,

FILOSOFÍA
Filosofando sobre el Ser, Dios y el Cosmos
JAIME DESPREE
Desde mi llegada a Berlín, en el 2004, he estado trabajando incesantemente en lo que finalmente ha resultado ser un método para entender la realidad en sí misma. Pero lo cierto es que tardé bastante tiempo en darme cuenta del alcance real de este trabajo, y fue sólo a partir del tercer ensayo, «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos», en que conseguí exponer los fundamentos de esta teoría de forma más o menos esquemática y metódica. Sin embargo, tras cada nueva lectura, sigo teniendo la impresión de no haber expuesto los argumentos con el necesario orden y claridad para hacerlos plenamente comprensibles.
La complejidad y dificultad en la exposición argumental de la tesis fundamental es debida a la amplitud del tema en sí. De hecho el método trata de explicar la realidad en sí misma, por lo que siempre es necesario partir de una causa primera. Pero también está la dificultad de analizar la simultaneidad de las diversas percepciones que el ser humano tiene de la realidad, y la extraordinaria capacidad de su mente para realizar procesos complejísimos en fracciones de segundo sin que apenas seamos conscientes de ello. Por ejemplo, cuando contemplamos imágenes en la televisión nuestra mente está trabajando a velocidades supersónicas, comparando las imágenes de lo que vemos con las que guardamos en la memoria, de manera que vamos reconociendo sobre la marcha ciertas imágenes, asociadas a un nombre, mientras guardamos otras nuevas en la memoria, asociadas también a sus nombres, para reconocerlas cuando las volvamos a contemplar. Esta no es una actividad exclusiva del cerebro, es decir, una actividad física, sino también de la mente y del espíritu, o lo que lo mismo, de los tres contextos de la percepción del ser humano: los sentidos, la imaginación y la conciencia.
Ordenar las percepciones simultáneas, objeto, imagen y forma, y otorgarles la correspondiente secuencia para la consecución del entendimiento que nos permita entender qué es la realidad, es la gran dificultad de este trabajo.
Lo que nos diferencia de los animales es que estos conocen pero no entienden, en tanto que nosotros, que somos animales filosóficos por naturaleza, estamos tan interesados en conocer como en entender. Nuestro perro nos conoce, pero no entiende nuestro lenguaje. La razón es simple, el pobre animal no percibe la realidad por su forma sino por su imagen y sustancia. Sus ladridos expresan emociones pero no entendimiento, que es propio del lenguaje. Por esa razón no puede tener ideas, pero sí sentimientos y conocimientos, es decir, no es un animal filosófico, pero es una animal con conocimiento y sentimiento. Por tanto, con este nuevo trabajo intento una vez más revindicar para la filosofía un puesto destacado en la actividad mental del ser humano, sin cuya ayuda no entenderíamos aquello que conocemos; es decir, nos rebajaríamos al nivel mental de un simple animal.
Si ha decaído el interés por la filosofía es porque se ha quedado desfasada debido al espectacular desarrollo de la física teórica, cuyas conclusiones han sobrepasado las de la metafísica clásica, pero también debido al uso casi perverso del idioma que han hecho algunos filósofos, complicando las cosas simples de razonar sólo para hacer alarde de agudeza intelectual y erudición académica. Por esta misma razón tal vez deberíamos culpar indirectamente también al mundo académico que los ha apoyado y publicado
Este breve ensayo parte del supuesto de que todos somos personas razonables y estamos interesados en entendernos mejor a nosotros mismos y la realidad que nos rodea, y no sólo en conocernos como organismos naturales, para lo que la ciencia ya nos ha aportado una abrumadora avalancha de conocimientos sin que, a pesar de todo, sirvan para entendernos.
Berlín, 9 de mayo de 2009
NUEVO MÉTODO PARA UN NUEVO DISCURSO
«Deus sive Natura»
Baruch Spinoza
Introducción
Aprender historia de la filosofía es relativamente fácil, lo difícil es aprender a filosofar con razonamientos sin contradicciones y lógicos, a los que podamos llamar «verdaderos». Descartes sabía de esta dificultad y creyó que se trataba de la ausencia de un buen método:
«La facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan solo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes».
Esos derroteros a los que hace mención Descartes son las palabras, puesto que en filosofía no hay más caminos que aquellos que nos brindan las palabras. Por tanto es en las palabras donde deben de estar las diferencias que llevan a la diversidad de opiniones y a sus diferentes derroteros.
¿Qué son las palabras? Sin duda que voces que expresan un sentido, que puede referirse a una cosa objetiva o subjetiva, es decir, a la representación de una cosa perceptible o a una imperceptible, como puede ser la felicidad. Estas voces tienen un origen, y son causa indistinta de la necesidad y de la propia reflexión a cerca del sujeto; es decir, de la felicidad podemos deducir tanto la desdicha como el sujeto que la padece, o del amor el odio, etc. En cuanto a la necesidad, no es más que una cuestión ontológica, pues cada nueva forma de ser requiere una nueva voz, y la formas del ser se conocen con el entendimiento, cuya cualidad fundamental es la lógica: lo que no es igual es necesariamente distinto y debe llamarse de forma distinta.
Con esta primera introducción parece imposible que pueda haber «confusión» en un discurso razonable, pues la razón es la ausencia de contradicción, dentro de la lógica contenida en el sentido «verdadero» de las palabras. Sin embargo, tal y como lo expresa Descartes, no es así. Si no sabemos a «ciencia cierta» el por qué y cómo de una cosa nos limitamos a dar nuestra «opinión»; y una opinión es tan solo una hipótesis probable que depende de aspectos subjetivos como es el mismo lenguaje.
¿Por qué el lenguaje no puede ser una «ciencia exacta» como las matemáticas? ¿Por qué un diccionario nos ofrece diversas definiciones de una misma voz? ¿De dónde surgen las causas de esta diversidad de significados?
Una primera pista se puede extraer de este comentario de un apologista de Dios sobre los adversarios del Génesis: «Su propósito era traer duda sobre las palabras de Dios... Cada oficio o profesión se inventa un vocabulario para que sea distinta a otros oficios o profesiones.»
¡En efecto! Pero no sólo Dios tiene sus propias palabras, sino que cada «oficio» tiene las suyas. Haciéndolo más esquemático y compresible, podemos decir que cada cultura, y su consiguiente lenguaje, tiene al menos tres fundamentos o premisas, y estas premisas se han ido sobreponiendo a lo largo de la historia, de manera que ahora tenemos varios lenguajes con sus respectivos sentidos, que se mezclan y utilizan indistintamente, produciendo la inevitable confusión de significados.
A estas premisas yo prefiero llamarlas «contextos», y tienen su origen en la percepción de la realidad en cada momento crítico de la evolución de la mente del ser humano.
El lenguaje sólo puede surgir cuando nuestra mente es capaz de apercibirse de la forma contenida en la imagen de las cosas; es decir, cuando la conciencia sustituye a la imaginación. Sólo con el surgir de la conciencia el ser humano adquiere la capacidad de comparar unas formas de otras por su impresión y otorgarles una voz distinta a cada una de ellas. El mundo perceptible que antes aparecía sin orden en su imaginación, ahora gracias a las impresiones puede ser trasladado a su nueva conciencia, donde nace la primera idea de una cosa contenida en su voz.
Pero el lenguaje que surge de las primeras impresiones no puede contar con una estructura razonable, y el origen del sujeto no está todavía claramente relacionado con el objeto, pues sigue mediando la sugestión de la imagen como una «aparición» sin una causa razonable. Durante esta etapa inicial el ser humano descubre las cosas pero todavía no las relaciona entre sí como causadas unas por otras en una necesaria relación dialéctica. Es por tanto un lenguaje que surge de la nada y que será el fundamento de un primer contexto mágico-religioso, sin fundamento razonable, que constituye el primer contexto de la realidad según la teología o la religión, origen de todos los textos sagrados, incluida la Biblia. Este es el contexto de la «apariencia».
Transcurridos unos cuantos miles de años, la propia experiencia adquirida de las cosas, pese a que éstas son aparentes y emanadas de su creador, dejan su constancia por su consistencia; es decir, no sólo son lo que aparentan, sino que también son lo que «consisten». Esta certidumbre lleva a la rebeldía de la conciencia contra lo aparente para saber «qué son las cosas realmente». Pero el precario lenguaje inicial de los dioses carece de voces adecuadas para expresar el ser de las cosas de acuerdo a su consistencia o características propias, y se hace necesario un nuevo y revolucionario vocabulario, que «confunde las lenguas», no por sus voces sino por sus sentidos. Por ejemplo, lo que antes era una doctrina ahora es un sistema. Estamos hablando de lo mismo, pero en otro contexto de la realidad, que requiere una nueva expresión paralela dentro de las existentes.
Este sería el segundo contexto, el de la «consistencia», o también de la ciencia, que lleva a las matemáticas y a la geometría, y que surge con toda probabilidad durante el neolítico, o el descubrimiento de la agricultura y el sedentarismo propio de esta cultura, lo que permite desarrollar la mente acumulando los datos que forman la experiencia, base de la ciencia.
Con esta primera revolución en el lenguaje se duplican las voces, pero sin que tengan sentido distinto, simplemente se expresan en su propio contexto, por tanto lo que es cierto para la ciencia debe serlo también para la teología.
Por último, y ya en épocas más recientes, cinco o seis siglos antes del nacimiento de Cristo, se gesta una nueva revolución en el lenguaje. Pero esta vez la certidumbre sobre la que se basa esta nueva revolución no tiene en consideración ninguna de las premisas o contextos anteriores, porque desprecia el conocimiento de las cosas por su apariencia o su consistencia. Ahora el ser humano no está ya interesado en conocer sin más qué son las cosas, sino que quiere saber «por qué son las cosas», es decir, las quiere «entender».
Ni la apariencia ni la consistencia de las cosas le dicen sus causas. Para poder penetrar en sus misterios ocultos, debe penetrar a su vez en su «forma de ser verdadera»; es decir, debe limitarse a entender el ser de las cosas en sí mismas y sus atributos, pero no sus cualidades o características, lo que le lleva a descubrir un nuevo contexto o premisa de la realidad: el de la «existencia», o también de la filosofía.
Pero el ser de las cosas, o la existencia, no está en las cosas mismas, sino fuera de ellas, es decir, en la mente que quien las piensa. Es el final de un proceso de «liberación» de lo creado por Dios y lo producido por la naturaleza, porque ahora el nuevo «fenómeno» consiste en saber las «causas de la existencia de la cosas». Es como si dijéramos que el «esclavo», o la mente, descubre la existencia de su «amo», la naturaleza y Dios, que es incapaz de hacerlo por sí mismo. Por esa razón Protágoras sentenciará que «El hombre es la medida de todas las cosas». Y con este último acto supremo de rebeldía personal, surge la filosofía, que «no encuentra palabras» para expresar sus nuevos descubrimientos, por lo que necesita crear un nuevo lenguaje, que se sobrepone a los dos anteriores, con lo que ya tenemos la «confusión total dentro del lenguaje actual». Siguiendo el ejemplo anterior, ahora las voces doctrina y sistema se han convertido en «ideología».
De manera que a lo largo de nuestra historia, sobre todo en la de Occidente, se han ido desarrollando tres lenguajes diferentes con tres sentidos específicos: el lenguaje de lo aparente o teológico; el lenguaje de lo consistente o científico; y, finalmente, el lenguaje de lo existente, o filosófico.
¿Por qué no se han separado convenientemente para evitar confusiones? En primer lugar porque la sutileza misma con la que han sido introducidas progresivamente las voces y sus significados hacía imperceptible esa «intromisión» y se creía que los tres lenguajes eran en realidad uno solo, y podían convivir entre sí y tener pleno sentido, pese a estar mezclados; es decir, que la «palabra de Dios» podía convivir con la «palabra de la filosofía» o la palabra de la «ciencia» sin confundir el significado de global del lenguaje. Sin duda que han convivido, pero la confusión ha sido inevitable y la convivencia ha sido en todo momento de una extrema violencia mutua.
Por cambiar el «sentido de la palabra de Dios» un científico o filósofo hasta finales del siglo XVII podía acabar en la hoguera o como mínimo ser excomulgado. Por cambiar el sentido de «la palabra de la filosofía», un filósofo podía ser acusado de irracional, o por cambiar el sentido de «la palabra de la ciencia», un científico podía ser acusado de alquimista o farsante, etc.
La historia del lenguaje es la historia de la humanidad misma, y sus ambigüedades y confusiones se han reflejado en los conflictos mismos de su historia. Además, el lenguaje y sus significados escapa al control político de los estados y los imperios, y las voces y sus respectivos sentidos y significados han viajado de una cultura a otra, de un pueblo a otro, sin posibilidad de evitar que llegaran a formar parte de los lenguajes autóctonos, en los que eran inevitablemente asimilados.
Hasta Platón la confusión era mínima. El griego de Atenas era un «lenguaje de los dioses» y de una ciencia elemental, al que se le añadieron unos centenares de voces nacidas de la misma filosofía y otras de una ciencia precaria o pseudo ciencia, pero a partir de Descartes, y esa fue una de las principales razones de su «Método», el lenguaje, al menos el que se gesta con la fusión del griego el latín el árabe y los lenguajes de origen germánico, alcanza tal nivel de «confusión» que se hace necesaria una primera y urgente revisión y esclarecimiento. Labor que el propio Descartes no pudo llevar a cabo, pues la tarea es de una impresionante complejidad, además de una enorme conflictividad, para la que no había llegado el momento adecuado.
A partir del regreso de la filosofía a Occidente, tras un largo periodo de «dictadura del lenguaje teológico» de la Edad Media, e impulsado por teólogos inteligentes y tolerantes como Santo Tomás, se inicia el camino de «clarificación», y esa limpieza lleva en sí misma la revisión de la propia filosofía tal y como la dejaron Platón y Aristóteles, siempre de acuerdo al sentido exacto de sus propias voces, tarea encomendada a la hermenéutica. De manera que el lenguaje, sea de la cultura o pueblo que sea, presenta al menos tres sustratos históricos, más profundos cuanto más se ha desarrollado dentro de la propia cultura: el sustrato de la religión, el de la ciencia y el de la filosofía, el último en llegar. Los pueblos más avanzados son, al mismo tiempo, los que tienen un lenguaje más «rico», pero al mismo tiempo más confuso, en tanto que los pueblos más atrasados tienen un lenguaje menos contaminando de filosofía y de ciencia, hasta el extremo que siguen siendo lenguajes dominados por la teología. Pero ¿cómo clarificar el lenguaje? Esta es una tarea de antropología lingüística, pero los mejores resultados no se consiguen excavando ciudades sepultadas, o dando con viejos y milenarios papiros, pergaminos o manuscritos, sino utilizando la razón y lógica con cada una de sus voces; descubriendo así sus contradicciones y dobles o triples sentidos; es decir, es a través de la propia filosofía como se descubren los múltiples sentidos de una voz y el uso adecuado y lógico de cada uno de ellos según su propio «contexto».
Esta es la intención de esta necesaria introducción, sin la que no sería posible entender el resto del libro. Espero que el lector la encuentre clarificadora y le sirva de ayuda para su propia comprensión de sí mismo y de la realidad circundante, pero también ameno e interesante.
Sobre el método «contextual»
El pensamiento humano no podría alcanzar conclusiones razonables sin el uso de un método. Hemos aprendido a escribir porque hemos aplicado un método, aquel que se corresponde con nuestro lenguaje en particular, o nuestra gramática; hemos aprendido a sumar y restar porque aplicamos un método, el matemático; sabemos muchas cosas sobre el universo porque hemos seguido siempre un método, pero ¿qué es un método? Antes de saber qué es, lo más rigurosamente lógico es saber qué «no es».
Lo más parecido a un método es un «principio», medio por el que la propia naturaleza «aprende» todo aquello que sabe para conservarse y reproducirse.
Un principio es una «ley dinámica» que se deduce del funcionamiento de un sistema, también dinámico. Es decir, si un árbol produce floraciones en primavera no es porque haya aprendido un método, sino porque es el desarrollo de un «principio lógico» del sistema que hace posible su propia naturaleza, principios que son generados por el propio sistema de acuerdo a aquello que más le conviene para su supervivencia. A su vez, los principios se mantienen en tanto sigan siendo los más convenientes. Si se produjera una alteración en las circunstancias vitales del árbol y los principios no sirvieran a los resultados deseados, cambiarían de forma natural y dinámica.
Por tanto un principio es sobre todo un «método dinámico» cuya aplicación y desarrollo no depende de la voluntad de algo o alguien en particular sino, como digo, de la dinámica natural. El árbol es incapaz de razonar qué principios le convienen, porque si hiciera tal cosa estaría convirtiendo un principio en un «método». Por tanto ya tenemos lo que es un método: ¡un principio razonable!
En efecto, cuando establecemos ciertos principios que son razonables estamos desarrollando un «método». Pero ¿por qué los métodos no pueden ser aplicados a la naturaleza? Porque no son «necesariamente lógicos, aunque sean perfectamente razonables». Por ejemplo, la metodología que se utiliza para la manipulación genética de las plantas es «razonable», pero desde el punto de vista de la propia naturaleza no es «lógica», puesto que no responde a la propia dinámica de la planta manipulada, tan solo es conveniente por razones que tienen que ver con el mercado o la rentabilidad, pero no con la naturaleza es sí misma. Por tanto todos los métodos, excepto el matemático, adolecen de falta de lógica ¡aunque les sobren razones!
La propia gramática está llena de «irregularidades» porque se originó a su vez con otros métodos que adolecían de falta de lógica, como es la misma gramática y sus causas y orígenes. En cuanto al método matemático, en tanto que no opera con cosas (las voces representan cosas) sino con «puras abstracciones», puede ser perfectamente lógica» más incluso que la lógica implícita en los principios dinámicos de la naturaleza, que pueden producir algún «error de principio» que cause la extinción de la «especie errada o ilógica».
Ya tenemos que un método no es necesariamente lógico, pero cada nuevo método puede y debe ser más lógico que el anterior, pues se fundamenta en los errores de lógica de los precedentes.
Así, en filosofía es más importante «la lógica del método utilizado» que el razonamiento mismo. No nos extrañe que la modernidad tenga como fundamento un método, el de Descartes. Éste cuestionaba los errores de lógica del método anterior, basado en «creencias contenidas en revelaciones», por lo que si bien era razonable no era lógico, al no poderse establecer el principio del método con la realidad del principio natural o dinámico.
Esto llevó a Copérnico a contradecir el «método lógico» de Tolomeo, adoptado y sostenido por la Iglesia católica, pues el principio dinámico de la naturaleza demostraba que el Sol no podía girar en torno a la Tierra, sino todo lo contrario.
Con esta rectificación Descartes pudo llegar a la conclusión de que toda la metodología de la teología carecía de fundamento «lógico» aunque fuera razonable, y era necesaria una nueva «metodología»; es decir, un nuevo método. ¡El suyo, desde luego!
En el caso de este libro no se trata de que el principio dinámico de la naturaleza entre en contradicción con el método científico que se utiliza para su enunciado, pues no estamos hablando ya de ciencia, sino que el principio dinámico que utiliza el lenguaje en sí mismo no se corresponde con el método que utilizamos para establecer el «verdadero significado o sentido de las palabras». Es decir, utilizamos un método en el que damos por «lógico» significados que no lo son.
Por la misma razón que según la «palabra de Dios» nuestro mundo debería ser el centro del universo, seguimos pensando que ciertas voces, que también vienen de la palabra de Dios, sólo pueden tener el significado que el «métodológico» utilizado por la teología establezca como «cierto», cuando la dinámica natural del lenguaje, basado en principios adecuados al sistema en que surgen, dice lo contrario, es decir, que no puede ser «verdadero».
Por ejemplo, la voz «apariencia». Si nos fiamos del método que sirvió para establecer su significado, todo lo que vemos no puede ser «real», ya que no vemos sino su aspecto «superficial» o propiamente «aparente». La voz proviene de la teología y su significado está justificado por la simple razón de que lo único real y verdadero es Dios, y todo lo demás no es otra cosa que sus «emanaciones», es decir, «apariencias». Al mismo tiempo, en cuanto que «creación» todo lo que vemos no pudo nacer ni tener una causa, sino simplemente «aparecer de la nada», de manera que no muestra otra cosa que un aspecto superficial de su esencia «real», y por tanto el significado que tiene esta voz no es «lógico».
Para averiguar su verdadero significado tenemos que hacer lo mismo que hizo Copérnico: experimentar científicamente lo que aparece, y puesto que podemos probar que tiene «consistencia», el significado verdaderamente lógico de «apariencia» debe ser «consistencia», pero como no podemos cambiar el sentido de la «palabra de Dios», nos cambiamos de «contexto» para evitar controversias con la «Iglesia» y nos pasamos al de la ciencia, es decir, de la naturaleza; nos olvidamos de la voz «apariencia» y en adelante utilizamos tan solo la de «consistencia», puesto que ¡las cosas aparentes son consistentes! Es decir, «Eppur si muove!», como diría Galileo Galilei.
De manera que «apariencia» debe de tener un significado distinto al que consideramos normalmente, que justifique que lo que vemos no es una «ilusión» sino que es «consistente», y la propia voz «consistente», que pertenece al contexto de la ciencia, siendo equivalente, prueba que el verdadero significado de aparente es algo que es «realmente», es decir, ¡lo contrario de que suponíamos que significaba!
Esta reflexión metodológica nos ha llevado a la física para establecer el verdadero significado de una «palabra de Dios», pero en tanto que estamos escribiendo un libro de filosofía, necesitamos a su vez otro concepto que no sea ni apariencia ni consistencia, pero que sin embargo sea equivalente y aclare todavía más si cabe el verdadero significado de ambos: esa palabra es «existencia». Y vemos nuevamente que el sentido de la voz «apariencia» sigue siendo «ilógico», pues todo lo que es aparente en realidad es «existente». Pero si no cambiamos el sentido, ¿cómo puede existir lo aparente? Como veremos más adelante, en esta irregularidad del método teológico radica toda la controversia en torno a la existencia de Dios.
Sin embargo, puede que a pesar de todo de alguna manera la Tierra sea el centro del universo, y lo consistente tampoco sea real sino ilusorio, ni lo existente sea, en cuyo caso la «palabra de Dios sería la verdadera» y el método utilizado por la teología, basado en la revelación, sea, pese a su «aparente» contradicción, el «verdadero». Por la misma razón puede que la evolución no se produzca tal y como sugirió Darwin y la naturaleza esté «predestinada a ser lo que es y lo que aparenta» y no funcione tal y como creemos que funciona, pues la idea misma del tiempo tiene relación con la apariencia por medio del concepto «presencia», ya que todo lo «aparente» está necesariamente en el «presente».
Lo que quiero decir es que las conclusiones «lógicas» a las que nos lleve la dinámica de las cosas no quiere decir que sea necesariamente «la realidad en sí misma», sino «nuestra realidad», aquella que consideramos real porque «parece consistente y existente». La duda nos lleva a no afirmar categóricamente que la ciencia prueba lo que es «verdaderamente», sino tan solo lo que es «ciertamente porque consiste en algo», sin que conozca la «causa primera» de esa consistencia ni de su certidumbre, lo que podría llevarnos a grandes sorpresas sobre la naturaleza de esa misma consistencia.
Puesto que hablamos de filosofía, lo que hacemos es partir del punto de vista de Protágoras, y consideramos que «el hombre es la medida de todas las cosas», pese a que las cosas, incluido el hombre, sean a su vez necesariamente «medidas», que para la lógica teológica es obviamente Dios. Esto lo expresa mejor Santo Tomás, cuando se pregunta quién «unce al uncidor», porque el «uncidor debe ser también uncido».
Lo que llamamos «realidad» debe transcurrir en distintos planos o dimensiones: lo que es la realidad en nuestra dimensión espacio temporal debe ser la irrealidad o «apariencia» en un hipotética nueva dimensión dentro de la que nos encontramos. Esto justificaría el sentido mismo de la voz «apariencia», que justifica por sí misma la existencia de otras dimensiones espacio temporales distintas a la nuestra.
Así, con este último ejemplo creo haber dejado claro en qué consistirá el método que pretendo argumentar en este nuevo ensayo para descubrir el «verdadero significado de las palabras desde la lógica de su propia dinámica natural». Bastará con comparar cada concepto con sus significados en otros contextos para descubrir el error de significado de alguno de sus contextos, que no obstante utilizamos regularmente, incluso en filosofía, mezclándolos indistintamente, lo que hace imposible alcanzar razonamientos lógicos y concluyentes. Por el contrario, si pese a cambiar de voz, mantienen el mismo significado, me demostrará que se refieren a lo mismo pero expuesto en otro contexto.
Si me preguntara cuál de los contextos es el real no habría respuesta posible, puesto que por la misma razón que no son más que «contextos» no puede haber uno real y dos falsos, tesis planteada en teología en el «Misterio de la Trinidad», sino que todos son «reales». Pero, si no obstante considerara el lado de la realidad en que me planteo la misma pregunta, es decir, la realidad espacio temporal en la que vivo y pienso, podría decir que el primero y «real» es necesariamente el de la física, y considerar los dos restantes como fenómenos producidos por la energía y su comportamiento, es decir, sería el «fenómeno de la mente», o la capacidad que adquiere la materia de convertirse en «conciencia de su existencia», o el «fenómeno del espíritu», título de un histórico y fundamental ensayo sobre filosofía de Hegel, o la capacidad de la materia de hacerse «trascendental a través del fenómeno de la imaginación».
Ese es el punto de vista de la cultura «científica» actual, donde la filosofía es una mera anécdota del pasado, que quedó concluida precisamente con la culminación de su propia razón de ser, es decir, el «existencialismo» del siglo pasado.
LOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES
Espíritu, Energía y Mente
Aún en nuestros días los traductores de Hegel dudan de si su «Fenomenología» debe traducirse «del Espíritu» o «de la Mente». La razón es que el propio Hegel no aclaró la diferencia, pues en alemán no existe tal diferencia. «Geist» igual puede traducirse como espíritu que como mente. Esto prueba mi tesis de que la filosofía, en especial la metafísica, simplemente no puede traducirse en tanto no haya las necesarias equivalencias en el lenguaje. ¿La razón? ¡El sentido de las palabras!
Si yo dijera que en español «dos» significa «2», pero en alemán igual puede significar «2» que «3» estaría diciendo un barbaridad, pues la lógica en matemáticas es incuestionable, «lo que no es igual es necesariamente distinto», pero en la gramática no se da esta regla tan contundente y exacta, y como vemos en el caso de «Geist» igual puede significar «2» que «3». No voy a entrar ahora en cuestiones de semántica de la lengua alemana, para la que no estoy preparado y podría llegar a conclusiones erróneas, pues este idioma tiene una extraordinaria riqueza expresiva, pero es evidente que algo pasa para que una voz tenga hasta tres significados, incluido «energía», que en mi entender es absolutamente necesario que tengan «sentidos» diferentes.
La voz «espíritu» debe remontarse a los orígenes mismos del lenguaje, puede que fuera una de las primeras voces, pues habla de la «causa de la creación», en tanto que la voz «mente» es relativamente moderna, y procede de la voz griega «noûs», concepto «inventado» por el presocrático Anaxágoras hacia el año 480 a. C. y dentro del contexto exclusivo del nuevo lenguaje metafísico.
Por tanto es evidente que debe de haber una diferencia sustancial cuando Anaxágoras consideró que la antigua voz de «espíritu» no se adaptaba a sus nuevas necesidades de expresión para dar coherencia al nuevo discurso filosófico.
Es evidente que la voz espíritu proviene de la teología, lo que quiere decir que se refiere al mundo de las apariencias o «apariciones» y Anaxágoras necesitaba una voz equivalente, pero que se refiriese a la «entidad de lo que concibe la mente». Es decir, el filósofo se pregunta si lo aparente existe, y si es así, cuál es la causa de su existencia y no de su mera apariencia, para la que la teología ya tenía una respuesta: un dios.
Pero hacerse la mera pregunta implica cuestionar la respuesta implícita en el «lenguaje de los dioses», pues la propia voz «existencia» carece de sentido sin la de «mente», ya que no es sino una conclusión contenida en un «proceso mental» y no «espiritual». Es decir, la existencia para el lenguaje de los dioses es la mera apariencia, y todo lo que «aparece» se supone que «existe», pero se trata de una suposición que no puede probar el «espíritu» sino la «mente», pues mientras el espíritu adquiere la certidumbre de las cosas en la imaginación, la mente la adquiere en la conciencia, de ahí la necesidad de la voz misma de «mente».
No es que lo aparente no exista, es que hasta la aparición de la voz mente y con ella el «entendimiento», la propia voz «existencia» no puede ser, pues debe surgir del discurso propio de la mente, en otras palabras, del contexto de la filosofía.
¿Qué es el espíritu? Sin duda «lo que crea el mundo», pues en teología, que es donde tiene pleno sentido esta voz, el espíritu es la causa de todo lo creado por Dios, hablamos naturalmente del «Espíritu Santo», que es, además, una de las tres Personas divinas dentro de la teología cristiana, es decir, es «consustancial» con Dios.
Pero de ser así, ¿cómo diferenciar lo «aparente», propio del espíritu, y lo «existente», propio de la mente? Sólo hay una solución, hacer la metafísica en griego, latín o castellano, pero no en alemán, donde «aparentemente» es imposible establecer esta diferencia.
Si el espíritu es la causa de la creación del mundo y el mundo es «todo lo aparente», el espíritu, tal y como sugiere el propio Hegel, a pesar de la confusión semántica, debe ser «todo lo no aparente», o lo «absoluto que es invisible». Por tanto el espíritu debe ser la «fe en sí misma», puesto que la fe es la causa de «todo lo creíble», de donde debe surgir «todo la creado», o una vez más, el «mundo» en su significado teológico exacto. Por la misma razón, cada persona aparente es un mundo y no puede haber surgido mas que del espíritu, que para la teología es el «espíritu personal», es decir, el «alma».
Si no establecemos una clara diferencia de sentido entre los conceptos espíritu y mente nunca podremos salir de ese círculo vicioso, que es el que se forma entre la «fe, la creencia y la creación de todo lo aparente», y cuando todo desaparezca, volvemos a la fe. No hay salida posible hacia la «existencia» si no cambiamos el contexto del espíritu al de la mente.
Este es el dilema que se plantean las religiones que tienen que defender la «palabra de Dios» y que Santo Tomás intentó inútilmente armonizar con la filosofía. No es que las conclusiones de la teología no puedan plantearse desde la metafísica o desde la física, es que como utiliza otro lenguaje no pueden interpretarse sino literalmente de acuerdo al sentido de las voces en su propio contexto. De manera que aunque sea «evidente» la evolución, tal concepto no existe en el lenguaje teológico y no puede ser aceptada como probada, pues esta certidumbre sólo puede establecerse en el lenguaje propio del contexto de la ciencia.
Por muchas vueltas que le demos, del concepto espíritu no sacamos más que apariencias, pero nada consistente o existente. Para que el espíritu «exista» debe expresarse con otro lenguaje, aquel donde la existencia tenga pleno sentido, y con otra voz, aquella que pueda ser existente, y sólo existe lo que «es», y para ello necesita imperiosamente el «Ser». Pero el Ser no surge de la imaginación ni de una revelación, sino de una «impresión en la conciencia», es decir, el ser surge de un «pensamiento» que causa una impresión y su entidad, y una vez que tenemos entidad, tenemos la posibilidad de la existencia, es decir, de un ser.
Pero como hemos visto, la «entidad» no surge del espíritu sino de la «mente». Por tanto hemos necesitado «cambiar de contexto» para dar con la existencia y con el ser mismo de lo que antes no era más que «una creación aparente». Como se trata de un «contexto», en realidad estamos hablando de lo mismo, pero hemos abandonado la teología, las apariencias, y nos hemos pasado a la metafísica, o a la existencia. Por esa razón Anaxágoras necesitó inventar una nueva voz equivalente a «espíritu» para hacer «existir lo aparente», la voz «noûs».Ahora que ya estamos en el contexto de la mente, podemos referirnos a ella con más detalle y determinar su función.
Como hemos deducido, la mente es el espíritu, pero en el contexto del pensamiento. La mente es la «causa» de que surja algo en la conciencia. Como el caso del espíritu necesariamente debe contener algo, pero «por defecto» y no «en creencia». Ahora sólo necesitamos una «causa» para que surja un pensamiento de la mente.
Esa causa es una «impresión», como correctamente estableció Hume. Pero esa impresión no es causada por la «visión simple de una cosa», lo que nos remitiría a las apariencias del contexto del espíritu, sino por la relación entre «algo que está en la mente y equivale a algo que está fuera de la mente».
Es decir, la impresión consiste en «desvelar» o «descubrir» algo fuera de la mente, en la «circunstancia», que ya está en la mente, en la «estancia», citando a Ortega y Gasset. Este descubrimiento provoca la impresión que mueve la conciencia y causa la entidad que contiene la impresión. Una vez causada la entidad tenemos un «ser», ahora sólo hace falta «identificar» ese ser con una vieja impresión» guardada en la memoria ya identificada como «igual», para hacernos la «idea» de la cosa que nos ha impresionado. ¡Así es como funciona la mente! En resumen, «toda nueva idea parte necesariamente de la intuición y accede a la conciencia a través de una impresión».
Este proceso tiene su equivalente en el contexto del espíritu, donde la fe sustituye a la intuición. Como ésta, la fe sólo «cree» si ve la imagen de algo que «ya esté en la fe», entonces «salta la chispa» de la creencia, y posteriormente la creación. Es decir, «toda nueva creación surge necesariamente de la fe».
Lo que hemos hecho es situar la intuición en el interior de la mente, pues la intuición contiene todo aquello que llegará a «impresionarnos». ¿Que es lo que contiene la intuición en particular? Simplemente lo relacionado con nuestra existencia y forma de ser, es decir, lo necesario para entender la causa misma del entendimiento. La intuición no nos permitirá aprobar los exámenes de física sin estudiar física, pero no permitirá entender lo que tratamos de aprender, proporcionándonos las claves del entendimiento de las cosas que intentamos conocer.
La intuición es todo lo «incausado» que llegaremos a entender, y que será la causa de nuestros futuras ideas, sean sobre nosotros mismos o sobre el universo, porque la intuición es, como sugirió Parménides, una entidad universal, donde está contenida la «impresión misma que causa el universo».
Pero la intuición no puede contener nada que haya sido causado fruto del «aprendizaje» o de la «experiencia», puesto que la experiencia obviamente no necesita de la intuición, pero es necesaria para llegar a causar lo que llegará a formar la experiencia, y aquí contradecimos a Hume. Es decir, la intuición no nos dirá nunca que 2 + 2 = 4, pero será la causa de la idea misma que nos permitirá entender las matemáticas.
Hasta aquí una primera aproximación acerca de la mente, ahora le toca el turno a su equivalente consistente, es decir, a la «energía».
Como la mente o el espíritu, la energía no puede tener consistencia, o de otro modo no serían equivalentes, pero crea campos magnéticos que permiten la «consistencia de las cosas con energía», de la misma manera que la duda y la certidumbre causaba la fuerza de voluntad que hacía posible las ideas. La consistencia del átomo es la causa de los campos magnéticos generados entre la polaridad de sus partes en movimiento. La materia como sabemos es todo aquello cuya estructura atómica se mueva a velocidades inferiores a la luz, pues de otro modo «sería luz», es decir, sin «consistencia ni apariencia», o mejor expresado, sin «consistencia aparente».
Por tanto, como en el caso del contexto del espíritu, estamos en otro contexto donde no hay pruebas de existencia alguna, pues la «consistencia de la materia es aparente». No sólo eso, sino que como el caso del espíritu su percepción no requiere de pensamiento alguno, pues basta con su «sensación» para confirmar su «presencia» o «actualidad», como diría Aristóteles. Pero como en los contextos anteriores, la energía no produce nada por sí misma, pero sí una «potencia» que genera un «trabajo», y es del trabajo y de la potencia de donde surge la «substancia», una vez más citando a Aristóteles, quien contradice a Platón saliéndose del contexto de la filosofía para situarse en el de la física, pero «hablando de lo mismo», es decir, de la mente y del espíritu.
Todas las cosas tienen energía pasiva o en reposo, como todas las cosas tienen espíritu trascendental y mente cósmica en sus respectivos contextos. Pero las cosas vivas tienen además energía «dinámica», es decir, «alma» y «mente personal» si lo vemos en otro contexto.
Como en el caso de los contextos anteriores la energía también debe tener su «fe» o «intuición», pero en este contexto se llama «instinto». El instinto no puede saber nada por sí mismo sin una «sensación», porque es la sensación lo que pone en contacto el instinto con la sustancia sentida, y el resultado es un «reflejo» que «sabe cómo actuar sin haber tenido experiencia» sobre lo percibido. Una vez resuelto, este primer conocimiento forma ya parte de la experiencia y no es necesario el instinto. Por tanto, «cuanta más experiencia menos instinto, menos fe y menos intuición».
La energía cósmica debe contener necesariamente «instinto cósmico», y la contenida en los organismos vivos, instinto individual o «especial», perteneciente a una determinada «especie».
Al mismo tiempo, y puesto que estamos en un contexto donde existe el espacio y el tiempo, la energía de los organismos vivos debe tener una «duración», pues sin duración no es posible la «potencialidad», ya que el tiempo es «la duración potencial de las cosas», que muestra tan solo el instante de lo presente, es decir, la «presencia de las cosas que duran».
En resumen, espíritu, mente y energía no son sino «una misma cosa en tres contextos distintos», pero obviamente no podemos establecer cuál de los tres es el «real», pero sí cuál es el «verdadero», pues sólo la mente puede por su propia finalidad establecer la diferencia entre lo que es «verdadero o falso».
De manera que el espíritu es lo «ético y moral de las cosas», la mente es lo «estético o formal de las cosas» y la energía es «lo genético y sustancial de las cosas». ¡No hay contradicción alguna entre las tres voces, sólo una diferencia de contexto!
Mundo, Materia y Ente
Si nos preguntamos cuál es la causa de la existencia estaríamos haciendo un pregunta para la que sólo la filosofía tiene la respuesta. Si por el contrario nos preguntáramos cuál es la causa de la vida estaríamos preguntando a la ciencia, por último si nos preguntásemos cuál es la causa de la creación del mundo estaríamos formulando la pregunta a la teología. Lo curioso es que en realidad estaríamos haciendo la misma pregunta pero en tres contextos distintos. En efecto, una de las mayores confusiones metodológicas de la historia de la filosofía es «confundir» «mundo» con «entidad». Pero ¿qué es el mundo?
Un mundo es una creación completa, por tanto puede ser cualquier cosa creada que tenga una determinada apariencia y sea en su totalidad, no importa lo grande o pequeña que sea. Puede ser el cosmos y puede ser un simple gusano: «cada criatura es un mundo». También podemos decir que «el mundo es todo lo que se ve», pues como concepto teológico no va más allá de las apariencias. No podemos hacernos una «idea» del mundo en tanto no podamos «verlo y concebirlo en su totalidad», porque la idea del mundo depende de lo que podemos llegar a ver y concebir de él, es decir, de su apariencia.
El mundo no se analiza porque carece de características; no se idea porque no sabemos la causa de su existencia, pese a que sepamos que es por su apariencia.
En la ignorante Europa medieval, el mundo era plano y los organismos responsables de la ortodoxia de la fe defendían esta teoría. Más tarde las evidencias científicas y empíricas tuvieron que ser aceptadas. Pero la física nunca dijo que el «mundo» era redondo o que giraba en torno al Sol, lo que dijo fue que el «planeta Tierra» era redondo. Si en el lenguaje de la teología se llama «mundo» al planeta Tierra no era algo que debiera interesar a la física, porque la voz «mundo» no forma parte de su vocabulario.
Hay mundos que no son esféricos sino con formas irregulares; hay mundos tan pequeños que deben ser «vistos» con la ayuda de microscopios, y hay mundos tan grandes que seguimos sin poder verlos en su totalidad y desconocemos su «apariencia», como es el cosmos.
Para el Génesis el mundo es de donde surge la creación, es decir, todo lo que puede verse, y cada cosa viva en particular es una parte del mundo general, es decir, una criatura del mundo. Por tanto, cada criatura es parte del mundo, y, a su vez, es un mundo «individual», pues el todo está compuesto por partes individuales de la misma sustancia.
No puede haber nada en la creación que no pertenezca al mundo, y no puede haber más que un mundo o una sola creación. Si Dios es «de otro mundo», nada de lo que hay en este mundo puede estar en el de Dios, pues deben estar separados por un «abismo infranqueable» por el que sólo el espíritu puede transitar. Es decir, según la teología sólo el alma de las cosas o personas puede «salir de este mundo».
Pero es importante no confundir el mundo con la creación, pues lo creado surge del mundo, en tanto que el mundo es el «espíritu hecho aparente», pero que todavía carece de «vida». Dios hace surgir a Adán del «mundo», es decir, de la tierra sin vida. Gracias a su aliento surge del mundo la «creación». De manera que una vez más no debemos confundir el mundo con sus criaturas, que surgen del mundo. Toda cosa animada que está en el mundo ha sido creada gracias a la combinación entre «mundo y espíritu» y a su vez, todo lo creado conserva esta dicotomía en su «cuerpo y alma»; el cuerpo le une al mundo, el alma a su «creador».
Para la teología la razón por la que Dios creó el mundo y sus criaturas no es otra que para rendirle permanente admiración, reverencia, obediencia y respeto. El mismo respeto que se debe a un padre por el simple hecho de haber sido nuestro donante de esperma, pues es evidente que el estímulo de la procreación no es tan sólo la paternidad sino también el placer. No habría vida sobre la tierra si las relaciones sexuales fueran dolorosas. En este sentido deberíamos contemplar con más atención el valor de la mujer en este proceso, pues en ella la procreación sí causa dolor.
De manera que la causa del mundo es el «aliento divino» y la razón debe ser el deseo de Dios de tener descendencia, no sólo para reverenciarle y respetarle, sino que según la propia teología, esta reverencia debe llegar al extremo de la «adoración». No es un simple padre al que se le debe respeto, es un «Padre celestial al que se le debe adoración». Idea que rechaza cualquier agnóstico o ateo. En otras palabras, que «la razón de ser del mundo es Dios».
Ahora nos pasamos al contexto de la ciencia, más pragmática aunque no necesariamente más discursiva y razonable, pues no se fundamenta en el entendimiento de las cosas sino en su conocimiento como consecuencia de la experiencia. En este caso no podemos hablar del «mundo», sino que necesitamos una voz equivalente que no obstante se pueda equiparar a la del mundo en su propio contexto, y esta voz no puede ser otra que «materia».
En efecto todo lo que consiste es necesariamente material. Lo material está en todo, lo pequeño y lo grande; lo que es necesario ver con un microscopio y lo que no podemos ver en su totalidad, como es el universo.
Toda la materia es consustancial y tiene la misma estructura atómica aunque este «organizada» de diferentes maneras. La materia es consistente porque su estructura atómica se mantiene unida gracias a la energía pasiva que contiene, lo que crea las fuerzas necesarias para asegurar esa «consistencia». Por eso decíamos que la «apariencia de la materia es debida a su consistencia», dos conceptos que no implicaban la «existencia», pues la existencia no puede preguntarse por el qué sino el por qué.
Pero como el mundo, la materia por sí misma carece de animación dinámica y se limita a moverse por la inercia producida por el equilibrio entre su velocidad y su masa, equilibrio que empieza en su propia estructura atómica. Para que la materia se «anime» es necesario que suceda algo que le permita «sintetizar» la energía disponible fuera de la propia materia, conservarla y además transformarla en más materia, es decir, la «vida».
La «aparición» de la vida (utilizamos el concepto teológico de «aparición» porque todavía desconocemos su procedencia) es la consecuencia de una «catalización» que se opera en la materia. Esta catalización desencadena una reacción, trasformando completamente su estructura, pasando de ser una materia «sin organización» o lo que es lo mismo «inorgánica», a ser materia «con organización» u «orgánica». La clave de la vida por tanto está en saber qué causó tal catalización y por qué una vez catalizada «supo cómo organizarse» para convertirse en un «organismo complejo», capaz de sobrevivir y reproducirse.
Como cualquier máquina todo organismo vivo tiende a realizarse según ha sido «diseñado» o programado, pero ante la dificultad que eventualmente puedan presentar las «circunstancias» adversas, en lugar dejar de «funcionar», como haría cualquier máquina, su «inteligencia» le permite adaptarse y sobrevivir, dando así origen a que su «diseño inteligente» haga posible la evolución.
¿Quién ha podido diseñar semejante máquina? Para un científico creyente la respuesta es obvia, Dios, pues no hay nada en la realidad conocida capaz de obrar tal reacción de forma tan precisa y con resultados tan asombrosos. Sin embargo para un científico agnóstico debe de haber una explicación que pueda ser probada y reproducida en un laboratorio. De momento hemos descifrado el genoma humano y sabemos ya cómo producir muchas formas de vida elementales. Puede que la ciencia no necesite mucho tiempo más para dar con el «catalizador de la vida», lo que sería tanto como decir que Dios mismo puede reencarnarse en el cuerpo de un científico, en cuyo caso la profecía de la serpiente del Génesis se haría realidad. Un ejemplo cercano fue el caso de Einstein.
Por tanto el concepto materia de la ciencia equivale al de mundo de la teología, y la ciencia no persigue otra cosa que saber cómo, a partir de la materia, se puede crear la vida, es decir, lo que en teología ya se sabe, pues la creación es obra del «aliento de Dios». Lo que la ciencia busca es el equivalente al aliento divino, y por ende puede dar con el mismo Dios en persona. Bergson llegó a esta misma conclusión tras renunciar a la razón discursiva propia de la metafísica y entregarse a las conclusiones que le aportaba su fe: el «Élan vital».
En cuanto a la «inteligencia» que hay en la materia animada, la controversia es si se produce a «posteriori» o a «priori»; es decir, si una vez catalizada la materia animada cuenta con estímulos suficientes como para saber «qué es y cómo comportarse», o si no sucederá todo lo contrario, que la materia animada «ya sepa qué es y cómo comportarse», creando aquellos estímulos necesarios para seguir adelante con su «diseño inteligente», alternativa a los creacionistas más «razonables» sobre las causas mismas de la creación.
Mi opinión es que se trata de ambos procesos de forma simultánea, pues en posteriores capítulos establezco la existencia de «dos fuerzas dialécticas», la «interior» y la «exterior», o como dijo Ortega y Gasset, el «yo y la circunstancia». En efecto, una fuerza establece la relación entre lo potencial y lo actual de sí mismo, en tanto que la otra establece la relación entre el sí mismo y lo demás.
La primera fuerza es «informada por sí mismo», en tanto que la segunda es aleatoria y modifica el sí mismo, dando origen a la evolución. Esta es una solución salomónica al dilema entre «creacionismo y evolucionismo», pero a la que sólo se puede llegar a través de la metafísica y no de la física o la teología.
Ya tenemos varios conceptos equivalentes, como son «mundo y materia», y «creación y naturaleza», pero para dar con ellos no hemos necesitado recurrir a otras cosa que a la contemplación de algo que es y se mueve. Hasta ahora lo conocemos, pero no lo «entendemos».
Para entenderlo tenemos que «hacerlo existir en nuestra conciencia» y para ello no nos sirve ni el concepto mundo, que es pura apariencia y pertenece a la «palabra de Dios», ni el de materia, que es pura consistencia y fruto de la mera experiencia, es decir, la «palabra de la ciencia». Necesitamos un concepto equivalente que pueda «representar a ambos en nuestra conciencia», y una vez en ella iniciar el proceso de darle el ser y la existencia, es decir, «concebirlo». Una vez «concebido el mundo y la materia como pensamiento» estaremos en condiciones de entenderlos y dar con sus «verdaderas» causas.
Ese concepto es tan milenario como el leguaje filosófico, pues fue necesario cuando la filosofía se desentiende de la teología y de la física para andar su propio camino, y es obviamente la «Ente» de Parménides.
La entidad no es propiamente dicho el ser, pero el ser debe surgir de la entidad. Al igual que sucedía con el mundo y la materia, para hablar del ser es necesaria una «causa». De momento tenemos el resultado inmediato de un pensamiento, pues pensar es «causar entidad». Al igual que el mundo es «la forma aparente del espíritu» y la materia es la «forma consistente de la energía», la entidad es «la forma existente de la mente», es decir, la entidad es causada por la mente.
Cuando la mente recibe una impresión, ve o siente algo que «mueve la conciencia», el primer «efecto» de este movimiento es la entidad. La entidad es por tanto la «sustancia» que causa la mente, pero por sí misma carece de atributos, es decir, sólo es cuando «recibe el soplo o la catalización» que causa el ser.
¿Qué causó el ser cuando no había otra cosa que entidad? Podemos trasladar la pregunta a la física o a la teología y la respuesta siempre es invariablemente la misma, a falta de una «idea razonable» tiene que ser Dios. Parménides mismo nos explica en sus pareados que la mente no tiene todavía una forma de ser, pero debe ser la causa del ser.
«Ni es el ente divisible, porque es todo él homogéneo;
ni es más ente en algún punto,
que esto le violentara en su continuidad:
Ni en algún punto lo es menos,
que está todo lleno de ente.
Es, pues, todo Ente continuo,
porque prójimo es ente con ente».
Es decir, el ente «no se mueve porque es todo lo que es» y en ausencia de «variedad» todo es «uniformidad». Algo tiene que suceder para que la entidad se «divida» y adquiera «formas diversas», por tanto «se mueva».
El «mundo» de Eva y Adán era una entidad sin diversidad de formas, donde no era posible distinguir la forma de una manzana de la de una pera o una cereza. Las cosas no tenían más que una forma, la forma de todo era una sola forma. La manera de distinguir las cosas era por su apariencia y su consistencia, pero no por sus formas. De manera que para Eva la manzana como «pensamiento» era parte de la «entidad total de todas las cosas» y su forma no se distinguía del resto de las formas de las cosas. Las conocían, pero sólo por su imagen y por su sustancia. En otras palabras, Eva era «inconsciente» antes de morder la manzana.
Entonces surgió la «chispa» de la que no tenemos ni idea de su causa, pero si sabemos su efecto: AEva le «impresionó algo» de la imagen de una manzana y la «trasladó a su nueva conciencia», pues la propia impresión causó la conciencia. Ese algo era «la forma de la manzana». Con este «milagro» inexplicable descubrió el «ser de la manzana» y por tanto su «existencia» ¿Cuál fue la causa de este extraordinario suceso? ¿Tal vez la serpiente? Es decir, ¿la influencia del demonio? ¿Es por esa causa que padecemos el pecado original? No pudo ser la necesidad, inexistente en el Paraíso, por tanto sólo pudo ser algo que estaba en su mente, es decir, una «intuición de la forma de ser de la manzana». Pues lo que ve las formas no es la energía ni el espíritu, sino la «mente». Es decir, con el descubrimiento de las formas descubre al mismo tiempo su propia mente, o una forma nueva de ser en la energía y del espíritu, es decir, un nuevo contexto para la percepción de las cosas.
Todas estas preguntas son propias de la teología, pero en el contexto de la filosofía no podemos hablar ni de Dios ni del demonio, sino de lo «verdadero» o lo «falso». Si la entidad sin forma ni división es la verdad, la entidad con forma y división debe ser la falsedad. Es decir, toda forma es «falsa por defecto», o defectuosa, pues la forma verdadera necesariamente debe «carecer de forma», ser una «protoforma» o «preforma», precisamente porque es «perfecta» o sin deformidad o defecto.
Si Eva descubrió una forma distinta de la perfección de la preforma verdadera fue porque su mente descubrió la «imperfección» que había en la supuesta «perfección del Paraíso», o en su «absolutismo», y este descubrimiento debía de estar «en alguna parte», oculto e impreciso, pero que surgió con la impresión. Ese misterioso lugar no podía ser más que la «intuición», que dio paso a la «imperfección misma como la causa de la forma de las cosas». Es decir, las diversas formas de las cosas estaban «por defecto» en la intuición de Eva, donde estaba «todo el mundo real e imperfecto».
En otras palabras, la causa del ser es la «intuición de un defecto de la perfección», o dicho de otro modo «un error en el sistema perfecto de la naturaleza de las cosas dentro del Paraíso». Pero ¿cuál fue la chispa que hizo surgir la intuición? ¿Cuál fue el error de Dios que hizo posible la creación del mundo? ¡No es posible saberlo! Lo mismo nos sucede cuando nos preguntamos por el origen y causa de la vida.
No hemos dado con la respuesta al «estímulo» que movió la mente de Eva para «concebir el ser», pero ya sabemos que la perfección es lo que «no tiene defecto», lo que en física equivaldría a decir «energía que no tiene polaridad», lo que es simplemente inconcebible, pues la energía misma es el resultado de una polaridad.
No en vano la teología culpa a Eva de «concebir el ser», pues las mujeres, además de intuitivas, son las que conciben en todos los contextos en que se mire, es decir, es lo femenino lo responsable de toda concepción, sea espiritual, material o mental. La naturaleza como la entidad o la creación deben ser forzosamente femeninas.
Lo que este «misterio de la concepción del ser» nos induce a pensar es que «no puede haber nada perfecto», pues sería «incausante» o «impotente», todo lo causado está «por defecto» en la entidad. Si tanto Parménides como Platón creyeron que la perfección está necesariamente al final de lo imperfecto es porque no «entendían cómo se creó el mundo», puesto que
para que el mundo fuera posible la perfección no era posible.
Aristóteles al menos situó la perfección fuera de la realidad y del movimiento, «encerrándola» en la inmovilidad, pues como ser perfecto sólo podía ser un «motor inmóvil», sin que participara activamente en la creación.
De manera que tanto la mente como la entidad necesariamente debe ser tan imperfectas como los seres que causan, pues de otro modo «no habría causa para el ser». Es decir, si Dios existe y es el creador del mundo debe ser tan «imperfecto y mortal» como su creación, o de otro modo no podría ser su causa y no podría existir.
Con el ser la entidad existe, y la primera evidencia es que la existencia «no transcurre», puesto que no consiste, es decir, la existencia no sabe qué es, pero entiende por qué son las cosas que existen en la mente, y esa es la función misma de la existencia y de la mente: averiguar el por qué de las cosas que consisten o aparecen.
No es «un ser en el tiempo» como pretendía Heidegger, quien contaba con una voz inadecuada para esta deducción lógica. Es decir, para el idioma alemán la existencia debe transcurrir en el tiempo, pues «está en algún aparte», como se deduce de la voz «Dasein». No sólo debe ser, «Sein», sino en alguna parte, «Da». Conclusión que contradice la tesis misma de la existencia, pues ésta no puede transcurrir ni en el espacio ni en el tiempo.
Con la existencia de un ser ya tenemos «algo en qué pensar», y la sustancia de este pensamiento está precisamente en su «entidad», puesto que todo ser debe tener su propia entidad de donde estableceremos, tras un proceso cognoscible lógico y razonable, su «identidad». Pero para establecer esta entidad necesariamente debe mediar la «razón y la lógica». Por tanto la intuición de Eva no sólo causa la conciencia sino al mismo tiempo la «razón y la lógica».
Una vez identificada la entidad de una cosa por su existencia, establecemos la relación entre lo pensado y lo que nos ha impresionado, es decir, tenemos el «objeto». Yeste objeto contiene la «idea de la cosa misma». Por tanto al morder Eva la manzana descubre también la «idea de una manzana». ¿Estaba en su intuición? Lo que estaba en su intuición era el método que le lleva a descubrir la forma de la manzana gracias a su impresión, es decir, ¡el entendimiento!
Si la entidad no es causada por la impresión de una cosa sino por causa de «otra idea que también nos impresiona», lo que tenemos es un ser cuya existencia depende de la idea original de donde surge, pues como entidad imperfecta tiene una forma de ser necesariamente «incompleta e interrelacionada con todas las cosas posibles de la naturaleza». No obstante, toda idea debe tener una causa en la entidad que causó su impresión. Es decir, si con la impresión de la manzana Eva deduce la razón el ser de un árbol, esa deducción se basa en la entidad de la manzana, que causó la primera idea sobre la que fundamentar todo el proceso posterior de concepción del árbol. De esta manera sólo la metafísica puede, a partir de la entidad de algo, concebir la entidad del todo, o lo que es lo mismo, a partir de cualquier idea parcial de la realidad se puede descubrir la realidad en su totalidad. Esto llevó a Platón a ensalzar la idea como las «reina de la metafísica», creyendo que el todo debía ser necesariamente la «idea perfecta», pero ya hemos visto que el todo es tan imperfecto como sus partes, o no podía haber «partes», tal y como lo expuso Parménides.
Con esta última reflexión si bien no queda agotado el tema si queda establecida al diferencia de contexto y su relación con lo cognoscible de «Mundo, Materia y Ente», de manera que no los utilicemos en un argumento que pretenda ser lógico, aunque pueda parecer «razonable».
Fe, Instinto e Intuición
Leo en una monografía encontrada en Internet esta lacónica definición de Henri Bergson: «Filósofo vitalista y espiritualista francés.» Una de dos, o quien ha escrito esto desconoce el significado de ambos conceptos o los desconocía el propio Bergson; es decir, así, a simple vista, decir que alguien puede ser «vitalista» y «espiritualista» al mismo tiempo produce un inevitable chirrido en la razón y la lógica. Es evidente que lo «vital» tiene relación con la vida y lo sustancial, en tanto que lo «espiritual» tiene relación con todo lo contrario, o la muerte y lo insustancial.
La intención práctica del método que trato de exponer es precisamente evitar estos contrasentidos semánticos que arruinan toda posibilidad de un discurso «lógico» y otorgar a cada voz su verdadero sentido dentro de su propio contexto, y aquí tenemos un caso evidente de falta de «lógica» por un simple error de contexto.
La vida es un concepto propio del contexto de la física, mientras que el espíritu lo es de la teología, de manera que ¡ninguno es verdaderamente de la filosofía! Como hemos vistos en temas anteriores, estaríamos hablando del «ser» o de la «mente» respectivamente si no queremos salirnos del discurso estrictamente metafísico, que es lo que se supone que pretendía el propio Bergson.
A lo largo de la historia de la filosofía la confusión entre conceptos de los diversos contextos ha sido constante y reiterada, confusión que sigue produciéndose en la actualidad. Bergson mismo fluctuó entre uno y otro a lo largo de su pensamiento, como lo demuestra los títulos de sus ensayos: «Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia», perteneciente a la metafísica; «Materia y memoria», perteneciente a la física, y «La evolución creadora.», ya en su última fase teológica. La última es absolutamente teología: «Las dos fuentes de la moral y de la religión».
El propio Hegel confundió «mente» con «espíritu» en su «Fenomenología», algo comprensible en el idioma alemán, donde una misma voz, «Geist», sirve para los dos acepciones, lo que confunde incluso a sus traductores, pues la metafísica simplemente ¡no puede traducirse si no acordamos la equivalencia «exacta» del sentido de las palabras!
En este nuevo tema me propongo clarificar el verdadero sentido de tres nuevos conceptos, como son «Fe, Instinto e Intuición», que pueden parecer «distintos» pero que sin embargo son perfectamente «equivalentes», pero expresados en tres contextos distintos; una vez más: el de la teología, el de la física y el de la metafísica o la filosofía respectivamente. Empecemos por la fe.
La fe es una «certidumbre moral» causada sin una explicación racional. Esta podría ser una primera definición sumamente escueta, por eso es necesario analizarla más extensamente. Puesto que la fe pertenece al contexto de la teología, pertenece a su vez al contexto de lo «aparente», y no de lo «consistente» o «existente», y lo aparente es lo que «creemos» que es porque no tenemos una certidumbre fundamentada en la prueba de su consistencia o de su existencia.
Según esta reflexión podríamos confundir fácilmente «fe» con «creencia», pero la diferencia es fundamental, pues la creencia está causada por la sugestión de una «aparición», en tanto que la fe «es la causa de esta sugestión», al relacionar la aparición con lo «contenido en la fe», es decir, no es una creencia, sino una «certidumbre» que necesita una aparición para convertirse en una creencia. Digamos que la fe es «una forma de creer sin ver» y aparentemente no tiene explicación posible.
Pero también decía que se trata de una certidumbre «moral», puesto en el contexto de lo aparente no se puede valorar otra cosa que la «ética inmanente de la propia imagen o aparición», es decir, si una imagen es «buena o mala», pero no si es «positiva o negativa», para lo que sería necesario considerar su «consistencia», o si es «verdadera o falsa», en cuyo caso necesitaríamos considerar su «existencia».
Como ni existe ni consiste, sino que es aparente, sólo puede ser buena o mala, y aquí radica el fundamento «moral» de la misma teología, pues no puede haber nada moral fuera de la teología, es decir, aunque me cueste afirmarlo, no puede haber «moralidad sin religión». Si hablamos de «moral social o laica» estamos hablando de una determinada «religión social o laica», o lo que es lo mismo, de «socialismo» o «humanismo».
La fe carece de «creatividad» porque no tiene como causa algo «aparente». Se trata de una «certidumbre inmóvil», incapaz de dar un paso en un sentido o en otro en tanto no se convierta en una «creencia», para lo que sería necesario tener la «visión de una imagen aparente» o la revelación de aquello en lo que tenemos fe. Por esta razón las religiones necesitan de las imágenes reverenciales, precisamente para poder «creer en aquello que sugiere la fe», de otro modo la fe no podría convertirse en una «creencia», y, como digo, sería «descreída» o incapaz de «creer», ¡pese a tener fe!
Pero entonces, ¿de dónde surge la fe? Aquí hemos llegado nuevamente al meollo de la cuestión, el mismo al que llegaremos cuando nos hagamos la misma pregunta sobre las causas del instinto o de la intuición. Por tanto si alcanzamos a tener una respuesta «lógica» para la causa de la fe, la tendremos, en su propio contexto, para el instinto o la intuición.
La certidumbre de la fe debe provenir necesariamente de lo «desconocido y nunca visto». No podemos decir de la «nada» porque este concepto pertenece a la metafísica y no a la teología. La nada en teología sería la «sustancia divina» de la que Dios creó el «primer mundo», pues Jehová crea dos veces, primero el muçndo en sí mismo «de la nada» o de «sí mismo», y después la creación propiamente dicha, que surge del mundo que ya es «algo fuera de sí mismo», pese a ser «consustancial» a sí mismo. Por tanto el mundo surge de la «fe de Dios», y una vez que «aparece», Dios puede «creer en lo que ve y crear»: «Y vio Jehová que era bueno...», etc.
Por tanto la fe «no tiene causa ni origen en lo aparente», pero podemos decir que la tiene en lo «no aparente» o «invisible», es decir, «la fe prevé el valor de las cosas antes de que aparezcan». O lo que es lo mismo, nos transmite la certidumbre de la bondad o maldad de lo que no vemos, pero «prevemos».
Una vez que un artista pinta o esculpe una imagen en la que cree porque tiene fe, se establece la certidumbre entre la imagen y la fe, dando origen a una creencia en firme. ¡Pero la fe por sí misma no cree! La imagen no es más que una «cámara de descompresión de la fe», que se libera para convertirse en una creencia. Sin duda que las religiones más fanáticas son aquellas que carecen de una imagen de su dios, pues «aparentemente» no pueden creer verdaderamente en ningún dios, tan sólo tienen la certidumbre que les proporciona la fe.
Por esta razón fueron necesarias las imágenes de los dioses, lo que nos hace suponer que la fe debe tener fundamento, o ser «algo cierto», pese a que no sepamos qué es ni de dónde procede. Pero al menos sabemos de su certidumbre a través de las imágenes necesarias para su propia realización como creencia.
Pero seguimos sin saber de dónde proviene la fe, y tan solo sabemos que debe de haber un «antes» y un «después» de todo lo creado: la fe y la creencia. Esto no resuelve el problema del origen de la fe pero nos confirma en su necesidad y una definición todavía más ajustada: «La fe es la confianza en el valor de las cosas y de uno mismo, en las que creemos sin haber visto». Yesto nos remite al segundo contexto, el de la física, donde con toda seguridad por las equivalencias necesarias podemos establecer la misma relación, con las mismas dudas y conclusiones, pero esta vez hablamos del «instinto».
La brillante sociedad tecnológica actual es profundamente ignorante, porque en realidad entiende muy poco de lo que conoce. Un ejemplo es este disparate publicado en la enciclopedia «virtual» Wikipedia:
«Según algunas posturas biologicistas, en los humanos se distinguen dos instintos, el instinto de supervivencia y el instinto de reproducción, aunque recientemente se han encontrado indicios de que podría existir otro, el instinto religioso, asociado a una zona del cerebro que muestra intensa actividad durante los episodios de epilepsia.»
Esto no sólo es una blasfemia intelectual, sino sobre todo un soberano disparate, que no obstante leen miles de despreocupados internautas, creyendo que realmente «entienden lo que leen». La famosa enciclopedia citada es, salvando las excepciones que confirman toda regla, una fuente inagotable de incongruencias, lo que demuestra que este tipo de cultura popular o de masas debería tener algún control del mundo académico, pese a que el mundo académico necesite también de un severo control del no académico.
Creo haber dejado claro que la realidad se expresa en tres contextos distintos y mezclar el «instinto con la religión» es, si me permite la expresión popular, mezclar «churras con merinas» (dos razas de ovejas, para posibles traductores).
El instinto es una analogía de la fe pero en su propio contexto, y no tiene relación con lo aparente sino con lo «consistente». La otra cuestión es esa manía nuestra de subdividirlo todo, en este caso el instinto en «de reproducción y de supervivencia», ¡por no citar el religioso! Instinto no hay más que uno: ¡el instinto en sí mismo! Y no puede dividirse porque aquello que «no sabemos qué es difícilmente podemos clasificarlo» ¿Podemos clasificar la fe en «fe en Dios y fe en el mundo»? La fe es la fe y punto, y el instinto es el instinto y punto.
Siguiendo mi propio método deduzco que el instinto no tiene relación inmediata con la consistencia de las cosas, pues es la «causa que permite conocer la propia consistencia». Es decir, una vez más no encontramos con el dilema de hablar de algo que «no puede consistir, sino que debe ser inconsistente» para poder ser «instinto». Pero como el caso de la fe, para «realizarse» necesita «algo capaz de producir sustancia», que era el equivalente a las creencias. Y ese algo inconsistente, pero que necesariamente debe ser, es la «potencia» que produce la «vida», lo que en la fe era la «creencia» de donde surge la «creación». De manera que el «instinto es inmóvil en tanto es impotente», pero cuando algo es duradero y consistente y posee «potencialidad», también debe poseer instinto, lo que hace posible el conocimiento de las mismas cosas cuando se carece de experiencia, como en el contexto teológico la fe hacía posible la «valoración» previa de las imágenes «nunca vistas».
Pero lo que el instinto conoce no es lo «bueno o malo», ni lo «verdadero o falso» de las cosas, sino lo «positivo o negativo», es decir, su «utilidad». Mientras la fe responde a la pregunta de «¿para qué fin?», el instinto lo hace para responder a «¿con qué utilidad?»
Pero ¿dónde está el instinto? ¡En el mismo lugar en que está la fe o la intuición, en «el ser de las cosas que consisten»! Hubiera podido decir en la mente, pero con ello hubiera incurrido en un error de contexto, pues a la mente tan sólo le corresponde la intuición, por tanto lo mismo el instinto que la fe deben de estar en sus respectivas equivalencias de la mente, como son el «espíritu» y la «energía» respectivamente.
De donde se deduce que el instinto debe estar necesariamente «contenido» en la energía. Es decir, la energía «contiene necesariamente conocimiento potencial de sí misma como sustancia», porque debe de estar «informada por el instinto», y con ello necesariamente debe «saber cómo organizarse», pues de otro modo sería incapaz de producir un «organismo». ¿Es éste el fundamento de las tesis sobre el famoso «Diseño inteligente»? En mi opinión sin duda alguna. ¿Dónde puede haber «conocimiento» si no es en lo consistente? Pues ya habíamos visto que tanto en el espíritu como en la mente tan solo había «valoración» y «entendimiento» respectivamente, pero no podía haber «conocimiento» propiamente dicho, capaz de «hacer algo concreto, con carácter o características», es decir, la «creación combinada con la evolución».
Pero ¿de dónde viene el instinto? No podemos entender su causa, pero ahora al menos ya sabemos dónde está y lo que «produce», por lo que confirmamos que todo lo consistente y potencial necesariamente debe contar con «instinto». Es, por simple analogía, el mismo caso que se nos planteaba con la fe. No hemos resuelto el origen, pero entendemos cómo funciona y dónde se encuentra.
La potencia nos lleva a otro concepto no menos complejo que el instinto, como es el de «duración», idea clave en la metafísica de Bergson, pues la potencia es lo que hay antes y después del tiempo actual o presente, o lo que es lo mismo, el presente no es sino una instante dentro de una duración compuesta de «potencialidad», pues lo que dura realiza un trabajo fruto de una potencia. Para Bergson el «instinto inconsistente» que está en la potencialidad es el «aliento vital» de su «Evolución creadora». Es la manera en que un teólogo y filósofo denominaría el instinto o la fe. Ni la fe ni el instinto están en lo aparente o consistente, sino en lo «invisible» e «inconsistente», pero para «crear» o «producir» deben «ver para creer» y «sentir para producir». Por tanto el método de las analogías hasta ahora no resuelve la causa de ambos conceptos, de manera que no podemos saber «la causa de su ser», pues si no entendemos su causa no podemos decir que exista, ya que todo lo que existe debe tener una causa razonable que se exprese en una idea «definida». Así, todo aquello que vemos o sentimos pero no lo concebimos, «es, pero no existe».
Ahora sólo nos queda enfrentarnos al contexto más complejo, el de la intuición, ya que si a pesar de todos los inconvenientes y ausencias de certidumbres razonables y lógicas tratamos de entender las causas tanto de la fe como del instinto y de la propia intuición, sólo podemos hacerlo en el contexto de la mente, donde nos preguntamos tan sólo el «por qué del ser de las cosas», o más exactamente «la forma de ser de las cosas», y para llegar a confirmar su existencia, para darnos una razonable explicación que necesariamente debemos expresar con una «idea», también razonable y lógica. La primera consideración fundamental es que hemos cambiado de contexto, siendo en realidad el mismo tema. Si al principio hablamos del espíritu y de Dios, después de la materia y de la naturaleza, ahora estamos hablando de la mente y del Ser. Ya no nos interesa nada relacionado con las apariencia o la consistencia, ahora queremos saber todo lo referente a la «existencia», que para la filosofía es cuando estamos hablando de algo que realmente le concierne como propio. Es decir, hasta ahora no hemos hecho filosofía sino teología o física, ahora le toca el turno a la «metafísica».
Para empezar una pincelada «made in Wikipedia»:
«Se le llama intuición al conocimiento que no sigue un camino racional para su construcción y formulación, y por lo tanto no puede explicarse o, incluso, verbalizarse.»
Como hemos visto esta definición concuerda más con el «instinto» que con la «intuición». La objeción inevitable es que su autor confunde «conocimiento» con «entendimiento», pues la intuición de ninguna manera «conoce», para lo que es necesaria la experiencia, sino que se trata de la «causa de una impresión» para, siguiendo el camino de la razón y de la lógica, dar con el «objeto del conocimiento» de esa impresión y establecer así sus «características», es decir, pasarnos a la física, o del atributo al carácter.
En segundo lugar todos los caminos llevan a Roma, es decir, todo lo relacionado con la mente es necesariamente racional o apariencias fruto de la imaginación, o consistencia producida por una sensación, y eso sí está eximido de la razón. Otra cosa es que no hayamos sido capaces de «razonar» qué es la intuición y qué se puede llegar a entender. En cuanto a «verbalizarse» sobran los comentarios.
Como en el caso del contexto del espíritu, la intuición no puede estar en la conciencia ni tener una causa, pues la causa misma es la que relaciona la impresión con la intuición. La intuición debe ser «algo que está en la preconciencia o la subconsciencia», es decir, en «algún lugar de la mente», principio de todo proceso cognoscible de que se sirve el entendimiento. Está en la mente, «pero no es la mente», de la misma manera que el instinto debe estar en la energía, pero «no es la energía».
Como algo que es pero anterior a la conciencia, debe ser «por defecto» y estar pendiente de que suceda algo para ser «en efecto». Esto nos lleva a considera que si bien la mente no es más que una forma de «energía», la mente misma debe contener algo más que mente para que pueda ser la «causa» de una impresión y su posterior idea.
Sin duda que la causa es una «impresión», pero una impresión no es nada más que una «causa», sin que la causa misma nos diga nada sobre la «cosa que nos impresiona». Podríamos echar mano de la socorrida «experiencia», pero ¿si no tenemos ninguna experiencia de la cosa que nos impresiona, cómo relacionar la impresión con una idea? En otras palabras, si carecemos de experiencia, ¿por qué tenemos la impresión de una cosa? ¿Cuál es la causa misma de la impresión primera de una cosa? O dicho de forma más ilustrativa, ¿por qué Eva se dejó impresionar por la forma de la manzana? ¡Por la intuición que le «informó» sobre las posibilidades del entendimiento para dar con la forma de la manzana y su posterior idea! La intuición de Eva no contenía el preconocimiento de la manzana sino la capacidad «mental» para entenderla y llegar a conocerla. En otras palabras, la «intuición abre la mente a la conciencia, donde se pueden entender todas las cosas relacionándolas entre sí con la ayuda de la razón y la lógica, que son causadas por la misma mente y la impresión. ¿A dónde puede llegar la intuición? ¡A descubrir la verdadera forma de ser de todo lo existente!
Es ahora cuando entendemos la lógica de Platón, puesto que, en efecto, la impresión por sí misma no nos dice qué es lo que nos impresiona, pero nos permite «ver la luz que hay fuera de la caverna», donde están «claras» todas las cosas que pueden llegar a existir en nuestra mente.
Ya tenemos una primera pista sobre lo que debe ser la intuición y se confirma que no es nada en sí misma en tanto no se relaciona con la impresión de una cosa. Si la fe era «incrédula» sin la contemplación de una imagen, la intuición «no tiene efecto» sin la impresión de una cosa. De manera que se establece una relación necesaria entre las cosas y la intuición a través de una impresión, que es la «causa del efecto de las idea». Pero no es conocimiento, puesto que no están en la experiencia, sino en «algún lugar» de la mente.
Por tanto ¡no es posible pensar sin intuición!, pues la intuición es la causa de todas las ideas cuando se carece de experiencia. Y aún teniendo experiencia, ésta no guarda ideas sino sensaciones e imágenes, que con ayuda de un «método razonable y lógico» rehace constantemente. Es decir, no «conocemos las cosas de una vez y para siempre por su idea», sino que debemos «reconocerlas» o «hacernos una nueva idea» cada vez que las sentimos o las contemplamos, es decir, que nos «impresionan». De manera que si la experiencia no puede guardar ideas, la intuición es absolutamente necesaria para «reconocer lo que vemos», pues es la causa de la «impresión de parecido» o «sensación de conocimiento», causa, a su vez, del mismo «reconocimiento» o «conocimiento provisional».
La intuición debe ser por definición «entendimiento contenido en la mente», pues su labor es «permitirnos entender a partir de una impresión en la conciencia la forma de ser de lo que nos impresiona». Esa intuición es «todo lo que se puede llegar a entender sobre todas las cosas que existen», y es lo que define a ser propiamente humano.
Como el caso entre la diferencia entre «espíritu» y «alma», es decir, espíritu personal, la intuición también debe ser «personal» y «general». Es decir, la intuición nos permite «entendernos a nosotros mismos», como una idea de nosotros mismos, Sócrates, y después entender el cosmos, o hacernos una idea «absoluta de la realidad» de todo lo cognoscible, Platón, principio y fin de la metafísica.
Por último cabe hacer una importante salvedad que nos conecta con uno de los filósofos más geniales pero peor interpretado de la escasa historia de la filosofía española, como fue Ortega y Gasset, pues gracias a su popular axioma «Yo soy yo y mi circunstancia» podemos ilustrar cómo funciona verdaderamente la intuición.
Todo lo que llegaremos a entender sobre nosotros mismos está en nuestra intuición, pero no es más que «información» que «carece de forma». Puesto que carece de forma la intuición necesita de la impresión de aquello que ya «preentendemos» su forma de ser, pero que necesariamente debe de estar fuera de nosotros mismos, o de otro modo no sería posible que se produjera la impresión necesaria.
Es como el juego del escondite, simplemente se trata de «buscar en la circunstancia lo que ya está en nuestra intuición», y sólo «entendemos» aquello que «preconcebimos en la intuición».
Sin la «circunstancia» no tendríamos ninguna posibilidad de entendernos a nosotros mismos, pues es el «espejo de nuestro yo por defecto». Una vez que obtenemos de la circunstancia todo aquello que nos interesa para el «descubriendo de nosotros mismos», la propia intuición intenta ir más allá del sí mismo para conocer lo que está también en la intuición, pero que pertenece al fuera de nosotros mismos. Es así como el popular axioma de Ortega se convierte en un principio metafísico fundamental y no una anécdota para psicólogos o «vitalistas».
Este mismo libro es un buen ejemplo de «circunstancia», pues si ha entendido algo de lo que he tratado de explicar es porque le ha «impresionado», y si finalmente lo considera como propio es porque ¡ya estaba en su intuición pero no lo entendía!
Creencia, Potencia y Causa
La polémica en torno al «creacionismo» y «evolucionismo» es una falsa controversia creada por un error de método en el uso del lenguaje, pues ambos conceptos tienen el mismo sentido pero son utilizados en diferentes contextos. Digamos que el primer concepto pertenece a la contexto de «la palabra de Dios», en tanto que el segundo a «la palabra del hombre», o de la «ciencia experimental humana». Entre ambas «palabras» falta la de la «filosofía», que sería la del «causalismo», o la reflexión lógica y razonable de las «verdadera causa de las cosas».
Es decir, mientras los creacionistas creen en la «palabra de Dios», los evolucionistas no creen sino que se afirman en la experiencia de las cosas según su comportamiento natural y consistencia, en tanto que la filosofía tampoco puede «creer» sino afirmar objetivamente la causa no sólo de las cosas en sí mismas sino la razón de ser de su existencia. Por tanto, la filosofía no pretende conocer sino entender, y debe ser el «nexo» entre creacionismo y evolucionismo.
¿Qué es una creencia? Una creencia es una hipótesis basada en la mera apariencia de las cosas sin llegar a pensar en ellas con la intención de hacernos una idea objetiva. Sólo creemos en aquello que necesitamos conocer pero que no conocemos, no porque no lo veamos, sino porque no lo «entendemos». Una vez que entendemos lo que vemos y tenemos su idea, dejamos de «creer» para «afirmar». De manera que toda creencia es una «relación superficial» con las cosas que vemos o sentimos, que no entendemos y de las que no conocemos nada más que su apariencia.
Una creencia constituye en sí misma una idea previa basada en la mera apariencia de una cosa. Por tanto es una idea «en creencia», porque no tiene como fundamento la realización en la conciencia de un pensamiento, provocado por la visión de una cosa que finaliza en la «concepción» de un objeto, fiel reflejo de la cosa observada.
En tanto que idea en creencia el resultado de una creencia es, así mismo, una «creación sin una idea de sí misma», o lo que es lo mismo, no es sino el «fruto de la propia creencia, que permanece en la imaginación sin llegar a la conciencia», porque en ningún caso responde a la «experiencia comprobada de la cosa misma contemplada» ni a su reflexión lógica y razonable. Es decir, en la creencia hay una «imagen» de la que puede surgir una «creación imaginada o revelada», pues la creación misma es un concepto derivado de la «palabra de Dios», o lo que es lo mismo, de la teología.
De esta manera podemos «crear cualquier cosa» cuya sustancia no está en la realidad de lo sentido o experimentado sino en lo «creído». Por tanto, toda creación es el resultado de una creencia. Podíamos caer en la tentación de aceptar la teoría de todo materialismo científico de que «Dios es una creación de una creencia del hombre», pero se trataría de una simplificación poco «filosófica», pues «toda apariencia tiene la posibilidad de existir», es decir, que toda creencia tiene la posibilidad de crear algo real y existente, por tanto, que la creencia en Dios también puede llevar a «crear un Dios imaginado, pero que realmente es y existe».
No podemos disociar «apariencia de consistencia y existencia», pues lo aparente necesariamente debe ser también consistente y existente, separados por sus respectivos contextos, de los que depende su propio enunciado. Por esta razón la «evolución» no pude explicarse con el lenguaje de la teología ni de la filosofía, y tan sólo puede hacerse con el que le es propio, es decir, el de la ciencia.
Toda creencia puede ser tan consistente como la propia certeza de su experiencia o verdad de su existencia, pues en tanto la creencia se basa en la «apariencia», la experiencia no se basa en lo «verdadero en sí mismo» sino en aquello que trasmite la «consistencia de la cosas», sin que sepamos no obstante la «verdadera causa de las cosas que consisten». Es decir, es un certidumbre tan «falsa» como la creencia, pues ambas se basan en supuestos previos al pensamiento que establece la «verdadera causa de las cosas» gracias a la elaboración de una idea lógica y razonable.
Por tanto la polémica en torno a creacionistas y evolucionistas se desarrolla en un nivel en que ninguna de las dos «opiniones» supera la mera «observación de la cosas», una por su apariencia y otra por su consistencia. Ambas deben confluir necesariamente en una tercera y última certidumbre más elaborada, la de un pensamiento consciente que lleve a la idea que establezca al «verdadera causa de las cosas», no por su apariencia o su consistencia sino por la «razón de su existencia».
La evolución, por su parte, no se basa tan solo en la experiencia de las cosas consistentes que observamos, sino en el equivalente a las creencias pero en el contexto de la física: la potencialidad de las cosas que consisten. Todo comportamiento desconocido para la física es la «potencialidad de las cosas», es decir, que está en el «instinto» de la cosa que se comporta de una determinada manera de la que no se tiene conocimiento basado en la experiencia. El científico no parte de una creencia, cuyo origen está en una mera apariencia, sino en una «potencia», cuyo origen está en la consistencia misma de las cosas, es decir, en sus «genes», que no son sustancias aparentes sino consistentes y comprobables.
Por tanto lo que hay en una potencialidad es un «producto con unas características determinadas», aquellas que están en su potencialidad, de manera que la evolución se basa en la potencialidad de las cosas de acuerdo a su carácter y no su mera apariencia. Este es el punto de vista de la ciencia.
Pero la ciencia sin más sólo sabe de las cosas lo que está en su «actualidad o en su pasado», pero no lo que está en su futuro, a menos que «trascienda» la consistencia física de las cosas y estudie su «existencia metafísica», es decir, si no establece una «teoría» o «probabilidad» de acuerdo a lo que la razón y la lógica le permiten entender sobre sus causas y sus efectos, que en su propio contexto decimos «potencialidad». De manera que la ciencia no puede avanzar sin la filosofía.
Lo que la ciencia llega a conocer de las cosas ya estaba en potencia, pero eso por sí mismo no le dice nada sobre sus «causas», es decir, las conoce pero no las entiende. Para entenderlas es necesario pasar de la mera «experimentación» con los sentidos a la «concepción con el pensamiento», lo que implica pasar a un nuevo contexto «más allá de lo físico», o lo que es lo mismo, un contexto «metafísico», aquel donde las cosas no se conocen sino que se entienden; también podemos decir que es aquel donde las cosas se entienden porque son y existen, y sólo con el ser y la existencia de las cosas pensadas podemos hacernos una ida que nos permita descubrir las «verdaderas causas de su existencia y su forma de ser».
¿Es que la ciencia o la teología no tiene en consideración la «existencia de la cosas»? Sin duda que la tienen, en especial la ciencia, pues necesariamente debe «interactuar» con la filosofía, ya que cada cosa que conoce con la «experiencia» debe consolidarla entendiendo la causa de lo experimentado, es decir, además de «experimentar» debe «pensar razonablemente y con lógica» sobre lo experimentado.
Este mismo argumento constituye la base de la filosofía tomista, pero por desgracia en su tiempo no se entendió correctamente dados los prejuicios de la religión contra la ciencia y de ésta contra la religión. Afortunadamente ciencia y filosofía no sólo pudieron caminar juntos sin estorbarse, sino que desde Descartes, ambas se funden prácticamente en un mismo «logos» hasta el fin temporal de la filosofía tras su estancamiento con el «existencialismo», o más bien podríamos decir su «suicidio».
Por su parte la teología es más reacia a «pensar en lo que cree», porque en tanto que se considera la «palabra de Dios», pese a no tener más fundamento que lo aparente, la «fe» permite al creyente consolidar sus creencias como ideas «ciertas», aunque no pueda probar que sean «verdaderas», por no reflexionarlas razonablemente en la conciencia ni, por consiguiente, probar su verdadera «existencia».
La ciencia, en tanto que «palabra del hombre» no puede arrogarse esa misma «infalibilidad» y se ve obligada a razonar lo que conoce por la mera experiencia.
De esta manera se establece la relación histórica entre la ciencia y la filosofía, lo que no sucede con la teología, excepto en los intentos de la escolástica y de todos los filósofos formados en la teología, como Kant o Hegel, pero todos ellos intentaron probar la «existencia de Dios», cuando la mera fe en la creencia les aportaba la certidumbre necesaria.
Esta útil y provechosa interacción entre la ciencia y la filosofía lleva al tercer estado de la certidumbre de la cosas, que consiste en «probar su existencia tras la experiencia», para lo que previamente es necesario tomar consciencia de su entidad, es decir, llevar la mera experiencia o apariencia a la «conciencia», y una vez allí otorgarle un ser, o «forma de ser», para posteriormente concebir su idea como una existencia en la forma de un objeto, que no es sino la «cosa misma de donde parte la toma de conciencia ante su sensación de consistencia», pero en su respectivo contexto.
Al descubrir su forma de ser descubrimos, al mismo tiempo, su «causa», pues no entenderíamos su idea si no establecemos de forma lógica y razonable la causa misma de su existencia. De manera que al tomar conciencia de lo que experimentamos o creemos fruto de la percepción de los sentidos, nos vemos obligados a «encontrarle una causa razonable» o de otro modo no podemos concebir el «efecto», o su idea, y estaríamos ante algo «inconcebible», un ser sin existencia, pese a pensar en ello.
Este es el dilema en torno a la verdadera forma de ser del universo, que sabemos aquello que experimentamos, pero en tanto que no «concebimos su verdadera causa» el universo sigue siendo una «idea inconcebible» de la que sólo existe aquello que entendemos, pero no lo que no entendemos. Para concebir la «causa del universo» la ciencia y la teología deben recurrir a la filosofía, de manera que puedan hacerse una idea razonable y lógica de su existencia, lo que nos llevaría a establecer su «causa», y una vez conocida su causa, tanto la ciencia como la teología tendrían argumentos para reafirmarse en sus «creencias» o «teorías».
Pero el universo no puede llegar a conocerse por la simple experimentación, pues sus sustancia es demasiado grande para la experiencia y contiene demasiado tiempo y espacio para que pueda ser apreciado por los sentidos ni por tanto recurrir al instinto, que necesita de una sensación total de la cosas, sino que es necesaria la intuición, no para conocerlo sino para entenderlo, es decir, «hacernos una idea de su forma» y de la causa de su «existencia». Una vez entendido puede ser posteriormente conocido. Por eso sólo la filosofía, o más propiamente la metafísica, puede darnos la respuesta que buscamos con los satélites y telescopios para conocerlo por la experiencia. Lo paradójico es que, en tanto que «apariencia, consistencia y existencia» son en realidad una misma cosa en tres contextos distintos, necesariamente la teología y la ciencia deben confluir en la filosofía, es decir, no hay «tres verdades distintas», sino una sola interpretada en tres contextos distintos.
Creación, evolución y causación deben llevar necesariamente a la misma idea, pero en tanto que «idea» ésta sólo puede tener una causa: la mente. La mente debe resolver por sí misma la causa de todo lo real haciéndose una idea objetiva, con la ayuda de un método tan fiable y lógico como el matemático. Es decir, si las matemáticas hablaran ya sabríamos todo cuanto se puede saber sobre la realidad, tesis de los «pitagóricos», y de los recientes intentos de probar la existencia de Dios con las matemáticas, pero las matemáticas no hablan, tan solo «operan».
Por tanto, en la medida de que la verdad de las cosas depende del «verdadero sentido de las palabras», ésta no se puede enunciar correctamente sin un método tan «lógico» como el matemático, en que cada palabra o concepto tenga un sólo y único significado, y para ello lo primero es situarla en sus respectivos contextos: el del espíritu, el de la energía y el de la mente; es decir, el de la teología, el de la física, y el que verdaderamente se ocupa de la existencia de las cosas, el de la metafísica.
Creación, Naturaleza y Ser
Si todo lo creado no es más que el fruto de una creencia, ésta necesita contener alguna certeza capaz de convertiste en lo creado. La creencia no puede surgir «de la nada» porque para nuestro sentido del lenguaje la «nada» es algo «vacío», donde «no existe cosa alguna», a menos que debamos cambiar su significado.
Para que se produzca una creación tiene que haber algo entre la propia creencia y su creación fuera de ellos mismos. Es decir, la creencia y su creación son la «causa y el efecto», la «acción y reacción» en otros contextos, pero en todos los casos es necesario «algo capaz de convertirse en una creencia, una causa o una acción».
Ese algo sin duda debe ser la «fe», que justifica la creación y se justifica a sí misma gracias a la creación, no como algo que exista sino que es cierto que es, pues está plenamente justificado que sea en todo lo aparente. La fe no puede crear sin la «revelación» de una imagen, que es la creación misma, porque ha surgido de una creencia. Es decir, toda creación tiene su origen en el «contenido invisible de la fe». Es, por decirlo de otra manera, el «contenido que necesariamente debe de haber en la nada», lo que nos obliga a revisar el significado «real» de nada.
La creación, por tanto, tiene su origen en la fe, pero la fe necesita una «creencia» y la creencia necesita a su vez «ver para creer», pero no ver cualquier cosa, sino aquello que está en el contenido de la fe. ¿Cómo saber que lo que vemos está contenido en la fe? Simplemente cuando «creemos en lo que vemos», pues de otro modo simplemente «no creeríamos», ya que la «creencia no está en la visión sino en la fe».
Es decir, creemos «porque tenemos fe», y creamos porque «creemos en aquello que nos sugiere la fe». El resultado es una creación siempre fruto de la fe, pero no está «orientada» por la fe misma, que carece de apariencia, sino por la «creencia», que ya tiene apariencia, pues se basa en la «aparición de una imagen en la que hemos creído». La fe, como la intuición, no es «conocimiento» sino el «valoración» de lo «previsto», que en este contexto se llamaría «valoración», pues el espíritu sólo valora las cualidades de las cosas, o lo que es lo mismo, su valor «ético».
Este proceso es perfectamente equivalente al de la intuición, pues ésta no puede causar efecto alguno sin causa, y toda causa proviene de un impresión, y con una impresión ya tenemos la forma para un ser. En este contexto la «impresión» se transforma en «sugestión», y la causa es la creencia, mientras el efecto es la creación. Lo mismo podemos decir del contexto físico, pues el instinto no puede por sí mismo producir reacción alguna sin una acción, y esta depende de una sensación, y una vez que tenemos la sensación tenemos el «reflejo» o la reacción, es decir, la «orden del instinto».
Por tanto la creación en sí misma no pasa de ser una mera apariencia inexistente e inconsistente en tanto no la «producimos» o «concebimos» en los contextos de la energía y de la mente.
La creación en el contexto de la física no es otra cosa que la «naturaleza», pues además de «aparente» es «consistente». Mientras que la creación es «estática» la naturaleza es «dinámica». Es decir, lo creado «es como es en el momento de su aparición y no puede ir más allá de la creencia», en tanto que lo nacido o gestado, o lo que es lo mismo, lo natural, es lo que es más su potencialidad contenida en su «evolución», inevitable en todo aquello que transcurre dentro del espacio y del tiempo.
La creación es «inmutable» y «evoluciona» con cada nueva creencia contenida en la fe, en tanto que la naturaleza es mutable y evoluciona con cada reflejo o acción, contenida en el instinto o en la experiencia. No hay por tanto controversia alguna, tan solo es una cuestión de contexto. Sin embargo en ninguno de estos dos casos hemos visto «causa alguna», pues nos hemos quedado en la mera «apariencia y consistencia».
Tanto lo creado como lo producido no tiene todavía una «causa razonable», simplemente porque en tanto no lo «concibamos» sea lo que sea lo creado o gestado, «puede ser, pero no existir», y si no existe no tiene relación con la intuición, que es la causa de la impresión de lo creado o producido.
Por tanto ahora nos pasamos a tercer contexto, al de la mente, y tanto la creación como la naturaleza se convierten en «el ser de las cosas», puesto que sin el ser no pueden existir.
Por supuesto que lo creado «es», pero en tanto no lo «concibamos» es «por defecto» o «en creencia». También lo producido «es», pero si es «inconcebible» también es, pero «en potencia». En ambos casos «es en creencia o en potencia», pero no es «verdaderamente», puesto que la verdad sólo puede establecerse una vez que tenemos la «existencia», y ésta es un atributo exclusivo del contexto de la mente.
Todo lo creado y producido que puede concebirse es y existe «verdaderamente», en tanto que todo lo creado y producido que «no puede concebirse» es, pero no existe verdaderamente. Para que sea posible la existencia necesitamos una «impresión», pero toda impresión tiene su causa en la «intuición». Por tanto todo aquello que está en la intuición «existe por defecto», pendiente de una «impresión» para existir en efecto.
Pero el ser que existe contiene además una idea de sí mismo, idea que también debe partir de la intuición pues no puede elaborarse sin el «entendimiento». Por tanto no sólo nos «impresionan las cosas sino también la ideas» sobre las cosas y sus causas. Si algo se le puede reprochar a Platón es precisamente el no haber establecido la diferencia entre las ideas y el entendimiento, pues lo que había fuera de la caverna, la luz, no eran las ideas, sino el entendimiento capaz de causar las ideas. Es decir, lo que las sombras trasmiten a los encerrados en la caverna son impresiones y para convertirlas en ideas necesitan «la luz» que permite proyectar esas sombras, pero en la luz misma no están las ideas. Incluso en el contexto de la física puede verse mucho más claro este mismo ejemplo: la luz no «contiene las cosas», pero las cosas están «hechas de la luz», pues no son más que luz a una velocidad inferior a 300.000 km por segundo, es decir, otra forma de «com
portarse» de la misma energía que hace posible los fotones o partículas de las que están compuestas la ondas electromagnéticas que trasmiten la luz. En otras palabras que la intuición es «la luz que ilumina el entendimiento» para discernir sobre la forma de ser de las cosas que nos impresionan. Esta idea está correctamente intuida ya en las civilizaciones arcaicas, que consideraban que las cosas que vemos necesitaban de un «médium» que una nuestro «espíritu» con lo percibido con la vista. La escuela atomista sostenía que la visión se producía porque las cosas emiten «imágenes» que desprendiéndose de ellas, venían a nuestra «alma» a través de los ojos.
Revelación, Reflejo y Razón
Estamos ante el error de contexto que más controversia ha suscitado a lo largo de la historia del ser humano. No se ha tratado de una relajada discusión entre académicos, teólogos y filósofos, sino de violentos enfrentamientos entre estados confesionales. Además, no es un enfrentamiento superado, sino lamentablemente actual y en plena efervescencia. Obviamente la revelación pertenece al contexto del «espíritu». El error consiste en que «en principio» ninguna revelación puede ser «verdadera» en tanto no se plantee en el contexto mismo de la «verdad», es decir, de la filosofía o de la mente.
Toda revelación tiene su fundamento en una «aparición», pues sólo se revela lo que está «velado» y se «aparece». Por tanto la revelación misma es tan solo «aparente». La revelación no está causada por una sensación o impresión, que se refiere a las sustancias y las formas, sino por una sugestión, provocada por la imagen de una cosa o un sueño.
Todas las cosas tienen «imagen», además de forma y sustancia. La imagen nos «sugestiona», en tanto que la sustancia nos produce una «sensación» y las formas nos causan «impresión». Por tanto no podemos confundir sugestión con sensación o impresión. Pero si no hay impresión no puede haber forma y, por tanto, ser y existencia e idea; es decir, no podemos saber si lo que nos ha sugestionado es y existe «verdaderamente», pero podemos tener la «certidumbre» de que «es aparentemente».
La sugestión sólo valora la ética de las cosas imaginadas, pero no se cuestiona su «verdad o falsedad». La revelación sólo nos dice si lo revelado es «bueno o malo», pero no si es «verdadero o falso». La utilidad de la revelación es exclusivamente ética o moral, en tanto que la impresión es «estética o formal», y sólo en la forma radica la verdad o la falsedad.
No podemos saber si una revelación es verdadera en tanto no planteemos lo «visto en la sugestión como la impresión de una forma», en cuyo caso la forma de lo revelado «debe de ser una forma existente y verdadera».
Pero ¿cuál es la causa de la revelación? La simple visión de una cosa no provoca una revelación, tan sólo provoca una «aparición», consecuencia de una creencia que puede ser inducida por la experiencia. Es decir, si veo la imagen de algo que ya conozco porque tengo una imagen similar en la experiencia, tan solo se trata de una aparición que no se fundamenta en una «creencia» sino en una «certidumbre» presente en la memoria de la experiencia. Por tanto no se trata de una «revelación», pues no he desvelado nada que no conociera.
La revelación sólo tiene sentido cuando «veo algo cuya imagen soy incapaz de valorar porque no la conozco ni la he visto nunca antes». Si la imagen me «sugestiona» es porque debe de existir una relación entre lo que veo y «lo que no veo» que causa la sugestión. Es entonces cuando puedo decir que estoy ante una «revelación». En realidad el ejemplo más simple es el proceso del revelado de nuestras fotografías, por supuesto antes de la era digital, pues sólo damos a revelar los carretes que, aunque no podemos verlo, sabemos que contienen imágenes, nunca se nos ocurriría dar a revelar un carrete que no ha sido utilizado o «velado».
Por tanto toda revelación debe ser la comunicación entre algo que «es, pero que no se ve» y lo que «es y aparece por primera vez». Esa parte oculta de toda revelación no es ni la creencia ni la simple sugestión por sí misma, sino la «certidumbre de la fe». Es como si las fotografías del carrete que damos a revelar hubieran sido tomadas por «alguien que no somos nosotros», pero que no obstante tenemos fe en que el carrete revelará imágenes nuestras.
Otro ejemplo simple de «revelación» es la sugestión de «bondad y bienestar» que nos produce la contemplación de la naturaleza, pues su imagen debe de estar contenida en alguna parte de nuestro «espíritu» que se «revela» con su contemplación.
Pero ¿cómo probar la veracidad de una revelación? Si volvemos al ejemplo de las fotografías, simplemente comprobando que las «imágenes reveladas tienen una forma que se corresponde con nosotros mismos, en cuyo caso son las verdaderas formas de ser que revela la imagen». Es decir, las imágenes reveladas deben cambiar de contexto, y pasar de la «certidumbre de la aparición» a la del «ser y de la existencia, donde podemos concebir su «forma de ser», o de otro modo nunca podremos tener la certidumbre de que son «verdaderas».
La utilidad de la revelación es obvia: se trata de «revelar lo oculto y desconocido para llegar a verlo». Es decir, no es algo exclusivo de la Biblia, sino que es absolutamente necesario que tengamos «revelaciones» para poder llevar a la conciencia aquello que nos sugestiona y deseamos saber si es, existe y además es verdadero. Sin revelaciones careceríamos de entendimiento, en otras palabras, ¡no seríamos seres humanos!
Por tanto la polémica en torno a si lo revelado es o no verdadero se resuelve con meridiana sencillez en esta simple definición: «Todo lo revelado es cierto, pero es verdadero por defecto, pues es necesario probarlo en efecto». No es que sea verdadero o falso, es que no sabremos la «verdad de lo revelado» en tanto no pase por nuestra «conciencia» y sea la causa de «una idea», obviamente verdadera.
Por esta misma razón no podemos negar que una revelación no «contenga una verdad por defecto», pero para ser «en efecto» es necesario que la revelación sea probada con una idea lógica y razonable que «explique» la revelación y sus causas. No tiene sentido la polémica sobre si el contenido de una revelación es o no es verdadero, porque dentro del contexto del lenguaje donde se expresa el propio concepto de revelación no existe el concepto mismo de «verdad», puesto que toda revelación sólo muestra apariencias. Pero en la medida de que la fe sugiere el valor de las imágenes previstas, justifica las propias revelaciones, al tiempo que la necesidad de la fe para verlas.
Si ahora planteamos el concepto de «revelación» en el contexto de la física tenemos un «reflejo», pues no es más que pasar del contexto del espíritu al de la energía. Ya no se trata de algo aparente sino de algo «consistente». Por la misma razón de que la revelación es la relación existente entre «fe y sugestión», en este nuevo contexto decimos que el reflejo es la relación entre «instinto y sensación». Simplemente hemos sustituido fe por instinto y sugestión por sensación. En el contexto físico ya no nos preguntamos si lo que «sentimos» es verdadero sino si es «positivo o negativo». No hablamos de ética sino de «genética», pues la respuesta está en los «genes». Por supuesto que un animal sabe qué es lo que le conviene de todo cuanto percibe con los sentidos, pero obviamente no se hace cuestión de su existencia, sino de su «consistencia», es decir, lo que le interesa es saber en «qué consiste» aquello que percibe con los sentidos.
Este conocimiento «nato» es la consecuencia de un «reflejo», que resulta de la relación natural entre la sensación y el instinto. Es decir, el instinto no actúa sino a través de la sensación, pero la sensación no es la causa de la mera acción, sino del reflejo que causa el instinto. Como en el caso anterior, el animal puede conocer sin «instinto», como consecuencia del «aprendizaje» o la «experiencia», pero no podría sobrevivir sin el «reflejo» que le proporciona el instinto, pues cada día se le presentan nuevas sensaciones que tiene que resolver sin haber tenido experiencia.
En ambos contextos ni lo aparecido ni lo sentido «existe», en tanto la apariencia o sensación no se traslade a la conciencia, es decir, se convierta en una «impresión». La ciencia carece de instinto porque por sí misma es puro «aprendizaje», pero gracias a trasladar sus conclusiones a la conciencia, puede avanzar «hipótesis» y «teorías» que puedan ser demostradas.
Un científico tiene «fe» en tanto al valor ético de lo que descubre o crea; tiene «instinto» en cuanto al valor positivo o útil de lo que inventa o produce; y por ultimo, tiene «intuición» en cuanto a lo verdadero de la hipótesis teórica que plantea. De esta manera Einstein fue un científico con instinto e intuición, pero la fe fue posterior, cuando comprendió el «valor negativo de sus teorías», es decir, lo «malvado» que podía ser la energía nuclear para uso militar. Entonces se hizo más moral que científico.
Obviamente los seres humanos tenemos instinto, pero en la medida de que nuestra convivencia se basa más en el «deber» que en el «poder» hemos relegado esta característica a un segundo plano, o en sociedades mediatizadas por lo religioso, a un tercero. Primero consideramos la intuición, que nos permite concebir las ideas e ideologías que son la causa del Derecho, después la fe que conforma la moralidad social y por último el instinto, que asegura el estímulo e interés por la procreación y la supervivencia. Lamentablemente la tendencia actual es a anteponer nuevamente el instinto sobre la intuición y la fe, es decir, revertir el orden en que fueron apareciendo en la cultura social.
Y esto nos lleva al último contexto, donde hablamos de «razón», sin duda el fundamental para el desarrollo del entendimiento humano, pues sólo en este contexto podemos establecer la verdad o falsedad de lo que vemos o sentimos, además de la propia existencia de las cosas.
La relación entre la razón y su causa se establece entre la «intuición y la impresión». Ahora hablamos de lo que «existe» y no de lo que «aparece» o «consiste», porque hemos pensado en ello y tiene entidad y ser. Es una existencia de «derecho», pues lo que es en la conciencia tiene el «deber de existir», además de parecer y consistir. La verdad se establece al contrastar lo que «parece que es con lo que existe», desde el contexto del espíritu, y lo que «consiste con lo que existe», desde el de la física.
De las cosas que vemos tenemos su imagen, que es lo que «parece que es» y su sustancia, que es lo que «consiste en lo que es», pero en ningún caso tenemos la prueba de su existencia. Para ello tenemos que pensar en «la forma de ser de las cosas» y éstas sólo pueden establecerse en la conciencia, con la ayuda de la razón y la lógica a partir de una «impresión».
La impresión que nos produce una puesta de sol no está en su imagen, que trasmite sugestión, ni en su sustancia, que trasmitiría su consistencia, sino en su forma o «estética». Es la forma del sol reflejado en el agua lo que impresiona nuestra «mente», pero es la imagen general lo que sugestiona nuestro «espíritu». En el primer caso no valoramos la sensación de bienestar sino de «formalidad» o «veracidad». La naturaleza en su conjunto nos «impresiona por su veracidad», es decir, porque es «verdadera» o «natural», pero nos sugestiona por su «buena o mala imagen».
Como el caso de la revelación o el reflejo, la razón es necesariamente causada por la impresión de algo que está en la intuición, pues la impresión misma es una «idea por defecto», o «irracional» que espera la «intervención» del entendimiento, como la sensación es una cosa conocida en «potencia». La impresión es necesariamente la causa de la razón que establece la relación entre algo que no entendemos y la intuición, donde está lo necesario para poderlo entender, sea una cosa o una idea.
Gracias a la razón aprendemos cosas nuevas a partir de una impresión, sin la impresión sólo aprenderíamos aquello que «no es necesario entender» sino tan sólo «conocer» con el uso de la memoria y la experimentación.
Lo que nos trasmite la razón no es «conocimiento» sino «entendimiento para concebir la verdad de una cosa», es decir, lo que razonamos es lo «verdadero o falso» de las cosas que nos impresionan, por esta razón no es posible «descubrir nada nuevo que sea verdadero sin intuición». Ni Copérnico ni Newton hubieran podido «razonar» sus teorías sin intuición, pero eso no les restaba el tener que experimentar y aprender lo que la intuición le sugería como verdadero. Incluso podemos decir que dado que la intuición es «puro entendimiento», en toda verdad razonable debe de haber una intuición o no puede ser verdad.
Por ejemplo, este mismo ensayo en tanto que pretende exponer «algo nuevo» debe ser necesariamente el resultado de algo que me ha impresionado porque «lo entiendo sin conocerlo», ya que no estaba en lo «conocido», o de otra manera no me hubiera impresionado, y esa sensación sólo puede venir de la «intuición». A partir de aquí viene el laborioso trabajo de razonar esa intuición y darle forma lógica hasta convertirlo en una idea «provisionalmente verdadera», nueva síntesis, pues es necesario que toda nueva intuición se asiente en una nueva certidumbre o verdad que supere la anterior; es decir, que convierta lo que «era la última verdad en falsedad».
Es así como funciona la dialéctica, y como se alcanza progresivamente el entendimiento de las cosas. La impresión nos dice que una idea tiene posibilidad de ser verdadera, precisamente porque nos ha «impresionado». Por tanto la impresión es «la causa misma de una idea verdadera».
Apariencia, Consistencia y Existencia
La controversia histórica en torno a la existencia tiene su fundamento en un «error de método», lo que lleva a confundir el significado del propio concepto de existencia, o a otorgarle un significado más allá del que le corresponde en su propio contexto.
Descartes, que aplica un método verdaderamente racional, deduce correctamente que la existencia es la causa de un pensamiento, es decir, que todo aquello que «no piensa» no tiene posibilidad alguna de probar la existencia de sí mismo ni de aquello que percibe. Aristóteles pretendió resolver este dilema considerando que las cosas que no piensan existen, pero con una peculiar forma de ser y existir, que él llama «per se», o por sí mismas. Pero ¿dónde existen las cosas que no se piensan a sí mismas? Si no son capaces de pensarse a sí mismas por sí mismas, no pueden existir, y si no existen para sí mismas, ¿cómo pueden existir para los demás? Es decir, si algo no es, no es ni para sí ni para los demás.
Lo que Aristóteles pretendía argumentar era que las cosas que no existen para sí mismas existían, sin embargo, para los demás. Es decir, una piedra no es capaz de probar la existencia de sí misma por sí misma, pero puede existir para nosotros, que la vemos, la sentimos y la imaginamos. Pero en este caso ¿qué utilidad tiene la existencia «per se»? Y si no tiene utilidad, ¿para qué necesitamos probar que las cosas existen por sí mismas, pese a que no sean capaces de pensar en su propia existencia? ¡Ninguna! Por eso Descartes sentencia que sólo existe «verdaderamente» aquello que piensa en su propia existencia.
Ya tenemos una primera pista del error de método, pues debe de haber otra voz que no sea «existencia» para probar la realidad de las cosas incapaces de pensar por sí mismas, y esa voz es simplemente «consistencia». En efecto, no es necesario pensar para que el cerebro trasmita la percepción de algo que «consiste».
De manera que no es necesario pensar para probar la «consistencia» de las cosas sustanciales. No se trata de una cuestión de pensamiento sino de sensación; no es una cuestión metafísica sino pura y simple física. Por tanto rectificamos a Aristóteles y decimos que las cosas que existen «de hecho» simplemente «consisten», ¡pero no existen propiamente dicho!
Todos los seres dotados de sentidos tenemos la habilidad natural de percibir las cosas sustanciales gracias a sus sensaciones. Éstas son trasmitidas al cerebro, donde son procesadas y contrastadas con aquellas que tenemos guardadas en la memoria fruto de la experiencia. El resultado es un conocimiento puramente «sensorial» o «físico», que nos dice si la cosa sentida es «positiva» o «negativa», «útil o inútil», de acuerdo a la experiencia acumulada en la memoria. Es así como los animales y las plantas resuelven sobre las cosas con su mera sensación; es decir, aprenden a relacionarse sin necesidad de pensar si aquello que ven o sienten «existe o no existe». Para ellos resulta suficiente con saber que «consisten» y «en qué consisten», no como idea sino como cosa o sustancia.
Por tanto es inútil hablar de existencia cuando la percepción que lleva al conocimiento superficial de una cosa no requiere más que la prueba de su consistencia. No es que no «exista», es que todavía no ha llegado el momento de utilizar esta voz en particular, cuyo sentido no es tan amplio y generoso como solemos otorgarle, sino que queda «restringido» a la prueba «mental» de una cosa consistente; es decir, que deben suceder otros «fenómenos» más complejos que la mera sensación física para que podamos utilizar con propiedad la voz «existencia».
Volviendo a Descartes, él sí utiliza correctamente la voz existencia, pues la considera el resultado de un proceso mental más elaborado que la mera sensación, que llama correctamente «pensamiento»: «Pienso, luego soy», o «Pienso, luego existo», si pienso en mí como forma de ser. Para completar el axioma con plena lógica, podemos decir: «No pienso, luego consisto», o una forma «impensada» de ser, pero con «posibilidad de existir».
¿Qué hemos hecho? ¿Hemos negado nuestra «existencia» por el hecho de no pensar? No, simplemente hemos utilizado la voz adecuada a su propio contexto. Si no pensamos y tan solo sentimos estamos en el contexto puramente «físico», pero si pensamos y descubrimos nuestro ser y nuestra existencia, estamos ya en el contexto «metafísico». Es por tanto una cuestión de método, y la existencia misma es tan sólo una voz que tiene sentido «dentro de un pensamiento» y no un simple proceso de percepción de los sentidos.
Pero el dilema en torno a la existencia no se remonta a Aristóteles sino a su maestro, Platón, pues dentro de las sensaciones puramente físicas no sólo está la «sensación» sino también la «visión», es decir, la «apariencia» de una cosa, lo que nos dice que estamos ante la presencia de algo que es «aparente» porque se nos «aparece». Sin embargo una vez más estamos ante el mismo error de método, y éste es especialmente grave para el discurrir de la filosofía, pues nos preguntamos si lo que se nos aparece existe, y si decíamos que la existencia está dentro de un pensamiento, aquello que vemos pero en lo que no pensamos «tan solo es aparente», y tiene la «posibilidad de existir», ¡pero todavía no existe!
El error consiste en apresurarnos una vez más y llamar «existencia» a lo que no es más que simple «apariencia». Este argumento sirvió a Platón para explicar el origen de las ideas con su famoso «mito de la caverna», pues trató de demostrarnos que la «existencia de las cosas estaba desligada de su apariencia», y tal como hemos visto, no es así. Pero se trata de una simple cuestión de método y de contexto, puesto que todo lo que aparece no existe «verdaderamente», ya que si no pensamos en ello con la intención de «hacernos una idea de lo que vemos», no podemos pasar de la certidumbre de su apariencia ni establecer lo verdadero de su existencia, por tanto lo «lógico» no es llamarlo «existencia» sino «apariencia».
Platón no estaba equivocado y estableció la diferencia entre lo «aparente» y lo «existente», que llamó «dóxa» y «epísteme», pero incurrió en el error de método de no considerarlo como una mera cuestión de contexto y de «evolución», sino que para él cada cosa tenía pleno sentido por separado. Esto mismo sucede con el dilema entre «creación» y «evolución». De manera que la existencia de las ideas no podía provenir de la apariencia de las cosas, sino de la luz fuera de la caverna, ¡y llevaba razón!
En efecto, las cosas que aparecen ante nuestro sentido de la visión sólo pueden surgir de la «no apariencia», es decir, de «no verlas» porque están ocultas en la claridad total de la luz fuera de la caverna de Platón. De manera que todo lo aparente «surge de la luz».
El dilema podemos plantearlo en estos sencillos términos: ¿Existe todo lo que vemos? Todo depende del proceso posterior que sigamos tras la experiencia de la visión misma, y si la visión proviene realmente de una cosa o de una sugestión en nuestra imaginación, es decir, de un sueño.
Si nos conformamos con «apercibirnos de una cosa por su apariencia» no podemos decir que exista sino que «aparenta ser» tal y como se aparece ante nosotros. Esta percepción no nos dice nada sobre la forma de ser de lo percibido como la cosa que es, sino que nos muestra una vez más «algo que es aparente y se ve», en tal caso no podemos decir que existe propiamente, sino que tal y como aparece desaparece, sin dejar rastro de su existencia. Es decir, todo lo que vemos puede existir, pero si no pensamos en ello con el fin de hacernos una idea, debemos conformarnos con decir que es «aparente», sin que hayamos llegado a confirmar que es «existente».
En torno a este error de método gira toda la polémica sobre la existencia de Dios, pues aunque Dios estuviera a la vista y fuera perceptible, es decir, aparente, la propia teología carece del lenguaje adecuado para otorgarle la existencia, pues sus «cualidades» no pueden ser convertidas en «atributos», de manera que de su apariencia pueda ser «procesada en la mente» para hacernos una idea de acuerdo a las exigencias del entendimiento, como son la entidad de un ser lógico y razonable que esté contenido en un objeto.
Sería muy extenso detenernos a establecer la relación entre la certidumbre de una aparición y la posibilidad de su existencia, no obstante como tal aparición «sugiere su existencia», puesto que hemos dicho que «todo lo que aparece tiene la probabilidad de existir con sólo que pensemos en ello». El problema es que la sugestión de la imagen de Dios tiene tales cualidades que la razón no puede establecer sus atributos formales, al menos todavía. Para la teología Dios «es si está en una creencia», es decir, en la imaginación, y no necesita la prueba de su existencia, cuya voz no está en su lenguaje, como lo prueba este pasaje de Tertuliano:
«Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. [...] Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón.»
Pongamos el caso tan común de dos inocentes pastorcitos que dicen haber tenido la «visión» de la Virgen María. Supongamos que «ven a la Virgen» en una «aparición», no podemos decir que «exista lo que han visto», sino que se trata evidentemente de una «aparición sin existencia». Es «cierto» que la han visto, pero no es «verdad» que haya existido lo que han visto, puesto que tan sólo tienen la certidumbre de una «aparición».
En resumen, tanto en el caso de la sensación como de la visión, si no pensamos en lo que sentimos o vemos, tampoco podemos decir que «existe», sino tan solo que «consiste» o «aparece». Volviendo una vez más al axioma de Descartes ahora lo completamos con este otro: «No pienso, luego aparezco»; soy una aparición, un sueño, un fantasma sin existencia probada, pero tengo la probabilidad de existir apenas piense en lo que veo y siento, o más propiamente, en lo que me impresiona.
Si ya hemos establecido que «consistencia», «apariencia» y «existencia» no son más que los tres contextos de la percepción de una cosa: la sensación, la sugestión y el pensamiento, ahora nos queda saber por qué razón estamos tan interesados en que las cosas que ya sentimos y vemos, además queremos que existan. En otras palabras, ¿qué utilidad tiene la existencia?
Para el conocimiento en sí mismo de las cosas la existencia carece de utilidad, puesto que podemos conocer con la simple sensación o visión de las cosas, base del empirismo. En el primer caso basta con guardar en la memoria sus características y en el segundo su imagen.
Nuestro perro nos conoce por nuestro olor personal y por nuestra imagen, de ellas deduce que se trata de una persona «positiva», porque lo alimentamos y «buena» porque somos su «amigo» y no somos agresivos. Es decir, nos conoce de dos formas específicas, que pese a lo controvertido de esta afirmación, podemos decir que el conocimiento del perro es «físico» y «ético», o «genético» y «ético», puesto que es capaz de «valorar» nuestra imagen como «buena o mala». Si se encontrara ante otra persona agresiva que lo hubiera maltratado, guardaría en su experiencia una «valoración mala de su imagen», por lo que forzosamente debe distinguir el bien del mal.
La naturaleza puede resolver todas sus necesidades vitales con el conocimiento que proviene de estas dos «formas de ser», es decir, «siendo consistente y aparente», pero no necesita ser «existente», esa es una exigencia propia de la mente del ser humano, lo que nos permite calificarnos de «animales racionales» o con «entendimiento». De manera que la existencia aparece en el vocabulario cuando necesitamos más certidumbres que aquellas que nos aporta la sensación de la consistencia o la visión de la apariencia de las cosas. Pero ¿por qué somos tan exigentes?
Para ilustrar el argumento que justifica esta exigencia reproduzco literalmente este pasaje del Génesis, porque sin necesidad de más razonamientos, lo expone con meridiana claridad:
«6. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. 7. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.»
Es decir, Eva no se conformaba con lo que era consustancial a la naturaleza de todas las cosas, consistir y parecer, sino que también quería poseer las cualidades de lo «divino», es decir, el «entendimiento». Según la serpiente el descubrimiento de la existencia (incluida la de Dios) no debe llevarnos al conocimiento sin más, sino al «entendimiento». Y Eva al morder la manzana descubrió su «existencia», de la que ya conocía su imagen y su sustancia, primero de la manzana y después de sí misma.
El descubrimiento de su existencia le «abre los ojos», curiosa expresión para alguien que ya tiene la capacidad de la vista, con la que vio perfectamente la imagen de la manzana. El Génesis, que es un asombroso relato absolutamente «lógico», pese a ser simbólico, lo que quiere decir es que Adán y Eva «fueron por primera vez conscientes de su existencia», es decir, que de la certidumbre de «consistir y parecer» pasaron al grado superior de la certidumbre de «existir». Era inevitable que sucediera, pues la existencia estaba en el entendimiento de su recién estrenada intuición, sin duda un fenómeno nuevo de la misma evolución. En otras palabras, se les «abrió la mente». La «causa primera de la existencia» es la conciencia del ser, y el ser lleva implícito necesariamente una «forma de ser».
He citado al Génesis porque probablemente no haya un argumento o relato en la historia de la filosofía que exponga de forma más simple y veraz las causas del «nacimiento de la conciencia, del ser y de la existencia», y con ellos, las ideas, y si no menciona la intuición es porque utiliza su propio lenguaje, para el que la intuición es simplemente la fe. Pero seguimos sin tener una respuesta más concreta y práctica para la utilidad de la existencia, aunque hemos avanzado que gracias a ella «abrimos los ojos a la realidad» y descubrimos la forma de ser de las cosas. Pero ¿por qué es tan importante descubrir la forma de ser de las cosas? En primer lugar para «ordenarlas» y en segundo para «entenderlas».
El entendimiento nos abre una nueva perspectiva que no está en el conocimiento en sí mismo. Mientras que sin necesidad de la existencia podemos saber si las cosas son positivas o negativas, buenas o malas, ahora además podemos saber si son «verdaderas» o «falsas», algo que no nos preocupaba cuando nuestra mente era la equivalente de un animal. En otras palabras, el efecto del descubrimiento de la existencia es la posibilidad de «descubrir la verdad de las cosas», es por tanto ¡el nacimiento de la misma filosofía!
Sin embargo podemos seguir insistiendo una y otra vez en la misma pregunta: ¿Por qué es tan importante conocer si las cosas son verdaderas o falsas si sabemos qué son, y además si son positivas o negativas, buenas o malas? Podemos decir que toda la filosofía pragmática, positiva, empirista, científica o como se quiera llamar, ha llegado a la conclusión final de que la «verdad en sí misma» no debe ser ya el objeto de nuestro interés, sino que debemos volver a los orígenes, antes de morder la manzana, y conformarnos con conocer lo positivo y bueno de las cosas.
Esta actitud hace renuncia de la metafísica y del pensamiento que lleva a la existencia y se conforma con la consistencia y la apariencia de las cosas. Carece por tanto de un «fin trascendental», la razón de ser de la propia existencia. Los seres humanos, en especial los más cultos y avanzados intelectualmente hablando, hemos utilizado el entendimiento que nos ha aportado la filosofía para resolver con más eficacia nuestra mera supervivencia, pero carecemos ya de una «idea trascendental de esa existencia». Mantener esa búsqueda de la «razón de existir» nos lleva inevitablemente una y otra vez a las profecías de la serpiente: «El día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios.» Ahora a los pocos filósofos idealistas que quedan ya en el mundo, y que todavía están preocupados por el tema de la existencia, sólo le queda «descubrir la verdadera forma de ser de Dios» para saber cómo podemos llegar a ser nosotros tras haber mordido la manzana. Esta búsqueda subyace a través de todas las culturas como la única razón que da sentido a nuestra existencia, y que pese a las contrariedades y zancadillas del positivismo filosófico actual, deberemos alcanzar necesariamente.
En resumen, la utilidad de la existencia no es probar la consistencia o apariencia de las cosas, tarea de las ciencias positivas o de la teología, sino la búsqueda de la verdad en sí misma con el «objeto» de conocer la causa de la propia existencia. Pero se trata de una búsqueda que carece de utilidad práctica o aparente, por eso la metafísica puede ser sustituida por la física sin que el mundo se venga abajo. Podemos vivir sin metafísica, pero como «cosas» que consistimos o aparentamos, y sus consecuencias para el modelo social y económico que adoptamos, pero no podemos pretender que además «existamos», pues como sentenció Descartes, «si no pensamos, no existimos».
Iluminación, Conocimiento y Entendimiento
No todo lo que «conocemos» proviene del entendimiento, pues aquello que no ha sido razonado sólo puede provenir de la «iluminación», es decir un supuesto conocimiento basado en la «certidumbre» que se puede alcanzar con la mera apariencia, sugerido por una «revelación» y fundamentado en la «fe».
Si consideramos la iluminación como una forma de conocimiento es porque buena parte de la cultura de la humanidad en su conjunto se fundamenta sobre «certidumbres producto de la iluminación», que son «ciertas» pero no necesariamente «verdaderas». Es decir, se trata de un conocimiento basado en una «certidumbre», pero carente de una «reflexión razonable» que lleve a una «idea verdadera».
Podemos decir que «es cierto que hay Dios», pues tenemos la «confirmación de la certidumbre», pero no podemos decir «es verdad que existe Dios», porque deberíamos razonar la existencia de «una idea de Dios objetiva», que se correspondiera formalmente con un «objeto» al que llamar Dios.
Pero en tanto que lo cierto es «verdadero por defecto», la iluminación es también un conocimiento verdadero por defecto, que sólo espera pasar de la «certidumbre» a la «verdad». Este es el caso de la Biblia y de todos los considerados «textos sagrados», pero también puede ser cualquier relato u obra de arte «iluminada».
¿Es la imagen «verdadera» de Dios la que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? ¿Se trata de una obra de arte iluminada? ¿Por qué no? Pero ¿cómo saber que esa imagen «cierta» es la «verdadera»? En principio debemos pasar de la imagen a la forma, pues la iluminación no conoce las formas, sino las imágenes.
Al pasar de las imágenes a las formas lo que hacemos es «cambiar de contexto» y pasar de la certidumbre que nos trasmite el «espíritu» a la verdad que debe trasmitirnos la «mente». Es decir, para pasar de la certidumbre a la veracidad debemos convertir la «sugestión de la revelación» en «impresión en la razón», o lo que es lo mismo, pasar de la valoración de la imagen a la racionalización de su forma, precisamente lo que hizo el propio Miguel Ángel, o de otro modo no hubiera podido concebir la «forma de ser de Dios».
Pero es muy probable que Miguel Ángel no concibiera a Dios de acuerdo a su propia «intuición de Dios» sino sobre la interpretación de la «revelación de la imagen de Dios en los relatos sagrados», donde Dios crea al hombre «a su imagen y semejanza». No es por tanto una certidumbre intuida sino «inducida»; no está en la fe de Miguel Ángel sino en la «creencia de las Sagradas Escrituras», cuya iglesia representante es la patrocinadora y mecenas de esas «formas inducidas» que pinta Miguel Ángel. Es muy probable que el resultado hubiera sido distinto de haber sido intuida por el propio pintor.
Todo el arte religioso en general es «inducido» por la certidumbre contenida en el Antiguo y Nuevo Testamento, amen de los relatos populares atribuidos a los santos, como conocimiento iluminado que no es objetivamente verdadero, sino tan sólo por defecto, en tanto que «la certeza de una iluminación debe ser necesariamente una verdad por defecto», o de otro modo no sería un conocimiento fruto de la iluminación, es decir, no tendría su fundamento en la fe.
Las imágenes de la Capilla Sixtina son imágenes «ciertas» si consideramos a la Biblia como un conocimiento «iluminado», pero no serán «formas verdaderas» en tanto no demos con la idea formal que corrobore que esa imagen de Dios es la «verdadera imagen de Dios». Y esta última reflexión nos lleva al segundo contexto, al de la física o de la energía, donde la «iluminación» se hace «conocimiento» y proviene del instinto y no de la fe. Una vez más tenemos que el conocimiento de la ciencia no es verdadero, sino «potencialmente verdadero», pues procede de la certidumbre que nos proporciona la «consistencia de las cosas», pero no de su «existencia». La relación entre lo consistente y lo existente es más «objetiva» que aquella que se establece entre lo «aparente y lo existente» del contexto anterior, porque se da una relación directa y necesaria entre «objeto y sujeto», pero aún así «lo que consiste no es verdad en tanto no probemos que existe», y para ello debemos, una vez más, cambiar del contexto de la energía al de la mente, o de la física a la metafísica. Es decir, no buscar la prueba de la certidumbre en la «sensación» sino en la «impresión».
Podemos conocer todo aquello de lo que podamos tener alguna certidumbre con los sentidos, y estar seguros de que «consiste», incluso podemos saber en qué consisten considerando únicamente sus «características» pero no sus «atributos»; podemos saber si algo es sólido o gaseoso, dulce o salado, si está frío o caliente, pero no podemos saber más sobre su formas de ser, pues para ello deberíamos «convertir su sensación en una impresión», y la impresión proviene de su formas y no de su sustancia.
Así, podemos conocer la Torre Eiffel con solo tocarla y sabremos que es de un material sólido y férreo, pero si no consideramos su forma no podemos «tomar consciencia de su existencia», porque la existencia de la Torre Eiffel no la confirma su mera sensación a través de los sentidos, que tan solo prueba su consistencia, sino su «idea a través de la conciencia», que prueba su forma de ser y su existencia.
Por tanto «la ciencia tampoco puede establecer que lo que conoce es lo verdadero», sino tan solo que es lo cierto, porque es consistente y podemos sentir sus características y llegar a conocerlas. Lo que hace que una certidumbre científica se convierta en una verdad es, una vez más, convertir la sensación en una impresión, o lo que es lo mismo, encontrar una razonable causa de aquello que prueban los sentidos como cierto que no es más que una verdad por defecto.
Por tanto llegamos al tercer contexto, al de la mente, donde no alcanzamos conocimiento alguno, pues éste requiere de la memoria, sino que es el contexto donde se causa el entendimiento de todo lo que llegaremos a entender como «tal forma de ser», además de si existe y si es verdadero o falso.
Lo que sabemos acerca del universo es todo aquello que hemos podido «constatar» por medios «físicos», como telescopios, radiotelescopios, análisis moleculares, de la luz, etc., pero también por pruebas adquiridas por medios «teóricos», la llamada «física teórica», y ésta es posible porque las formas que conciernen al contexto de la mente no están tan sólo en las cosas sino en la estructura misma de un razonamiento, que alcanza a tener forma gracias a la lógica. Es decir, una idea es una «forma por defecto de una cosa en efecto» de la que sólo sabemos su voz y su significado.
Si trato de tomar conciencia de la idea de un árbol, lo que tengo es un razonamiento lógico basado en la «forma de un árbol según su idea contenida en su voz», que tiene pleno sentido porque he podido «conocer el árbol por su consistencia y su imagen». Si tratara de hacerme una idea sobre el universo, tengo su voz pero su idea es «incompleta», porque el razonamiento sobre el significado pleno de la voz «universo» no alcanza a ser «totalmente lógico» al carecer de la percepción de su forma e imagen en su totalidad.
En este último supuesto, sólo la propia razón podría ser capaz de «dibujar la forma lógica del universo en una idea razonable» si fuera capaz de encontrar la relación entre lo que percibo y veo y lo que no percibo ni veo, y esa es una tarea que sólo puede resolverse en la conciencia, cuyo resultado no es un conocimiento propiamente dicho, sino el entendimiento de algo que puede llegar a ser conocido físicamente, porque tengo ya su forma de ser en una idea.
Esta tesis no es ni mucho menos original, pues ya Averroes, uno de los primeros y más notables filósofos nacidos en nuestra península, la Córdoba del Al-Ándalus, en su «Gran Comentario» sobre Aristóteles considera el conocimiento como un proceso que tiene su origen en los sentidos, la imaginación, para finalmente «captar lo universal». Personalmente altero el orden, pues la cultura empieza en la «imaginación» y termina en la «razón». Por tanto la ciencia «práctica» no puede avanzar sin la «teórica», que para los efectos de mi propia tesis no son más dos de los tres contextos de la realidad en sí misma. Pero tampoco la teología puede pasar de la «certeza» a la «verdad» sin este mismo proceso. Las cosas se pueden «prever» en la imaginación, «preconocer» en el instinto y «preconcebir» en la intuición, que nos lleva a la razón y a la ciencia.
Y es así como se «crea y se concibe» todo lo nuevo, pues de la mera observación de la apariencia o la consistencia de las cosas se obtiene un «conocimiento mecánico», que debe limitarse a lo basado en la mera experiencia de lo «aparente y presente», sin posibilidad alguna de avanzar en el conocimiento «por defecto» que hay en las cosas «en efecto», es decir, no se puede conocer la «verdadera forma de ser de todo lo existente» porque no se «entiende».
Conclusión
En su novela «1984», influenciado por el pesimismo causado por lo avanzado de su tuberculosis, George Orwell describe el panorama desolador de una sociedad totalitaria, donde una de las normas fundamentales es que cada palabra tenga un único significado. Esto para Orwell es por sí mismo sinónimo de tiranía y ausencia de democracia.
La República de Platón parece que se trata de una dictadura de los «custodios», una clase inteligente supuestamente poseedora de la verdad absoluta. Hegel no puede evitar admirar secretamente a Napoleón, pese a los enormes sufrimientos que causa al pueblo alemán allí por donde pasa su «Grand Armée», porque considera que en el Estado «absolutista» está también la «verdad absoluta».
Los europeos estamos decididos a establecer ciertas «verdades por derecho» comunes a todos los países de la Unión, que puede llevarnos a una «sola verdad europea», lo que franceses y holandeses consideraron como un intento de restringir las libertades democráticas. En definitiva, que deducimos que la «verdad» parece que nos lleva necesariamente a la tiranía y a la esclavitud.
Sin embargo está la otra versión, la de la «palabra de Dios», Evangelio de San Juan, pasaje 8:32, que considera que la verdad debe producir el efecto contrario, es decir, «La verdad os hará libres». Pero ¿qué es la verdad?
La verdad debe ser el resultado de un razonamiento lógico, pero como tal no alcanza a ser más que el resultado de las premisas sobre las que se base ese mismo razonamiento y esa lógica. Por tanto la verdad no puede ser una certidumbre absoluta que abarca el conocimiento real de todo, sino un lento y progresivo «desvelar» aquello que todavía no entendemos. Es decir, la verdad no está en el conocimiento sino en el entendimiento.
Todo lo que conocemos es el resultado de la experiencia de algo que tiene una duración, de la que sólo podemos experimentar en su momento presente, pero ¿qué hay es su efectividad? La experiencia por sí misma no puede acceder a este conocimiento, puesto que lo que es por defecto es lo «por venir», o lo que no es todavía pero que «debe ser necesariamente». Por tanto la verdad sólo puede alcanzarse cuando se plantea dentro del contexto de la mente, como una conclusión fruto de un razonamiento «lógico», y el resultado es el entendimiento de algo, a lo que llamamos «su verdad», o «verdadera forma de ser».
Pero puesto que no hablamos de matemáticas sino de filosofía, no podemos ser lógicos en tanto nuestras lenguas no sean así mismo «lógicas» y estén «confundidas», según lo expone el pasaje del Génesis 11:1: «Cada una de las tribus descendientes de Noé tenía su propia región y su propia lengua».
Esta confusión de las lenguas no se refiere obviamente a las «diversas lenguas», sino a los «diversos significados de las palabras dentro de las propias lenguas». La razón de esta confusión está en la propia religión, o en el dogmatismo de la «palabra de Dios», cuya «verdad» (mejor debemos decir «certeza») no podía ser enunciada razonablemente, pero tampoco podía ser cuestionada en otros «contextos» con otras palabras, sino como una certeza superficial.
Para encontrar la verdad fue necesario «concebir otro lenguaje», aquel en que se pudiera enunciar una verdad de forma lógica y razonable, libre del dogmatismo de la «palabra de Dios». Este nuevo lenguaje no hizo sino «sustituir unas voces por otras», apartarlas del sentido dogmático y religioso, y otorgarles un sentido que pudiera entrar dentro de un discurso «verdaderamente razonable y lógico», inducido por la intuición o el instinto. Y gracias a ello surgió un nuevo lenguaje y un nuevo contexto, el de la ciencia, que debe iniciarse en Caldea y alcanza su primera síntesis en la culta Babilonia, más o menos cuando el relato bíblico supone que se produjo la «confusión», dando origen a una nueva percepción de la realidad apartada del dogmatismo de las religiones, la «física»; y de esos primeros matemáticos, gracias a su propio lenguaje, tenemos ahora conclusiones asombrosas sobre la composición del universo.
Varios siglos después el lenguaje se hizo todavía más «confuso» con el nacimiento del nuevo lenguaje de la filosofía, y la primera voz verdadera fue «noûs», es decir, «mente», pues con ella nacía un nuevo contexto, el de la «conciencia».
Son por tanto «tres lenguajes hermanos», pero celosos de su propio poder y posibilidades. Durante siglos se han combatido mutuamente. A finales del siglo XX cada uno de los lenguajes alcanza cierto «clasicismo», lo que significa su decadencia, porque ha llegado el momento del «ecumenismo» de los lenguajes y sus contextos, y en lugar de combatirse deben compenetrarse y entenderse mutuamente. Es por tanto el momento en que teología, ciencia y filosofía deben empezar a considerar la posibilidad de «compartir su poder y posibilidades», pues la verdad, pese a que sólo puede enunciarla la filosofía, esta en la teología como «creencia cierta» y en la física como «potencia cierta», pero en ningún caso «verdadera». Ha llegado pues el momento de dejar de combatirse, porque la libertad que nos promete la verdad, que no es exclusiva de la palabra de Dios, ni la verdad de la física, sino la «verdad que pueda ser compartida por los tres lenguajes y contextos». Y ésta ha sido la intención de este extenso prólogo, tratar de demostrar que no hay «tres verdades distintas, sino una sola expuesta con tres lenguajes diferentes».
Por último una necesaria observación: ¿Por qué este ensayo no tiene ni una sola nota de pie de página? Simplemente porque no se trata de un libro más sobre historia de la filosofía o un comentario de filosofía, en cuyo caso hubieran sido imprescindibles, sino de un libro de «creación de filosofía».
En los «Diálogos» de Platón tampoco hay citas de pie de página sino el recurso de traer a los propios filósofos que le precedieron o a personajes ficticios para que rebatan sus propias tesis, porque Platón tampoco está escribiendo un libro sobre filosofía sino que está «creando la filosofía». Platón no puede citarse a sí mismo y no puede citar a sus antecesores porque lo que expone son argumentos razonados por sí mismo, a partir de su propia intuición personal. Yo no he dicho en todo este libro que mis antecesores no razonaran correctamente, digo que lo han hecho sobre la premisa de otorgarle un sentido a ciertas palabras que ni lo tienen ni pueden tenerlo. Es decir, más que un problema de razonamiento el agotamiento de la filosofía se ha debido a un problema de lógica contenido en el uso del lenguaje.
He citado «sobre la marcha» a muchos de mis antecesores, en especial al propio Platón, pero no como referencia a su filosofía sino de su «metodología», pero no los puedo citar a pie de página porque ninguno de mis antecesores recurre a un «método previo» que aclare el significado real de los conceptos que utilizan en sus razonamientos, pese a que durante siglos ha sido obvio que el lenguaje filosófico era utilizado con frecuencia «fuera de contexto», algo de lo que se ocupa le hermenéutica, pero sin llegar al extremo de practicarle una severa «operación quirúrgica», separando claramente unos conceptos de otros para no confundir el lenguaje en su conjunto y hacerlo inútil para la filosofía.
LIBRO SEGUNDO: SOBRE EL SER
SER Y ESTAR, ESA ES LA CUESTIÓN
PRIMERA PARTE
«La filosofía es un silencioso diálogo del alma
consigo misma en torno al Ser.»
Platón
Prólogo
Para un recién llegado a la filosofía como es mi caso parece una tarea utópica pretender abordar un tema tan aparentemente complejo como es el del ser, sobre todo después de que un filósofo como Heidegger no fuera capaz de desarrollarlo completamente en un tratado como «Ser y Tiempo», cercano a las 500 páginas. Sin embargo a mí personalmente me parece un tema extraordinariamente simple y dudo de que sea capaz de superar las 50 páginas para desarrollarlo completamente. Es probable que se me pueda aplicar el dicho popular de que la ignorancia es atrevida, sin embargo me he esforzado en justificar la amplitud argumental sobre el ser de mis antecesores y, a pesar de todo, sigo creyendo que el tema es simple, y lo que se ha dicho sobre el ser adolece de un exceso de retórica, hasta el extremo de tener que recurrir a neologismos, y en cierta manera de un alarde innecesario de erudición y hasta algo de vanidad intelectual. Quien haya sido capaz de leer el monumental tratado metafísico «El Ser y la Nada» de Jean Paul Sartre, sabrá perfectamente a qué me estoy refiriendo.
Si el tema me parece simple es porque parto de un método que me permite delimitar claramente el contexto al que pertenece el ser, lo que me permite tratarlo sin incurrir en contradicciones como consecuencia de mezclarlo con otros contextos. Puesto que el ser pertenece al contexto de la conciencia o de la existencia, en oposición al de la imaginación o la apariencia, y la sensación y la consistencia, puedo dejar a un lado todo aquello que pertenece a la imaginación o a los sentidos. El estudio del ser no tiene relación inmediata con estos dos contextos; por tanto ni las cosas en sí misma ni las imágenes tienen relación con el ser.
Hecha esta separación debo delimitar con exactitud la amplitud del contexto del ser y su propia «naturaleza», que es la conciencia. He entrecomillado naturaleza porque quería expresar la analogía de la conciencia dentro de su propio contexto como «la naturaleza donde se causa el ser de las cosas»; es decir, un complejo y extraño lugar que es exclusivo de los seres humanos donde sucede algo que no puede ser ni visto ni mesurado, como es el ser de las cosas. Es decir, un lugar donde «nace» el ser de las cosas, de la misma manera que en la naturaleza física nacen las cosas mismas.
Todo lo relacionado con el ser tiene la misma insustancia, y si pretendemos relacionar con el ser algo que es sustancial, como son las cosas mismas, antes deben ser reconvertidas en insustanciales, para después ser trasladadas y resueltas en la conciencia, cualquiera que sea su relación con el ser, como son las ideas. No es posible mezclar cosas que son del contexto de la física con otras que lo son de la metafísica o de la teología. Las cosas del ser son exclusivas de la metafísica y ninguna voz proveniente de otro contexto puede ser relacionada directamente con el ser. Por ejemplo, un árbol es una cosa natural, pero para la metafísica es un objeto, de donde, a través de sus ser, se nombra como sujeto que es como árbol. Pero el árbol en sí mismo, como cosa natural no puede ser estudiado dentro de una reflexión del contexto del ser, es decir, de la metafísica. El estudio del árbol como cosa natural es propio de la ciencia o de la física, y como creación de Dios, de la teología.
Al limitar el estudio del ser al ámbito estricto de la conciencia, lo primero obvio que resuelvo es que no necesito ir tan lejos en mis investigaciones como debe llegar la ciencia o la teología, pues la conciencia no debe tener más de 50.000 años de existencia, al menos en nuestro planeta. Podemos decir que la conciencia surge como fenómeno de la naturaleza cuando algo, en este caso alguien, es capaz de representar la forma de ser de una cosa fuera de la cosa misma, y con esta extraordinaria experiencia también podemos decir que surge el ser de la cosa representada, y, por tanto, el ser mismo. Podríamos situar este prodigio exclusivamente a partir de la aparición de la especie humana Cromagnon, y los posteriores Neandertales, a juzgar por las pinturas rupestres encontradas en sus lugares habituales de residencia.
Por tanto lo que me propongo en este trabajo no es sólo discernir acerca de los atributos del ser, sino sobre todo sobre los del no-ser, puesto que antes de la aparición de la conciencia humana y del lenguaje las cosas simplemente no podían ser. Esto puede parecer una incongruencia, pero no debemos olvidar que no estamos tratando de averiguar qué son las cosas, sino qué es el ser de las cosas, que es muy distinto. Es decir, estamos interesados en encontrar el sentido de una voz que expresa una acción, ser, pero no la naturaleza de las cosas mismas, que es tarea de la ciencia el descubrirlo.
No puedo presumir de haber leído mucho a Heidegger, y de lo que he leído tampoco puedo decir que lo haya entendido todo, pero al menos estoy de acuerdo con él en dos cosas: la primera que el ser es el gran olvidado de la filosofía, y la segunda es que no hay duda de que ser es un transcurrir en el tiempo, pues el ser no es un sujeto sino un verbo, es decir, sea lo que sea «no es algo, sino hacer algo».
Sobre el ser y la conciencia
Lo más confuso en torno al ser es que no se trata de algo sino de hacer algo. Pero no de una acción física, como sería tomar un lápiz y hacer un dibujo, sino de algo metafísico cuyo soporte no es un papel sino la conciencia. Si en el primer caso la imagen es el resultado de la acción de dibujar, en el segundo las ideas son el resultado de la acción de pensar. Es decir, la acción de dibujar termina en una imagen; la de pensar en una idea. Por esta razón si queremos saber qué es el ser previamente tendremos que tener una idea clara y concisa de lo que es la conciencia.
La conciencia es la naturaleza inconsistente, cuya función es similar en todos los aspectos a la consistente, pues sirve para que algo «crezca», que obviamente no son plantas sino las ideas. La conciencia por tanto es una naturaleza insustancial, tan real como la sustancial, pero inconsistente. Podemos decir que la conciencia es un fenómeno necesario que se produce en la propia naturaleza, pero que no es el único, sino que además de la conciencia en la naturaleza existen también los fenómenos de la sensación y el de la imaginación.
A cada uno de estos fenómenos le corresponde un determinado contexto y una determinada forma de percepción para establecer las certidumbres sobre las cosas. El contexto del ser es el de la conciencia, el último de los fenómenos naturales, aunque sería más correcto decir «sobre naturales», pues suceden fuera de la propia naturaleza. Cada uno de estos tres fenómenos tiene un momento preciso de aparición a lo largo de la evolución. Por tanto, para ver con más claridad la causa de la conciencia es conveniente exponer a grandes rasgos este proceso y sus causas.
Para encontrar la causa de la conciencia es preciso remontarse al origen mismo del universo, es decir, al momento en que supuestamente toda la materia estaba totalmente concentrada, así como el espacio y el tiempo, y explotó liberando toda su energía. Tras un proceso de enfriamiento el proceso siguiente es, a partir de partículas simples, la formación de átomos cada vez más complejos y densos, hasta llegar al punto crítico en que fue posible la gravitación. La mayor parte de la energía liberada permaneció desarraigada de la materia formando un fondo cósmico de microondas, y en dos terceras partes del universo permanece todavía oculta en lo que llamamos energía oscura.
Pero lo que para nuestro tema interesa es algo fundamental, como es que las partículas que forman los primeros átomos tienen necesariamente la capacidad de «conocer» su polaridad y conservar este conocimiento a lo largo de su posterior evolución. Es decir, podemos decir que la materia desde su origen es «inteligente», porque sabe distinguir entre lo «positivo» y lo «negativo» de su carga eléctrica. Si el átomo no supiera algo tan elemental colapsaría y no tendría estabilidad. La segunda conclusión obvia es que no sólo debe conocer su polaridad sino memorizarla en el transcurso de su evolución o fusión entre sí, cuando forme otros elementos más complejos y pesados. En otras palabras, la materia desde sus mismos orígenes tiene conocimiento y memoria de sí misma, por lo que es posible la experiencia; o dicho de otra manera, la materia tiene historia de sí misma.
Lo que nosotros los seres humanos hacemos es trasladar ese conocimiento fuera de las cosas mismas, es decir, a la mente, y no sólo para conocerlas sino para entenderlas, pues la consecuencia de la aparición de la conciencia es el entendimiento.
De manera que ya podríamos decir que desde el origen del universo existe el ser, es decir, que las cosas han sido siempre desde el principio. Pero en tanto que la materia inorgánica carece del fenómeno de la conciencia, tendríamos que decir que se trata de un «ser inconsciente», que es lo mismo que decir que es un «noser-consciente», y puesto que el ser sólo tiene existencia a través de la conciencia, llegamos a la conclusión de que las cosas no pueden ser si no son en la conciencia de alguien, es decir, simplemente no pueden ser sin la conciencia.
Pero entonces nos preguntamos: ¿Qué pasaba con las cosas antes de la aparición de la conciencia? La respuesta es obvia: las cosas estaban donde fuera que estuvieran y fueran lo que fueran, fundamento del «Dasein» (ser ahí) de Heidegger, pero no eran, porque el ser es el proceso de tomar progresiva conciencia de su existencia en la conciencia. Es decir, para ser hay que descubrirlas; sacarlas de la oscuridad donde se encuentran, o iluminarlas para poderlas ver. Pero este ser ahí, o más objetivamente «estar ahí», no es conocerlas sino simplemente apercibirnos de ellas y de su existencia, o lo que es lo mismo, el ser no nos dice lo que son las cosas, sino simplemente que las cosas son. Para conocerlas deberemos seguir un proceso más complejo, hasta que el ser de una cosa se convierta en la idea de una cosa. Para entender este proceso debemos proseguir con la historia de la evolución del universo.
Cuando las sucesivas fusiones y la formación de nuevos elementos hizo posible la creación de la primera molécula orgánica, se produce un fenómeno completamente revolucionario en la materia, porque la propia materia tiene ahora la peculiaridad de ser en tanto se mueve, pues la vida no es algo que está ahí, en alguna parte, como está la materia inorgánica, sino que es hacer algo para estar viva.
Puesto que al igual que el ser es en tanto transcurre en el tiempo de una duración, es decir, un pensamiento, y deja de ser al final de su duración, la vida por la misma razón debe transcurrir en el tiempo de una duración y dejar de vivir una vez alcanzada su duración. Si vivir es hacer algo, morir es dejar de hacer algo; no es ser sino estar. O dicho de otro modo, la muerte es el resultado de haber vivido.
Esta nueva forma de ser inconsciente de la materia produce un primer fenómeno, es decir, genera algo que no está propiamente en la materia sino que podemos decir que emana de la materia. Si la vida es un ser ahí mientras transcurra en el tiempo, no sólo requiere del conocimiento fundamental que permita la consistencia de su materia, sino que requiere de un nuevo conocimiento que le permita ser en el tiempo. Ese conocimiento no puede estar en la elemental distinción de lo positivo de lo negativo, como es el propio de la materia y que se realiza en la propia materia, sino que requiere ampliar esta distinción a nuevas «sensaciones» causadas como consecuencia de sus nuevas características. Es decir, el fenómeno consiste en que ahora la materia viva tiene sensaciones, pero para las que la materia en sí misma no tiene lugar para apercibirse de ellas y relacionarlas entre sí, por lo que es necesario «algo» radicalmente nuevo donde estas sensaciones puedan ser convertidas en positivas o negativas, la única distinción propia de materia. Este algo es lo que Aristóteles llamó la «Psyche» y que nosotros hemos traducido por alma, que consiste en un fenómeno capaz de recibir el estimulo de las sensaciones y transformarlas en órdenes que hagan posible la vida en el transcurso de su duración. Se trata obviamente de lo que el propio Aristóteles llama el alma vegetativa que deben tener todas las cosas vivas, de ahí que su traducción al latín «anima», o aquello que hace posible la animación de cierto tipo de materia. Desde luego que Platón no vio la relación necesaria entre el alma como fenómeno de la propia materia, separándola radicalmente de las cosas y otorgándole cualidades propias y diferenciadas, hasta el extremo de considerarla prisionera del cuerpo.
Pero este lugar irreal, que es no obstante parte de la materia como uno de sus fenómenos, no es todavía la conciencia sino la sensación, como lo frío de lo caliente, lo seco de lo húmedo o lo oscuro de lo luminoso. Estas son sensaciones fundamentales para la supervivencia de los primeros organismos y no sólo deben ser conocidas sino traducidas a lo que la materia entiende, como es si son positivas o negativas, es decir, útiles o inútiles para la supervivencia. La primera sensación se produce en la psique, que todavía no podemos llamar la mente, la segunda en la materia misma, en lo que ya podemos llamar un cerebro capaz de decodificar las sensaciones y trasformarlas en negativas o positivas para enviar el consiguiente mensaje al órgano interesado. Es decir, con la aparición de los organismos aparece así mismo la psique y el cerebro, la primero es un fenómeno de la materia y el segundo la materia misma.
Pero todavía estamos en el contexto de la sensación, donde los organismos necesitan establecer contacto físico con las cosas para su percepción, porque no pueden ser percibidas de otra manera. Para la aparición de la conciencia todavía falta un fenómeno fundamental, como es el de la imaginación, y ésta no puede llegar hasta la aparición del sentido de la visión. Con la aparición de este revolucionario sentido natural las cosas ya no sólo se perciben directamente a través del contacto físico, sino indirectamente, por medio de su contacto visual; es decir, por primera vez en la larga historia de la evolución de los organismos, las cosas se pueden percibir sin necesidad de establecer contacto físico. En otras palabras, podríamos pensar que con la visión sin más ya tenemos la certidumbre del ser de las cosas que se ven. Pero el resultado de la percepción de la visión es sorprendente, pues las cosas que se ven por primera vez carecen todavía de forma, y tan sólo tienen imagen. Al mismo tiempo la imagen no nos dice si las cosas son positivas o negativas, incluso si están frías o calientes, secas o húmedas; tampoco trasmiten una sensación física concreta sino que producen una sugestión que se manifiesta como una emoción, pues tan sólo nos dicen si son «buenas o malas», y esto es precisamente lo revolucionario de la visión, descubrir el valor ético de las cosas que se contemplan por primera vez. Esta emoción es el vínculo necesario para que el cerebro interprete las emociones como positivas o negativas, dependiendo de si es una buena o mala imagen. De esta manera la visión adquiere una función vital, al prevenir a los organismos sobre el valor de las cosas que perciben. Tan importante es este fenómeno que la Biblia, según su versión de la creación del mundo, lo considera la causa del pecado por el que fuimos expulsados del mítico Paraíso terrenal:
«Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal.» (Génesis, 3:5)
Pero la imaginación es tan sólo la antesala de la conciencia, pese que ambas se manifiesten a través del mismo fenómeno de la psique. Lo que la imaginación proporciona a los organismos con el sentido de la visión son sugestiones que se transforman en emociones, pero para la aparición de la conciencia esas sugestiones deben convertirse en «impresiones».
Por ejemplo, el contemplar una flor su imagen nos sugestiona transmitiéndonos una determinada emoción puramente ética. Pero esa emoción no quiere decir que sepamos qué es lo que estamos contemplando ni por qué razón nos emocionan, porque las emociones no necesitan ser razonables; es decir, para emocionarnos no necesitamos pensar en aquello que nos emociona, pero es la causa de que nos atraigan ciertas cosas que tienen buena imagen, y de esta atracción surja finalmente la impresión de su forma. Sin una buena imagen las cosas no tienen interés y no pueden llegar a impresionarnos.
De la visión de la imagen de la flor sólo podemos tener la certidumbre de que algo «está» delante de nuestra vista que nos emociona, pero no puede «ser» en tanto que tras la emoción no seamos capaces de abstraer la forma de la flor en el espacio; es decir, la impresión que deja en el espacio, lo que la hace distinta a las demás cosas que también ocupan un espacio. Ese «ser distinto», de acuerdo a su forma espacial, es precisamente la causa de la impresión. Finalmente, después de millones de años de evolución, entre ciertos organismos superiores a los que llamamos genéricamente «Homo sapiens», surge el nuevo fenómeno revolucionario de la conciencia. Podemos decir que con la conciencia y la capacidad de percibir la impresión de las cosas aparece la «primera imprenta mental de la historia natural», o la capacidad de entender y conocer fuera de sí mismo lo que la naturaleza conoce por sí misma.
Sobre el ser y el tiempo
A partir de la percepción de la impresión de las cosas podemos decir que hacemos algo capaz de distinguir una cosa por su forma espacial. Anteriormente tan sólo sabíamos que las cosas estaban porque las sentíamos o nos emocionaban, pero esas certidumbres no podían ser guardadas fuera de las cosas mismas, sencillamente porque éramos incapaces de distinguir unas cosas de otras por su forma de ser, de manera que pudiéramos «representarlas» fuera de sí mismas por medio de una voz o un dibujo. Por esta razón debieron de transcurrir millones de años para que una sensación determinada pudiera guardarse físicamente en la propia materia y formase parte de la experiencia, es decir, del código genético de un organismo vivo. Sin la capacidad de percibir las cosas por su forma no había ninguna posibilidad de aprender con rapidez nuevos medios de subsistencia que nos permitieran adaptarnos rápidamente al cambio de las circunstancias ambientales, por esa razón no fue posible la aparición del ser humano hasta que no adquirimos esta capacidad.
Pero todo este proceso hasta la aparición de la conciencia, donde es posible concebir el ser de las cosas, significa que es necesaria la existencia del tiempo, que para nosotros tiene una causa y principio, y por esa razón debe tener otra causa para un final.
¿Qué es el tiempo? Sin duda que lo que contiene una duración. Todas las cosas tienen una duración limitada a un determinado tiempo. Podría servirnos como ejemplo algo tan familiar y simple como es la duración de la batería de nuestro teléfono móvil. En este caso la duración de la batería está determinada por un factor estable y otro aleatorio: el estable es la cantidad de energía acumulada y el aleatorio las veces que lo utilicemos. Si trasladamos esta idea al tiempo real, estamos hablando de la duración del universo y la energía disponible es la que pueda haber acumulada, tal vez como energía oscura, y el aleatorio es la velocidad con que se consume con la formación de nuevas estrellas y materia, que seguramente debemos asociar a la velocidad de la luz, que es relativamente constante.
La duración del universo es un tiempo comprendido entre su principio, 13,7 mil millones de años, y su previsible final, tal vez otros 10 mil millones de años más. Por tanto su duración debe ser de aproximadamente 24 mil millones de años. Lo que sucedió antes y sucederá después de esta duración no es tema para este breve ensayo sobre el ser, pues es suficiente con que nos hagamos una idea del tiempo que nos afecta directamente.
Lo importante de una duración es que por extensa o breve que sea, ésta siempre transcurre en un instante de lo que llamamos «presente»; es decir, una duración es una cantidad de tiempo que transcurre siempre en un instante en movimiento. Es en ese instante donde se producen todos los fenómenos de lo que también entendemos como la realidad. Tanto el pasado como el futuro son tiempos irreales e inexistentes. El pasado es lo que «está» porque ha sido, en tanto que el futuro es lo que «no está» porque todavía no ha sido. Por tanto, el ser no puede ser ni en el pasado ni en el futuro, sino tan sólo en el presente. Pero podemos decir que en el pasado está la huella del ser que ha sido, es decir, todo lo que está, está en el pasado, y todo lo es, es en el presente, pero no puede estar en el presente. Por ejemplo: el registro de una llamada perdida en nuestro móvil es la «huella» de lo que fue una llamada durante unos instantes del presente, que ya es pasado, pero no podemos tener la huella de una llamada que se está produciendo en el presente o que se producirá en el futuro. Cuando hablamos por teléfono estamos «haciendo algo en un tiempo presente», pero cuando dejamos de hablar, queda el registro del haber hablado, que ya no «es», sino que «está» registrado en la memoria de llamadas del móvil.
Sólo en el presente las cosas tienen «presencia», es decir, son. Si las cosas están en el pasado ya no son sino que fueron, o simplemente decimos que están en el pasado.
Por tanto podemos decir que desde la perspectiva del tiempo las cosas están en el pasado, son en el presente y serán en el futuro, pues el instante del presente siempre se adentra en el futuro, y por tanto el futuro no está sino que será. De donde se deduce que el ser no-es, tanto en el pasado como en el futuro, sino tan solo en el instante del presente, porque el presente no está sino que es. Es decir, el ser puede no-ser, pero no en el instante del presente, sino en el pasado y el futuro; el primero porque es un tiempo que ya no es y en el segundo porque se trata de un tiempo que será.
Heidegger expone la misma idea pero a mi entender con una argumentación excesiva e innecesaria, dada la simpleza de la relación que existe entre el ser y el tiempo.
El ser y el objeto
Puesto que el ser es un concepto que pertenece a la metafísica ningún concepto de la física o de la teología puede incluirse en una reflexión metafísica. Por esta razón las cosas no pueden incluirse en esta reflexión, sino que deben ser sustituidas por su equivalente pero que tenga relación directa y lógica con el ser. Por ejemplo si pienso en un árbol, estoy pensando en una cosa con características físicas, pero para ser consecuente desde el punto de vista de la metafísica debo pensar en el árbol como algo que tenga características estrictamente metafísicas, y la primera contradicción es que el ser de las cosas no tiene características sino atributos; es decir, necesito algo que tan sólo tenga «forma de ser» pero no sustancia o imagen. Del árbol no me interesa conocer si es verde o amarillo; alto o achaparrado; si tiene una buena o mala imagen, sino simplemente si «es verdaderamente un árbol». Para estar seguro no me sirve el color, que es una característica, ni la imagen, que es una cualidad, sino su forma en el espacio, que es un atributo.
En la naturaleza hay infinidad de cosas amarillas, pero tienen formas distintas; también hay miles de cosas que nos atraen por su buena imagen, pero también tienen distintas formas, por tanto lo que las distingue unas de otras no son ni sus características ni sus imágenes, sino su forma, pues salvo aquellas cosas producidas por las máquinas, las cosas naturales todas tienen distintas formas. Un modelo de automóvil puede fabricarse con diferentes colores, pero eso no quiere decir que el color nos diga que es un automóvil.
Por la misma razón de acuerdo al gusto de cada uno, la imagen de uno amarillo nos puede sugestionar más que otro de color negro, pero la sugestión en sí misma tampoco nos dice que se trata de un automóvil, tan sólo algo con una determinada imagen. Por tanto, lo que nos dice que es un automóvil no está en el color ni en la imagen, sino en la forma. Y las cosas reducidas a su forma, sin características ni cualidades, son los objetos, que tan sólo tiene atributos. Los objetos son la pura impresión de las cosas que son, por tanto, lo que es, es el objeto y no la cosa en sí misma.
Cada ser se corresponde necesariamente con un objeto, porque «es el objeto», y están de tal manera relacionados entre sí que el ser no puede ser si no está en el objeto, es decir, si no es «objetivo», lo que quiere decir que es verdadero. Para la metafísica las cosas son los objetos, en tanto que para la física son las cosas mismas y para la teología las criaturas. No es posible descubrir la causa del ser si no sabemos previamente cuál es la causa del objeto, que como hemos visto, es la consecuencia de extraer la huella o modelo de las cosas en el espacio, exenta de cualquier característica o cualidad. Así el ser humano es un objeto como forma, cosa como sustancia y criatura como imagen. Dentro de una reflexión metafísica el ser humano es necesariamente un objeto o no sería, pues sólo el objeto confirma que es verdaderamente.
El ser de las cosas no sólo nos dice que son, sin discernir si son verdaderas o falsas, sino que puede llegar a decirnos cómo son, discerniendo si son verdaderas o falsas; es decir, nos dice que son en tanto algo indeterminado y desconocido, y cómo son en tanto algo en concreto, determinado y conocido.
La diferencia está en si el objeto ha sido o no ha sido representado con otra forma, que deviene en el sujeto, y si esa otra forma, «subjetiva», porque está fuera del objeto, es igual o diferente del objeto. Si es igual es verdadera; si no es igual es falsa. Pero incluso aunque un objeto sea escaneado en tres dimensiones y reproducido también en tres dimensiones con el súper ordenador más moderno del mundo, el sujeto siempre es falso, porque nunca será idéntico al objeto de donde proviene la reproducción; es decir, todo sujeto es necesariamente falso, porque siempre se trata de la representación subjetiva de un objeto, ya que ser es la causa de nombrar un objeto físico para convertirlo en un sujeto mental. No obstante, puede ser «prácticamente verdadero», como en el supuesto caso del ejemplo expuesto de un objeto reproducido en tres dimensiones, con todos sus detalles formales.
Por tanto, la relación entre el ser y el objeto es obligada, pero el ser mismo no está ya en el objeto sino en el sujeto, y es necesariamente una reproducción del objeto. En otras palabras, la verdad «está» en el objeto, y no puede ser trasladad objetivamente al sujeto.
El ser y el sujeto
En su libro «Fedón» Platón pone en boca de Sócrates la idea de que el objeto sólo puede ser conocido verdaderamente a través de la reflexión en torno del sujeto, «usando sólo de la inteligencia pura por sí misma». Lo que Platón quiso decir es que si el objeto contiene la verdad pero ésta no puede ser demostrada objetivamente a través del sujeto, la verdad sólo es posible si está en el propio sujeto. Es decir, las cosas que perciben nuestros sentidos son una mera excusa para dar con la verdad que está en el sujeto como resultado de una reflexión razonable y lógica, sin que nos preocupe ya las características que los sentidos transiten de las cosas en sí. Por tanto, según Platón las cosas sólo se conocen verdaderamente gracias a una reflexión metódica, razonable y lógica en torno al sujeto.
Para entender este punto de vista pongamos este simple ejemplo. Supongamos que contemplamos una planta que conocemos con el nombre de manzano. Sabemos que es un manzano porque tiene sus atributos formales, como son la forma específica del árbol y los frutos que produce. Pero dos pasos más allá vemos otro manzano que, sin embargo, tiene una forma distinta del anterior pero sigue siendo un manzano. Si aplicamos la teoría de que la verdad está en el objeto y el sujeto es el nombre por el que lo conocemos, deberíamos distinguir cada manzano con un código específico; es decir, «manzano 234, manzano 235, manzano 236», etc. Pero de esta manera no llegaríamos nunca a saber cuál de todos los manzanos es el «verdadero», pues todos son verdaderos en sus diferencias objetivas. En otras palabras, como son objetos diferentes, también deben ser sujetos diferentes. O dicho de otra manera, todos los manzanos son verdaderos y ninguno de ellos en particular es el manzano verdadero.
Esta solución es razonable, pero supone abandonar todo intento de encontrar un «ser verdadero», pues todo es verdadero en cuanto objeto y falso en cuanto sujeto. Platón culpó de esta incapacidad para alcanzar la verdad a los sentidos, que eran capaces de distinguir claramente las diferencias entre el «manzano 234» y el «manzano 235». Pensó que si prescindíamos de los sentidos y tomamos la idea de manzano en sí misma, diríamos que es un árbol que produce manzanas, sin que tenga una forma ser determinada sino «indeterminada» o simplemente «ideal», sea cual sea, pues ya no importa el manzano sino la idea de manzano en sí. La forma ideal del manzano puede ser cualquier forma, según sea nuestro sentido estético, pues estamos hablando de un sujeto que se ha desentendido del objeto; es decir, de algo que ya es subjetivo, por tanto lo ideal debe ser también subjetivo.
Platón ve grandes ventajas en el resultado de esta reflexión, pues a partir de ella el ser humano, que es el único que se hace este tipo de reflexiones, puede tener la certidumbre de haber «inventado su verdad», y con ella un mundo totalmente nuevo, que es verdadero a pesar de ser subjetivo, y falso en tanto que es objetivo. Dicho de otra forma, Platón convierte el sujeto en objeto. Pero la solución es lógica, pues si la verdad está en el objeto y es imposible traspasarla al sujeto, la verdad objetiva no puede ser para el ser humano, y por tanto la verdad que tiene alguna utilidad para sí mismo es la subjetiva.
A partir de Platón nace una nueva era con un mundo nuevo, que no es objetivo pero sí el verdadero para el ser humano. Aristóteles no entendió la conveniencia de esta «falsa» solución, pero el sentido humano del idealismo platónico terminó por imponerse, pues desde entonces el mundo de los seres humanos es el que nosotros creemos que es el verdadero y no el verdadero en sí mismo; es decir, es subjetivo. No obstante, esta era prácticamente concluye en el siglo pasado, tras el existencialismo y con la llegada de la posmodernidad, en la que estamos adoptando las tesis de Aristóteles, donde la verdad sólo está en la forma de ser del objeto, y debemos admitir la relatividad de nuestras verdades culturales. Es, en otras palabras, el fin del idealismo y el triunfo definitivo del realismo científico o, simplemente, materialismo científico.
Los efectos más notorios en la cultura social es el renovado interés por la naturaleza, pero no como idea romántica y subjetiva, sino como algo que debe ser preservado tal y como es «objetivamente».
El ser y la nada
Es evidente que ser es una acción, un hacer algo, o un movimiento en la conciencia. Por esta razón la libertad es una condición necesaria para ser, pues ser es un constante adentrarse en el futuro de lo que todavía no es; es una aventura que requiere libre albedrío para tomar decisiones en la medida que se está siendo. En esta sencilla reflexión se resume la tesis fundamental del existencialismo y su pesimismo, pues en tanto que el ser no está no tiene donde sustentarse, en otras palabras, tal y como lo expresa Sartre, «el ser se sustenta en la nada».
Pero un concepto tan enigmático como la nada requiere mucha más atención. La pregunta desconcertante en torno a la nada es ésta: «¿Es algo la nada?», o en otras palabras, la nada ¿es o no es? La respuesta es simple si recordamos la relación del ser con el tiempo, en este caso también podemos decir que la nada no es pero está en lo que hay fuera del presente, el mismo caso que para el pasado. Por tanto, llegamos a la conclusión de que si en el futuro está la nada, la nada no es, pero está. De esta manera se contradice parcialmente la afirmación de Parménides de que la nada no es, porque no hace mención a la posibilidad de que la nada no sea, pero esté. Pero las cosas se complican cuando hablamos del pasado, puesto que tampoco es, pero está la huella del ser que ha sido y que es visible en el presente; es decir, son esas huellas lo único que es «algo verdaderamente», y ese algo contiene la historia del pasado, por lo que podemos decir que el pasado también no es nada; es decir, no-es, pero está, porque está lleno de algo que permanece integro en el presente; presente que está precisamente en las huellas del pasado y no en el ser. Es decir, el pasado no es nada y algo al mismo tiempo; nada en cuanto que no es, y algo en cuanto a que está acumulado en el presente. Por esta razón Gasset dijo aquello de que «el ser humano no tiene naturaleza, sino sólo historia». Es decir, lo único real es la historia, cuyas huellas están siempre en el presente y se adentran constantemente en el futuro. Contradiciendo a Sastre, ahora podemos decir que «el se ser sustenta en su historia».
Como hemos visto la nada también tiene relación con la duración, pues en toda duración hay una parte con un tiempo pasado, que no es nada en sí mismo pero está llena de lo que ha sido, y otra parte con un tiempo porvenir que está por suceder y que no es nada en tanto no sea.
Un ejemplo simple que nos permite comprender este argumento es lo que sucede cuando instalamos un programa en nuestro ordenador. La «duración» de la instalación suele figurar junto a una barra en blanco, dentro de la que aparecerá progresivamente una zona negra y móvil, que constituye la acción de instalar en sí misma, es decir, el «ser» de la instalación. El extremo derecho de la barra móvil constituye el instante en que se produce el «ser de la instalación», y en la misma barra negra está la huella de la instalación, que ya es historia, en tanto que en la zona todavía blanca está la «nada» temporal de la duración, que deberá llegar a se necesariamente «algo», y una vez finalizada la instalación, desaparecen tanto la nada como el todo, así como el presente; es decir, el ser, pues la instalación ya no es, sino que «está instalada», pero que no obstante sigue en el presente de la memoria del ordenador.
También podemos decir que para respondernos a la pregunta de si la nada es, decimos que en tanto que el ser no es algo, sino hacer algo, la nada ni es ni está durante la acción de ser, pero está tanto en la huella del ser que ha sido, que está también en el presente, así como en el porvenir del ser que será. Aristóteles diría que la nada es simplemente lo «potencial» que está en la forma de ser de las cosas, pero este es un concepto de la física y no tiene sentido en una discusión estrictamente metafísica en torno al ser. La potencia es la capacidad que tiene la energía de producir un trabajo, y todo trabajo produce necesariamente algo. Por tanto, la nada es lo que está en el tiempo porvenir, que no es sino que está, y por tanto llegará a ser para estar en la parte concluida de una duración.
Por esta razón la nada es temporal, así como el todo y el mismo ser, y solo está si la duración no está concluida, pues una vez concluida el ser no transcurre y la nada no puede llegar a ser algo. Este sería el momento del colapso del ser, que al no tener tiempo para ser no puede ser. Naturalmente que en tal caso no se cumpliría la tesis de Hegel sobre una síntesis final y absoluta, donde no hay ser porque está en «todo-lo-que-ha-sido, sino que, o bien simplemente el ser desaparece en otra forma de nada no razonada en nuestra reflexión, pues debería de ser dentro de la duración de una dimensión superior (caso del programa instalado en el ordenador), o se volvería a repetir el ciclo «todo-nada» una vez más, para que el ser vuelva a moverse y sea posible «hacer algo»; es decir, la historia del ser debería repetirse on-ser.
El ser y la mente
Ya hemos visto que el ser es un hacer algo. Pero ahora podríamos decir que el hacer produce siempre algo físico concreto, o al menos directamente relacionado, y sin embargo desde el contexto de la metafísica ese hacer algo no puede producir sino causar, por lo que la propia expresión «hacer» está fuera de contexto. No decimos voy a hacer un pensamiento, sino simplemente voy a pensar en tal cosa. Por tanto debemos ser más específicos y decir que el ser no es hacer algo, sino «causar» algo; es decir, ser la causa de algo, de manera que es evidente que todo lo que es, es por causa del ser. Este constante causar algo debe transcurrir en un cierto espacio-tiempo, que no puede ser el espacio físico, puesto que no hacemos nada físico, sino metafísico; es decir, mientras las cosas las produce la naturaleza, los seres, como habíamos visto en anteriores capítulos, los causa la conciencia.
Pero tanto la naturaleza como la conciencia necesitan, no sólo de un estímulo sino de una fuerza capaz de producir las cosas o causar los seres. En la naturaleza ya sabemos que es la energía, asimilada a través del metabolismo de la materia orgánica; en el contexto de la conciencia esa fuerza es la mente, asimilada a través de las síntesis que llevan a las ideas. Es decir, el ser no sólo se sustenta en su historia sino que es gracias a la actividad que proviene de la mente. En otras palabras, la mente es la energía que mueve al ser, que se sustenta en su historia. De la misma manera podemos decir que la energía es lo que mueve la naturaleza, que también se sustenta en su historia. Por tanto, energía y mente son, en realidad, una misma cosa, pero expresadas en dos contextos distintos, el de la física y de la metafísica.
Todavía podemos decir que nos falta un estímulo fundamental en ambos casos: en la energía para producir, y en la mente para causar. En el primer caso el estímulo que hace fluir la energía es la polaridad; en el segundo el estímulo que hace fluir la mente es la dialéctica, es decir, la «polaridad» entre la duda y la certidumbre, es decir, el no-ser. En el contexto de la energía la polaridad produce una potencia que genera un trabajo de donde surge algo; en el de la mente, la dialéctica causa la voluntad que provoca el pensamiento de donde surge un ser, o dicho de otro modo, el vacío que causa la duda misma es la causa de la voluntad que provoca el deseo de certidumbre, y hace posible que las cosas sean.
Por tanto si en el contexto de la energía hay cosas, en el de la mente tan sólo hay seres. Todo lo que es, es por causa de la mente; y todo lo que está, está por causa de la energía. De esta manera establecemos que el ser debe contener mente para ser, en tanto que las cosas deben contener energía para estar. Esta no es una reflexión nueva, pues ya Einstein enunció con su famosa ecuación «E=mc2» que las cosas son estables debido a la energía en reposo que poseen. Por esta razón podemos decir que los seres son debido a la mente en reposo que contienen; es decir, todo lo que es, es mental, pero no es en la mente sino en la conciencia, puesto que la mente no es más que un fluir en la conciencia, de la misma manera que la energía es un fluir en la materia.
De manera que no podemos preguntarnos ¿dónde está la mente?, pero sí ¿qué es la mente?, pues hemos visto que la mente no está sino que es. Naturalmente que para conocer cuáles son los resultados de la mente, es decir, donde «está» aquello que se causa en la mente, deberemos cambiar a un contexto donde las cosas no sean sino que estén; es decir, al contexto de lo físico, y en tal caso podeos decir que lo que es en la mente «está» en el cerebro, que es algo físico, capaz de contener algo que ha sido en el pasado y que está en el momento presente, donde se causan las cosas que son. Con esta reflexión he tratado de argumentar la diferencia entre mente y cerebro, habitualmente confundidos entre sí por falta de método que nos permita analizar cada cosa en su propio contexto.
Como argumentaba en otros capítulos anteriores, la mente es el resultado de la aparición de los sentidos, que los griegos llamaron «psique», porque es necesario un fenómeno fuera de la materia capaz de «entender» las cosas por su sensación, visión o impresión, y enviar el resultado al cerebro para que produzca una reacción física que transforme estas sensaciones, visiones o impresiones, lo que llamamos entendimiento, en conocimientos concretos que sean «positivos» o «negativos», de manera que puedan ser asimiladas por el organismo y sean de utilidad para su supervivencia.
La mente no tiene otra utilidad que la de proporcionar estabilidad a lo que la duda desestabiliza gracias al entendimiento, de la misma manera que el cerebro tiene como utilidad la de coordinar la funciones físicas del organismo para proporcionar también estabilidad y hacer posible su supervivencia gracias al conocimiento. Es decir, la mente es a la estabilidad psíquica, o el entendimiento del ser de las cosas, como el cerebro es a la estabilidad física, o el conocimiento de las cosas mismas, ya que el ser no puede ser conocido, puesto que no está, sino entendido, puesto que sólo es. Es decir, lo que es tan sólo tiene atributos, en tanto que lo está tan sólo tiene características.
Nos quedan por considerar las supuestas «cualidades» del ser, pero en tanto que éstas no son del ser, ni de las cosas, sino de las imágenes, o mera apariencia de la cosas, no pertenecen al contexto de la mente ni al de la energía, sino al de otro fenómeno de la materia como es el «espíritu», cuya relación con el ser estudiaremos en un nuevo capítulo.
El ser y el espíritu
Decía ya en el prólogo de este breve ensayo que la imaginación o la apariencia, y la sensación o la consistencia, no tienen nada que ver con el ser, y ahora pretendo relacionarlo con el espíritu, que pertenece al contexto de la imaginación. Sin duda que debe de haber una contradicción que trataremos de aclarar.
Desde que los estoicos llamaron pneuma a cierto principio o soplo animador de la naturaleza, la confusión en torno a lo que hemos traducido como alma es notable, sobre todo en filosofía. Si la física estoica hubiera tenido un conocimiento más preciso de la materia, hubiera dicho que la pneuma en realidad es la energía, pues básicamente este es el principio que anima a la naturaleza.
Hasta ahora hemos visto dos formas de ser, la natural o la vida, y la mental o la conciencia. Ambas no están en parte alguna sino que simplemente son, lo que está es la materia que sustenta la estructura misma de los organismos vivos, y el cerebro que sustenta la estructura resultante de un pensamiento, lo demás «son» fenómenos.
Naturalmente que es fácil asociar la mente al espíritu, ya Locke lo hizo, pero resulta una incongruencia que una misma idea o concepto tenga dos voces distintas, por tanto sin duda debe de haber una clara diferencia entre ambos, y mente y espíritu deben tener funciones distintas.
La primera sorpresa lógica a la que nos lleva nuestra reflexión es que el espíritu ni es ni está, puesto que el ser es el resultado de la mente y el estar de la energía. Este «misterio» es lo que hace que el espíritu sea algo huidizo para la conciencia como idea de algo que no puede ser ni estar, pero que de alguna manera se manifiesta y es perceptible.
No es posible determinar qué es el espíritu si no es con un método que lo haga necesario e imprescindible, además de perfectamente diferenciable entre energía y mente, dentro del proceso de la evolución natural de las cosas. No sirve decir que el espíritu «puede ser» esto o lo otro, sino «debe ser» esto o lo otro por necesidad, pues sólo puede ser aquello que tiene una causa, o simplemente una razón de ser. De manera que si el espíritu es algo, para saber qué «es» debemos conocer previamente su causa.
En el transcurso de este breve ensayo he pasado por alto un proceso intermedio en la formación de la conciencia, el que hay entre la sensación y la impresión de las cosas. Este algo es la sugestión.
Con la aparición del fenómeno de la visión decía que los organismos perciben las cosas indirectamente por su imagen, sin necesidad de establecer contacto físico, pero en un principio la imagen sin la concepción de su forma no puede causar una impresión, por tanto tan sólo produce una sugestión que se percibe como una emoción. Esta emoción no nos dice si aquello que vemos y que tiene imagen es verdadero o falso, está frío o caliente, o simplemente si es positivo o negativo, sino algo revolucionario, como es el valor de lo que vemos; es decir, si es una imagen es buena o mala. Como tal valor carece de «forma de ser» y aquello que trasmiten no puede ser interpretado como un sujeto, porque en realidad no puede ser interpretado de ninguna forma, ya que es algo que en un principio no sucede ni en los sentidos ni en la conciencia, sino en la imaginación, que es la visión de un mundo que no existe.
La percepción de las imágenes y la sugestión que producen es necesaria para que las cosas provoquen nuestra atención, si las cosas carecieran de imagen simplemente no las veríamos. Es decir, si hubiera una cosa que no tuviera imagen tal cosa no sería visible. Las imágenes de las cosas nos permiten apercibirnos de ellas y al mismo tiempo valorarlas como buenas o malas. Esta elemental valoración se transforma a través del estímulo de la emoción en una sensación positiva o negativa. Es entonces cuando tiene alguna utilidad para los organismos que las perciben.
El misterio de esta percepción consiste en que en la imaginación vemos «algo» que no es una cosa, carece de sustancia y por tanto de imagen, entonces ¿de dónde proceden las cosas que vemos en la imaginación? La pregunta no tiene una fácil respuesta si consideramos que la imaginación antecede a la conciencia en el proceso de la evolución, por tanto no podemos decir que provienen de la impresión de las cosas que hemos visto y conocido por su forma de ser. Es decir, no es posible imaginar algo que no se conoce. Por ejemplo podemos preguntarnos ¿sueñan los animales? Pero ¿qué sueñan?, pues si no pueden hacerse una idea de los que ven ¿cómo pueden reproducirla en su imaginación? Entonces nos preguntamos ¿con qué sueñan los animales? Sin duda que con las mismas imágenes, buenas o malas, que han percibido durante la vigilia, sin que necesiten saber si son o cómo son, es decir, sin que «sean». Se trata de una transposición sugestiva de las imágenes que percibimos a las que imaginamos. Es, sin duda, una forma de representación, pero podemos decir que sin forma de ser, es decir, es la transposición de imágenes informales que no son ni están.
Cuando los seres humanos, dotados ya de conciencia, imaginamos algo concreto en estado de vigilia, se trata de una transposición formal de una imagen que concebimos previamente a la imaginación. En este caso existe la voluntad de imaginar, puesto que conocemos lo que imaginamos y es algo formal, por tanto el proceso es inevitablemente lógico y razonable, pero cuando soñamos las imágenes surgen sin que tengamos voluntad de que sean, por tanto «aparecen» y «desaparecen» en nuestra imaginación pero no son ni están, pues al no haber voluntad de ser no sólo no son, sino que carecen de lógica y de razón de ser, es lo que llamamos simplemente soñar. Para entender este proceso lo mejor es volver a poner un simple ejemplo cotidiano. Si mis lectores son conductores sin duda que habrán cometido alguna infracción de tráfico por no respetar una señal de tráfico. La posible excusa que habrán dado al policía es que no se habían apercibido de la señal. Pero el policía no puede admitir esta excusa, puesto que probablemente se trataba de una señal perfectamente visible con un vistoso color rojo, además de una «forma» concreta que indicaba la prohibición causa de la infracción. ¿Qué ha sucedido? Sin duda que el conductor estaba distraído en otros pensamientos y no se apercibió de esta señal. Es decir, la señal aparecía y su imagen era perceptible, pero al tener la mente ocupada en otras ideas, no fue capaz de «extraer la impresión de su imagen para reconocer su forma»; es decir, podemos volver al argumento anterior y decir que «aparecía, pero no era ni estaba», por eso no la vio realmente, tan solo le pareció que había una señal pero no fue consciente de ella hasta que el policía le denunció.
Pues bien, ese mundo fantasmagórico de cosas que aparecen pero no son ni están es lo que crea el espíritu, que es anterior a la mente, o la formación de la conciencia. En realidad podemos decir que es la manera en que se aperciben de la imagen de las cosas aquellos organismos con sentido de la visión, pero sin el atributo de la conciencia; es decir, la manera en que se aperciben de las cosas la mayoría de los animales.
Por esta razón todas las transposiciones que hace Hegel sobre el espíritu: absoluto, objetivo o subjetivo son incongruentes, o prueban que Hegel cuando se refiere al «Geist» está sin duda hablando de «otra cosa» que no puede ser el espíritu. Lo mismo podemos decir de sus antecesores, desde Descartes, Locke, Hume, Kant, Leibniz o Berkeley, a pesar de que al menos Locke distingue claramente entre spirit y mind.
Sin duda que la idea más precisa es la que surge durante el renacimiento de algo «sutil e impalpable», pues podemos decir que el espíritu es todo lo relacionado con lo aparente que no se concibe formalmente. Por esta razón estos no seres tan peculiares permanecen en un lugar tan fantasmagórico como es la imaginación y no pasan a la conciencia en tanto no son reconocidos por su forma de ser, y sólo entonces «son».
En resumen, no existe relación directa entre el ser y la apariencia, por lo que podemos establecer que el espíritu necesariamente debe preceder a la mente.
Por último cabe justificar por qué decimos que algo es el espíritu de ciertas sustancias, como por ejemplo «el espíritu de un pueblo» o de su historia. Sin duda que se refiere a ese mundo fantasmagórico anterior a la conciencia, donde el pueblo se hace aparente; tiene la apariencia de un pueblo que puede llegar a ser un verdadero pueblo, por lo que se supone que el «espíritu del pueblo antecede al pueblo que ya es». Hegel hace de esta sencilla reflexión un complejo tratado tan inútil como extenso e incomprensible. Lo que sucede a la apariencia de las cosas no es tan sólo su ser sino necesariamente su existencia, cuya relación con el ser veremos en el siguiente capítulo. de esta manera ya tenemos resumidos los tres contextos de la realidad, como son el de la energía o de los sentidos, que distingue lo positivo de lo negativo; el contexto del espíritu o de las apariencias, que distingue entre lo bueno y lo malo; y el contexto de la mente o de la existencia, que distiguen entre los verdadero y lo falso.
El ser y la existencia
Estamos ante una voz como es «existencia» que no parece ser necesaria, pues es evidente que todos entendemos que lo que es debe de existir, por tanto resulta extraordinariamente complicado encontrarle una razonable explicación para su necesidad. De hecho la expresión es de origen latino y no está emparentada con el griego, de donde provienen la mayoría de las voces del contexto de la filosofía. Sin embargo en mi opinión tiene pleno sentido filosófico y si no la tuviéramos habría que crearla.
Si recordamos los atributos del ser vemos que debe de estar necesariamente en movimiento, y que deja una huella tras haber sido, lo que constituye no sólo la historia del ser sino que hace posible la existencia de algo a lo que llamar «presente», pues «parte del ser» se detiene para «estar». Ese estar del ser es en realidad el presente donde sucede el propio ser, porque sin ese presente el ser no podría ser. Pues bien, ese «ser-fuera-de-sí» dentro del presente debe ser la existencia. Pero esta conclusión es algo precipitada y sin duda requiere una más extensa aclaración.
Si vemos el origen semántico de la expresión «existo» proviene del verbo latino «sisto» que en su sentido intransitivo significa «estar» pero en el transitivo significar «ser», que con el prefijo «ex» expresa en efecto «ser fuera de sí». Es decir, la existencia no es el ser sino un ser ya fuera de sí, donde da comienzo el «estar en sí», pero que tan sólo está en el instante del presente, es decir, en el instante en que «el ser es».
Pongamos un ejemplo. Si yo simplemente digo: «soy Jaime Despree», ¿cómo sabré que existo si tan solo he mencionado un ser que está en movimiento? Lo sabré si completo la expresión con «soy Jaime Despree y vivo en Alemania». Lo que he hecho es añadir a la «acción» de ser la «reacción» de estar, de manera que ambas sucedan de forma simultánea en el tiempo presente. Pero puesto que estamos en el contexto de la metafísica debería decir que he añadido a la «causa del ser» el «efecto de su ser», ya que estoy hablando de un sujeto, «Jaime Despree» que deviene de un objeto, «lo que está aquí», y que no necesita un nombre para estar. Pero si ahora digo: «Jaime Despree fue y vivió en Alemania», lo que estoy diciendo es que el ser Jaime Despree dejó cierta huella durante su «tránsito como ser» porque escribió un breve ensayo sobre el ser, pero que «ya-no-es», y sin embargo está la huella de su «ser-aquí», porque el pasado tiene la capacidad de estar en el presente, junto con el ser y su estar aquí, en el presente.
Comprendo que más de un lector se habrá perdido en el transcurso de estas reflexiones, y no es de extrañar, pues el tema de la existencia y su relación con el ser es sin lugar a dudas uno de los más complejos de la metafísica. Pero tal vez con un nuevo ejemplo se haga más comprensible.
Supongamos que asistimos al rodaje de una película en el plató de un estudio. Hay dos actores que están representando una determinada escena, y naturalmente están siendo filmados. Sabemos quiénes son los actores, pues se trata de «fulanito de tal y fulanita de tal». Gracias a estos dos nombres sabemos quienes son y por supuesto también sabemos que «son», pero si además sabemos que están es por dos cosas fundamentales, la primera es porque «están-actuando» y la segunda porque nosotros «estamos-pensando» en ellos y llegamos a la conclusión de que no sólo son sino que están, porque insisto «están-haciendo-algo» y nosotros también «estamos-pensando-algo» para estar seguros de esta afirmación. La prueba de que es así es que la cámara los está filmando y cada uno de los fotogramas de la filmación es distinto del anterior.
De esta experiencia extraemos dos conclusiones fundamentales: la primera es que el ser que no hace nada no puede ser, estar ni existir, pero por el contrario el ser que hace algo puede ser, estar y existir; la segunda conclusión es que al hacer algo cada instante de ese hacer algo es distinto del anterior, lo que se prueba con la filmación. También sabemos que ese algo sucede exclusivamente en el momento en que se toma el fotograma, es decir, en un instante que llamamos presente. No importa lo rápido o lento que se sucedan los fotogramas, cada uno forma parte del pasado tan pronto como la cámara graba el siguiente.
De acuerdo a este simple ejemplo podríamos decir ya que el ser sólo existe cuando hace algo. De esta manera podemos entender el axioma cartesiano «Pienso (hago algo), luego existo», porque si no pienso y no hago nada, no puedo ser ni existir.
También podemos resumir esta idea de otra manera: el ser no sólo debe ser, ser en movimiento, sino que debe hacer algo para existir. En el resultado o efecto de lo que hace es donde está la prueba de su existencia. Por tanto a Descartes no le basta con pensar para existir, sino pensar en algo, en sí mismo o cualquier otra cosa, para que exista sí mismo o ese algo en lo que esté pensando, que es el efecto de la causa de pensar en algo. Esta salvedad está ausente en la mayoría de los comentarios sobre este axioma. Incluso el mismo Descartes lo omite.
Naturalmente que nos queda por hacer una importante matización, como es que podemos causar algo o hacer algo; en el primer caso se trata de un pensamiento que causa una ser, es decir, propiamente existir, pero en el segundo caso se trata de una acción física concreta, como actuar, hablar, reír o bailar, según sea el papel que debamos interpretar, en cuyo caso no podemos decir que existimos, puesto que no se trata de causar un ser con el pensamiento, ni la consiguiente idea, sino producir algo con los gestos de un cuerpo físico concreto. Es decir, ya no estamos en el contexto metafísico del ser y del sujeto, sino en el contexto físico de las cosas. En el contexto de las cosas no se da el caso del ser que está fuera de sí, sino que las cosas no son sino que están, es decir, no se piensan y no devienen en sujetos, permaneciendo en el objeto, y por tanto están consigo mismas o en sí mismas, en cuyo caso la expresión existencia, debe cambiar de prefijo, y en lugar de «ex» debe ser «con», «estar-con», es decir, «consistir». De manera que aquello que es pero que está dentro del contexto físico, como la naturaleza y aquello que produce, no existe propiamente dicho, sino que consiste en algo físico, con características, pero sin atributos o cualidades.
Para finalizar este nuevo capítulo, debemos mencionar una vez más el raro caso del contexto de lo aparente o del espíritu, donde están las cualidades de las cosas, y donde se encuentran las imágenes inconcebibles de las cosas que no alcanzan a ser objetos. Precisamente porque aparecen pero no pueden ser concebidas, tenemos algo que tan solo tiene apariencia y que no sabemos qué es y por tanto no puede ser.
Por esta razón podemos decir que «los espíritus no existen ni consisten» pero «aparecen en la imaginación». En realidad todas las teologías de todas las religiones tienen sus fundamentos mítico-históricos en estos «fantasmas» inexistentes del remoto pasado inconsciente de la humanidad, que no obstante aparecían en la imaginación de quienes las fundaron, y que con la adquisición posterior de la conciencia se interpretaron como ideas con sentido ético y moral, supuestamente útiles para la convivencia social. Es inevitable que la razón termine por imponerse y se pruebe que sólo existen aquellos seres que provienen de la reflexión sobre el objeto y no de la apariencia de la imagen de cosas que son inconcebibles.
Epílogo: La razón del ser
Después de todo cuanto he tratado de argumentar en torno al ser, este nuevo capítulo parece ya innecesario, pues está probado que la causa del ser es el no-ser, que hay en la «nada» de lo que será, es decir, en lo porvenir, pues el ser debe necesariamente transcurrir en el tiempo de una duración con futuro.
Seguramente que el lector recordará el argumento de Parménides para probar que el ser siempre es y no puede no-ser, «Es justo que sea lo que se dice que es», puesto que para este filósofo la «nada no es». El error consiste en considerar el ser como un sujeto que es al mismo tiempo objeto, es decir, que es y está al mismo tiempo, tanto en el pasado como en el futuro, lo que es inconcebible, razón por la cual el ser de Parménides no tiene movimiento.
Este ha sido, y sin duda seguirá siendo, uno de los temas más controvertidos de la metafísica, porque hemos visto que el ser como sujeto deviene en objeto cuando es una idea de sí mismo sin que tenga una causa, principio del idealismo, y que parte precisamente de este filósofo. Si el ser puede ser en sí mismo sin causa no puede haber no-ser, puesto que el no-ser es precisamente la causa del ser. Pero habíamos visto que esta solución contradice la realidad física, y el ser no viene del «cielo», sino de la naturaleza, pues sólo hay ser cuando hay conciencia de sí, que como hemos visto es un fenómeno natural.*
También podemos decir que el error consiste en considerar el ser como todo lo que es en el presente, como algo estático, cuando es evidente que el ser es un transcurrir, o como muy inteligentemente denominan los ingleses, «being», «siendo», porque el presente es siempre un «presente continuo» en el contexto de una duración, donde el pasado está probado que ha sucedido, en tanto que el presente es probable que suceda.
El ser surge gracias a que hay noser en el futuro de su duración, y seguirá siendo mientras haya nada o futuro, que es no-ser, en la duración.
Naturalmente que si consideramos la duración misma como un «ser» tenemos la conclusión inmovilista de Parménides o su discípulo Zenón. Ese todo que constituye la duración de algo no es en su totalidad sino en su temporalidad, es decir, sucede dentro de su tiempo y espacio. La duración está contenida en las cosas, que no son sino que están, pero la duración en sí misma no transcurre, y por tanto no puede ser.
Porque el ser es un presente continuo donde el pasado está probado y el futuro es probable, el futuro es necesariamente temporal, pero limitado a la duración de las cosas, y no al tiempo en sí mismo. Lo que quiero decir es que cada cosa tiene su razón temporal de ser, con su presente continuo, su pasado y su reserva de futuro, pero en tanto que todas las cosas están contenidas en una «cosa» a la que temporalmente consideramos «incontenida», es decir, que no está contenida a su vez en otras cosas, como es el universo, decimos que todas las cosas individuales tienen su duración dentro de la duración total del universo. De acuerdo a este supuesto, quedan todavía 20 ó 30 mil millones de años de «no-ser» para que el ser siga siendo; es decir, la causa del ser individual está en la duración total del universo.
Naturalmente que esta es una solución irracional y absolutista, que es razonablemente insostenible, y que nos lleva al ser inmóvil de la filosofía idealista desde Parménides, pero en tanto que la física teórica, que es la alternativa a la entumecida metafísica actual, no aporte pruebas, teóricas o físicas, de la existencia de otras dimensiones espacio-temporales donde pueda estar contenido nuestro universo, los filósofos no podemos hacer otra cosa que exponer nuestros razonamientos lógicos sobre esta probabilidad, que no se basan en el comportamiento de la luz, la energía o la materia, sino simplemente en los atributos lógicos del «ser en sí mismo».*
La causa del ser de las cosas
Si decimos simplemente que la realidad es todo lo que es, necesitamos urgentemente respondernos a la pregunta: ¿Qué es el ser? Aparentemente el ser surge de las cosas que observamos. Por ejemplo, si vemos un árbol decimos «es un árbol». Si estuviéramos completamente a oscuras y no viéramos nada no podríamos observar nada y por tanto no se nos ocurriría decir que algo es si no lo vemos. Este ha sido uno de los puntos de partida de la historia de la filosofía. Pero hay un segundo punto de vista bastante más sutil y que hemos de tener también en consideración. Si nos paramos a pensar con más detenimiento en la frase «es un árbol», vemos que en realidad el ser del árbol ha surgido porque lo hemos dicho o pensado. Podríamos contemplar el árbol durante horas y no decir nada ni pensar nada, en cuyo caso el árbol no sería, porque al no pensar en algo no hay ninguna posibilidad que lo que no se piensa sea; es decir, no es posible que sea lo que no se piensa que es. Lo que nos prueban estos dos argumentos es que tenemos dos posibles perspectivas para averiguar la causa del ser: la sensación de las cosas o el pensar en las cosas.
Empecemos por estudiar el primer caso.
Si el ser está en el árbol, porque consideramos que no es razonable que pueda ser sin ser, aceptamos que todas las cosas son, y no hay nada que no sea. De manera que estamos rodeados de seres, o lo que es lo mismo, de un ser absoluto sin no-ser, y que es todo lo que es, por lo que no puede moverse en ningún sentido. Podemos decir que este ser es todo lo que es, dividido en partes, o seres individuales. En ese caso tenemos que eliminar del diccionario aquellas voces asociadas o derivadas del no-ser, como nada, nadie o ninguno, y en matemáticas debemos prescindir del cero. No hay tal cosa como la nada; no existe la posibilidad de que no haya nadie y siempre hay alguien; siempre hay alguna cosa, y los números deben ser expresados en caracteres romanos, porque tenemos que prescindir del cero. Entre otras cosas, no es posible la actual revolución digital, basada en combinaciones binarias entre ceros y unos. Es evidente que esta solución es bastante polémica, y sin embargo todavía se considera viable.
Ahora analicemos el segundo caso.
Si decimos que el ser está en quien lo piensa, las cosas en realidad no son, porque el ser no es algo estático e inmóvil asociado a las cosas, sino una acción pasajera, tanto como dure un pensamiento. En este caso el ser no es algo, sino hacer algo, y por tanto no solo hay no-ser, sino que nada es en tanto no se piense en ello, y el ser dura lo que dure el acto de pensar en algo. Luego, en lugar de estar rodeados de cosas que son, estaríamos rodeados de cosas que no son, es decir, de la nada; no hay nadie en ninguna parte, ni ninguna cosa, y todo es cero en tanto no empecemos a contar algo. Incluso nosotros mismos no somos nada en tanto no nos pensemos como la cosa que somos, y tan pronto como dejáramos de pensar en nosotros mismos dejaríamos también de ser y no seríamos nada, lo que es bastante paradójico, pero que sin embargo es otro de los fundamentos de la filosofía hasta el existencialismo. Todos conocemos la frase «Pienso, luego soy» de Descartes, que viene a resumir lo expuesto acerca del ser causado por un pensamiento, y que no está en las cosas. También es conocida la tesis de Jean Paul Sartre de que «el ser se sustenta en la nada», que corrobora plenamente lo que hemos argumentado sobre esta segunda opción del origen del ser. En este caso si queremos vernos rodeados de cosas que son, las cosas deben de ser pensadas constantemente. Es decir, para que aceptemos este supuesto, y al mismo tiempo aceptemos también que el ser no puede no-ser, es preciso que la mente del ser humano no deje ni un instante de pensar en algo, porque si dejara de hacerlo, las cosas no serían.
Como vemos el tema del ser se vuelve extremadamente complejo y polémico y uno no sabe a qué carta quedarse, ni cuál es la verdadera causa del ser. Por tanto tenemos que ser más exigentes y recurrir a una metodología más adecuada que nos lleve a alguna solución que contemple ambas opciones y las resuman en una sola, pues no puede haber dos causas para el ser de las cosas.
El primer paso es detenerse a analizar la estructura misma del lenguaje que utilizamos, para encontrar el verdadero sentido de la voz «ser», y el segundo es reflexionar acerca de la propia facultad de pensar, porque es probable que la solución provenga de ambos.
Analicemos el primer caso.
Si en lugar de decir «es un árbol», dijera simplemente «árbol», la simple afirmación del sujeto confirmaría su ser. Si digo «árbol» es porque en algún momento me he apercibido de algo con este nombre, y si lo nombro es que es. Lo que este sencillo ejemplo nos dice es que el ser parece que está verdaderamente en el sujeto, y el verbo es un complemento innecesario para la investigación sobre las causas del ser. Es decir, por el momento decimos que en el principio fue el sujeto, y no el verbo.
Supongamos que aceptamos la solución de que el ser está en el sujeto. Pero el sujeto necesariamente debe tener un nombre o un pronombre, como hemos visto en el supuesto de «árbol», o incluso si carece de un nombre concreto puede nombrarse como «algo», que sigue siendo el nombre de un sujeto, pero indeterminado. ¿Por qué el sujeto necesita un nombre? Porque de otro modo no podemos nombrarlo y no puede ser.
Entonces resulta que el sujeto es el resultado de nombrar algo a lo que es posible ponerle un nombre, de ahí que con su afirmación tenemos suficiente para saber que es. Incluso ese algo que somos nosotros se le puede poner el pronombre «yo» y se convierte en un sujeto, y ya somos. Entonces aparentemente esto nos lleva a la conclusión de que el ser no parece que esté en el sujeto, sino en algo de donde proviene el sujeto, es decir, en el objeto, y estos provienen a su vez de las cosas.
La paradoja es que con esta conclusión volvemos a la tesis inicial, pues sin las cosas no habría sujetos que nombrar, y el ser, que como vemos no está causado por el verbo sino por el sujeto, no puede ser. Por tanto volvemos a considerar que el ser no es hacer algo, sino algo; es decir, el ser está en una cosa u objeto, que es porque puede ser nombrada como un sujeto, con lo que estamos al cabo del camino.
Para salir de este embrollo podríamos buscar una solución parecida a la que encontró Aristóteles y decir que el ser se dice de varias formas: una como el ser de las cosas que nombramos, y otra como el ser de las cosas que no nombramos. Pero esto es contradictorio y confuso, y aún aceptando que la solución es aceptable, buscamos una manera de expresar ambas ideas con otras voces que difieran pero que mantengan el mismo sentido, y podemos decir que las cosas en las que pensamos son, mientras que las cosas en las que no pensamos están. De esta manera no incurrimos en contradicción alguna, pues estamos probando que las cosas que son están causadas por un movimiento, ya que el ser es causado por la acción de pensar, mientras las cosas que están no son causadas y permanecen tal y como están, ya que para estar no necesitan de nadie que las piense, porque no contienen el ser.
Pero para hacerlo todavía más simple podemos decir que el sujeto es al ser de las cosas, como el objeto es al estar de la cosas. De esta manera las cosas puede «estar» donde quiera que sea sin que sea necesario que nadie las piensen ni que sean, pero solo son pasajeramente cuando alguien las piensa, es decir, las nombra, porque ya estamos hablando de un sujeto. Con esta solución las cosas que son pueden no-ser, pero las cosas que están no pueden no-estar, lo que es obvio.
Para los que tengan alguna idea de la lengua alemana, ya saben que en este idioma, sin duda adecuado para la filosofía, hay una voz clara y determinante para justificar la existencia de las cosas que en cierta manera concuerda con nuestra reflexión en castellano, como es «Da-sein», que significa «un ser que está allí o en alguna parte». Sin embargo, y sin ánimo de polemizar acerca de cuál de los dos idiomas es el más adecuado para la filosofía, es evidente que lo que puede ser una ventaja se convertirá posteriormente en una desventaja, pues en esta expresión el ser queda atrapado en el estar allí, de manera que no se puede enunciar por separado de la cosa que está pero no es, en tanto que en castellano podemos hacerlo perfectamente, lo que nos facilitará las cosas cuando el ser evolucione hacia la existencia en un paso posterior. Otro gran filósofo alemán, Fitche, propuso una solución similar a la expuesta en nuestra argumentación, pues para él el yo no es una cosa sino un acto. Pero hemos visto que el yo es una cosa en cuanto que está, y es un acto en cuanto que es. En el primer caso no es porque no es nombrado y tan sólo está, y en el segundo es porque es nombrado, y nombrar es sin duda una acción. Así podemos decir que en el principio estaban todas las cosas y posteriormente fueron siendo, a medida que fueron nombradas y reconvertidas de objetos en sujetos.
En resumen, podemos decir que la realidad objetiva, por su relación con el objeto, es la que está; en tanto que la realidad subjetiva, por su relación con el sujeto, es la que es. ¿Qué utilidad tiene este argumento? Varias y fundamentales. La primera es que podemos establecer que lo que es, debe estar necesariamente; en tanto que lo que está no es necesariamente mientras no sea pensado y nombrado por alguien, o lo que es lo mismo, conocido. La razón es obvia, pues lo que es consiste en descubrir progresivamente lo que ya está, pensándolo y nombrandolo para convertirlo en un sujeto reconocible, en tanto que por esta misma razón lo que está debe ser necesariamente mucho más extenso de lo que conocemos, o de otro modo conoceríamos todas las cosas que están, lo que no es el caso. De esta manera, podemos estar seguros de que el universo no es todo aquello que sabemos sobre él, sino que hay cosas, como partículas elementales o galaxias, que están ahí esperando «ser» descubiertas.
La otra utilidad es paradójica pero también importante, pues mientras las cosas que están pueden evolucionar de acuerdo a sus propios principios, es decir, están en movimiento, las que son sólo pueden evolucionar de acuerdo a los principios cognoscibles de nuestra mente. Y la paradoja consiste en que la acción de pensar, que es movimiento, causa seres estáticos y sin movimiento, que evolucionarán en ideas. Es el principio del cinematógrafo, cuyo efecto visual consiste en proyectar fotos fijas en movimiento. Por tanto, no sólo tenemos que pensar en las cosas, sino mover su ser ordenadamente en la conciencia para que podamos hacernos una idea de cómo son las cosas que están. Tanto Platón como Aristóteles llegaron a esta misma conclusión, pero expuesta con otros argumentos. En el caso de Platón sus ideas innatas provienen de las cosas que ya están y que tarde o temprano serán descubiertas o ideadas; en el caso de Aristóteles lo argumenta como resultado de la forma de las cosas que están, y que evolucionan de acuerdo a sus propios principios, o potencialidad.
Por todo lo argumentado podemos deducir que conocer consiste en descubrir el ser de las cosa que están y nombrarlas para recordarlas y ordenarlas. Conclusión a la que deseaba llegar desde el principio de esta argumentación, como es que el ser es un producto del lenguaje, en tanto las cosas no tienen su origen en el lenguaje, sino en sí mismas. Esto nos lleva directamente a preguntarnos cuál es la causa de un lenguaje que permite que las cosas sean, posteriormente ideadas, nombradas y conocidas. Pero también podemos preguntarnos directamente por las causas del conocimiento en sí mismo, tema del segundo capítulo.
La causa del conocimiento
¿Cómo puede un átomo mantener su estructura? Sencillamente porque tanto el núcleo como los electrones conocen la polaridad de su carga eléctrica y la recuerdan. ¿Cómo puede un ser humano saber el día en que ha nacido? Sencillamente porque conoce la fecha y la recuerda. ¿Dónde está entonces la diferencia? La diferencia no es cualitativa, sino tan solo cuantitativa. El átomo sabe tan sólo dos cosas, lo que es positivo y negativo, y el ser humano sabe muchas más. La otra diferencia sustancial está en la forma en que ambos guardan el conocimiento. En el primer caso en una partícula subatómica y en el segundo en el cerebro, que es extraordinariamente más complejo, pese a que el principio de ambos sea idéntico: mover cargas eléctricas de un sitio para otro. Aristóteles empieza su primer tratado de metafísica con esta contundente aseveración: «Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber». Como yo parto del principio metodológico cartesiano de dudar por sistema, dudo de esta causa porque no sé muy bien de dónde procede el deseo. Como hemos visto que la materia tiene conocimiento de sí misma, la causa no puede estar en el sujeto, el ser humano, que es el último en llegar, sino en el objeto, o las cosas que han estado desde el principio de los tiempos, es decir, en la materia misma que, como hemos dicho, ya tiene conocimiento de sí misma.
Naturalmente que no se trata ahora de estudiar pormenorizadamente las causas y estructura de la materia desde el origen del universo, sino que tan solo me pregunto si hay algún principio fundamental que provoque el deseo de conocimiento ya en la materia, y para ello no tengo otra opción que remontarme a los orígenes mismos del universo.
Según la teoría generalmente aceptada, la causa del universo fue la explosión de una ingente cantidad de materia concentrada en un pequeño e impreciso punto del espacio, pese a que no podemos decir que tuvo un antes ni que estaba dentro de algún sitio, porque con la explosión, en un instante inapreciable de tiempo, dio comienzo a su vez el espacio y el tiempo, que todavía no ha concluido ni el espacio ha dejado de expandirse.
Lo que había tras la explosión era materia compuesta por partículas simples que en estos momentos estamos tratando de conocer. Estas partículas tenían una sola característica, como era la de acumular energía con una determinada polaridad. Algunas ni siquiera tenían masa apreciable, por lo que buena parte de la materia expulsada por la gran explosión no tenía masa, pero sí carga eléctrica; es decir, es lo que llamamos «materia oscura», que hoy sabemos que constituye una tercera parte del universo, y que a pesar de ser inapreciable es teóricamente necesaria para su estab lidad.
Lo que sucedió tras la Gran explosión es que esas partículas permanecieron durante un cierto tiempo en un caos absoluto, para progresivamente conseguir organizarse, en algunos casos accidentalmente, gracias a la adquisición de masa tras sucesivas fusiones, en átomos de hidrógeno, helio, etc. La velocidad a la que habían sido impulsadas combinada con la masa cada vez más densa y pesada, más la acción de la propia energía contenida en las partículas, dio origen a un proceso de estabilidad, que ya en 1685 Newton enunció en su libro «Principia» como la ley de la gravitación universal.
De esta extraordinaria experiencia podemos sacar ya una primera conclusión, que concuerda plenamente con el capítulo anterior, y que podríamos resumir como que las cosas están más interesadas en estar que en ser; es decir, parece que el principio que mueve la naturaleza de las cosas es la búsqueda de la «estabilidad». Lo que sucedió en el origen del universo fue que las partículas cargadas de energía polarizada encontraron la manera de salir del caos inicial y estabilizarse. Pero no lo hicieron deteniéndose, lo que resultaba imposible por el impulso provocado por la energía liberada, sino sistematizando la manera en que se movían para lograr lo que podríamos llamar como un «movimiento estable», sistema que parece ser un principio fundamental de la naturaleza y que explicaría el deseo que argumenta Aristóteles, como es la tendencia de las cosas a organizarse dentro de un movimiento sin caos. Además este principio puede ser aplicado a toda la realidad en general.
Para ello las partículas elementales de las que está formada la materia tienen que conocer algo sumamente elemental pero fundamental, como es la polaridad positiva o negativa de su carga. Tan sólo necesitan conocer esta característica para fusionarse con otras partículas y adquirir más masa hasta que consigan adquirir el punto crítico en que sea posible la gravitación, y, por tanto, la estabilidad buscada.
Lo segundo que necesitan ya no es conocer sino tener la capacidad de guardar lo que conocen de sí mismas como partículas simples, o posteriormente del conjunto de conocimientos adquiridos tras las sucesivas fusiones con otras partículas. Para ello deben contener la memoria de sí mismas para no perder u olvidar aquello que conocen. De esta reflexión podemos sacar una primera conclusión importante: toda materia debe contener la memoria histórica de sí misma; es decir, de alguna manera su estabilidad depende de su memoria histórica, o simplemente, de su historia.
Por tanto el conocimiento que proporciona estabilidad a la materia debe de estar necesariamente constituido de la interacción entre experiencia y memoria. Si John Locke, considerado como el padre el empirismo, corriente filosófica para la que el conocimiento debe estar siempre precedido por la experiencia, dijo que el cerebro de un niño era como una hoja de papel en blanco, sin duda que no tuvo en cuenta que el funcionamiento mismo del propio cerebro todavía en blanco es la consecuencia del principio expuesto anteriormente. Lo que Locke quiso decir es que además de que las cosas se conozcan a sí mismas, el ser humano aprende a conocer otras cosas que están fuera de sí mismo; conocimiento necesariamente subjetivo, pues todo cuanto conoce será guardado en la memoria asociado al nombre de un sujeto y de sus predicados. De manera que el deseo de saber en realidad proviene siempre de la necesidad de estabilidad.
Por esta razón podemos decir que el conocimiento tiene siempre un principio de utilidad necesaria y en ningún caso es un acto gratuito y sin utilidad o sin necesidad. En el origen de la materia esta relación es obvia, pero entre los seres humanos es más sutil aunque responda al mismo principio, pues todo conocimiento resuelve una duda, y toda duda es en principio una situación caótica. La utilidad de resolver una duda puede que no aporte algo necesario para la mera supervivencia, pero siempre sirve para resolver el caos que produce la duda misma.
Por tanto podemos decir que todas las cosas que están son estables porque tienen conocimiento de sí mismas, que acumulan en su memoria, de donde se deduce que la pérdida de la memoria es causa de inestabilidad porque supone la pérdida del conocimiento. También podemos deducir de lo expuesto que lo que es carece de conocimiento y de memoria, en tanto que como ser es una mera acción y no una situación. De donde se deduce, a su vez, que el ser humano como tal desconoce todo de sí mismo y lo que conoce no está en su ser mismo sino en su estar en sí mismo, que traducido a términos más compresible, decimos que el conocimiento no está en el ser humano como sujeto sino como objeto, en otras palabras, está almacenado necesariamente en su código genético y temporalmente en su cerebro, pero no en su mente o en su alma.
Y con esta última reflexión hemos introducido lo que será tema de reflexión de los siguientes capítulos, como son la mente y el espíritu, porque ambas son partes también de la realidad en sí misma, pero como una peculiar manifestación de la energía que contiene la materia.
La causa de la mente: De lo positivo a lo bueno
Si ahora podemos conocer las características de la materia es por su capacidad para recordar en el tiempo algo tan simple como la carga eléctrica de sus partículas subatómicas. A partir de las moléculas, probablemente causada por la condensación del vapor de agua, éstas producen la primera estructura biológica o las llamamos moléculas orgánicas, o células vivas. Este extraordinario fenómeno debió de suceder hace tan sólo 2,700 millones de años, 11.000 millones de años después de la Gran explosión, o desde el momento en que se supone que se creó el universo. Durante esos 11,000 millones de años el único conocimiento de la materia consistía en saber distinguir la polaridad de su energía y con ello era suficiente para realizar sus constantes fusiones para la formación de nuevas moléculas más complejas y estables, hasta formar la estructura material del universo.
Si he argumentado que el principio que estimula el deseo de conocer es la búsqueda de la estabilidad, la revolución que supuso la aparición de la primera molécula orgánica desestabilizó de tal manera la realidad misma que no había conocimientos en ella para determinar cuál debía ser el comportamiento de estos nuevos organismos.
Como sucediera en los primeros tiempos del universo, la materia orgánica debió padecer una primera fase de caos hasta que fue capaz de adquirir aquellos conocimientos que la hicieran estable. Estos debían ser complementarios y a la vez derivados del fundamental, como era el conocimiento de la polaridad de la energía. De esta manera al conocimiento de lo positivo y negativo se le agregó progresivamente el de lo sólido y gaseoso; caliente y frío; húmedo y seco o lo luminoso y oscuro. Todos estos nuevos conocimientos, que son características propias de la materia, sólo fueron posibles gracias a la evolución de otro aspecto de la materia orgánica, que ya podemos considerar como sus fenómenos, como son los primeros sentidos, capaces de ampliar el primario y fundamental de la materia inorgánica, es decir, distinguir lo positivo de lo negativo. A su vez, estos nuevos sentidos, con los que fue posible adquirir más conocimientos, requerían de algo con qué relacionarlos entre sí y de una memoria más compleja, dando así comienzo a los principios de un primer cerebro, capaz de estimular las partes del organismo con un determinado número de conexiones eléctricas simples, pero que con el tiempo se han vuelto extraordinariamente complejas.
Pero ¿qué utilidad tienen estos nuevos sentidos, y por qué aportan estabilidad? Al formarse la primera partícula orgánica por primera vez en la larga historia previa del universo algo material era capaz de asimilar energía de los compuestos químicos de la materia inorgánica de su entorno, y a través de una síntesis o metabolismo transformarla en nueva materia orgánica. Es decir, los organismos dejan de ser cosas simples que se mueven y evolucionan de acuerdo a la inmutable ley de la gravedad para, además, moverse de forma aleatoria. En tanto la materia inorgánica se relaciona con su medio de acuerdo a un principio determinado, la nueva materia orgánica lo hace sin un principio determinado, y que además todavía es desconocido. Se trata de un nuevo proceso de aprendizaje de la materia misma cuya finalidad es estabilizar las posibilidades de supervivencia en un medio que, dadas las características del nuevo organismo, es desconocido. Un simple conocimiento que requerirá no obstante millones de años de evolución, fundamentado en el infalible método de la prueba y el error, o lo que podemos llamar la formación de la lógica natural, para consolidarse y estabilizarse. En otras palabras, la vida es un proceso de aprendizaje basado en la ampliación de dos características elementales de la energía, como son la carga positiva y la negativa, que se transformarán en lo útil y lo inútil, de manera que siempre prevalezca el principio básico de la utilidad.
A partir de este momento ya puede dar comienzo la evolución natural propiamente dicha, porque ya hay competencia por los medios de subsistencia y puede darse la selección natural. Pero lo que nos interesa para nuestro tema es que esta evolución no es ajena al conocimiento sino que es posible gracias a él. Lo que el organismo aprende se convierte en algo característico de la especie que lo adquiere, y puesto que no hay lenguaje con que poder nombrarlo y guardarlo en un pergamino o en un libro, es necesario que ese conocimiento sumamente importante y penosamente adquirido pueda ser guardado de forma permanente y trasmitido de una generación a otra. En otras palabras, el conocimiento se convierte en información, es decir, aquello que forma las cosas orgánicas, que es acumulada en la memoria, pero no de forma temporal y transitoria, como es aquello que contiene la memoria activa del cerebro, sino de manera permanente. Es obvio que me estoy refiriendo a la información genética, presente en toda materia orgánica. Esta información trasmitida de generación en generación a través de los genes es precisamente la que el organismo necesitaba para lograr la estabilidad. Lo que ha sucedido es que estos nuevos organismos están constituidos tanto de lo inorgánico y estable, como de lo orgánico e inestable.
Ahora podemos empezar a darnos cuenta del surgimiento de la primera forma inconsciente del ser de una cosa, pues vivir propiamente no es una manera de estar sino una forma de ser, y por tanto condenada irremediablemente a no ser; es decir, a morir. Sin duda que éste es el gran descubrimiento del alma según Aristóteles, quien considera acertadamente que está en la forma de ser de la materia, en acto y en potencia, y no en la materia misma. En Platón esta distinción está todavía confusa.
Esta información genética intenta formar los organismos de acuerdo a lo que está en su conocimiento innato, y no sólo informa al ser sobre la composición de su estructura física sino que progresivamente deviene más compleja e informa sobre su comportamiento, es decir, a la información genética se le une posteriormente la que proporciona el instinto. Por tanto el instinto será la primera forma de conocimiento innato contenido en la materia orgánica. Instinto que prevalecerá también en el ser humano.
El resultado de este primer proceso a partir de los primeros protozoos acuáticos tiene su consolidación definitiva en los vegetales, que con la simple capacidad de distinguir lo húmedo de lo seco; lo caliente de lo frío y lo luminoso de lo oscuro han llegado como especie genérica hasta nuestros días. Incluso el Génesis describe la aparición de los vegetales en el segundo día de la Creación, en el orden preciso que le corresponde.
«Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles frutales que den fruto, de su especie, con su semilla dentro, sobre la tierra.» (Génesis, 1:11).
Pero la causalidad o accidentalidad, más la propia información genética acumulada de forma desigual en las diversas especies resultantes y causante de la selección natural, tendría que producir una forma de vida revolucionaria como es la animal, cuya característica diferencial con respecto a la vegetal es su movilidad. Se trata de una nueva y dramática revolución dentro de la naturaleza que requiere de nuevos sentidos para afrontar con éxito los retos que plantea su supervivencia.
El sentido que cambiará completamente el signo mismo de la evolución natural y que constituye el punto de partida para el futuro ser humano es sin duda el de la visión. El caos inicial al que se enfrenta esta nueva forma de vida es por causa de la propia movilidad, adquirida tras su desarraigo de la tierra, y los nuevos conocimientos que aportarán estos nuevos sentidos deben servir, una vez más, para recuperar la estabilidad. Tan dramático es el efecto de la aparición de la visión en un organismo natural que el Génesis lo considera la causa misma de nuestra expulsión del Paraíso:
«Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal.» (Génesis, 3:5)
En efecto, la consecuencia de adquirir el sentido de la visión es descubrir que las cosas, además de materia, o sustancia según lo expresa Aristóteles, tienen imagen, y en la imagen de las cosas ya no se perciben características, sino valores. Las imágenes descubiertas en las cosas ya no son directamente positivas o negativas; frías o calientes; húmedas o secas; claras u oscuras, sino que previamente son «buenas o malas». Y de esta manera la energía, que tan sólo distingue entre lo positivo y lo negativo, se transforma en este nuevo contexto en espíritu, que distingue entre lo bueno y malo, y que será un paso fundamental para la formación del futuro ser humano.
De lo bueno a lo verdadero
Puede que fuera un pequeño animal acuático, relacionado con la familia de los corales, y que los científicos han denominado Hydra, el que por primera vez, hace ahora 600 millones de años, desarrollase un sentido previo a la vista según la conocemos actualmente. Pero lo de menos es conocer este hecho científico en particular, sino sus consecuencias. Durante más de 2.000 millones de años los organismos habían vivido a oscuras, incapaces de percibir la imagen de las cosas, tan sólo reaccionaban ante la claridad o la oscuridad del día y de la noche. Esto quiere decir que ya cuentan con ciertos sentidos y un cerebro capaz de estimular la parte del organismo que los posee, más una memoria capaz de recordar los efectos y relacionarlos entre sí.
Con el nuevo sentido de la visión la sensación no proviene del contacto directo de las cosas, sino indirecto, como es la percepción de sus imágenes. Éstas no producen un estímulo físico directo sino indirecto. El estímulo no se produce directamente en el cerebro sino en algo radicalmente nuevo, como es la «psique», y no produce una sensación sino una emoción. Pero ¿qué es la psique? Para los antiguos griegos la psique era la responsable de la propia vida; es el soplo divino que deberá permanecer tras la muerte del cuerpo, y se asocia con el alma de la milenaria tradición teológica oriental.
Pero la lógica de la evolución contradice esta hipótesis, pues antes de la aparición del sentido de la visión la relación entre la sensación y el estímulo físico no necesitaban intermediarios, pero con el sentido de la visión es necesario que se produzca un nuevo fenómeno en la materia para que las imágenes puedan ser sentidas y relacionadas con las cosas de donde provienen; algo que no está propiamente en el cerebro, pero que está estrechamente relacionando con él, pues al representarlas en ese nuevo fenómeno producen una emoción, que es posteriormente procesada en el cerebro de acuerdo a su sistema elemental, interpretando una emoción buena como una sensación positiva, y una emoción mala como una sensación negativa, para que de esta manera el organismo reaccione adecuadamente según sea el estímulo.
Pero en tanto que en un principio las imágenes no trasmiten sensaciones sino emociones, necesitan un espacio previo donde proyectarse y valorarse para ser posteriormente enviadas en interpretadas en el cerebro. Ese nuevo fenómeno es la imaginación y sin ella las imágenes serían visibles pero no podrían ser valoradas ni sentidas. La imaginación es, a su vez, el primer componente de la psique, fenómeno totalmente ilusorio y carente de sustancia, donde se producirán todos los fenómenos del ser como tal, pues la psique, como la energía de donde proviene como fenómeno, no está sino que es, o lo que es lo mismo, no es algo sino hacer algo. De esta reflexión extraemos la importante conclusión de que si la psique, que ya podemos decir más específicamente el alma porque se trata de un fenómeno relacionado con la ética, no es algo sino hacer algo, quiere decir que es tan solo en tanto el sentido de la vista, o incluso del tacto, del oído y hasta del olfato, envíen o creen imágenes en la imaginación para ser valoradas. Pero si cesa esta actividad cesa así mismo el ser del alma; es decir, el alma no puede ser. Podemos decir que una persona sin imaginación es una persona desalmada, porque al no imaginar nada no valora nada, no le emociona nada y, por tanto, es incapaz de distinguir entre el bien y el mal. Pero, por esta misma razón podríamos llegar a la conclusión que el alma no puede ser tras la muerte, puesto que es una forma de ser que requiere de la imaginación, y ésta es un fenómeno de los organismos vivos. Pero los organismos muertos siguen estando, solo dejan de ser, puesto que ya no hacen nada por sí mismos, y tan sólo les queda el ser que se deduce de la acción simple de la energía para mantener la consistencia de la materia, que se transformará en sentido inverso a como era, lo que hemos dicho que es una manera de estar, pero no una forma ser, pues sólo lo vivo decimos que tiene una forma de ser. Sin embargo permanece el espíritu en la energía que sigue conteniendo la materia muerta.
Naturalmente que esta hipótesis es sumamente controvertida y la confusión parte de las causas mismas del alma, pues no se trata de algo físico sino de un fenómeno que como todos los fenómenos naturales tienen su origen en la materia y la energía. Es razonable aceptar que lo que está permanece, en tanto que lo que es permanece en tanto que es o hace algo para ser. De manera que si algo es razonablemente eterno es la materia, que no es una forma de ser transitoria sino un estado consolidado. De ahí la ley llamada de Lomonosov-Lavoisier, que prueba que la materia ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma.
Sin embargo la materia tiene necesariamente energía asociada para hacer posible su consistencia, y a pesar de que es algo en lugar de un hacer algo, sin ese hacer algo la materia no estaría. De ahí que debamos aceptar que si la materia no se destruye, la energía tampoco deja de fluir dentro de la materia. Si ahora asociamos el alma a la energía, puesto que ambas hacen algo para ser, podemos decir que el alma, en su versión previa a la aparición de la vida, es lo que llamamos espíritu. Por tanto si el alma deja de ser tras la muerte, el espíritu, pese a que se transforme sigue asociado a la materia y dura tanto como dure la materia, es decir, también es razonablemente eterno.
En esto radica toda la controversia histórica en torno al ser del alma y los fundamentos que justifican su inmortalidad, pero no del alma propiamente, sino del espíritu de donde proviene.
Desde luego que Descartes utilizó la imaginación más que la razón para asegurar que el alma era algo que estaba en la glándula pineal. Más razonable es la teoría orfista de los pitagóricos, pues si el alma es un ser que se manifiesta en el cuerpo, puede no ser en el cuerpo, como el caso del ejemplo de alguien sin imaginación. Platón, como no podía ser de otra manera, separa el ser del alma o las ideas, del estar del cuerpo o las sensaciones. Aristóteles confirma en cierta manera lo expuesto en esta argumentación, y llega a decir que «si el ojo fuera un animal, la vista sería su alma». San Agustín la relaciona con el espíritu y le otorga prematuramente la facultad de pensar. En la evolución posterior de la filosofía, el alma se sume en un auténtico caos de significados e interpretaciones, formando parte de la psicología con interpretaciones diversas, pero finalmente queda relegada a la teología, y en filosofía se interpreta como la mente, mientras en psicología vuelve a ser la psique.
Sin embargo, a pesar de toda esta controvertida evolución, el alma es una parte fundamental de la filosofía, pero debe ser ubicada en su contexto y situada en el preciso momento de la evolución, que como hemos visto debe surgir con el sentido de la visión, hace ahora alrededor de 700 millones de años.
La función del alma es prevenir a los organismos de aquello que es negativo a través de la percepción de su imagen, como buena o mala. Por tanto es una información necesaria que debe formar parte del contenido genético de los organismos con el sentido de la visión. Pero como no se trata de conocimiento directo innato, sino indirecto y asociado al valor de la imagen de las cosas, no se trata ya de instinto sino de una forma de valoración innata a la que llamamos simplemente fe. Por tanto la fe es la valoración innata y prevista de las imágenes, y debe de formar parte de la información genética de los organismos junto con el instinto. No se trata a priori de ningún fenómeno específicamente religioso relacionado con la creencia en un dios, sino todo lo contrario, la religión y sus dioses son el resultado de la fe y la creencia en el valor de las imágenes, en cuyos extremos se encuentra la imagen del bien absoluto, la de un dios, y la del mal absoluto, la de un demonio. Por esta razón toda religión debe tener necesariamente la imagen de un dios reverencial y un demonio rechazable, o de otro modo no sería posible establecer la jerarquía necesaria para encontrarle una utilidad a la capacidad de distinguir el bien del mal, pues sigue siendo válido el principio de que la naturaleza siempre actúa con un principio de utilidad. No obstante, para que esta jerarquía ética se convierta en regla moral y útil para la convivencia deberán pasar todavía muchos millones de años más de evolución, hasta que los organismos no sólo sepan distinguir el bien del mal, sino lo verdadero de lo falso. Esto no sucederá hasta la aparición del ser humano, y probablemente no antes de la especie Neandertal, y de eso hace apenas 230.000 años, es decir, una insignificancia de tiempo desde la aparición de lo que podemos llamar como el alma prehumana, que es también el «alma vegetativa» de Aristóteles.
Podemos poner un sencillo ejemplo argumental de cómo surgen los dioses a partir de estas dos percepciones iniciales, la sensación y la imaginación. Si la sensación del sol nos confirma que no hay nada más positivo, su visión nos sugerirá igualmente que no hay nada más bueno, por tanto el sol debe ser un dios. Pero en este ejemplo nos falta algo fundamental, como es la necesidad de un dios. Esta necesidad debe de estar forzosamente relacionada con la búsqueda de estabilidad, por tanto lo que sucede es que la percepción visual de las cosa ha abierto una caja de Pandora y hay demasiadas cosas buenas y malas, gratas y aterradoras, que no tienen orden ni explicación, porque aparecen y desaparecen sin dejar ni rastro, ya que, una vez más, imaginar no es algo sino hacer algo. Es preciso que esta acción pueda convertirse en algo que esté para poderlo recordar y, una vez simplificado como algo positivo o negativo, actuar en consecuencia. De manera que la imaginación tiene que dar como resultado algo que represente lo imaginado; es decir, los organismos con el sentido de la visión necesitan desarrollar una nueva capacidad que les permita proyectar aquello que ven e imaginan en algún sitio para que cuando deje de ser en la imaginación siga estando en algún sitio, donde puedan ser contemplado siempre que sea necesario para volver a sentir la emoción de su imagen y utilizar esta emoción para demostrar que la imagen representa algo positivo y bueno; es decir, un dios. En otras palabras, es fundamental desarrollar la capacidad de representar de alguna manera lo que se ve, pero fuera de ese espacio ilusorio y temporal que es la imaginación.
Pero el dilema es que la emoción por sí misma que producen las imágenes no puede representarse, a menos que sea a través de ciertos ritos mágicos basados en sonidos o movimientos, supuesta interpretación de las emociones de las imágenes, como es la danza o el canto. Pero este no es más que una rudimentaria forma inicial de expresar la emoción que sugieren las imágenes, que no obstante evolucionará hasta ser la causa de la música de Bach o de Beethoven, la danza de la Pavlova o el canto de María Callas. Pero en sus orígenes la dificultad consistía en trasladar esas emociones a una «forma en concreto» fuera de la imaginación, y con ello comienza el largo camino hasta forzar la aparición de otro nuevo fenómeno, cuyo sentido de percepción no proviene del organismo como era el caso de la visión, sino de uno de sus fenómenos, como es la imaginación.
Para descubrir la forma de ser de las imágenes y poder representarlas fuera de la imaginación es necesario un largo camino que dura probablemente 700 millones de años el recorrerlo, tiempo necesario para que el alma de los organismos evolucione en la mente del ser humano. Pero ¿qué es la mente? Simplemente la herramienta capaz de descubrir la forma de ser de las cosas y representarlas en algún lugar que no es la imaginación. Por tanto debe de ser algo completamente nuevo y que tan solo tiene relación indirecta con el alma, a pesar de que ésta sea su causa. Pero la mente tampoco es algo sino un hacer algo, de manera que no sólo tiene similitud con la energía sino que podemos decir que es una de las manifestaciones fenomenológicas de la propia energía. La mente surge por la necesidad de distinguir y dar forma a lo que se ve e imagina para que sirva de alguna utilidad social aportando estabilidad a las emociones provocadas por la imaginación, y tan sólo Anaxágoras buscaba una expresión adecuada para expresar su idea de la causa primera, a la que llamó «Nous», que traducida del latín no ha llegado como «mente».
Anaxágoras considera que el mundo empieza cuando ese fluido al que él llama nous se infiltra por la materia y la hace existir. Lo que quiso decir es que la mente descubre la verdadera forma de ser de las cosas que sentimos o imaginamos, y para ello el primer descubrimiento espectacular es la «impresión de las cosas en el espacio» que prueba que las cosas están en algún sitio y ocupan un espacio de acuerdo a su forma, y ese descubrimiento revela, a su vez, la existencia de los objetos, que no son las cosas en sí mismas ni tienen imagen, sino única y exclusivamente contienen las formas de las cosas mismas. Para descubrir la existencia del objeto no servía el alma, que tan sólo entiende de los valores de las cosas, sino de otro fenómeno tan ilusorio como es la mente, y que llegará a tener funciones extraordinarias, tantas que Anaxágoras cree que el mundo empieza cuando da comienza a manifestarse el fenómeno de la mente con el descubrimiento de los objetos. Lo revolucionario es que el objeto contiene la verdadera forma de ser de las cosas, por tanto, al mismo tiempo que surge la mente surge también la nueva percepción de lo verdadero y falso de las cosas, que se une a los viejos valores y sensaciones. Pero una vez más nos preguntamos ¿qué utilidad tiene este descubrimiento? Para bien o para mal; positiva o negativa, ¡el ser humano social y civilizado!
La causa de la verdad
¿Qué es la verdad? La verdad está totalmente contenida en los objetos, pero nosotros no nos hemos preguntado dónde está la verdad sino qué es la verdad, porque también la verdad no está sino que es; es decir, la verdad es el resultado de demostrar cómo es el objeto, pero que al ser una acción no es propiamente dicho el objeto. Para demostrar esta verdad es necesario poder expresarla de alguna manera y una de las primeras formas de expresión debió ser sin duda el dibujo o la pintura. Las pinturas rupestres más antiguas conocidas datan de al menos 40.000 años, por lo que pertenecen al hombre del Neandertal, lo que confirma que sus antecesores vivían todavía en un mundo poblado de fantasías imaginarias carentes de sentido práctico. Sólo con el Neandertal estas fantasías empiezan a tener utilidad social a través de la realización de imágenes, herramientas útiles para la caza y la perfección del lenguaje.
La representación de un objeto a través de una imagen es una transposición de la realidad objetiva a otra realidad subjetiva; es decir, se trata sustituir el objeto real por el sujeto irreal. Para realizar este extraordinario proceso fue necesaria la aparición de nuevos fenómenos en el alma anterior, pues partiendo de la visión de una imagen recuperada en el interior de una cueva por la imaginación la emoción de su valor se convierte en la expresión de su forma. Este proceso supone la conversión de la emoción en impresión, que requiere a su vez de un nuevo espacio dentro de la imaginación, espacio irreal e ilusorio a lo que llamamos conciencia. Es decir, convertir la emoción de la imagen en la impresión de su forma es concebir algo a partir de la visión del objeto, y extraer de él su modelo, o el lugar preciso que ocupa en el espacio. Pero esta impresión ya no pertenece a las cualidades del alma anterior, sino a algo también nuevo como fenómeno como son los atributos de la mente. En adelante todos los objetos se distinguirán por sus atributos formales y no por sus cualidades morales, que quedan relegadas a las imágenes de las cosas. Es, por tanto, el nacimiento de la estética, que Kant llama «trascendental» en su «Crítica de la razón pura», porque proviene del alma, pero que ahora se trata de una nueva cualidad innata de la nueva mente, como es la intuición, o la capacidad exclusiva de los seres humanos de preconcebir las formas de las cosas que se ven por primera vez como imagen.
Pero el descubrimiento lejos de aportar estabilidad al ser humano aporta nuevas incertidumbres, pues ahora se enfrenta a lo verdadero o falso de aquello que intenta expresar por medio del sujeto. Lo que el artista que acaba de realizar la proeza de garabatear unos trazos representando algo parecido a un búfalo, según lo ha visto pastar en las praderas, es si el dibujo representa la verdadera forma de ser de un búfalo real. Para responderse necesita desarrollar dos nuevos atributos propios de su nueva mentalidad, como son la razón y la lógica. La primera es la consecuencia de preguntarse si ese garabato se parece a la realidad, y para responderse razonablemente necesita a su vez de otro nuevo atributo, como es la lógica, que consiste en comparar dos cosas y sin no son iguales es que son distintas. Con estos dos atributos el artista descubre que su garabato tan solo se parece a la realidad pero «no» es como la realidad. He entrecomillado el no para destacar el hecho de que el resultado es negativo, lo que quiere decir que el proceso ha terminado en la conversión de lo falso en lo negativo. Es decir, la mente también envía sus impresiones al cerebro para que este las valore de la única forma que sabe hacerlo: como negativo o positivo, de la misma manera que en el caso anterior convertía lo bueno o malo en positivo o negativo.
De manera que con la aparición de la impresión de las cosas como objetos surge la mente y sus atributos, que por el momento son la conciencia, la razón y la lógica. Pero lo que debió confundir al artista es que aquel garabato era tan falso como verdadero, pues era falso como sujeto, pero verdadero como objeto en sí mismo. En otras palabras, no era la forma verdadera de un búfalo, pero era una forma en sí misma, y como tal contenía su propia verdad objetiva. Ahora se daba la paradoja de que el artista había creado una forma de ser que no estaba en la naturaleza, sino «impresa« en las paredes de una cueva, pero era tan verdadera como las cosas creadas por la naturaleza. Por esta razón Anaxágoras cree que en realidad es la mente la responsable de la creación de las cosas. Pero mucho antes el Génesis también hace mención de la posibilidad de este espectacular logro del ser humano, e intenta prevenir que suceda:
«¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre.» (Génesis, 3:22)
Pero entonces, ¿qué es lo verdadero y lo falso? Una vez más, la verdad solo está en el objeto, pero nunca puede estar en el sujeto, sino que éste es siempre una interpretación de la realidad. Supongamos que un español, un inglés y un alemán contemplan un árbol. El español dirá que aquel objeto es un «árbol», el inglés que es un «tree» y el alemán que es un «Baum», entonces nos preguntamos ¿cuál de los tres nombres es el verdadero? Como sujeto ninguno de ellos es el veradero árbol sino tan solo una voz que representa el árbol, por tanto son interpretaciones subjetivas de la verdad contenida en el objeto nombrado. Pero ahora veremos de nuevo la paradoja inicial, pues la voz es tan real en sí misma como el árbol, y si el árbol no existiera nos podríamos hacer una idea de lo que es un árbol con sólo conocer el significado real de su voz sin importar en que idioma se expresa. De ahí que Platón considerase que las ideas por sí mismas eran independientes de las cosas que representaban, pues éstas conocían las cosas antes de experimentarlas. Podemos decir en términos coloquiales que sencillamente «le dio la vuelta a la tortilla», pero no obstante el hecho de darle la vuelta no quiere decir que no siga habiendo una tortilla. Es decir, tan reales y verdaderas son las ideas en sí mismas como aquello que representan, sólo es una cuestión de perspectiva. La perspectiva lógica nos dice que tuvieron que ser las cosas antes que las ideas.
O lo que es lo mismo, la verdad se expresa a partir de la deducción del sujeto, o la inducción del objeto. Ni siquiera una fotografía de alta definición es el verdadero objeto sino una asombrosa representación a partir de la que es sencillo deducir la forma de ser verdadera del objeto, pese a que la fotografía en sí misma sea un objeto también verdadero. Pero la fotografía se inventó hace menos de cien años y las primeras formas artísticas realizadas por el ser humano datan de cientos de miles. Pongamos un nuevo ejemplo todavía más evidente para entender cómo funciona la certidumbre de lo verdadero y lo falso. Para una niña, la muñeca con la que juega no es una falsa copia de un bebé, sino una verdadera muñeca copia de un falso bebé. La niña juega con algo verdadero, cuya forma proviene de un objeto natural, como es un bebé, pero es pura causalidad y no afecta a la verdad es sí misma de la muñeca como objeto. La niña es realista y no cofunde las cosas. Si le dieran a elegir entre jugar con un bebe natural o con su muñeca sin duda que elegiría lo que para ella es absolutamente verdadero como es su muñeca. Si ha elegido ese juguete es porque su sentido ético natural o innato le hace emocionarse con la imagen que el fabricante de muñecas ha conseguido con su diseño, de la misma manera que una mamá se emociona con la imagen de su bebé diseñado por la naturaleza. Ambas han realizado el mismo proceso mental, y para ambas lo verdadero es aquello que las emociona; es decir, su cerebro ha convertido la verdad de sus objetos, más la emoción de sus imágenes, en algo positivo. Pero eso no quiere decir que el bebé sea lo verdadero y la muñeca lo falso, sino simplemente que la muñeca, fruto de la creación de la mente humana, es al mismo tiempo verdadera como muñeca y falsa como bebé, en tanto que el bebé, creado por la naturaleza, es absolutamente verdadero como bebé del que hay una reproducción falsa como muñeca.
La aparición del sujeto en la conciencia abre una nueva caja de Pandora, pues ahora el mundo se vuelve subjetivo y la verdad y falsedad recién descubiertas son relativas y carecen de una estructura ordenada que tenga utilidad social. Es fundamental que la nueva mente del ser humano sepa distinguir con claridad lo verdadero de lo falso, porque hay una relación física y natural entre lo verdadero y lo positivo y lo falso y lo negativo. Es decir, la mentira es inútil e innecesaria en tanto que la verdad es útil y necesaria. Como consecuencia de esta necesidad, desde el mismo momento de la aparición de la primera imagen representativa de la realidad los primeros artistas tenderán por lógica a crear imágenes cada vez más verdaderas, es decir, cada vez más parecidas a la realidad de donde provienen, y rechazará las copias de las reproducciones, que sólo pueden ser falsas, y le apartan cada vez más de la realidad verdadera de donde provienen.
Pero lo revolucionario de este nuevo fenómeno no está en la capacidad de interpretar la realidad por medio de signos, que se convierten en objetos tan verdaderos como las cosas de donde provienen, sino que este gesto llevará inevitablemente a la formación de las ideas en la conciencia.
Las ideas son el resultado de concebir algo, por ejemplo la forma del primer búfalo que un artista intenta representar con un dibujo. Esta primera utilidad de las ideas tan sólo sirve para extraer la forma de ser de los objetos y expresarlos como sujetos, por tanto deben ser también la causa de la formación del lenguaje, primero nombrado la idea del sujeto y posteriormente los atributos del nombre, o sus predicados.
A pesar de la gran trascendencia en todos los sentidos que supone la aparición del lenguaje y posteriormente la escritura, éste no es todavía el mundo que descubrió Platón, sino de sus antecesores, porque con este filósofo se produce otra dramática inflexión en la historia del ser humano: tras él las ideas no preceden al nombre sino que lo anteceden; es decir, las ideas no deben servir tan solo para descubrir las cosas sino también para crearlas. Esto es precisamente lo que al parecer, y según el Génesis, Dios temía que sucediera, porque con las ideas el ser humano se hace creador de su propio mundo, haciendo de alguna manera la competencia al mismo Dios. También podemos decir que se hace eterno, pues la creación misma no tiene ya un limite impuesto por ningún dios.
A partir de Platón y su idealismo, el ser humano propone las ideas de las cosas como deben ser antes de que sean, por lo que éstas pueden y deben ser a priori necesariamente perfectas, ya que no están sujetas a la imperfección de las cosas reales observables. Con anterioridad las ideas no salían de los estrechos límites de las cosas de donde procedían, tal y como eran e imperfectas. Por esta razón en sus primeros escritos Platón se revela contra la realidad y declara que las ideas tienen una existencia independiente de las cosas, hasta el extremo de que el ser humano puede utilizarlas para crear cosas nuevas que no están en la naturaleza. Y no sólo eso, sino que esta capacidad pueden hacerse extensible para idear cómo debe ser una república ideal para los seres humanos o su moralidad social, de manera que sea también perfecta.
Platón tiene una excelente coartada para defender su tesis, pues si las ideas preceden a las cosas que pueden ser creadas, debe de haber una idea primera creadora de todas las cosas naturales; es decir, argumenta la necesidad de la existencia de una idea suprema a la que llama «Demiurgo». Pero con la decadencia del mundo heleno y la vuelta del feudalismo y las tiranías, la filosofía posterior de la escolástica hizo una paradójica interpretación de Platón: Si el hombre había sido creado por una idea, un Dios ideal y perfecto, él mismo no podía tener otras ideas que aquellas que estaban contenidas en las cosas creadas por Dios, que lógicamente debían ser ideales y perfectas, sin poder crear nada por sí mismo, porque siempre sería ir en contra de la supuesta perfección divina. Lo que sucedió fue que las ideas y el idealismo se volvieron contra sí mismo y le devolvían a su primitivo estado de sometimiento a la naturaleza anterior a Platón.
Por esta paradójica interpretación, su idealismo fue absolutamente prostituido y devaluado y no fue verdaderamente comprendido e interpretado socialmente hasta la llegada del nuevo humanismo racionalista del Renacimiento. No fue Aristóteles el responsable de nuestra civilización, sino una profunda revisión del idealismo platónico emprendida por Descartes y continuada por todos los filósofos idealistas que le siguieron, pues la historia del ser humano es la historia de la consecución de sus ideales.
Epílogo
Pero entonces, ¿qué es la realidad? Sin duda que la realidad es la suma de aquello que sentimos, imaginamos o ideamos. Pero esta realidad es la que es, es decir, aquella que se percibe siempre que hagamos algo; que estemos en movimiento. Pero la realidad está en aquello que es estable y que no hace nada por sí misma, porque es la condición fundamental para estar después de haber sido. Y ¿dónde está esta realidad? Esta es una buena pregunta cuya respuesta no es tan simple como la primera, porque si analizamos las cosas detenidamente no hay nada en la naturaleza que sea estable, pues incluso la materia inorgánica de alguna manera se mueve y se transforma. Ahora podríamos caer en el pesimismo de Schopenhauer, y decir que la realidad es un hacer, un gesto sin sentido que sólo es voluntad de ser y de representar los objetos en sujetos, sin mayores consideraciones, y que fuera de ese voluntarismo existencial y de los objetos mismos no hay nada más, es decir, que no hay nada estable ni real excepto la voluntad de ser, pero con estabilidad.
Esto parece que es irremediablemente así, pues desde el origen el universo y de su naturaleza, ésta se mueve de acuerdo a un simple principio de utilidad que le proporciona estabilidad. Pero con la evolución y la aparición de los organismos y de sus sentidos, para nosotros la realidad se hace más amplia y compleja, y con la aparición de la conciencia y la capacidad del ser humano para concebir ideas sobre nuevos objetos e ideologías sobre nuevos sistemas sociales que le proporcionen más estabilidad, la realidad deja de tener relación directa y objetiva con la naturaleza para ser una estabilidad subjetiva, diseñada y creada por el propio ser humano de acuerdo al resultado de su racionalidad, que sigue teniendo como principio fundamental la utilidad, pese a que en muchos aspectos sea contraria los principios que sostienen la propia naturaleza.
Por esta razón siempre que el ser humano ha abandonado el principio de utilidad de la realidad ha terminado en caos y, finalmente, en revolución, que le devuelve la estabilidad. La Revolución francesa fue el resultado de la inutilidad de la aristocracia; la rusa tuvo las mismas causas y el comunismo impuesto tras la revolución pretendía ser el ideal de un sistema social útil y definitivamente estable. Pero no tuvo en consideración que la realidad no está, sino que es, por tanto no puede ser estática sino móvil, sensible e imaginativa, además de racional, por esa razón fracasó inevitablemente.
Entonces ¿debemos aceptar que la realidad tan sólo es pero no podemos decir que esté? En otras palabras, ¿debemos aceptar que no hay nada real porque no hay nada verdaderamente estable? Sin duda alguna que esto debe ser así, pues como sabemos la materia del universo, que nos parece lo real y estable, es tan sólo un 5% de toda la materia teóricamente existente, y que no puede ser consistente porque carece de masa aparente. Pero todavía es más irreal el hecho de haber llegado a la conclusión de que el espacio total está compuesto de un 73% de energía si materia que no sabemos ni dónde está ni en qué consiste. Pero sin ir tan lejos, nosotros mismos estamos constituidos por una estructura atómica con grandes vacíos entre el núcleo y los electrones, y que ni siquiera el núcleo es sólido y estable, pues está a su vez compuesto por neutrones y protones, entre los que media una gran distancia atómica. Es decir, que si lo vemos de manera realista, puede que la parte material consistente de nuestro cuerpo sea también un 5%, y el resto lo constituyen espacios de vacío donde puede que haya también materia oscura, y según nuestra edad, reservas de energía también oscura. Por si fuera poco, esas partículas elementales que constituyen nuestra materia deben de estar en permanente movimiento o de otro modo colapsaría y seríamos simplemente irreales. En otras palabras, si buscamos algo estático para decir «¡Ahí está la realidad!», perdemos el tiempo. Pero el ser humano necesita estabilidad y si la realidad natural no se la puede proporcionar es preciso que él mismo cree una realidad virtual que sirva a sus propósitos, que sea útil y necesaria; algo que no sea sino que simplemente esté, y ese algo sólo puede ser el resultado de ser en el tiempo y dejar constancia de ello; es decir, en el ser humano lo único real es su historia, y sólo los seres humanos tenemos historia, los demás seres no la necesitan porque no se preguntan ni dónde está la realidad ni qué es la realidad, porque aquello que necesitan saber lo llevan en los genes y en el instinto, o incluso en la fe.
También la verdadera forma de ser de las cosas ha llegado a formar parte de nuestra información genética; es decir, tenemos la capacidad a través de la intuición de preconcebir la cosas antes de que no impresionen, como ya tenemos la capacidad de preverlas antes de verlas o presentirlas antes de sentirlas a través de la fe y del instinto. Pero la intuición sólo puede preconcebir las formas de las cosas naturales y no las artificiales, o creadas por el ser humano, porque éstas suceden y cambian demasiado deprisa para el lento proceso de asimilación de la naturaleza.
Ortega y Gasset, que no escribió un tratado de metafísica sistemático y ordenado, dijo no obstante infinidad de cosas verdaderas en sus Meditaciones, tal y como Platón lo hizo con sus Diálogos. Pues bien, en una de esas Meditaciones se puede leer esta frase que corrobora mi opinión: «El hombre no tiene naturaleza, sino historia». En efecto, la única realidad estable a la que el ser humano puede recurrir está en su historia, su información genética virtual, ya que los cambios culturales y sociales son tan rápidos que la naturaleza no tiene tiempo de asimilarlos de la forma en que lo había estado haciendo durante millones de años hasta nuestra llegada a este mundo. Por tanto el ser humano se vuelve más estable y realista cuanto mejor conserva y reproduce su historia. Por ejemplo ahora somos más realista que durante el siglo pasado, porque estamos haciendo nuestra historia con medios digitales audiovisuales que nos permiten captarla y guardarla prácticamente tal y como sucede, para que no pueda ser manipulada ni idealizada.
Pero eso no quiere decir que la estabilidad que nos pueda proporcionar nuestra historia resuelva todos nuestros problemas, porque como decía vivir es hacer algo, y también la historia que está es siempre el resultado de haber hecho algo. Pero para que ese hacer algo tenga utilidad social tiene que ser verdadero, y por tanto bueno y positivo, lo que significa que el sujeto más verdadero es también el más parecido con el objeto de donde procede, y ese objeto primero sólo puede estar en la naturaleza misma.
Para nosotros la realidad no es sólo una manera de ser, sino de ser estable porque es razonable; es decir, lo real es lo razonable, en tanto que lo irreal es el caos, y todo caos termina inevitablemente en revolución, pues como está enunciado por la física clásica, la materia (social) no se destruye sino que se transforma; es decir, se revoluciona. Si el siglo XXI no parece que se vayan a producir grandes revoluciones tan traumáticas y violentas como las sucedidas en siglos anteriores es porque nos hemos vuelto más realistas, es decir, más razonables, y lo razonable debe ser lo real; es decir, ser realista debe ser sinónimo de ser razonable.
Apéndice
Todo cuanto he tratado de argumentar en este ensayo padece de una omisión fundamental pero que, para desesperación del ser humano, resulta razonablemente irresoluble, como es la causa primera de la realidad. Tanto si lo planteamos desde la física como desde la metafísica o incluso desde la teología el dilema es siempre el mismo.
La física no puede probar si la energía precedió a la materia, porque ambas se necesitan mutuamente para poder existir. Por la misma razón la metafísica no pude probar si lo que es precede a lo que está. Por esta razón hemos admitido en física como real, pero que no es razonable, que el universo se creó de la nada, y en metafísica que el ser surge del no-ser, lo que tampoco es razonable. Por tanto, se confirma que lo irracional no puede ser lo real. Entonces ¿cómo podemos resolver este dilema para que la realidad sea razonable?
Si el universo se creó tras la «Gran explosión» fue porque toda la energía disponible se había concentrado en una materia extraordinariamente densa, así como el espacio y el tiempo, y sin espacio ni tiempo para el movimiento, la materia llegó a un punto crítico en que colapsó y se volvió a repetir de nuevo todo el proceso anterior, para nosotros el principio. Tras la extraordinaria explosión de nuevo fue posible el movimiento y con él un nuevo espacio y tiempo. Es pues un devenir cíclico siempre dual, energía-materia, excepto en un instante crítico de su evolución en que se produce la síntesis final, pero que es insostenible y colapsa.
Si trasponemos esta tesis a la metafísica nos encontraremos con la misma situación pero en este caso decimos que la conciencia se concentró en un ser sin no-ser, tesis de Parménides, con un conocimiento absoluto de la realidad. Pero sin causas para más pensamientos, la conciencia colapsó, creado una nueva conciencia donde todo era no-ser y duda, o un total desconocimiento de la realidad, idea que soporta la tesis de Locke y de los empiristas; es decir, olvidando todo cuanto sabía, para, gracias a los nuevos pensamientos, repetir todo el proceso anterior del conocimiento una vez más. También este es un proceso cíclico sin un principio o final aparente.
Incluso si lo interpretamos en clave teológica el resultado sigue siendo el mismo. Tampoco es posible probar si el bien precede al mal, ya que podemos decir por analogía con los casos anteriores que cuando el mundo se vuelve absolutamente bueno sin lugar para el mal, el mundo no es posible y colapsa, volviendo a ser un mundo absolutamente malo con ausencia de bien, tesis de San Agustín, que por esta causa debe volver a repetir todo el proceso una vez más. Por tanto se trata también de un devenir cíclico con un punto crítico de inflexión o revolución. Tesis que expondría Nietzsche en “Así habló Zaratustra”.
De acuerdo a estas reflexiones la única pregunta que nos queda por hacer es: ¿Hay algo por encima de la energía y de la materia? O también: ¿Hay algo por encima del ser o no-ser; del bien o del mal? Pero la nueva paradoja es que si existe algo por encima de la energía y de la materia, puesto que no podemos concebir nada que no sea necesariamente dialéctico, sólo puede ser más energía y más materia; más ser y no-ser; o más bondad y maldad, pero en una dimensión superior; es decir, que nuestra realidad espaciotemporal esté contenida en otra realidad superior espacio-temporal, lo que no sólo no soluciona el dilema de la causa primera, sino que lo hace todavía más grande e irresoluble. Sea como sea, no es razonablemente posible sostener la tesis de Parménides sobre el ser ni la de Hegel sobre la posibilidad de una síntesis final y absoluta, porque como la física nos prueba, ambas son insostenibles y colapsan. Sin embargo los seres humanos hemos decidido considerar esta tesis como real argumentado la necesidad de la existencia de algo por encima de toda dualidad, a lo que llamamos Dios. Esta es una solución propia del fenóme no de la imaginación, pero no de la física ni de la metafísica. Sin embargo es una opción aceptable, porque la imaginación, como hemos visto, está necesariamente relacionada con ambas, y si la fe prevé la imagen de un Dios, tarde o temprano de alguna manera tanto la física como la metafísica deben poder llegar a descubrirlo y a razonarlo. Pero el Dios actual, que es fruto de la imaginación y que varía de una tradición cultural a otra, no es necesariamente el Dios real, sino simplemente una idea subjetiva, fruto de nuestra imaginación. El único Dios al que podríamos llamar real es aquel que la ciencia pueda demostrar y la razón pueda probar.
LIBRO TERCERO: SOBRE DIOS
¿EXISTE DIOS O LO HEMOS IMAGINADO?
«Dios, si se presenta, se presenta como no estando ahí,
como faltando, es presente como ausente.»
José Ortega y Gasset
Introducción
¿Queda algo que nosotros podamos decir sobre Dios? Más bien parece que sólo queda que Dios diga algo sobre nosotros. Este es el centro del dilema en torno a Dios, que nosotros lo percibimos de diversas manera, pero no tenemos pruebas fehacientes de su existencia ni de que Él nos perciba a nosotros ni siquiera de una sola. Al menos no lo expresa con la claridad necesaria para que fuera generalmente aceptado, tanto para creyentes (que no lo necesitan), como por agnósticos o ateos, en cuyo caso dejarían de serlo.
Dios es un tema serio, pero «gracias a Dios» que al menos en Europa corren tiempos más relajados sobre este delicado asunto y es frecuente ver su caricatura en muchos medios de comunicación y por eso nadie se escandaliza. Pero es en los Estados Unidos donde Dios goza de mayor «libertad de expresión», pues basta con echar mano a la cartera para tener la imagen parcial de uno de sus ojos, que aparece en los billetes de dólar. Esto es así porque los norteamericanos no ven contradicción alguna entre el dinero y Dios, pues Dios bendice a aquellos que tienen dinero y, no es que los maldiga, pero está ausente en los que no lo tienen, o sólo alcanzan a tener calderilla, donde no figura nada de Él. En esta gran nación Dios es parte de la familia, no sólo preside y bendice su moneda, sino que se tienen mutua confianza, como reza al pie de esta imagen: «In God we trust» (Confiamos en Dios).
Este es un país donde no se tienen escrúpulos a la hora de hacer buenos negocios con la imagen de Dios. Cerca de mi casa, aquí en Berlín, la fascinante e imaginativa Iglesia de la «Cienciología» acaba de inaugurar su nueva sede, un enorme edificio de cristal y acero que permanece «iluminado» día y noche. Cuando paso por delante una chica joven, agresiva y bien parecida, se empeña en llevarme a su redil. Yo le pregunto cuánto pagan por dejarme ilustrar por sus imaginativas teorías de la otra vida, y ella insiste en que me debo considerar bien pagado con la «eternidad» que me aseguran. Yo insisto que mi problema no es la eternidad sino el pago del alquiler, los demás los voy atendiendo como buenamente puedo.
Algunas veces, porque siempre que paso y está ella insiste en mi conversión «cienciológica», como si no viera en mis convicciones agnósticas y realistas suficiente fuerza, me siento tentado a entrar e interesarme por sus «negocios», porque me parece increíble que con un solo libro hayan ganado millones de dólares, bendecidos por su dios desde luego, y yo, que voy ya para el quincuagésimo, sigo al borde de la indigencia. Algo deben de saber ellos que yo no sé. Esperemos que este nuevo libro me saque del arroyo.
Como decía, de Dios se ha dicho muchísimo y se seguirá diciendo mucho más todavía, y lo prueba el hecho de que es un tema de conversación habitual en el ciberespacio; es decir, en foros y chats. Ponga usted en un foro la pregunta «¿Existe Dios?» y se producirá una auténtica avalancha de comentarios. Ponga usted «¿Existe el Ser?», y le tomarán por un pervertido mental. Así están las cosas en la actualidad.
Lo peor es que la charla inmediatamente degenera hasta convertirse en una batalla campal, pues los ateos no soportan a los creyentes y los creyentes no toleran a los ateos. Por su parte lo agnósticos casi nunca se meten en estos berenjenales. La violencia sólo se da entre los que «creen en Dios»: unos para negarlo, los ateos fanáticos, y otros para destrozar su buena reputación, los creyentes también fanáticos. Así es que entre unos y otros no sacan nada en claro.
La razón por la que me he decidido a abordar este delicado asunto en este nuevo libro, serio pero informal, es precisamente para intentar sacar algo en claro, y porque estoy un poco harto de argumentar ideas sobre otros asuntos donde siempre aparece Dios, sin que me haya atrevido hasta ahora a dedicarle a Él un solo libro en exclusiva.
Sé que es una tremenda responsabilidad y que con toda probabilidad voy a herir la sensibilidad de algunos de mis lectores, pero es evidente que quien lee un libro que habla de la dudosa existencia de Dios no es un creyente, sino un descreído vacilante. Los creyentes tienen su propia literatura, que obviamente no pone en duda la existencia de Dios.
Este no es un ensayo sobre teología, que es la disciplina que como su propio nombre indica se ocupa de los asuntos de Dios. Por tanto en un principio existe una contradicción irresoluble, porque en filosofía, mejor dicho en la parte de la filosofía que se ocupa de Dios, la metafísica, se le suele llamar el «Ser», Supremo, absoluto, ideal, etc., pero el «Ser».
Hay lenguas donde «espíritu» se confunde con «mente», incluso con «energía», y es relativamente fácil hacerse un verdadero lío, y estar hablando de metafísica, es decir, del Ente o del Ser, cuando en realidad se está hablando de teología, es decir, del mundo o de Dios, caso que comentaré ampliamente. Pero en castellano se puede y se debe ser más preciso y exigente y no confundir una «cosa con la otra» (lo entrecomillo porque no son cosas). El castellano es una de las lenguas más «precisas» del mundo y mejor dotada para la filosofía (aunque no nos lo parezca), lo que pone bastante difíciles las cosas para un filósofo, pues la coherencia requerida es casi «matemática», habida cuenta de la riqueza tanto expresiva como conceptual de nuestra lengua.
Este hecho supone un gran reto y una enorme dificultad, pero al mismo tiempo es una garantía para el lector, pues con el castellano no se pueden hacer «juegos de palabras» y llegar a conclusiones caprichosas e imaginativas. Toda reflexión razonable en castellano «va a misa», pues soy de la opinión de que es la lengua, por su parentesco directo con el latín y el griego y su rico aporte del árabe, más adecuada para «hablar con cualquier dios», o «dioses» si los hubiera, porque ninguna lengua es patrimonio de ninguna religión, a pesar de que ésta suele enriquecerla considerablemente.
PRIMERAPARTE
Sobre el método para el conocimiento de Dios
Cualquier buena mujer, creyente o beata, como se la quiera calificar, que besa la estampa de un santo no besa un trozo de cartulina con la figura de un santo, del que por lo general no se dispone de fotografía sino de un imaginativo retrato cargado de alegorías y simbolismos, sino que está besando al santo de «carne y hueso», porque está convencida de que esa imagen representa «realmente» a alguien que alcanzó la santidad y por tanto posee la virtud de hacer milagros. De manera que besar su imagen no puede hacerle ningún mal, antes bien puede ayudarla a solucionar algunas de sus cuitas personales, sea de salud, desavenencias familiares o precariedades económicas que tengan difícil solución.
Si cree ciegamente en la veracidad de esa imagen que no es más que un modesto intermediario celestial capaz de hace escasos milagros, ¿qué debe sentir y creer ante la imagen de Jesucristo? Obviamente que está ante la presencia del mismo Dios, pues ya desde la catequesis para tomar su primera comunión sabe que Jesús es «consustancial» al Padre, y por tanto, también es Dios.
De manera que para esta buena mujer Dios ya tiene «sensación e imagen», es decir, ante la contemplación de una imagen de Jesús «siente y ve a Dios», de manera que sería ocioso e irreverente tratar de argumentarle con razonamientos metafísicos que aquello que «siente y que ve» no es «lo que se imagina que es», entre otras buenas razones porque nadie puede argumentar que lo que se imagina «no es lo que se imagina». Es decir, si cree que esa imagen es la de Dios, y la imaginación no necesita pruebas de «identidad», esa imagen es necesariamente Dios, «un Dios imaginario, claro está». ¡Y aquí está el problema!
El dilema en torno a Dios no es que no se pueda percibir, sino que no se puede «identificar» aquello que podamos percibir de lo que nos parezca o imaginamos que pueda ser Dios. La mujer del ejemplo no necesita que le digamos que es una pérdida de tiempo que se imagine a Dios si sólo podemos verlo «representado» en su Hijo, pero no podemos ver al mismo Dios en persona tal y como debe ser, pero no oculto en ese misterio de la Trinidad sino sin misterio alguno, y que podamos decir: «¡Ahí está: ése es Dios!».
Pero ¿por qué la mujer que besa la estampa de un santo (o el hombre, no seamos sexistas) como si besara al santo revivido no necesita ni la prueba «física» ni «razonable» de la existencia de Dios? Simplemente porque su «percepción de Dios le resulta más que suficiente» y no es tan exigente como para pedir su presencia física o su identidad. Es decir, si ya lo «percibe» ¿por qué tener que repercibirlo por otros medios distintos a su «creencia» de que Jesús ya es la imagen de Dios?
Lo que estoy tratando de argumentar es que todas las cosas, y no sólo las imágenes de Dios, se perciben de varias maneras, pues siendo una misma cosa ofrece siempre al menos tres aspectos fundamentalmente distintos pero emanantes de la misma cosa percibida, como son:
- el aspecto físico, que es la sustancia de la cosa sobre cuyo comportamiento se basa la ciencia para probar su consistencia (pero no su existencia);
- el aspecto psicológico, que proviene de la «sugestión de la imagen de las cosas», y que es la base misma de la teología y de toda religión,
- y el aspecto ideológico, que es el «formal», y que provoca la «toma de conciencia» de la cosa como idea, con entidad en sí misma (identidad), base de la filosofía y de la metafísica.
Dios no es una excepción a la hora de apercibirnos de su existencia, porque «sea lo que sea» debe apercibirse también como «sustancia», como «imagen» y como «idea».
La primera forma de percepción, es decir, la pura sensación de todo lo aparente, es la idea panteísta, común a todas las religiones, porque es evidente: Dios es «omnipresente», es decir, si Dios es el creador de todas las cosas, el mundo necesariamente debe ser Dios mismo, pues Dios está en todas las cosas y todas las cosas son de Dios. Esta es una percepción ambigua, pues no provee de una «imagen concreta» y mucho menos de una idea específica y delimitable, sino una idea de «totalidad» o totalitaria que no puede ser concebida, pues desconocemos cómo es verdaderamente el «todo al que nos referimos», donde debe de estar incluido el «mundo teológico», que no es el planeta Tierra, sino el cosmos. Por tanto es una percepción que pudiéramos llamar «natural» o «primitiva», poco elaborada, que no es más que la constatación de la «inmensidad» del universo y la pequeñez del ser humano dentro de ese universo.
La segunda percepción ya está más elaborada, ya que proviene de una «imagen» más delimitada y concreta, pues de ese cosmos desconocido hemos extraído la imagen de un creador más humano y próximo a nuestra «imaginación» que puede presentarse incluso como un venerable anciano de barba blanca, que habita en el «cielo» y se comunica con sus criaturas precisamente con la ayuda de su «imaginación», lo que permite a Miguel Ángel hacerle un «retrato» bastante realista, echándole una mano a una de sus criaturas, y dándole de esta manera la «gracia divina» de la imaginación para poder «imaginarlo».
Pero la tercera percepción es donde el ser humano se estrella contra la falta de evidencias, pues se trata de «identificar plena y objetivamente» tanto la primera sensación como las sucesivas imágenes. Es decir, se trata de hacerse «una idea» de algo a lo que razonable y lógicamente podamos llamar Dios, y como debe reunir infinidad de atributos superlativos, no es fácil dar con ella. Todo lo que tenemos es una «idea subjetiva» que surge de la sensación de su sustancia, el cosmos, y una idea también subjetiva que surge de la imaginación de teólogos y artistas, que además difiere de una cultura a otra y de una religión a otra.
La idea del Dios que buscamos tiene que ser ecuménica, o un mismo Dios para todos. Además tiene que probarnos que es Dios y puede hacer todo lo que se supone que puede hacer Dios. La propia idea debe de mostrarnos la manera en que creó el mundo, descubrirnos sus leyes y principios, y lo que es peor, su capacidad para destruirlo de la misma manera que puede construirlo. De ahí que lo primero que se inculca en toda religión es el «temor a Dios», pues por la misma razón que creó el mundo puede también «descrearlo» o destruirlo.
Esta última reflexión limita nuestra búsqueda a una idea objetiva y probable de la existencia de Dios, desestimando las que ya son perceptibles, como es su sensación y su imagen, pues no sirven para la búsqueda de nuestra idea de Dios; un Dios concebido como idea y no sólo sentido como sustancia, o sugerido como imagen.
Para hacerlo más claro podemos recurrir a un ejemplo basado en la fruta de la discordia, la manzana.
Supongamos que nuestros primeros padres están dando su habitual paseo por el jardín del Edén y dan con el manzano. Como la ciencia estaba prohibida nuestros primogénitos no tienen «ni idea» de qué puede ser esa cosa encarnada y brillante que cuelga del árbol. Por alguna razón hemos culpado a Eva de caer en la insana curiosidad de conocerlo, pero también pudo haber sido Adán.
Desde el punto de vista que nos interesa lo primero es que Eva «pruebe la existencia de la manzana», y como ya tiene el sentido de la visión, lo primero que percibe del fruto es su «imagen». El mero hecho de ver e «imaginar» la manzana que percibe, aún sin concebirla, pues no sabe qué es, le prueba que del árbol cuelgan cosas de un color atractivo, ya que las plantas desarrollan su colorido con la única intención de que sea «apercibida su presencia y la haga deseable», y una cosa es algo sin entidad. Una vez que Eva tiene la apariencia de la manzana en su imaginación, comienza el proceso que dio origen al «pecado original», causa de nuestros males de cabeza, y lo digo sobre todo refiriéndome a este libro en concreto. También puede que Eva «tocara la manzana», con lo que no llegaría a probar su existencia, sino tan sólo su «consistencia», es decir, la «existencia de hecho» de las cosas en las que no pensamos, y entrecomillo la frase porque es totalmente incorrecta, como veremos más adelante.
Aunque en el Paraíso el hambre no existía, Eva al apercibirse de la consistencia y de la imagen de la manzana quiere saber más sobre la cosa en cuestión. Ya sabemos que el estímulo principal proviene del demonio en forma de serpiente, interesado en que Eva se apercibiera de la manzana de forma más elaborada que con la imaginación o la mera sensación; es decir, que supiera los «atributos» de la manzana y tuviera «la prueba razonable y lógica de su existencia».
Eva coge la manzana, y como por alguna razón su imagen le atrae, «cree que es una buena imagen», y por tanto que debe de ser «algo bueno» y además «positivo». Como decía, las plantas son muy imaginativas y elaboran vistosos frutos y flores con el objeto de ofrecer una «buena imagen» que las haga «fiables», «atractivas» y «deseables». De manera que ya tenemos que las imágenes son, fundamentalmente, «buenas» o «malas», con lo que deducimos que de ellas se extrae la «ética» misma, pues sin imagen de algo no podemos saber el valor de ese algo.
Si podemos imaginar a Dios, debe tener una «buena imagen», por la misma razón el demonio necesariamente debe ser representado con un «mala imagen». En este caso la «mala imagen» es la de la serpiente, razón por la cual siempre hemos creído que una serpiente es más mala y dañina que un león, porque el león tiene «mejor imagen», cuando no hay nada más esencialmente perverso que un león. Por tanto, el bien y el mal es una cuestión que proviene fundamentalmente de la imagen de las cosas que vemos o que «imaginamos que vemos»; es decir, no es algo «lógico» sino «psicológico.
Pues bien, ya tenemos que el primer paso para establecer la existencia de las cosas es su imagen, ahora viene el segundo, que es su «sustancia». Eva no sabe qué es lo que atrae su atención, pero tras tocar y olisquear al fruto, y valorar positivamente su imagen, decide probar su sabor. Lo primero que debemos hacer constar es que al «coger la manzana y sentir su consistencia» se establece la segunda forma en que se apercibe de su futura existencia, tomando contacto físico con la cosa que imagina y que «parece una buena cosa», es decir, comprobando que es una cosa sustancial porque tiene «consistencia». En principio deberíamos de establecer que no es posible la comprobación de la consistencia de las cosas por la percepción de su sustancia si previamente no nos habíamos percibido de ella por su imagen. De manera que la imagen, en los seres con sentido de la visión, necesariamente debe preceder a la sustancia misma y no hay interés por las cosas si previamente no nos atrae su «buena imagen». De manera que «sea Dios la cosa que sea, por el momento nos atrae su buena imagen».
Eva prueba la manzana y, en efecto, su valoración ha sido «positiva», pues sabe bien y puede constituir una cosa «alimenticia» y además agradable, pese a que en sus circunstancias éstas no serían sus preocupaciones inmediatas, pero el Génesis lo cuenta así y algo tendrá de cierto, ya que siguiendo este mismo método, si el autor del libro del Génesis «imagina» que debió de ser así, por «alguna razón será», y eso es lo que estamos tratando de averiguar.
Como la prueba de la sustancia es «positiva», y vuelvo a remarcar la expresión positiva porque la de «buena» habíamos dicho que se corresponde con su imagen, a su sustancia le corresponde el calificativo de «positiva» o «negativa», o también, «útil» o «inútil».
Una vez que Eva establece que la manzana se «aparece» ateniéndose a su «imagen» y que es «algo consistente» de acuerdo a su sustancia, no sólo decide provocar a Adán, inducida por la perversa serpiente, sino que se dispone a cometer el pecado que sería la causa de la expulsión de ambos del Paraíso. Ahora Eva (o tal vez fuera Adán) decide que esa cosa tenga un nombre y para ello no tiene en consideración ni la percepción de su sustancia ni de su imagen, sino que recurre a una nueva percepción de la cosa, que es la exigencia misma para encontrarle un nombre: «su impresión». No se trata de la sugestión de una imagen, ni de la sensación de una cosa, sino de la impresión de algo, pero por su «forma de ser». Por tanto, lo que acaba de hacer es descubrir su ser, y resumiendo mucho, su entidad, gracias a la cual podrá establecer su «identidad»; es decir, otorgarle un nombre. Por tanto Eva ha hecho el milagro de hacer nacer en sí misma la peculiar mente de un ser humano, con sus tres percepciones distintas: la imaginación, la sensación y la impresión. En otras palabras, !Eva ha descubierto la existencia de las cosas! «!En un principio fue el Verbo!», pues nada puede existir si no «es»; o lo que es lo mismo, si no tiene ser.
En efecto, en el Paraíso casi todas las cosas debía de tener «buena imagen» y ser «positivas», incluso las serpientes, de ahí que Eva no sintiera repulsión por ella en un primer momento, pero tienen «distintas formas», por tanto para «reconocer» la manzana la próxima vez que la vea y no sólo se aperciba de su consistencia sin más, no tiene que recordar tan sólo su imagen sino la forma particular que contiene la imagen, que es lo que la diferencia de otros frutos que tienen distinta forma. De manera que todas las cosas con esa forma deben de ser nombradas con una «voz única», que sea aquella que representa su «forma» y no su imagen o sustancia.
Así es que la voz de la cosa está relacionada única y exclusivamente con su forma y no con su imagen o sustancia, que no dice nada de la identidad de la cosa en particular. De manera que anticipándonos unas cuantas páginas, el «nombre de Dios debe de estar necesariamente relacionado con la forma de Dios», o de otro modo no podemos nombrarlo de ninguna manera y llamarle simplemente «Él», como sucede en las lenguas semíticas, de donde se deriva «Alá». Aunque más correcto sería decir «Ello», pues sin su forma tampoco tenemos su género.
Al otorgarle una voz a la forma del fruto en cuestión, lo hace «reconocible», puesto que es la voz misma por la que se «conoce a una manzana», es decir, que sin una voz particular sólo podríamos saber que se trata de una «cosa», y que es aparentemente buena y positiva por su imagen o su sustancia, pero no la «conoceríamos», y mucho menos la entenderíamos, sino que tan sólo la «percibiríamos». De manera que es en la voz misma donde está «el ser de la manzana», y no es sólo por la presencia de su imagen, sino por la existencia de una voz que representa la forma de una manzana dentro de su imagen. En esa voz está, a su vez, su entidad o «identidad».
Cuando Eva o Adán vuelvan a ver una fruta con esa misma forma, no es que descubran su presencia, que con el hecho de ver su imagen ya sería suficiente, sino la «existencia de su ser concreto y objetivo, como es una manzana», en otras palabras, que al interesarse por la «forma de la manzana» descubren «el ser de las cosas en concreto», al tiempo que descubren el Ser en sí mismo, contenido en todas las cosas que percibían, pero no concebían y, al mismo tiempo, aprenden a distinguir lo «verdadero» de lo «falso».
Este descubrimiento es revolucionario y peligroso, porque con él, y de forma automática, surge la «conciencia» de las cosas; en otras palabras, surge la «ciencia que hay en las cosas», y es a partir de la conciencia como pueden llegar a ser entendidas y conocidas «verdaderamente», en otras palabras, surge el «entendimiento» con el que es posible alcanzar el «conocimiento» en sí mismo. Insisto una vez más, para que no se caiga en este error nunca más, sobre todo cuando nos referimos a la «existencia» de Dios, que la conciencia no descubre la «consistencia de las cosas» que ya son «de hecho», sino su «forma de ser»; es decir, su ser en concreto. Pero, al mismo tiempo, descubre la existencia del ser de las cosas y el Ser en sí mismo, de manera que se completa los modos en que se puede percibir las cosas: por su «sustancia», por su «imagen» y por su «ser».
El paso siguiente debió tardar unos cuantos siglos, pues una vez descubierto el ser de las cosas por su forma, era necesario el laborioso trabajo de ir nombrando una cosa tras otra con voces distintas, pero sin perder de vista su «relación lógica» (ontológica) o familiar de la cosa. Así una pera era distinta de una manzana, pero debía pertenecer a la familia de los «frutos», pues si bien su forma era distinta, su función era la misma, provenía de un árbol, tenía buena imagen y además también era comestible.
Para establecer el orden lógico de las cosas según su «especie» o función específica dentro de la naturaleza, sería necesario que los descendientes de nuestros primogénitos dieran con otro elemento fundamental del «entendimiento», pues para ordenar la forma de las cosas que no son «idénticas» era necesaria precisamente la «lógica», que en lo esencial consiste en comprobar dos cosas y si no coinciden sus formas es porque ambas cosas no son «iguales» sino «distintas».
La lógica fue un gran descubrimiento, pero llevaba consigo la necesidad de inventar otros atributos del ser de las cosas para que la lógica misma fuera «consistente», es decir, no bastaba con tener una voz sin más para cada cosa, pues las diferencias no implicaban que necesariamente fueran de otra especie; es decir, dos manzanas pueden ser distintas, pero siguen siendo manzanas. Para fundamentar la lógica se llegó a la conclusión de que el ser de las cosas se podía dividir en grandes «grupos de cosas similares pero no iguales». Es decir, debía de haber algo común a muchos seres que sin tener un nombre específico quedase claro de que se estaba hablando de las mismas cosas, y ese nuevo atributo se llamo «Entidad».
Gracias al descubrimiento de la «Ente», y no me refiero al momento en que nace para la filosofía, con Parménides, sino para la filología primitiva, ya en los orígenes del lenguaje hablado, todos los seres de las cosas por el hecho de ser y de pensar en ellas, tenían una determinada «entidad». Así es como se establece realmente la «identidad» de las cosas iguales o desiguales. De manera que dos cosas iguales son necesariamente idénticas, pero dos cosas similares pueden tener la misma entidad pero no ser idénticas.
Con el descubrimiento de la Ente la lógica misma tiene donde sustentarse y es más fácil pensar y proceder con el conocimiento de las cosas de acuerdo a su forma de ser. Ahora sólo nos queda encontrar un «método-lógico» para que nuestra mente recupere la «identidad» de un cosa con sólo «pensar en ella», pues no se piensa en las cosas realmente en tanto no se descubre su entidad, su ser y, por consiguiente, su existencia.
Establecer el conocimiento de una cosa, es este caso de una manzana, es un proceso complejo que consiste en apercibirse de la cosas gracias a su imagen o su sensación, analizar y descubrir su forma de ser, para otorgarle una entidad lógica, y una vez concluido el proceso, al resultado final podemos llamarlo «la idea de la cosa», que no es ni su imagen, ni su sustancia, sino la consecuencia de «aplicar un método-lógico» a la imagen de la cosa con la intención de entenderla. A esto lo podemos llama el «entendimiento», que no es sino el resultado de un «método lógico», o más propiamente dicho «ontológico», es decir, el resultado de aplicar la razón y la lógica a una entidad para fijar o establecer su idea o «identidad».
Ya sólo queda dar con lo que pone a la cosa y la idea en relación para confirmar si es una de la manzana se convierte en un objeto si sus atributos se corresponden plenamente con las «características de una cosa», en cuyo caso se establece una «tesis comprobada», o lo que es lo mismo, una «síntesis», o la manera en que se mueve la conciencia con relación a las cosas que observa y descubre.
Si no hubiera tal cosa con tales características, es decir, si no hubiera manzanas y Eva se empeñase en descubrir la entidad de una manzana, tan solo llegaría a tener un «sujeto», o lo que es lo mismo, una «hipotética manzana» pendiente de confirmación, o subjetiva.
Con las ideas ya se puede entender y conocer el mundo, pues ya se dispone de todos los elementos necesarios para su descubrimiento. A esto Platón es a lo que llamaba «epísteme», y que es el origen, como su propia raíz expresa, de la «epistemología», o teoría del conocimiento.
Por último supongamos que una plaga hubiera terminado con todos los manzanos del mundo y ya no quedara en ninguna parte una sola manzana para imaginarla, saborearla o conocerla. Gracias al «recuerdo de su imagen y de la forma que contiene» sería posible restablecer su idea y reconstruir nuevamente su forma y su consiguiente imagen. Pero como es natural esa nueva forma e imagen sería aquella que quedara guardada en la memoria de quien la recuperase. Si se trata de un buen artista con buena memoria, cabría la posibilidad de recuperar su forma fielmente, pero si es un mal artista y además con mala memoria, lo más probable es que nos «dibujara» una manzana con la forma de un higo chumbo. Pero como ese sería el único dibujo de quien «recuerda la manzana real» tendríamos que fiarnos de que ese higo chumbo representa en realidad una «verdadera manzana». Sólo si diéramos con un «fósil» de manzana primitiva podríamos descubrir el engaño, lo que es lo mismo, tendríamos la «cosa que confirma el objeto». De manera que toda imagen, por manipulada y «falsa» que sea, debería provenir de una «verdadera cosa». Y digo «debería» porque todavía no hemos considerado la fuente de conocimiento que es la «intuición» que sobrepasa la intención de esta primera argumentación.
¿Qué se deduce de la aplicación de este método? Lo primero es puramente anecdótico, pues es evidente que el Génesis lleva razón, ya que como hemos visto en el manzano está el origen mismo de la «ciencia», del «bien» y del «mal».
Pero lo más importante, y lo que para este trabajo interesa, es que extraemos estas conclusiones irrefutables:
- que la imagen es lo primero que se percibe de las cosas (base de experimentalismo o empirismo, como se lo prefiera llamar);
- que la imagen sugiere y provoca el interés por confirmar la existencia de la cosa, no sólo por su valoración sino por su ser, de manera que toda imagen deviene o proviene, como se quiera establecer, de «alguna cosa que es o ha sido», y que por muy alterada o manipulada que esté, necesariamente sigue habiendo la necesidad de una cosa remota relacionada con toda imagen;
- que la imagen sólo puede ser valorada como buena o mala;
que si nos ha llegado una o varias imágenes de Dios, Dios mismo «es necesario de que sea o haya sido una sustancia concreta».
Y con esto queda apuntado en lo esencial el método por el que intentaré probar cuanto sea «probable» acerca de Dios. Pero hago nuevamente la salvedad de que el empirismo o la experiencia tiene sentido a partir de la existencia de «una primera idea», de donde devienen el resto de las ideas de las cosas, que son sucesivamente creadas de forma racional, lógica y dialéctica. Pero esa «primera idea» sólo puede surgir de la «intuición», o lo que es lo mismo, «de la nada».
Sobre el ateísmo
Obviamente un ateo intenta creer en Dios, pero lo rechaza porque no encuentra una idea razonable ni soporta el que algo o alguien pueda prevalecer por encima de su propia voluntad de ser él mismo. Es decir, un ateo es ante todo una persona amante de la libertad y del libre albedrío, y suele coincidir por lo general con personas de carácter, con gran personalidad, seguros de sí mismos y de sus convicciones. Aceptar la existencia de Dios es hacerse la competencia a sí mismo desde sí mismo, o dicho de otro modo, tener que aceptar que hay algo en sí mismo que le «trasciende» y que no puede dominar ni controlar. Pero como debe de haberlo, que es la cuestión fundamental que trataré de argumentar en este ensayo, se pasa la vida renegando de su parte desconocida, a lo que asocia con una intolerable intromisión de Dios en su vida personal, cognoscitiva y emotiva. En cierta manera es la negación de la «autoridad moral de un padre».
Digamos que por el simple hecho de que el ateo se cuestiona la existencia de Dios y la niega, está «aceptan que hay un Dios inexistente para sí mismo»; es decir, el ateo se hace esta reflexión: «Dicen que Dios existe, pero «para mí» no existe». Con esta reflexión «lógica» Dios «sale de sus creencias personales», pero permanece intacto en el mismo lugar donde lo encontrara cuando se hizo la pregunta, cuya respuesta «prueba su ateísmo». Para negar a Dios lo fundamental es no cuestionar su existencia porque no se le perciba de ninguna manera, caso por ejemplo de los animales y las plantas, que dicho sea de paso, son «agnósticos».
Casi podíamos decir, para evitar dispersarnos inútilmente, que el ateísmo sólo puede darse en el entorno del cristianismo y del judaísmo, en otras palabras, en la tradición religiosa de Occidente, donde se ha intentado otorgarle una entidad propia a Dios, empezando por otorgarle un nombre propio, como el de «Jehová», pues hay tradiciones que lo consideran el «innombrable».
En aquellas religiones que se conforman con una «percepción» de Dios sin entidad propia, el ateísmo como tal es inconcebible, pues en realidad no hay ninguna idea que «negar», excepto una «certidumbre» sin identidad y ¿cómo negar algo que no tiene entidad? Es decir, ¿cómo negar algo que no tiene una forma determinada de ser, sino como «una imagen de algo» infinitamente bueno y poderoso, además de otras cualidades morales, dependiendo de cada credo religioso?
El ateo rechaza la «idea» de Dios, pero no la «imagen» ni la «sustancia» de Dios, pues éstas no interfieren en su personalidad o conciencia de sí, en tanto que la idea sí, ya que le exige buscarle una «forma específica de ser». Por tanto, ese poder ambiguo de la percepción de Dios a través de la fe se convierte en un poder «operativo», «sustancial», capaz de hacer cosas que el ateo no puede concebir, porque aquello que se obtiene del «Ser de Dios» no tiene relación ni lógica ni ontológica con ninguna cosa de este mundo, al menos de las que hemos llegado a conocer hasta ahora.
Es decir, el ateo desea creer en algo cuya idea no comprometa su buen juicio y su propia conciencia personal, pero como en el cristianismo esto no es teológicamente tolerable surge el ateo, o la violenta reacción contra la «idea de un Dios inconcebible».
Sin embargo este empecinamiento del cristianismo tiene sentido, pues su teología pretende ser «racional», ya que ¿cómo se puede aceptar la irracionalidad de un Ser aunque carezca de entidad? Ese supuesto no está en la tradición de donde surge nuestra religión, especialmente a partir del Nuevo Testamento, donde ya se puede hablar de la influencia decisiva de Platón y de sus seguidores, como Plotino.
Los Padres de la iglesia son todos sin excepción personas «lógicas» y hasta podríamos decir que «racionalistas», y sobre todo «idealistas», pues no conciben las cosas sin sus correspondientes ideas, y para asentar sus creencias en la propia lógica necesitan una «idea del Ser supremo con nombre propio, entidad e identidad». Es decir, es necesario que el Ser supremo sea «identificado con algo o alguien de este mundo» y con cierto sentido «ontológico». De esta manera es como se toma la decisión de «deificar» la personalidad de alguien tan excepcional, si nos atenemos a sus biógrafos, como es Jesucristo, pero que no es el único de la historia en predicar una religión basada en la hermandad y la trascendencia del ser humano y su peculiar forma de pensar.
Como hemos dicho, esa forma de pensar se fundamenta en la percepción de la existencia de las cosas según su sustancia, su imagen y su inevitable idea. Tan inevitable que de la primitiva imagen de varios dioses y de un sólo Dios, Jehová de la tradición cultural y nacional de donde proviene nuestro Dios cristiano, debe surgir necesariamente una «nueva idea» redactada en un «Nuevo Testamento», pero una «idea», a fin de cuentas.
Por tanto, el ateísmo no es más que la reacción a ese intento de asociar la primitiva imagen de dioses inombrables e inconcebibles, o símplemente lo divino, a un solo Dios con entidad, que es consustancial a la de Jesucristo. De manera que la condición divina de Jesucristo, que para un ateo o hereje no es más que un ser humano como los demás, salvo aquello de excepcional de su misma biografía, que puede ser interpretado de diversas formas e incluso se puede llegar a considerar que ha podido ser «alterada y manipulada», pues su testimonio no proviene de su puño y letra, y adquiere un poder inadmisible para una persona soberana dueña de su propio destino. Si a Jesús no se le hubiera otorgado divinidad alguna, no cabría la posibilidad de la herejía ni del ateísmo, como sucede en otras culturas de otros ámbitos religiosos donde al no tener Dios entidad alguna ningún ser humano puede compartirla, todo lo más ser su «profeta» o «sumo sacerdote».
El ateísmo es por tanto un fenómeno propio del cristianismo, provocado por la aparente «irracionalidad» de querer otorgar entidad a un Ser que no puede ser asociada a ninguna «cosa», «idea» o «sustancia» concreta de este mundo.
No obstante, desde el Concilio de Nicea la teología cristiana persiste en otorgar a Dios una «entidad» que se encuentra repartida en tres «personas» distintas, las tres «consustanciales», el propio Dios o Padre, el Hijo o Jesús y el Espíritu Santo, o el «aliento vital» de Bergson, de donde surge la vida misma. Si se persistió en este misterio fue porque la razón simplemente no podía aceptar la posibilidad de que un ser no proviniese de la percepción de una «cosa», tal y como lo he tratado de argumentar con mi propio método. Si la «personalidad de Dios» no podía ser momentáneamente identificada, el cristianismo se anticipa a su descubrimiento inevitable en el tiempo y proclama la existencia de una entidad personal que debe ser Dios, y para que sea comprensible lo hace en la persona de Jesucristo. Esta proclamación estimula su búsqueda casi desesperada, sobre todo dentro de ateos y herejes, pues los creyentes no han pasado de la valoración de una imagen y no se hacen este tipo de preguntas. Son los ateos, y en su versión más moderada los agnósticos, los que aceptan el reto del «misterio de la identidad de Dios» y se proponen la compleja labor de descifrarlo, tarea que ya es parte de la historia misma de la filosofía, no para justificar el misterio, puesto que ya está claramente planteado, sino para encontrarle una explicación y entidad «lógica y razonable».
En otras palabras, la teología cristiana establece que Dios «tiene que existir como idea necesariamente», pero como no sabe ni quién es ni cómo es, le otorga una entidad o «identidad provisional», que ya no es una pura imagen de Dios, sino una entidad sin resolver o identificar en «alguna persona o cosa en concreto», excepto claro está, en la persona de Jesucristo. El reto de esta búsqueda de «racionalidad teológica» es el fundamento de la escolástica hasta Santo Tomás, y lo asume la propia Iglesia, a través de sus múltiples y sucesivas herejías, hasta la consumación de la Reforma, que no resuelve lo fundamental, pero al menos pone las cosas mejor para futuros y razonables «agnósticos», como el propio Descartes, Spinoza, Hume, Kant, etc.
Pero dentro del ámbito de la poderosa Iglesia católica, en la medida de que las herejías son aplastadas y dominadas por esta Iglesia oficial, el reto de encontrar una respuesta razonable debe ser asumido por un tipo peculiar de ateo, que no es radical e intransigente, sino flexible y razonable, y que está en condiciones de resolver el misterio que oculta la «verdadera identidad de Dios». Este ateo razonable es el «agnóstico».
Sobre el agnosticismo
Un agnóstico no «cree» en la existencia de Dios porque sus ideas se fundamentan en conclusiones razonables y no en creencias, pero acepta la remota posibilidad de su descubrimiento, porque posee la «intuición» de su hipotética existencia. El no «poder» creer no quiere decir caer en el nihilismo, ni siquiera en el escepticismo, antes bien todo lo contrario, no hay nadie más activo en asuntos de razonar la posible identidad de Dios que un agnóstico, pero su progreso es lento y a veces contradictorio.
El fundamento de la filosofía desde Platón está basada en el agnosticismo, que puede ser interpretado como «duda sistemática» de todo aquello en lo que creía, porque lo que necesito no son creencias sino conclusiones razonables sobre aquello que siento, veo o imagino. Y si no puedo hacerlo directamente, tomando contacto con la cosa misma, al menos tomando contacto con ella como una «hipótesis razonable» que haga necesaria su existencia tal y como es «probable que sea».
La aproximación del agnóstico a la idea de Dios es precisamente la de tomar los elementos existentes y ver qué hay en todo este embrollo de razonable y por tanto de probable. Para ello es necesario retornar a la «epistemología», es decir, volver a repensar una y otra vez, y las que sean necesarias, la manera en que pensamos en las cosas, no sea que lo estemos haciéndolo mal y, por tanto, no seamos capaces de alcanzar nada concluyente. Pero no sólo eso sino que también es necesario volver siempre a la «hermenéutica», pues cabe también la posibilidad de que estemos confundiendo el significado de los conceptos o utilizándolos «fuera de contexto», en cuyo caso tampoco puede alcanzare conclusión alguna.
De manera que todo agnóstico que intenta aproximarse a la idea de Dios debe recurrir a la metafísica, pues la misma idea es un concepto del contexto de la metafísica. Es decir, las idas no son una materia de la teología. Por esa razón argumentaba que los padres de la Iglesia «idearon» un Dios dentro de un «misterio» precisamente porque intentaron «explicarlo como una idea metafísica» y no se conformaron con explicarlo como «algo» de lo que nos apercibimos sin poder concebirlo, como sucede en tantas otras religiones menos racionalistas que la cristiana y más «imaginativas». El cristianismo surge mediatizado por la metafísica y no puede quedarse en el «limbo» de sus antecesores. Sin embargo su mayor inspirador no será Platón sino uno de sus seguidores, Plotino, que tiene su escuela ya en Roma, de donde «beben racionalidad» los padres de la futura Iglesia de Roma.
De manera que la Iglesia de San Pedro, pese a lo que se suele pensar, está fundamentada sobre la razón, y su misión es «probar la existencia de Dios», pero no como una sugestión que proviene de una mera imagen sin entidad, sino de una «imagen que tenga entidad» y por consiguiente, sea una idea, y que esta Iglesia resume en una aporía aparente, como es el «Misterio de la Santísima Trinidad». Este es el nudo gordiano de esta religión y que tarde o temprano debe ser deshecho, porque si se ha planteado el «misterio» es porque se debe poder resolver. Tarea a la que se entregarán todos los filósofos escolásticos, desde San Ambrosio hasta Santo Tomás y que será seguida desde el agnosticismo o el cristianismo reformado por sus sucesores a partir de Descartes y de Spinoza.
En el ámbito de la propia Iglesia católica se produce un «absolutismo» contraproducente para la propia idea de Dios, pues impide la búsqueda razonable de esa idea, y con esta búsqueda, que sirve de estímulo fundamental de la cultura de Occidente, corren paralelas todas las ciencias humanas, o el humanismo en sí mismo. Es decir, no sólo la búsqueda de una idea razonable de Dios será tarea de los agnósticos, sino todas las disciplinas propias de la cultura humanista a partir del Renacimiento.
El catolicismo, intransigente y «ciego a la realidad de su propia misión», lo único que provoca es una herejía tras otra y un legión de ateos dentro de su propio ámbito religioso, porque los agnósticos pertenecen, por lo general, al ámbito de la cristianismo reformado. Por esta razón se hizo necesaria la Inquisición.
Personalmente me considero agnóstico y no es casualidad que resida en Berlín, y que la mitad de mi ya larga existencia la haya pasado en centro Europa y en los Estados Unidos. De haber residido más tiempo en España hoy sería uno más que sus muchos ateos, provocados por la propia Iglesia católica española, historicamente opuesta a la búsqueda de una «idea razonable de Dios».
SEGUNDAPARTE
El Dios de la teología
Según el método propuesto a toda idea debe precederle la sugestión provocada por una determinada imagen o la sensación de una cosa consistente. También podría hacer dicho que la idea debe estar precedida por una impresión, lo que también sería cierto, pero pertenecería a un grado posterior de la formación de la idea, ya que la impresión reconoce la forma que hay en la imagen, en tanto que la sugestión carece todavía de forma.
La sugestión de una imagen puede inducirnos a una indeterminada impresión con una forma también indeterminada. Pongamos que contemplamos una puesta de sol. La impresión es la derivada de un círculo rojo, al borde mismo del horizonte, que deja un rastro de luminosidad de una intensa coloración. Por tanto de la impresión se deducen las formas, o lo que es lo mismo, la «estética».
Si nos dejamos impresionar por la puesta de sol es por su «estética»; porque nos agradan los colores, la forma y la armonía general del paisaje. Por el contrario si nos dejamos sugestionar por la imagen de esa misma puesta de sol, no sólo valoramos la estética, sino, como decía, el «valor mismo de la imagen», de donde extraemos que se trata de una «buena» imagen. De manera que es de la sugestión y no de la impresión de donde surge el valor ético de las imágenes. La utilidad de esta diferenciación es obvia: mientras de lo estético surge necesariamente una idea «puramente estética», origen del arte, de lo ético surge una idea «necesariamente ética», origen de la religión y de la moral. Si nos preguntamos quién ha podido «pintar esa imagen tan impresionante» llegamos a la conclusión de que lo ha hecho algún «artista sobrenatural con un elevado sentido de la belleza», pero si nos preguntamos quién ha podido «crear esa imagen tan sugestiva» nos respondemos que inevitablemente ha tenido que ser un «Creador tan bueno como su creación, o con un elevado sentido ético y moral».
De manera que la sugestión nos lleva al «creador» de las mismas imágenes, en tanto que la impresión nos lleva al «causante» de las formas contenidas en las imágenes. La diferencia es importante, pues ya vemos que la imagen contiene las formas.
Por tanto la idea de Dios debe comenzar con la percepción de una imagen que nos «sugiera la apariencia de algo a lo que llamar Dios». Pero también podemos percibir una imagen que nos sugiera la apariencia de Dios sin llamarle de modo alguno, porque con la percepción de su «presencia» a través de la sugestión de su imagen ya tenemos bastante.
De esta reflexión se deduce algo fundamental y que nos sitúa ante el principio de algo a lo que poder considerar Dios: Si todas las cosas tienen una imagen, debe de existir «una imagen de todas las cosas». Dicho de otra manera, si no fuéramos capaces de concebir las cosas que vemos según su forma de ser, entidad o identidad, de la que podríamos extraer sus ideas y llegar a entenderlas y posteriormente conocerlas, todas las cosas que vemos son «ininteligibles» y «desconocidas» y por tanto se «funden» en una sola imagen, «la imagen de la totalidad de todas las cosas percibidas, pero no entendidas ni conocidas».
Esto quiere decir que la naturaleza «inconsciente» forma sin embargo una imagen en su totalidad, de la que se deduce una «sustancia en su totalidad», y pese a no concebirse a sí misma, debe ser también por «defecto» una «idea en su totalidad», puesto que no puede ser en efecto hasta que no sea «concebida como idea en sí misma» con «entidad e identidad», es decir, «entendida y conocida». Esta reflexión resume miles de páginas de la historia de la filosofía, en especial de la metafísica, y sus fundamentos se remontan a las primeras reflexiones puramente lógicas y racionales, que con toda probabilidad son anteriores a la filosofía griega que supuestamente comienza con Tales de Mileto.
Por tanto la primera sugestión de Dios debe provenir de la «imagen total de la naturaleza», y esta sugestión debe poder tenerla cualquiera que vea o imagine, pese a que no conciba, pues precisamente porque no concibe, lo que ve o imagina es una «imagen de la totalidad» sin poder distinguir sus formas.
Pero todavía podemos ir más lejos. Si la naturaleza en su totalidad constituye una imagen también en su totalidad, todo lo que es parte de la naturaleza es parte de esa imagen, en otras palabras, todo lo natural imagina la naturaleza en su totalidad.
Esa cualidad de «imaginar» debe ser propia de todo lo natural, y si la manzana tiene una imagen debe ser porque la propia manzana de alguna manera puede «ver su imagen reflejada en la imagen total de la naturaleza», razón por la que es como es, y no por el «simple» estímulo de la evolución. Es decir, el resultado de la imagen de la manzana es su propia creación dentro de su propia «imaginación», lo que la hace diferente de otras imágenes. Naturalmente que este supuesto es puramente teórico y la ciencia experimental no puede probar que la manzana es como es debido a su «imaginación», sino a una información contenida en su código genético, que como mucho puede verse afectada por el medio ambiente, dado origen a las diversas clases de manzanas. Sin embargo es razonable preguntarse cuál fue la causa de ese código genético, donde podríamos aceptar la «teoría de la imaginación de las plantas» para determinar y crear sus respectivas imágenes. Ahora a esto se le llama «Diseño inteligente». Pero para el tema que nos ocupa no es importante probar que la naturaleza debe tener una imagen de sí misma, sino que es suficiente con establecer que si no pueden ser concebidas las diversas formas que contienen las imágenes, la única imagen que puede percibirse es una «imagen de la totalidad», y esa imagen ya podemos asociarla al «arjé», o principio de todas las imágenes de las cosas y las cosas mismas, pues al menos aparentemente no puede haber nada más allá de la «totalidad», es decir, de una imagen total.
Esa imagen total o «cósmica», que puede contemplarse de forma especial en una clara noche estrellada, debe ser sin lugar a dudas de donde surge, por sugestión, la primera noción de algo a lo que poder asociar con Dios, no como idea, sino, insisto una vez más, como imagen.
Ante la contemplación de la imagen de la totalidad la primera reacción no debe ser encontrarle una «explicación», sino una «valoración», pues las imágenes en tanto que no sean «ideas» no se pueden entender y tan solo se pueden valorar. Es decir, lo primero es preguntarse si es una «buena o mala imagen», lo que nos sugerirá la bondad o maldad del «dios que la ha creado», y lo siguiente es saber si además esa imagen está compuesta por una determinada sustancia que pueda ser «útil y positiva» o «inútil y negativa», pues es evidente que tratamos de evitar lo inútil y negativo.
Ese fue el proceso que llevó a Eva a «conocer» la verdadera identidad de la manzana y que también debería servir para llegar a conocer la verdadera identidad de Dios si pudiéramos tener una visión «total de la imagen del cosmos» como Eva tuvo de la manzana. Pero obviamente no es posible.
Supongamos que volvemos a nuestros progenitores pero ya expulsados del Paraíso, y después del asunto de la manzana descubren la imagen total de la que estamos hablando; es decir, solos y desconcertados, rodeados de cosas por todas partes que «no pueden concebir», ya que sólo conocen la identidad de la imagen de una manzana, el resto, como digo, no es sino una sugestión provocada por el desconocimiento de todo lo que ven, por lo que sólo pueden ver una sola imagen. Supongamos que es además la típica noche estrellada que había comentado con anterioridad y que, sobrecogidos ante la totalidad de lo que perciben, intentan valorar si aquella imagen es «buena» o «mala»; si pueden esperar que esa imagen les provoque algún daño o por el contrario se trata de una imagen amistosa de la que no cabe esperar peligro alguno.
Una vez desterrados, y puesto que Dios ya les advirtió de los inconvenientes de la vida fuera del Paraíso, algo les dice que esa imagen es «ambigua», que tanto puede hacerles daño como causarles placer, de manera que ante la ambigüedad, deciden que esa imagen de la totalidad debe de estar compuesta por «bien» y por «mal», ahora sólo tienen que «separar» el bien del mal y otorgar a ambos una entidad, o identidad, y si es posible asignarles un lugar para su previsible existencia. Como resulta evidente que los mayores peligros proviene de la tierra, es decir, de la imagen misma de la naturaleza que les rodea, que ya no es la amistosa y favorable del Paraíso, sino imprevisible y violenta, deciden que «el mal está en la Tierra y el bien debe de estar en el Cielo». De esta manera al menos quedan perfectamente ubicados ambos valores, pese a que se trata de una generalidad, pues del cielo también pueden provenir muchos males.
Han pasado unos cuantos años desde entonces, para la antropología puede que unos 1,8 millones, a partir de la aparición del «homo erectus», «habilis» y finalmente el «homo sapiens». Ahora vivimos ya en la era espacial, cibernética y neoliberal, que es tanto como decir en no va más, y al contemplar un cielo estrellado seguimos preguntándonos si esa imagen es buena o mala; si esconde peligros o nos acechan desgracias, como el choque de un meteorito. Pese a que han transcurrido todos estos miles de años desde la sugestión de estar ante la «presencia» de algo a lo que asociar con Dios que está en en «cielo», seguimos sintiendo el mismo temor a esa imagen que podemos asociar con Dios, es decir, seguimos teniendo «temor a Dios».
Como hemos llegado a la conclusión razonable de que todo intento de conocimiento debe de comenzar por la percepción de una imagen, todo lo que conocemos a cerca de Dios por la teología debe de haber comenzado en efecto por la contemplación de una imagen, y esa imagen es la única posible ante el desconocimiento de las formas que contiene.
Esta forma de percibir la imagen total de la naturaleza debe ser razonablemente anterior al hombre y sus peculiaridades cognoscitivas, al menos lo que entendemos por el hombre como tal, con un mínimo de racionalidad y entendimiento, suficiente para tener «unas cuantas ideas», y sobre todo una idea de sí mismo, que es lo que hace que se reconozca al verse reflejado en las aguas calmadas de un estanque.
Hago todas estas observaciones porque no hay duda de que los primates que nos precedieron y muchos animales sociables deben ser capaces de extraer de esa imagen total algunas formas, que convierten en objetos, pero a falta de un lenguaje, no pueden concebir los sujetos, es decir, sus nombres. Por tanto el hombre debe de ir más allá y ser capaz de concebir tantas ideas como sean necesarias para establecer su propia «humanidad» y distanciarse de los animales.
Una de esas cualidades es la de extraer de la imagen total de la naturaleza la idea de sí mismo, y como consecuencia, todo lo que está fuera de sí mismo es necesariamente la «idea de todo lo demás fuera de sí mismo», y que constituye la razón misma de su existencia. Es decir, una vez que se reconoce a sí mismo, todo lo demás debe de ser parte de otro «sí mismo que está por encima de sí mismo y le contiene a él mismo».
Sin una idea de sí mismo el ser humano no puede «dividir» la realidad entre el yo mismo y lo demás, siendo parte de todo lo que es, pese a que distinga y diferencie ciertas formas que son sobre todo útiles para su supervivencia. Pero una vez que divide el mundo perceptible entre «yo y lo demás que no soy yo» ha dividido la realidad en dos «seres distintos» y «dialécticos», el «ser de sí mismo» y el «ser de todo los demás de fuera de sí mismo». Para simplificarlo y hasta hacerlo más comprensible para un lector conocedor de la «metafísica» de Ortega y Gasset, estamos ante su popular axioma, «Yo soy yo y mi circunstancia», que en el contexto teológico se interpretaría como «Yo soy yo y la Creación».
Naturalmente que el propio Gasset no estaría de acuerdo, pero yo he llegado a su frase por la puerta trasera y no por la principal, y Gasset no había previsto que su axioma tuviera acceso por otra parte que la que él mismo la concibió. También he dicho que esta frase pertenece a la metafísica y no a la filosofía del «Yo y su circunstancia», que parece tener una interpretación puramente psicológica, como pretenden la mayoría de sus comentaristas.
Si he introducido a Ortega y Gasset de forma tan abrupta y sin una introducción previa, pues volverá en la tercera parte de este libro, cuando hablemos del Dios de la filosofía, es porque he llegado a la conclusión de que desde Platón no se ha dicho nada verdaderamente útil para la metafísica hasta este filósofo.
De la popular frase de Ortega y Gasset se suele omitir la segunda parte: «Si no se salva ella no me salvo yo». Parte inaceptable, porque establece una tiránica relación dialéctica entre el yo y su circunstancia, como negando cualquier posibilidad de que el «yo» tenga algún tipo de autonomía con respecto de su circunstancia, o lo que es lo mismo, la causa del ateísmo. Por tanto esta segunda parte la rechazaría cualquier ateo y se tomaría con reservas un agnóstico, pues en el contexto teológico había que interpretarla de esta otra forma: «Si no creo en Dios no puedo creer en mí mismo», siendo su Creación mi «circunstancia», o, como decíamos, el Ser total que constituye la imagen total de todo lo existente fuera de mí mismo.
Esta ha sido una de las causas por lo que se omite esta segunda parte, pues esta dependencia de los «desconocido» que hay en toda circunstancia es inadmisible para alguien que esté seguro de sí mismo y ejerza dominio sobre las circunstancias, es decir, alguien que no admita de ninguna de las maneras la intromisión de Dios en su vida privada.
Como seguimos hablando del Dios de la teología, seguimos al mismo tiempo centrándonos exclusivamente en la «imagen de un Dios» proveniente de «todo lo imaginable fuera de la imagen propia». Es decir, que todavía no nos referimos a la probable sustancia de Dios, que sería asunto de la física ni de la entidad de esa imagen, que sería asunto de la filosofía o de la metafísica.
La teología, pese a que la cristiana tiene mucho de «racional», no puede precisar «objetivamente» cuál es la sustancia de Dios, qué forma tiene y dónde se encuentra. Sus conclusiones son puramente «subjetivas», basadas no obstante en la razonable evidencia de que a toda «imagen le corresponde una sustancia», por lo que su imagen subjetiva de Dios es necesariamente consustancial con su verdadera sustancia, sea lo que sea y esté donde esté.
En tanto que no exige que establezcamos ni su entidad ni sus sustancia, con la creencia derivada de su imagen la teología tiene suficientes argumentos «supuestamente racionales» para establecer la probable existencia de Dios, puesto que ya tiene su «certidumbre». El resto es «pura imaginación o imaginería», adaptada e interpretada de acuerdo a necesidades coyunturales, donde Dios sea necesario para la armonización de la vida social a través de unos valores que se extraen de la «buena imagen de Dios» y de la «mala imagen del demonio»; es decir, del establecimiento de una moral social basada en la existencia de un bien y un mal, siendo el bien lo propio de Dios y el mal del demonio.
No es por tanto un capricho de unos místicos fanáticos, sino una ética que tiene sentido social, es razonable y necesaria. Por tanto, cuanto más moral es una sociedad, también es más racional. En esto radican también las diferencias entre las diversas sociedades cuya moralidad no está basada en la irracionalidad de una imagen inconcebible, sino en un imagen concebible por «defecto», en tanto que Dios se convierte en una «idea con la entidad que proviene de una imagen», pero que es admisible porque es «lógico» que toda imagen provenga de una sustancia y debe tener una forma.
Las sociedades basadas en religiones donde Dios carece de entidad, ni siquiera provisional o por defecto, permanecen en la «irracionalidad» de negar lo evidente sólo porque no encuentran lógico que la imagen de Dios deba provenir de una «sustancia todavía desconocida y deba tener una forma también desconocida». La irracionalidad consiste en cree que hay imágenes que no provienen de sustancia alguna, es decir, negar lo que en la naturaleza es evidente.
Paradójicamente muchas de estas culturas provienen de la tradición filosófica de Aristóteles, porque este filósofo sólo admite como posible aquello que puede sustentarse en la relación dialéctica entre la esencia y la sustancia. Es decir, aquello que es esencial pero carece de sustancia no puede «moverse» y ser o provenir de una cosa. Por tanto, si el origen es una esencia sin sustancia, esa esencia debe permanecer «siempre como esencia» y de ninguna manera puede devenir en sustancia, lo que le lleva a la conclusión de que el mundo no ha podido crearlo algo «esencial» porque simplemente carece de «movimiento», pues para crear «hay que moverse».
El Dios cristiano, sin embargo, «se ha movido y ha hecho posible la creación del mundo», porque pese a que momentáneamente sea un Ser desconocido, por la percepción de su «imagen», sabemos que no sólo tiene apariencia como «esencia» sino como «sustancia», y por tanto tarde o temprano tendremos la oportunidad de dar con su «forma de ser»; es decir, con su idea. Este es el meollo de esa «irracionalidad totalmente racional» como es el Misterio de la Trinidad de la teología cristiana.
El Dios de la física o de la naturaleza
El Dios de la teología es sin duda la primera percepción de Dios en sí mismo; percepción que como hemos dicho carece de entidad y de una idea, o llega a ser una entidad fundamentada en la sugestión de una «imagen», o lo que es lo mismo, una idea «imaginaria» y no razonada. Pero en la medida de que tiene fundamento «lógico», el paso siguiente no es hacernos una idea de Dios, sino conocer «como trabaja Dios», y de qué manera es capaz de crear la naturaleza de las cosas que vemos e imaginamos. Es decir, después de imaginarlo queremos probar su «consistencia» como «sustancia», o como «naturaleza».
Lo que mueve a buscar una explicación a la poderosa sugestión de la imagen de Dios no es un acto de voluntad, sino un «impulso». La voluntad no es posible sin las ideas, pues es la sinergia misma que produce el «movimiento» de una creencia producida por una sugestión o impresión hacia una certidumbre, que debe confluir en la elaboración de una idea. Es decir, se tiene la sugestión de una imagen y surge un impulso para percibir su sustancia, puesto que en la percepción de la sustancia de la imagen no hay entidad y todavía no puede surgir una idea.
Será el paso siguiente, al intentar «entender la forma de ser de la imagen», cuando puede surgir la idea, y será al mismo tiempo ese el caso en que será necesaria la voluntad, ya que el descubrir la forma de las cosas no es en ningún caso la satisfacción de una necesidad, sino lo que provisionalmente podemos decir que se trata de una simple «curiosidad» o un «deseo» causado por la intuición.
En otras palabras, lo que movió a Eva a morder la manzana no fue la necesidad sino un impulso que surgió a partir de la «buena imagen de la manzana». Por esta causa nunca hubiera sido expulsada del Paraíso, porque degustar la manzana no lleva a su pleno conocimiento, sino a asociar la imagen de la manzana con un alimento o algo sabroso, aún sin conocerlo «verdaderamente». Lo que causó su expulsión fue precisamente la aparición de la «curiosidad» en la mente del ser humano, una vez más, «la intuición de la verdadera forma de ser de las cosas que imaginamos».
Por tanto lo que molestó a Dios fue precisamente el «acto de voluntad» necesario para pasar de la percepción sensorial e imaginativa a la percepción «consciente» de la manzana, hecho que abría nuevas expectativas de percepción desconocidas en el Paraíso y expresamente prohibido por Dios, es decir, el entendimiento en sí mismo. Por alguna razón Dios no quería que sus dos únicas criaturas humanas fueran conscientes de las cosas que veían, sentían e imaginaban, tal vez porque el Paraíso mismo debe ser sinónimo de «inconsciencia», en cuyo caso la mayoría de los seres vivos, excluyendo a ciertos animales próximos al hombre, deben vivir todavía en el Jardín del Edén.
De manera que el paso siguiente en la percepción de Dios es un impulso para encontrar la «sustancia divina de donde proviene su imagen», y como tal impulso, no puede concluir en la elaboración de una idea, sino que se trata de la simple conversión de una «sugestión» a una «sensación».
Eva ve la manzana, le atrae su imagen, la muerde y percibe su buen gusto o su sensación como sustancia. Si este asunto hubiera quedado ahí no hubiera sucedido el lamentable episodio de la expulsión, pero sucedió. ¿Por qué? Simplemente porque toda «sensación» produce una «reacción», de la misma manera que toda «creencia» conduce a una «creación», y la sugestión es en realidad una creencia, o lo que es lo mismo, la percepción de una imagen de algo que no se entiende ni se conoce pero que se percibe con la fe; se cree que se entiende porque su imagen así lo «sugiere».
La reacción es una de las fuerzas básicas que mueve la naturaleza: el deseo. Toda experiencia satisfactoria, sea como alimento o el puro placer, causa el deseo de repetirlo tantas veces como sea posible y necesario, es decir, la satisfacción es la causa misma del deseo, y desear algo es siempre un asunto arriesgado y no parece que estuviera bien visto en el Paraíso, habida cuenta de que «no había necesidad alguna». ¿Qué razón tenia de ser el «deseo» dentro del Paraíso? ¡Ninguna!
El deseo es el impulso que nos mueve hacia las cosas que nos satisfacen, y por tanto la sustancia misma que proviene de la «buena imagen de Dios» se convierte en un deseo, pues la satisfacción de todas nuestras necesidades está en la misma Creación. Así que el segundo paso en la percepción de Dios es sentirlo como «sustancia», y no sólo percibirlo como imagen, de manera que todo aquello que se sienta y sea satisfactorio es «sustancia divina», pero todo aquello que produzca insatisfacción y sea doloroso debe ser propio de la sustancia de un «antidios», pues el mal no debió tener nombre con la misma premura que el bien, pero que finalmente en nuestra tradición cristiana se convertirá en Satanás, además de tener otros muchos sustantivos.
Pero no se trata todavía de entrar en los detalles pormenorizados de esa reacción, lo que requeriría la aparición de las ideas, sino simplemente valorarla como «positiva» o «negativa», pues todo lo positivo satisface. Pero seguimos estando ante una nueva percepción de Dios que no alcanza a convertirse en una «idea de Dios», sino simplemente en una «sensación» de Dios, que produce un deseo. Sigue siendo un Dios «innombrable» pero «deseable» y «positivo».
Como éstas son las condiciones en que se mueve la vida en general, a Dios se le ha debido percibir mucho antes de la aparición de la conciencia propiamente humana, o el entendimiento en sí mismo. Por esa razón el Jardín del Edén puede existir sin necesidad del entendimiento, y también por esa razón acceder a ese entendimiento significa la pérdida inmediata e inapelable de sus extraordinarias ventajas, que se resumen en una sola: «inconsciencia». Por tanto, todo aquello que vive y es inconsciente sin duda que sigue en el Paraíso.
De manera que el Dios de la naturaleza sigue siendo «desconocido» pero percibido como sensación, cuya reacción es positiva, y con esta simple percepción es posible, no sólo gozar de una vida inconsciente y «feliz», sino resolver lo esencial de la vida misma, como es la satisfacción de sus necesidades que hagan posible la supervivencia y la reproducción, algo que aunque nos pueda parecer simple en los tiempos en que vivimos, debió de agradar a Dios, no sólo porque era una vida «ecológica y sostenible», lo que no es ahora, sino porque en esto consistía (o todavía consiste) su Paraíso, y no sólo el actual sino el que nos ha prometido. La prueba de esta conclusión es la frase atribuida al mismo Dios: «¡Creced y multiplicaos!», pero no dijo que para ello tenían necesidad de la conciencia, por lo que se deduce que es suficiente con la «imaginación y el deseo», móviles que no son tan antiguos como podríamos suponer, y siguen moviendo a millones de seres humanos en todo el planeta.
Por tanto a Dios se le debe poder percibir incluso en la más absoluta inconsciencia, pero sucede que la propia voz de Dios sólo surge cuando se percibe conscientemente, es decir, cuando por fin el ser humano, a bastantes años ya de su expulsión del Edén, consigue en un extraordinario esfuerzo de voluntad transformar la sugestión y sensación en una «idea de Dios», y que es el momento en que se hace necesaria la voz misma de Dios, pues hasta entonces podemos decir que se trata de algo «inconcebible», y que por tanto puede ser percibido por cualquier ser vivo que no sea consciente de la existencia de Dios, sino de su imagen y sensación, o «apariencia y consistencia».
¿Cuánto tiempo estuvo Dios ausente de la conciencia de los seres propiamente humanos? Esta es una buena pregunta que tiene una difícil respuesta, pues nuestra historia empieza con la escritura y tenemos noción de que uno de los textos que ya lo mencionan, es decir, los primeros libros de la Biblia datan de más de 600 años antes de nuestra era. Pero dioses con nombre propio, como el egipcio Atón, se remontan a 1350 años antes de la llegada de Jesucristo al mudo. Incluso dentro de la cosmología politeísta, donde los dioses tienen diversos nombre según las diversas deidades sugeridas a partir de las fuerzas de la naturaleza o la imagen de animales totémicos, debe remontarse al neolítico, o a los primeros asentamientos con economía de base agrícola y con personas que ya viven en poblados y están altamente socializadas. Es decir, que los tiempos del Jardín del Edén debieron durar desde la hipotética creación del mundo hasta los siglos XV o XX de la pasada era, o lo que es lo mismo, el tiempo que llevamos ya de la nuestra, la cristiana, obviamente.
Sin embargo no será a partir del monoteísmo en que podemos considerar que da comienzo el Dios de la filosofía o la teosofía, que también estudia a Dios, y para nuestros efectos culturales este Dios se llama en un principio «Yahvé» o en su «defecto», simplemente «Él». Los primeros filósofos que cohabitan con varias deidades serán en la mayoría de los casos acusados de impiedad o de sacrílegos, precisamente porque la misma filosofía, en especial la idealista, requiere necesariamente de la existencia de un solo Dios o ninguno.
Llegados a este punto de nuestra reflexión no se puede evitar preguntarse si todo lo argumentado hasta ahora no será irrelevante para el fin que nos proponemos, pues Dios debe comenzar siendo una «idea» para que podamos hablar «verdaderamente» de Dios. Sin embargo el hecho de que muchas culturas sigan sin aceptar la «idea de un Dios con entidad» y nombrarlo con un nombre propio, sugiere que lo argumentado tiene sentido lógico, de donde se deduce que debemos considerar la percepción de Dios desde el origen mismo de la naturaleza, pues en muchos aspectos continua vigente esa misma percepción. Sin ir más lejos, podemos decir que la fe en la percepción de Dios sin la evidencia de su presencia ni de su imagen «real» es una prueba de que seguimos percibiéndolo tal y como debe ser percibido por la cosas vivas, sean o no conscientes.
Dios deja de ser algo desconocido sólo a partir de la aparición de la teología cristiana, y deja de ser una percepción sin entidad para ser una percepción perfectamente identificable, en la persona de Jesucristo. Es decir, Dios deja de ser innombrable e inconcebible porque ha sido «concebido» en la persona de Jesús.
Con este extraordinario hecho teológico, que encierra uno de los más grandes misterios jamás planteados en la cultura de la humanidad, los cristianos rompemos todos nuestros lazos con lo que podíamos llamar una «religión de fundamento natural e inconsciente», o con la sugestión y la sensación, también podemos decir la imaginación y el deseo, y nos proponemos descubrir la verdadera identidad de Dios con la última de las percepciones posible, es decir, en la «conciencia», o como una idea razonable y lógica, y por tanto probable, y todo lo probable, más tarde o más temprano, debe poder ser probado.
Es así como resurge por fin el Dios en la filosofía, fundamento de nuestra cultura occidental y al mismo tiempo de la aparición de la herejía, pero también del «humanismo racionalista» y del progreso según lo entendemos en este lado del mundo llamado «civilizado».
El Dios de la filosofía
En realidad es a partir de ahora cuando podemos decir que empieza, no sólo la búsqueda de Dios «verdaderamente», sino la misma identidad de Dios como «idea en sí misma».
Pero la idea misma no puede surgir de la propia filosofía, pues ésta no se ocupa específicamente de las cosas de Dios, para lo que está la teología, sino que la propia voz de Dios debe surgir de una disciplina relacionada con la existencia de Dios pero «razonable», es decir, la teosofía. Por esta razón la teosofía tiene que ser necesariamente anterior a la filosofía y se remonta a los orígenes mismos de cualquier «idea de Dios», sea de fundamento natural o humano. De manera que la idea de Dios es también contemporánea de las primeras sociedades humanas de base agrícola, que surgen en torno a los valles formados por las cuencas de ríos periódicamente desbordables, como el Éufrates y el Tigris en el Medio Oriente, el Nilo en África o el Ganges, el Amarillo o el Mekong en Indochina, y sin duda que en otras partes del globo con circunstancias parecidas.
Lo que sucede en estos lugares es que la vida se ha hecho sedentaria y por tanto también «contemplativa». Ya no es necesario ir detrás de las piezas de caza en su migración o seguir el rastro de árboles en sus periodos de producción de frutos, lo que deja poco tiempo para pensar y la actividad debe ser concentrada en la mera supervivencia. En la nueva situación, gente con experiencia y de avanzada edad, patriarcas cuya numerosa familia fuera capaz de alimentarles, se podían dedicar a «ejercitar la voluntad» y tratar de saber más sobre todo aquello que imaginaban o sentían porque tenían tiempo de sobra para ello.
Hay que tener en cuenta que desde los primeros establecimientos agrícolas hasta la revolución política que da origen a los estados-nación y el monoteísmo pasan tranquilamente 2.500 años, tiempo en que se descubren los elementos fundamentales para el progreso del pensamiento, y que Aristóteles asocia a la experiencia, por tanto es necesaria la escritura, y los medios para preservarla para futuras generaciones.
De manera que lo que podemos llamar teosofía, o la ciencia razonable que se ocupa exclusivamente de la idea de Dios, debe remontarse al menos a 3.000 ó 4.000 años antes de nuestra era, tiempo más que suficiente para que paralelamente, de tanto observar en cielo en busca de evidencias de la «forma de ser de Dios», se descubriera la astrología y otras técnicas de adivinación relacionadas con la interpretación del cielo y de la naturaleza.
La inquietud de estos primeros «sabios» de la humanidad es proceder al paso siguiente donde se ha quedado la «inconsciencia» de sus predecesores, que no obstante fueron capaces de sobrevivir y «progresar» lentamente hasta dar con la «acción y la reacción» de ciertas semillas. Descubrimiento que por pura y simple lógica le corresponde a las mujeres de los clanes «inconscientes» donde vivían, pues ellas eran las más interesadas en alcanzar cierto sedentarismo que facilitara sus penosa tarea de criar a su descendencia, ya que los hombres, rebosantes de «imaginación y deseo», debían ocuparse casi en exclusiva de ir detrás de todo aquello que fuera «imaginativo» y «deseable», es decir, la caza y el sexo. Por cierto que la imaginación es absolutamente necesaria para atraer a las hembras, quienes se guían fundamentalmente por lo que les «sugiere la imagen de lo que ven», sea una manzana o un posible pretendiente. De manera que las mujeres, al contrario de los hombres, son mucho más «sugestionables» y «curiosas», por lo que dieron finalmente con la solución a sus problemas, y debió ser esa inevitable relación entre la sugestión (o sugerencia) de la «imagen de las cosas», lo que ellas perciben con especial sensibilidad, y su relación «causa y efecto», para dar con su «verdadera forma de ser», causa probable de las primeras «ideas» que llevan a la «invención» de la agricultura; es decir, al aprendizaje de una técnica que requiere sobre todo de la aparición de nuevas ideas en la conciencia; en otras palabras, nuevos conocimientos que sólo pueden estar basados en nuevas ideas gracias al entendimiento.
Tras crear sociedades basadas en la «voluntad de ser como son de acuerdo a sus ideas», la misma voluntad sustituye al impulso y a la sugestión, para desgracia de las mujeres, que pierden protagonismo social tras el fin del matriarcado. Pero la curiosidad en general, así como la voluntad, ya están bien vistas como nuevos «valores sociales», pese a haber sido la causa de la pérdida de los privilegios de la anterior «inconsciencia», asociada al mítico Jardín del Edén.
Una vez que la curiosidad se convierte en un valor social fundamental, pues el desarrollo de la misma cultura que nace con la agricultura requiere de nuevas y constantes ideas, es lógico esperar que ciertas personas se dediquen a curiosear también en los cielos para desentrañar sus misterios. Parece que esto mismo es lo que temía Dios que llegara a suceder, razón por la que prohibió expresamente cualquier acción que llevara a la aparición de la voluntad y de la conciencia. No obstante yo tengo otra versión que expondré como epílogo de este trabajo.
Eva «pecó» de curiosa, y aquí estamos sus descendientes siguiendo su tradición y curioseando una y otra vez en los pocos misterios que todavía quedan por resolver en torno a todo, pero en este caso en torno a la idea misma de Dios.
Ahora cabría cuestionarse razonablemente si no fue el mismo Dios quien estimuló a la sugestionable Eva a través de la serpiente para que «pecara», pues no parece razonable oponerse a que sus propias criaturas alcancen nuevas certidumbres de su posible existencia gracias a las ideas, si ya tenemos su percepción por su imagen y por su sustancia. Puede que las ideas no lleven a Dios sino al «demonio», pero que es tan solo una hipótesis provisional. Una razonable respuesta puede ser porque, pese a los siglos transcurridos desde la aparición de su idea en nuestra conciencia, seguimos «temiendo a Dios», y ese temor puede acrecentarse en la medida que descubrimos su verdadera forma de ser, pues todo lo nuevo es en principio temible por desconocido.
No es conveniente proseguir desarrollando el tema de este capítulo dedicado a la idea de Dios si no definimos con claridad la diferencia entre teología y teosofía y su inevitable relación con la filología y la filosofía.
La teología, como indica su raíz griega, es el «logos» de Dios, es decir, lo que hemos llegado a «conocer», que no entender, sobre Dios, otorgándole una estructura existencial más o menos coherente con la historia misma de este conocimiento, en tanto que para la teosofía no hay tal «logos», sino una permanente duda sobre lo que damos por conocido y entendido sobre Dios y que ha sido establecido por la teología. Para entendernos podemos decir que se trata de la «filosofía de Dios», o la búsqueda de la «verdadera forma de ser de Dios» de acuerdo a una idea que surja de una causa razonable, lo que no puede probar la misma teología.
En cuanto a su relación con la filología es evidente, pues mientras la filología es el «logos» de la palabra, es decir lo que entendemos por el significado de las palabras de acuerdo al uso en las distintas lenguas de las voces de las cosas, la filosofía pone en duda la «veracidad de su significado» y trata también de encontrar la causa razonable del origen de las palabras. Como nos gusta complicar las cosas innecesariamente, a esto lo llamamos con la extraña voz de «hermenéutica». Tanto la filosofía como la teosofía no se «fían» de lo que damos por «entendido», tanto de la idea actual de Dios como de las cosas que damos por entendidas, porque en la mayoría de los casos no podemos encontrar la causa razonable que pruebe la veracidad de sus significados. De esta manera la «historia» de Dios se divide en dos ramas del entendimiento, la teológica y la teosófica. Mientras la teología va creando sobre la marcha las voces que necesita para justificar lo injustificable, la teosofía es más cauta y sólo «inventa» aquellas voces que tienen un verdadero «orden ontológico», es decir, que sus entidades respectivas provienen la una de la otra en un razonable y lógico orden dialéctico y de aparición en la conciencia, desestimando el valor de las imágenes o la sensación de las cosas, por carecer de elementos que puedan entrar dentro de ese orden «ontológico».
Para la teología tal orden es innecesario, pues surge según las necesidades dentro de una «organización celestial que debe tener cierta coherencia con la realidad». Por ejemplo, no hay duda de que debe de haber un Dios creador, porque es inadmisible que las cosas se creen por sí mismas. A un Dios creador le corresponde una cierta jerarquía relacionada con la valoración de la imagen de las cosas, y puesto que esta imagen sugieren cierta ambigüedad entre el bien y el mal, debe de haber un Dios y un «antidios», pues la realidad empieza ya siendo dual o dialéctica. El resto de las jerarquías celestiales, como son los ángeles, los arcángeles y otros seres celestiales tienen relación con una jerarquía presente en la imagen de donde proceden, es decir, en las estrellas, los planetas y otros astros visibles en la imagen del cosmos. Ahora podemos ya situarnos en el origen y la causa misma de la idea de Dios en la filosofía.
Puesto que la filosofía en sus albores convive con la teología, y ésta, más antigua, arraigada y mejor situada en la realidad social de su tiempo, está fuertemente vincula a la política de los respectivos estadosciudad de la Magna Grecia, los nuevos filósofos corren el riesgo de ser acusados de impiedad si se inmiscuyen demasiado en los asuntos de los dioses que soportan el Estado, lo que sigue sucediendo en la actualidad.
Muchos filósofos presocráticos fueron acusados de impiedad contra sus dioses, lo que equivalía a sedición, pero hasta el mismo Sócrates no se llegaría a condenarles a muerte por sus delitos. En cierta manera la ejecución de Sócrates se debió a su «cabezonería», y su empeño en mantener sus convicciones personales hasta el final, a pesar de que sus discípulos encontraban razonable que tuviera al menos las dudas necesarias para salvarse de la cicuta, pero él se negó. Platón corrió una suerte parecida pero su castigo fue la «esclavitud», de la que se salvo por pelos. En cuanto a Aristóteles su origen macedonio y su «racionalismo científico» le obligaron a exiliarse en la isla de nacimiento de la madre, o de otro modo hubiera corrido la misma suerte que Sócrates y todos sus antecesores.
Por tanto la filosofía nunca ha mantenido buenas relaciones con la teología y siguen sin ser buenas por razones similares. Por esta razón los filósofos eluden referirse directamente a Dios, abandonan la teosofía y en su lugar «crean la metafísica». ¿Qué es la metafísica? La búsqueda de la verdad sobre la idea de Dios a la que llaman «Ser». No es una estrategia, es una obviedad fácil de entender, porque en realidad Dios no contiene al Ser sino que el Ser contiene a Dios, puesto que cuando se piensa en la idea de Dios ya debe «ser».
Para situarnos mejor en la metafísica, volvemos a la manzana del jardín del Edén y establecemos la manera en que se comete en pecado de desobediencia de Eva.
Teníamos una imagen desconocida pero sugestiva; el siguiente paso es una sustancia atractiva que provoca un deseo, pero que sigue siendo desconocida; el tercer paso es conocerla, y para ello es necesario descubrir la «forma de ser del objeto del deseo», con lo que ya hemos visto como al intentar descubrir la forma de la manzana nos hemos topado de frente con un «objeto».
La forma en sí misma no puede ser memorizada si no está asociada a la imagen, pues es la imagen la que sugiere su forma. Por tanto es necesario trasladar de alguna manera esa imagen desconocida a la mente para poder recordarla tal y como es de acuerdo a sus «diferencias». Es decir, la forma sólo tiene sentido cuando se compara con otras formas, o cuando la forma misma es lo que atrae nuestra atención y no vemos obligados a situarla dentro de un orden con relación a otras imágenes que contienen otras formas. Si no pensásemos en las formas que contienen las imágenes, las imágenes por sí mismas serían «inclasificables», pues simplemente serían «buenas» o «malas». Para ser algo más concreto necesitamos las formas que contiene las imágenes.
Este acto «mental» de entresacar algo de una imagen es el proceso que convierte lo que realmente hay en la imagen en algo nuevo, como es la «representación mental de una cosa de acuerdo a su forma», clasificada con un cierto orden, lo que quiere decir que se convierte en algo de lo que se puede extraer también algo, y ese algo es, como decíamos, la «proyección mental de la cosa», en otras palabras, un «proyecto» que puede realizarse fuera de la cosa misma si tenemos la capacidad de «reproducir» su forma en una nueva imagen reformada en algún lugar de la mente.
A ese «proyecto» u «objetivo» podemos llamarlo «entidad de la cosa pensada», y la representación de esa entidad en alguna parte de la conciencia es, precisamente, ¡la idea!
Una vez que tenemos una idea tenemos al mismo tiempo la «conciencia de la cosa ideada», y una vez que tenemos una idea en la conciencia tenemos un «proyecto mental» de la cosa concebida como idea, es decir, un «objetivo», que se convierte en un «objeto». De manera que teniendo una idea tenemos también un objeto, que es la entidad de la cosa ideada. ¡Naturalmente siempre que la idea surja de la impresión de una cosa!, de otro modo no alcanzaría a ser más que un «sujeto». Es decir, si la impresión proviene de otra idea, como pueden ser alguna de las expuestas en este libro. De donde se deduce que todo lo expuesto en este ensayo es «subjetivo», pues solo lo que puede ser directamente experimentado, puede ser «objetivo».
Por esta razón cuando Eva concibe la idea de la manzana ésta deja de ser «una cosa desconocida» para ser «una cosa conocida u objetiva», porque tenía ya su idea y su entidad en la conciencia. Es decir, el objeto es el «médium» entre lo que pensamos sobre las cosas y las cosas mismas en las que pensamos. Este es el proceso que lleva a la «epistemología» o el afloramiento de la propia conciencia y el conocimiento de las cosas gracias a aprensión de su idea o del entendimiento.
Pero el descubrimiento más importante no lo hemos mencionado todavía. Si una imagen desconocida se convierte en una forma ya reconocida por haber sido «ideada», lo importante es que algo «ha sido», y por tanto, le hemos «dado el Ser» gracias a idearla. De esta manera aparece el «Ser» en la filosofía, o más concretamente, en la metafísica, pues el Ser es algo «mas allá de la cosa», o «más acá», dependiendo de la perspectiva desde donde se contemple. Y con el Ser va inevitablemente asociado el «Ente».
El nuevo Ser y su Ente se convierten en el centro del pensamiento metafísico desde sus orígenes, y es en cierta manera una hábil estrategia para «encubrir la idea misma de Dios», que debido a la teología dominante resulta peligrosa y comprometida. Sin embargo aquello que se llegue a descubrir sobre el Ser también se podrá considerar como un descubrimiento sobre la idea misma de Dios.
Con Parménides de Elea el Ser y el Ente adquieren su mayoría de edad. Atrás han quedado especulaciones «naturalistas», propias de los primeros filósofos que no afrontan todavía una comprensible teoría de la formación del conocimiento, pese a que le dan bastantes vueltas. Están preocupados por encontrar un «principio» o «arjé», porque todo pensamiento global debe comenzar por uno inicial, pero se pierden en especulaciones en torno a «sustancias» que no son precisamente la intención o sentido de lo que será la filosofía una vez que con el propio Parménides, y otros filósofos de la escuela de Elea, como Zenón, adquiera su verdadera «naturaleza dialéctica».
Con el Ser y el Ente ya descubiertos y como objetos de estudio, Parménides se debió de hacer esta simple reflexión: «Si la forma de una cosa que contiene una imagen podemos concebirla porque la vemos en su totalidad, ¿qué forma debe de tener la imagen del mundo en su totalidad?».Es decir, vuelve la imagen inicial e inconsciente, que por esa misma razón carecía de formas y no era posible reconocerla. Pero ahora ya se tiene conciencia de muchas formas dentro de esa imagen, que ya empiezan a ser conocidas. Pero como sólo se puede contemplar una parte de su supuesta forma total, la pregunta obvia es saber cómo puede ser su forma total.
Parménides se dice a sí mismo que no puede ser una «forma deforme», puesto que eso significaría que no es una forma «acabada», sin posibilidad alguna de reformarse o deformarse más de la forma que ya tiene. En efecto, cualquier forma irregular tiene todavía la «potencialidad de cambiar de forma», pero si existiera una forma que «ya no pudiera cambiar de forma» esta sería la «primera y última forma del Ser o del Ente», y con toda probabilidad la forma del Ser primero, que por la razón de su indeformabilidad, es también único, perfecto, sin principio (porque no se mueve) ni final (por la misma razón de que su perfección le impide todo movimiento). Así es que para Parménides no cabe otra solución que considerar que la forma del Ser de la imagen total, de la que sólo percibimos una parte debe ser necesariamente ¡una esfera! Para Parménides el cosmos debe ser una gigantesca esfera.
Como el Ser de Parménides es la cantidad de entidad que hay en el pensamiento de la forma de una imagen, la entidad misma en su totalidad es también el Ser en su totalidad, el pensamiento en su totalidad y la entidad en su totalidad. ¡Total, que no es posible que nada se mueva en ninguna dirección! Por tanto, lo que es esférico es en realidad un pensamiento total, sin principio ni final, que él llama «Ente».
Pero la entidad no es sino un «movimiento», porque si la entidad fuera estable, como pretende Parménides, de él no puede concebirse idea alguna. Es decir, si el Ente es la forma de todo, no se puede pensar en la forma de ser de las cosas que forman el todo porque no es posible «el movimiento», y sin movimiento, ¡simplemente no se puede pensar en nada! Es en torno a este dilema o aporía sobre el que gira la filosofía presocrática hasta Platón, y si no se resuelve convenientemente, tampoco se puede resolver el dilema en torno a la idea misma de Dios.
Como el lector debe de haberse perdido en las últimas reflexiones relacionadas con el Ente de Parménides, pondré un ejemplo simple que lo haga más comprensible. Supongamos que nos muestran una bonita postal de los Alpes en la que vemos una imagen. Inmediatamente nos ponemos a pensar en ella para «reconocer lo que vemos». Como estamos cansados de ver montañas, guardamos en la memoria decenas de imágenes similares o «parecidas». De acuerdo a ese «parecido almacenado en la memoria» lo que hacemos en «volver a pensar» una vez más en la forma de las montañas que vemos para intentar «reconocerlas» (volverlas a conocer). De manera que «nos ponemos en movimiento» y a partir del recuerdo de la imagen de las montañas que guardamos en la memoria intentamos reconocer la forma de las que vemos en la postal, o tratamos de hacernos «una idea» de ellas, una vez extraída su forma de la imagen de la postal.
Por tanto la «causa» del reconocimiento está en el movimiento que se produce desde un principio o antítesis (el recuerdo de otras imágenes parecidas), un punto final o tesis (lo que hemos visto nuevamente) y la síntesis o idea final (la entidad e idea de las formas de las montañas una vez reconocidas).
El haber sido capaces de reconocer esa imagen como «montañas» no quiere decir que hayamos guardado su idea ni su entidad en la memoria, sino simplemente «una nueva imagen actualizada de montañas», de manera que aplicando el mismo «método dialéctico» la próxima vez que volvamos a ver una postal de montañas nos será fácil «reconocerlas» nuevamente, o lo que es lo mismo, «volver a conocerlas». Por tanto lo que guardamos en la memoria es «una imagen con formas y un método lógico». Sólo con eso podemos ir por el mundo «reconociendo» todo cuanto vemos. Una vez establecido este proceso viene la experiencia de Parménides. Sabemos que esas montañas no están aisladas, según se muestran en la postal, sino que forman parte del globo terráqueo (para el contexto teológico, el «mundo»). De manera que puesto que no vemos el mundo en su totalidad, tratamos de «concebir una imagen total», donde estén las montañas y todo lo demás.
Como esa nueva imagen tiene que ser la «imagen total» donde están todas las montañas de este mundo, no puede ser una imagen de la que no podamos concebir un principio ni un final, puesto que la imagen sugiere la existencia de «algo», como son las montañas. Si tiene un principio y un final, pero debe ser algo en su totalidad, el «principio» debe coincidir con el «final», para que la imagen total pueda ser concebida como una idea con una forma concreta, total y acabada. Por lógica no hay más que una forma capaz de cumplir esa condición, algo que sea «circular», y puesto que las montañas «tienen volumen» debe ser algo circular con volumen, es decir, «esférico». De esta manera Parménides prueba la forma esférica del globo terráqueo, pese a que no utiliza ninguna herramienta de medida ni se ha molestado de circunvalarlo. Con la razón y la lógica tiene ya suficiente. Lo importante de esta experiencia es que para concebir la esfera hemos tenido que «movernos» desde un punto de partida a otro de llegada, el mismo, después de circunvalarla. Es decir, lo absoluto no puede ser concebido, pues siempre debemos movernos para «hacernos una idea incluso de algo».
Hasta aquí se trata de un proceso que tiene lógica y por tanto sus conclusiones deben ser «probables», es decir, el cosmos debería ser también esférico, puesto que también nos muestra una imagen «parcial», pero (y esta es la pregunta del millón) ¿dónde se sustenta esa esfera cósmica? Es decir, si toda imagen no es más que la percepción sugestiva de una sustancia, el cosmos debe ser similar a nuestro mundo (de hecho cualquier diccionario nos dirá que «mundo» es sinónimo de «cosmos»); es decir, debe ser una gigantesca bola del «mundo cósmico». Si es así, y parece lógico que lo sea, ¿con relación a qué masas fuera de sí mismo establece las fuerzas de gravedad que hacen posible su «estabilidad y permanencia»?
Esto nos lleva a la inevitable conclusión de que la realidad es, pero no puede concebirse ni su principio ni su final, pues una vez concebida una probable «esfera del todo» vemos que está sustentada por otras esferas que, a su vez, forman otros «todos», y así sucesivamente, por lo que hasta este preciso momento no vemos por ningún lado de dónde puede surgir la idea de un «Dios creador».
Este dilema se expresa con meridiana claridad en este simple axioma de Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia», que para el caso que nos ocupa lo traduciríamos por «el cosmos es él y su circunstancia», es decir, lo expuesto en el argumento anterior.
Por esta razón Platón desestimó la relación inevitable entre las ideas, las imágenes y las sustancias. A la percepción de las dos últimas las llamó despectivamente «dóxa» (mera opinión sin fundamento, o inconsciente) y a las ideas las llamó «epísteme», o lo que de verdad es concebible como verdadero. Pero esto es también insostenible.
Como Platón renuncia al valor de las imágenes y la sensación de las cosas, éstas no tienen un «creador», pues las ideas no alcanzan a causar más que «entidad», pero si esa entidad no pertenece a las cosas, las cosas para Platón «no existen»; son una mera ilusión de los sentidos que, además, nos engañan. ¡Y es verdad, las cosas por sí mismas no existen, sino que consisten y son aparentes!
Tantas veces como aparece Dios en la filosofía en ninguna aparece como creador porque en ningún caso se ha podido demostrar la naturaleza del «arjé» o principio creador, sino que lo que la filosofía ha argumentado como una posible «idea de Dios» ha sido en realidad, y como si se tratara de una tautología obsesiva, el Ser, sustentado en la «nada», lo que resulta una contradicción casi infantil, pues aceptamos que pueda existir «algo», para inmediatamente después aceptar que pueda existir «nada», donde está ese algo, pero somos incapaces de probar el ser y la entidad de la nada. La respuesta es simple: la nada es «algo» simplemente inconcebible, y, por tanto, «impensable, inimaginable e improbable».
En realidad el único Dios que ha probado la filosofía no es sino la «diosa naturaleza». Un Ser con entidad que es y existe porque consiste y tiene apariencia, y que además piensa, pero de sus orígenes no tenemos ni la menor «idea». Este es el popular dilema del huevo y la gallina.
Es decir, la metafísica hasta Bergson, con su ocurrente y dramático «aliento vital», no hace sino mostrar un Dios panteísta, que está en el Ser de todas las cosas; que «debe ser» pero que no es posible concebir por qué es y dónde comienza. Y ahí se queda la explicación, sin darnos una pista de cómo se crea a sí mismo y crea el mundo. Y si ese ser no puede ser Dios, porque esa no es la idea que nos muestra la teología, entonces para la filosofía la idea de Dios simplemente no puede existir o es «inconcebible» que exista. Una vez más, «Dios es, pero no existe». Sobre esta aporía ya he hablado en el libro dedicado al Ser, por lo que no es necesario extenderse en este nuevo libro.
Por tanto los filósofos caemos en el escepticismo, el nihilismo, el existencialismo para terminar en el «postmodernismo», es decir, declarando oficialmente concluida la «era de la razón», por inútil e inconcluyente, especialmente para la metafísica. Lo que venga después ya no es importante, se trata de no «comerse más el coco» acerca de la idea de Dios, ocuparse más de las cosas de este mundo, y dejarse llevar por el «impulso», y no la voluntad, de aquellas imágenes que sean más «sugestivas», que por lo general son también rentables y buenas para la economía social del neoliberalismo.
Y de esta manera concluye una era, que arranca con Descartes y termina con la acción de los gobiernos conservadores del ex actor e imaginativo Ronald Reagan y la férrea y sugestionable dama inglesa Margaret Tatcher, allá por los años noventa del pasado siglo.
Respuesta para filósofos, teólogos y científicos
Como no me gusta faltar a mi palabra y he prometido en el título de este ensayo informal decir algo nuevo sobre Dios, me veo en la obligación de recuperar la modernidad cartesiana, volver a utilizar la razón, e intentar llegar a algún tipo de conclusión donde pueda aparecer una idea razonable de Dios, naturalmente como creador. Pero lamentablemente tengo que ser pesimista sobre esta posibilidad, porque he llegado a la razonable conclusión de que de un Dios creador, único y aboluto, no podemos hacernos ni siquiera una somera idea. Y ahora vienen las argumentaciones.
La primera explicación está en el mismo libro del Génesis, que como «logos» de Dios sabe de Él mucho más de lo que podamos saber los filósofos o teósofos.
Parece que Dios prohibió el conocimiento para no caer en la tremenda frustración de comprobar que con el entendimiento no se podía llegar a concebir su idea. Es decir, ¿para qué tomarnos tantas molestias si con la conciencia no se podía acceder a la idea de Dios? ¿No era mejor permanecer en la inconsciencia donde al menos no se planteaba ni siquiera la necesidad de su conocimiento?
Esta es mi explicación sobre el fundamento del «pecado original», y de cómo no hay redención posible a partir de la adquisición de la conciencia, a menos que recuperemos de alguna manera la «inconsciencia», lo que pretende hacer la postmodernidad, pero a su manera.
En realidad la inconsciencia consiste en tener fe ciega en que Dios no puede concebirse pero que, no obstante, debe ser el creador del mundo. De esta manera podremos salvarnos, y ésta es una idea doctrinaria que permanece vigente en casi todas las religiones del mundo, por diversos que sean sus fundamentos. No nos extrañe que decenas de filósofos inteligentes y agnósticos «recuperasen la fe en un Dios inconcebible» gracias precisamente al resultado de sus reflexiones puramente racionales. Si en algún momento yo tuviera la certidumbre de la existencia de Dios, la fe no tendría nada que ver con mi descubrimiento, sino la «razón y la lógica». Por tanto, como Ortega y Gasset, me resisto a abandonarme a la «comodidad que proporciona la fe», y como rezaba en un cartel republicano de los años 30, es necesario «razonar la fe»; es decir, encontrarle una razonable explicación.
Por alguna razón, que confieso supera toda mi racionalidad, fueron los propios padres de la Iglesia cristiana los que sentaron las bases para resolver un dilema que es irresoluble en las demás religiones. Es decir, parece que el cristianismo es el único camino para alcanzar alguna certidumbre razonable sobre Dios, pero no sobre su idea.
Digo que supera mi entendimiento porque los padres de la Iglesia, pese a que en su mayoría eran conocedores de la tradición filosófica de Grecia hasta su trasplante en Roma en la escuela creada por Plotino, no creo que fueran lo que hoy entendemos por filósofos, por esta razón yo siempre he tenido ciertos perjuicios hacia ellos y su capacidad para llevar adelante el complicado trabajo que se habían propuesto.
Es cierto que el móvil tenía mucho que ver con la política, pero en tanto que lo imaginario no puede ser excluido de lo sustancial, toda esa «parafernalia imaginativa» tenía razón de ser en el contexto cultural y político en el que se desarrolló. Han pasado cerca de veinte siglos desde entonces y lo esencial no ha cambiado en absoluto, pues la Iglesia cristiana, y en especial la católica y la ortodoxa, siguen fundamentando su poder es su «imagen». El cristianismo reformado no hizo más que trasladar las imágenes religiosas a la nueva economía de mercado de fundamento burgués, pero ese tema ya lo trato en otro de mis ensayos. Las claves de la «verdadera idea de Dios» están sin duda en la Misterio de la Trinidad. Veamos.
Las dos primeras personas nos resultan «familiares», como son el Padre y el Hijo. Si volvemos a la interpretación del Ente de Parménides, vemos también que nuestro «cosmos» no debe ser más que el «hijo de otro cosmos». Como todo «padre» es, a su vez, «hijo de un padre», se confirma que esta parte del Misterio no tiene ni principio ni fin concebible, puesto que en realidad estamos hablando de «Naturaleza».
Con la Iglesia reformada se suprime el celibato, lo que viene a justificar la posible descendencia de Jesús sin que ello fuera motivo para retirarle su dignidad celestial. Razón por la que en el mundo anglosajón y protestante se escriben muchos libros de ficción con hipótesis semejantes con mucho más éxito que los míos.
De manera que tenemos «una familia de divinidades» sin que podamos concebir el origen de esta familia. Naturalmente que del Misterio quedan excluidas las mujeres, porque sólo lo masculino tiene principio y fin, pese a ser relativo, en la figura de Padre e Hijo. Lo femenino es, como la misma naturaleza, aparentemente «eterno», por tanto es obvio que forma parte de esa misma «divinidad», polémica en la que ha estado envuelta la Virgen María desde la formulación de este misterio teológico.
De manera que los cristianos tenemos en principio un Dios que es «parte de la familia», y que por analogía con el caso de la entidad, podemos decir que hemos identificado a dos cosmos, que son consustanciales a Dios, o lo que el lo mismo, un «Dioscosmospadre» y un «Dioscosmoshijo», y ésta es la primera parte del misterio. Esto nos lleva a la teoría panteísta de Dios; es decir, para empezar Dios es «todo lo presente», o lo que es lo mismo, es «omnipresente».
Para hacerlo más comprensibles, el Dios omnipresente pero excesivamente grande para ser «visto» tiene su «representación simbólica en una persona a nuestra «imagen y semejanza», es decir, en Jesucristo. Lo que lo hace más comprensible como Dios familiar y aceptable. ¡Pero seguimos sin tener un Dios «omnipotente», es decir, creador de sí mismo y del cosmos, de éste y de todos los posibles!
Para dar con la respuesta tenemos que volver a citar el Misterio de la Trinidad, y puesto que ya hemos agotado las dos primeras personas como creadores absolutos y primigenios, ya sólo nos queda una de sus misteriosas «personas», como es el Espíritu Santo. Sin duda que aquí debe radicar la idea de Dios que estamos intentando «concebir».
Puede parecer que éste es un libro de teología, sin embargo pretende ser de filosofía, pese a que es evidente que huye como el gato del agua de todo formalismo académico. Eso no quiere decir ni mucho menos que se abandone a la «imaginación», sino que incluso en muchos aspectos pretende ser más «racional» que muchas de las grandes obras de la filosofía consideradas como tales. Por esta razón es necesario «reconvertir» ese concepto que es el «Espíritu Santo» en otro similar pero dentro ya del contexto propio de la filosofía, que verdaderamente debemos considerar como su raíz fundamental, es decir, la metafísica. Y lo hacemos porque de otro modo estaríamos buscando una respuesta filosófica con la ayuda de voces propias del contexto de la teología, como es el de «espíritu».
Como en mi opinión no hay en la «filosofía moderna» nada nuevo ni original desde el mismo Parménides, volvemos al Ente y al Ser de este filósofo y ya hemos visto que «el Padre y el Hijo» del Misterio de la Trinidad son dos «Seres con categoría de divinidad», el primero el «Ser del cosmos» y el segundo «el Ser padre del Ser de este mundo». Es decir, «dos seres en dos mentes distintas, con dos entidades también distintas». También podemos decir «dos seres en dos dimensiones espaciotemporales distintas», expresado en el contexto de la física.
Como Parménides entiende que el Ente «es como una esfera» puede ser concebido como una «idea», es decir, pese a su «absolutismo» tiene «entidad», y si tiene entidad necesariamente debe tener un principio y un final, a pesar de que ambos confluyan en un mismo punto. Pero habiendo «entidad hay movimiento»; si hay movimiento hay a su vez «pensamiento»; y si hay pensamiento al final tenemos una «idea», la idea del Ente mismo en su totalidad. Por tanto, ¡el Ente no puede ser Dios!
Esta es la reflexión que lleva a Hegel a concebir su idea «absoluta», lo que quiere decir que sea lo que sea, debe de ser algo que existe, ¡puesto que puede idearse! Hegel, por consiguiente, no aporta nada nuevo al misterio en torno a un Dios creador, y se queda una vez más en la «pura naturaleza dialéctica de las cosas consistentes».
En cuanto a los «Seres» que le siguen padecen de la misma «indivinidad creadora», pues siguen siendo seres de los que podemos «hacernos una idea» porque tienen un principio y un final, pese que principien en la «nada» y terminen también en la «nada». Esa idea se corresponde, por ser precisamente una idea, con el Padre o el Hijo, pero ellos por sí mismos sólo pueden crear aquello que crea toda familia: su descendencia, ¡pero no «la familia en sí misma»!
Es decir, para resolver el misterio de la creación necesitamos dar con algo que «no pueda ser ideado», y para que no pueda ser ideado es fundamental que «no pueda moverse». ¡Estos son los diversos dioses «inmóviles» de la tradición filosófica occidental!
La paradoja que ha confundido a más de un filósofo es que estamos buscando «algo», y si buscamos algo al menos sabemos que «debe ser», pero ¿qué es? ¡El Ser, desde luego! Pero no el Ser absoluto, sino el Ser sin «nada de absolutismo». Es decir, un Ser que «sea», pero que «no sea algo en concreto» sino sólo «algo inconcreto». A ese Ser la teología lo asocia con Dios y lo define con total acierto como «el Ser sin atributos», es decir, un Ser que es, pero no tiene sustancia alguna y por tanto carece de atributos. Como del Misterio ya habíamos descartado dos personas divinas, que no tenían la capacidad de crearse así mismos, sólo nos queda como posible Dios creador el Espíritu Santo. No es por tanto el Ser de San Agustín que es «sustancia divina», aunque está muy próximo, sino que debe ser algo que, como digo, no pueda ser ideado.
La condición fundamental para que algo no pueda ser ideado es que no «tenga principio ni final», de esta manera «no puede moverse», y al no moverse no puede alcanzar a tener entidad alguna; si carece de entidad no podemos pensarlo ni por supuesto «identificarlo», y si no podemos identificarlo no podemos «idearlo».
Por tanto cualquier dios del que tengamos alguna idea no es razonablemente el Dios creador del mundo, sino otro dios que sólo es capaz de crear aquello que está en su propia capacidad creadora como ser que es en concreto. Para estar seguros de que hablamos del Dios creador del mundo tenemos que estar ante la imposibilidad de idearlo. Hasta ahora hemos creído que sólo hay «algo» dentro de nuestro vocabulario y de todos los vocabularios de todas las lenguas del mundo que no puede ser ideado: «El Ser en sí mismo», por tanto «el Ser debería ser Dios».
Pero a pesar de lo contundente de esta última reflexión cantar victoria sería algo prematuro e impropio de un filósofo que vive en los albores del siglo XXI. Tal vez fuese concebible para otro del siglo V antes de nuestra era, cuando se sabía muy poco sobre la «sustancia real del cosmos», hasta llegar a saber interioridades como sus agujeros negros, su energía oscura, su relatividad, etc.
Gasset decía acertadamente que la ciencia debe guiar las investigaciones del filósofo, tal y como ha sido el caso desde el Renacimiento, por tanto, yo no puedo olvidar que de acuerdo a mi propio método, una vez que tengo una respuesta «metafísica» aceptable sobre la «noidea de Dios», pero si de su Ser, necesito trasladarla a la física, pues ya he establecido que toda «idea» o «noidea», debe partir de la sugestión de una «imagen» o «noimagen», que debe corresponderse con la sensación de una «cosa» o «nocosa». ¡Aquí está el verdadero dilema!
Puesto que este breve ensayo no persigue otra cosa que establecer una razonable idea de Dios, y Dios parece que se niega a ser pensado como una idea, tal y como he sugerido con anterioridad lo que sucede es que Dios no es algo que pertenezca a la misma filosofía y por tanto ni siquiera debería de ser planteado dentro de un discurso filosófico ni metafísico.
Si seguimos atentamente el desarrollo de la argumentación anterior, todo aquello que puede ser pensado debe concluir siendo una idea y, una vez más, teniendo la idea no tenemos el Dios que estamos buscando. Por tanto nos habíamos apresurado al considerar que el Ser podía ser considerado el propio Dios, porque a fin de cuentas ya vemos que el Ser no es más que un pensamiento, y que necesariamente debe tener entidad, pues es la sustancia misma de ese pensamiento.
De manera que ahora no tenemos más opción de abandonar momentáneamente la filosofía y averiguar «qué cosa tiene ese pensamiento», y nos encontramos con el dilema de que si algo no piensa en el Ser, el ser mismo es inconcebible. La respuesta es obvia, el ser lo hemos pensado nosotros, pero no por el hecho de ser un organismo vivo dotado de un cerebro, que es lo verdaderamente físico que interviene en la realización de una idea, sino porque ese cerebro en realidad se «alimenta» de algo que ya no es verdaderamente físico, sino que volviendo nuevamente a la metafísica, nos encontramos con la «Mente», «noûs» en griego, concepto «inventado» por el presocrático Anaxágoras y dentro del contexto exclusivo del lenguaje metafísico.
Si «pensamos» en la Mente nos sucede igual que en el caso del Ser, pero al menos es el final de un proceso, pues si el Ser fue causado por la mente, la mente misma sólo puede ser causada por la propia mente. ¿Cómo es posible que la mente se cause a sí misma? Ya vemos por la misma pregunta que por primera vez hemos encontrado «algo» que no tiene más posibilidad que la de causarse a sí misma, puesto que es, y no hay nada por «encima de ella» para que haya podido causarla. Esta reflexión, pese a ser absolutamente aceptable, es, sin embargo, inconcebible, lo que nos dice que vamos por el buen camino.
Por tanto ya tenemos una mente que piensa, porque se puede «pensar a sí misma», y si se piensa a sí misma es porque ese pensamiento ha tenido un principio y un final (antítesis, tesis, de donde surge la síntesis misma de la mente que se piensa como mente).
Para que podamos decir que la mente es lo análogo al Dios que estamos buscando simplemente debe ser «una mente que no piense», ni siquiera en sí misma, para que no llegue a tener ni la idea de «sí misma», y esa es una «mente en reposo», inmóvil y sin pensamiento alguno, pero lo importante es que «puede seguir siendo una mente». Lo que nos acerca cada vez más a la «noidea» que estamos buscando.
Ahora podíamos recordar el argumento de Parménides en torno al Ser y creer que estamos ante un nuevo dilema, pues el Ser que no se concibe «noes», y sabemos que el Ser no puede «noser». Por tanto si queremos que el Ser nosea, necesariamente debe «ser y noser», es decir, «ser», pero «por defecto». De esta manera sabemos que todo lo que es «en efecto» proviene necesariamente de un Ser que «es por defecto», que es una «inconcebible manera de ser», por eso mismo «el Ser por defecto debe ser el Ser de Dios».
Ahora retomamos el Misterio de la Trinidad y despejamos el último de sus misterios, como es el del «Espíritu Santo». No es casualidad ni brujería que las teologías más primitivas creyeran que «todo lo natural está poseído de espíritu». En efecto, todo lo que es concebible, incluidos el Padre y el Hijo, pues ambos necesariamente tuvieron que ser «concebidos», debe provenir de «algo por defecto», tal y como lo veíamos en el contexto metafísico.
Pero en tanto que el Espíritu de la Trinidad «es en efecto y no por defecto», no puede ser verdaderamente el Dios que buscamos, sino uno de los atributos de la naturaleza divina, que no es Dios mismo. Para ser Dios mismo debe ser un espíritu «en creencia», para el contexto teológico, «por defecto» en el filosófico o «en potencia» en el físico. Debe ser, además de «inexistente», «inmóvil» y sin «valoración», por tanto no puede ser ni «santo» ni «malo», sino simplemente «un espíritu en creencia». Es decir, un espíritu que se cree que es, pero que no se manifiesta con una determinada valoración, pues esta valoración la adquiere cuando se «hace naturaleza» en el Padre, en el Hijo y en el mismo Espíritu Santo. ¡Ahora ya tenemos identificado el «ojo» del triángulo! En cierta manera este es el fundamento del pensamiento de Spinoza.
Es ahora cuando necesitamos un valor equivalente a lo que ha «creado». Si tanto el Padre como el Hijo son «santos» el espíritu debe ser necesariamente también «santo». Si, por el contrario, hablamos del diablo, el espíritu resultante debe ser «maligno».
De manera que el Misterio de la Trinidad no muestra a Dios, sino aspectos de su divinidad una vez hecha «naturaleza», tanto del Padre como del Hijo. Ahora cabe la observación de que esta trilogía se representa con un triángulo en cuyo centro hay un «ojo», el mismo que figura en los billetes de dólar. Sin duda que es una forma poco acertada para representar algo que no puede ni debe ser concebido, ni siquiera como un ojo que nos observa desde su «inconsciencia».
Para hacer más comprensible esta «idea de algo que carece de idea» podemos, y debemos, pasarnos la contexto de la física, pues ese Espíritu y esa Mente necesariamente debe tener su equivalencia física, o estaríamos ante un lamentable «error de método».
Así, la naturaleza tiene su origen conocido en una «gran explosión», «The Big Bang», consecuencia de la condensación crítica de una materia suyo origen es desconocido. Esta gran explosión liberó una enorme cantidad de energía que progresivamente ha ido formando el universo conocido, sin que sea necesario exponer los diversos procesos de esa «formación». Sabemos, además, que sigue existiendo suficiente energía como para el universo se siga expandiendo, y se supone que debe llegar un punto crítico en que se produzca un proceso reversible, es decir, la contracción del universo hasta su colapso, «The big Crunch», o la llamada «muerte térmica».
Si buscamos las analogías, tenemos que el universo en tanto que es, sólo puede ser naturaleza, y la naturaleza es una «sustancia en movimiento», lo que nos lleva a la analogía de la «entidad que es», que también está necesariamente en movimiento, pues toda entidad está dentro de un pensamiento. Si ya tenemos localizada la entidad debemos localizar lo que produce la sustancia de la naturaleza, y por ambos caminos la respuesta es obvia: la «Energía». De donde se deduce que «Mente, Espíritu y Energía» deben ser necesariamente equivalentes, pero mencionados de forma diferente en sus respectivos contextos. Hay lenguas, como la alemana, que los integran en una sola voz, como es «Geist».
Si tenemos la mente y su equivalente en la energía, y decíamos que la «mente que piensa en la propia mente» lo hace desde un punto inicial, antítesis, a otro final, tesis, la energía, para «sustanciarse» debe seguir el mismo proceso, pero como decíamos que las cosas físicas sólo son «positivas» o «negativas», la propia energía sólo puede ser «positiva» o «negativa». De manera que la energía se «mueve» debido a su «polaridad». Esta polaridad produce necesariamente una «fuerza magnética» que mantiene unidos a ambos polos, siempre que estén en movimiento, y si están en movimiento necesariamente deben de producir «algo», por la misma razón de que la mente en movimiento causa la entidad de donde surgen las ideas, y el espíritu en movimiento, es decir, una vez enfrentado el «bien» y el «mal», crea el «mundo». Por tanto gracias a la «polaridad de la energía se produce el universo».
Pero siguiendo las analogías de los contextos anteriores, si esto es así debe de haber una energía que «sea y no sea» al mismo tiempo, es decir, una «energía neutra y en potencia», de donde surge la energía polarizada en el «acto», capaz de crear las cosas supuestamente materiales. Este es el fundamento «teórico» de la metafísica aristotélica de «acto y la potencia». Sin ir más lejos en estas consideraciones, que cualquier físico encontrará familiares, la nueva pregunta resultante de nuestro método «trilógico» es: ¿dónde está esa energía en potencia, carente de polaridad y por qué y cómo se polariza? ¿Estamos hablando de «energía oscura»? Como se trata de un dilema «irresoluble» con el uso de la razón, incluso en el contexto físico, podemos decir que se trata del aspecto «divino» de cuya «potencialidad» se ha producido la naturaleza.
En otras palabras, la respuesta final a todo lo expuesto sería ésta: para la física el Dios creador, absoluto y en sí mismo, el ojo del triángulo del Misterio de la Trinidad, debe ser una «potencia»; para la filosofía un «defecto» y para la teología es una «creencia». Pero en los tres casos esta reflexión no nos lleva a una «idea de algo», sino a una «idea de nada»; es decir, no nos dice nada de la entidad de algo a lo que podamos llamar «Dios», tan solo sabemos que debe de haber algo divino, en potencia, por defecto o en creencia, capaz de crear al mismo Dios, pero del que sólo podemos deducir que «¡es, pero no existe!».
TERCERAPARTE
Sobre lo divino y Dios
Si hemos de ser razonables y rigurosos no podemos mencionar a Dios con un nombre ni con un pronombre, sino simplemente podemos referirnos a «lo divino», que es todo aquello que nos resulte «increíble, inconcebible e inexistente», pero que obviamente «sea», porque lo que es «concebible y existente» es «lo natural», base de la experiencia y fundamento de la naturaleza.
Esta conclusión aleja cualquier posibilidad de resolver de forma razonable la concepción de alguna idea a la que llamar «Dios». Para resolver esta aparente herejía, es decir, poder tener la certidumbre de «algo divino» sin poder probar su existencia, porque no hay evidencias razonables para ello, está la «percepción inconsciente de lo divino», es decir, una percepción «más allá de lo concebible y existente», y esta percepción proviene, como argumentábamos ya desde el principio de este libro, de la imagen y de la sensación de las cosas, pues todas son «necesariamente informadas por lo divino».
Necesariamente debe de haber una «sensación o sugestión» que finalmente concluya en la causa de un «primera idea trascendental» o la «causa primera», y que percibimos de las imágenes de las cosas, y esa percepción, que no puede inducirnos a conclusión alguna que sea razonable, se manifiesta, no sin cierta ambigüedad, en la «fe», la «intuición» o el «instinto», según sea el contexto al que nos refiramos. Es decir, lo divino «se percibe pero no se concibe», por tanto se tiene su sensación a través de la intuición, pero es razonablemente inexistente.
No se trata de una nueva aporía, puesto que ya hemos dado por sentado que la razón no puede resolver el dilema, por lo que razonablemente no podemos probar la existencia de Dios, pero puesto que la razón misma nos conduce a la evidencia de que todo lo que puede ser razonado proviene de la «nada» y la nada «es», no existe contradicción alguna en considerar que lo divino es «inexistente» pero «percibible» como el Ser que es.
Cuando lo percibible adquiere «naturaleza razonable» es cuando se convierte en «algo existente», es decir, en un pensamiento que concibe algo objetivo. Este «traspasar» de la dimensión de la «nada» a la del «todo»; del ser que no es nada al ser que es algo, no es asunto de la razón sino de otra cualidad de la mente humana que no requiere de la razón para establecer esa certidumbre, la que se establece con el tránsito de «algo» que está en la «nada» a lo que ya está en el «todo», y que constituye la experiencia de la propia consciencia natural de las cosas. Esa cualidad debe estar tanto en «lo divino» como en «lo natural», que como he dicho, se manifiesta en tres percepciones distintas, según sea el contexto, a través del «instinto», la «fe» y la «intuición».
De esta manera, por ejemplo, surge el arte, pues consiste en el uso de un método «racional» con la «inspiración» de la intuición irracional, que es común a lo divino y lo humano. No se puede hacer arte sólo con método e instinto, o con método y fe. En el primer caso sólo se alcanza a producir lo que pueda haber de «natural» en la cosa, arte popular natural, y el segundo lo que pueda haber de «divino» en la cosa, arte popular religioso, pero que no lleva más que a un mero impulso sin voluntad «creadora» y con formas «diversas». La voluntad creadora sólo es posible cuando se pretende «concebir varias ideas que proviene de la intuición», y esto es el fundamento mismo del arte. Por tanto, el arte sin intuición es mero «arte natural» o «artesanía», que es lo que hace posible la «belleza de las cosas naturales».
Lo que hace que la naturaleza tenga «estética natural» es el «impulso» de ser aquello que les induce a ser su propio «instinto», la forma como ha sido informada por lo «divino», ya que todo lo natural necesariamente debe ser consustancial con lo divino, pues no podría saber cómo debe ser si carece de experiencia.
Este «arte natural» no va más allá de la elaboración de una sola imagen, aquella de la que ha sido «informada por el instinto», su cualidad trascendental o divina, pues en tanto que no conciben ideas (puede que conciban una sola idea de sí mismas pero sin entidad, o de forma inconsciente) no pueden tener intuición variada y multiforme de lo divino, que constituye la «pluralidad» de las formas provenientes de la nada, y la razón de ser del arte propiamente humano. Éstas se convierten en ideas dentro del todo sin haber sido razonadas, tan sólo «ordenadas» de acuerdo al método racional utilizado, es decir, el «estilo».
Pero la misma filosofía, y cualquier otra disciplina que implique «entender y conocer cosas nuevas», debe de estar necesariamente mediatizada por la «intuición», pues es evidente que todo cuanto deseamos entender ya está «entendido en lo divino». Por eso decimos que conocer significa «revelar» lo que está oculto, o «desvelar» lo velado; es decir, entender lo que no entendíamos.
Como en el caso del arte, la experiencia natural e intranscendente tan sólo proporciona el método razonable y los fundamentos que aquello que ya se ha conocido por la propia experiencia, pero sin intuición no «hay revelación de nada verdaderamente nuevo», y la experiencia se convierte en simple «historia» o «historicismo».
Por esta razón, el empirismo es pura «técnica racional», «método científico» o «método histórico», cuyos conocimientos provienen de la experiencia de lo que ya está sabido y establecido, pero el mismo método empirista sin la intuición es completamente «intrascendente» o «estéril». Ahí es donde quiso llevarnos Kant con sus «Críticas».
Einstein sin intuición no hubiera dado nunca con los fundamentos de su «Teoría de la Relatividad». Pero yo mismo sin intuición, en lugar de ser un mal filósofo autodidacta y andar escribiendo cosas como éstas, hubiera llegado a ser un excelente catedrático de filosofía de una renombrada facultad, y seguiría explicando a mis alumnos cosas que están en la pura experiencia racional de toda la historia de la filosofía ya existente. ¡Afortunadamente no ha sido así!
De manera que la «inexistencia de Dios» es lo que hace posible la fe, el instinto y la intuición, pues sólo se puede probar aquello que puede ser demostrado razonablemente con una idea, pero se puede creer en aquello que no tenemos una idea pero si una certidumbre basada en la fe, la intuición o el instinto. Como las ideas intrascendentes son parte de lo que ya es, no pueden formar parte de lo «potencial» o «en creencia» y que todavía no es. Por tanto, sólo se puede creer en aquello que no existe, o, más próximo a nuestra realidad natural, en lo que «todavía» no existe.
La negación de la existencia de Dios, sin embargo, no quiere decir «ateísmo», que es una forma de credulidad negativa, sino agnosticismo, que es un «negar aquello que sea improbable que exista», pero lo que no impide «creer» en la posible percepción por otros medios de lo divino, y que se interrelacione con la realidad de lo conocido y existente para llegar a formar parte de la experiencia. Es decir, el agnóstico no puede negar la «influencia de lo divino en la formación de su consciencia a través de la intuición», pero no de forma lógica y razonable. Esto es lo que con más o menos acierto intentó argumentar el atribulado Henri Bergson, pero también los escépticos, casi sería mejor decir nihilistas, Kierkergaard o Nietzsche. También es el punto de partida de Descartes, aunque no le llevara a estas mismas conclusiones, pero, insisto, sí es el Kant, y que le llevó a estas mismas conclusiones.
Es decir, es preciso negar la existencia de Dios para comprender de qué manera se interrelaciona lo divino con lo natural, pues si se acepta su existencia se trata de una conclusión fundamentada en lo irracional. Para ser razonable y lógico, sólo cabe el camino de la negación, y la credulidad en la divinidad de la intuición, que es necesario interpretar razonablemente una vez en este lado de la realidad.
Esta postura no niega «lo divino», pero sí la posibilidad de concebir una razonable idea de Dios. Si las religiones creen que la fe les aporta una certidumbre sobre esta idea, es innegable que se trata de una certidumbre «irracional» e «imaginativa», lo que no quiere decir que deba ser moralmente censurable, excepto si esa irracionalidad se traslada al «Estado confesional», pues se convierte en una «institución también irracional». La causa de su perversión y la violencia en el transcurso de su historia.
La Reforma, más próxima a tolerar el agnosticismo de la nueva burguesía, llevó al Estado no confesional, y de esta manera la irracionalidad de la fe se constriñe al ámbito de lo personal o, como máximo, a lo «congregacional», propio de la estructura de una religión sin jerarquías y desvinculada en teoría de los poderes del Estado.
De esta manera el Estado no confesional puede limitarse a desarrollarse como una entidad totalmente «racional, natural, sustancial e histórica» (experiencia histórica), sin que sea permitido ningún poder justificable por la irracionalidad de una determinada idea de Dios o teocrática, y que en lo fundamental consiste en un Estado basado en la razón de lo concebible, dejando lo inconcebible al ámbito de lo congregacional o lo personal. Este es por definición el «Estado laico» actual, que es obviamente fruto de la Reforma y de la peculiar forma de pensar de la burguesía liberal del centro y norte de Europa casi exclusivamente.
Aquel famoso eslogan de los que éramos jóvenes revolucionarios en los años sesenta de «La imaginación al poder» (yo fui unos de sus apologistas) fue un intento de subvertir la racionalidad del Estado, retornar a los valores del «romanticismo» y revivir las tesis de utopismo anarquista, sobre todo cuando esa racionalidad nos había llevado a la carrera nuclear y la consiguiente «Guerra fría».
Pero esta situación de peligroso enfrentamiento no era debido a la racionalidad del Estado de Derecho centro europeo, donde se produjo esta reacción revolucionaria, sino a la «confesionalidad» de los bloques enfrentados, los Estados Unidos, que nunca han desarrollado los fundamentos puros de un Estado laico y cartesiano, fruto de la Reforma protestante, pese que en su mayoría lo sean, y la prueba de la confesionalidad de su Estado está en sus billetes; y la ex Unión Soviética, fundamentada en la irracionalidad de una nueva «religión social», basada en la creencia de un nuevo dios, Karl Marx; una nueva Iglesia, el Partido comunista, y sus profetas, Lenin, Stalin y los que siguieron hasta Gorbachov. Y eso que el comunismo de Engels y Marx es «razonable», y basado en lo más natural de todos los sistemas, la dialéctica.
Por tanto lo divino, que no Dios propiamente dicho, sólo puede ser interpretado por la «irracional» fe, o dentro de la filosofía, la intuición, y es de esa única manera como podemos «progresar» sin caer en la pura y simple racionalidad del empirismo, positivismo o pragmatismo, que no tienen en consideración otra cosa que lo «existente y razonable». Esto no es lo que intentó demostrar Descartes, sino David Hume, pero que más tarde rebatió Kant, sin que no obstante se le haya tenido demasiado en consideración, pues finalmente, para evitar riesgos y los «malos entendidos de la intuición», hemos vuelto a Hume y sus seguidores, como Comte o Spencer, y al puro y simple racionalismo experimental y de este mundo, a lo que equivocadamente llamamos «realidad».
De ahí que hayamos agotado la modernidad, pues nos «falta intuición para realizar el futuro». Es decir, ¡en la cultura social actual hay una abrumadora influencia de académicos y científicos con «experiencia y sin intuición» y apenas cuentan los artistas y autodidactas con intuición!
Sobre lo divino y lo humano
Desde hace unas décadas la ciencia está «jugando a los dados» con la vida, y utilizo esta expresión porque es la que utilizó Einstein para justificar la «obra divina», pues pese a ser «omnipotente», Dios no quebranta sus propias reglas, es decir, «la divinidad no juega a los dados», nosotros sí.
Según lo expuesto en este breve ensayo, ese prodigioso cerebro humano y la misma naturaleza no ha aprendido a ser como es en «este mundo», ya que este mundo no «inaugura la realidad en sí misma ni la causa primera», sino que su inteligencia debe venirle de «otros mundos paralelos» en otras «dimensiones», pues ya habíamos visto que nuestro universo no puede proceder de «sí mismo».
Pero no sólo eso, sino que esa prodigiosa información que está en nuestro código genético, que ya hemos sido capaces de descifrar y que estamos en condiciones de poder manipular, no ha tardado 13,7 mil millones de años en crearse tal y como es, sino que debe se haber sido creado fuera incluso de este universo y provenir de otros anteriores o paralelos, sin un principio concebible, sino es en la potencialidad misma, es decir, en lo «divino».
Por tanto es asombroso que la mente humana, una vez que adquiere el «entendimiento» y se pone a trabajar en serio las posibilidades de su poderosa razón, en apenas 500 años, es decir, en un multimillonésima parte de duración del universo, ha conseguido «entender» algo que con toda probabilidad no podemos hacernos ni una somera idea de su origen. Esto debería de alarmarnos pero por el contrario nos enorgullece, porque nos hace creernos seres verdaderamente «superiores», casi «divinos».
Ante este arrollador proceso, la filosofía ha quedado totalmente empequeñecida y la teología nos parecer ya algo anecdótico, de otro tiempo, pero que aún se estudia en las universidades, como se estudia el pensamiento de Aristóteles o de Platón, porque es parte de nuestra historia y sentimos un apego especial por ella, más por sentimentalismo y orgullo de nuestro «ingenuo pasado» que por otra cosa.
Pero nos queda por averiguar la causa misma de la vida, su origen y la manera en que se perdura. Si no lo sabemos ya es porque se sigue buscando desde la ciencia y no desde la filosofía o incluso la teología.
No sé si es conveniente argumentar alguna hipótesis o no sería mejor dejar las cosas como están, con la esperanza de que la ciencia nunca encuentre la respuesta, pues su plan de trabajo se fundamenta en sus propias y complejas investigaciones, que a pesar de ser ya muy avanzadas en todos los sentidos, está muy lejos de disponer de la técnica adecuada para explicar el origen del universo y desentrañar todos sus misterios.
Sin embargo hasta finales del siglo pasado ésta era todavía una inquietud de la filosofía, y de acuerdo con ella, se aventuraron ciertas hipótesis, como la del «Élan vital» de Bergson. Pero otros filósofos, si bien no se lo propusieron verdaderamente, sus aportaciones novedosas abrían nuevas expectativas para este fundamental conocimiento. Uno de ellos es mi colega y paisano Ortega y Gasset, y no podría ser de otra manera, pues soy de la opinión de que la filosofía ya no puede ser «concluyente» en otro idioma que no sea de raíz grecolatina, como es el castellano. Personalmente no creo que sea posible que este libro se pueda traducir al inglés o al alemán y que mantenga su coherencia argumental intacta. No hace mucho leí un prólogo del traductor de Teilhard de Chardin en el que prevenía al lector de habla inglesa de no estar seguro de haber hecho la traducción adecuada para expresar el sentido de sus argumentos. No soy políglota pero domino relativamente bien el inglés, el francés y aceptablemente el alemán, y yo mismo comprendo que éste sería un trabajo casi imposible. La filosofía, como la poesía, no puede traducirse. Las traducciones de Heidegger son en su mayoría poco fieles al sentido argumental de los originales, porque hay ciertas expresiones del alemán que son demasiado genéricas para encontrarles un sentido exacto en el rico vocabulario del castellano. Por ejemplo, muchos traductores ya en la interpretación del título de «La fenomenología del Espíritu» de Hegel dudan de si debe traducirse por «La fenomenología de la mente». Tal y como hemos visto en esta breve obra, no es una diferencia baladí. Y con este comentario quiero dejar claro que si los españoles no somos prolijos en filosofía no es desde luego por causa del idioma, sino porque nos sobra «imaginación» y nos falta curiosidad por el «entendimiento» en sí de las cosas, o tal vez simplemente ¡intuición!
De todo lo argumentado no extraemos más que dos conclusiones: que el Ser puede ser divino y natural; que el Ser divino es «inconcebible e inexistente», pero «es», y que el Ser natural es «creíble, concebible y existente». Todo lo relativo con este último es fácil de asumir, sólo es cuestión de «experiencia» y de «conocimiento de lo existente», en tanto que lo relativo al Ser divino es inútil cualquier intento razonable de acceder a su conocimiento, puesto que como decía es «inconcebible e inexistente».
La aportación de Ortega y Gasset sirve para probar la cualidad dialéctica de la naturaleza, pues todo lo que es «ahora» es el fruto de su circunstancia «anterior». Es decir, se trata de una versión de la misma dialéctica de la naturaleza que demuestra que lo que ya es no puede tener un principio ni un previsible final, puesto que cuando creemos tener «algo único y primigenio», debemos aceptar que es fruto también de su «circunstancia», que siempre es necesariamente anterior y plural. Ante la imposibilidad de concebir un «principio razonable» Gasset abandona las tesis trascendentalistas de Kant y por supuesto el idealismo de Hegel, y se encierra en un cierto «materialismo trascendental», como es a lo que le lleva su «circunstancia», pues prueba la razonable «intemporalidad de la naturaleza», y que sus comentaristas lo interpretan como «vitalismo».
Dicho en el contexto teológico tenemos el caso de las dos primeras «Personas» interpretadas en sentido literal: «El Padre y el Hijo», que como parte de una misma familia no tienen en su «árbol genealógico» un principio razonable, pues es evidente que todo padre proviene a su vez de otro padre, etc. Gasset elude interpretar de este misterio el papel del «Espíritu Santo», simplemente porque no puede incluirse «razonablemente» en su «circunstancia». Es un agnóstico que sólo cree en lo que razona, y si Dios es «irracional» no puede creer en Dios. Yo hubiera podido concluir este libro con la misma tesis de Ortega y Gasset, probando que no hay principio concebible para la razón y por tanto la metafísica debe concluir aquí. Continuar es entrar en otros métodos de percepción que no son razonables. Pero, pese a todo, la aporía de un principio inconcebible debe tener una solución de «compromiso», o al menos debemos precisar «dónde comienza esa misma aporía». Esta es mi conclusión que expongo empezando por el contexto teológico.
Como lo divino es «irracional», por «ninguna razón» de un espíritu «neutro sin valor alguno» puede surgir «el bien y el mal». Pero por «alguna razón», pues obviamente no podemos razonar la causa, lo divino crea una contingencia de «Espíritu Santo», que ya existe, y una vez que se ha creado, de Él surge la «creación del mundo», pero es gracias a la aparición de la contradicción de un «espíritu malo», es decir, el origen de la contradicción que causa el «movimiento de la creación». En resumen, que la creación del mundo es la causa de un «pecado original», ¡tal y como lo expone la teología tradicional! Esta es obviamente un interpretación en el contexto propio de la teología, y con sus propias expresiones.
Si interpretamos esta misma tesis en el contexto de la mente decimos que en una mente neutra, sin pensamiento alguno, surge sin una razón aparente, una «duda», o una gran incertidumbre (antítesis), la duda causa una gran certidumbre (tesis), donde surge un pensamiento que concluye en una «primera idea» (síntesis). Por tanto, de este pensamiento surge el Ente y la entidad misma. Conclusión, la entidad surge de una «duda razonable», y a partir de una primera «idea trascendental» es posible la experiencia: ¡Descartes!.
Por último, si lo vemos en el contexto físico, pues estamos hablando del mismo Ser, la explicación es ésta: de una inexistente contingencia de energía sin polaridad surge, sin que sepamos la causa, una partícula de energía negativa que polariza una determinada cantidad de energía positiva. La diferencia entre la energía negativa y la positiva crea una «potencia», capaz de realizar un trabajo, de donde surgirá una «apariencia de materia». La energía positiva, que es «potencial», debe ser lo que en física teórica entendemos por «energía oscura», causante de la expansión del universo. En otras palabras, la energía positiva restante en la «potencialidad del universo». En definitiva, que el origen del universo debe de estar en la «irrupción de una sola particula de energía negativa de su propia potencialidad», es decir, ¡un fallo del sistema o un defecto!
Pese a que deberíamos dejar este asunto tal y como está, todavía podemos intentar hacernos la última y definitiva pregunta, que es crucial para entender las causa de este aporía irresoluble: ¿por qué surge el «mal», la «duda» o la «negatividad» de un «ser inexistente o de la nada»? Lamentablemente no hay respuesta, porque estamos hablando de «algo que no existe», por lo tanto de la nada no se puede explicar nada, pero tenemos una pista que nos «sugiere una respuesta irracional» que sólo puede soportarse en la «fe», el «instinto» o la «intuición»: Eva «concibió» la manzana porque la sugerencia de su imagen estimuló su «deseo» de poseerla, de lo que se deduce que toda «concepción», sea dentro de la misma naturaleza o de la nada, debe ser causada por el «deseo». Por tanto, ¡el deseo debe de estar tanto en lo divino como en lo humano, y proviene de la intuición!
Esta es una respuesta simple para una pregunta demasiado grande para tener una «verdadera respuesta», pero es la única que se me ocurre. Esta última frase me recuerda aquella otra del primer hombre que pisó la superficie de la Luna: «Este es un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad». Y es que todo lo grande debe de estar necesariamente contenido en lo pequeño, pues tanto lo natural y concebible como lo divino e inconcebible debe ser «consustancial».
Sobre el alma y la intuición
¿De dónde proviene la intuición?: de un lugar inconcebible, pero que sabemos que es de donde provienen todas las impresiones. Es decir, en tanto que las impresiones de las cosas provienen de su potencialidad, esa potencialidad debe contener necesariamente algún tipo de información para que, a partir de sus impresiones, se formen las ideas en nuestra conciencia y «sepamos cómo tienen que llegar a ser». En otras palabras, si lo planteamos en el contexto físico podríamos decir que la energía no es sólo «polaridad bruta», sino «polaridad inteligente y bien informada», que no sólo actúa creando magnetismo, sino que lo hace sabiendo el objetivo de ese trabajo, pues toda potencialidad debe resolverse con un trabajo, y el trabajo debe tener necesariamente un «sentido constructivo», es decir, se trabaja para algo o para «hacer algo en concreto».
También podemos decir que la mente en sí misma, no aquella que se mueve y piensa, debe contener «entidad por defecto», de manera que cuando se pone en movimiento, si «no sabe en qué pensar porque carece de experiencia de pensamientos anteriores, piensa en aquello que está en su propia entidad por defecto». Esta es la analogía con el contexto anterior, si cambiamos del físico al metafísico, pero siempre estamos hablando de la misma cosa.
La intuición por tanto es entidad con forma de ser por defecto, que surge directamente de la mente por la propia intuición, en tanto que el conocimiento empírico es la entidad que ya está en la experiencia, o de la memoria de las imágenes o sensaciones que nos sugieren la necesidad del pensamiento mismo. Una es estática, la otra es dialéctica.
Esa entidad que surge de la mente en sí misma lo hace de un lugar «inconcebible», de donde se deduce que no podemos concebir una idea racional ni lógica de ese lugar a lo que inevitablemente llamamos «lo divino». De lo que sí podemos estar seguros es de que contiene por defecto la entidad que estábamos buscando para elaborar la idea que estábamos necesitando, y cuyos fundamentos no estaban en la experiencia. Esto quiere decir que la mente misma es una «impredecible fuente de entendimiento», o más objetivamente, de «información», pues el resultado es una «formación».
Por tanto, lo divino es «un pensamiento por defecto que contiene toda la información que necesitan pensar las cosas que quieres ser en efecto», cuya «causa primera está en la misma intuición». Es decir, que lo divino es «todo lo que llegaremos a pensar sobre todas las cosas pensables», y que vamos «desvelando» progresivamente con la ayuda de la propia intuición y del método que nos proporciona la experiencia de todo lo natural y existente. En otras palabras, lo verdaderamente «creativo» y «original». Puesto que todo pensamiento se produce en la mente de lo que ya es, lo que en realidad debe suceder es que la mente existente no es más que una insignificante parte de la mente en su totalidad inexistente y que es por defecto, la mente «personal».
Esa «mente personal» que ya es, si nos pasamos al contexto de la teología podemos llamarla perfectamente «alma», y tenemos que el alma es la parte «personal y existente» que ya es del Espíritu existente, surgido de su propia «causalidad» o en el contexto de la física, «potencialidad».
Por tanto podemos «creer» en la existencia del alma, puesto que ya es parte concebible de lo que existe, pero tenemos que seguir siendo incrédulos con lo que no existe. Lo que se supone que hacemos a partir del descubrimiento del alma es «utilizarla» para comunicarnos con «lo divino», que es el espíritu en «creencia», presente en el Misterio de la Trinidad, del que vamos desvelando sus secretos gracias a la comunicación que se establece entre él y nuestra alma por medio de la fe, de la intuición o del instinto, dependiendo una vez más del contexto que utilizamos. Este espíritu «inexistente» se hace progresivamente «existente» gracias al reconocimiento del alma «personal».
Volviendo al contexto de la razón y de la mente, podemos decir que lo divino está esperando a ser «descubierto» por lo natural a través de su conciencia, y cuya percepción llega a través de la intuición, de la fe o del instinto, que es el medio en que nos comunicamos con la información de la totalidad de lo cognoscible. Obviamente ese conocimiento debe ser gradual, pues debe de establecerse como parte de la experiencia, de otro modo careceríamos del método adecuado para concebirlo. Es decir, entendemos las cosas progresivamente, y no de una sola vez.
Es inútil que intentamos mostrar a nuestro perro cómo funciona un ordenador, pero podemos empezar por enseñarle a que se siente cuando esperamos en el semáforo en rojo. Es decir, mostrándole lo que es la realidad de forma gradual y de acuerdo a su capacidad, basada en su propia experiencia o método de aprendizaje, o de su naturaleza.
Ahora nos queda resolver un nuevo dilema, pues si sabemos que lo divino es «inexistente e inconcebible», ¿por qué estamos seguros de que no obstante debe ser, si la intuición no conduce a ninguna verdadera certidumbre sin la ayuda de la razón que ya es y existe? Lo que quiero decir es que no podemos caer en el peligroso error de considerar que «sabemos lo que nos trasmite la intuición», y con ello podríamos resolver nuestra existencia. Esta reflexión lleva inevitablemente al «anarquismo», o la confianza de que la intuición «bien entendida» es suficiente para establecer el comportamiento de los seres humanos en sociedad. La prueba de este argumento lo podríamos extraer de la propia naturaleza, pues es capaz de realizar sus funciones básicas con acierto total si recurrir a la conciencia. Es más, podemos considerar la paradoja de que los animales «son como Dios manda» sin exigirles que crean en Dios.
Obviamente lo que nos diferencia de los animales es que ellos no han «mordido la manzana», y al carecer de una conciencia trascendental, es decir, intuición, no tienen otro recurso que el instinto. Eso no quiere decir que ciertos animales sociables no lleguen a tener cierto grado de conciencia, pero de cualquier modo no la suficiente como para pretender que se pregunten sobre la posible existencia de Dios.
La intuición por tanto no es «conocimiento», sino percepción trascendental, que con ayuda de un método lógico y razonable, más la necesaria experiencia, puede convertirse en una «nueva idea», y complementar las viejas, que ya están en nuestra propia experiencia histórica y constituyen el fundamento de nuestra actual existencia.
De manera que volviendo al contexto de lo divino, al menos ya tenemos identificada el «alma», que para Descartes debía de ser «alguna cosa y estar en algún sitio», y, en efecto, en tanto que es una porción de espíritu «inexistente e inconcebible» se convierte en espíritu «existente», que necesariamente debe ser «razonable que sea algo concreto y esté en algún sitio en concreto», de otro modo nos veríamos en la necesidad de negarla o «descrearla» y devolverla al espíritu inexistente de donde provenía.
Si seguimos este razonamiento sin apartarnos del contexto de la teología no encontraremos una respuesta razonable porque la teología no es razonable, por tanto debemos cambiarnos al contexto de la mente para encontrarle una razón de ser. En este contexto no había más que una Mente en sí misma que no piensa y otra «personal» que piensa, y esa mente que piensa «es lo que piensa que es». Tras esta reflexión podemos comprender el sentido del popular axioma cartesiano, pues «Descartes es lo que piensa que es»; es decir, «Piensa, luego es el mismo que piensa que es y existe».
Por esta causa cada pensamiento «define la cosa misma que piensa», y nada puede ser fuera del pensamiento de quien piensa. Esto hace exclamar a Protágoras que «el hombre es la medida de todas las cosas», pues como hemos visto, el ser mismo no es más que un pensamiento propio, o dicho de otro modo, cada mente personal es una idea personal de quién la tiene, y todo lo demás no es sino parte de ese mismo pensamiento «engrandecido».
Con esta última reflexión ya tenemos localizado el origen del «yo mismo», que no es más que un pensamiento que se convierte en la idea de sí mismo de quien tiene ese mismo pensamiento. Es decir, toda la mente personal se conveirte en el pensamiento de sí mismo, porque es «sí mismo». De manera que todas las cosas naturales son lo que se piensan de sí mismos, y todos los pensamientos son independientes y confluyen en una «idea de sí mismos», o en un «yo mismo ¡más su circunstancia!», de la que será necesario hablar más adelante.
Esto puede parecer complicado de entender porque lo estamos «pensando en el contexto de la mente», sin nada «sustancial que nos sirva de referencia», pero si nos pasamos al de la naturaleza lo veremos con más claridad, pues éste es el contexto donde las cosas son lo que realmente «parece que son», al margen de cómo se perciban o se conciban.
Si habíamos establecido que en este nuevo contexto la mente (y el espíritu) es energía, entonces tenemos que ese «yo mismo» no debe ser otra cosa que un contigente de energía, pero no sin polaridad e inconsistente, sino una energía que consiste y que está en movimiento debido a su polaridad. De manera que si no hay otra cosa que energía polarizada lo que «percibimos como la cosa que somos» debe ser consecuencia de la «potencialidad de esa misma energía». Es decir, de alguna manera «inteligente y organizada» la energía se ha hecho «aparente» a partir de simples campos magnéticos, que es lo único que la energía produce una vez polarizada.
Esta apariencia es, en el contexto de la mente, la «entidad resultante de un pensamiento», y la cosa aparente es la «idea concebida por el propio pensamiento». En ambos casos tenemos un «principio», un «movimiento» y un «resultado», pero al expresarlo en dos contextos diferentes, a uno lo llamamos «susbtancia» (Aristóteles) y al otro «esencia» (Platón), cuando en realidad estamos hablando del mismo proceso y de la misma «cosa-idea». Por tanto, regresando al contexto teológico, el «cuerpo en realidad debe ser también el alma».
Pero ¿por que el alma, sin dejar de ser alma, ha «devenido también en cuerpo»? Por la misma razón que el pensamiento deviene en entidad, y la energía en aparente: ¡por su polaridad! Es decir, el espíritu que conforma el alma personal no es «divino» y sin valoración alguna; sin mal ni bien, por lo que es «improbable que exista», sino un espíritu «dialéctico» y en movimiento a partir de la «lucha entre el bien y el mal», pues al «ser en este mundo» ha surgido necesariamente el «espíritu malo», causa misma de la «creación del mundo», el «pecado original» para entendernos en el contexto teológico.
De manera que la creación del mundo es el inevitable resultado de la existencia del bien y del mal. Según San Agustín, el mal es «ausencia de bien», tesis comprensible si consideramos que puede ser creíble la existencia de un «Espíritu Santo», es decir, que el alma humana consiste en un «nuevo espíritu» que consta de «santidad» y «maldad». La moral está precisamente para resolver este conflicto en favor de la «santidad». Según su antecesor Plotino, esta «lucha dialéctica» es necesaria para que exista el movimiento, que debe ser de un principio positivo a un final completamente negativo, no siendo «creíble» que el alma una vez en el mundo pueda volver a ser «totalmente buena».
Por lo que, no sólo la muerte es inevitable, sino necesaria, pero nada prueba que el alma vuelva nuevamente a «no ser creíble» y carezca de valoración, en otras palabras, que la parte «buena» de nuestra alma vuelva a un «Espíritu divino» que carece de valoración, o que pueda existir un alma «completamente buena», sin maldad alguna, porque tal posibilidad, como hemos visto, es «inconcebible», salvo para la percepción a través de la fe. Esta remota posibilidad debe ser el «estado de trance», el «éxtasis» o el «nirvana», dependiendo de la cultura y la religión.
Y esta es la parte del Misterio de la Trinidad más discutible. Por tanto todo lo «aparente» es necesariamente «dual» o dialéctico, positivo y negativo, bueno y malo, lo que le da su «consistencia natural», y el alma no puede ser una excepción, cuando a fin de cuentas no es más que una percepción del Ser en una de sus tres posibles, como es el teológico. Si no fuera dialéctica no podría «consistir y no sería posible que existiera». Esto en física es evidente, pues el propio universo se sustenta a sí mismo y es consistente debido a esta necesaria condición, pero en teología es más difícil de aceptar.
¿Por qué Platón no percibió esta analogía? Sin duda porque los conocimientos que se tenían sobre la estructura de la materia y del universo en su tiempo no eran equiparables a los que se podían alcanzar con la mera especulación de la mente y de las ideas. Es decir, en aquellos tiempos la filosofía progresó mucho más que la ciencia, cuando ahora sucede todo lo contrario, la física teórica le lleva unos cuantos años de ventaja a la filosofía.
Resumiendo podemos decir que la realidad debe de estar compuesta por «lo divino», pero que pese a probar su Ser no podemos decir que exista, y «lo natural», que paradójicamente se reduce a una sustancia que puede entenderse de tres diversas formas, de acuerdo al contexto desde el que se considere, como son:
- la energía, en el contexto del Ser físico,
- la mente, en el contexto del Ser metafísico,
- el alma, en el contexto Ser teológico.
Tan sólo la sustancia del contexto físico es «aparente», pero como su propia expresión indica, «sólo debe ser una sensación de consistencia» debido al «comportamiento» de la energía de que está compuesta.
Por último, que la percepción de esta sustancia, en cualquiera de sus contextos, para ser necesita estar en «movimiento», desde un principio «negativo, falso y malo», (total negatividad, incertidumbre y maldad) a otro final «positivo, verdadero o bueno» (total positividad, certidumbre y bondad), ¡a pesar de que para ello tengamos que agotar toda la energía, mente o espíritu disponibles! Si cesara esta «dualidad» cesaría a su vez el movimiento y el Ser volvería al lugar de donde procede, a la «energía neutra» e inconsistente, a la «mente neutra» e inexistente, sin pensamiento alguno, y al «espíritu neutro», sin valoración e increíble.
Por último cabe puntualizar que las ideas de maldad y bondad de esta última reflexión deben de interpretarse en sus respectivos contextos, así lo malo es necesariamente negativo y falso, mientras que lo bueno debe ser necesariamente positivo y verdadero. En otras palabras, el conocimiento de la verdad nos debe de hacer positivos y buenos. ¡De ahí la utilidad de la misma filosofía!
LIBRO CUARTO: SOBRE EL COSMOS
PERDIDOS EN EL COSMOS
«La investigación de la verdad es, en un sentido, difícil;
pero en otro, fácil. Lo prueba el hecho de que
nadie puede alcanzarla dignamente, ni yerra por completo,
sino que cada uno dice algo acerca de la naturaleza.»
h
Prólogo a la primera edición
Es importante que el lector asuma que no está leyendo un libro de astrofísica, pese a que el título pueda sugerir tal cosa, sino de filosofía. La grandeza de la filosofía es que trata del ser de las cosas sin importarle su tamaño o magnitud, y puede tratar el ser del universo como un cosa que es, a pesar de que su magnitud la haga difícilmente mensurable. Todo lo que es y puede probarse su existencia debe tener el mismo tratamiento para el pensamiento filosófico. Poco importa si la cosa que ideamos o concebimos nos muestra todos sus aspectos y apariencia o sólo una parte de ella, aquella que la limitación humana de nuestros sentidos nos permite ver, incluso con la ayuda de sofisticados instrumentos de observación.
El universo es una cosa de tal magnitud que como tal cosa sólo nos permite observar parte de ella, pero como ser en sí mismo no es relevante el conocer la totalidad de su sustancia. Lo que la filosofía se pregunta cuando intenta concebir el universo no es su idea como sustancia sino como «forma de ser», y como ser su «comportamiento» debe ser similar al del resto de los seres que sean de su misma sustancia. Por esta razón, lo que preocupa al pensamiento filosófico es establecer la «consustancialidad del universo», es decir, de qué sustancia estamos hablando, pues una vez establecida, si en nuestro mundo existen otras cosas similares la comprensión del universo es fácil, comparándola con las cosas consustanciales fácilmente observables aquí en la Tierra.
Es verdad que cuestionar el resultado de las observaciones complejamente establecidas acerca de la composición aparente del universo por la astrofísica actual parece un gesto de infinita soberbia, sobretodo viniendo de alguien como yo tan profano es esta materia. Para escribir este breve libro he tenido que volver a releer todo cuanto se ha descubierto acerca de la formación, composición y posible desarrollo del universo y confieso que en parte he renunciado a entender lo que he leído, limitándome a una somera comprensión, aquella que me parecía que se establecía entre lo que «intuía» y lo que, por esta misma razón, «creía que entendía»; es decir, más que hacerme una idea precisa me he hecho una idea concisa, ajustada a mi propia intuición. Creo que la mayoría de las personas hacemos otro tanto frente a las cosas que no entendemos y que nos tratan inútilmente de explicar.
Por otro lado, no he querido ir demasiado lejos en mis conclusiones porque más que un trabajo de una persona razonable hubiera parecido el de un visionario, a pesar de que ciertas conclusiones, por inverosímiles e increíbles que pudieran parecer, son, sin embargo, perfectamente razonables. He preferido contener mi entusiasmo y dejar estas conclusiones para nuevas revisiones, cuando pueda hacerme una idea de la valoración del presente trabajo entre los lectores.
Espero que el lector sea indulgente con la falta de notas más detalladas acerca de las tesis actuales sobre el estado de la investigación de la composición y estructura del universo, pero, puesto que no es un libro de astrofísica, me han parecido innecesarias, pese que sus citas puntuales y someras son fundamentales y necesarias.
Matización de la «Gran explosión»
Si admitimos la teoría de la «Gran explosión» (BigBang) como la causa probable de la formación del universo, también deberemos de admitir que hubo «infinitud» de universos anteriores al nuestro, que se supone quedaron reducidos al tamaño de una «pelota de tenis», para, sucesiva y cíclicamente, explotar una y otra vez liberando toda su energía, pues, según el enunciado clásico del primer principio de la Termodinámica, «la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma».
En mi opinión, esta tesis es parcialmente aceptable, porque carece de lo fundamental: una razonable explicación del origen de esa «explosión», y no de nuestro universo «actual», sino del «primer contingente de energía, o materia, que causa esta explosión». La ciencia no puede tratar con cosas supuestamente «eternas», sino tan solo con aquellas que son perecederas y observables. Es decir, si algo es «indestructible» no puede tener una causa, pero si la tiene sólo puede explicarse conociendo su procedencia. Si la física intenta demostrar la consistencia de algo «real» sin demostrar su procedencia, cualquier conclusión que obtenga será «improcedente». Por tanto, lo primero que debería hacer es demostrar de dónde surgió la supuesta energía o materia que dio origen al universo, y después analizar su comportamiento.
Pero la física tan solo puede probar vagamente que este universo tiene un principio «relativo», una supuesta «explosión» (lo contrario de la implosión «BigCrunch», que es el supuesto final), pero carece de fundamentos para probar de dónde proviene la materia que originó, no este universo sino todos los posibles universos aparecidos, tras sus correspondientes ciclos explosión-implosión. Nada prueba mejor esta conclusión que este extracto del libro de Bill Bryston «A Short History of Nearly Everything» (Breve historia de casi todo), un escritor de viajes y aventuras norteamericano que ha publicado uno de los libros de ciencia más amenos y hasta divertidos:
«Es lógico pero incorrecto hacerse una idea de una especie de gestación del universo como un punto colgado en la oscuridad, sin límites precisos, pero no hay espacio, ni oscuridad, la cosa singular no tiene lugar alguno donde estar; no tiene espacio que ocupar ni un lugar donde estar. Tampoco podemos saber desde cuándo está allí, de dónde ha surgido. ¡Ha estado siempre allí! Esperando tranquilamente el momento preciso, porque el tiempo no existía y no había pasado de dónde surgir. ¡Y de la nada comienza nuestro universo!»
Puesto que la física no puede ir más allá de lo vagamente probado, es evidente que averiguar la procedencia de la supuesta materia que constituye el universo, en sus aspectos cíclicos, debería ser labor de la «metafísica». Digo «debería», porque la metafísica es un concepto que en la actualidad, época poco interesada por la misma metafísica y por la filosofía en general, su significado ha sido groseramente corrompido, para devenir en algo así como una ciencia esotérica, al borde del misticismo y apartada completamente de sus orígenes, como es descubrir la verdadera forma de ser de las cosas.
Por esta razón para esta introducción prefiero utilizar los conceptos de «parafísica», «física razonable» o «física probable». Después de todo ese mismo fue el método que llevó a Einstein a establecer el principio de su teoría de la Relatividad (Gedanken experiment). Es decir, es forzoso que la física probable avance las conclusiones de la física ya probada, de manera que ésta tenga una hipótesis razonable del probable origen de aquello que constituye la sustancia de su investigación.
Por tanto, si aceptamos que el origen del universo proviene de la explosión de una determinada cantidad de materia «totalmente condensada», pero no sabemos de dónde procede, como decía, estamos intentando conocer algo «improcedente»; es decir, que no tiene procedencia conocida ni una causa razonable, por lo que aceptamos que el universo es una creación «de hecho», irracional e improbable, en tanto que la física necesita que el universo sea un «producto» con una causa física razonable. Así, la física actual sigue descansado en la irracionalidad de la fe y sus conclusiones totalmente subjetivas. Es lo que bien pudiéremos decir un ídolo con pies de barro.
Todo pensamiento dogmático se fundamenta en la aceptación de las cosas por el hecho de ser en sí mismas, sin que nos preocupe conocer su «razón de ser», que en tiempos en que la filosofía era una disciplina coherente, se denominaba «metafísica». La física misma es la prueba evidente del derecho de ser de las cosas, puesto que se fundamenta en la prueba lógica de su consistencia.
De manera que no podemos avanzar mucho más sobre la física del universo si no sabemos «a ciencia cierta» de dónde procede y cuál es su verdadera causa. Puede que la teoría generalmente aceptada de la «Gran explosión» nos lleve a ciertas conclusiones «aparentemente» ciertas, pero en tanto que «improcedentes» nos podemos llevar una gran sorpresa si finalmente conocemos su procedencia, porque, en tal caso, toda investigación posterior es «procedente»; es decir, tiene sentido lógico, y la anterior, insisto, es improcedente y no tiene sentido lógico.
¿Cómo puede la física considerar probable la existencia de algo que no tiene un origen físico «razonablemente establecido»? ¿Cómo puede tener la certeza de sustancias de las que desconoce su origen y se limita a estudiar su «apariencia» o «presencia»; es decir, tal y como son en un supuesto «momento presente»? ¿Cómo empezar por analizar una sustancia gaseosa procedente de una «pelota de tenis» de la que desconocemos su procedencia, y si la conocemos nos lleva a la repetición de ciclos sin un principio ni un final razonable, lo que nos lleva a la abstracta consideración de la idea de «Dios» como su hipotético creador? Todo cuanto ha establecido hasta ahora la física astronómica sobre la causa posible del universo está basado en una premisa «improbable», por tanto también es «improbable» que sea como «parece que es».
En cuanto al «principio de nuestro universo», en la naturaleza todas las cosas tienen un principio y un final pero relativo y no es posible probar que sea absoluto, y entre uno y otro pueden darse muchos otros principios y finales también relativos.
Por ejemplo, un árbol tiene un principio y un final, pero durante un cierto «tiempo» (más correcto sería decir «duración») produce una periódica y cíclica floración y sus consiguientes frutos. Podemos decir que este ciclo puede ser «eterno» si aceptamos, al mismo tiempo, que el ciclo debe continuar en «otros árboles», porque un solo árbol acabaría con los ciclos llegado el agotamiento de su propia capacidad reproductiva. Para esa labor están precisamente los frutos del árbol, cuya única misión es perdurar los mismos árboles y sus cíclicos principios y finales, de manera que, gracias a los frutos, aparentemente los mismos árboles pueden ser «duraderos».
Este ejemplo, un tanto desconcertante, nos sugiere cierta estrategia de la vida para conseguir su «durabilidad», a costa de la «temporalidad» de las cosas con vida. Es decir, ciertas cosas vivas mueren, pero la vida en sí misma «nunca muere». Digo desconcertante porque para nuestro sentido de la lógica precisamente carece de sentido que el árbol, que es capaz de florecer cada primavera, no sea «eterno» y evite de esta manera tener que producir frutos para asegurar su propia duración y «vitalidad» fuera de sí mismo. Lo sencillo sería que un solo árbol bastara para mantener la vida vegetal, tal y como sugiere la teoría de la condensación-explosión cíclica de un sólo universo. Dudo que el lector tenga una respuesta.
Si trasladamos este ejemplo al tema que nos ocupa, podríamos decir que también el universo debe tener un principio y un final, pero debe producir «ciertos frutos» que aseguren su permanencia a través de «otros universos». Y es ahora cuando el supuesto se hace realmente desconcertante, porque nos obliga a considerar al menos estas tres cuestiones:
¿Cuál es la «naturaleza» que sustenta y alimenta al universo? ¿Cuáles son los frutos del universo?
¿Dónde y cómo «florecen de nuevo» los frutos del universo?
El lector me censurará por haber utilizado un ejemplo también improcedente, pues se supone que el árbol es un organismo «vivo» y «dinámico», en tanto que el universo aparentemente es una «sustancia muerta» y sin una «dinámica propia», sino con una inercia general causada por las leyes de la gravitación universal, pero no necesariamente viva. Si las diversas constelaciones están constituidas de la misma sustancia que la nuestra, se trata de «sustancias» con más o menos actividad (estrellas, planetas, satélites, meteoritos, etc.), sustentados entre sí de acuerdo a las leyes de la gravedad, pero «aparentemente» no son organismos tal y como es un árbol. De manera que el ejemplo no parece válido, salvo que nos detengamos a considerar de qué está constituido realmente el árbol, y entonces no será difícil llegar a la conclusión de que está constituido de la misma estructura atómica que el resto del universo, pero, no sólo es más compleja, sino que tiene «un mecanismo propio», sustentado por su propia sustancia, que le permite catalizar energía y «moverse» en un sentido más amplio y complejo que el simple y conocido movimiento de gravitación.
Por tanto ya tenemos que el árbol participa como materia de la sustancia del universo, pero tiene como propio y distinto su «mecanicidad», «organización» o, en definitiva, «organismo», aquel que le permite florecer cada primavera. Es decir, su estructura atómica es más o menos similar a la del universo, pero su estructura molecular y orgánica es distinta y, con toda probabilidad, más compleja, hasta el extremo de haber sido capaz de convertirse en un «organismo». Sin embargo el árbol «también está en movimiento» con relación a los astros del universo, pero tiene, además, su propio «movimiento vital» o «dinámico», que es cíclico y repetitivo, y para cuya «duración» ha elaborado la estrategia de producir «frutos» que produzcan, a su vez, otros árboles. Esto no parece ser el caso del universo, ¿o sí lo es?
Por el realismo de la experimentación física, tendemos a considerar que sólo son organismos aquellos cuyas sustancias tienen capacidad de «moverse» en el espacio y en el tiempo de forma «dinámica» o «aleatoria», independiente de la forma «alienada» al movimiento general del universo. Estos organismos decíamos que incomprensiblemente utilizaban la estrategia de los «frutos» para conseguir su «permanencia», y que las sustancias inorgánicas, al carecer de «frutos», no pueden ser más que «todo lo que son», de acuerdo a lo que parece que son, y sólo pueden «integrarse» o «desintegrarse», de acuerdo a su composición atómica y molecular. De manera que es obvio que la Tierra, como planeta, sólo ha podido «producir» un satélite, la Luna, por «desintegración» de su propia sustancia, pero no como consecuencia de una reproducción orgánica a partir de un supuesto «fruto» de la Tierra, algo simplemente incoherente. Por tanto, y en la medida de que el resto de universo debe tener la misma estructura básica que la Tierra, éste sólo puede «integrarse» o «desintegrarse», razón por la que se admite como «probable» la misma teoría de la «Gran explosión».
Ahora bien, si en lugar de ser una «sustancia inorgánica» el universo fuera, o hubiera sido, «en realidad» una sustancia orgánica, entonces deberíamos comparar su estrategia a la del árbol, y sería éste el momento en que tendrían pleno sentido las tres preguntas anteriores, es decir: ¿dónde se sustenta el universo?, ¿cuáles son sus frutos? y ¿dónde se reproducen estos frutos? Pregunta ésta última que debe tener relación inevitable con la primera.
Después de toda la controversia histórica entre la teoría del estado estacionario de Fred Hoyle y la del jesuita Georges Lemaître de la «Gran explosión», con un universo en expansión, uno sus mejores teóricos, Stephen Hawking, llega a la conclusión de que el universo que observamos se inició hace un tiempo finito, concretamente 13,7 mil millones de años. Personalmente estoy de acuerdo, pero, al mismo tiempo, vuelvo a insistir en la «improcedencia» de todo cuanto se ha expuesto hasta ahora sobre la constitución del universo. La razón es simple, si el universo tuvo un principio y la mente humana es incapaz de concebir un principio ni un final «absoluto», el universo, como el árbol del ejemplo anterior, debe tener un principio «relativo», pero no «oscilante», como pretende Richard Tolman, puesto que ya hemos dicho que «tiene un principio inapelable», además de un final no menos relativo pero «improrrogable». Todas las cosas tienden a perdurar gracias a una determinada estrategia, que consiste en asegurar su «perduración» mediante los frutos de sí mismos. Por tanto, el universo no puede ser una «sustancia inorgánica» con un principio y un final «absoluto», idea simplemente inconcebible, sino que en la medida de que no puede ser concebido ni un principio ni un final absoluto, debe ser necesariamente un «organismo vivo», de manera que, si bien tuvo un aparente principio y deberá tener un no menos aparente final, como organismo debe contar con los medios para su «perduración» o «reproducción» en «otros universos», que bien podemos considerar como «paralelos», de la misma manera que los árboles tienen una existencia «paralela»; es decir, que no crecen unos «dentro de los otros» sino fuera de sí mismos, dentro de una «naturaleza común» a todos ellos. Otro tanto nos sucede a las personas, como ejemplo más simple y contundente.
Por tanto, estamos al cabo del camino, pues sabemos que el universo tuvo un principio y un proceso posterior de condensación, con varios ciclos y fenómenos, para los que ya tenemos teorías probables, como que es sus primeros momentos estaba lleno homogénea e isotrópicamente con una energía muy densa y tenía una temperatura y presión concomitante. Que se expandió y se enfrió, experimentando unos cambios de fase análogos a la condensación de vapor o la congelación de agua, pero relacionados con las partículas elementales, etc. Pero, seguimos sin saber de dónde procedía esa energía original, que no puede ser por causas cíclicas, pues, en tal caso, no podríamos hablar de «principio», sino que incompresiblemente estaba «allí, donde fuera» y dio origen al universo conocido.
Hemos dado respuesta a aspectos complejos de la formación del universo sin haber llegado a considerar lo fundamental, como es «la procedencia de esa energía y el lugar donde apareció». Sabemos por el ejemplo del árbol, que éste se «arraigó» en la tierra y «morirá» también en esa misma tierra. Por tanto, si el ejemplo fuera válido para el universo, podríamos decir que debe haberse arraigado en «alguna especie de tierra» y debe morir en esa misma «especie de tierra». Al mismo tiempo, y siempre de acuerdo al mismo ejemplo, esa energía que dio origen al universo debió de ser la consecuencia de una «simiente» arraigada en un supuesto «caldo de cultivo» difícilmente concebible.
En resumen, que el interés de este libro se centra, ya sin más preámbulos, en intentar averiguar la «procedencia de la simiente», y la clase de naturaleza que debería encontrar para germinar y dar origen al universo. Paradójicamente, las claves de las posibles repuestas las tengo mirando simplemente a través de mi ventana y observando atentamente el objeto que había puesto como ejemplo desde el primer momento, es decir, un robusto y resistente roble, plantado con toda probabilidad hace un centenar de años, en el centro mismo de nuestro pequeño jardín comunal.
Sobre la materia aparente
No es concebible que el universo tenga un principio y un final absoluto, por la misma razón de que tampoco podemos concebir el origen del «uno» si no lo consideramos como una «continuación» o «potencialidad» del «cero». Es decir, tampoco existe el uno «absoluto», sino que, una vez más, se trata de una magnitud relativa, continuidad del cero, que encierra potencialmente a todas las magnitudes.
También es «absolutamente improbable» que el roble de mi jardín, tras sucesivas «síntesis», «reproducciones» o «renacimientos» a través de sus frutos devenga en un «roble perfecto e ideal», cuya forma de ser como roble sea tal que no pueda ser superada; es decir, que llegue a ser «absolutamente roble» sin nada de «noroble». Antes bien, sucederá todo lo contrario, y la forma del roble de mi jardín se irá «deformando» progresivamente hasta originar nuevas y más variadas especies de robles.
El idealismo quiere demostrarnos que la idea de un roble debe ser una idea sin mezcla de «noroble», lo que niega todo movimiento y la misma evolución, pues el roble proviene de un «noroble». Por tanto también el universo de provenir de un «nouniverso».
Para comprender este argumento, que puede haber confundido al lector, planteamos la tesis prescindiendo de las ideas, y volviendo al árbol. Lo que con toda «probabilidad» sucederá es que morirá y su sustancia inorgánica, que pierde su «dinamismo», se dejará llevar por la «inercia» del movimiento gravitatorio y tenderá a agruparse con otras sustancias similares con la forma más lógica (o perfecta) posible, es decir, la forma de una «esfera», como parte de todas las sustancias inorgánicas «coexistentes», sujetas a las leyes de la gravitación universal.
De manera que todas las formas de la naturaleza terminarán en una sola forma «perfecta», como es la esférica. Por tanto, en efecto, Platón llevaba parcialmente razón, pues la progresiva «muerte» de los organismos favorece una forma «ideal»: la esfera. Para él la forma del cosmos era «la más bella de las posibles», es decir, esférico. Pero a excepción de esta forma, o «proforma», en la naturaleza no puede haber una forma ideal.
Si seguimos el razonamiento, podemos tender a creer que si la esfera es la forma final de la naturaleza, también debería ser la «primera». Pero esto es una contradicción, porque la esfera es una «forma muerta», donde no hay aparentemente vida, ni real ni «potencial», y lo que estamos tratando de entender son las formas de ser de las cosas «vivas», y no de las cosas «muertas», habida cuenta de que el universo debió de empezar siendo «todo vida», aunque solo fuera «potencial».
En esto consiste el «idealismo», y por esta razón, si bien es irrefutable, hemos visto que se trata de una falacia, pues lo ideal sólo sería posible «tras la muerte», en tanto que las cosas «vivas» tienden a evolucionar en dirección opuesta, es decir, hacia la diversidad y su «progresiva deformación» o «especialización». Pero, como finalmente todo lo vivo muere, el desesperado intento de la vida por «aferrarse al materialismo y a la diversidad» termina sucumbiendo al «¡idealismo y a la unidad!».
Con esta matización, lo que intento decir es que el principio del universo no pudo ser simplemente «una pelota de tenis condensada que colapsa y explota», que sería una «forma muerta sin potencialidad», sino el «nacimiento de un ser informal», como son todos los nacimientos. El universo no debió «aparecer» (concepto teológico, creacional e irracional); tampoco debió «surgir» (concepto filosófico, conceptual y racional, pero que nos lleva a su «idealización»), sino que simplemente debió de «nacer»; y si nació tuvo que tener una «familia», su circunstancia, de la misma especie, la misma que tiene el roble de mi jardín, o todos mis lectores circunstanciales.
También Platón, como no podía ser de otra forma, pues para los griegos las cosas de ninguna manera podían surgir de la nada, concibió el origen del cosmos como un «nacimiento», obra de un «demiurgo» o «hacedor», pero no «creador», como lo expresa en este pasaje de «Timeo»:
«(El cosmos) ha nacido, puesto que es visible y tangible y tiene cuerpo. En efecto, todas las cosas de este tipo son sensibles y todo lo que es sensible y se aprehende por medio de la opinión y la sensación está evidentemente sujeto al devenir y nacimiento».
El lector habrá observado que Platón no dice que las cosas que se «aprehenden por medio con la conciencia», porque en este caso estaría hablando de las ideas y de su «epísteme», lo que concuerda plenamente con mi propio método contextual. Por tanto la pregunta obligada ahora es: ¿cómo y de qué o quién nació el universo? Obviamente tengo una hipótesis, de otra manera no hubiera comenzado la redacción de esta parte del libro, pero esta hipótesis descansa sobre otra no menos fundamental y primaria: puesto que hablamos de algo aparentemente sustancial, debemos detenernos a considerar la características «reales» de esa misma sustancia aparente. En otras palabras, sabemos que algo ha nacido, pero ¿de qué sustancia es ese algo y por qué se nos presenta como una forma aparentemente muerta como es el universo?
Por costumbre decimos que el universo está constituido de masa o materia (orgánica o inorgánica), además de una determinada contingencia de energía, de cuyo comportamiento depende, así mismo, la supuesta materia. No necesito decir que son muchas las tradiciones teológicas que niegan la existencia de la materia, tanto es así que la etimología del lenguaje nos la presenta como algo que debe ser considerado con ciertas reservas, porque lo material es todo lo «aparente». Por si este primer aviso no fuera suficiente, la misma etimología desarrolla este concepto relacionándolo con el tiempo, de manera que si lo «aparente» es lo «presente», o aquello que tiene «presencia», deberemos tomar con las mismas reservas tanto lo aparente como lo presente; es decir, la etimología nos deja dos claves fundamentales: puede que no exista, al menos en la forma en que creemos que existe, ni lo que vemos ni el tiempo presente en que lo vemos. Lo que nos lleva al siguiente postulado de mi tesis: ¿qué es realmente la materia?
Como he renunciado momentáneamente a la metafísica, no debería volver una vez más sobre el asunto de las ideas, pero es conveniente no dejar el tema de las ideas con la sensación de que resultan inútiles si se incurre en el idealismo, tal y como lo había expuesto anteriormente. Dejábamos el tema de las ideas con una «idea muerta, pero absoluta e ideal», de donde no podía surgir «nada» y, sin embargo, también decíamos que no podíamos concebir ni un final ni un principio absoluto, por tanto, después de todo, tal vez Platón lleve razón, y, no sólo las cosas deformes terminan en formas perfectas, sino que tal vez provengan, a su vez, de formas también perfectas o ideales, aquellas en que terminaron, en cuyo caso tendríamos que dar la razón a los idealistas y llegar a la conclusión de que las cosas, en realidad ¡ni se han movido! Sería como aceptar el «eterno retorno», y que Borges, preocupado por la eternidad en los últimos años de su vida, trascribió así es su «Historia de la eternidad»:
«El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones».
Este pensamiento sugiere que el universo es una contingencia total de algo que permuta cíclicamente hasta su agotamiento, sin que sepamos por dónde se produce su agotamiento.
Volviendo a los idealistas, diríamos que si lo ideal tiende de nuevo a lo ideal, tras un largo e impreciso proceso de «desidealización», la idea inicial no puede ser igual a la idea final, y, por tanto, tenemos que las ideas han «evolucionado», pese a ser ambas «ideales». ¿Cómo puede ser posible la existencia de dos «ideas únicas y absolutas», que comúnmente identificamos en teología con la idea de Dios? Para responder a esta compleja cuestión es por lo que debemos detenernos en considerar la «esencia misma de las ideas», al margen de su tendencia a «idealizarse».
Volviendo al ejemplo del viejo roble de mi jardín, este árbol ha existido con toda probabilidad desde hace un centenar de años, pero yo no he sido consciente de su existencia hasta que no llegué a esta casa y pude contemplarlo desde mi ventana. Si digo que ha existido es porque, aunque el árbol no hubiera sido visto ni concebido antes por nadie, mi concepción del tiempo me permite suponer que tiene ya una determinada «duración», por tanto, al contemplarlo por primera vez, no sólo tomo conciencia de su existencia «actual», sino de su «pasada actualidad», puesto que por el hecho de existir ha sido siempre «actual».
No puede haber nada «actual» que sea en el momento presente también «potencial», por tanto, el árbol ha existido siempre en una serie de «momentos actuales», que constituyen su «duración» en el tiempo. Por la misma razón, «preconcibo» el árbol envejecido (no confundir con «imagino» o «preveo», que no conduce a ninguna idea razonable ni precisa), cuando haya agotado toda su duración, tras consumir, a su vez, toda su «efectividad» que estaba «por defecto», es decir, todo su tiempo. Toda esta larga reflexión es «parte de la idea del árbol», puesto que la idea del árbol no puede limitarse a «concebir su forma actual sin más», sino «concebir su forma de ser, desde el principio hasta el final». Por tanto, la idea del árbol no será completa hasta que no la establezcamos razonablemente desde su origen o nacimiento, hasta su previsible e inevitable muerte o «desnacimiento», como creo que lo llamó Parménides.
De manera que las ideas de las cosas comprenden toda su duración, y no podemos considerar que nos hacemos una «idea de una cosa» si no tenemos una causa razonable de su nacimiento y el desarrollo posterior de toda su duración.
Las ideas, por tanto, son una especie de «pangea», o «estancia» para Ortega y Gasset, que abarcan desde el periodo inicial hasta el periodo final. Pero nosotros conocemos las cosas en un momento dado de su duración, y por tanto nuestra labor es «hacernos una idea completa, con principio y final». De no ser así, la idea sería «aparente» y probablemente «falsa», y en su lugar puede que nos conformásemos con su «impresión en el momento presente», base de la filosofía inglesa o «empirista», que no quería complicarse la vida con la metafísica, ante la imposibilidad racional de abarcar toda su «realidad dentro de su duración».
Por esta razón recurrir a las imágenes de las cosas es un socorrido y hábil medio de aprehender (también puede decirse «aprender») el Ser de las cosas sin molestarnos en discernir sobre sus ideas. Todas las «cosmologías» de las diversas religiones, que son dogmáticas por su propia naturaleza, se fundamentan en la «creencia en la imágenes de las cosas» ante la imposibilidad racional de comprender su «verdadera forma de ser»; es decir, concebir su idea en su totalidad.
Por tanto ya vemos que el trabajo de Platón y de los demás idealistas (entre los que desde luego me considero yo mismo) no fue en vano, sino que su intención era encontrar la verdadera esencia de las cosas llegando al fondo de su idea, no sólo en el «momento presente», sino en el pasado y en el futuro.
Como ahora estamos utilizando este mismo método, al hablar de la materia debemos hacernos una «idea íntegra», que abarque toda su duración, y como se supone que la materia dura desde la formación misma del universo, la idea que nos formemos debe arrancar justo en el momento preciso de su formación y debe concluir en su «colapso» o «destrucción», de otro modo, con toda probabilidad, sería una idea «incompleta o falsa de la materia» o, como decíamos, «improcedente».
Una primera aproximación a la «idea de materia» es la definición que nos aporta el uso común. En física la materia es aquello de lo que están hechos los objetos que constituyen el universo observable. Complicando algo más la definición podemos decir que materia es cualquier campo o discontinuidad que se propaga a través del espacio-tiempo a una velocidad inferior a la de la luz, y a la que se pueda asociar energía. Esto último se podría resumir como «todo lo que consiste y dura». Así, todas las formas de materia tienen asociadas una cierta energía, pero sólo algunas formas de materia tienen masa.
Sin proseguir abundando en definiciones, ya vemos que para comprender la sustancia misma de la materia es fundamental que nos hagamos, al mismo tiempo, una idea completa en el espaciotiempo de lo que es la «energía». Esto complicaría nuestro trabajo hasta hacerlo tan ininteligible como lo es la propia física astral. Como yo me he propuesto hacer este ensayo un ejercicio de simplicidad, para que pueda ser fácilmente entendido por cualquiera (sobre todo por mí mismo, que me considero intelectualmente también un «cualquiera»), voy a disentir de lo que hemos expuesto hasta ahora y aportar mi propia idea de lo que es la «materia».
Supongamos que un padre juega con su hijo en un parque y el juego consiste en coger al hijo de las manos y hacerlo girar constantemente hasta que no toque el suelo, tirando el uno del otro, de manera que, a pesar de que imprimen dos fuerzas centrífugas capaces de hacerlos caer al suelo, tanto la velocidad del giro como la fuerza que los mantiene unidos, lo impide. Desde luego que ni padre ni hijo son conscientes de que con su juego están enunciando las leyes básicas de la gravitación universal. Pues bien, de esta sencilla experiencia establecemos varios principios dialécticos:
- Un niño solo no podría girar de esa misma forma y sustentarse en el aire.
- Si el niño se separa del padre sin detenerse, también se cae.
- El juego requiere un constante consumo de energía por ambas partes. En las manos entrelazadas de padre e hijo se produce una «tensión», mayor cuanto mayor es la velocidad y la «masa» del niño.
De esta experiencia por el momento no vamos a sacar más que una sencilla conclusión, que, no obstante, deviene en ley universal: La consistencia de las cosas aparentes es la consecuencia de la energía que mantiene en tensión dos partes opuestas y contrarias que están en movimiento. También, si lo enunciamos desde una perspectiva puramente física, podemos decir que la estabilidad del átomo se debe a la acción de dos fuerzas opuestas y en movimiento, que hacen mantenerse a distancia a los electrones del núcleo. Es decir, el juego «consiste en girar, tirando cada uno hacia el lado contrario». Según calculó el físico danés Niels Bohr, los electrones giran algo más rápidamente que el niño; creo que siete mil billones de revoluciones por segundo.
En filosofía todo lo expuesto hasta ahora es la base fundamental de la dialéctica. También puede considerarse la teoría de los contrarios del presocrático Heráclito: «Se unen: completo e incompleto; constantedisonante, unísonodísono y de todo se hace uno, y de uno se hacen todos». Es una ley tan universal que no hay nada conocido (y me atrevo a sugerir que desconocido) que no se rija por este principio. Simplemente, en la naturaleza ¡todo es dialéctico! Por tanto la materia aparente también debe ser dialéctica.
Pero con esta simple aseveración acabo de sembrar la semilla de la discordia, aquella que pone en duda la consistencia misma de la materia, y que viene a coincidir con el universo «ideal» de Platón. Para introducir someramente el tema, que desarrollaré más ampliamente en un nuevo capítulo, podemos establecer que todo aquello que nos parece «único» debe ser necesariamente «dual» o «múltiple». De manera que las cosas únicas, como la esfera del ejemplo anterior, que aparentemente no tiene fisura, también deben ser «duales». Demócrito, al concebir el «átomo», llega también a la conclusión de que debe ser único:
«La inmutabilidad de los átomos se explica por su solidez interior, sin vacío alguno, ya que todo proceso de separación se entiende producido por la posibilidad de penetrar, como con un cuchillo, en los espacios vacíos de un cuerpo; cualquier cosa sería infinitamente dura sin el vacío, el cual es condición de posibilidad del movimiento de las cosas existentes».
Pero hoy sabemos que el átomo «tiene vacíos». De manera que el principio es que todo las cosas existente, grandes, pequeñas, visibles o invisibles, deben estar constituidas por «contrarios», y deberían ser «infinitamente divisibles», tal y como lo exponía otro presocrático, Anaxágoras:
«Juntas y de vez se estaban todas las cosas, sin límite en cuanto a capacidad repletiva, sin límite igualmente en cuanto a pequeñez; que lo pequeño no tenía tampoco límite».
De no ser así, simplemente no serían «estables» y «colapsarían». También el norteamericano Bryston tiene algo que decir al respecto: «Un universo estático, como debió ser evidente para Newton y para los astrónomos de su tiempo, colapsaría».
Ahora sólo tenemos que tratar de explicar qué es lo que en física se entiende por «colapsar», porque en filosofía sería el «no-ser» y en teología el «fin».
El juego del padre con su hijo del ejemplo anterior podría finalizar por varias causas, pero la causa principal es porque alguno de los dos, o ambos a la vez, sufrieran un «colapso» y ya no fueran capaces de seguir girando y manteniendo la «tensión» que ocasiona la fuerza necesaria para mantenerse unidos y en movimiento. En otras palabras, el colapso del juego sería el colapso de la «energía», tanto del padre como del hijo, lo que originaría una «caída de tensión» y la consiguiente «paralización y desunión», es decir, ¡el fin del juego!
Volviendo a la supuesta materia, tenemos ya que si todo lo consistente es dual por necesidad, esta dualidad, al mismo tiempo, debe mantenerse gracias a que ambas partes deben «contener la energía necesaria para mantener la tensión de su contrariedad, siendo mayor cuanto mayor sea la masa y la velocidad, lo que les obliga a estar en permanente movimiento». Es decir, que las partes de una relación dialéctica necesariamente deben contener energía, y debe ser la justa y necesaria para mantener su «consistencia». Esta exactitud sólo es posible establecerla si la energía no está realmente en las partes, sino que se «produce en las partes» en el momento en que se ponen en movimiento la una en oposición a la otra, hasta alcanzar el «punto crítico» que hace posible su «consistencia». Si excede o decrece ese punto «crítico», como decíamos en el ejemplo del juego, «colapsa» y pierde su consistencia o estabilidad.
Pero esta explicación es «completamente falsa», o lo que es lo mismo, es una «idea de la materia completamente falsa», al no considerar ni su origen ni su final, puesto que habíamos dicho que todo lo que es «aparentemente único» debe ser «realmente dual». En este supuesto la pregunta obvia es: ¿dónde termina la divisibilidad de lo aparentemente único?, y ¿cómo podremos establecer las características de una determinada sustancia aparente si cada vez que tenemos la «partícula más pequeña», de la que se supone está constituida la materia en sí misma, llegamos a la lógica conclusión de que debe de estar constituida por otras partículas todavía más pequeñas, y así sucesivamente? Pero ¿hasta cuándo? Con esta última reflexión acabamos de introducir una duda fundamental acerca de la «materia aparente» que sólo resolveremos si, ¡finalmente!, encontramos la respuesta al dilema de la supuesta infinita subdivisión (o multiplicación) de su estructura, pero no atómica, que esto ya ha quedado superado, sino subatómica y supra atómica o cósmica.
El dilema se plantea en los siguientes términos: si las partículas no tienen energía, sino que la adquieren, es la acción misma de la supuesta partícula la que tiene la energía. De manera que debemos prescindir de la engañosa apariencia y centrar nuestra atención en el «trabajo» que realiza esa supuesta partícula. El trabajo es: ¡movimiento! Es decir, se mueve, y porque se mueve necesita energía, ya que el término energía tiene diversas acepciones y definiciones, pero todas están relacionadas con la idea de «una capacidad para obrar, transformar o poner algo en movimiento».
En física, que es lo que nos interesa, la energía se define como la capacidad de realizar un trabajo. Por tanto, nos olvidamos de lo aparente, las supuestas partículas sustanciales que no tienen fin en cuanto a su subdivisión, y nos quedamos con lo fundamental, es decir, «las partículas aparentes son las consecuencia del movimiento de la energía». Por tanto, es obvio que sea la energía en sí misma la que se mueve, y al moverse en sentido expansivo (ganado negatividad según lo expresara el neoplatónico Plotino) debe producir la «sensación de sustancias donde no hay sino energía en movimiento», en otras palabras, magnetismo; sustancias aparentes que son apreciadas por sentidos procedentes de «cosas» que ya son una «compleja estructura aparente, convertida en un organismo no menos aparente».
En filosofía podríamos decir que la sensación de las cosas y nuestro pensamiento sobre ellas no es sino un «fenómeno» (Husserl, pero idea enunciada ya por Kant y Brentano, entre otros). Por tanto, lo que realmente debe moverse es la energía en sí misma, y sólo puede hacerlo desde una carga negativa hacia otra carga positiva.
De esta manera ya tenemos una primera respuesta razonable a la pregunta inicial: las partículas subatómicas no deben tener final en su subdivisión, simplemente porque ¡no deben tener principio, pues no son otra cosa que energía! En otras palabras, la energía, que también es dialéctica, se mueve debido a su contrariedad interna como energía negativa y positiva.
Finalmente llegamos nuevamente a Platón, pero por el camino más insospechado, porque ¿cabe la posibilidad de la existencia de una «energía neutra» o «absoluta»? Puesto que la energía «no consiste», podría cesar en su movimiento si perdiera su polaridad. O, visto desde el lado opuesto, tal vez «todo» o la «realidad en sí misma» no sea otra cosa que una hipotética «energía sin polaridad» o «neutra», que por «alguna razón» parte de ella se ha polarizado. ¡Y esta es la razón que estamos buscando para entender las causas mismas de la vida!
Creo que en física esta idea se puede trasladar al concepto de «energía del vacío» (también «energía oscura») que, al parecer, es un tipo de energía existente en el espacio, en ausencia de materia, es decir, sin «masa aparente». Por tanto, la física probable confirma la posibilidad de la existencia de una forma de energía sin polaridad.
Puesto que toda la energía del universo no está «presente» ni es «aparente», la física busca desesperadamente la «sustancia» o «insustancia» donde se «almacena». Una gran parte de esa energía «desaparecida» está en la luz y la radiación electromagnética, las dos formadas por fotones sin masa. Al parecer hay otras partículas denominadas «neutrinos» que inundan todo el universo y son responsables de una parte importante de toda su energía, además de complementar las fuerzas de la gravitación universal. Junto con estas partículas sin «apariencia», se cree en la existencia probable de otras partículas como el gravitón, el fotino y el gravitino, que serían todas ellas partículas sin masa, aunque contribuyen a la energía total del universo. En resumen, lo que tenemos es «energía inconsistente», que debe ser la causante de todo lo que es «consistente», o según la acertada tesis de Aristóteles, energía «actual que fue potencial».
Naturalmente que se trata de una simple hipótesis, puesto que es evidente que una supuesta energía sin polaridad sería simplemente inconsistente, y por tanto inexistente, puesto que carecería de movimiento, pero necesariamente debe «ser», pues de otro modo la energía polarizada no tendría procedencia; es decir, sería como digo improcedente.
Con esta última conclusión nos situamos en un lugar de la realidad «inconsistente» pero «potencialmente consistente», de la que sólo hemos sido capaces de deducir que no podemos conocer su magnitud en tanto que es «potencial e inconsistente». Pero esto ya no expresaba Parménides en sus hexámetros refiriéndose al Ente: «No ha sido nunca ni será, porque es.»
Sobre la energía y el movimiento
Si la materia aparente debe ser la consecuencia del «movimiento de la energía», sólo «consiste» la energía que «se mueve», que causa la apariencia de las cosas, en tanto que si la energía no se mueve, «es», pero no «está»; es decir, «es» pero no pude decirse que «consista», y no puede causar apariencia alguna, o, lo que es lo mismo, no puede «aparecer» ni hacer «aparecer» ninguna sustancia, por supuesto aparente.
Que la energía polarizada produce fuerzas «magnéticas» es evidente, y esas fuerzas son como «cadenas físicas» que constituyen la estructura misma de las sustancias aparentes gracias a su energía estática o en reposo. Por tanto, no es de extrañar que si aceptamos como probable el supuesto de que las cosas no son sino un determinado contingente de energía en movimiento causado por su «contrariedad interna», estas cosas se presenten ante nuestros sentidos como «sólidas», de manera que oponen una fuerza similar a la fuerza que nosotros aplicamos sobre ellas. Así que un bloque de piedra, aparentemente puede ser un «conjunto de fuerzas magnéticas» que producen la sensación de solidez cuando intentamos «penetrar a través de ella», pues no es más que energía.
Por esta misma razón, cuanto más sólida nos parece una sustancia más «tensión interna» contiene su estructura magnética. Por tanto, cuanto más densidad aparente tienen las cosas más energía contienen, y ésta debe ser la consecuencia de su «solidez» o «consistencia», cuyo aspecto aparente nos parece sólido, también podría decir «duro», lo que nos asociaría con su «duración», que es la condición fundamental que prueba su consistencia. En otras palabras, cuanto más sólida es una sustancia aparente más energía almacena en su interior, o dicho con absoluta propiedad, es más energética que aquella cosa cuya apariencia es menos densa, puesto que la necesita para consolidar su «consistencia».
El cálculo lo estableció Einstein con su «simple» ecuación matemática: E=mc2; «E» (energía) = «m» (masa) por «c» (velocidad de la luz) al cuadrado «2». Así, debe de haber poca energía pasiva en una sustancia gaseosa y una gran cantidad en otra sólida y pesada, pero ninguna de estas sustancias debe ser «real» sino «aparente».
Si la materia aparente de las cosas pudiera moverse a la velocidad de la luz, su duración colapsaría en un instante, es decir, todo lo que dura transcurriría en un solo instante, en lugar de en «múltiples instantes», como es la característica propia del tiempo, pues la energía de las cosas aparentes se mueve a velocidades inferiores a la luz. De no ser así dejarían de «aparecer», pero seguirían siendo, y ésta debe ser la diferencia entre lo que es parte de nosotros mismos, que «no consiste, pero que es», como la mente en sí misma. De manera que tanto nuestros pensamientos como nuestra sustancia aparente deben «durar» tanto como dure la energía contenida en el universo, ya que no deben ser sino «mente en reposo o en movimiento», o lo que es lo mismo, energía polarizada y neutra, consustancial con la del universo.
La otra conclusión evidente es que, a mayor cantidad de energía polarizada más tensión y, por tanto, más «velocidad», puesto que es la propia velocidad la causa de sus necesidades energéticas.
Toda esta reflexión no tiene otro objeto que buscar una explicación razonable al «envejecimiento del universo», cuya edad o duración parece que es evidente si aceptamos que se trata de una entidad «temporal», que tuvo un principio, aunque relativo, y que debe tener un final, pero también relativo.
Mi teoría se fundamenta en este simple axioma: «la gestión de la energía es lo que decide la duración del universo». Como hemos tratado de argumentar, la energía, una vez polarizada, se pone en «movimiento» y va «generando» estructuras aparentes que «acumulan y retienen» parte de la energía total disponible. Una vez contenida en la sustancia aparente, permanece inalterable, restando energía al resto del proceso de «gestación», cuyo plan trataremos en capítulos posteriores. Así, cuanta más estructura aparente se genera menos energía queda disponible para nuevas «apariciones». Como hemos dicho en otra ocasión, las estructuras aparentes «evolucionan» obviamente con un «plan concreto», que no puede estar en otro lugar que en la «inteligencia» o «información» que debe contener la propia energía del cosmos, llegando a formar «organismos dinámicos», cuyo comportamiento difieren de las sustancias inorgánicas. Pero todo esto podemos resumirlo en una sola palabra: ¡naturaleza!
Sin entrar en detalles, podemos decir que la vida natural debió de estar latente en la formación misma del universo, pero empezó a ser aparente cuando esas sustancias, pese a no ser más que pura apariencia causada por la energía en movimiento, alcanzaron a dotarse de mecanismos propios. Mecanismos que le proporcionaron «sentidos fenomenológicos», como el del pensamiento, con el que especular y tratar de concebir una idea integral sobre la propia constitución, origen y destino del universo.
No obstante, puesto que el universo «nace», la materia orgánica debe ser necesariamente «anterior» a la inorgánica, pues la segunda es necesariamente la causa de la primera. Es decir, la vida debe ser anterior a la muerte, o lo que es lo mismo, para la limitada capacidad de nuestra razón la vida no tiene un principio concebible y siempre ha sido. La «no-vida» es tan inconcebible como el «noser» de Parménides.
Pero también este es, sin duda, el momento culminante en que Descartes descubre su propia existencia, a pesar de que no hace sino enunciarla, sin llegar a los límites que estamos intentando llegar en este trabajo. Descartes se queda en una «idea de la realidad que confluye en Dios», porque de física astral tan sólo sabe lo que se conocía en su época: Newton publicó su «Principia», donde enunciaba la teoría de la gravitación universal, que hubiera sido de gran utilidad para Descartes, en 1687, y nuestro filósofo murió de pulmonía en 1650. Por tanto no pudo poner en claro nada más que lo que había en la «información» que le proporcionaba la «comunicación» de su tiempo, que no era mucha, si exceptuamos los trabajos de Galileo y Kepler, contemporáneos suyos. Pero esta idea la expresa mucho mejor Ortega y Gasset en este comentario:
«Creo –como Cohen– que la filosofía como ciencia es función de la física; y no habrá por tanto nueva filosofía –como ciencia– mientras no haya nueva física. Sobre la física del Renacimiento y su propia geometría hace germinar Descartes su trasmutación filosófica.»
Por tanto, el universo sin duda que se expansiona, pero «nunca se contraerá», como está generalmente aceptado, siempre de acuerdo a la teoría de la «Gran explosión». Lo que deberá suceder es que toda la energía disponible estará acumulada en toda la sustancia aparente; es decir, toda la energía negativa se habrá equiparado a la energía positiva disponible, y al no quedar reserva de energía positiva, se detendrá el movimiento. Al detenerse el movimiento, toda la complejísima estructura del universo, simplemente se «vendrá abajo», pero sin «cataclismos» ni caos de ninguna clase, sino que «todo lo aparente desaparecerá», en cadena y súbitamente, porque, en realidad no era sino una «ilusión», un «espejismo», causado por la energía en movimiento. Es decir, el universo, que debe provenir de una «extraordinaria polarización» de energía positiva a partir de una sola partícula de energía negativa, ¡desaparecerá sin dejar ni rastro de su consistencia! Pero para entonces ya no quedarán organismos vivos, sino que todo estará muerto.
Pongamos un ejemplo simple e ilustrativo. Supongamos que estamos tranquilamente en el salón de nuestra casa viendo la televisión. De pronto sentimos que algo extraño sucede y la pantalla del televisor, que tiembla como si fuera a apagarse. Para nuestro asombro empezamos a ver como el centro de la pantalla se deforma en una espiral que va adquiriendo cierta transparencia como si «desapareciera». Progresivamente esa espiral va ensanchándose hasta alcanzar toda la estructura del aparato, que, poco a poco, se desvanece de nuestra vista. Finalmente, allí donde había un magnífico y costoso televisor simplemente no hay «nada». ¿Qué habría sucedido? Podemos vulgarizar la experiencia diciendo que en nuestro salón habría aparecido un «punto negro», donde por alguna razón se detuvo el movimiento de la estructura atómica y «aparente» del televisor. Al detenerse el movimiento se produjo una «caída de tensión», puesto que la desaceleración hace innecesaria la energía que mantenía la consistencia de la estructura aparente del televisor. En esa «depresión cósmica» lo aparente, consecuencia de la tensión de los contrarios (dialéctica), ya no aparece; es decir, desaparece, porque nunca había sido real sino aparente. Bastó con que apareciera un punto negro donde se detuviera el movimiento de la energía para que despareciera de nuestra vista lo que el mismo movimiento había hecho aparecer. No habría sucedido nada paranormal, ni reacción química, ni nada que pudiera ser atribuido a fantasmas, conjuros o milagros, sólo que en ese punto concreto, donde estaba nuestro televisor, el movimiento se habría detenido. En realidad, lo que hubiéramos visto es, con toda probabilidad, un pequeño «agujero negro» en acción en el salón de nuestra casa.
Pero también podemos aceptar que el colapso sea gradual, de acuerdo a un agotamiento de la energía también gradual, por decirlo de alguna manera, de forma progresiva desde un punto débil del universo hasta su colapso total. Para ilustrar con un ejemplo sencillo este proceso, es suficiente con contemplar el proceso de degradación de una simple manzana. Su «forma» va «colapsando» progresivamente hasta que «desaparece», cuya sustancia residual es asimilada por la naturaleza, pero en el caso del universo, por la misma «naturaleza de donde provino». Pero no nos anticipemos, pues el tema de la materia aparente no está, ni mucho menos, agotado.
Había sugerido algunos supuestos que requieren su aclaración. Por ejemplo, que la cantidad de energía negativa debe ser en su origen «menor que la cantidad de energía positiva», y que la razón del movimiento que produce todo lo aparente es debido a la «polarización de la energía», pero no decía cómo ni por qué lo hace. Por último, que Descartes no podía «intuir» más que aquello que estaba contenido en la «comunicación» de su tiempo, de forma un tanto imprecisa y desordenada, para lo que necesitó de un «método» racional y lógico.
Para abordar el primer supuesto debemos retroceder a los orígenes mismos de la filosofía, es decir, a Platón, quien se hubiera indignado con la lectura de cuando llevo expuesto en este libro. No es Platón quien me interesaba citar, sino a su principal discípulo, pero no su seguidor, Aristóteles.
En un capítulo anterior decía que las ideas tienen un necesario «recorrido», desde su origen hasta su final de la cosa «ideada». Para Platón el presente es una «ilusión», y no hay más que la certeza de que la cosa fue ideal y llegará a ser ideal; es decir, procede de Dios y volverá a Dios. Tesis que sirvió de la base a la filosofía medieval, en especial al platónico obispo de Hipona, San Agustín. Ahora bien, lo que es evidente es que nosotros nos hacemos una idea de las cosas en un «momento dado de su duración». Estamos de acuerdo con Platón en que esa «forma presente» no es una forma «acabada y final», sino que la cosa ideada debe tener una parte todavía «no realizada», que está en su «efectividad» o «duración», pero en la parte de tiempo «por venir», en la que deberá desarrollar su «plena forma». A esto Aristóteles, complementando las ideas de Platón, lo considera la «potencialidad» de las cosas «actuales».
Esta conclusión debió de irritar profundamente al maestro, si es que llegó a conocerla, pues debió considerar a su alumno más un «físico» (o tal vez «parafísico») que filósofo. ¿La razón?: La potencia es una categoría de la ciencia y no de la filosofía. Si Aristóteles hubiera expuesto su metafísica en términos «verdaderamente filosóficos» hubiera dicho que las ideas «en efecto» (para él las cosas actuales) no son formas acabadas sino «por defecto» (ideas defectuosas, para él cosas en potencia), de donde se difiere que deben terminar siendo «ideas de formas perfectas» (punto este último donde difería «sustancialmente» Aristóteles); es decir, que dando la razón a los idealistas, al final no puede haber otra idea de forma que la esférica.
Para comprender una y otra tesis sólo es necesario que desplacemos nuestro punto de vista de lo «esencial» a lo «sustancial». En tanto que Platón consideraba la existencia algo esencial, veía lógico la relación de Dios y las cosas (como ideas esenciales, únicas e intemporales), en tanto que Aristóteles, que considera la existencia (más bién debió decir «consistencia») algo sustancial, no puede concebir razonablemente la relación «causa, efecto» entre Dios y la naturaleza. No niega el «Ser» de Dios, pero sí su «consistencia» y su interacción con las cosas que «nacen» en la naturaleza. De manera que Aristóteles no se «fía» de las ideas de su maestro y margina a Dios de la naturaleza, porque no cree que interfiera en su devenir y evolución, ya que ésta tiene su propia dinámica, y, al parecer, siempre la ha tenido; es decir, la vida permanece gracias a la propia vida y podemos decir que se «auto causa», pues no se puede concebir su causa «razonable». Por tanto Dios, o lo divino, no puede ser más que un «motor inmóvil», y se centra en la «naturaleza misma de las cosas», en otras palabras, en su «sustancia». En mi opinión, éste fue un gran paso para la ciencia, pero un gran retroceso para la filosofía, y en especial para la metafísica. Como lo que estamos haciendo en estos momentos es, a pesar de todo, seguir los puntos de vista de Aristóteles, consideramos también la potencialidad de las cosas actuales, y nos olvidamos momentáneamente de Platón y de su idealismo.
De manera que establecemos que todo lo que es actual debe poder realizarse plenamente durante su «duración», ya que estamos hablando de «parafísica» y no de «metafísica», en cuyo caso sería su «existencia». De manera que todo lo que nace debe tener una duración, y en esa duración está su «potencialidad». No puede haber objeción a esta reflexión y para ello basta con observar cualquier cosa recién nacida: sabemos que «su potencialidad está contenida en su duración». La duración, concepto fundamental en la metafísica de Bergson, nos lleva a considerar la cuestión del tiempo, verdadero paradigma sobre el que se «soporta la realidad en sí misma». Pues no puede ser aceptable que la realidad se soporte en la «nada absoluta», como pretendía Sartre, porque todavía debemos considerar al menos dos categorías de la nada: la nada potencial (que debe ser algo que es y existe) y la nada absoluta (que es, pero no existe).
Antes de abordar algo tan aparentemente complejo como es el tiempo, es preciso resumir lo dicho en este capítulo, para que nos hagamos una idea de por qué lo necesitamos. Decíamos que la realidad aparente podía ser la consecuencia del comportamiento de la energía polarizada, y que, una vez polarizada, se movía en algún sentido, y ese sentido es precisamente lo que origina el tiempo, porque si no hubiera energía polarizada no habría movimiento y, por tanto, tampoco tiempo. En otras palabras, que lo que no consiste no puede «transcurrir en el tiempo». Ahora ya podemos hablar del tiempo en sí mismo.
Sobre el tiempo y la duración
La polémica acerca del tiempo es interminable. Cuando se intenta concebir el tiempo al margen de la duración, es decir, el tiempo en sí mismo, resulta ininteligible. Esta idea puede representarse como un ratón girando estúpidamente en una rueda hasta el agotamiento, pues por mucho que se mueva nunca llegará a ninguna parte. Si sacamos el ratón de la rueda, entonces tenemos una versión del tiempo «fisico» más realista y «duradero», porque a cierto movimiento le corresponde cierta duración y un determinado espacio. Es decir, el ratón se mueve y recorre una distancia con una duración también determinada. Los que niegan el tiempo y creen que todo es «presente» son los que ven al ratón dentro de la rueda; por el contrario, lo que niegan el presente y creen en la existencia del tiempo, son lo que ven el ratón fuera de la rueda. La polémica consiste en considerar si estamos o no estamos «dentro de una rueda», porque lo que es evidente es que «nos movemos». Platón, en Timeo, nos ve dentro de una rueda, porque define al tiempo como «una imagen móvil de la eternidad», consecuencia de sustituir la realidad por sus ideas. Bergson, sin embargo, nos ve fuera de ella, pero duda de que la física pueda explicar la naturaleza del tiempo. Borges, en su libro sobre la «Historia de la eternidad», también nos ve dentro de la rueda:
«El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su inseparable ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo».
Este pensamiento le surge al contemplar un viejo paisaje urbano conocido en su juventud que «aparentemente» no ha cambiado, por lo que duda de la existencia del tiempo.
Parece que la polémica acerca del tiempo se centra en sus «efectos». El ratón que gira dentro de la rueda envejecerá y llegará un momento en que no podrá seguir girando. De manera que pese a que no va a ninguna parte en sentido «espacial» si lo hace en sentido «temporal». Es decir, el tiempo produce efectos, porque el tiempo «consume energía», ya que no debe ser más que una nueva contradicción dialéctica, y en toda contradicción dialéctica se estable una fuerza, cuya «consistencia» requiere el uso de energía.
Puesto que el tiempo es la consecuencia del «movimiento», sea dentro o fuera de una rueda, la energía que requiere el movimiento es la misma que requiere el tiempo, porque ambas, energía y tiempo, surgen del mismo «fenómeno».
El tiempo debe tener también dos componentes necesarios, como son la polaridad, positivo o futuro y negativo o pasado, además de «tensión» o presente. De manera que el tiempo es la consecuencia de la relación dialéctica entre el «pasado y el futuro» dentro de una determinada «duración», que produce una «constante tensión», y que es donde se realiza el «presente». Por tanto, no hay nada nuevo bajo el sol, una vez más encontramos en la dialéctica las respuestas a todas nuestras dudas, tanto actuales como potenciales.
De manera que lo que Borges siente al contemplar la escena urbana de sus recuerdos no es sino la «tensión del momento presente», o la contradicción entre el pasado y el futuro de aquel lugar, y esa tensión no se refleja en la «distancia» recorrida por el ratón, sino en su envejecimiento.
En todo ese tiempo que constituye la duración, tanto del escenario como de su observador, se ha consumido una gran cantidad de energía. El paisaje urbano ha consumido menos que el propio Borges, al ser una sustancia inorgánica, en tanto que Borges es un organismo vivo en «crecimiento» o «decrecimiento».
El tiempo por tanto debe ser la «sucesión de instantes dentro de una duración». Las variables del tiempo son la energía y la velocidad del movimiento. La primera porque toda duración contiene una determinada energía disponible, y la segunda porque esta duración puede acortarse o alargarse, dependiendo de la velocidad del movimiento. Por tanto el tiempo se manifiesta a nuestra apreciación como una «tensión» o «presente», consecuencia de la relación dialéctica entre el futuro y el pasado (negativo y positivo), dentro del contexto de una «duración», que, insisto, se mide por la cantidad de energía disponible y por la velocidad del movimiento.
Podemos poner un simple ejemplo cotidiano que nos demuestra cómo se comporta el tiempo: cuando vamos a comprar pilas para nuestros aparatos electrónicos exigimos que sean de «larga duración», porque queremos disfrutar de «mucho tiempo» el aparato que deseemos «potenciar» con la «energía» de las pilas que vamos a comprar. Por tanto, la relación entre «potencia, energía, movimiento, tiempo y duración» es evidente.
De esta primera reflexión acerca del tiempo se deducen varias conclusiones sumamente importantes: si el tiempo está en la duración, todas las cosas deben tener una duración «predeterminada», o, según Aristóteles, «potencial». Es decir, todo lo que es y está (existe y consiste) tiene predeterminada una duración, y si la duración contiene el tiempo, el tiempo está potencialmente contenido en todo lo que consiste. En otras palabras, podríamos indagar sobre nuestro futuro si pudiéramos introducirnos en algún punto de nuestra «duración» por consumir, o en nuestra «potencialidad» pendiente de realizarse.
No hay duda de que tanto la astrología como todas las «artes» de la adivinación indagan en esa hipotética posibilidad de avanzar acontecimientos de nuestra existencia penetrando en algún momento de nuestra duración todavía por consumir. Esto, obviamente, no es posible, pero ahora no es el momento de profundizar más en esta cuestión, que podríamos considerar puramente anecdótica.
Para entender la diferencia entre el «paso del tiempo» y sus efectos, dentro y fuera de la «rueda», tengo que poner un nuevo ejemplo, que avanzará otras ideas acerca de la probable composición del universo, y que deberán ser tratadas con mucha más extensión posteriormente.
Antes de la invención del reloj mecánico la única forma de medir el tiempo era sirviéndose de la posición del sol, relojes de sol, o de la fuerza de la gravedad, relojes de arena (también había relojes de agua). Ambas técnicas requerían que el reloj estuviera en la superficie de la Tierra para poder medir con propiedad ambos efectos. Ninguno de los sistemas propuestos «funcionarían» en el centro de la Tierra, por ausencia de luz solar y de gravedad. De manera que el tiempo que podía medir un reloj de arena necesitaba por imperativo de su mecanismo la existencia de «fuerza de gravedad». De esta forma se media el tiempo del «ratón fuera de la rueda», es decir, el tiempo terrenal; el que se emplea para ir de un punto a otro perfectamente delimitado y mesurado.
Ahora tomamos este mismo reloj de arena, lo embarcamos en una nave espacial y lo lanzamos al espacio donde no hay fuerza de gravedad y, obviamente, la arena no pasa de un recipiente a otro. ¿Por el hecho de no haber gravedad se ha detenido el tiempo? No, lo que has sucedido es que el tiempo ya no es «terrenal» sino «espacial» o «cósmico», es decir, el reloj ha quedado «atrapado» por el tiempo cósmico y ya no mide, sino que «es medido». Por tanto el tiempo en sí es constante, lo que varía es la perspectiva del objeto que mide o contiene el tiempo. Volviendo al ejemplo del ratón, ha entrado en la rueda y ya no mide sino que es medido (envejece con el tiempo de la Tierra sin moverse ni un solo centímetro). Eso es lo que debió sentir Borges al contemplar el paisaje urbano de Buenos Aires.
De este ejemplo se deduce que «todo lo que dura transcurre en su tiempo, el tiempo que se corresponde con su duración». De manera que el tiempo está «fragmentado» en «dimensiones», aquellas que se corresponden con sus duraciones. Estas duraciones pueden estar unas dentro de otras, o al lado unas de las otras, y formar «dimensiones distintas y separadas de espaciotiempo». De manera que si el universo tiene una duración, todo lo que hay dentro del universo está sometido a su propio espaciotiempo, pero, a su vez, cada cosa que hay dentro del universo tiene su propia duración y, por tanto, su propio espaciotiempo. De esta manera se explica el caso del reloj de arena, que mide el tiempo de la Tierra, pero no puede medir el tiempo del universo una vez lanzado al espacio.
Con esta última reflexión hemos abierto la caja de Pandora, o nos hemos metido en un nuevo laberinto sin salida aparente, por esta razón Bergson creía que el tiempo no podía ser medido «realmente» con técnicas físicas y probablemente tampoco podamos hacerlo razonablemente.
La primera evidencia es que «todo lo que consiste es porque ha nacido con una determinada duración o potencialidad». Es decir, resumiendo podemos establecer que «todo lo que consiste ha nacido y ha quedado atrapado en su espaciotiempo». De manera que si creemos que las montañas siempre han sido montañas su «duración» nos induce a pensar que debieron «nacer» como nace cualquier organismo vivo y, por la circunstancia que trataremos de analizar, han dejado de ser organismos. Por tanto, siguen «durando», pero no como organismos, sino como sustancias inorgánicas. Podríamos decir que se trata de su «duración residual o cósmica». Digamos que ahora se mueven «dentro de la rueda», porque su duración no está impulsada por una «dinámica propia», sino por la «inercia general del cosmos», en otras palabras, «se mueven», pero están «muertas». De manera que todo lo que consiste debió ser necesariamente «orgánico», porque «sólo lo que nace dura», y si sigue durando es porque tuvo que haber «nacido». No hay nada sorprendente en esta última reflexión, pues por desgracia todos los organismos mueren para convertirse en sustancias inorgánicas. A pequeña escala (microcosmos) la idea se asimila fácilmente, pero a gran escala (macrocosmos) cuesta «imaginar» que las montañas del Himalaya fueran, en algún momento «organismos vivos», pero si «duran» es porque necesariamente debieron serlo.
Como ya había adelantado en otra ocasión, esto nos lleva a considerar como improbable la teoría de la formación del universo por una «gran explosión» sin más. Puesto que todo lo que dura ha tenido que nacer. El universo, que tiene duración, también ha tenido que nacer. En otras palabras, el universo debió de nacer como organismo vivo, para morir progresiva e inexorablemente, hasta convertirse en una sustancia inorgánica. Esta metamorfosis es propia de todo lo que «consiste», grande o pequeño: todo debió ser vida y todo llegará a ser muerte, pese que la razón no alcance a «entender» ni el principio ni el final tanto de la vida como de la muerte. Por tanto como hablamos de algo «relativo», como es nuestro universo, no podemos decir categóricamente que la vida comenzó con la formación de nuestro universo, sino que siempre ha sido y siempre será, o al menos el pensamiento humano no tiene la capacidad de concebir su principio o su final. Es decir, la vida y la muerte «siempre han sido y siempre serán». Para concebir su principio o su final nuestra mente debería de contar con «algo» nuevo, algo capaz de traspasar los límites de la propia mente, atrapada también en nuestro espacio-tiempo.
Naturalmente que la vida, en el caso de la formación del universo, y de acuerdo a las teorías propuestas en este ensayo, no es más que «una determinada información contenida en la energía», es decir, vida «potencial» o latente.
No hay nada que objetar a la conclusión provisional de que para nuestro sentido relativo de la realidad presente, en el principio está la vida y al final está la muerte. Eso nos sucede a todos. Por tanto, podemos establecer que el tiempo es la «potencia» que genera la energía polarizada en movimiento, y dura más cuanto mayor es la propia energía por consumir. También podemos establecer que el tiempo presente es una «sensación», puesto que es el instante presente cuando «percibimos la sensación de las cosas», provocada por la tensión de la contradicción interna entre el pasado y el futuro de todo lo que tiene duración. Por tanto, cada cosa que dura tiene su propio «espacio-tiempo». Por último, que estos espacio-tiempos de las cosas pueden contenerse entre sí o estar separados por la «nada», o abismos en otra dimensión espacio-temporal.
Si analizamos estas conclusiones leyendo tranquilamente un libro en el salón de nuestra casa, sin que aparezcan «puntos negros» que se lleven nuestro televisor, aceptar que «cada persona o cosa es un mundo» no resulta extraordinario, pero si trasladamos esta reflexión al mismo universo, el tema resulta mucho más inquietante y difícilmente concebible.
Si el universo «dura» puede estar vivo o muerto (una idea parecida hizo exclamar a Nietzsche que Dios había muerto). Si el universo está vivo: ¿qué es realmente el universo? Si está muerto: ¿dónde está «enterrado» el universo? Si, finalmente, ha devenido en una sustancia inorgánica, habiendo muerto después de haber estado vivo: ¿qué forma tuvo esa sustancia viva y que forma tiene ahora esa sustancia muerta? Sólo me atrevo a sugerir una respuesta a la última pregunta: todo lo que muere tiende, por efecto de la gravitación, a la forma esférica, por tanto en este supuesto el universo debe ser una gigantesca esfera, similar a nuestro propio mundo. Teoría que no es mía ni nueva, ya que Parménides concibió el ente como una esfera:
«No es el ente divisible porque es todo él homogéneo.
Es el ente en todo semejante a esfera bellamente circular».
Pero si para Bergson la experiencia directa del tiempo resulta imposible de traducir a los términos espaciales de la razón científica debe ser porque un tiempo contiene a otro tiempo, y muchos tiempos conviven en paralelo junto con otros tiempos, por tanto, ¿es el «tiempo en sí mismo» el que contiene a todos los tiempos posibles?, ¿es la «duración en sí misma» la que contiene todos los tiempos? y ¿es, después de todo, la «energía en sí misma» la que contiene toda la duración? Bergson no tenía la respuesta, por eso al final de su vida recurrió, como es casi habitual entre filósofos y científicos, a las certidumbres de la «fe», irracional pero probablemente «cierta», aunque sea imposible probar que es «verdadera».
Volviendo a lo que puede ser aprehendido por la razón (dejamos al ratón dentro de la rueda), podemos seguir investigando más propiedades del tiempo.
Durante esta larga reflexión no hemos hecho ni una sola mención a la «causa» del paso del tiempo. ¿Por qué el tiempo transcurre y lo hace desde el pasado al futuro? ¿Por qué el tiempo se empeña en consumir su propio futuro? Junto con Borges, otros escritores de nuestro ámbito cultural se han introducido literariamente en la complejidad racional de la filosofía. Uno de ellos, quizás el más notable, y que es citado por el mismo Borges en su libro sobre la eternidad, es Miguel de Unamuno. También Unamuno pudo haber sido un excelente filósofo (desde luego existencialista) si no le hubiera «traicionado» su temperamento literario. Leyó a Schopenhauer y a Kierkegaard con tanto interés que a punto estuvo de convertirse él mismo en uno de sus más notables seguidores. Pero no lo hizo. Unamuno creía que el tiempo fluye en sentido contrario: del futuro al pasado, como lo demuestra este breve y significativo verso suyo:
«Nocturno el río de las horas fluye
desde su manantial que es el mañana eterno…».
Es decir, cabría la posibilidad de que el tiempo transcurriera en direcciones distintas: desde el pasado al futuro y desde el futuro al pasado, y, sin embargo, del «lado» de la realidad aparente, lo hace inexorablemente desde el pasado al futuro, sintiéndose siempre en el presente. Pero ¿por qué? ¡Porque el tiempo está condicionado por el sentido del fluir de la energía de la que está constituido!; y si la energía fluye de lo negativo a lo positivo, el tiempo debe fluir del pasado al futuro. Si la energía fluyese de lo positivo a lo negativo, el tiempo, a su vez, fluiría en el sentido que lo intuyó Unamuno. Por tanto, ahora tenemos que pasar a un nuevo tema, ya que el del tiempo ha quedado analizado hasta el extremo máximo que me ha sido posible analizarlo.
El nuevo tema es tratar de averiguar cuál es el «motor del tiempo», en otras palabras, qué mueve a las cosas a consumir su propia duración, o lo que Bergson, incapaz de llegar a conclusiones más «racionales», llamó «élan vital».
La doble dialéctica de la naturaleza
Aristóteles creía que la naturaleza tenía su propio motor, pues «todo lo que se mueve es movido por algo», pero este motor debe permanecer necesariamente «inmóvil» o «neutral» y ser la causa de sí mismo, teoría incompatible con la observación de la realidad física. Muchos años después seguimos sin saber cuál es realmente el «motor» de la naturaleza, pero Hegel nos dejó algunas pistas en su «Fenomenología el espíritu»: la causa debe estar en sucesivas «síntesis», como superación de la contradicción dialéctica entre la «tesis» y su «antitesis». Pero mucho antes de Hegel Heráclito dijo que «los que se bañan en los mismos ríos se bañan en distintas aguas», lo que da como resultado la contradicción dialéctica, pues siendo parte de una misma idea, la resultante tiene que ser necesariamente «una idea distinta». En la dialéctica de Hegel falta un elemento fundamental: el agua que fluye. Hegel no se baña en un río, sino en un lago de aguas remansadas, que es el caldo de cultivo de su idea absoluta: falta el movimiento de la corriente del río, aunque tengamos cierto movimiento del agua producida por el bañista en el lago. Por esta razón no sabemos de dónde procede la «primera síntesis», pues todo empieza en lo absoluto y termina en lo absoluto de las aguas del lago. De ser así, la teoría de la «Gran explosión» sería cierta: el universo surge de la «nada absoluta» y explota absolutamente, y una vez que haya pasado por el «todo absoluto» necesariamente deberá volver a la nada absoluta de donde ha surgido, etc. Esto no puede suceder así, por eso yo creo más a Heráclito que a Hegel.
La respuesta estuvo a punto de darla un filósofo español de excepción, que, como yo mismo, también tenía entrañables lazos personales y culturales con Alemania, me refiero como es obvio a Ortega y Gasset. Incluso escribió un «Prólogo a los alemanes», porque por aquel entonces sus libros eran más leídos aquí en Alemania que en España, al menos con más atención e interés.
Gasset era idealista, pese a negarlo reiteradamente, pero además racionalista puro. Creía en las posibilidades de la razón y por eso refutó a Bergson con su «razón vital». Porque como filósofo idealista (en realidad sólo los idealistas pueden ser filósofos: ver mi ensayo: «La filosofía de principio a fin»), no podía aceptar que fuera un «aliento», por vital que fuera, el responsable de la aparición de la vida. Hizo lo correcto. Era una idea insoportablemente baga, tanto que dio pie para que unos cuantos locos creyeran que ellos hacían lo que hacían porque también estaban poseídos de un cierto «aliento vital» que no necesitaba razonamientos. Desde entonces todos los asesinos y psicópatas del mundo creen estar poseídos de un «aliento vital» para hacer lo que hacen. Por eso Bergson cayó en desgracia. Sin embargo él nunca pensó en dar argumentos a criminales y psicópatas, sino que estaba honestamente convencido de la «racionalidad» de su «irracionalidad», porque no veía otra salida. Gasset sí creyó verla, y está resumida en su archifamosa frase: «Yo soy yo y mi circunstancia».
Esta frase hubiera sonado a sacrilegio a los oídos de Hegel, pero no eran sino las «aguas fluyentes de Heráclito». Sin embargo, la frase de Gasset no ha pasado de lo anecdótico, y la «circunstancia» personal del propio Gasset le impidieron continuar con su trabajo, lo que con toda probabilidad hubiera desembocado en la nueva «síntesis» que explicase la «verdadera causa del movimiento provocado por las relaciones dialécticas». Con Franco no se podía pensar, y quien lo hizo tuvo que retractarse como lo hizo Galileo ante el «Santo Oficio», que en España se llamaba «El Movimiento», y que también pretendía ser «santo».
Habíamos visto que todo lo que nace debe de hacerlo con una «duración», lo que viene a significar que tiene una «potencialidad». Es decir, que todo lo que nace contiene en el instante mismo de nacer una «cantidad de algo potencial», o en términos metafísicos, «una efectividad», que contiene su «plena forma», es decir, aquello que lo «informa», que en términos comprensibles sería la «información de sí mismo», que no es necesariamente una forma «perfecta».
Yo tengo sesenta años y al ver algunas fotos familiares me doy cuenta de que lo que soy en la «actualidad» debía estar previsto en lo que era en aquella «actualidad ya pasada». Como estamos hablando de «parafísica», y hemos llegado a la conclusión de que mi sustancia «atómica» no debe ser sino una cierta contingencia de energía en movimiento, «encapsulada» en un determinado espaciotiempo, dentro de una determinada duración, me resulta fácil llegar a la conclusión de que todo lo que nace lo hace con un «contingente de energía», aquella que necesita para desarrollarse «plenamente», que al nacer no es sino potencial. Tampoco esta idea es extraña en la vida real. Volviendo al ejemplo de las pilas para nuestro teléfono móvil, éstas «contienen la cantidad de energía necesaria para un determinado tiempo de duración». La batería del móvil se recarga de una vez y desde el principio hasta el final. De manera que establecemos que «todo lo que nace dispone de una energía potencial que debe consumir para vivir y alcanzar su plena forma».
La experiencia de la vida real nos permiten aceptar esta tesis con cierta facilidad, lo que ya no está tan claro ni es fácil de concebir es de qué forma «consumimos» esa energía potencial o disponible. Por si el lector es aficionado a la filosofía oriental, estamos hablando del «karma» de cada persona o de cada cosa viva, pero para los occidentales hablamos también del «alma». No he llegado a esta analogía desde la filosofía oriental, sino desde el racionalismo cartesiano occidental, el mismo de mi antepasado y paisano, Ortega y Gasset. No es necesario para un occidental pensar como un oriental para llegar a conclusiones análogas, aunque expuestas de forma distinta.
Lo primero que debemos establecer es si la energía disponible es «positiva» o «negativa», y lo segundo, pero ya al final de este ensayo, es saber de dónde surge esa energía.
En cuanto a la polaridad, resulta evidente que para «vaciar algo antes tiene que estar lleno». Por tanto, es fácil llegar a la conclusión de que se trata de «energía positiva». De esta forma, nos ponemos en sintonía con Plotino, quien concibe a Dios precisamente al final de la absoluta «negatividad», porque todo cuanto hace el hombre es «negativo»; es decir, no hace sino vaciar algo que está lleno. Naturalmente que esta negatividad puede interpretarse como un quehacer positivo, «pues para descubrir lo que hay en la energía positiva tiene que consumirla», o destruirla, y transformarla en negativa.
Si la reserva de energía potencial es positiva, la encargada de vaciar esa reserva es obviamente la energía negativa. Ésta no puede «irrumpir» siendo tanta como la energía positiva, en cuyo caso se anularía el movimiento, sino que debe de aparecer «progresivamente», de manera que se pueda iniciar un «movimiento» de «una parte» negativa para terminar siendo «todo» negativo, es decir, que la reflexión de Plotino, pese a ser «platónico», parece correcta y totalmente razonable.
Por tanto la aventura de la vida debe comenzar con la irrupción de una sola partícula de energía negativa en un contingente ilimitado de energía «neutra», causando la polarización de la energía positiva que constituirá la potencialidad de la cosa nacida «de la nada». Lemaître, el padre de la teoría de la «Gran explosión», roza esta tesis al sugerir que todo empezó con la «explosión de un solo átomo». El tiempo que tarde la «conversión» de la partícula inicial de energía negativa en consumir toda la energía positiva «disponible» deberá constituir su «duración». Este es un hecho que debe suceder de forma aislada en cada cosa viva en particular, dentro de su propio espacio-tiempo.
Cada cosa que nace debe tener su «duración» mesurada en la magnitud de su «energía positiva disponible». El hecho de nacer en sí mismo es dar comienzo a la «contrariedad dialéctica», es decir, nacer es un acto básicamente «negativo». No puede nacer nada que no cuente con la relación dialéctica que se establece entre una parte negativa y un todo positivo, o también podemos decir «un instante de presente en una inmensidad de instantes dentro de su futuro». Ahí empieza el movimiento de la cosa hacia la realización de su duración. Por tanto lo que origina la cantidad potencial de energía disponible debe ser la «irrupción» de una sola partícula de energía negativa, y será tanta cuanto mayor sea la «potencia» con que irrumpe en lo que decimos la «nada», o una supuesta energía neutra. En realidad, más adelante veremos que la cantidad potencial de energía positiva y sus «características» deben estar contenidas en la propia energía que emerge, tanto en la negativa como en la positiva. Es decir, lo que Platón consideró que era el «demiurgo» no es más que «información», que una vez deletreado (o silabeado), aparece con su verdadero significado y con meridiana claridad: «información», es decir, la «forma inexistente» cuya misión es «formar una cosa existente», desde el principio hasta el final. Pero esto lo veremos con más claridad en más adelante.
De manera que el proceso previsible y razonable es que «una partícula de energía negativa procedente de un lugar por el momento indefinido (no digo desconocido), pero que decimos que es la «nada», que al «impactar» en la energía neutra (caldo de cultivo del cosmos, o la naturaleza en sí misma), ésta «reacciona» y consigue polarizar una determinada cantidad de energía positiva, la que constituirá la reserva de la cosa nacida y ya consistente, su «potencialidad». Si quieren un ejemplo sencillo de este proceso, basta con que arrojen una piedra a un lago de aguas remansadas y comprobarán que el «impacto» provoca unas determinadas ondas concéntricas, tanto mayores cuanto mayor es la masa y la velocidad de caída de la piedra. Si este supuesto es razonable, ahora sólo nos queda saber cómo una sola partícula de energía negativa es capaz de «moverse» hasta que toda la energía positiva se vuelva «negativa».
Una parte de algo en medio de un todo de sentido contrario no nos parece que produzca efecto alguno. El bañista del lago puede bañarse una y otra vez y siempre lo hará en las mismas aguas. Algo tiene que suceder para que se cumpla el axioma de Heráclito. Lo primero es cambiar el escenario y pasarnos a un río con corriente. Pero éste desemboca inevitablemente en el mar, por lo que, en rigor, tampoco cambia de aguas, de manera que el absolutismo parece que se impone a la dialéctica simple de Heráclito. Otro ejemplo: la pila del móvil no se gasta si está apagado. Por tanto para que la parte «aumente» (se gaste la pila) necesita algo que no está en sí mismo (que alguien encienda el móvil). A este alguien o algo Aristóteles lo llama «motor inmóvil», pero Ortega y Gasset, más razonable que Aristóteles, lo llama la «circunstancia», es decir, algo que hay en la «estancia» donde necesariamente debe de estar la cosa movida.
Ortega y Gasset razona correctamente que la parte, cuya potencialidad está asegurada si consigue desarrollarse, depende de algo exterior a sí mismo, a lo que denomina, insisto, «circunstancia». Es decir, las cosas tienen potencialidad propia, pero no pueden desarrollarla sin la «ayuda de las circunstancias». Pero mi impresión es que éste no fue el sentido que el mismo Gasset le diera a su frase, sino que simplemente traslada la relación dialéctica de la cosa desde el interior de sí mismo al exterior de sí mismo. Es como si dijéramos que el móvil ha estado siempre conectado y la pila dura eternamente, porque yo seré yo siempre que haya «circunstancias», y éstas las hay siempre que la cosa consiste y se relaciona.
Tengo la impresión de que Gasset no consideró la «contradicción interna», pero introduce la «contradicción externa», que se trata de una contradicción «circunstancial». Para Gasset las cosas no están «predestinadas», sino que su «destino» depende de las circunstancias, como lo resume en el final de esta frase, que casi nunca se reproduce: «Si no la salvo a ella (la circunstancia), no me salvo yo». No quiere caer en el absolutismo, ni en la brujería y menos en la astrología, y cree que todo «se va formando sobre la marcha», o sea, por las «circunstancias». Se trata de una pura y simple relación dialéctica entre el yo actual y su entorno también actual, y ambos deben ir al «unísono».
Gasset no se olvida del «carácter» del yo mismo, pero no lo considera una potencialidad personal», sino una forma de ser y de enfrentarse a las circunstancias. Si pudiéramos aceptar que Gasset contempla ambas contradicciones dialécticas, la interna y la externa, entonces sin duda que resolvió uno de los misterios más intrincados de la formación del universo, pero si no es así, el misterio queda todavía por resolver. Tras la lectura de sus «escritos» (Gasset no escribió ningún «sistema filosófico», a pesar de ser un gran filósofo), yo tengo la impresión de que no las consideró. Pero el hecho de introducir las circunstancias desmonta en parte la teoría de la «Gran explosión». Porque, ¿cuáles eran las circunstancias del universo antes, durante y después de su formación? Si la teoría nos induce a pensar que no hay más que una «contradicción interna», el universo parte de sí mismo y se desarrolla por sí mismo. Entonces, ¿dónde están las necesarias circunstancias?
Volvamos al planteamiento inicial de mi tesis. Una parte de energía negativa irrumpe en un «magma» de energía neutra, lo que provoca la «polarización» de una determinada contingencia de energía positiva, que es su «potencialidad» o «duración». El recorrido de esa duración consiste en «aumentar la contrariedad interna» aumentando la energía negativa, y el final de la duración de la cosas nacidas concluye cuando toda la energía positiva ha sido convertida en negativa. Entonces cesa el movimiento de la energía y la cosa, como decíamos, «desaparece» y vuelve a la «nada» de donde supuestamente procedía. Nada que por lógica debe ser la «circunstancia del universo conocido». Por tanto es preciso que la energía se mueva, porque de otro modo «no habría aparición». Pero ¿cómo? Es increíble que todas las respuestas de los misterios del universo estén ante nuestros ojos en ejemplos de la vida cotidiana y, a pesar de todo, no sólo no las vemos, sino que nos empeñamos en hacer lo posible para no verlas, complicando las cosas innecesariamente. ¿Cómo crecen las cosas naturales si no es «alimentándose»? Pero no lo hacen «comiéndose a sí mismos», sino que se alimentan con sustancias necesarias que están «fuera de sí mismos».
Recurriendo a la física probada, esta idea es la que sugiere la llamada ley de Lomonosov-Lavoisier, que establece que: «la masa de un sistema de sustancias es constante, con independencia de los procesos internos que puedan afectarle»; y los efectos externos son los que alteran su masa: «cuando la masa de un sistema crece es porque recibe aportes externos de materia, y cuando decrece es porque pierde partes de su materia, las cuales no se destruyen».
Así pues, si la materia (aparente) fuera un sistema «cerrado» y no pudiera intercambiar nada con su «medio ambiente» o circunstancia, pese a contar con «potencialidad» para su propio crecimiento, no podría aumentar ni disminuir.
De esta reflexión, y anécdotas aparte, se deduce que un organismo no puede desarrollarse por sí mismo a partir de sí mismo, sino que sólo se desarrolla si puede adquirir lo que necesita para sí mismo fuera de sí mismo. Pero no «cualquier cosa», sino aquello que está en su propia potencialidad. Es ahora cuando las circunstancias adquiere pleno sentido, pues es en las circunstancias donde está aquello que, siendo parte de nosotros mismos, está fuera de nosotros mismos. Sin duda que el canibalismo primitivo tenía alguna relación con lo que trato de exponer, pues la endogamia de algunas tribus llegaba al extremo de devorar a sus antepasados para no perder, en toda su intensidad y sentido la entidad del grupo social y racial.
De manera que trasladando esta hipótesis al universo, se nos presenta el gran dilema de que nuestro universo no pudo desarrollarse por sí mismo, sino gracias a la existencia de otros posibles y necesarios «universos paralelos». Universos que deben seguir existiendo «al otro lado de la nada» y en alguna parte de «ningún sitio». Y con este acertijo podemos pasar ya al capítulo siguiente, en el que trataré de resolverlo.
Sobre el principio y el final
En el capítulo anterior habíamos considerado una probable ley universal que debe ser cumplida por todo lo que consiste, ya que «para consistir es preciso haber nacido», y si ha nacido es que era un organismo. Como todos los organismos, su supervivencia dependía de su capacidad para alimentarse fuera de sí mismo. Si esto es así, también debió alimentarse aquello que ahora presenta un aspecto no orgánico, tras su probable muerte.
La ley (doble dialéctica, aunque suene a redundancia) establece que las cosas no pueden alcanzar su plena forma por sí mismas, sino adquiriendo fuera de sí mismas aquello que es necesario y está en sí mismas. El universo, que sabemos que está formado por sustancias inorgánicas, en un principio y por la razones expuestas, necesariamente debieron ser orgánicas. A pesar de que, como ya he argumentado con anterioridad, no sean más que aparentes, es decir, energía en movimiento.
Esto nos lleva a considerar someramente la idea de la muerte, pero más propiamente dicho, la idea de los diversos principios y finales de las cosas. Las cosas inorgánicas no mueren sino que colapsan y «desaparecen»; por su parte, las orgánicas no colapsan ni desparecen, sino que «dejan de funcionar como tales organismos», es decir, se «defuncionan». Un cadáver mantiene su misma estructura atómica después de la muerte, y con el paso del tiempo se transforma su estructura molecular, pero permanece la atómica, que según Bryston puede contener 17 x 1018 julios de potencia energética, suficiente para construir 30 bombas de hidrógeno de tamaño mediano.
Como decíamos que la materia aparente depende de la movilidad de la energía, mientras haya sustancia aparente hay energía en movimiento. Es decir, el cadáver citado mantendrá la misma energía en reposo que tenía en el momento de su muerte, aquella correspondiente a su «masa», pese a que se «transforme» y sea asimilado en parte por otros organismo para su propio desarrollo potencial. Es decir, mientras el organismo estaba vivo, «crecía su sustancia aparente, de acuerdo a su potencialidad», lo que retenía una determinada cantidad de energía pasiva, para que fuera posible tanto su consistencia como su apariencia. De manera que la vida es la causante del «consumo y acumulación de la energía disponible», que prevalece hasta que toda la energía positiva disponible de todo lo aparente sea igual a la energía positiva de todo lo potencial y no aparente; es decir, todo lo potencial sea aparente. Llegado este punto crítico debe «detenerse el movimiento» y, como consecuencia, la materia aparente «debe desaparecer» completamente sin dejar rastro alguno. Dicho de otra forma: la sustancia atómica del cadáver permanecerá en el universo hasta el «colapso del mismo universo», porque una vez que la energía adquiere la apariencia de sustancia, si no se produce una «depresión cósmica», aparece un «agujero negro», debe ser estable e «indestructible».
Por tanto podemos decir que hay un solo final «aparentemente absoluto» dentro de nuestra propia dimensión de espaciotiempo: el agotamiento de la energía potencial del universo, y millones de «finales parciales», o muertes de organismos, para ir acumulándose en forma de «materia inorgánica aparente», que retiene la energía disponible de todo el universo. Contradiciendo la teoría de los ciclos; es decir, el eterno retorno, podemos decir que si las cosas «aparecieron» por la irrupción de energía negativa, que polariza una determinada contingencia de energía positiva, «desaparecerán» cuando se agote toda la energía positiva potencial disponible, pero nada nos induce a pensar que una vez desaparecida, la misma energía se «regenere», puesto que como tal energía positiva y negativa no viene de lugar alguno y por tanto no vuelve a lugar alguno, sino que tal y como «aparece» también «desaparece». Lo que la energía produce es «movimiento» pero no «sustancias», y una vez agotada la energía cesa el movimiento, pero ¡sigue sin haber sustancia! En todo caso «vuelve a la nada de donde ha surgido». Por tanto no hay «eterno retorno, porque no hay retorno». Sólo podemos establecer que lo que «prevalece» es lo que ni consiste ni había consistido; es decir, la probable «energía neutra» que «es, pero que no existe ni consiste»; y si no existe ni consiste «no sabemos nada sobre su forma de ser» y para nosotros es la «nada», ya que sólo lo que existe puede ser concebible con una determinada forma de ser. Es decir, lo que «surge de la nada» no puede ser lo mismo que aquello que «no vuelve a la nada». Por tanto podemos decir que «de lo que fue, no queda nada», ni siquiera su «espaciotiempo». De lo que queda, tampoco podemos establecer ninguna prueba de su existencia, ya que, insisto, «es, pero no existe ni consiste».
Cuando las cosas orgánicas mueren, muere también su «potencialidad». Potencialidad que estaba en el universo desde su misma «aparición». Es decir, hemos vivido siempre «en potencia», pero es ahora cuando tenemos la oportunidad de hacerlo «en el acto» y en «particular». Al morir y agotar nuestra potencialidad, la oportunidad de ser nuevamente «actuales» ha quedado definitivamente agotada… ¡hasta el colapso del movimiento en todo el universo! Es una tentación inevitable hacer la comparación de que estamos hablando de lo que en teología se considera como «el fin del mundo» y el supuesto «Juicio final». Tal vez sea así.
Pero como la hipótesis de la existencia de la nada simplemente es inconcebible, podemos llegar a la conclusión de que siempre debe de haber un «lugar», utilizando una expresión de Platón en «Timeo», o una «circunstancia», citando a Ortega y Gasset, que contenga las «cosas con espacio y tiempo», y ese lugar, al que podemos llamar «exouniverso» o «exoespacio», es decir, espacio exterior, es la supuesta «nada» sobre la que se sustenta el nuestro, y el «lugar de su nacimiento».
Este probable extraordinario súper universo debe tener por lógica la capacidad de utilizar la energía «desaparecida» para causar la «aparición» de un «nuevo mundo», o nuevo universo, a fin de cuentas estamos hablando de «naturaleza». En cuanto a sus probables características y tamaño podemos hacernos una idea comparando cualquier cosa «consistente» de nuestro mundo con el resto del universo, pues teniendo la cosa la misma composición atómica, es tan densa que la luz no puede traspasarla. Por tanto nuestro universo debe tener el «aspecto de un objeto denso», tanto que la probable luz del universo exterior no puede penetrarlo. Esa «extraordinaria luz» sólo sería «visible con el fin del mundo», es decir, con el colapso y la desaparición de nuestro universo, el «objeto» que nos debe impedir el verla. De ahí la acertada intuición de San Agustín al asociar la luz a lo divino.
Y es ahora cuando tengo que desvelar el acertijo de los supuestos universos paralelos que deben seguir existiendo «al otro lado de la nada, y en alguna parte de ningún sitio».
Ya teníamos un final apoteósico, o apocalíptico, con el colapso del universo entero. Pero los argumentos expuestos con anterioridad sobre las dos relaciones dialécticas necesarias para el desarrollo de la potencialidad de las cosas, incluido el universo, que también es una «cosa», nos ponían ante el dilema de que no puede haber un solo universo que se haga a sí mismo, sino que este universo nuestro se hace gracias a la «necesaria existencia de otros universos paralelos», la circunstancia, que no puede estar en sí mismo. Al final, con un nuevo esfuerzo de racionalidad, podemos concebir una «realidad exterior» compuesta por «millones de universos paralelos», contenidos en millones de «exouniversos», o universos exteriores, pese a que somos incapaces de concebir la magnitud de uno sólo de ellos, como es el nuestro.
Esto nos sitúa ante un colosal «escenario», donde puede haber millones de universos, unos más grandes que otros, más jóvenes o más viejos. Incluso, nos planteamos la duda razonable de si los más jóvenes no estarán «completamente vivos», mientras otros estén ya muertos, «medio muertos» o envejecidos, de manera que en parte deben ser organismos y en parte sustancias inorgánicas o muertas, que forman su estructura astral (atómica) en su totalidad.
Ahora ya podemos deducir el probable origen de nuestro universo como la consecuencia de una «gestación» a partir de una partícula de energía negativa en un «magma» de energía neutra que «es, pero que no consiste», porque está en una dimensión fuera del tiempo creado por la propia gestación, nuestro tiempo y espacio (la nada que oculta su verdadera entidad) y polariza aquella cantidad de energía positiva que constituirá su potencial duración o desarrollo en su espacio y en su tiempo, en el que quedará «atrapado». No es más que una «chispa eléctrica» (con carga negativa) que cae en una imprecisa tierra, naturaleza o, como decíamos, espacio exterior, (carga positiva), cuya idea inspiró a algunos escritores con gran intuición e imaginación, que creyeron que se podía «revivir a los muertos» si se repetía el mismo proceso aquí en la Tierra.
Esa partícula de energía negativa, verdadero embrión del universo y probable causa de la «Gran explosión», debe provenir de «otro universo nodriza», utilizando el único «camino» que los universos deben tener para «comunicarse» entre sí: los «agujeros negros», o una vía de comunicación abierta en la «nada abismal que separa los universos de nuestra misma densidad» y «espaciotemporalidad», probablemente el único medio capaz de traspasar el abismal espaciotiempo del «exouniverso» donde se encuentran.
Pero lo inquietante de esta hipótesis es que seguimos sin tener un «principio absoluto», a pesar de que se trata de un «principio fundamental que inaugura nuestro espacio y tiempo».
La otra angustia (Kierkegaard, o el principio del existencialismo) que nos deja esta hipótesis es que «nunca podremos saber nada sobre la nada en sí misma», pero es relativamente fácil saber algo sobre la nada potencial, pues debe ser todo lo que seremos en su totalidad, desde el principio hasta el final. Es decir, sólo sabemos «lo que somos ya», aquello que puede ser mesurado y razonado, siempre dentro de la realidad consistente, y lo que «no somos todavía», pero que con toda probabilidad llegaremos a ser.
Naturalmente que, como hemos visto, debemos distinguir entre la «nada potencial», que es dialéctica porque se complementa con el «todo actual», y la «nada en sí misma», que debe complementarse con el «todo en sí mismo»: Pero, como ambos no tienen ni tiempo ni espacio, al menos de nuestra propia dimensión, ¡para nuestra limitada racionalidad y lógica deben ser la misma cosa!
Nos encontramos nuevamente ante el dilema de si fue primero el huevo o la gallina, pero yo tengo una solución a este popular acertijo, pues sin duda que lo primero fue el «gallo», pero en orden de «aparición circunstancial» y no absoluto (espero que algún día seré perdonado por mis lectoras). La explicación es simple, pues mientras lo femenino carece de un principio concebible, lo masculino se caracteriza por tener un principio y un final concebible. Es decir, si algo comienza y termina debe ser necesariamente masculino, de ahí que si Dios existe debe ser necesariamente masculino.
Esta es la teoría del gallo, pero también la que nos lleva inevitablemente a la «creencia» en la existencia de algo a lo que llamar Dios. Lo que no existe puede ser «creíble» que «sea», y entrecomillo creíble porque de aquello que «es, pero no existe» no podemos tener otra prueba razonable que la mera «credibilidad» de su existencia, sustentada por la «fe», siendo lo «probable» una categoría filosófica que equivale a la teológica «creíble». Por último, también Ortega hace referencia a este complejo «dilema» en uno de sus escritos: «Porque Dios, si se presenta, se presenta como no estando ahí, como faltando, es presente como ausente.»
Sobre la comunicación
Antes de hacer conclusiones finales y algunos apuntes interesantes sobre la posible configuración de algunos aspectos todavía dudosos del universo, conviene matizar el proceso que nos ha llevado a probar la necesidad de «mecanismos» de comunicación capaces de moverse fuera del espacio y del tiempo, como eran los mencionados agujeros negros. Si el universo fue un «organismo», y tal vez lo siga siendo, deben cumplirse las dos relaciones dialécticas necesarias para su desarrollo o expansión: la contradicción interna, que consiste en «ir hacia su pleno desarrollo», contenida en su potencialidad o contingencia de energía disponible, teoría de la «Gran explosión», y la contradicción externa, «circunstancia» o «comunicación», donde adquiere lo que necesita para desarrollar su propia potencialidad, es decir, mi propia teoría del «nacimiento» del universo: la «Gran polarización», o la «Gran gestación», dentro de un hipotético «exouniverso».
Si lo he entendido bien, Habermas concibe esta relación dialéctica externa en los mismos términos que Gasset, pero en lugar de llamarlo «circunstancia» lo llama correctamente «comunicación». Es decir, lo que el universo necesita para desarrollar su propia potencialidad está en la «comunicación» (de la energía) que percibe de fuera de sí mismo, lo que nos llevaba a la conclusión de la necesidad de la existencia de otros universos, contenidos en un exouniverso, que forzosamente deben de comunicarse entre sí superando las barreras del espaciotiempo y la distancia abismal que los separa. La comunicación contiene aquello que ya está en la potencialidad del universo, pero que no puede adquirir por sí mismo. De hecho los universos paralelos deben juntarse y alejarse entre sí, siendo los momentos del acercamiento cuando se produce el «intercambio de comunicación», y por tanto cuando deben producirse los «agujeros negros».
Por ejemplo, el lector tiene en sus manos un libro que contiene ideas, que pueden ser o no coincidentes con las suyas. No las que tenía antes de comenzar la lectura del libro, sino aquellas que tenía «por defecto», pero era incapaz de desarrollar por sí mismo; es decir, que tenía en su intuición. Al contrastarlas con las mías no asimila sin más cuanto dice este libro, sino sólo aquellas ideas que estaban en su futuro desarrollo mental. Es decir, ni las ideas que expongo en este libro las he adquirido por mí mismo, sino por una combinación de lecturas de otros autores y propia intuición para complementarlas, ni el lector las adquiere de sí mismo, sino que hace suyas aquellas que estaban en su «efectividad» tras haberlas «descubierto» con la lectura de este libro. De manera que ya desde el comienzo de la filosofía, estas ideas «supuestamente mías» estaban por defecto en «algún lugar de la nada» y fueron «desveladas» («reveladas» para la teología) progresivamente por unos y por otros, hasta llegar al momento actual.
De manera que con esta hipótesis se confirma la tesis de que la nada en potencia es todo lo actual, por lo que la actividad propia de las cosas es desvelar todo lo que hay en la potencialidad de la nada de sí misma hasta que «no quede nada de nada y todo sea todo». Éste debe ser el «momento crítico» cuando se produce el colapso de la realidad aparente y su desvanecimiento y desaparición.
De manera que «todo está en la comunicación», puesto que es a través de la comunicación como lo «informal» se hace «formal», o lo potencial se hace actual. Esta comunicación, como la misma dialéctica, tiene dos sentidos: uno hacia sí mismo y otro hacia el exterior de sí mismo. Tanto el instinto como la intuición y la fe, dependiendo del contexto, deben ser los medios en que nos servimos para establecer la comunicación con nosotros mismos o con nuestra «potencialidad», en tanto que debe ser la «observación y la experiencia» el modo en que establecemos comunicación con lo exterior de nosotros mismos, aquello que nos permite «tomar conciencia» de las cosas que están en nosotros mismos, pero que no podemos alcanzar por nosotros mismos; es decir, la intuición es al entendimiento como la observación es al conocimiento.
La certeza de que aquello que asimilamos es parte de nosotros mismos no es algo que pueda establecerse de forma «exacta» ni «científica», sino que siempre es un decisión basada en el instinto, la intuición y la fe. Es decir, asimilamos como propio aquello que «creemos» o «intuimos» que es lo que nos conviene, o sentimos su necesidad imperiosa, como es el caso de los alimentos propiamente dichos. No comemos todo lo que «vemos», sino aquello que nos gusta o es conveniente para nuestro organismo.
Esa circunstancia o comunicación tiene la misma potencialidad que todas las cosas existentes, puesto que no es sino la emanación de la conciencia colectiva de las cosas como «información». Cuando yo tuve conciencia de lo que trato de exponer en este libro, decidí que era conveniente ponerlo por escrito para que se convirtiera en «comunicación», una vez que las ideas se habían «formado plenamente en mi conciencia». Información desde luego aleatoria, que puede ser asimilada libremente por otras personas en su propia conciencia, porque están en su propia potencialidad. De manera que las ideas surgen de la «informalidad contenida en la información». Por tanto, detrás de cada idea no hay sino «información», tan aleatoria, relativa e imperfecta como la cosa que pretende formar.
Esta última reflexión nos lleva a considerar la posibilidad de un cierto «panteísmo de la realidad aparente», es decir, tal y como lo expusiera ya Parménides, todo lo que existe y consiste, debe de estar repartido entre el todo y la nada; lo actual y lo potencial. «Es pues, todo, Ente continuo, porque prójimo es ente con ente». De manera que la realidad debe ser el resultado de dos estados de la energía polarizada: en movimiento (negatividad activa) y en reposo (positividad pasiva). Todo lo aparente es energía en movimiento (el «todo actual»), y lo no aparente o ausente, pero que también «es», es energía en reposo (la «nada potencial»). Lo que nos lleva a la necesaria conclusión de que el futuro (la duración por concluir) «es necesariamente presente», pero no «está presente». Es decir, convivimos con nuestro futuro, pero nuestra duración nos impide «concebirlo». Esta idea es la que confunde a aquellos que nos ven dentro de la «rueda del tiempo», expuesta con anterioridad, y conciben la posibilidad de prescindir de la duración y del movimiento, y tener una «concepción plena y presente de toda la existencia». Ese momento sólo puede llegar cuando la energía negativa alcance su punto crítico, aquel en que se iguala a la energía positiva potencialmente disponible, pero no de los organismos, sino de las sustancias inorgánicas o ya muertas, y entonces no habrá más que «historia». Para nuestra realidad cognoscible, es aquella que se corresponde con nuestra propia dimensión espaciotemporal, pero no con el fin del tiempo en sí mismo, que debe ser razonablemente «interminable», o, al menos, no podemos concebir ni su principio ni su final. La expresión correcta en la categoría física sería «ilimitado» o «permanente»: que carece de límites y permanece constantemente.
Si fuéramos buenos alquimistas y expertos brujos, y poseyéramos una barita mágica capaz de «activar» la energía positiva de nuestra potencialidad, veríamos aparecer escenas de nuestro futuro «porvenir» de acuerdo a la información contenida en la misma energía activada, porque la energía necesariamente debe contener «información», ya que no hay otra cosa que «energía» donde la información pueda estar contenida. Utilizando el contexto adecuado, la información no reside en la energía sino en la «mente». Lo que nos induce a pensar que «la mente está llena de información», la que contiene todo lo que será el universo hasta su colapso final.
Esto es lo que el aprendiz de brujo, Harry Potter, hace con la realidad aparente: desestabilizar sus campos magnéticos y «descapsularlas» de su espacio-tiempo, de manera que «aparezca» cualquier cosa en cualquier lugar y en cualquier época. La imaginación e intuición de los escritores va siempre por delante de la ciencia y de la filosofía. Pero también debe ser el fundamento «teórico» de toda «adivinación», las causas probables de toda «revelación» y lo que soporta la nueva teoría del «Diseño inteligente».
Prometí al lector exponerle mi tesis sobre la manera de adentrarnos en el futuro y con esta breve explicación creo haber cumplido mi promesa. Pero ¿qué es nacer sino «activar» energía en reposo para «crear un espacio y el tiempo» donde se desarrollará el ser recién nacido? En efecto, el universo debió nacer por este mismo procedimiento, y tras billones de años de evolución y «movimiento» presenta el aspecto «actual», que nos hace pensar que se trata de una «estructura inorgánica», cuya misión fundamental es servir de «soporte para la vida». Pero cabe la probabilidad de que el universo pueda estar vivo, parcialmente vivo, o incluso muerto, porque de otro modo ya habría colapsado y «desaparecido».
A modo de resumen, podemos establecer como probable que el universo es un impresionante campo magnético encerrado en un espacio y un tiempo, contenido, a su vez, en otro universo, es decir, «exouniverso».
Epílogo
¿Hay vida en el resto del universo? ¡Sin duda alguna! Porque ¿cuál debe ser la función del universo? Si se trata de un organismo, asegurar su «funcionalidad», o lo que es lo mismo, hacer posible que su vida no se extinga. Por tanto, todo el universo, alrededor de 140 billones de galaxias, debe ser «natural» o la naturaleza en sí misma.
Pese a que no hay pruebas que relacionen el universo con un «organismo vivo» (esta hipótesis requeriría el conocimiento de sustancias demasiado grandes y alejadas para poderla probar), no podemos considerar la probabilidad de que se trate de una sustancia completamente inorgánica por varias razones:
- la primera porque nosotros somos parte del universo, y estamos constituidos por organismos consustanciales a los del resto del universo;
. la segunda porque las estrellas careceríaA de sentido si no sirvieran al soporte de la vida, sea de la forma que sea y en el grado de evolución que sea. La vida más estable, es decir, sostenible y ecológica, es la «pre humana», por lo que con toda probabilidad será la que exista en otros «mundos» y galaxias, y tal vez sea esa la razón por la que no podemos comunicarnos con ella. De haber vida similar a la nuestra ya habrían captado nuestras señales;
- la tercera porque habíamos establecido que todo lo que «consiste» debe de haber nacido como un organismo vivo para ser, posteriormente, sustancia inorgánica (duración residual).
Como sucede en la naturaleza observable, la vida necesita imperativamente de la muerte, por tanto puede que habitamos en un «universo muerto», pues la estructura atómica y la energía pasiva contenida en su masa debe prevalecer dentro del «cadáver» hasta el colapso de toda la energía por ausencia de movimiento en un contingente de espacio-tiempo.
De manera que la vida orgánica, tal y como la conocemos nosotros aquí en la Tierra, sólo debe ser posible en zonas muertas o envejecidas del universo y no en zonas vivas o jóvenes. Debe de haber zonas alejadas del universo todavía en «estado gaseoso» (en formación). Es una evidencia física probada que las poblaciones de estrellas han ido envejeciendo y evolucionando, de modo que las galaxias lejanas (que se observan tal y como eran en el principio del universo) son muy diferentes de las galaxias cercanas (que se observan en un estado más reciente). Por otro lado, las galaxias formadas hace relativamente poco son muy diferentes de las galaxias que se formaron a distancias similares pero poco después de la supuesta «Gran explosión», que para mi no es sino un nacimiento, tal y como son los nacimientos de la «realidad aparente y actual».
Ésta es una primera conclusión, pero podemos extraer otras nuevas no menos interesantes. Si decíamos que la razón de ser de las estrellas es soportar la vida en cualquiera de sus formas posibles, en todas las estrellas debe de haber vida, sin que podamos precisar en qué forma ni dónde: si en la estrella misma en estado latente, o con forma orgánica y similar a la nuestra en alguno de sus probables planetas.
En todas las estrellas similares en edad y estructura a la nuestra debe de haber vida, aunque los efectos aleatorios de la «circunstancia» o la «comunicación» hayan producido seres vivos con una morfología distinta a la nuestra, pues como ya he dicho, no creo probable que exista vida humana o «inteligente» similar a la nuestra. Es muy probable que habitemos en un universo lleno de vida, pero ni un solo ser humano como nosotros.
También sobre esto los escritores de la llamada «ciencia ficción» («paraciencia» o «física probable») con gran intuición e imaginación han hecho sus propias versiones, algunas con gran «racionalidad» y «probabilidad» de su existencia. No puede nacer una estrella si no tiene como función el soporte de la vida. Por tanto, es absolutamente probable que haya vida en el universo, y es absolutamente improbable todo lo contrario, es decir, que no haya vida en el resto del universo, cuando el mismo universo puede estar «vivo».
Nota del autor
Si en algún momento de la redacción de este libro he dicho que el universo es «de tal manera», he cometido una imperdonable incorrección metodológica, porque yo no puedo probar nada de cuanto he expuesto, sólo puedo argumentar su «probabilidad». La probabilidad se fundamenta en premisas probadas por la ciencia y consideradas como ciertas y, finalmente, con la deducción lógica que se pueda extraer de ellas para llegar a tener una «idea probable del resto de su evolución». Es decir, he argumentado sobre «el universo como debe ser», y no «el universo como es». La diferencia está en que el científico establece la «prueba» y el filósofo tan solo la «probabilidad».
Por tanto no debe ser tenido en consideración como una «tesis científica», sino «filosófica», que decíamos que también podríamos calificar de «parafísica» o «física probable», pero nunca como «cienciaficción». Esto es, por tanto, filosofía en todo su más amplio y estricto sentido del concepto, porque la filosofía es el «arte» de especular sobre las «ideas» de las cosas y su probable forma de ser; es decir, de entender la realidad.
No se trata de una simple intuición personal «mejor o peor estructurada y expuesta», sino de la ampliación racional y probable de la idea que en la actualidad tenemos del universo, concebido como «idea objetiva» y no como «cosa sustancial»; analizando sus atributos formales y no sus características sustanciales.
Por otro lado, también he incurrido en innumerables errores de «contexto» etimológico, utilizando conceptos teológicos o físicos en una reflexión filosófica, como, por ejemplo, el concepto «mundo», que no debe ser utilizado en metafísica, porque su equivalente es la «Ente». Esta es una práctica habitual en todos los textos de filosofía, lo que los hace virtualmente «falsos» en tanto los conceptos no sean rigurosamente utilizados según su categoría etimológica dentro de su contexto.
Si este libro ha resultado «interesante» para el lector, habré logrado mi propósito, pues la filosofía no es sino pura «curiosidad» por el conocimiento de las cosas, y, en tanto que puedan parecer nuevas y probables, resultan amenas e interesantes. No ha sido por tanto un ejercicio de racionalidad científica, como Hegel pretendía que fuera la filosofía, sino un ejercicio de racionalidad humana y desinteresada, por simple «amor a la verdad» de las cosas, como es, y espero que siga siendo la intención y razón de ser de la filosofía.
Resumen de la tesis expuesta
Todo lo aparente (masa, materia, sustancia, etc.) deben ser «campos magnéticos encerrados en un espacio-tiempo». Esto incluye al universo, y necesariamente al resto de los universos o exouniversos probables. Cada cosa que existe (viva o muerta) debe responder al mismo principio. La totalidad de espaciotiempo de las cosas (duración) está determinada por la cantidad de energía positiva disponible (principio femenino), polarizada por la irrupción de una partícula de energía negativa (principio masculino). Tras la muerte, sólo debe quedar la «duración residual» de las cosas (las cenizas).
La energía negativa primaria debe tener su origen en la propia energía polarizada de las cosas ya existentes en su propia dimensión espacio-tiempo. Por tanto la energía polarizada (positiva y negativa) siempre ha existido.
Entre lo aparente y ausente (ser nada y ser todo) debe mediar «lo» intemporal e inexistente, cuya «inconcebible insustancia» debe ser «energía neutra» (tesis de Aristóteles, entre otros filósofos). Aunque es «improbable», sí es «creíble» que esta energía neutra sea la idea más aceptable que podemos hacernos de Dios, o más bien «lo divino», pues se trata de «lo que es, pero que no existe ni consiste ni aparece», por tanto, tiene las cualidades propia de lo eterno y absoluto, pero puesto que no podemos hacernos una idea de en qué consiste, no hay argumento alguno que pruebe que sea la causa de donde deben emanar «todas las cosas consistentes y temporales», pues la mente humana no puede concebir ni un principio ni el fin absoluto.
Apéndice
Todo cuanto he tratado de argumentar en estos ensayos padece de una omisión fundamental, pero que, para desesperación del ser humano, resulta razonablemente irresoluble, como es la causa primera de la realidad. Tanto si lo planteamos desde la física como desde la metafísica o incluso desde la teología el dilema es siempre el mismo.
La física no puede probar si la energía precedió a la materia, porque ambas se necesitan mutuamente para poder existir. Por la misma razón la metafísica no pude probar si lo que es precede a lo que está. Por esta razón hemos admitido en física como real, pero que no es razonable, que el universo se creó de la nada, y en metafísica que el ser surgen del no-ser, lo que tampoco es razonable. Por tanto, se confirma que lo irracional no puede ser lo real. Entonces ¿cómo podemos resolver este dilema para que la realidad sea razonable?
Si el universo explotó fue porque toda la energía se había concentrado en una materia extraordinariamente densa, sin espacios para el movimiento, y con ello se condensó también el espacio y el tiempo anterior hasta llegar a un punto crítico, en el que tras colapsar se vuelve a repetir de nuevo todo el proceso, es posible el movimiento y se crea un nuevo espacio y tiempo. Es pues un devenir cíclico siempre dual excepto en un instante crítico en que se produce la síntesis final energía-materia, pero que es insostenible y colapsa.
Si tras ponemos esta tesis a la metafísica nos encontraremos con la misma situación, pero decimos que la conciencia se concentró en un ser sin no-ser, y sin causas para más pensamientos, porque ya no tenía dudas al conocerlo todo sobre la realidad. Pero como el ser es un pensamiento, sin más causas para pensar la conciencia colapsó, creado una nueva conciencia donde todo era no-ser, idea que soporta la tesis de Locke y de los empiristas; es decir, olvidando todo cuanto sabía, para, a través de nuevos pensamientos, repetir todo el proceso anterior del conocimiento una vez más. También este es un proceso cíclico sin un principio o final aparente.
Incluso si lo interpretamos en clave teológica el resultado sigue siendo el mismo. Tampoco es posible probar si el bien precede al mal, ya que podemos decir por analogía con los casos anteriores que cuando el mundo se vuelve absolutamente bueno sin lugar para el mal, el mundo no es posible y colapsa, volviendo a ser todo mal con ausencia total de bien, tesis de San Agustín, repitiéndose el proceso una vez más. Tesis que probaría la inmortalidad del alma, la metempsicosis, o la trasmigración de acuerdo a la mayoría de las tradiciones religiosas orientales.
De acuerdo a estas reflexiones la única pregunta que nos queda por hacer es: ¿Hay algo por encima de la energía y de la materia? O también: ¿Hay algo por encima del ser o no-ser; del bien o del mal? Pero la nueva paradoja es que si existe algo por encima de la energía y de la materia sólo puede ser más energía y más materia, pero en una dimensión superior; es decir, que nuestra realidad espacio-temporal esté contenida en otra realidad superior espacio-temporal, lo que no sólo no soluciona el dilema de la causa primera, sino que lo hace todavía más grande e irresoluble.
Sea como sea, no es razonablemente posible sostener la tesis de Parménides sobre el ser ni la de Hegel sobre la posibilidad de una síntesis final y absoluta, porque ambas son insostenibles. Sin embargo nosotros hemos decidido considerar esta tesis como real argumentado la necesidad de la existencia de algo por encima de toda dualidad, a lo que llamamos Dios. Esta es una solución propia del fenómeno de la imaginación, pero no de la física ni de la metafísica. Sin embargo es aceptable, porque la imaginación como hemos visto está relacionada con ambas, y si la fe prevé la imagen de un Dios, de alguna manera tanto la física como la metafísica deben poder llegar a descubrirlo y a razonarlo alguna vez. Pero el Dios actual, que es fruto de la imaginación y que varía de una tradición cultural a otra, no es necesariamente el Dios real, sino simplemente una idea subjetiva, fruto de la imaginación.
C
1. Mis conversaciones con Dios y con el Diablo
Primera conversación
He cumplido 70 años y debería sentirme viejo, al menos razonablemente viejo, pero pese a poner todo mi empeño en ello no consigo librarme de una juventud que no quiere abandonarme. Mi empeño es perfectamente lógico y natural. Las razones por las que estoy interesado en hacerme viejo son porque mi idea de la vida no coincide con la opinión del común, y porque no veo la muerte como el final de algo maravilloso y deseable, como es la vida, en especial cuando como en mi caso se disfruta de una larga e irremediable juventud.
La vida está llena de imperfecciones porque, según mi opinión, es la consecuencia así mismo de una imperfección. Algo debió de desbarajustarse en la perfección de la nada de donde provenimos y de este desarreglo surgió un ser condenado a pasar por un sinnúmero de penosas vicisitudes, que comienzan con el nacimiento, una de las primeras faenas de la vida y sus posteriores desarreglos.
No es que la vida en el seno materno sea ideal, pero de vivir tranquila y plácidamente en el cálido vientre, sin necesidad de padecer los inconvenientes del aire libre, nos vemos en la penosa obligación de aprender cosas a marchas forzadas, esfuerzo que como es lógico molesta a cualquiera. Por esta razón no hacemos más que echarle un rápido vistazo al mundo del lado de afuera para ponernos a llorar rabiosa y desconsoladamente. Desde luego que es imperdonable el estúpido afán de algunos por nacer antes de tiempo, como si tuvieran por saborear cuanto antes todas las desdichas de este mundo. Puedo perdonar un adelanto de un mes, pero dos es inexcusable. Tampoco estoy de acuerdo con aquellos que optan por todo lo contrario y en su obcecación cometen el asesinato de su propia madre, obviamente se trata de un acto no premeditado porque de otro modo apenas tuvieran la edad legal podrían ser juzgados y condenados por matricidio. Pese a lo horrendo del crimen no estoy de acuerdo con que se les aplique la pena capital, pero yo les impondría cadena perpetua si redención por trabajo. Afortunadamente en los tiempos actuales y en aquellos países que actúan de forma lógica y razonable, los perezosos son forzados a nacer. También se da el caso de que se les impida continuar esta aventura de la vida de forma más drástica, pero esto es un delicado asunto moral en el que no quiero entrar.
También es algo fuera de lo común que algunos abran los ojos apenas salen del útero materno, como si lo que hay en el exterior fuera de gran interés. Obviamente se dan cuenta inmediatamente de que el mundo exterior no es una gran cosa, antes bien debe de asustarlos, y lo encuentro razonable, porque nada de lo que vemos en el exterior nos resulta familiar, y mucho más si nacemos en el quirófano de una clínica privada. Al menos naciendo en casa no tenemos que soportar la imagen extravagante, verde y enmascarada del ginecólogo y de sus ayudantes, y siempre es más grato la sencilla expresión de una comadrona de las de antes, quien conoce mejor que nadie las penalidades de este mundo.
Pese a que dentro del vientre materno el paisaje es algo monótono, después de nueve aburridos meses uno debe de acostumbrarse al tono viscoso de la placenta, como si se tratara de vivir en la celda de un convento de clausura, con la sola claridad de un ventanuco que a duras penas ilumina la estancia. Por esa razón hay quien después de nacido, y tras comprobar por sí mismo los inconvenientes del mundo exterior, profundamente decepcionado vuelve al útero materno, la celda monacal, en busca de la paz y la seguridad perdida años atrás. Estos prematuros boyeurs suelen ser aventureros o artistas, por la avidez con que quieren verlo todo, interese o no, y terminan pegados a un ordenador, navegando por «Google» con la opción de «Imágenes», o en el colmo del paroxismo espiritual, con «Google Earth», pero lo que ya es intolerable es aquellos que les da por escribir libros de temas disparatados, pero también pueden ser de filosofía o de historia natural, como es mi caso. Por lo general no alcanzan posiciones sociales muy destacadas. Son aquellos que abren los ojos progresivamente a la realidad, sobre la marcha y no viendo más que aquello que les interesa, los predestinados para los grandes negocios, el mundo académico, o para la abogacía y la administración pública, es decir, los más útiles a la sociedad actual sin aspiraciones éticas ni estéticas. Ese no es mi caso, por lo que estoy condenado a una vida de aventura, propia de un artista, y por esta misma razón a la condena inevitable de esta persistente juventud que no me abandona.
Algunos de mis lectores ya se habrán hecho cargo de mi paradójica desgracia y si pudieran estoy seguro de que me sugerirían una solución tan razonable como la eutanasia. En efecto, lo he pensado decenas de veces, pero la vida, que está regida por las fuerzas del mal, en su probable eternidad no ha pensado en otra cosa que en la forma de perdurarse y defenderse de quienes como yo pretenden ingenuamente que pueden destruirla. El primer invento maléfico fue sin duda el dolor. Todo ese complejo sistema nervioso que envuelve esta máquina perfecta que es el cuerpo no tiene otra finalidad que hacernos sentir molestias intolerables apenas atentamos contra él. Gracias al dolor las cosas vivas sienten repulsión natural por ser víctimas de un acto violento y huyen de ellos como el gato escaldado lo hace del agua fría. Si no existiera el dolor físico podríamos disponer de nuestra vida sin molestia alguna, e incluso prescindir de todas aquellas partes u órganos que nos parecieran irrelevantes. Pero gracias a las molestias que ocasiona el dolor, el cuerpo no sólo se mantiene íntegro sino que desarrolla sustancias y deformaciones indeseables, y ése es precisamente el aspecto que muestra hasta qué punto la vida se rige por el mal.
Para cualquier persona que no sea más lerdo de lo habitual, carece de sentido que la perversa vida se empeñé en conservarse mientras solapadamente va haciéndola completamente inviable. ¿Puede haber mayor contradicción? ¿Dónde está la lógica de una vida cuya perversidad consiste en preservarse de toda violencia excepto de la inevitable muerte? ¿Para qué se toma tantas molestias? ¿Cuál es su diabólico plan, si es que tiene alguno? No sólo yo sino personas sensatas que me han precedido han visto en esta contradicción las marca de Satanás; el juego diabólico de la vida consiste en jugar con ella como el gato juega con el ratón moribundo, sólo por el placer de destruir lo que ha construido, sin otra razón de ser que el juego en sí mismo. No es de extrañar que las personas más vitales sean, al mismo tiempo, los más aficionados al juego, ¡sobre todo los niños!, y los más anodinos y vulgares, los que nacen con los ojos cerrados y cuando les toca, los que lo detestan y condenan.
Pero la vida no se conformó con dotarse de una protección física, sino que se las ha apañado para desarrollar otra protección más sutil y perversa, aquella que utilizamos para pensar, bien o mal, que engendra la monstruosidad más deleznable de este mundo: la duda. Precisamente porque dudamos de lo que nos puede esperar después de la vida, no queremos admitir la maldad intrínseca que subyace en ella. Tan pronto como nacemos aprendemos que hay ciertas cosas que ya no tienen respuesta, precisamente por el hecho de preguntárnoslas estando ya vivos, porque se han cerrado las puertas del acceso a la nada de donde provenimos. Y esa es la puerta que estoy intentando abrir y la razón por la que me deprime esta prolongada juventud, pues es evidente que mientras siga vivo no tendré la mínima oportunidad de dar con ella, pese a que he utilizado buena parte de mi contradictoria existencia en librarme de la duda y darme respuestas concluyentes a preguntas tan elementales como: ¿Qué hay después de la muerte?, o ¿Qué es la nada? Preguntas que estoy seguro se las habrán hecho alguna vez casi todos mis lectores y cuya respuesta, necesariamente ambigua y desdibujada, no habrá pasado de alguna ingenua hipótesis, leída en alguno de los inútiles tratados de filosofía escritos hasta ahora, o más irreal, en la sagrada Biblia, en el supuesto de que sea hijo de cristianos, claro está. ¡Nada concluyente que pueda probar la razón o la experiencia!
Tengo que puntualizar que cuando me pregunto ¿qué hay después de la muerte?, no me refiero de forma literal a qué sucede después de expirar y perder la vida, porque la respuesta es elemental: después de la vida viene necesariamente la muerte de aquello que está vivo, pero no el fin de la vida en sí misma, ni por supuesto de la propia muerte, que es tan perseverante y necesaria como la misma vida. Por tanto mi pregunta va mucho más allá y pretende hallar una respuesta bastante más compleja, que vaya más allá de la vida y de la muerte, es decir, ¿qué hubo antes o qué habrá después de la vida y de la muerte?
—¡Absolutamente nada!
—¡Muy bien! Se supone que estaba pensando, y cuando alguien está pensando aquello que piensa pertenece a su intimidad y nadie, excepto, claro está, Dios mismo en el supuesto de que exista, se puede enterar.
—¡Es que, obviamente, yo soy Dios!
—¡Estupendo, usted obviamente es Dios! Pero aún está a tiempo de rectificar y no tomaré en consideración semejante disparate.
—Dios no puede evitar ser Dios, por tanto no hay nada que rectificar. Por otro lado no me avergüenzo de serlo, pero reconozco que según como se mire soy un personaje molesto e increíble. Lo peor de mi carácter es mi omnipotencia y omnipresencia, que por lo general cae mal a la mayoría de los humanos, pero como digo, no puedo evitarlo, pero esto dudo de que tú puedas entenderlo.
—Estoy intentando no perder la compostura y comportarme con la mayor naturalidad que me sea posible. De tanto hablar de Dios es natural que tarde o temprano tenía que hacerse ver, pero ¿por qué yo?
—No sé. En realidad yo pasaba por aquí…
—¡Pasabas por aquí! Estupendo, ahora resulta que Dios se pasea por ahí como si tal cosa, de la misma manera que si fuera un jubilado paseando por el parque y aburrido le da por enrollarse con el primero que tiene un pensamiento sobre el más allá.
—No es exactamente así. Yo paseo por todas partes porque soy omnipresente, pero cuando alguien se pregunta por el más allá, obviamente el tema me interesa y suelo participar en el debate.
—Pero ¿qué debate puede haber entre alguien que duda de todo y alguien, pongamos que sea Dios, que lo sabe todo?
—De hecho yo tampoco lo sé todo, tan sólo sé todo sobre mí mismo, pero la realidad en sí misma me trasciende. Pero el que lo sepa no quiere decir que pueda demostrarlo así sin más, sin apenas esforzarme por el hecho de ser Dios. Cuando uno sabe todo sobre uno mismo no hay necesidad de demostrarse nada a sí mismo, pero cuando se participa en un debate uno tiene que tener siempre en consideración lo que el otro sabe sobre todo lo que se puede saber. Entonces es cuando surge el problema, y a pesar de ser Dios me veo obligado a razonar mis conocimientos como cualquier ser humano.
—Eso tiene sentido.
—De hecho yo también tengo mis obligaciones como todo el mundo. Mi trabajo no consiste en ser Dios sin más y rodearme de seres celestiales y creyentes, como son los ángeles y los arcángeles y otras personas más o menos divinas que sería largo enumerar; no, mi trabajo consiste en ir por ahí resolviendo dudas importantes a quienes se las plantean, y en este asunto llevo ya casi medio millón de años de vuestros tiempo intentando ayudar a resolver cuestiones como la que tú te estabas planteando.
—Supongamos que me trago el cuento de que eres Dios, bastaría con que me dijeras dónde vives para dar respuesta a todas las preguntas planteadas y nos ahorramos otros males de cabeza. Pese a mi curiosidad no creo estar dotado de la mente adecuada para resolver complejas cuestiones teológicas o filosóficas. En el colegio no pasé de los quebrados y fui incapaz de resolver una ecuación de primer grado. Sobre filosofía sé lo que todo el mundo, es decir, poca cosa…
—Ese es el problema, que no puedo decirte así sin más dónde vivo, pues la dificultad no está tanto en describir el lugar, algo ya común en muchos de vuestros libros, sino razonar el camino que hay que seguir para dar con él. ¿Comprendes?
—¡Por supuesto! ¡No soy Dios, pero tampoco soy tonto!
—Según como se mire eres tan dios como yo, pero, por decirlo de alguna manera, a pequeña escala; dios de tu propio mundo.
—Esa idea ya es vieja, pero no resuelve el dilema. Si yo soy también dios, por muy personal que sea, ¿por qué tengo dudas y sigo sin saber lo que hay más allá de la vida y de la muerte?
—¡Es una simple cuestión de tiempo! Además el dios de cada cual es, por decirlo de alguna manera, porque hay otras, una intuición; una intuición de ti mismo, tal y como serás hasta el final de tus días. Yo también soy una intuición pero de otro nivel, pero yo tampoco sé todo lo que se puede saber sobre todo, tan solo sé aquello que me concierne como Dios de mi propio mundo, es decir, del universo que también es el tuyo, y aquello que he podido aprender en mi propio tiempo. Pese a lo que se dice por ahí, yo no soy eterno, pero obviamente mi duración es infinitamente superior a la tuya, de ahí que sepa más que tú sobre el más allá. Además hay otra cuestión que debes saber cuanto antes, y es raro que no haya intervenido todavía en nuestra conversación. El saber no depende de mí, es decir, de Dios, sino del Diablo. Él es fundamentalmente ignorante pero con el tiempo, aún a su pesar, llegará a adquirir tanta sabiduría como yo mismo, pero para entonces se habrá agotado el tiempo de los dos y no le servirá de nada su empeño ni yo podré por fin descansar y dejar de ser molestado por él…
—¡No crean que no escucho la conversación, simplemente tengo la educación suficiente como para no intervenir si no se me menciona! Pero ya que ha salido el tema del Diablo, es mi obligación participar en el debate y defenderme. De hecho no me dejan ustedes un minuto de descanso, pero reconozco que disfruto en estas charlas ¡porque siempre se aprende algo nuevo! No hay nada más aburrido que el conformismo santurrón de esos creyentes que no se molestan en saber más sobre mi interesante personalidad.
—¡Genial! ¡Ahora se presenta el Diablo, así sin más, como por arte de magia y sin avisar ni cita previa!
—Ya te dije que me extrañaba que no hubiera aparecido ya. Siempre lo hace. No puede soportar verme conversar con alguien sin venir a exponer sus propios puntos de vista, ese es precisamente su peor defecto.
—No es de buena educación mencionar al Diablo y atribuirle cosas y hacer juicios de valor prematuros sin que el afectado, que soy yo, se pueda defender. De hecho sin mi influencia no habría ni tema de conversación, pues yo soy precisamente la causa de todas las dudas de este y de todos los mundos posibles, porque soy la causa de que las cosas se muevan. Sin mi influencia el universo entero colapsaría.
—¡Pero colapsará inevitablemente!
—Un momento, que aquí el interesado por saber soy yo ¡y ya me he perdido!
—Perdona, chico, pero cuando nos enredamos Dios y yo en estos temas pierdo el control. A ver, ¿dónde te has perdido?
—Lo primero y fundamental es poner las cosas claras. A mí no me importa mantener una charla con alguien que se presenta así por las buenas diciendo que es Dios y con otro que se apunta a la charla por su cuenta, también sin previo aviso, y que pretende ser el Diablo, pero yo tengo que estar prevenido contra los dos y quiero dejar claro que vamos a dejar a un lado la valoración moral habitual de que uno es el bueno y otro es el malo. Yo sé de sobra que hay razones más que suficientes como para aceptar que ciertas cosas están regidas por el bien y otras por el mal, pero ésta es una valoración bastante confusa, relativa y circunstancial. Acepto que la vida esté regida por el mal…
—¡Obviamente!
—¡Pero orientada hacia el bien!
—¡Dejarme terminar! Al decir el mal se trata de una valoración subjetiva basada en la relación inevitable y consustancial entre vida y el dolor, o la vida y la duda, y tanto el dolor como la duda vamos a decir que son básicamente malas…
—¡Pero necesarias!
—¡Ya, ya; a eso iba! El dolor está justificado para preservar la vida, sin entrar a valorar si merece o no la pena preservarla, y la duda está justificada para aprender lo que es la vida, sin que a su vez entre a considerar si vale la pena saberlo. Lo que yo quiero saber, dicho de vuestra propia boca, es qué os diferencia y por qué sois ambos necesarios siendo tan dispares.
—¿Empiezo yo?
—Como gustes.
—Personalmente no tengo nada contra el Diablo, pero tiene que reconocer que su ignorancia es la causa de todas las desgracias de este mundo…
—¡Claro, cuando se vive con la idea de que se es omnipotente, sabio, bueno y justo, pero no se hace nada en absoluto por demostrarlo, no se causa mal alguno, ¡pero tampoco bien! Aquí el que se ha movido desde el principio de los tiempos he sido yo. ¿Qué podía saber yo de la vida si no tenía experiencia? El saber sólo se adquiere con el tiempo y el tiempo supone sufrimiento, pero para Dios el tiempo es como si no existiera, porque tanto es pasado como presente como futuro. Por decirlo de alguna manera, ¡controla el tiempo desde el principio hasta el final!
—Intenta ser más conciso o esta pobre criatura sacará una falsa opinión sobre nosotros.
—¡Explícamelo tú!
—Lo que el Diablo ha querido decir, pero sin poder evitar hacerme el reproche de siempre, es que la duración es una entidad en su totalidad, desde un principio hasta un final sin presente, o lo que es lo mismo, para mí no hay sino una cantidad de tiempo, que como digo debemos llamar duración, y siempre he sabido lo que sucedería en cada uno de sus posibles instantes a lo que tú llamas presente. En cambio el Diablo, que surgió en el mismo instante que yo no sabe nada del futuro y debe descubrirlo por sí mismo, gracias a que él se mueve y consume el tiempo y yo no me muevo porque no tengo necesidad de saber algo que ya sé, es decir, que no consumo un tiempo del que tengo conciencia en su totalidad.
—¡Lo que yo digo!
—¿Y por qué tú Diablo eres tan ignorante?
—¡Que manía con prejuzgarme! ¿Pero es que no te das cuenta del detalle? ¿Quién eres tú? ¿Un ser vivo, no? Algo con sustancia, y todo lo que tiene sustancia transcurre en el tiempo. ¡Por eso como yo tienes dudas y eres ignorante! Es decir, y no te lo tomes a mal y vuelvas a los prejuicios de siempre: tú estás constituido fundamentalmente de sustancia diabólica. Yo soy, en realidad, la causa de tu existencia.
—¡Eso ya lo sabía!
—Un inciso. En realidad el Diablo es un «pobre diablo», porque su único deseo y aspiración es ser igual que yo, porque, y eso es lo que más le molesta, en este mundo no se puede aspirar a otra cosa superior que a ser Dios. Haga lo que haga, tire para donde tire, al final no hará otra cosa que intentar imitarme en todo.
—¡Pero no es por envidia, desde luego! Simplemente porque cuando ambos surgimos en el tiempo, el era ya el modelo y yo el aprendiz, y esto es inevitable. Ahora comprenderás por qué me revienta que a mí, que soy quien realmente se esfuerza, se me tenga en tan baja consideración, y a Él, que se limita a verlas venir, le den todos los honores. Yo cometo los errores y soy la causa del sufrimiento del mundo, pero yo mismo rectifico y resuelvo los problemas y las dudas que causan las desgracias, porque no tengo otra alternativa que superarme, siempre tomando como modelo a Dios.
—¡Esto es más complejo de lo que suponía!
—El Diablo lleva razón y creo que te lo ha explicado con absoluta claridad, y tengo que decir que es la primera vez que reconoce su inferioridad en público…
—¡Yo no me creo inferior! ¿Lo ves?, ¡ya surgió la prepotencia divina! Incluso si lo vemos de forma realista es todo lo contrario, ¡y conste que no intento ofender! Dios está ahí, tranquilamente sentado en su trono, sabiéndolo todo, en actitud pasiva, sin molestarse en mover un dedo por nada ni por nadie. ¡Como sabe que incluso el Diablo no aspira a otra cosa que a ser como Él!
—¡Eh, un momento, aquí hay algo que no me cuadra!
—¿Cómo por ejemplo?
—Si Dios no hace nada, ¿cómo sabemos que lo que debemos aprender y conocer para ser como Él?
—¡Ahí has dado con la cuestión principal y que no le puede entrar en la cabeza al Diablo! En primer lugar es verdad que yo no tengo como cualidad principal la actividad. Es cierto que mi existencia es totalmente pasiva. Reconozco que el Diablo hace todo el trabajo y yo me limito a la mera contemplación, si quitamos estas charlas excepcionales que no pasan de un cambio de impresiones meramente insustancial. ¡Yo no me puedo mover porque no tengo a donde ir! ¿Dónde puede ir Dios si acaparo en mi propia realidad divina todo el tiempo y todo el espacio? Yo estoy necesariamente inmóvil porque no tengo como referencia un punto de partida y otro de llegada, condición indispensable para moverse. ¿Si lo sé todo cómo quieres que aprenda más cosas? ¡No tiene sentido la crítica del Diablo!
—Entonces, él lleva razón, tu actitud es aparentemente irresponsable.
—Aparentemente sí, pero no realmente. La manera en que yo intervengo en las cosas del mundo es precisamente a través de la capacidad del Diablo de conocer mis puntos de vista. Si alguien hace daño a alguien yo no puedo evitarlo pero el Diablo sí, porque él sabe perfectamente que yo no apruebo esa conducta. Sólo él, que está en contacto con la realidad natural, tiene capacidad para influir y rectificar la conducta de quienes causan daño.
—¡Pero no tiene sentido que el Diablo sea el abogado de Dios!
—¡Naturalmente que no! Yo no abogo a favor de Dios, eso carecería de sentido, pero me veo obligado a rectificar mi conducta por causa de la dichosa razón. Las cosas eran más sencillas antes de que en la naturaleza apareciera la razón. La razón es la causa de la aparición del bien y del mal.
—¿Tiene eso algo que ver con el mito de la expulsión del Paraíso?
—¿Puedo contestar yo?
—¡Adelante!
—En primer lugar es evidente que se trata de un mito fruto de la imaginación de quienes lo divulgaron. No hubo tal Paraíso ni yo expulsé a nadie de ningún supuesto Jardín del Edén. ¡Qué imaginación! Es una forma de introducir un punto crítico en la evolución hacia las formas humanas.
—¡Cuando mi personalidad se asoció al mal y la de Dios al bien! Pero quizás sería conveniente que Dios te hablara algo sobre la evolución, pese a que sería yo mismo el más adecuado para explicarlo.
—¡No me vendría mal! Creo que lo comprendo perfectamente porque hay pruebas científicas que son evidentes, pero quedan varias dudas. Bueno, el asunto del «Diseño inteligente» y toda esa controversia.
—No me extraña. Pero la explicación es simple: sólo yo tengo la capacidad de ser inmutable a pesar del transcurso del tiempo, por la razón que ya te he explicado con anterioridad. Pero las cosas naturales parten de un elemento simple y deben terminar siendo organismos complejos, capaces de mantener esta conversación entre otras cosas. De no darse la evolución ¿cómo podría suceder tal cosa?
—Es extraño que Dios no haya mencionado el hecho de que es precisamente por mi causa que debe darse le evolución, razón por la que muchos la consideran una teoría diabólica. ¡Sin duda que lo es! Pero sin embargo, como acaba de explicártelo Él mismo, tiene sentido divino.
—¡Perfecto! ¡Si antes tenía alguna duda ahora ya no sé donde tengo la mano derecha!
—¡Pero si es simple! Un solo organismo imperecedero no tendría capacidad alguna para mutar y evolucionar en el transcurso del tiempo. Es preciso que cada organismo tenga una duración breve; que muera después de haber cumplido con su misión reproductora. De esta manera se suceden las oportunidades de utilizar las influencias de los cambios del medio ambiente, los cruces genéticos y otros aspectos concurrentes para transformarse progresivamente en lo que en el transcurso del tiempo está previsto que llegue a ser.
—¿Y qué es lo que debe llegar a ser?
—Como yo, evidentemente. ¡A mi imagen y semejanza!
—¡Para mi desgracia!
—Entonces, ¡es cierto lo del Diseño inteligente!
—Obviamente. Por explicarlo de alguna manera y sin que esto quiera decir que debamos hacer una valoración moral de la comparación. Las cosas naturales parten con la imagen del Diablo y terminan con la de Dios, es decir con la mía. Pero como yo no puedo obrar el milagro por la razón de mi incapacidad para intervenir en los asuntos del Diablo, es decir, de la vida natural, es él mismo quien gracias a la evolución se encarga de esta compleja misión.
—¡Por esa razón te decía que la evolución es una teoría diabólica con sentido divino! ¿Lo comprendes ahora?
—¡A duras penas! Lo que no comprendo es la causa de la vida misma; el por qué de este jueguecito de que si tú eres malo y yo soy el bueno, y luego resulta que todos somos buenos. ¿No se hubiera podido hacer algo más simple?
—¡Nunca debiéramos haber permitido que la evolución produjera seres humanos! ¿Es que no puedes aceptar las cosas como son y tratar de explicártelas sin más y sin pretender ser más listo que Dios?
—¡Calma, calma! Es perfectamente razonable que se haga esta pregunta porque ya en el principio trataba de saber qué había o habrá antes o después de la vida y de la muerte…
—¿Te ha preguntado eso?
—¡Con las mismas palabras!
—Y Tú, ¿qué le has dicho?
—¿Qué quieres que le dijera?, ¡que no hay nada!
—¿Y se ha conformado con la respuesta?
—¡No, obviamente que no me conformo! ¡Lo que yo me pregunto es qué hay en la nada!
—¿Lo ves? ¡Insiste en saber lo que hay en la nada!
—¿Pues que va a haber?, ¡nada! ¿Cómo va a haber algo donde no hay nada?
—Entonces ¡no lo sabéis ninguno de los dos!
—¿Qué tenemos que saber?
—¡Pues eso, qué hay después de la vida y de la muerte!
—Pero si no hay otra cosa que vida y muerte, ¿cómo puede haber algo antes o después?
—Pero…
—¡Ni pero ni nada! Y ahora no me importa ser el malo de esta charla, que ya me parece inútil. De manera que no te conformas con saber cómo funciona lo que existe que quieres saber también cómo funciona lo que no existe. ¡Y yo que me creía soberbio!
—No es soberbia, es una pregunta razonable porque puede hacerse, y todo lo que es razonable debe plantearse y debe tener también una razonable respuesta.
—Es razonable, ¡pero no es lógica!
—El problema es que tu mente no es tan perfecta como supones. Ni siquiera mi mente, la de Dios, es perfecta y tú no puedes aspirar a más perfección que a la mía. Yo constituyo tu propia limitación.
—Pero lo poco o mucho que llegues a saber será con mi ayuda, es decir, con la ayuda de la filosofía. ¡Un saber tan diabólico como el de la ciencia!
—Está bien, retiro por el momento la pregunta, pero sigo pensando en que la necesidad del bien y del mal para hacer posible la evolución hacia Dios me parece, si me permiten los dos la expresión, una verdadera chapuza ¡y tiene muy poco de Diseño intelige
Segunda conversación
Después de dos horas de charla, a mi entender no muy Inteligente, con Dios y con el Diablo no he sacada nada en claro. Sigo pensando que esta parte de la realidad, es decir la vida y su correspondiente e inevitable muerte, no puede ser la más interesante. Debe de haber otra realidad donde no tengamos que soportar la irresponsable dualidad, con sus sabidas consecuencias, como la existencia del bien y del mal; la virtud y el pecado, etc., a la que no tengo ni idea cómo debo de calificar, que sea más perfecta e interesante que ésta. Como he dicho mi situación no es la más adecuada para averiguarlo. La vida me halaga otorgándome esta perniciosa y larga juventud y sus placeres. Gracias a mi propia inteligencia he aprendido a eludir muchos de sus dolores. En esta situación dudo de que esté en las mejores condiciones de responderme a la pregunta sobre el más allá. Ni siquiera Dios ha podido darme la respuesta, pues es evidente, a juzgar por sus propias palabras, que vive en un mundo totalmente limitado a sí mismo y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Es decir, mucho me temo que Dios desconoce la causa de sí mismo, por lo que es evidente que no puede darme la respuesta. Ésta tendré que hallarla por mí mismo y sin su ayuda, pero dudo que me lo permita, pues supongo que no podré ir más allá de sus propias limitaciones, después de todo debo de estar hecho a su imagen y semejanza.
Por otro lado, y en tanto que el Diablo se mueve más, mejor dicho, es quien en realidad se mueve, sospecho que sabe más cosas de las que presume, pero por alguna razón se las calla. Dios no pudo tener una causa en sí mismo, por tanto debió ser causado por algo y ese algo es lo que me interesa saber e insisto que sólo el Diablo debe tener la respuesta. Por otro lado la respuesta, si la hay, sólo puede provenir del Diablo, pues es el único capaz de aprender cosas, ya que Dios lo sabe todo, ¡pero no sabe la causa de sí mismo porque es un conocimiento que está fuera de sí mismo! Por tanto es evidente que la próxima charla, si es que tengo una nueva oportunidad de volver a debatir con ellos dos, debería llevarme al Diablo a un lugar apartado y sin testigos y sonsacarle la verdad sobre este delicado asunto.
Sólo me preocupa pensar si no estaré perdiendo el tiempo en especulaciones inútiles y malogrando esta prolongada juventud. No obstante me consuela probarme a mí mismo que no la desperdicio en absoluto. Precisamente es por haberme cuestionado semejantes preguntas por lo que debo de gozar de esta misteriosa e inquebrantable buena salud y prolongada juventud. Por esa razón he aprendido otras cosas, muchas de las cuales tienen una indiscutible utilidad en la vida real. Por ejemplo estoy relacionado con una encantadora mujer, una preciosidad, a la que doblo en edad. Pese a ello me quiere apasionadamente y se entrega a mí sin reservas. Ella no hace cálculos sobre nuestras edades, porque no tiene sentido del tiempo; ella sólo tiene una innata capacidad para valorar las cosas según es su intensidad vital, porque necesita estímulos y yo debo de ser para ella como guindilla picante en un pastel de crema de chocolate. Por supuesto que yo no la defraudo. Ambos sabemos conectarnos sabiamente con las esencias de la vida, evitando sus defectos y sus contradicciones. La clave es dejar que la naturaleza haga bien su trabajo siguiendo un estricto plan basado en sus propios principios, ni más ni menos; sin excesos pero sin carencias. Verle el lado positivo de cada contratiempo, lo que obviamente me evita el considerarlos contratiempos. Cada cosa a su tiempo y cuando deba ser, y no cuando pueda ser. El poder es innecesario cuando se tiene como norma de conducta el deber. También tengo unos cuantos buenos amigos que me aprecian por mis locuras, que ellos asocian con genialidad. Como todos los buenos amigos gozan del estímulo de mi amistad a cambio de su generosidad y lealtad, es decir, cada cual le da al otro lo mejor que tiene, pero en la misma cantidad y sin regateos. Yo no tengo otra cosa que ofrecer que el fruto de mis extravagancias, que no es poco y escasea entre la gente común. Pasamos ratos divertidos, cada cual contando sus cosas, que todas son igualmente importantes. Por último, ya sea por mi aspecto saludable, por mi eterna media sonrisa o por mi sincera cordialidad, me encuentro con la paradoja de que apenas me cruzo con alguien, a quien suelo mirar a los ojos sin reparos, le da por sonreírme. Es una sensación difícil de explicar, pero es como si les diera los buenos días en algún lenguaje universal que todos entienden, ausente de toda maldad, pese a que todos estos astutos conocimientos no pueden venir de otra parte que del mismísimo Diablo.
De manera que puede decirse que la humanidad en su conjunto me resulta grata y yo debo resultarles así mismo también grato. Se me olvidaba decir que me sucede lo mismo con los animales, pero debe ser por otra razón. Hay en un parque cercano a mi casa una clase de pájaros que vienen a comer en mi mano. Tampoco me preocupa el dinero ni la manera de ganarlo, porque hasta la fecha éste ha venido a mí, de forma que bien pudiera decir milagrosa, siempre que me ha hecho verdadera falta. Y digo verdadera falta porque en la mayoría de los casos lo despilfarramos inútilmente.
Estoy al día en el uso de todos los prodigios de las nuevas tecnologías, incluido Internet, pero después de probarlos casi todos he renunciado a varios de sus inventos más espectaculares. Uno de ellos es el teléfono móvil. No me cabe la menor duda de que las personas que tienen necesidad de él no gozan como yo de los placeres de esta vida, sino todo lo contrario, sus esfuerzos no conducen a nada apreciable por la naturaleza, es decir, confío en que tarde o temprano se eliminen como se han eliminado tantos otros inventos también molestos e innecesarios, como debería suceder con la energía nuclear, una de las mayores aberraciones de la mente humana, que estoy seguro de que no agrada ni a Dios ni al Diablo. En resumen, mi vida no es lo que se dice un valle de lágrimas, sino todo lo contrario, vivo lo más cerca que se puede estar del Paraíso. Precisamente esto es lo que estoy tratando de averiguar y que hasta ahora ni uno ni otro me lo han querido aclarar: si existe el Paraíso en eso que obcecadamente llamamos la nada.
No es que mi insistencia en este asunto quiera decir que me quejo de las condiciones de vida de este mundo, que no es el caso, sino que es una pregunta inevitable en cualquier mente sana. Supongo que gozo del favor tanto de Dios como del Diablo, y no es una contradicción, pues es evidente que el mejor servidor de Dios es el propio Diablo, sin su apreciable ayuda no se cumplirían sus designios.
Pero siempre vuelve a surgir una y otra vez el asunto del bien y del mal, de sus causas y sus efectos y no estaría de más reanudar la discusión precisamente en este punto, pues es evidente que el mundo se debate entre una y otra influencia, pero carece de una idea objetiva para optar por uno o por otro.
—Hola. He escuchado la última parte de tus pensamientos, la primera carece interés para mí, y por las alusiones debo hacer alguna aclaración.
—¿Dónde está Dios?
—No tardará; no se pierde un debate si es interesante. Le gusta meter las narices en todas partes.
—¡Un poco de respeto!
—No, si él ya me conoce y por eso no se enfada. Ah, de debatir asuntos de Dios en privado y sin su presencia ni lo sueñes, lo que se tenga que decir en la cara y sin tapujos.
—¡Era una suposición, pero de acuerdo, siempre que hables claro en su presencia!
—¡Yo no temo a Dios!
—Eso suena muy fuerte, supongo que tendrás tus razones.
—¡Claro, somos colegas, pero cada uno en lo suyo!
—¡Pero Dios es todopoderoso!
—Sin duda, pero carece de la capacidad de demostrarlo. Como te dije, Dios no puede hacer otra cosa que permanecer inmóvil con su inmenso poder potencial. Pero no actúa, ni para remediar males ni para enviarlos. Yo sí, por lo que si nos referimos a la vida real yo soy infinitamente más poderoso que Él.
—¡Y sabes más cosas que te las callas!
—Posiblemente… ¡pero no quieras ir tan deprisa!
—¡No le preguntes al Diablo más que aquello que te quiera decir, en eso consiste su táctica!
—¡Ah, estás aquí!
—He estado desde el principio de la charla, ¡yo soy omnipresente!
—Entonces ¿por qué no te había visto hasta ahora?
—Debimos empezar por esto al principio. ¿Recuerdas el mito del Jardín del Edén? ¿Lo de la expulsión y todo eso?
—Claro, es lo primero que nos enseñan en las clases de religión. Los teólogos y religiosos se apresuran a enseñarnos que somos hijos naturales del demonio…
—¡Con razón!
—Yo no he sido visible siempre. Puede decirse que lo soy desde tiempos relativamente recientes. Para entendernos, desde lo del Paraíso. Desde entonces no he tenido ni un día de descanso, porque desde que dieron con mi idea todo el mundo me pide cosas imposibles, me hacen extrañas preguntas; me afirman o me niegan, incluso reniegan de mí casi a diario, ¡y no con la educación y vocabulario que cabría esperar después de tantos años! ¡Por no citar las barbaridades que se cometen en mi nombre!
—¡Yo no tengo la culpa! Son las consecuencias de la evolución, ya lo hemos comentado antes.
—En efecto. Antes de que apareciera vuestra especie, que es también la mía desde luego, ninguna criatura viviente tenía ni la más remota idea de Dios. Es más, no tenían ideas de ningún tipo, ni buenas ni malas; ni profundas ni estúpidas. Las cosas eran sencillas en aquellos tiempos…
—¡Y yo tenía buena imagen, no como ahora! Cuando se producía una muerte violenta nadie culpaba al Diablo, ¡era lo más natural y tenía que pasar!
—Entonces ¿queréis decir que sólo cuando nos hicimos una idea de Dios surgió además la idea del bien y del mal?
—¡Exacto! Pero no es tan simple.
—Permíteme que se lo explique yo, el Diablo tiene más facilidad de palabra para la filosofía, lo tuyo es la teología.
—¡Bueno, quien sea pero poneros de acuerdo!
—¿Qué es el mal?
—No lo sé con total certidumbre, pero San Agustín dijo que es la ausencia de bien.
—¡Correcto! Este obispo, pese a vivir tiempos poco razonables, dio con la respuesta correcta ¡porque más que teólogo era filósofo! Podemos decir que estaba más inspirado por mí que por Dios. Pero cometió un pequeño error de planteamiento. El mal es la ausencia del bien que tiene el Diablo, es decir, es una cuestión del Diablo y no de Dios.
—¿Y tú no dices nada?
—Lleva razón el Diablo, yo no me muevo en la dualidad maldad-bondad, ¡ni siquiera me muevo!, él sí. Yo soy inmutable, es decir, bien absoluto, que no puede devenir en mal, él, sin embargo, como parte de las substancias temporales, si se mueve en esta dualidad, por lo tanto, el mal es la ausencia de bien que hay en él. La idea es correcta.
—¡Nunca lo había visto así!
—¡Y espera y verás! Para que lo entiendas mejor, el mal es causar dolor sin una justificación lógica y razonable, por lo que el mal depende siempre de la lógica y la razón que justifican la acción de causar dolor. Por ejemplo, cuando un león caza una desprevenida e indefensa cría de gacela y le da muerte ante los ojos de la desesperada madre no decimos que sea una mala acción, sencillamente porque el león carece de la capacidad de razonar. Es pues una acción lógica y natural, ¡pero no es razonable! Por tanto la condición indispensable para la existencia del mal, y del bien desde luego, es estar dotado de razón; ser un ser humano razonable. ¿Comprendes?
—Entonces, sólo los seres humanos somos buenos o malos, pero no podemos hacer juicios de valor sobre la moralidad de los animales.
—¡Por supuesto que no! Pero los seres humanos que no justifican razonablemente el daño que causan tienen la misma categoría amoral que un animal.
—Y por esa misma razón sólo los seres humanos tienen la remota posibilidad de hablar conmigo o con el Diablo, pues no somos más que el aspecto moral de su existencia. Cuando hablamos de mí o del Diablo estamos hablando de moral, no de ciencia o de matemáticas, por poner dos ejemplos de otros aspectos de la existencia humana.
—Es decir, que vuestras ideas no tienen otra utilidad que resolver razonablemente cuando y cómo debemos causar dolor a los demás.
—¡O placer, no olvides la otra cara de la moneda!
—¿Cómo puedo olvidarlo si mi propia existencia es puro placer?
—¡Tú debes ser un caso raro de evolución moral avanzada!
—Gracias, es el mejor cumplido que me han hecho jamás, ¡sobre todo viniendo del Diablo!
—Dios no hace cumplidos.
—Pero tampoco críticas, mi pasividad tiene también su lado positivo, todo eso es asunto del Diablo. El ser humano empezó a saber si obraba bien o mal sólo cuando el Diablo se aficionó a la filosofía, algo inevitable en la evolución de su peculiar mentalidad, pero una de las causas más importantes de su previsible final como tal Diablo. La filosofía lleva inevitablemente a mí; es decir, el descubrimiento razonable de la verdad lleva al pleno descubrimiento de mi personalidad divina. La filosofía es el único camino para evitar el mal, porque si es preciso causar daño debe hacerse por una razón justificada, como cuando desinfectamos una herida con alcohol, pero como a la larga para el ser humano moral no habrá nada que justifique el causar dolor, alcanzará el estado de bondad absoluta y desaparecerá el mal.
—Yo siempre he creído que era la teología la ciencia de la moral.
—¡En absoluto! En tanto que la teología no es razonable puede justificar causar daño por razones que no están justificadas en la verdad, sino en el fanatismo de los dogmas.
—¡Pero se supone que los dogmas son revelados por ti mismo!
—Yo, como estoy cansado ya de decir, no puedo hacer tal prodigio, porque, insisto, no hago nada. Es el Diablo quien provoca esas supuestas apariciones y revelaciones.
—Pero ¿por qué?
—¡Por la dichosa intuición de Dios!
—¡El Diablo quiere decir la fe, pero no pronunciará esta palabra ni aunque le fuera en ello su perdición! Sí, éste es el único camino de comunicación abierto entre yo y los seres humanos. ¡Un auténtico agujero negro en la mente humana!
—¡Sin triunfalismos!, porque la intuición de Dios no dice de él nada en concreto, sino que trasmite una vaga, por no decir confusa, sensación de Dios, que debe ser razonablemente interpretada por mí. ¡Y no por la teología sino por la filosofía!
—Ya, razonablemente. Entonces las revelaciones son innecesarias.
—¡Totalmente! Y además regresivas para la moralidad de propio ser humano. Con el tiempo y la necesaria evolución, la razón por sí sola tiene capacidad suficiente como alcanzar una elevada moralidad social, incluso llegará inevitablemente a confluir con la bondad absoluta del propio Dios, que será, desde luego, el fin de mi misión en este mundo.
—En otras palabras, los pueblos gobernados sobre los fundamentos de la razón podemos decir que son los más divinos.
—Puedes simplificarlo así si lo deseas.
—Todo el daño que yo he causado a la humanidad no ha sido debido a mi maldad sino a mi ignorancia; a mi irracionalidad. Si soy malo es porque soy ignorante. Es decir, el mal está en el desconocimiento de Dios…
—¡Nunca hubiera esperado escuchar de tus labios semejante verdad! ¿Te estás haciendo viejo, Diablo?
—¡Por supuesto, yo no soy Dios, con toda su duración intacta, yo transcurro en el tiempo porque soy del mundo! Pero, por otro lado ¿es que no conoces el refrán «Sabe más el Diablo por viejo que por Diablo»?
—¡Bueno, vamos a llevar la charla sin acaloramientos y sin hacer de menos a nadie!
—Está bien, prosigue, Diablo.
—Yo he cometido infinidad de errores desde que el ser humano adquirió la capacidad del raciocinio. Antes las cosas eran simples y actuaba según los designios de la naturaleza que me ha creado…
—¿Cómo que la naturaleza? Las cosas, incluido el Diablo, ¿no las ha creado todas Dios?
—¡Qué disparate!
—¡Propio de las limitaciones de la razón humana!
—¿Pero qué sentido tendría que Dios crease el Diablo?
—¿Entonces…?
—Vamos por partes y sin salirnos del tema del bien y del mal. Ese es un asunto más complicado de lo que imaginas y dudo de que estés ya capacitado para comprenderlo.
—De acuerdo, pero sin poner en duda mi capacidad mental. Si fuera lerdo ¿qué sentido tendría esta charla?
—¡Aprendes pronto, se ve claro que has aprovechado bien mis enseñanzas! Sin duda Dios es la verdad absoluta, ¿pero qué es la verdad?
—La ausencia de contradicción en el enunciado de algo.
—Entonces comprenderás que la verdad ¡no puede ser de este mundo! Tan pronto como alcanzases un enunciado sin contradicción alguna no habría ya nada que preguntar ni aclarar, ¡sería el fin de la falsedad, pero también de la verdad!
—Entonces ¿para qué tanto interés por descubrir la verdad?
—No es un interés caprichoso, es una necesidad imperiosa consecuencia del transcurrir del tiempo. Todo lo que transcurre termina con su duración, y al final de la duración está inevitablemente Dios.
—De ahí mi incapacidad para el movimiento, pues todo movimiento se detiene en mí. Sólo tengo que esperar. El Diablo es quien hace todo el trabajo; es quien entiende de los asuntos del tiempo. Yo sólo entiendo de duración.
—Pero ¿cuál es la diferencia entre tiempo y duración?
—¡Alma de Dios (¡perdón!), si está clarísimo! La duración es todo el tiempo que ha de transcurrir, en tanto que el tiempo en sí mismo es la sucesión de instantes que transcurren dentro de esa misma duración. La duración no se mueve, es decir, Dios; el tiempo sí, es decir, yo. La duración es absoluta, otra vez Dios, el tiempo es necesariamente dual: pasado y presente, y pertenece a lo substancial, una vez más, yo.
—Pero se supone que la duración también tuvo una causa; un principio y debe tener un final, como lo tiene el tiempo.
—¡No insistas machaconamente sobre esta idea! Si la duración es todo el tiempo ¿cómo puede haber un tiempo antes de la duración?
—¡Ahí está el dilema, una vez más, de la causa de la primera causa!
—Entre nosotros, te recomiendo que en presencia de Dios no vuelvas a plantear esta aporía o te meterás en problemas. Todo lo creado tiene las mismas limitaciones que su creador. Nada puede escapar a esta realidad… ¡ni siquiera el Diablo!
—Supongamos que cedo y me conformo, entonces ¿puedes decirme que hay al final de tiempo, una vez concluida la duración?
—Ya te lo ha dicho Dios mil veces, ¡de nuevo el Paraíso!
—¡Ahí quería yo llegar, y no voy a aceptar más evasivas! ¿Qué es el Paraíso?
—¡El Paraíso es la nada! Creo habértelo dicho ya al principio de esta discusión.
—Y tú, Diablo, ¿qué tienes que decir?
—¿Cómo puede el Diablo hablar sobre el Paraíso? ¿Es que has perdido el juicio?
—¡Pero entonces, estamos otra vez al cabo del camino! ¿Es que ninguno de los dos va a ser capaz de contestar qué hay por encima del bien o del mal?
—Tal vez en otra ocasión…
—¡El Diablo trata de confundirte! ¿Cómo puede haber algo por encima de Dios y del Diablo?
—¡Hasta la vista!, porque obviamente el Diablo no se puede despedir con un «adiós», o «con Dios»
—Hasta la vista, Diablo
—Yo también me voy. Tu pregunta me ha desconcertado algo, cosa poco habitual en mí, necesito meditar sobre este asunto.
—Yo no quería…
—No, si no pasa nada, sólo que es un tema nuevo y tengo que darle algunasas. ¡Nos vemos en otra ocasión!
—¡Adiós, Dios!
—¡Adiós, hombre!!
Tercera conversación
¡Nada, que no consigo avanzar en mis legítimas dudas! Dios no sale de lo suyo, el bien; y el Diablo, que sin duda está más dotado para la filosofía, es evidente que trata de ocultar lo que verdaderamente sabe. Sin duda que debe tener sus razones, pero es desconcertante. Han pasado ya varios días desde la última charla. La verdad es que no he tenido mucho tiempo y no he pensado en invocarlos. Los acontecimientos del mundo están revueltos, y sin duda que los dos, Dios y el Diablo, tienen mucho que ver con ellos. Mientras yo vivo ingenuamente entregado a mi razonable existencia, lo que me proporciona una larga y saludable juventud, la irracionalidad se ha instalado del mundo de las finanzas. La culpa la han tenido dos o tres políticos norteamericanos que no asumieron que la política es el brazo social de la razón y del Derecho; es decir, que en realidad no eran políticos. ¡Con decir que uno de ellos era un actor de tercera fila y que ni siquiera se puede considerar que era un artista! Los otros eran simplemente lerdos, sobre todo el último. ¡Lo más negado para la filosofía! Debía creer que Platón era el título de la una película sobre la guerra del Vietnam y que Aristóteles fue un millonario griego que se casó con la viuda de Kennedy. Su maldad, citando las teorías del Diablo, fue que no se paró a razonar si el dolor que causaban a tantos millones de personas en todo el mundo, ya sea por sus belicosas intervenciones o por favorecer el libre mercado sin apenas regulaciones, tenía una legítima justificación. Afortunadamente el Diablo, que una vez más tiene razón, ha enderezado las cosas e inspirado al pueblo norteamericano para que eligiera, ¡por fin!, a un político de verdad, con todos sus defectos, desde luego, que se está replanteando esas razones con argumentos más inteligentes y por tanto más gratos a Dios. Los buenos políticos deben surgir de las facultades de Derecho o Filosofía, pero no de Economía o de Bellas Artes ¡y mucho menos de Hollywood! Otra cosa es que se lo permitan esa pandilla de ignorantes, financieros y economistas, que comercian con el dinero de los demás para beneficio propio, sin tener en cuenta valoración moral alguna. Creen que el mercado sabe decidir por sí mismo lo que es bueno o malo para el ser humano y no entiende que el mercado no es más que un mecanismo al servicio del hombre moral y no viceversa, que el hombre moral debe de estar al servicio del mercado, ¡lo que es imposible que pueda suceder! Pero ahora lo están pagando caro. Bueno, a decir verdad lo estamos pagando todos, pero al menos yo vivo en un país donde la política sí está al servicio de la razón y del derecho, y espero que no nos afecte demasiado. Antes bien, confío en que suceda todo lo contrario: que seamos el modelo a imitar en el futuro.
Pero con todos estos líos me estoy olvidando de lo fundamental y mi pregunta queda sin contestar. Ya no espero nada de Dios, pero cada vez estoy más convencido que el Diablo tiene la respuesta, pero por alguna razón se la calla.
—¡Es que la respuesta no es de utilidad para el ser humano!
—¡Ah, entonces hay respuesta! Perdona que ni siquiera te he saludado.
—Vives demasiado obcecado con un asunto que carece de interés para ti.
—Entonces si carece de interés ¿por qué surge la pregunta?
—Es… ¡por un desajuste de la mente humana! No debiera decir esto si no es en presencia de Dios, pero la creación no es perfecta; es más, la creación misma es fruto de una imperfección… ¡de la nada!
—¡Ah, entonces mi intuición era cierta!
—Me extraña que Dios no intervenga ya en esta nueva charla.
—Es que la última vez se fue con dudas…
—¡Yo no tengo dudas sobre mis cosas, sólo las tengo sobre las del Diablo! Hola a los dos…
—Hola, Dios, me alegra de que intervengas otra vez en la charla. Esta conversación no sería lo mismo sin tu opinión.
—Sobre mi creación estoy plenamente seguro. Lo sé todo: pasado, presente y futuro, pero si la mente humana puede llegar a concebir que haya algo por encima de mí, entonces yo me pierdo, sobrepasa mi poder. Yo no tengo medio alguno de saber nada sobre mis orígenes porque según mi propia opinión carezco de orígenes. Yo no puedo entrar a discutir asuntos que me sobrepasan. Debí cometer algún error en mi creación, tal y como te decía el Diablo, para que tú puedas plantearte semejante pregunta. Si aceptaras la idea de que la nada no existe, el problema estaría resuelto, pero insistes en buscarle tres patas al gato, como se suele decir…
—¡Ejem!
—¿Quieres decir algo, Diablo?
—Sí, pero es un asunto delicado, no se si debería…
—Habla claro, Diablo, tú mismo me dijiste que las opiniones en la cara y sin tapujos.
—Pero Dios vive en la ingenuidad de que Él es único, omnipotente y absoluto creador de todo lo visible… pero no es así. Él ni siquiera ha creado este mundo…
—¡Esta si que es buena! Entonces que alguien me diga por qué yo sé de antemano en lo que devendrá el mundo, porque vivo tanto en su pasado, en su presente como en su futuro. Yo sé lo que sucederá mañana, y pasado y al otro y todo cuanto sucede en el mundo está previsto según mis designios, ¡porque yo soy su creador!
—¡Pero el Diablo debe tener algún argumento para hacer semejante afirmación!
—¡Ahora nos vendrá con que también el mundo es su creación!
—Imposible, yo no puedo hacer semejante afirmación, porque no sería lógico. ¿Cómo puedo yo ser el creador del mundo y desconocer, como tú, tanto mis orígenes como mi destino?
—¡Tu destino soy yo!
—El mío sí, pero no el de la naturaleza. ¡La naturaleza es razonablemente eterna! Nosotros no somos más que seres meramente instrumentales y circunstanciales, ¡al servicio de la naturaleza!
—¡Un momento, un momento; pongamos un poco de orden! Aquí han salido conceptos nuevos que hay que aclarar: mundo y naturaleza. Por muy Dios o Diablo que seáis esto no funciona sin un poco de rigor filosófico. En primer lugar, Diablo, ¿qué entiendes tú por mundo?
—Esa es una complicada pregunta. Prefiero que sea Dios quien empiece dando su opinión.
—¿El mundo? ¿Pues qué va a ser el mundo?: el universo, el cosmos; todo lo que existe, todo lo visible y lo invisible; lo conocido y lo por conocer, es decir, ¡Yo!
—¿Y tu definición, Diablo?
—El mundo es sin duda el cosmos, pero también eres tú mismo, o una cucaracha, o un microbio que no se ve a simple vista. La verdadera definición de mundo la desconoce Dios, por su escaso interés por la filosofía y excesivo apego por la teología. En filosofía podemos decir que un mundo es toda unidad espacio-temporal contenida en un organismo. Lo que define al mundo es su totalidad en sí mismo. Por eso decimos vulgarmente «cada persona es un mundo» o «el mundo de los caballos» o «el mundo es un pañuelo», etc., porque siempre nos referimos a una totalidad de algo afín y consustancial, sin que quede determinado cuál es su espacio.
—Entonces Dios lleva razón: Él es también una totalidad afín; la totalidad de todas las totalidades espacio-temporales, por decirlo de alguna manera.
—Sí, ¡pero no es la única! Él es sin duda el Dios del universo…
—¿Entonces, en qué quedamos?
—¿Pero no lo entiendes? Ese es precisamente el desarreglo de la mente humana. Todos los mundos necesariamente tienen una duración. Como unidades espacio-temporales no son eternas, ¡el tiempo termina por hacerlas desaparecer! Si Dios es una totalidad también tendrá necesariamente que desaparecer. El universo es una totalidad y tendrá que desaparecer cuando se agote su tiempo.
—Por esa razón tú sabes algo que te callas, ¡porque tú entiendes sobre tiempo más que el mismo Dios!
—¡Yo no necesito entender el tiempo, porque como Dios soy todo el tiempo!
—¡Perdona, todo «tu» tiempo; el de tu mundo o de tu universo, pero no tienes ni idea de lo que es el tiempo en sí mismo. A un mundo le sucede otro nuevo mundo y, perdona que te lo diga de forma tan categórica y sin rodeos, ¡cada mundo tiene su propia duración, es decir, su propio Dios!
—Acepto que lo mío no es la filosofía, pero aquí hay una contradicción simple: si el mundo es todo, no puede haber más que todo. Reconozco que suena extraño, pero no hay alternativa razonable para creer que fuera del todo puede haber algo; es decir, fuera de mí mismo no puede haber nada.
—Mejor podría decir: la nada; ¡y esa era mi pregunta desde el principio!
—Yo no he dicho que la existencia no transcurra en un todo, eso ya lo sabía desde hace veinte siglos o más, desde mi afición por la filosofía, lo que yo cuestiono es la dimensión y estructura precisamente del todo, pues nuestras mentes, tanto la de Dios como la mía, no están capacitadas para hacerse una idea verdadera del todo, de ahí que nunca lleguemos a verle un final, donde se supone que no hay nada, ¡porque siempre hay algo!
—Pero ¿dónde hay siempre algo?
—¡En la naturaleza, ya te lo he dicho!
—Entonces la naturaleza no tiene principio ni fin.
—No, que nosotros podamos concebir.
—Pero Dios dice…
—Él puede concebirlo menos que nadie; Dios sólo se concibe a sí mismo y no va más allá de su propia duración como Dios de un universo necesariamente finito, pero que para nosotros es todo. De lo que estamos hablando es del lugar donde se encuentra el mismo universo. Un espacio y un tiempo donde se encuentra esa magnitud delimitada por otro tiempo y por otro espacio como es nuestro universo.
—¿Pretendes decir que yo no soy un Dios único; que hay más dioses y más universos?
—¡Te has pasado, Diablo!
—Ya advertí que a Dios esta idea no le haría ninguna gracia. Él no puede ver más allá de la dimensión espacio-tiempo de nuestro universo, yo sí.
—¿Tú sí?, ¿y por qué razón, si puede saberse?
—Por que yo… Bueno, para decirlo de alguna manera, porque yo viajo, pero no sólo por este mundo, sino por los otros. ¡Yo estoy siempre en movimiento y cuando un mundo se acaba, empiezo otro! ¿Lo entiendes? Yo no puedo estarme quieto ni un instante, eso es inconcebible, porque ¡la realidad no es más que movimiento! Si cesara el movimiento cesaría la misma realidad.
—Entonces, cuando un mundo se acaba, ¿qué pasa con Dios?
—No es correcto que lo diga yo. Él ya debe saberlo.
—¡La nada; por eso yo no puedo tener fin!
—Ya sabía yo que esa sería su respuesta, ¡simplemente es incapaz de concebir el movimiento! ¡Él no se ha movido en su vida! En efecto, la nada, es decir, ¡desaparece sin dejar ni rastro!
—¿Cómo es posible?
—¿Pero es que no lo he expuesto con suficiente claridad? Si Dios tiene un tiempo de duración, mientras dure y haya tiempo hay movimiento y es posible la existencia de las cosas, y por tanto, hay algo. Pero si se consume el tiempo se termina el movimiento y no hay nada, ¡ni Dios!… Excepto el espacio potencial donde estaba el propio Dios, que es lo que ahora llamamos precisamente la nada.
—¡Absurdo! ¡No hay nada más allá de Dios!
—¿Lo ves? ¡Siempre la misma canción, y de ahí no hay quien lo saque!
—Y ¿qué es ese espacio donde se supone que está Dios?
—¡Ahí es donde tú quieres llegar!
—¡Sí, precisamente esa es la única duda que me estropea mi tranquilidad de espíritu!
—Pero ¿qué objeto tiene el saberlo? Tú y tu mundo desapareceréis con el final del tiempo de vuestro Dios… ¡Esa es la realidad; nuestra realidad! Ésa es otra dimensión espacio-temporal, en la que sólo yo tengo acceso, y sólo en contadas ocasiones.
—Bueno, aunque no tenga para mí sentido práctico y sea irreal, ¿hay alguna razón por la que no deba saberlo?
—Pregúntaselo a Dios. Los seres humanos alcanzáis vuestra realización moral al llegar a conocer a Dios y ser a su imagen y semejanza, pero si pretendéis sobrepasarlo eso os sitúa otra vez en el punto de partida, es decir, ante la ignorancia de algo nuevo y desconocido, o dicho de otra manera, de nuevo ante el mal en sus peores momentos.
—Ningún ser humano debe aspirar a conocer más allá de los atributos de su Dios, es decir, los míos. Yo proporciono felicidad, placer y alegría. Si tú mismo presumías de gozar de ambas cosas, ¿qué necesidad tienes de hacerte preguntas que te devuelven al Diablo en sus orígenes? ¡Yo te ofrezco el Paraíso!
—¡Es el desarreglo mental de que os hablaba a los dos! ¡Un fallo en el sistema de la nada! ¡No hay tal Paraíso, porque no hay tal nada!
—¡Bueno, ya está bien de tomarme el pelo! Si la nada es una idea y todas las ideas tienen un significado, ¿qué narices significa la idea de la nada, y por qué existe como tal idea? ¿Cuál es su necesidad?
—Que te conteste el Diablo, yo no necesito saberlo; no puedo concebir tal idea, ¡esa idea debe ser cosa del Diablo!
—En efecto, la idea de la nada, como todas las demás, la he inventado yo. ¡Dios no tiene ideas!; es decir, sólo tiene una idea, la de sí mismo, pero como has podido ver resulta demasiado monótona y aburrida. La idea de la nada representa lo inconcebible; lo que no puede verse ni experimentarse porque está en lo potencial. Pero eso no quiere decir que por el hecho de que no podamos ver o experimentar algo sea necesariamente «nada»; se trata de una idea provisional absolutamente necesaria para progresar en el conocimiento de las cosas. ¡Donde hoy no hay nada mañana puede haber algo! Es, por decirlo de alguna manera, una barrera necesaria para el desarrollo de las propias ideas y para la consistencia de la misma realidad en que nos movemos.
—Por tanto, la idea de Dios está limitada por la nada…
—¡Correcto! De ahí su obsesión por la nada, a la que Él prefiere llamar el Paraíso. Una manera como otra cualquiera de hacer deseable lo desconocido.
—¡Interesante!
—¡Absurdo!
—¡No tan absurdo! Para que se cause una idea es fundamental un punto de partida y otro de llegada en un pensamiento. Todo lo que está fuera de ese espacio ¡es la nada!
—¡Entonces, Diablo, me das la razón: yo soy todo lo existente como idea que soy de todo y lo que no se puede concebir fuera esta idea, que es todo, simplemente no existe, ¡no es nada!
—¡Me estoy perdiendo!
—No, si Dios lleva razón; el problema es que la nada, como decía, es una irrealidad temporal, un espacio desconocido, pero potencialmente existente. Dicho con todo rigor filosófico: «está, pero todavía no es ni existe».
—¡Por eso Parménides decía que el «el ser no puede no-ser»!
—¡Correcto! El ser siempre ha sido, pero visto desde nuestra propia perspectiva de la realidad espacio-temporal, no siempre ha existido. Cuando llega a existir no es más que un ser limitado por una duración, siempre dentro de un espacio-tiempo concreto.
—¡Eso debe referirse a ti, Dios!
—Lamento decir que no puedo estar de acuerdo, y me estoy aficionando a algo que en realidad no me interesa, como es la filosofía, un asunto del Diablo, pero ¿cómo puede el ser permanecer sin existir?
—¡Ahí está la gracia! ¡Es que siempre ha existido, pero en diferentes dimensiones espacio-temporales! Por eso cuando pensamos en el ser lo hacemos desde la perspectiva de nuestra propia realidad o dimensión, y el ser que existe en otra dimensión para nosotros no existe, porque no se puede mesurar con nuestro propio espacio y tiempo y está fuera de nuestra duración, pero el que no exista no quiere decir que no sea, de otro modo ¿cómo podríamos plantear su hipótesis?
—¡Luego después de mí, es la nada!
—¡Desde luego, desde luego; después de ti, la nada! Pero este muchacho no se conforma con aceptar los hechos tal y como son en apariencia, lo que le llevaría a ti sin más preguntas. ¡El quiere saber lo que es «en realidad» la nada!
—¡Eso es pecado de soberbia!
—¡Por favor, Dios, que estamos en el siglo XXI! Eso del pecado está un poco pasado de moda. Ahora se dice simplemente que es incorrecto o poco realista, ¡pero pecado! ¡Ponte al día!
—¡Yo siempre estoy al día!
—En asuntos de la moral e incluso de la verdad sobre este mundo, de acuerdo, pero en asuntos de la razón especulativa y de la filosofía, nunca has estado muy actualizado. Las personas no sólo experimentan aquello que desean conocer, también plantean hipótesis sobre todo lo concebible, a pesar de que no pueda ser experimentado ni, por tanto, conocido, precisamente ¡por ser de otro mundo!
—Pero ese proceder no les hará dichosos.
—Yo soy razonablemente feliz, probablemente por encima de la media normal, y me hago esas preguntas. En la vida real no reniego de ti y me agrada la idea de que el Diablo se esté reformando, pero la mente no puede evitar cuestionarse todo aquello que sea razonable, sea real o irreal; de este o de otro mundo.
—Pero, ¿qué sentido tiene plantearse hipótesis sobre cosas que no tienen utilidad para la vida real? Si yo soy el destino de este mundo, incluida su humanidad, ¿por qué preguntarse qué hay más allá de ese destino, si como el propio concepto indica, el destino es el fin último de todo lo creado por mí?
—¡Es inútil, Dios no aceptará jamás ninguna idea que le sobrepase! Pero es evidente que a diferencia de los animales, que sólo conocen aquello que necesitan saber con sentido práctico, el ser humano quiere saber por amor a la verdad, sin buscarle utilidad alguna a lo que descubre por medio de la razón. ¡Es lo más natural! Si su mente está capacitada para trascender la idea misma de Dios, es inevitable que lo haga. ¡Es el desarreglo de que te hablaba con anterioridad!
—¡No es ningún desarreglo mental! En mi opinión, y admito que como ser humano es muy limitada, todo saber debe tener tarde o temprano alguna utilidad, incluso aquello que trasciende la misma realidad y pueda parecernos irreal. De hecho no soy el primero en hacerse estas preguntas. ¡Éstas han sido las cuestiones fundamentales desde el inicio de la filosofía!
—Dios no quiere admitir lo que es evidente: yo soy quien busca la verdad, y puesto que fui anterior a Dios, debo ser también posterior…
—¡Por fin lo has soltado, Diablo! ¡De manera que el mito de que tú eres un ángel caído no es verdad!
—Sólo a medias, ¡y creo que he metido la pata! ¡Nunca debí desvelar este secreto!
—¿Qué secreto? ¡Para Dios no hay secretos!
—Sobre las cosas de este mundo, pero no de otros; de otros mundos no tienes ni la menor idea.
—¡Cuenta, Diablo!
—En otra ocasión, ya he hablado bastante. El Diablo debe ser comedido en sus descubrimientos porque cuando deje de ser malo, es decir, ignorar las cosas de este y de otros mundos, será el fin…
—¡Pero sólo de este mundo!
—¡Por supuesto, ya he dicho que la naturaleza no tiene principio ni fin concebible! Bueno, hasta otra ocasión, también el Diablo necesita descansar.
—Ya te lo había dicho, no pidas al Diablo que te diga más de lo que él desee decirte. No sé si valdrá la pena que participe yo en la próxima charla. Sobre mí ya se ha dicho todo lo que se tiene que decir y yo no estoy interesado en saber nada sobre la nada, ¡y valga la redundancia! Así es que, adiós, y no sé si nos volveremos a ver. Pero no te olvides de que yo soy el límite de lo real y ¡más allá de Dios sólo puede haber maldad!
—Lo tendré en cuenta. Adiós, Dios.
—Adiós, hombre.
—Pues si no nos volvemos a ver, Dios, hasta que nos veamos las caras en el fin de tu mundo.
—¡Hasta entonces, Diablo!
—¡Hasta pronto, Diablo, yo sigo interesado en el tema del más allá!
Cuarta conversación
Lamento que en la última conversación Dios se fuera contrariado. Comprendo que Él, que carece en todos los sentidos de los atributos del Diablo, carezca a su vez de interés por el conocimiento más allá del mundo real, es decir, de su mundo y, por su puesto, del mío también. En mis tiempos del catecismo me enseñaron a honrar a Dios, pero omitieron decirme cuál era la manera más correcta de hacerlo. Me dijeron, con la boca pequeña desde luego, que la verdad nos haría libres, sin darnos ni siquiera una ligera pista de lo que era la libertad. ¡Sobre todo en vida del dictador! Ahora yo intento hacerme una idea concreta y el resultado es contrario al mismo Dios, ¡no lo entiendo! Desde luego que Dios no parece muy razonable. Claro, Él no necesita la razón para averiguar lo que ya sabe, ¡Dios es la verdad, y punto!
En la última conversación con ellos dos surgieron varias ideas que me han impresionado. Desde luego que el Diablo siempre impresiona por su habilidad para razonar. ¡Sin duda que es el padre de la filosofía! La idea más inquietante, lamentablemente inconclusa, es que al parecer la naturaleza, ¡y no Dios!, es lo eterno. ¡Menudo chasco! Sin embargo yo no concibo tal idea, pues la naturaleza como un ser que existe debe tener necesariamente un principio y un final. Pero, claro, si lo vemos desde otro punto de vista, es evidente que la muerte no es el final de la vida, sino otra forma de ser de la vida; en otro nivel, o dicho en palabras del Diablo, en otra dimensión. El problema, como decía el Diablo, es hacerse una idea de las diversas dimensiones de espacio-tiempo, o dicho en palabras más comprensibles, de los diversos mundos y sus respectivas naturalezas. Pero no lo entiendo muy bien. Es decir, lo entiendo planteado como una hipótesis aislada, pero no veo la conexión entre las diversas dimensiones espacio-temporales, ni alcanzo a concebir su estructura. Digamos que si lo veo de cerca me hago una idea más clara, es decir, si cada ser vivo es un mundo, puedo ver la relación que hay entre nosotros: teoría de la evolución. Pero cuando pienso en el universo, ¡sencillamente es que me pierdo! ¿Estará también el universo sometido a las leyes de la evolución? ¡El Diablo debe de saberlo, porque él ha viajado por todas partes!
Pero la idea más desconcertante es la de Dios mismo. Resulta que como algo que tiene una duración transcurre en un tiempo, porque todo lo que es algo necesariamente debe tener una duración, ¡aunque sea el todo! De manera que hasta ahora hemos vivido limitando el todo a la idea del cosmos, y según este razonamiento, el cosmos mismo, en tanto que es algo tiene duración y transcurre en un tiempo, ¡por tanto Dios, el Dios del cosmos, no puede ser infinito, sino necesariamente finito! ¿Qué es realmente Dios? y ¿qué es entonces lo infinito? El Diablo dice que es la naturaleza, pero la naturaleza se supone que es todo lo existente, real y experimentable, y como tal necesariamente debe ser finito. ¡Pero no, claro, porque la dualidad de la naturaleza se resuelve entre la vida y la muerte, y no es posible saber cuando termina esta contradicción, si será todo muerte o todo vida! Ni una opción ni la otra, pues ambas se necesitan de forma dialéctica: la vida debe concluir necesariamente en la muerte, pero ésta no puede proceder de otro estado que el de la muerte… ¡porque no hay más dónde buscar!
—¡Sí hay una tercera opción! ¡Siempre hay una tercera opción! ¿O es que no has escuchado decir aquello de «No hay dos sin tres»?
—¡Ah, menos mal que has aparecido, Diablo, porque estoy hecho un lío!
—¿Qué se sabe de Dios?
—Dudo de que venga. Debe de estar enfadado con los dos…
—¡Pobre! No es fácil ser Dios y vivir encerrado en su inmensa integridad, sin poder plantearse nada fuera de sí mismo; sin viajar por ahí y ver cosas fuera de su propia dimensión espacio temporal. Claro que si sucediera tal cosa sería el caos. Él tiene que seguir siendo como es hasta el final del tiempo cósmico, el nuestro claro está. De todas maneras despareceremos con él. ¿De qué nos sirve a nosotros saber cosas que le trascienden?
—¡Según Él, simple y malvada curiosidad!
—¡Siempre tengo que ser yo el culpable de todo en este mundo!
—En este caso no hay ninguna duda. Si no lo he entendido mal, el amor a la verdad, para nosotros, es el amor a Dios, y no pretender ir más allá, pero buscar verdades que no podrán nunca ser probadas, sólo por la curiosidad de saberlo, ya no es amor a Dios, tal vez sea odio…
—¡Que sabes tú del amor, muchacho!
—¡Vivo enamorado!
—Sí, sin duda, pero no tienes ni idea de por qué.
—Porque… Porque… ¡Pues es verdad, ahora resulta que no tengo ni idea de por qué!
—El amor, amigo mío, es la atracción por lo desconocido, lo insondable, lo misterioso.
—¡Entonces sólo amo aquello que me atrae pero que desconozco!
—¡Correcto! Por eso ahora que hemos conocido a Dios hemos dejado de amarle.
—¡Razón por la que se fue enfadado!
—No hay ninguna razón para enfadarse, al contrario, ¡ahora debería ser más amigo nuestro que antes!
—Pero si dices que no se ama aquello que se conoce…
—Entonces, amigo mío, surge la amistad, porque la amistad es la atracción por lo conocido y afín; y la amistad es más duradera que el amor, ¡aunque no sea un sentimiento tan fuerte ni tan emotivo!
—¡Curioso, pero llevas razón! Más que enamorado, vivo en armonía con todo lo que me rodea. Bueno, a mi compañera creo que la amo porque en realidad no la conozco muy bien, ¡pero me atrae apasionadamente! ¿Entonces lo que siento por ella es realmente amor?
—Sin duda, pero tarde o temprano se trasformará en amistad ¡o enemistad, si descubres que no es realmente como creías que era! ¡De ahí todas esas grandes decepciones amorosas! Pero también una buena razón para justificar el deseo de descubrir verdades que sobrepasen la misma realidad, ¡por el amor a la verdad, que es lo desconocido!
—Bueno, dejemos a un lado mis asuntos personales y vamos al grano, Diablo, que estoy en ascuas.
—¡Confías demasiado en mí, deberías esforzarte un poco más y hallar todas las respuestas por ti mismo!
—Entonces, ¿qué utilidad tienes tú en este mundo?
—¡Yo también tengo mis duda, porque no soy Dios!
—Pero tú mismo has dicho que estás por encima de Él; que existes desde antes de la aparición del Dios de nuestro universo…
—¡No es así exactamente! Digamos que he servido a otros dioses anteriores a él, pero yo nunca he sido libre ni he existido en solitario. ¡Siempre he tenido a un Dios por encima de mí!
—¿Y eso te molesta?
—¿Qué importancia tiene? ¡Las cosas son así y no hay que darle vueltas! Existe el mal porque existe el bien; existe el dolor pero también el placer; el amor y el odio, etc. ¡No puede haber dioses sin diablos! La realidad, sea en la dimensión que sea, siempre es dual.
—¡Volvemos al caos! Pero ¿cuántas realidades hay?
—¡Millones, trillones; no se sabe!
—¿Ni siquiera tú?
—¡Ni siquiera yo!
—¿Y lo sabe Dios?
—¡Menos que yo! Como te he dicho, Él no viaja, yo sí.
—Bueno, está bien; lo acepto pese a que no lo comprendo. Pero volvamos al principio. Nada más llegar me dijiste que había una tercera opción, además de la vida y la muerte. ¿No será la inmortalidad?
—¡Absurdo! ¿Es que no aprendes nada después de todo cuanto hemos hablado? Si fuera la inmortalidad tendría que haber también una «invitalidad». ¿Has escuchado alguna vez esa palabra?
—Obviamente no, ¡porque carece de sentido!
—Entonces, ¿cómo puedes concebir la inmortalidad, es decir, una vida que no muere? ¡Completamente irracional, y por tanto, pertenece a mis peores momentos de ignorancia y maldad! Afortunadamente para los designios de Dios, me voy superando cada siglo que pasa y me hago más viejo…
—Por cierto, ¿qué edad tienes?
—Más o menos 13,7 mil millones de años, el tiempo de vida del universo. ¡Los mismos que Dios!
—¡Nuestro Dios, claro está!
—¿Conoces a otro?
—Pero tú dices que hay más…
—Pero no pueden llegar a conocerse porque pertenecen, pertenecieron y hasta pertenecerán a otra dimensión espacio-temporal. ¡Para nosotros ni existen, ni han existido ni existirán!
—¡Cada vez lo haces más complicado! Lo tuyo es enrevesado y complejo, lo de Dios era más simple y fácil de entender…
—¡Por eso soy el Diablo! ¡El inconformista! ¡El verdadero creador! ¡El filósofo!
—¡Si sigues por ese camino, nunca te redimirás!
—¡Alguien tiene que mantener la llama de la vida, y del tiempo! Si yo fuera como Dios dentro de 13 o 14 mil millones de años más todo se acabaría, así sin más, sin dejar rastro. Mi trabajo es siempre ir más allá, pero sin llegar nunca a saber hacia dónde voy. Sólo se que siempre habrá un Dios en mi constante tránsito por cualquier realidad o dimensión en la que me mueva. Pero los dioses no tienen esa misión.
—¡Hablas como si fueras un filósofo pagano de la antigua Grecia!
—Ellos tenían una idea más objetiva de la realidad. La culpa del cambio fue de Platón. Después de él la idea de varios dioses, que es la razonable, desaparece y caemos en esa irracionalidad de concebir a Dios sin principio ni final, ¡lo que hace imposible su existencia!
—Entonces, ¡volveremos al politeísmo pagano!
—¿Otra vez tengo que repetirlo? ¿Pero es que todavía no lo has entendido? ¡Sólo existe un Dios verdadero y millones, trillones o cuatrillones de falsos!
—¡Pero…!
—Son falsos porque no podemos concebir su existencia razonablemente, como una afirmación sin contradicción. Ya te lo he dicho en otra ocasión: ¡están, pero no son ni existen!
—¡Vasta de acertijos! ¡Esto cada vez se parece más a teología y no a filosofía!
—Eso es lo que tu pobre, ignorante y diabólica mente supone. ¡El misterio es perfectamente razonable, pero no deja de ser un misterio! ¡Es la tercera opción de la que hablamos!
—Pero ¿cuál, cuál? ¡Que ya empiezo a perder la calma y los buenos modales!
—¡La nada, obviamente!
—¡Es para enfadarse de verdad!
—¡Está bien, está bien; trataré de ser más específico, pero si no encuentro una metáfora adecuada dudo de que lo entiendas… Umm, umm… ¡Ya la tengo! ¿Qué tal te manejas con los ordenadores?
—Como todo el mundo, supongo; tengo una idea básica.
—Es suficiente. Veamos, ¿qué sucede cuando instalas un programa nuevo?
—Que aparece una ventana en la pantalla con una barra en blanco y después otra negra, que va llenando la blanca hasta que se termina la instalación. Pero ¿qué relación…?
—¡Calla y escucha! El universo se creó de la misma forma en que se instala un programa en nuestro ordenador. Primero aparece el espacio total necesario, ¡pero sin tiempo! ¡Es la duración de la descarga! ¡Ese espacio en blanco es Dios! Pero se trata de un espacio potencial. En realidad no es nada, ¿lo entiendes? Luego necesariamente aparezco yo, el Diablo, la barra negra que progresivamente va alcanzado la duración de Dios gracias al tiempo, ¡que soy yo! Dentro del espacio reservado de Dios no puede haber otra cosa que aquello que está previsto que haya, ¡el programa en su totalidad!, o dicho en términos teológicos, el destino o la predestinación. ¿Lo entiendes ahora?
—Me impresiona que una cosa tan simple tenga una relación tan trascendental, ¡pero hasta ahora lo entiendo!
—¡Muy bien, sigamos! ¿Qué sucede una vez descargado el programa?
—Que desaparece la ventana de descarga.
—¡Ahí está la cuestión que Dios no puede aceptar, que desaparece el mundo, y con él mismo Dios, el Diablo y todo lo demás! El programa ya está instalado; el tiempo de la duración de la descarga ha concluido y por tanto el espacio ha sido completado, o lo que es lo mismo, los designios de Dios se han cumplido…
—¿Y…?
—¡Y, qué!
—¿Y qué pasa después?
—¡Pues que se instala otro programa; otro mundo con otro Dios, otro Diablo y otra naturaleza y otra humanidad!
—Pero, ¿quién instala los programas?
—Ése es el final del proceso, ¡pero no sé si tu mente lo concebirá!
—Si lo concibes tú también puedo hacerlo yo, ¡soy de tu misma sustancia!
—¡Está bien, está bien; te lo explicaré! Ése es el principio del misterio, pero no el final. Ese ser que supuestamente está instalando programas ¡no es más que otro programa en descarga! ¿Lo entiendes? El primero contiene el segundo, pero el segundo, a su vez, contiene millones, billones, trillones, o vaya usted a saber cuántos, programas en descarga. Lo mismo podemos decir del primero, que a su vez es contenido por otros tantos programas en descarga en sentido inverso ¡Siempre hay programas en descarga, porque siempre hay movimiento, y si hay movimiento hay tiempo; y si hay tiempo hay vida y muerte, pero sin saber dónde está el final o el principio de esta dualidad! Y no sólo eso. Además de los programas que se descargan contenidos unos en los otros, también se descargan otros en paralelo, unos junto a los otros con la misma estructura interior inconcebible. ¡Y ahora ya lo sabes prácticamente todo!
—¡Es una hipótesis de mareo! ¡Pero no resuelve mis dudas!
—Tus dudas sólo tienen una respuesta, que está contenida en la tercera opción, ¡pero carece de sentido el que lo sepas, porque volvemos a la nada que tanto te inquieta!
—¿Entonces, de qué han servido todas estas charlas?
—¡Ya te lo dijo Dios en el primer momento: después de Él, o en su caso de ellos, no hay nada, y ése es el Paraíso, ¡donde por supuesto yo no tengo acceso!
—¿Y yo?
—Supongo que tampoco. ¡Haces demasiadas preguntas!
—¿Quieres decir que el Paraíso está reservado para los ignorantes?
—No, tampoco es eso, por que los ignorantes son tan malos o más que yo. La verdad es que no tengo ni idea. Quizás Dios lo sepa…
—¡A buenas horas me citáis! Después de haber dicho mil barbaridades esperáis de mí la última respuesta.
—Ah, hola, Dios; me alegro que hayas venido, ¡todo esto es un verdadero lío! Pero no creo que debas molestarte porque deseemos aclarar nuestras dudas, sean sobre lo que sean. El Diablo ya no es tan malo como parece, cada vez es más sabio y, por tanto, más virtuoso, pero él está hecho de otra pasta; tiene otras ambiciones; ¡ha viajado mucho!
—No hace falta viajar para saber la verdad. No hace falta moverse para encontrar la respuesta, porque precisamente el movimiento es lo que hace que no encontremos la respuesta.
—¿Tiene esto sentido, Diablo?
—¡Si Él lo dice, que es Dios, lo tiene!
—De manera que estamos los tres aquí gracias al movimiento, pero ¿queréis decir que precisamente por causa del moviendo no estamos capacitados para desvelar el misterio de la nada?
—¡Precisamente por eso! Pero yo estoy más capacitado que el Diablo para entenderlo. Yo no estoy en movimiento, pero tampoco estoy totalmente inmóvil, porque ¡contengo el movimiento; hago posible que las cosas sean porque se mueven dentro de mi espacio potencial! ¡Dentro del universo en el que está todo el espacio-tiempo concebible! Yo sólo he hecho un movimiento en toda mi larga existencia: crear el espacio y la duración, ¡un solo y fundamental movimiento, pero suficiente como para no ser ya parte de la nada absoluta! También por esa razón es absolutamente necesario que exista. Sin mi existencia el mundo no sería posible, el tiempo no transcurriría; el Diablo no existiría; la naturaleza no sería viable. Yo soy el espacio que contiene las cosas reales, ¡pero no me muevo!
—Entonces, ¿hay en la realidad algo que no se mueve ni se ha movido jamás?
—¡En efecto, lo hay!
—¡Imposible, porque no sería real, sino irreal!
—Sí, sería y es irreal, pero está. ¡Es lo que no-es, pero que está!
—Dicho con toda propiedad: está, pero para nosotros no existe ¡porque está en la nada! ¡Dios te lo ha dicho ya mil veces!
—¡Es para perder el juicio! ¿No podéis alguno de los dos hablar claro de una vez por todas, para que una mente normal como la mía lo entienda? Tal vez sería mejor dejar esta conversación, yo vuelvo a mis cosas y me olvido del asunto…
—¡Te harías viejo de la noche a la mañana! ¡Con 70 años sería como si tuvieras 90 y tendrías que olvidarte de esa preciosidad de la que tanto presumes!
—¡Pero tal vez después de muerto daría con la respuesta!
—No seas ingenuo: después de muerto la cebada al rabo, como dice el refrán.
—¿Por qué no atiendes a mis argumentos? El Diablo confunde las cosas y no tiene la última respuesta. Él siempre se mueve; va de aquí para allá, pero siempre está en el mundo, en éste o en el que sea. Yo estoy creado de la sustancia de la nada, porque ¡no soy nada! ¡Apenas pura potencialidad debida a un solo movimiento, el necesario para crear el espacio potencial que ocupa el cosmos, nada más!
—¡Lo has terminado de arreglar, Dios! Si no eres nada, ¿con quién Diablos hablo yo?
—¡Con nadie! Es decir, como tú bien dices, ¡sólo con el Diablo! Yo no he hablado en mi vida, pero el Diablo no ha dejado de hacerlo desde la creación del mundo. ¡Gruñendo, ladrando o hablando como una persona, pero él nunca ha estado callado! Todas esas historias de que yo he hablado alguna vez con los humanos, mandado señales o me he aparecido en sueños son las artimañas del Diablo. A ver si queda claro de una vez: ¡yo no puedo hablar con nadie porque soy pura y simple potencialidad! Es decir, para los humanos ¡no soy nada, pero existo necesariamente por la razón expuesta!
—¿Entonces con quién hablo yo ahora?
—Con el Diablo, por supuesto; con su doble personalidad: la suya real y la engañosa en la que trata de imitarme. ¡El Diablo es un extraordinario ventrílocuo!
—¡Ahora sí que la hemos terminado de arreglar! Y tú, Diablo, ¿que dices a eso?
—¡Sí, es verdad! Perdona chico, son cosas que un Diablo no puede evitar, ¡soy ventrículo e imito a Dios a la perfección!
—Entonces tú lo sabes todo; ¡tú eres como Dios y te has estado burlando de mí todo el tiempo!
—¡Calla, no digas disparates! ¡Dios es Dios y el Diablo es el Diablo!, pero no me queda más remedio que hacer de abogado de Dios, ¿quién sino lo podría hacerlo? Ya te lo he dicho en otra ocasión, ¿de qué te asombras ahora?
—¡Acabemos ya esta charla de un puñetera vez! Suelta todo lo que quede y sin engaños ni trucos. Habla como el Diablo que eres y no me vuelvas a liar con tus patrañas.
—¡No deberías confiar en mí en tanto no esté completamente redimido, porque no puedo evitar cometer alguna maldad, pero allá tú.
—¡Sí, allá yo; asumo lo que sea, pero venga, cuenta el resto de esta historia!
—¡Pero si está todo dicho! Dios es de este mundo porque fue el creador del espacio y la duración del universo, pero precisamente por esa razón se ha «naturalizado», hecho naturaleza, para entendernos. Él es parte de la dualidad bien-mal; verdad-falsedad o más propiamente dicho, positividad-negatividad, ¡porque todo es energía! ¡Por tanto debe de existir necesariamente! Pero Dios es, obviamente, de sustancia divina, proviene de la nada inmutable, la que nunca ha hecho un solo movimiento; la que contiene todo el espacio y la duración en potencia de todo lo que ha existido, existe o pueda llegar a existir. ¿Me sigues?
—¡A duras penas!
—Si quieres lo dejamos…
—Sí, tal vez sea lo más adecuado, al menos por unos cuantos días. De alguna manera ya me hecho una idea de ese ser inconcebible e inexistente; es decir, ahora más o menos comprendo el significado de la nada que tanto me obsesionaba. ¡La nada absoluta no es Dios, ni el nuestro ni los otros posibles dioses, sino «lo divino», lo que está pero que no alcanza a tener existencia, ni nombre alguno, porque no se ha movido jamás, pero que está en la nada! Ya veo que no hay conexión posible para el ser humano. Una vez que llegamos a existir no hay puerta para el regreso a la no existencia, por decirlo de alguna manera. La muerte no soluciona el problema… ¡Es una verdadera lástima!
—¡Lamentablemente no la hay! ¡Al menos que yo sepa!
—¡Hasta la vista, Diablo!
—¡Hasta cuando quieras, hombre!
—Por cierto, ya que está aquí aprovecho para preguntarte: ¿qué piensas hacer con la crisis financiera?
—Se arreglará, tranquilo hombre; los seres humanos, como el mismo Diablo, sólo aprendemos de nuestros errores, ¡pero aprendemos!
Quinta y última conversació
Las últimas revelaciones del Diablo han sido demoledoras, sin embargo no he perdido completamente el optimismo. En cierta manera me han servido para ser más realista y menos soñador. Ahora empiezo a darme cuenta de que mi deseo de superar cuanto antes esta juventud rebelde carece de sentido. Más vale que las cosas sigan así todo el tiempo que sea posible, pues ahora que sé que el paso del tiempo es un asunto del Diablo, ¡como todo lo demás!, también sé que será despiadado y, pese a que me siga sin entusiasmar la idea, ya no estoy tan interesado como antes por hacerme viejo. Si la muerte no aclara nada; si no podré disfrutar de alguna clase de Paraíso después de tanto darle vueltas al asunto, será mejor que me quede como estoy, que no se está tan mal.
En cuanto a sus ideas sobre el amor, la verdad es que ahora que me doy cuenta que deben ser ciertas, porque cada día que pasa siento menos pasión amorosa por mi compañera pero me entiendo mejor con ella, ¡porque cada vez nos conocemos mejor! Es una lástima que el Diablo goce de tan mala imagen, porque sus ideas son razonables. A parte de su tendencia inevitable al engaño y la imitación, no hay duda de que le debemos muchas cosas buenas de este mundo. Por otro lado, dada la pasividad de Dios en sus alturas, no tenemos más que al Diablo para que nos ayude a superarnos moralmente. Su experiencia es lo que le hace más bueno y más sabio cada nuevo siglo que cumple. Creo que dadas las circunstancias en que nos movemos aquí en el mundo, no hay duda de que la amistad del Diablo resulta a la larga positiva y, sobre todo, ¡ilustrativa!
Si lo he entendido bien Dios es una cuestión más física que teológica o filosófica. Se trata de un espacio lleno de energía potencial, con una duración, dentro del cual se desarrolla el tiempo. Ese espacio obviamente no se mueve porque es todo lo que es, ¡dentro de este universo nuestro, claro está! Lo que se mueve es el tiempo en el instante del presente dentro de ese espacio, en sentido del pasado al futuro, y en este devenir gracias a la evolución se producen los fenómenos que conocemos como la vida y la muerte, sin solución de continuidad, además de otros como la conciencia, la intuición, etc. La vida y la muerte, es decir, la naturaleza, son el movimiento; en tanto lo divino es lo estático e inmóvil, ¡pero no es la muerte, sino la nada! ¡La dichosa e inconcebible nada de siempre! Por eso Dios es incapaz de intervenir en los asuntos de la naturaleza, humana o salvaje, pero sí puede intervenir en los asuntos del espíritu, ¡pero como si nada, porque no está capacitado para evitar el dolor causado por la ignorancia; es decir, el mal propiamente dicho! Resulta que es el propio Diablo quien nos pone en comunicación con Dios a través de su prodigiosa imitación, ¡que hasta yo me lo había creído! Es un contrasentido pero tiene su lógica.
Otro asunto que ahora me explico con absoluta claridad es la interpretación del conocido Misterio de la Trinidad, lo que sucede es que al enunciarlo en términos teológicos, tan ambiguos y confusos, parece irresoluble, ¡pero es sencillo de entender! El Hijo, para entendernos es el ser humano redimido por el saber y el conocimiento de Dios. Es decir, que es la etapa final del ser humano en su necesaria evolución moral, mental y con toda probabilidad hasta física, pues de alguna manera debemos ser a imagen y semejanza de Dios. Por cierto, que en mi próxima charla, si tengo oportunidad, le tengo que preguntar al Diablo cómo es posible que Dios tenga nuestra imagen, ¡o viceversa, claro! En cuanto al Padre, obviamente es ese espacio potencial que constituye el estuche del universo o de nuestra realidad, por decirlo de alguna manera. El destino o predestinación de todo lo viviente en esta dimensión espacio-temporal nuestra. Y desde luego que el misterioso Espíritu Santo, sin duda que es la potencialidad que hay en la nada absoluta; la divinidad en calma; lo que está, pero que no existe, como decían tanto Dios como el Diablo, porque en esto los dos están de acuerdo. Las tres personas del Misterio están necesariamente relacionados entre sí. La única duda sigue siendo la naturaleza de la nada; es decir, del Espíritu Santo. ¡Pero casi ya no me atrevo a seguir insistiendo! A fin de cuentas, como dice el Diablo, carece de utilidad práctica para el ser humano.
—¡Hola, humano! ¿Qué tal has dormido? ¿Se te han aclarado las ideas? ¿Vas a volver a preguntarme otra vez sobre el más allá o te conformarás con disfrutar de la vida como cualquier persona normal?
—¡Hola, Diablo! Yo siempre duermo bien, y si tengo problemas enciendo la televisión y veo los programas de ofertas de sexo telefónico. Me relajan bastante.
—¿Y no te interesan los de adivinación?
—¿Para qué, si el futuro está perfectamente claro?
—Por eso son buenos contra el insomnio.
—Veo que hoy bienes de buen humor. ¡Me alegro, porque no hay nada más divertido que un Diablo feliz!
—Yo no tengo motivos para estar enfadado o ser infeliz. Si las cosas van mal, ¡mejor para mí! Pero si van bien, ¡también convienen para mi futura redención! Es decir, que vayan como vayan, siempre son positivas para mí.
—¡Se ve que eres una persona positiva! ¿Pero no es una contradicción? Se supone que el mal es negativo.
—¡Se suponen tantas cosas equivocadas sobre el Diablo!
—No creas que me he creído a pies juntillos todo lo que me has dicho hasta ahora. Hay cosas que no me encajan. Por cierto que ahora que has vuelto tienes que aclararme un dicho: ¿Por qué se dice que estamos hechos a imagen y semejaza de Dios?
—Ya veo que vuelves a las andadas y no te conformas con saber lo que te conviene, también quieres saber lo que no te conviene.
—No empecemos con moralinas desfasadas. ¡A buenas horas vienes tú con esas, después de todo lo que me has dicho sobre la realidad y Dios! Dime lo que sepas y olvídate de mi salvación, que eso es cosa mía.
—Entonces vayamos por partes. Dime, ¿qué eres tú?
—¿Yo? ¡Una persona, desde luego!
—¡No eres nada!
—¡No es necesario hacerme de menos! Ya sé que soy más ignorante que tú, y por esa razón debo de ser más malo, pero puesto que tengo voluntad de saber, creo que a pesar de todo me salvaré.
—No, si no es por hacerte de menos, ¡es que no eres nada! ¡Ni yo, ni Dios, ni el universo, éste y todos los posibles!
—¿De vueltas otra vez con la dichosa nada? Ya no estoy interesado en saber nada sobre este asunto, con que responde a mi pregunta inicial, ¡pero no con otra pregunta!
—Es que es verdad, ¡no somos nada!
—Bueno, cuando vaya al cine la próxima vez no pienso pagar entrada, ¡porque a fin de cuentas no ocupare ninguna butaca, porque no soy nada!
—Tómatelo a broma si quieres, pero sigo insistiendo que no somos nada. ¡Nada más que apariencias!
—¿Y lo aparente no es nada?
—¡Exacto!
—¡Ya empezamos otra vez con tus enredos filosóficos endiablados!
—Si lo aparente fuera algo consistente no sería aparente, ¿o es que no está clara la expresión «apariencia»?
—¡Juegas con el lenguaje!
—No, el lenguaje juega con nosotros, ¡que no es lo mismo! Pero su significado es literal y no está errado: ¡lo que vemos no son más que apariencias!
—Y ¿qué es entonces lo sustancial?
—No hay tal sustancia, sólo hay apariencia de sustancia. Lo que vemos consiste en algo, pero no es algo sustancial, o si lo prefieres, material.
—Si te refieres a la estructura atómica de la materia…
—¡Pero que materia ni que ocho cuartos! ¡No existe tal materia!
—¡Eres exasperante! ¿Es que pretendes negarlo todo, hasta lo que es evidente?
—Lo evidente es tan sólo lo que se ve, pero no nos dice en qué consiste.
—¡Dímelo tú!
—¡No consiste en nada, ya te lo he dicho!
—Entonces tú y yo somos dos fantasmas; una ilusión de la mente; un sueño. Incluso podríamos decir que una revelación.
—¡Vas por buen camino!
—Envía tu teoría a la Academia de las Ciencias, ¡seguro que les encantará!
—Los científicos no saben de la misa la mitad.
—¡Y tú te la sabes hasta en latín!
—Me alegra que no pierdas tu sentido del humor. Según como se mire la realidad es para morirse de risa, pero si lo vemos con apego por lo mundano es de pena, ¡una gran decepción!
—La verdad es que me estas empezando a inquietar. Si no somos nada y provenimos de la nada, no sólo seguimos en ella sino que volveremos a ella, ¡porque nunca hemos sido nada más que meras apariencias! ¿No es así?
—Tu razonamiento es extr