando las riendas del animal, algo con lo que ella había estado soñando antes de llegar.
—¡Hola, María! ¿Te ha dejado el tío Nikolai que conduzcas la carreta? —le pregunto casi con envidia.
—¡Oh, no; sólo sujeto las riendas para que Katiuska no se espante con el ruido del tren!
—¿Me dejas que las sujete yo un momento? —preguntó encaramándose al pescante con la agilidad de un gato.
—¡Claro, pero no tires no vaya a ser que se ponga a caminar y no sepamos como pararla!
Anechka cogió con sumo cuidado las riendas sin tensarlas ni hacer movimientos bruscos. La yegua intuyó que algo estaba pasando y golpeaba el suelo con la mano delantera, pero permanecía inmóvil al no sentir tirón alguno. La perra Laika llegó corriendo y ladrando ruidosamente desde el anden por donde, lenta y pesadamente, caminaba la abuela y sus dos hijos, cargados con maletas y una bolsa de grandes dimensiones, con ropas de cama y otros enseres para el largo verano.
Cargaron las maletas en el carro, ayudaron a subir a la abuela que evidenciaba su torpeza, agudizada por su estado de ánimo y, por fin, el tío Nikolai se sentó en el pescante, entre las dos niñas que se disputaban la posibilidad de conducir la carreta, aunque fuera solo un instante.
—¡Esta bien, esta bien! A ver, Anechka, coge tú las riendas pero llévalas flojas que esta vieja yegua ya sabe su obligación y nos llevará a casa sin que se lo mandemos.
Anechka cogió las riendas como si fueran a romperse en sus manos y calculó la tensión necesaria para que el viejo animal no sintiera que le ordenaban caminar pero no tan flojas como para que creyera que se debía parar. Lo cierto era que el animal intuyó que no era el conductor habitual porque en ocasiones aumentaba ligeramente el trote y el tío Nikolai tenía que intervenir. Cuando el animal apretaba el paso Anechka se sentía sobrecogida por el temor a que lo hiciera mal y se pudiera desbocar pero la tranquilidad con que su tío seguía en el pescante sin intervenir la tranquilizaba.
—¿Dónde está tu violín, hermana? ¿No vamos a echar una cancioncilla?
—Canta lo que quieras, hermano, pero a capela porque no hay violín. Ya sabes que me vuelvo hoy mismo, porque tengo que preparar mi viaje a Europa...
—¡Se marcha a Madrid! ¿Sabes dónde está Madrid, tío Nikolai? —dijo la pequeña Anechka casi sin reflexionar.
—¡No pequeña!, ¿dónde está esa condenada ciudad?
—¡Pues en España! ¿No sabes dónde está España?
—¡En África!, ¿no?
—Vamos Anechka, no hagas caso de sus bromas, ¡el tío sabe perfectamente donde está España!
—¿Y qué se le ha perdido a mi hermana en España, porque la gira este año era en Alemania, no?
La abuela asintió con la cabeza con un gesto de resignación e impotencia, porque no estaba dispuesta a volver otra vez sobre aquel tema que ya le había hecho bastante sufrir. Tampoco Anechka estaba segura de si debía decirle la razón a su tío o si éste ya estaría al corriente y, además, si su madre no vería mal volver otra vez sobre una decisión que parecía irrevocable.
—Nikolai, vamos a dejar este tema... Creo que ya te lo he explicado por teléfono y no me apetece estar a cada momento hablando de lo mismo. Sólo es una semana, estaré aquí de vuelta en menos de quince días, así es que, ¡dejemos la fiesta en paz!
Nikolai obedeció y para demostrar que ya no pensaba en ello elogió lo bien que Anechka estaba conduciendo la carreta. La niña se ruborizó y puso todavía mucho más interés en mantener la riendas con aquella equilibrada y difícil tensión para que el animal no aminorara o acelerara el paso.
Por unos instantes todos parecían estar concentrados en sus propios pensamientos. En medio de aquel inquietante silencio, Nikolai comenzó a tararear una tonadilla para dar entrada a una canción popular, la misma que cantara la última vez:
«Tierra mía, patria mía,
Pequeño rincón desconocido,
Ignoro cómo he llegado hasta ti
En este mal caballo que tengo;
Mi arrojo y mi juventud
Y el vino que he bebido
me han traído, sin duda, hasta aquí».
—¡Por Dios, hermano!, ¿no puedes cantar otra canción? —dijo de pronto Tania como si aquella cancioncilla, que solía ser habitual en aquel lento y familiar paseo hacia la granja, hoy se llenara de tenebrosas alusiones a su conducta. El hermano se sobresaltó y no pudo evitar reprochar la extraña conducta de su hermana:
—¿Tatiana, puede saberse qué te pasa? ¡Siempre hemos cantado esta canción!
—Lo sé, perdóname hermano, lo sé... sigue cantando si lo deseas... canta lo que quieras...
Nikolai permaneció unos instantes en silencio y pensó en otra cancioncilla que no hiriese los sentimiento de su hermana, aun cuando desconocía cuál pudiera ser la razón.
«Igual a nuestro manzano
que no tiene aun hojas ni brotes,
nuestra princesita
no tiene padre ni madre.
No tiene quien le aconseje,
no tiene quien la bendiga».
Tania quiso volver a protestar porque una vez más tenía la impresión de que su hermano, junto con el resto de la familia y hasta del mundo entero, parecían haberse confabulado contra ella para, de todas las formas posibles, quitarle aquella idea del viaje de la cabeza, pero comprendió que tan sólo era su imaginación la que podría encontrar alguna relación entre la nueva canción y ella, por lo que trató de calmarse y hasta de acompañarle tarareando el estribillo pero sin demasiado entusiasmo.
«no tiene padre ni madre.
No tiene quien le aconseje,
no tiene quien la bendiga».
Cuando llegaron, su cuñada no estaba esperándolas como la otra vez, porque tal vez estaría ocupada en las muchas tareas propias de aquella época. Anechka y la pequeña María saltaron del pescante y se apresuraron una vez más a visitar los animales de la granja, empezando por las aves del corral y terminando por el gran cerdo Nikita, que refunfuñaba en su pocilga sin prestar demasiada atención a las alborotadoras niñas.
—¡Nikita ya tiene buenos jamones y vive tan feliz sin saber que un buen día nos los vamos a comer! —comentó María, familiarizada con el dramático destino de los animales de la granja. Anechka, sin embargo, sentía lástima por aquel grotesco animal de mirada inocente y leal.
—¿Es necesario matar al pobre Nikita?
María se sorprendió y respondió con el crudo realismo de una campesina acostumbrada a ver sacrificar a los animales con los que jugaba.
—¡Claro, Anechka! ¿Para qué íbamos a criarlos si no?
La respuesta encerraba una tenebrosa lógica y Anechka pensó que, en efecto, si los cerdos no se criaran para sacrificarlos no existirían y ahora ellas no podrían contemplar su bondadosa expresión ni escuchar sus graciosos gruñidos. Le pareció que todo era cruel pero tenía sus momentos buenos, los que probablemente habría que aprovechar. Por ejemplo, al cerdo Nikita un día le llegaría la hora, pero mientras tanto parecía disfrutar plenamente de su precaria existencia. Eso la consolaba, pero empezaba a darse cuenta de que por primera vez sacaba conclusiones sobre las cosas con ideas nuevas y pensamientos tal vez propios de una niña mucho mayor que ella. Estaba segura de que la pequeña María vería las cosas de forma más sencilla y elemental: los cerdos estaban para engordarlos y después para sacrificarlos sin más. Lo importante era sacar buenos magros y jamones, pero lo que el cerdo en sí pudiera pensar de su triste destino, ¡eso no importaba a nadie!
Después de la primera y rápida visita, las niñas entraron en la casa donde reinaba el normal desconcierto de todas las llegadas desde la ciudad: abrían paquetes, colocaban regalos sobre los estantes, metían prendas en los cofres o preparaban el té para que los recién llegados se sintieran mejor y más relajados.
Tania advirtió que disponía de poco tiempo porque tenía que tomar el tren de vuelta aquella misma tarde. Dio las últimas indicaciones sobre el cuidado de la salud de la madre y lo que debería hacer Anechka en su ausencia, en especial practicar cada día sus pasos de ballet para no olvidar lo que había aprendido, y se preparó para marcharse. El hermano se ofreció para acompañarla de nuevo a la estación en la carreta, pero Tania prefirió hacer el viaje a pie y aprovechar para gozar de la paz y el sosiego de aquellos queridos parajes, como si temiera que no los volviera a ver.
—Está bien, hermana, si vas ligera no tardarás ni media hora y el tren no llega hasta por lo menos dentro de una hora y media, así es que tienes tiempo de sobra y la tarde es agradable para pasear por el camino.
Se despidió de todos y dejó a Anechka para el final, que la acompañó hasta el portón del patio de la granja, porque deseaba estar unos instantes a solas con ella y comprobar que estaba resignada y había aceptado razonablemente bien su partida.
—Anechka, hija, dame un beso... y, sobre todo, obedece a tu tío Nikolai y haz compañía a la abuela, ¿de acuerdo?
La niña besó a la madre, pero bajo la cabeza en una última señal de rebeldía por lo que consideraba una idea disparatada.
—¡Vamos, Anechka, no sea arisca y sonríe a tu madre! ¿Cómo tengo que decirte que estaré de vuelta antes de que te des cuenta de que me he ido? ¿No voy de gira cada año y siempre me has despedido con una sonrisa? ¿Por qué ahora estás refunfuñona?
La niña comprendió que estaba siendo injusta con su madre y cedió, se abrazó a ella y la apretó con toda la fuerza que sus frágiles brazos se lo permitieron. Tania se daba cuenta de que su hija sentía su partida más de lo habitual y volvió a insistir una vez más en la promesa de regresar cuanto antes.
—¡Bueno hija, tampoco tienes que estrangularme! Adiós, Anechka, cuida de la abuela y no te olvides nunca de que tu madre te quiere mucho y que estará de vuelta volando para que podamos ir juntas a bañarnos a la alberca, como cada año, ¿de acuerdo?
Anechka trató inútilmente de ser fuerte y contener las lágrimas pero no lo consiguió. Dos lágrimas corrían por sus pálidas mejillas que se precipitó a secar con el dorso de la mano para que su madre no las notara.
—¡Adiós, Anechka, hasta la vuelta, cariño... adiós!...
Tania se armó de coraje y conteniendo su propia amargura, salió al camino con una forzada sonrisa al tiempo que la saludaba con un ágil movimiento del brazo, como si en realidad no fuera más que una de las muchas despedidas habituales de cada año por esas fechas. Sin embargo su incontenible amargura le demostraban casi violentamente que no era una despedida normal sino que aquella vez se trataba de un viaje que, a pesar de su firme decisión, le llenaba de angustia el corazón.
Desde el portón su hija seguía saludándola con el brazo, cada vez más lentamente hasta quedarse en un gesto inmóvil por encima de la cabeza. Tania le contestaba de vez en cuando con otro saludo, pero le hacía gestos enérgicos para que regresaran a la casa. Finalmente, un recodo del camino hizo desaparecer la granja y a su hija, y se encontró por fin sola caminando por un sendero interminable y polvoriento, con la hierva agostándose y el zumbido de insectos a su alrededor, y sintió que su entereza se venía estrepitosamente abajo hasta impedirla caminar. Se detuvo, contempló aquel paisaje de arboledas y cultivos, siguió una pequeña bandada de cornejas que evolucionaban vertiginosamente en un cielo extrañamente azul, a un vehículo agrícola que se arrastraba lentamente en alguno de aquellos laberínticos caminos, como si fuera a tardar tanto que todo se habría transformado al regresar: el sendero estaría cubierto de maleza, en los sembrados no habría más que rastrojo y malas hierbas, y los árboles se secarían mostrando sus ramas negras y descarnadas.
Aquella absurda idea la conmovió y se dio cuenta de que estaba siendo víctima de un ataque de nostalgia incluso antes de dejar el país, lo que le pareció absurdo. «Vamos, Tania, mujer no te dejes llevar por tu imaginación... que vas a perder el tren». Aquel práctico pensamiento recuperó su ánimo, se concentró en el camino, apretó el paso y en menos de media hora, estaba sentada en uno de los herrumbrosos bancos del apeadero a la espera del último tren.
Las cosas nunca cambian entre la gente rica y ociosa
Tita Suárez estaba tremendamente excitada y se expresaba con su grosería natural e inconsciente, especialmente cuando se encontraba con Olga Serrano, porque por alguna razón, y a pesar de sus interminables y tímidas protestas, sabía que su amiga se sentía subyugada por su naturaleza casi salvaje y desmedida, de otro modo era probable que ya no serían tan buenas amigas. La razón de su desmesurada excitación era la perspectiva de un viaje apasionante, repleto de insinuaciones placenteras y gozos inenarrables, a Nueva York.
—¡Mira Olga, vamos en plan desmadre, eh, tía! ¡Nada de monumentos, museos o chorradas de esas, sino a tope y en plan bestia!
—No se, Tita, pero me parece que estáis un poco pasotas y os podéis meter en algún lío... las cosas están revueltas por allí... no es como hace unos años...
—¡Va, tonterías, Nueva York siempre será Nueva York! Es un sitio salvaje y puedes disfrutar de lo que te apetezca, pero con pasta, claro, porque si no, ¡no te comes una rosca ni en el barrio hispano!
—No, si me gusta la idea, pero me da un poco reparo por la marcha tan... bestia que lleváis.
—¡Venga, tía, no me vengas con chorradas! En Nueva York hasta las orgías se hacen con educación y buenas maneras... entre gente civilizada... ¿me entiendes? Nada de pardilladas y numeritos histéricos. ¿Qué eres lesbiana?, pues tan normal porque, hija, hay un barrio donde ya sólo viven lesbianas y gays. ¿Que te va el rollo bisexual?, ¡pues otro tanto! Gente así hay a montones, sólo hay que saber enrollarse, ya me entiendes, tener contactos. Oye, y si te gusta lo raro... ya me entiendes, fetichismo, gótico, maso o lo que te apetezca, pues también te lo puedes montar en plan civilizado... para pasarlo bien y en paz, ¿me entiendes? ¿Cómo vas a negarte a algo tan... tan normal, sin malos rollos? Entonces, Olga, ¿contamos también contigo?
Olga no sentía la mínima inquietud por las posibles consecuencias de aquella alocada aventura porque tenía absoluta confianza en que si lo organizaba su experimentada amiga Tita no podría salir mal, pero todavía tenía vivo el recuerdo de la humillación sufrida por la adolescente en Rodalquilar.
—Bueno... puede que sí; pero así, de pronto, no sé...
—Pero, a ver: ¿te apetece o no te apetece?
Por nada del mundo Olga quería parecer a los ojos de Tita una mujer cobarde y mojigata, por lo que la respuesta fue casi instintiva:
—¡Pues claro, mujer, ¿cómo no me iba a apetecer?
—¡Pues entonces no le des más vueltas y te vienes con nosotros!
—¿Nosotros? ¿También van hombres?
—¡Lo que se dice hombres, no... ya me entiendes! Son un par de gays muy salados. ¡Oye, que te lo pasas bomba con ellas y tienen un rollo súper gracioso y no se cortan por nada! ¿Quién crees que sabe cómo moverse por Nueva York?, ¡pues ellos, claro! Lo conocen mejor que su propio barrio y saben todos los trucos, fiestas, movidas y los buenos rollos de esa ciudad.
A Olga le aterrorizaba la idea de pasar demasiado tiempo con sus padres y los niños en Marbella, y ella sola ya no tenía valor para emprender aventuras que pudieran terminar como la última, así es que no tenía más remedio que aceptar porque no se le presentaba nada mejor para ese verano.
—Está bien, me apunto, pero tendré que organizar antes el veraneo de los niños con los abuelos y ver si Toni los puede llevar a Marbella en su coche... Pero, eso sí, sin hacer locuras de las que tengamos que arrepentirnos, ¿vale, Tita? ¡Que yo soy una mujer casada!
Tita Suárez se sentía como si fuera Fausto en el momento de hacerse con el alma de Olga. Sonreía maliciosamente mostrando sin disimulo que una vez aceptado no se podría volver atrás y tendría que participar en todo aquello que el grupo pudiera organizar; como si no hubiera mayor satisfacción que la perspectiva de la transgresión de lo cotidiano y convencional, algo reservado sólo para gente excepcional y decidida; gente que sólo puede encontrarse entre los ricos y poderosos porque los pobres, aunque quisieran, no se lo podrían permitir y tendría que seguir prácticamente sus aburridas y convencionales normas morales, sus prácticas heterosexuales, sus aventuras transexuales de cabaret barato o las borracheras de cerveza en bares de mala muerte. Las verdaderas transgresiones, las que ponen en entredicho las supuestas leyes inmutables de la naturaleza, ésas sólo están reservadas para los ricos, guapos o poderosos. Y Olga era sin duda uno de ellos. Tal vez simplemente por eso, por hacer honor a la conducta propia de su clase, aceptó.
De vuelta a casa, Olga no consideró necesario advertir a Toni que ese fin de semana tendría que dedicarlo a sus padres, no sólo porque tenía previsto el sábado salir con los niños para hacer las compras necesarias para el veraneo en el Corte Inglés de Preciados sino porque después irían a cenar a Las Rozas, lo que sin duda no sería posible sin su ayuda, sobre todo para controlar y calmar a los niños. Pero, además, al día siguiente tendría que llevarlos él mismo hasta Marbella porque para entonces ella ya estaría volando hacia Nueva York.
Menchu le había rogado que le concediera unos días de vacaciones para reunirse con su hermana en una pequeña localidad cercana a Barcelona, pero si ella no iba a estar en Marbella durante los últimos días de julio, y Toni no cerraba el negocio hasta agosto, alguien tendría que ocuparse de los niños, así es que, a pesar del enfado de la criada, tendría que quedarse con ellos, por lo menos hasta la primera semana de septiembre.
Finalmente, pudo organizarlo todo para embarcarse en aquella loca aventura de Nueva York, que, aunque no le entusiasmaba demasiado, mucho menos le atraía la idea de quedarse sola en la ciudad, o acompañar a sus padres y a sus alborotadores hijos a Marbella. No es que no le gustara aquella ciudad, pero desde luego no para ir con niños y padres a los que dar cuentas y atender. Además, la conocían ya demasiada gente como para poder salirse de su papel de esposa y madre veraneante que acompaña religiosamente los niños a la playa por las mañanas, a tomar el vermut con los padres al medio día, sus salidas familiares a los restaurantes de Puerto Banús por la noche, para terminar el día tomando una copa o un helado en una de sus abarrotadas terrazas. Definitivamente prefería correr el riesgo y marcharse a Nueva York.
—Supongo que no hace falta que te pregunte por tus planes para julio —preguntó Olga a Toni en una de las pocas sobremesas en que coincidían en su propio hogar.
—¿Qué quieres que haga? Lo de cada año: ¡trabajar!
Olga tenía suficiente con aquella respuesta, lo que venía a decir según su propia valoración sobre el trabajo de su marido que estaba libre para cualquier compromiso familiar. Preguntarle si podría acompañar a sus padres a Marbella sería tanto como aceptar que Toni tenía alguna autoridad en la familia y podía tener sus propios planes por encima de los intereses de los suyos, así es que lo consideró innecesario.
Por su parte, Toni, dada su peculiar relación con Olga, no se consideraba ya con derecho a saber lo que haría su propia mujer, y, además, si repetía lo que ya era habitual, acompañaría a sus suegros y a los niños a Marbella con su coche, por lo que él estaría libre para, por primera vez en su vida, tratar de disfrutar realmente de una relación con una verdadera mujer. Si siquiera consideró necesario arriesgarse a una grosería si preguntaba, a su vez, por los planes de Olga para estos días.
El miércoles por la tarde, veinticuatro horas antes de la hora prevista de la llegada de Tania a Madrid, se aseguró de que el visado estaba en regla y de que ella ya tenía el billete con la reserva del vuelo a Francfort, donde, como hizo él mismo, haría escala hacia Madrid. Todo parecía estar en orden y se felicitaba a sí mismo por haber sido capaz de llegar tan lejos en la organización de un plan para el que no había pedido consejo, tan solo la ayuda de su abogado y nada más.
Su excitación iba en aumento porque estaba convencido de que el beso de Tania le autorizaba a evitarse preámbulos y, no sin cierta inquietud, creía que podía estar seguro de los sentimientos de aquella mujer hacia él, aunque no lo estuviera de los suyos hacia ella. «¿Pero qué importa lo que yo sienta. Lo que de verdad importa es que las mujeres se enamoren de uno —se justificaba pensando en el fracaso con su propio matrimonio—, los hombres no tenemos por qué andar con esos sentimentalismos que, al final, se vuelven contra nosotros mismos». Se decía una y otra vez a sí mismo que todos sus problemas con las mujeres no eran sino su falta de verdadero carisma y personalidad; de temperamento masculino, que no era otra cosa que tratar a toda costa de ocultar los verdaderos sentimientos y dejar que las mujeres se los imaginaran.
Una entrañable reunión familiar
El jueves por la noche, Toni, regresó a casa más temprano de lo habitual, tal vez porque estaba ya tan próxima su felicidad que incluso se sentía fuerte para aguantar las impertinencias de Olga y los caprichos y peleas de sus hijos. Incluso, como su mujer no había llegado todavía, tuvo la poco usual idea de invitarlos a dar un paseo por el barrio y tomar un helado todos juntos si le prometían no pelearse y llevarse bien. Los niños se vieron sorprendidos y al principio parecían dudar entre ver alguna película del videoclub como era habitual, o aceptar aquella inesperada invitación. Chema, como era de esperar, desconfió de las buenas intenciones de su padre y no dudo en pedir casi con descaro una aclaración:
—¡Oye tío!, ¿y qué quieres a cambio?
Toni se sintió ofendido una vez más por la intolerable conducta de su hijo mayor, pero trató de calmarse y seguir pacientemente fiel a sus nobles propósitos.
—Soy vuestro padre, ¿no? ¿Qué hay de raro que os invite a tomar un helado?
—¿Un jueves por la tarde, después del trabajo? ¡Esto si que es nuevo!
Toni comprendió que su hijo, a pesar de sus groseros modales, tenía razón y que él sin duda había descuidado sus responsabilidades como padre. Tal vez con los pequeños todavía estaba a tiempo para rectificar, pero con el mayor, sin duda ya era demasiado tarde. Por eso, trató de ganarse la voluntad de los pequeños dejando a Chema en minoría.
—Bueno, ¿y vosotros qué decís? ¿Vamos a tomar un helado o preferís ver la televisión?
El pequeño pareció entender que la circunstancia era especial y no la podía desaprovechar:
—¡Vale, pero tienes que comprarme algo!
—¿No tienes bastante con un helado bien grande y de muchos sabores?
El niño comprendió que por una vez nadie le contrariaba ni le negaban lo fundamental: el helado, así es que no insistió. Toni pensó que había ganado una primera batalla cuando consiguió meter a los tres niños en el ascensor con un plan que todos aceptaban sin pelearse o rivalizar. Por alguna razón creyó que la causa de aquel milagro tal vez tendría que buscarla en su futura y excitante felicidad, es decir, su amistad con aquella mujer. ¡No había otra explicación!
Salieron al amplio paseo y volvió a ocurrir algo que desconcertó a Toni: Quico le cogió inesperadamente de la mano y, en silencio, parecía disfrutar de aquel breve paseo camino de la heladería. El pequeño Toni, que parecía que estaba esperando ver la reacción de su padre para imitar al hermano pequeño, le cogió de la otra mano. Toni sintió como si sus dos hijos estuvieran tratando de comunicarle algo pero se sentía tan confuso por aquel inesperado gesto que se limitó a dirigirles una mirada de complicidad, como si se tratara de una clave entre colegas. Ahora se daba cuenta de que era probablemente la primera vez que, lejos de la influencia de Olga, estaba disfrutando de sus hijos, al menos de los más pequeños, y presintió que en todos esos años se había privado de su cariño. «¿Qué puedo hacer para que siempre se comporten así —se preguntó con la ansiedad de hallar una respuesta razonable y que no le enfrentara a su nueva amiga extrangera quien le habría trasmitido algo que los niños sin duda había percibido con absoluta claridad—. ¿No sería Tania una buena madre para ellos? ¿No sería sin duda un padre afectuoso si no fuera por la mala influencia de Olga?». Sin duda que era una situación demasiado confusa y para la que no había una respuesta sencilla. Afortunadamente llegaron a la heladería y los niños corrieron a arrellanarse en las sillas de la terraza, listos para gozar a sus anchas, del delicioso helado prometido.
Toni se apresuró a leerles la carta y mostrarles las impresionantes fotografías de los helados, como si les diera a entender que no habría limitaciones. Los niños hicieron su elección y mientras llegaban los helados, Toni sintió deseos de intentar comunicarse con sus hijos tal y como le parecía que debía ser en una relación afectuosa normal.
—¿Por qué no podéis comportaros siempre como ahora? ¡Sin peleas, ni patadas, ni palabrotas... con respeto y como buenos hermanos!
El pequeño Quico escuchaba mostrando gran interés balanceando sus cortas piernas como si estuviera pedaleando en el aire.
—¡Es que tú nunca nos llevas a pasear ni nos compras helados! —replicó con absoluta contundencia el pequeño, sin dejar de pedalear en el aire.
Toni comprendió el reproche y supuso que su hijo pequeño quería ir mucho más allá. Lo cierto era que sus relaciones de desamor con Olga las proyectaba hacia sus hijos y sólo ahora, que se sentía ilusionado ante la visita de Tania, les estaba trasmitiendo esa misma ilusión. «¡No tengo excusa, Olga no puede ser la única razón», se reprochó a sí mismo intentando continuar aquella conversación de manera que pudiera hacer algún tipo de promesa para el futuro y que su hijo pequeño lo pudiera entender y aceptar.
—¡Vale, Quico!, a partir de hoy te prometo que saldremos más veces a pasear y a tomar helados, pero si vosotros me prometéis que también os comportaréis bien... quiero decir, sin pelear y todo eso... tal y como lo estáis haciendo ahora.
Chema escuchaba confuso y contrariado. Aquello le parecía una confabulación contra él. En aquella especie de reconciliación familiar no se encontraba a gusto, pero sabía que estaba en minoría, así es que no valía la pena contrariarle. Se sentía mejor cuando el padre se comportaba con su habitual cobardía y ahora, por alguna razón, estaba actuando de forma desconcertante y atrevida. Por eso prefirió no opinar y mantenerse al margen hasta que todo volviera a la normalidad.
Llegaron los helados y los niños trataron de acomodarse de manera que llegaran a las guindas que coronaban las copas con la excitación propia de quien se prepara para satisfacer uno de sus mayores deseos. Toni había pedido también un helado, pero no porque le apeteciera sino por participar con sus hijos de mismo excitante festín. Estaba confuso pero feliz, y no se dio cuenta de que Olga se aproximaba a la terraza con una extraña expresión en su rostro que no reflejaba otra cosa que desconcierto y extrañeza por aquella poco usual escena familiar.
Acababa de recoger su billete de avión a Nueva York y no pensaba en otra cosa que la forma de comunicarle a Toni que debía ocuparse de llevar los niños a Marbella. Al verlos sentados en la terraza del café, aparentemente relajados y felices, junto a su padre, tuvo la sensación de que había sucedido algo fuera de lo normal. Por otro lado, la expresión de sus hijos era tan relajada y aparentemente feliz, tan lejos de lo habitual, que tuvo una primera reacción como si aquellos no fueran sus hijos, ni aquel hombre su marido, que compartía esa misma aparente felicidad. Fue tal la impresión que no tuvo valor de hacer ningún reproche a la exagerada cantidad de helado o la hora poco apropiada sino que se aproximó lentamente y como si lo hubiera hecho así toda la vida, se sentó junto a Toni limitándose a saludarle sin la menor acritud.
—¡Hola!, ¿estáis celebrando una fiesta?
Toni se sobresaltó e instintivamente se puso en guardia esperando los inevitables reproches de su mujer por alguna culpa que a buen seguro estaba cometiendo. Sin embargo, cuando comprobó con asombro que permanecía en silencio, contemplando como abstraída la satisfacción y aparente felicidad de sus hijos, presintió que también ella había percibido su cambio de actitud y no se atrevería a mostrar su habitual carácter irascible y caprichoso.
—Estamos tomando un helando tranquilamente en familia, ¡eso es todo! ¿De qué te extrañas? —le recriminó con firmeza pero sin mostrar acritud por temor a enfurecerla.
—¡No, no, de nada; me parece muy bien, sí, me parece muy bien! —reflexionó unos instantes sin saber cómo proseguir la conversación de manera que no se rompiera aquella inusual harmonía y sólo se le ocurrió comentar con su hijo menor el sabor de su delicioso helado.
—¿Está bueno, Quico?
El niño estaba confundido porque era la primera vez que su madre no le reprochaba el que tomase un helado de aquel tamaño y antes de cenar, por eso asintió tímidamente con la cabeza para no mostrar demasiado interés.
—¿Me das un poco, hijo? —insistió su madre, lo que acabó de confundirle. Su hermano Toni se adelantó a su deseo, porque estaba deseando intervenir ante la inesperada tolerancia de la madre.
—¡Yo te doy, mami!
—Y tú, Chema, ¿no dices nada? Ya veo que todos estáis la mar de felices... con vuestro padre...
—Pide uno si te apetece —interrumpió Toni, que en el fondo deseaba que su mujer participara en aquella poco usual reunión familiar.
—¡Mira, sí, es una buena idea, yo también quiero un helado, pero tan grande como el tuyo!, ¿eh, Quico?
El niño sonrió dejando que un chorrete de helado de corriese por la comisura de los labios que Olga le limpió antes de que cayera sobre el pantalón. Por unos instantes la familia parecía poseída por alguna influencia benigna producida por los refrescantes helados, y permanecían en silencio intercambiando miradas de complicidad para ver quién devoraba con más gusto y fruición su propio helado. Olga se había olvidado por unos instantes de que su familia carecía de la capacidad y sentimientos necesarios para proporcionarse aquellos sencillos momentos de felicidad y por esa razón cometía la mayoría de sus excentricidades. Ahora, de pronto, se sentía miembro de una familia que, al parecer, la necesitaba y aceptaba. Además, tenía a su lado a un hombre que no le atraía pero que por primera vez hacía correctamente su papel de padre responsable y comprensivo. Su presencia ya no le irritaba y había algo en su semblante que emanaba paz y serenidad, como si hubiera salido felizmente de una grave enfermedad o hubiera llegado de un largo viaje y se reunía por primera vez con su familia que, al parecer, hasta era probable que le quisiera.
De pronto pensó en lo extraño de su situación: sentada con su familia en la terraza de una heladería del barrio, gozando de un sencillo helado en compañía de su marido y de sus tres hijos como si siempre hubiera sido así y, sin embargo, tenía un billete de avión en el bolso para marchar a Nueva York con un grupo de gente desquiciada y lo más contrario a aquella sencilla pero respetable escena familiar. ¿Qué estaba pasando en realidad? ¿Quién había sido el responsable de aquella increíble transformación? Obviamente no tenía la respuesta y prefirió seguir disfrutando de su helado esperando que, de un momento a otro, todo volvería a la normalidad, los niños a sus peleas, Toni a su cobardía habitual, y que justificaría el que aquel sábado hubiera decidido huir con aquella heterogénea pandilla de amigos a Nueva York.
Un complicado dilema
Toni, Olga y los niños terminaron sus helados y ninguno parecía querer ser el primero en proponer regresar a casa o simplemente moverse de allí. Quico jugaba con la pequeña sombrilla multicolor que había servido de decoración para su helado, además de las de sus hermanos, que no estaban muy interesados en su juego. Chema era el único que deseaba terminar cuanto antes con una reunión que sólo justificaba el hecho de degustar el helado y que ya podría concluir, pero no se atrevió a intervenir y decidió volver a intentar un nuevo juego con su teléfono móvil, hasta que alguien diera la orden de marchar de allí.
Olga no se sentía cómoda pero presentía que la iniciativa debía partir de su marido, aunque sólo fuera por esa vez y sin que sirviera de precedente, pero en realidad se sentía como intimidada por aquella armonía familiar que por nada del mundo deseaba ser ella quien provocara su final. Toni, por su parte, se preguntaba por qué su mujer permanecía callada y con esa expresión confusa y algo tensa, como si algo la cohibiera y le impidiera actuar como era habitual. No sentía nada por aquella altiva y soberbia mujer, pero si no la conociera, no tendría la menor duda en tomarla por una madre de familia normal, paciente y hasta sacrificada. Incluso se convenció a sí mismo de que con una mujer así, su matrimonio se hubiera podido salvar, y hasta teniendo en cuenta su forma de ser poco exigente y de fácil conformar, hasta probablemente sería feliz.
—¡Bueno, será mejor que pensemos en volver a casa! ¿Te ha gustado el helado, Quico, hijo?
El niño asintió con la cabeza, haciendo volar una de las pequeñas sombrillas como si fuera un paracaídas.
—¡Me alegro! Cuando me reúna en agosto con vosotros en Marbella iremos muchas noches juntos a la heladería, ¿vale?
Aquella observación devolvió a Olga bruscamente a la realidad y creyó que tal vez sería un buen momento para pedir a Toni que acompañara a los niños y a sus padres a Marbella.
—Por cierto, hablando de Marbella... tendrás que llevarlos tú porque yo tengo un compromiso... !ineludible!
Toni reaccionó casi violentamente porque si alguien tenía un compromiso era sin duda él, por eso respondió sin reflexionar las posibles consecuencias:
—¡Imposible!
Olga no quería una nueva discusión familiar precisamente cuando todo parecía envuelto en una extraña y beatífica paz, por eso le desconcertó la contundencia de la respuesta de su marido. Sólo unos minutos antes hubiera estado dispuesta a romper el billete y quedarse en Madrid con su familia, acompañar los niños a Marbella y hasta encontrar alguna forma para soportar la presencia de Toni, porque al menos parecía haber adquirido cierta serenidad y la presencia de un buen padre de familia. En el fondo, y dada su situación, no podría desear nada mejor que un hombre a quien respetar y soportar aun cuando sólo fuera para mantener unida y en paz a su familia hasta el día en que tuviera la oportunidad de hacer algo mejor. Por eso no insistió y prefirió dejar el tema para otro momento en el que estuvieran solos los dos, sin la presencia de los niños, que parecían disfrutar de aquella inesperada harmonía familiar.
Aquella reacción era tan nueva en ella que incluso temió que pudiera estar haciendo algo de lo que se pudiera arrepentir al permitir que Toni dominara claramente la situación e impusiera su voluntad. Pero su deseo de paz pudo más que su orgullo y por primera vez cedió aceptando las posibles consecuencias. La sorpresa y el desconcierto de Toni iba en aumento ante el extraño comportamiento de su mujer, hasta el extremo que se atrevió a preguntarle cuál era aquel compromiso tan importante que le impedía, como cada año, llevar a los niños y a los padres a la casa de Marbella, con lo que contaba para recibir a Tania y disfrutar libremente todo el tiempo que estuviera en Madrid. Por eso una profunda inquietud se apoderó de él, porque si Olga no había cambiado, nada podría hacerla cambiar de opinión. Su inquietud era tal que no quiso esperar a que estuvieran solos los dos para conocer hasta que punto Olga estaría dispuesta a ceder.
—¿Qué compromiso es ese tan importante?
Hacia menos de una hora que Olga hubiera contestado con un contundente «¡Y a ti que te importa!», pero en esos momentos tenía la sensación de que una respuesta así podría poner fin a un momento casi mágico que ella misma temía romper. Así es que no fue capaz de ocultar la razón y se la dijo pero con ciertos matices para no enfurecerlo:
—No te lo había dicho porque... bueno tú ya sabes que últimamente no nos comunicamos las cosas, pero hace tiempo que tengo una reserva para un viaje de una semana a Nueva York... con un grupo de amigas... de la Galería de arte. ¡Es un viaje de negocios... para visitar galerías!
Toni se sintió perdido, porque si era cierta la razón de aquel inesperado viaje de su mujer, sería prácticamente imposible decirle que lo anulara, y todavía sería mucho peor si averiguaba cuál era su verdadera razón para no ir. Tampoco él hubiera tenido ningún reparo en desentenderse de su mujer y seguir haciendo su propia vida, tal y como se lo había propuesto desde la última discusión, pero en ese momento no estaba seguro de si no valdría la pena hacer un sacrificio y tratar de mantener aquella nueva e imprevista situación haciendo al Olga alguna concesión.
—Además —prosiguió Olga en un tono todavía más conciliador—, mañana por la tarde quiero que vayamos a comprar la ropa de verano de los niños a El Corte Inglés, y no puedes dejarme a mí sola con ellos... ¡ya los conoces!
Olga había dejado de ordenarle lo que debía de hacer para pedírselo con cierta humildad y hasta con cortesía ante la perspectiva de un día de compras en familia. ¿Cómo se podía negar? Pero el avión de Tania llegaba precisamente aquella misma tarde y no podía estar en dos sitios a la vez. ¿Cuál podría ser la decisión más correcta: recibir la persona que había sido capaz de hacerle cambiar hasta el extremo que su propia mujer le respetaba, o acompañar a su mujer y tratar de esforzarse un poco más y mantener su familia unida y hasta feliz? Podía buscar una excusa que Olga entendería, pero sentía que con ello estaba desperdiciando una oportunidad irrepetible para salvar su matrimonio, aunque sólo fuera por el bien de sus tres hijos, de los que creía haber recuperado su afecto. Además, la transformación inesperada de Olga y la manera de comportarse con él le hizo imaginar que tal vez a partir de aquel momento podría haber alguna posibilidad de que llegaran a ser una pareja normal: sin esperar grandes muestras de cariño, pero el suficiente para hacer soportable y hasta agradable en algunos momentos la vida en su hogar. Él no había aspirado nunca a mucho más.
Olga no trató de forzar una respuesta porque seguía sintiéndose culpable por su engaño acerca de las verdaderas intenciones del viaje a Nueva York y se dijo a sí misma que, si Toni accedía y todo se desarrollaba en paz y armonía, estaba dispuesta a cancelar su viaje a Nueva York y volver a su rutina normal, porque también ella estaba cansada de las excentricidades de Tita, de su preocupación casi obsesiva por su aspecto, motivado sobre todo por la estúpida rivalidad entre sus amigas y estaba dispuesta a conformarse con una vida relajada y familiar, más entregada a criar a sus tres hijos a cambio de contar con la lealtad y condescendencia de aquel nuevo Toni que estaba empezando a conocer. «Después de todo —pensaba—, tarde o temprano nos vamos a necesitar. La juventud no nos va a durar eternamente».
—¡Está bien, te acompañaré para las compras! —contentó Toni sin saber muy bien por qué había decidido sacrificar a Tania—. ¿Pero no podríamos arreglar lo que Marbella? ¡Es mucho correr ir y venir en un fin de semana!
Olga no quiso decirle que estaba dispuesta a cancelar su viaje porque en el fondo no estaba completamente segura de lo que estaba pasando y consideró más prudente esperar al día siguiente para tomar esa decisión.
—Bueno, ya veremos... a lo mejor encontramos una solución... ¡Qué sé yo, ya se nos ocurrirá algo!
Toni pensó que al menos no todo estaba perdido. Alguien podría ir al aeropuerto a esperar a Tania, instalarla en su hotel y él se encontraría con ella al día siguiente. ¡Esa era la mejor solución que, además, le permitía mantener abiertas todas las posibilidades: si su mujer recuperaba su carácter habitual, siempre tendría el consuelo de Tania, y si aquella transformación se consolidaba, al menos Tania habría pasado unas cortas vacaciones pagadas en España «¡Después de todo, no se lo tomará tan mal!», pensó convencido de que había tomado una de las decisiones más trascendentales de su vida para salvar su familia y la felicidad de sus tres hijos, cuyo afecto y cariño ahora creía necesitar.
Toni, Olga y los niños regresaron a casa como si hubieran pasado el día de excursión. Quico cogía la mano de Olga y Toni la de su padre. Chema, desconcertado pero indefenso, finalmente se unió a la familia tomando la mano de su madre y trataba de averiguar sus planes.
—Oye, mamá, ¿es verdad que te vas a Nueva York?
—Eso tenía pensado, pero ahora no sé si... bueno, tal vez cancele el viaje y me vaya con vosotros a Marbella... claro que depende de tu padre...
Su desconcierto iba en aumento porque era la primera vez que su madre dependía de la opinión de su padre para hacer lo que le viniera en gana. En el fondo siempre había estado del lado de su madre cuando se trataba de humillar al padre y, de pronto, su madre parecía preocuparse por él.
—¡Coño, si quieres irte, vete y ya está! ¿Qué te importa lo que opine él?
—¡Oye, habla bien!, ¿quieres? ¡Y no estaría de más que empezaras a ser un poco más respetuoso con tu padre!
La propia Olga estaba tan desconcertada como su hijo mayor, pero después de todo cualquier madre medianamente responsable le hubiera dicho lo mismo, y eso, aunque sólo fuera como novedad, le hacía sentirse bien.
—¡Vale, tía; ahora si que no entiendo nada!
—¡Pues ya eres mayorcito para entenderlo! ¿Vale, Chema? Todos habéis sido muy desconsiderados con vuestro padre y, después de todo, como habéis visto esta noche, él sólo quiere que le respetéis, ¡nada más! ¡Y a mi me parece muy bien!
Chema no dijo una sola palabra hasta que llegaron a casa y se encerró en su habitación. Parecía que todos se hubieran confabulado contra él pero siempre le quedaba el abuelo, quien seguro que seguiría siendo igual y le apoyaría contra aquella especie de revolución familiar.
La segunda pesadilla de Toni
El viernes por la mañana Toni se levantó sobresaltado por una terrible pesadilla de la que apenas recordaba algunas oníricas imágenes del final: Circulaba con su coche velozmente por una de las avenidas de la ciudad de Tania, pero lo angustioso era que todo se quedaba a oscuras y su automóvil carecía de luz, era como circular a gran velocidad en las tinieblas. De pronto apareció frente a él Tania, que le levantaba los brazos como si le saludara, tal y como la vio por primera vez en el aeropuerto. Intentó frenar pero el coche no respondía y no pudo hacer nada por evitar atropellarla. Sintió un fuerte golpe y el automóvil se detuvo inmediatamente, al mismo tiempo volvía la luz y el lugar se llenaba de gente. Se encontraba justo en la esquina donde recordaba que había visto el restaurante MacDonald. Aterrado se bajó del coche y pudo comprobar que, en efecto, Tania yacía en el suelo con un fuerte golpe en la cabeza de donde manaba un hilo de sangre hasta encharcar el asfalto, empapando su alborotado cabello rubio. Toni se sintió desolado y ni siquiera se atrevía a tocarla. En pocos instantes se hizo un tumulto de gente a su alrededor que en ruso comentaban lo sucedido. Entre las personas se abrió paso un policía, el mismo que le había gestionado su visado, y le preguntó en un español parecido al de la propia Tania: «¿Cómo ha sucedido?». Toni se encogió de hombros porque no comprendía que estaba haciendo allí y cómo había sido posible que Tania estuviera frente a su coche y que éste no respondiera cuando intentó frenar. El policía comprobó que Tania había fallecido y volviéndose hacia él le desconcertó con esta pregunta: «¿Supongo que tendrá usted seguro, verdad?». Le contestó que sí, que lo tenía a todo riesgo. El policía parecía complacido: «Entonces no se preocupe, esto lo cubre el seguro». «¡Pero es una persona y está muerta!», replicó Toni compungido, pero incomprensiblemente aliviado. «Sí, lo sé, pero usted es extranjero y tiene seguro. Ya le he dicho que estas cosas las cubre el seguro», y sin más, comenzó a escribir algo en un bloc que le dio a firmar. Toni firmó. Retiraron el cuerpo y, totalmente confundido, volvió a entrar en el coche. Pero, incomprensiblemente, Tania estaba allí, sentada en el asiento del pasajero, inmóvil, con una expresión severa pero relajada. De pronto le dijo: «¡Toni, tienes mala cara! ¿Te duele otra vez el estómago?». Toni no pudo contener un escalofrío de terror que le recorrió el cuerpo hasta dejarlo sin aliento. «¡Tania!, ¿cómo estas aquí, y todavía viva?... Estabas ahí... en la calle y sangrabas... ¡estabas muerta!». Tania no parecía inmutarse, y volvió a preguntar: «¡Toni, tienes mala cara!, ¿te duele el estómago?». El horror de aquella fría y fantasmagórica expresión se hizo insoportable cuando un fino hilo de sangre empezó a manar por la comisura de sus carnosos labios. Toni intentó salir del coche pero la puerta estaba bloqueada y por mucho que golpeaba el cristal nadie le escuchaba porque otra vez se había hecho la oscuridad y la gente había desaparecido. De pronto Tania hizo un lento gesto con la intención de besarle. Toni intentó rechazarla pero incomprensiblemente no tenía fuerza y estaba inmovilizado por el terror de su imagen, entreabriendo sus labios ensangrentados para besarle. Fue en ese momento cuando se despertó sudoroso y aterrado aliviado porque no había sido más que una pesadilla.
Durante los siguientes minutos intentó reflexionar sobre las imágenes aterradoras y se preguntó si su decisión de no esperar a Tania en el aeropuerto no habría sido precipitada y equivocada. Era cierto que estaba en juego la felicidad de su propia familia, pero también la de aquella mujer que sin duda no merecería aquel desencanto. Se levantó tratando de no despertar a su mujer, se refresco la frente, todavía sudorosa por el terror de aquellas imágenes, y pensó en la mejor manera de solucionar aquella desagradable situación. Sólo había una persona que podría ayudarle, su hermana Inmaculada. No sólo era una mujer, y Tania se sentiría más acompañada, sino que podría aconsejarle cómo salir de aquella penosa situación que él parecía incapaz de resolver. A pesar de la hora la llamó por teléfono para asegurarse de que no tenía pensado ausentare de Madrid. Inma contestó sobresaltada por lo inesperada de la llamada y trató de comprender lo que le estaba pidiendo que hiciera por él, porque en un principio, no era capaz de aceptar que su propio hermano hubiera hecho una cosa así.
—¿Me estas diciendo que tú... la persona más anodina y con menos carácter de este mundo, has sido capaz de hacer una cosa así?
—¡Por favor, Inma, ahora no puedo hablar, pero tienes que ayudarme...! ¡Tienes que ir a esperar a esta mujer al aeropuerto!
Inma permanecía en silencio tratando de ponerse en el lugar de aquella desgraciada mujer que no tenía ni la menor idea de lo que le esperaba en Madrid. Tal vez fuera por solidaridad con otras mujeres, por lo que tendría que aceptar aquel desagradable encargo de desengañar a Tania y procurar que su inevitable estancia en Madrid fuera lo más llevadera posible.
—¡De acuerdo, pero antes tú y yo tendríamos que hablar de muchas cosas y, sobre todo, de tu indigno comportamiento!
—¡Inma, por favor, no nos podremos ver en todo el día! ¡No puedo dejar a mi familia! Sí, hablaremos de lo que quieras, pero cuando los niños y Olga estén en Marbella... ¿vale?
—¿Y qué pretendes que haga? Así, sin más, me presento en Barajas y le digo: «Mi hermano es un... cretino y un cobarde, así es que coge el primer avión y vuelve a tu casa». ¡Si ni siquiera la conozco!
—¡Inma, Inma, por favor, sé razonable! ¡No querrás que eche todo a perder y destroce a mi familia!... ¿Haré lo que tú quieras que haga con ella, pero por favor, ves a recibirla y la llevas al hotel... Explícale cualquier cosa, lo que se te ocurra, yo ahora no puedo pensar, Olga está a punto de despertarse y no podré seguir hablando... Se llama Tatiana Ivanova, y llega en el vuelo de Francfort a las seis y treinta... Es... es rubia y... bueno, bastante guapa... ¡Por favor prométeme que irás!... ¡Ah, y hazme otro favor, déjale tu móvil para que la pueda llamar, te lo devolveré el lunes! ¿Lo harás, verdad, Inma?
Inma sabía que no se podía negar, pero no porque se lo pidiera su hermano encarecidamente, sino porque no podía permitir que aquella mujer, además de engañada y humillada, se encontrara sola y perdida en una gran ciudad como Madrid.
—¡Sí, ya te he dicho que iré... Pero te juro que ésta es la última vez que hago algo por ti... porque tu comportamiento, además de sucio y rastrero, es cobarde y miserable! ¡Me avergüenzo de ti y creo que a partir de hoy, Inmaculada Martínez, va a dejar de ser parte de esta familia... tan cobarde y mezquina como tú!
Toni se sentía humillado y avergonzado pero, al menos, aliviado. Olga apareció de pronto en el salón, soñolienta, pero sobresaltada por el rumor de la conversación telefónica de Toni con su hermana.
—¿Con quién hablabas?
—¿Yo? ¡Ah, sí, con Inmaculada!
Olga se sentó pesadamente en el sofá y encendió un cigarrillo, lanzó una primera bocanada de humo y volvió a preguntar:
—¿Llamas a tu hermana a estas horas? ¿Ocurre algo grave?
Toni no sabía si su mujer habría escuchado su conversación y trataba de sonsacarle la verdadera razón, pero no estaba dispuesto a soportar otra escena de reproches y trató de zanjar aquella conversación con la primera excusa que le vino a la mente.
—¡No, claro que no! Sólo quería saber... si íbamos a ir este fin de semana a al pueblo... ¡le he dicho que no! Bueno, me voy a duchar, ¿o quieres ducharte tú antes?
Olga parecía satisfecha con la aclaración y negó con la cabeza que tuviera intención de usar la ducha. Apagó el cigarrillo y se volvió con la misma parsimonia otra vez a la cama. Toni se sintió aliviado y decidido a solucionar lo mejor posible el desagradable asunto de Tania para que pudiera regresar cuanto antes a su país, porque era evidente que él no estaba preparado para llevar una doble vida y lo único que deseaba era consolidar su posición en la empresa familiar, ganarse el afecto de sus hijos y que Olga, al menos, le respetara y le tratara con cierta dignidad. Con eso creía que podría ser perfectamente feliz, sin necesidad de complicarse la vida y complicársela a los demás. ¡Y, sobre todo, no quería tener que soportar aquellas horribles pesadillas como la que acababa de tener!
Nubes de tormenta
Tania concretó los detalles del viaje por correo electrónico gracias a la inestimable ayuda de Masha, porque el teléfono le resultaba algo confuso y quería estar segura de que todo estaba en orden. Nunca había salido de su país sola y mucho menos hacia Europa. Sabía por experiencia que, incluso invitada por organismos culturales europeos, las esperas en Brest y en Francfort am Oder, en la frontera con Alemania, eran desesperantes y, a veces, duraban varias horas hasta que todos los visados estaban en regla para poder cruzar. Por eso tenía miedo que aquel español hubiera podido cometer algún pequeño error, pero suficiente para que la devolvieran a su país sin poder entrar en España. Claro que tampoco sería muy dramático, porque Toni, además de pagar su pasaje de ida y vuelta, le había enviado la increíble cantidad de doscientos dólares, prácticamente el sueldo de un mes, para los gastos imprevistos o incluso, por si tendría que regresar sin poder entrar.
No había sido capaz de conciliar el sueño desde que volviera de Nosovichi, a pesar de haberse dicho mil veces a sí misma que tan sólo se trataba de una visita de cortesía y que estaba decidida a regresar según lo previsto e, incluso, no tomaría ninguna decisión que pudiera comprometerla, como por ejemplo que Toni le pidiese en matrimonio, antes de consultarlo con su hija y con su madre. No le desvelaba las consecuencias de aquel alocado viaje sino la expresión de tristeza e impotencia de Anechka en el portón del patio de la granja de su hermano. Tenía clavada aquella imagen como la de una niña resignada a perder a su madre y dispuesta a afrontar la vida sin ella, tal y como tuvo que hacer ella misma cuando murió su propio padre. Tal vez todo estaba resultando demasiado precipitado y no le había dado tiempo para hacerse a la idea. Constantemente le venía a la mente, como si fueran gritos que se escuchaban en algún lugar de su cabeza, las patéticas palabras de la directora María Ustinova: «¡No nos abandones!», y creía escucharlas una y otra vez sin que pudiera hacer nada por acallarlas.
Sólo al despuntar el día, cuando la tenue luz del amanecer clareaba la habitación, sentía como si pusiera también claridad en sus pensamientos y le concediera una brevísima pausa para conciliar siquiera dos o tres horas de sueño, hasta que el estruendo de la familia numerosa del piso de arriba, que no parecía concederle la menor tregua incluso durante las vacaciones, la volvió a despertar. Entonces no le quedó más remedio que levantarse, hacerse un reconfortante té y regresar a la cama para volver a sus obsesivos pensamientos y a considerar todas y cada una de las cosas que tendría que aceptar y las que no.
Por ejemplo, si Toni le pedía hacer el amor, todo dependería de si sentía que él también estaba enamorado de ella o no. De cualquier forma más valía que fuera preparada llevando ella misma los preservativos. No era el momento, ni valía la pena para tan poco tiempo, empezar algún tratamiento o acudir a su ginecólogo para implantarse algún sistema. Por otro lado, dada su edad y las fechas en que se encontrarían, no era probable que pudiera quedarse embarazada, incluso si no tomaba precauciones. Tal vez tendría que tener cuidado los últimos días, pero para entonces ya tendría confianza suficiente como para rogarle que utilizara preservativos, aunque a ella tampoco le gustaban.
Toni tendría que aceptar que con su edad ya no estaba muy animada a ser madre una vez más. Claro que aquel era un tema difícil de tratar y dependería de muchas circunstancias. Por último, si sucediera, tenía claro que nacería en aquí, aunque estaba seguro de que Toni se empeñaría para que naciera en España.
No era de extrañar que con tantos supuestos y posibilidades las noches le pasaran en vela y los días fueran un incesante llamar a todas sus amigas, al aeropuerto, a la compañía aérea que la iba a transportar a Madrid y hasta a la estación de tren, para estar segura de que no cancelarían a última hora su tren.
El viaje al aeropuerto fue una permanente sensación de nostalgia anticipada. Mientras duró la luz del día, Tania contemplaba casi con ansiedad cada detalle del paisaje, cada sembrado, bosque o casa perdida en la inmensidad de aquellos llanos interminables. A medida que se aproximaba el momento de tomar su avión crecía en su interior un irracional deseo de regresar a la granja de su hermano y emplearse hasta la extenuación en las tareas agrícolas, tal y como lo había hecho siempre y que, a pesar de lo agotador del trabajo, le reportaba serenidad y confianza en sí misma. Era como un permanente y cruel conflicto entre dos deseos perfectamente razonables: el deseo de seguridad y el de felicidad.
Había elegido un tren nocturno para evitar tener que buscar alojamiento nuevamente en la capital, porque seguía sin desear encontrarse con su hermana. ¿Qué podría pensar de aquella loca aventura una mujer casada, feliz, y resignada a una vida sencilla entregada casi con devoción a su familia? ¡Por supuesto que no lo podría entender!
El departamento estaba ocupado por otras tres personas, una señora de aspecto bondadoso, extremadamente callada y discreta, que apenas había intercambiado con ella un saludo de bienvenida; un hombre perfectamente vestido con traje clásico y corbata a rayas, que parecía tener problemas para dejar su americana en el lugar adecuado para que no se arrugara, y un joven, su propio hijo, que como era habitual entre los jóvenes de ese país vestía pantalón y camisa negras, zapatos de fantasía, con una larga puntera y una corbata blanca con el nudo flojo, tal vez por el calor o simplemente por estética.
Cuando oscureció y el reflejo de la luz del departamento le impedía contemplar el paisaje, Tania intentó entablar alguna charla con sus compañeros de departamento para no permanecer en silencio entregada a sus obsesivos pensamientos, por eso forzó ella misma la conversación con el hombre bien trajeado que le parecía más propenso a la conversación:
—¿Son ustedes de esta ciudad?
—¡Oh, no; venimos de Dabrus. ¿Y usted?
—Yo sí, yo soy de aquí... —No sabía cómo proseguir y no le parecía correcto preguntarles sobre los motivos personales de aquel viaje, así que se le ocurrió que, aunque pareciera un poco presuntuoso, sería un buen tema de conversación contarles que tenía intención de viajar a Madrid—. ¡Voy a coger un avión para viajar a Madrid, en España!
Aquella confesión desconcertó a los dos hombres, incluso la mujer lanzó una especie de exclamación de admiración. En cualquier caso se vio en la necesidad de seguir con aquel tema hasta que encontraran algo en común para hacer amena la conversación.
—¿Conocen ustedes España?
El hombre negó rotundamente con la cabeza y exclamó:
—¡En toda mi vida he salido de Dabrus!... Este es mi primer viaje más allá de mi ciudad... ¡así es que figúrese si puedo conocer ese país!
El joven corroboró las palabras de su padre porque, al parecer, él también hacía su primer viaje a la capital.
—Yo tengo un amigo que trabaja en España —dijo el joven como si de pronto recordara este detalle—. Creo que en una ciudad que se llama Barcelina, o algo así.
—¡Ah, Barcelona! —por fin habían encontrado un nexo en común para continuar con algún sentido la conversación—. ¿Y le gusta estar allí?
—No lo sé, hace más de dos años que no ha vuelto por Dabrus! Supongo que si no vuelve es porque le gusta más que esto, ¡digo yo!
—No está quedando ni un joven en este país —dijo de pronto la señora de aspecto bondadoso, al tiempo que remataba la frase con un suspiro de tristeza—. Yo tengo un sobrino en Alemania. Un buen chico, trabajador y muy listo. Acabó la carrera de... no sé muy bien, algo relacionado con el campo, con los cultivos y las plantas...
—¿Ingeniero agrónomo? —interrumpió el joven.
—¡Sí, creo que sí! En Alemania se lo rifaban las empresas porque es muy listo y muy formal... Pero, ya ve, mi hermana sufre mucho porque es su único hijo y se le fue...
—¡Pero cuando ahorre lo suficiente volverá, supongo yo! —dijo Tania tratando de consolar a la señora.
—¡Que va, hija! Se ha casado con una mujer alemana y, ya se sabe, con familia le tira más aquel país que el suyo propio...
Tania no esperaba que aquella conversación fuera a terminar recordándole su propio caso, pero sintió lástima por aquella mujer, como si al menos ella todavía estuviera en situación de poder elegir y, desde luego, nunca renegaría de su propio país, ni aun en el caso de que sus relaciones terminasen en matrimonio.
—¿Y usted, va de vacaciones a ese país? —preguntó el hombre de improviso. Tania se desconcertó porque no tenía intención de compartir con nadie sus verdaderas intenciones, así es que se inventó la primera excusa que le vino a la cabeza.
—¡Oh, no! Soy profesora de música y voy a... a un seminario sobre música popular... Un encuentro internacional... entre profesores.
—¡Que suerte tiene usted, señora, que puede permitirse un viaje así! —dijo el joven contemplando a Tania como si fuera un ser excepcional.
—Bueno, sí, en cierta manera tengo suerte, ¡porque voy con todos los gastos pagados! Porque, ya me dirá usted con el sueldo de una profesora de música si me podría dar un lujo así.
Tania empezaba a sentirse incómoda al darse cuenta de que no había ninguna posibilidad de mantener una conversación con aquellas sencillas gentes que le distrajera y le angustiaba tener que mentir y frivolizar sobre algo que tanto le inquietaba, así es que desplegó la colchoneta, colocó las sábanas remetiéndolas cuidadosamente, puso la funda de la almohada y se estiró sobre la litera dándoles a entender que deseaba dormir.
Una vez sentada en el avión de Francfort, Tania se sentía impulsada por un deseo desconcertante y todo empezaba a parecerle irreal. De haber sido posible hubiera regresado antes incluso de tomar el avión, pero ahora no tenía otra opción que seguir adelante. En apenas unas horas estaría aterrizando en una ciudad extraña y completamente desconocida para ella en la que sólo conocía a una persona con la que había compartido apenas cuarenta y ocho horas de relativa intimidad. Le había besado, era cierto, y con ello había tratado inconscientemente de dejar, no sólo un grato recuerdo como hubiera podido hacerlo con un buen amigo, sino la sensación de que era un hombre del que muy probablemente se podría enamorar. Los días siguientes a su partida incluso llegó a creer que estaba enamorada de él, y al recibir la invitación le pareció normal que la aceptara, porque esa era precisamente la intención de su beso de despedida.
Pero ahora que no tenía ninguna posibilidad de volverse atrás, su precipitada decisión le parecía más propia de una adolescente irreflexiva que de una mujer cercana a los cuarenta, con una hija ya adolescente y arriesgando un empleo que, dadas las circunstancias, necesitaría para sobrevivir.
«¿No me habré dejado cegar por su buena posición? —terminó por preguntarse con cierto remordimiento—. ¿No tendría que haber seguido los consejos de la directora y haber pospuesto este nuevo encuentro? ¡Pero ya qué más da, está hecho y no hay vuelta atrás! Ahora tengo que procurar no mostrarme inquieta o desconfiada, después de todo ha sido un gesto noble por su parte y puede que esta inquietud se convierta pronto en felicidad».
Tania descubre la traición de Toni
Tania disponía de un asiento junto a la ventanilla y apenas el avión cruzó los Pirineos y las nubes fueron desapareciendo progresivamente, podía ver el ardiente paisaje casi desértico de los Monegros, el serpenteante caudal del río Ebro y las sombras de las montañas del sistema ibérico. Estaba fascinada por aquel paisaje tan poco usual en su país, parecido a una acuarela con infinidad de tonos ocres y verdes, en una composición abstracta y original, como era la formada por aquella infinita cantidad de cultivos irregulares y de formas caprichosas, tan distintos de las lineales e inmensas de su país. El conjunto de los pequeños núcleos urbanos, con sus brillantes tejados rojos, rodeados por los cerros que se agostaban armonizando con los ocres de los cultivos a punto de cosechar, le pareció de una belleza plástica excepcional, tal y como lo había imaginado.
Pese a su permanente angustia por lo que pudiera encontrarse en el aeropuerto de Madrid, ardía en deseos de visitar todas aquellas maravillas que cuidadosamente había anotado en una especie de programa turístico que estaba dispuesta a compartir con Toni, quien seguramente sería un guía excepcional.
Cuando el avión avistó las primeras aglomeraciones cercanas a Madrid, la bruma y la contaminación le impidieron ver con claridad lo que ella imaginaba como una ciudad luminosa y espectacular. Algo decepcionada se concentró en las indicaciones de la megafonía, que advertían al pasaje para el inminente aterrizaje. La excitación se hacía más agobiante y su respiración era cada vez más dificultosa. Trató de tranquilizarse pero los bruscos cambios de altura y el ruido desigual de los motores no hicieron sino aumentar su ansiedad. Por fin el avión se posó sobre la pista, corrió velozmente entre el crujido de la estructura y sintió el empuje de los frenos que la lanzaba contra el asiento anterior. Cuando la maniobra de aterrizaje concluyó y el avión se aproximaba lentamente a la zona de desembarque, Tania volvió a mirar con ansiedad a través de la ventanilla, tal vez imaginando que el aeropuerto de Madrid sería como el de su país y se vería a la gente sobre las terrazas, donde podía estar él, pero pronto se dio cuenta de la agitación de aquel gran aeropuerto, con otros aviones rodando por otras pistas, saliendo y entrando de la terminal, vehículos de todos los tipos y formas rodando de un lado para otro y un inmenso edificio del que no podía ver su verdadera dimensión a través de su pequeña ventanilla. Comprendió que no tendría ninguna posibilidad de encontrarse con Toni hasta que no desembarcara y pasara la aduana, lo que le devolvió nuevamente la inquietud y aquella opresiva ansiedad que apenas la permitía respirar con normalidad.
Las azafatas indicaban a los pasajeros que ya podían desembarcar. Tania se levantó como impulsada por un resorte y se situó dócilmente en el pasillo a la espera de que la gente se moviera hacia la salida.
Al salir del avión esperaba sentir aquel sol radiante y un poco de aire fresco, pero se vio inmersa en un pasadizo metálico, húmedo y recalentado, custodiado por una mujer policía y parte de la tripulación, con expresiones carentes de toda emoción. Se sentía perdida y desconcertada y se dejó llevar por la inercia imitando al resto del pasaje siguiendo el largo pasillo hasta una gran sala desde donde se accedía a las ventanillas de control de visados. Tania siguió mecánicamente a los demás viajeros, pero de pronto otro policía le cortó el paso y con un tono amable pero convencional, le rogó que le mostrara su pasaporte. Tania se sobresaltó y se preguntó si habría cometido alguna infracción de forma involuntaria o que su visado no estuviera en regla.
—¿Entiende español? —le preguntó revisando las páginas de su pasaporte.
Tania consiguió articular un sí casi imperceptible.
—Tiene que salir por esa otra zona, por aquí sólo pueden acceder los ciudadanos de la Unión Europea.
Tania se calmó porque no era la primera vez que cometía un error así por causa de su nerviosismo habitual en los aeropuertos y puestos de aduanas. La policía le devolvió amablemente el pasaporte y le indicó el lugar por donde tendría que salir.
Mientras un nuevo policía de aduana comprobaba su visado en el interior de su garita acristalada, Tania miraba con ansiedad en todas las direcciones tratando de ver la imagen familiar de Toni, pero pronto comprendió que se encontraría al otro lado de unas grandes puertas correderas que se abrían al paso de los viajeros, y trataba de aprovechar el instante en que permanecían abiertas para intentar ver si estaba entre el grupo de gente que se agolpaba al otro lado, pero no lo vio.
Antes de dirigirse a la salida no tuvo más remedio que esperar la llegada de su equipaje, y le exasperaba no ver aparecer su pequeña maleta entre tantas otras, mucho más grandes y aparatosas, y que los pasajeros apenas podían retirar de la cinta transportadora. Volvía una y otra vez su mirada hacia las grandes puertas correderas, porque pensaba que si fuese ella estaría en primera fila, tal y como hizo en el aeropuerto de su país, para dejarse ver cuanto antes, teniendo en cuenta que ella no conocía a nadie más en esa ciudad y era normal que se sintiera confusa y desorientada. Pero Toni seguía sin aparecer. Por fin recuperó su maleta y corrió hacia aquella puerta tras la que esperaba al fin encontrar la cara familiar de su amigo. Tropezó con algunos de los viajeros que parecían no tener prisa por salir y, como si estuviera a punto de entrar en un escenario para una nueva y brillante actuación, cruzó aquella puerta con la sensación de que inmediatamente alguien gritaría su nombre entre todo aquel tumulto y ella se abrazaría a él feliz porque finalmente había terminado aquella angustiosa odisea.
Pero cruzó la zona acordonada hasta situarse en medio de la gran sala de llegadas internacionales y nadie la llamó. Su respiración se volvió a acelerar y creyó que le faltaban las fuerzas para mantenerse en pie ¿Se habría olvidado de que llegaba en ese vuelo y aquel día? ¿Habría tenido algún problema de salud, un inesperado nuevo dolor de estómago? ¿Qué haría ella entonces? ¿Cómo sabría ir a la ciudad, encontrar el hotel, y lo peor de todo, cómo daría con él si ni siquiera se había preocupado de coger su teléfono? De pronto sintió que todos los reproches que le habían hecho empezaban a tener sentido y se preguntaba si habría alguna posibilidad de tomar inmediatamente un nuevo avión y regresar a su país. Desconcertada y descorazonada, miraba alternativamente de un lado a otro de la gran sala, aupándose sobre la punta de sus pies para tratar de ver todo lo lejos que le fuera posible, porque tal vez se hubiera equivocado de puerta de embarque y estaría en algún lugar de aquella inmensa y abarrotada sala que la asfixiaba. Finalmente, aceptó la situación y trató de encontrar al menos un lugar donde sentarse, descansar de aquella excitación que le angustiaba y pensar qué podría hacer.
Estaba a punto de iniciar la marcha cuando vio a una joven que sujetaba un pequeño letrero con su nombre moviéndose inquieta y tratando de hacérselo ver especialmente a ella, como si tuviera la impresión de que ya la conocía. Tania se sobresaltó y se dirigió hacia ella. La joven hizo lo mismo y, por fin, parecía como si ambas hubieran encontrado lo que estaban buscando.
—¿Eres Tatiana Ivanova? —preguntó Inmaculada a la desconcertada Tania.
—¡Sí, soy yo; ¿Y usted... quién es?
—¡Soy la hermana de Toni! ¡No sabe cómo me alegro de verla, temía que no nos encontráramos... porque yo no la conocía!
—¿Toni está enfermo?
—¡No, desde luego que no, al menos en el sentido que tú te lo imaginas!...
Tania no entendió el sentido de aquella observación y volvió a insistir:
—¿Qué le pasa entonces? —insistió cada vez más preocupada por él.
Inmaculada se sentía profundamente contrariada. No sabía cómo podría ser la mujer a la que su hermano había traicionado, pero hubiera deseado encontrarse con alguien menos ingenua, que supiera a lo que se atenía y que no le afectara demasiado aquel desencanto, pero tenía la impresión de que aquella mujer ignoraba completamente su situación y parecía interesarse por la salud de su miserable hermano, como si realmente le quisiera. No sabía por dónde empezar a desengañarla sin causarle demasiado daño, porque estaba decidida a que lo supiera todo y cuanto antes mejor.
—¿Por qué no nos sentamos un momento y tomamos algo fresco? ¿Sabes?, Toni me dijo que hablabas bien español, pero no me imaginaba que lo hablaras tan bien...
—Con acento cubano, creo, pero lo entiendo bien...
—Ven, déjame que te lleve la maleta... ¡Mejor será que tengamos una charla... de mujer a mujer antes de ir al hotel!
Cogió la maleta, y sorteando la multitud, condujo a la indefensa Tania a la cafetería, que la seguía con la alegría de quien ha sido salvado de un naufragio.
Inma contempló descorazonada como Tania se sentaba con la docilidad de una niña sin perder su ingenua sonrisa, como si estuviera esperando buenas noticias de la persona a quien amaba. Pero ella estaba decidida a no permitir que aquella mujer confiada y hasta ilusionada cometiera el error de enamorarse de quien ella ya ni siquiera consideraba su propio hermano.
—¿Estás divorciada? —preguntó de pronto Inma.
—Sí, supongo que tu hermano te habrá dicho...
—No, no me ha dicho mucho; en realidad no me ha dicho casi nada sobre ti y me temo que tú tampoco sabes mucho sobre él... ¡Puedo imaginarme que no te ha dicho la verdad sobre su situación!
Tania se sobresaltó. La expresión de Inma no era precisamente la de alguien que trae buenas noticias, sino todo lo contrario, presintió que estaba a punto de decirle algo que la pudiera herir.
—En fin, quiero ir al grano, ¡qué diablos! ¡Será mejor terminar con esta situación cuanto antes!... ¿Sabes que Toni está casado y tiene tres hijos?
El rostro ingenuamente sonriente de Tania se transfiguró en una lenta pero amarga mueca de dolor, palideció y le temblaba el labio inferior como si padeciera un súbito ataque de nervios. Sus ojos empezaron a humedecerse y enrojecer hasta que dos gruesas y aparatosas lágrimas se desprendieron corriendo velozmente por sus pálidas mejillas, pero no fue capaz de reaccionar. Inma cogió sus manos, que permanecían inertes y sin reflejo y trató de consolarla algo turbada por su indiscutible falta de delicadeza.
—¡Lo siento, de verdad que lo siento! Espero que me perdones por haber sido tan... tan brusca y poco delicada contigo... pero ¡no puedes haberte enamorado de un... monstruo como mi hermano!
Inma estaba deseando escuchar algo de Tania, incluso tenía la sensación de que estaba tratando desesperadamente de reprimir el llanto que seguramente necesitaba para liberarse de aquella súbita angustia. Se imaginaba lo que podía estar sufriendo, pero Tania parecía incapaz de reaccionar y a aquellas primeras lágrimas le siguieron otras hasta que, por fin, soltó bruscamente las manos de Inma y se cubrió el rostro rompiendo a llorar amargamente. Algunos viajeros dudaron entre interesarse por las causas de su llanto o respetar su intimidad, sobre todo porque se encontraba en compañía de otra mujer y, después de todo, los llantos eran frecuentes en los aeropuertos.
Inma permaneció como inmovilizada e incapaz de saber lo que debía hacer en aquella dolorosa situación y espero a que Tania se sintiera mejor después de aquel inevitable acceso de llanto.
Finalmente Tania buscó casi a ciegas un pañuelo en su bolso y con torpeza se secó las lagrimas que empapaban sus mejillas. Trató de serenarse, bebió un sorbo de agua, y al cabo de unos instantes, que a Inma le parecieron angustiosos, exclamo:
—¡Que tonta he sido... Todos lo sabían menos yo! ¡Hasta mi propia hija y sólo tiene once años! —al mencionar a su hija, Tania no pudo volver a contener el llanto. Inma se dio cuenta de la posible trascendencia del mal que su propio hermano había causado a aquella pobre mujer y sintió deseos de encontrarse con él y abofetearle sin mediar ni una palabra. Pero no sentía asco sólo hacia él sino para la mayoría de los hombres de aquel país, que según ella en su gran mayoría no se comportaban mejor que él. Estaba en deuda con Tania y necesitaba encontrar la manera de que se pudiera recuperar de aquella desoladora noticia, reaccionara y volviera a su país convencida de que había aprendido una dolorosa pero necesaria lección. Cuando comprendió que estaba más calmada y resignada ante aquella terrible noticia, intentó que se hiciera una idea de lo que había ganado al saber la verdad cuando todavía estaba a tiempo de rectificar.
—No sé cómo están las cosas en tu país... y supongo que en parte te habrás dejado deslumbrar por... la posición de mi hermano, pero la verdad Tania, es que estoy seguro que con toda vuestra pobreza seguramente que seréis mucho más felices que nosotros, porque ¡aún tenéis corazón!... ¡Aquí... ya ves cómo nos comportamos!
Tania escuchaba sin comprender el sentido de aquellas metáforas porque no le parecía ni siquiera imaginable que alguien pudiera carecer de sentimientos, tal y como parecía hacerle ver aquella amable joven. Pero Inma sentía que era necesario que aquella mujer se desengañara cuanto antes de las supuestas bondades del mundo que anhelaba y tratara de hacerle ver con crudeza y realismo que todo era un espejismo creado por los medios de comunicación, manipulados por los intereses económicos y los engañosos y perversos mensajes publicitarios que servía de ariete para destrozar lo que todavía pudiera quedar de humanidad.
—¡No te preocupes por mí! —dijo de pronto Tania, más calmada y resignada, cogiendo la mano de Inma para demostrarle que apreciaba su buena intención—. ¡Lo tengo bien merecido por ingenua!... Pero yo no creo que tu hermano quisiera engañarme con mala fe porque... creo que es una buena persona... Tal vez haya sido por...
—¡Cobardía! —interrumpió Inma indignada.
—Tal vez, pero yo también he sido una cobarde por no querer aceptar las cosas como son y pretender que alguien me solucionase todos mis problemas... Pero la vida es muy dura en mi país... y son tan pocas las oportunidades para una mujer como yo que... ¡Qué tonta he sido; qué tonta!...
Inma sentía que aquellos reproches contra sí misma no eran justos y los argumentos en su favor se le amontonaban en la mente. Vivía en mundo basado en la hipocresía, la envidia y una execrable cultura de nuevos ricos, sin verdaderos fundamentos y sus correspondientes valores, por eso no pudo evitar excusarla con una inflamada crítica de su propio país:
—¿Y tú crees que aquí las mujeres tenemos más oportunidades? Puede que en tu país la causa sea que escaseen los empleos y estén mal pagados, pero aquí es por un despreciable machismo imposible de erradicar, tan miserable y cobarde como el de mi hermano o incluso mucho más grosero y denigrante, lo que no creo que suceda en tu país. Pero lo más desgraciado de la situación es que las mujeres, en lugar de luchar por una sociedad más equitativa, cooperativa menos derrochadora y consumista, y reivindicar nuestra singularidad y nuestra visión femenina del mundo hemos terminado por convertirnos en una grotesca, patética y fraudulenta versión «machista» de las propias mujeres, situadas a la altura de la miseria de nuestros hombres. En lugar de combatir por la defensa de nuestra singularidad hemos preferido confabularnos con ese mundo nauseabundo y detestable de los hombres: adoramos los coches potentes y lujosos, nos apasiona el fútbol, consumimos como si estuviéramos posesas, nos entretenemos con programas de televisión nauseabundos y que no hacen sino humillar a las propias mujeres que los apoyan, abandonamos a nuestros hijos de pecho en jardines de infancia con la mitad del sueldo de trabajos denigrantes, rivalizamos como comadrejas entre nosotras por ganarnos la admiración y el deseo casi animal de los hombres, derrochamos, contaminamos, nos atiborramos de cualquier porquería que aparece en la televisión, casi como si fuéramos máquinas, y en fin, nos plegamos dócilmente a los deseos más brutales e instintivos de la mayoría de los hombre hasta confundirnos con ellos sin que nadie sepa qué sacamos nosotras con ello... ¡Claro que, por desgracia, eso es bueno para la economía! ¡Ya ves que paradoja! ¡No, Tania, coge el primer avión y vuelve a tu país porque aquí no hay sitio para una mujer como tú!
Tania trataba de poner atención en aquella larga y apasionada crítica de su propio país, pero tenía la mente demasiado ocupada en sus propios remordimientos por lo que apenas comprendió lo que le estaba tratando de decir.
—¿Sabes? —prosiguió Imma—, yo soy una apasionada de la literatura rusa y no he podido olvidar un párrafo de Dostoyevsky de «El pequeño héroe» que me impresionó mucho, porque parece escrito especialmente para mi hermano y los que son como él: «Es una casta que sencillamente no hace nada. Que sencillamente no quiere hacer nada y que de pura pasividad y holgazanería tiene un pedazo de grasa donde debería tener el corazón».
Tania se iba recuperando lentamente y empezó a darse cuenta de que aquella joven deseaba confiarle sus propios sueños porque trataba de distraerla de sus sufrimientos, por lo que consideró que debía prestarle alguna atención.
—¡No te preocupes por mí, lo superaré... ya se me pasará!...
Inma se sintió satisfecha de haber conseguido aliviar en parte el sufrimiento de aquella mujer con aquella encendida charla en defensa de la femineidad y trató de explicarle cuáles eran sus propios planes para conseguirlo.
—Puede que te parezca que estoy loca, pero dentro de una semana yo también voy en busca de mi sueño, y está en uno de los países más pobres y modestos de este mundo, probablemente mucho más pobre que el tuyo: me voy a Nicaragua, a un poblado indígena, donde espero trabajar y quedarme a vivir tanto tiempo como me lo permitan. ¡Detesto la hipocresía que me rodea... y sólo me faltaba esto! He terminado la carrera de Biología y quiero trabajar en algún sitio donde no tenga la sensación de que estoy sirviendo a los intereses de alguna multinacional... sino a gente normal, con problemas reales y no creados por su insensatez...
—¡Que raro es el mundo! —exclamó Tania que ya había recuperado cierta entereza que le permitía reflexionar—: mientras la gente que vivimos en países pobres venimos aquí soñando con una vida mejor, los que estáis aquí pensáis en marcharos a países pobres, ¡y por la misma razón!
Las dos mujeres parecían haberse reconfortado mutuamente y permanecían en silencio como si trataran de ordenar sus sentimientos y trataran de saber, en vista de que todo era mentira y vanidad, que deberían hacer.
—¡En fin, así es la vida! —exclamó Inma—. Supongo que ahora que ya sabes la verdad podré hablarte con más claridad sobre mi hermano.
Tania no dijo que sí, pero con su gesto de resignación le dio a entender que estaba preparada para cualquier confesión por dolorosa que fuera.
—Se casó porque le obligaron... dejó a su mujer embarazada. Mis padres y los de su mujer prácticamente le obligaron... Pero no creas que es un héroe, la familia de su mujer es muy rica... ¡y no creo que la deje por ti! ¡Ni siquiera consiguió terminar la carrera de Económicas! En realidad, él no tiene nada... ¡lo que se dice nada!, y, claro, depende de su mujer... Por eso no ha venido a buscarte, porque tenía algo más importante que hacer: ¡ir de compras para las vacaciones! ¡Ese es el hombre de quien tal vez te has enamorado! En serio, Tania, ya sé que algunas veces las mujeres somos idiotas y nos enamoramos de auténticos sinvergüenzas, pero mi hermano ni siquiera tiene ese encanto, ¡sólo es un cobarde... y siempre lo será hasta que se muera!
Tania se cubrió la mejilla con una mano para ocultar su deseo de llorar nuevamente y disimular su dolor por aquellas revelaciones. Ya se había hecho cargo de la situación y sólo le preocupaba la manera de recuperar su empleo y la confianza de su familia, que inevitablemente le recriminarían su falta de madurez. Inma no quiso proseguir con sus recriminaciones porque ya no ayudaban en nada a levantar el ánimo de Tania, así es que le propuso que tomaran un taxi y fueran cuanto antes a su hotel. Intentaron averiguar si era posible anticipar el vuelo de regreso, pero le informaron que su billete no permitía cambios, por lo que no tenía otra opción de regresar en la fecha prevista.
—Desgraciadamente yo no te podré acompañar porque tengo que preparar mi propio viaje... pero si...
—No te preocupes, de verdad, me siento mucho mejor y supongo que, al menos, Toni me pagará los gastos mientras esté aquí...
—¡Claro, por supuesto que lo hará! ¡Ah, sí, se me olvidaba... me ha pedido que te deje este móvil... Es para que pueda ponerse en contacto contigo... ¿Sabes cómo funciona?
Tania negó con la cabeza mientras sujetaba el pequeño teléfono como si fuera un juguete.
—Cuando suene fíjate que los tres últimos números sean: cuatro, seis y nueve y entonces aprieta este pequeño botón verde, ¿comprendes? Es para que sólo contestes sus llamadas porque es mi teléfono, ¿lo entiendes?
Tania seguía tratando de comprender la relación entre ese pequeño teléfono y Toni. Le parecía cómico que en lugar del hombre de quien creía estar enamorada le vino a recibir un teléfono móvil. Tal vez, después de todo, Inma llevara razón y los españoles habían perdido el sentido común.
El intenso tráfico, el bullicio de las calles y la inquietud de que aquel pequeño teléfono pudiera sonar de improviso y escuchara la voz de Toni la trastornaba, y se dejó llevar como si estuviera convaleciente de un coma profundo y apenas podía hacerse una idea de la realidad. Inma la acomodó en su hotel, trató de ponerla al corriente de cómo funcionaba todo por si deseaba ducharse y posteriormente salir a pasear por los alrededores y despejarse, advirtiéndole incluso contra los posibles ladrones de bolsos, lo que inquietó todavía más a Tania que estaba decidida a no salir ya del hotel.
—Bueno, Tania, lamento que nos hayamos conocido en estas tristes circunstancias, y te pido perdón por haber sido tan brusca, pero ¿cómo iba a callarme? ¡Espero que lo entiendas, que regreses a tu país y seas capaz de superar todo esto sin... sin rencor ni amargura!
Las dos mujeres se abrazaron y permanecieron en silencio unos instantes hasta que la propia Tania rogó a Inma que se marchara, porque ella sería perfectamente capaz de superar aquel doloroso desengaño.
—¡Has hecho bien en ser sincera conmigo! Tal vez sea porque en el fondo quieres a tu hermano y pienses que es mejor así... Adiós, amiga... ¡Si algún día quieres venir a mi país, estaré encantada de invitarte a mi casa!
Inma se lo agradeció y, no sin titubeos y tratando de volver a interesarse por su estado de ánimo, salió de la habitación dejando a Tania sentada sobre la cama, con su móvil todavía en la mano, contemplándolo como si una vez más temiera que pudiera sonar.
Un trágico final inesperado
Tania permaneció varios minutos sentada sobre la cama tal y como la había dejado Inma. Seguía teniendo el pequeño teléfono móvil en la mano como si temiera que pudiera estropearse si lo dejaba sobre la mesa. Al principio era incapaz de ordenar sus pensamientos que surgían con cierto orden de importancia según las consecuencias que pudieran reportar. ¿Cómo pasarían el próximo invierno si los ingresos extras de la gira, fundamentales para pagar el gas, la electricidad, las inevitables averías de la calefacción, comprar algo de ropa, atender las constantes dolencias de la madre y los inevitables gastos de la escuela de ballet de Anechka? Pero antes de poder darse una razonable respuesta, surgían otras inquietudes más personales y tanto o más angustiosas: ¿Qué iba a ser de ella si era incapaz de enamorarse de un hombre sin preocuparse por saber si estaba o no casado? ¿Cómo era posible que con cerca de cuarenta años siguiera siendo una mujer tan ingenua y confiada? ¿Y qué sería de ella si a partir de ahora se volviera desconfiada y perdiera la ilusión por rehacer su vida con un hombre honesto y que la amara, si es que todavía quedaba alguno en el mundo? Pero, por angustiosa que fuera esta reflexión, inmediatamente surgían otras mucho más próximas y reales: ¿Cómo sería su vida cuando regresara después de aquel ridículo fracaso del que sólo ella era culpable? ¿No valdría la pena aprovechar aquella oportunidad y tratar, como tantas otras mujeres lo habían hecho antes que ella, de buscarse un empleo y quedarse en aquel país hasta abrirse camino por ella misma? Porque si perdía su empleo en la escuela, ¿de qué viviría allí? Por mucho que pudiera ahorrar nunca sería lo suficiente como para asegurarse su vejez y dentro de algunos años ni siquiera podría aspirar a un empleo digno en su propio país. «¡No, tengo que volver inmediatamente! —se dijo a sí misma tratando de rechazar cualquier idea en contra de regresar—. Esa chica tal vez tenga razón y éste no sea un país tan maravilloso como creía antes de venir».
Seguía incapaz de reaccionar, y permanecía inmóvil, como si temiera que si se movía se desvanecería aquella relativa calma que había conseguido alcanzar imaginando que ni siquiera estaba allí; que estaba en algún lugar irreal reservado exclusivamente para las reflexiones y las dudas; un lugar ignoto que llegaba como una tregua a su situación y que si se movía, por poco que fuera, se perdería el encanto y tendría que volverse a enfrentar a la realidad y tomar alguna decisión. Como por ejemplo: resolver el agobiante calor de la habitación, todavía con las persianas bajadas e iluminada con luz artificial, levantar las persianas y dejar que corriera algo de aire fresco para poder respirar con más facilidad. Incluso era probable que existiera algún aparato de aire acondicionado y tendría que averiguar cómo funcionaba y, en fin, aceptar que había cometido un gravísimo error que tendría consecuencias fatales para ella y, sobre todo, para su futuro profesional.
Finalmente dejó el móvil sobre la cama, corrió las cortinas y subió la persiana. En lugar de la fresca corriente de aire que anhelaba, recibió una bocanada de aire caliente mezclado con olores a gasoil y el sabor fuerte de algún guiso característico de aquel país, en medio de un estruendo de motores y bocinas de automóviles que circulaban lentamente por la estrecha callejuela. En cuanto al paisaje que podía contemplar desde su ventana, no era más que un espacio rectangular de la fachada de un edificio gris, de aspecto oficial, con un determinado número de ventanas, cubiertas por persianas venecianas abiertas o a medio abrir, a través de las que se podían contemplar sudorosos empleados en mangas de camisa sentados en mesas de despacho repletas de papeles e iluminados por largas pantallas de luces fluorescentes. Tania volvió a bajar la persiana y cerró las ventanas, volviendo a sentir la misma sensación de ahogo y bochorno que antes de abrir. Imaginó que Toni no le habría reservado una habitación en un hotel barato por lo que supuso que sin duda tendría aire acondicionado. No tenía más remedio que salir de la habitación, enfrentarse a la realidad, aunque sólo fuera para averiguar la manera de librase de aquel calor insoportable, tan poco habitual por esas mismas fechas en su país.
Antes de enfrentarse al bullicio de aquella ciudad, se refrescó la cara, se arregló el peinado, se perfumó la nuca con dos gotas de una fragancia de lavanda, sencilla pero que le daba una sensación de frescura muy agradable, dejó el bolso en la habitación siguiendo el consejo de Inma y volvió a coger el teléfono móvil maravillándose de que pudiera llevar consigo un aparato con el que probablemente podría hablar con Toni en cualquier lugar dónde se encontrara. ¿Eran esas las ventajas que fascinaban a las gentes de aquel país?
Bajó a la recepción para informarse sobre la forma de hacer funcionar el aire acondicionado de su habitación y el conserje se ofreció amablemente a activarlo él mismo, porque temía que no fuera capaz de hacerlo sin su ayuda. Ella accedió agradeciéndole su atención, pero no deseaba volver otra vez a la habitación hasta que el aire no hiciera su efecto y decidió permanecer en el hall mientras el amable conserje hacía su trabajo. Se sentó en uno de los amplios sillones y simplemente se dedicó a contemplar a la gente que entraba y salía, como había hecho ella misma unos minutos antes, con expresión desconcertada y angustiada por el calor de la calle, acarreando maletas o siguiendo a los botones que los conducían a sus habitaciones a través de dos grandes ascensores de puertas correderas.
¿Qué podría hacer en aquella enorme ciudad de la que sólo había podido contemplar avenidas atascadas de vehículos, bullicio de gente por todas partes en medio de un calor casi insoportable? ¿Dónde se encontraría? ¿Dónde estaría Toni? ¿Cómo sería su mujer, al parecer una señora déspota pero tal vez joven y guapa, incluso más que ella misma? Porque, a fin de cuentas —pensaba—, la gente rica podría conservarse mejor y más joven. ¿Cómo serían sus hijos y por qué no le había dicho nada sobre ellos? Tal vez Inma sintiera celos de él y no había sido completamente sincera con ella. Pero, entonces, ¿por qué no le llamaba excusándose por no haber podido esperarla y dándole una razón que ella pudiera comprender y aceptar?
Tania se aseguró que seguía teniendo el teléfono móvil en la mano y de que aquel pequeño aparato estaría funcionando pero no se atrevía a pulsar ningún botón, excepto el verde si llegara a sonar y los tres últimos números eran los acordados. Resultaba paradójico y hasta angustioso a la vez que su vida dependiera de aquella insignificante cosa, de vivos colores y de tacto agradable.
De pronto sintió deseos de salir del hotel, de distraerse y pasear por aquellas callejuelas, pero antes tendría que hacerse con un plano, porque temía que se pudiera perder. Siempre con el móvil en su mano, sintiendo aquel sudoroso tacto artificial del plástico, salió a la calle y consultado el esquemático plano que le habían dado en la conserjería, se aventuró por aquellas callejuelas en dirección a lo que parecía una gran plaza, no muy lejos de allí.
Los últimos rayos de sol se estrellaban sobre los edificios en una línea quebrada y caprichosa, dependiendo de la forma de los del lado opuesto de la calle. La gente circulaba por las aceras evitándolos y cubriéndose la frente con las manos sin dejar de caminar con rapidez sorteando otras personas en sentido contrario, saltando a veces sobre la calle como saltimbanquis en un circo, para evitar ser atropellados por los vehículos, que no parecían preocupados por esta posibilidad, como si se sintieran invadidos por aquellas nerviosos e imprudentes peatones.
Descendió por una animada calle peatonal, surcada por vistosos escaparates con artículos atractivos que Tania hubiera deseado contemplar con otro estado de ánimo, sin duda en compañía de Toni. No obstante, tal vez por su pequeña e inevitable vanidad femenina, se detenía tímidamente en algunos escaparates de tiendas de moda, zapatos o joyerías. Ni siquiera se molestaba en leer los precios que sin duda serían prohibitivos para ella, incluso llegó a pensar que haría si Toni no daba señales de vida y el hotel costase más de los doscientos dólares que le había enviado.
Por fin salió a la calle Preciados y lo primero que le sorprendió fue aquella hilera interminable de vendedores ambulantes, situados en el centro de la gran calle comercial que le recordaban las campesinas del mercado de su ciudad, pero que en lugar de vender pescado ahumados, hortalizas o semillas tostadas, vendían discos compactos, pañuelos, gafas de sol o sombreros de vivos colores. Apenas podía detenerse ante uno de aquellos improvisados puestos sin que fuera empujada por alguien y zarandeada constantemente como si tuviera que moverse al mismo ritmo frenético que los demás. Optó por caminar por los lugares menos concurridos, junto a los escaparates de los grandes almacenes, agobiada por el frenético bullicio de aquellas cientos de personas que parecían tener poco tiempo para hacer sus compras y caminaban apresurados cargados de bolsas con diversos logotipos, formas y colores. De pronto se produjo un inesperado revuelo en medio de la amplia calle y los vendedores recogían sus mercancías con un rápido y estudiado movimiento, huyendo por las callejuelas colindantes, atropellando a los desprevenidos paseantes. Aquella extraña escena la desconcertó y sintió miedo de que estuviera pasando algo grave, algún robo o accidente. Se resguardó instintivamente en el zaguán de una tienda para evitar ser atropellada por uno de aquellos apresurados vendedores ambulantes y empezó a comprender las causas cuando vio acercarse a dos policías que con aspecto relajado parecían limitarse a comprobar que no quedaba ni un solo vendedor ambulante en toda la calle. Desconcertada y atemorizada, pensó que tal vez sería mejor regresar al hotel y dejar aquella visita para otra ocasión y en otra hora del día. Consultó su plano para saber qué calle le conduciría de nuevo a su hotel y cuando iba a salir del zaguán sintió que el corazón se le paraba, le flojeaban las piernas y la jadeante respiración le ahogaba el pecho: a sólo unos metros de allí vio a Toni, acompañado de una mujer y tres niños, dos cogidos de su mano y el tercero de la mano de la mujer. El primer impulso inconsciente fue llamarle pero le faltaron las fuerzas.
Volvió al lugar de donde había salido, se apoyó contra la pared para no caer desplomada y vio cómo Toni pasaba junto a ella sin darse cuenta de su presencia porque los niños llamaban constantemente su atención. Se fijó en la mujer, y le pareció bella y con cierta arrogancia, conversaba con quien parecía su hijo mayor, un muchacho de aspecto saludable y elegante y sintió una profunda tristeza y resignación. Sin duda Inma llevaba razón y Toni nunca dejaría aquella mujer por ella.
Todavía temblando por la fuerte impresión, vio como Toni se alejaba y desaparecía por la puerta de acceso de unos grandes almacenes y sintió que si nadie la ayudaba podría desplomarse sin que tuviera ya fuerzas para sujetarse en pie. De pronto escuchó unas voces en ruso, en su confusión y debilidad creyó escuchar la voz de alguien que la llamaba, pero por más que se esforzaba no podía ver de dónde llagaban aquellas voces familiares. Intentó recuperar fuerzas, salir a la calle y seguir aquellas voces en ruso que parecían llamarla desde algún lugar desconocido. Ahora, incluso escuchaba el sonido del campanilleo de una carreta arrastrada por un animal que pudiera ser la vieja yegua Katiuska. Con dificultad se movió hacia el lugar donde creía escuchar aquellos sonidos familiares, como si, de pronto, se encontrara caminando por el sendero de la granja de su hermano Nikolai y se acercara la carreta en su búsqueda, mientras su hija y su hermana gritaban su nombre. Creyó escuchar a su hermano cantar aquellos versos que tanto la molestaran la última vez:
«Igual a nuestro manzano
que no tiene aun hojas ni brotes,
nuestra princesita
no tiene padre ni madre.
No tiene quien le aconseje,
no tiene quien le bendiga».
Al escuchar aquellos versos, no pudo evitar llamar a su hermano y a su hija y corrió hacia el lugar de donde suponía que llegaban aquellos familiares sonidos.
—¡Anechka, hija, estoy aquí... Soy yo, tu madre, estoy aquí!
Pero, de pronto, en medio de su carrera casi frenética hacia ese lugar imaginario donde debía encontrarse con su hija escuchó como si Anechka le gritara:
—¡Cuidado mamá! ¡No cruces la calle, por Dios, no cruces la calle, mamá!
Toni hace una última e inútil llamada
Los policías que perseguían vendedores ambulantes escucharon los gritos histéricos de las mujeres y el chirrido de los neumáticos del autobús municipal y corrieron hacia la plaza del Callao, de donde provenían. Un gran tumulto les impedía acceder a la plaza, pero se impusieron con autoridad abriéndose paso a codazos y haciendo uso de la porra que ya habían desenfundado. De pronto una mujer con el rostro desencajado se arrojó a la mujer policía y con lágrimas histéricas en los ojos, empezó a gritarles juntando las manos, como si tratara de rogar a un supuesto Dios que la estaría escuchando:
—¡Oh, Dios santo que tragedia, Señor, que tragedia!... Mira que le grité: ¡Cuidado señora! ¡No cruce la calle, por Dios, no cruce la calle señora! Pero ella no me escuchó... ¡Por Dios santo, que desgracia... se ha echado encima del autobús y la ha desnucado... la pobrecita!... ¡Por Dios santo que desgracia, que desgracia... y parece tan joven...! ¡Es que no me oyó, yo creo que no me oyó, corría como si estuviera drogada detrás de aquella calesa de turistas!... ¡Qué sé yo, como si la estuvieran llamando... algo extraño!... ¡Señor, que desgracia más grande!...
La policía trató de calmarla mientras su compañero se abría paso en la multitud hasta encontrarse ante la horrible escena del accidente: Tania yacía sobre el asfalto con el cuerpo extrañamente contorsionado. Las piernas y las caderas descansaban en posición ladeada mientras el pecho y la cabeza miraban hacia arriba, con los ojos abiertos pero inertes y la boca entreabierta llena de una viscosa espuma blanquecina por la que se filtraba un hilo de sangre. En un lado de la frente tenía una profunda herida horriblemente desgarrada, de la que manaba sangre hasta empapar sus rubios cabellos desordenados violentamente por el golpe contra el autobús de transporte municipal. Parecía un muñeco de trapo que hubiera sido arrojado desde gran altura y había quedado allí en aquella desconcertante postura, inerte y sin vida.
El chofer del autobús estaba siendo atendido por un grupo de gente que trataban de que se recuperara de un ataque de nervios, mientras pronunciaba una y otra vez la misma frase entrecortada y jadeante:
—¡La he matado... la he matado...! ¡Dios mío, la he matado!
El policía, con la calma propia de quien está familiarizado con horribles y luctuosas escenas como esa, comprobó el pulso de Tania poniendo suavemente el dedo sobre su yugular. Al cabo de unos instantes, hizo un gesto de desaliento, dando a entender que estaba muerta y pidió entre la gente un pañuelo para cubrirle el rostro, cuya expresión sobresaltada todavía con los ojos abiertos y el profundo desgarro de la herida en la frente, horrorizaba a quienes la contemplaban.
Los comentarios sobre las causas del accidente eran unánimes, aquella mujer cruzó la calle siguiendo la calesa de unos turistas gritando algo en un idioma que desconocía. Uno de los aterrorizados espectadores aseguró que era ruso y que, por tanto, la mujer bien podría ser rusa o de algún país de habla rusa.
El policía cubrió el rostro de Tania con el pañuelo que, inmediatamente, se manchó con la sangre de la herida y pidió con su teléfono de emergencias la llegada de una ambulancia.
Por fin los policías consiguieron calmar a los curiosos, les obligaron a despejar la zona y retirarse a una prudente distancia para permitir la llegada de la ambulancia. La gente aceptó a regañadientes, empujándose unos a otros como si estuvieran disfrutando con aquella macabra visión. El conductor del autobús parecía recuperado de la primera impresión tras el violento golpe, y comentaba con quienes le habían ayudado que no pudo hacer nada por evitarla.
—Estaba como drogada y gritaba cosas a los turistas de aquella calesa... ¡Se me echó encima y no pude hacer nada! ¡Dios es testigo de que no pude hacer nada por evitarla!
Mientras llegaba la ambulancia y el juez para el levantamiento del cadáver, el policía revisaba cada uno de los detalles del accidente, las manchas de sangre en la carrocería del autobús y la posibilidad de que en algún lugar podría hallarse un bolso donde seguramente encontraría algún documento para saber su identidad. Pero no encontró ninguno y algunos testigos aseguraron que no lo llevaba. Revisó sus ropas pero tampoco encontró nada que pudiera identificarla lo que significaba una gran contrariedad, pero hizo un gesto de alivio cuando vio que la mujer sujetaba todavía en una de sus manos un teléfono móvil que no quiso retirar en tanto no llegara el juez.
Toni y su familia habían ascendido directamente a la planta infantil en busca de prendas adecuadas para el veraneo de sus tres hijos. Éstos habían vuelto a sus viejos hábitos y refunfuñaban descontentos por la desagradable experiencia de comprarles ropa nueva, casi siempre al gusto de la madre, excepto en el caso del hermano mayor, que ya imponía los suyos propios.
—¡Yo quiero ir a la sección de juguetes, papi; quiero ir a la sección de juguetes! —exclamaba el pequeño Quico una y otra vez tirando del pantalón de su padre, mientras la madre trataba de comprobar si el color de polo elegido sentaba bien con el tono tostado de su piel y el cabello rubio ensortijado.
El pequeño Toni intentaba librarse de la mano de su padre, que evitaba que se pudiera extraviar entre aquel tumulto, en plenas rebajas, que sin duda no dudarían en arrastrar al pequeño como si se tratara de un maniquí. Pero éste insistía en huir de aquel lugar envidiando la libertad que disfrutaba el hermano mayor.
—¡Papi, tengo sed, tengo sed; quiero una Coca Cola!
—¡Vasta, Toni, cállate de una vez! ¿No podéis esperar a que vuestra madre termine las compras? ¿Es que siempre que venimos de compras tenéis que armar el mismo numerito?
—¡Déjalos en paz! —protestó Olga que acababa de decidirse por un color determinado y se preparaba a buscar ropa para el mediano—. Ven aquí cariño, pruébate estos pantalones cortos tan bonitos, ¿te gustan, cariño?
El niño refunfuñó una vez más e insistió en que tenía sed y no estaba interesado en aquellos pantalones ni ningún otro en tanto no pudiera calmar su sed.
—¿Por qué no vamos antes a la cafetería, que beban algo y volvemos después?
—¡Eso, que hagan su capricho! ¿Así es cómo educas tú a tus hijos? ¡Primero la ropa, que es a lo que hemos venido, después que beban lo que quieran!
Toni, contrariado, sintió que las cosas volvían otra vez a ser como habían sido siempre y que su mujer y los hijos nunca cambiarían ni aun a pesar de su buena voluntad, su deseo de paz y de agradar.
De pronto el sonido de la sirena de una ambulancia procedente de la calle llamó la atención de los clientes y de forma casi imperceptible se escuchaban rumores de comentarios sobre un desgraciado accidente que acaba de ocurrir en la plaza del Callao. Olga preguntó a otra mujer que parecía saber lo sucedido a juzgar por su expresión de desolación y horror que acaba de llegar a la sección infantil.
—¿Sabe lo que ha pasado? —le preguntó sin mostrar demasiado interés.
—¡Ay, sí, una desgracia! Creo que han atropellado a una mujer rusa, pero no me haga mucho caso, es lo que se comentaba en la calle!
Toni no había prestado atención a los comentarios de las dos mujeres preocupado por sus propios pensamientos pero, de pronto, al contemplar con más atención la expresión horrorizada de la mujer recién llegada, tuvo la sensación de que algo grave estaba sucediendo en la calle, y que tal vez se tratara de algún atentado terrorista, algo que siempre había temido que podría suceder en aquellos céntricos y concurridos lugares. Sintió un acceso de miedo irracional que le paralizó sin saber cómo reaccionar en el supuesto de que se produjera una emergencia y tuviera que desalojar urgentemente el concurrido edificio. Cuando reaccionó y vio que la gente no parecía asustada y seguía con sus compras con la misma ansiedad y frenesí habitual, se atrevió a preguntar a su mujer:
—¿Qué dice que ha pasado?
Olga no puso mucho interés en la pregunta y prosiguió con su complicada selección de la ropa de su hijo menor, pero le contestó para que dejara de molestarle con más preguntas:
—Creo que han atropellado a una mujer… Dicen que es rusa...
De pronto la imagen de Tania le vino violentamente a la mente, pero tal y como la viera en su pesadilla de aquella misma mañana. Sintió que le flojeaban las piernas y se le aceleraba el corazón. Instintivamente comprobó que llevaba su teléfono móvil en uno de los bolsillos e hizo un primer gesto para llamar al de su hermana, que si había seguido sus órdenes, estaría ahora en poder de Tania. Pero se detuvo cohibido por la presencia de su mujer.
—¡Olga, tengo que ir urgentemente al lavabo!
—¿Precisamente ahora? ¿No puedes esperar un poco a que termine? ¡También podías haber hecho lo que sea antes de entrar, ¿no te parece?
—¡Es urgente, tengo que ir ahora! —insistió Toni cada vez más alterado ante lo que ya sentía como un fuerte presentimiento de que algo grave había estaba a punto de suceder o ya habría sucedido.
—¡Anda, ves a donde te de la gana! ¡No sé para qué quiero yo un hombre si ni siquiera es capaz de ayudar a comprar la ropa de sus propios hijos! —protestó Olga empujándole literalmente hacia donde supuestamente podría estar el baño.
—¡Mami, yo también tengo pis! —gritó el pequeño.
—¡Llévate a Quico, que ahora también él tiene pis!
—¿No puedes aguantarte un momento, Quico?
El niño le dio una patada contrariado por la respuesta de su padre y protestó.
—¡No, no quiero esperar o me hago pis encima!
—¡Está bien, ven conmigo; vamos de una vez!
Toni cogió al niño por la mano y prácticamente lo arrastró entre el tumulto de gente afanada en sus propias compras. Quico protesto por el inesperado trato violento de su padre y comenzó a llorar. Toni, confundido y nervioso, sacó el teléfono móvil y con dificultad marcó el número de su hermana mientras trataba de calmar al pequeño que no dejaba de propinar patadas a cuanto tenía por delante.
El policía que custodiaba el cadáver de Tania se sobresaltó al escuchar el sonido del móvil que estaba todavía firmemente sujeto en la mano agarrotada de la muerta. Era una melodía de Vivaldi correspondiente al movimiento de la Primavera, pero no lo tocó. Sabía que cuando se producen muertes no se puede tocar nada en tanto no llega el juez para el levantamiento del cadáver. La gente que a cierta distancia rodeaba todavía el lugar del accidente se sobrecogió ante el inesperado y melódico sonido del móvil que permanecía en la mano de la muerta y comentaban entre ellos lo macabro de la escena y, sobre todo, opinaban que el desgraciado que la llamara no tendría ni idea de por qué esa desdichada mujer ya nunca descolgaría el teléfono, lo que les pareció una situación horrible y patética.
Toni no pudo esperar más, porque su hijo parecía fuera de sí y la gente le miraba con aire de reproche por su comportamiento tan poco responsable. Colgó el móvil y supuso que Tania no sabría cómo funcionaba o no habría tenido tiempo de descolgar. «¡Ya la llamaré después, cuando se calme este... monstruo!», se dijo tratando inútilmente de tranquilizar su conciencia. Pero el niño se había hecho pis encima y lloraba desconsolado y avergonzado, mientras la gente le contemplaba reprochando al padre por su mal comportamiento, dejando que el pobre niño se lo hiciera encima, ¡sólo por hacer una llamada con el siempre inoportuno y dichoso teléfono móvil!
Epílogo
Estimado lector o lectora, si alguna vez vas a Madrid y pasas por la bulliciosa plaza del Callao, te ruego que guardes un minuto de silencio en memoria de Tatiana Ivanova, porque estarás rindiendo homenaje a miles de mujeres que como ella, han sido o serán víctimas de esa peculiar forma de vivir que llamamos «occidental».
Desconozco cómo te sentirás después de este trágico desenlace, pero los días posteriores a la muerte de Tania fueron para mí de una gran tristeza y total desolación, porque nadie siente más la muerte de un personaje que su propio autor. Su muerte la sentí como si hubiera perdido un familiar cercano, mi mejor amiga e incluso, mi amante, porque en el transcurso de estas cerca de quinientas páginas y tres intensos meses de trabajo, llegué a sentir auténtico afecto y cariño por esa extraordinaria, dulce y apasionada mujer. No me preguntes si existió en realidad una Tania Ivanova porque a estas alturas no me siento capaz de ver la diferencia entre fantasía y realidad.
No obstante, me consuela el hecho de que Tania vivirá siempre en la memoria de mis ocasionales lectores y servirá de ejemplo para muchas otras mujeres deslumbradas por las frusilerías brillantes y luminosas que abruman a los ciudadanos de nuestro mundo, el «occidental», y sepan apreciar las enormes posibilidades de felicidad en los suyos propios si consiguen un mínimo de bienestar social sin que el precio sea el deliberado sacrificio de valores fundamentales como solidaridad, generosidad, amistad, amor a las artes, apego a las cosas sencillas pero auténticas, respeto por la naturaleza, así como por lo diverso y diferente.
Por otro lado, pido disculpas para aquellos lectores que me consideren extremadamente cruel al dejar huérfana a otro entrañable personaje, como es la pequeña Anechka, por lo que no puedo dejar en el aire la duda sobre su futuro, y por el poder que me confiere la magia de la imaginación, la única capaz de vencer el tiempo, creo que estoy obligado a contar lo que fue de ella, además del destino del resto de los personajes, algunos tan apasionantes y vitales como Pili, la joven adolescente. Este es el resumen de lo que sucedió después de la dramática muerte de Tania en Madrid:
Anechka se fue a vivir con su padre, como no podía ser de otra manera. Su madrastra, una mujer sencilla y no muy ilustrada, se mostró extraordinariamente sensible y afable con ella, incluso más que con sus propios hijos, y, a pesar de la penosa situación económica de la familia, hizo lo imposible para que la pequeña entrara en la Escuela de Ballet del país de Tania. Anna superó en parte el dolor de la pérdida de la madre poniendo gran empeño en llegar a ser lo que Tania había soñado para ella y con el tiempo llegó a ser una de las primeras bailarinas del Ballet Nacional de su país.
Inma, que tuvo la desagradable labor de gestionar la repatriación del cadáver de Tania, marchó como tenía previsto a Nicaragua, donde trabajó activamente en un programa de la FAO sobre Alimentación y Desarrollo en las comunidades indígenas. Allí conoció a un colega biólogo canadiense, con el que se casó dos años después en Montreal. En uno de los viajes a España, quiso el destino que se enterara de la actuación en Madrid del Ballet Nacional del país de Tania, y leyera el nombre de Anna Ivanova como primera bailarina. Inmediatamente comprendió que era la hija de Tania. Acudió a la representación, pero antes ambas mujeres tuvieron un emotivo encuentro. Hablaron entre lágrimas de nostalgia y dolor de la madre y la amiga trágicamente desaparecida y Anna le enseñó a Inma la «Barbie» de imitación que su madre le había regalado el mismo día que hizo su primera audición para ingresar en la Escuela Municipal de Ballet de su ciudad, y que le acompañaría siempre en sus giras internacionales. Incluso, las dos mujeres visitaron el lugar del accidente, lo que significó un nuevo motivo de dolor y llanto para las dos.
Olga, que supo aquel mismo día la relación entre Toni y aquella mujer atropellada en la plaza del Callao, convenció a su destrozado marido de que aquel accidente no era de su responsabilidad, y que nadie debería saberlo y mucho menos su familia, por lo que el asunto quedó como una coartada más para dominar su ya deteriorada voluntad. Ella continuó el resto de su vida en la más absoluta ambigüedad, tomando decisiones más por las prisas que por su propia reflexión.
Toni, por su parte, se sometió a lo que el consideraba su trágico destino. Se deterioró físicamente, perdiendo su cabello, engordando y padeciendo toda clase de enfermedades imaginarios, causadas sin duda por las constantes pesadillas en las que Tania se le aparecía intentando besarle con los labios ensangrentados.
La madre de Tania murió, sin duda de pena, dos meses después de la presentida muerte de su hija.
Masha no se perdonaría nunca haber inducido a su amiga a que pusiera su anuncio en Internet, pero culpó sin la menor duda al desleal y cobarde comportamiento de aquel español.
Nikolai culpó sin reservas a los «capitalistas» de la muerte de su hermana, no sin cierta razón.
La escuela de música celebró un acto de homenaje en memoria de Tania, una de las mejores profesoras y violinistas que había tenido, y los niños lloraron desconsolados cuando la directora glosó las buenas cualidades de la difunta, que para ella eran sin duda las de las nuevas mujeres de aquel la; las que a pesar de aquellas desgracias, levantarían el país.
La adolescente, fue durante algún tiempo modelo del pintor alemán, pero éste le convenció para que se reconciliara con su familia, regresara a Madrid y tratara de finalizar su carrera. Así lo hizo. Se especializó en lengua germana y se reunió con el pintor en Berlín, donde consiguió un puesto de importancia en una delegación de la UNESCO en esta ciudad. Cada año viajaban a Rodalquilar para rememorar su feliz encuentro y despreciar la memoria de aquella histérica mujer que lo hizo posible.
FIN
AGRADECIMIENTOS
A mis entrañables amigas Nina Kresova y Gala Lukiánina, por su estímulo y exhaustiva revisión del manuscrito, que me ayudaron a matizar muchos aspectos relativos a la vida cotidiana en los países de la ex-Unión Soviética, y otros sobre su cultura en general, y que yo no pude percibir durante mi breve estancia en este país.
Aunque mi intención siempre ha sido tratar estos aspectos con la mayor objetividad posible, si en este relato hubiera alguna valoración o descripción que pueda herir la sensibilidad de los lectores, sin duda que yo seré el único responsable, por considerarlos necesarios para la acción e intención del argumento de la novela.
JAIME DESPR
Relatos
Celestiales y otros cuentos
C
1. Mis conversaciones con Dios y con el Diablo
Primera conversación
He cumplido 70 años y debería sentirme viejo, al menos razonablemente viejo, pero pese a poner todo mi empeño en ello no consigo librarme de una juventud que no quiere abandonarme. Mi empeño es perfectamente lógico y natural. Las razones por las que estoy interesado en hacerme viejo son porque mi idea de la vida no coincide con la opinión del común, y porque no veo la muerte como el final de algo maravilloso y deseable, como es la vida, en especial cuando como en mi caso se disfruta de una larga e irremediable juventud.
La vida está llena de imperfecciones porque, según mi opinión, es la consecuencia así mismo de una imperfección. Algo debió de desbarajustarse en la perfección de la nada de donde provenimos y de este desarreglo surgió un ser condenado a pasar por un sinnúmero de penosas vicisitudes, que comienzan con el nacimiento, una de las primeras faenas de la vida y sus posteriores desarreglos.
No es que la vida en el seno materno sea ideal, pero de vivir tranquila y plácidamente en el cálido vientre, sin necesidad de padecer los inconvenientes del aire libre, nos vemos en la penosa obligación de aprender cosas a marchas forzadas, esfuerzo que como es lógico molesta a cualquiera. Por esta razón no hacemos más que echarle un rápido vistazo al mundo del lado de afuera para ponernos a llorar rabiosa y desconsoladamente. Desde luego que es imperdonable el estúpido afán de algunos por nacer antes de tiempo, como si tuvieran por saborear cuanto antes todas las desdichas de este mundo. Puedo perdonar un adelanto de un mes, pero dos es inexcusable. Tampoco estoy de acuerdo con aquellos que optan por todo lo contrario y en su obcecación cometen el asesinato de su propia madre, obviamente se trata de un acto no premeditado porque de otro modo apenas tuvieran la edad legal podrían ser juzgados y condenados por matricidio. Pese a lo horrendo del crimen no estoy de acuerdo con que se les aplique la pena capital, pero yo les impondría cadena perpetua si redención por trabajo. Afortunadamente en los tiempos actuales y en aquellos países que actúan de forma lógica y razonable, los perezosos son forzados a nacer. También se da el caso de que se les impida continuar esta aventura de la vida de forma más drástica, pero esto es un delicado asunto moral en el que no quiero entrar.
También es algo fuera de lo común que algunos abran los ojos apenas salen del útero materno, como si lo que hay en el exterior fuera de gran interés. Obviamente se dan cuenta inmediatamente de que el mundo exterior no es una gran cosa, antes bien debe de asustarlos, y lo encuentro razonable, porque nada de lo que vemos en el exterior nos resulta familiar, y mucho más si nacemos en el quirófano de una clínica privada. Al menos naciendo en casa no tenemos que soportar la imagen extravagante, verde y enmascarada del ginecólogo y de sus ayudantes, y siempre es más grato la sencilla expresión de una comadrona de las de antes, quien conoce mejor que nadie las penalidades de este mundo.
Pese a que dentro del vientre materno el paisaje es algo monótono, después de nueve aburridos meses uno debe de acostumbrarse al tono viscoso de la placenta, como si se tratara de vivir en la celda de un convento de clausura, con la sola claridad de un ventanuco que a duras penas ilumina la estancia. Por esa razón hay quien después de nacido, y tras comprobar por sí mismo los inconvenientes del mundo exterior, profundamente decepcionado vuelve al útero materno, la celda monacal, en busca de la paz y la seguridad perdida años atrás. Estos prematuros boyeurs suelen ser aventureros o artistas, por la avidez con que quieren verlo todo, interese o no, y terminan pegados a un ordenador, navegando por «Google» con la opción de «Imágenes», o en el colmo del paroxismo espiritual, con «Google Earth», pero lo que ya es intolerable es aquellos que les da por escribir libros de temas disparatados, pero también pueden ser de filosofía o de historia natural, como es mi caso. Por lo general no alcanzan posiciones sociales muy destacadas. Son aquellos que abren los ojos progresivamente a la realidad, sobre la marcha y no viendo más que aquello que les interesa, los predestinados para los grandes negocios, el mundo académico, o para la abogacía y la administración pública, es decir, los más útiles a la sociedad actual sin aspiraciones éticas ni estéticas. Ese no es mi caso, por lo que estoy condenado a una vida de aventura, propia de un artista, y por esta misma razón a la condena inevitable de esta persistente juventud que no me abandona.
Algunos de mis lectores ya se habrán hecho cargo de mi paradójica desgracia y si pudieran estoy seguro de que me sugerirían una solución tan razonable como la eutanasia. En efecto, lo he pensado decenas de veces, pero la vida, que está regida por las fuerzas del mal, en su probable eternidad no ha pensado en otra cosa que en la forma de perdurarse y defenderse de quienes como yo pretenden ingenuamente que pueden destruirla. El primer invento maléfico fue sin duda el dolor. Todo ese complejo sistema nervioso que envuelve esta máquina perfecta que es el cuerpo no tiene otra finalidad que hacernos sentir molestias intolerables apenas atentamos contra él. Gracias al dolor las cosas vivas sienten repulsión natural por ser víctimas de un acto violento y huyen de ellos como el gato escaldado lo hace del agua fría. Si no existiera el dolor físico podríamos disponer de nuestra vida sin molestia alguna, e incluso prescindir de todas aquellas partes u órganos que nos parecieran irrelevantes. Pero gracias a las molestias que ocasiona el dolor, el cuerpo no sólo se mantiene íntegro sino que desarrolla sustancias y deformaciones indeseables, y ése es precisamente el aspecto que muestra hasta qué punto la vida se rige por el mal.
Para cualquier persona que no sea más lerdo de lo habitual, carece de sentido que la perversa vida se empeñé en conservarse mientras solapadamente va haciéndola completamente inviable. ¿Puede haber mayor contradicción? ¿Dónde está la lógica de una vida cuya perversidad consiste en preservarse de toda violencia excepto de la inevitable muerte? ¿Para qué se toma tantas molestias? ¿Cuál es su diabólico plan, si es que tiene alguno? No sólo yo sino personas sensatas que me han precedido han visto en esta contradicción las marca de Satanás; el juego diabólico de la vida consiste en jugar con ella como el gato juega con el ratón moribundo, sólo por el placer de destruir lo que ha construido, sin otra razón de ser que el juego en sí mismo. No es de extrañar que las personas más vitales sean, al mismo tiempo, los más aficionados al juego, ¡sobre todo los niños!, y los más anodinos y vulgares, los que nacen con los ojos cerrados y cuando les toca, los que lo detestan y condenan.
Pero la vida no se conformó con dotarse de una protección física, sino que se las ha apañado para desarrollar otra protección más sutil y perversa, aquella que utilizamos para pensar, bien o mal, que engendra la monstruosidad más deleznable de este mundo: la duda. Precisamente porque dudamos de lo que nos puede esperar después de la vida, no queremos admitir la maldad intrínseca que subyace en ella. Tan pronto como nacemos aprendemos que hay ciertas cosas que ya no tienen respuesta, precisamente por el hecho de preguntárnoslas estando ya vivos, porque se han cerrado las puertas del acceso a la nada de donde provenimos. Y esa es la puerta que estoy intentando abrir y la razón por la que me deprime esta prolongada juventud, pues es evidente que mientras siga vivo no tendré la mínima oportunidad de dar con ella, pese a que he utilizado buena parte de mi contradictoria existencia en librarme de la duda y darme respuestas concluyentes a preguntas tan elementales como: ¿Qué hay después de la muerte?, o ¿Qué es la nada? Preguntas que estoy seguro se las habrán hecho alguna vez casi todos mis lectores y cuya respuesta, necesariamente ambigua y desdibujada, no habrá pasado de alguna ingenua hipótesis, leída en alguno de los inútiles tratados de filosofía escritos hasta ahora, o más irreal, en la sagrada Biblia, en el supuesto de que sea hijo de cristianos, claro está. ¡Nada concluyente que pueda probar la razón o la experiencia!
Tengo que puntualizar que cuando me pregunto ¿qué hay después de la muerte?, no me refiero de forma literal a qué sucede después de expirar y perder la vida, porque la respuesta es elemental: después de la vida viene necesariamente la muerte de aquello que está vivo, pero no el fin de la vida en sí misma, ni por supuesto de la propia muerte, que es tan perseverante y necesaria como la misma vida. Por tanto mi pregunta va mucho más allá y pretende hallar una respuesta bastante más compleja, que vaya más allá de la vida y de la muerte, es decir, ¿qué hubo antes o qué habrá después de la vida y de la muerte?
—¡Absolutamente nada!
—¡Muy bien! Se supone que estaba pensando, y cuando alguien está pensando aquello que piensa pertenece a su intimidad y nadie, excepto, claro está, Dios mismo en el supuesto de que exista, se puede enterar.
—¡Es que, obviamente, yo soy Dios!
—¡Estupendo, usted obviamente es Dios! Pero aún está a tiempo de rectificar y no tomaré en consideración semejante disparate.
—Dios no puede evitar ser Dios, por tanto no hay nada que rectificar. Por otro lado no me avergüenzo de serlo, pero reconozco que según como se mire soy un personaje molesto e increíble. Lo peor de mi carácter es mi omnipotencia y omnipresencia, que por lo general cae mal a la mayoría de los humanos, pero como digo, no puedo evitarlo, pero esto dudo de que tú puedas entenderlo.
—Estoy intentando no perder la compostura y comportarme con la mayor naturalidad que me sea posible. De tanto hablar de Dios es natural que tarde o temprano tenía que hacerse ver, pero ¿por qué yo?
—No sé. En realidad yo pasaba por aquí…
—¡Pasabas por aquí! Estupendo, ahora resulta que Dios se pasea por ahí como si tal cosa, de la misma manera que si fuera un jubilado paseando por el parque y aburrido le da por enrollarse con el primero que tiene un pensamiento sobre el más allá.
—No es exactamente así. Yo paseo por todas partes porque soy omnipresente, pero cuando alguien se pregunta por el más allá, obviamente el tema me interesa y suelo participar en el debate.
—Pero ¿qué debate puede haber entre alguien que duda de todo y alguien, pongamos que sea Dios, que lo sabe todo?
—De hecho yo tampoco lo sé todo, tan sólo sé todo sobre mí mismo, pero la realidad en sí misma me trasciende. Pero el que lo sepa no quiere decir que pueda demostrarlo así sin más, sin apenas esforzarme por el hecho de ser Dios. Cuando uno sabe todo sobre uno mismo no hay necesidad de demostrarse nada a sí mismo, pero cuando se participa en un debate uno tiene que tener siempre en consideración lo que el otro sabe sobre todo lo que se puede saber. Entonces es cuando surge el problema, y a pesar de ser Dios me veo obligado a razonar mis conocimientos como cualquier ser humano.
—Eso tiene sentido.
—De hecho yo también tengo mis obligaciones como todo el mundo. Mi trabajo no consiste en ser Dios sin más y rodearme de seres celestiales y creyentes, como son los ángeles y los arcángeles y otras personas más o menos divinas que sería largo enumerar; no, mi trabajo consiste en ir por ahí resolviendo dudas importantes a quienes se las plantean, y en este asunto llevo ya casi medio millón de años de vuestros tiempo intentando ayudar a resolver cuestiones como la que tú te estabas planteando.
—Supongamos que me trago el cuento de que eres Dios, bastaría con que me dijeras dónde vives para dar respuesta a todas las preguntas planteadas y nos ahorramos otros males de cabeza. Pese a mi curiosidad no creo estar dotado de la mente adecuada para resolver complejas cuestiones teológicas o filosóficas. En el colegio no pasé de los quebrados y fui incapaz de resolver una ecuación de primer grado. Sobre filosofía sé lo que todo el mundo, es decir, poca cosa…
—Ese es el problema, que no puedo decirte así sin más dónde vivo, pues la dificultad no está tanto en describir el lugar, algo ya común en muchos de vuestros libros, sino razonar el camino que hay que seguir para dar con él. ¿Comprendes?
—¡Por supuesto! ¡No soy Dios, pero tampoco soy tonto!
—Según como se mire eres tan dios como yo, pero, por decirlo de alguna manera, a pequeña escala; dios de tu propio mundo.
—Esa idea ya es vieja, pero no resuelve el dilema. Si yo soy también dios, por muy personal que sea, ¿por qué tengo dudas y sigo sin saber lo que hay más allá de la vida y de la muerte?
—¡Es una simple cuestión de tiempo! Además el dios de cada cual es, por decirlo de alguna manera, porque hay otras, una intuición; una intuición de ti mismo, tal y como serás hasta el final de tus días. Yo también soy una intuición pero de otro nivel, pero yo tampoco sé todo lo que se puede saber sobre todo, tan solo sé aquello que me concierne como Dios de mi propio mundo, es decir, del universo que también es el tuyo, y aquello que he podido aprender en mi propio tiempo. Pese a lo que se dice por ahí, yo no soy eterno, pero obviamente mi duración es infinitamente superior a la tuya, de ahí que sepa más que tú sobre el más allá. Además hay otra cuestión que debes saber cuanto antes, y es raro que no haya intervenido todavía en nuestra conversación. El saber no depende de mí, es decir, de Dios, sino del Diablo. Él es fundamentalmente ignorante pero con el tiempo, aún a su pesar, llegará a adquirir tanta sabiduría como yo mismo, pero para entonces se habrá agotado el tiempo de los dos y no le servirá de nada su empeño ni yo podré por fin descansar y dejar de ser molestado por él…
—¡No crean que no escucho la conversación, simplemente tengo la educación suficiente como para no intervenir si no se me menciona! Pero ya que ha salido el tema del Diablo, es mi obligación participar en el debate y defenderme. De hecho no me dejan ustedes un minuto de descanso, pero reconozco que disfruto en estas charlas ¡porque siempre se aprende algo nuevo! No hay nada más aburrido que el conformismo santurrón de esos creyentes que no se molestan en saber más sobre mi interesante personalidad.
—¡Genial! ¡Ahora se presenta el Diablo, así sin más, como por arte de magia y sin avisar ni cita previa!
—Ya te dije que me extrañaba que no hubiera aparecido ya. Siempre lo hace. No puede soportar verme conversar con alguien sin venir a exponer sus propios puntos de vista, ese es precisamente su peor defecto.
—No es de buena educación mencionar al Diablo y atribuirle cosas y hacer juicios de valor prematuros sin que el afectado, que soy yo, se pueda defender. De hecho sin mi influencia no habría ni tema de conversación, pues yo soy precisamente la causa de todas las dudas de este y de todos los mundos posibles, porque soy la causa de que las cosas se muevan. Sin mi influencia el universo entero colapsaría.
—¡Pero colapsará inevitablemente!
—Un momento, que aquí el interesado por saber soy yo ¡y ya me he perdido!
—Perdona, chico, pero cuando nos enredamos Dios y yo en estos temas pierdo el control. A ver, ¿dónde te has perdido?
—Lo primero y fundamental es poner las cosas claras. A mí no me importa mantener una charla con alguien que se presenta así por las buenas diciendo que es Dios y con otro que se apunta a la charla por su cuenta, también sin previo aviso, y que pretende ser el Diablo, pero yo tengo que estar prevenido contra los dos y quiero dejar claro que vamos a dejar a un lado la valoración moral habitual de que uno es el bueno y otro es el malo. Yo sé de sobra que hay razones más que suficientes como para aceptar que ciertas cosas están regidas por el bien y otras por el mal, pero ésta es una valoración bastante confusa, relativa y circunstancial. Acepto que la vida esté regida por el mal…
—¡Obviamente!
—¡Pero orientada hacia el bien!
—¡Dejarme terminar! Al decir el mal se trata de una valoración subjetiva basada en la relación inevitable y consustancial entre vida y el dolor, o la vida y la duda, y tanto el dolor como la duda vamos a decir que son básicamente malas…
—¡Pero necesarias!
—¡Ya, ya; a eso iba! El dolor está justificado para preservar la vida, sin entrar a valorar si merece o no la pena preservarla, y la duda está justificada para aprender lo que es la vida, sin que a su vez entre a considerar si vale la pena saberlo. Lo que yo quiero saber, dicho de vuestra propia boca, es qué os diferencia y por qué sois ambos necesarios siendo tan dispares.
—¿Empiezo yo?
—Como gustes.
—Personalmente no tengo nada contra el Diablo, pero tiene que reconocer que su ignorancia es la causa de todas las desgracias de este mundo…
—¡Claro, cuando se vive con la idea de que se es omnipotente, sabio, bueno y justo, pero no se hace nada en absoluto por demostrarlo, no se causa mal alguno, ¡pero tampoco bien! Aquí el que se ha movido desde el principio de los tiempos he sido yo. ¿Qué podía saber yo de la vida si no tenía experiencia? El saber sólo se adquiere con el tiempo y el tiempo supone sufrimiento, pero para Dios el tiempo es como si no existiera, porque tanto es pasado como presente como futuro. Por decirlo de alguna manera, ¡controla el tiempo desde el principio hasta el final!
—Intenta ser más conciso o esta pobre criatura sacará una falsa opinión sobre nosotros.
—¡Explícamelo tú!
—Lo que el Diablo ha querido decir, pero sin poder evitar hacerme el reproche de siempre, es que la duración es una entidad en su totalidad, desde un principio hasta un final sin presente, o lo que es lo mismo, para mí no hay sino una cantidad de tiempo, que como digo debemos llamar duración, y siempre he sabido lo que sucedería en cada uno de sus posibles instantes a lo que tú llamas presente. En cambio el Diablo, que surgió en el mismo instante que yo no sabe nada del futuro y debe descubrirlo por sí mismo, gracias a que él se mueve y consume el tiempo y yo no me muevo porque no tengo necesidad de saber algo que ya sé, es decir, que no consumo un tiempo del que tengo conciencia en su totalidad.
—¡Lo que yo digo!
—¿Y por qué tú Diablo eres tan ignorante?
—¡Que manía con prejuzgarme! ¿Pero es que no te das cuenta del detalle? ¿Quién eres tú? ¿Un ser vivo, no? Algo con sustancia, y todo lo que tiene sustancia transcurre en el tiempo. ¡Por eso como yo tienes dudas y eres ignorante! Es decir, y no te lo tomes a mal y vuelvas a los prejuicios de siempre: tú estás constituido fundamentalmente de sustancia diabólica. Yo soy, en realidad, la causa de tu existencia.
—¡Eso ya lo sabía!
—Un inciso. En realidad el Diablo es un «pobre diablo», porque su único deseo y aspiración es ser igual que yo, porque, y eso es lo que más le molesta, en este mundo no se puede aspirar a otra cosa superior que a ser Dios. Haga lo que haga, tire para donde tire, al final no hará otra cosa que intentar imitarme en todo.
—¡Pero no es por envidia, desde luego! Simplemente porque cuando ambos surgimos en el tiempo, el era ya el modelo y yo el aprendiz, y esto es inevitable. Ahora comprenderás por qué me revienta que a mí, que soy quien realmente se esfuerza, se me tenga en tan baja consideración, y a Él, que se limita a verlas venir, le den todos los honores. Yo cometo los errores y soy la causa del sufrimiento del mundo, pero yo mismo rectifico y resuelvo los problemas y las dudas que causan las desgracias, porque no tengo otra alternativa que superarme, siempre tomando como modelo a Dios.
—¡Esto es más complejo de lo que suponía!
—El Diablo lleva razón y creo que te lo ha explicado con absoluta claridad, y tengo que decir que es la primera vez que reconoce su inferioridad en público…
—¡Yo no me creo inferior! ¿Lo ves?, ¡ya surgió la prepotencia divina! Incluso si lo vemos de forma realista es todo lo contrario, ¡y conste que no intento ofender! Dios está ahí, tranquilamente sentado en su trono, sabiéndolo todo, en actitud pasiva, sin molestarse en mover un dedo por nada ni por nadie. ¡Como sabe que incluso el Diablo no aspira a otra cosa que a ser como Él!
—¡Eh, un momento, aquí hay algo que no me cuadra!
—¿Cómo por ejemplo?
—Si Dios no hace nada, ¿cómo sabemos que lo que debemos aprender y conocer para ser como Él?
—¡Ahí has dado con la cuestión principal y que no le puede entrar en la cabeza al Diablo! En primer lugar es verdad que yo no tengo como cualidad principal la actividad. Es cierto que mi existencia es totalmente pasiva. Reconozco que el Diablo hace todo el trabajo y yo me limito a la mera contemplación, si quitamos estas charlas excepcionales que no pasan de un cambio de impresiones meramente insustancial. ¡Yo no me puedo mover porque no tengo a donde ir! ¿Dónde puede ir Dios si acaparo en mi propia realidad divina todo el tiempo y todo el espacio? Yo estoy necesariamente inmóvil porque no tengo como referencia un punto de partida y otro de llegada, condición indispensable para moverse. ¿Si lo sé todo cómo quieres que aprenda más cosas? ¡No tiene sentido la crítica del Diablo!
—Entonces, él lleva razón, tu actitud es aparentemente irresponsable.
—Aparentemente sí, pero no realmente. La manera en que yo intervengo en las cosas del mundo es precisamente a través de la capacidad del Diablo de conocer mis puntos de vista. Si alguien hace daño a alguien yo no puedo evitarlo pero el Diablo sí, porque él sabe perfectamente que yo no apruebo esa conducta. Sólo él, que está en contacto con la realidad natural, tiene capacidad para influir y rectificar la conducta de quienes causan daño.
—¡Pero no tiene sentido que el Diablo sea el abogado de Dios!
—¡Naturalmente que no! Yo no abogo a favor de Dios, eso carecería de sentido, pero me veo obligado a rectificar mi conducta por causa de la dichosa razón. Las cosas eran más sencillas antes de que en la naturaleza apareciera la razón. La razón es la causa de la aparición del bien y del mal.
—¿Tiene eso algo que ver con el mito de la expulsión del Paraíso?
—¿Puedo contestar yo?
—¡Adelante!
—En primer lugar es evidente que se trata de un mito fruto de la imaginación de quienes lo divulgaron. No hubo tal Paraíso ni yo expulsé a nadie de ningún supuesto Jardín del Edén. ¡Qué imaginación! Es una forma de introducir un punto crítico en la evolución hacia las formas humanas.
—¡Cuando mi personalidad se asoció al mal y la de Dios al bien! Pero quizás sería conveniente que Dios te hablara algo sobre la evolución, pese a que sería yo mismo el más adecuado para explicarlo.
—¡No me vendría mal! Creo que lo comprendo perfectamente porque hay pruebas científicas que son evidentes, pero quedan varias dudas. Bueno, el asunto del «Diseño inteligente» y toda esa controversia.
—No me extraña. Pero la explicación es simple: sólo yo tengo la capacidad de ser inmutable a pesar del transcurso del tiempo, por la razón que ya te he explicado con anterioridad. Pero las cosas naturales parten de un elemento simple y deben terminar siendo organismos complejos, capaces de mantener esta conversación entre otras cosas. De no darse la evolución ¿cómo podría suceder tal cosa?
—Es extraño que Dios no haya mencionado el hecho de que es precisamente por mi causa que debe darse le evolución, razón por la que muchos la consideran una teoría diabólica. ¡Sin duda que lo es! Pero sin embargo, como acaba de explicártelo Él mismo, tiene sentido divino.
—¡Perfecto! ¡Si antes tenía alguna duda ahora ya no sé donde tengo la mano derecha!
—¡Pero si es simple! Un solo organismo imperecedero no tendría capacidad alguna para mutar y evolucionar en el transcurso del tiempo. Es preciso que cada organismo tenga una duración breve; que muera después de haber cumplido con su misión reproductora. De esta manera se suceden las oportunidades de utilizar las influencias de los cambios del medio ambiente, los cruces genéticos y otros aspectos concurrentes para transformarse progresivamente en lo que en el transcurso del tiempo está previsto que llegue a ser.
—¿Y qué es lo que debe llegar a ser?
—Como yo, evidentemente. ¡A mi imagen y semejanza!
—¡Para mi desgracia!
—Entonces, ¡es cierto lo del Diseño inteligente!
—Obviamente. Por explicarlo de alguna manera y sin que esto quiera decir que debamos hacer una valoración moral de la comparación. Las cosas naturales parten con la imagen del Diablo y terminan con la de Dios, es decir con la mía. Pero como yo no puedo obrar el milagro por la razón de mi incapacidad para intervenir en los asuntos del Diablo, es decir, de la vida natural, es él mismo quien gracias a la evolución se encarga de esta compleja misión.
—¡Por esa razón te decía que la evolución es una teoría diabólica con sentido divino! ¿Lo comprendes ahora?
—¡A duras penas! Lo que no comprendo es la causa de la vida misma; el por qué de este jueguecito de que si tú eres malo y yo soy el bueno, y luego resulta que todos somos buenos. ¿No se hubiera podido hacer algo más simple?
—¡Nunca debiéramos haber permitido que la evolución produjera seres humanos! ¿Es que no puedes aceptar las cosas como son y tratar de explicártelas sin más y sin pretender ser más listo que Dios?
—¡Calma, calma! Es perfectamente razonable que se haga esta pregunta porque ya en el principio trataba de saber qué había o habrá antes o después de la vida y de la muerte…
—¿Te ha preguntado eso?
—¡Con las mismas palabras!
—Y Tú, ¿qué le has dicho?
—¿Qué quieres que le dijera?, ¡que no hay nada!
—¿Y se ha conformado con la respuesta?
—¡No, obviamente que no me conformo! ¡Lo que yo me pregunto es qué hay en la nada!
—¿Lo ves? ¡Insiste en saber lo que hay en la nada!
—¿Pues que va a haber?, ¡nada! ¿Cómo va a haber algo donde no hay nada?
—Entonces ¡no lo sabéis ninguno de los dos!
—¿Qué tenemos que saber?
—¡Pues eso, qué hay después de la vida y de la muerte!
—Pero si no hay otra cosa que vida y muerte, ¿cómo puede haber algo antes o después?
—Pero…
—¡Ni pero ni nada! Y ahora no me importa ser el malo de esta charla, que ya me parece inútil. De manera que no te conformas con saber cómo funciona lo que existe que quieres saber también cómo funciona lo que no existe. ¡Y yo que me creía soberbio!
—No es soberbia, es una pregunta razonable porque puede hacerse, y todo lo que es razonable debe plantearse y debe tener también una razonable respuesta.
—Es razonable, ¡pero no es lógica!
—El problema es que tu mente no es tan perfecta como supones. Ni siquiera mi mente, la de Dios, es perfecta y tú no puedes aspirar a más perfección que a la mía. Yo constituyo tu propia limitación.
—Pero lo poco o mucho que llegues a saber será con mi ayuda, es decir, con la ayuda de la filosofía. ¡Un saber tan diabólico como el de la ciencia!
—Está bien, retiro por el momento la pregunta, pero sigo pensando en que la necesidad del bien y del mal para hacer posible la evolución hacia Dios me parece, si me permiten los dos la expresión, una verdadera chapuza ¡y tiene muy poco de Diseño intelige
Segunda conversación
Después de dos horas de charla, a mi entender no muy Inteligente, con Dios y con el Diablo no he sacada nada en claro. Sigo pensando que esta parte de la realidad, es decir la vida y su correspondiente e inevitable muerte, no puede ser la más interesante. Debe de haber otra realidad donde no tengamos que soportar la irresponsable dualidad, con sus sabidas consecuencias, como la existencia del bien y del mal; la virtud y el pecado, etc., a la que no tengo ni idea cómo debo de calificar, que sea más perfecta e interesante que ésta. Como he dicho mi situación no es la más adecuada para averiguarlo. La vida me halaga otorgándome esta perniciosa y larga juventud y sus placeres. Gracias a mi propia inteligencia he aprendido a eludir muchos de sus dolores. En esta situación dudo de que esté en las mejores condiciones de responderme a la pregunta sobre el más allá. Ni siquiera Dios ha podido darme la respuesta, pues es evidente, a juzgar por sus propias palabras, que vive en un mundo totalmente limitado a sí mismo y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Es decir, mucho me temo que Dios desconoce la causa de sí mismo, por lo que es evidente que no puede darme la respuesta. Ésta tendré que hallarla por mí mismo y sin su ayuda, pero dudo que me lo permita, pues supongo que no podré ir más allá de sus propias limitaciones, después de todo debo de estar hecho a su imagen y semejanza.
Por otro lado, y en tanto que el Diablo se mueve más, mejor dicho, es quien en realidad se mueve, sospecho que sabe más cosas de las que presume, pero por alguna razón se las calla. Dios no pudo tener una causa en sí mismo, por tanto debió ser causado por algo y ese algo es lo que me interesa saber e insisto que sólo el Diablo debe tener la respuesta. Por otro lado la respuesta, si la hay, sólo puede provenir del Diablo, pues es el único capaz de aprender cosas, ya que Dios lo sabe todo, ¡pero no sabe la causa de sí mismo porque es un conocimiento que está fuera de sí mismo! Por tanto es evidente que la próxima charla, si es que tengo una nueva oportunidad de volver a debatir con ellos dos, debería llevarme al Diablo a un lugar apartado y sin testigos y sonsacarle la verdad sobre este delicado asunto.
Sólo me preocupa pensar si no estaré perdiendo el tiempo en especulaciones inútiles y malogrando esta prolongada juventud. No obstante me consuela probarme a mí mismo que no la desperdicio en absoluto. Precisamente es por haberme cuestionado semejantes preguntas por lo que debo de gozar de esta misteriosa e inquebrantable buena salud y prolongada juventud. Por esa razón he aprendido otras cosas, muchas de las cuales tienen una indiscutible utilidad en la vida real. Por ejemplo estoy relacionado con una encantadora mujer, una preciosidad, a la que doblo en edad. Pese a ello me quiere apasionadamente y se entrega a mí sin reservas. Ella no hace cálculos sobre nuestras edades, porque no tiene sentido del tiempo; ella sólo tiene una innata capacidad para valorar las cosas según es su intensidad vital, porque necesita estímulos y yo debo de ser para ella como guindilla picante en un pastel de crema de chocolate. Por supuesto que yo no la defraudo. Ambos sabemos conectarnos sabiamente con las esencias de la vida, evitando sus defectos y sus contradicciones. La clave es dejar que la naturaleza haga bien su trabajo siguiendo un estricto plan basado en sus propios principios, ni más ni menos; sin excesos pero sin carencias. Verle el lado positivo de cada contratiempo, lo que obviamente me evita el considerarlos contratiempos. Cada cosa a su tiempo y cuando deba ser, y no cuando pueda ser. El poder es innecesario cuando se tiene como norma de conducta el deber. También tengo unos cuantos buenos amigos que me aprecian por mis locuras, que ellos asocian con genialidad. Como todos los buenos amigos gozan del estímulo de mi amistad a cambio de su generosidad y lealtad, es decir, cada cual le da al otro lo mejor que tiene, pero en la misma cantidad y sin regateos. Yo no tengo otra cosa que ofrecer que el fruto de mis extravagancias, que no es poco y escasea entre la gente común. Pasamos ratos divertidos, cada cual contando sus cosas, que todas son igualmente importantes. Por último, ya sea por mi aspecto saludable, por mi eterna media sonrisa o por mi sincera cordialidad, me encuentro con la paradoja de que apenas me cruzo con alguien, a quien suelo mirar a los ojos sin reparos, le da por sonreírme. Es una sensación difícil de explicar, pero es como si les diera los buenos días en algún lenguaje universal que todos entienden, ausente de toda maldad, pese a que todos estos astutos conocimientos no pueden venir de otra parte que del mismísimo Diablo.
De manera que puede decirse que la humanidad en su conjunto me resulta grata y yo debo resultarles así mismo también grato. Se me olvidaba decir que me sucede lo mismo con los animales, pero debe ser por otra razón. Hay en un parque cercano a mi casa una clase de pájaros que vienen a comer en mi mano. Tampoco me preocupa el dinero ni la manera de ganarlo, porque hasta la fecha éste ha venido a mí, de forma que bien pudiera decir milagrosa, siempre que me ha hecho verdadera falta. Y digo verdadera falta porque en la mayoría de los casos lo despilfarramos inútilmente.
Estoy al día en el uso de todos los prodigios de las nuevas tecnologías, incluido Internet, pero después de probarlos casi todos he renunciado a varios de sus inventos más espectaculares. Uno de ellos es el teléfono móvil. No me cabe la menor duda de que las personas que tienen necesidad de él no gozan como yo de los placeres de esta vida, sino todo lo contrario, sus esfuerzos no conducen a nada apreciable por la naturaleza, es decir, confío en que tarde o temprano se eliminen como se han eliminado tantos otros inventos también molestos e innecesarios, como debería suceder con la energía nuclear, una de las mayores aberraciones de la mente humana, que estoy seguro de que no agrada ni a Dios ni al Diablo. En resumen, mi vida no es lo que se dice un valle de lágrimas, sino todo lo contrario, vivo lo más cerca que se puede estar del Paraíso. Precisamente esto es lo que estoy tratando de averiguar y que hasta ahora ni uno ni otro me lo han querido aclarar: si existe el Paraíso en eso que obcecadamente llamamos la nada.
No es que mi insistencia en este asunto quiera decir que me quejo de las condiciones de vida de este mundo, que no es el caso, sino que es una pregunta inevitable en cualquier mente sana. Supongo que gozo del favor tanto de Dios como del Diablo, y no es una contradicción, pues es evidente que el mejor servidor de Dios es el propio Diablo, sin su apreciable ayuda no se cumplirían sus designios.
Pero siempre vuelve a surgir una y otra vez el asunto del bien y del mal, de sus causas y sus efectos y no estaría de más reanudar la discusión precisamente en este punto, pues es evidente que el mundo se debate entre una y otra influencia, pero carece de una idea objetiva para optar por uno o por otro.
—Hola. He escuchado la última parte de tus pensamientos, la primera carece interés para mí, y por las alusiones debo hacer alguna aclaración.
—¿Dónde está Dios?
—No tardará; no se pierde un debate si es interesante. Le gusta meter las narices en todas partes.
—¡Un poco de respeto!
—No, si él ya me conoce y por eso no se enfada. Ah, de debatir asuntos de Dios en privado y sin su presencia ni lo sueñes, lo que se tenga que decir en la cara y sin tapujos.
—¡Era una suposición, pero de acuerdo, siempre que hables claro en su presencia!
—¡Yo no temo a Dios!
—Eso suena muy fuerte, supongo que tendrás tus razones.
—¡Claro, somos colegas, pero cada uno en lo suyo!
—¡Pero Dios es todopoderoso!
—Sin duda, pero carece de la capacidad de demostrarlo. Como te dije, Dios no puede hacer otra cosa que permanecer inmóvil con su inmenso poder potencial. Pero no actúa, ni para remediar males ni para enviarlos. Yo sí, por lo que si nos referimos a la vida real yo soy infinitamente más poderoso que Él.
—¡Y sabes más cosas que te las callas!
—Posiblemente… ¡pero no quieras ir tan deprisa!
—¡No le preguntes al Diablo más que aquello que te quiera decir, en eso consiste su táctica!
—¡Ah, estás aquí!
—He estado desde el principio de la charla, ¡yo soy omnipresente!
—Entonces ¿por qué no te había visto hasta ahora?
—Debimos empezar por esto al principio. ¿Recuerdas el mito del Jardín del Edén? ¿Lo de la expulsión y todo eso?
—Claro, es lo primero que nos enseñan en las clases de religión. Los teólogos y religiosos se apresuran a enseñarnos que somos hijos naturales del demonio…
—¡Con razón!
—Yo no he sido visible siempre. Puede decirse que lo soy desde tiempos relativamente recientes. Para entendernos, desde lo del Paraíso. Desde entonces no he tenido ni un día de descanso, porque desde que dieron con mi idea todo el mundo me pide cosas imposibles, me hacen extrañas preguntas; me afirman o me niegan, incluso reniegan de mí casi a diario, ¡y no con la educación y vocabulario que cabría esperar después de tantos años! ¡Por no citar las barbaridades que se cometen en mi nombre!
—¡Yo no tengo la culpa! Son las consecuencias de la evolución, ya lo hemos comentado antes.
—En efecto. Antes de que apareciera vuestra especie, que es también la mía desde luego, ninguna criatura viviente tenía ni la más remota idea de Dios. Es más, no tenían ideas de ningún tipo, ni buenas ni malas; ni profundas ni estúpidas. Las cosas eran sencillas en aquellos tiempos…
—¡Y yo tenía buena imagen, no como ahora! Cuando se producía una muerte violenta nadie culpaba al Diablo, ¡era lo más natural y tenía que pasar!
—Entonces ¿queréis decir que sólo cuando nos hicimos una idea de Dios surgió además la idea del bien y del mal?
—¡Exacto! Pero no es tan simple.
—Permíteme que se lo explique yo, el Diablo tiene más facilidad de palabra para la filosofía, lo tuyo es la teología.
—¡Bueno, quien sea pero poneros de acuerdo!
—¿Qué es el mal?
—No lo sé con total certidumbre, pero San Agustín dijo que es la ausencia de bien.
—¡Correcto! Este obispo, pese a vivir tiempos poco razonables, dio con la respuesta correcta ¡porque más que teólogo era filósofo! Podemos decir que estaba más inspirado por mí que por Dios. Pero cometió un pequeño error de planteamiento. El mal es la ausencia del bien que tiene el Diablo, es decir, es una cuestión del Diablo y no de Dios.
—¿Y tú no dices nada?
—Lleva razón el Diablo, yo no me muevo en la dualidad maldad-bondad, ¡ni siquiera me muevo!, él sí. Yo soy inmutable, es decir, bien absoluto, que no puede devenir en mal, él, sin embargo, como parte de las substancias temporales, si se mueve en esta dualidad, por lo tanto, el mal es la ausencia de bien que hay en él. La idea es correcta.
—¡Nunca lo había visto así!
—¡Y espera y verás! Para que lo entiendas mejor, el mal es causar dolor sin una justificación lógica y razonable, por lo que el mal depende siempre de la lógica y la razón que justifican la acción de causar dolor. Por ejemplo, cuando un león caza una desprevenida e indefensa cría de gacela y le da muerte ante los ojos de la desesperada madre no decimos que sea una mala acción, sencillamente porque el león carece de la capacidad de razonar. Es pues una acción lógica y natural, ¡pero no es razonable! Por tanto la condición indispensable para la existencia del mal, y del bien desde luego, es estar dotado de razón; ser un ser humano razonable. ¿Comprendes?
—Entonces, sólo los seres humanos somos buenos o malos, pero no podemos hacer juicios de valor sobre la moralidad de los animales.
—¡Por supuesto que no! Pero los seres humanos que no justifican razonablemente el daño que causan tienen la misma categoría amoral que un animal.
—Y por esa misma razón sólo los seres humanos tienen la remota posibilidad de hablar conmigo o con el Diablo, pues no somos más que el aspecto moral de su existencia. Cuando hablamos de mí o del Diablo estamos hablando de moral, no de ciencia o de matemáticas, por poner dos ejemplos de otros aspectos de la existencia humana.
—Es decir, que vuestras ideas no tienen otra utilidad que resolver razonablemente cuando y cómo debemos causar dolor a los demás.
—¡O placer, no olvides la otra cara de la moneda!
—¿Cómo puedo olvidarlo si mi propia existencia es puro placer?
—¡Tú debes ser un caso raro de evolución moral avanzada!
—Gracias, es el mejor cumplido que me han hecho jamás, ¡sobre todo viniendo del Diablo!
—Dios no hace cumplidos.
—Pero tampoco críticas, mi pasividad tiene también su lado positivo, todo eso es asunto del Diablo. El ser humano empezó a saber si obraba bien o mal sólo cuando el Diablo se aficionó a la filosofía, algo inevitable en la evolución de su peculiar mentalidad, pero una de las causas más importantes de su previsible final como tal Diablo. La filosofía lleva inevitablemente a mí; es decir, el descubrimiento razonable de la verdad lleva al pleno descubrimiento de mi personalidad divina. La filosofía es el único camino para evitar el mal, porque si es preciso causar daño debe hacerse por una razón justificada, como cuando desinfectamos una herida con alcohol, pero como a la larga para el ser humano moral no habrá nada que justifique el causar dolor, alcanzará el estado de bondad absoluta y desaparecerá el mal.
—Yo siempre he creído que era la teología la ciencia de la moral.
—¡En absoluto! En tanto que la teología no es razonable puede justificar causar daño por razones que no están justificadas en la verdad, sino en el fanatismo de los dogmas.
—¡Pero se supone que los dogmas son revelados por ti mismo!
—Yo, como estoy cansado ya de decir, no puedo hacer tal prodigio, porque, insisto, no hago nada. Es el Diablo quien provoca esas supuestas apariciones y revelaciones.
—Pero ¿por qué?
—¡Por la dichosa intuición de Dios!
—¡El Diablo quiere decir la fe, pero no pronunciará esta palabra ni aunque le fuera en ello su perdición! Sí, éste es el único camino de comunicación abierto entre yo y los seres humanos. ¡Un auténtico agujero negro en la mente humana!
—¡Sin triunfalismos!, porque la intuición de Dios no dice de él nada en concreto, sino que trasmite una vaga, por no decir confusa, sensación de Dios, que debe ser razonablemente interpretada por mí. ¡Y no por la teología sino por la filosofía!
—Ya, razonablemente. Entonces las revelaciones son innecesarias.
—¡Totalmente! Y además regresivas para la moralidad de propio ser humano. Con el tiempo y la necesaria evolución, la razón por sí sola tiene capacidad suficiente como alcanzar una elevada moralidad social, incluso llegará inevitablemente a confluir con la bondad absoluta del propio Dios, que será, desde luego, el fin de mi misión en este mundo.
—En otras palabras, los pueblos gobernados sobre los fundamentos de la razón podemos decir que son los más divinos.
—Puedes simplificarlo así si lo deseas.
—Todo el daño que yo he causado a la humanidad no ha sido debido a mi maldad sino a mi ignorancia; a mi irracionalidad. Si soy malo es porque soy ignorante. Es decir, el mal está en el desconocimiento de Dios…
—¡Nunca hubiera esperado escuchar de tus labios semejante verdad! ¿Te estás haciendo viejo, Diablo?
—¡Por supuesto, yo no soy Dios, con toda su duración intacta, yo transcurro en el tiempo porque soy del mundo! Pero, por otro lado ¿es que no conoces el refrán «Sabe más el Diablo por viejo que por Diablo»?
—¡Bueno, vamos a llevar la charla sin acaloramientos y sin hacer de menos a nadie!
—Está bien, prosigue, Diablo.
—Yo he cometido infinidad de errores desde que el ser humano adquirió la capacidad del raciocinio. Antes las cosas eran simples y actuaba según los designios de la naturaleza que me ha creado…
—¿Cómo que la naturaleza? Las cosas, incluido el Diablo, ¿no las ha creado todas Dios?
—¡Qué disparate!
—¡Propio de las limitaciones de la razón humana!
—¿Pero qué sentido tendría que Dios crease el Diablo?
—¿Entonces…?
—Vamos por partes y sin salirnos del tema del bien y del mal. Ese es un asunto más complicado de lo que imaginas y dudo de que estés ya capacitado para comprenderlo.
—De acuerdo, pero sin poner en duda mi capacidad mental. Si fuera lerdo ¿qué sentido tendría esta charla?
—¡Aprendes pronto, se ve claro que has aprovechado bien mis enseñanzas! Sin duda Dios es la verdad absoluta, ¿pero qué es la verdad?
—La ausencia de contradicción en el enunciado de algo.
—Entonces comprenderás que la verdad ¡no puede ser de este mundo! Tan pronto como alcanzases un enunciado sin contradicción alguna no habría ya nada que preguntar ni aclarar, ¡sería el fin de la falsedad, pero también de la verdad!
—Entonces ¿para qué tanto interés por descubrir la verdad?
—No es un interés caprichoso, es una necesidad imperiosa consecuencia del transcurrir del tiempo. Todo lo que transcurre termina con su duración, y al final de la duración está inevitablemente Dios.
—De ahí mi incapacidad para el movimiento, pues todo movimiento se detiene en mí. Sólo tengo que esperar. El Diablo es quien hace todo el trabajo; es quien entiende de los asuntos del tiempo. Yo sólo entiendo de duración.
—Pero ¿cuál es la diferencia entre tiempo y duración?
—¡Alma de Dios (¡perdón!), si está clarísimo! La duración es todo el tiempo que ha de transcurrir, en tanto que el tiempo en sí mismo es la sucesión de instantes que transcurren dentro de esa misma duración. La duración no se mueve, es decir, Dios; el tiempo sí, es decir, yo. La duración es absoluta, otra vez Dios, el tiempo es necesariamente dual: pasado y presente, y pertenece a lo substancial, una vez más, yo.
—Pero se supone que la duración también tuvo una causa; un principio y debe tener un final, como lo tiene el tiempo.
—¡No insistas machaconamente sobre esta idea! Si la duración es todo el tiempo ¿cómo puede haber un tiempo antes de la duración?
—¡Ahí está el dilema, una vez más, de la causa de la primera causa!
—Entre nosotros, te recomiendo que en presencia de Dios no vuelvas a plantear esta aporía o te meterás en problemas. Todo lo creado tiene las mismas limitaciones que su creador. Nada puede escapar a esta realidad… ¡ni siquiera el Diablo!
—Supongamos que cedo y me conformo, entonces ¿puedes decirme que hay al final de tiempo, una vez concluida la duración?
—Ya te lo ha dicho Dios mil veces, ¡de nuevo el Paraíso!
—¡Ahí quería yo llegar, y no voy a aceptar más evasivas! ¿Qué es el Paraíso?
—¡El Paraíso es la nada! Creo habértelo dicho ya al principio de esta discusión.
—Y tú, Diablo, ¿qué tienes que decir?
—¿Cómo puede el Diablo hablar sobre el Paraíso? ¿Es que has perdido el juicio?
—¡Pero entonces, estamos otra vez al cabo del camino! ¿Es que ninguno de los dos va a ser capaz de contestar qué hay por encima del bien o del mal?
—Tal vez en otra ocasión…
—¡El Diablo trata de confundirte! ¿Cómo puede haber algo por encima de Dios y del Diablo?
—¡Hasta la vista!, porque obviamente el Diablo no se puede despedir con un «adiós», o «con Dios»
—Hasta la vista, Diablo
—Yo también me voy. Tu pregunta me ha desconcertado algo, cosa poco habitual en mí, necesito meditar sobre este asunto.
—Yo no quería…
—No, si no pasa nada, sólo que es un tema nuevo y tengo que darle algunasas. ¡Nos vemos en otra ocasión!
—¡Adiós, Dios!
—¡Adiós, hombre!!
Tercera conversación
¡Nada, que no consigo avanzar en mis legítimas dudas! Dios no sale de lo suyo, el bien; y el Diablo, que sin duda está más dotado para la filosofía, es evidente que trata de ocultar lo que verdaderamente sabe. Sin duda que debe tener sus razones, pero es desconcertante. Han pasado ya varios días desde la última charla. La verdad es que no he tenido mucho tiempo y no he pensado en invocarlos. Los acontecimientos del mundo están revueltos, y sin duda que los dos, Dios y el Diablo, tienen mucho que ver con ellos. Mientras yo vivo ingenuamente entregado a mi razonable existencia, lo que me proporciona una larga y saludable juventud, la irracionalidad se ha instalado del mundo de las finanzas. La culpa la han tenido dos o tres políticos norteamericanos que no asumieron que la política es el brazo social de la razón y del Derecho; es decir, que en realidad no eran políticos. ¡Con decir que uno de ellos era un actor de tercera fila y que ni siquiera se puede considerar que era un artista! Los otros eran simplemente lerdos, sobre todo el último. ¡Lo más negado para la filosofía! Debía creer que Platón era el título de la una película sobre la guerra del Vietnam y que Aristóteles fue un millonario griego que se casó con la viuda de Kennedy. Su maldad, citando las teorías del Diablo, fue que no se paró a razonar si el dolor que causaban a tantos millones de personas en todo el mundo, ya sea por sus belicosas intervenciones o por favorecer el libre mercado sin apenas regulaciones, tenía una legítima justificación. Afortunadamente el Diablo, que una vez más tiene razón, ha enderezado las cosas e inspirado al pueblo norteamericano para que eligiera, ¡por fin!, a un político de verdad, con todos sus defectos, desde luego, que se está replanteando esas razones con argumentos más inteligentes y por tanto más gratos a Dios. Los buenos políticos deben surgir de las facultades de Derecho o Filosofía, pero no de Economía o de Bellas Artes ¡y mucho menos de Hollywood! Otra cosa es que se lo permitan esa pandilla de ignorantes, financieros y economistas, que comercian con el dinero de los demás para beneficio propio, sin tener en cuenta valoración moral alguna. Creen que el mercado sabe decidir por sí mismo lo que es bueno o malo para el ser humano y no entiende que el mercado no es más que un mecanismo al servicio del hombre moral y no viceversa, que el hombre moral debe de estar al servicio del mercado, ¡lo que es imposible que pueda suceder! Pero ahora lo están pagando caro. Bueno, a decir verdad lo estamos pagando todos, pero al menos yo vivo en un país donde la política sí está al servicio de la razón y del derecho, y espero que no nos afecte demasiado. Antes bien, confío en que suceda todo lo contrario: que seamos el modelo a imitar en el futuro.
Pero con todos estos líos me estoy olvidando de lo fundamental y mi pregunta queda sin contestar. Ya no espero nada de Dios, pero cada vez estoy más convencido que el Diablo tiene la respuesta, pero por alguna razón se la calla.
—¡Es que la respuesta no es de utilidad para el ser humano!
—¡Ah, entonces hay respuesta! Perdona que ni siquiera te he saludado.
—Vives demasiado obcecado con un asunto que carece de interés para ti.
—Entonces si carece de interés ¿por qué surge la pregunta?
—Es… ¡por un desajuste de la mente humana! No debiera decir esto si no es en presencia de Dios, pero la creación no es perfecta; es más, la creación misma es fruto de una imperfección… ¡de la nada!
—¡Ah, entonces mi intuición era cierta!
—Me extraña que Dios no intervenga ya en esta nueva charla.
—Es que la última vez se fue con dudas…
—¡Yo no tengo dudas sobre mis cosas, sólo las tengo sobre las del Diablo! Hola a los dos…
—Hola, Dios, me alegra de que intervengas otra vez en la charla. Esta conversación no sería lo mismo sin tu opinión.
—Sobre mi creación estoy plenamente seguro. Lo sé todo: pasado, presente y futuro, pero si la mente humana puede llegar a concebir que haya algo por encima de mí, entonces yo me pierdo, sobrepasa mi poder. Yo no tengo medio alguno de saber nada sobre mis orígenes porque según mi propia opinión carezco de orígenes. Yo no puedo entrar a discutir asuntos que me sobrepasan. Debí cometer algún error en mi creación, tal y como te decía el Diablo, para que tú puedas plantearte semejante pregunta. Si aceptaras la idea de que la nada no existe, el problema estaría resuelto, pero insistes en buscarle tres patas al gato, como se suele decir…
—¡Ejem!
—¿Quieres decir algo, Diablo?
—Sí, pero es un asunto delicado, no se si debería…
—Habla claro, Diablo, tú mismo me dijiste que las opiniones en la cara y sin tapujos.
—Pero Dios vive en la ingenuidad de que Él es único, omnipotente y absoluto creador de todo lo visible… pero no es así. Él ni siquiera ha creado este mundo…
—¡Esta si que es buena! Entonces que alguien me diga por qué yo sé de antemano en lo que devendrá el mundo, porque vivo tanto en su pasado, en su presente como en su futuro. Yo sé lo que sucederá mañana, y pasado y al otro y todo cuanto sucede en el mundo está previsto según mis designios, ¡porque yo soy su creador!
—¡Pero el Diablo debe tener algún argumento para hacer semejante afirmación!
—¡Ahora nos vendrá con que también el mundo es su creación!
—Imposible, yo no puedo hacer semejante afirmación, porque no sería lógico. ¿Cómo puedo yo ser el creador del mundo y desconocer, como tú, tanto mis orígenes como mi destino?
—¡Tu destino soy yo!
—El mío sí, pero no el de la naturaleza. ¡La naturaleza es razonablemente eterna! Nosotros no somos más que seres meramente instrumentales y circunstanciales, ¡al servicio de la naturaleza!
—¡Un momento, un momento; pongamos un poco de orden! Aquí han salido conceptos nuevos que hay que aclarar: mundo y naturaleza. Por muy Dios o Diablo que seáis esto no funciona sin un poco de rigor filosófico. En primer lugar, Diablo, ¿qué entiendes tú por mundo?
—Esa es una complicada pregunta. Prefiero que sea Dios quien empiece dando su opinión.
—¿El mundo? ¿Pues qué va a ser el mundo?: el universo, el cosmos; todo lo que existe, todo lo visible y lo invisible; lo conocido y lo por conocer, es decir, ¡Yo!
—¿Y tu definición, Diablo?
—El mundo es sin duda el cosmos, pero también eres tú mismo, o una cucaracha, o un microbio que no se ve a simple vista. La verdadera definición de mundo la desconoce Dios, por su escaso interés por la filosofía y excesivo apego por la teología. En filosofía podemos decir que un mundo es toda unidad espacio-temporal contenida en un organismo. Lo que define al mundo es su totalidad en sí mismo. Por eso decimos vulgarmente «cada persona es un mundo» o «el mundo de los caballos» o «el mundo es un pañuelo», etc., porque siempre nos referimos a una totalidad de algo afín y consustancial, sin que quede determinado cuál es su espacio.
—Entonces Dios lleva razón: Él es también una totalidad afín; la totalidad de todas las totalidades espacio-temporales, por decirlo de alguna manera.
—Sí, ¡pero no es la única! Él es sin duda el Dios del universo…
—¿Entonces, en qué quedamos?
—¿Pero no lo entiendes? Ese es precisamente el desarreglo de la mente humana. Todos los mundos necesariamente tienen una duración. Como unidades espacio-temporales no son eternas, ¡el tiempo termina por hacerlas desaparecer! Si Dios es una totalidad también tendrá necesariamente que desaparecer. El universo es una totalidad y tendrá que desaparecer cuando se agote su tiempo.
—Por esa razón tú sabes algo que te callas, ¡porque tú entiendes sobre tiempo más que el mismo Dios!
—¡Yo no necesito entender el tiempo, porque como Dios soy todo el tiempo!
—¡Perdona, todo «tu» tiempo; el de tu mundo o de tu universo, pero no tienes ni idea de lo que es el tiempo en sí mismo. A un mundo le sucede otro nuevo mundo y, perdona que te lo diga de forma tan categórica y sin rodeos, ¡cada mundo tiene su propia duración, es decir, su propio Dios!
—Acepto que lo mío no es la filosofía, pero aquí hay una contradicción simple: si el mundo es todo, no puede haber más que todo. Reconozco que suena extraño, pero no hay alternativa razonable para creer que fuera del todo puede haber algo; es decir, fuera de mí mismo no puede haber nada.
—Mejor podría decir: la nada; ¡y esa era mi pregunta desde el principio!
—Yo no he dicho que la existencia no transcurra en un todo, eso ya lo sabía desde hace veinte siglos o más, desde mi afición por la filosofía, lo que yo cuestiono es la dimensión y estructura precisamente del todo, pues nuestras mentes, tanto la de Dios como la mía, no están capacitadas para hacerse una idea verdadera del todo, de ahí que nunca lleguemos a verle un final, donde se supone que no hay nada, ¡porque siempre hay algo!
—Pero ¿dónde hay siempre algo?
—¡En la naturaleza, ya te lo he dicho!
—Entonces la naturaleza no tiene principio ni fin.
—No, que nosotros podamos concebir.
—Pero Dios dice…
—Él puede concebirlo menos que nadie; Dios sólo se concibe a sí mismo y no va más allá de su propia duración como Dios de un universo necesariamente finito, pero que para nosotros es todo. De lo que estamos hablando es del lugar donde se encuentra el mismo universo. Un espacio y un tiempo donde se encuentra esa magnitud delimitada por otro tiempo y por otro espacio como es nuestro universo.
—¿Pretendes decir que yo no soy un Dios único; que hay más dioses y más universos?
—¡Te has pasado, Diablo!
—Ya advertí que a Dios esta idea no le haría ninguna gracia. Él no puede ver más allá de la dimensión espacio-tiempo de nuestro universo, yo sí.
—¿Tú sí?, ¿y por qué razón, si puede saberse?
—Por que yo… Bueno, para decirlo de alguna manera, porque yo viajo, pero no sólo por este mundo, sino por los otros. ¡Yo estoy siempre en movimiento y cuando un mundo se acaba, empiezo otro! ¿Lo entiendes? Yo no puedo estarme quieto ni un instante, eso es inconcebible, porque ¡la realidad no es más que movimiento! Si cesara el movimiento cesaría la misma realidad.
—Entonces, cuando un mundo se acaba, ¿qué pasa con Dios?
—No es correcto que lo diga yo. Él ya debe saberlo.
—¡La nada; por eso yo no puedo tener fin!
—Ya sabía yo que esa sería su respuesta, ¡simplemente es incapaz de concebir el movimiento! ¡Él no se ha movido en su vida! En efecto, la nada, es decir, ¡desaparece sin dejar ni rastro!
—¿Cómo es posible?
—¿Pero es que no lo he expuesto con suficiente claridad? Si Dios tiene un tiempo de duración, mientras dure y haya tiempo hay movimiento y es posible la existencia de las cosas, y por tanto, hay algo. Pero si se consume el tiempo se termina el movimiento y no hay nada, ¡ni Dios!… Excepto el espacio potencial donde estaba el propio Dios, que es lo que ahora llamamos precisamente la nada.
—¡Absurdo! ¡No hay nada más allá de Dios!
—¿Lo ves? ¡Siempre la misma canción, y de ahí no hay quien lo saque!
—Y ¿qué es ese espacio donde se supone que está Dios?
—¡Ahí es donde tú quieres llegar!
—¡Sí, precisamente esa es la única duda que me estropea mi tranquilidad de espíritu!
—Pero ¿qué objeto tiene el saberlo? Tú y tu mundo desapareceréis con el final del tiempo de vuestro Dios… ¡Esa es la realidad; nuestra realidad! Ésa es otra dimensión espacio-temporal, en la que sólo yo tengo acceso, y sólo en contadas ocasiones.
—Bueno, aunque no tenga para mí sentido práctico y sea irreal, ¿hay alguna razón por la que no deba saberlo?
—Pregúntaselo a Dios. Los seres humanos alcanzáis vuestra realización moral al llegar a conocer a Dios y ser a su imagen y semejanza, pero si pretendéis sobrepasarlo eso os sitúa otra vez en el punto de partida, es decir, ante la ignorancia de algo nuevo y desconocido, o dicho de otra manera, de nuevo ante el mal en sus peores momentos.
—Ningún ser humano debe aspirar a conocer más allá de los atributos de su Dios, es decir, los míos. Yo proporciono felicidad, placer y alegría. Si tú mismo presumías de gozar de ambas cosas, ¿qué necesidad tienes de hacerte preguntas que te devuelven al Diablo en sus orígenes? ¡Yo te ofrezco el Paraíso!
—¡Es el desarreglo mental de que os hablaba a los dos! ¡Un fallo en el sistema de la nada! ¡No hay tal Paraíso, porque no hay tal nada!
—¡Bueno, ya está bien de tomarme el pelo! Si la nada es una idea y todas las ideas tienen un significado, ¿qué narices significa la idea de la nada, y por qué existe como tal idea? ¿Cuál es su necesidad?
—Que te conteste el Diablo, yo no necesito saberlo; no puedo concebir tal idea, ¡esa idea debe ser cosa del Diablo!
—En efecto, la idea de la nada, como todas las demás, la he inventado yo. ¡Dios no tiene ideas!; es decir, sólo tiene una idea, la de sí mismo, pero como has podido ver resulta demasiado monótona y aburrida. La idea de la nada representa lo inconcebible; lo que no puede verse ni experimentarse porque está en lo potencial. Pero eso no quiere decir que por el hecho de que no podamos ver o experimentar algo sea necesariamente «nada»; se trata de una idea provisional absolutamente necesaria para progresar en el conocimiento de las cosas. ¡Donde hoy no hay nada mañana puede haber algo! Es, por decirlo de alguna manera, una barrera necesaria para el desarrollo de las propias ideas y para la consistencia de la misma realidad en que nos movemos.
—Por tanto, la idea de Dios está limitada por la nada…
—¡Correcto! De ahí su obsesión por la nada, a la que Él prefiere llamar el Paraíso. Una manera como otra cualquiera de hacer deseable lo desconocido.
—¡Interesante!
—¡Absurdo!
—¡No tan absurdo! Para que se cause una idea es fundamental un punto de partida y otro de llegada en un pensamiento. Todo lo que está fuera de ese espacio ¡es la nada!
—¡Entonces, Diablo, me das la razón: yo soy todo lo existente como idea que soy de todo y lo que no se puede concebir fuera esta idea, que es todo, simplemente no existe, ¡no es nada!
—¡Me estoy perdiendo!
—No, si Dios lleva razón; el problema es que la nada, como decía, es una irrealidad temporal, un espacio desconocido, pero potencialmente existente. Dicho con todo rigor filosófico: «está, pero todavía no es ni existe».
—¡Por eso Parménides decía que el «el ser no puede no-ser»!
—¡Correcto! El ser siempre ha sido, pero visto desde nuestra propia perspectiva de la realidad espacio-temporal, no siempre ha existido. Cuando llega a existir no es más que un ser limitado por una duración, siempre dentro de un espacio-tiempo concreto.
—¡Eso debe referirse a ti, Dios!
—Lamento decir que no puedo estar de acuerdo, y me estoy aficionando a algo que en realidad no me interesa, como es la filosofía, un asunto del Diablo, pero ¿cómo puede el ser permanecer sin existir?
—¡Ahí está la gracia! ¡Es que siempre ha existido, pero en diferentes dimensiones espacio-temporales! Por eso cuando pensamos en el ser lo hacemos desde la perspectiva de nuestra propia realidad o dimensión, y el ser que existe en otra dimensión para nosotros no existe, porque no se puede mesurar con nuestro propio espacio y tiempo y está fuera de nuestra duración, pero el que no exista no quiere decir que no sea, de otro modo ¿cómo podríamos plantear su hipótesis?
—¡Luego después de mí, es la nada!
—¡Desde luego, desde luego; después de ti, la nada! Pero este muchacho no se conforma con aceptar los hechos tal y como son en apariencia, lo que le llevaría a ti sin más preguntas. ¡El quiere saber lo que es «en realidad» la nada!
—¡Eso es pecado de soberbia!
—¡Por favor, Dios, que estamos en el siglo XXI! Eso del pecado está un poco pasado de moda. Ahora se dice simplemente que es incorrecto o poco realista, ¡pero pecado! ¡Ponte al día!
—¡Yo siempre estoy al día!
—En asuntos de la moral e incluso de la verdad sobre este mundo, de acuerdo, pero en asuntos de la razón especulativa y de la filosofía, nunca has estado muy actualizado. Las personas no sólo experimentan aquello que desean conocer, también plantean hipótesis sobre todo lo concebible, a pesar de que no pueda ser experimentado ni, por tanto, conocido, precisamente ¡por ser de otro mundo!
—Pero ese proceder no les hará dichosos.
—Yo soy razonablemente feliz, probablemente por encima de la media normal, y me hago esas preguntas. En la vida real no reniego de ti y me agrada la idea de que el Diablo se esté reformando, pero la mente no puede evitar cuestionarse todo aquello que sea razonable, sea real o irreal; de este o de otro mundo.
—Pero, ¿qué sentido tiene plantearse hipótesis sobre cosas que no tienen utilidad para la vida real? Si yo soy el destino de este mundo, incluida su humanidad, ¿por qué preguntarse qué hay más allá de ese destino, si como el propio concepto indica, el destino es el fin último de todo lo creado por mí?
—¡Es inútil, Dios no aceptará jamás ninguna idea que le sobrepase! Pero es evidente que a diferencia de los animales, que sólo conocen aquello que necesitan saber con sentido práctico, el ser humano quiere saber por amor a la verdad, sin buscarle utilidad alguna a lo que descubre por medio de la razón. ¡Es lo más natural! Si su mente está capacitada para trascender la idea misma de Dios, es inevitable que lo haga. ¡Es el desarreglo de que te hablaba con anterioridad!
—¡No es ningún desarreglo mental! En mi opinión, y admito que como ser humano es muy limitada, todo saber debe tener tarde o temprano alguna utilidad, incluso aquello que trasciende la misma realidad y pueda parecernos irreal. De hecho no soy el primero en hacerse estas preguntas. ¡Éstas han sido las cuestiones fundamentales desde el inicio de la filosofía!
—Dios no quiere admitir lo que es evidente: yo soy quien busca la verdad, y puesto que fui anterior a Dios, debo ser también posterior…
—¡Por fin lo has soltado, Diablo! ¡De manera que el mito de que tú eres un ángel caído no es verdad!
—Sólo a medias, ¡y creo que he metido la pata! ¡Nunca debí desvelar este secreto!
—¿Qué secreto? ¡Para Dios no hay secretos!
—Sobre las cosas de este mundo, pero no de otros; de otros mundos no tienes ni la menor idea.
—¡Cuenta, Diablo!
—En otra ocasión, ya he hablado bastante. El Diablo debe ser comedido en sus descubrimientos porque cuando deje de ser malo, es decir, ignorar las cosas de este y de otros mundos, será el fin…
—¡Pero sólo de este mundo!
—¡Por supuesto, ya he dicho que la naturaleza no tiene principio ni fin concebible! Bueno, hasta otra ocasión, también el Diablo necesita descansar.
—Ya te lo había dicho, no pidas al Diablo que te diga más de lo que él desee decirte. No sé si valdrá la pena que participe yo en la próxima charla. Sobre mí ya se ha dicho todo lo que se tiene que decir y yo no estoy interesado en saber nada sobre la nada, ¡y valga la redundancia! Así es que, adiós, y no sé si nos volveremos a ver. Pero no te olvides de que yo soy el límite de lo real y ¡más allá de Dios sólo puede haber maldad!
—Lo tendré en cuenta. Adiós, Dios.
—Adiós, hombre.
—Pues si no nos volvemos a ver, Dios, hasta que nos veamos las caras en el fin de tu mundo.
—¡Hasta entonces, Diablo!
—¡Hasta pronto, Diablo, yo sigo interesado en el tema del más allá!
Cuarta conversación
Lamento que en la última conversación Dios se fuera contrariado. Comprendo que Él, que carece en todos los sentidos de los atributos del Diablo, carezca a su vez de interés por el conocimiento más allá del mundo real, es decir, de su mundo y, por su puesto, del mío también. En mis tiempos del catecismo me enseñaron a honrar a Dios, pero omitieron decirme cuál era la manera más correcta de hacerlo. Me dijeron, con la boca pequeña desde luego, que la verdad nos haría libres, sin darnos ni siquiera una ligera pista de lo que era la libertad. ¡Sobre todo en vida del dictador! Ahora yo intento hacerme una idea concreta y el resultado es contrario al mismo Dios, ¡no lo entiendo! Desde luego que Dios no parece muy razonable. Claro, Él no necesita la razón para averiguar lo que ya sabe, ¡Dios es la verdad, y punto!
En la última conversación con ellos dos surgieron varias ideas que me han impresionado. Desde luego que el Diablo siempre impresiona por su habilidad para razonar. ¡Sin duda que es el padre de la filosofía! La idea más inquietante, lamentablemente inconclusa, es que al parecer la naturaleza, ¡y no Dios!, es lo eterno. ¡Menudo chasco! Sin embargo yo no concibo tal idea, pues la naturaleza como un ser que existe debe tener necesariamente un principio y un final. Pero, claro, si lo vemos desde otro punto de vista, es evidente que la muerte no es el final de la vida, sino otra forma de ser de la vida; en otro nivel, o dicho en palabras del Diablo, en otra dimensión. El problema, como decía el Diablo, es hacerse una idea de las diversas dimensiones de espacio-tiempo, o dicho en palabras más comprensibles, de los diversos mundos y sus respectivas naturalezas. Pero no lo entiendo muy bien. Es decir, lo entiendo planteado como una hipótesis aislada, pero no veo la conexión entre las diversas dimensiones espacio-temporales, ni alcanzo a concebir su estructura. Digamos que si lo veo de cerca me hago una idea más clara, es decir, si cada ser vivo es un mundo, puedo ver la relación que hay entre nosotros: teoría de la evolución. Pero cuando pienso en el universo, ¡sencillamente es que me pierdo! ¿Estará también el universo sometido a las leyes de la evolución? ¡El Diablo debe de saberlo, porque él ha viajado por todas partes!
Pero la idea más desconcertante es la de Dios mismo. Resulta que como algo que tiene una duración transcurre en un tiempo, porque todo lo que es algo necesariamente debe tener una duración, ¡aunque sea el todo! De manera que hasta ahora hemos vivido limitando el todo a la idea del cosmos, y según este razonamiento, el cosmos mismo, en tanto que es algo tiene duración y transcurre en un tiempo, ¡por tanto Dios, el Dios del cosmos, no puede ser infinito, sino necesariamente finito! ¿Qué es realmente Dios? y ¿qué es entonces lo infinito? El Diablo dice que es la naturaleza, pero la naturaleza se supone que es todo lo existente, real y experimentable, y como tal necesariamente debe ser finito. ¡Pero no, claro, porque la dualidad de la naturaleza se resuelve entre la vida y la muerte, y no es posible saber cuando termina esta contradicción, si será todo muerte o todo vida! Ni una opción ni la otra, pues ambas se necesitan de forma dialéctica: la vida debe concluir necesariamente en la muerte, pero ésta no puede proceder de otro estado que el de la muerte… ¡porque no hay más dónde buscar!
—¡Sí hay una tercera opción! ¡Siempre hay una tercera opción! ¿O es que no has escuchado decir aquello de «No hay dos sin tres»?
—¡Ah, menos mal que has aparecido, Diablo, porque estoy hecho un lío!
—¿Qué se sabe de Dios?
—Dudo de que venga. Debe de estar enfadado con los dos…
—¡Pobre! No es fácil ser Dios y vivir encerrado en su inmensa integridad, sin poder plantearse nada fuera de sí mismo; sin viajar por ahí y ver cosas fuera de su propia dimensión espacio temporal. Claro que si sucediera tal cosa sería el caos. Él tiene que seguir siendo como es hasta el final del tiempo cósmico, el nuestro claro está. De todas maneras despareceremos con él. ¿De qué nos sirve a nosotros saber cosas que le trascienden?
—¡Según Él, simple y malvada curiosidad!
—¡Siempre tengo que ser yo el culpable de todo en este mundo!
—En este caso no hay ninguna duda. Si no lo he entendido mal, el amor a la verdad, para nosotros, es el amor a Dios, y no pretender ir más allá, pero buscar verdades que no podrán nunca ser probadas, sólo por la curiosidad de saberlo, ya no es amor a Dios, tal vez sea odio…
—¡Que sabes tú del amor, muchacho!
—¡Vivo enamorado!
—Sí, sin duda, pero no tienes ni idea de por qué.
—Porque… Porque… ¡Pues es verdad, ahora resulta que no tengo ni idea de por qué!
—El amor, amigo mío, es la atracción por lo desconocido, lo insondable, lo misterioso.
—¡Entonces sólo amo aquello que me atrae pero que desconozco!
—¡Correcto! Por eso ahora que hemos conocido a Dios hemos dejado de amarle.
—¡Razón por la que se fue enfadado!
—No hay ninguna razón para enfadarse, al contrario, ¡ahora debería ser más amigo nuestro que antes!
—Pero si dices que no se ama aquello que se conoce…
—Entonces, amigo mío, surge la amistad, porque la amistad es la atracción por lo conocido y afín; y la amistad es más duradera que el amor, ¡aunque no sea un sentimiento tan fuerte ni tan emotivo!
—¡Curioso, pero llevas razón! Más que enamorado, vivo en armonía con todo lo que me rodea. Bueno, a mi compañera creo que la amo porque en realidad no la conozco muy bien, ¡pero me atrae apasionadamente! ¿Entonces lo que siento por ella es realmente amor?
—Sin duda, pero tarde o temprano se trasformará en amistad ¡o enemistad, si descubres que no es realmente como creías que era! ¡De ahí todas esas grandes decepciones amorosas! Pero también una buena razón para justificar el deseo de descubrir verdades que sobrepasen la misma realidad, ¡por el amor a la verdad, que es lo desconocido!
—Bueno, dejemos a un lado mis asuntos personales y vamos al grano, Diablo, que estoy en ascuas.
—¡Confías demasiado en mí, deberías esforzarte un poco más y hallar todas las respuestas por ti mismo!
—Entonces, ¿qué utilidad tienes tú en este mundo?
—¡Yo también tengo mis duda, porque no soy Dios!
—Pero tú mismo has dicho que estás por encima de Él; que existes desde antes de la aparición del Dios de nuestro universo…
—¡No es así exactamente! Digamos que he servido a otros dioses anteriores a él, pero yo nunca he sido libre ni he existido en solitario. ¡Siempre he tenido a un Dios por encima de mí!
—¿Y eso te molesta?
—¿Qué importancia tiene? ¡Las cosas son así y no hay que darle vueltas! Existe el mal porque existe el bien; existe el dolor pero también el placer; el amor y el odio, etc. ¡No puede haber dioses sin diablos! La realidad, sea en la dimensión que sea, siempre es dual.
—¡Volvemos al caos! Pero ¿cuántas realidades hay?
—¡Millones, trillones; no se sabe!
—¿Ni siquiera tú?
—¡Ni siquiera yo!
—¿Y lo sabe Dios?
—¡Menos que yo! Como te he dicho, Él no viaja, yo sí.
—Bueno, está bien; lo acepto pese a que no lo comprendo. Pero volvamos al principio. Nada más llegar me dijiste que había una tercera opción, además de la vida y la muerte. ¿No será la inmortalidad?
—¡Absurdo! ¿Es que no aprendes nada después de todo cuanto hemos hablado? Si fuera la inmortalidad tendría que haber también una «invitalidad». ¿Has escuchado alguna vez esa palabra?
—Obviamente no, ¡porque carece de sentido!
—Entonces, ¿cómo puedes concebir la inmortalidad, es decir, una vida que no muere? ¡Completamente irracional, y por tanto, pertenece a mis peores momentos de ignorancia y maldad! Afortunadamente para los designios de Dios, me voy superando cada siglo que pasa y me hago más viejo…
—Por cierto, ¿qué edad tienes?
—Más o menos 13,7 mil millones de años, el tiempo de vida del universo. ¡Los mismos que Dios!
—¡Nuestro Dios, claro está!
—¿Conoces a otro?
—Pero tú dices que hay más…
—Pero no pueden llegar a conocerse porque pertenecen, pertenecieron y hasta pertenecerán a otra dimensión espacio-temporal. ¡Para nosotros ni existen, ni han existido ni existirán!
—¡Cada vez lo haces más complicado! Lo tuyo es enrevesado y complejo, lo de Dios era más simple y fácil de entender…
—¡Por eso soy el Diablo! ¡El inconformista! ¡El verdadero creador! ¡El filósofo!
—¡Si sigues por ese camino, nunca te redimirás!
—¡Alguien tiene que mantener la llama de la vida, y del tiempo! Si yo fuera como Dios dentro de 13 o 14 mil millones de años más todo se acabaría, así sin más, sin dejar rastro. Mi trabajo es siempre ir más allá, pero sin llegar nunca a saber hacia dónde voy. Sólo se que siempre habrá un Dios en mi constante tránsito por cualquier realidad o dimensión en la que me mueva. Pero los dioses no tienen esa misión.
—¡Hablas como si fueras un filósofo pagano de la antigua Grecia!
—Ellos tenían una idea más objetiva de la realidad. La culpa del cambio fue de Platón. Después de él la idea de varios dioses, que es la razonable, desaparece y caemos en esa irracionalidad de concebir a Dios sin principio ni final, ¡lo que hace imposible su existencia!
—Entonces, ¡volveremos al politeísmo pagano!
—¿Otra vez tengo que repetirlo? ¿Pero es que todavía no lo has entendido? ¡Sólo existe un Dios verdadero y millones, trillones o cuatrillones de falsos!
—¡Pero…!
—Son falsos porque no podemos concebir su existencia razonablemente, como una afirmación sin contradicción. Ya te lo he dicho en otra ocasión: ¡están, pero no son ni existen!
—¡Vasta de acertijos! ¡Esto cada vez se parece más a teología y no a filosofía!
—Eso es lo que tu pobre, ignorante y diabólica mente supone. ¡El misterio es perfectamente razonable, pero no deja de ser un misterio! ¡Es la tercera opción de la que hablamos!
—Pero ¿cuál, cuál? ¡Que ya empiezo a perder la calma y los buenos modales!
—¡La nada, obviamente!
—¡Es para enfadarse de verdad!
—¡Está bien, está bien; trataré de ser más específico, pero si no encuentro una metáfora adecuada dudo de que lo entiendas… Umm, umm… ¡Ya la tengo! ¿Qué tal te manejas con los ordenadores?
—Como todo el mundo, supongo; tengo una idea básica.
—Es suficiente. Veamos, ¿qué sucede cuando instalas un programa nuevo?
—Que aparece una ventana en la pantalla con una barra en blanco y después otra negra, que va llenando la blanca hasta que se termina la instalación. Pero ¿qué relación…?
—¡Calla y escucha! El universo se creó de la misma forma en que se instala un programa en nuestro ordenador. Primero aparece el espacio total necesario, ¡pero sin tiempo! ¡Es la duración de la descarga! ¡Ese espacio en blanco es Dios! Pero se trata de un espacio potencial. En realidad no es nada, ¿lo entiendes? Luego necesariamente aparezco yo, el Diablo, la barra negra que progresivamente va alcanzado la duración de Dios gracias al tiempo, ¡que soy yo! Dentro del espacio reservado de Dios no puede haber otra cosa que aquello que está previsto que haya, ¡el programa en su totalidad!, o dicho en términos teológicos, el destino o la predestinación. ¿Lo entiendes ahora?
—Me impresiona que una cosa tan simple tenga una relación tan trascendental, ¡pero hasta ahora lo entiendo!
—¡Muy bien, sigamos! ¿Qué sucede una vez descargado el programa?
—Que desaparece la ventana de descarga.
—¡Ahí está la cuestión que Dios no puede aceptar, que desaparece el mundo, y con él mismo Dios, el Diablo y todo lo demás! El programa ya está instalado; el tiempo de la duración de la descarga ha concluido y por tanto el espacio ha sido completado, o lo que es lo mismo, los designios de Dios se han cumplido…
—¿Y…?
—¡Y, qué!
—¿Y qué pasa después?
—¡Pues que se instala otro programa; otro mundo con otro Dios, otro Diablo y otra naturaleza y otra humanidad!
—Pero, ¿quién instala los programas?
—Ése es el final del proceso, ¡pero no sé si tu mente lo concebirá!
—Si lo concibes tú también puedo hacerlo yo, ¡soy de tu misma sustancia!
—¡Está bien, está bien; te lo explicaré! Ése es el principio del misterio, pero no el final. Ese ser que supuestamente está instalando programas ¡no es más que otro programa en descarga! ¿Lo entiendes? El primero contiene el segundo, pero el segundo, a su vez, contiene millones, billones, trillones, o vaya usted a saber cuántos, programas en descarga. Lo mismo podemos decir del primero, que a su vez es contenido por otros tantos programas en descarga en sentido inverso ¡Siempre hay programas en descarga, porque siempre hay movimiento, y si hay movimiento hay tiempo; y si hay tiempo hay vida y muerte, pero sin saber dónde está el final o el principio de esta dualidad! Y no sólo eso. Además de los programas que se descargan contenidos unos en los otros, también se descargan otros en paralelo, unos junto a los otros con la misma estructura interior inconcebible. ¡Y ahora ya lo sabes prácticamente todo!
—¡Es una hipótesis de mareo! ¡Pero no resuelve mis dudas!
—Tus dudas sólo tienen una respuesta, que está contenida en la tercera opción, ¡pero carece de sentido el que lo sepas, porque volvemos a la nada que tanto te inquieta!
—¿Entonces, de qué han servido todas estas charlas?
—¡Ya te lo dijo Dios en el primer momento: después de Él, o en su caso de ellos, no hay nada, y ése es el Paraíso, ¡donde por supuesto yo no tengo acceso!
—¿Y yo?
—Supongo que tampoco. ¡Haces demasiadas preguntas!
—¿Quieres decir que el Paraíso está reservado para los ignorantes?
—No, tampoco es eso, por que los ignorantes son tan malos o más que yo. La verdad es que no tengo ni idea. Quizás Dios lo sepa…
—¡A buenas horas me citáis! Después de haber dicho mil barbaridades esperáis de mí la última respuesta.
—Ah, hola, Dios; me alegro que hayas venido, ¡todo esto es un verdadero lío! Pero no creo que debas molestarte porque deseemos aclarar nuestras dudas, sean sobre lo que sean. El Diablo ya no es tan malo como parece, cada vez es más sabio y, por tanto, más virtuoso, pero él está hecho de otra pasta; tiene otras ambiciones; ¡ha viajado mucho!
—No hace falta viajar para saber la verdad. No hace falta moverse para encontrar la respuesta, porque precisamente el movimiento es lo que hace que no encontremos la respuesta.
—¿Tiene esto sentido, Diablo?
—¡Si Él lo dice, que es Dios, lo tiene!
—De manera que estamos los tres aquí gracias al movimiento, pero ¿queréis decir que precisamente por causa del moviendo no estamos capacitados para desvelar el misterio de la nada?
—¡Precisamente por eso! Pero yo estoy más capacitado que el Diablo para entenderlo. Yo no estoy en movimiento, pero tampoco estoy totalmente inmóvil, porque ¡contengo el movimiento; hago posible que las cosas sean porque se mueven dentro de mi espacio potencial! ¡Dentro del universo en el que está todo el espacio-tiempo concebible! Yo sólo he hecho un movimiento en toda mi larga existencia: crear el espacio y la duración, ¡un solo y fundamental movimiento, pero suficiente como para no ser ya parte de la nada absoluta! También por esa razón es absolutamente necesario que exista. Sin mi existencia el mundo no sería posible, el tiempo no transcurriría; el Diablo no existiría; la naturaleza no sería viable. Yo soy el espacio que contiene las cosas reales, ¡pero no me muevo!
—Entonces, ¿hay en la realidad algo que no se mueve ni se ha movido jamás?
—¡En efecto, lo hay!
—¡Imposible, porque no sería real, sino irreal!
—Sí, sería y es irreal, pero está. ¡Es lo que no-es, pero que está!
—Dicho con toda propiedad: está, pero para nosotros no existe ¡porque está en la nada! ¡Dios te lo ha dicho ya mil veces!
—¡Es para perder el juicio! ¿No podéis alguno de los dos hablar claro de una vez por todas, para que una mente normal como la mía lo entienda? Tal vez sería mejor dejar esta conversación, yo vuelvo a mis cosas y me olvido del asunto…
—¡Te harías viejo de la noche a la mañana! ¡Con 70 años sería como si tuvieras 90 y tendrías que olvidarte de esa preciosidad de la que tanto presumes!
—¡Pero tal vez después de muerto daría con la respuesta!
—No seas ingenuo: después de muerto la cebada al rabo, como dice el refrán.
—¿Por qué no atiendes a mis argumentos? El Diablo confunde las cosas y no tiene la última respuesta. Él siempre se mueve; va de aquí para allá, pero siempre está en el mundo, en éste o en el que sea. Yo estoy creado de la sustancia de la nada, porque ¡no soy nada! ¡Apenas pura potencialidad debida a un solo movimiento, el necesario para crear el espacio potencial que ocupa el cosmos, nada más!
—¡Lo has terminado de arreglar, Dios! Si no eres nada, ¿con quién Diablos hablo yo?
—¡Con nadie! Es decir, como tú bien dices, ¡sólo con el Diablo! Yo no he hablado en mi vida, pero el Diablo no ha dejado de hacerlo desde la creación del mundo. ¡Gruñendo, ladrando o hablando como una persona, pero él nunca ha estado callado! Todas esas historias de que yo he hablado alguna vez con los humanos, mandado señales o me he aparecido en sueños son las artimañas del Diablo. A ver si queda claro de una vez: ¡yo no puedo hablar con nadie porque soy pura y simple potencialidad! Es decir, para los humanos ¡no soy nada, pero existo necesariamente por la razón expuesta!
—¿Entonces con quién hablo yo ahora?
—Con el Diablo, por supuesto; con su doble personalidad: la suya real y la engañosa en la que trata de imitarme. ¡El Diablo es un extraordinario ventrílocuo!
—¡Ahora sí que la hemos terminado de arreglar! Y tú, Diablo, ¿que dices a eso?
—¡Sí, es verdad! Perdona chico, son cosas que un Diablo no puede evitar, ¡soy ventrículo e imito a Dios a la perfección!
—Entonces tú lo sabes todo; ¡tú eres como Dios y te has estado burlando de mí todo el tiempo!
—¡Calla, no digas disparates! ¡Dios es Dios y el Diablo es el Diablo!, pero no me queda más remedio que hacer de abogado de Dios, ¿quién sino lo podría hacerlo? Ya te lo he dicho en otra ocasión, ¿de qué te asombras ahora?
—¡Acabemos ya esta charla de un puñetera vez! Suelta todo lo que quede y sin engaños ni trucos. Habla como el Diablo que eres y no me vuelvas a liar con tus patrañas.
—¡No deberías confiar en mí en tanto no esté completamente redimido, porque no puedo evitar cometer alguna maldad, pero allá tú.
—¡Sí, allá yo; asumo lo que sea, pero venga, cuenta el resto de esta historia!
—¡Pero si está todo dicho! Dios es de este mundo porque fue el creador del espacio y la duración del universo, pero precisamente por esa razón se ha «naturalizado», hecho naturaleza, para entendernos. Él es parte de la dualidad bien-mal; verdad-falsedad o más propiamente dicho, positividad-negatividad, ¡porque todo es energía! ¡Por tanto debe de existir necesariamente! Pero Dios es, obviamente, de sustancia divina, proviene de la nada inmutable, la que nunca ha hecho un solo movimiento; la que contiene todo el espacio y la duración en potencia de todo lo que ha existido, existe o pueda llegar a existir. ¿Me sigues?
—¡A duras penas!
—Si quieres lo dejamos…
—Sí, tal vez sea lo más adecuado, al menos por unos cuantos días. De alguna manera ya me hecho una idea de ese ser inconcebible e inexistente; es decir, ahora más o menos comprendo el significado de la nada que tanto me obsesionaba. ¡La nada absoluta no es Dios, ni el nuestro ni los otros posibles dioses, sino «lo divino», lo que está pero que no alcanza a tener existencia, ni nombre alguno, porque no se ha movido jamás, pero que está en la nada! Ya veo que no hay conexión posible para el ser humano. Una vez que llegamos a existir no hay puerta para el regreso a la no existencia, por decirlo de alguna manera. La muerte no soluciona el problema… ¡Es una verdadera lástima!
—¡Lamentablemente no la hay! ¡Al menos que yo sepa!
—¡Hasta la vista, Diablo!
—¡Hasta cuando quieras, hombre!
—Por cierto, ya que está aquí aprovecho para preguntarte: ¿qué piensas hacer con la crisis financiera?
—Se arreglará, tranquilo hombre; los seres humanos, como el mismo Diablo, sólo aprendemos de nuestros errores, ¡pero aprendemos!
Quinta y última conversació
Las últimas revelaciones del Diablo han sido demoledoras, sin embargo no he perdido completamente el optimismo. En cierta manera me han servido para ser más realista y menos soñador. Ahora empiezo a darme cuenta de que mi deseo de superar cuanto antes esta juventud rebelde carece de sentido. Más vale que las cosas sigan así todo el tiempo que sea posible, pues ahora que sé que el paso del tiempo es un asunto del Diablo, ¡como todo lo demás!, también sé que será despiadado y, pese a que me siga sin entusiasmar la idea, ya no estoy tan interesado como antes por hacerme viejo. Si la muerte no aclara nada; si no podré disfrutar de alguna clase de Paraíso después de tanto darle vueltas al asunto, será mejor que me quede como estoy, que no se está tan mal.
En cuanto a sus ideas sobre el amor, la verdad es que ahora que me doy cuenta que deben ser ciertas, porque cada día que pasa siento menos pasión amorosa por mi compañera pero me entiendo mejor con ella, ¡porque cada vez nos conocemos mejor! Es una lástima que el Diablo goce de tan mala imagen, porque sus ideas son razonables. A parte de su tendencia inevitable al engaño y la imitación, no hay duda de que le debemos muchas cosas buenas de este mundo. Por otro lado, dada la pasividad de Dios en sus alturas, no tenemos más que al Diablo para que nos ayude a superarnos moralmente. Su experiencia es lo que le hace más bueno y más sabio cada nuevo siglo que cumple. Creo que dadas las circunstancias en que nos movemos aquí en el mundo, no hay duda de que la amistad del Diablo resulta a la larga positiva y, sobre todo, ¡ilustrativa!
Si lo he entendido bien Dios es una cuestión más física que teológica o filosófica. Se trata de un espacio lleno de energía potencial, con una duración, dentro del cual se desarrolla el tiempo. Ese espacio obviamente no se mueve porque es todo lo que es, ¡dentro de este universo nuestro, claro está! Lo que se mueve es el tiempo en el instante del presente dentro de ese espacio, en sentido del pasado al futuro, y en este devenir gracias a la evolución se producen los fenómenos que conocemos como la vida y la muerte, sin solución de continuidad, además de otros como la conciencia, la intuición, etc. La vida y la muerte, es decir, la naturaleza, son el movimiento; en tanto lo divino es lo estático e inmóvil, ¡pero no es la muerte, sino la nada! ¡La dichosa e inconcebible nada de siempre! Por eso Dios es incapaz de intervenir en los asuntos de la naturaleza, humana o salvaje, pero sí puede intervenir en los asuntos del espíritu, ¡pero como si nada, porque no está capacitado para evitar el dolor causado por la ignorancia; es decir, el mal propiamente dicho! Resulta que es el propio Diablo quien nos pone en comunicación con Dios a través de su prodigiosa imitación, ¡que hasta yo me lo había creído! Es un contrasentido pero tiene su lógica.
Otro asunto que ahora me explico con absoluta claridad es la interpretación del conocido Misterio de la Trinidad, lo que sucede es que al enunciarlo en términos teológicos, tan ambiguos y confusos, parece irresoluble, ¡pero es sencillo de entender! El Hijo, para entendernos es el ser humano redimido por el saber y el conocimiento de Dios. Es decir, que es la etapa final del ser humano en su necesaria evolución moral, mental y con toda probabilidad hasta física, pues de alguna manera debemos ser a imagen y semejanza de Dios. Por cierto, que en mi próxima charla, si tengo oportunidad, le tengo que preguntar al Diablo cómo es posible que Dios tenga nuestra imagen, ¡o viceversa, claro! En cuanto al Padre, obviamente es ese espacio potencial que constituye el estuche del universo o de nuestra realidad, por decirlo de alguna manera. El destino o predestinación de todo lo viviente en esta dimensión espacio-temporal nuestra. Y desde luego que el misterioso Espíritu Santo, sin duda que es la potencialidad que hay en la nada absoluta; la divinidad en calma; lo que está, pero que no existe, como decían tanto Dios como el Diablo, porque en esto los dos están de acuerdo. Las tres personas del Misterio están necesariamente relacionados entre sí. La única duda sigue siendo la naturaleza de la nada; es decir, del Espíritu Santo. ¡Pero casi ya no me atrevo a seguir insistiendo! A fin de cuentas, como dice el Diablo, carece de utilidad práctica para el ser humano.
—¡Hola, humano! ¿Qué tal has dormido? ¿Se te han aclarado las ideas? ¿Vas a volver a preguntarme otra vez sobre el más allá o te conformarás con disfrutar de la vida como cualquier persona normal?
—¡Hola, Diablo! Yo siempre duermo bien, y si tengo problemas enciendo la televisión y veo los programas de ofertas de sexo telefónico. Me relajan bastante.
—¿Y no te interesan los de adivinación?
—¿Para qué, si el futuro está perfectamente claro?
—Por eso son buenos contra el insomnio.
—Veo que hoy bienes de buen humor. ¡Me alegro, porque no hay nada más divertido que un Diablo feliz!
—Yo no tengo motivos para estar enfadado o ser infeliz. Si las cosas van mal, ¡mejor para mí! Pero si van bien, ¡también convienen para mi futura redención! Es decir, que vayan como vayan, siempre son positivas para mí.
—¡Se ve que eres una persona positiva! ¿Pero no es una contradicción? Se supone que el mal es negativo.
—¡Se suponen tantas cosas equivocadas sobre el Diablo!
—No creas que me he creído a pies juntillos todo lo que me has dicho hasta ahora. Hay cosas que no me encajan. Por cierto que ahora que has vuelto tienes que aclararme un dicho: ¿Por qué se dice que estamos hechos a imagen y semejaza de Dios?
—Ya veo que vuelves a las andadas y no te conformas con saber lo que te conviene, también quieres saber lo que no te conviene.
—No empecemos con moralinas desfasadas. ¡A buenas horas vienes tú con esas, después de todo lo que me has dicho sobre la realidad y Dios! Dime lo que sepas y olvídate de mi salvación, que eso es cosa mía.
—Entonces vayamos por partes. Dime, ¿qué eres tú?
—¿Yo? ¡Una persona, desde luego!
—¡No eres nada!
—¡No es necesario hacerme de menos! Ya sé que soy más ignorante que tú, y por esa razón debo de ser más malo, pero puesto que tengo voluntad de saber, creo que a pesar de todo me salvaré.
—No, si no es por hacerte de menos, ¡es que no eres nada! ¡Ni yo, ni Dios, ni el universo, éste y todos los posibles!
—¿De vueltas otra vez con la dichosa nada? Ya no estoy interesado en saber nada sobre este asunto, con que responde a mi pregunta inicial, ¡pero no con otra pregunta!
—Es que es verdad, ¡no somos nada!
—Bueno, cuando vaya al cine la próxima vez no pienso pagar entrada, ¡porque a fin de cuentas no ocupare ninguna butaca, porque no soy nada!
—Tómatelo a broma si quieres, pero sigo insistiendo que no somos nada. ¡Nada más que apariencias!
—¿Y lo aparente no es nada?
—¡Exacto!
—¡Ya empezamos otra vez con tus enredos filosóficos endiablados!
—Si lo aparente fuera algo consistente no sería aparente, ¿o es que no está clara la expresión «apariencia»?
—¡Juegas con el lenguaje!
—No, el lenguaje juega con nosotros, ¡que no es lo mismo! Pero su significado es literal y no está errado: ¡lo que vemos no son más que apariencias!
—Y ¿qué es entonces lo sustancial?
—No hay tal sustancia, sólo hay apariencia de sustancia. Lo que vemos consiste en algo, pero no es algo sustancial, o si lo prefieres, material.
—Si te refieres a la estructura atómica de la materia…
—¡Pero que materia ni que ocho cuartos! ¡No existe tal materia!
—¡Eres exasperante! ¿Es que pretendes negarlo todo, hasta lo que es evidente?
—Lo evidente es tan sólo lo que se ve, pero no nos dice en qué consiste.
—¡Dímelo tú!
—¡No consiste en nada, ya te lo he dicho!
—Entonces tú y yo somos dos fantasmas; una ilusión de la mente; un sueño. Incluso podríamos decir que una revelación.
—¡Vas por buen camino!
—Envía tu teoría a la Academia de las Ciencias, ¡seguro que les encantará!
—Los científicos no saben de la misa la mitad.
—¡Y tú te la sabes hasta en latín!
—Me alegra que no pierdas tu sentido del humor. Según como se mire la realidad es para morirse de risa, pero si lo vemos con apego por lo mundano es de pena, ¡una gran decepción!
—La verdad es que me estas empezando a inquietar. Si no somos nada y provenimos de la nada, no sólo seguimos en ella sino que volveremos a ella, ¡porque nunca hemos sido nada más que meras apariencias! ¿No es así?
—Tu razonamiento es extr