RELATO
La guerra de Inés
JAIME DESPREE
A la memoria de «La chata», miliciana de las J.S.U. caída durante el asedio a la catedral de Sigüenza, en octubre de 1936, y de Francisco Gonzalo, alias «El carterillo», socialista y presidente de la Casa del Pueblo de Sigüenza, asesinado por los fascistas la víspera de la Guerra Civil Los tres hermanos Valiente, los tres a la misma hora murieron el mismo día naciendo para la gloria Los tres hermanos Valiente salieron a hacer la guerra armados de su apellido más que de lanza guerrera Fernán Silva Valdés. CAPÍTULO PRIMERO Abril de 1931 En un día como hoy de hace sesenta años falleció en mis brazos mi amada, y siempre añorada, Inés Valiente. Apenas habían transcurrido tres meses desde el alzamiento militar que degeneró en la larga y fratricida guerra civil que puso un sangriento fin a la II República española. En 1931 Inés y yo éramos dos aldeanos adolescentes, ingenuos y analfabetos, hijos de una miserable aldea de algo más de un centenar de familias. Inés había comenzado a asistir a unas clases de alfabetización, porque sabía que aquellas primeras letras harían que se sintiera más digna y respetada. Yo, por el contrario, me sentía bien con mi rutinaria ocupación de llevar a pastar al rebaño familiar a los cerros cercanos, y no tenía ningún interés por aprender a leer y escribir. Hoy recuerdo con enorme dolor y tristeza, que fue Inés quien venció mi tozudez enseñándome ella misma a leer y escribir, y hoy he decidido mostrarle mi póstuma gratitud escribiendo este libro con mis recuerdos de una primavera republicana y un otoño fascista, en que transcurrió su corta y desdichada vida. Flor rota cuando liban en ella las abejas; cuando la primavera da paso al verano y agitan las tiernas alas las nuevas golondrinas; cuando el relente matutino se hace pronto bochorno abrasador; es decir, en lo mejor de su vida. Mis recuerdos se remontan a los primeros días de abril de 1931, cuando «con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros», según cantara nuestro inmortal Antonio Machado, Inés subía como de costumbre por el camino hacia el pueblo mientras yo intentaba cuidar un par de docenas de tercas ovejas y una cabra imposible de dominar. Ella venía jugando con su cuaderno de escritura, garabateado por cada espacio disponible, y lo lanzaba al aire como si fuera una cometa, volviéndolo a recoger como si estuviera amaestrado. Al llegar a mi lado se reía, tal vez de mi terquedad de adolescente analfabeto, al tiempo que me miraba provocativa, ensayando esas artes de mujer que surgen de forma natural en todas las adolescentes sin que nadie se las enseñe. Al acercarse parecía como si el viento se agitara con más fuerza, las ásperas jaras parecían florecer, como si fueran madreselvas, y el canto de los monótonos chichipanes parecían ser jilgueros o ruiseñores. Cuando estaba cerca se sonrojaba, o hacía ver que se sonrojaba, porque Inés nunca tuvo vergüenza de mí, lo que me hacía perder la entereza, como si ella fuera veinte años mayor que yo y supiera todo lo que hay que saber de la vida, mientras que yo, un mocetón de quince años, casi dieciséis, apenas si sabía de dónde venían los niños, porque había visto parir a las ovejas, no sin cierto embarazo, pues me repugnaba la placenta y la viscosidad del cordero recién nacido. Cerca ya, en el ribazo, a cierta altura de donde estaba yo, Inés se arreglaba su tosco vestido estirando de aquí y de allí, colocándose bien las hombreras y ajustándose el delantal, como si se preparara para una actuación: —¡Ea, Andrés, no me mires tanto que me vas a desgastar! Lo decía sabiendo que la miraba de reojo, cuando en apariencia estaba atento a varios corderos que remontaban la ladera en busca de hierba fresca, pero yo ni los veía. —¿No ves que la cabra se te desmadra? Era verdad, aquella maldita cabra, que no todas las criaturas deben ser de Dios, se echaba siempre al monte y no había nada que hacer. Para un cuartillo escaso de leche que nos daba al día el trabajo de tenerla junto a las ovejas no compensaba, pero mi padre insistía en tenerla, más por nostalgia que por utilidad. Desde que murió mi pobre madre teníamos aquella cabra díscola e ingobernable como si fuera su alma que seguía en el mundo, y que sólo a ella respetaba. La compró ella misma en el mercado de ganado de Sigüenza, en el otoño del 27, porque quería que a mí no me faltara la leche, aunque fuera de cabra. «Si quieres ser un hombre de bien, y lo serás, aunque tenga que molerte a palos, tienes que beber mucha leche de cabra». Lo decía como si aquella leche fuera el ungüento de confirmar del señor obispo. —¡Eres un pastor tonto, que no sabe ni tener firme a una cabra vieja! —me recriminaba Inés. Pero yo sabía que desde que murió mi madre Inés me tenía afecto, pero no sólo por compasión femenina, sino que era por otras razones que mejor no quiero mencionar todavía. Pero disfrutaba martirizándome como si creyera que tenía la obligación de hacerlo. Era como si quisiera reemplazar a mi difunta madre y se propusiera la misión de espabilarme y hacer de mí un hombre de «bien» a base de rapapolvos y recriminaciones, tal y como lo dejo dicho mi pobre madre. Se detenía, metía el cuaderno en el amplio bolsillo del delantal, y me volvía a reprender. —¿No ves que la cabra se te va al monte? Yo la silbaba, le gritaba, le arrojaba un guijarro y trataba inútilmente de hacerla volver al rebaño, porque no quería salir en su busca y alejarme de Inés. Ella era mi única alegría en el mundo y esperaba ese momento, cuando regresaba de la escuela, como se espera el sol tras una fría noche de helada. Todo a mi alrededor era silencio y desconsuelo. Mi padre no volvió a sonreír tras la muerte de mi madre; mis tías parecían esperar el momento de entrar en nuestra desangelada y fría casa para alejar de sus semblantes cualquier muestra de alegría, y parecían creerse en la obligación de compadecerse de mí a cada instante. «¡Pobre hijo mío! Sin una madre que lo cuide, ¡cómo va a hacerse un hombre de provecho!». Yo era para todos el «pobre Andresito», el niño sin madre, casi huérfano, porque mi padre parecía ya un cadáver. Los otros niños del pueblo, crueles y despiadados como todos los niños, me mostraban todo aquello que sólo una madre puede hacer, como sus bien remendadas camisas y pantalones, las suculentas meriendas, y me sonreían maliciosamente cuando sus madres los llamaban para recogerse al anochecer. «Vaya, me voy porque me llama mi madre. Claro, tú como no tienes puedes quedarte hasta cuando te de la gana. ¡Vaya suerte!». Su crueldad era tan inmensa como su ignorancia. —¡Estoy harto de esa cabra, tan harto que un día… bueno, que no sé lo que haré con ella! —¡Ni se te ocurra, Andrés! ¡Esa cabra la compró tu madre y tienes que respetarla! Como todos los demás, al mencionar a mi madre también Inés se creían en la obligación de compadecerse de mí, pero apenas si dejaba ver un instante de melancolía e inmediatamente su rostro volvía a brillar, sus mejillas se encendían y sus labios volvían a sonreír, como si tratara de alejar de sí cualquier pensamiento triste en alguien que parecía haber nacido para hacer propaganda de la alegría. Además, sentía la muerte de mi madre con la naturalidad de un cura que da la extremaunción a un moribundo, porque pienso que quien ama la vida también ama la muerte, de la misma manera que quien se presta a ser mártir puede llegar a ser verdugo. Yo hacía lo que ella esperaba que hiciera: reunía el rebaño, reducía las aspiraciones revolucionarias de la maldita cabra, y una vez todo en orden, volvía y me sentaba a su lado, como un niño que espera el beso de su madre por su buen comportamiento. Pero ella seguía su metódico sistema de provocar mi dignidad. —¡Yo nunca me casaría con un pastor tan tonto; vaya, que ni siquiera me casaré con un pastor, conque espabila! —No digas tonterías, Inés, ¡hablar ya de casorios! —Cuando sea mayor seré como esas señoritas veraneantes de Sigüenza. Llevaré bonitos vestidos de organdí, con un buen escote para que rabien los chicos. Porque yo no me pienso casar con cualquiera. ¡Para eso voy a la escuela, que no gano para suelas de zapatos! Al mencionar la escuela su expresión se volvía solemne, su mirada se perdía en algún lugar del valle, permanecía unos instantes en el más absoluto silencio, raros en ella, como si comprendiera que sólo con los cuatro garabatos que empezaban a surgir de su cuaderno rayado su dignidad de persona podría estar a la altura de sus sueños. Entonces se volvía todavía más agresiva, sacaba su gastando cuaderno del bolsillo de su delantal, lo habría por cualquier página mostrándome filas de frases repetidas, más o menos ajustadas a las líneas, y casi con arrogancia me recriminada: —¿Cómo un pastor ignorante que no sabe hacer ni la o con un canuto puede comprender lo importante que es ir a la escuela? ¡Una señorita necesita saber leer y escribir, porque…—y se detenía súbitamente, como si supiera que aquellas letras garabateadas en un cuaderno de beneficencia no fueran suficientes para hacer de ella una señorita. Sin embargo a mí aquellos signos me acobardaban, porque, en efecto, no había tenido la oportunidad de aprender a leer y escribir, y ella me parecía una persona importante y con futuro. Tenía la sensación de que encerraban significados que a mí se me negaban por mi ignorancia. Puede que contaran historias, hablaran de la vida, de la naturaleza, de todo aquello que era necesario saber para comprender todos los misterios que encierra el mundo. Sólo contemplar aquellos signos que me ocultaban su varadero significado me angustiaban—, ¡por lo que sea! ¡Ea, que ya he dicho bastantes tonterías! Casi siempre terminaba sus reflexiones de aquella forma tan desconcertante, pero casi inmediatamente recuperaba su jovialidad. Era como si regresara de un viaje imaginario por su futuro, después de haberse paseado luciendo sus deseados vestidos por la alameda, provocado a los muchachos por su descarado escote y, no obstante, no hubiera encontrado la satisfacción esperada. Por ello, regresaba al pueblo; al polvoriento camino de la escuela; a la ribera del arroyo cubierto de carrizales donde croaban las ranas; al sonido lejano de la campana de la iglesia, las esquilas de las ovejas y el silbido de las alondras entre los sembrados. Como si en realidad aquel sueño suyo de señorita de ciudad no fuera realmente suyo, sino que se lo habían tratado de inculcar aquellos garabatos mal escritos en su cuaderno desvencijado. De pronto Inés se volvía otra vez maternal, perdía su atractivo de joven casadera, y me recriminada duramente: —¿Por qué no vas también tú a la escuela? —¿Yo a la escuela? ¡Y quién hace todo el trabajo de mi casa! —¿Qué será de ti siendo un analfabeto? ¿No ves que un hombre no tiene provenir si no sabe leer y escribir y las cuatro reglas? —Teniendo tierras y ovejas ¿para qué hace falta saber de cuentas? —Pero ¿y si las pierdes; si viene un mal año o les coge un mal a las ovejas y se mueren? ¿Qué harás entonces? —Trabajo no me faltará mientras tenga dos brazos —¿De peón en el campo y morirte de miseria? —¡De lo que sea, mujer! Indignada por mi terquedad, se levantaba airada y me restregaba su cuaderno gastado por la cara, como si tratara de que las letras me entraran en la cabeza a fuerza de golpearme con ellas. —¡Si no aprendes a leer y escribir no te querré como marido, aunque me lo pidieras de rodillas!, ¡para que lo sepas! Ella creía que aquella era la mejor forma de estimular mi inconsciencia y mi terquedad pueblerina, porque para Inés la vida se reducía a vivir alegremente hasta el inevitable día en que tuviera que casarse. Entonces la vida dejaría de ser un juego para convertirse en algo serio; una especie de misión natural a la que toda mujer está obligada a cumplir, como es cuidar un marido, llevar una casa y criar unos hijos. Por tanto, todo lo que hiciera antes de este trascendental cometido no era sino un juego sin importancia, que había que aprovechar lo mejor posible. —¡Yo no sirvo para hacer letras como ésas! —me defendía yo, pero en mi interior sabía que no era así, es más, creía entenderlas aun sin saber lo que significaban. —Tampoco sirves para pastor, ¡ni quiero que seas pastor! Yo quiero que seas alguien importante, porque yo sólo me casaré con alguien que sea importante, como esos señores que vienen en automóvil de Madrid a veranear en Sigüenza. —¿Pero qué ideas tan tontas se te meten en la cabeza? ¿Qué tiene de malo el pueblo, eh? Además, ¿de dónde sacas esas ideas siendo una mocosa que, total, no hace ni medio año que va a la escuela? ¿Qué te crees, que con saber leer y escribir y las cuatro reglas ya puedes aspirar a todas esas tonterías de señoras y señores veraneantes? ¡Anda, baja ya de la higuera, Inés, que las cosas no son como tú las sueñas! No somos más que dos campesinos como son todos los campesinos. Tu serás como tu madre, te casarán con uno del pueblo, cuidarás ovejas, escardarás los cebollinos, cavarás las judías, engordarás un cerdo para la matanza de San Martín, segarás y trillarás la mies cada verano, y Dios quiera que te de siquiera cuatro o cinco hijos y puedas criarlos con salud para que te cuiden en tu vejez. ¿A qué vienen todas esas tonterías de señores y señoras? ¡Para eso más te valdría no ir a la escuela! Era como si la hubiera abofeteado. Apretando los labios con violencia, se levantó airada, me crucificó con la mirada, que si hubiera sido una espada se me hubiera clavado en el corazón, y, poniéndose en jarras, me dijo todo lo que sin duda merecía y todavía por su buen natural se calló: —¿Lo ves? ¡No eres más que un analfabeto tonto que no sabe nada de la vida! Para que lo sepas, en la escuela no sólo nos enseñan a leer y a escribir y las cuatro reglas, sino a ser personas… Bueno, yo no quiero decir que sea malo ser un campesino, pero hay que aspirar a ser algo más que unos analfabetos muertos de hambre y de miseria. Tú crees que esto es bueno porque no conoces nada más. ¿Por qué? ¿Qué puedes aprender de la vida si todo el día estás en el monte, o arreando la mula en el sembrado o cavando el huerto? ¿Crees que todo se acaba aquí? ¿Qué los pobres no tenemos derecho a comer algo más fino que el tocino rancio, o los chorizos y las morcillas? Que no es que no me gusten, pero hay otras cosas: pasteles, dulces y cosas para beber que no sea sólo agua y vino. ¿Crees que no tenemos derecho a vestirnos con otras cosas que no sean estos harapos remendados? ¡Mira tus pantalones, están más remendados que el tejado de mi casa! ¿Para qué crees que están las tiendas llenas de cosas bonitas? ¿Para adorno, eh, so tonto? ¿Y cómo vamos nosotros a comprar esas cosas si no vemos el dinero más que cuando hay bautizo y nos echan cuatro perras de aguinaldo! Yo callaba porque no entendía muy bien lo que me quería decir. Para mí la vida estaba bien como estaba. Me gustaba el olor intenso del tomillo, el espliego, el romero, la salvia o la mejorana, incluso la acidez de la flor de la retama; respiraba con satisfacción aquel aire serrano y limpio; disfrutaba contemplando el corretear de las liebres por los sembrados o la procesión de los pichones detrás de la madre; me gustaba imitar el canto del asustadizo cuco, con su imagen recortada en la lejanía sobre la copa de las encinas. Yo era feliz viendo declinar el sol al crepúsculo, cuando las nubes se encendían de bermellón, como si ardieran. Todo aquello tenía para mí la solemnidad de lo divino y no sabría vivir sin ello. De pronto Inés se puso a llorar, y lo supe porque brotaban dos gruesas lágrimas de sus ojos grandes y verdes, resbalando por sus sonrojadas mejillas. —Y ahora, ¿qué te pasa? —¡No sé, tengo ganas de llorar, eso es todo! —¡Vaya, así sin más! —¡Sí, así sin más! ¡Las mujeres lloramos porque sí, sin más! —¡Pues vaya tontería! —siempre hablaba de sí misma como de una mujer, a pesar de no haber cumplido todavía los catorce años —¡Lloro porque algo, que no sé qué es, me oprime el pecho, y si no lloro reviento! —¿Pero tiene que tener alguna explicación? —¡Claro que tiene una explicación! ¿Te parece poca explicación que seamos pobres, viviendo aquí en esta aldea medio en ruinas, abandonados de Dios, sin una mala bombilla en la plaza del pueblo, alumbrándonos con candiles. ¿Te parece poca explicación que a tu madre se la llevara una gripe, que los médicos ya saben curar con cuatro pastillas? —¡Deja a mi madre, que descansa en paz, y si se ha ido Dios sabrá por qué! —¡Eso, siempre lo mismo; lo bueno o lo malo, todo lo quiere Dios! ¿Pues qué Dios es ese tuyo que no sabe distinguir entre lo que es justo y lo que no? ¡Va, que me perdone Dios si existe, pero no hay justicia en el mundo y Él debe saber por qué, pero yo no lo sé! —¡No blasfemes, Inés, que Dios te castigará con algún mal! —¡Déjame en paz! ¡No, si tú vas para cura, y si no el tiempo! —y se alejó airada, guardando con rabia su cuaderno en el delantal, hasta perderse tras la ermita del humilladero, sin ni siquiera volverse para ver la cara de estúpido con la que me había dejado. Aquello fue una premonición, porque Inés sabía de mi carácter más que yo mismo. Lo sentí como una maldición del cielo y no como una bendición. Ser cura era apartarme de ella, renunciar a ella, cuando de alguna manera vivíamos con la ingenua convicción de que estábamos hechos el uno para el otro, pero que sólo era cuestión de dejar que el tiempo arreglara nuestras diferencias. Esto ocurriría tan pronto como yo dejara de ser un adolescente para convertirme en un hombre, pero no sabía cuándo ni cómo sabría que ya lo era. Sólo estaba seguro de que todavía no lo era. Sin embargo ella hacía tiempo que era una mujer, pensaba como una mujer y se comportaba como una mujer. ¡Incluso lloraba como una mujer! Aquella nueva discusión no enfrió nuestra amistad y hasta yo diría que nuestro mutuo afecto que podría ya ser amor. Al contrario, a mi regreso del campo la encontré sentada en la fuente, con un cántaro que rebosaba desde hacía bastante tiempo, porque sin duda me esperaba. Pasé por su lado confuso, temoroso de que, después de nuestra discusión no me volviera a dirigir la palabra, y le di un severo golpe de vara a una pobre oveja que se detuvo a mordisquear una hierbas que crecían junto al pilón, justo donde ella estaba sentada. El animal, asustado, brincó sobre sus patas traseras, y estuvo a punto de estrellarse contra la piedra de la fuente de no haber sido porque ella lo detuvo. —¿Quieres matar al pobre animal? ¡Mira que eres bestia, Andrés! —me recriminó Inés. Yo no dije nada, pero estaba arrepentido. Cogí a la pobre oveja por el collar de la esquila y traté de calmarla, como si quisiera disculparme por mi mal comportamiento, pero el animal no quería otra cosa que librarse de mí. Inés cogió el cántaro, lo cargó sobre su cadera y caminó a mi lado en silencio. —Lo que te he dicho de que serás cura no lo he sentido… —dijo al rato de caminar juntos y a pocos metros de su casa—. Yo no quiero que seas cura… Los curas no son hombres de verdad; no saben nada de la vida porque no se casan— de pronto se detuvo, cambió el pesado cántaro sobre su otra cadera, y riendo me gritó—: ¡Pero si tú te metes a cura yo me hago monja! Yo, una vez más, me quedé confuso y desconcertado, porque algo en mi interior me decía que nunca podría gozar del amor de aquella muchacha, que, sin embargo, ya se veía a sí misma como una mujer. Ambiente de elecciones Faltaba una semana para las elecciones municipales de 1931 y el pueblo se había convertido en un circo. Forasteros que nunca habíamos visto antes por allí, aparecían a pie, en cabalgaduras. Incluso llegaron en algunos automóviles rotulados con grandes siglas blancas, correspondientes a los partidos políticos a los que representaban, y que a duras penas eran capaces de remontar la ladera, especialmente porque con el rocío de la mañana el camino se hacía resbaladizo. También aparecieron letreros con consignas políticas, pintados con poca maña y hasta con alguna que otra falta de ortografía en todas las paredes, en especial en la revocada del frontón. «Campesino, acuérdate de tus cosechas, que no sean otra vez para el señor. Vota tu candidato del PSOE, el partido de los campesinos». Pero en nuestro pueblo las elecciones no parecían tener más importancia que la de ratificar al alcalde, don Mariano. Éste era el único hacendado del pueblo, con más de quinientas cabezas de ganado y el mejor pedazo de valle para el cereal, además de otras tierras baldías, pero buenas para el jabalí y el corzo, donde cazaban gentes venidas de Madrid, y hasta de Aragón y ääCataluña. El coto estaba bien guardado de furtivos con un par de guardas jurados, padre e hijo, que no preguntaban antes de disparar a los que merodeaban por él. Don Mariano había sido nombrado a dedo durante la dictadura de Primo de Rivera. El candidato opositor era Genaro Martínez, apodado el «Tejero», porque trabajaba como oficial en el tejar del pueblo, una miserable industria destartalada propiedad de alguien de Guadalajara que casi nadie sabíamos quién era y que sólo habíamos visto alguna vez por el pueblo, para la temporada de caza del corzo, por fiestas o con ocasión de alguna solemnidad local. Aún había otro candidato de un partido republicano, pero que se retiró a última hora para favorecer al socialista. No es que el pueblo fuera importante, pero para los partidos de la coalición de izquierdas y republicanos todos los alcaldes o concejales que pudieran conseguir eran importantes. En cambio los conservadores parecían dar por ganadas las elecciones, porque a penas se movieron. Los comentarios de taberna eran apasionados y todo el mundo en el pueblo parecía saber de política sin ni siquiera ser capaz de leer el nombre de los líderes que aparecía en los periódicos, apoyando con sus artículos a los candidatos de sus partidos. «Éste es ese Gil Robles. Pa’mí que es una persona instruida de verdad y, además, es el más preparao, porque es de buena cuna, no como nosotros», comentaban unos y otros. «¡Va!, que to’s los políticos son iguales. Ahora se acuerdan de nosotros para que les votemos, pero yo me astengo o como se diga. Ni me gusta uno ni el otro; el uno por cebao y el otro por enterao. Na, ¡que no voto y se’cabó!». «Pues yo sí que votaré, no vaya a ser que por desgana se lleven la alcaldía los rojos, que con los socialistas este pueblo sería un putiferio». «¡Que te digo yo que está to apañao! Al final habrá todos lo votos que quieran, que hasta los muertos resucitarán para las elecciones. Yo con la papeleta hago lo mismo que con los cantos cuando cago en el campo». «¡No seas bruto, que estas elecciones son serias!; que las cosas ya están bastante caldeadas desde lo de Marruecos, y este Almirante Aznar no vale ni para mandar en un convento de monjas. Que sin mano dura y alguien con buena cuna que mande y templa este país se desmadra en dos jornadas». «¡Toma!, que el Romanones ya no caza tanto por estas tierras como cuando estaba el Primo de Rivera, que deben estar todos con el cuello que no les llega a la camisa». Al atardecer venían grupos de jóvenes en cabalgaduras de Guadalajara, de Madrid y hasta de Zaragoza. Unas veces para anunciar un mitin en Sigüenza, otras ellos mismos, acompañados de su candidato, improvisaban uno en la plaza del pueblo, que casi siempre terminaba en acaloradas discusiones, cuando no a garrotazos. Los socialistas, los más activos, leían alguna proclama de Lenín y después las comentaban rebajando ostensiblemente sus pretensiones y sin mencionar la propiedad privada. —El producto del trabajo no puede ser entregado al capitalista, sino que debe ser repartido con justicia entre todos los trabajadores. A lo que algún campesino respondía agitando el bastón en el aire. —¡Anda y vete con tus cuentos a otra parte!, que aquí no sabemos de capitalismos ni de productismos, que todos semos gente honrada y nadie nos va a quitar lo que hemos ganao con el sudor de nuestra frente, ¡y menos ese Leni, o como se llame! —¿Pero es que no lo entendéis? —se esforzaba el improvisado orador—. Todos somos iguales porque a todos nos ha parido una mujer, por lo que todos tenemos derecho a una vida digna y sin penalidades. La propiedad latifundista y la mala explotación de las tierras son la causa de la miseria del campo español. Hace falta una política agraria moderna. Necesitamos hacer una reforma agraria en profundidad, que reparta mejor el fruto del trabajo del campesino y sea más rentable su trabajo. Pero el campesino insistía, sin dejar de blandir amenazador su garrota: —Cada cual tiene lo que merece, porque hay vagos y trabajadores, que las gentes semos como las golondrinas, las hay listas y las hay tontas. Los listos bien está que tengan propiedades y los tontos no valen más que para ser peones. ¿Qué carajo ese eso de que todos semos iguales? A lo que algún otro campesino replicaba: —¡Mira quién habla de listezas, que to lo que tienes lo has heredao; y trabajar, lo que se dice trabajar, no te cansas, no, que lo hacen tus peones, que los tienes medio muertos de hambre y de miseria. Que aquí todos sabemos lo que les pagas… Entonces era inevitable la trifulca. —¿Y a ti, so muerto de hambre, quién te ha dao vela en este entierro? Heredao y con honra, y no dejaré que nadie me venga con esas de que todos semos iguales ¡El primero que cruce mi sembrao probará ésta, que algunos aquí presentes ya saben cómo escuece en sus riñones! Finalmente se hacía un clamor caótico en el que cada uno expresaba en voz alta sus opiniones: «¡Si no puede haber justicia sin mano dura!». «¡Que el ser humano no tiene arreglo!». «¡Sin una revolución como Dios manda no puede haber solidaridad ni justicia!». Don Mariano pronunció un discurso de compromiso para complacer a los del partido de Sigüenza, pero por sus malas dotes de orador, fue un rotundo fracaso y casi una mofa, compensada por la acritud de sus correligionarios: —A mí no me gusta andar de sermoneos, que para ser alcalde basta con tener buen juicio y sentido común. Yo de política no sé na de na, ni me importa, porque para un pueblo como éste contri menos política mejor. Mientras yo sea alcalde tendremos tranquilidad, que es lo más importante. ¿De qué nos vale el progreso ese de la ciudad si nos viene envenenao de maldades y corruciones. Lo que importa es la tranquilidad y la buena salud, de la que tenemos a carretones y d’eso aquí no nos falta. Pero sus correligionarios de Sigüenza no estaban satisfechos con la simpleza de aquellos argumentos pueblerinos, y metían sus puyas mal intencionadas contra el candidato socialista. —Los socialistas y comunistas quieren quitaros las tierras, quemar la iglesia y declarar el amor libre, para que todos se puedan acostar con vuestras mujeres. ¿Es eso lo que queréis que aprendan vuestros hijos? A pesar de la provocación, las réplicas eran jocosas. —¡Anda y vete pa’tu pueblo, marquesito, que aquí no queremos señoritos! —¡Éste es también mi pueblo, porque esto es España, y España es lo más sagrado! Los rojos los manda Moscú y si ganan las elecciones aquí mandarán los rusos y no los españoles! Pero los campesinos recelaban de los políticos conservadores tanto como de los socialistas. —¡Muy lejos está Rusia pa que vengan a mandarnos! Que pa cuatro fanegas de trigo que recogemos al año, media docena de corderos y unas cuantas caballerías que se caen de viejas no creo que se molesten en venir de tan lejos pa gobernarnos. —¡Pero, desgraciado!, ¿y los valores universales, y la patria, la religión, Dios, y todo lo sagrado que hay en nuestra tierra?, ¿vamos a permitir que esos rojos los profanen? —¡Sin insultar, chalao, que pa’eso están las lecciones! Pa mí lo único sagrao es un jamón bien curao y el vino tinto de Aragón, y de eso creo yo que no nos faltaría, ¡aunque vinieran los rusos! Las carcajadas eran unánimes, y los conservadores finalmente comprendían que sus argumentos catastrofistas no impresionaban a nadie. Para mí todo aquello de las elecciones no era sino una oportunidad para salir de mi rutina. Nunca el pueblo había estado tan animado ni había llegado tanta gente forastera. La taberna estaba siempre repleta de parroquianos, donde no se discutía de otra cosa que de política. Mis paisanos parecían haber recuperado la ilusión por el futuro. Era estimulante ver a la gente en la taberna hablar de temas sociales, como el trabajo, la educación, el derecho a expresarse libremente, a criticar a los políticos o a la monarquía. Los instruidos leían los pasquines políticos entre baso y baso de vino, mientras los analfabetos mordisqueaban los cigarros mal liados por la premura al hacerlo por no perder detalle de lo que se estaba leyendo. De vez en cuando, si no entendían algo, se rascaban las greñas apartando momentáneamente la gorra que mostraban sus calvas blanquecinas. —«El doce de abril será la primavera de España, porque los trabajadores votarán en masa por la República —leía el campesino ilustrado—. El voto de los trabajadores pondrá fin a los históricos sufrimientos que ha padecido la clase trabajadora de este país por la opresión de la oligarquía formada por militares, nobles envilecidos y financieros sin escrúpulos, que dejará paso a un Gobierno honrado, del pueblo para el pueblo. Un nuevo gobierno democrático, honesto y comprometido con el bienestar del pueblo y no sólo en defensa de los privilegios de unos pocos». Los hermanos de Inés, Juan, Damián y Benjamín Valiente, eran los más atentos y no dudaban en interrumpir la lectura si no entendían algo. Parecían ávidos de conocimientos y sufrían visiblemente por su ignorancia. —¿Qué significa pri… pri…? —¿Privilegios? Hombre, pues qué va a significar, que unos pocos se quedan con todo lo que debe ser repartido entre todos… —¡Sigue, sigue, que ya lo entiendo! —«En esta histórica consulta electoral el trabajador no puede tener dudas a la hora de votar, porque la coalición de las izquierdas y los republicanos es la única que defiende sus intereses…» Así daban las tantas de la noche. El candil se quedaba sin aceite y el tabernero se quejaba de que hablaban mucho, pero bebían poco, y que ya estaba bien de mitines en su taberna; que la política no podría traer sino desgracias a la gente, sobre todo a los pobres. Al final, como si despertaran de un sueño, estiraban las piernas, se colocaban bien la boina y lentamente iban abandonando la taberna, sin dejar de comentar lo que habían escuchado. Afuera sólo el resplandor del mortecino candil de la taberna iluminaba la callejuela mal empedrada. Los gatos, que permanecían acurrucados en la puerta de la taberna a la espera de alguna raspa de sardina arenque, saltaban ágiles las tapias y se enzarzaban en peleas territoriales. Algún gallo cantaba prematuramente el amanecer del nuevo día y de alguna ventana llegaba el llanto monótono de alguna criatura hambrienta o dolorida. —Lo tengo decidido —comentaba el mayor de los hermanos Valiente—, votaré al «Tejero». —¡No me fío de los socialistas, que estuvieron con Primo de Rivera! —dijo el mediano. —¡Pero ahora es distinto!, aquello era por lo que era… —Yo votaría a un candidato que fuera anarquista o comunista. Aquí no valen medias tintas, ¡o todo o nada! —Yo también votaría a los anarquistas —añadió Benjamín Valiente—, pero más vale el «Tejero» que el burro de don Mariano. Aunque para lo que se puede arreglar aquí no creo que importe quién gane. Como dice el Damián, ¡lo que hace falta es una buena revolución que lo cambie todo de raíz! —¿Te crees que eso de la revolución es un juego o qué? ¡Eso es una cosa muy seria y puede traer mucho sufrimiento al pueblo! — replicaba el mayor de los hermanos. —¡Todas las cosas que valen cuestan conseguirlas y nacen con sufrimiento! —¡Déjate de revoluciones y vamos a votar por el «Tejero», que más valen los socialistas que estos caciques monárquicos! Yo, que había estado sentado en un rincón de la taberna, seguí discretamente a los hermanos Valiente con la esperanza de que Inés estuviera despierta, esperando a sus hermanos, y pudiera charlar un rato con ella antes de irme a dormir. Pero no fue así. Al llegar a casa mi padre permanecía despierto pero, como siempre, inmóvil y sentado en su taburete, frente al fogón, atizando las ascuas una y otra vez con el mismo monótono movimiento, como si estuviera hechizado. Ni siquiera se movió ni me dirigió la palabra cuando entré. Pero yo estaba habituado a su silencio, me acerqué a la alacena para coger un trozo de pan, y me senté a su lado mordisqueando el mendrugo, al tiempo que seguía sus monótonos movimientos con el atizador. Así estuvimos un buen rato hasta que me atreví a preguntarle: —Padre, ¿está usted bien? —pero no me respondió. Yo sabía que no me contestaría, pero me animé a seguir hablando sobre cualquier cosa con la esperanza de que le interesara—. La gente del pueblo anda revuelta con esto de las elecciones. He oído que los hermanos Valiente van a votar al «Tejero», pero el Benjamín dice que votaría a los anarquistas. Si yo tuviera la edad no sé ni por quién votaría, porque los socialistas me parecen extremados... que no son lo que este país necesita… creo yo... —no sé si me escuchaba porque su rostro permanecía inmutable y su interés seguía centrado en las ascuas del fogón, pero yo seguí con mi monólogo porque suponía que pudiera estar interesado—. A mí los hermanos Valiente me parecen buena gente, no sé por qué han de votar a los anarquistas. Dicen que si ganan las izquierdas habrá una revolución. Pero ¿qué significa eso de la revolución? Yo no creo que esté bien quemar iglesias y matar curas y monjas, como creo que hicieron en Rusia. Cuando dije lo que quemar iglesias y asesinar curas y monjas, mi padre reaccionó, dio un golpe con el atizador que levanto una nube de ascuas incandescentes iluminando el cuartucho, y dijo una lacónica frase: —¡Un pueblo sin Dios, eso son los rusos! No dijo nada más. Yo me retiré tratando de imaginar lo que pudiera estar pensando después de su lacónica frase. ¿Imaginaba a todos los rusos ardiendo entre las ascuas del fogón? Apenas me recliné sobre mi camastro me quedé dormido, y mi último pensamiento, como cada noche, fue para Inés. La víspera de las elecciones el alcalde instaló un altavoz en el balcón de Ayuntamiento, conectado a una radio de un coche traído por los miembros de su propio partido de Sigüenza. El artilugio sonaba poco pero suficiente para radiar los discursos de Gil Robles y del propio conde de Romanones con un tono de voz metálica y chillona. Un grupo de campesinos se arremolinaron alrededor del artilugio y aprobaban con metódicos gestos afirmativos de cabeza las razones por las que deberían votar a los conservadores. Yo me fui temprano al campo con las ovejas. Las elecciones no me importaban, aunque si me inquietaban, porque había visto nuevas miradas de odio en mis paisanos, y recelar unos de otros por causa de las ideas políticas, y eso no podía ser nada bueno. Desde el campo podía escuchar el lejano murmullo de los exaltados candidatos, pero era incapaz de entender apenas algunas frases sueltas. Como era sábado Inés no iría a la escuela y no pasaría por el camino de Sigüenza. Lo más probable es que fuera a la iglesia a la misa de diez, por lo que don Gregorio no tardaría en aparecer por el sendero. Por entonces me parecía un cura bondadoso y paciente, pero tenía un pronto que era temido por todo el pueblo. Ejercía su inútil apostolado con cierta resignación y conformismo. No era lo que se dice un cura de pueblo, cazador, buen comedor y hasta generoso bebedor, sino un hombre comedido y de hábitos casi monásticos. No era de la comarca sino valenciano. Había estado en Italia y conocido al Papa, y por alguna razón que nunca me desveló, terminó siendo capellán de un convento en Sigüenza y cura párroco de nuestro pueblo, al que llegaba a pie, fuera en el crudo invierno o en el agobiante verano. Por suerte para él, estábamos en primavera, y los campos se mostraban generosos y hospitalarios, y andar por sus olorosos senderos no era ya un sufrimiento sino un placer para los sentidos, y don Gregorio sabía disfrutar de ellos sabiamente. —Buenos días, Andresito, ¡mañana te quiero en la misa de doce! —Mañana no habrá misa, don Gregorio —le contesté sin saber muy bien por qué lo decía, pero que sin duda tenía algo que ver con la «revolución» que significaban las elecciones municipales. —Llevas razón, Andrés, que casi lo había olvidado… —y quedó en silencio contemplando mis ovejas, que como si sintieran afecto por el cura, le contemplaban con ojos cándidos. Al cabo de unos reflexivos instantes prosiguió cambiando su jovialidad inicial por un cierto desconsuelo—. ¡Mañana van a pasar cosas graves en este pueblo!… Sí, llevas razón, lo más probable es que no haya misa de doce. Yo sabía el por qué de su desconsuelo, porque tenía el mismo presentimiento, por eso le había comentado lo de la misa. Al cabo de un rato, en que el cura recorrió con la mirada la amplitud del valle como si se estuviera despidiendo de él, prosiguió cambiando totalmente de tono y recuperando su habitual sobriedad y templanza: —¡Pero Dios seguirá existiendo mañana, y pasado, y después de que todos nos hayamos muerto y dejemos este mundo! —¡Hombre, Don Gregorio, Dios ha existido siempre! —contesté yo, sólo por complacerle, pero sin saber realmente de lo que estaba hablando. Don Gregorio aprovechó la oportunidad para probar la consistencia de mi fe. —¡Qué sabes tú de eso! A ver, Andrés, ¿por qué Dios ha existido siempre? —Hombre, don Gregorio, yo no soy muy listo para explicaciones, pero lo siento así… —contesté balbuceando. Don Gregorio me lanzó una mirada penetrante, como si tratara de leer dentro de mi mente cosas que ni yo mismo era capaz de ver. —Tú serías un buen cura, porque la fe no se razona, sino que se siente… pero yo te diré en dos palabras porque Dios existe. El mundo es como un árbol y algunos de nosotros somos los frutos y otros las hojas. Las hojas no sirven para otra cosa que para sustentar el mundo y para que éste puede dar sus frutos. Pero los frutos son codiciados por los pájaros y tienen que sacrificarse para cumplir con su misión. ¿Comprendes? Ahora viene la segunda parte: los frutos no saben de la realidad más que lo que ven durante su corta vida en el árbol, o sea, que desconocen el invierno del árbol. Esa es la otra vida. ¿Comprendes? Yo asentaba mecánicamente con la cabeza pero no tenía ni idea de lo que me estaba hablando, aunque confieso que aquella breve charla marcaría toda mi posterior existencia, pues me demostró con sencillez demoledora que la realidad no es más que pura apariencia. Pero don Gregorio, consciente de mi incapacidad para comprender la metáfora del árbol, resumió su pensamiento lo más brevemente que le fue posible. —En la otra vida es donde se puede ver a Dios, por eso en ésta no podemos verlo. ¿Crees que tu pobre madre ya no existe porque está muerta? Piensa en lo que te he dicho sobre el árbol y verás que tiene que seguir existiendo en la otra vida; la que no puede ver el fruto. Allí está y estará esperándote el día en que Dios te lleve también a ti a la otra vida. ¿Comprendes? —¡Claro, don Gregorio! —No, no comprendes, pero es igual, ya lo comprenderás algún día —me dio una amistosa palmada sobre el hombro, apretó su devocionario, lanzó un profundo suspiro y prosiguió su ascenso hacia la aldea, al tiempo que seguía murmurando—. ¡Eso sólo lo comprendemos los que tenemos fe! Naturalmente que yo me quedé sumido en una profunda desazón, pues si don Gregorio había dicho que mi madre seguía existiendo, tal vez incluso andaba por allí, como una alma en pena, recorriendo los montes, contemplándome y tratando de hablarme sin que yo pudiera escucharla. Instintivamente me giré varias veces mirando en todas las direcciones, por si se aparecía. Sugestionado por esta idea, incluso creí ver que algunos guijarros se movían, o como si las zarzas se agitaran más de lo habitual, cuando apenas había viento. Estuve a punto de llamarla y preguntar si andaba por allí y no podía verla, pero afortunadamente me recuperé de la sugestión y me dije que aquella idea debía significar alguna otra cosa que don Gregorio no quiso aclararme por mi ignorancia. «Por desgracia —pensé más tranquilo— los muertos están bien muertos y sus huesos están en el cementerio. Si queda algo de ellos no debe de ser en este mundo y si hay otro mundo ¿cómo saberlo si es otro mundo?». Aquella fue la primera vez que utilicé mi mente con cierto sentido lógico, lo que marcaría mi posterior educación y mi afición por la filosofía Las elecciones municipales El domingo 12 de abril de aquel año el día amaneció fresco y húmedo. Las primeras lluvias de abril habían tardado en llegar, pero ahora que por fin habían llegado para bendición de los campos, no parecían dispuestas a marchar. El suelo de la plaza Mayor estaba encharcado y el empedrado resbaladizo. Algunos perros famélicos deambulaban empapados hasta los huesos, fáciles de ver por ambos costados. Acababan de sonar la siete en el desvencijado reloj del Ayuntamiento y ya se notaba movimiento de gente por las callejuelas. Para mí era un día cualquiera y tendría que llevar las ovejas al monte, pero por ser domingo no madrugaba como un día normal. Mi padre gracias a Dios respetaba el domingo, y como si viviera mi madre, acudía a misa de doce después de afeitarse. A su modo se vestía de domingo, con su gastado traje de casado, la faja nueva y una camisola blanca de cuello postizo pero sin cuello, que llevaba sólo las horas que mediaban entre la misa, el chato de vino que tomaba en la taberna con una o dos sardinas arenques, y alguna rara vez se entretenía conversando con alguna de nuestras tías sobre lo único para lo que parecía tener tema de conversación, el tiempo y las cosechas. A duras penas éramos capaces de sembrar y cosechar un par de fanegas de cereal en unas tierras cercanas al río, que hubieran rendido mucho más si tuviéramos más brazos que emplear. Gracias a mis tías y sus maridos, podíamos recoger la cosecha, trillar el grano y guardar algo de forraje para el ganado. Sólo en este último año yo fui capaz de mantener firme el arado, porque mi padre ya era incapaz de hacerlo. Una parte de la cosecha era para mis tías, por su ayuda, la otra para nosotros, con lo que al menos pan no nos faltaba, y si quedaba algo, lo vendíamos a los comerciantes mayoristas de Sigüenza. El huerto era una labor exclusiva de mi padre. Lo trabajaba en silencio, pero era como si estuviera hablando con las lechugas y las coliflores. Doblado como la rama de un sauce, casi tocaba las plantas con la cabeza. Cavaba y cavaba, aunque no hiciera falta. Mimaba los plantones de tomates como si fueran hijos suyos. Encañaba las judías con arte haciendo auténticas filigranas. No había en el huerto más hierbas que las que producían algo comestible ni más bichos que los inofensivos. El escarabajo de la patata lo retiraba uno por uno y los mataba con detenimiento y a conciencia, chafándolos minuciosamente para que no quedara ni rastro de ellos, no fuera que se volviera a reproducir. Teníamos un frondoso parral de uvas negras, jugosas y dulces, pero también los pájaros eran de la misma opinión, y las picoteaban hasta dejar los racimos en los cascajos. Cuando las uvas empezaban a madurar, mi padre pasaba horas sentado en un poyato, espantando los pájaros tirando de una cuerda atada al parral, que agitaba unos trapos de colores y espantaban a los mirlos y a las grajillas, los mayores ladrones de la naturaleza. Nuestra austera dieta vegetal se completaba con un peral viejo, que un año sí y otro no, daba abundantes peras, que no alcanzaban a madurar hasta bien entrado el otoño, y dos ciruelos claudios que con regularidad y abundancia daban cada año sus frutos de ciruelas, suficientes para toda la familia, y aún vendíamos alguna canasta en el mercado de Sigüenza, lo mismo que las uvas, si los pájaros las respetaban. Como decía, aquel domingo a esa temprana hora de la mañana no había ya ningún campesino que no estuviera despierto, afeitado y vestido con lo mejor de su escaso vestuario y listo para ir a votar. Los herm anos Valiente liaban cigarrillos sentados en el poyato de su casa y hablaban animadamente entre ellos. Parecía vivir aquel día como si el país entero estuviera pendiente de sus votos. El padre, un hombre taciturno y de mal carácter, no estaba con ellos y era probable que no fuera a votar. Era un hombre débil, sin voluntad, aficionado al juego y a la bebida. Parece como si la naturaleza se regocijara en dar padres débiles a hijos fuerte; hijos perversos a padres virtuosos; o hijos perezosos a padres laboriosos. El caso era que los hermanos Valiente tenía que salir al paso un día sí y otro también de las trifulcas y peleas en las que el padre se veía envuelto por causa del alcohol y del juego. De no haber sido por la habilidad de la madre para esconder escrituras y las pocas cosas de valor que poseían, ya se hubiera jugado las tierras y hasta la casa con el ganado. La madre de los hermanos Valiente era una mujer menuda e insignificante, que no hacía pensar que de sus entrañas hubieran nacido aquellos tres vástagos, hombretones fuertes y con temple, e Inés, una muchacha, no muy corpulenta, más bien menuda, pero que con tan sólo catorce años tenía ya el cuerpo de una mujer madura, los cabellos morenos, rizados y abundantes, las mejillas sonrosadas y saludables, algo moteada de pecas, que parecían desaparecer con la edad. Sin duda que la naturaleza encierra sus misterios que son difícil de desentrañar. Yo no era un chiquillo pero tampoco podía decirse que hubiera dejado completamente de jugar, así es que cuando llegaba la ocasión me unía a otros chavales algo más jóvenes que yo para hacer alguna que otra diablura. Ese día los críos, atraídos por el incesante parloteo electoral, intercalando canciones de partido y otras más conocidas y populares, también habían madrugado y se arremolinaban alrededor del coche del partido de los monárquicos, de donde salía todo aquel jolgorio amplificado por el altavoz que pendía del balcón del Ayuntamiento. Sobre las ocho llegó al pueblo un grupo de hombres, algunos bien trajeados, que a lomos de una mula traían una caja de cristal que debía ser la urna para las elecciones y los paquetes de las papeletas. En la puerta del Ayuntamiento esperaban varios del pueblo, que habían sido elegidos como comisarios de la mesa electoral, y al llegar las mulas observaron la urna como si trataran de comprender como funcionaba, pero no se atrevían a tocarla. Preguntaron si tenía su precinto y los hombres les dijeron que todo era legal, que no tenían por qué preocuparse. En otra alforja traían paquetes de papeletas bien empaquetadas. También los del pueblo preguntaron si habría bastantes para todos, a lo que los hombres volvieron a insistir que todo era legal y que habría para todos. Descargaron todo el material electoral sin que los presentes perdieran detalle de ninguno de los movimientos, como si desconfiaran de los recién llegados. Los niños molestaban las operaciones, empujándose unos a otros, pidiendo aguinaldos, como si se tratara de un bautizo. Uno de los hombres, tal vez para quitárselos de encima, les tiró unas monedas, lo que sin duda fue un grave error, porque por arte de magia aparecieron todavía más niños en la plaza cuando corrió la voz de que aquellos hombres venía a repartir dinero entre los del pueblo y que en eso consistían las elecciones. A las nueve menos cinco, de los casi trescientos votantes que había en el pueblo, al menos una veintena ya habían formado una improvisada cola ante la puerta, sin que por el momento hubiera aglomeraciones. Se pasaban la petaca de la picadura de tabaco los unos a los otros, por turnos, según se les consumía el cigarro, era de uno o de otro, y siempre volvía por las mismas manos a su dueño original, mientras cada uno sacaba su papel de fumar de su propio librillo, mientras comentaban su parecer sobre aquellas elecciones. «Ya ni me acuerdo la última vez que votamos, que fue pa’l año 22 ó el 23, me parece». «¡Bien poco duró la alegría! A ver esta vez en qué queda la fiesta». «Aquí repite don Mariano, que no hacía falta ni elecciones para saberlo. Pero por ahí, vete tú a saber. Si salen los republicanos nos quedamos sin rey». «Pa’mí que será una desgracia». «¡Quia!, si da igual que estén los unos como los otros. ¡Pa’l campo siempre habrá miseria!». Eran comentarios sin discrepancia, como si realmente les diera igual el resultado de las elecciones. Sólo algunos parecían realmente interesados en que ganaran unos u otros, pero tampoco mostraban gran decisión a la hora de defender sus posiciones. Realmente el campesino castellano había perdido el interés por la política, o tal vez no la había tenido nunca. Cuando sonaron las nueve en el reloj del Ayuntamiento, hora oficial para dar comienzo a las elecciones, se produjo un murmullo general en la improvisada cola. Los votantes escupían los cigarrillos como si estuviera prohibido fumar y votar al mismo tiempo, pero el alguacil no abrió la puerta del Ayuntamiento y la gente empezó a impacientarse. «¡A ver esos de ahí adentro, que ya es la hora, no vamos ya a tener pucherazo antes de empezar!». Gracias como ésas, acompañadas de carcajadas, ayudaban a serenar los ánimos. Quince minutos después la puerta seguía cerrada y por una de las ventanas el alguacil tuvo que dar explicaciones. «¡A ver si os creéis que hacer unas elecciones es cosa de coser y cantar, que hay su preparación. Un poco de pacencia que hay disconformidad de criterios y no se puede abrir hasta que no haya acuerdo!». En efecto, al parecer había disputas acerca la lista electoral. Algunos comisarios habían comprobado que sus vecinos, supuestamente empadronados, no figuraban en ella, pero la verdad es que muchos ni se habían molestado en registrarse en el padrón y no podrían votar. Así es que volvió a salir la petaca de la picadura y pasar de unas manos a otras, al tiempo que la improvisada cola se agrandaba y ya se desbordaba por la calle Mayor en dirección a las eras. Como era natural los chavales seguían importunando con sus peticiones de aguinaldo, pero, a parte de aquel forastero despistado, a nadie se le ocurrió que aquello era una fiesta para tirar perras o caramelos. Sobre las nueve y media por fin se abrieron de par en par las puertas del Ayuntamiento y dio comienzo la votación. El primero en votar fue recibido con toda clase reverencias por parte de los comisarios, como si aquel primer voto fuera en realidad el que contaba, por lo que debía ser para el candidato de su propio partido. Los chiquillos, yo entre ellos, nos colamos dentro del Ayuntamiento, como si creyéramos que era allí donde estaba el convite. De nada sirvió que el alguacil nos amenazara con su vara, porque seguimos allí importunando a los votantes. Si yo los seguía, a pesar de no ser ya un chaval, era sobre todo por la curiosidad de ver una elecciones «por dentro», porque me parecía algo importante y trascendental que no podía dejar de contemplar. Los comisarios leía en voz alta los nombres, introducían la papeleta y corroboraban que fulano de tal había votado, volviéndola a cerrar con un gran sobre de estraza. Había muertos que fueron denunciados y muchos apellidos estaban mal escritos y no coincidían con la cedula de identificación personal, por lo que les impedían votar, salvo que hubiera unanimidad y fuera una persona muy conocida del pueblo. No fueron unas votaciones fáciles, y más de una vez tuvo que intervenir el alguacil amenazando a alguno de los descontentos con arrestarlo por desacato a la autoridad, porque las listas eran realmente un desastre. Pero, finalmente, al filo del medio día, dio por finalizado el escrutinio. El alguacil echó a los chiquillos a golpes de vara y cerró la puerta del Ayuntamiento para que diera comienzo el recuento. Don Gregorio no dio comienzo la misma a las doce como era habitual, sino que la retrasó hasta que concluyeran las elecciones. Tenía ordenado al monaguillo más espabilado que se informara del resultado tan pronto como corriera algún rumor. Le interesaba conocerlo para saber cuál debía ser el tema y hasta el tono del sermón, no fuera a decir algo inconveniente según cuál fuera el candidato ganador. Daba por seguro que repetiría don Mariano, de Unión Monárquica, porque conocía bien a sus feligreses. En la taberna todos parecían ser de izquierdas pero a la hora de la verdad, no eran de unos ni de otros, sino de la costumbre. Es decir, sabía que votarían por la continuidad de lo que ya conocían. Como no tenían derecho al voto en aquellas elecciones, la práctica totalidad de las mujeres ocupaban ya las bancadas de la izquierda. En las de la derecha sólo algunos hombres, los más madrugadores y abstemios, ya estaban en la iglesia, pero la gran mayoría se había desplazado a la taberna, para esperar allí los resultados, que no tardaría mucho en saberse. Yo también me fui a la taberna, más por curiosidad que porque me interesara realmente quién iba a ser el nuevo alcalde. Los hermanos Valiente parecían preocupados, como si ya supieran de antemano que el resultado no sería el que ellos deseaban. Pasadas las doce y media el monaguillo encargado de llevar a don Gregorio noticias sobre los resultados, se acerco antes a la taberna, y desde la puerta, gritó a los parroquianos: —¡180 votos contra 110. Ha ganado don Mariano! Y se fue corriendo para la iglesia a informar a don Gregorio para que pudiera dar comienzo la misa. En la taberna no hubo demasiada agitación por los resultados, porque en su mayoría ya los esperaban. Sólo los hermanos Valiente parecía realmente contrariados. El campesino que se había enfrentado a los comunistas levantó la garrota, y haciendo un gesto con aire solemne, invitó a los parroquianos a una ronda a su cuenta. —¡Pa que vean esos rojos que en los pueblos no queremos historias de’sas de colectismo ni zarandajas! Ha ganao quien tenía que ganar, porque es de sentido común. ¡Venga, Juliano, pon una ronda gratis a los presentes que la ocasión bien vale un dispendio! Los hermanos Valiente rehusaron la invitación, y salieron de la taberna, pero el resto la aceptaron, y hasta brindaron a la salud del nuevo alcalde. La misa empezó casi a la una pero la iglesia ya estaba repleta, como era habitual en domingo. Los hombres pasaron de la taberna a la iglesia, y al entrar, algo eufóricos por los efectos del vino, se santiguaban con verdaderos garabatos en el aire. Las mujeres los fulminaban con la mirada, recriminándoles su tardanza y su falta de respeto por llegar a misa de aquella manera. Yo entré con los hombres, pero sin perder la compostura y con el debido respeto al lugar. Inés, que estaba en la primera bancada, me dirigió una complaciente mirada, como dando a entender que estaba orgullosa de mi comportamiento, tan distinto del resto de los hombres. Luego se volvió hacia el altar y se arrodilló al escuchar el sonido de la campanilla del monaguillo que anunciaba el comienzo de la misa. El sermón de don Gregorio fue de circunstancias, pero no podía ocultar su satisfacción que se hizo patente ya en el comienzo con su habitual «Queridísimos hermanos», como si aquel día fueran más queridos que el anterior. Cuando se armó el revuelo fue a la salida de misa. Don Mariano, ya confirmado como vencedor, se presentó con sus colegas de partido a las puertas de la iglesia, y radiante de satisfacción, estrechaba las manos de sus paisanos agradeciéndoles su confianza. —Esta noche, si el tiempo nos acompaña, habrá verbena en la plaza para celebrar el evento. Quedan todos invitados, que habrá vino y tortas para quien quiera acompañarnos. El tiempo fue bueno; el vino corrió en abundancia y las bandejas de tortas de anís se agotaron rápidamente. Los dos músicos del pueblo, Jacinto y Tomasón, que solían animar todas las fiestas con una dulzaina y un tamboril, interpretaron varias jotas castellanas que animaron la improvisada fiesta y hacían volar los pies callosos de las viejas, como si volvieran a tener veinte años. Sólo los hermanos Valiente, que no obstante se acercaron también a la plaza, permanecían resignados y pensativos, y no parecían disfrutar de la fiesta. Inés, por solidaridad con sus hermanos, tampoco se animó a bailar, pero sus pies se movían en el empedrado al ritmo de la dulzaina, como si no tuviera dominio sobre ellos y se esforzara inútilmente en retenerlos. Mientras el pueblo entero celebraba el triunfo de la costumbre, en España entera se gestaba ya el cambio político más trascendental de nuestra historia, y nosotros, infelices, sin enterarnos, porque el coche del partido monárquico, que gracias a su aparato de radio hubiera sido el único medio de saberlo, había vuelto a Sigüenza finalizadas las elecciones. Proclamación de la II República Para nuestro pueblo la fiesta de las elecciones había concluido. Genaro, el «Tejero», candidato socialista, volvió con sus 110 votos en el bolsillo a su trabajo en la fábrica de tejas, calificativo que no merecía porque no empleaba más que al propio Genaro y a tres peones más que acarreaban la arcilla roja con mulos para las tejas y las carretadas de leña de encina para el horno. Pero su imponente chimenea le hacia parecer una fabrica real, porque era más alta incluso que la torre de la iglesia. El día amaneció turbio pero ya a primera hora de la mañana se veía que la borrasca llevaba camino de Aragón y despejaría bien entrada la mañana. Yo, como de costumbre, llevé el ganado al monte, pero hasta pasadas las diez de la mañana lo tenía en el ribazo próximo al camino, para disgusto de las ovejas que tenían el prado tan mordisqueado que no encontraban otras cosas que raíces. Tan pronto como Inés pasara hacia la escuela, y me lanzara sus bien intencionadas pujas y alguna que otra gracia de las suyas, llevaría el ganado monte arriba, hasta bajar por la otra ladera a una fuente que llaman del Rebolledo, donde siempre había hierba fresca. Al mediodía, después del acostumbrado rezo del Ángelus, una avemaría mascullada más que rezada, tenía por costumbre sentarme en un poyato que los pastores habíamos apañado para este fin, bajo la sombra de una noguera silvestre que crece al pie del manantial que lleva a la fuente. Allí, lejos de la vergüenza de mi mal talante para la música, interpretaba para las ovejas algunas cancioncillas aprendidas del dulzainero en las fiestas del pueblo, con una flauta tosca hecha por mí mismo de una gruesa rama de saúco, siguiendo las explicaciones que me diera el propio dulzainero. No sé si sonaba afinada o desafinada, y si las ovejas apreciaban o no aquel soniquete, pero no parecían desagradarles porque se arremolinaban bajo la encina, apretadas unas a otras como sólo las ovejas saben hacerlo, y ni siquiera balaban mientras duraba mi concierto. Sólo Chispa, mi perra pastora, aullaba de vez en cuando con más afinación que yo mismo. Y así pasaba las mañanas hasta la hora del almuerzo. Después un buen trago de agua fresca del arroyo y una corta siesta, a medio duerme vela, y vuelta al cerro, para estar como una clavo a las seis en el borde del camino, para ver a la Inés al regresar de la escuela. Ese día estaba yo sentado sobre el ribazo cuando vi subir al cartero, sudoroso y excitado, dando grandes zancadas desiguales y a trompicones, como si andara borracho, pero al parecer lo que sucedía era que la cartera pesaba más que de costumbre y le hacía perder el equilibrio. Cuando llegó a mi lado se quitó la gorra, se secó el sudor de la frente con el dorso de la manga, dejó la pesada mochila un rato en el suelo y cuando le volvió el resuello, me dijo como si yo supiera de qué iba el comentario: —¡Vamos a tener República! Yo no sabía de qué me estaba hablando, así es que por cortesía le contesté lo primero que me vino a la mente: —Yo creo que está despejando. —¡Mira que eres burro, Andresito! Me refiero a las elecciones de ayer; que las hemos ganado los republicanos y se va a acabar la monarquía… ¡eso si no hay follón y se arma el lío! —¿Qué follón? —Hombre, tú verás; como ha dicho el Almirante Aznar a los periodistas: que el país no puede irse a dormir monárquico y despertarse republicano, así sin más. Veremos a ver qué hacen los del Gobierno provisional, y si el rey se aviene a los resultados y se da las de Villadiego, ¡que aquí, en vista de los resultados, ya está de más! Yo seguía sin entender, pero el cartero parecía necesitar un interlocutor para expresar sus opiniones en voz alta. Pero no quería parecer un ignorante, así es que le repliqué lo primero que se me ocurrió. —Hombre, el rey es el que más manda, ¿cómo va a estar de más? —¡Ay, que país de ignorantes! Quien manda, Andresito, es la soberanía del pueblo, y ésta se expresa en las urnas, ¿comprendes, so borrico? Me dolía que me trataran de ignorante, pero me lo tenía bien merecido y ésa era la única forma de aprender. Así es que replique con la humildad del ignorante pero voluntarioso. —¿¡Qué se yo sobre esas cosas si no voy a la escuela!? —¡Ya, hijo, ya! ¡Pero para eso hemos ganado estas elecciones, para que vayas a la escuela y sepas lo que hay que saber sobre la vida y la democracia! Bueno, te dejo Andresito, que hoy tengo reparto extra —volvió a cargar su pesada cartera, se ajustó la gorra, me palmeó la espalda como hacían todos los que me trataban, y chasqueando los labios, se alejó mirándome con cierta condescendencia—. ¡El que se va a llevar un buen soponcio es don Mariano! —dijo ya mientras se alejaba. En el camino se encontró con Inés, que bajaba ya hacia la escuela. Parece que debió decirle la misma cantinela y que la Inés tampoco debió de estar al corriente de la situación, porque el cartero hacía gestos de resignación, como los había hecho conmigo, alzando el único brazo disponible al cielo, como clamando justicia a Dios. Cuando Inés llegó a donde estaba esperándola, me miró recelosa y ausente, como si las noticias del cartero la hubieran afectado. Estuvo un rato en silencio dibujando cosas en el suelo con la punta de su sandalia, y por fin me dijo: —Mis hermanos sí que se alegrarán, que estaba ayer más mustios que si se les hubiera muerto el caballo. Yo tenía miedo de volver a meter la pata, y con Inés no quería parecer un patán desinteresado por las cosas del país, así es que callé como asentando, a la espera de que ella prosiguiera la conversación. —¿Es que tú no dices nada? ¿Te da igual que ganen unos como los otros? —¡Es que no sé quiénes son los unos ni quiénes son los otros! —respondí espontáneamente, porque era así como lo sentía—. Para mí todos son iguales y dicen las mismas cosas. Si escuchas a don Mariano, pues que lo arregla todo; si escuchas al «Tejero», lo mismo. A ver, ¿dónde está la diferencia? Explícamelo tú, que pareces saberlo todo. —Mira hijo, tengo otras cosas mejor que hacer que enseñar a un palurdo lo de la política, así es que adiós y con Dios, que llego tarde a la escuela. Lo que sucedía era que ella tampoco tenía la respuesta, a pesar de que por fuerza tendría que escuchar las conversaciones de los hermanos, siempre enfrascados en política, pero sin que realmente ellos supieran muy bien de lo que estaban hablando. Eran charlas de taberna, resumidas en cuatro conceptos básicos: explotación, injusticia, caciquismo y lucha obrera. Lo que realmente significaba cada uno de ellos no era lo importante, porque los cuatro se resumían en uno: ¡Revolución! ¡Todo lo arreglaba la revolución! —¡Ea, no te enfades que no era mi intención insultar! —rectificó conciliadora Inés—. Si te digo la verdad, estoy hasta el moño de política, que para lo único que sirve es para desunir familias y enfrentar a las personas. Si yo mandara no habría política, sólo pan para todos y se acabaron todos los males del mundo… Se alejó caminando al ritmo de improvisados pasos de baile, lanzando su gastado cuaderno en el aire, que de seguir con aquel trajín no llegaría con hojas al final del curso. Yo volví al cerro para hacer mi recorrido habitual; toqué la flauta para las ovejas, pero al atardecer cambié de plan, y en lugar de volver al camino, rodeé el pueblo para encerrar algo más temprano a las ovejas y pasar por la taberna, por si allí se sabía ya el resultado de las elecciones y podía enterarme de algo y no vivir en aquella ignorancia. Lo que sucedía en la taberna sí que era una verdadera revolución. El «Tejero» había reunido allí a medio pueblo, y les arengaba sobre la situación creada en el país tras el triunfo de las izquierdas: —¡Hay que ir al Ayuntamiento y proclamar al República, porque el pueblo se ha expresado en las urnas y ya no quiere al rey ni a su camarilla! En Madrid la gente se ha echado a las calles y por todas partes se ve la bandera republicana. Aquí tengo yo una, ¡ya es tarde para que se vea en el balcón del Ayuntamiento! El candidato socialista derrotado agitó una bandera republicana que todavía mostraba las marcas de las dobleces de haber estado empaquetada largo tiempo. Yo, al verla ondear en la taberna, me estremecí, no sé si por la impresión de aquel morado de una de sus franjas o porque intuía que aquella bandera significaba realmente la «Revolución». No había unanimidad, y la mayoría consideraban más prudente esperar al día siguiente, a ver en qué quedaba todo y si el Gobierno provisional encabezado por Alcalá Zamora se hacía definitivamente con el poder y el rey se exiliaba, como era el rumor más insistente. Al parecer, también a esa hora don Mariano, el alcalde vencedor de Unión Monárquica, estaba reunido con miembros de su propio partido en el Ayuntamiento, porque sin duda tendría que saber a qué atenerse si finalmente en Madrid se proclamaba la República. —Aquí hay un compañero ferroviario —prosiguió el «Tejero»— que viene de Zaragoza, donde hoy mismo, o a lo más mañana, se proclamará la República, y lo mismo han hecho en San Sebastián y en otras ciudades y pueblos. Somos las masas las que tenemos que proclamar la República, para que ya sea un hecho y no haya más que rubricarlo. —Pero ¿y si sale el ejército? ¡Que no sería la primera vez!… —Eso ya es agua pasada, aquí ya no hay más golpes militares; ahora la política es la que manda, ¡que el pueblo ya está maduro! —¿Y si don Mariano se opone? —¡Peor para él, coño, no puede ir en contra de la voluntad soberana del pueblo! —¡Pero él ha ganado limpiamente, no podemos echarle! —Ni hace falta, que él también tendrá que jurar la República. Vaya, menos cháchara y al Ayuntamiento, ¡a proclamar la República en nombre de pueblo soberano! Seguidos del «Tejero» y su bandera republicana, casi medio centenar de personas, con los inevitables chiquillos importunando con su griterío, el grupo recorrió los escasos cincuenta metros entre la taberna y el Ayuntamiento. Como si todo el pueblo hubiera tenido las misma idea, la plaza estaba ya llena a rebosar de gente, probablemente no habría nadie del pueblo que no estuviera en ella. Al ver al grupo del «Tejero» aparecer con la bandera republicana, se levantó un murmullo que se convirtió casi en un griterío. «¿Dónde vas tan deprisa, “Tejero”?, ¡no nos vengas con tus jodiendas!». «Guarda esa bandera, “Tejero”, que no ha traído a este país más que desgracias», decían otros. «Siempre son los mismos armando yesca, más valdría que se fueran del pueblo», protestaban algunas viejas. En general el pueblo no era partidario de proclamar la República, pero el «Tejero» estaba decidido a hacerlo, tal vez para resarcirse del fracaso electoral. El grupo se abrió paso formado un corro apretado de gente a su alrededor. El «Tejero» se subió sobre el pescante de un carro y agitando la bandera republicana, gritó tanto como le fue posible: —¡Viva la República! ¡Viva España republicana! ¡Viva Castilla republicana! ¡Abajo la monarquía! Pero sólo su grupo respondió con un «¡viva!» de compromiso y sin demasiado entusiasmo, tal vez temerosos de las reacciones de la gente del pueblo. Entonces se abrió el balcón del Ayuntamiento y apareció don Mariano, demudado y sudoroso, más por su gordura que por el prematuro sofoco de aquel atardecer, barrido por vientos sureños, como anticipo ya del próximo verano. —¡Paisanos, paisanos! —grito agitando las palmas de las manos de arriba abajo pidiendo silencio—. ¡Aquí no se proclama nada que no sea legal y como Dios manda! Si hay República, sea, y a acatar la voluntad soberana, pero cuando llegue, ¡no vayamos a comernos la liebre antes de cazarla! —el comentario fue aprobado con unanimidad con un clamor de murmullos—. ¡Aquí la autoridad soy yo por la gracia de Dios y de las urnas, y no hay más República que la que venga firmada y rubricada del Gobierno de Madrid, así es que cada uno a su casa y todos con Dios, ¡que se acabo el mitin!— e hizo ademán de salir del balcón. Pero el «Tejero» estaba decidido a proclamar la República y con la agilidad de un gato, escaló el balcón, saltó dentro, quitó la bandera monárquica del mástil y ató como pudo la republicana, mientras el asustado alcalde, a medio camino entre el balcón y su despacho, era incapaz de reaccionar, cada vez más sudoroso y congestionado por el nerviosismo. Entonces los hermanos Valiente acompañaron al «Tejero», y a unísono volvieron a lanzar vivas a la República, y sea por su entusiasmo o porque el hecho parecía ya consumado, esta vez si se escuchó un clamor casi general de «vivas», de manera que el pueblo mudó de opinión en apenas unos minutos y se hizo, en su gran mayoría, republicano. Así se proclamó la República en mi pueblo. Los acontecimientos posteriores a las elecciones fueron un auténtico cataclismo para nuestro pueblo. El 14 de abril la gente no se movió de la taberna, y los que no cabían dentro, se trajeron sillas y taburetes para sentarse en la calle y esperar noticias entre baso de vino, olivas negras de Aragón y sardinas arenques del Cantábrico. El «Tejero» se había hecho con una radio de galena y seguía las noticias de la Radio oficial, pegándose un auricular a la oreja y pidiendo silencio, mientras uno de los hermanos Valiente se cuidaba de la larga antena, empalmada a un hilo de cobre, que pendía del balcón del piso de arriba del local. Al medio día ya sabíamos que el Gobierno provisional pedía la salida del rey de España antes de que se pusiera el sol y Romanones estaba negociando las condiciones para el exilio. De manera que la República era un hecho y ya se había proclamada en casi todas las capitales de provincia y en miles de pueblos como el nuestro. Don Mariano, el alcalde elegido en mala hora, permanecía en el Ayuntamiento con los suyos y corría el rumor que iba a dimitir si finalmente obligaban al rey al exilio, porque era un monárquico convencido y no estaba dispuesto a seguir de alcalde en un país sin un rey que lo mandara, que era como una casa sin un padre que la gobierne. —¡Ya está decidido, el rey se marcha al exilio! —dijo el «Tejero» pidiendo silencio a la multitud, y apretándose contra el oído el auricular. —¿Quién lo ha dicho? —contestó un campesino desconfiado. —¿Quién lo va a decir?: ¡el Gobierno legítimo de la República, don Niceto! Mis paisanos no aprobaban la salida del rey, y menos en aquellas condiciones. Así es que meneaba la cabeza en señal de desapruebo. «¡Esto no puede traer na bueno! ¡Por malo que sea el rey no es cosa de echarlo del país como si fuera un perro! ¡Que culpa tiene el hombre de tener malos ministros! ¿Es que no puede haber toda la Republica que se quiera pero con un rey?» —¡La Guardia Civil ha rendido honores en Madrid al nuevo Gobierno! —seguía informando el «Tejero»—. Se ve que está con el pueblo y con la legitimidad, ¡como tiene que ser! El que le está echando lo que hay que echar es el ministro Maura, les ha dicho a los guardias: «¡Señores, paso al Gobierno de la República!», y los guardias se han cuadrado presentando armas. Y es que Madrid es un clamor a favor de la República, todo el mundo está en la calle. Dice el que radia que no cabe un alfiler desde la Cibeles a la Puerta del Sol. «Ya no es por el rey, pero ¿y esa familia? —seguían los comentarios aislados de los campesinos—; ¿y esas criaturas? ¡Qué culpa tienen ellas de las cosas de la política! Que se vayan los malos ministros y se quede el rey, que a mí no me parece tan mala persona. Una vez lo vi así como está ahora el “Tejero” y no me pareció mala persona, un poco melindroso y con poco temple pa mandar un país como éste, tan encabritado y rebelde, pero mala persona, na d’eso.» Serían ya las ocho y los parroquianos no dejaban la taberna. Inés pasó del brazo de sus dos tías abuelas, tocada con el velo, por lo que deduje que irían a la iglesia. Don Gregorio había organizado unas vísperas para rezar un rosario y rogar por la vida de la familia real en aquellos momentos tan críticos. Muchos monárquicos, como él mismo, temían que se produjera un magnicidio, con todas esas masas enardecidas en la calle, y sólo se le ocurría interceder ante Dios para que lo evitara. Otro tanto se debía hacer en miles de iglesias de todo el país. No creo que Inés fuera a la iglesia por devoción ni a favor del depuesto de rey de España, sino por no quedarse en casa en un día tan señalado. En la taberna, en la iglesia o en la plaza del Ayuntamiento, el pueblo entero estaba en la calle haciendo algo para disimular su inquietud y nerviosismo. Saludó a sus hermanos, que estaban al cuidado de la antena, y como era de esperar me lanzó su puya habitual: —¡Pachasco no estuvieras tú también en la taberna! Yo, también como de costumbre, no me daba por aludido, porque sabía que lo decía sin mala fe, sólo era una manera de decirme «hola» o «cómo estás», pero a su manera mordaz. De pronto el «Tejero» mandó callar a todo el mundo, agitando el brazo y chistando silencio. —¡A callar todo el mundo, que Alcalá Zamora está pidiendo un minuto de silencio en memoria de los mártires de la república Galán y García Hernández! Los campesinos por respeto a los muertos, más que por homenaje a los jóvenes oficiales, se quitaron la boina y con expresión de circunstancia quedaron en silencio, sin ni siquiera mover la boca para terminar de comer las arenques. Alguien sacó un reloj del bolsillo del chaleco y controló el tiempo. Inés se sumó al homenaje y las tías abuelas se santiguaron como si vieran pasar un entierro, sin saber por qué la gente estaba tan callada. Trascurrido el minuto, se volvió a los murmullos. Aunque nadie lo supo hasta el día siguiente, a esas horas salía el rey de España camino del exilio por la puerta de atrás del palacio de Oriente, camino de Cartagena, donde se embarcaría rumbo a Roma en el crucero «Príncipe de Asturias», dando así fin al reinado de los Borbones en España, hasta la reinstauración de la monarquía en 1976. A última hora de la noche ya estaba claro que la II República era un hecho en España y las últimas noticias que se captaban por la radio de galena no hacían sino confirmar que la transición se había hecho sin violencia en toda España, por lo que la gente fue abandonando progresivamente la taberna, recogiendo sus banquetas y retirándose ya más tranquilos y relajados a sus respectivas casas. Sobre las diez de la noche, Inés regresó con sus tías de la iglesia, convencidas de que habían sido sus rezos los que habían evitado un baño de sangre, porque Dios había escuchado el clamor y había intercedido por España, país por el que sentía, según don Gregorio, una debilidad especial, por ser el más católico de la cristiandad, fuera de Roma y el Vaticano, claro está. Y pienso yo que tal vez fuera así. De regreso a casa vi salir a don Gregorio de la iglesia, quien, a pesar de la hora, se disponía a regresar a Sigüenza a pie, tomando el sendero del río, que es más angosto pero acorta algo el camino. No sé por qué, pero en ese momento sentí una gran admiración por aquel cura, fiel a sus convicciones y que no eludía sus responsabilidades, fueran o no penosas o arriesgadas. —Buenas noches, don Gregorio —le dije acercándome a él casi corriendo, porque había emprendido ya un vivo paso para su retorno—. ¿No tiene usted una cabalgadura? —Buenas noches, Andresito, ¡para cabalgaduras está el patio! —¿Qué le parecen las noticias? —¡Malas, Andresito, muy malas!… pero Dios sabrá por qué lo ha hecho... Si lo quiere así ¡por alguna razón será! Ya te digo ahora mismo que no tardaremos ni diez años en matarnos unos a otros. ¡Y que me perdone Dios por ser tan claro, pero lo he visto como si fuera en una revelación! —¡Hombre, don Gregorio! —¡Que Dios me perdone!, y no vayas diciendo por ahí que te he hecho este comentario, que no lo he podido evitar. ¡Es que lo veo venir, porque yo conozco bien este pueblo, Andresito! Días vendrán que tú mismo te verás envuelto en esta violencia que se nos viene encima…—volvió a santiguarse, me bendijo, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso sin mediar más palabras. Yo me quedé como petrificado. Sentía frío en los huesos, a pesar de que la noche no era de las frescas. Se me había erizado el cabello y permanecí mudo y espantado allí, en la puerta de la iglesia, un buen rato sin saber cómo tomarme aquellas proféticas confesiones. Como si despertara de un mal sueño, conseguí recuperarme, respiré hondo, sacudí la cabeza como si quisiera sacarme aquella impresión a golpes, y me dije que don Gregorio había exagerado como cosa de curas, pero que las noticias no eran como para alarmarse. La noche se tornó clara, con la luna ya en cuarto creciente, así es que pude ver la silueta del cura alejarse por el sendero del río, como si fuera la de un fantasma que se desvaneciese en las tinieblas. Cuando desapareció, proseguí mi camino hacia mi casa, pero sentí como si aquel encuentro me hubiera hecho cuatro o cinco años mayor, y desde esa misma noche se hubiera esfumado la inocencia de mi tardía infancia. Por alguna razón me dejé contagiar de aquellos funestos presentimientos y acabé por sentir sobre mí el peso de aquella terrible premonición. CAPÍTULO SEGUNDO El retorno de las golondrinas Pasó el mes de abril con más de un sobresalto, pero en el pueblo, ocupados con las tareas propias de la primavera, la gente no volvió a preocuparse más de la política. El día 16 bajamos la mitad del pueblo al apeadero del tren, porque nos habían dicho que en el rápido de Barcelona de las cinco de la tarde venía medio Gobierno provisional, que se había exiliado en París tras la dictadura. Creo que eran Indalecio Prieto, Marcelino Domingo, Martínez Barrio y Martínez de Aragón, a quién el destino le traería otra vez por nuestra tierra durante la Guerra Civil. Eran, por tanto, gente destacada y que habían sufrido persecución por sus ideas republicanas y merecían un reconocimiento público. Así es que armados con banderas tricolores, hechas de papel pegadas en carrizos, bajamos en procesión por el sendero del río Henares en una tarde casi veraniega y reluciente. Cantábamos sanjuaneras porque era lo único que sabíamos cantar al unísono y nadie sabía nada de canciones republicanas. La verdad es que la mitad del cortejo lo formaban chiquillos desarrapados, para los que no había otra ocupación que tirar piedras a los perros y ayudar, cuando llegaba el caso, en las tareas del campo. A las cinco el tren no apareció. Dieron las seis y el tren seguía sin aparecer por la curva del túnel que lleva a Torralba. Lo que pasaba era que fueron tantos los homenajes que les dispensaron a lo largo del trayecto que el maquinista se vio más de una vez obligado a detener el tren para no atropellar al personal. Algo desconsolados y defraudados, con la mitrad de las banderas rotas o despegadas, ya estábamos decididos a volver al pueblo cuando se escuchó el silbido de la locomotora como era habitual al pasar por el cruce del camino a la salida del túnel. Los chiquillos se alborotaron y el «Tejero» tuvo que emplearse a fondo para que la canalla permaneciera pegada a la barandilla, en el extremo del andén. —¡En orden y pegados a la barandilla, que el tren no para y os puede absorber el rebufo! Cuando aparezca el tren, agitar bien las banderas y, todos a una, a gritar «¡Viva la República!», ¡que se escuche hasta en Madrid! El tren pasó y los chiquillos se desgañitaron gritando sin orden ni concierto su «Viva la República», pero no debieron ni enterarse de nuestra presencia, porque pasó velozmente dejando un rastro de vapor y carbonilla, que más de un chiquillo tuvo que escupir para no atragantarse. El tren llevaba dos grandes banderas republicanas en la locomotora que se agitaban con violencia y que ya estaban algo deshilachadas. Los críos se quedaron algo confusos y desilusionados, pues esperaban algún obsequio de gente tan importante, pero les compensó la visión siempre imponente de un tren de vapor, engalanado, además, con banderas tricolores. —¡Hala, cada uno a sus tareas que ya hemos cumplido con nuestro deber de buenos ciudadanos! —les sermoneó el «Tejero», con su permanente sentido político de la existencia. Pero el mes de abril trajo nuevas e importantes novedades a nuestro pueblo. Tal y como había prometido, don Manuel renunció a la alcaldía por negarse a jurar fidelidad a la nueva República, y ésta pasó al candidato opositor, al frente de una comisión gestora, hasta que, una vez promulgada la nueva Constitución, se volvieran a celebrar nuevas elecciones municipales. Así es que para últimos de mes el «Tejero» era ya «don Genaro Martínez», y la gente dejó de apodarle el «Tejero» porque parecía que rebajaba la importancia y solemnidad que debe tener un alcalde, aunque fuera de un miserable pueblo de seiscientos habitantes. El día de la jura el nuevo alcalde pronunció un discurso a los más de cien paisanos que llenaban la sala de actos del Ayuntamiento que nos dejó una idea de cómo era el nuevo espíritu de la joven República. —¡Pan y cultura! Lo primero es la educación: ni un analfabeto o analfabeta en este pueblo; ni un niño sin colegio ni un enfermo sin médico ni un viejo sin atención, y quien no esté por la labor será reprendido y avergonzado por sus propios paisanos. Porque el pueblo no es de nadie, sino de todos, y todos somos responsables de lo que pase en el pueblo. Tanto buen juicio en un sencillo oficial alfarero sorprendió a los propios y extraños. Hasta los monárquicos asentían y se congratulaban de tan buenas intenciones. «Eso es lo que le faltaba a don Mariano, voluntad para ocuparse de los chiquillos y los viejos, que no pueden estar todo el día detrás de las liebres o haciendo diabluras». «No empieza mal el Genaro, pero ¡a ver de dónde sacará las perras para tantas maravillas!». «Pa’mí que los socialistas no son tan malos como los comunistas. A ver si al final va a ser mentira todo lo que nos ha metido el cura en la cabeza sobre estos rojos y ateos». El primero de mayo el «Tejero» convocó a los del pueblo a una «Fiesta del trabajo», donde habría discursos y baile. Trabajadores asalariados en el pueblo no había muchos, todo lo más una veintena de peones, miembros de familias numerosas que no podían ocuparse en el laboreo de sus propias tierras y hacían lo que surgiera y supieran hacer, que no era mucho y tampoco eran muy hábiles en nada. Pero el «Tejero» tenía un profundo sentido de la historia y no quería dejar pasar aquella solemne fecha sin complementarla como era debido. Además, estaba previsto poner la «primera piedra» de las obras de la nueva «Casa del Pueblo». En realidad se trataba de rehabilitar, con nuevo encalado, ventanas, puertas y una buena mano de pintura en la fachada, una vieja casona abandonada tras la muerte de su último propietario y sin herederos conocidos, por lo que fue expropiada para uso público. Los monárquicos protestaron y amenazaron con denunciar el caso ante los juzgados de Guadalajara, pero por pereza o desinterés pronto se olvidaron del tema y dejaron que prosiguieran las obras de remodelación. El tabernero también protestó, porque le habían ido con el cuento de que en la Casa del Pueblo iban a dar el chato de vino por cinco céntimos, cuando él lo vendía a diez, y que, además, servirían gaseosas con sabor a frutas, para que los chiquillos no se hicieran al vino en tan temprana edad. Pero tampoco llegó la sangre al río. En la planta baja se tenía proyectado un centro social, con una pequeña tarima a modo de escenario, donde estaba previsto ofrecer sesiones de teatro, como las que se ofrecían en la otra Casa del Pueblo de Sigüenza, y si llegaba el presupuesto, traer de vez en cuando un cinematógrafo, pero tenían el problema de la luz eléctrica. No obstante, también estaba ya en tramitación traerla, tendiendo una línea desde el «Salto Pepita», una pequeña central eléctrica a orillas del Henares, siquiera para iluminar la plaza del pueblo, el Ayuntamiento y la nueva y flamante Casa del Pueblo, y si el cura se avenía a dar su bendición a la nueva casa, también para la iglesia. En la segunda planta, se instalaría una escuela de adultos, una consulta que tendría un médico una vez a la semana, y un pequeño cuarto para un asistente social, que de tanto en tanto vendría para asesorar sobre jubilaciones, pleitos de tierras con el Estado o terratenientes, y ponerles al corrientes de los nuevos derechos, sueldo mínimo, pago por jornadas de siega, etc., pero sin olvidar leerles también sus obligaciones. Pero lo más sorprendente fue que Inés, apenas una analfabeta unos meses antes, se hiciera cargo de la escuela, donde se supone que ella misma debía enseñar a leer y escribir a quien lo quisiera. La verdad es que había progresado mucho desde que comenzara a ir a la escuela, y sobre todo su buen talante y disposición de ánimo era el mejor reclamo para que otras mozas de su misma edad se animaran a acudir a sus clases vespertinas. Yo me vi en el humillante dilema de decidir si acudiría a sus clases, sabiendo que no tendría piedad de mi ignorancia y me trataría todavía peor de lo que solía hacer habitualmente, y en presencia de los demás. Pero no podía dejar pasar aquella oportunidad y, por otro lado, aquel inesperado cargo docente también supuso para Inés un cambio radical en su carácter. Se hizo más pausada, paciente y hasta maternal. Hablaba con lo chiquillos del pueblo como lo hace una maestra de escuela, argumentándoles casi con caricias la necesidad de la educación y la inutilidad de andar por ahí todo el día cogiendo nidos y apedreando perros. Para ayudar en las tareas una maestra profesional vendría de Sigüenza una vez a la semana, comprobaría los cuadernos de caligrafía, propondría los ejercicios y revisaría las cuentas, además de traer paquetes de cuadernos de caligrafía, tablas de multiplicar y algún libro de letras grandes y claras para las primeras lecturas. Se pusieron cadenetas en la plaza, algunas mesas cubiertas de manteles cuadriculados, rojos y azules, dos tinajas de considerable tamaño, una con vino de Aragón, pero algo rebajado con agua fresca del mismo chorro de la fuente pública, para que no causara problemas, y otra con un jarabe de zarzaparrilla, dulzón y empalagoso, para las mujeres y los niños, ya que desde que llegaron los socialistas estaba mal visto dar vino a los niños, y menos en público. Al medio día comenzaron los actos oficiales, consistentes en la lectura de un breve discurso a cargo del secretario del Ayuntamiento, ya que el «Tejero» no era muy buen orador, a parte de su destreza para los «vivas», ilustrando al pueblo sobre el origen histórico del «Primero de Mayo». Pero antes de que concluyera los mozos ya estaban pidiendo al dulzainero que empezara la fiesta. «¡Que manera de perder el tiempo! —comentó el secretario con el «Tejero», doblando cuidadosamente el papel con la reseña, para la que se había tomado un gran trabajo copiándola a mano de una enciclopedia de la biblioteca municipal de Sigüenza—. ¡Donde las cabezas están hechas para llevar la boina no les vengas con monsergas de la historia!» La fiesta se animó y se bailaron jotas y fandangos, unos con más destreza, otros con menos, por no ser muy populares en la comarca; se bebió el vino aguado que estaba destinado para la ocasión, y los chiquillos, como siempre, haciendo todas las travesuras y maldades que les venía a su fértil imaginación. Tal vez fuera en esa fiesta donde yo me di cuenta de que mi infancia estaba ya más que concluida, pues en ningún momento se me ocurrió unirme a ellos en sus travesuras, antes al contrario, por primera vez censuré sus perversiones, y hasta me vinieron deseos de darle algún sopapo a alguno de ellos. Como no había costumbre de una festividad tan novedosa, y ni siquiera habría procesión, la gente del pueblo se fue retirando tan pronto como se terminó el vino y la zarzaparrilla, y hasta los músicos se enmustiaron, porque faltaban los cohetes y las cucañas, algo imprescindible en toda verdadera fiesta. El nuevo alcalde, presidiendo con dignidad la aguada verbena, comentó con el secretario. «Es cuestión de tiempo, ya se irán haciendo a la costumbre». A lo que replicó el secretario: «¡Es que las fiestas políticas no son verdaderas fiestas, y menos sin santo ni procesión!» Por supuesto que don Gregorio no apareció por el pueblo, lo que evitó los consiguientes roces protocolarios. Pero el lunes 11 nos llegaron noticias alarmantes de Madrid, donde masas de incontrolados, al parecer favorables a la nueva República, habían quemado las Carmelitas de Ferraz, y varios conventos de la ciudad, desde Chamartín a Cuatro Caminos, y no contentos, habían prendido fuego también a varias iglesias. Por fortuna no se habían producido víctimas entre los religiosos, pero la noticia cayó en el pueblo como un verdadero jarro de agua fría y supuso el fin de la buena disposición del pueblo para la «Niña bonita», como era corriente denominar a la nueva República, pues los temores de que ésta traería violencia, sobre todo para la Iglesia y sus miembros, parecía que se confirmaba. Yo recordé mi conservación con don Gregorio y se me volvieron a erizar los cabellos, y otra vez el temor me caló hasta los huesos. Por la noche se escucharon comentarios en la taberna que agravaban más el tenso ambiente que se había creado. «¡A ver si estos rojos del pueblo se les ocurre quemar también la iglesia del pueblo y tenemos que volver a sacar las escopetas del Somatén!» Las noticias del día siguiente no fueron mejores, sino todo lo contrario. Alguien trajo un ejemplar de «El Debate», en el que se culpaba a la misma República y a su Gobierno provisional directamente de las quemas, y proclamaba la necesidad de la reinstaurar la monarquía para asegurar otra vez la paz y el orden en el país. «El Tejero» trajo varios periódicos de «El Socialista», con su propia versión de los hechos, en que se decía que todo había sido una provocación de los monárquicos, que no admitían el nuevo régimen, yque no había que exagerar con el número de conventos quemados, pero sea por morbosidad o con intencionalidad, los de la taberna no le prestaron la mínima atención y creyeron la versión del periódico conservador. Al día siguiente las cosas todavía fueron a peor, y ya era en media España donde ardieron iglesias y conventos, sobre todo en el sur, donde además se produjeron los primeros enfrentamientos serios con la Guardia Civil, y si ésta intervenía siempre había muertos o heridos, que no estaban para sermonear, sino para disparar a quien se desmadraba. En todos esos días no apareció don Gregorio por el pueblo y yo temía que el domingo se podría liar alguna seria en la iglesia, porque el ambiente contra la nueva República ya estaba muy caldeado y don Gregorio no tenía pelos en la lengua, por lo que temía que su sermón inflamara más los ánimos y se acabarse con la relativa armonía que todavía reinaba en el pueblo. Llegó el domingo y la iglesia se abarrotó, tanto de los unos como de los otros, porque todos querían saber lo que diría en el sermón don Gregorio para que no les pillara después desprevenidos. Pero gracias a Dios don Gregorio, fuera por temor o por convicción, no dijo una palabra de lo sucedido, y se limitó a recordarnos que el mes de mayo era el mes de la Virgen María, y que debíamos venerarla como se debía, acudiendo a los rosarios vespertinos del sábado, además de engalanar como era costumbre la imagen de la Virgen. La del pueblo se apodada «del río», porque según la tradición apareció flotando en el Henares cuando las peste asolaba el pueblo, pero que nadie sabe a ciencia cierta en qué año fue. No hizo sino aparecer la Señora en el río y milagrosamente se terminaron todos los males del pueblo. Al menos eso es lo que cuenta la leyenda de la «Virgen del río». Además de esta imagen, teníamos un San Antonio, oscurecido por el humo de los velas, que no cabía una más en la peana de tanto que le pedían las mozas del pueblo; un San Cristóbal con el niño algo desportillado, porque se cayó en una procesión al escaparse un becerro del encierro, que corneó a los que llevaban el santo, y un cristo bastante antiguo, casi románico, de mala factura pero impresionante por su dramatismo y los chorretones de sangre que le caían por el rostro desde la corona de espinas. A la salida de la misa el «Tejero», que como alcalde y por protocolo se creía en la obligación de ocupar los primeros bancos de la iglesia, para que fuera bien visible su asistencia a misa, parecía satisfecho y aliviado. «Este cura tiene más sentido común que ese cardenal Segura, por muy primado de Toledo que sea —comentó al mayor de los hermanos Valiente—. Si la clase religiosa fuera toda de este talante liberal el pueblo no tendría aversión por la iglesia, que hay países donde el clero es hasta republicano y reina la armonía y la concordia». Pero la consigna del «Boletín Eclesiástico» para el sermón dominical era incitar a los católicos a tomar cartas en el asunto y moverse para elegir candidatos católicos en la nuevas Cortes constituyentes, pero don Gregorio debió considerar que semejante consigna carecía de sentido en nuestro pueblo. No puede haber otra razón para explicar su silencio. Afortunadamente el resto del mes trascurrió sin más sobresaltos y yo pude volver a mi rutina habitual, como era esperar a Inés al borde del camino, mañana y tarde, tocar mi flauta de saúco bajo la encina a mis ovejas, entre aullido y aullido de mi paciente perra y el valido de alguna oveja, que ya habían cogido el tono y no desafinaban. Así, una tarde de mediados de mayo, cuando ya las obras de la Casa del Pueblo estaban para concluir, vi a la Inés llegar por el camino más tranquila y pensativa que de costumbre. Ya no sólo llevaba su cuaderno, sino un grueso libro que debía de ser donde aprendía otras cosas, además de leer y escribir, y donde aparecían las figuras de dos niños leyendo, pero como si en lugar de estudiar estuvieran jugando. —¡Es una enciclopedia! ¿Sabes lo que es una enciclopedia? — me dijo metiéndome el libro casi en la narices. Yo lo negué con un gesto de cabeza, avergonzado como de costumbre—. Una enciclopedia es un libro para aprender de todo, no sólo a leer y escribir. ¿Lo entiendes? No esperó mi respuesta y se sentó sobre un corro de hierba ya crecida, porque parecía cansada de la caminata, y permaneció pensativa como era habitual en ella, perdiendo su mirada en algún punto lejano del ya florido valle del Henares. —¿Tú crees, Andrés, que sabré hacerlo; que sabré hacer de maestra cuando no soy más que una palurda medio analfabeta? Me sorprendió la pregunta, porque era la primera vez que pedía mi opinión sobre alguna cosa, ya que siempre me hacía de menos y no parecía esperar que yo supiera nada de lo que le preocupara. Por eso me alegró tener la oportunidad de mostrarme como realmente me sentía, responsable y con buen juicio. —¡Qué sé yo, tú lo sabrás mejor que nadie, pero si te has ofrecido, tus razones tendrás! —Las única razón es que me da coraje que la gente sea analfabeta, como tú, ¡cuando es tan bonito saber leer y escribir y hacer las cuatro reglas; y da tanto aliento que parece que nace una otra vez a la vida! —Pues con eso ya tienes bastante. —Pero ¿qué se yo de enseñar? —Si no lo sabes lo aprenderás, que no hay como la necesidad para aprender las cosas pronto y bien. —Hablas como si fueras tú el maestro, que seguramente lo serías y mejor que yo, ¡si no fueras tan cabezota! —¡Tenía que salir el reproche de día! Ya sabes que tengo mis razones. —Ahora ya no las tienes, porque ahí tienes una escuela para aprender lo que necesitas, y olvídate de que yo sea la maestra, que todo el que venga lo trataré de igual modo. Era inevitable que surgiera el tema, así es que tenía que tomar ya la decisión, porque no estaba el humor de Inés para darle más reveses. Más por cariño y respeto hacia ella que por otra cosa, me comprometí a acudir a sus clases de alfabetización. Pero no sin refunfuñar. —Para que te calles de una vez, voy a dejar que me enseñes a leer y escribir, pero sin chanzas ni mofas, que bastante desgracia tengo ya con ser analfabeto para que todavía… Inés no me dejó terminar, se volvió hacía mí con una amplia y radiante sonrisa de satisfacción victoriosa, y me dio un beso sonoro y triunfal en la mejilla que me dejó señal en la cara. —¡Así me gusta, Andrés, que aspires a ser un hombre de provecho! ¡Ponte ajo en la mano que te la voy a poner roja a reglazos! — y se alejó con ímpetus renovados, dando grandes zancadas, al tiempo que agitaba el brazo despidiéndose de mí. Yo, todavía estremecido por la impresión suave de sus labios en mi mejilla, la imité como atontado. El destino había hecho su trabajo: sería en la Casa del Pueblo del Partido Socialista Obrero Español donde empezaría mi carrera eclesiástica. ¡Ironías del destino! A la mañana siguiente me despertó el gorgojeo de las golondrinas que cada año anidaban bajo el alero del patio de nuestra casa. Me sorprendió porque era la primera vez que las escuchaba desde el pasado verano, por lo que deduje que habían regresado de su larga hibernación sabe Dios en dónde. Me levanté y con cuidado para no espantarlas, entreabrí el ventanuco de mi dormitorio y, en efecto, ahí estaban otra vez, pero no supe reconocer si era la misma pareja de adultos de cada año o los retoños del año pasado. No sé por qué pero el corazón se me alegró con aquel monótono soniquete, como si esos pájaros elegantes trajeran la armonía de la vida misma allí donde anidaban. Pensé que sí las golondrinas regresaban al pueblo debía ser porque seguía bendecido por Dios y nada malo nos podría suceder. Si no fuera así, las primeras en saberlo debían ser ellas mismas, y anidarían en cualquier otro lugar. La Casa del Pueblo Llegó el mes de junio y en el pueblo reinaba una relativa armonía. Incluso parecía que la gente había recobrado su tradicional buen humor y disposición de ánimo, porque no era raro escuchar llegando de los campos o las huertas cercanas el canto desgañitado de algún gañán ejercitándose para las fiestas de San Juan con sus rutinarias coplas, las más picantes y mal intencionadas. Las golondrinas del patio ya estaban de arrumacos y la hembra no paraba de mejorar el nido mientras el macho nos despertaba al alba con sus sonoros trinos rutinarios, casi con deje y estribillo. Las mujeres cantaban también camino del río o de la fuente y las mozas se probaban las sayas de sus abuelas, las medias caladas y las redes negras para sujetarse los moños, pero siempre tocadas de alguna margarita en vivo contraste con el negro de sus cabellos, o de una tosca amapola. En lugar de andar parecían bailar, que si no fuera por el peso de los cántaros o de los cestos de ropa para lavar, seguramente que no andaría, sino que bailarían. Lo que sucedía era que se acercaba San Juan y la que más y que menos tenía ya echado el ojo amoroso a algún mozo del lugar, encendido su media docena de velas a San Antonio y rezadas unas docenas de avemarías, alteradas a conveniencia, pidiendo novio para ese año a la misma Virgen María, que por ser tan escasa de santos la iglesia, también servía para esa función. La religión en mi pueblo no era sólo devoción, sino algo tan vivo y real como si los santos fueran miembros de la propia familia; los que estaban en contacto con Dios y sabían hacer esos milagros. Inés no era una excepción, pero había cambiando tanto desde su nueva responsabilidad que parecía estar ya por encima de aquellas ingenuidades y miraba la vida con otro aire, sabiendo que los santos no hacían los milagros, sino la cultura, por lo que ya no era tan frecuente verla aparecer por la iglesia, salvo los domingos, para acompañar a su madre y a sus tías abuelas, y porque nadie en el pueblo podía dejar de asistir a la misa del domingo sin sufrir las consiguientes murmuraciones y la callada censura del pueblo. Como si acudir a misa no fuera sólo un precepto religioso, sino una obligación social propia de gente honrada y de buenas costumbres, como se jactaban de ser la mayoría de los aldeanos. Las clases de alfabetización dieron comienzo a mediados de mes y mis temores iniciales sobre mi incapacidad para las letras se esfumaron rápidamente. Los rápidos progresos se debían sin duda a la naturalidad, paciencia y buen hacer con que nos enseñaba Inés, que por haber sido ella misma una analfabeta apenas unos meses antes, estaba en la situación de comprender a los que nos reuníamos en aquella clase recién encalada, con su mapa de España, su cartel de la U.G.T. del campo, con un joven matrimonio y su retoño, exultantes de vitalidad, trabajando la mies casi en éxtasis con la naturaleza, una pizarra recién estrenada, una pequeña estantería con cuadernos de caligrafía, tablas de multiplicar y los cuatro libros de lectura que esperaban pacientemente a que supiéramos distinguir las letras unas de otras y los pudiéramos leer ya de corrido. No había bancos como en una escuela normal, sino una gran mesa rectangular en el centro de la sala y dos bancos corridos de madera a cada lado, toscamente elaborados, donde nos sentábamos unos casi encima de los otros. Inés no hacía excepciones conmigo ni con nadie, y conocía bien sus propias limitaciones, así es que cuando algún alumno, por cierto mayoritariamente muchachas y hasta mujeres ya maduras, pero a penas media docena de muchachos de mi edad, entre los que estaba el hermano menor de Inés, que también era analfabeto, parecía no salir de algún atolladero, buscaba alguna metáfora divertida para relajar la tensión y la vergüenza: —Esto es como los chicos, dan respeto hasta que se los conoce, después se ríe una por lo tonta que había sido —y comenzaba la rutina simple para ella pero endiablada y complicada para nosotros—: «La eme con la a, ma; la eme con la e, me; la eme con la i, mi», etcétera. Era gracioso vernos allí, mozos y mozas en edad de andar por la taberna y en pleitos ya de amoríos, como niños pequeños leyendo la cartilla de primaria, con más atención y ansiedad por saber que si fuéramos verdaderamente niños. Y era solemne ver a una sencilla campesina, casi analfabeta como nosotros, instruir a sus propios paisanos, compañeras de juego y candidatas a novios, con la mayor naturalidad y sin que nadie osara ni por hacer una gracia faltarla al respeto. Y es que la cultura nos dignificaba, tanto que aprendíamos más de lo que nos enseñaban, pues hay cosas que están en uno mismo y sólo es necesario un buen ambiente para estimularlas. De manera que aquellas mozas en apenas unas semana habían dejado de ser una ingenuas campesinas, incapaces de tomar parte en una conversación, para atreverse a opinar sobre casi cualquier cosa, como si sus mentes se hubieran librado de unas cadenas invisible que las tenían presas. Para estimular su entendimiento, Inés leía algunas noticias del «El Socialista» y pedía que las comentáramos y expresáramos nuestra opinión. Aquella iniciativa había surgido de ella misma, convencida de que leer y escribir no era suficiente, sino que se aprende a leer sobre todo para poder entender. —«Los precios de los productos agrícolas han aumentado un 6 por ciento en lo que va de año, y de persistir la sequía podían llegar al 10 por ciento, con lo que es previsible que suba el precio del pan entre 5 y 10 céntimos.» —¿Qué es eso de «porciento»…? —preguntaba alguna moza levantando disciplinariamente el brazo, sin que nadie la hubiera dicho que eso era lo que había que hacer para intervenir. —Si te digo la verdad, yo tampoco estoy muy al corriente — contestaba Inés, sin mostrar el menor embarazo, pues asumía que ella no era más lista que los presentes—. Debe ser que sube el trigo, porque si dice que el pan subirá diez céntimos es porque el trigo valdrá más, digo yo. El Benjamín asentía con la cabeza las explicaciones de su hermana, porque él sabía la respuesta por haberla escuchado comentar en la taberna entre sus hermanos y el «Tejero», precisamente refiriéndose a esa misma noticia. Y eso era lo hermoso de aquellas clases, que no había maestro, sino que cada uno enseñaba a los demás lo poco o mucho que sabía. —Quiere decir —explicó Benjamín levantándose ceremoniosamente y tragando algo de saliva para no atragantarse— que de 100 partes se toman 6 o las que sean del por ciento y se aumentan al precio que tenía. O sea, que si el trigo valía cien pesetas el quintal, ahora valdría 106 pesetas, y si fuera el 10 por ciento, pues valdría 110 pesetas y así según sea el tanto por ciento. Satisfecho por su explicación, se volvía a sentar con aire de catedrático de economía, mientras que los demás tratábamos de hacernos una idea cabal de la explicación. Así aprendimos, no sólo a leer y a escribir, sino a entender lo que leíamos o nos leían, y nos dimos cuenta de que todos juntos sabíamos muchas más cosas de las que suponíamos, cada uno en lo suyo y con su propio entendimiento. Inés no era sino la barita mágica que estimulaba nuestra inteligencia. Otras veces nos leía algún poema de Antonio Machado, con tan buena entonación y cadencia que más de una vez se nos saltaron las lágrimas, sobre todo los inspirados por su amada mujer, Leonor, a la que se llevó la tuberculosis siendo casi una niña. «¡Álamos del amor que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas, álamos que seréis mañana lirios al viento perfumado en primavera! Álamos del amor, cerca del agua que corre y pasa, y sueña, álamos de los márgenes del Duero conmigo vais, mi corazón os lleva.» Tras cada lectura quedábamos tan profundamente impresionados que no acertábamos a explicarnos la razón, porque aquello de la poesía era tan nuevo para nosotros que nadie de los presentes sabíamos entender su magia, y por qué tan sencillas palabras llegaban tan hondo en el sentimiento. Todos habíamos visto álamos en la ribera del río, y mil veces ver a los lírios florecer en primavera, pero hasta no escuchar esos poemas de Machado no nos habíamos dado cuenta de lo distintos que eran de como los veíamos de corriente. Así es que Inés nos trajo también el amor por la poesía casi sin proponérselo. Nunca después asistí a un colegio con mejor pedagogía que aquella improvisada aula de la Casa del Pueblo, ni nunca aprendí más de mí mismo que en aquellos felices meses en los que un ángel paso por nuestro lugar y nos dejó a todos los jóvenes la gracia del entendimiento y de la inteligencia sin apenas esforzarnos ni guardar nada en la memoria. ¡Pero ese era, en realidad, el verdadero espíritu de la II República española! San Juan se acercaba y su magia dejaba el rubor en las mejillas, el frescor en las riberas del henares y el armonioso canto del jilguero entre las ramas de los viejos álamos del río, tal y como lo cantara Machado. Ya habían hecho la puesta las golondrinas, y se afanaban las cigüeñas de la torre de la iglesia, haciendo tabletear con más insistencia su largos picos, como poniendo urgencia a la vida para hacer bien su trabajo antes del próximo invierno. Se balanceaban ya los trigales como un mar verde de olas suaves en el reseco campo de Castilla y zumbaban las abejas en el romero. Las clases progresaban, pero la proximidad de las fiestas del equinoccio del verano alteraba la disciplina y se pensaba más en los bailes y en los trajes que en las letras, las rimas o las cuentas. Con no poca vergüenza para nosotros, las mozas hablaban más de amoríos que de consonantes o vocales, verbos o predicados. —Pues te digo que cuando venía a la Casa del Pueblo me ha mirao y de largo, como midiéndome de arriba abajo, ¡y las partes que no se mentan por vergüenza! —¿Quién, el bruto del Nemesio? ¡No hagas caso mujer, que lo hace así de descarado con todas nosotras! ¡Ése se cree un figurín de catálogo! —¡Pues lo que se dice buena planta, sí que la tiene! —¡Pero si da coces como un borrico! —¡Ea! —protestaba la chica—. A ver si ahora va a resultar que todos los mozos del pueblo son unos borricos y las únicas listas somos nosotras. ¡Con alguien nos tendremos que casar! ¿De qué nos sirve tanta cultura si no nos quiere nadie? Era una observación muy sensata y, al mismo tiempo, un auténtico drama de difícil solución. En efecto, cuanto más aprendían más lejos estaban de su propio pueblo y de su gente. A veces llegué a pensar, sobre todo en los trágicos sucesos del 39, si no hubiera sido mejor haberlas dejado a todas aquellas alegres muchachas en su ingenua ignorancia, porque las relaciones entre ellas y el resto de los mozos se hicieron más tensas y hasta surgió algún que otro roce, provocado por los celosos muchachos, humillados en su hombría por las chicas. —¡No estudies tanto que se te pone cara de borrica apaleada! — les censuraban. —¡Y tú no aprendas las letras no vaya a ser que se te ensanche la cabeza y no te quepa la boina! Se reprochaban mutuamente con un cierto sentimiento de amargura, al ver lo distante que estaban los unos de los otros y como aquellos modestos conocimientos abrían un enorme abismo entre ellos. A veces, incluso, las discusiones llegaban a la grosería y provocaban el llanto de las pobres muchachas. —¡Pa’qué quieres que me ilustre, si lo que tiene que interesarte es que tenga un buen cipote, y no tantas letras ni tantas leches! A pesar de todo, no dejaron de acudir a las clases, pero la Inés ya empezaba a correr de boca en boca como una agitadora revolucionaria, que estaba volviendo ariscas y respondonas a las mozas que acudían a sus clases. Pensaban que debía de sermonearlas con ideas políticas en lugar de enseñarlas a leer y escribir. La maldad propia de los pueblos se encargaba de aumentar los rumores y comentarios hasta que, como era de temer, en las vísperas de San Juan Inés apareció en una copla, que inevitablemente se cantaría en el pueblo por las fiestas: «La hija del tío Valiente s´ha metido a docente, porque le pone caliente el hijo del tio Lafuente.» Cuando sus alumnas, no sin violentarse, le susurraron al oído esta copla que habían escuchado la noche anterior, Inés me dirigió una confusa mirada, como si lo sintiera más por mí que por ella misma, se encogió de hombros y se limitó a comentar con las muchachas, más apuradas que ella misma, que «esas cosas pasan en todos lo pueblos por San Juan, pero pronto se olvidan». Así es que se lo tomó con resignación y entereza, lo que demostraba lo lejos que estaba ya del pueblo y de su propia gente. Pero lo que en realidad sucedía era que Inés estaba tan segura de que estábamos hechos el uno para el otro que no le importaba que nuestra supuesta relación estuviera ya en boca de todos. En cuanto a las mozas, entre ellas comentaban la mala intención de los muchachos, pero creo que también suponían que Inés y yo manteníamos relaciones más íntimas de las que la formalidad de nuestro trato durante las clases hacía suponer. Quienes realmente se indignaron fueron los hermanos Valiente, que amenazaron con desnucar al autor y al primero que la cantara en su presencia. Pero cuando en un pueblo surge una copla difamadora nunca se sabe quién o quiénes son sus autores. Es como si se tratara de un pacto de silencio: alguien la canta por primera vez y dice que la ha oído por ahí y así queda el asunto, sin que nunca se llegue a saber quién es su autor. A veces es un trabajo conjunto: varios mozos en la taberna se propone difamar a alguien y cada cual aporta una idea, unos riman lo que otros sugieren, agudizan la mordacidad de la crítica, hasta que, finalmente, la copla está concluida y nadie sabe quién la ha creado. En realidad, el autor es el pueblo entero, por su complicidad y regusto morboso por este tipo de maldades. En la Casa del Pueblo, además de las clases para analfabetos, empezaron a celebrarse otros actos con más carácter político y social, como reuniones de campesinos para informales sobre la conveniencia de afiliarse al sindicato agrario de la U.G.T. La sequía que padecíamos mermaba considerablemente la producción de grano, y los precios por quintal no se habían movido desde los tiempos de Primo de Rivera, cuya compra estaba monopolizada por dos comerciantes y prestamistas usureros de Sigüenza. Precisamente la usura en los préstamos hipotecarios, para compensar las pérdidas en las cosechas, iba dejando un continuo goteo de pequeños propietarios que pasaban a ser arrendatarios de sus propias tierras, que iban a parar a manos de los usureros o de los bancos. En esta usura, más o menos legal, participaba también una «Caja Agrícola» de la Iglesia, creada para «invertir» los cuantiosos fondos acumulados por el cabildo y el obispado, como consecuencia de las muchas tierras y heredades que acumulaban, bien por testamentos o cesiones por parte de sus feligreses difuntos, o donadas para ser atendidos en su asilo de Sigüenza, el único de toda la comarca. De esta manera, la mitad de las tierras de cultivo del pueblo y casi todas las de baldío ya no eran de la gente del pueblo, sino de los cuatro o cinco usureros de Sigüenza, entre los que estaban testaferros del propio conde de Romanones, y de los bancos y cajas agrícolas, y cada vez había más campesinos que no tenían otra opción que trabajar como arrendatarios las tierras que habían sido por siglos propiedad de la familia. Por esta razón, las reuniones del nuevo sindicato agrario de la U.G.T. en la Casa del Pueblo estaban cada vez más concurridas y provocaban los recelos de los más hacendados, que ya veían a los socialistas del pueblo haciendo huelgas, como las que ya se producían en media Andalucía, cuando no la «revolución social», que proclamaban en Sevilla y sin el menor reparo el médico anarcosindicalista Pedro Vallina y el héroe de la aviación, Ramón Franco. La más concurrida fue para informar de las primeras leyes de urgencia de la República, que afectaban directamente a esta situación, pues se prohibió temporalmente el desahucio de los campesinos que fueran arrendatarios. Pero, sobre todo, lo que provocó un mayor revuelo fue la prohibición del nuevo Gobierno provisional de que se emplearan peones en las labores agrícolas de fuera mientras los hubiera desocupados en el propio pueblo; del nuevo jornal mínimo de 5,50 pesetas, y de 11 pesetas por jornada de siega, cuando lo normal es que los patronos locales pagaran entre 2 y 3 pesetas de jornal y 8 ó 9 por jornada completa de siega. Por todo esto cundía ya el malestar entre los patronos. Donde peor calló la nueva ley fue en el «Círculo Social» del Casino de Sigüenza, verdadero cuartel general de los cuatro caciques que todavía ejercían con despotismo su actividad, como en los mejores tiempos de la dictadura, entre cuyos socios estaba don Mariano, el ex alcalde del pueblo. Los comentarios de don Mariano a don Gregorio, a la salida de misa, no dejaban duda sobre lo tenso de la situación. —¡Yo ni decreto ni hostias!, y perdone padre por la expresión, pero tengo ya apalabrada las cuadrillas de segadores y no voy a coger estos vagos y chulos del pueblo, que no sirven más que para alborotar y enredar con la política. Antes prendo fuego la cosecha que bajarme los pantalones ante esta chusma de socialistas —finalmente, y con media voz, como si tratara de no ser escuchado por el cura, amenazaba veladamente—. Lo que hay que hacer es pegar fuego a la Casa del Pueblo, con todos ellos dentro, y se acabaron todos los males. —¡Sin violencias, don Mariano, sin violencias!, que ya están las cosas bastante enredadas para que las enredemos todavía más. —Usted perdone, don Gregorio, pero le digo yo que esto acabará ¡como el Rosario de la Aurora! —Dios nos ayude, y nos libre del mal, amén. Concluyó don Gregorio, sin mostrarse demasiado severo por las exaltadas opiniones del ex alcalde. Pero parecía como si el santo más amoroso del calendario trajera la tregua y la concordia a las tensiones que se iban acumulando en el pueblo, y ya las vísperas, unos y otros, enfrentados y amigos, se ponían manos a la obra para engalanar las calles, los arquillos y las fuentes con arcos formados por frescas ramas de chopo entrelazadas, rosas de junio, de tantos colores como el arco iris, menudas rosas de Jericó, madreselvas, flores del romero, de albahaca y de esparraguera, y alguna maceta de geranios rojos y ásperos. Las muchachas ya andaban engalanadas y canturreaban la no por archiconocida menos alegre y festiva copla sanjuanera: «Las mañanas de San Juan cuando te jaleabas, con tus zapatitos blancos y la media calada.» Eran arcos de bienvenida al productivo verano; homenajes al sol que madura las cosechas; cantos a la culminación de la naturaleza. Pórticos para la pasión y la sensualidad de la noche mágica de San Juan, engalanados de fuego y exultantes ellos de optimismo juvenil y fuerza viril, y sobrecogidas ellas por el drama de la vida a la que lleva el sentimiento inevitable del amor. De manera que todos dimos una tregua al pesimismo y nos dispusimos a gozar la fiesta religiosa más pagana del calendario eclesiástico español y del mundo entero, supongo yo. Inés nos soltó un discursillo de despedida, animándonos para la fiesta: —¡Ea, se acabaron los deberes y las obligaciones, ahora a bailar como un trompo hasta que se acabe el vino y el aguardiente! Y a ti, Andrés, te quiero ver más limpio y aseado que un San Luís, con los calzones limpios y sin remiendos, que algunos tendrás que guardes para las fiestas. Y a vosotras, que San Antonio reparta suerte, y si tanto porfiáis, que se os arrime un buen mozo con sanas intenciones, que de eso aquí no se aprende y cada cual tiene que saberlo por ella misma. Y a la que dejen cardos en el balcón, que no se amohíne que no son sino bromas de muchachos despechados, que cuantos más cardos borriqueros os dejan más os quieren. Fue aquel sin duda un breve pero soberbio discurso que nos dispuso el ánimo para la fiesta. Inés había alcanzado tal grado de seguridad en ella misma que, a pesar de su edad, cualquiera hubiera dicho de ella que tenía siquiera un par de carreras de letras y alguna de ciencias sin usar para una eventualidad. Al medio día empezaron los festejos con una misa sin sermón, casi de compromiso, porque no podía haber santo sin responso. En la plaza se había levantado el arco del Ayuntamiento, que por ser oficial estaba coronado por una bandera tricolor y una ilustración de una matrona republicana, con su gorro frisio, sus generosos y abundantes senos, además de cumplidas caderas, que escandalizó a las viejas, pero no desagradaba a los jóvenes, a juzgar por sus jocosos comentarios: «Si la República fuera tamaña hembra, no le faltarían pretendientes», o «Con ese par de... ¡tú ya me entiendes!, no faltaría de comer al pueblo». La dulzaina, posiblemente el instrumento musical más pequeño y escandaloso del mundo, empezó a entonar las primeras jotas castellanas, acompañada del repique alegre del tamboril, y para la ocasión el nuevo alcalde había hecho traer un acordeonista de Guadalajara, con lo que la orquesta quedó completa y con varios estilos. Así, el acordeonista tocaba piezas de moda y algún que otro pasodoble, mientras que el dulzainero, como había hechos cada año desde que yo tuviera uso de razón, seguía con su repertorio local, compuesto de una docena de jotas, no por conocidas menos alegres y solicitadas. Yo no era mal bailarín, aunque algo tímido, pero Inés, como no podía ser de otro modo, pues no había cosa que no hiciera a conciencia y con temperamento, era una consumada bailarina. Lo mismo le daba un baile del montón que bien coordinado; lo mismo el del bastón que el del pañuelo; igual se movía con gracia en pareja que en corro o por grupos. Cuando nos juntábamos porque los pasos lo requería, me sujetaba la mano con fuerza, me regalaba una sonrisa generosa y pasaba como una ráfaga de viento cálido y sensual, perfumado de aroma de albahacas y tomillo. Cansados y satisfechos de tanta sensualidad, terminábamos postrados, más que sentados, en el poyato de piedra de la fuente refrescándonos la frente con agua fresca del caño, que era como si nos pasara la mano un santo, porque de nuevo nos devolvía las ansias de vivir y sin apenas descanso, volvíamos de nuevo al baile. —¡La vida debería ser siempre como un baile de San Juan! — comentaba Inés chapoteando el agua en sus mejillas ardientes—. Y después de la fiesta, irse a dormir y ya no despertarse más, para que la alegría de la fiesta durase eternamente… No me gustó el comentario, pero estaba de acuerdo en que era un desaprovecho que hubiera días en que no hubiera fiestas. Inés estaba alegre y triste a la vez; jovial y pensativa; ausente y provocadora. De pronto, me miró fijamente a los ojos, tan intensamente que parecía estar sujeto por dos cadenas a los suyos. —¿Tú me quieres, no es verdad, Andrés? Quiero decir, con cariño de hombre y no sólo de amigo... —me preguntó de improviso, sin dejarme respiro para prepararme siquiera para una respuesta medianamente razonada. No supe qué responder porque la pregunta era demasiado directa para que mi lento cerebro, agobiado por el calor y los efectos del aguardiente, fuera capaz de dar con la respuesta más conveniente. En realidad no sabía si la quería con el sentido que ella lo decía o si realmente no era más que un encariñamiento infantil, de juegos y rechufas, tal y como había sido hasta ese mismo día. Pero así, de pronto, contestarle si estaba enamorado de ella, no cabía ni siquiera la posibilidad de que pudiera concebirlo, cuando menos darle una respuesta. Me senté como cansino en el borde del pilón, hice un amago de responder algo que no sabía qué podría ser, pero ella me interrumpió al ver mi creciente embarazo. —¡Calla, no digas nada, no vayas a estropearme la fiesta! ¡Ea, vamos otra vez al baile que bastante andan las lenguas hablando de nosotros como para que nos vean tan juntos, y con cara de tortolitos enamorados! Se levantó y me dejó con un «¡Claro, mujer!» en la boca, que a lo mejor no hubiera sido de su agrado, por sonar a compromiso. Pero Inés me hizo aquella pregunta el día en que su intuición le dijo que había llegado el momento de hacerla. Sin embargo, se dio cuenta a tiempo de que aquel no era el momento, sino que para esas cosas estaba precisamente, en el pueblo y en el mundo entero, la mágica noche de San Juan. Pero entonces la pregunta debía hacérsela yo y no ella. Prosiguió la fiesta, pero yo ya estaba ausente, porque mi mente ya no estaba en el pueblo, sino en algún recóndito lugar de mis sentimientos. Yo también me di cuenta de que había llegado el momento de preguntarme a mí mismo si estaba realmente enamorado de Inés. Era una de esas preguntas que te envejecen; que acaban con los restos de tu infancia, que te urgen a poner orden en tus emociones y alarmantes nuevas pasiones. En apenas unas horas tenía que reconocer lo que había en mí de hombre, recién estrenado, con todas sus partes incluidas las más inquietante y perturbadora, como era el sexo. Si la respuesta era que sí y si la suya no me contrariaba, era como un desgarro interno; un pasar de la niebla infantil al abismo adulto. Era abrir la puerta del deseo con la posibilidad de que pudiera ser satisfecho, porque el amor correspondido no tenía límites ni barreras; era perderse en un mundo nuevo lleno de peligros, misterios de la naturaleza con sabor a sangre; con desgarros, gritos y dolores que a veces terminaban en muerte. Tal vez exageraba, pero el cuerpo me temblaba de los pies a la cabeza cada vez que creía escuchar de labios de Inés, «¡Sí, yo también te quiero!», porque no sabía lo que vendría después. Aquello ya no era un juego ni pertenecía al mundo conocido, sino al desconocido y, con franqueza, tengo que reconocer que aquella noche, tan dulce y amarga a la vez, estaba aterrorizado de lo que pudiera suceder. Inés se dio cuenta de mi nerviosismo porque más de una vez la pisé durante el baile, y fui a parar a donde no debía en más de una vuelta de las jotas, en las que nunca había cometido el mínimo fallo. Pero lejos de inquietarla, parecía comprender la causa de mi perturbación y estaba secretamente complacida. Me lanzaba miradas llenas de misterio e interrogación, como si me estuviera preguntando cómo andaban mis sentimientos: si estaba ya a punto o necesitaba algo más de tiempo. Al anochecer, el alguacil encendió la hoguera oficial, la que estaba en el centro de la plaza del Ayuntamiento, y los chiquillos armaron una algarabía del demonio, tirando petardos correfuegos, que al explotar saltaban y se metía entre las sayas de las muchachas, quemando a más de una las enaguas. Inés se retiró asustada a un extremo de la plaza, que por la hora empezaba a quedar en la penumbra. Yo la acompañé y no subimos a un balcón para ver las llamaradas de la hoguera y el chisporretear de los petardos como hechizados. Lenguas doradas iluminaban a intervalos sus mejillas, pero ella no miraba la hoguera sino a mí, como si me preguntara si tenía ya la respuesta. Debió comprender que la tenía porque me propuso algo desconcertante: —¡Ven, Andrés, vamos al río que esto es un sofoco! Un baño a la luz de la luna Apenas podía seguirla y tropezaba con todo lo que se cruzaba en el camino. Y eso que la noche era clara y la luna, en su cuarto menguante, brillaba con su luz mortecina dejando una suave patina plateada sobre los trigales, y haciendo que las menudas hojas de las encinas relucieran como si fueran cuentas de collares. El siempre lejano cuco lanzaba su monótono canto desde algún lugar en la frondosidad de las choperas y los ruiseñores competían en sus trinos de un lado a otro de la ribera del Henares, reclamando su reinado y provocando la atención de las calladas hembras. Al fondo del valle eran visibles las crestas de los cerros, que daban a frondosos pinares, donde moraban a sus anchas el taciturno jabalí y el asustadizo corzo. —¡Corre, Andrés, no nos vayan a ver juntos camino del río, que es lo que nos faltaba! Yo no contestaba porque estaba pendiente de los altibajos del camino, pero Inés me tomó por la mano y prácticamente me arrastró sendero abajo, hasta que llegamos a un pradillo que bordea el río. Bajamos todavía por un angosto sendero, abierto entre frondosas hierbas y carrizos, y que Inés debía conocer perfectamente o de otro modo nos hubiéramos caído de bruces en el río. Atravesamos una chopera, espantando a unas lechuzas y otros pájaros que dormitaban en ella, y tuvimos que sortear todavía un tupido zarzal florido, hasta que, por fin, llegamos a un pequeño recodo del río, donde había una poza de agua remansada, bordeada por un pequeño prado, acorralado de altas choperas, que dejan en el medio un círculo por donde, como si fuera la cúpula de una iglesia, aparecía el cielo estrellado en toda su solemnidad y grandeza. Inés se dejó caer acalorada y sudorosa sobre la hierba, pasó los brazos por detrás de la nuca, y mirando fijamente el cielo, exclamó. —¡Bendito sea Dios, que ha hecho las estrellas del cielo! La observación casi me sobrecogió por lo inesperada en Inés, que no parecía ser precisamente una gran devota, pero la visión de aquel pequeño trozo de cielo, como si hubiera sido bordado por algunas manos sobrenaturales con millones de lentejuelas, algunas chispeantes, realmente hacía creer que Dios necesariamente debía de existir, y no estaría muy lejos de aquel sobrecogedor lugar. Me senté a su lado dejándome sugestionar por aquella visión y el conjunto misterioso del lugar, y confieso que temeroso de las sombras impenetrables que se abrían tras los zarzales y las choperas, pues nunca he sido muy valiente para la oscuridad. Por el contrario, Inés parecía despreocupada y segura de la quietud y soledad del lugar. —¡Ea, Andrés, di algo y no te quedes callado como si no tuvieras espíritu! —me estrechó la mano y se volvió hacia mí sobresaltada—. ¡Pero si estás temblando! ¿Es que tienes frío o qué? —No Inés, pero es que estoy nervioso… porque… —¡Me tienes miedo! —me interrumpió. —¡No!, ¿cómo va a ser eso? ¡Pero es que no sé si estamos haciendo lo que debemos! —¿Y qué estamos haciendo? ¿Es algo malo corretear por el campo y mirar las estrellas? De pronto me di cuenta de lo ridículo de mi comportamiento y otra vez el desgarro de la edad y la voz de la naturaleza que exige lo que le corresponde y reniega del pasado y de la inocencia; de los pantalones cortos, las caricias maternas, la condescendencia de la familia, los sencillos regalos de los Reyes Magos, los dulces y las golosinas, el vapor de aquella ensoñación que de pronto, se revela y manifiesta en la parte del cuerpo más ignorada, la más censurada y amonestada. Y me di cuenta que ésa debía ser una clara señal de que me había hecho un hombre. Súbitamente perdí el temor a la oscuridad, me tendí junto a Inés y la contemplé por primera vez como lo que realmente era, una mujer. Sin saber cómo ni por qué, y sin la mínima experiencia, la besé en los labios. Inés comprendió lo que me estaba sucediendo y no hizo nada, pero estaba vez no era yo el que temblaba sino ella. Había recuperado, como por obra de magia, la seguridad en mí mismo y la convicción de que sin duda estaba enamorado de ella, pero, sobre todo, que la deseaba como mujer y con urgencia. Pasaron unos instantes angustiosos mientras mis labios no se podían separar de los suyos. Inés permanecía callada con los ojos cerrados, como si mi beso paralizara su voluntad y no pudiera moverse. Pero, de pronto, reaccionó, abrió los ojos como si despertara de un largo y mágico sueño, y fuera la princesa encantada del cuento de la bella durmiente. Se zafó de mi abrazo con delicadeza pero con decisión y, después de contemplarme unos instantes con gesto complaciente, como si hubiera conseguido su gran triunfo esperado desde la infancia, se sentía de nuevo Inés Valiente, pero la mujer y no la niña. —¡Vamos a bañarnos, que este sofoco no hay quien lo aguante! La idea me pareció divertida pero insensata, porque así sin más no podíamos meternos en el agua. Inés no esperó mi respuesta y empezó la complicada tarea de despojarse de sus ropas festivas. —¡No seas loca Inés, que nos puede ver alguien! ¿No irás a quedarte en cueros en medio del campo? —¡Como no sean los búhos! ¿Crees que hay dos chiflados más como nosotros dos en todo el pueblo? ¡Ea, no seas vergonzoso y desnúdate!, ¿no te iras a bañar vestido? —ya no sentía vergüenza alguna a desnudarme ante Inés, pero tenía cierto pudor por mostrar mi excitación—. Si te apura que te vea desnudo, ya puedes imaginarte que viviendo con tres hermanos mayores sé muy bien cómo son los hombres. ¡Anda, y déjate de vergüenzas, que lo que necesitamos es un baño en agua bien fresquita para no cometer un disparate! Comprendí la indirecta y me desnudé delante de ella mostrando ya sin pudor mi excitación que, por otro lado, la penumbra de la noche disimulaba convenientemente. Resbalé en el lodo de la orilla y caí de bruces en el agua, lo que provocó una sonora carcajada en Inés, que reprimió tapándose apresuradamente la boca con la mano. El agua estaba helada, pero resultaba casi balsámica. Pasada la primera impresión mi cuerpo se hizo al frescor y, como era de esperar, hizo su efecto en mi excitación. Concentrado en mis desventuras no había prestado atención al cuerpo desnudo de Inés, que con más precaución y tino se deslizaba en las remansadas aguas, hasta sentarse sobre el fondo arenoso y cubrirla hasta los hombros. Chapoteamos unos instantes como dos niños en un barreño y no parecíamos darnos cuenta de que estábamos en medio del campo, desnudos y enamorados, poniendo a prueba toda nuestra capacidad para salir airosos de aquella primera difícil prueba de nuestra recién estrenada madurez. —Ahora debería contestar a tu pregunta de la fuente —le dije sentándome yo también sobre el fondo arenoso del río. —¡Calla, tonto, que hablan más claro los besos que las palabras! ¿Pues que más quieres decir que no me hayas dicho ya? Para mí es suficiente, pero si te complace, pues dime lo que sientas, que no estará de más. —No, si la verdad es que me cuesta decírtelo, no por no sentirlo, sino precisamente por sentirlo, pero es que es una cosa tan nueva que... —¿Decir el qué? —me interrumpió Inés, que ya empezaba a impacientarse por mi cortedad y nerviosismo. Yo solté lo que tenía que decir de corrido y sin pensar muy bien en cómo lo decía. —¡Pues eso, que... que te quiero; que te amo, mujer! —¡Valiente manera de declararse a una muchacha: tiritando de frío y tartamudeando! Anda, déjalo ya, que por esta noche ya hemos tenido bastantes emociones, y volvamos al pueblo ¡que ya nos estarán echando de menos las alcahuetas! A partir de ese momento mis relaciones con Inés empezaron a tener cierto aire de familiaridad. Ayudé a secarla y ella hizo lo mismo conmigo y aun intercambiamos varios besos furtivos, pero ambos sabíamos que aquello tenía que terminar de aquella manera. De pronto Inés me preguntó: —Entonces, Andrés, ¿ya somos novios? —¡Claro, mujer! No dijo más, y emprendimos decididos el regreso al pueblo. Todavía brillaba el resplandor de la hoguera en la plaza cuando pudimos entrar en el pueblo sin ser vistos, cada uno por un sitio distinto para que no sospechara nadie de nuestras relaciones, lo que era una ingenuidad, porque los dos estábamos ya en boca de todos. Al entrar por una calleja, vi a un grupo de mozos que se acercaban junto a la casa de Inés y a gritos, y con voz de borrachos, empezaron a cantar la copla con la clara intención de que fuera escuchada por todo el que viviera en la calleja. Yo no pude evitar mi indignación. Furioso y sin ser consciente de mis limitaciones, me dirigí a ellos y les grité, como si con ello ya creyera poder intimidarlos: —¡A ver quién se atreve a cantar esa copla en mi presencia! Los muchachos se sorprendieron y parecieron algo corridos, pero bajo los efectos del alcohol, que sin duda no les permitían coordinar sus emociones, el más grande de todos siguió cantando, o mejor, balbuceando la copla. Entonces yo me abalancé sobre él, agité el puño como si fuera una guadaña y quisiera rebanarle el cuello, pero antes de que mi puño alcanzara su objetivo sentí un duro golpe en la nariz, un resplandor y caí al suelo medio atontado, perdiendo por unos instantes el conocimiento. Sólo escuché, como entre sueños, al mocetón que me había pegado farfullar algunas frases y alejarse. —¡Si será so gili, el tío! —Anda, déjalo ya, que tendrá quién le cure del mamporro —comentaron los otros al ver llegar a Inés, alarmada por mi lamentable estado. Cuando recobré completamente el conocimiento tenía mi cabeza sujeta por los brazos de Inés, que había contemplado la escena pero no tuvo ni tiempo de prevenirme, lanzado como fui contra el mozo grandullón. Me limpiaba la sangre que brotaba en abundancia de mi dolorida nariz, y con una expresión entre burlona y compasiva, comentó: —¡Pobre Andrés, bien te han marcado en tu primera noche de noviazgo. CAPÍTULO TERCERO Aires republicanos Eran muchas las necesidades de los españoles y mermados los recursos de la República, a lo que había que sumar las diferencias de criterio en tan variado Gobierno provisional, pues había ministros progresistas y con buenas ideas, como Fernando de los Ríos o Marcelino Domingo, que en medio año hizo construir más de veinte mil escuelas en toda España, junto con otros profesionales de la política, como el camaleónico Alejandro Lerroux; o intelectuales y buenos republicanos, pero con escaso sentido de la perversidad de la política, como don Manuel Azaña, y oportunistas como Miguel Maura, por no citar el imprevisible Largo Caballero, que se hizo cargo de la cartera de Trabajo, la que más decretos sacó en menos tiempo, junto con la de Instrucción Pública. Lo que más acució al nuevo Gobierno fue el problema del reparto de la tierra. En un país donde más de la mitad de su población vivía, o mejor hay que decir que malvivía, todavía del fruto de la tierra, se comprende que la Reforma agraria fuera lo que más apremiaba. Pero no era un asunto fácil de resolver, porque el problema era desigual y, sobre todo, más acuciante en el sur que en el resto de España. Como ya he dicho, en nuestro pueblo el que más y el que menos tenía su pedazo de tierra de secano, escaso pero suficiente para proveerse de pan y aún le sobraba algo para vender, y su trozo de huerta, junto a la ribera del Henares, buena para las judías y los garbanzos, pero no muy favorable para tomates, por estar parte en la umbría. Muchos ni siquiera tenían títulos que lo acreditara, y su legalidad estaba ratificada por la costumbre. Ese fue, precisamente, uno de los problemas para llevar a cabo la reforma, y el que cada familia, por heredad, tenía sus tierras desperdigadas por toda la zcomarca, lo que significaba un auténtico quebradero de cabeza para elaborar un nuevo catastro. Los sindicatos, anarquistas, comunistas y socialistas, le dieron una tregua al Gobierno, siempre que viesen que tenían voluntad y estaban por la labor. Pero aun así, fueron inevitables las ocupaciones de tierras y los intentos de subversión en Andalucía, donde la mayoría de los colonos y temporeros estaban convencidos de que lo que había que hacer era una auténtica revolución social, sin esperar nada de un Gobierno que, en su parecer, era tan burgués como los de la depuesta monarquía. Por si fueran pocas las apremiantes tareas del nuevo Gobierno, estaba el problema catalán. Ya desde la reunión de San Sebastián para preparar el Frente Popular y traer de nuevo la Republica, se había acordado conceder la autonomía a Cataluña tan pronto como se proclamara la República. Por su parte, los vascos, después del fracaso del Guernica del mes de abril, se reunieron en Estella para aprobar su estatuto, pero su tradición católica y su apego por las costumbres y fueros locales, crearon bastante confusión sobre las competencias que debería tener y su relación con el Estado español. Lo que ocurrió fue que el Gobierno se vino atrás y le pareció poco adecuado conceder estatutos de autonomía antes de tener una nueva Constitución que dejase claras sus competencias. No habíamos digerido todavía las elecciones municipales que dieron el vuelvo político republicano, cuando nos volvimos a ver metidos en otras, esta vez para elegir Cortes constituyentes, porque el país necesitaba una nueva Constitución republicana, a celebrarse unos días después de las fiestas de San Juan, en las que yo quedé descalabrado y humillado, pero satisfecho de mi decisión y valentía para defender el honor de Inés, ahora que ya era mi novia, aunque no lo hiciéramos oficial. La diferencia con las anteriores elecciones fue que aquella vez la política llegó al púlpito. Cogidos casi por sorpresa en las elecciones municipales, en que estaba cantado el resultado, con la reelección de don Mariano, esta vez los del Casino de Sigüenza hicieron notar su presencia en el pueblo con más medios y discursos. Aparecieron los primeros carteles con imágenes de los candidatos a Cortes, entre los que no reconocí a ninguno, como no fuera al propio conde de Romanones, de expresión vivaz y de rostro menudo y algo calvo, cuyo feudo electoral eran aquellas recias tierras castellanas, hasta más allá de Guadalajara, o lo que es la comarca de la Alcarria. Don Gregorio no calló esta vez, y en su sermón dominical, con la presencia de más de un destacado comerciante y hacendado de Sigüenza que tenía intereses en el pueblo, advirtió de los peligros que corríamos si se consumaba una nueva derrota de lo que él consideraba como los «candidatos de la cristiandad». «Bien está que haya elecciones —nos sermoneó—; bien está que la gente se exprese en las urnas, pero no hemos de llegar al extremo que condenarnos renegando de Dios y de nuestras tradiciones. ¡Hasta ahí no puede llegar la democracia! —remarcó esto último sin disimular su animadversión por ella—. Los católicos, que somos todos los españoles desde que nos evangelizara el apóstol Santiago, tenemos que apoyar a los que defienden las buenas costumbres, el orden y la convivencia, porque de un tiempo a esta parte ya se está viendo lo que trae esta República». No hacía falta decir nada más para que la mayoría de mis paisanos supieran a qué atenerse. A la salida de la iglesia, un grupo de jóvenes bien trajeados, por lo general hijos de los hacendados presentes y sus más fieles peones, auténticos mercenarios y sabandijas, armados con un altoparlante conectado a un automóvil, empapelado con pasquines de los políticos de sus candidaturas conservadoras, se dirigieron a los desprevenidos campesinos en un tono más amenazador que electoral: —¡Gentes de este pueblo, si queréis tener paz y no meteros en polémicas innecesarias, votar a las derechas! ¡Si os andan diciendo que las izquierdas traerán el progreso y todas esas zarandajas, aprenderos bien la lección de lo que hicieron en Madrid, que no harán menos en este pueblo! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! El «Tejero», visiblemente indignado, trató de que moderaran su lenguaje, pero apenas se acercó al grupo lo recibieron con un empujón que a punto estuvo de hacerle caer al suelo. —¡Sin empujar y con mejores modales, que éste no es vuestro pueblo! A lo que los jóvenes contestaron con agresividad: —¡Calla, palurdo! ¡Ya te daremos a ti y a tu pueblo! El «Tejero» pareció confuso, porque no podía liarse a tortas con aquellos jóvenes a la puerta de la iglesia, en medio de todo el pueblo. Parecía preguntar a los hermanos Valiente, que había contemplado con indignación la escena, qué hacer en aquellas circunstancias. Juan, el mayor de los hermanos, comprendió que tenía que evitar aquellas provocaciones. —¡Déjalos, Genaro, que sólo vienen a provocarnos porque ya saben que éstas también las pierden! Algo corrido y farfullando algún que otro insultó para desahogarse, el «Tejero» siguió los sensatos consejos de los hermanos Valiente, y se alejaron del grupo, en dirección al pueblo. Aquella fue la primera vez que comprendí las razones de los temores de don Gregorio, quien no hacía precisamente nada por evitar lo que él mismo había preconizado, sino todo lo contrario, con aquellos sermones no hacía sino meter cizaña y empezar a crear las primeras disputas serias en el pueblo por causa de la política. Los jóvenes lanzaron todavía nuevas y veladas amenazas, hasta que el propio don Gregorio, al salir de la iglesia, les rogó que se callaran y regresaran a Sigüenza, que ya habían hecho su «trabajo», como él había hecho el «suyo». Los jóvenes, con desgana, recogieron el altoparlante, los pasquines, lo metieron todo el coche y comentando entre ellos, volvieron a dejar claro cuáles eran sus intenciones. «¡Aquí no se vota más a los comunistas ni a esa basura de los socialistas, que para chulos ya estamos nosotros!». Y arrancaron el coche haciendo patinar las ruedas traseras, lo que levantó una gran polvareda y asustando a los pobres chiquillos que estaba admirando el flamante automóvil. Lo que sucedió después, ya en vísperas de las elecciones, fue desconcertante. La política se estaba convirtiendo en una excusa para exacerbar las diferencias personales. Si uno de mis paisanos mostraba interés por las izquierdas, sus enemigos personales, por la razón que fuera, ya por unas disputas sobre tierras, por una valla que separa las casas y no se ponían de acuerdo en dónde estaba el lindero, por un cerdo que se escapaba y entraba en el corral ajeno, o por cualquier nimiedad, éste se hacía de algún partido conservador, sólo por llevar la contraria y no tener que estar de acuerdo en algo. Así es que se formaron dos bandos políticos que en realidad no tenían relación alguna con los mismos partidos que apoyaban. No obstante, había la tendencia natural a que los pequeños propietarios se alienasen con los conservadores y los arrendatarios o peones con los progresistas, pero no siempre era necesariamente así. A veces, incluso, se recurría a la ambigüedad a la espera del resultado, para estar con los que ganaran y evitarse las represalias, que en vista de los acontecimientos, podrían llegar a ser incluso violentas. Nuestro pueblo, que por siglos había vivido en una relativa buena armonía, si pasamos por alto las mezquindades propias de la vida rural, se dividió en dos bandos irreconciliables y cada vez más encrespados, azuzados por unos y por otros, como si lo que en realidad estuviera en juego no fuera el signo político de la nueva Constitución española, sino el destino de cada casa y de cada familia, y, por ende, de toda la cristiandad, de la que mis paisanos se creían sus defensores contra el mundo entero. A pesar de que en España volvieron a ganar las izquierdas, en el pueblo las ganaron holgadamente los conservadores, pero nos enteramos de que había una docena de radicales, media de republicanos y un liberal, que debía ser el secretario, porque no podía haber otra persona en el pueblo que votara a esa candidatura, el resto eran del partido de Romanones, que sacó su escaño gracias a los votos de los campesinos alcarreños. —Y ahora, ¡a ver qué Constitución hacen estos políticos! Si no protegen los derechos del trabajador, no durará más que las anteriores, pero si se pasa de liberal aún dudará menos —comentaba Juan Valiente en la taberna al grupo de socialistas que se había reunido allí tras el escrutinio—. En este país salimos de Málaga y entramos en Malagón; no tenemos término medio. Que somos como el clima, que igual no lleve en un año que le dan por diluviar durante semanas. Yo volví con mis ovejas, pero ya no sentía el menor apego por aquel trabajo, tanto que mi padre, siempre ausente y callado, como si viviera ya en el otro mundo, me reprendió más de una vez porque los animales venían del campo más hambrientas que habían salido, y no dejaban de balar en toda la noche. Lo que sucedía era que salía al campo cargado de lecturas, de los libros que había en la Casa del Pueblo y otros que me traía Inés de la biblioteca pública de Sigüenza. Me sentaba bajo una encina, un frondoso nogal o al frescor de las choperas y me embelesaba en la lectura, sin poner atención a los pobres animales, que más que yo los cuidaba el buen juicio de mi perra, que pareció hacerse cargo de la situación y se volvió más juiciosa que de costumbre. Recuerdo que llegué a aprenderme de memoria un buen número de las fábulas de Samaniego, porque al ser en su mayoría metáforas relacionadas con la vida campesina, entendía perfectamente su moraleja. Por la parte que me tocaba, la que mejor se me quedó grabada fue la de «El zagal y las ovejas», de la que recuerdo los dos últimos versos de su moraleja: «¡Cuántas veces resulta de un engaño contra el engañador el mayor daño!» También intenté leer «Los amantes de Teruel», libro que me recomendó la propia Inés, tal vez por lo romántico del título, pero que fui incapaz de leer de corrido, por estar en verso, y no digamos retener el extraño nombre de su autor en la memoria. Sobre nuestro noviazgo, no estaban las cosas en la casa de Inés como para andar con alegrías. El padre parecía cada vez más aturdido por la bebida, en tal grado de alcoholismo que bastaba un chato de vino para que volviera a casa dando tumbos. Mi casa no estaba lejos de la de Inés y por las noches, cuando el viejo se recogía, las más de las veces ayudado por sus hijos al ser incapaz de hacerlo por sí mismo, escuchaba sus gritos de borracho, incongruentes y blasfemos, sin causa ni motivo. —«¡Me cago en el copón bendito y todos los santos, y que venga si quiere el cura a excomulgarme, que yo me cago también en él si se tercia!» —gritaban sin ton si son. Su pobre mujer, cuyo resignado sufrimiento era ya visible en las profundas arrugas de su rostro, trataba inútilmente de calmarle, porque en realidad no había razón para aquellos juramentos, simplemente los decía para desahogarse de alguna pérdida en las cartas, o porque el tabernero le hubiera recriminado su mal comportamiento. —«¡Aquí mando yo, y me cago en la Virgen, y eso va otra vez por el cura, a ver si tiene lo que hay que tener y me excomulga!» Si la había tomado con don Gregorio era porque más de una vez le había recriminado entrar borracho en la iglesia y quedarse dormido, roncando en el momento solemne de la consagración. Tal vez por eso, cada vez que se emborrachaba y tenía ganas de blasfemar era inevitable que mentara a los santos, a la Virgen, y que terminara por retar al cura a que lo excomulgara. Inés sufría en silencio el progresivo deterioro del carácter de su padre, por lo que no era el momento de hacer oficial nuestro noviazgo. Por si fuera poco, tampoco en mi casa reinaba la armonía y mi padre se quejaba constantemente de males que estoy seguro de que no padecía. Unas veces era el reuma, otras el estómago. Las noches eran un constante duerme vela, porque se levantaba cada hora con urgencia para ir al retrete, descompuesto y sin que hubiera nada que pudiera contener su diarrea o su vejiga. Mi vida empezaba a ser un auténtico tormento, y no parecía que las cosas pudieran ir a mejor, sino que sin duda irían a peor, por lo que llegué a preocuparme realmente y pensar en buscar una solución radical, y cuanto antes mejor. Llegan los segadores No sé si fueron las tareas de la inminente siega, porque la sequía y la ola de calor que padecíamos había adelantado la cosecha del cereal, por lo que la vida en el pueblo volvió a recobrar cierta normalidad. Los que disponían de más tierra y no podían hacer por sí mismos la cosecha, tuvieron que enfrentarse a la U.G.T. a la hora de contratar las cuadrillas de segadores y ajustarlas según las nuevas condiciones decretadas por el Gobierno. Pero, en realidad, la medida no afectó al pueblo, porque los pocos segadores disponibles ayudaban a sus parientes o vecinos y sólo los propietarios que no eran del pueblo, y que eran dueños de las fincas más grandes, tuvieron este problema. Un sábado, días antes de la apertura de las nuevas Cortes constituyentes, acompañé a los hermanos Valiente al mercado de Sigüenza, porque necesitaban reponer algunas herramientas de labor para la inminente cosecha. Al llegar a la altura de la alameda, ya se notaba el ambiente que creaban en el pueblo las numerosas cuadrillas de segadores venidas sobre todo de Extremadura y de Andalucía, recostados a la sombra de los frondosos y centenarios olmos, sin separarse de sus utensilios de siega, que por otro lado era todo cuando poseían. Estos se resumían en un par de hoces, con la punta protegida con un corcho, un morral donde se supone que guardarían la piedra de afilar, y aquello que necesitaran para su aseo personal, una botella de anís, pero con agua del caño de las fuentes públicas, protegida por una funda trenzada de esparto y un cordel para colgarla de hombro; una gruesa manta de paño seguramente de Zamora, un delantal de tejido grueso y el necesario sombrero de paja, con alguna cinta o adorno que era toda la ostentación que podían hacer de sí mismos. Los había ya de avanzada edad, con la piel curtida y arrugados como higos chumbos y requemados por centenares de jordanas al sol tórrido de los campos castellanos, y adolescentes, casi niños, que a duras penas podían con el equipo de segador, que acompañaban a sus padres. Permanecían juntos, recostados en los bancos del parque, o en las aceras de las calles principales, atentos a los del pueblo, cerrando tratos, ajustando precios y jornadas, fanegas o celemines, según fuera la medida utilizada o la comarca de donde venían los segadores; acordando los alojamientos, la comida o el vino. En ocasiones se formaban numerosos grupos en torno a un sindicalista local, por lo general de la U.G.T. del campo, que aleccionaba a los segadores sobre las nuevas leyes y de sus derechos: «Ni un real menos de 11 pesetas, que si cedéis hacéis un mal a vuestros compañeros. La ley es para todos y hay que repletarla por igual, patronos y trabajadores.» Pero los segadores, preocupados por encontrar cuanto antes una contrata, hacer su trabajo y seguir hacia el norte, donde el trigo maduraba más tarde, recelaban de estos buenos consejos: «¿Y si no quieren pagar ese jornal, qué hacemos nosotros, vamos al sindicato a que nos paguen lo perdido? A mí to’eso de las nuevas leyes me parece muy bien, pero en mi tierra se las pasan por la entrepierna, y aquí no creo que sea menos, ¡que quien tiene la tierra es quien tiene la ley!». «Eso era antes, ahora, con la República, nadie está por encima de la ley.» Los campesinos abandonaban el corrillo temerosos de que los patronos pudieran discriminarlos si los veían en ellos y, finalmente, los sindicalistas se encontraban rodeados de chiquillos ociosos, que les miraban como embobados sin saber de qué estaban hablando. —¡Hala, al colegio, que aquí no pintáis nada! —¡Pero sin hoy no hay colegio, despistao! El mercado estaba abarrotado y los puestos de arreos y albarderías se desparramaban calle abajo, hasta la salida de la ciudad, hacía la carretera de Madrid y al Prado de San Pedro, donde estaba en mercado del ganado. De allí venía numerosos campesinos, acarreando muchos de ellos alguna caballería recién adquirida o la suya propia, con las alforjas repletas de todo lo que iban adquiriendo desde la otra punta del abigarrado mercado local. Al calor asfixiante de aquel día de julio se unía el sofoco de las calderas con aceite hirviendo, donde se freían churros y buñuelos, que con razón se apodan de viento, porque parecían que el lugar de freírlos los inflaran. Compramos dos nuevas hoces, relucientes y engrasadas, una correa para el menor de los hermanos y un cucurucho de buñuelos, para ir matando el hambre hasta que regresáramos al pueblo. Algún charlatán vendía plumas estilográficas que probaba con destreza en un cuaderno lleno de garabatos, al tiempo que con acento catalán, ofrecía su mercancía con una dilatada verborrea difícil de seguir: —Plomas de punta de oro, de lo mejor que se fabrica en Europa. No se trencan, ni se despuntan, ni manchan, ni se secan. Para el regalo o la tarea; para l'escola o la profesión. El millor regalo de cumpleaños; para el nadó y la nena. No se pierdan esta oportunitat que no habrá otra. Y no vale ni lo que se piensan. ¿Tres pesetas? En las tiendas valen cinco, y en las capitales no se compran por menos de siete pesetas. Pero yo estoy aquí para tirar la casa por la finestra, y las vendo por lo que me quieran dar. A ver, el caballero de la boina: ¿cuánto quiere dar por esta preciosa pluma de punto de oro? ¿Dos pesetas? ¡Suya!, y por el mismo precio le regalo este secante con la imagen de la virgen de Montserrat, ¡la más milagrosa de todo el orbe... sin hacer de menos a la virgen local! —y besaba el secante con devoción, dando las gracias a la Virgen de Montserrat por la venta, al tiempo que hacía llegar la pluma al comprador y recogía con presteza las dos pesetas, por si el campesino se arrepentía. Yo compré para la Inés una medalla de la Virgen, con adornos de bisutería, a una tendera madura de aspecto agitanado, embadurnada de aceites y pinturas hasta desfigurarle el ajado rostro, que me preguntó para quién la quería. Yo no puede evitar contestarle ufano como si fuera un privilegio: —¡Para mi novia!, ¿para quién quiere que sea? La gitana me miró fijamente a los ojos, sujetó la medalla como si no quisiera vendérmela, y con cierto azoramiento me dijo: —¿Por qué no le compras una pulsera, que las tengo finas y baratas, y a las muchachas les alegra más que las medallas? Me desconcertó la sugerencia, sobre todo por lo misterioso de su mirada y su expresión, casi angustiada, como si con la medalla me estuviera vendiendo una pócima envenenada. —¿Y qué tiene de malo la medalla? —De malo, nada, pero para la novia es más apropiado una pulsera. —Me quedo con la medalla, y no se hable más. La vieja me la dio, pero con una inquietante respuesta: —¡Allá tú, joven, pero acuérdate de que te lo he advertido, y no se la vayas a dar sin que la bendiga entes el cura de tu pueblo! Los hermanos Valiente me llamaron desde el otro lado de la calle y no pude pedir aclaraciones a la gitana sobre de tan misteriosa advertencia. ¡Por desgracia, ya lo sabría por mí mismo! Dos días después, el 14 de julio, volví a bajar a Sigüenza, a despedir al alcalde y a una comisión «oficial», que bajaron a Madrid para no perderse la solemne apertura de las nuevas Cortes constituyentes. Tiempo de siega Dieron comienzo las faenas de la siega y el ambiente hubiera sido casi festivo de no ser por los trágicos sucesos de Sevilla, que comenzaron ya el 18 de julio, y que volvieron a traer al pueblo el malestar y el ambiente tosco y desconfiado. «Gracias a Dios que aquí no tenemos gente de la C.N.T., que parece que no les cuadra el orden y no quieren más que armar gresca», comentaban los campesinos en los campos durante la siega. «Si con tiroteos y maldades no se arreglan las cosas. Si no están conformes pues que lo manifiesten, pero en orden y sin armar algarabías». «Es por culpa de ese médico anarquista, Vallina o como se llame, que va a conseguir que nos matemos unos a otros con eso de la revolución. ¿Es que no hemos tenido ya poca revolución con la República? ¡Si no han hecho más que empezar los diputaos y ya les están pidiendo el oro y el moro!». «¡Que este país no está todavía pa’repúblicas! Ni lo estará hasta que cada familia no tenga asegurado el sustento; su hogaza de pan y su matanza, y para eso lo principal es el orden, tal y como expresa don Gregorio, con más argumentos y elocuencia que la mía». Lo cierto era que las cosas no empezaron bien para la nueva República, no sólo por los muertos, tanto de obreros como de guardias civiles, que los hubo en buen número, sino por la incapacidad del Gobierno para controlar la situación, que se les escapaba de las manos. Había ya quien hablaba de «guerra civil», y hasta tuvo que intervenir el Ejército, provocando todavía más muertes innecesarias. Nuestro sembrado ya estaba para la siega, pero como cada año la labor la realizarían mis tíos, con la poco eficaz ayuda de mi deteriorado padre. Yo no había aprendido a segar. Por alguna razón mi padre no estaba interesado en que lo aprendiera, le bastaba con que sacara las ovejas al campo y realizara con poca destreza y apaño, las cuatro labores de la casa. Los que sí empezaron las labores fueron los hermanos Valiente, ayudados por la Inés, que ataviada para las circunstancias, tocada de un amplio sombreo de paja, recogía las brazadas de mies amontándolas para que fueran cargadas en el carro, tirado por un mulo viejo y testarudo, que manejaba el padre, sobrio pero con notoria torpeza, para llevarlas hasta la era cercana. De vez en cuando, apoyado sobre la cadera, llevaba un botijo con agua recalentada a los hermanos para que se refrescaran, porque aquel mes de julio fue extremadamente caluroso y seco. Para estar cerca de ella llevaba el ganado a pastar por el rastrojo que dejaban los hermanos Valiente tras de la siega de la mies. Aunque era poco los que los animales podía aprovechar, siempre encontraban algún cardillo tierno o matorral de hierba fresca. —¿Por qué no andas en la siega, Andrés? —me preguntaba extrañada Inés. —No lo sé, mi padre no quiere que me ocupe de esa labor; sus razones tendrá. —Será que no te ve todavía buen mozo para la hoz. —Será eso, pero si me pusiera lo haría tan bien como cualquier otro. Una mañana aparecieron en el pueblo otra vez los jóvenes del Casino de Sigüenza, que ociosos y sin otra cosa mejor que hacer, recorrían las tierras de sus padres para ver cómo estaba la labor y si las cuadrillas cumplían con lo acordado. Circulaban con el coche por los caminos entre los sembrados, levantando una gran polvareda, haciendo sonar la bocina y llamando la atención de los campesinos. Al llegar a donde estaban los hermanos Valiente, detuvieron el coche, descendieron y desde el borde del sendero empezaron a comentar los sucesos de Sevilla, casi a gritos con la clara intención de provocar de nuevo a los hermanos. —¡Aquí no tenemos anarquistas, porque al primero que aparezca le medimos las costillas a correazos! Y a los socialistas, que se anden con cuidado, porque los tenemos vigilados. Inés se asustó y rogó a los hermanos que no respondieran a la provocación. —Estate tranquila, hermana, que ya sabemos a lo que vienen. Cuando se cansen de rebuznar se irán con viento fresco, a molestar a otros, que no tienen nada mejor que hacer en todo el verano. Pero los jóvenes no dieron por terminada su provocación y sacaron una botella de coñac del coche, se la pasaron de unos a otros y, provocadores, le ofrecieron con gestos un trago al padre de los Valiente, porque ya sabían su afición por la bebida. El padre parecía temblar, y estaba indeciso, frotándose las manos sudorosas en el calzón, cambiando significativas miradas con sus hijos, pero afortunadamente estaba lo suficientemente sobrio como para evitar la provocación. Por un momento pensé que habría pelea, porque los hermanos dejaron de segar y permanecieron tensos e inquietos, pendientes de la decisión del padre. Cuando vieron que rechazaba la invitación y volvía a las tareas de la siega, llevando el carro a otros montones de mies, se relajaron y volvieron a lanzar la hoz, pero con tanta furia e indignación que caían las brazadas con el doble mies que de normal. Los jóvenes se encogieron de hombros, riéndose entre ellos y pasándose de nuevo la botella de unos a otros, y cansados de la inutilidad de sus provocaciones, volvieron a montar en el coche y continuaron su marcha hacia sus propias tierras de labor. Yo respiré aliviado, porque de haber pelea no me hubiera quedado más remedio que intervenir en ayuda de los hermanos Valiente, pero sabía que aquellos jóvenes solían llevar pistolas y una pelea podría terminar con muertes. Además, llegados a las manos, los hermanos Valiente tampoco se estarían a contemplaciones. Tal vez por eso ambos no iban más allá de las provocaciones, pero evitaban las peleas. —Deberíamos denunciar estas provocaciones a la Guardia Civi o un día tendremos un disgusto serio y nos echarán la culpa a nosotros —comentaba inquieto el menor de los hermanos. —¿Y quién han dicho que lo que hacen sea un delito? Todo el mundo puede opinar lo que le venga en gana, lo mismo podríamos hacerlo nosotros. Éste ya es un país libre, ¡que para eso se han ganado las elecciones! —Pero, ¿y las amenazas?, ¿y las rechuflas? ¿Es que no somos hombres para tener que aguantar los caprichos de estos señoritos? —Déjalo ya, Benjamín —le cortó el Damián—, ¿crees que la Guardia Civil está para defender a tres muertos de hambre? ¡Déjalos en su cuartel, que el día que salgan habrá muertos en este pueblo! —Algo habrá que hacer, si no estos pollitos se nos subirán encima de las narices y nos harán la vida imposible… —comentó el mayor casi a media voz. —¡Lo que habría que hacer es como en Sevilla, una buena revolución y acabar de una vez con estos señoritingos y sus malas artes, que son la gangrena del pueblo! ¡Hay que extirpar el mal de raíz o no se cura! —comentó airado el menor. —¡Y vuelta con tus ideas revolucionarias, Benjamín! ¿Es que no tenemos ya bastantes provocaciones para que todavía les vengas tú con ésas? Sólo faltaba que te escucharan decir por ahí que estás con los anarquistas para que los tuviéramos aquí cada día, ¡pero armados con pistolas! ¡Anda, calla y aguanta, que las cosas cambiarán cuando menos se lo esperen! Confieso que me sentía impotente e indignado, porque no comprendía como gente de tan buen juicio y honradez tenía que soportar aquellas burlas y amenazas. Por eso, a la par que arreaba las ovejas, no dejaba de pensar que si los sucesos de Sevilla no se calmaban y cundía el descontento, no pasarían muchos meses sin que también en nuestra tierra nos viéramos obligados a plantar cara a tanta chulería y nos viéramos también envueltos en violencias. El cumpleaños de Inés Inés cumplió 15 hermosas primaveras precisamente el 15 de Agosto, coincidiendo con la Virgen, por eso le compré la medalla, pero todavía no la había hecho bendecir, tal y como me recomendó la gitana. Lo que sucedía era que no veía en don Gregorio el talante y disposición adecuada para aquella importante labor. No me parecía un cura honrado, sino partidista y hasta mal intencionado. A mi entender, no miraba bien por los del pueblo, sino que estaba claramente del lado de los señoritos de Sigüenza. Por eso estuve esperando otra oportunidad, por si me encontraba con otro cura que me fuera más simpático. No sucedió, por lo que tenía que entregarle la medalla aun sin haber sido bendecida. Se me ocurrió que podíamos bajar a las fiestas de Sigüenza, que coinciden con la Virgen y su patrón, San Roque, donde seguramente que no nos faltaría la oportunidad. Pero los hermanos Valiente creyeron conveniente, tal y como estaban las cosas, no bajar a Sigüenza y evitar posibles provocaciones. Así es que dispusimos vernos otra vez en la poza del río, pero a plena luz del día, para bañarnos y pasar allí la tarde, junto con otros muchachos y muchachas del pueblo, para no levantar sospechas. Bajamos unos cuantos chicos y chicas, pero una vez en la poza, la mayor parte decidieron marchar a Sigüenza, para disfrutar de sus fiestas y, finalmente, nos quedamos solos los dos, como la primera noche, con la extrañeza de los otros chicos y chicas que lo interpretaron como era de esperar. —¡Si yo fuera tú, Inés, no me fiaría del Andrés, que tiene aires de curilla pero te come con la mirada! —Que no mujer, que es más bueno que el pan! Es que mis hermanos me han prohibido bajar a Sigüenza, por si hay líos con los señoritos del Casino, que la tienen tomada con nosotros. Inés se quedó desconsolada y triste, porque era el primer año que se perdía las fiestas de Sigüenza, que por ser las de agosto, eran sonadas y con mucho despilfarro de cohetes, verbenas, música en la alameda con la banda municipal en el templete, carreras de bicicletas, de sacos, cucañas en palos engrasados con una jamón para el ganador, y sin que faltaran las procesiones de San Roque, sobre todo la más concurrida de todas, que llamaban «Procesión del Rosario de los Faroles», que salía al atardecer de la catedral entre cánticos y rezos, y que con gran solemnidad recorría las calles de la ciudad, que parecían enmudecer para escuchar la letanía del rosario que se rezaba durante su recorrido. Para poner buen final y dejar a los críos sin aliento, estaban los fuegos de artificio de la última noche, con castillos de fuego en la alameda. Cuando los encendían, la alameda entera se veía envuelta en una nube de polvo y humo de los cohetes, con un intenso y agobiante olor a pólvora, mientras ríos de fuego blanco surgía a borbotones de los caños giratorios de los castillos, para terminar con una serie de estruendos atronadores que hacía temblar el suelo y provocaba el griterío de la canalla. Cuando callaban los fuegos, la gente parecía retomar el aliento y aplaudía entusiasmada. No cabía un alfiler en la alameda durante esa semana grande de fiestas populares, y las muchachas, engalanadas con guirnaldas y toda clase de tocados, recorrían cogidas del brazo de arriba a bajo el paseo central, provocativas y alegres, como si se dieran licencia para hacer pequeñas maldades, pero que confesarían sin falta pasadas las festividades. Eran fiestas de reunión familiar, y buena oportunidad para mostrar al pueblo los últimos adelantos en tenderetes a lo largo de la amplia avenida. En una plazoleta, al final del paseo, el mayor comerciante local y distribuidor en nuestra comarca de los primeros automóviles americanos que llegaban a España, exhibía sobre una tarima de madera un flamante coche para los más afortunados del pueblo, no más de media docena, incluidos el notario y el boticario, y que a duras penas podía mantener fuera del alcance de las travesuras de los chiquillos. Yo intenté consolar a Inés como mejor pude: —¡Otro año será, Inés, que esta situación no durará siempre! — y saqué mi pequeña medalla, envuelta en papel de cebolla, entregándosela a cambio de un beso de agradecimiento. Ella me lo dio sin esperar a abrir el pequeño paquete, pero cuando vio el contenido quedó algo desconcertada. —¿Para mí? —preguntó extrañada— ¡Pero si yo no soy muy devota de nada, para serlo de la Virgen! La gitana llevaba razón y el regalo no fue muy acertado. Pero Inés no quiso herir mis sentimientos y se lo colgó sin demasiado entusiasmo. Además, era evidente que se trataba de una bisutería de dos reales y, para colmo, sin bendecir. No estábamos para amoríos, y amustiados nos tendimos en el pradillo, agostado por los calores tórridos de aquel verano. Cuando el sol se puso, emprendimos el regreso al pueblo, meditabundos y cansinos. —¡Tengo miedo, Andrés! Tengo miedo de que les pase algo a mis hermanos. Esos señoritos de Sigüenza no traen buenas intenciones y me temo que esto acabará en alguna desgracia —me confesó de pronto Inés, cogiéndome fuertemente de la mano. —¡Mujer, no seas pesimista!, que tus hermanos ya tienen juicio y sabrán lo que tienen que hacer. —¡Ojala te oiga esta virgen que me has regalado, que a ti a lo mejor te hace más caso que a mí! —terminó diciendo, apretando con la mano libre la modesta imagen contra su pecho. No era yo la persona adecuada para consolarla, porque en mi interior tenía el mismo presentimiento, y los hechos no tardaron en darme la razón. CAPÍTULO CUARTO Un otoño maldito Aquel mes de octubre pareció como si todos los demonios del mundo hubieran decidido celebrar su aquelarre en nuestro pueblo, porque se desencadenaron tantos sucesos en tan poco tiempo que el pueblo entero quedó conmocionado y creo que ya no se recuperó hasta después de la guerra civil. Tal vez el desencadenante de los hechos fuera el tenso ambiente que se vivía ya en toda España. Conspiraciones de todo tipo agobiaban a la frágil República. Los monárquicos, profundamente irritados por el proyecto de Reforma agraria, de la que ni siquiera se había empezado a hablar en las Cortes, conspiraban descaradamente al otro lado de las fronteras, en la ciudad balneario de Biarritz, que por la condescendencia de Francia hacia las ideas reaccionarias por aquel tiempo y por su poco aprecio por la joven República española, dejó que fuera su santuario. Allí planeaba a sus anchas un golpe militar un tal general Ponte, bien relacionado con otros altos militares antirrepublicanos, como los generales Cavalcanti y Sanjurjo, para los primeros meses del 32. Con los militares reaccionarios estaban los banqueros e industriales vascos, como los Oriol o Urquijo, además de otros que traficaban con todo lo que era rentable, como el millonario mallorquín, Juan March. A esta ciudad acudían, además, con la excusa del casino y de los elegantes balnearios, las principales familias de la nobleza, como el duque de Medinaceli, el mayor terrateniente del país, junto con otros «grandes de España», como los duques de Peñaranda, de Vistahermosa o de Alba, los marqueses de la Romana, de Comillas y tantos otros que estaban dispuestos a no permitir que saliera adelante la temida Reforma agraria, y no se les ocurría otro medio que derrocar por la fuerza lo que el pueblo había traído por las urnas. Ya estaba claro que el país, infectado de violencia y aires de insurrección, estaba dividido en tres bandos irreconciliables: por la izquierda los extremistas de la C.N.T. y la F.A.I., por la derechas los monárquicos derrotados, unidos a las grandes fortunas del país, y en el centro, cada vez con menos poder para controlar la situación, una clase de españoles que se denominaban a sí mismos como «republicanos» y que, a decir verdad, no eran sino gentes de ciudad, modestos funcionarios, empleados de cierta categoría y la mayoría de los docentes; es decir, gentes con buenas ideas pero con poca capacidad para hacer frente a la situación y para la acción directa, y menos para controlar a los que sí la tenían. Las izquierdas radicales, anarquistas y la mayoría de los comunistas, ya habían decidido desde los sucesos de Sevilla, la estrategia de las huelgas revolucionarias, para forzar un cambio radical en el país que facilitara las tres reformas pendientes, como era la agraria, la religiosa y la militar, y no había día que en algún lugar del país no se declarara alguna. Eran dos o tres días de refriegas callejeras o en las fábricas, que se saldaba con la muerte de tres o cuatro trabajadores y algún que otro guardia civil, pero no era raro la muerte violenta de personas inocentes, como mujeres y niños, lo que caldeaba todavía más el ambiente revolucionario; nueva huelga general, y vuelta a empezar. En Cataluña las huelgas revolucionarias terminaban con la toma de algún ayuntamiento y la declaración del comunismo libertario en toda la población, lo que traía el caos y el desconcierto, pero que no duraban más de 12 ó 24 horas, con los mismos luctuosos resultados de siempre. En ese ambiente general la crispación entre la gente del pueblo era inevitable, y eso que allí no teníamos motivos serios para el enfrentamiento, pero no hizo sino enconar las rencillas personales, como si no fuera posible ya la armonía y la buena convivencia, y todo el mundo tuviera que estar enfrentado con su vecino, fuera por la razón que fuera. Lo que más perturbaba a la población, ignorante y recelosa ya de todo, eran las actividades de la Casa del Pueblo, cada vez con más carácter político, donde se consolidó una célula sindical de la U.G.T. del campo, y no había líder sindical que pasara por Sigüenza que no viniera al pueblo y diera un pequeño discurso reivindicativo a sus acólitos. Juan Valiente había sido elegido presidente de la Casa del Pueblo y secretario general de la célula agraria local de la U.G.T. Se hablaba de preparar una huelga general del campo para forzar al Gobierno a llevar a término la polémica Reforma agraria, de la que se esperaban algunas mejoras sustanciales para el mismo pueblo, ya que se había podido demostrar que la renta de los campesinos, trabajando de sol a sol, no superaba las dos pesetas diarias, por culpa, en buena medida, de los minifundios y de la deficiencias técnicas de los campesinos, que trabajaban las tierras con los mismos medios que sus tatarabuelos, además de los abusos de los intermediarios que compraban sus mermadas cosechas. Pero los males que acaecieron al pueblo ese otoño no tuvieron mucho que ver con la política, sino con la rivalidad que se estaba creando entre la familia Valiente y un rico comerciante seguntino, don Román Beltrán, propietario de una de las fincas de caza más extensa de la comarca, que ocupaba tres términos municipales, incluido el nuestro. Pero, sobre todo, y esta era la causa principal, por el enconamiento personal de su hijo con los tres hermanos Valiente, al que su familia y sus amigos llamaban simplemente «Romanín». Era éste un joven malcriado, varón tardío de una familia numerosa, pero sólo de hembras, cuatro en total, que iban de los dieciocho a los veintitantos años. Por tanto, este Romanín no había cumplido todavía los diecisiete, pero eso no le impedía disfrutar de todo lo que se le antojaba, como el automóvil con el que hacía sus razias locales, intimidando a unos y a otros, y alborotando el pueblo a la hora que le cuadraba. Finalizó septiembre lluvioso y desapacible. Vientos húmedos cargados de electricidad llegaban del sur y descargaban casi a diario lluvia de tormenta. Los caminos estaban enfangados y el río bajaba turbio y crecido. Amarilleaban ya las hojas de las choperas y de los olmos viejos, algunas de cuyas ramas se quebraron con las violentas ráfagas de viento. Pero esto no impedía que diera comienzo la temporada del jabalí en el coto propiedad de don Román. Una tarde Benjamín Valiente me pidió que le ayudara a acarrear forraje a una de sus parideras, lindando con el coto de caza de don Román. Aparejamos el carro con el mulo viejo y respondón, lo cargamos de forraje, y emprendimos el camino en medio de una verdadera ventisca, que hasta el mulo renegaba. Cuando nos íbamos acercando a la paridera, vimos en el camino, allí donde se hacía impracticable y comenzaba el coto, cuatro lujosos automóviles, resguardados algunos bajo un frondoso nogal, y guardados por sus chóferes, que acertamos a ver entre los brumosos cristales. Nos saludaron por compromiso, pues no hay peor enemigo del pobre que un sirviente o un lacayo de gente rica, y supusimos que se trataba de cazadores, que aun a pesar del mal tiempo, andaban ya a la caza del jabalí. Seguimos nuestro camino penosamente y por fin llegamos a la paridera, donde ya se escuchaba el inquieto balar de las ovejas. Pese al viento, la lluvia no llegó a arreciar, y la temperatura no era mala. Empezamos nuestra tarea de acarrear el forraje y yo le tiraba los fardos al Benjamín, quien con una horca de hierro, los colocaba sobre los pesebres o los amontonaba en un altillo al que no llegaran las ovejas. Así pasamos un buen rato hasta que no quedó forraje en el carro. Todavía era temprano, se escuchaba el alegre canto de la perdiz entre los matojos y el graznido de los cuervos, volando en grupos sobre los encinares. Yo me senté a descansar sobre el pescante del carro, mientras Benjamín terminaba de colocar todo el forraje. Y fue entonces cuando se desencadenó la tragedia. Un lamentable accidente De pronto escuchamos un disparo que sonó casi como si el cazador estuviera a nuestras espaldas, en los alrededores de la paridera. Nos sobrecogimos temerosos de que los cazadores no se percataran de nuestra presencia y pudiéramos resultar heridos por algún disparo fortuito. —¡Entra dentro, Andrés —me sugirió Benjamín—, no vayan los cazadores a pegarte un tiro y tengamos un disgusto, que estos cuando van tras el jabalí no miran dónde disparan! Yo me asusté y seguí su consejo, pero me sobresaltó escuchar un ruido de hojas secas, como si alguna bestia hubiera pasado cerca de la casa, huyendo sin duda de los cazadores. Al no escuchar más ruidos no le presté más atención y me alegré por el animal, porque había conseguido zafarse de sus perseguidores. Entré en la paridera y terminé de ayudar al Benjamín en su tarea de acomodar el resto del forraje. El portón de madera de la puerta batía contra los muros por el viento, pero no nos percatamos que uno de esos golpes no había sido del viento, sino del mismo hijo de don Román, que armado de una escopeta de caza y jadeando por la carrera, había entrado de improviso y golpeado la puerta con violencia, como si esperase encontrar algo que andaba buscando detrás de la puerta. Al vernos, se le demudó el rostro, quedó como paralizado, plantado con su habitual arrogancia en medio de la puerta, sin saber qué decir ni cómo reaccionar. Benjamín se sobresaltó también y se sonrojó violentamente, empuñando la horca amenazante con la que acaba de colocar el forraje. Al cabo de unos tensos instantes, el Romanín le gritó con tono destemplado: —¿Dónde está el bicho? —¿Qué bicho? —replicó el Benjamín empuñando con más decisión la horca. —¡El que se ha escondido aquí, y que lleva un tiro de escopeta, por lo que ya debe estar muerto! —¡Aquí no ha entrado ningún bicho, y si lo hubiera hecho aquí se queda, que ésta no es tu propiedad, con que ya te estás largando por donde has venido! —¡No empecemos con las chulerías, dime dónde se ha metido, lo remato y me lo llevo, que ése viene de nuestro coto! —¡He dicho que aquí no ha entrado ningún animal más que las ovejas, que ya las estas molestando, con que, arrea y vete para tu coto! —replicó Benjamín, ya con tono amenazador. El Romanín no estaba acostumbrado a ser tratado de aquella forma y pareció no estar dispuesto que ésa fuera la primera vez. —Parece que no te has dado cuenta de que tengo una escopeta y soy ligero de gatillo, sobre todo con muertos de hambre como tú. Haz lo que te mando y saldrás con bien de ésta. ¿Dónde está el bicho?, ¡y no lo vuelvo a repetir! La tensión entre ambos jóvenes creció y yo no tenía agallas para intervenir, que apenas me salía la voz de la garganta, hecha un nudo atenazado por la tensión del momento. El Romanín empuñó la escopeta amenazante y el Benjamín levantó la horca con la misma actitud. —¡No tienes agallas de apretar el gatillo! —dijo el pequeño de los Valiente, haciendo un auténtico alarde de sangre fría—. ¡Sé que andas buscando una excusa para desgraciarnos! Pero te advierto que si me disparas, que sea un tiro mortal, porque con lo que me quede de resuello te ensarto como a un fardo, ¡y ahí te quedas conmigo! El Romanín se sobresaltó por la resolución del Benjamín, lo que demostraba que no era tan valiente como solía presumir, siempre en grupo y bien arropado de matones y lacayos. Tragó saliva, e hizo ademán como de responder, pero era tal su miedo que no pudo articular palabra. Entonces retrocedió sin volver la vista atrás, pendiente de los movimientos del Benjamín, que le amenazaba con la horca, con tan mala pata que pisó una vieja hoz, que se le enredó en los pies y cayó de espaldas, clavándosela en la nalga, pues se había vuelto la punta hacía arriba al pisarla por el mango de madera. Lazó un terrible grito de dolor, soltó la escopeta y se volvió sobre la herida como un animal al que le hubieran disparado, sin dejar de soltar alaridos de dolor. Benjamín y yo no sabíamos qué hacer, porque comprendimos rápidamente lo delicado de la situación, pues nadie nos iba a creer si íbamos con el cuento de que había sido un accidente. —¿Qué hacemos, Benjamín? —le pregunté angustiado. —¡Qué se yo! ¡Se lo tiene bien merecido por matón, pero nos la cargaremos nosotros! Permaneció unos instantes inmóvil y pensativo, arrojó después la horca que todavía empuñaba y cogiéndome del brazo, me arrastró fuera de la paridera. —Vamos corriendo a advertir a los chóferes, que se lo lleven cuanto antes a que lo curen donde sea, ¡después ya veremos! Corrimos sendero abajo hasta llegar a los coches sin ver a ningún cazador, pues al parecer no escuchaban los gritos de dolor del Romanín porque éste debió de alejarse del grupo persiguiendo al jabalí. Al llegar a los coches, les gritamos desde el mismo camino: —¡Oye, tú, ves arreando a la paridera que hay en este camino, que tu señorito ha tenido un accidente! ¡Pero deprisa que puede ser grave! Alarmados, los chóferes echaron a corren hacia donde les habíamos indicado y nosotros hicimos lo mismo, pero en sentido contrario, en dirección al pueblo. —No perdamos tiempo, que si éstos se espabilan, en el coche lo llevarán rápido al hospital de Sigüenza. Ve tú a mi casa en busca de mis hermanos, que yo te espero escondido en la peña grande, la que hay junto al molino. Cuéntales lo que ha sucedido y que me digan qué debo hacer. Corrí tanto cuanto pude y al llegar al pueblo me enteré de que Juan y Damián estaban reunidos en la Casa del Pueblo con un grupo de afiliados a la U.G.T. Llegué casi sin aliento y les puse al corriente de los trágicos sucesos. El mayor de los hermanos dio un puñetazo sobre la mesa y exclamó casi para sus adentros: —¡Tenía que pasar; si estaba de ley que tenía que pasar! Los compañeros no osaron preguntar nada sobre lo sucedido y permanecieron en silencio, porque el mayor de los hermanos estaba tratando de no perder la calma, reflexionar fríamente y buscar una solución a tan delicado problema—. ¡Nadie le va a creer y lo meterán a la cárcel, sino lo matan a palos antes! ¡Tiene que irse del pueblo inmediatamente, hasta ver en qué queda el asunto! Le dije dónde se escondía y salimos precipitadamente hacia su casa. Recogió un morral donde puso apresuradamente cuanto vio comestible, una bota de vino, lo lió todo con una gruesa manta y sin tiempo para atarla debidamente, salimos corriendo hacia el molino. Al salir del pueblo por el sendero del río vimos pasar velozmente por el camino de Sigüenza a uno de los coches, que al parecer llevaba al hijo de don Román, pero no debieron de haber alertado a los cazadores o no sabían dónde se encontraban, porque no vimos ya más movimiento de gente ni de automóviles. —¡Yo me voy con él, Juan! —dijo el Damián sin dejar de correr sendero abajo—. ¡No voy a dejarle por ahí solo por esos montes huyendo de la Guardia Civil, que es muy tierno y no sabrá valerse por sí solo! —¡Sea, qué le vamos a hacer! —respondió el mayor con un gesto de resignación, apresurando todavía más el paso— Esta es la desgracia de nuestra familia y no saldremos ya con bien. ¡Cuantos menos quedemos en el pueblo menos tendrán para vengarse! Marcharos de la comarca; a Barcelona, que allí no os ha de faltar trabajo. No andéis por la carretera sino por el monte a través. No paséis por el túnel, que ahí os pueden atrapar. Cuidado con la pareja de Torralba, y al llegar a Arcos rodear el pueblo, que allí hay un destacamento importante de guardias y ya estarán avisados. Andar de noche y recelar de todos, que no están los tiempos para confiarse de nadie. Ya en Aragón, podéis tomar algún corto, pero nada de correo o rápidos, coger los que van a Calatayud y a Zaragoza, pero mejor viajar en ómnibus, que se pasa más desapercibido —le entregó una pequeña bolsa de cuero, desgastada y brillante por el roce, y les volvió a advertir—: Toma, esto es todo el dinero que había en la casa. Ya venderemos algo con lo que salir adelante, y andaros con cuidado con carteristas y gente que os vengan con regalos y gangas, ¡que no os estafen lo poco que tenéis! Al llegar al molino no vimos al Benjamín en el lugar previsto, lo que nos alarmó, temiendo lo peor, pues vimos pasar otros dos coches velozmente por el camino de Sigüenza, sin que por el momento se detuvieran en el pueblo, por lo que dedujimos que el padre estaba más preocupado por la salud de su hijo que por la venganza, ¡que tiempo tendría para ello! —¡Benjamín, Benjamín, que somos nosotros! —le llamaron los hermanos a media voz, temerosos de que alguien andara por el molino y pudiera descubrirlos Al cabo de unos angustiosos instantes escuchamos un siseo que venía de debajo del pequeño puente que cruza el canal del molino, y la voz queda del menor de los hermanos: —¡Estoy aquí, debajo del puente! —¡Sal sin miedo, Benjamín, que no hay nadie y tienes que apurarte a escapar del pueblo! Asustado, cansado y con los pantalones empapados, porque había tenido que meterse en el agua, apareció el Benjamín de entre los zarzales que bordeaban el canal. —¡Lo siento, Juan, pero yo no he tendido la culpa! Entró en la paridera con la escopeta y… —Déjate ahora de explicaciones que ya lo sé todo, pero no esperes que te crean. Dirán que le has pinchado tú y no hay quien te libre de la cárcel. Te irás con Damián, a Barcelona, hasta que se aclare todo, si es que se aclara, que no lo creo. —¿Y madre; qué ha dicho madre? —¡No lo sabe todavía, que andaba con padre y la Inés en el huerto cogiendo judías! ¡Ya se lo diré yo, y que sea lo que Dios quiera, que entre unos y otros la mataremos a disgustos! Benjamín bajó la cabeza avergonzado, como si fuera el de lo sucedido, pero el mayor le alentó con una fuerte palmada en el hombro: —¡No te arrepientas de nada, Benjamín, que tú no tienes la culpa! Esto ya se veía venir y madre lo entenderá, que parece haber nacido nada más que para sufrimientos, ¡como nacemos todos los pobres! Pero esto se va a acabar, y pronto, que no aguantamos humillaciones y mofas para nada, pero hay que organizarse y luchar con sentido común... ¡Anda, marchar a Barcelona y demostrar lo que valéis! No hagáis de menos el trabajo que os manden, que se empieza por poco pero con tesón se consigue mucho. No escribáis hasta que pasen dos o tres meses, por Navidad; para que madre tenga alguna alegría, que ya estoy seguro de que os irá bien, que gente honrada y trabajadora la quieren en todas partes, y más en esa buena tierra catalana... ¡Andando, marchar ya y dejaros de lamentos! Los tres hermanos se miraron sin mediar más palabras, se echaron al hombro la manta y el morral, y, al cabo de unos instantes, emprendieron el camino en dirección al puente. —¡Por ahí no; por el monte! De pronto, el Benjamín se volvió sobre sus pasos y se abrazó a su hermano mayor, y si no fuera porque no veía su rostro hubiera dicho que estaba llorando. El mayor le palmeaba en la espalda y a duras penas podía contener también él las lágrimas. Finalmente, se separaron y los dos hermanos emprendieron la marcha por el lado de los encinares, cargando cada uno con parte de los pocos enseres que habíamos podido recoger de la casa. Antes de separase, Juan se quitó su zamarra y se la puso sobre los hombros del hermano menor. Yo hice lo mismo, y le di mi abrigo al Damián —Esta noche refrescará… —le dije para que lo aceptara. —¡Gracias, Andrés!…. Ah, y cuida bien de la Inés. Y si os queréis... ¡a mí no me importaría que fuéramos cuñados! Yo sonreí la ocurrencia y asentí con la cabeza, algo azorado porque no sabía que los hermanos estuvieran al corriente de nuestro noviazgo. Se alejaron con paso ya más decido y pronto se ocultaron tras los encinares. Juan los vio marchar en silencio, levantando un par de vez el brazo haciendo gestos para que aligeraran el paso. Después, siempre en silencio, emprendimos el regreso al pueblo y el Juan cambió una significativa mirada conmigo, como si me pidiera disculpas por no dirigirme la palabra, pero la emoción y la tristeza le hacían enmudecer. Por suerte la tarde despejó, y ya en el crepúsculo se colaron algunos rayos de sol entre las densas nubes, iluminando las crestas de los cerros. Cuando regresamos al pueblo, como era de esperar, ya había una pareja de la Guardia Civil apostada en la puerta de la casa de los Valiente, y otra se dirigía a la Casa del Pueblo. Los ventanucos de las casas estaban entreabiertos y las viejas escudriñaban la calle, sin atreverse a hacerse muy visibles. Ya todo el pueblo sabía lo sucedido, que daba por muerto al hijo de don Román, y corría la voz de que el asesino no se libraría del garrote vil. El interrogatorio Juan tuvo la idea, para despistar a los guardias, de rodear el pueblo, y amparados por la penumbra de aquella hora vespertina, entrar cada uno por un sitio distinto, contrario al lugar por donde habían huido los hermanos. Yo debería bajar por la ladera del norte, como si acabara de encerrar mi propio ganado y él subiría por el sendero del río, como si viniera de los huertos. Al acercarnos, vimos a varias )mujeres descender precipitadamente por el sendero, agitando los brazos y gritando angustiadas: —¡María, María, que están los civiles llamando en tu casa! ¡Anda a ver qué ha sucedido! Juan quiso adelantarse y prevenir a la madre, pero a penas tuvimos tiempo, porque la pobre mujer soltó todo lo que tenía entre manos y corrió despavorida hacia el pueblo. —¡Pobre mujer! ¡Sin haber hecho nunca mal a nadie y que tenga que sufrir tantos sinsabores! —comentó Juan indignado—. ¡Corre Andrés, y no te dejes ver por el pueblo! Ve a tu casa y espera allí a ver qué pasa. A mí me llevarán al cuartelillo de Sigüenza, pero con suerte a ti ni te interrogan. Yo, incompresiblemente, me atreví a darle ánimos, cuando estaba tan asustado que de no ser por sus consejos, no hubiera sabido qué hacer en tan delicada situación: —¡Ánimo, Juan, que ya verás como todo se aclara y tus hermanos están de vuelta en una o dos semanas— le dije sin demasiado convencimiento. Subió por el sendero como estaba previsto, después de coger la azada y el saco con judías que había abandonado su madre en su precipitada salida. Vi como cruzó la plaza, y sin el menor nerviosismo, con la tranquilidad de quien ignora lo sucedido, se encaminó hacia su casa. Yo bajé como estaba previsto por la calle que desemboca en el Ayuntamiento y seguí sus pasos a cierta distancia, sobre todo para saber lo que harían con él. En la puerta de la Casa del Pueblo se había concentrado un grupo de campesinos del sindicato, vigilados de cerca por dos números de la Guardia Civil, que envueltos en sus capotes, tenía el mosquetón apoyado en el suelo, listo para tenerlo en posición de tiro en previsión de cualquier altercado. Al ver aparecer a Juan Valiente, los del sindicato se acercaron a él y le previnieron de la presencia de los guardias. —Ya los he visto. ¡Nada de provocaciones! Si me llevan al cuartelillo vosotros quietos, que ya me soltarán porque contra mí no tienen nada. —¡Pero te van a moler a palos, Juan! ¿Y si declaramos la huelga? —Pero, ¿qué huelga ni que narices? ¡He dicho que os quedéis quietos! Si no vuelvo esta noche avisar a los de Sigüenza. Pero lo dicho, ¡sin provocaciones! Antes de que pudiera terminar la pareja se acercó al grupo y sin demasiados miramientos, abriéndose paso a empujones, le preguntaron: —A ver, ¿eres tú Benjamín Valiente? —Ese es mi hermano pequeño, yo soy Juan Valiente. —¡Echa delante y acompáñanos! —¿Estoy preso? —¡Estas detenido! —¿Yo? ¿Qué he hecho yo, si puede saberse? —¡Ya lo sabes tú mejor que nosotros! ¡Y te advierto que no te hagas el listo y sin chulerías, que no está el horno pa’bollos! —¿Puede saberse por qué me detienen? —¡He dicho que tires pa’lante y sin rechistar, que aquí los que preguntamos semos nosotros! El guardia le empujó dándole con la culata del mosquetón en las nalgas. Por un momento tuve miedo de que se armara una carnicería, porque los del sindicato, que contemplaban aquel interrogatorio, estuvieron a punto de agredir al guardia, pero Juan les hizo un enérgico gesto y se calmaron. —¡Sea, pero con modales, que yo no he faltado a nadie ni hecho nada malo; que yo sepa! El guardia no contestó y acompañó al mayor de los hermanos hasta la puerta de su casa. Allí se reunió con la otra pareja, entre los que debía de haber un suboficial: —¿Es éste Benjamín Valiente? —¡No, mi sargento, es el hermano, Juan Valiente! —¿Donde está el otro hermano, un tal Benjamín? —No le he interrogado todavía, mi sargento. —¡Tú!, ¿dónde está tu hermano? —¿Qué ha hecho? —preguntó a su vez el Juan interpretando su papel de ignorar lo sucedido. —¡Mal empezamos la fiesta! ¿Dónde está tu hermano? ¡Y no te lo voy a preguntar otra vez, que si se escapa de la justicia te caerán unos cuantos años por encubridor! —¡No sé lo que ha hecho ni sé dónde está, pero si lo supiera tampoco lo denunciaría, que conozco mis derechos! —¡Venga, al cuartelillo con él, que aquí no sacamos nada el limpio! ¡A despejar, cada uno a su casa, que aquí no pasa nada! —Mi sargento, falta otro, un tal Andrés Lafuente, un pastor que acompañaba al hermano. Cuando escuché mencionar mi nombre me temblaron las piernas y creí que me caía de la flojera que me entró, pero no sé por qué, al ver al mayor de los Valiente ser tratado de aquella manera y aguantar las vejaciones con tanta dignidad, me contagió su valor y me sentí solidario, así es que me armé de valor dispuesto a compartir con él lo que le pudiera sucederle. —¡Yo soy Andrés Lafuente! ¿Qué quieren de mí? —y di un paso al frente con tanta decisión que estuve a punto de caer sobre el propio sargento. —¿Dónde está el hermano pequeño de ése? —y señalo a Juan con desprecio. Yo comprendí que si mentía empeoraría mi situación, pero tampoco podía denunciar a los hermanos, así es que con rapidez encontré una aceptable respuesta, cruzando una significativa mirada con el Juan, que por su expresión de alarma se temía que fuera a denunciarles, y les dije con tanto aplomo que se lo creyeron: —Yo no sé lo que sucedió después del accidente, porque salí corriendo asustado y he estado escondido en mi paridera, ahí arriba, de donde acabo de bajar cuando he visto el alboroto. —¡Para el cartelillo con él también, que ya veremos si dice o no la verdad! No vi a la Inés en el tumulto, por lo que deduje que estaría consolando a la madre, que no apareció mientras duró aquel breve interrogatorio. Lo sentía por ella, porque aquello iba a cambiar completamente su vida, ya de por sí llena de dificultades, y ahora tendría que hacer frente a aquella nueva desgracia. Yo me sentía orgulloso de mí mismo y digno de su afecto, al haberme solidarizado con sus hermanos y dispuesto al «martirio», pues no nos cabía la menor duda de que no saldríamos de aquello sin haber recibido una paliza, algo que era casi una costumbre y de la que, hasta la fecha, no se había librado nadie de los que por la razón que fuera habían pasado por lo mismo. —¡Gracias, Andrés! —me susurró con disimulo el mayor de los hermanos—. Algún día espero poder devolverte este favor... ¡Y espero que no te peguen muy fuerte, que todavía estás tierno para palizas! Casi a empujones, porque anochecía y los guardias debían tener prisa por resolver el asunto, nos llevaron a Sigüenza. A Juan lo esposaron pero a mí, tal vez por mi gesto de entregarme voluntario, me dejaron las manos libres. No nos condujeron al cuartelillo sino a la cárcel local. Al entrar en el pueblo, rodeados por los números de la Guardia Civil, la poca gente que andaba por las calles mal iluminadas parecían disfrutar del espectáculo, y en lugar de apartarse se arremolinaban hasta impedirnos casi el paso. Sobre todo en lo que llaman las Travesañas, o la parte vieja de la ciudad, donde viven las gentes más pobres y desarrapadas. Sin duda eran bien conocedoras de las dependencias de la cárcel, que estaba situada en una pequeña plazuela porticada, en el lugar donde en otro tiempo se celebraban los mercados y estaba el mismo Ayuntamiento cuando todavía la ciudad estaba amurallada. Las dependencias eran sórdidas, oscuras y enmohecidas, con techos desiguales, de tosco artesonado. En el portal hacía guardia un número que se cuadró militarmente al pasar el sargento. Sólo una bombilla iluminaba la plaza, cuya tulipa negra y sucia se balanceaba de un lado para otro amenazando con desprenderse. Otra bombilla, de la que colgaba una tira de matamoscas, pegagoso y ennegrecido por los muchos insectos que tenía ya pegados, colgaba en el centro del portal, que desprendía un fuerte olor a lejía o aguafuerte, además del característico olor de las casas viejas. Al entrar en el amplio portal, apareció por una puerta lateral quién debía ser el comandante, porque todos los números se detuvieron y el sargento se adelantó cuadrándose, cruzando el antebrazo a la altura del pecho: —¡A la orden, mi capitán, traemos estos dos detenidos para interrogarles! —¿Son los hermanos Valiente? —preguntó el capitán. —Uno sí, señor, el otro es un pastor que estaba en la paridera cuando se produjo el ataque. Yo quise protestar, pero Juan me dio un disimulado codazo y permanecí en silencio. —¡Que los fichen, mientras aviso a don Román! A empujones nos metieron en una nueva dependencia, más lóbrega que la anterior y no menos oscura, donde un número ya de avanzada edad, encorvado, de rostro sombrío y curtido por sus muchas guardias a la intemperie, estaba sentado al otro lado de una mesa. Estaba descubierto y mostraba una calva blanquecina y casposa. Al vernos entrar, se levantó y preguntó al compañero, mientras éste le quitaba las esposas al Juan: —¿Son estos los que han pinchado al chico del Beltrán? —El hermano mayor, y el pastor que le acompañaba. Ves fichándolos que ahora viene el capitán. Se volvió a sentar cansinamente, como si le hastiara su trabajo, que debía repetir el mismo constantemente. Después de escribir nuestros nombres y dirección sobre una cartulina, la puso sobre la mesa, arrimó un empapador de tinta negra, y nos hizo dejar nuestras huellas sobre los recuadros señalados para ello. Después estuvo unos instante comprobando si habían quedado bien impresas y como parecía estar conforme, las colocó en un viejo portapapeles de hierro, al tiempo que ordenó que nos sentáramos y quedáramos en silencio, a la espera de que viniera el oficial de guardia. —Ese joven es un poco calavera, pero no es razón para pincharle con una hoz, que parece que está grave y medio desangrao —comentó el número, pero no sé si a favor nuestro o en contra. El cometario nos alarmó, pero el Juan parecía estar satisfecho de haber aconsejado a su hermano huir del pueblo, porque si el chico moría las consecuencias sería todavía más graves para el Benjamín. Fueron unos minutos angustiosos los que permanecimos sentados en aquel banco, apoyados sobre el sucio encalado de la pared, hasta que escuchamos ruido de voces al otro lado de la puerta que daba a la calle. Al parecer acababa de llegar el padre del Romanín y estaba hablando, casi a gritos, con el oficial: —¡Ya han detenido a ese desalmado! —¡No señor, al agresor no lo hemos cogido, pero hemos detenido a un hermano que sabrá donde está escondido! De pronto se abrió violentamente la puerta y apareció don Román rojo de ira, seguido del capitán, como si él mismo fuera a llevar el interrogatorio. El oficial señaló al Juan y don Ramón se plantó frente a él, y le gritó: —¡Tú, cacho cabrón, dónde se ha escondido tu hermano! El oficial se sobresaltó por el tono agresivo de don Román y trató de calmarle. Juan le miró fijamente, con tanta ira contenida que el viejo provocador quedó desconcertado. —¡Deje, don Román, que nosotros le interrogaremos, y no se preocupe que nos dirá todo lo que sepa —comentó el oficial con cierto tono pacificador—. Anda, Fermín, llama al cabo, que él sabe cómo llevar estos interrogatorios, y llévatelo de aquí no tengamos un altercado. El viejo guardia se levantó con el mismo gesto cansino, le entregó las fichas al oficial, y se llevó al Juan fuera de la sala, pero a mí me dejaron allí, sentado y aterrado, como si no fuera nada conmigo, lo que me confundió. —¿Cómo está el chaval? —preguntó el oficial al excitado don Román. —Mal, ha perdido mucha sangre porque el pinchazo le ha tocado una arteria, y, por si fuera poco, la horca no podía estar más emponzoñada, ¡que veremos si se le puede curar la infección y salvamos la pierna! El oficial pareció confundido y azorado, sin saber qué replicar. Tosió nerviosamente y se atrevió a sugerir: —El caso es... don Román, que la horca no tiene ni rastros de sangre… Don Román se volvió hacia el oficial como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, y con tensa calma y fingida cordialidad, le replico: —Tomás, hijo, antes que tú, tu padre fue comandante de este cuartel y siempre sirvió con lealtad a esta ciudad. Tú no eres peor que él y se te aprecia, y aún te quedan muchos ascensos... Tú no conoces esta gente como los conozco yo, que estoy de tratos siempre con ellos. Ese… asesino habrá tenido la sangre fría de limpiar bien la horca antes de salir huyendo dejando a mi hijo allí que se desangrara. Además, ¿vas a creer más en la palabra de un desarrapado que en la mía? —el guardia tosió inquieto, comprendiendo la indirecta, pero no pudo replicar porque don Ramón continuó con sus veladas advertencias—. Tú lleva el caso como yo te ordene, que o damos un castigo ejemplar a esta gente o dentro de cuatro días andarán ya asaltando y pegando fuego a nuestras casas. —Pero, don Román —se atrevió a remarcar de nuevo el guardia—, el caso es que éste es del sindicato de la U.G.T., y si nos equivocamos igual provocamos una revolución en la ciudad, que están las cosas al rojo vivo. —¡Precisamente por eso, Tomás, ahora es cuando tenemos que mostrarnos firmes y no dejarles pasar ni una tropelía más! De pronto se volvió hacia mí, me miró desconcertado, como si no me hubiera visto antes, y preguntó al oficial: —¿Qué hace aquí el hijo del tío Lafuente? —Parece que estaba en la paridera; y eso es lo que trato de decirle, que también él jura que fue un accidente... —De éste ya me ocupo yo, que estoy en tratos de tierras con su padre y si tenemos juicio dirá lo que tenga que decir. Mándale a su casa y no le fiches, que éste no puede haber hecho ningún mal. —¡Lo que usted ordene, don Román! Para mi alivio, me dejaron en libertad y rompieron mi ficha. En cuanto al Juan Valiente, como era de esperar fue brutalmente golpeado, pero no delató a su hermano. Sobre las doce de la noche, un abogado de la U.G.T. se presentó en la prisión pidiendo que se aplicara el «Habeas Corpus» para el detenido, y como no tenían cargo alguno contra él, algo magullado y sobre todo humillado, pudo abandonar la cárcel. En la plaza le esperaban un grupo de militantes socialistas y de la U.G.T., que si no lo hubieran puesto en libertad, estaban dispuestos a asaltar las dependencias. Pero, por esta vez, la sangre no llegó al río. CAPÍTULO QUINTO Una visita inesperada Lo que sucedió después del lamentable accidente me cogió tan de improviso que tardé algunos días en reaccionar y hacerme una idea clara de mi nueva situación. La noche del arresto regresé a mi pueblo, ya a altas horas de la noche, con el grupo de campesinos de la U.G.T. Nos vino a recoger uno de los compañeros con una calesa algo destartalada, que se utilizaba para bajar gente al mercado de Sigüenza. Iba tirada por un recio caballo de gruesos tobillos, poco común en la zona y que debía ser de alguna raza asturiana o gallega. Era un animal dócil y de paso firme y uniforme, capaz de arrastrar el carro camino arriba con una docena de personas y sus compras como si nada. Por decirlo de alguna manera, aquel era el «taxi» del pueblo y si no era muy cómodo, en situaciones como aquella, en que andábamos molidos por una razón o por otra, era un alivio poder viajar en ella. Yo estaba tan cansado que apenas me senté y me pude apoyar en uno de los compañeros, me quedé como adormilado, pero aun pude escuchar algo de las conversaciones entre los campesinos y el mayor de los Valiente. —Cada día que pasa se ponen peor las cosas. En la provincia de Toledo ya se están ocupando tierras y el general Sanjurjo en persona se ha hecho cargo de la represión, matando a cinco y dejando a no sé cuántos heridos. Hemos declarado la huelga general en la provincia de Salamanca, porque en Palacios Rubios han caído otros dos en una manifestación pacífica. Estos fascistas no paran de provocar a los trabajadores, como si desearan que se liara una bien gorda… Fue lo último que escuché hasta que llegamos al pueblo. Mi padre estaba despierto, y, como siempre, pegado al fogón, como un alma ya en el purgatorio, y atizaba el fuego una y otra vez, lo que era señal de que estaba pensando en decirme algo, pero dado su carácter tardaría algún tiempo en pronunciarlo. Por fin, sin quitar la vista del fuego, me preguntó: —¿Dónde has andado todo el día? —¿No se ha enterado ya del accidente del chico de don Román? —¿Y qué tenías tú que hacer allí? —volvió a preguntar, pero en tono agrio y destemplado. —Estaba ayudando al Benjamín, como otras veces. Se hizo un mortal silencio. Volvió a golpear las ascuas del fogón con violencia, levantándose una polvareda de cenizas y ascuas ardiendo. —¡Vete a dormir, que mañana te vas del pueblo! —Pero, padre, ¿cómo que me voy del pueblo? —¡Sin rechistar y a la cama, rediela! Hice lo que me ordenó y me retiré a mi cuarto, mientras seguía atizando las ascuas del fogón. No tenía ni la menor idea del sentido de aquellas palabras. Mi padre no podía obligarme a salir del pueblo ni teníamos familiares directos fuera del allí ni en lugar alguno donde yo pudiera ir. Me tendí sobre el camastro, abrí el ventanuco y vi el resplandor de la luna traspasar las débiles nubes, aligeradas de humedad, que pasaban velozmente empujadas por el viento. Estaba tan acongojado y confundido que no sabía en qué debía centrar mi atención; si en mi desgracia o en la de Inés, que por aquellas horas estaría recibiendo al Juan, que le pondría al corriente de la situación de sus dos hermanos huidos. Me di cuenta de que por muchos males que me esperasen a mí no eran tantos como los que le esperaban a ella, lo que consiguió que me despreocupara de mi suerte. A pesar de lo angustioso de la situación, el cansancio de las emociones del día me venció y me quedé profundamente dormido cuando ya se escuchaba a nuestro gallo en el corral, y el alegre canto matinal de los mirlos en la higuera. Sólo puede pensar un «¡Que sea los que Dios quiera!». ¡Qué poco sabía yo lo relacionado que estaba mi fututo con aquella resignada expresión! A la mañana siguiente me despertó un rumor de voces en la sala grande de la casa, y si me sobresaltó fue porque no era habitual que nos visitara nadie, y menos a esas horas de las mañana. Medio adormilado y todavía resentido de la agitación del día anterior, intenté incorporarme y hacerme una idea de lo que pudiera estar sucediendo y quién podría ser aquella inesperada visita. Todavía estaba vestido, tal y como llegara la noche anterior, porque estaba tan casado y aturdido que ni siquiera tuve ganas de desvestirme. Sentía la camisa pegada al cuerpo y los ojos como si estuvieran llenos de tierra, y lo primero que hice fue bajar al patio por la puerta de atrás y meter la cabeza hasta dentro en un cubo de agua fría que subí del pozo. Ya más despabilado me acerqué a la ventana que daba a la sala grande y, para mi sorpresa, vi allí, todavía de pie y con en sobretodo puesto, al párroco del pueblo, don Gregorio, que conversaba o mejor monologaba con mi padre, porque éste apenas respondía y se limitaba a asentir con la cabeza. No llevaba puesta la boina, cosa poco habitual en él, tal vez por respeto al cura, y por su profunda calva me pareció todavía más viejo de lo que creía que era. Se hizo un breve silencio y finalmente mi padre me llamó pensando que todavía estaba en mi cuarto. —¡Arriba, Andrés, que está aquí don Gregorio y tiene que hablar contigo! Yo me aseé lo mejor que pude y aparecí por la puerta del corral que comunica con la gran sala, lo que sorprendió a los presentes. —¿Qué estabas haciendo por el corral? ¡Anda, siéntate que te tiene que hablar don Gregorio! Necesitaba comer algo sólido, porque tenía el estómago vacío y se me retorcían ya las tripas, pero el tono autoritario con que me ordenó que me sentara no dejaba dudas de la urgencia del caso. Don Gregorio no parecía saber por dónde empezar, y se revolvía igual que solía hacerlo en el púlpito antes de empezar su sermón. Dio dos zancadas de arriba abajo de la sala, se volvió, y, por fin, me dijo sin dirigirse directamente a mí sino hacia mi padre, que estaba tanto o más atento que yo a sus palabras: —¡Está de Dios que vayas para cura, tal y como ya te dije un día en el campo! Yo me sobresalté porque empezaba a comprender que se estaba urdiendo alguna trama para decidir sobre mi futuro, y todo hacía suponer que estaban tramando meterme en el seminario de Sigüenza. Mi intuición fue acertada. —¡Te meto en el seminario, para que te hagas un hombre de bien y no andes por ahí con agitadores! —corroboró mi padre sin dar tiempo al cura a que prosiguiera con sus explicaciones y aclarara por qué, de pronto, yo había sido elegido por Dios para el sacerdocio. —¡Mira, Andrés, que si andas con esas amistades tú también acabarás metiéndote en algún lío! Dios, que todo lo ve, y el Espíritu Santo, que todo los sabe, han querido iluminar el entendimiento de tu padre y ha decidido que lo que te conviene es la carrera eclesiástica, que todavía eres mozo para ella y, por lo que me han dicho lees ya de corrido y sabes las cuatro reglas, con lo que tenemos mucho ganado. Yo quise replicar y defenderme, negándome en redondo a sus pretensiones, pero la intransigencia de mi padre me lo impidió. —Ya está todo arreglado, con que sin rechistar, ¡y harás lo que se te mande, que no eres tan mozo como para valerte por ti mismo! Aun sabiendo que provocaría su ira, pues mi padre no aceptaba que nadie le contradijera, respondí casi con indignación: —¡Eso lo tendré que decidir yo, padre! No se mete uno a cura así, por la buenas, ¡digo yo! Como era de esperar, la expresión de mi padre se congestionó de ira, hizo un ademán como si quisiera abofetearme por mi falta de respeto, pero don Gregorio intervino a tiempo. —Mira, hijo, no tienes alternativa, tu padre ha vendido las tierras y el ganado a don Román, el comerciante de Sigüenza… Lo ha hecho por tu bien, para que no te falte de nada en el seminario. Son los designios de Dios y, como buen hijo y cristiano, tienes el deber y la obligación de respetar y aceptar la voluntad de tu padre. Me quedé desconcertado, desarmado y profundamente angustiado. Lo que más me indignaba era la falta de confianza de mi propio padre, al no consultar conmigo aquellas ventas. Era evidente que no tenía salida, pues con dieciséis años recién cumplidos y sin hacienda propia, tendría que valerme trabajando de peón, pero dada mi edad y mi poca experiencia, siempre sería el último en ser contratado. Por un momento pensé en huir, salir en busca de los hermanos Valiente e irme yo también a Barcelona, pero ya estarían lejos y no sabría dar con ellos. Era evidente que yo solo, sin medios y sin haber salido, como aquel que dice, de mi pueblo en toda mi vida, no podía emprender tamaña aventura. Antes de que saliera de mis angustiosos pensamientos, nuevamente don Gregorio me puso al corriente de mi destino. —La fe es algo que se adquiere con el tiempo, el estudio y la devoción. Todos hemos pasado por esta situación y la hemos superado con la ayuda de Dios y del Espíritu Santo. Después te alegrarás de haber sido un «elegido» para tan noble tarea, como es salvar almas y perdonar pecados. De pronto, sin pensarlo ni meditar sus consecuencias, casi le grité al cura: —¡Y quien salva la mía! Yo no quiero ser cura; seré lo que tenga que ser, pero cura, ¡nunca! Mi padre se levantó con tan desacostumbrada energía que volcó la mesa, haciendo caer dos vasos,que se hicieron añicos, y un plato con algunas rodajas de chorizo. —¡Arreando para el Seminario, y no se hable más! —me gritó colérico, señalándome la puerta de la calle—. ¡Y cuando cruces esa puerta ya no vuelvas más por esta casa, que reniego de un hijo que no respeta ni al mismísimo Dios! Don Gregorio volvió a intervenir, tratando de calmar a mi padre, cuya excitación le causaba ya ahogos y temimos que le pudiera dar algún ataque. —¡No discutas la voluntad de tu padre y sube a tu cuarto, que yo lo calmaré como mejor pueda! Hice lo que me mandó el cura, porque realmente mi padre estaba a punto de asfixiarse por el sofoco y no quería sentirme responsable si le ocurría algo grave. Era evidente que estaba atrapado y no tenía sentido negarme al destino. Huir carecía de sentido y obedecer era como si me llevaran directo al matadero. Al subir las escaleras traté de hacerme una idea de lo que me esperaba, pero sólo pude verme a mí mismo, vestido de seminarista, arremangándome los faldones, correteando por ahí detrás de un balón de fútbol, tal y como los había visto en alguna ocasión, pero nada me hizo pensar en la trascendencia real de aquella decisión y su relación con la Iglesia y sus funciones. No sabía qué recoger ni qué iba a necesitar, porque, en realidad, no tenía más que lo puesto y para el seminario ya no necesitaría las ropas de domingo. Entonces me vino a la mente, como si me dieran una bofetada, la imagen de Inés. Me senté desconsolado sobre la cama y, por primera vez en mi vida, lloré como un crío, no tanto angustiado por poner fin a nuestro noviazgo, sino porque tendría que faltar a mi promesa y sería una terrible noticia para la pobre muchacha, ya bastante atribulada por las circunstancias. Todavía sollozando, sentí que don Gregorio me ponía la mano sobre el hombro y trataba de consolarme: —¡Todos los que servimos a Dios hemos pasado por esto, Andrés! —me dijo el cura que había conseguido calmar a mi padre y llegar a un acuerdo menos radical—. Acepta los hechos, que Dios sabrá por qué lo quiere así. Tal vez espere de ti grandes cosas, que la carrera eclesiástica tiene muchas posibilidades. ¡Quién nos dice que no llegarás a ser cardenal! Anda, deja de llorar como un chiquillo que ya eres buen mozo, que entrar en el seminario para los tiempos que corren es lo mejor que puede hacer un muchacho como tú, ¡que mal pintan los tiempos para los oficios del campo y menos para un pastor! He acordado con tu padre que vendré a por ti el domingo, después de las vísperas. Las cosas no se pueden hacer tan precipitadamente. Así es que tendréis tiempo de hablar entre vosotros y arreglaros, que no es cosa de que empieces tu carrera enfrentándote con tu padre. —¿Qué será de él? —pregunté a su vez, casi resignado. —Si no se vale, vendrá al asilo con las monjitas, que allí lo cuidarán adecuadamente; pero si se vale, se quedará en su casa. Comprendí que no valía la pena hacer más objeciones sobre mi falta de vocación religiosa. Mi padre había decidido apartarme de los hermanos Valiente y ésta había sido la mejor forma que se le ocurrió para hacerlo. No había otra razón. Pero en su decisión también influyeron, tanto el propio don Román como el mismo don Gregorio. Entre todos se empeñaron hacer de mí un cura, cuando en el país se desataba una auténtica furia anticlerical. No fue, desde luego, una decisión muy acertada ni oportuna. Cuando bajamos a la sala, mi padre parecía calmado, ocupado en recoger los restos de los vasos y del plato roto y pareció no percatarse de nuestra presencia. —Bueno, Cipriano, el chico parece que está convencido, conque nada de disgustos, que no puede haber maldades ni violencias en la casa de un futuro cura —mi padre pareció satisfecho, pero no replicó y continuó con su labor de limpieza—. Lo dicho, Cipriano, y con Dios, que tengo otras obligaciones que cumplir. El domingo que el chico esté listo y aviado. Y nada de disgustos, y no lo digo sólo por el chico, que cumplirá con su obligación, sino por ti, ¡que todavía tienes que ver al mozo ordenarse sacerdote! Yo escuchaba aquella conversación totalmente aturdido, como si no estuvieran hablando de mí, pero no estaba dispuesto a tener más altercados con mi anciano padre, así es que asumí con docilidad la situación e hice ver, asintiendo mecánicamente con la cabeza, que estaba de acuerdo con cuanto decía el cura. Al salir de la casa, todavía cambió don Gregorio una mirada significativa con mi padre, como si no estuviera seguro de que reinaría la paz después de que se ausentara, por lo que creyó necesario volver a amonestarme, sólo por dejar tranquila su conciencia: —¡Hala, a ser bueno, Andresito, que ya verás como lo del seminario acaba gustándote! No quería quedarme a solas con mi padre y se me ocurrió la única excusa para salir de la casa con su permiso. —¡Voy a cementerio; a la tumba de madre! No contestó, pero me dio a entender que lo aprobaba. Salí de la casa casi como un furtivo y al encontrarme en la calle, sentí con alivio el frescor de la mañana, porque me ardía la frente y me sentía como transpuesto, por todas aquellas emociones y contrariedades. Reaccioné y emprendí el camino del cementerio, siguiendo el sendero ladera arriba tan rápido como puede, porque me aterraba la idea de encontrarme con la Inés y tener que darle explicaciones en el lamentable estado en que me encontraba. Necesitaba tiempo para hacerme a la idea de mi nueva situación y lo mejor era salir del pueblo, echar monte arriba, y no detenerme hasta que me faltaran las fuerzas. Llegué al cementerio cuando empezaba a caer una fina llovizna otoñal que humedecía las mohosas piedras del muro, tupido de zarzales silvestres, matas recias de saúco, de olor amargo, y un chopo empeñado en crecer contra el muro, obligando a los sillares a hacerle sitio, inclinándolos hasta hacer caer a los más altos a fuerza de tesón y paciencia. Chirrió la puerta, cubierta de herrumbre y matorrales, y me dirigí sorteando con dificultar las otras tumbas, abiertas sin demasiado orden ni un plan determinado, hasta que pude alcanzar el nicho donde yacía mi madre, porque no pudimos pagarle una tumba sobre tierra. No sabía qué hacer ni cómo dirigirme a ella, pues no es fácil saber cómo se les debe de hablar a los muertos, pero se me ocurrió algo que la consolara, por si, como me sugirió un día don Gregorio, andaba todavía por allí, en espíritu, pero que pudiera oírme: —A lo mejor a usted le alegra que me haga cura... —dije algo avergonzado. Después reflexioné unos instantes antes de continuar, y creo que fue aquella la primera vez que asumí con verdadera resignación y hasta con un propósito mi destino—. Porque si estuviera usted viva, a lo mejor preferiría que me casara para darle algún nietecillo, pero estando ya muerta, ¡qué le importan ya a usted los nietos! A lo mejor ahora le hago más apaño metiéndome a cura… Aquella simple reflexión tenía para mí bastante sentido y me reconfortó. Fue como si mi pobre madre, desde su nicho, me hubiera dado su bendición y me animara a la carrera eclesiástica, porque al salir del cementerio ya me sentía distinto, más sosegado y reconfortado. Tanto que en lugar de seguir con mi plan de echarme monte arriba, volví al pueblo dispuesto a encontrarme con la Inés y comunicarle cuanto antes la noticia, no fuera que la conociera por otras personas, que en el pueblo las noticias corrían tan rápido que las conocían los demás antes que los mismos interesados. La despedida Todavía estaba el pueblo revuelto por los sucesos del día anterior y al verme pasar la gente se sorprendía de que no estuviera preso o en el calabozo. A pesar de su curiosidad, que les modificaba, no se atrevían a preguntarme la razón y se limitaban a saludarme con más expresividad y aspavientos que de costumbre: —¡Con Dios, Andresito, me alegro de verte con bien! Me saludaban intentando sonsacarme algo sin atreverse a preguntar, pero yo no replicaba y me limitaba a devolverles el saludo, consciente de dejarlos rabiando por no seguir la conversación. No sabía si dirigirme directamente a la casa de Inés o pasar antes por la Casa del Pueblo, para saber por su hermano mayor cómo estaban las cosas en su casa. Opté por esta segunda alternativa, pero el local estaba cerrado. Bajé por el sendero del río para ver si estaba por las huertas, pero tampoco estaba. Ni siquiera se encontraban allí otros miembros de su familia, como solía ser habitual por aquellas fechas en que todavía quedaban verduras y legumbres por recoger. Indeciso, continué hasta el río, bajé por el sendero que lleva al recodo y al llegar escuché en canturreo de algunas mozas, que seguramente estaban lavando ropa en aquella parte del río. Pensé que tal vez Inés podía estar también en el grupo y llegué por entre los zarzales hasta el pradillo que tan dolorosos recuerdos me traía en aquella ocasión. Al verme, el grupo de muchachas que lavaban ropa se sobresaltaron, como si fuera yo un aparecido, porque estarían tan sorprendidas como el resto del pueblo de verme libre después de que me llevaran detenido a Sigüenza. Pero Inés no estaba en el grupo. —¡No os asustéis, que no soy un fantasma! —¡Pero, Andrés!, ¿no estabas preso en Sigüenza por lo del hijo de don Román? —Lo estaba, pero ya no lo estoy, ¿o no lo veis? ¡Vaya ocurrencia de pregunta! ¿Y la Inés, no está con vosotras? —Ahí la tienes, tendiendo ropa, que se alegrará de verte libre, porque estaba mustia como si fuera a morirse. ¡Es que, hijo, entre lo tuyo y lo de sus hermanos, vaya disgustos que se está llevando la pobre Inés! Sentí que la sangre me subía a la cabeza y me temblaban las piernas hasta casi doblarse, porque no contaba encontrarme con ella tan de improviso y en aquel lugar, pero Inés apareció cargando una cesta vacía sobre la cadera. Al verme, dejó caer la cesta y por pudor hacia las otras muchachas que contemplaban la escena no sabía cómo reaccionar, pero creo que se hubiera abrazado a mí de haber estado solos. —¡Andrés, gracias al cielo que te veo! —¡Pues aquí estoy, que salí libre al tiempo que tu hermano, pero a mí ni me tocaron! —Ya lo sabía, pero al no verte… que sé yo, he llegado a pensar tantas cosas malas… ¡Si es que no nos pueden venir más desgracias juntas! Ven, vamos a otro sitio, pero no me cuentes nada de lo ocurrido que bastante he tenido ya en casa… ¡Estoy tan contenta de verte con bien y libre! ¿Cómo podía, en esas circunstancias, contarle a Inés la razón por la que estaba libre? ¿Cómo añadir más dolor al que ya padecía? Y si no lo hacía, ¿cómo darle falsas esperanzas y esperar a que lo supusiera por otros, que es lo que más temía? ¡No había más remedio que terminar cuanto antes con aquella dolorosa situación y que fuera lo que Dios quisiera! Yo no era culpable de lo que estaba pasando, bien sabía Dios que amaba a esa muchacha y por mi voluntad nunca hubiera aceptado renunciar a ella para servirle a Él. Me sentí cruel y despiadado, pues pensé que ningún ser humano con sentimientos nobles y buenos sería capaz de faltar a la palabra de compromiso dada a una mujer, pero algo me dijo que tenía que hacerlo y cuanto antes mejor. —¡Inés, espera, no te hagas ilusiones!… —se quedó como petrificada y me miró como si fuera un perrillo a quien estuvieran apaleando y, sin embargo, seguía sintiendo aprecio por quien le pegaba, y esperó a que me explicara, como si de ello dependiera su vida—. ¡No es fácil lo que tengo que decirte!... Bien sabe Dios, y él debe saberlo mejor que nadie, que no es mi deseo… pero lo nuestro no puede seguir… —¿Por qué, Andrés? —se atrevió a preguntar casi al borde del llanto. —Pues, porque… ¡maldita sea, porque me meten a cura! Inés se llevó las manos a la boca con gesto de asombro. Quedó unos instante inmóvil mirándome como si yo me hubiera trasfigurado en un demonio, porque en lugar de hacerlo con la ternura de hacía unos instantes, ahora lo hacía con rabia contenida, que fue creciendo hasta que, de pronto, se arrancó la medalla que le regalara por su cumpleaños y me la arrojó a la cara. No sentí el dolor del pequeño metal golpear contra mi frente, sino la frase de odio inesperado que me dirigió al hacerlo: —¡Toma tu virgen y cásate con ella! Se volvió airada, recogió el cesto de la ropa y se dirigió al grupo de las asombradas muchachas que habían contemplado toda la escena conteniendo hasta la respiración. —¡Ea!, ¿qué miráis con tanto asombro? Cuando un hombre falta a la palabra dada a una mujer no es un hombre y no vale la pena pensar más en él, que mozos sobran en el pueblo, y con hombría, ¡no como él! ¡Ya debía tenerlo previsto cuando me regalo la medalla, que de sobra sabe que no creo en esas zarandajas! Las muchachas, abrumadas y asustadas, no se atrevieron a rechistar. Yo estaba profundamente avergonzado, pero sobre todo desconcertado por la violenta reacción de Inés. Esperaba que hubiéramos podido conversar y le hubiera explicado que permanecería en el seminario el tiempo necesario hasta que pudiera librarme de la tutela de mi padre. Después lo dejaría para casarme con ella, si eso era lo que deseaba, pero no me dio la oportunidad. Profundamente apenado, recogí la medalla del suelo, la contemplé unos instantes preguntándome por qué no elegí la pulsera, como me sugirió la gitana, pero no encontré la respuesta. Convencido de que no valía la pena explicarme y que ni siquiera me escucharía, dejé a Inés con las otras muchachas y regresé al pueblo, con la dolorosa sensación de que había perdido todo cuanto me ataba ya a aquel lugar. A partir de ese instante podían hacer de mí lo que mejor les pareciera, carecía ya de interés por la vida y no tenía voluntad. El siguiente domingo, como estaba previsto, tenía mis cosas dentro de una vieja maleta de cartón, asegurada con una cuerda de esparto y esperaba en la puerta de la casa la llegada de don Gregorio, con quien ingresaría ese mismo día en el seminario de Sigüenza. No sentía nada especial, ni pena ni alegría. Seguía con la vista los grupos de cuervos revolotear sobre las copas de los altos álamos de la ribera del Henares, hasta posarse en sus ya descarnadas ramas. Entonces recordé aquellos versos de Machado que Inés nos había leído en la Casa del Pueblo y al repasarlos en mi mente me di cuenta de que una lágrima incontrolada resbalaba por mi mejilla. Después llegó el cura, me restregué la lágrima furtiva con el dorso de la manga de la chaqueta, cargué con la maleta sobre el hombro y emprendimos el camino hacia lo que sería mi nuevo destino. Atrás quedaba la única época feliz de mi vida y, por esa razón, la he contado tal y como fue, porque lo que vendría después no fue sino odio desbocado, violencia y muerte fraticida. El ingreso Creo que durante todo el camino don Gregorio y yo no intercambiamos más de dos o tres palabras, y todas sobre el tiempo o el estado del campo. Yo tuve que detenerme de tanto en tanto para cambiar de hombro la pesada maleta, pero el cura no aminoraba el paso. La realidad era que, lejos ya de la presencia de mi padre, se vio claro cuál había sido su interés por mí. Era como si le hubieran hecho un encargo de cuyo resultado no estaba muy satisfecho, y tenía prisa por deshacerse de mí y dar por cumplida su misión. Lo cierto era que mi ingreso en el seminario fue el fruto de una transacción económica, pues don Román hacía tiempo que andaba detrás de nuestras tierras, que lindaban con las suyas, y para convencer a mi padre no se les ocurrió mejor solución que incluirme a mí en el trato. Lo arreglaron todo para que una parte del importe de la venta fuera al obispado, para mis gastos, y la otra al asilo, donde no tardaría en ingresar mi pobre padre. Así es que todo estaba previsto de antemano, y no digo que don Gregorio no se llevase en esta transacción alguna comisión, porque, a juzgar por su súbito desinterés por mí, no me veía precisamente como un candidato a la beatificación. Lo cierto era que en la España rural éramos legiones los seminaristas de conveniencia, que llegábamos a los seminarios tras alguna de estas vergonzosas transacciones, lo que no ayudaba a mejorar la reputación de lujuriosa y ávida de bienes que pesaba sobre la Iglesia católica de aquel tiempo en nuestro país. Llegamos a Sigüenza cuando ya estaba la alameda casi desierta, que por ser domingo no haría mucho que debió terminar la acostumbrada verbena, con música de baile animada por la orquesta municipal. Sólo algunos mozos, algo achispados y vociferantes, andaban canturreando coplas mal entonadas y con un lenguaje tan soez que el cura me urgió a apresurar el paso, porque aquel no era el mejor ejemplo para un candidato a la castidad. Al llegar a la gran puerta del seminario la encontramos cerrada. Don Gregorio dio un par de aldabonazos, temiendo sin duda que por la hora que era no pudieran hacerse cargo de mí y tuviera que volverme al pueblo sin poder formalizar mi ingreso. Chasqueó los labios, se agitó nervioso mientras miraba en dirección a las ventanas superiores, en las que no se veía ya resplandor alguno de luz eléctrica, pues sin duda los seminaristas ya se habrían recogido a sus dormitorios. Por fin se escuchó el crujir del cerrojo de la puerta, un golpe seco como si el batiente estuvieran atascado, y nos abrió el portero; un hombretón ya entrado en años, cubierto con un guardapolvos raído, de aspecto desaliñado, con unas gruesas gafas de concha reparadas con pegamento en una de las patillas. Iba tocado con una boina negra, calada hasta las orejas, con lo que su aspecto general era verdaderamente esperpéntico. —¡Pase usted, don Gregorio, que ya me estaba quedando dormido pensando que no vendrían! ¿Es éste el mozo del tío Lafuente? —¡El mismo! No, no entro, que ya es tarde. ¡Anda, acomódalo hoy como sea que mañana ya veremos qué se hace con él! —¡Pasa, chico, ya as oído a don Gregorio! —y se apartó dejando libre la puerta que ocupaba completamente con su enorme corpulencia. Entré en el zaguán que se quedó totalmente a oscuras cuando el portero cerró, de un sonoro portazo, el batiente de la puerta. Aquel portazo lo sentí como si acabaran de poner la losa de mi sepultura, pues sólo faltan aquellas tinieblas para que la imagen fuera casi real. —¡Espera que encienda, que yo no echo la luz porque ya me lo conozco al tiento! Entramos en un largo pasillo, con grandes ventanales que daban a un patio, del que no se veía más que una farola al otro extremo, sobre la pared de otra construcción y el resplandor de otra, que debía de estar situada en el muro del pasillo. A pesar de la penumbra pude ver que se trataba de una simple explanada de tierra, con algún que otro banco de piedra, que seguramente serviría de patio de recreo para los seminaristas. —Echa por aquí, chico, que ya as oído al cura; esta noche te acomodas en mi cuarto porque no vamos a molestar a nadie, que a estas horas están todos recogidos. Entramos en lo que debía ser su modesta vivienda, cuya decoración se limitaba a una pequeña mesa de camilla arrimada a una de las ventanas que daban a la calle, cubierta con un tapete de hule, dos sillas con cojines deformados por el uso, un tosco crucifijo pero de tamaño considerable, alguna estampa religiosa sin enmarcar y un canapé de madera y enea, sobre el que reposaban don cojines bordados, uno con el Sagrado Corazón y el otro con la Paloma de la Trinidad. —¡Acomódate aquí, que ya te traigo una manta! ¿Tienes hambre, chico? Negué con un gesto de cabeza, porque lo único que deseaba era librarme ya de la pesada maleta y recostarme sobre aquel canapé, que por su tamaño me preguntaba dónde pondría las piernas. Salió el portero en busca de la manta y yo me acurruqué como puede en tan escaso lecho, con reparos de apoyar mi cabeza en un almohada tan sagrada, por lo que la cambié por la del Espíritu Santo. Cuando regresó el portero no hizo sino cubrirme con la manta, pero yo ya no me enteré, porque me había quedado dormido. CAPÍTULO SEXTO El «Artículo 26» No hice más que entrar en el seminario y se aprobó el polémico «Artículo 26» de la nueva Constitución española. Fue tal la coincidencia que parecía que hubiera sido yo el responsable. En efecto, el 12 de octubre de 1931, ya de madrugada, es decir con nocturnidad y alevosía, las Cortes constituyentes votaban la supresión del presupuesto del clero, la expulsión de las órdenes que no acataran la jurisdicción del Estado, la enseñanza religiosa y otras disposiciones, como la de retirar los crucifijos de las escuelas públicas, que marcaron el comienzo de las hostilidades entre la Iglesia y la República. Por entonces yo no salía todavía de mi conmoción inicial, y me dejaba llevar con la docilidad de un cordero. Mis primeros días en el seminario pasaron sin apenas darme cuenta, porque me vi sujeto a una disciplina casi castrense, que me obligaba a ir de un sitio para otro sin tener tiempo de asimilar lo que me ordenaban. Todo eran normas estrictas, horarios incuestionables, preceptos obligados y rezos casi continuados. Se rezaba antes de desayunar, para el ángelus, antes de comer, nos leían pasajes del Nuevo Testamento durante la comida, las vísperas y antes de dormir, cuando no teníamos rosario, novena o ejercicios espirituales. Me dieron mi ajuar de seminarista y se quedaron con mis ropas, incluidas las que vestí para las fiestas de San Juan y que me recordaban que unos meses antes yo era un muchacho enamorado y correspondido, lleno de sano ardor y ganas de vivir, sin otra preocupación que tocar mi flauta a las ovejas y esperar el momento de demostrar mi hombría, creando una familia, que no sería muy distinta de cómo había sido la mía. Cuando me contemplé ante el espejo, enlutado hasta los tobillos y con aquel fajín rojo ceñido a la cintura, me di cuenta de que se habían quedado con mi hombría y, al mismo tiempo, con mi dignidad. Sin duda que aquella imagen reflejada en el espejo no tenía nada que ver conmigo, como si la religión fuera precisamente eso, lo que hay al otro lado del espejo, algo irreal, de un mundo espectral e inhumano. Tal vez Inés llevaba razón y los curas no eran verdaderos hombres, lo pude sentir por mí mismo al ver en el espejo esa negación de la imagen misma de la vida, como era el funesto hábito de un seminarista. Sólo la despreocupación de mis nuevos compañeros, algunos de los cuales llegaron a ser grandes amigos, me distrajo de mis amargos pensamientos. —¡Na, Andrés, esa murria se te irá en una semana! Todos entramos igual de asustados, que parece que lo hagan aposta para quitarte los humos, pero luego te haces al ambiente y no se está tan mal… Lo único malo es el empacho de rezos, pero también a eso te acostumbras, que al final los repites sin darte ni cuenta de que estás rezando. ¡Yo pienso en mi novia mientras rezo el rosario, con que ya ves si te haces a los rezos! —Pero, ¿tienes novia? —¡Hombre claro, pero en el pueblo! Lo guardamos en secreto, para cuando salga de este «reformatorio». Sonreí la ocurrencia, pero no quise confiarle mis desventuras amorosas, porque el recuerdo estaba todavía sangrante, y además era algo ya concluido. Finalmente pude comprobar que la mayoría de los internos estaban convencidos de que no se ordenarían sacerdotes, sino que abandonarían el seminario tan pronto como las circunstancias se lo permitieran. De manera que las conversaciones sobre novias, muchachas o incluso aventuras sexuales con prostitutas, se alternaba con los comentarios sobre latín, teología o filosofía antigua, que formaban el temario del primer año de estudios. Precisamente fueron los estudios iniciales los que consiguieron hacerme olvidar mis preocupaciones y la nostalgia del pueblo, incluso en algunos momentos particularmente intensos, llegué a olvidarme de la propia Inés, porque cuando me vi frente al primer texto de latín comprendí que aquella extraña lengua, mal llamada muerta, contenía más maravillas y placeres intelectuales que los que los timoratos maestros religiosos nos quisieron hacer ver. Lo mismo me ocurriría cuando le llegara el turno al griego antiguo, gracias al cual sería capaz de leer a Homero y a Aristóteles en su propia lengua. Pero volviendo a la situación creada tras la aprobación del polémico «Artículo 26», cuando la mañana del 13 de octubre se supo en el seminario, inmediatamente corrió la voz de que el obispado se vería en la necesidad de cerrarlo y mandar a los seminaristas de vuelta a sus casas. Yo me alarmé porque no podía regresar otra vez al pueblo con las manos vacías, sin tierras que labrar ni ganado que cuidar, y mis relaciones con mi anciano padre había llegado a tal acritud que sería penoso para mí volver a compartir mi vida con él. Por primera vez deseé que la Iglesia se saliera con la suya y se revocara aquel polémico artículo, lo que al menos me permitiría refugiarme en aquella casa hasta que pudiera valerme por mí mismo. Por esa razón, sin darme cuenta de la trascendencia de mis opiniones, me atreví a censurar a las Cortes, y alienarme con la posición oficial y beligerante de la propia Iglesia católica. Lo que ocurrió fue que al cabo de unos días, y al comprender la importancia de todo lo que podría aprender allí y lo ociosa que hubiera sido mi vida en el pueblo, creo que llegué a la conclusión de que el cambio resultaba positivo, y que, después de todo, todavía era suficientemente joven como para permitirme ocupar unos años en formarme, y más adelante decidir sobre lo que más me interesara hacer con mi vida. Por otro lado, me hice pronto al orden y a la disciplina, pues en el fondo yo mismo era una persona ordenada y de buenas costumbres. La comida no era mala, aunque no muy variada; los dormitorios estaban aseados, así como el resto de las dependencias y nuestra higiene personal era una de sus mayores preocupaciones, entre mozos que nos bañábamos media docena de veces al año, en el río y por el buen tiempo, el resto de año nos chapuceábamos en las tinajas y fregaderos de las casas, mal acondicionadas, frotándonos las orejas con estropajo de esparto y con jabones de sosa, que te arrancaban la piel a trozos. Por tanto, en conjunto, el cambio resultó positivo y era natural que lo defendiera. Pero el artículo no sólo alteró la vida del seminario sino la del país entero, pues a la mañana siguiente de su aprobación Alcalá Zamora y Maura presentaron su dimisión, en protesta por lo que consideraban como una agresión a la Iglesia católica, lo que era bastante grave viniendo de personas liberales y republicanas. Por la noche teníamos ya nuevo presidente, un Azaña capaz de convencer a la Cámara con sus demoledores discursos, pero que era odiado por la mayoría de los grupos conservadores y en especial por el Ejército y la propia Iglesia, pues él mismo había sido quien presentara el borrador definitivo de la polémica ley. Algunos diputados, como los agrarios, vascos y navarros, no la votaron, porque dimitieron de sus escaños y estuvieron ausentes durante la votación. Yo no supe todo esto durante mi estancia en el seminario, sino después, porque allí no teníamos otro medio de información que la «Hoja Parroquial», editada por el obispado, que como era de esperar, atacó frontalmente a las Cortes, calificándolas de anticlericales y ateas, asegurando que el cristianismo desaparecería de España en tan sólo una década de proseguir las agresiones contra la Iglesia. En estas circunstancias, la sociedad española se desintegraría, carente de moral y de principios, y sobrevendría el caos y el vandalismo. Calificaba a Azaña de «Robespierre» y a Prieto de «Marat», y temía que el «Artículo 26» se interpretara como una autorización explícita para despojar a la Iglesia de su patrimonio, desvalijarla y convertir sus iglesias y conventos en prostíbulos, lo único que quedaría en el país tras su radical secularización y la erradicación de la religión por decreto ley, tal y como debió de suceder en Rusia. Una víspera, tras el rezo del rosario, nos reunieron a todos en la capilla del seminario porque el obispo en persona quería dirigirnos unas palabras, poniéndonos al corriente de la situación en que quedaba el seminario. Los casi trescientos muchachos que abarrotábamos la iglesia comentábamos en voz baja lo que teníamos planeado hacer si nos veíamos obligados a regresar a nuestras casas, pero, en general, cundía cierto desánimo, puesto que cuando se adquieren costumbres y hábitos siempre cuesta cambiarlos, y, sobre todo, para volver a la rutina del campo y sus miserables condiciones de vida. Por fin apareció el obispo en persona por la puerta de la sacristía, se santiguó al cruzar el altar mayor, y se dirigió con paso decidido al púlpito. Era la primera vez que veía en persona al obispo de la diócesis de Sigüenza, porque antes sólo lo conocía por las fotos que se publicaban en la «Hoja Parroquial». Era un hombre de mediana estatura, de cara redonda y mejillas sonrosadas y de rasgos comunes. Tenía un abultado abdomen, desproporcionado para su complexión, y, aunque ágil todavía, de andares toscos y descompasados. No era por tanto, la imagen que se esperaba de un prelado de tan importante rango en la Iglesia, sino que, sin ánimo de ofender a nadie, me pareció más un sencillo tendero que todo un señor obispo. —Queridos seminaristas —comenzó su homilía—, hoy es un día triste para la Iglesia católica y para el país entero, porque se acaba de aprobar un artículo constitucional que condena a la Iglesia a su desaparición, al negarle los medios necesarios para hacer su labor evangélica y pastoral —el discurso duró cerca de una hora y al final no sabíamos muy bien de qué nos estaba hablando. Repasó las persecuciones históricas de la Iglesia fundada por San Pedro, desde las comunidades cristianas de las catacumbas romanas hasta los mártires de la Iglesia ortodoxa rusa, que aún siendo distinta a la nuestra seguía siendo cristiana. Al final hizo referencia a lo que realmente nos inquietaba. —¡Si Dios no lo remedia, el obispado se verá obligado a recortar muchos de los gastos del seminario! Sólo podemos esperar de la generosidad de vuestros padres y otros devotos donantes y que aumenten sus aportaciones, para que podamos continuar con esta labor de formación que tan necesaria es en estos cruciales momentos. Por primera vez se habló de «Cruzadas de salvación», o «campañas» para recaudar más de lo habitual, y eso a pesar de que las monjitas de entonces eran las mejores funcionarias de Hacienda del país, para seguir manteniendo el numeroso clero local, los conventos de clausura, las órdenes religiosas, que perderían sus escuelas, el cabildo de la catedral, con sus cerca de veinte canónigos, además del costoso obispado, pues sólo el obispo cobraba la nada despreciable suma de 25.000 pesetas al año, cuando un cura rural no cobraba más de 1.500, presupuesto que aumentaba con otras regalías y prebendas, además de los obsequios en productos comestibles o de caza. Aún así me puse del lado de la Iglesia, porque, como ya he dicho, la labor del seminario me parecía encomiable y no era justo que se privara de medios para que la pudiera continuar. La invitación No sé si fue por causa de que mis comentarios favorables a la Iglesia llegaron a oídos de don Gregorio o porque ya estuviera previsto, pero unos días después de mi ingreso en el seminario vino el párroco de mi pueblo a visitarme y a comunicarme que harían una excepción conmigo, porque tenía que acudir a una invitación en la casa de la familia de don Román para cenar con ellos la noche de difuntos. —Es para que nos acompañes en los rezos por nuestros difuntos y así vas cogiendo práctica para el sacerdocio. No sé por qué —añadió todavía con una expresión desdeñosa, que podría interpretarse como de celos—, pero esa buena gente te ha cogido afecto cuando ni te conoce. Yo no repliqué, no sólo porque yo tampoco sabía la razón, sino porque era parte de nuestra educación en no replicar a nuestros superiores y aceptar cuanto nos mandaran. Así es que me limité a preguntar a qué hora debía de estar preparado y cómo debería presentarme ante ellos. —Vendré a recogerte después del rosario. Y en cuanto a presentaciones, ya las haré yo, tú limítate a hacer lo que te manden. Y en la mesa come sin ansias y lo que te sirvan. No está de más que te avise de que don Román tiene cuatro chicas, una de ellas algo atolondrada y no me extrañaría que te provocara con alguna ocurrencia de las suyas. Recuerda quién eres y por qué estás en el seminario y no des motivos de murmuraciones, haz como que no escuchas y en paz. En cuanto al chico, ya está fuera de peligro y en su casa, gracias a Dios, y no quieren que se hable más del asunto, que la justicia se encarga del caso. Lo mismo te digo, si te provocara, tú callado y sin rechistar ni entrar al trapo, si sabes lo que significa este dicho. El chico es algo tarambana, pero ya cogerá formalidad con el tiempo y las responsabilidades, que en esa familia no han de faltarle. Escuché con atención cada uno de sus consejos, tratando de memorizarlos con el mismo orden en que me los daba y retenerlos en la memoria para no cometer algún error. Pasé la semana sin poder quitarme de la cabeza mi compromiso de todos los Santos, porque estaba seguro de que me sentiría incómodo y violento en la casa de don Román, considerado por los hermanos Valiente, y por otras muchas personas del pueblo, como un auténtico usurero, que se había enriquecido valiéndose de artimañas como las que hizo conmigo. Pero, al mismo tiempo, sentí que aquella invitación significaba que había dejado de ser un mozalbete atolondrado y sin otro porvenir que el pastoreo, para convertirme, de la noche a la mañana, en una persona que merecía un trato especial y que era invitado a la mesa de uno de los mayores hacendados de la ciudad. A pesar de que sabía que la vanidad era un pecado no me sentó mal, y al volver a verme ante el espejo, ya no vi a un pobre seminarista, sino a un miembro de la Iglesia, con responsabilidades y un cierto futuro. En esta tensa espera, los acontecimientos en el país seguían su curso de degradación y enfrentamiento. No sólo teníamos una República encabezada por un político considerado anticlerical, como era don Manuel Azaña, sino que además grupos de simpatizantes de los fascistas italianos y alemanes, de lo que no pasaba un solo día sin que se hablara de ellos en los periódicos, pasaron también a la acción, dispuestos a que no saliera adelante la nueva Constitución. Estas manifestaciones tuvieron lugar en la localidad salmantina de Ledesma, de tanta tradición católica y raigambre española, donde políticos conservadores, como Gil Robles o Ramiro Ledesma, encabezaron las primeras manifestaciones públicas de contenido más o menos fascista y antidemocrático. Llegó el día y don Gregorio acudió en mi busca tal y como estaba previsto. Se notaban ya las primeras muestras del inminente invierno y corría por la desprotegida calle del seminario un viento seco y en ocasiones violento, cuyas inesperadas ráfagas hacían levantar las hojas secas, llevándolas de un sitio a otro como si estuvieran poseídas de alguna locura pasajera. La casa de los Beltranes estaba en la renacentista plaza Mayor, y ocupaba al completo una de sus fachadas porticadas. La planta baja estaba presidida por un blasón familiar, pero que no se correspondía con la familia actual, que no era noble, sino con la anterior propietaria, los que la hicieron construir, que sin duda sería de la familia del Cardenal Mendoza, y una gran puerta de cuarterones, rematada en un arco de sillares de piedra arenisca, de la que sólo se abría un pequeño batiente, y varios ventanales, protegidos con grandes rejas de recia forja. La primera planta estaba compuesta por una balconada corrida, con el mismo estilo de foja que las ventanas, y la parte alta lo formaba una buhardilla encalada con argamasa, sujeta por un entramado de viejas vigas de roble ennegrecido por los años, pero recias y sólidas como si las acabaran de colocar. Golpeamos la aldaba de la puerta e instantes después apareció en la balconada superior una muchacha, que a juzgar por el revuelo que armó para avisar de nuestra presencia, sería aquella contra la que, no sin razón, me habían prevenido. —¡Madre, madre, que ya están aquí el cura con el seminarista! —gritó a los que estaban dentro de la casa. Escuchamos un siseo y alguien la tomó por el brazo y la obligó a entrar de nuevo en la casa. Nos abrió la puerta el mismo joven al que Benjamín y yo avisamos para que fuera a recoger al Romanín tras el accidente. Cambió una bronca mirada conmigo, herido sin duda en su amor propio por mi inesperada presencia, y se limitó a invitarnos a subir, mientras él desparecía por una puerta lateral, a lo que debía ser su vivienda. Apenas iniciamos el ascenso un tropel de gente, compuesto por la madre y sus hijas, nos recibieron en medio de un alboroto que la madre trataba de organizar. La mujer se inclinó a besar la mano del cura, quien algo azorado lo permitió, aunque su rango no era para ese tratamiento. —Gracias a Dios que ya han venido, don Gregorio, que a estas muchachas no hay quien las controle, ¡como si no estuvieran cansadas ya de verle!... ¡Ah, tú debes de ser Andresito, el hijo del señor Lafuente! —me dijo, dirigiéndose a mí y tratando de que sus hijas mantuvieran su compostura hasta que se hicieran las presentaciones— ¿Cómo está tu padre, muchacho? Te digo muchacho porque eres muy joven, pero con esos hábitos no sé si debiera decirte ya «padre», ¡que tienes ya porte de sacerdote! Don Gregorio contestó por mí, porque realmente yo no sabía nada de él, sino por lo que me contaba el cura, porque no se había molestado en venir a visitarme ni yo sentía deseos de ir por el pueblo. —¡Está bien; algo achacoso y retraído, como es de carácter, pero con buena salud! ¡El pobre no ha levantado cabeza desde la muerte de su esposa! —comentó con la mujer, tratando de que yo no escuchara este último comentario. —¡Pobre mozo! —replicó a su vez la mujer—. ¡Perder a la madre siendo aún tan niño! Nos hizo entrar en una gran sala, desde cuyos balcones se contemplaba la espléndida fachada barroca del lado norte de la catedral y se apresuró a presentarme a las hijas, la menor de las cuales, sin ningún recato, me tomó del brazo para conducirme a la estancia. —¡Suelta al muchacho, Rosarito! ¡Por Dios, hija, no ves que es un seminarista! ¡Esta hija ha salido con pocas entendederas! — comentó con don Gregorio. Cuando me pude fijar en ella con más atención tuve la impresión de que la muchacha tenía algún rasgo extraño, con aquellos labios carnosos y los ojos rasgados. Tal vez por ello era la más alegre del grupo y la que menos complejos mostraba por el rango de los invitados. Las otras hijas parecían carecer de la habilidad del habla, pero iban de un lado para otro, una detrás de la otra, según les ordenaba la madre, pero sin dejar de mirarme hasta hacerme casi sonrojar. No creo que fuera porque les resultara atractivo, sino porque aquella era la primera vez que veían tan cerca a un seminarista, y tal vez no se creían que fuera un muchacho normal y ardían en deseos de tocarme para salir de dudas y calmar su curiosidad. —Venir, niñas, que os voy a presentar al muchacho. Por fin tuvieron su oportunidad y estreché una a una la mano, que me ofrecían con tibieza, como si temieran que se las fuera a romper del apretón y apenas si alcanzaba a estrecharles los dedos de la mano. Terminamos las presentaciones y las muchachas parecían haber satisfecho su curiosidad y dejaron de mostrar interés por mí. Salieron del salón en dirección a la cocina, de acuerdo a las oportunas órdenes de la madre: —¡Vamos niñas, ir poniendo la mesa que ya va siendo hora de servir la cena! —dijo, dando unas palmadas en el aire como si fuera esa la orden de salida. Cuando las hijas, siempre en fila, abandonaran el salón apareció por una gran puerta acristalada el propio don Román. Vestía un severo traje negro, abotonado hasta el cuello, por donde sobresalía el blanco inmaculado del cuello almidonado, rodeado de un lazo negro, que parecía más un crespón de luto. Era un hombre de aspecto pulcro, de cara redonda y de expresión enigmática y algo errática, sin poder mantener la mirada quieta en un punto fijo, sino que parecía estar buscando siempre algo por los rincones del salón. —Venga, don Gregorio, que estaremos mejor en la biblioteca mientras las mujeres ponen la mesa —al verme pareció sorprendido y confuso, porque no recordó ni mi nombre—. Y tú también, muchacho… ¡que ahora no recuerdo tu nombre! —¡Andrés, se llama Andrés, como su abuelo! —se anticipo a decir don Gregorio. —¡Ah, sí, Andrés; dónde tendría yo la cabeza! ¡Vengan, vengan, que esas chicas son un torbellino! Antes de salir del salón me pregunté dónde podría estar el hijo que no había aparecido todavía. Temía encontrarme con él, pero esperaba que no saliera el tema del accidente, tal y como habíamos acordado, porque no sería capaz de mentir y no me quedaría más remedio que volver a contar mi versión de los hechos. Antes de que pudiera terminar este pensamiento me lo encontré prácticamente de bruces. Estaba en la biblioteca, de pié, apoyado sobre un bastón, sosteniendo una copa con la mano libre. El padre comprendió la situación y se apresuró a dejar las cosas claras. —Ah, Romanín, ya conoces al hijo del tío Lafuente. ¡No quiero escuchar ni una palabra del suceso de la paridera, que es agua pasada! Además, ya es otra persona, que se ve a la legua por su porte y los hábitos. El hijo me miró sin ocultar un gesto de desprecio, porque sin duda para él seguía siendo el hijo de un pobre campesino que las circunstancias le había llevado incompresiblemente a su casa, y asintió con la cabeza, llevándose inmediatamente la copa a los labios, como dado por terminadas ya las presentaciones. —¿Un coñac, don Gregorio? Y tú, muchacho, ¿estás ya hecho al coñac o prefieres un jerez dulce? —yo no quería nada, pero opté por el coñac, porque sería la primera vez que tenía oportunidad de probarlo—. ¡No te de apuro que un cura tiene que hacerse a la bebida, pero con moderación, que no se hace la misa con agua de Lanjarón! ¿No es verdad, don Gregorio? Rió él mismo la gracia; me sirvió una copa y cuando lo sentí en el paladar hubiera deseado escupirla, pero ya era demasiado tarde, así es que la tragué sin poder evitar un gesto de desagrado. El Romanín, que se dio cuenta de la escena, me dirigió una malévola sonrisa, que venía a decir que, con sotana o sin ella, seguía siendo un pobre pastor sin experiencia de la vida, y menos de aquellos placeres reservados para gentes como él. Estuvimos todavía algún rato en la biblioteca, estancia que no tenía más luz que la que entraba por la gran puerta acristalada que daba al salón. Se trataba de una espléndida biblioteca, algunos de cuyos volúmenes serían incunables y de extraordinario valor. Me acerqué a una de las vitrinas y pude ver sobre el lomo apergaminado un volumen de las «Confesiones» de San Agustín, pero la mayoría no tenían impreso el título en el lomo, lo que daba una idea de su antigüedad. No sabía en qué distraer mi atención, evitando cualquier conversación con el hijo de don Román, que por otro lado también me rehuía. Me senté en uno de los amplios sillones de lectura e hice como que leía una «Hoja Parroquial» atrasada, la única lectura disponible fuera de las vitrinas. Don Gregorio y don Román conversaban animadamente y cuando el tema derivó en la situación política del país se les unión el Romanín. —¿Ha leído usted la editorial de «Acción Española», don Gregorio? —le preguntó al cura mostrándole un ejemplar— «España es una encina medio sofocada por la hiedra. La hiedra es tan frondosa y la encina tan arrugada y encogida que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora…» ¡Qué acertada comparación! ¡Estamos rodeados de malas hierbas y si no nos libramos de ellas, la encina, es decir España, se ahogará y se secará! ¡Empiezan por atacar al Ejército, luego a la Iglesia y ahora, con la nueva reforma bancaria, también quieren ir a por el capital! Pero estos no saben con quiénes se están enfrentando, porque no vamos a tolerar que unos políticos oportunistas, la mayoría medio analfabetos, pretendan darnos lecciones de cómo se gobierna un país y cómo se deben hacer los negocios. Don Gregorio no parecía interesado en el tema, pero el Romanín, con su habitual tono desafiante y amenazador, interrumpió al padre para dar también su opinión. —¡Las malas hierbas se cortan de raíz cuando empiezan a brotar, y se terminaron todos los males! —¡Si fuera tan fácil ya se hubiera hecho! Se les ha dado la mano y se han tomado el brazo. Han estado conspirando contra la unidad de España y contra la Iglesia a sus anchas desde la caída de Primo de Rivera, sin que nadie les parara los pies, hasta llegar a las municipales. Ahora hasta los más tontos se creen catedráticos, que no pasa un día sin que armen algún revuelo, huelga y ocupaciones ilegales de tierras y cortijos enteros. No, el arreglo tiene que hacerse con cuidado y planificación, y de una vez por todas, que no quede ni raíz de esa «yedra» que dice «Acción Española». Tuve la sensación de que don Ramón estaba tratando de ocultar algo, por el tono enigmático y huidizo de sus últimas palabras, como si tuviera conocimiento ya de los hechos de agosto del 32. La conversación tuvo que terminar porque la hija menor irrumpió en la biblioteca para advertirnos que la cena estaba ya servida. Cogió al padre y al cura del brazo y casi a empujones los llevó al comedor. Sólo escuche el resignado cometario del padre, habituado ya a las espontáneas reacciones de la hija menor: «¡Ay, esta Rosarito, esta Rosarito, padre, qué culpa habremos cometido!». Navidades en el pueblo Todavía acudiría a otras cenas en la casa de los Beltranes, y confieso que la última era yo quien deseaba que fuera invitado, porque en aquella casa volví a sentir la agradable sensación de sentirse parte de una familia, sobre todo por las calurosas bienvenidas y los detalles de todo tipo que tenía conmigo doña Virtudes, como se llamaba la mujer de don Román. La pobre mujer no debía de estar muy contenta con su suerte, por haber parido cuatro hembras y un hijo díscolo y pendenciero, por lo que debió ver en mí el hijo que verdaderamente hubiera deseado tener. Pero lo que culminaba su a veces algo empalagoso afecto era el hecho de que yo hubiera elegido la vocación religiosa, por lo que, de haber sido realmente su hijo, hubiera sido como si Dios en persona la hubiera bendecido. Su religiosidad era profunda y natural, como si le corriera por la sangre, tras generaciones de beatos como ella misma. Pero su fe no era fanática, sino histórica; que emergía desde lo más profundo de su ser. No era su casa el hogar de una beata, porque reinaba la jovialidad y el desenfado, se comía y se bebía sin remilgos y en abundancia, y, si llegaba el caso, ella misma se arrancaba con alguna copla tradicional, aprendida en su juventud, sobre todo cuando terminaba su segunda o tercera copa de vino. Eso explicaba en cierta manera su numerosa familia, porque debió ser sin duda una mujer de temperamento alegre y jovial, como se dice vulgarmente, algo «ligera de cascos», en contraste con don Román, que sin duda confirma el dicho popular de que el amor debe ser ciego, porque éste sí que asumía la religión con militancia y agresividad, confundiendo a Dios con el Estado español, o mejor, con su fenecido imperio, y, sobre todo, como si fuera su protector y favorito, como por desgracia había sido habitual en toda la historia de nuestro país, incluso antes de los Reyes Católicos. El 9 de diciembre tuvimos por fin una Constitución republicana, con un provocador primer artículo de inspiración casi marxista: «España es una república democrática de trabajadores, de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y de justicia». Artículo a propuesta del idealista Marcelino Domingo, que prosperó a pesar de la oposición de los liberales y republicanos. Por supuesto que las derechas más radicales, que se habían desentendido de su redacción y aprobación, lo entendieron como un primer paso para instaurar un régimen marxista en España, similar al que había prosperado en Rusia. El día 11 volvió don Niceto Alcalá Zamora a ocupar la jefatura del Estado, como si nadie la quisiera realmente, pues todos los grupos políticos del país estaban ya pensando en la elecciones generales y querían tener las manos libres para realizar sus propias estrategias de poder, que en esencia significaban atacar de una manera o de otra a la joven y frágil República. No hubo fiesta en el seminario pero sí en Sigüenza, sin que tampoco se desbordara el entusiasmo, pues la ciudad era mayoritariamente conservadora. Pero los pocos favorables a la nueva Constitución se encargaron de hacer el suficiente ruido para que nos llegara el sonido de las charangas y los cohetes hasta nuestro obligado retiro. Al parecer se produjo un altercado entre los músicos de la banda municipal, pues el director se negaba a abrir el baile con el himno de Riego, y finalmente tuvo que intervenir el alcalde en persona, un republicano de derechas, y resolver salomónicamente el enfrenamiento, de manera que los disconformes hicieran ver como que tocaban pero se abstuvieran de hacerlo, para no crear mal ambiente entre la población y que diera comienzo el baile en paz y en armonía. Se aproximaban las fiestas de Navidad y amanecíamos ya con fuertes escarchas. El seminario era una heladera y los seminaristas andábamos con gruesos abrigos y bufandas, incluso dentro de las aulas, donde solía haber una pequeña estufa de leña que apenas calentaba el pupitre de padre que impartía la asignatura correspondiente y las primeras bancadas de la clase, los demás no teníamos otra opción de abrigarnos hasta las ojeras y calentarnos los dedos ateridos por el frío echándonos el aliento antes de intentar ponernos a escribir, porque no haríamos más que garabatos incompresibles. A pesar de las incomodidades, no deseaba que llegaran las vacaciones y tener que volver al pueblo. Me había hecho de tal manera a la rutina del seminario y a las eventuales y familiares cenas en casa de los Beltranes, que llegué a olvidarme de la Inés, pero deseaba saber qué suerte habían corrido sus dos hermanos, de los que no había tenido noticias desde su precipitada huída del pueblo. Tuvimos los habituales sermones del obispo, reservados sólo para ocasiones solemnes, despedidas o recibimientos, sobre los misterios y gozos de la Navidad, recordándonos la humilde clase donde nació Jesús, similar a la nuestra y de la que nunca renegó. Por unas horas se produjo un caótico trasiego de seminaristas acarreando maletas y voluminosos atillos de un lado para otro, intercambiando saludos, abrazos de despedida, proyectos inmediatos, añoradas comidas caseras y alguna mención a las novias secretas, y, finalmente, se hizo un sobrecogedor silencio cuando el último de los muchachos abandonó el enorme edificio. Permanecí unos instantes en el amplio corredor, contemplando a través de uno de los grandes ventanales el patio de juegos y recordando que aquella fue mi primera visión del mundo sacerdotal que el destino me había impuesto. Cuando yo mismo me vi en la puerta, la misma que había cruzado lleno de inquietud y profundamente desmoralizado tres meses antes, me pareció increíble que hubiera transcurrido tan poco tiempo, pues me sentí tan cambiado que era como si en realidad hubieran transcurrido tres largos años. —¡Andrés, Andrés; venga que te llevo al pueblo! Era Juan Valiente quien me llamaba desde la calle, al final de las grandes escalinatas que daban acceso al seminario. Había venido a recogerme con su recio mulo porque sabía por mi padre que aquel era el día del inicio de las vacaciones. De pronto sentí que la presencia del mayor de los Valientes me devolvía otra vez al pasado, y no sabía si alegrarme o entristecerme, pero la nostalgia pudo más y no sólo me alegré, sino que empecé otra vez a interesarme por la suerte de mi propia gente. —¿Cómo está el Damián y el Benjamín? ¿Llegaron bien a Barcelona? ¿Ya tienen trabajo? ¿Y la Inés? ¡Ya ni se acordará de mí! —le dije sin darme cuenta de que al preguntarle por ella sentí como si de golpe regresara al prado, la noche de San Juan, y todo aquel tiempo no hubiera pasado ni que estuviéramos enfadados, sino como si hubiera sido un mal sueño, del que, de pronto, despertaba y todo volviera a comenzar desde aquel mismo momento. —¡Anda, echa la maleta en la alforja que tiempo tendremos de hablar de todo por el camino! Pero fue Juan Valiente quien comenzó la conversación, preguntándome por mi nueva situación, mientras sorteábamos carros y otras caballerías que cargaban a los jóvenes seminaristas para llevarlos a sus respectivos lugares de origen. No había ni uno solo tan rico como para que le esperasen en automóvil particular, tan sólo caballerías y carros, pero una buena parte de ellos tomaron los autobuses especiales que recorrían los pueblos de la Sierra de Atienza y Ayllón, los de zona de Molina de Aragón y los de las ribera del Henares, hasta la misma Guadalajara. —¡Qué quieres que te diga, Juan, uno se hace a todo, y comparado con lo que hacía en el pueblo, no ha sido tan malo el cambio! —¡Ya sabrás hasta latín! —me dijo en tono jocoso. —¡Hombre, no tanto, pero alguna declinación ya me la sé! —Es bueno saber, aunque sea el latín, Andrés, que nuestra desgracia nacional no tiene otra causa que la ignorancia. Salimos del pueblo y emprendimos la ascensión por el camino del río. Los altos y viejos álamos estaban descarnados y parecía imposible que de aquellas ramas desgajadas, rugosas y ennegrecidas pudieran brotar nuevas hojas en primavera. Sólo los fuertes carrizos cubrían las riberas. Los campos estaban yermos, cubiertos de una fina escarcha en las zonas de umbría, que ya no desaparecía prácticamente en todo el invierno. Los inevitables cuervos nos acompañaron en el camino además de algún resistente gorrión, los únicos pájaros capaces de pasar los largos inviernos con nosotros, los demás, cigüeñas, golondrinas o vencejos, invernaban en tierras más gratas y cálidas que aquellas. —Para un momento, Juan, que quiero cambiarme de ropa. No quiero que los del pueblo me vean vestido de seminarista… —pero el Juan adivinó la verdadera razón. —No esperes verla, Andrés, sigue enfadada contigo. Las mujeres no perdonan fácilmente esas afrentas… Dale tiempo y seguro que por lo menos volveréis a ser buenos amigos, pero ahora no es el momento, que sigue herida como si la hubiese partido un rayo el alma y la hubiera perdido. No es fácil vivir con ella, que todo la irrita y ni siquiera se ocupa de las clases en la Casa del Pueblo. —¡Es por mi culpa, Juan! ¡Fui un cobarde al no enfrentarme a mi padre!… —Mira, Andrés, ya sabes que yo de católico nada de nada, pero creo que no ha sido una mala decisión. Tú vales para los estudios y tienes que aprovechar cualquier oportunidad, ya tendrás tiempo de decidir si quieres o no seguir de cura. Y en cuanto a ella, es joven y muy tozuda, ¡mala combinación! Pero esperará a que tú te decidas, y no se echará otro novio hasta entonces. Es algo propio de nuestra familia, la lealtad. ¡Adme caso, Andrés, que yo conozco bien a la Inés, y no le tengas en cuenta sus desaires y humillaciones, que no perderá ocasión de hacértelos! Aquellos consejos me desconcertaron, pues ni yo mismo estaba seguro de que finalmente no decidiera ser cura. Unos meses atrás todos veían en mí un candidato al sacerdocio, y ahora que estaba en el proceso de serlo, me veía ya como seglar. Todo resultaba tan confuso que cambié de tema y me interesé por sus hermanos menores. —¡No andan por el buen camino, Andrés! Lo único que sé de ellos es por un ferroviario del sindicato, y creo que están por Manresa, un pueblo bastante grande no muy lejos de Barcelona. Lo peor es que están con los anarquistas y acabarán metiéndose en algún lío serio. Casi preferiría que volvieran al pueblo, se enfrentaran a la ley, y se cerrara el caso, aunque tuvieran que pasar algunos meses en la cárcel, a que anden con esas gentes de la F.A.I., de las que no se habla nada bueno. Pero no sabemos a dónde escribirles porque no tienen dirección fija, sino que andan de peones del campo de un lugar para otro. ¡En fin, Andrés, que en mala hora se clavó la hoz el hijo de don Román en nuestra paridera! La única novedad que pude apreciar en el pueblo era que brillaban varias farolas eléctricas, diseminadas por las cuatro callejuelas principales, y el «Tejero» había hecho instalar un nuevo reloj en el Ayuntamiento, que, no sólo tocaba las campanadas sino que hacía sonar un pequeño carillón con una breve melodía de Mózart. Era una verdadera extravagancia, pero el país entero se llenó de estas rarezas, fruto de su imaginativa pero desconcertante idiosincrasia nacional. Temía el encuentro con mi padre, a pesar de que no debía tener motivos, pues finalmente había hecho su voluntad. Llegamos a mi casa cuando era ya noche cerrada y no vi luz en el ventanuco que daba la gran sala, pero no me extrañó, porque mi padre no encendía el candil hasta la hora de cenar, mientras tanto tenía suficiente con el resplandor de las brasas del fogón, cuya contemplación era su único entretenimiento. Entré sin llamar porque la puerta estaba entreabierta, miré instintivamente hacia el fogón pero a pesar de que estaba encendido no vi a mi padre sentado en su taburete, lo que me alarmó, como si de pronto tuviera el presentimiento de que sucedía algo fuera de lo normal. Dejé la maleta en el suelo y le llamé, al tiempo que avanzaba casi a tientas hacia la escalera que conducía los dormitorios, cuando tropecé con algo blando y voluminoso que casi me hizo caer. Horrorizado pude ver que era el cuerpo de mi padre, tendido en el suelo, como si se hubiera caído por la escalera. Al golpearle escuché un leve quejido, lo que me devolvió el aliento, pues era evidente que no estaba muerto, como temí en un primer momento. —¡Padre, padre!, ¿qué le ha sucedido? ¿Está usted bien? No pudo contestarme porque el dolor le tenía congestionado. Me di cuenta de que se llevaba la mano a la cadera y comprendí que tal vez se la había fracturado. Si era así, lo mejor era no moverlo y llamar cuanto antes a un médico. Busqué a tientas el candil, lo encendí y le volví a preguntar. —Padre, ¿dónde le duele? ¿Qué le ha sucedido? Me miró con expresión aterrorizada y haciendo un gran esfuerzo, por fin pudo articular alguna palabra. —¡Anda y busca un médico, que me he quebrado un hueso! En efecto, el día de mi regreso del seminario mi pobre padre se fracturó la cadera y ese fue el principio de su decadencia. Lo llevamos esa misma noche en un carro al hospital y quedó ingresado. Pero ya no regresaría nunca más a su casa del pueblo, y, cuando le dieron de alta, lo ingresamos en el asilo de Hermanas de la Caridad de Sigüenza. Lo que yo no sabía era que ya había pagado por todo ello, ¡y ahí se quedó mi herencia! Aquella noche, cuando por fin puede regresar a mi casa, ya a altas horas de la madrugada, sentí por primera vez la soledad en la que me encontraba y ya no veía más refugio y protección que el que me ofrecía la Iglesia. Aterido de frío, envuelto en tantas mantas como pude encontrar por la desangelada casa, sentí necesidad de encontrar siquiera un poco de fe que me consolara y diera algún sentido a mi miserable existencia. De pronto me di cuenta de que estaba rezando, pero no como solía hacerlo en el seminario, sino como si estuviera hablando con alguien, que debía de estar escuchando en algún rincón del oscuro cuartucho. Entonces me di cuenta de que había entrado Dios en mi vida, pero como suele hacerlo en la mayoría de los casos: cuando ya no queda más que Él en quien confiar y buscar algún consuelo y refugio. La Misa del Gallo Tal y como me dijera Juan Valiente, Inés rehusó encontrarse conmigo y ni siquiera salió de su casa durante los primeros días de mi regreso. Yo esperaba que al conocer la caída de mi padre se apiadara de mí y decidiera perdonarme, pero no fue así. No sabía en qué matar en tiempo y los días eran demasiado fríos y desapacibles como para salir al campo, lo que hubiera sido mi deseo, así es quepasaba la mayor parte del tiempo leyendo mi devocionario, aprendiéndome casi de memoria todos los salmos. Ni siquiera me atreví a entrar en la Casa del Pueblo, por evitar encontrarme con la Inés. De vez en cuando solía ir al único sitio que ya me resultaba familiar, como era la iglesia, donde al menos estaba seguro de que no estaría ella. La víspera de Navidad acordamos con don Gregorio que yo mismo le ayudaría en la Misa del Gallo, más por compromiso que por mi deseo, porque era como hacer mi presentación oficial en el pueblo, vestido con los hábitos y ejerciendo lo que parecía que terminaría siendo mi vocación. Lo peor era que sería inevitable volver a encontrarme con la Inés, porque, por poco devota que fuera, nadie del pueblo había dejado nunca de asistir a la Misa del Gallo, pues de no hacerlo era como empezar el nuevo año con malos augurios. La Navidad no era sólo una fiesta religiosa, sino la única ocasión en que mis paisanos se esforzaban en mantener buenas relaciones entre ellos, intercambiando dulces caseros y participando masivamente en la modesta pero ruidosa rondalla navideña, a la que entregaban lo que buenamente podían, hasta que el borrico que cargaba los regalos en sus alforjas se colmaba. Eran por lo general botellas de anís barato, aguardiente casero, alguna de coñac, regalada por el ex alcalde don Mariano, que también hacía la paz por tan señalas fechas, trozos de embutido de la última matanza, mantecados de anís, magdalenas caseras y algún paquete de picadura de Ideales, con sus correspondientes librillos de liar, que solía regalarles la estanquera del pueblo. En cuanto a la rondalla, lo que destacaba era el machacón sonido de las zambombas, hechas de piel de oveja, atada a ligeros toneles de madera, y el estridente y monótono sonido cristalino de las botellas de anís, al ser rastrilladas con el mango de un tenedor o de una cuchara. Además, estaban los dos músicos del pueblo, con la dulzaina y el tamboril, y el acordeonista habitual en todas las grandes fiestas, que también por Navidad acompañaba a la rondalla. En general el sonido era monótono pero armonioso, y traía realmente aires de Navidad, de paz y concordia al pueblo. De vez en cuando la rondalla se detenía ante la casa de algún vecino, y si recibían el aguinaldo le improvisaban un villancico, siempre elogioso o picaresco pero sin malicia, que levantaba las carcajadas de los presentes. Finalmente la rondalla acababa su recorrido en la taberna, donde en buena camaradería bebían y comían lo recogido y se repartían entre ellos lo que sobrara. Pero la fiesta era también para los chiquillos, que no dejaban de pedir aguinaldos casa por casa, entonando de corrido una y otra vez el mismo villancico, acompañándose con alguna destartalada zambomba y dos o tres botellas de anís, si las encontraban. En cada casa nunca dejaban de obsequiarles con algún bollo, un trozo de guirlache o una magdalena. Llegó la víspera de Navidad y yo me apresuré a preparar la iglesia para tan señalada celebración. Acordé con don Gregorio el ritual de toda la ceremonia y decidimos que sería yo quien diera a besar el niño Jesús, una imagen casi de tamaño real, que yacía en una cesta de paja, acomodado en hebras de algodón, que parecía que estuviera en las nubes. Lo peor era el intenso frío que hacía en la iglesia, pero ya sabíamos por experiencia que una vez llena, el propio calor humano caldeaba algo el ambiente. A las doce menos cuarto subí al campanario para repicar la única campana de la iglesia. Todavía se escuchaba algún rumor de la rondalla que llegaba desde la taberna, y el estallido de algunos cohetes que iluminaban el cielo al explotar. Al voltear la campana, una lechuza salió volando de entre las maderas del artesonado, lanzando un chillido tan estridente que del susto a punto estuve de perder la equilibrio y ser golpeado por el badajo de la campana, pero afortunadamente la cosa no paso del susto. La campana sonó con la solemnidad y extraño poder de convocatoria que tienen estos sencillos instrumentos, llenado el ambiente con su sonido, inundando el pueblo y los campos cercanos. Si no fuera porque desconozco cómo debe ser el sonido de las estrellas, diría que debe ser igual al de una campana de iglesia de pueblo las vísperas de Navidad, porque realmente sonaba a música celestial. Cinco minutos antes de las doce prácticamente el pueblo entero estaba ya en la iglesia. Las mujeres, tocadas con velos negros o blancos, según su edad o estado, ocupaban por lo general los bancos más cercanos al altar mientras los hombres llenaban los pasillos, descubiertos pero guardándose la boina en el bolsillo del tabardo, para la salida de la iglesia, porque a esas horas caería ya el relente y se formaría la escarcha. Lucían todos los candelabros disponibles y, por primera vez, contábamos con tres lámparas, colocadas a lo largo de la nave, con bombillas de luz eléctrica, por lo que deduje que finalmente don Gregorio se habría avenido a bendecir la nueva Casa del Pueblo, condición del «Tejero» para llevar la luz a la Iglesia. Había discutido con don Gregorio si convenía poner un banco para las «autoridades», porque el párroco se negaba a aceptar otra autoridad que la de la Iglesia misma, y mucho menos la de un alcalde socialista. Finalmente le convencí de que ésa era la norma en la catedral de Sigüenza, y nosotros no debíamos ser menos ni más papistas que el Papa. Colocamos el banco, que fue solemnemente ocupado por el «Tejero», el secretario, el alguacil, y como no había realmente más autoridades convinimos que también lo ocuparan los notables y funcionarios con sus respectivas familias, como el ex alcalde don Mariano, el cartero, el responsable de la báscula municipal y un ferroviario que hacía las veces de «Jefe de estación» en el apeadero. Como el «Tejero» era soltero, invitó a su novia oficial, una criada que servía en una casa de Sigüenza y que a penas le permitieron esa noche libre para acudir a la Misa del Gallo de su pueblo. No era el caso de los demás notables, casados y con hijos, como era el de don Mariano, que arrastraba una prole de tres mocetones y dos hembras, una todavía en los brazos de la madre. Yo estaba ocupado en ayudar a vestir a don Gregorio, pero cuando la ocasión me lo permitía, me asomaba con disimulo por la puerta de la sacristía para ver si reconocía a la Inés y a la familia Valiente, pero entre la multitud y la escasa luz de las bombillas, sólo podía ver los velos y las calvas, pero no llegué a reconocer a nadie de la familia. Casi deseaba que no asistieran a la misa, pero, por otro lado, tal deseo era contrario a mis nuevos principios, por lo que me resigné a que, si finalmente venía la Inés, terminara por ver en mí a un verdadero cura y que ya no quedara ni rastro de nuestro pasado afecto, por no decir amor, que en aquellas circunstancias me resultaba algo violento. A las doce en punto hice sonar la campanilla e hicimos nuestra solemne entrada en el altar mayor, pero como era una misa del rito antiguo, teníamos que permanecer de espaladas a la gente, por lo que finalmente no pude saber si la Inés habría acudido o no a la misa. Por otro lado, concentrado ya en el ritual, me olvidé complemente de ella y me entregué a mi labor, para que todo se produjera con la solemnidad y religiosidad que requería la eucaristía más importante de todo el año. Fue una larga ceremonia, oficiada con verdadera parsimonia y solemnidad por don Gregorio, que parecía un auténtico cardenal. La homilía fue conciliadora, centrándose en el argumento de la mayoría de los que escuché durante aquellos días, como era la condición humilde de nuestro Señor, lo que confirmaba que los desheredados y pobres de la Tierra éramos —pues sin duda yo estaba ya entre ellos— los más bienaventurados y queridos de Dios. Habíamos decidido que la comunión se diera al tiempo que se daba a besar al niño Jesús. Después de la consagración iniciamos el ritual y don Gregorio daba la comunión mientras yo ofrecía el niño para besar. Se formó una interminable cola, encabezada por el propio alcalde socialista, quién sin duda quería dejarnos claro que lo cortés no quitaba lo valiente, y se podía ser de izquierdas y católico a la vez. No sin dejar escapar algún que otro gesto de contrariedad, la familia del ex alcalde siguió al «Tejero» y a su novia, y, a continuación, el resto de autoridades y notables. La comunión transcurría con la habitual monotonía, el recogimiento y hasta nerviosismo de las beatas, que parecía como si tuvieran miedo de morder al mismo Dios si tocaban la hostia con los dientes, ventaja que tenía las más viejas, que apenas les quedaba piezas de la dentadura. Entregado en mi labor, de limpiar una y otra vez las manitas de la imagen del niño Jesús después de cada beso, casi no me di cuenta de que apareció en la fila la familia Valiente. Estaba encabezada por el padre, sobrio y de expresión taciturna, como si estuviera padeciendo la abstinencia, le seguía su pobre mujer, cada vez más encogida y de andares torpes; detrás estaba Juan Valiente, seguido de una mujer que no llegué a reconocer, pero que deduje que sería su novia, y, finalmente, estaba la Inés, tocada con un velo blanco de encaje que cubría su negra cabellera, más corta que como yo la había conocido. La impresión me hizo perder el pulso y el niño se tambaleó, de manera que quien en ese momento intentaba besarlo tuvo que sujetarlo él mismo, lanzándome una mirada de reproche, pero yo no podía apartar la mía de la Inés, quien, sin embargo, mantenía la suya fija en algún punto del enlosado. Su expresión era severa y hasta de enfado, como si la hubieran obligado a venir a la misa, y parecía dispuesta a cumplir con el ritual sin ni siquiera dirigirme la mirada. Mi nerviosismo fue en aumento y la angustia de aquel violento encuentro me oprimía el pecho. Me pesaba el niño como si fuera de carne y hueso. Finalmente llegó hasta mí el hermano mayor, le miré como interrogándole por la actitud de Inés hacia mí, pero se limitó a besar el niño y proseguir su camino. Inés tomó la comunión sin abandonar su expresión severa y ausente, inclinó la cabeza como era habitual por respeto al sacramento y parecía que llegaría hasta mí sin levantar la vista, lo que me produjo una profunda tristeza y desconsuelo. No podía creer que Inés fuera tan rencorosa. De pronto, antes de inclinarse a besar el niño, alzó la vista y nuestras miradas se encontraron como si se hubieran fundido en una sola. Creí ver en su expresión cierta ternura y una mueca de sonrisa, pero pasado aquel mágico instante en que nos miramos fijamente, cambió bruscamente su expresión, volvió a tener el mismo tono hosco y ausente, besó al niño Jesús y siguió a su hermano hasta el banco que ocupaba la familia. Yo la seguí con la mirada como si no pudiera evitarlo, pero mi labor reclamó mi atención y tuve que volver a concentrarme en lo que estaba haciendo. Cuando mi confusa mente tuvo la oportunidad de preguntarse qué había sucedido, no tenía una respuesta clara, pero una tenue luz de esperanza me dijo que tal vez el Juan llevaba razón, y que la Inés me seguía teniendo afecto. No era más de lo que esperaba de ella en aquellas circunstancias. La misa finalizó y la familia Valiente abandonó la iglesia sin despedirse de mí. Cuando terminé de colocar el vestuario del párroco y los objetos del ritual, me despedí de don Gregorio y, abrigado hasta las orejas, abandoné yo también la iglesia. No sé por qué, pero en lugar de ir directamente a mi casa, eché por el camino del cementerio. Como era noche cerrada y sin luna, cuando llegue frente a la puerta no me atreví a entrar dentro. Desde fuera, como si estuviera convencido de que mi madre me acompañaba, le dije en voz alta y con aire familiar: —¡Ya ve, madre, cómo pasa el tiempo! Casi sin enterarme y ya soy seminarista, y como aquel que dice, en un santiamén me verá usted diciendo la Misa del Gallo en la iglesia del pueblo. Reconfortado por la doble grata impresión: la de Inés y la de aquella conversación con mi difunta madre, me recogí en mi casa con la sensación de haber asistido a la eucaristía más emotiva y solemne de cuantas había vivido, incluso de las que llegara a celebrar por mí mismo en el futuro. Pasé la Navidad sólo en mi casa, reconfortado únicamente por mi libro de salmos. Juan Valiente me trajo algo de comer y algunos dulces y se excusó por no invitarme a su casa, pero sus Navidades no eran más felices que las mías, pues no sabían nada de los hermanos menores y vivían siempre en vilo, pendientes de las noticias que llegaban de Barcelona de sublevaciones y tomas de pueblos por los anarquistas de la F.A.I. y la C.N.T. El último día del año hubo un nuevo enfrentamiento entre campesinos y la Guardia Civil, cuyo desprestigio y odio estaba creciendo entre los campesinos más pobres y los obreros, víctimas constantes de sus indiscriminadas y violentas represiones. Esta vez fue en la pequeña localidad extremeña de Castilblanco. Estaban allí los campesinos en huelga y debieron producirse los habituales altercados, lo cierto es que cuatro guardias civiles, rodeados y desarmados por los huelguistas, fueron linchados. La represalia no se hizo esperar y el mismo día de Reyes, en Arnedo, localidad riojana, la Guardia Civil abrió fuego contra una manifestación obrera, matando a seis personas, entre las que había cuatro mujeres, además de dejar una treintena de heridos. Por causa de todas estas alarmantes noticias era por lo que Juan Valiente temía, y con razón, por sus hermanos menores, pues la mayoría de estas huelgas las organizaba y promovían los sindicatos anarquistas. Tenía la esperanza de que antes de mi regreso al seminario volviera a encontrarme con la Inés, y de una vez por todas pudiéramos aclarar nuestra situación, siquiera para que regresara con la conciencia tranquila, sabiendo que me había perdonado, pero no fue así. Varias veces bajé al recodo del río, de cuyas márgenes surgían cristalinos tímpanos de hielo, la hierba del prado estaba helada y reseca y los árboles descarnados y adormecidos en su letargo invernal. Nada me recordó aquella noche del equinoccio del verano que, en realidad, ya ni siquiera deseaba recordar. Llegó el día de mi regreso, un lunes de enero tapizado por la escarcha matinal, brumoso y gélido. Quise aprovechar el viaje que hacía cada lunes el carro del leñero del pueblo, que transportaba trocos de encina a Sigüenza, lo que me obligó a madrugar más de lo que hubiera deseado una mañana como aquella. Sobre las nueve escuché las campanillas del carro al detenerse en la puerta de mi casa. Cargué con la maleta, cerré la casa, la eché sobre los fardos de leña, y me senté en la parte de atrás, sobre el borde libre de la plataforma. Arrancó el carretero con un chasquido de látigo, crujió el carro y dando tumbos de un lado para otro, iniciamos el camino hacia Sigüenza. Apenas superamos la ermita del Humilladero, la neblina de la mañana se engulló al pueblo entero, y no se hubiera dicho que allí habían almas vivientes, de no ser por el canto de algún gallo perezoso o las esquilas de las ovejas, que debían de andar ya por el cerro. La marcha era lenta y el movimiento cadencioso, y yo estaba ensimismado contemplando el fascinante espectáculo de aquella fría mañana de enero, cuando el corazón de dio un vuelo al ver a la Inés bajar casi corriendo por el camino, agitando el brazo para que pudiera verla. —¡Andrés, Andrés, espera que tengo algo para ti! —salté del carro, que no detuvo su marcha, y corrí hacia ella sin pensar en nada, porque la emoción de aquella aparición me había conmocionado—. ¡Toma, Andrés, unos bollos caseros para que te los comas en el seminario. Los he hecho yo misma y aún deben de estar calientes! Me entregó un paquete que, en efecto todavía estaba tibio. Yo sonreí feliz pero era incapaz de hablar, porque no sabía qué decir. Ella estaba tan confusa como yo, pero también parecía feliz y aliviada. Nos quedamos parados en medio del camino, rodeados de aquella espectral bruma matinal, ateridos de frío pero con el corazón ardiendo de felicidad. No valía la pena darle explicaciones, y eso después de haber esperado tanto tiempo aquella oportunidad para hacerlo; no podía prometerle nada porque, al menos por el momento, yo era un seminarista y no tenía sentido hablar de amor a una muchacha, aunque ella pudiera estar enamorada. Había que dejar que fuera el destino quien nos diera la respuesta. Me conformaba con su perdón y, al parecer, ella también. —¡Anda, vete ya, Andrés, que el carro del leñero no para! Tardé todavía unos segundos en reaccionar, pero cuando por fin lo hice, la besé en la frente y me apresuré a volver al carro, que ya había andado un buen trecho sin mí. Cuando lo alcancé volví a sentarme de un salto sobre la plataforma y pude ver a Inés, casi ya entre la bruma, parada en el camino, agitando lentamente su brazo despidiéndose de mí. Después, su querida figura se desvaneció entre la bruma, pero mi corazón estaba ardiendo de felicidad y no pude quitármela de la cabeza hasta llegar a la puerta misma del seminario.. CAPÍTULO SÉPTIMO El nuevo paje del obispo Mi estado de ánimo era tan favorable que progresé espectacularmente en mis estudios, sobre todo en lengua latina e historia de la filosofía, que ya empezamos a estudiar a los presocráticos, pero no tanto en teología dogmática. Me atrevía ya a comentar a Parménides, y, de vez en cuando, intercalaba en mi conversación largas parrafadas en latín, lo que molestaba a mis compañeros, que ya me empezaban a considerar como un recomendado del mismo señor obispo, por mis frecuentes ausencias del comedor durante las invitaciones a la casa de los Beltranes. Mis relaciones con esta familia llegaron a tal familiaridad que hasta me tenían reservada mi silla y mi cubierto. Doña Virtudes incluso hacía ya planes para mi futura ordenación, y me sugería la iglesia y la fecha donde debería celebrarla. —Pediremos al señor obispo que te permita celebrar tu primera misa en la catedral, pero en el altar Mayor, no en San Pedro, y si puede ser por la Virgen de agosto, que es cuando más público acude a misa. Tienes que llevar una casulla morada, que da más religiosidad y solemnidad. Los monaguillos que sean seminaristas, no vayan a equivocarse y deslucir la misa. Espero ser yo misma la primera en tomar la comunión de tus propias manos. ¡Será tan emocionante! ¡Ah, pero si me da por llorar, tú no te preocupes, que será del nerviosismo! Yo reía las ocurrencias de la pobre mujer, para quien la vida se resumía a servir a su marido y a Dios, sin estar muy segura de cuál debía ser la prioridad, pues tenía un sentido del matrimonio tan sagrado como si sintiera la voz del mismo Dios en cada orden de su autoritario esposo. En cuanto a las chicas, afortunadamente eran unos años mayores que yo, por lo que no me vieron nunca como candidato a novio. Creo que me consideraban el juguete de su madre, gracias al cual tenía ahora una nueva ocupación y algo más en qué pensar y estar menos pendiente de ellas y de sus secretas correrías por el pueblo. Debían tener algunos mozos enamorados, pero no serían del agrado del padre, porque oficialmente ninguna tenía novio, lo que llenaba de preocupación a la pobre madre. Incluso, no sin cierto embarazo, en alguna ocasión se había atrevido a comentarlo conmigo: —Ya sé, Andresito, que estas cosas no son para comentarlas con un seminarista, pero no sé qué vamos a hacer con las niñas, porque no hay mozos de su alcurnia en el pueblo para que las podamos casar, y los veranos que hemos ido a San Sebastián no aprovechan para echarle el ojo a algún muchacho. ¡No sé lo que va a ser de ellas, pero yo no dejo de rezar, que Dios sabrá lo que las tiene reservado! La verdad es que las chichas carecían de cualquier encanto, no porque fueran feas, sino mal criadas, y, aunque éste no deba ser el comentario de un seminarista, eran todas ellas poco agraciadas con su figura, casi planas y de carnes enjutas. Sólo el rostro, aguilucho pero fino y elegante, una réplica asombrosa de la madre, las salvaba del desastre total. Desgraciadamente esa alegría habitual en doña Virtudes cambiaba radicalmente en nuestros habituales retiros en la biblioteca, mientras se ponía la mesa, donde don Román parecía que fuera un auténtico conspirador, pues no hablaba de otra cosa que de «hacer algo» para terminar con todo el desorden y ambiente de revolución que se vivía en el país. —No es suficiente con deportar a esos agitadores a las Canarias —comentaba con don Gregorio—, tenían que haberlos fusilado, porque no tardarán en regresar y seguir con sus provocaciones, sobre todo esos dos animales medio analfabetos, que no merecen mejor calificativo; ese tal Durruti y el tal Ascaso, que más le cuadraría el nombre de «escaso» por sus limitadas entendederas. ¿Qué tienen que hacer dos emigrantes muertos de hambre provocando a los que les han dado pan y trabajo? ¿Lo ve usted, don Gregorio, como es verdad el dicho de que «por la caridad entra la peste»? Pero esos catalanes también se lo tienen merecido, por avaros y peseteros, ¡y ahora además se proponen romper España! Cuando la conversación llegaba a estos niveles de exaltación y agresividad parecía como si fuera la señal para que el hijo apostillara con una frase contundente, lo que el padre por la razón que fuera no se atrevía a pronunciar. —¡Aquí ya no hay más solución que un buen golpe de fuerza, sin miramientos ni contemplaciones, que ya se ve a dónde llevan las debilidades! Don Gregorio se revolvía incómodo, no porque no compartiera aquellas opiniones, sino tal vez por mi presencia, pues no estaba seguro de cuál era realmente mi punto de vista en todos aquellos conflictos. Yo hacía ver que leía la «Hoja Parroquial», pero en realidad no perdía detalle de aquellas conversaciones, porque quería estar al corriente de los últimos sucesos, sobre todo los que tenían lugar en Cataluña, donde estaban los dos hermanos Valiente. Allí los anarquistas de la C.N.T.-F.A.I. habían llevando a cabo una serie de huelgas revolucionarias en las cuencas mineras del Alto Llobregat, declarando el comunismo libertario en muchos pueblos, que tuvieron que ser sofocadas por el propio Ejército y grupos del antiguo Somatén. Azaña dijo entonces que se trataba de una conspiración dirigida desde el extranjero, sin hacer referencia a la nueva Rusia soviética, pero en la que sin duda estaba pensando. Más tarde fueron los trabajadores del ferrocarril Zamora-La Coruña, que al suspenderse las obras fueron a la huelga, y otra vez la Guardia Civil dejó su reguero de muertos y heridos. Pero esta vez, y, aunque la «Hoja Parroquial» lo silenciara, fue un sacerdote quien denunció en las mismas Cortes la crueldad de la represión: «En las calles de Orense —dijo a los diputados— la Guardia Civil hizo fuego sobre el pueblo. Y lo hizo una y otra vez, cayendo ensangrentadas siete personas; y el furor ciego con que se produjo la represión da idea que entre estas personas hay una mujer y un niño». Pero eran ya tan frecuentes este tipo de sucesos que parecía como si el país se hubiera hecho a la idea y apenas si duraba las conmoción un par de días, para olvidarse después del luctuoso suceso. No obstante la tensión creció a medida que se aproximaban las celebraciones del primer aniversario de la proclamación de la República, pues el país estaba dividido por los resultados, sobre todo los anarquistas y los conservadores. Los primeros porque no se había aprobado todavía la ley de la Reforma agraria, y los segundos porque estaban decididos a que no llegara a aprobarse nunca. A pesar de ser declarada fiesta nacional, a los seminaristas no se nos permitió ningún tipo de celebración, pero se suspendieron las clases y pasamos la mayor parte del día jugando al fútbol, rezando o echando algunas manos a las cartas a escondidas en los dormitorios. Desde mi ventana vi pasar varias veces una charanga desangelada, seguida de los habituales chiquillos, molestando a los músicos con sus inevitables perrerías, pero pocos adultos. De todas formas el día amaneció lluvioso y desapacible, lo que colaboró al deslucimiento de la fiesta. Por la noche se escucharon algunos cohetes y después supe que se produjo una pelea en el baile popular que se había organizado en la alameda, a causa, una vez más, del himno de Riego, en la que, como ya era habitual, estuvo envuelto el hijo de los Beltranes y su camarilla de peones, o mejor diría, de matones. Después del accidente al Romanín le había quedado una ligera cojera, ya fuera por causa psicológica o real, pero esa cojera aumentó su furia contra cualquiera que se manifestara a favor la República, la democracia o de las izquierdas en general. Llegó a crear cierta psicosis de terror entre los sindicalistas de la Casa del Pueblo de Sigüenza, y todavía le tenía más ojeriza a la familia Valiente. A mí seguía tratándome con recelo y no desaprovechaba cualquier oportunidad para humillarme o recordarme mi origen campesino. Lo que más le irritaba era el desmesurado afecto que me tenía su madre, fuera por celos o por la razón que fuera. En cierta ocasión no pudo evitar poner las cosas en su lugar y advertirme sobre los riesgos que corría en esa casa: —No se es persona de orden sólo por ser cura, que eso se lleva en la sangre y hay que mamarlo, conque no te vayas a creer que eres ya uno de los nuestros. ¡Ya veremos cuando llegue la hora de qué lado estás y si eres tan beato como cree mi madre! La advertencia estaba clara y no requería más precisiones, porque el Romanín nunca creyó en mi transfiguración y me consideraba un auténtico lobo con piel de cordero, es decir, un «rojo» camuflado de seminarista. Llegó el primero de mayo y con la excusa de visitar a mi padre en el asilo pude tomarme el día libre, y, después de la visita, pasar el resto del día en el pueblo. El «Tejero» aprovechó la ocasión para inaugurar la primera escuela pública en la historia de nuestro pueblo. La maestra del nuevo colegio hizo un largo y detallado discurso, enumerando las ventajas de la educación, pero los campesinos, que en su mayoría utilizaban a sus hijos en las labores del campo, no quedaron muy convencidos. —¡Dígame usted, señorita, para qué les sirven las letras a los mozos si aquí no tenemos más que tierra pa’sembar y ovejas pa’cuidar! Eso en la capital a lo mejor tiene apaño, pero aquí, en el campo, na de na; ¡y se lo digo con todo el respeto y educación! La maestra, contrariada pero sin perder la compostura trataba de encontrar argumentos convincentes, pero la verdad era que no parecía estar preparada para este tipo de objeciones, y les replicó con lo primero que se le ocurrió: —¡Hasta para la siembra y el pastoreo es necesaria la cultura; que el saber no ocupa lugar y siempre aprovecha! —pero los campesinos no parecían convencidos y la maestra terminó por concluir su charla recordando algunas glorias nacionales que había surgido de pueblos como aquel—. ¡También fueron hijos de un pueblo como éste grandes glorias nacionales, como don Gregorio Marañón! —¿Quién es ese señor, señorita; es un torero o un tramoyista? —replicaban en tono jocoso, cansados ya de discursos y pidiendo que comenzara el baile y la fiesta. Como la U.G.T. tenía la consigna de convertir el día en una fiesta familiar y evitar manifestaciones políticas, este año el «Tejero» no hizo ningún discurso. La fiesta fue como la del año anterior; con los mismos músicos; los mismos mantecados y hasta el mismo vino aguado. Una vez más, al no haber procesión, a los del pueblo no les supo realmente a celebración, y se recogieron temprano. No sucedió lo mismo en la capital, y en otras ciudades de España, donde el día terminó con graves alteraciones del orden público. Pero esta vez se notó que las reprimía el nuevo cuerpo republicano de la Guardia de Asalto, porque la de Madrid, muy numerosa, se disolvió en la Puerta del Sol sin víctimas. No ocurrió lo mismo en Sevilla, donde intervino el Ejército, algo que ya empezaba a ser frecuente, y cayeron muertos dos obreros. Casi sin darme cuenta llegaron los primeros exámenes, pero no me inquietaron en absoluto, pues mi nivel sobrepasaba ya con mucho el propuesto por el programa del primera año de diaconato, sobre todo en lenguas, tanto castellana como latín, porque parecía como si en lugar de estudiar para cura lo hiciera para escritor, que tampoco se me daban mal las redacciones, lástima que la mayoría no fueran libres, sino sobre temas religiosos, como pasajes de la Biblia o vida de santos. Pero lo que en realidad sucedía era que, tal y como reza el dicho, «en el país de los ciegos, los tuertos son los reyes», porque el nivel medio de los seminaristas era tan bajo, y progresaban tan lentamente en los estudios, que se rebajaron considerablemente las exigencias de los cuestionarios. Así es que pasé los exámenes con mayoría de sobresalientes, excepto en materias como «Teología dogmática» y «Antiguo Testamento», más por estar en desacuerdo que por desconocer las materias. —¡Si no te conociera diría que has copiado en los exámenes! — me comentó don Gregorio cuando tuvo los resultados. Después me miró con su habitual recelo hacia mí, hizo un extraño gesto, como si le costara lo que me iba a decir a continuación, y prosiguió—.¡Anda, prepárate que el obispo en persona quiere hablar contigo! Me quedé mudo y desconcertado porque esperaba una explicación de aquel inesperado interés por mí del obispo, que no conocía sino por haberle besado, como es de rigor, varias veces el anillo, al encontrarnos en el seminario o en la capilla. Don Gregorio lo entendió y mascullando más que hablando, me la dio: —¡Está buscando un paje para el año que viene y, por lo que sea, se ha fijado en ti! ¡Seguro que en esto está la mano de don Román o de doña Virtudes! Seguí al párroco hasta las dependencias del palacio episcopal, que se comunicaban con las del seminario. Subimos al primer piso, rodeando el claustro porticado, de estilo barroco, como eran la mayoría de los edificios de uso religioso de la ciudad, excepto la catedral y las iglesias, que las había incluso románicas, y nos detuvimos ante una gran puerta emplomada con cristalerías decorativas, representando imágenes de dos santos, tal vez los evangelistas San Juan y San Pablo. Don Gregorio golpeó levemente la cristalera e inmediatamente nos abrió el ama del obispo, una mujer de avanzada edad con una cofia blanca cubriendo un pelo ya canoso y vestida hasta los tobillos con un hábito religioso, sujeto con una cilicio morado, rematado en dos borlas, de las que pendía un rosario nacarado. —Pase, don Gregorio, que el obispo ya les está esperando. Pero el obispo salió a nuestro encuentro y él mismo nos invitó a que le acompañáramos a su despacho. Era una gran sala artesonada, de cuyas paredes pendían numerosos cuadros de temas religiosos, en su mayoría escenas bíblicas y martirios de santos. Una gran lámpara de cristal tallado pendía del centro del artesonado y dos gruesas cortinas de terciopelo, de color púrpura, protegían la inmensa estancia de la luz del día, dándole al conjunto el aspecto de recogimiento que se espera del lugar de trabajo de un prelado. —¿De modo que tú eres Andrés Lafuente? —me preguntó el obispo, al tiempo que me ofrecía su anillo para que lo besara. Yo lo besé y asentí con la cabeza. Don Gregorio le entregó mi libreta de notas, la ojeó rápidamente y poniéndome su mano sobre el hombre, me preconizó— ¡Si sigues así no me extrañaría que llagases a cardenal! Cuando vuelvas de las vacaciones serás mi nuevo paje. Ahora vete con Dios, reza mucho para que se refuerce tu fe, ¡y procura no olvidarte de que has sido elegido por Dios para el sacerdocio y evita todas las tentaciones de pecado! Me dio su bendición y finalizó aquella breve entrevista, en la que fui nombrado para un cargo para el que no influyeron mis buenas notas, sino la oportuna recomendación de la bondadosa doña Virtudes, que, al parecer, no se conformaba ya con verme ordenado sacerdote, sino en la Curia Romana; tal debía ser su secreta ambición. La «Sanjurjada» Mi regreso al pueblo estaba lleno de sentimientos confusos, no sólo porque tendría que aprender a convivir con la presencia de Inés como buenos amigos y evitar toda debilidad, sino porque no había nada en él que requiriera mi presencia o en lo que me pudiera ocupar. Así, me encontré sólo en mi vieja casa, sin ni siquiera tener el consuelo de la compañía que en otro tiempo me hicieran los animales del corral. Del gato, un viejo macho territorial y poco dado a nuevos domicilios, no sabíamos su paradero, tal vez ya estaría muerto o devorado por alguna alimaña. En cuanto a mi perra, se hizo cargo de ella del Juan, pero no volvió a salir al monte con las ovejas, pues la familia Valiente, tras las huida de los hermanos menores, había vendido todo su rebaño al no tener quien lo cuidara. Cuando el mismo día de mi llegada fui a visitar a la familia, el pobre animal salió a mi encuentro y me reconoció apenas verme, y por sus ladridos de alegría parecía pedirme que la sacara otra vez al monte, porque añoraba a sus ovejas y ¡quién sabe si también el sonido desafinado de mi flauta! Inés, advertida por los ladridos de la perra, salió también a recibirme, pero una vez más no sabíamos cuál debía ser nuestro comportamiento, y esta vez ni siquiera me atreví a besarla en la frente y tan solo la estreché la mano, pero incluso sin mostrar demasiado entusiasmo. Era como si inconscientemente recordara las últimas palabras del obispo de evitar toda tentación, y esa era la más peligrosa de todas. —¡No tienes buen color, Andrés!, ¿es que no te da el sol en el seminario? —me dijo, haciendo un esfuerzo por aparentar normalidad y ocultar sus sentimientos, porque deduje por su titubeante mirada, entre triste e ilusionada, que se alegraba de volverme a ver—. Bueno, no te preocupes, ¡que aquí lo cogerás otra vez! Permanecimos unos instantes en silencio, indecisos, sin saber de qué hablar. Entonces tuve la ocurrencia de ofrecerme para ayudarles en las labores de la siega de aquel año. Después de todo, en algo debía ocupar mi tiempo, además de que sería un buen ejercicio tras la inactividad del seminario. —¿Puedo ayudaros en las labores de la siega? —¿Tú? Pero, ¿qué sabes tú de segar? —¡Lo aprenderé, que ya va siendo hora de hacerlo! —Habla con el Juan, y lo que él decida. La verdad es que brazos nos faltan, porque mis hermanos menores no piensan volver ya por el pueblo. ¡Sabe Dios en qué andarán metidos! Gracias a las chapuzas del Juan, que si no hasta yo tendría que meterme al servicio o pasaríamos hambre en esta casa. En efecto, Juan Valiente tuvo que hacer de albañil ocasional, y se hizo cargo de algunas de las obras «públicas» llevadas a cabo por el nuevo ayuntamiento socialista, como la construcción de la nueva escuela, la nueva pavimentación de la plaza Mayor y algunas de las calles más importantes, además de las primeras obras para traer el agua potable al pueblo, con la construcción de un depósito de agua en la ladera junto al cementerio. Por tanto, no le faltaba trabajo, lo que le animó a hacer planes para su futuro. —¿Cuántos años tardarás en ser cura? —me preguntó un día el Juan con cierto aire de misterio. —Siete, aunque a lo mejor podrían ser seis, depende… —¡Mucho tiempo es ése; no podemos esperar tanto! —¿Qué misterio ese éste, Juan? ¿Para qué quieres que me haga ya cura? —Es que… ¡estoy pensando en casarme, Andrés!, ¿y quién mejor que tú para bendecirnos? Llegó el mes de julio y el valle del Henares se convirtió en un mar dorado de espigas maduras y pesadas, que se agitaban armoniosamente empujadas por una brisa asfixiante y reseca, lo que provocaba el prematuro agostamiento de los pocos pastos que quedaban en los montes, y se metía en la garganta, provocando un resecor que sólo se aliviaba con el agua que seguía brotando fresca y clara de las fuentes de las laderas de umbría, rematadas en bebederos para el sediento ganado. Ya estaba todo acordado y yo había hecho mis primeras prácticas con la hoz, y tras algún que otro traspiés y desatino, llegué a convertirme en un segador de buenas trazas, pero no aguantaba más de dos o tres haces de mies sin descansar y beber un buen trago de agua. Inés no me perdía de vista ni un instante, como si viviera pendiente de mis necesidades y no estuviera más que para satisfacerlas. Estábamos ya de lleno en la labor de la siega cuando una mañana vimos subir por el camino polvoriento el coche del Romanín, que ya era de sobra conocido en toda la comarca, a la que no dejaba de provocar por unas u otra razón. Yo me alarmé, porque Juan Valiente no estaba ya para soportar más provocaciones después de lo que sus hermanos. El coche se detuvo frente a donde estábamos segando, descendió el Romanín, seguido de dos de sus peones, y dirigiéndose a mí, me gritó: —¡Eh, curilla!, ¿has cambiado ya el devocionario por la hoz? ¡Ahora sólo te falta el martillo! Yo dejé de segar, le pedí al Juan que no interviniera porque yo sabría como deshacerme de él y evitar sus provocaciones. Cuando estuvo casi a mi lado, y antes de que pudiera decir nada, volvió a comentar con tono sarcástico y despectivo: —¡Al final, va a ser verdad la coplilla esa que cantan por ahí! Comprendí la alusión y la sangre me subió a la cabeza, pero hice un esfuerzo sobrehumano para mantener la calma y no lanzarme sobre él y derribarle de un puñetazo. Pausadamente, y midiendo bien mis palabras, le contesté: —De mí puedes decir lo que sea, que poco me importa viniendo de ti, pero de esa muchacha ni la mientes, ¡o como que hay Dios que!… —y sin concretar mis amenazas levanté la hoz para que comprendiera mejor el sentido de mi advertencia. —¡Cálmate, curilla, que vengo en son de paz!… ¡Sólo era una broma!… —Pues con ella ¡ni bromas! —Sólo vengo para decirte que mi madre quiere que vengas a casa para el cumpleaños de la Rosarito, que la pobre te ha cogido más cariño que al gato. ¡Claro que en ella no me extraña! —¿Cuándo es el cumpleaños? —le pregunté ya más sereno. —El nueve de agosto. —Dile que estaré allí, si ese es su deseo, pero que no envíe por mí, que ya bajaré por mi propio pie. Sin perder su cínica sonrisa, volvió a entrar en el coche y me entregó un paquete perfectamente envuelto y atado, junto con una botella del vino que solíamos beber en su casa. —Toma, de parte de ella, que debe pensar que andas muerto de hambre y no le debe faltar razón. Acepté el paquete por no desairar a la pobre mujer, que seguro que lo habría hecho con buena voluntad, y el Romanín dio la orden a su chofer de arrancar, alejándose sin que, por suerte, tuviéramos que lamentar aquel nuevo encuentro. Tal y como habíamos acordado, el nueve de agosto me aseé lo mejor que pude y me vestí con el hábito de seminarista, pues doña Virtudes no soportaría verme con ropa seglar. La mañana era fresca y daba gusto andar por el monte. La perra, que durante mi estancia en el pueblo vivía en mi casa, me acompañó un buen trecho, hasta que con gestos que confundieron al pobre animal, la obligué a que regresara al pueblo, lo que hizo a desgana y con resignación. Llegué a la casa de los Beltranes sobre el medio día, cuando ya caía un sol de rigor y se notaba el agobio del hábito, que me hacía sudar por todos los poros de mi cuerpo, y era poco adecuado para aquella época del año. La plaza Mayor estaba a rebosar de gente y caballerías de toda clase, y desprendía un pesado hedor a estiércol recalentado casi insoportable. Entré en el portal de la casa agradeciendo esa peculiaridad de las casas viejas, que como las fuentes, guardan el frescor en verano. La Rosarito fue la primera en recibirme, y sin mediar palabra me rodeó por el cuello y se abrazó a mí, pues realmente me había cogido cariño aquella infeliz criatura. Luego apareció doña Virtudes, que como ya era costumbre me hizo su habitual retahíla de elogios, esta vez complementados por mi buen aspecto, con el rostro curtido por los pasados días de siega al aire libre. Por último, me saludaron las hijas, pero sin demasiado entusiasmo. Como era de esperar, allí estaba también el inevitable don Gregorio, conversando con don Román y el hijo, quienes al verme entrar en el gran salón del comedor interrumpieron lo que parecía ser una apasionante conversación, porque don Román hacía enérgicos gestos con los brazos, —¡Ah, aquí está el Andresito! Anda, ven con los hombres y deja a las mujeres que hagan sus labores ¿Un jerez, como de costumbre? Acepté la bebida porque realmente se había convertido en una costumbre, ya que nunca pude con el coñac, y el vino, que sí era de mi gusto, se reservaba sólo para las comidas. Noté que en mi presencia no prosiguieron con la conversación interrumpida, sino que estaban tratando de hilvanar un nuevo tema de conversación. —¡Qué!, ¿cómo están las cosas por el pueblo? —me preguntó don Román sólo por romper el silencio. Por lo que yo me limité a una respuesta de compromiso. —Andan tranquilas, como siempre… Afortunadamente nos interrumpió doña Virtudes, quien me sugirió que me refrescara antes de la comida, porque con aquellos calores debía de agradecerlo. Comimos y bebimos en abundancia, más de la tolerada por mi estómago, hecho a la frugalidad, pero el licor de los postres ayudó a la digestión, mientras la Rosarito con torpeza soplaba las dieciocho velas de la tarta, pero que por su aspecto aniñado parecía incluso más joven que yo. Después de la pesada y larga comida, doña Virtudes organizó la casa para que todos tuviéramos un lecho donde dar una cabezada y hacer la siesta, y a mí me acomodó en la biblioteca. En pocos minutos se hizo un silencio casi sepulcral en toda la casa, sólo se escuchaban la voces del gentío de la plaza, y el rebuzno de algún burro, pero también allí la gente, acomodadas sobre fardos o mantas, a la sombra de los soportales, intentaban hacer la siesta. Finalmente sólo se oía el zumbido de algún moscardón que se había colado por los balcones, donde flotaban los visillos, blancos y livianos, empujados por la brisa que llegaba de la calle, mezclada con el inevitable hedor a estiércol. En medio de aquel casi mágico silencio estival, sonó el teléfono una y otra vez sin que al parecer hubiera nadie dispuesto a descolgarlo. Al cabo de buen rato escuché la voz de don Román, que medio adormilado atendía la llamada. Descolgó y permaneció un buen rato escuchando y, finalmente, mantuvo una breve pero extraña conversación con su interlocutor: —¿Cuándo?... ¿Estas seguro, Fermín?... Y nosotros ¿qué hacemos?... Sí, tengo una, del Somatén… Pero ¿va en serio? ¡Bien, bien… un día u otro tenía que pasar, cuanto antes mejor!... ¿Y si no están con nosotros?... ¡Así lo espero yo también! Del comandante estoy seguro, pero de los otros no sé… ¡pero harán lo que se les manden!... ¡Bueno, enterado, llámame tan pronto como esté confirmado!... ¡Sí, en el sitio acordado! ¡Que Dios nos proteja, Fermín!… ¡Arriba España! Colgó el teléfono y escuché que lanzaba un largo suspiro, como si tratara que aliviarse de la momentánea tensión, producida sin duda por aquella misteriosa llamada. ¡Poco sabía yo que acaba de ser advertido de que se estaba preparando un golpe militar contra la República para esa misma noche! Por la tarde doña Virtudes me rogó que les acompañara en el rezo del rosario, y noté en su expresión como si esperase de aquel rutinario rosario un milagro especial. Sin duda habría sido advertida por su marido del inminente golpe militar y deseaba concentrar toda su devoción en rogar a Dios por el éxito de la descabellada empresa. Yo no pude negarme y aún sugirió que, finalizado el rosario, fuéramos todos a la catedral, porque deseaba encender algunas velas a varios santos de su devoción, según ella para que protegieran a la pobre Rosarito con motivo de su cumpleaños. Como después de tan variado programa religioso se hizo ya bastante tarde, doña Virtudes insistió en que no regresara al pueblo y que me quedara dormir por aquella noche en su casa. Lo que en realidad quería evitar era que me cogiera la sublevación en el pueblo, porque como seguramente su esposo la daba ya por vencida, estaría más seguro en la casa de un notable, confabulado con la sublevación. Yo era incapaz de negarme a los ruegos de esta buena mujer, así es que accedí y me prepararon una habitación en la buhardilla, un lugar reservado habitualmente para huéspedes que no eran de la familia. Dieron las doce en el reloj de la catedral y volvió a sonar el teléfono en la planta baja, pero esta vez fui incapaz de escuchar la conversación, que fue breve. Yo intuía que en la casa sucedía algo fuera lo normal, pero por nada del mundo podía imaginar que pasaría la noche en el domicilio de un conspirador contra la República. Escuché dar las dos de la madrugada y seguía habiendo luz en las habitaciones del piso de abajo. Como todo estaba en silencio, se escuchaba el rumor de una radio, pero sólo radiaba música, tal vez peticiones del oyente, habituales a esas altas horas de la madrugada. Estaba ya casi adormilado, a pesar de que me esforzaba por permanecer en vela, pues era evidente que estaba sucediendo algo grave y fuera de lo normal, cuando volvió a sonar el teléfono y escuché el precipitado paso de don Román, que tropezó con varios muebles antes de descolgarlo, y sólo puede escuchar un fragmento de su conversación: «¡La hemos cagado!, ¿no es verdad, Fermín?». Apenas unos instantes después llegaba un griterío de la plaza, donde se estaban concentrando gran número de personas, que gritaban consignas como «¡Viva la República!» o «¡Muerte a los fascistas!». Asustado, me levanté apresuradamente, me vestí y bajé a tientas hasta el salón, donde don Román y su hijo estaban sentados a oscuras, en la parte opuesta al balcón, empuñando dos pistolas con síntomas de ansiedad y nerviosismo. —¿Dónde vas tú ahora? ¡Apártate del balcón que puede haber una desgracia! —casi me gritaron. —Pero ¿qué ha sucedido? —les pregunté desconcertado. —¡He dicho que te vuelvas a donde estabas! —me ordenó autoritario don Román, fuera de sí, haciendo gestos airados con la mano que sujetaba la pistola—. ¡Lo mejor es que te vayas de esta casa, y cuanto antes, que no queremos más líos de los que ya tenemos! No sé por qué, pero tuve la inspiración de seguir su consejo. Bajé precipitadamente las escaleras, y cuando llegué a la puerta el chofer de los Beltranes me detuvo casi con violencia. —¡Dónde vas, desgraciado; esta puerta no se abre! Si te quieres esconder, sal por el patio y salta la tapia, que eres joven para hacerlo. Pero, ¡mejor que no salgas a la calle con esos hábitos! ¡Si será ignorante el curilla! Seguía sin saber lo que estaba sucediendo, pero acepté sus consejos. Sin embargo en lugar de saltar la tapia, me escondí detrás de unos matorrales que estaban en total penumbra a la espera de acontecimientos. Fueron unos minutos angustiosos, escuché el llanto histérico de las hijas de don Román y las quejas de la pobre mujer: «¡Ya sabía yo que la política nos traería algún día una desgracia, Román!». El griterío seguía aumentando en la plaza y escuché que golpeaban la puerta de la casa de los Beltranes, al tiempo que se gritaban acusaciones como: «¡Éste es uno de ellos, fuego a la casa!», pero inmediatamente alguien trataba me calmar los ánimos: «¡Mejor lo llevamos detenido, y que se le haga un castigo ejemplar, para que se les quite las veleidades a todos los fachas del pueblo!». En medio de aquel confuso griterío escuché el galope de varios caballos resonar contra el empedrado, varias detonaciones y la voz chillona de alguien que debía ser el comandante de la Guardia Civil que gritaba a los congregados: «¡A despejar, a despejar o abrimos fuego!». Y las violentas réplicas: «¿De qué parte estáis, del pueblo o de los fascistas?». A lo que replicaba la voz chillona y destemplada: «Estamos del lado del orden, conque, ¡a despejar he dicho! !Todo el mundo a sus casas, que aquí no ha pasado nada ni nadie se ha sublevado!». Por suerte para la familia los guardias civiles consiguieron intimidar a los enardecidos manifestantes y a regañadientes se fueron retirando, aunque aún estuvieron dando gritos a favor de la República y contra los militares golpistas y los fascistas hasta que despejaron completamente la plaza. Cuando comprendí que había vuelto la calma salí de mi escondite, pero no sabía qué hacer, porque seguía sin saber lo que había ocurrido. Conseguí que el chofer me abriera la puerta y tan rápido como pude me volví al pueblo. Llegué casi sin aliento y para mi sorpresa también allí había revuelo, sobre todo en torno a la Casa del Pueblo. Algo temeroso por el hábito de seminarista me atreví a entrar en el local, esperando que estuviera allí el Juan y me explicara de una vez a qué se debía todo aquel revuelo. Al verme entrar me miraron con cierto recelo, pero mi firme decisión y coraje de presentarme en la Casa del Pueblo en una noche tan crispada, calmó los ánimos. Por fin el Juan me puso al corriente y yo no salía de mi asombro. —¡Los militares están dando un golpe de Estado, pero en Madrid parece que han fracasado! Les han parado los pies los guardias de asalto, y el propio Azaña los estaba esperando en el ministerio de la Guerra. ¡Es otra vez ese general malnacido de Cavalcanti! Pero parece que hay muchos más en el complot. La radio dice que ya hay muertos y que han detenido un general. Lo peor se espera en Sevilla, donde se dirige Sanjurjo, que es quien ha promovido el golpe. ¡Otro que hace tiempo debía estar ya retirado del Ejército! ¡Si se hace con la ciudad, igual se sublevan otros generales y se acabó la República! Pasamos la noche pegados a la radio, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar. Al amanecer escuchamos que el general Sanjurjo había conseguido sublevar toda la guarnición de Sevilla y se dirigía al aeropuerto de Tablada para sublevarlo también y contar con la aviación que había allí estacionada. Una hora después dijeron que habían fracasado porque los soldados y mecánicos les plantaron cara y les obligaron a volver a los cuarteles de Sevilla. Ya entrada la mañana empezamos a tranquilizarnos, pues la radio informaba de que el propio Azaña había despachado con Alcalá Zamora, que estaba de vacaciones en La Granja, para informarle que el golpe había fracasado y que el general Sanjurjo estaba rodeado y neutralizado. —¡Por esta vez la República se salva, pero si no se dá un castigo ejemplar a estos militares, la próxima no tendremos tanta suerte! —comentó Juan, cuando ya agotados pero relajados y hasta felices, nos retiramos a nuestras casas. Aquel fue, sin duda, un aviso que terminó sin apenas derramamiento de sangre, pero estaba claro que cada día que pasaba la República acumulaba más enemigos, tanto por un lado como por el otro, que parecía que a todos pretendía, ¡pero nadie la correspondía! CAPÍTULO OCTAVO La Reforma agraria Tras los graves sucesos de agosto mis relaciones con la familia Beltrán sufrieron un brusco cambio y me crearon un verdadero problema de conciencia, pues al parecer yo era el único testigo que podía acusar a don Román de formar parte de la conspiración. Pasé varios días angustiado debatiéndome entre mi sentido de la justicia y de la caridad, pues en el fondo apreciaba a doña Virtudes, a quien no creía responsable de las posiciones políticas extremistas del marido. También pensaba en la pobre Rosarito, sin duda la más inocente, y en las chicas que, aunque mal criadas, tampoco merecían pagar por la intolerancia y despotismo del padre. Sin duda que lo hubiera denunciado de no haber tenido que pagar las consecuencias más que padre e hijo, que merecían un castigo ejemplar, pero finalmente pudo más mi sentimiento de caridad y decidí no denunciarlos. Tal vez por ello, y contrariamente a lo que yo esperaba, extremaron los detalles conmigo, pensando sin duda que era de los suyos, y no pasaba semana que no recibiera algún regalo, en dinero o en alimentos. Naturalmente que yo los rechazaba amablemente y conseguí que dejaran de sobornarme, lo que interpretaron como una prueba de integridad personal, propia ya de un candidato a la santidad. Sin embargo suspendí completamente las cenas y otros encuentros de ambiente familiar y me limité a aquellos que resultaban inevitables, como algunas misas que doña Virtudes había encargado para dar gracias por haber salido de la sublevación frustrada sin mayores consecuencias para su familia. En septiembre reanudé mi formación eclesiástica con la nueva responsabilidad de ser el paje del obispo, que en realidad se trataba más del chico de los recados, porque en lo esencial las tareas de responsabilidad las hacían entre su ama y su secretario. De manera que a la tarea propia de seminario se me unía ahora la de mandadero del palacio episcopal, lo que no resultó para mí ninguna ventaja, pues mi relación con el prelado no fue nunca de confianza, sino que me trataba como un auténtico subordinado. Mi regreso al seminario coincidió con la aprobación del nuevo Estatuto para Cataluña, una aspiración que los catalanes veían culminada tras siglos de intolerancia centralista y que hizo exclamar a Campanys, quien sería presidente de las primeras Cortes catalanas, un sentido «¡Viva nuestra España¡». Naturalmente que la concesión de esta autonomía —la vasca no progresaría por las diferencias entre los alaveses, navarros y el resto de sus provincias—, no sentó nada bien a los conservadores, que en su mayoría habían mudado de objetivos políticos tras el fracaso del golpe. Ahora estaban dejando de ser monárquicos para ser simplemente «católicos e imperialistas», una mezcla entre las dos grandes tradiciones históricas de los españoles, que ellos consideraban como las dos esencias mismas de la españolidad; es decir, el catolicismo fundamentalista y el ancestral y fenecido imperialismo español. Pero el suceso más notable fue sin duda la aprobación de la polémica y tardía ley de la Reforma agraria. A mi entender era evidente que la ley había sido aprobaba con la precipitación de última hora, debido sobre todo a la advertencia del frustrado golpe militar, pero resultó ser un instrumento demasiado burocratizado y de difícil ejecución. Por no decir que en lo esencial, es decir, los créditos necesarios para los nuevos asentamientos dependían de la voluntad de una docena de familias, una oligarquía difícil de apartar del poder, formada por nobles como los duques de Alba y del Infantado, los marqueses de Urquijo y de Aledo, o los Garriga, Martínez Campos, etc., que controlaban el consejo de administración del nuevo «Banco Agrario Nacional». Fue una ley que no tuvo en cuenta la realidad imperiosa de la gente, especialmente en Andalucía y en Extremadura, que estaban ya prácticamente y como aquel que dice acampados a las puertas de las grandes fincas, sin que estuvieran en condiciones por sí mismos de iniciar las complejas tramitaciones para hacerse con la tierra deseada. Pero tampoco tenía en cuenta la situación de los minifundios, además fragmentados en varias parcelas separadas entre sí, que se daban en nuestra tierra, por lo que cada campesino tenía que desplazarse kilómetros para ir de un pedazo de tierra a otro para poder cosechar lo mínimo necesario para su supervivencia. Por último, estaba la inoperancia del propio organismo creado para tal fin, como era el «Instituto de la Reforma Agraria», que, como todos los negociados del Estado, todavía estaba en manos de funcionarios del antiguo régimen, que no habían sido todavía depurados ni renovados, y, por si fuera poco, solían estar al frente de cargos de compromiso, fruto de acuerdos entre formaciones políticas y no por méritos propios. Creo que los campesinos afectados comprendieron pronto esta realidad y no esperaron ya nada que no fuera fruto de su propia iniciativa. De esta manera la C.N.T., totalmente influida por la F.A.I., decidiría pasar a la acción y dar por terminada cualquier colaboración con la República para que se cumplieran sus aspiraciones, y desde el mismo 15 de septiembre iniciaría lo que ellos llamaban como una «gimnasia revolucionaria» necesaria para llevar a cabo la revolución total; es decir, pasaron a la acción directa, ocupando tierras, aldeas y pueblos enteros, donde inmediatamente proclamaban el «comunismo libertario». Concepción política ambigua y sin una ortodoxia definida, que consistía esencialmente en tomar posesión de todo, tierras, casas y ganado, por no decir también de las personas, y practicar una política asamblearia, que discutía en acalorados y largos debates cada uno de los aspectos concurrentes, desde el reparto de la tierra hasta la tolerancia por el amor libre, idea impracticable en la vida real pero que siempre surgía como la primera de las iniciativas revolucionarias, y cuyas decisiones mayoritarias eran acatadas casi con religiosidad, pues era la esencia misma del sistema. En nuestra comarca la reforma apenas tuvo resonancia ni efecto práctico alguno, ya que las tierras de labor, como he dicho, estaban repartidas en minifundios y los terratenientes eran dueños, sobre todo de grandes cotos de caza, donde no había posibilidad alguna de sembrar cereal y apenas si eran válidos para el pastoreo. Tan sólo eran buenos para las abejas, por la abundancia de tomillo, espliego o romero. Como ya había sido tolerada mi presencia entre la gente que solía acudir a la Casa del Pueblo, no perdía oportunidad de escuchar los comentarios y opiniones de los propios campesinos, pues algo me decía que un cura debía interesarse, no sólo por los asuntos propios de la religión, sino de la sociedad en general. Por eso, antes de volver al seminario, acudí a cuantas reuniones se hicieron para comentar la ley. —¡Más que una reforma agraria, parece una reforma «agriada», porque, en lugar de contentar a quien debía, lo ha contrariado. Y a nosotros ni nos va ni nos viene, porque aquí lo que faltan no son tierras, sino maquinaria y mejores precios para el grano, que si sigue a la baja no tendremos ni pan que llevarnos a la boca. Comentaba Juan Valiente a la gente que se reunía en la Casa del Pueblo para explicar esta nueva ley. —¡Hecha la ley, hecha la trampa! —comentaban otros—. Dime tú si no eres de leyes como entender toda esa jerga burocrática para acogerse a la ley. Aquí no hay más remedio que tirar pa’lante y a la brava, después que los políticos se las arreglen y hagan la ley que mejor cuadre a lo consumado. —¡Ves con ese cuento a la Guardia Civil! Que parece que tuvieran el deporte de tirar al campesino y al obrero, porque no hay día que no caiga uno muerto o herido. Ese era el sentir de los propios afectados. Pero, a decir verdad, eran muy pocos en el pueblo los que realmente se interesaban por el tema, y a las reuniones asistían siempre el mismo grupo de gente, peones y jóvenes desocupados por lo general, pero ningún cabeza de familia, temeroso de que su presencia en aquel lugar pudiera acarrearle problemas o represalias por parte de quienes compraban su escasa cosecha, les concedían créditos usureros para solucionar sus urgencias, adquirir nuevo ganado o cubrir las pérdidas por pestes o epidemias, frecuentes por aquel tiempo en el insalubre ambiente del campesinado, donde las diarreas estivales mataban más niños que la tuberculosis. Por si el descontento entre el campesinado no fuera ya de por sí grave, surgió el problema de las minas de carbón de Asturias, porque las importaciones de carbón inglés había provocado una drástica rebaja de los precios y no era posible vender toda la producción, lo que sirvió de excusa a los propietarios para despedir cientos de mineros. Finalmente, la U.G.T., que era mayoritaria en las cuencas mineras, empezó a preparar su primera huelga general revolucionaria de importancia, movilizando a casi treinta mil mineros. En este tenso ambiente la convivencia se enrareció hasta hacerse asfixiante. Ya nadie confiaba en nadie y temían dar su opinión sobre los sucesos, pues ya era evidente que los golpistas lo volverían a intentar y nadie estaba ya seguro de que la próxima vez el Gobierno estuviera en condiciones de evitarlo. Pero, además, en el pueblo, tal vez influenciados por la exageración y deformación de los sucesos protagonizados por los anarquistas, la opinión general era cada día más favorable a poner término a todos esos desmanes con «mano dura», es decir, que eran cada vez más favorable a una solución militar o, cuando menos, del regreso de una dictadura o régimen que ya se empezaba a popularizar entre los medios campesinos más conservadores, como era el de un «fascismo a la española», más o menos teorizado por gente radical, como el joven abogado vallisoletano Onésimo Redondo, que formaban el ideario de su nueva «Junta Castellana de Actuación Hispánica», largo nombre para resumirlo en el nuevo fascismo español. El movimiento tuvo su medio de expresión en «La Gaceta Literaria», una cabecera para una revista tan poco literaria, además de otros grupillos más o menos fascistas, como los «Legionarios» de Albiñana, y otras publicaciones panfletarias, como la de Ramiro de Ledesma Ramos, «La conquista del Estado», creador, a su vez, de otro grupúsculo proclive a ensalzar la política militarista de Hitler en Alemania y de Mussolini en Italia, como eran las «Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista». Todos ellos representaban el ideario simplista de una España católica e imperialista, sin entrar en demasiados detalles, por considerar estas dos ideas como lo esencial de la españolidad, perdida con la República por culpa de las ideas liberales que había traído a España la masonería. Ya ni siquiera veían a los Borbones suficientemente españoles como para apoyar una posible reinstauración. Para estos movimientos ya sólo un «jefe» indiscutido y con poderes absolutos, apoyado por una gran fuerza política inequívocamente nacionalista, podía traer de nuevo la unidad e integridad espiritual al país, tal y como había sucedido en Alemania e Italia. Lo malo era que todos ellos se veían a sí mismos como ese «jefe»; todos menos quien finalmente se hizo con la dirección del movimiento, el hijo mayor del ex dictador Primo de Rivera, José Antonio. El atentado a la Casa del Pueblo Al menos el fracaso de la «Sanjurjada» rebajó bastante los humos de don Román, de su hijo y de su camarilla, que, no obstante, se volvieron mucho más rencorosos y vengativos, y no perdían la mínima oportunidad de vengarse de la afrenta como mejor sabían hacerlo, con nuevos y más escandalosos negocios de usura y despidiendo sin indemnización ni explicación alguna a cualquiera de sus empleados que mostrara la mínima inclinación hacia las ideas de izquierda o simplemente republicanas. Éste fue el caso los dos guardas jurados que tenía don Román en el coto del pueblo, un tal Dionisio y su hijo mayor, padre de familia numerosa, como lo eran la mayoría de los campesinos, que completaba la miseria de su sueldo con algún que otro conejo, perdiz o codorniz que cazada a escondidas en el mismo coto que guardaba. El conflicto surgió porque el Dionisio, que fue de los primeros en apuntarse a las clases de alfabetización de la Inés, no fue capaz de dar con los cazadores furtivos que con lazos y trampas ya habían cobrado a más de un jabalí, en su mayoría jabatos, con poca experiencia sobre trampas y engaños. Don Román, enfurecido, despidió al pobre hombre y al hijo, que no sabían hacer otra cosa que andar todo el día por el monte. Acudieron a la Casa del Pueblo para saber si tenían algún derecho y el abogado asesor planteó un juicio por despido improcedente. El juicio lo ganó el Dionisio, quien recibió una considerable indemnización, porque don Román se negaba a readmitirlo. Esto fue lo que marcó el comienzo de una auténtica guerra contra la Casa del Pueblo y, en especial, contra Juan Valiente, que por entonces seguía siendo su presidente. El primer suceso de gravedad ocurrió la víspera de todos los Santos. Este año rehusé la invitación de los Beltranes porque deseaba pasar la jornada con mi gente y acudir al cementerio del pueblo, pues había conseguido convencer a mi padre que comprásemos una nueva lápida para el nicho de mi madre, que la que había apenas si era ya legible y el retrato había sido atacado por la humedad y daba pena verlo. Como no podía acarrear yo solo la pesada lápida fui en busca de Juan Valiente, para que me ayudara a trasportarla. No estaba en su casa, porque aquella noche tenían prevista una reunión en la Casa del Pueblo para discutir la posible reclamación por apropiación indebida de algunas tierras compradas con artimañas y usuras por el propio don Román. Éste debió de enterarse de la reunión y planeo la forma de evitarla, sin pararse a prever las consecuencias. —No está en casa, que anda de reunión en la Casa del Pueblo —me advirtió Inés, con quien había conseguido mantener una relación de amistad sin acritud pero sin darle falsas esperanzas. —¿Qué sabes de tus hermanos? —le pregunté a su vez. Ella hizo un gesto de contrariedad que mostraba a las claras que no estaban contentos con lo que estaba sucediendo. —¡Qué se yo! Lo último que sabemos por un ferroviario amigo es que andan metidos en política y bastante comprometidos. ¡Ya verás como cualquier día nos traen malas noticias! —¡Vamos, mujer, que no son dos chiquillos; ya sabrán ellos cuidarse! —¡Dios te oiga, Andrés!, que a ti te hará más caso que a nosotros que, tal y como están las cosas, ya puede decirse que somos ateos, porque ¡no puede haber Dios si deja que pasen estas cosas! —¡Venga, Inés, que Dios no tiene la culpa de nuestros pecados! —¡Ya hablas como un cura, Andrés! ¡Se nota que te están educando en ese seminario de Sigüenza! —Es que voy para cura, si Dios no lo impide, claro está. —¡Anda, anda; ves con tu Dios, Andrés, que aún encontrarás al Juan disponible para que te ayude con la lápida. Casi siempre acaban nuestros encuentros de aquella misma manera: yo defendiendo incomprensiblemente a un Dios en quien todavía no creía realmente y ella renegando de un Dios que no dejaba de mentar y evocar para cualquier deseo o pensamiento. Sin duda que era una de las más grandes paradojas de nuestras extrañas relaciones. En el fondo Inés era más devota que yo mismo, pero su devoción no llegué a comprenderla hasta muchos años después, cuando ya fue demasiado tarde. Llegué a la Casa del Pueblo cuando todavía no había dado comienzo la reunión y el Juan estaba repasando unos documentos que le había entregado el abogado. Le expliqué el motivo de mi visita y en previsión de que la reunión pudiera alargarse, accedió a acompañarme antes de comienzarla. Cuando salimos nos encontramos con los primeros campesinos interesados en el tema. Juan les pidió que fueran subiendo porque él volvería en unos minutos para dar comienzo la reunión. Cargamos la pesada lápida, que los canteros habían dejado en la puerta de mi casa, y emprendimos el camino del cementerio. Caía ya la noche y se encendieron las pocas farolas que iluminaban las callejuelas del pueblo. Aún quedaba un pálido resplandor rosáceo en el horizonte y sentimos el silbido del tren correo de la tarde, que debía salir en aquellos momentos del túnel de Torralba. En unos minutos lo veríamos aparecer por el valle, pero dada la hora sólo se vería el resplandor de las ventanillas iluminadas en los campos de rastrojo y la columna de vapor hasta deshacerse por el viento y el frescor de la noche. Estábamos ya en la puerta del cementerio, cuando vimos llegar un automóvil por el camino del río, casi al mismo tiempo que aparecía el tren correo por el otro extremo del valle. —¿Quién será a estas horas? —comentó el Juan, sin poder evitar un súbito gesto de preocupación, como si el instinto le dijera que la gente que venía en aquel automóvil no traería buenas intenciones. Dada la oscuridad y el reflejo de los faroles no pudimos saber si era un coche conocido, pero por el pueblo no aparecía otro automóvil que el de don Román, porque el de don Mariano no solía salir del pueblo si no era los días de mercado en Sigüenza. Dejamos la lápida en el suelo y permanecimos en silencio siguiendo el rápido movimiento del coche. Entró a gran velocidad por la plaza Mayor, enfiló por la calle de la Casa de Pueblo, dio un brusco frenazo al llegar ante la puerta, salieron precipitadamente dos personas y vimos como encendían algo que llevaban en las manos y lo arrojaban por la ventana del piso alto de la casa. Escuchamos un sonido seco e inmediatamente surgió una gran llamarada de la ventana. Los agresores ya habían vuelto a entrar en el coche y precipitadamente emprendieron la huida hacia Sigüenza. —¡Dios santo, estos cabrones han incendiado la Casa del Pueblo! —exclamó aterrorizado el Juan. Yo me santigüé instintivamente y antes de que pudiera reaccionar vi al Juan salir corriendo, sendero abajo. Yo le seguí con la misma precipitación tropezando con todo lo que se cruzaba en el camino, por lo que caí en varias ocasiones, pero me volvía a incorporar sin sentir los rasguños y heridas que me había producido en los brazos y rodillas por las caídas. Cuando llegamos, habían salido ya todos los que estaban dentro de la casa en el momento del atentado, pero uno de ellos, un tal Germán, tenía el brazo ennegrecido y la camisa pegada a la carne chamuscada, y se la aguantaba haciendo grandes gestos de dolor. —¿Quién ha sido, Germán? ¿Los habéis podido ver? —preguntaba el Juan a unos y a otros. —¡No lo sabemos, nos han pillado por sorpresa! —¿Cómo tienes el brazo? —le preguntó al Germán. —¡No es mucho, pero duele como si me estuvieran arrancando la piel a tiras! —¿Hay más heridos? —Creo que no, sólo yo estaba en el piso de arriba, cerca de la ventana, los otros estaban todavía abajo, esperando a que llegaras. ¡Gracias a Dios, o a quien sea, que no hemos tenido más desgracias! La gente del pueblo, alarmada por el griterío, pronto acudió y organizamos una cadena con cubos desde la fuente de la plaza. Una hora después el incendio estaba ya sofocado, pero habían ardido todos los documentos, el archivo, el material escolar y, en general, puede decirse que no quedaba nada utilizable dentro de la casa. Lo más lamentable fue que la gente del pueblo, en lugar de sentirlo, creo que se alegraban, porque escuché algunos comentarios como éste: «¡A ver si de una vez se acaba este compromiso, que este lugar no ha traído al pueblo más que sustos y disgustos!». Al día siguiente la gente del pueblo que acudía al cementerio pasaba antes por la Casa del Pueblo, llevando sus modestos ramos de flores, en su mayoría del campo, como cantueso, madreselvas o rododendros, junto con ramilletes de olorosa hierba buena y algunos pocos claveles comprados en Sigüenza. Contemplaban la chamuscada fachada de la Casa del Pueblo y las viejas se santiguaban, como si hubiera sido fulminada por un rayo enviado por el mismo Dios. Lo que en realidad sucedía era que estaban contemplando el primer zarpazo de la violencia política que, a partir de aquel mismo día, se desataría en el pueblo. Sobre las doce del medio día, cuando don Gregorio se disponía a entrar en la iglesia para prepararse para la misa, en la que como ya era habitual yo solía ayudarle, vi el coche del Romanín subir por el camino. Llegó hasta la explanada de la iglesia y con parsimonia, ajustándose los guantes con su habitual chulería, se acercó a nosotros y preguntó a don Gregorio, sin ni siquiera disimular su sarcasmo: —¡Huele a chamuscado en el pueblo! ¿Es que se ha quemado algo, don Gregorio? Aquel fue el primera ataque de represalia con violencia, no sólo contra la Casa del Pueblo, sino que, por la magnitud de la desgracia que hubiera podido suceder, era contra la vida de todo aquel que entrara en ella. En realidad, aquel ataque iba dirigido contra el mismo Juan Valiente, a quien en adelante ya no dejarían en paz ni un sólo instante. «Casas Viejas» Tras el ataque la vida en el pueblo fue un constante sobresalto. Unos y otros planeaban sus respectivas venganzas y cada cual atacaba aquello que creía que más indignaría al contrario. Supe por el Juan que hubo en el pueblo quien propuso prender fuego a la iglesia, iniciativa que afortunadamente fue unánimemente rechazada. Otros sugirieron hacer lo mismo con el Casino de Sigüenza, pero era evidente que semejante atentado no se podría hacer con la impunidad con que se había hecho el del pueblo. Se presentó la consiguiente denuncia y acudió el juez y dos números de la Guardia Civil para investigar lo sucedido. —¿Quién ha visto lo ocurrido? —pregunto el cabo a los pocos que se habían reunido en el lugar del atentado. —¡Yo lo he visto! —contestó el Juan, sabiendo que sus declaraciones no tendría validez como prueba, pues no llegamos a reconocer ni el coche ni a los agresores. El cabo, que era el mismo que le interrogara en el caso del accidente del hijo de don Román, hizo un gesto de fastidio, como si le contrariara que alguien pudiera tener realmente alguna prueba que diera con los agresores, y sobre todo él. —A ver, ¿quién ha sido? —le preguntó molesto. —¡A decir verdad, no lo sé; estaba oscuro y todo sucedió muy deprisa! Sin duda que satisfecho por la respuesta, el cabo le increpó: —¡No andes por ahí levantando perjurios o te volverás a ver con la justicia! —¡Ya he dicho que los vi pero que no los reconocí, pero alguien a debido verlos, su obligación es investigar el caso…—pero el guardia no le dejó concluir. —¿Alguien de los presente ha visto quién ha sido? Todos bajaron la cabeza y permanecieron en silencio. Al cabo de unos instantes el guardia se dirigió airado nuevamente contra Juan y volvió a prevenirle. —Visto lo presente, yo estoy en la idea de que lo habéis hecho vosotros mismos para buscar argumentos contra otras gentes de bien, que no sería esta la primera vez que pasa algo así desde que tenemos República… Conque, sin levantar calumnias ni acusar a nadie, porque si averiguamos lo que me pienso que ha sucedido aquí, esta vez no saldrás de la cárcel tan fácilmente. Juan hizo un sobrehumano esfuerzo para no replicar, porque por desgracia conocía el carácter colérico de aquel guardia civil. Se mordió el labio hasta que sangró, escupió la sangre en el suelo y se retiró humillado en dirección a su casa. Todavía el cabo volvió a advertir a los presentes: —Quién sepa algo, más vale que se asegure antes de acusar a nadie, porque el perjurio es un crimen que se castiga con la cárcel. La gente se retiró sin atreverse a levantar la cabeza y mirar de frente al guardia. Yo comprendí que me encontraba en el mismo caso del Juan y tampoco podría hacer nada por esclarecer lo sucedido, pero aun así me atreví a sugerir algo al cabo, que ya se echaba el mosquetón al hombro y se disponía a marchar: —Este lugar no tiene más que un enemigo y no es difícil saber quién es… ¿por qué no le interrogan también a él? El guardia se volvió sorprendido, sobre todo al ver que se trataba de un seminarista que, además, era conocido en Sigüenza como amigo de la familia Beltrán. Me dirigió una tenebrosa mirada, y apartándome de la gente me sugirió sin vacilar: —Mira chico, tú no te metas en esto que, dicho sea para aplicarte el cuento, «no sabes de la misa la mitad». Con que vuelve al seminario y no salgas tanto por ahí, no vayas tú también a meterte en algún lío que no te esperes… —y dio orden al otro guardia para volver al cuartel sin esperar mi respuesta. Yo me quedé convencido de que el ataque lo había ordenado el propio don Román y que los guardias sabían perfectamente quién había sido. Dos días después del suceso, y cuando salía de una clase de lengua, vi llegar a don Gregorio con expresión preocupada, como abstraído en algún pensamiento que le perturbaba. Al verme, pareció como si yo fuera una aparición del infierno, porque se sobresaltó y sujetándome con violencia por el brazo, casi me gritó: —¡A ti andaba yo buscando! ¿Qué andas haciendo por tu pueblo metiéndote en donde no te llaman! ¡Ven conmigo que el obispo quiere hablar contigo, y no parece que sea para felicitarte! Yo me alarmé, porque inmediatamente comprendí que mi imprudente sugerencia al guardia civil había llegado a oídos del obispo. Así es que por el camino pensé en cómo defenderme y justificar mi velada acusación contra don Román. Llegamos al despacho, que permanecía prácticamente en penumbra, y don Gregorio me ordenó que me sentara porque el obispo no tardaría en llegar. Él se sentó a su vez y parecía no saber qué hacer con las manos. Finalmente encontró un rosario con el que ocuparlas y calmar su nerviosismo. Yo estaba inquieto pero no asustado. Me daba igual dejar de ser el paje del obispo y dudaba que se atrevieran a expulsarme del seminario, aunque no tenía una razón para estar tan seguro. Al cabo de unos instantes apareció el prelado por la gran puerta acristalada y ordenó a don Gregorio que nos dejara a solas. Obedeció sin rechistar y, sin dejar de hacer reverencias, despareció como si fuera un alma en pena. El prelado se sentó con cierta parsimonia en su enorme sillón tapizado de terciopelo rojo, se colocó bien la sotana y hasta pareció sacudir algunas motas de polvo que debía haber en ella. Me miró un par de veces para hacerse una idea de si estaba nervioso o inquieto y como me vio tranquilo y hasta desafiante, fue directamente al grano del asunto sin andarse con preámbulos. —Don Román es un buen católico y su mujer es casi una santa, de modo que no tienes ningún derecho a creer que esta familia pueda guardar malas intenciones contra nadie. Lo que ha pasado en tu pueblo es un misterio que algún día la justicia lo aclarará y, gracias a Dios, no hay que lamentar víctimas mortales. Como eres un buen chico y demasiado joven para comprender estas cosas, sé que debes de estar arrepentido de tu imprudente comentario al cabo de la Guardia Civil. Pero para zanjar el asunto mejor es que te escuche en confesión, que no debes volver a ver a esta buena gente en pecado mortal, como debes de estar en estos momentos. Sin poderlo evitar, tuve la sensación de que el obispo estaba tratando de sonsacarme detalles sobre lo ocurrido y todo lo que pudiera saber sobre los planes de venganza contra el propio don Román. Prácticamente me obligó a que me confesara. Naturalmente que no dije una palabra que pudiera comprometer al Juan ni a la gente de la Casa del Pueblo, y, para despistar, me acusé de alguna obscenidad íntima que sacó de quicio al propio obispo. Contrariado me dio la absolución y apenas si me impuso penitencia, porque sabía perfectamente que le había ocultado lo que él deseaba saber. Después de este suceso, en contra de lo que esperaba, continué siendo su paje, no sé si por tenerme controlado o porque esperaba que tarde o temprano fuera su confidente. Pero la verdad es que desde el primer día me había parecido una persona indigna del importante cargo que asumía, y no sólo por la banalidad de sus discursos y sermones, sino por lo puros habanos que se fumaba, acompañados de sendas copas de coñac, por no citar las suculentas comilonas que prepara su ama, lo que explicaba lo anormal de su complexión y su desproporcionado abdomen. Me parecía, en definitiva, una persona vulgar e intrigante. No en vano había llegado a ocupar la diócesis de Sigüenza por influencias de cierta familia noble del barrio de Madrid, donde oficiaba como simple párroco apenas unos años antes. No habíamos empezado apenas el nuevo año, cuando de nuevo llegaron noticias desde la convulsa Cataluña que confirmaban que la C.N.T., ya prácticamente en manos de la F.A.I., al expulsar a los moderados que denominaban «trentistas», había comenzado sus hostilidades contra la República, pero atacando a la Generalitat, que con su nuevo estatuto aceptaba la legalidad republicana y se hacía su defensora. El 8 de enero estallaron varias bombas en la jefatura de policía de Barcelona y se produjeron altercados y un nuevo intento de sublevar los cuarteles. Pero la intentona, descabellada y sin un plan de acción, fracasó tras sostener algunas luchas callejeras, en que se intercambiaron disparos y cayeron varios libertarios muertos y heridos. Pero los altercados se extendieron a toda Cataluña. En Lérida cayeron muertos varios libertarios al intentar asaltar un cuartel. Aun así, en varias localidades consiguieron apoderarse de los ayuntamientos y declarar el «comunismo libertario», quemando títulos de propiedad y archivos policiales, pero, finalmente, fueron reducidos por numerosos contingentes de la Guardia Civil y de Asalto. Aquella nueva explosión revolucionaria catalana se extendió por media España y fueron declaradas huelgas generales en Zaragoza, Murcia y Granada, y en infinidad de localidades andaluzas y levantinas. Tras tres duros días de luchas callejeras y enfrentamientos sangrientos, los sublevados fueron finalmente reducidos por la contundente actuación de la Guardia Civil y de Asalto, con órdenes severas del Gobierno de reprimir la sublevación a cualquier coste. El día 12 de enero, Azaña podía ya comunicar al país que la sublevación anarquista había sido completamente aplastada. Pero quedaba la pequeña localidad gaditana de Casas Viejas, un miserable pueblucho rodeado por una de las fincas de los duques de Medina Sidonia, que resistía. Allí se hicieron fuertes una familia y un par de vecinos. Llegaron más guardias civiles y de asalto, armados con ametralladoras, pero los sitiados estaban decididos a morir antes que rendirse. Tal vez por lo que dijo un poeta, que lamento no recordar ahora su nombre, quien escribió que «quien ha conocido la esperanza no puede renunciar a ella». Llegó un tal capitán Rojas, de la Guardia de Asalto, y al amanecer del día siguiente perdió la calma y decidió prender fuego a la casa con la familia dentro, que murieron abrasados. Pero el oficial, rencoroso y de instintos asesinos, no se conformó con aquel asesinato, sino que hizo que ametrallaran todos los vecinos que iban saliendo de sus casas con la intención de entregarse. Cuando se conocieron las circunstancias de aquella masacre, la noticia dio la vuelta al mundo y el mismo Azaña quedaría tocado de muerte, pues sólo después de crearse una comisión para aclarar los hechos, el propio jefe del Gobierno se enteraría de lo sucedido. Lamentablemente, Azaña hizo entonces unas declaraciones que terminaron con su imagen de hombre de orden y pacificador. Comento que «ha sucedido lo que tenía que suceder», justificando así la masacre y sus criminales circunstancias: Los hermanos fugitivos No pasó un solo día de aquel turbulento año 1933 sin algún luctuoso suceso en alguna parte del país, o sin alguna iniciativa del Gobierno, que en lugar de pacificar colaborara a encender todavía más los ánimos. Yo no volví a ser invitado en casa de los Beltranes, aunque la bondadosa de doña Virtudes no dejaba de enviarme paquetes con algo de comida, un par de calcetines, una bufanda o unos guantes, para que pudiera soportar mejor los rigores del invierno, pues ella estaba al corriente de la situación en que vivíamos en el seminario. Una mañana me entregaron una nota que supuse que sería también de la buena señora, pero para mi sorpresa y hasta alarma la firmaba Inés Valiente. La abrí con tanto nerviosismo que rompí la nota en dos trozos, tal y como había hecho con el sobre. La nota me comunicaba que sus dos hermanos menores estaban ingresados en la cárcel modelo de Barcelona, porque había sido detenidos tras su participación en los sucesos del 8 de enero, y me rogaba si podía yo interceder ante alguien influyente que pudiera hacer algo por ellos, sino liberarlos, sí al menos que recibieran un trato humano, pues lo presos políticos estaban siendo tratados con extremada dureza y hasta se probaron casos de tortura. No era por entonces mi posición como para pedir favores de ese tipo, pero tampoco podía negarme a intentarlo. Lo primero era mostrarme humilde y arrepentido, y dar a entender que estaba de forma inequívoca del lado de don Román. Escribí una nota a doña Virtudes para que me recibiera en su casa, pues sabía que sólo ella podría interceder ante su marido para que éste, a su vez, utilizara sus influencias. No esperaba resultados positivos e incluso podía suceder todo lo contrario a lo esperado, es decir, que mi interés por los hermanos Valiente me hiciera todavía más sospechoso de compartir su causa. Por fin accedió a recibirme, pero acordamos que nos veríamos en la catedral, a la hora del rosario, el día en que lo presidía el propio obispo. —¡Ay, Andresito, como han cambiado las cosas en casa desde lo de Sanjurjo! ¡Mi pobre esposo ha pasado lo suyo, que no había día que no le amenazaran de muerte! ¡Parece como si el demonio en persona se hubiera adueñado del país y estuviéramos ya en las puertas del mismo infierno! ¡Ay, de poco sirven mis rezos, Andresito, y los de tanta gente buena y devota como estamos aquí! Pero ¿qué te ocurre; a qué vienen tantas urgencias? —me preguntó por fin, una vez concluidas sus lamentaciones, que, por otro lado, era su manera de iniciar cualquier conversación. —¡Tengo que pedirla un gran favor, y no se sorprenda porque se trata de algo delicado, por lo que ¡haga usted lo que esté en su mano y le dicte su conciencia! Verá, doña Virtudes, usted es madre y lo comprenderá… —¡Al grano, Andresito, que me tienes en ascuas! —¡Se trata de los hermanos Valiente!… —¡Ah, de esos! ¡Dios nos libre de ellos, que no habla mi esposo sino pestes de todos ellos, en especial de ese tal Juan Valiente, que no para de intrigar contra nosotros y ya nos está costando muchas pesetas! —¡No es por él, doña Virtudes, sino por la madre! Verá, el caso es que los dos menores, que huyeron cuando el accidente de su hijo… ¡Porque usted sabe como yo que aquello fue un desgraciado accidente, que hasta la Guardia Civil confirmó que la herida no era de horca, sino de la hoz que pisó su hijo! Pues, como le decía, resulta que están presos en la cárcel modelo de Barcelona y la pobre mujer está que no vive al conocer la noticias, que no le faltan disgustos para aumentarlos ahora con este otro… —a medida que le iba exponiendo el caso la buena mujer fue pasando de la ira a la compasión, y al citar el sufrimiento de la madre, pareció ablandarse totalmente y hasta casi estuvo a punto de echarse a llorar, como si fuera su propio hijo quien estuviera en la cárcel—. Sólo le pido, y estoy seguro que Dios se lo agradecerá, que interceda usted ante su esposo para ver si puede hacer algo para que estos muchachos sean tratados dignamente, que no digo que los dejen libres… —¡Ay, Andresito, me pides lo imposible!, pero veré que puedo hacer… ¡Pobre mujer! ¡Qué culpa tiene ella de parir hijos tan desagradecidos, que bien conozco yo esa cruz y la llevo con resignación, como la llevó nuestro Señor hasta su muerte! —contestó la buena mujer, dando por finalizada la entrevista. Se cubrió con el velo y aprovechó para confesarse con don Gregorio, que ocupaba aquella tarde uno de los confesionarios de la catedral. Hice, por tanto, cuanto estuvo en mi mano y así se lo comuniqué a la Inés, quien en otra nota me agradecía mi gestión y esperaba poder tener la oportunidad de hacerlo personalmente por Semana Santa, si subía al pueblo para las celebraciones religiosas. Pero don Román no desaprovechó esa oportunidad para vengarse de los Valiente. De instintos usureros y sin los más mínimos escrúpulos, vio que aquella oportunidad era única para hacerse con las tierras de los Valiente, que, como ya he dicho en otra ocasión, lindaban con su coto y las codiciaba. Lo que no esperaba yo era que mi gestión fuera a ser la causa de nuevas desgracias para la familia Valiente, todo lo contrario de lo que era mi deseo. Me hizo llamar don Román dos días después de mi entrevista con su esposa por medio de don Gregorio y, por lo pronto que tuve la respuesta, supuse que la buena de doña Virtudes había logrado interceder ante el marido, lo que me llenó de alegría. Ya había hecho planes para escaparme al pueblo en una corrida y comunicarle lo que fuera a la misma Inés, por lo que me apresuré a llegar a la cita con suficiente antelación para que pudiera estar de regreso al seminario para el rezo del rosario. El obispo estaba siempre al corriente de mis salidas, pero no hacía objeción alguna si eran a casa de los Beltranes. Me recibió doña Virtudes, pero por la expresión de su rostro, más que alegrarse de verme parecía apenarse, como si estuviera avergonzada de algo. Mi entusiasmo se enfrió bruscamente, pues temí que mi gestión había sido completamente inútil. —Pasa, pasa, Andresito, que mi esposo quiere hablar contigo del asunto de los Valiente. No dijo más la mujer, me hizo sentar de una de las sillas del gran salón y me sacó una copa de jerez y unos mantecados como si tratara de sobornarme. Al cabo de unos tensos instantes, en que ella permanecía silenciosa, sentada, a su vez, en otra silla situada al otro extremo de la sala, con las manos sobre el regazo, incapaz de hacer ni un solo movimiento, con la sala casi en la penumbra por la hora del atardecer, aparecieron padre e hijo, tomaron asiento en sillas a un lado y a otro de la mía, como si estuvieran tratando de impedirme una posible huida. —¡Así es que esos muchachos están en la cárcel! —exclamó don Román en un tono que evidenciaba su satisfacción por la noticia— ¡Y quieres que yo los saque! Yo intenté protestar, aclarando que tan sólo quería que recibieran un trato digno, pero me lo impidió con un gesto enérgico de la mano— ¡Mira tú por dónde a lo mejor puedo hacer algo por ellos y hasta los podemos poner en libertad, que tengo algunos conocidos en la jefatura de policía de Barcelona! Desconcertado, esperé a que fuera más explícito sobre cómo lograría ponerlos en libertad. Esta vez fue el hijo, quien continúo en lugar del padre. —¡Aquí no somos rencorosos, lo pasado, pasado; pero un favor tan grande no puede salir gratis! —y dejó que continuara el padre, pues al parecer lo tenían ya ensayado. —Dile al Juan Valiente que podríamos sacar a los hermanos de la cárcel si accede a venderme las tierras que lindan con mi coto. De cualquier forma terminaré haciéndome con ellas, así es que ésta no es mala oportunidad para cerrar este negocio. Me quedé desconcertado y sintiéndome responsable por haber proporcionado aquella nueva oportunidad de realizar negocios usureros aprovechándose de las desgracias ajenas, como había hecho conmigo, pero, por otro lado, no era yo quién para defender los intereses de los Valiente, estando por medio la libertad y hasta la vida de los hermanos menores. Así es que sólo me atreví a contestar un «¡De acuerdo, así lo haré!», y salí de la casa con una gran amargura, pues temía que los Valiente terminaran cediendo, con lo que yo sería el único responsable de este nuevo abuso de don Román con los del pueblo. No tenía previsto presentarme ante la Inés con tan malas noticias, sino todo lo contrario, pero cuanto antes supieran la respuesta los Valiente antes estarían en condiciones de tomar una decisión y socorrer a los dos hermanos presos. Casi tartamudeando, por la vergüenza que me producía comunicarle semejante chantaje, le dije cuál era la oferta de don Román, pero el Juan no contestó inmediatamente, porque estaba tratando de contener su ira delante de mí, pues yo no era después de todo responsable. Al cabo de unos instantes debió reflexionar sobre la situación que se había creado y me dio una desconcertante respuesta: —¡No nos queda más remedio que hacer su voluntad! Necesitaremos dinero para ir a Barcelona y llevarles a los chicos lo que puedan necesitar. ¡Por causa de esas tierras del demonio no vamos a dejar que se pudran en la cárcel o que los muelan a palos! Después de todo, del campo ya poco sacamos. Hace tiempo que habría hambre en nuestra casa de no ser por la chapuzas que me manda el «Tejero». Se cerró el trato de la venta a la mitad del precio de mercado y don Román se hizo con más tierras en nuestro pueblo. Juan Valiente y su madre viajaron a Barcelona, alentados por la esperanza de que la gestión de don Román consiguiera liberar a sus dos hijos. Pero, para su sorpresa e indignación de Juan Valiente, los dos habían sido ya puestos en libertad, ya que se celebró el juicio y no encontraron suficientes pruebas incriminatorias para condenarlos. Dos días después regresaron los dos hermanos menores al pueblo, porque al menos don Román había retirado la denuncia que todavía pesaba sobre el menor de ellos, más de un año después del accidente. Cuando supe las circunstancias de la vuelta de los hermanos me sentí tan avergonzado y culpable que estaba decidido a no ir por Semana Santa, tal y como tenía previsto, pero, por otro lado, deseaba volver a ver al Benjamín, con quien siempre había tenido una amistad casi fraternal. La ocasión se presentó de forma inesperada, pues en abril se celebraron elecciones parciales en aquellos pueblos donde regía una comisión gestora, como consecuencia de las elecciones del 31 y la inesperada proclamación de la República, y uno de ellos era el nuestro. CAPÍTULO NOVENO Las nuevas elecciones municipales Unos días antes del inicio de la Semana Santa tuvo lugar la repetición de las elecciones municipales en mi pueblo. Para sorpresa de todos, don Mariano volvió a presentar su candidatura a la alcaldía, porque en estos años había mudado de pensamiento y de ideología política; ya no era monárquico, sino que se presentaba arropado por una nueva fuerza política que había surgido de la Acción Nacional, los pequeños partidos monárquicos, los ultra conservadores agrarios, y de una agrupación valenciana conservadora que se denominó con el ambiguo nombre de «Confederación Española de Derechas Autónomas», por todos conocida como CEDA. La verdad era que se trataba de la primera coalición política conservadora surgida tras el descalabro del 31, con la clara intención de aglutinar a todos los que, por la razón que fuera, se oponían a radicales, socialistas, anarquistas o republicanos. Era, por tanto, un cajón de sastre de buen acomodo para todos los que temían la posibilidad de una revolución socialista similar a la acaecida en Rusia, o dado el exaltado temperamento español, todavía más radical. Su líder indiscutido era Gil Robles, una auténtica «bestia negra» de la política nacional. Abogado salmantino, hecho en el seno del catolicismo agrario, estaba bien preparado para lidiar con unos y con otros, propios y extraños, aguantar embates, roces y enfrenamientos y salir airoso de todos ellos, como en otro tiempo lo fuera el propio Lerroux, pero éste último con más apegado a las ideas republicanas, que ya estaban en franca decadencia. Don Mariano inició su particular campaña electoral en la taberna, donde no entraba parroquiano al que no le invitara a un baso de vino o aguardiente. Seguro de su victoria, se permitía derrochar algunas pesetas en «propaganda», que después recuperaría en negocios municipales, en comandita con los caciques del Casino de Sigüenza. Por otro lado, sus «promesas electorales» eran claras, directas y no se andaba con tapujos, pues no tenía conciencia de su ilegalidad, como si aquello fuera lo natural en la política local. «¡No te vayas a equivocar cuando vayas a votar, Gracián, que lo tuyo de los linderos tiene fácil arreglo en cuando vuelva a la alcaldía! —decía a unos y otros, recordando cada caso o litigio pendiente—. ¡En cuando vuelva a la alcaldía se te acabaron los problemas con el riego, Julián!» Esta vez la Iglesia participó activamente en las elecciones, porque, a petición de don Mariano, que ya formaba parte de la nueva Acción Católica, organización que hacía de puente entre la Iglesia y la CEDA, se celebró una misa que bien pudo ser calificada de «misa electoral», donde don Gregorio no tuvo el mínimo pudor de recomendar el voto para don Mariano. El apoyo de la Iglesia a la coalición conservadora se justificaba porque pendía sobre la misma Iglesia, como una espada de Damocles, la nueva ley de Órdenes y Congregaciones, y el clero en general estaba realmente indignado con el Gobierno. Yo me ofrecí a ayudarle, más por estar cerca de los acontecimientos en mi pueblo que por apoyarle en sus intenciones. De nada sirvió que el «Tejero» tratara de recordar todas las novedades que había hecho traer al pueblo, pues la mayoría fueron un rotundo fracaso. La escuela languidecía por falta de presupuesto y de alumnos, y tuvieron que cambiar de maestra tres veces, porque éstas perdían el entusiasmo de los primeros días apenas se enfrentaban con la realidad, con el frío y, sobre todo, con la perversidad y agresividad de los propios chiquillos, que más de una tuvo que ser atendida en el hospital de Sigüenza por recibir alguna pedrada. La luz eléctrica apenas se podía utilizar unas horas durante la noche y bastaban dos relámpagos para que se cortara el suministro. En cuanto al reloj del Ayuntamiento, no hubo manera de que fuera a su hora y el carillón dejó de funcionar casi a la semana de instalarlo, para alivio de los del pueblo, que no entendía aquella música que calificaban de «mustia». Lo peor fue que los hermanos recién llegados venían cargados de teorías revolucionarias y libertarias, y quisieron convencer al pueblo de las ventajas sociales de declarar el «comunismo libertario». El hermano mayor, que como afiliado a la U.G.T. estaba en contra de aquellas ideas, pronto tuvo su primer enfrenamiento con ellos, previniéndolos de que no fueran por ahí alarmando a los del pueblo con sus absurdas ideas. —Si andáis vosotros con esas… ideas que no entiende nadie y que lo único que hacen es confundir a los que quieren votar las izquierdas, entonces si que tendremos un fracaso ¡y sonado! Pero los hermanos menores no se atenían a esos razonamientos, sino todo lo contrario, estaban convencidos de que su mensaje cuajaría en el pueblo y las derechas serían fácilmente derrotadas. —Lo que pasa es que nadie les ha explicado las cosas como son, y es la ignorancia lo que les asusta ¿Qué tiene que perder un campesino que no tiene más que un mendrugo de pan que llevarse a la boca y un mal jergón para descansar el cuerpo molido por el trabajo? ¡Como dijo Marx, los proletarios no tenemos nada más que perder que nuestras cadenas, pero un mundo por ganar! —¡Bien os han adoctrinado por Cataluña! ¡Pero aquí eso no cuela, que matarían a alguien por defender ese mendrugo de pan y ese jergón! Conque dejarnos al «Tejero» a mí, y a los de la U.G.T., llevar estas elecciones, y no metáis también vosotros las narices, que bastante mal lo tenemos, siquiera por esta vez, que si tenemos nuevas generales podéis hacer lo que os plazca. Pero los hermanos no siguieron el consejo, y a la salida de misa, a la que acudieron todos para ver la actitud de la Iglesia, improvisaron un mitin, que fue duramente contestado. —¡Paisanos, paisanos! —gritaba el Benjamín desde un palco improvisado en el poyato adosado a la fachada de la iglesia—.¡Paisanos, esperar un momento, escuchar lo que os tenemos que decir, y no os dejéis llevar por la costumbre y votéis siempre a los mismos sin pensar en las consecuencias! Ya sabéis quiénes somos y lo que han hecho con nuestra familia. Primero me acusaron a mí sabiendo que era inocente, obligándome a salir del pueblo, y luego nos robaron la hacienda con sucias artimañas. ¡Eso mismo harán con todos vosotros cuando menos lo esperéis! Hay que hacer un frente común; una revolución que cambie de cuajo esta situación; tenemos que hacernos fuertes y defender nuestro derecho a vivir dignamente del fruto de nuestro trabajo, y eso, en este país, dominado desde siglos por caciques, el clero y cuatro sabandijas a sueldo y sin escrúpulos, ¡nunca será posible sin una revolución! —al mencionar al clero, se escucharon los primeros abucheos y amenazas, pero el ímpetu del Benjamín se impuso y pudo proseguir su improvisado discurso—. ¡Os han dicho que el comunismo es el demonio; que si ateos, que si amor libre y toda esa retahíla de tonterías, pero el comunismo es justicia, igualdad y honradez; a cada cual según su capacidad y sus necesidades. En el comunismo todos somos hermanos, tal y como lo predicara el mismo Jesucristo. ¡Ésa es la verdadera religión y no ésta! —dijo señalando a la iglesia—, porque esta religión no es más que consuelo de los oprimidos; el opio del pueblo. ¡Ya os digo ahora que la revolución proletaria triunfará en todo el mundo y también triunfará en este pueblo, por tanto, evitemos inútiles pérdidas de tiempo, y quién sabe si derramamiento de sangre, y declaremos ahora mismo el comunismo libertario. ¡Viva la gloriosa revolución del proletariado! —terminó gritando, alzando enérgicamente su brazo izquierdo, con el puño cerrado. La gente quedó algo conmocionada por el sentimiento que puso el Benjamín en su inflamado discurso, pero fue don Mariano el primero en reaccionar casi violentamente. Se subió a su vez al poyato, no sin dificultad por la pesadez de su orondo cuerpo, y rebatió al pequeño de los Valiente. —¿Vamos a tolerar que un crío nos venga a decir lo que conviene al pueblo? ¿Vamos a permitir que nos venga con monsergas aprendidas por ahí, después de haber cometido mil fechorías y dar con sus huesos en la cárcel, que allí no entran los inocentes, y que nos vengan a envenenar al pueblo hablando de revoluciones y majaderías por el estilo, que ya sabemos todos como acaban? —¡Quitémosle la palabra y que no vuelvan a dirigirse más al pueblo, que aquí no queremos gentes como ellos! Los hermanos Valiente intentaron replicar, pero fue tal el abucheo que resultó inútil. Finalmente, a empujones, los hicieron bajar de la tribuna improvisada y fueron sacados por la fuerza de la explanada frente a la iglesia, entre insultos, golpes y amenazas. Alguno incluso se atrevió a decirles con malos modales: —¡Marcharos del pueblo, y la familia entera, que aquí siempre hemos vivido en paz y concordia hasta que os habéis metido en política! El espectáculo fue deprimente y por alguna razón creí ver en esos dos pobres muchachos al mismo Jesucristo, abucheado por los fariseos al presentarse ante Pilatos. Juan Valiente, que había contemplado la escena incapaz de saber qué partido tomar, si el de sus hermanos o el del pueblo, se reunió con ellos, y sin poder evitar su cólera, les increpó: —¡Ahora si que la habéis jodido! ¡Ya no es necesario que haya elecciones porque acabáis de nombrar vosotros mismos al nuevo alcalde! ¡Marchar a casa, que ya hablaremos esta misma noche! ¡No podéis seguir aquí ni un día más o acabarán por prender fuego también a nuestra casa, con madre y padre dentro! La pobre Inés, que estaba aterrada temiendo que sus enardecidos paisanos la tomaran también con ella, no sabía tampoco qué hacer, pero pudo más su amor por lo hermanos que su instinto de conservación y casi a empujones se abrió paso entre el tumulto que rodeaban a sus hermanos, sin dejar de gritarles armada de un inesperado coraje. —¡Animales, más que animales, dejar en paz a mis hermanos que tienen tanto derecho como el que más de vivir en este pueblo, que es también su pueblo! Pero también para ella hubo advertencias y amenazas. —¡Y tú, mosquita muerta; maestrilla de tres al cuarto, ándate también con tiento y no te metas en política, no vaya a pasarte alguna desgracia! Ya estaba por tanto claro de qué lado estaba el pueblo entero, y los cuatro o cinco afiliados a la U.G.T. tampoco estaban decididos a dar la cara por los dos hermanos Valiente ni compartían sus ideas revolucionarias. Ganó sobradamente don Mariano y la nueva fuerza política de la CEDA, pero no sólo en nuestro pueblo, sino en la mayoría de los pueblos y ciudades en las que se celebraron estas elecciones parciales. El Gobierno de Azaña no le dio importancia, pues se trataba de poblaciones sin gran influencia en la política general, dominada por las grandes urbes, como Madrid, Barcelona, o Bilbao. Pero Gil Robles salió de ellas como el líder indiscutible de las derechas españolas, sobre todo de los católicos, desde los moderados a los extremistas, por lo que no sólo contaría a partir de ese momento con el apoyo total de la Iglesia, sino del mismo ex monarca, Alfonso XIII, con quien se había entrevistado y recibido su bendición y apoyo. A pesar de todo, y porque en el fondo todos querían una España laica, con una clara separación de la Iglesia del Estado, aboliendo la mayoría de sus privilegios históricos, además del casi monopolio en la enseñaza, dejaron que el Gobierno de Azaña hiciera el «trabajo sucio» y sacara su polémica ley de Órdenes y Congregaciones adelante. Así, el 17 de mayo se aprobaría, por fin y tras un largo y duro debate, y con el propio Alcalá Zamora en contra, la cita ley que tanto llegaría a afectar a Sigüenza, pues más de la mitad de los niños en edad escolar acudían a colegios religiosos, que serían clausurados sin que el Estado tuviera alternativas para escolarizar a todos esos niños, cuyos padres, además, no estaban dispuestos a que recibieran una educación laica, como era la pública. A decir verdad, dada la escasez de medios, tampoco era una enseñanza de gran calidad. Y ello a pesar del enorme esfuerzo de las llamadas «Misiones Pedagógicas», que renovaron y vitalizaron la enseñanza pública bajo la inteligente dirección del socialista Fernando de los Ríos, un «krausista» salido de la famosa «Institución Libre de Enseñanza», que ayudó a la completa renovación pedagógica de la educación en España. No en vano su Ministerio se denominada de «Instrucción pública» en lugar de «Educación pública», pues este concepto les debía parecer demasiado «dirigista», en tanto que el de «Instrucción» era más liberal y democrático. Además, la ley significaba un golpe casi mortal a las finanzas del obispado y del cabildo catedralicio. Pero Alcalá Zamora no estaba dispuesto a que Azaña se saliera con la suya y aprovechó la primera oportunidad para provocar él mismo una nueva crisis de gobierno. La excusa fue la enfermedad súbita de su ministro de Haciendo, Jaime Carner, quien moriría meses después. Intentó el presidente formar gobierno con otros candidatos, pero finalmente tuvo que claudicar y volver a llamar de nuevo a su enemigo personal, don Manuel Azaña. Así, el 14 de junio teníamos nuevo Gobierno, pero sin apenas cambios. La política nacional empezaba a convertirse en un asunto personal entre media docena de políticos, como eran don Niceto, Azaña, el incombustible Lerroux, Gil Robles o Indalecio Prieto, sin contar que dentro del PSOE ya se estaba produciendo una lucha interna entre tendencias, como eran las de Largo Caballero, cada vez más radicalizado y Julián Besteiro así como el propio Indalecio Prieto, favorables a colaborar con el Gobierno de Azaña. De manera que estas rencillas no dejaban mucho tiempo para ocuparse realmente de los problemas acuciantes del país. Como se pesca mejor en aguas revueltas, los empresarios aprovecharon la oportunidad para evadir sus capitales, restringir los créditos y obstaculizar cuanto podían la labor del Gobierno. La prensa de mayor difusión, en su mayoría en manos de empresarios afines a las derechas, algunas descaradamente fascistas, como el nuevo semanario «Fascio», parecían decididos a provocar la caída del Gobierno Radical-Socialista y culpaban a Largo Caballero y sus medidas laborales, como los «Jurados Mixtos», la ley de «Contratos», de «Accidentes Laborales» y otras similares, como la causa de la creciente crisis económica, cuando lo que en realidad sucedía era que empezábamos a sentir también en España las consecuencias de la crisis económica de 1929. La coyuntura fue aprovechada por jóvenes estudiantes simpatizantes del movimiento fascista europeo para realizar atentados, que en nuestro pueblo ya se habían anticipado con la quema de la Casa del Pueblo. En este estado de cosas llegaron los exámenes, que, a pesar de lo agitado de aquel curso, resolví de la misma brillante manera que en el curso anterior. Pero las perspectiva de pasar un verano en el pueblo, solo en mi vieja casa, ya casi en ruinas, sin nada que hacer ni en qué ocupar el tiempo, me llenaron de inquietud. Por otro lado, cuando por fin llegó el último día de clase y el obispo en persona se dirigió a nosotros para recomendarnos recogimiento, oración y evitar las tentaciones, como hacía cada año, terminó su sermón con un comentario que no hizo sino aumentar mi desasosiego: —¡Queridos seminaristas, puede que éste sea el último año que os doy mi bendición, porque con la nueva ley de Órdenes y Congregaciones nos obligan a cerrar esta santa casa, hogar y universidad de todos vosotros. ¡Roguemos a Dios este verano para que no suceda! ¡Id en paz, y que Dios os bendiga! —concluyó, dándonos su bendición. La caída de Azaña Aquel fue un verano lleno de novedades, que no hicieron sino, como ya era habitual, incrementar las tensiones en lugar de rebajarlas. Los hermanos Valiente decidieron formar una cuadrilla y hacer la temporada de siega como jornaleros por toda la comarca. Aunque yo me ofrecí a acompañarlos, declinaron mi oferta porque la dureza del trabajo de un segador a destajo no era fácil de soportar para quien careciera de práctica y la preparación física adecuada. Pero el carácter revolucionario del Benjamín, que no perdía oportunidad para intentar soliviantar a sus compañeros, no facilitaba su contratación y tuvieron que abandonar la comarca, y dirigirse a tierras salmantinas y vallisoletanas, donde siempre hacían falta segadores. Sólo era necesario que dieran sus nombres para que les comunicaran que el cupo ya estaba completo, lo que hacía sospechar que don Román había hecho correr la voz entre los patronos de que no se les contratara. Por aquellas paradojas, o mejor diría crueldades del destino, yo encontré trabajo en las mismas tierras que fueran de los Valiente, porque don Román, por mediación de don Gregorio, me ofreció el empleo de capataz, para controlar a las cuadrillas de segadores. Hasta ese punto seguía teniendo total confianza en mí y estaba agradecido por mis provechosos servicios como intermediario. Conseguí que contratara también a la Inés, como aguadora y para realizar otras tareas que ayudaran a los segadores a mejorar sus condiciones de trabajo, pero el jornal que le ofrecieron, dos pesetas al día, dejaba claro que no era sino por compromiso. Pero al menos tuve a Inés a mi lado durante todo el verano, y el trabajo no era duro para ninguno de los dos. A pesar de sus desgracias familiares, había recuperado el ánimo, no sé si por su natural optimista o porque se sintiera feliz en mi presencia, y de vez en cuando nos animaba la monotonía de las largas jornadas de siega con alguna alegre jota castellana, en ocasiones llena de picardía y gracejo, que hacía reír a los presentes: «Los curas y taberneros, tienen la misma opinión; cuantos más bautizos hacer, más pesetas al cajón.» No era su voz dulce o melosa, sino fuerte y potente, que llegaba a todos los rincones del valle, pero cuando la letra lo requería, sabía modular el tono hasta hacerlo misterioso, amoroso o socarrón, según fuera la intención de la copla. Había otras mujeres en la cuadrilla, que acarreaban los fardos de mies, y que coreaban los estribillos y reían con sus sonoras carcajadas las gracias y picardías de la Inés. «Arriba, abajo, que a mi novia le he visto el refajo. Arriba, abajo, que a mi novia le he visto la liga.» De manera que, a pesar de los males que nos amenazaban por todas partes, creo que pasamos un verano feliz y despreocupado. Por la Virgen de agosto yo tuve que ayudar a la misa que celebró el obispo en la catedral de Sigüenza, y la Inés, en compañía de su madre, llena ya de achaques y muy envejecida por los acontecimientos, bajaron conmigo en la calesa que habían enviado para recogerme, para que pudieran también asistir a esa solemne celebración. —¡Dios ha querido que tú no tengas que padecer nuestras miserias, Andresito, que bien hizo tu padre en meterte a cura! ¡Mira a mis hijos, sin tierras ni ganado, hechos unos pordioseros, de segadores por ahí, y sabe Dios cuántas calamidades no estarán pasando! —me comentó la pobre mujer durante el camino. Inés no parecía estar muy de acuerdo, a juzgar por su gesto de resignación y desconsuelo. Pero lo que más revolucionó al pueblo ese verano no fue por causa de la política sino por una máquina trilladora, la primera que veían en aquellas tierras, y que había alquilado don Román, ahora que sus extensas tierras de labor habían hecho aumentar la producción y la hacían rentable. Cuando pusimos en marcha la aparatosa máquina y los campesinos vieron salir el trigo limpio y desgranado, sin una brizna de paja, instantes después de que hubiera entrado la espiga entera por el otro extremo, creyeron que aquello debía ser cosa de magia, y una y otra vez recorrían el artilugio de arriba abajo, tratando de comprender el mecanismo sin conseguirlo. Abrumados y conscientes de que tal innovación no podía traerles nada bueno, comentaban entre ellos con gestos de profunda preocupación. «¡Esto no puede traer na bueno p’al campo! ¡Dentro de na sobrarán todos los brazos y todo lo harán estas máquinas!». «¡Estos artilugios son buenos para gente con muchas tierras, pero los que tenemos cuatro pedazos no tendremos más remedio que venderlas o arrendarlas, para que las trabajen todas a la par!» Era evidente que su sexto sentido les hacía comprender con claridad cuál sería su futuro, y ya empezaban a verse desplazados por las máquinas, lo que les condenaba a la emigración. El primer día que utilizamos la máquina trilladora estuvo presente el propio don Román, acompañado de su hijo y sus inseparables guardaespaldas. Don Román, vestido como si fuera a una boda y tocado de un sombrero de fieltro, más adecuado para un entierro que para el campo, estaba exultante y no pudo evitar lanzar un desafío histórico a los atónitos campesinos: —¡Esto cambiará el país y no la política, y menos la de los socialistas! ¡Aquí lo que hace falta es racionalismo, inversión y sentido de la rentabilidad económica, y menos palabrería y gandulería! Pero no faltaron las réplicas cargadas de realismo. —¡Será bueno pa’usted, pero ya me dirá en qué nos beneficia a los pobres que no tenemos con que pagar estas modernidades! —Pues si no tienes capital, a trabajar para los que lo tengan, que a la larga más provecho sacarás empleándote en alguna fábrica que trabajando cuatro pedazos de tierra con malas artes y desperdigadas por ahí. —¡En eso a lo mejor lleva usted toda la razón, pero el que más y el que menos siente apego por su pueblo y no se quiere marchar! —¡Hay que ser realistas y dejarse de sentimentalismos! Los que han nacido pobres no pueden pretender vivir como señoritos, y los que tenemos esa ventaja es porque Dios así lo ha querido, ¡que no se elije la familia cuando todavía se está en el vientre materno! Incapaces de rebatir semejantes argumentos, los campesinos volvían a sus labores artesanales, apesadumbrados y conscientes de que con aquella ruidosa máquina el mundo que habían conocido se les venía abajo estrepitosamente, sin que tuvieran ni la menor idea de cómo evitar la catástrofe. Por su parte, la política nacional seguía su dinámica de enfrentamientos personales y unos y otros parecían decididos a dar su golpe de mano y hacerse con el poder. Los socialistas, en especial Largo Caballero, estaban empezando a perder la paciencia al ver que sus propuestas legislativas eran bloqueadas y torpedeadas por los radicales de Lerroux. Éste ya veía llegada su oportunidad de hacerse con la jefatura del Gobierno, tras años de intrigas, artimañas y chantajes. Alcalá Zamora tampoco estaba contento con la situación y su enemistad personal con Azaña crecía más cada día. El 12 de septiembre las tensiones dentro de la coalición del Gobierno desembocaron en una nueva crisis con la formación de un nuevo Gabinete presidido por Lerroux, que no tuvo la confianza de la Cámara, por lo que no hubo más remedio que formar un Gobierno de transición, encabezado por el radical Martínez Barrios, disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones generales. Podía decirse que ésta fue la gran oportunidad de Gil Robles, ya que sólo las derechas fueron relativamente unidas a la nueva convocatoria electoral. No hubo esta vez «Frente Popular», excepto el formado en Bilbao con las candidaturas de Prieto y Azaña y en Sevilla, donde presentaron al médico comunista Cayetano Bolívar, apoyado por los socialistas, quienes ya empezaban a radicalizarse hacia posiciones más revolucionarias. Los anarquistas, por su parte, recomendaron la abstención, porque estaban ya completamente desengañados de cualquier alternativa política que naciera de las urnas, y ya sólo creían en una acción violenta y revolucionaria. Entró también en liza José Calvo Sotelo, que desde París, donde estaba exiliado, envió un inflamado discurso grabado. Para completar el cuadro, en octubre los fascistas seguidores del José Antonio Primo de Rivera, fundaron en un acto en el teatro de la Comedia de Madrid el nuevo partido «Falange Española», con lo que se completaba el abanico de posibilidades de los sentimientos conservadores que pudiera haber en el pueblo español. Pero aún hubo otro factor determinante, cuya influencia todavía hoy se discute, como fuera el que por primera vez se concedía el derecho al voto femenino. Al parecer la mayoría de las mujeres, sobre todo en el ámbito rural, votaron en total consonancia con las consignas de la Iglesia, a favor de los católicos de la CEDA. Fue la Acción Católica, el brazo seglar de la Iglesia, la encargada de hacer la campaña a favor de las opciones conservadoras, y no siempre con medios pacíficos, sino con el recurso a la coacción y la violencia política. La campaña electoral fue bronca y las presiones fueron extremas en uno y otro bando, tanto que el propio ministro de Justicia, Botella Asensi, presentaría su dimisión. Algunos grupos políticos ya no tenían reparo en presentarse en los mítines armados de pistolas y otros objetos con claras intenciones agresivas. La ante víspera de las votaciones, que me encontraba en el pueblo con el encargo de llevar la última edición de la «Hoja Parroquial», se presentaron el Romanín y sus matones con la intención de intimidar a los pocos del pueblo que todavía tenían pensado votar a las izquierdas. Hicieron su espectacular y provocativa entrada en la plaza del pueblo como ya era costumbre, haciendo sonar la bocina del automóvil. Esta vez habían instalado en el techo del coche dos grandes altavoces, sujetos a una plataforma a la que se accedía por una pequeña escalera adosada sobre la parte trasera del vehículo. En unos momentos se hizo el habitual corro de curiosos, presidido por los ociosos niños, a los que no había manera de retener en la escuela. Descendió el Romanín del coche y me sorprendió el que todos ellos vistieran una camisa azul, de cuyo bolsillo pendía una insignia dorada, con un manojo de flechas cruzadas por un yugo, emblema de los Reyes Católicos, y que habían elegido los nuevos falangistas. Le cruzaba el pecho un correaje militar y, sin el menor reparo, colgando del cinto, llevaba una cartuchera que debía contener un arma de fuego, de las que eran reglamentarias en la Guardia Civil y de Asalto. El conjunto era sobrecogedor y los campesinos tuvieron un primer momento de duda, pues creían que el hijo de don Román había venido al pueblo a armar alguna de sus habituales camorras. —¡No temáis, que aquí no pasa nada! ¡Estos son los nuevos distintivos de la Falange Española! —y señaló la insignia, la gorra y terminó en los correajes, señalando la misteriosa cartuchera—. ¡Y esto otro es por si alguno se pone tonto y busca pelea! Ascendió por la escalinata y se plantó de jarras, con aire grotesco y afectado, imitando sin duda los aspavientos teatrales del propio Mussolini, quien ya era popular en los noticieros cinematográficos y en las revistas gráficas del país, y les gritó a los atónitos campesinos: —¡En España se han terminado los experimentos socialistas y los liberalismos democráticos de judíos y masones, que están hundiendo la economía y mancillando el nombre de nuestra patria en todo el mundo! ¡Ha llegado la hora de la verdad; la hora de repetir las gloriosas gestas de nuestros antepasados, que hicieron de España el mayor imperio del mundo! —levantó el brazo con la palma abierta hacia delante y se cuadró militarmente, gritando nuevamente— ¡Arriba España; Una, Grande y Libre! ¡Viva Falange Española! Los campesinos, atemorizados pero impresionados por aquel lenguaje grandilocuente y lleno de exaltación patriótica, quedaron convencidos, y algunos incluso lo aplaudieron. Nadie sabía en el pueblo quién era Hitler, que no llegaría al poder hasta finales del mes de enero, y de Mussolini tenían tan solo una baga y confusa idea. Por tanto, no les pareció mal el discurso españolista del hijo del don Román y el chico se sintió henchido de satisfacción al ver lo fácil que había resultado su labor de proselitismo, que se llevó en los mismos términos por toda la comarca sin encontrar apenas oposición, sino más bien adhesión, hasta el extremo de que algunos jóvenes se alistaron a la nueva Falange Española y formaron grupos o escuadras, como se denominaban. Como ya era de esperar, el 19 de noviembre los españoles dieron un nuevo golpe mortal a la República, pues las derechas, entre las que había monárquicos, fascistas y anti demócratas, se hicieron con 217 de los 472 escaños que contaba la Cámara. Las izquierdas, desunidas y con la abstención mayoritaria de los anarquistas, apenas obtuvieron 99 escaños, el resto fue para los radicales, republicanos moderados y liberales y algunos partidos nacionalistas, es decir, pertenecientes al tibio centro político. Al conocerse los resultados, hubo una auténtica explosión de alegría en el seminario, y se celebró una solemne misa de «acción de gracias», presidida por el propio obispo. El prelado estaba seguro de que la mayoría de la legislación anticlerical del primer bienio republicano sería derogada, una vez que tomara posesión el nuevo Gobierno. Pero era evidente que aquellos resultados marcaría el comienzo de una situación prebélica en toda España, ya que ambos extremos hicieron su propia lectura de los resultados y pasaron casi inmediatamente a la acción. Los unos se creyeron autorizados a instaurar un régimen fascista en España similar al italiano, y los otros se sintieron legitimados para dar comienzo su deseada revolución social. La lucha la empezaron los anarquistas cuando ni siquiera había concluido 1933. CAPÍTULO DÉCIMO Otra amarga despedida Tras el triunfo de las derechas, la situación de los hermanos Valiente fue un continuo sobresalto. No podían salir tranquilos a la taberna sin asegurarse antes de que nadie los siguiera o los esperaba a la vuelta de alguna esquina para atentar contra ellos, ya que la impunidad con que se movían los falangistas seguntinos era total. Dirigidos por el hijo de don Román, y contando entre ellos a sus propio matones, se aplicaron al pie de la letra el calificativo de «fuerza de choque» con que se había bautizado el movimiento. Al igual que los «camisas negras» italianos o los «camisas pardas» alemanes, creían que la única manera de instaurar el orden era aterrorizando a sus enemigos políticos con acciones violentas y espectaculares, lo que les haría disuadir de sus propósitos. Era evidente que la tenían tomada con los tres hermanos Valiente, pero también con los ferroviarios comunistas o de la U.G.T. que paraban en la estación del ferrocarril de Sigüenza, y con la gente que se reunía en la Casa del Pueblo de esta ciudad. Los sindicalistas, advertidos, empezaron a guardar armas dentro de sus locales de reunión, en su mayoría escopetas de caza, y tal vez fuera por esto por lo que los falangistas no atentaron contra ellos, al menos en los primeros momentos. Por tanto, puede decirse que la Falange Española había declarado por su cuenta la guerra a los anarquistas y comunistas, y, dado el desconcierto y la confusión que reinaba en los cuarteles de la Guardia Civil, lo hacían casi con total impunidad. Una tarde me encontré con Juan al salir del seminario, cuando íbamos a nuestro habitual partido de fútbol en un prado cercano, quien me comentó angustiado: —¡Tienes que hablar con don Román, Andrés, o nos matarán a todos como a perros cuando menos lo esperemos! Si no controla a ese hijo suyo un día habrá una masacre en el pueblo y puede que tampoco él salga con bien. Estoy seguro de que el padre no está al corriente de sus correrías… A lo mejor si tú le comentas el caso. Nosotros no queremos guerra ni violencias! Además, el Damián y el Benjamín se vuelven a Barcelona, aquí ya no tienen nada que hacer… No es mi deseo, porque sé que se volverán a meter en líos, pero si te digo la verdad, ¡yo ya empiezo a pensar casi como ellos! ¡De buena gana me iría yo también si no fuera porque… —bajó la cabeza y parecía avergonzarse de continuar con lo que quería decir—. ¡Son cosas que pasan, Andrés! No me puedo marchar porque he dejado preñada a mi novia y me tengo que casar… Ya me entiendes… ¡Pero por lo civil, nada de Iglesia ni bendiciones, y perdona por la falta de respeto, pero ya estoy de ellos hasta la coronilla! Yo no contesté, porque no era nadie para juzgar si aquello estaba bien o mal, pero comprendí que estaba arrepentido y avergonzado. —Si te comportas como un hombre, Juan, el caso no es tan grave, aunque no sea yo quién para darte consejos en semejante caso. —Sí, me caso, y de momento viviremos en la casa, con los padres y la Inés, por eso quiero que hables con don Román, no vayan a cometer una locura y nos quemen la casa, ¡que estos ya van sin tino y con toda la mala fe del mundo! Comprendí la razón de sus temores y me propuse, una vez más, hacer de intermediario, pero no estaba seguro de que el padre fuera tan inocente de las actividades violentas del hijo. Sólo el mismo obispo podría mediar para disuadir al Romanín de acosar a los Valiente, por lo que me propuse intentar primero esta mediación. —¡Estate tranquilo, Juan, que hablaré con quien haya que hablar para que os dejen en paz, pero no te garantizo nada, porque desde las elecciones os quedan pocos amigos en el pueblo, ¡y menos aquí en Sigüenza! No fue fácil encontrar la oportunidad para comentar el caso con el obispo, porque andaba siempre de reuniones, recorriendo otras diócesis, pues no había duda de que la victoria de las derechas le había dado alas y estarían los obispos preparando su estrategia para presionar al Gobierno que saliera para que les restituyeran lo perdido. Por fin, una tarde, ya entrado el mes de noviembre, acudí a su despacho para realizar un encargo ante el cabildo de la catedral, que dicho sea de paso, no mantenía buenas relaciones con el obispado por asuntos de bonos y otros bienes financieros que el obispado reclamaba como propios cuando al parecer pertenecían al cabildo. Me quise mostrar más reverente que de costumbre y le besé dos veces el anillo y hasta me preocupé por su salud, que con los primeros fríos se había resentido algo. —¡Estoy algo constipado pero no me faltan las fuerzas, gracias a Dios! Dime, Andrés, ¿andas detrás de algo?, porque no es frecuente en ti semejante interés, que ya te conozco más que tu propio padre y no destacas precisamente por tus zalamerías sino por tu honradez, ¡que si no hace tiempo que ya no serías mi paje! No había duda de que el obispo había alcanzado tal alto rango por alguna razón, y ésta debió ser por su perspicacia para leer el pensamiento de la gente, porque sin duda que había leído ya el mío. —El caso es… don Martín… bueno, usted me disculpará si lo que voy a pedirle es abusar de su confianza porque, a decir verdad, es algo bastante delicado… —como hacía siempre, se sentó plácidamente en su gran sillón de terciopelo, y repitió el gesto obsesivo de limpiarse motas de polvo de la sotana, mientras esperaba a que me decidiera a exponerle mi ruego de una vez—. ¡Se trata de los hermanos Valiente, don Martín!… —no me dejó acabar, lo que no era habitual en él, y me interrumpió sin poder evitar un tono de reproche. —¡Otra vez esos dichosos hermanos Valiente! ¿Qué han hecho esta vez? Alarmado, traté de calmarle y plantear en caso con la mayor prudencia posible. —¡Nada, señor, ellos no han hecho nada!… Precisamente por eso, porque ni han hecho ni tienen intención de hacer nada. Además, los dos menores se vuelve a marchar del pueblo… —el obispo pareció aliviado por la inesperada noticia, pero me apremió a que concluyera—. ¡Es, señor, que el hijo de don Román y otros de su grupo andan amenazándoles y el hombre teme que pase alguna desgracia, como que se les pueda ocurrir quemarles la casa… ¡Como ya pasó lo de la Casa del Pueblo! No había duda de que el obispo comprendió el resto de mi petición, pero no le entusiasmo la idea de intervenir en semejante caso, así es que se evadió con una cínica y desconcertante respuesta, dejando el tema zanjado y sin apelación posible. —¡No pretenderás que la Iglesia se meta en asuntos de política!¡Anda, Andrés, déjate de andar por ahí metiéndote en asuntos que no te conciernen y ves a lo que te he mandado, que ya se está haciendo tarde! Aquella respuesta terminó con cualquier resto de simpatía o amistad que pudiera sentir por él, y desde entonces me limité a darle los buenos días y las buenas noches, y más que besarle el anillo se lo escupía. Sin embargo, algo debió comentarle a don Román, porque la frecuencia de las visitas al pueblo de los falangistas disminuyó drásticamente. En realidad, nadie quería iniciar una espiral de violencia que, dadas las posturas tan enconadas, no sabían comopodría finalizar. A mediados de noviembre cayó la primera nevada, justo el día que los hermanos Valiente partían en el correo de la noche para su nuevo exilio en Barcelona. Abusando de mis prerrogativas, conseguí engañar al portero pretestando un recado urgente para el obispo. —¡No son estas horas para encargos! —protestó sin mostrar demasiado rigor. —Es cosa de su salud, ¡tengo que ir a buscarle un jarabe! —¡Jarabe de palo es lo que te voy a dar yo a ti, si averiguo que me andas mintiendo! El buen hombre sabía que se trataba de un pretexto, pero ante la duda era mejor enfrentarse a un rapapolvo del celador que, en el supuesto de que fuera verdad, del propio obispo, por lo que a desgana me abrió la puerta y me dejó salir. No hay nada más desolador que una noche de invierno en una pequeña ciudad castellana. Las calles estabas desiertas y silenciosas. Apenas si podía escuchar el sonido de mis propios pasos, amortiguados por la nieve. Los copos, grandes y livianos, se hacían visibles junto a las tulipas de las farolas, descendiendo con parsimonia y solemnidad. Era tan densa la nevada que apenas veía por dónde andaba. Me hundía hasta los tobillos, y como iba calzado con zapatos poco adecuados para aquellas circunstancias, empecé a notar un frío intenso en los dedos de los pies. Recorrí la distancia entre el seminario y la estación en medio de una auténtica ventisca de nieve, pendiente del silbido de alguna locomotora, temeroso de que, después de todo el esfuerzo y el riesgo de ser descubierto, llegara con retraso y el tren ya hubiera salido. Cuando llegué a la estación estaba aterido de frío y cubierto de nieve hasta las orejas, pero me olvidé de todo cuando me encontré allí, alrededor de la estufa, a la Inés y a sus tres hermanos. Al verme, con la cara tapada con la bufanda, la pobre muchacha creyó que se trataba de una aparición y se quedó tan sorprendida que no acertó a reaccionar. —¡Inés, mujer, no pongas esa cara que no soy un fantasma! Ella no pudo evitar una sonrisa al ver mi lamentable aspecto, aterido de frío, sacudiéndome la nieve del pelo y de la sotana. —¡Anda, ven aquí junto a la estufa, que pareces un pollo desplumado! Pero, ¿cómo se te ha ocurrido bajar en una noche como ésta, con la nevada que está cayendo? ¡Alma de Dios, ya debes de apreciar a mis hermanos! Damián y Benjamín me hicieron un sitio junto a la estufa, dándome palmadas en la espalda para que reaccionara. Juan sacó una pequeña botella y me invitó a beber. —¡Toma, echa un trago y verás que rápido entras en calor! No pregunté qué era y lo bebí como si se tratara de una medicina, y, en efecto, el licor empezó por abrasarme la garganta para después calentarme el pecho y, finalmente, me sentí algo más reconfortado. Si las noches de ventisca eran tristes y desoladoras, la sala de espera de una estación de pueblo era como el velador de un cementerio. No había allí más que un mendigo indigente, todavía joven, que aprovechaba que la estación del ferrocarril permanecía abierta toda la noche, ya que tras el correo de Barcelona llegaría el rápido de la madrugada hacia Madrid, además de algunos trenes de mercancías que aprovisionaban agua en la estación y, en ocasiones, cambiaban incluso de locomotora. Estaba acurrucado envuelto en una sucia manta, con la que se cubría hasta la cabeza, apoyado sobre un fardo que debía contener todas sus miserables pertenencias. Nos miraba en silencio, con desconfianza y recelo, como mira un perro abandonado y que ya ha sido apaleado. —¡Otra vez para Barcelona! —pude por fin decir, dirigiéndome al Benjamín, con quien yo tenía más confianza. Los hermanos permanecían callados, sentados sobre sus fardos de viaje, pues ni siquiera tenían maletas. Asintieron con la cabeza porque era evidente que no sabían de qué más podían hablar. Era como si estuvieran ausentes, avergonzados de algo, o, más bien, derrotados y humillados. Debían sentirse proscritos y desterrados, cuando unos días antes tuvieron la esperanza de que su pueblo desafiaría a la historia para llevar a cabo una gloriosa revolución que les devolvería la dignidad y la libertad, además de traerles el progreso. Éste debía ser el sentimiento profundo de todos los comunistas y anarquistas españoles en aquellos precisos momentos. En medio de un desolador silencio, en que nadie sabía realmente qué decir ni de qué hablar, escuchamos el lejano silbido del tren correo que entraba en agujas. Hizo sonar el jefe de estación la campana de aviso de llegada y hasta el mendigo se despabiló y se revolvió dentro de la manta, aprovechando para cambiar de posición, volviéndose a acurrucar nuevamente. Inés se sobresaltó y en su rostro se reflejó una súbita tristeza. —¡Venga, que ya está aquí el tren! —exclamó, ayudando a levantarse a sus hermanos. Nunca había asistido a una despedida con menos palabras, pero que dijera más cosas. Todo estaba expresado en sus miradas, desgarradoras pero serenas; dolorosas pero llenas de una incomprensible esperanza, fruto de algún resquicio de fe en el futuro, que en aquella tenebrosa noche no había justificación alguna para poderla tener. La imponente locomotora, negra y grasienta, como una gigantesca cucaracha, apareció de entre la nieve envuelta en vapor y misterio. Luego se escuchó el crujir de los desvencijados vagones, por cuyas ventanillas aparecían rostros somnolientos, cubiertos de mantones, gorras o gruesas bufandas. Una mujer vieja, de aspecto casi aterrador, me preguntó. —¿Qué pueblo es éste, muchacho? —¡Sigüenza, señora! —le contesté yo mientras ayudaba a subir a los hermanos Valiente. La mujer se santiguó y exclamó con tono despectivo: —¡Válgame el cielo: pueblo de curas y de locuras! —cerrando apresuradamente la ventanilla. Apenas los hermanos se instalaron en uno de los asientos y aparecieron por la ventanilla, se volvió a escuchar el apresurado silbido de la locomotora, crujieron de nuevo los vagones y, con parsimonia, al ritmo acompasado de los resoplos de la locomotora, vimos como los hermanos se desvanecían en la ventisca sin dejar de agitar sus brazos, pero sin decirse una sola palabra. ¡Tanta era al amargura que llevaban dentro! Inés, angustiada y tratando de contener el llanto, se acercó a mí, temblorosa, como si me rogara que la abrazara en silencio para hacer más soportable el dolor de aquella nueva despedida familiar. Yo dudé unos instantes, pero no pude desairarla y la rodeé con mis abrazos estrechándola contra mi pecho. Al sentir de nuevo el misterioso olor de su cabello, los latidos de su corazón y el calor de su cuerpo, me pregunté qué hacía yo, vestido de seminarista, pretendiendo amar y servir a Dios, ¡si no quería otra cosa que amar y servir a aquella infeliz criatura! Al cabo de unos instantes, cuando la pálida luz del vagón de cola desapareció en la ventisca, Inés reaccionó y lentamente se libró de mi abrazo, mirándome casi avergonzada, pero sin decir una sola palabra, y se fue hacia su hermano, que había contemplado la escena en silencio, sabiendo perfectamente cuáles eran los sentimientos hacia mí de su hermana. Por fin, aliviada de la angustia por un profundo suspiro, dijo a su hermano, ya con un tono más decidido: —¡Venga, Juan, vamos ya para el pueblo que los padres estarán preocupados! Nos despedimos y yo volví sin prisa al seminario. Seguía cayendo una copiosa nevada pero ni siquiera me cubrí con la bufanda. Mi corazón bullía como si fuera las entrañas de un volcán y creo que la ira que sentía contra todo y contra todos me mantenía caliente. Cuando llegué al seminario, el viejo portero se alarmó de mi lamentable estado. —¿Dónde está el jarabe del obispo? —me preguntó con sarcasmo, pues sabía que le había mentido. Pero tal vez fuera por mi desolador aspecto que se apiadó de mí, permitiéndome que antes de volver a los dormitorios entrara en su casa y me reanimara al calor de su estufa. La revolución de la Inmaculada A media mañana del 8 de diciembre, con motivo de las celebraciones de la Inmaculada, don Gregorio y yo emprendimos nuevamente el camino del pueblo para celebrar una misa y presidir la procesión. Cuando estábamos a la altura del paso a nivel, donde el camino se unía al río Henares, nos adelantó una pareja de la Guardia Civil, que con paso ligero y el mosquetón al hombro se dirigían también al pueblo. Alarmado, don Gregorio quiso saber la causa, pero los guardias no querían aclarar cuáles era sus intenciones. Aligeramos el paso para caminar a la par de los guardias y, a fuerza de insistir, don Gregorio consiguió sonsacarles la razón de su visita. —¡Vamos a detener a tres o cuatro de los de la U.G.T.! —¿Qué han hecho esta vez? ¡Que en este pueblo no ganamos ya para sobresaltos! —¡Nada en particular, padre, es cosa preventiva! Seguían los guardias reacios a declarar abiertamente la causa de las detenciones, pero don Gregorio tampoco estaba decidido a quedarse en la ignorancia, así es que insistió. —No me parece lógico que detengan a alguien sin un motivo, algo habrán hecho… Los guardias, cansados sin duda de su insistencia y tratándose de un sacerdote, le interrumpieron y terminaron por desvelar el misterio de su visita. —Parece que hoy tendremos jaleo en toda España, porque los anarquistas tienen intención de volver a sublevarse, y no andan lejos de aquí, que lo fuerte parece que será en Aragón. Por eso vamos a detener unos cuantos, no sea que se apunten al jolgorio y tengamos un disgusto también por aquí. Yo estuve a punto de preguntar los nombres de los que tenían intención de detener, pero me contuve porque era evidente que se trataría del Juan Valiente y los demás afiliados a la Casa del Pueblo. Los hechos sucedieron tal y como lo había supuesto. No habíamos empezado todavía la misa cuando vimos pasar al Juan y cuatro campesinos más, escoltados por la pareja, pero sin ir esposados. Al parecer, no habían ofrecido resistencia, porque, en el fondo, ellos no estaban de acuerdo con la sublevación, y hasta su detención preventiva evitaría cualquier mal entendido. Los que estaban concentrados a la puerta de la iglesia se sobresaltaron y hubo quien comentó que esa vez seguro que los fusilarían, sin que dijeran el delito que habían cometido para merecer tan extrema condena. Inquieto y sin poder concentrarme en los ritos de la eucaristía, me preguntaba qué sería de los hermanos Valiente, y si se habrían unido a esa nueva intentona revolucionaria. Me hubiera gustado haber podido hablar con la Inés, pero no apareció por la iglesia, lo que me alarmó, dado que la Inmaculada era especialmente venerada entre las mujeres del pueblo. Terminamos la misa casi precipitadamente, pues era evidente que don Gregorio también tenía prisa por volver a Sigüenza cuanto antes. Se desvistió con precipitación y me urgió a que guardara todo cuanto antes y que estuviéramos listos para el regreso. Salimos a la plaza de la iglesia y nos extrañó ver a la mayoría de los feligreses todavía allí, murmurando entre ellos, con expresiones toscas y sombrías. De pronto, en medio del gentío escuchamos a alguien que gritaba a los presentes: —¡Todo el mundo a la plaza del pueblo, deprisa y sin armar jaleo! Vamos, andando todos que un camarada tiene algo importante que comunicar. Cuando escuché la expresión de «camarada» la sangre me subió a la cabeza de la impresión, porque comprendí que aquellos eran un grupo de anarquistas o comunistas que estarían con los de la sublevación. Don Gregorio palideció y de la impresión tuvo que sentarse en el poyato de la iglesia. La gente despejó el lugar tal y como se les había ordenado, y de entre los últimos en marchar apareció un joven armado con una escopeta de caza, vestido con una gruesa pelliza de cuero, con el cuello de lana de oveja, y con el pecho cruzado por un correaje, lleno con cartuchos de caza. —¡Vosotros dos, andando también para la plaza! Don Gregorio se levantó y con paso desigual y tembloroso caminó por delante del joven armado. Me dio lástima de él y dejé que se apoyara en mi hombro. —¡Dios se apiade de nosotros, Andrés —me murmuró casi al oído para que no nos escuchara el joven que nos custodiaba—, que estos no miran al clero con buenos ojos! ¡Y tú no vayas a decir algo que nos comprometa! ¿Me entiendes, Andrés? Me pareció indigna su advertencia, pero era evidente que el miedo le había hecho perder toda dignidad y respeto por sus propio hábitos. Al llegar a la plaza del Ayuntamiento prácticamente todo el pueblo estaba allí reunido murmurando y sin poder disimular su desconcierto y temor por lo inesperado de lo que estaba sucediendo. En el balcón había un grupo de anarquistas, todos armados de escopetas de caza y uno de ellos también con un revolver que llevaba en una cartuchera colgando del muslo al estilo de los vaqueros de las películas que llegaban de América. Hablaban entre ellos y parecían estar esperando a que llegara alguien que se dirigiría al pueblo reunido ya en la plaza. A nosotros nos condujeron dentro del Ayuntamiento. Don Gregorio apenas pudo subir los escalones que comunicaban con el despacho del alcalde, porque se ahogaba. Tuvimos que detenernos a mitad de la escalera porque era incapaz de dar un paso más sin apoyarse en la pared. Uno de los que estaba arriba, que contemplaba la escena, nos gritó: —¿Qué le pasa al cura, le pesan los pecados y ya no puede ni con el alma? Yo traté de defenderle, pero el anarquista descendió y sujetándolo por el brazo lo subió casi en volandas. Una vez en el despacho del alcalde, don Gregorio pareció recuperar el aliento, que estaba tan congestionado que temí que fuera a darle un ataque. Estábamos en la sala que daba al balcón de la plaza, desde donde se escuchaba el rumor de la gente. Sentado en el despacho del alcalde había otro de los sublevados, que revolvía nervioso en todos los cajones sin que pudiéramos saber qué estaba buscando. Al cabo de unos angustiosos instantes entró otro joven, con las cartucheras cruzándole el pecho pero sin armas, y dirigiéndose al que parecía ser el responsable del grupo, le comentó con gesto airado: —¡Nada, Julián, no hay ni un papel oficial ni un libro del catastro ni una escritura pública ni siquiera facturas ¡Se lo han llevado todo! ¡Estos cabrones ya nos esperaban! Dio el tal Julián un puñetazo sobre la mesa, sin duda contrariado por la mala noticia, pues era evidente que tenía intención de hacer una pira con todo lo que hubieran podido encontrar que identificara la propiedad de todas las fincas del pueblo. Se levantó y sin mediar palabra se fue hacia el balcón. Cuando apareció se escucharon nuevos murmullos, pero a un enérgico gesto suyo se hizo un silencio sepulcral. —¿Quién es el alcalde de este pueblo? —preguntó en un tono autoritario, pero nadie respondió. El silencio era angustioso y por un momento temí que recurrieran a medios más violetos para averiguarlo. Por fin alguien en la plaza gritó: —¡No está en el pueblo; anda en Sigüenza! —¡Mejor, porque está destituido! ¿Quién es el secretario? Y volvió a responder la misma voz: —¡Anda con el alcalde, también en Sigüenza! —¡Tanto mejor, porque aquí ya no hace falta! —permaneció unos momentos en silencio, como buscando la inspiración para lo que pensaba comunicar al pueblo y, por fin, les gritó con verdaderos aires de líder revolucionario: —¡Compañeros, en este pueblo ya no manda nadie; ni amo ni señor; aquí mandamos todos y lo que hay en el pueblo es de todos los del pueblo! ¡Aquí se declara el comunismo libertario, como se está haciendo en estos momentos en toda España, y se creará un comité revolucionario provisional para ir resolviendo las emergencias hasta que haya triunfado la revolución! ¡Quien no esté de acuerdo será considerado un traidor a la causa de la revolución social del pueblo trabajador, que es la de la justicia, de la fraternidad y del progreso! ¡Viva la revolución proletaria! Pero no se escuchó corear ni un solo viva, sino que crecieron los rumores, hasta que otra vez la misma voz de antes se atrevió a preguntar: —¿Y qué haréis ahora? —¡Ya se verá! —contestó el líder—. ¡Hay que seguir las órdenes del comité revolucionario de Zaragoza! ¡Lo que decidan, se hará! —¿Y quién manda ese comité, si puede saberse? —volvió a preguntar la misma voz. —¡Entre otros buenos camaradas, el mismo Cipriano Mera, que ya es bien conocido por su línea revolucionaria! Don Gregorio cambió una patética mirada conmigo, como dando a entender que estábamos perdidos, en manos de aquellos fanáticos y exaltados. Volvió a entrar el líder de los anarquistas y dirigiéndose a don Gregorio le increpó con acritud: —¡Tú vas a pagar por esto! —refiriéndose tal vez al fracaso por no encontrar los documentos que tenía pensado quemar en la misma plaza, para de esta manera dar comienzo la revolución en el pueblo. Don Gregorio no respondió, pero instintivamente se persignó, lo que indignó todavía más al anarquista. Lo cierto era que parecían confundidos y desorientados. Habían tomado el pueblo, y ahora que lo tenían en su poder no sabía realmente qué hacer. Sin duda era una acción descabellada y absurda y sin un plan concreto. Había llegado en dos coches desde Calatayud, donde resistían a la Guardia Civil, con la intención de levantar cuantos pueblos encontraran a su paso, dejar en ellos gente de su confianza y regresar de nuevo a Calatayud. Pero se encontraron con sus preparativos de alzamiento había sido un secreto a voces, y el Gobierno, que ese mismo día elegía nuevo jefe a don Santiago Alba, conocía perfectamente sus planes, anticipándose a ellos. Se produjo una tensa y extraña espera, los anarquistas, indecisos y cada vez con más muestras de nerviosismo, consultaban entre ellos qué hacer ante el resultado frustrante de su acción. De pronto escuchamos varias detonaciones llegar desde el camino del río. En un momento se hizo el caos en la sala y los anarquistas empuñaron amenazadores sus armas sin saber a qué atenerse ni la causa de los disparos. Uno de los que estaba en el balcón entró precipitadamente y gritó a los compañeros: —¡La Guardia Civil! ¿Qué hacemos, resistimos o abandonamos el pueblo? El líder miró fijamente a don Gregorio, como si tuviera intención de ejecutarlo. Don Gregorio se quedó sin aliento, pálido como si ya estuviera muerto, pero el anarquista lo cogió violentamente por el brazo y le gritó: —¡Abandonamos, pero éste se viene con nosotros, de rehén! ¡Andando, y sin hacer cosas raras o eres cura muerto! Bajaron precipitadamente las escaleras y se olvidaron de mí, que pude respirar aliviado. Se abrieron paso entre la atónita gente del pueblo y subieron precipitadamente en los dos coches en los que habían llegado. Los del pueblo, cuando comprendieron lo que estaban sucediendo, echaron a correr en todas las direcciones y en unos instantes la plaza estaba desierta. Uno de los vehículos no parecía querer arrancar y los guardia civiles, a caballo, ya estaban a la altura de la ermita del humilladero, y casi los tenían a tiro. Los anarquistas empujaron al vehículo para intentar arrancarlo de aquella manera y, por fin, se puso en marcha. Precipitadamente los que habían empujado se subieron en los pescantes y el coche arrancó tan rápido como les fue posible. Yo, que por alguna razón jamás he rehuido el riesgo, contemplaba la escena desde el balcón del Ayuntamiento. Entonces vi como un guardia civil apuntaba el mosquetón hacía uno de los que iban en el pescante, disparó y la bala atravesó la espalda del anarquista, que calló como un fardo a la calle, dando varias volteretas como si fuera un muñeco de trapo, levantando una macabra polvareda. Yo me sobrecogí por la escena. Era la primera vez que veía caer a una persona herida por una bala y me parecía grotesco y absurdo que algo tan pequeño y disparado desde tan lejos hubiera podido en un instante acabar con la vida de un joven, cuyo delito no era más que querer el bien para sus semejantes, ¡aunque pudiera estar equivocado! Bajé las escaleras sin sentir los peldaños bajo los pies, y cuando me dirigía corriendo hacia el lugar donde yacía el cuerpo, los guardias civiles ya habían emprendido la persecución de los anarquistas huidos. En ese momento vi que por el lado de la iglesia entraba el coche del Romanín a toda velocidad. Cuando llegó junto al cuerpo del joven, descendió precipitadamente del coche empuñando una pistola, y dirigiéndose a mí me gritó despectivamente: —¡Quita de en medio curilla, que esto es cosa de hombres! ¡Un perro anarquista menos!, ¡y así acabarán todos! Cuando llegué junto al cuerpo, el corazón se me encogió tan violentamente que me que sin respiración. Lo que yacía en el suelo era una joven que no tendría más años que la Inés. En ese momento me hubiera gustado ser ya cura, para intentar reconfortarla, si es que todavía estaba viva. Permanecía con el cuerpo retorcido, con los ojos abiertos y la mirada todavía con expresión de terror y desconcierto. Intenté averiguar si todavía estaba con vida, pero el Romanín me retiró de un empujón, haciéndome caer al suelo. Se acercó a la joven y con sangre fría le disparó a bocajarro un tiro en la frente. La muchacha debería de estar ya muerta porque, aunque el cuerpo dio un respingo por el impacto de la bala, la herida no sangró. —¡Por si acaso! —comentó el Romanín, sin el menor remordimiento de conciencia. Abatido, sin ánimos ni fuerzas para lanzarme contra él, me acerqué al cadáver de la joven, y para mis adentros le pedí perdón por no haber podido hacer nada por salvarle la vida y le cerré los párpados. Aquello era todo cuanto ya se podía hacer por aquella desgraciada joven anarquista. Milagrosamente don Gregorio había salido ileso de la refriega, pues aprovechando la precipitación de la huida logró tirarse en marcha del vehículo donde iba secuestrado. Le dispararon pero no le acertaron. Pasó algunos días en cama, recuperándose del susto, y cuando regresó a su parroquia su posición política quedó plenamente definida. Desde entonces no hubo razia en el pueblo contra la gente de izquierdas en la que no estuviera él de alguna manera involucrado. Primavera contrarrevolucionaria La nueva intentona revolucionaria anarquista fue sofocada al cabo de cuatro días, en los que no faltaron violentos enfrentamientos entre insurrectos con la Guardia Civil y la de Asalto. En la provincia de Valencia el corte de la vía férrea provocó el descarrilamiento del expreso Barcelona-Sevilla, con un balance de muertos y heridos, personas inocentes, que conmocionó el país y no ayudó precisamente a la causa de los anarquistas. De esta manera, el 18 de diciembre se constituía el nuevo Gobierno de mayoría radical. Era la culminación de la carrera política del viejo Lerroux, cuyo partido Radical Republicano había fundado él mismo allá por 1908. Por primera vez desde la instauración de la II República entraban en el Gobierno representantes de los terratenientes y de grandes financieros, pero, por acuerdo entre ellos no obtuvo carteras la CEDA de Gil Robles, el partido moralmente ganador, Éste no tardaría en reclamar para sí la presidencia del Gobierno, pero antes debían desencadenarse nuevos sucesos que favorecieran sus exigencias. Las consecuencias más importantes de esta nueva y frustrada revolución anarquista fueron, por un lado la creación de una auténtica «escuadra» de falangistas locales, que envalentonados por la nueva situación creada en la política nacional, se creyeron ya legitimados para ejercer por sí mismo funciones de «policía política» en toda la comarca, pero, sobre todo, ya albergaban fundadas esperanzas de poder hacer ellos, a su vez, su propia revolución «nacionalsindicalista», una versión a la española del fascismo italiano, más que del «nacionalsocialismo» alemán. Por el otro, la radicalización de los socialistas, cada vez más próximos a los comunistas, que todavía no eran muy numerosos, tal vez por su sometimiento a los dictámenes de Moscú, hasta el extremo de que sus juventudes se fusionaron en una sola fuerza política: las Juventudes Socialistas Unificadas. Indalecio Prieto llegó a decir que si había nuevo levantamiento militar «el Partido Socialista contrae el compromiso de desencadenar la revolución». De manera que ya en el 34 estaban creadas muchas de las condiciones que hicieron inevitable la guerra civil. Como consecuencia de todas estas amenazas y coacciones, los de la U.G.T. y los socialistas de Sigüenza, alarmados por la agresividad de los falangistas, tomaron precauciones y muchos de ellos empezaron llevar armas cortas, que no sé de dónde salían, pero que aparecieron por todas partes. Tal vez por ignorancia o temeridad juvenil, yo mismo acepté ir armado con un revolver, ya algo antiguo, pero en buen uso, que me proporcionó el mismo obispo, con la excusa de que en los muchos desplazamientos en que le acompañaba corríamos ya un verdadero peligro de ser atacados por algún exaltado anarquista o comunista anticlerical. —¡No quiero que sepan que vas armado, Andrés, pero no podemos ir por ahí sin alguna protección con los tiempos que corren! Pese a mi aversión por las armas, comprendí que las razones del prelado no eran infundadas. Incluso yo mismo, por llevar sotana de seminarista, podía ser objetivo de algún atentado. Así es que, con la firme resolución de no hacer uso de ella si no era en caso de extrema necesidad, y siempre en defensa propia, la acepté y acordamos un lugar para esconderla, en uno de los cajones de una cómoda que había en el salón de visitas del mismo palacio episcopal. El obispo me prohibió enérgicamente que cogiera el arma si no era para acompañarle en sus salidas por la ciudad. Tanto él como yo mismo hicimos algunas prácticas con ella, alejándonos con el coche a un lugar solitario, curiosamente en el coto de don Román, para que los disparos se confundieran con los de los cazadores. El prelado no era mal tirador, que solía apuntarse a las monterías que organizaba don Román, pero yo no me quedé a la zaga, y en poco tiempo cogí el tino al revolver y no fallaba en los blancos. Al principio sentí que el arma me quemaba en las manos y el ruido de la detonación me alteraba los nervios, pero, poco a poco, me fui acostumbrado a ella y, finalmente, llegué a ser incluso más diestro que el mismo obispo, quien al parecer había practicado con ella antes de aquellas salidas eventuales. —¡Quiera Dios que no tengamos que utilizarla más que para agujerar botes, Andrés, que las armas las carga el diablo! Pero si llega el caso, no dudes en disparar, ¡que la vida de un servidor de Dios es más importante que la de un desalmado terrorista! No estaba de acuerdo con su valoración, pero yo nunca replicaba al prelado, por tanto me limitaba a decir a todo que sí, lo que hacía aumentar en él la confianza en mi fidelidad, mandándome a misiones cada vez más comprometidas. Aquellas fueron otras Navidades tristes, que pasé entre el asilo, donde mi padre languidecía y apenas ya si me reconocía, y el pueblo, cuyas gentes tras los sucesos de diciembre, desconfiaban ya de todo cuanto tenía que ver con la política, en especial si era de izquierdas. Juan Valiente había conseguido ayuda de los ugetistas de Sigüenza para rehabilitar la Casa del Pueblo, incluso se decía que cobraba un sueldo del sindicato, porque desde la vuelta de don Mariano a la alcaldía se paralizaron todas las obras, incluso las de acometida de aguas, y se quedó sin trabajo. Pero a sus reuniones ya no acudían más que media docena de afiliados a la U.G.T., el «Tejero», que no descartaba la posibilidad de volver a la alcaldía si se celebraban nuevas elecciones, y algún que otro mozo desocupado, más por curiosidad que por convicción. No obstante, aquellas navidades la Casa del Pueblo se reavivó algo gracias a la presencia de un grupo de universitarios de la F.U.E. de Madrid, con sus actuaciones rurales de los «Teatros Universitarios» y las «Misiones Culturales Rurales». Gracias a ellos el pueblo se animó y pudo asistir a una representación de «Fuenteovejuna» según la puesta en escena del malogrado García Lorca, que no hacía mucho había visitado Sigüenza. Cuando en la apoteosis final de la obra la reina Isabel en persona pregunta quien mató al Comendador y Esteban, el alcalde, contesta «¡Fuenteovejuna, señora!», algunos campesinos silbaron como si se sintieran aludidos y percibieran alguna intencionalidad política, ¡que sin duda la tenía! Pero lo más aplaudían a rabiar, sobre todo porque ésa era la primera vez que asistían a una representación teatral. Al final, cuando vieron a los actores sin maquillaje y vestidos con sus ropas habituales, no se podían creer que fueran los mismos que había representado la inmortal obra de Lope de Vega. —¿Oiga, señor, dónde se han metido los reyes? —preguntaban los chiquillos a los actores, incapaces de comprender su transfiguración. —¡Los hemos destituido y mandado al exilio! ¿O es que todavía no sabéis que ésto es una República? —contestaban en tono jocoso los jóvenes actores. Entre chanzas y chistes terminaba la velada, recogían los decorados, el atrezo y todos los demás bártulos, los cargaban en una camioneta, cuyo toldo estaba decorado con una ilustración del propio García Lorca, además de un vistoso rótulo con el nombre de «Teatro Universitario», y, conscientes de su importante labor educativa y pedagógica, emprendían el camino hacia el próximo pueblo. Las primeras medidas de «restauración social», como lo denominaban eufemísticamente los conservadores a la derogación de toda la legislación del primer bienio republicano, no se hicieron esperar. No sólo amnistiaron a Calvo Sotelo, quien regresó de París en olor de multitudes, sino que derogaron algunos de los artículos de la polémica Reforma agraria, volviendo a expulsar a miles de campesinos de las fincas donde habían sido asentados. Todas estas medidas fueron contestadas con una sucesión de huelgas, ya más que revolucionarias violentas y descaradamente políticas, como la de los obreros de la construcción o la de los metalúrgicos madrileños, en las que ya era habitual el enfrentamiento armado entre huelguistas y falangistas. Por si fuera poco, la universidad se convirtió en un campo de batalla, donde no había día que los chicos de la F.U.E. no fueran agredidos por los del S.E.U., es decir, los falangistas, y éstos no replicaran con nuevas agresiones. Pero también los propietarios agrícolas iniciaron su ofensiva particular, reduciendo salarios, aumentando las jornadas laborales y haciendo caso omiso a la mayoría de la legislación laboral todavía vigente. No contentos con todo esto, aún los viejos monárquicos tomaron la iniciativa de preparan las condiciones para un golpe militar que derrocara la República, pues, según unas declaraciones públicas del jefe de las «Juventudes de Acción Popular», «sin la religión y la monarquía, España no tenía salvación». A finales de marzo un grupo de financieros y militares monárquicos se entrevistaron con el mismo «Duce» en Roma, quien les prometió ayuda para un alzamiento miliar, además de entregarles como «anticipo» un millón y medio de la pesetas de entonces, que era un auténtico capital, con que sobornar a unos y otros y moverse con facilidad para ir preparando la rebelión armada. Gil Robles debía de estar al corriente de todas estas maniobras, porque en cierta reunión declaró que estaba decidido a llegar al poder «con lo que sea y como sea...» Unos días después del aniversario de la proclamación de la República, cuya celebración fue nuevo motivo de enfrentamientos, el mismo obispo nos comunicó que el 22 de abril, para premiar nuestra aplicación, los más aventajados haríamos una excursión al Escorial. Nunca había viajado más allá del término municipal de Sigüenza, por lo que me pareció una extraordinaria aventura. Llegó el día y ya de madrugada estábamos todos los seminaristas seleccionados en pie, vestidos y desayunados, Quien sabía donde estaba El Escorial comentaba las incidencias de la ruta y las poblaciones por las que atravesaríamos. Subiríamos por Atienza, hacia Ayllón, luego a Segovia para llegar a nuestro destino sobre el medio día, si el destartalado autobús, el mismo que hacía la ruta de Molina de Aragón hasta Villar de Cobeta, era capaz de llevarnos y traernos sanos y salvos por tan encrespada y peligrosa ruta. Emprendimos la marcha entre un infantil jolgorio, que no parecía que se tratara de jóvenes, sino de niños de merienda escolar. Pero la verdad era que la mayoría de los seminaristas éramos de una ingenuidad casi angelical, dóciles y manejables. Al atravesar Atienza, el viejo autobús tuvo que hacer una parada para repostar gasolina y sobre todo agua, que hacía tiempo humeaba el radiador como si fuera una locomotora de vapor. Emprendimos la subida de la sierra de Ayllón y la mayoría no estábamos seguros que pudiera remontarla, así es que empezamos a hacer bromas sobre el viejo cacharro que irritaban al conductor: «¡La burra de mi padre tiraría con más brío cuesta arriba que este cacharro!», comentaban unos y otros con socarronería. «¡Para, conductor, que me bajo a echar un pitillo y os cojo en el primer repecho!». «Eh, chofer, ¿cómo estamos de frenos?, no vayamos a ser los primeros en llegar a El Escorial, ¡pero volando!» —¡A callar todo el mundo, o doy media vuelta y me vuelvo a Sigüenza! —protestaba el conductor, un pobre hombre pequeño y grueso, cubierto con una gorra azul de visera con el escucho de la línea de autobuses, lo que le daba cierto aire de respetabilidad oficial. Conseguimos remontar la cumbre, pero fue necesario reponer el aguda del radiador y esperar a que se enfriara. Aproveché para estirar las piernas y contemplar el soberbio panorama, desde donde se alcanzaban a ver las cumbres de la sierra de Guadarrama, todavía nevadas, y los densos y oscuros bosques de coníferas de las laderas, donde debía de estar la histórica localidad de Riaza. Incluso la mañana era tan limpia y clara que era posible ver la localidad de El Burgo de Osma y, por supuesto, la de Atienza, con su castillo roquero culminado el montículo que la distinguía. Nuevamente el viejo vehículo se las vio y se las deseó para remontar el puerto de Guadarrama, con la obligada parada para reponer agua en el radiador, y cuando llegamos a la localidad serrana de este mismo nombre, nos sorprendió encontrarnos con una verdadera columna de autobuses, similares al nuestro, y a duras penas podíamos abrirnos paso entre sus callejuelas. Atascados en la plaza del pueblo, pregunté a una vendedora que ofrecía bocadillos y refrescos a los pasajeros: —¡Señora!, ¿qué fiesta es ésta? —¡Qué ha de ser una fiesta! ¡Es algo político que pasa en El Escorial! Pero si no lo sabes tú, muchacho, que vas allí, ¿quién lo va a saber? Crucé algunas miradas con mis compañeros, quienes, encogiéndose de hombros, me dieron a entender que estaban tan ignorantes como yo. Por fin, el chofer nos sacó de dudas. —¡Vamos a un mitin del Gil Robles! En efecto, habíamos sido seleccionados para formar parte de una marcha a El Escorial que pretendía tener el mismo efecto que la «Marcha sobre Roma» de los fascistas italianos al frente Mussolini, y tal vez los organizadores, las Juventudes de Acción Popular, creyeron que tendría los mismos resultados que aquella. Avanzando penosamente entre un increíble gentío, que no sólo llegaba en autobuses sino en coches, caballerías y hasta en bicicletas, llegamos por fin a esta histórica localidad. Unos jóvenes, con brazaletes de la J.A.P., jalonaban todo el recorrido, señalando a los vehículos el lugar para aparcar. Por fin, en medio de una polvareda y un barullo sensacional, casi treinta mil personas nos concentramos en la Lonja de esta ciudad. Cuando apareció sobre el escenario José María Gil Robles, la multitud enardecida no esperó a escucharle, y gritaba a coro «¡Jefe, Jefe, Jefe!», al tiempo que hacían el conocido saludo fascista. Fue una situación violenta, pues no podía quedarme impasible rodeado de exaltados seguidores, eufóricos por la emoción del momento, y no sin cierto desagrado levanté también el brazo e hice algún gesto con los labios, dando a entender que yo también coreaba el grito popular. El mitin fue un auténtico desafío a la República, y ya se veía que ésta contaba con más enemigos de los que la ingenuidad o ceguera de sus gobernantes creían que pudiera tener. La reacción no se hizo esperar, y al día siguiente se declaró en Madrid la huelga general. La respuesta de Azaña fue unificar a los republicanos de izquierdas en un nuevo partido, «Partido de Izquierda Republicana», que aglutinaba a «Acción Republicana» y los radical-socialistas. La reacción de los socialistas, y en especial de Largo Caballero, fue un mayor acercamiento a los comunistas, proponiéndoles su participación en la «Alianza Obrera». Todavía tuvimos en ese mes alguna novedad en la política nacional, pues Lerroux tuvo de dimitir por la negativa de don Niceto a firmar un decreto de amnistía contra los sublevados de agosto del 31, pero en su lugar fue puesto su hombre de confianza, Ricardo Samper, dejando el resto del Gobierno tal y como estaba. Fue el mes de mayo cuando la tensión subió de tono en todo el país, y con la excusa de una ley agraria promulgada por la Generalitat de Cataluña, el país volvió a retomar la dinámica del enfrenamiento y la violencia generalizada. CAPÍTULO UNDÉCIMO Huelga en el campo Llagaron los exámenes de mi tercer año de diaconato y tenía la penosa asignatura de la «Teología dogmática» algo atragantada, pues no era posible compaginar mis conocimientos de física con la idea de la creación según nos la querían hacer creer. La verdad es que me esforcé por compaginar la razón con fe y el discurso filosófico con el de la revelación, y, aunque en conjunto podía decirse que ambas llegaban a las mismas conclusiones, utilizaban caminos del saber tan dispares que no acertaba a comprender por qué no se ponían de acuerdo. Desde luego que era seguidor de Santo Tomás y de Aristóteles y llegué a sentir cierta aversión personal contra Platón y San Agustín. Más fácil me resultaba aceptar la Trinidad, pues no había contradicción en considerar al Espíritu Santo esencia divina, ya que yo lo interpretaba como la inspiración, o lo que debe de haber de divino en cada uno de nosotros y que hace posible la creación. Pero no había lugar a la discusión en semejante materia ni en la mayoría de ellas. Pronto pude darme cuenta de que el programa de estudios del seminario no tenía otra misión que la de inculcar la fe sin discutirla, y que su principal objetivo era el de dar «servidores para la Iglesia», dóciles y crédulos, no como salvadores de almas, sino de sus propios intereses terrenales, que eran muchos y muy diversos. Nuestra misión no era evangelizar, sino más bien hacer proselitismo de la Iglesia católica; pero no la de Roma, sino la española, pues nuestras relaciones con el Vaticano no eran precisamente fluidas ni nuestros puntos de vista concordaban. El Papa se había empeñado inútilmente en que la jerarquía eclesiástica española se aviniera a algún tipo de acuerdo con la República y no le fuera abiertamente hostil, pero tanto el primado como los demás cardenales españoles recelaban del nuncio de Roma, y no llegaron a acatar sus recomendaciones. Era, pues, una Iglesia que no tenía sus raíces en San Pedro, sino en Torquemada; que no se había hecho en las catacumbas de Roma, sino en las mazmorras de la Inquisición y en las cruzadas, pero no contra los infieles de Palestina, sino contra los de Córdoba o Toledo. Era, en fin, una Iglesia más papista que el Papa, dogmática e ignorante, cerrada a toda discusión teológica y mucho menos filosófica. Por eso aquel año los resultados de mis exámenes no fueron ya tan brillantes. Nunca había tenido fe y esperaba adquirirla a través del conocimiento que me brindara el seminario, pero resultó todo lo contrario: que la poca fe que traje a aquella casa estaba desapareciendo. —Veo que has aflojado mucho este año, Andrés, ¡y yo que te hacía ya cardenal! —me comentó un día el mismo obispo— ¿Puede saberse cuál es la razón? Yo hubiera querido sincerarme y exponerle mis dudas teológicas y mi débil fe, pero era evidente que, pese a ser tan alto dignatario de la Iglesia, no esperaba que comprendiera los argumentos de mis objeciones. —¡Tal vez yo no haya nacido para cura, señor obispo! —me atreví a sugerir. Aquello fue como si un recluta dijera al sargento que él no valía para las armas. ¡Como si el recluta pudiera elegir el estar en el ejército! —¡Tonterías, Andrés, todos sirven para curas si Dios los llama al seminario! Lo que pasa es que estás en la peor edad y andarás distraído con tentaciones… de la naturaleza. ¡Reza mucho y haz penitencia! ¡Tienes que mortificarte, Andrés, imitar el sufrimiento de Cristo en la cruz y no escuchar las tentaciones del denomino y de la carne! No sabía realmente de qué me estaba hablando ni qué me estaba aconsejando que hiciera, porque cuando un cura intentaba hablarnos de sexualidad ni él mismo sabía de lo que está hablando, de tantos rodeos y vueltas que le daban al asunto. Lo cierto era que también colaboraba a la debilidad de mis creencias el creciente vigor de mi naturaleza, a pesar de que nos drogaban con bromuro y sabe Dios qué otros potingues, pero que no hacían demasiado efecto en mí, por lo que no tenía el mínimo pudor en resolver el problema cuando ya era insufrible con alguna que otra masturbación nocturna. Como digo, derechas e izquierdas estaban ya convencidas de que llegaría un momento en que tendrían que defender sus ideas por las armas, y unos y otros empezaron a tomar sus propias medidas. Los tradicionalistas navarros se empezaron a entrenar militarmente y los falangistas, concentrados en Carabanchel, hacían otro tanto. Para ir haciendo prácticas de sus tácticas de guerrilla, no pasaba un día sin que atentaran contra alguna Casa del Pueblo, un sindicato obrero o, por desgracia, contra los militantes socialistas o sindicalistas. En la pequeña localidad próxima a Madrid de El Pardo, un coche a gran velocidad, ocupado por una escuadra falangista, ametralló a unos jóvenes socialistas que volvían de una excursión campestre, matando a una joven del grupo. Largo Caballero creyó que había llegado el momento de que los socialistas respondieran con contundencia a todas estas provocaciones y a la pasividad del Gobierno radical para evitarlas y reprimirlas, y se hizo un referéndum nacional entre los afiliados a la Federación de Trabajadores de la Tierra, dependiente de la U.G.T., para decidir la primera gran huelga general de los socialistas, que hasta entonces todo lo más se habían sumado a otras convocatorias. El resultado fue arrollador y setenta mil afiliados decidieron convocar la huelga, haciéndola coincidir con la temporada de siega. Por primera vez Juan Valiente se vio en la necesidad de organizar un piquete de huelga para intentar que el paro fuera también efectivo en nuestro pueblo, como se esperaba que fuera en toda la comarca. Llegó el mes de junio y los calores que padecimos en mayo y la lluvias abundantes de abril, hicieron avanzar ese año las cosechas, de manera que buena parte de ellas ya estaban listas para la siega. Llegaron las primeras cuadrillas de segadores a Sigüenza y con ellos los ajetreados mercados de utensilios de siega, albarderías, buñuelerías y el inevitable charlatán, que este año se dedicaba a pintar cuadros de paisajes bucólicos, con lápices de cera, y que realizaban con rapidez y buen trazo, ante la presencia de los atónitos campesinos, pero en lugar de venderlos, los rifaban. De manera que por una perra gorda cualquiera podía tener la oportunidad de decorar el salón de su miserable casa con algo más que un crucifijo, la foto de novios, si se la había podido pagar, o el calendario de la Caja Agrícola, que también solía ser de santos. Mi situación era realmente comprometida, pues don Román me había propuesto que volviera a ser su capataz. Al parecer, el año anterior había quedado muy satisfecho de mi gestión, pero la verdad es que no tuve mucho que hacer y lo hice con gusto, por la grata compañía de la Inés. Acudí a su casa para concretar los detalles de la temporada, como el número de segadores necesarios, las mujeres que podría contratar, así como mi propio jornal, que se vio ligeramente aumentado con respecto del año anterior. —¡Te subo dos pesetas al día, Andrés, porque te lo mereces y, además, este año tendremos buena cosecha! —me dijo, dándome una palmada de complicidad y camaradería en la espalda. Yo me sentí incómodo, pero necesitaba aquel jornal, pues de la venta de nuestras tierras mi padre jamás me dio ni una perra gorda. Creo que ni él mismo sabía dónde había ido a parar el dinero ni quién lo administraba. Sin embargo, yo me atreví a recordarle a don Román que había una convocatoria de huelga y quería saber a qué atenerme si no acudían los segadores. —¡Que huelga ni que… leches, con perdón! ¡Tú ves al campo, Andresito, que tendremos segadores y no te digo más, que ya andará mi chico y otros más para evitar cualquier mal entendido… con esos de la huelga!… ¡Bueno, lo dicho, Andrés! Por cierto, que hace ya bastante que no comes en esta casa. ¿No estarás resentido por algo del pasado? ¡Anda, quédate a cenar, que mi mujer te tiene mucha fe y se alegrará de verte. Si no me equivoco debe de estar en alguna novena, ¡que no hay quien la saque de la iglesia desde que las cosas están tan enturbiadas en este país! Me sirvió la obligada copa de jerez y no dejó siquiera que aceptara la invitación que ya daba por hecho. Así es que no pude negarme, y volví a los viejos hábitos, las conversaciones sobre vidas de santos, los comentarios sobre las obras que llevaba a cabo el obispado en toda la diócesis, la bendición que Dios había hecho sobre sus abundantes cosechas y de las últimas bravuconadas de caza del hijo, pero ni una palabra de la huelga ni de la situación del país en general. Don Román lo tenía prohibido delante de la pobre mujer, porque desde el fracaso del golpe se había desmejorado tanto que daba pena verla. Estaba en los huesos y la piel, azulada en sus profundas hojeras, dejaba ver las venas y hasta la carne, que parecía la viva estampa de una santa de calendario. El día que comenzó la huelga, Juan Valiente y los pocos afiliados de la Casa del Pueblo bajaron a Sigüenza y se unieron a los del sindicato local. Se fueron a la estación del ferrocarril y desplegaron una pancarta advirtiendo a los segadores que llegaban en los trenes correo de la convocatoria de huelga, invitándoles a que se solidarizaran con ellos, pero los recién llegados trataban de evitarlos. —¡En esta comarca no se siega hasta que los patronos acepten todas nuestras reivindicaciones! —les decían cerrándoles el paso a la salida de la estación. —¿Tú tienes familia? —preguntaban a su vez los indignados segadores. —¡La tengo, y ya sé por dónde vas! Pero es precisamente por ellos por los que hacemos la huelga, para que cuando lleguen a la edad vivan con dignidad y justicia. —¿Y quién les da de comer mientras tanto? —Si nos sacrificamos ahora tendremos la recompensa con creces después! ¿Es que no veis que el país está cayendo en manos de los fascistas y que si lo consiguen nos volverán a tratar a los trabajadores del campo como a perros y a esclavos? Pero los segadores se zafaban del piquete y proseguían su camino hacia la plaza en busca de una contrata. Allí les esperaban otros, que volvían a interpelarlos para que se unieran a la huelga. Algunos finalmente cedían y se solidarizaban, pero otros volvían a esgrimir los mismos argumentos para rechazarlos. El ambiente era tenso y en ocasiones violento, pues algunos segadores, hartos de discursos, terminaban por liarse a golpes con los sindicalistas. Estos evitaban toda provocación con ellos y desistían en su insistencia, advirtiéndoles que otros piquetes actuaban en los pueblos y en los mismos sembrados, por lo que quedaban advertidos de las posibles consecuencias si rompían la huelga. Pero lo que hizo aumentar la tensión durante aquella huelga fue una disposición del Gobierno, que había declarado como «servicios mínimos» la recogida de las cosechas, con lo que los piquetes podían considerarse ilegales, además de prohibir las concentraciones y manifestaciones. De manera que empezaron a verse parejas de la Guardia Civil vigilando la estación y la plaza, permitiendo a los patronos que pudiera contratar a sus cuadrillas. Don Román, que ya tenía apalabradas las mismas cuadrillas del año anterior, mandó a su hijo a recogerlos a la estación y llevarlos él mismo al pueblo. Yo no tuve más remedio que acompañarles, pues, como capataz mi trabajo empezaba en aquellos mismos momentos. Al llegar a la estación nos encontramos con el piquete del Juan Valiente, y yo me temí que seria inevitable algún encontronazo violento. —¡A ver si estos tienen lo que hay que tener para cruzarse en mi camino! —comentó envalentonado el Romanín a sus matones palpándose la cartuchera de la pistola, oculta bajo la camisa. Juan ya sabía que aquella gente iban armados, por lo que advirtió a los del piquete. —¡Ojo, que estos van armados! ¡Nada de provocaciones! —¿Vamos a dejar que se lleve a sus segadores? —¡Mejor que se los lleven a que salgamos alguno herido! —Entonces, ¿para qué hacemos esta huelga? —¡Ya me ocuparé yo de ellos en los sembrados, ahora que se los lleve! Llegó el tren y el Romanín se plantó en medio del anden, gritando sin el menor reparo por los del piquete, que permanecían impasibles limitándose a desplegar su pancarta. —¿Quiénes son los segadores de don Román Beltrán? —¡Servidores! —contestó un hombre viejo y curtido, descubriéndose ante el Romanín, sin poder evitar cruzar una temerosa mirada con los del piquete, que permanecía callados. —¡Ya te conozco, tú eres Sebastián González! —¡Servidor, y usted es don Romanín, el hijo del patrón! —¡El mismo, andando para el pueblo y sin preocuparse por estos! —dijo despectivamente al cruzar por delante del piquete del Juan—, que estando yo aquí nos os molestarán. Uno de los sindicalistas estuvo a punto de interpelar a los segadores, pero Juan lo cogió por el brazo y le hizo volver enérgicamente al piquete. —¡Calla, no la tengamos ya! Echamos los bártulos de los segadores sobre el portaequipajes, montamos en los coches, y salimos para el pueblo. Yo di gracias a Dios por la prudencia del Juan, porque era evidente que había evitado un posible enfrentamiento. —¡Qué os he dicho! —comentó el Romanín a sus acólitos—. ¡No hay nadie en este pueblo que tenga cojones para impedir que éstos nos sieguen la cosecha! Los segadores permanecían callados y atemorizados, en especial un niño que les acompañaba, hijo de alguno de ellos y todavía en edad de juegos, que permanecía callado y con su mirada clavada en quien debía ser su padre, apretándose contra él como si estuviera pegado. Como cada año la temporada de siega se iniciaba con una misa para los segadores, en cuyo sermón don Gregorio aprovechaba para citar siempre la parábola del buen sembrador, pero tratándose de segadores, no parecía que pudiera tener relación. El Romanín dejó a los segadores en la iglesia y, animados por el gusto por la acción, regresaron a Sigüenza para proseguir sus provocaciones e intentar romper la huelga. Juan y los otros sindicalistas del pueblo ya habían abandonado la estación y regresaron al pueblo sin que se cruzaran en el camino con el Romanín. Cuando llegaron, estábamos todavía en la misa y en lugar de esperar a los segadores en la puerta de la iglesia decidieron irse a los sembrados, para impedirles allí la entrada, o, al menos, convencerles de que no dieran comienzo a la siega y siguieran la huelga. A la salida, los segadores y yo mismo fuimos advertidos de que nos aguardaba el piquete del Juan a la entrada de los sembrados de don Román. —¿Qué queréis hacer? —les pregunté sin saber yo mismo qué partido tomar— ¿Os sumáis a la huelga o no? ¡Yo aquí no pinto nada y lo dejo a vuestro criterio! —¡Segamos! —contestó el viejo y portavoz de la cuadrilla. Como estaban decididos, lo único que cabía hacer era intentar dialogar con el Juan y los suyos y llegar a algún acuerdo para evitar enfrentamientos. Así es que encabecé yo mismo la marcha a los sembrados, decidido a hacer de intermediario y lograr la paz. Don Gregorio no perdió el tiempo, y volvió al pueblo a advertir a don Román de la situación. Inés, por su parte, me previno de que su hermano no cedería, porque ésa era su obligación como presidente de la Casa del Pueblo y afiliado a la U.G.T. —¡No tiene más sueldo que el que le dan los de la U.G.T., y la criatura le nace en agosto, Andrés, su obligación es defender la huelga! ¿Qué harás si no cede? —¡No lo sé Inés, ya se verá, que hablando se entiende la gente! El encierro en la iglesia Al cortejo de segadores se unieron otros jóvenes del pueblo, que tampoco estaban seguros de secundar la huelga, pues la mayoría segaban en sembrados de familias o vecinos y no se consideraban realmente jornaleros. —Oiga, don Andrés —me comentó el viejo segador mientras nos dirigíamos a los sembrados, quién por mi relación con don Román no se atrevía a tutearme—, nosotros no queremos armar líos, y si se puede segaremos, pero que no se vaya a creer don Román que estamos contentos con lo que hacemos. Usted parece más compresivo, por eso se lo digo o reviento: ¡de buena gana haríamos la huelga! Ya nos han echado de más de una finca allá por nuestra tierra, y casi hemos perdido la temporada de la oliva por causas parecidas, así es que no podemos aguantar ya más, por eso trabajamos, ¡pero no porque queramos! ¡Dígaselo usted a los del piquete que tendrá más facilidad de palabra, a ver si podemos hacer nuestro trabajo, acabar cuanto antes, y marcharnos en paz y concordia! Me parecían argumentos que justificaban plenamente su actitud, pero no estaba seguro de que el Juan los aceptara. Los del piquete del Juan nos esperaban sentados bajo la sombra del único árbol que había en el lugar, una vieja encina de hojas pardas y recias, que era aprovechada siempre por los pastores para echar una cabezada mientras las ovejas pastaban por el rastrojo. Al vernos llegar se dirigieron hacia la entrada de la finca, vallada con un murete de piedras diestramente colocadas al estilo de nuestra comarca y se plantaron en la entrada impidiéndonos el paso, tanto a mí como a los segadores. Al verme encabezar la comitiva, el Juan no pudo evitar un claro gesto de contrariedad. Aquella fue la primera vez que nuestras miradas se encontraron con cierto tono desafiante, que parecía que se hubiera olvidado de nuestra amistad. —Pero, ¿qué haces tú con esta gente, Andrés? —me preguntó desconcertado. —¡Ya sabes que soy el capataz de don Román, como el año pasado! ¿A qué tanta extrañeza, Juan? —¡Pues este año has elegido mal oficio, que estamos en huelga! —De eso quería hablar… —¡No hay nada de que hablar, Andrés!, ¿o es que vienes de esquirol? —me interrumpió cada vez más agresivo conmigo. —¿Por qué no escuchas a esta gente, Juan? ¿Crees que están contentos con lo que hacen? El viejo asintió con la cabeza con un gesto humilde y resignado. Juan parecía dudar y los del piquete le presionaban para que se mantuviera firme y no cediera. —¡Nada de flojeras, Juan, la huelga se hace por mayoría y ya está todo hablado, así es que no hay más que hablar! —¿No habría alguna solución; algún acuerdo? ¡Esta gente ya han sufrido bastantes huelgas y no están ya para más! —insistí yo. —Y si les arreglamos un alojamiento y hacemos una caja de resistencia, ¿aceptarían secundar la huelga? —propuso el Juan, dirigiéndose al viejo segador. —¡Mira, compañero, aquí habemos seis cabezas de familia, el que menos con media docena de hijos; esta criatura es la mayor de los seis que tiene éste —dijo poniendo su mano sobre la cabeza rapada del asustado niño—. ¡Si no tuviéramos esta responsabilidad, no dábamos un solo golpe de hoz, pero ¿cómo quieres que nos marchemos sin los jornales? ¡Tenemos que segar, compañero, que tengo yo más luchas obreras en el cuerpo, con sus cardenales y costillas rotas, que todos los aquí presentes. Pero si por mi corazón fuera ¡yo mismo estaría en el piquete! Los segadores asentían con la cabeza, como dando a entender que ellos no estaban menos experimentados en aquellos avatares laborales. El Juan pareció dudar y perder su inicial firmeza. Era evidente que se debatía ante un dilema para el que no estaba preparado. Uno de los del piquete, temiendo que finalmente cediera y dejara trabajar a los segadores, se alejó del grupo, se introdujo en los sembrados y nos gritó: —¡Yesca a los sembrados; si no hay huelga tampoco hay cosecha! Y antes de que pudiéramos reaccionar empezaron a arder las mieses. Avivado por la brisa seca y tórrida que llegaba del sur, el fuego se extendió rápidamente. No sabíamos qué hacer porque el río estaba demasiado lejos y nadie tenia con qué sofocar el incendio. Nos quedamos como aturdidos y profundamente conmocionados, porque todos sabíamos que aquello traería graves consecuencias para el pueblo. El que había prendido fuego a la cosecha salió huyendo hacia el monte lindero y en unos instantes desapareció entre los encinares. Alertados por los gritos y la densa columna de humo, empezaron a llegar más gente del pueblo, porque el fuego amenazaba con quemar también sus cosechas. —¡Dios nos libre! ¿Que comeremos este invierno? —gritaba una pobre mujer, echándose las manos a la cabeza horroriza por la voracidad de las llamas. —¿Qué hacemos, Andrés? ¡Tú ya has visto lo que ha pasado! Ha sido el loco del Agustín quien ha prendido el fuego, nosotros no somos culpables. —¡Dios se apiade de nosotros! —gemía el viejo segador—, ¡ahora sí que hacemos huelga, pero por necesidad! ¡Ya veremos si salimos bien de ésta, que con nuestros antecedentes igual nos hacen a nosotros culpables! No se por qué pero tuve la ocurrencia de que si se encerraban en la iglesia del pueblo no podrían hacerles nada mientras yo intentaría mediar por todos ellos y evitar una desgracia. Les pareció bien la idea y se apresuraron a regresar al pueblo mientras los campos de mies se convertían en cenizas. Apenas llegamos a la Iglesia cuando vimos subir por el camino dos parejas de guardias civiles a caballo y al galope, levantando una densa polvareda, y algo más retrasado, el coche del Romanín, que parecía tener instinto para estar en medio de todos los conflictos. —¡Deprisa, a la iglesia, y cerrad la puerta con el cerrojo, que yo intentaré calmarlos! —les grité empujándoles para que se apresuraran. El niño calló al suelo, lo cogí en volandas y se lo di a su padre. La criatura lloraba y se quejaba de la herida que se había hecho en la rodilla al caer, y que le sangraba abundantemente—. ¡Hay agua en la sacristía, lávale la herida! Apenas se escuchó el ruido del cerrojo atrancar la puerta por dentro cuando aparecieron los guardias civiles, que, impasibles, descendieron de las monturas. Los pobres animales chorreaban sudor y se les llenaba la boca de espuma, resecos por el esfuerzo y por la presión del bocado. —¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué es esa humareda? ¿Quién se ha encerrado en la iglesia? —me preguntó repetidamente el cabo con malos modales, mientras ordenaba a los otros números que tomaran posiciones a la salida del pueblo. —¡Están ardiendo los sembrados! ¡Ha sido un accidente! No terminé la frase cuando llegó el coche del Romanín, pero para mi sorpresa descendieron de él don Román y don Gregorio, además del hijo y algunos de su cuadrilla. —¡Qué ha pasado aquí, Andrés? ¿Qué es lo que está ardiendo? ¿Son mis sembrados, verdad? ¡Y lo habrán hecho los del piquete! ¿No es así, Andrés? Yo no perdí la calma y volví a repetir lo que le había dicho a la Guardia Civil. —¡Ha sido un accidente, don Román! ¡Supongo que un cigarrillo, no estoy seguro porque acaba de suceder! —¡Anda, Romanín, acércate a los sembrados a ver qué ha sucedido! —ordenó a su hijo, después volvió a dirigirse a mí con tono agresivo y amenazante—. ¡Dónde están mis segadores; qué ha pasado aquí, coño, y dime la verdad Andrés, que no están las cosas para engaños! Me indignó su tono altanero y grosero y eso me dio fuerzas para defender a los que estaban encerrados en la iglesia. —¡Están en la iglesia, don Román, pero esa es la casa de Dios y ahí no puede entrar la Guardia Civil sin autorización del obispado! —¡Cabo, eche la puerta abajo, ya pediremos después permiso al Papa si hace falta! —gritó colérico don Román. Yo me anticipé a los guardias y me apoyé sobre la puerta para evitar cualquier intento de derribarla. Don Gregorio, que observaba la escena nervioso y confundido, por fin reaccionó. —¡Espere, don Román, que no hay necesidad de violencias, yo hablaré con el muchacho! A desgana, e indignado por verse envuelto en aquel conflicto, se acercó a mí y pidió al guardia que nos dejara solos. —¿Ha sido tuya la idea de encerrarlos en la iglesia, no es así, Andrés? —¡Sí, don Gregorio, y no saldrán de aquí si no tienen garantías de que serán tratados de acuerdo a la ley! —¡Qué ley ni que puñetas, si ya no hay ley en España! ¡O sea, Andrés, que primero queman iglesias y ahora se refugian en ella ¡Diles que salgan y evitaremos una desgracia todavía mayor, que ellos mismos son capaces de quemar la iglesia para salvarse! Llegó el hijo de don Román y puso al corriente de lo ocurrido al padre. Alguien del pueblo le había contado con detalle lo sucedido, por lo que no puede mantener mi versión del accidente. Don Román, fuera de sí, se acercó a don Gregorio y casi le gritó: —¡Padre, esa gente son delincuentes! Han quemado mis cosechas y no hay Dios que los proteja de la ley, conque ¡échese a un lado que vamos a tirar la puerta abajo! Yo intenté de nuevo interponerme pero un guardia me sujetó fuertemente y me obligó a apartarme. Don Román volvió a gritarme: —¡Apártate, Andrés, y no te metas en esto! Cuando los tengamos e interroguemos ¡ya veremos si son o no son culpables! A golpes de culta consiguieron descerrajar la pequeña puerta de entrada, que por su vetustez no ofreció mucha resistencia. Don Gregorio se santiguó y cruzó las manos en un hipócrita gesto que parecía que estuviera rezando. Los guardias entraron y escuchamos sus gritos ordenando que salieran de donde estuvieran escondidos. Pasaron unos instantes angustiosos de silencio absoluto. De pronto se escucharon gritos e insultos, después sonaron dos detonaciones que me helaron la sangre. Don Gregorio volvió a persignarse y llevarse las manos a la boca aterrorizado, el Romanín, sin embargo, sonreían maliciosamente y don Román ni se inmutó. Yo me temí lo peor y sólo deseaba que aparecieran cuanto antes por la puerta y que aquellos disparos hubieran sido sólo de intimidación. Apareció primero el viejo segador, seguido de su cuadrilla, incluido el niño, quien, agarrado a los pantalones de su padre, no dejaba de gimotear asustado. Después, para alivio mío y de la Inés que había corrido a la iglesia avisada por los del pueblo, apareció el Juan y los del piquete, excepto uno, el hermano del Agustín, quien había prendido fuego a los sembrados. Los guardias de la calle los apuntaban con los mosquetones y les obligaron a ponerse de cara a la pared, sobre el muro de la iglesia, y permanecer con los brazos en alto, por detrás de la nuca. La madre del que no aparecía, angustiada, se arrojó al guardia que salía en último lugar empuñando una pistola y le grito: —¡Donde está mi hijo! ¡Hijo, que te han matado! El guardia mostró el arma al cabo y, librándose de la mujer, le dijo: —¡Estaba armado, mi cabo, ha sido en defensa propia! Pero aquella era una burda excusa, porque era evidente que aquella pistola era la reglamentaria de la Guardia Civil. La pobre mujer se desplomó desvanecida y tuvo que ser socorrida por otras mujeres que, sin contener el llanto, intentaron reanimarla. En efecto, el desalojo de la iglesia se saldó con la muerte de un muchacho de diecisiete años, hermano del pirómano huido, que perdió la calma y se enfrentó a la Guardia Civil armado con un grueso cirio, el mismo que había puesto don Román a San Antonio, por no haber otro santo milagrero, para que protegiera sus cosechas. Lo peor fue que aquella nueva muerte volvió a pesar sobre mi conciencia, pues la idea del encierro fue mía. Los segadores fueron puestos inmediatamente en libertad, pero por precaución los volvieron a poner en el primer tren, de vuelta a su tierra. En cuanto al Juan y al resto del piquete, fueron acusados de «alteración del orden público», «reunión ilegal» y «resistencia a la autoridad», porque mi testimonio les libró de la acusación de «destrucción de la propiedad privada», e ingresaron ese mismo día en la cárcel de Sigüenza. La cosecha sólo ardió una parte, desde donde le prendiera fuego el Agustín hasta el lindero norte, algo más de la mitad, pero el seguro que tenía contratado don Román compensó la pérdida. El resto lo segaron otras cuadrillas y el grano fue trillado con la misma máquina del año anterior. Y así concluyó en el pueblo la primera huelga revolucionaria en la que nos vimos envueltos. Un empleo para Inés Juan Valiente fue condenado a tres meses de cárcel por los cargos que se le imputaron después de los incidentes de la huelga general del campo en nuestro pueblo. No pudo librarse de cumplir la condena porque ya estaba fichado. El resto salieron en libertad porque estaban limpios de antecedentes. Del fugitivo no se sabía nada, aunque corrían rumores de que andaba por los montes y que bajaba al pueblo de vez en cuando, para ver a su pobre madre. Acordé con la Inés acompañarla a la cárcel de Sigüenza, ya que dado lo breve de la condena no sería trasladado a la provincial, y llevarle algo de dinero, ropa y alimentos, porque las condiciones de aquella prisión eran lamentables. —¿Qué puedo hacer, Andrés? —me dijo Inés por el camino de Sigüenza, angustiada por la situación—. ¡Ya sólo queda que un día me vengan con que al Damián y al Benjamín les ha ocurrido otra desgracia, que no sé ni dónde paran! ¿Y de qué vamos a vivir?, ¡que ya no tenemos ni que llevarnos a la boca! ¿Qué está pasando, Andrés? ¿Por qué todas estas luchas y todas estas muertes? ¿Qué ha sido de aquellos tiempos felices en que no tenía otra preocupación que la escuela… y cuatro tonterías propias de mi edad? ¿Dónde han ido a parar mis sueños de niña, mis vestidos de organdí y mi paseos por la alameda del brazo de un buen mozo importante!… —calló unos instantes y noté que sonreía en silencio, sin ocultar una cierta mueca de amargura, como si se estuviera viendo en esos sueños, pero que inmediatamente se desvanecieran—. ¿Te acuerdas cuando te regañaba porque eras un analfabeto? ¡Qué feliz me sentía en aquellos días¡ ¡Me hacías tanta gracia y disfrutaba tanto riéndome de ti! Pero no lo hacía con mala intención, sólo para que despabilaras, ¡y bien que te has despabilado! —volvió a callar un buen rato y caminamos en silencio escuchando casi con angustia nuestros propios pasos, pero no reanudamos la conversación para poder escuchar el lejano trino de un ruiseñor que cantaba en algún árbol de la ribera y luego el del cuco, resonando en algún lugar del valle, sin que nunca pudiéramos saber dónde estaba—. ¿Te acuerdas, Andrés, cuando te dije que si tú te metías a cura yo me metería a monja? ¡A lo mejor debería cumplir con esa promesa! —Es mejor no pensar ahora en todo eso —me atreví a sugerir, porque no deseaba que en sus recuerdos llegase a nuestras fugaces pero apasionadas relaciones de noviazgo secreto. —Si, razón llevas, Andrés, mejor es no pensar… ¡porque si pienso me voy a volver loca! Entonces se me ocurrió otra de mis ideas, que parecía no haber escarmentado con las anteriores, y le sugerí que se buscara un trabajo en Sigüenza, lo que la tendría distraída y, al mismo tiempo, podría ganar algún dinero, que sin duda lo necesitaba. —¿Y qué quieres que haga? ¿Dónde voy yo con estas pintas? ¿Y quién me va a querer cuando sepan de qué familia vengo? ¡Pues, menudos son los de Sigüenza! —Si no te importara hacer de criada, a lo mejor yo podría buscarte algo… —¡Más criada que soy en mi propia casa no lo sería en otra ajena, conque bien poco me importaría! —Estoy pensando en la familia Beltrán, porque… —¡Tú, Andrés, debes de estar loco! ¿Cómo van a quererme en esa casa con el odio que le tienen a mis hermanos? —¡Conozco bien a doña Virtudes, y además sé que no anda bien de salud y está buscando una chica para que le ayude en la casa. Seguro que si le hablo yo… Lo malo es que es una mujer de mucha iglesia, y ¡tendrías que acompañarla a rosarios y novenas casi a diario! —¡Eso no mata a nadie! —Entonces, Inés, ¿le hablo de ti? —Haz lo que tú quieras, Andrés, y piensa por mí ¡porque yo ya no sé ni lo que me conviene! La oportunidad surgió por las fiestas de San Roque, que, como ya era habitual, fui invitado a la casa de los Beltranes. Como otros años, también éste ayudé en la misa de la Virgen de la Mayor y acompañé, en un lugar destacado, la comitiva de la procesión. Ya en la casa, una vez más doña Virtudes, temblorosa y débil, me recordó mi inevitable destino: —¡Hoy si que parecías un cardenal, Andresito, que tienes ya mejor porte que el mismo obispo! ¡Que me perdone Dios si esto es pecado, pero este hombre debería poner más atención en lo que come, pues dentro de nada no habrá tela suficiente para hacerle una casulla nueva! —ella misma reía la gracia, pero no duraba mucho su alegría y volvía a recuperar el tono lánguido y sombrío de su expresión que ya era habitual—. Lo malo, Andresito, es que no sé si te veré de sacerdote, porque pienso que Dios me quiere llevar con él antes de que suceda… Pero, eso sí, ¡yo te veré desde el cielo!… —¡Doña Virtudes! —la interrumpía yo—, ¿qué son estos pensamientos tan sombríos? Usted tiene que vivir para verme de cardenal, tal y como hemos acordado, ¡y ni una palabra más sobre este asunto! Cambiamos de tema y elogiamos la solemnidad y lo concurrida que había estado la procesión y el programa de las fiestas, incluido el cartel de toreros de la Feria, que, aunque yo no era muy aficionado a las corridas, ella había sido madrina de toreros y todavía guardaba peinetas y mantones como si fueran reliquias de santos. —Por cierto, doña Virtudes —me atreví por fin a decir, introduciendo el tema del trabajo de la Inés— creo que anda usted buscando una criada. —Si hijo, pero las que se han presentado no le cuadran al Román, unas por una cosa y otras por otra, ¡como si fuera él quien se ocupara de la casa! —A lo mejor yo puedo buscarle una chica de mi pueblo. —¡Si es del agrado de mi marido! Es que, Andresito, con los tiempos que corren hay que tener mucho cuidado a quién mete una en su casa, que las mozas de por aquí son todas unas deslenguadas y unas malcriadas. Como tú dices, a lo mejor en tu pueblo… —Estaba pensando en la Inés. —¿Conoces bien la familia? —¡Desde luego, es la hija de los Valiente! La pobre mujer se santiguó de la impresión al escuchar aquel nombre, y bajando la voz me reprochó: —¡Pero Andresito, por Dios!, ¿cómo se te ocurre mentar aquí ese nombre? —Pero doña Virtudes, ¿qué culpa tiene la chica de lo que ha pasado entre ustedes y sus hermanos? Ella nunca se ha metido en asuntos de política y es apañada y de buenos modales, que nos conocemos desde que éramos niños. Además, los hermanos tampoco son culpables de nada, y uno de ellos está pagando ya lo poco o mucho que hayan hecho. ¡Es de buen cristiano perdonar a nuestros enemigos, doña Virtudes! —Eso es verdad, Andresito, y por mí bien perdonados están, pero el Román… ¡no me atrevo ni a pedírselo! —Yo lo haré, doña Virtudes, si usted está de acuerdo, yo me ocupo de comentarlo con su esposo. —¡Sea, Andresito, que los caminos del señor son inescrutables y nunca sabemos cómo ganamos el cielo! Don Román debió pensar que teniendo a la menor de los hermanos Valiente en su casa los tendría más controlados y no se atreverían a volver a causar daños en sus intereses, porque superada la primera sorpresa y hasta indignación por mi atrevimiento, debió reconsiderar esta posibilidad y aceptó recibirla en su casa para mantener una entrevista. Se lo hice saber a la Inés, que se revolvió nerviosa, pues ella misma desconfiaba de las buenas intenciones de esta familia, pero dada su necesidad aceptó presentarse en la casa de los Beltranes tal y como habíamos acordado. Doña Virtudes la encontró adecuada y de buenas maneras, muy diferente, según ella misma, a las chicas que había entrevistado anteriormente. Hasta se sorprendió que una chica de pueblo no fuera analfabeta y capaz de resolver con más agilidad que ella misma las cuentas del mercado, además de ser capaz de leer tan de corrido. —¿Te gustan las biografías de santos, niña? —¡Si son bonitas… claro! Don Román, que estaba presente en la primera entrevista, la miraba de arriba abajo sin el menor reparo, como si le preocupara más que no fuera manca o coja que sus habilidades en la cocina o con la lectura. Finalmente, los dos quedaron satisfechos y acordaron el jornal, las faenas y los horarios. Ganaría tres pesetas al día, bastante por debajo del sueldo mínimo legal, pero estaba alojada y comida. Permanecería en la casa seis días a la semana y podría disfrutar de un día libre para volver al pueblo y atender a sus padres. Vestiría uniforme de criada, con cofia blanca y delantal almidonados, pero para las salidas a misa, la propia doña Virtudes le proporcionaría la ropa adecuada, para que no pareciera que la acompañaba una criada, sino una señorita de compañía. En general, y dados los tiempos que corrían, las condiciones no eran malas, pues con esas tres pesetas podían vivir los padres, sin lujos pero con lo básico. Satisfecho del resultado de mi buena gestión, acompañé a Inés el primer día de su nuevo trabajo. Vestida con las ropas de criada, que se había llevado al pueblo para hacerles algunos arreglos, y cubierta con una toquilla negra, descendimos otra vez juntos el camino hacia Sigüenza. —¿Estás contenta, Inés? —le pregunté por el camino. —¡Sólo a medias, Andrés, yo nunca he trabajado para nadie y no sé si valdré para que me manden! —¡A todo se acostumbra uno, Inés! Yo tampoco creía valer para el seminario y a los tres meses ¡me daba pena abandonarlo! Inés, como era de esperar por su buen natural, se hizo pronto a la casa, y ayudó a sacar adelante a su desgraciada familia. CAPÍTULO DUODÉCIMO La Revolución de Octubre No había terminado el mes de agosto de 1934 cuando la tensión que se vivía en el país produjo un nuevo suceso, que volvió a recordarme que aquella relativa calma, tras finalizadas las fiestas y con la satisfacción de haber colocado a la Inés en la casa de los Beltranes, era ficticia. El último día de aquel caluroso mes un nuevo enfrentamiento entre falangistas y sindicalistas causó la muerte del joven dirigente de las Juventudes Comunistas, Joaquín de Grao. La reacción de las izquierdas fue apoteósica y el día del entierro casi cien mil personas acompañaron al féretro, mientras un avión lanzaba rosas rojas sobre el cortejo. El mismo día en que yo regresaba al seminario, las derechas organizaron, a su vez, otra manifestación, esta vez en el emblemático lugar de Covadonga, donde se concentraron miles de «cedistas», falangitas y otras fracciones, opuestas ya abiertamente a la República. El propio Gil Robles, sin la menor preocupación por las posibles consecuencias políticas, dijo en aquella reunión: «¡Hasta aquí hemos llegado, y ya no vamos a aguantar más!», negando ya todo apoyo al gobierno de Lerroux. Como protesta, nuevamente se declaró la huelga general en Madrid, pero también en Asturias. El Gobierno, decidido a frenar estas iniciativas, cerró varias Casas del Pueblo, pero la huelga paralizó hasta las emisoras de radio, impidiendo que el propio ministro de la Gobernación pudiera dirigirse al país como tenía previsto. Volvió la espiral de violencia al país y a mediados de septiembre dos nuevas muertes en San Sebastián de dirigentes de ambos bandos ensombrecía otra vez el panorama español. Tal era el estado de cosas que el ministro de la Gobernación, Salazar Alonso, pidió que se declara el estado de guerra, que no fue declarado porque era inminente la caída de aquel Gobierno y parecía ya inevitable que la CEDA entrara a formar parte del que surgiera tras la crisis. En una reunión de socialistas y comunistas, celebrada el 11 de septiembre, Largo Caballero se salió con la suya al conseguir que el Partido Comunista ingresara en las Alianzas Obreras, paso previo para crear un frente común e intentar un nuevo y decisivo alzamiento revolucionario, antes incluso de que las derechas llegaran a formar nuevo Gobierno. Pero los comunistas, tal vez más realistas porque carecía de fuerza política y todavía era escasa su militancia, proponían la huelga general como medida de presión para impedir a Gil Robles y a las derechas que entraran en el Gobierno. También Indalecio Prieto disentía de la estrategia de Largo Caballero, quien ya empezaba a apodarse el «Lenin español», y aunque estaba de acuerdo con el alzamiento revolucionario, el objetivo no era instaurar un régimen socialista de principios marxistas, sino reforzar la República con un nuevo gobierno republicano-socialista. El primero de octubre se desencadenó la crisis de Gobierno. Las consultas duraron tres días, durante los que la tensión alcanzó tal magnitud que las tropas fueron acuarteladas. Ese mismo día «El Socialista» había escrito en su editorial: «¡En guardia, compañeros. Hemos llegado al límite de los retrocesos!», haciendo un claro llamamiento a la insurrección popular. El día 4, Gil Robles consiguió por fin lo que deseaba y Alcalá Zamora firmaba el decreto de constitución de nuevo Gobierno con tres ministros de la CEDA. Ese mismo día, en otra editorial, el periódico de los comunistas, «Mundo Obrero», lanzaba también su consigna revolucionaria: «¡Ha llegado la hora de la decisión!…». Sólo faltaba por saber cuál sería la posición de la C.N.T.-F.A.I. y de otros grupos anarquistas y libertarios. Pero estos desconfiaban de comunistas y socialistas, pues no habían participado ni apoyado sus dos intentos revolucionarios anteriores, ni estaban de acuerdo con los sistemas políticos y sociales que pretendían instaurar tras la revolución. Sólo en Asturias los anarquistas estaban en buena sintonía con comunistas y socialistas. Sea como fuere, con o sin su apoyo, el 4 de octubre se hizo la convocatoria de huelga general revolucionaria en toda España, y todos contuvimos el aliento, porque temíamos que se avecinaba el «octubre revolucionario español». Ese mismo día, al atardecer, me hizo llamar el obispo. Tenía la sensación de que el prelado quería advertirme sobre la situación, y mi intuición fue acertada. —¡Andrés, quiero advertirte de que se avecinan graves sucesos y no deben cogernos desprevenidos! Supongo que sabes ya de qué te estoy hablando… Puede que haya una revuelta, y aunque aquí no espero que pueda suceder nada, pues estamos bien protegidos por la Guardia Civil, ya sabes dónde está la pistola. Estate atento a mis órdenes y si ves que hay altercados por la calle, ven rápidamente, que tengo preparado un plan para escapar si las cosas se vuelven en nuestra contra. Este era el sentir de la Iglesia por aquellos revueltos días de octubre. El día 5 nadie pudo concentrarse en sus estudios y vivíamos pendientes de las noticias que llegaban de Madrid, pero la huelga general iniciada la madrugada anterior había dejado la capital sin la mayoría de las emisoras de radio, excepto la radio oficial. Tampoco funcionaban los teléfonos, de manera que nuestra inquietud se hizo mayor debido a la falta de noticias, todo lo más corrían rumores de que en Madrid ya se habían producido los primeros enfrentamientos armados entre huelguistas y la Guardia de Asalto. Algunos compañeros, temerosos de las posibles represalias si triunfaban los sublevados, ya hacían planes para evacuar el seminario. —¡Yo salto por la valla de las huertas, que ya he apilado unas cuantas piedras por si acaso! Y la sotana se queda aquí, que tengo escondido un gabán por lo mismo. —¿Qué tiene que ver esta revolución con nosotros si todavía no somos curas? —contestó uno de los compañeros que parecía el más ingenuo—. ¡Estos van contra la Iglesia no contra los seminaristas, que somos gente del pueblo bajo, como ellos! —¡Calla, animal, no vengas aquí hablando como un marxista!—le recriminaron. Así era el ambiente que se respiraba en el seminario ya la mañana del día 5, en la que vivíamos más pendientes de la calle que de las lecturas comentadas de la Biblia o de la Historia de la Iglesia, controvertida asignatura para aquellos graves momentos. Yo pensé en la Inés y la suerte que correría si realmente se producía una revolución, ya que si se organizaba algún tumulto estaba seguro de que atacarían la casa de los Beltranes, pero me tranquilizó el comentario del obispo sobre la Guardia Civil local, y que, por otro lado, la ciudad en sí no era mayoritariamente favorable a secundar la convocatoria de huelga. Como no nos permitieron salir del seminario no pude saber si realmente se hacía seguimiento de la huelga, pero al menos ya sabíamos que los ferroviarios habían tomado la estación y los trenes no circulaban. Tampoco salieron los autobuses, que estaban aparcados frente al seminario ni se veía movimiento de gentes por la calle, en todo caso ni más ni menos de un día normal. A primera hora de la mañana la emisora de radio oficial comenzó a emitir noticias y el nuevo ministro de Gobernación habló al país para anunciar que «la tranquilidad reinaba en España», pero, a juzgar por su lánguido tono de voz, no parecía estar muy convencido. A media mañana ya se sabía que en Asturias la huelga general convocada por las «Alianzas Obreras», por tanto con socialistas, comunistas y anarquistas, había tomado un cariz violento, de insurrección armada generalizada, y la mayoría de los mineros, armados con cartuchos de dinamita y las armas que iban consiguiendo de los cuarteles que iban cayendo tras ser asediados, estaban ya organizando un «Nuevo régimen», y cada grupo nombraba ya sus «Comités», coordinados por el minero Ramón González Peña. Inmediatamente colectivizaron fábricas, vaquerías, almacenes de víveres y transportes, y en muchos pueblos hasta fue suprimido el dinero, porque la insurrección había sido mejor preparada y menos improvisada que en el resto de España. En Barcelona, por ejemplo, la huelga fue un caos total, porque la Generalitat, presidida entonces por Companys, se debatía entre su respeto a la legalidad vigente de la República y la presión de los jóvenes de Estat Català y los nuevos somatenes, que recibieron armas para reprimir a los sublevados. Estos tampoco actuaron coordinadamente y los de las «Alianzas Obreras» y de la C.N.T. fueron cada uno por su lado. En vano el presidente emitió varios desesperados mensajes por radio, porque la huelga se hizo general en la mayoría de las comarcas próximas a Barcelona, así como en toda la cuenca del Llobregat. Al anochecer de aquel día nadie quería retirarse a los dormitorios donde quedaríamos aislados de cualquier rumor o nueva información. Lo que sucedía era que, en realidad, no había unanimidad entre nosotros sobre de qué lado estábamos. Nadie quería manifestar abiertamente sus preferencias, pero por sus gestos al recibir nuevas noticias se sabía de qué lado estaban realmente. Yo tenía bastante confianza con un tal Jordi González, hijo de madre catalana y padre castellano, con quien me atreví a comentar los acontecimientos, y quien no ocultaba sus preferencias por los sublevados, pero estaba dividido sobre los acontecimientos en Cataluña. —¡Los anarquistas no entienden a los catalanes! Creen que somos burgueses y hasta reaccionarios, pero yo creo que es una forma nuestra de entender el orden y la justicia social, basada en el trabajo y en la responsabilidad. Era evidente que su corazón estaba del lado de la tierra de la madre y no era de extrañar, pues si había por entonces una región en España que representaba la modernidad, dentro de un liberalismo económico, algo déspota pero también ilustrado y democrático, ésa era Cataluña. El resto del país padecía todavía del legado decimonónico absolutista, y propenso a gritar en cualquier momento que fuera necesario aquel «¡Viva las cadenas!» de los seguidores de Fernando VII. No en vano Napoleón quiso extender la Europa liberal y burguesa nacida de la Revolución francesa hasta el Ebro, pero ni un kilómetro más al sur, y lo hubiera conseguido de no haber sido por la oposición del hermano, quien ingenuamente creyó que los españoles se lo iban a agradecer. La madrugada fue tensa y de insomnio. Yo compartía litera con el Jordi y podíamos hablar sin ser escuchados por los demás compañeros, que tampoco podían conciliar el sueño. —¿Qué harás tú si triunfa la revolución? —me preguntó el Jordi con un tono de voz casi temblorosa. La pregunta me cogió por sorpresa porque eran ya tantas las revueltas y sublevaciones que habíamos tendido que soportar en tres años de República que ya no creía realmente que alguna pudiera triunfar. Me parecían explosiones de indignación popular, mal organizadas y descoordinadas, pero, a fuerza de leer sobre las circunstancias de todas las anteriores, ya me había hecho un experto en estrategias revolucionarias. Yo sabía que ninguna revolución podía triunfar sin contar con el apoyo del Ejército, así es que tranquilicé al pobre muchacho, como si la respuesta se la diera el mismísimo jefe del Estado Mayor. —¡Tranquilo, Jordi, si el Ejército no les apoya no pueden triunfar! —Entonces, ¿por qué tanto derramamiento de sangre inútil? ¿Es que no lo ven ellos que no puede ser? —¡Buena pregunta! —respondí, al tiempo que me vino a la memoria la joven anarquista muerta en mi pueblo—. En cierta ocasión vi como mataban a una joven anarquista, y estando junto a su cadáver me hice esa misma pregunta: ¿Por qué se había sacrificado si todo estaba en su contra? ¿Hasta qué punto los seres humanos creemos tan ciegamente en nuestros ideales que somos capaces de arriesgar la vida por ellos aun sabiendo que están perdidos de antemano? ¡Yo no tengo la respuesta, Jordi, ni creo que nadie la tenga¡ ¡Las personas somos un misterio incluso para nosotros mismos! —Entonces, ¿tú ya has visto muertos, Andrés? —Los he visto, sí, ¡y si Dios no pone fin a esta violencia fraticida aún me quedarán muchos más por ver! —contesté como si hubiese recibido una inspiración. Permanecimos en silencio y apenas se escuchaba el susurro de otras conversaciones, que no serían muy distintas de la nuestra. Al cabo de un rato me volvió a preguntar con la misma voz débil y temblorosa: —¿Tú quieres ser cura, Andrés? De nuevo la pregunta me cogió por sorpresa, pero no podía contestar cualquier cosa. Aquella era una buena oportunidad para sincerarme conmigo mismo. —¡No, la verdad es que no, Jordi! ¡Me metieron a la fuerza y aquí estoy! —¡Yo sí, lo he deseado siempre, desde que era un chaval! Pero quiero ser un cura de verdad, y no como estos! No sabría explicártelo, Andrés, pero lo siento así. ¡Quiero irme a la tierra de mi madre, a una aldea del Pirineo gerundense y ser el cura del poble, como si fuera el pregonero o el cartero; ser uno más, el más humilde. Ayudar a la gente, mostrarles las bondades que nos enseñó Jesucristo; enseñarles a no mentir, ni blasfemar, ni hacer mal al prójimo. Pero no quiero andar presumiendo de santurrón ni que me vengan con adulaciones ni prebendas. Me gusta la gente sencilla, que caiga en la tentación pero que sienta de veras su culpa y se arrepienta con humildad y contrición, no como estos beatos, que saben la misa en latín pero no les hables de la bienaventuranzas… —volvió a permanecer unos instantes en silencio. Yo no repliqué porque estaba tratando de reflexionar sobre tantos buenos propósitos. Después, prosiguió—: Yo no creo que los anarquistas, que dicen que son tan ateos, se metieran conmigo siendo un cura como te digo. Porque yo respeto igual a los que creen como a los que no, ¡que más vale un ateo pero honrado, que un creyente pero que sea un sinvergüenza! —de nuevo se hizo el silencio y tampoco supe qué replicar. Lo siguiente me volvió a desconcertar—. ¡Vamos a rezar por todos esos infelices que estarán muriendo en estos momentos, Andrés, por los unos y por los otros, que todos son hijos de Dios! —y no volvió a hablar en toda la noche. Yo no sabía cómo hacerlo, pero por alguna razón me sentía sobrecogido y turbado por la fortaleza de la fe de aquel muchacho y tal vez sólo para complacerle intenté improvisar una sencilla oración de súplica: «Te ruego Señor que perdones a los que en estos momentos están matando a sus hermanos, ¡porque no saben lo que hacen!». Fue una breve oración, más por solidaridad con el muchacho que por mi propia iniciativa, pero me debió reconfortar el ánimo, porque casi al terminarla me quedé dormido. La incertidumbre Amaneció el viernes día 6 sin noticias ni apenas rumores. Durante el almuerzo alguien corrió la voz de que varias columnas del Ejército marchaban sobre Asturias, donde los huelguistas ya tenían el control de ciudades tan importantes como La Felguera, Gijón y Avilés, y que se luchaba a las puertas de Oviedo, donde los dinamiteros estaban causando estragos por allí donde pasaban, dejando la ciudad en ruinas. También, que se habían apoderado de una fábrica de armas, donde se aprovisionaron de cañones y ametralladoras, por lo que la lucha empezaba a ser favorable a los huelguistas, que ya habían declarado la «República socialista» en todas estas ciudades y en la mayoría de las cuencas mineras. También en las vascongadas los huelguitas parecían tener controlada la situación y el paro era total en Vizcaya y Guipúzcoa. Yo estaba deseando que llegara el sábado, porque había sido invitado a cenar con los Beltranes, y allí tendría oportunidad de conocer la situación y, al mismo tiempo, enterarme de cómo iban las cosas en el pueblo, y si el Juan había vuelto a ser detenido, como sucedió con la última insurrección. De Cataluña llegaban rumores alarmantes y el pobre Jordi no paraba de importunarme con preguntas para las que yo no tenía respuesta: —¿Qué se sabe de mi tierra, Andrés? —¡Lo último que sé es que andan las cosas revueltas, pero no se ponen de acuerdo de qué partido tomar! —¿Y de qué lado está el President? —¡Pues eso, que no sabe de qué lado estar! —¡De ésta perdemos la autonomía! —me dijo, procurando que sólo yo le escuchara. Ese día no nos permitieron hacer el paseo por los prados cercanos y nos quedamos encerrados en el seminario, pero tampoco las clases pudieron darse con normalidad, pues la mayoría de nosotros estábamos nerviosos y distraídos, de manera que concluimos en día en el patio quitándonos los nervios a patadas, jugando el partido de fútbol más violento que recuerdo, pues el balón saltó las altas tapias en más de una ocasión. También el rosario fue de compromiso y mal rezado. Ya en los dormitorios cada cual intentó quitarse la inquietud leyendo su devocionario, jugando a la brisca o contando chistes de paletos, y algún que otro picante, pero bajando la voz para que no fuera escuchado por el celador del dormitorio. Amaneció el sábado y a la hora del desayuno cada cual preguntaba a su compañero si sabía algo nuevo de la situación en el país, pero todos se encogían de hombros y se declaraban ignorantes. Yo esperaba poder salir antes del almuerzo, con la socorrida excusa de visitar a mi padre en el asilo. A media mañana el obispo me hizo llamar por don Gregorio. Acudí esperando que no me retuviera con alguno de sus inoportunos encargos, pero fue todo lo contrario, era para notificarme que esa noche acudiríamos los dos a la casa de los Beltranes, pues doña Virtudes quería hacerle entrega en persona de un mantón bordado por ella misma para la imagen de la Virgen de la Mayor. Promesa que le tenía hecha después de que salieran con bien de la sublevación de agosto. —A las siete, ni un minuto después, ven al palacio, que iremos en coche a casa de la familia Beltrán, pues, aunque no hay gran distancia, no está el día para ir al descubierto. Y, por si acaso, ¡esta vez coge la pistola, Andrés! Era tal mi inquietud por los sucesos del día, que me atreví a preguntar al prelado por la situación general de la huelga. —Las cosas anda un poco revueltas en Asturias y Cataluña, pero el Gobierno ya está tomando las medidas necesarias para solucionarlo… ¡Anda, vete con Dios a ver a tu padre, pero a las siete en punto te quiero en el palacio! Al salir a la calle el ambiente no era desde luego el de un sábado normal. Sólo dos o tres puestos se habían instalado en la plaza del mercado, algunos comercios permanecían cerrados y dos guardias civiles a caballo patrullaban por la plaza, sin poder tener quietos a los animales, que se revolvían como si sintieran también ellos la tensión del momento. Fui al asilo y encontré a mi padre postrado en la cama, con serias dificultades para respirar, porque se escuchaba el ronquido de sus bronquios congestionados. Tenía la boca entreabierta, las mejillas secas, con barba de varios días y la mirada perdida en algún lugar del techo. No sé si se percató de mi presencia, pero una hermana me advirtió que había cogido frío y contraído una neumonía, y que tenía dificultades para respirar. —¿Teme usted por su vida, hermana? —¡Qué se yo, Andrés!, pero es mala cosa la neumonía para los viejos, aunque dicen que es la muerte más dulce y tranquila. Si se agrava ya te haré llamar al seminario… pero vete tranquilo que el mal no es para que se lo lleve Dios… al menos de momento… Confortado por la monja, emprendí el camino del pueblo, no sin comprar antes los dos únicos periódicos que había llegado al pueblo, el «ABC» y «El Debate». Había nacido ya el hijo del Juan, una criatura endeble y de poco peso, que la comadrona había dado por muerto, pero que sorprendió a todos con un inesperado llanto fuerte y rabioso, como si reclamara su derecho a vivir cuando ya había sido desahuciado. Tal vez por esto el Juan no fue detenido por prevención como la vez pasada. Lo encontré sentado en la puerta de su casa, porque el día era soleado y templado y se estaba bien al aire libre. Acunaba a la insignificante criatura, que permanencia envuelta en una mantita, acurrucado en un serón de esparto, de los que se utilizan para acarrear el grano desde las eras. —¿Cómo está la criatura, Juan, se hace a la vida o qué? —¡Psché, qué se yo! No está muy fuerte, pero mama con ganas, ¡que es lo que importa! —contestó el Juan, quien era evidente que estaba preocupado por la debilidad y el poco peso de su primer hijo. —No es que yo entienda de esto —le dije, haciendo alguna monería al pobre crío, del que apenas pude ver su cabecita, grande y desproporcionada, que me pareció casi deforme—, pero la naturaleza es muy sabia y no te puedes fiar de las apariencias, ¡a lo mejor te sale boxeador! Sonrió la ocurrencia el Juan, pero su expresión seguía melancólica y preocupada. —¿Qué sabes de tus hermanos? —le pregunté, sabiendo que ésta sería la verdadera causa de su inquietud. —¡Nada, Andrés, pero seguro que andan metidos en la sublevación de Barcelona! —¿Y qué sabes de Barcelona? —¡Puede que haya guerra civil! En efecto, a esas horas estaban reunidas en la Generalitat todas las partes en conflicto, tratando de encontrar una salida a la crisis. Allí estaba los de Estat Català, que pretendían hacer frente a los anarquistas de la C.N.T., y representantes de la «Alianza Obrera», que querían proclamar la «República Catalana». Pero, en Madrid, Lerroux estaba decidido a aplastar cualquier resolución que fuera contraria a la situación vigente, y había ordenado al general Batet marchar con sus artilleros a la misma Plaza de la República, para tomar, si fuera preciso a cañonazos, el palacio de la Generalitat y el Ayuntamiento. No apareció nadie extraño por el pueblo, ni estaba previsto que don Gregorio oficiara misa aquel día, lo que sentó muy mal a las pobres mujeres, acostumbradas a ellas como una obligación. Pero don Gregorio, desde la muerte del hermano del Agustín, y estando todavía éste fugitivo, temía aparecer demasiado por el pueblo, porque corrían rumores de que éste había jurado vengarse matándole a la menor oportunidad. La Guardia Civil hizo varias redadas por los encinares, llegando hasta los límites de Aragón, pero no dieron con su paradero. Estuve andando por el campo hasta el atardecer, recordando mis tranquilos días de pastor. Llegué hasta la fuente donde solía abrevar el ganado y me encontré allí al pastor de don Mariano, cuyo rebaño ya pasaría de las quinientas cabezas. Los animales se amontonaban alrededor del pilón, saltando unos sobre otros, hasta alcanzar el agua. Cambié unos saludos con el despreocupado pastor y conseguí hacerme un sitio entre las sedientas ovejas junto al caño para beber un trago de agua. Calmada la sed me dispuse a regresar al seminario, tal y como había acordado con el obispo. Al pasar por la estación, vi que llegaban varios números de los Guardia Civil, tal vez con la intención de permitir que saliera el tren correo para Madrid. Allí se habían hecho fuertes el primer día de la huelga los ferroviarios de la U.G.T., pero tras varias cargas de los guardias, no pudieron impedir la salida del tren, que finalmente no pudo pasar de Jadraque, porque estaban paralizadas por la huelga las estaciones de Guadalajara y Madrid. Al llegar al seminario ya estaba el coche del obispo aparcado junto a las escalinatas del palacio. Cambié un saludo con el chofer, que por alguna razón no me tenía simpatía, y subí a los aposentos del obispo tan rápido como me fue posible. Don Martín estaba ya listo para salir y al verme llegar me entregó él mismo la pistola, dándome las últimas recomendaciones: —En casa de los Beltranes no hace falta que vayas armado, así es que deja la pistola en el coche, en los bolsillos de la puerta, que no lo sepa en chofer. Subimos por la calle de Cardenal Mendoza, en la que no vimos más que a un joven, algo subnormal, que nos hizo un gesto obsceno que desagradó profundamente al obispo, y salimos a la plaza de la Catedral, donde el reloj de la torre daba el primer cuarto para las ocho. La plaza Mayor también estaba desierta, si no fuera por dos números de al Guardia Civil que patrullaban a caballo por el pueblo, que habían desmontado y estaba apostados bajo los soportales, fumándose un cigarrillo. Al ver llegar el coche del obispo, se cuadraron y al descender le hicieron un saludo militar. —¡A sus órdenes, su Ilustrísima! —dijo el cabo, inclinándose para besarle el anillo. —¿Cómo están las cosas por el pueblo? —¡Con paz y orden, gracias a Dios, su Ilustrísima! —Dios quiera que siga así hasta que pase esta locura. —Eso mismo deseamos nosotros, su Ilustrísima —Que tengan buen servicio, ¡y que Dios les bendiga! —dijo finalmente el obispo a los guardias. Estos volvieron a cuadrarse y el cabo volvió a besarle el anillo. Doña Virtudes, advertida por el ruido del coche, había ordenado a la Inés, que ya estaba familiarizada con la casa, que abriese la puerta y atendiera al prelado. Yo no podía evitar mi nerviosismo, porque no sabía cómo iba a reaccionar al encontrarme otra vez con ella, ya como doncella de los Beltranes. La casa se había transfigurado para tan solemne ocasión. Lucían todas las bombillas y aparecieron imágenes de santos y estampas religiosas por todas partes, además de ramos de claveles rojos y blancos, difíciles en encontrar en aquellas circunstancias. Sobre la gran mesa del comedor, cubierta con una mantelería de encaje, ardía un candelabro de plata de cuatro brazos y sobre una bandeja, también de plata, estaba el prometido mantón. —¡Pase, su Ilustrísima; pase a mi humilde casa! ¡Felices los ojos que le ven de nuevo, y de tan buen aspecto! —¡Sin protocolo, Virtudes, que aquí tienes que tratarme como de la familia, y a tutearme! —¡No, por Dios, que sería una falta de respeto! —se excusó la mujer, sin evitar su inquietud por la presencia del obispo. Don Román le besó el anillo, pero con un gesto rápido y protocolario, y se interesó inmediatamente por los sucesos del país. —¡Malos tiempos para España, Martín! —¡Malos; malos de verdad, Román, que de ésta no sé si saldremos sin un baño de sangre! Los dos hombres hablaban como si fueran viejos camaradas, sin protocolo alguno y en plena sintonía de ideas y preocupaciones. Entró la Inés en el salón llevado una bandeja con aperitivos y copas de vino, cruzó una mirada rápida de complicidad conmigo, y sin decir una sola palabra dejó la bandeja sobre la gran mesa y ya se iba a retirar cuando doña Inés la tomó por el brazo y la presentó al prelado. —¡Esta moza es Inés, nuestra nueva doncella! —dijo la mujer. Inés se sonrojó, porque no esperaba que fuera presentada al mismo obispo, hizo una respetuosa inclinación y besó el anillo del prelado, quien por costumbre ya solía anticiparse, extendiendo la mano. —¡Buena moza, y educada! —comentó con don Román. —Es hija de los Valiente, pero ha recibido buena educación y es muy letrada, ¡que lee la Biblia mejor que mis niñas! Doña Virtudes, azorada porque tal vez temiera que el mantón no fuera del agrado del obispo, se decidió por fin a mostrárselo y lo desplegó sobre la mesa. —¿Qué le parece a su ilustrísima?, ¿lucirá bien en la Virgen para las fiestas del año que viene? El prelado hizo un gesto de admiración claramente exagerado, pasó sus dedos cortos y carnosos por los bordados y exclamó con tono adulador: —¡Un trabajo propio de ángeles, doña Virtudes! ¿Quién lo ha bordado? La pobre mujer se sonrojó tanto que se llevó las manos a las mejillas para ocultarlas. Llena de orgullo, respondió al obispo: —¡Estas manos, ya viejas y temblorosas, don Martín! La adulación hizo su efecto y la pobre mujer se deshizo en elogios por el buen gusto del prelado, urgiendo a la Inés para que preparara la cena. —¡Anda, niña, ya puedes poner la mesa que don Martín debe de estar hambriento! Y cuando vayas a la cocina advierte que la sopa esté bien caliente, que una sopa fría es como beber agua de la fuente. De paso que vigilen el horno, no se vaya a chamuscar el cochinillo; que esté en su punto, dorado y jugoso, ¡como los que sirven en Segovia! Como se trataba de una cena especial, a mí me sirvieron en la cocina, con el servicio. Vi a la Inés entrar y salir llevando soperas, bandejas con pan y jarrás de vino puestas a enfriar en la fresquera, pero el cochinillo lo sirvió la propia cocinera, que lo había colocado primorosamente en una gran bandeja, rodeado de ciruelas pasas, patatas asadas y otras legumbres. En la boca tenía una manzana asada. Daba pena que se lo comieran por no deshacer la presentación. Salió la mujer sacudiéndose el delantal y al entrar en el salón se escucharon aplausos y parabienes. Cuando regresó a la cocina estaba roja como un tomate y nos comentó llena de sano orgullo profesional: —¡Este obispo sabe más de cocina que de latines, que se comía el cochinillo con la vista! ¡Gracias al señor que nos ha salido todo bien! —y se santiguó, como dando gracias al cielo por haber creado el horno y los lechones. Después de cenar me invitaron a que me reuniera con los hombres en la librería, donde esta vez acepté una copa de coñac; que ya me estaba haciendo el paladar a este sano licor. Había un aparato de radio en la librería, y debían ser las nueve pasadas cuando don Román intentó sintonizar alguna emisora que diera las noticias, pues, pese a la suculenta cena y la modorra que nos producían los licores, todos estábamos profundamente inquietos por los acontecimientos del día. Algo debió de escuchar don Román que le impresionó, porque nos pidió a todos guardar silencio y exclamó indignado: —¡Los catalanes se han separado de España; acaban de proclamarse Estado independiente! —¡Válganos el cielo, y ahora qué pasará! —exclamó el obispo, dejándose caer pesadamente sobre uno de los sillones. —¡La guerra!, ¿qué va a pasar? ¡No puede haber más que una España! —exclamó airado el Romanín. —¡El cielo nos ayude! ¿Y qué hará el Gobierno? —volvió a preguntar angustiado el obispo. —¡Cumplir con su obligación y aplastar la rebelión! —replicó enérgicamente don Román—. Este viejo zorro de Lerroux se la tiene jurada a los catalanes desde que anduvo en política por aquellas tierras. Tiene a sus órdenes al general Batet, y, aunque no puedo presumir de conocimientos militares, ya te digo yo, Martín, que los catalanes se rinden al primer cañonazo. Serán buenos para los negocios, pero para las armas, ¡les faltan cojones! ¡Y perdona la expresión, Martín, pero ahí está la historia para confirmarlo! No estaba equivocado don Román sobre las intenciones del Gobierno de Madrid, y esa misma noche declaró el estado de guerra en todo el país. El general Batet acató las órdenes del Gobierno central y se enfrentó a los Mossos d’Escuadra de la Generalitat, produciéndose esa misma noche los primeros enfrentamientos armados en varios puntos de Barcelona. En Madrid, Lerroux llamó al general Franco para que dirigiera la represión de Asturias, quien con la colaboración del general Yagüe, Bosch y otros, se preparó para hacer frente a uno de los alzamientos revolucionarios más violentos que había padecido hasta entonces la débil República española, y el primero en importancia en Europa después de la Revolución de Octubre en Rusia. Un domingo violento Al salir de la casa de los Beltranes fuimos escoltados por la pareja de la Guardia Civil hasta el palacio, porque no se habían movido de la plaza a la espera del prelado. Jamás había visto aquella ciudad con un aspecto tan tenebroso e inquietante. Las calles estaban a oscuras y ni siquiera las alumbraba el resplandor de alguna ventana, que todas estaban cerradas a cal y canto. No había ni un alma por la calle y nos cruzamos con otros números de la Guardia Civil, que patrullaban para que fuera respetado el estado de guerra, declarado esa misma tarde por el Gobierno de Madrid. Yo tuve que quedarme en el seminario, porque no me permitieron volver al pueblo hasta el amanecer del día siguiente. Al entrar en el dormitorio fue inevitable que el pobre Jordi me preguntara angustiado si tenía noticias de lo que estaba sucediendo en Cataluña, y no me quedó más remedio que decirle la verdad: —Tu president ha proclamado el Estado catalán dentro de lo que él dice que es la «República Federal española», pero ¡aquí no hay República Federal que valga, Jordi, así es que ya andan a tiros por las calles los Mossos d’Escuadra y el Ejército! —¡Eso quiere decir que hay guerra en Catalunya! —me pidió que le aclarara, sin disimular su angustia. Yo me limité a confirmarlo con un gesto de cabeza. Me recosté sobre la cama y me propuse no pensar en nada, relajarme y dejar simplemente que pasara el tiempo, y a la mañana siguiente ya se vería en qué quedaba todo aquel revuelo. El Jordi lo comprendió y no volvió a preguntarme nada más, pero no debió conciliar en sueño en toda la noche. A la hora del desayuno del día siguiente ya sabíamos que el Ejército estaba atacando a cañonazos el palacio de la Generalitat de Barcelona, pero las noticias de Asturias no eran menos alarmantes, donde también el Ejército, no sin dificultad, avanzaba desde los cuatro puntos cardinales hacia Oviedo. A pesar del estado de guerra, la tranquilidad era evidente en toda la ciudad, y no se apreciaba el posible efecto de la huelga, pues los comercios estaban cerrados por ser festivo. Sólo la presencia de la Guardia Civil en las calles recordaba el estado de excepción en que vivíamos. Salí del seminario dispuesto a pasar el día en el pueblo y llevar las noticias al Juan sobre la situación en Barcelona, por si no las conocía. Al llegar a la altura de la plaza de la catedral, me sorprendió ver un grupo de personas, entre los que estaba el hijo de don Román y sus seguidores. Eran algo más de un centenar de jóvenes bien vestidos, con los atuendos propios del domingo, y que sin duda eran en su mayoría los hijos de las familias más acomodadas, que gritaban consignas a favor de la unidad de España y en contra de los huelguistas sublevados. Por curiosidad me acerqué al grupo, pues por mi sotana era evidente que no les resultaría extraña mi presencia, y pregunté a un joven, que agitaba la bandera rojinegra con el yugo y las flechas de los falangistas, la razón de aquella concentración. —¡Apoyamos a José Antonio, que está celebrando un mitin en la Puerta del Sol de Madrid para exigir al Gobierno que recobre la unidad de España y de muerte a los traidores! Preferí no hacer más preguntas porque el grupo, coreando frases cada vez más agresivas, había tomado la decisión de dirigirse hacia la Casa del Pueblo, y empezaba a descender la calle que desemboca en la alameda, al final de la cual se encontraba el local. Al verme el hijo de don Román, se acercó a mí, me puso la mano sobre el hombro y con su habitual tono despectivo me gritó, porque era la única manera de hacerse oir en medio de aquel alboroto: —¡Hombre, curilla, ahora si que vas a demostrarme de qué lado estás! ¡Anda, acompáñanos que les vamos a dar una lección de patriotismo a esos traidores de comunistas y socialistas de la Casa del Pueblo! No sabía cómo deshacerme de él sin provocarle, pues estaban tan enfebrecidos que cualquier negativa podrían interpretarla como una traición a su causa. —¡Si no llevara la sotana, todavía! —se me ocurrió responder sin medir bien mis palabras—, ¡pero con estos hábitos no puedo meterme en asuntos de política! Rabiaba por dentro por mi cobardía, pero al menos el argumento debió parecerle adecuado, porque el Romanín, sin abandonar su tono chulesco, volvió a palmearme el hombro y me replicó: —¡Bien hablado, sí señor, no vayan a decir por ahí que la Iglesia y la Falange son una misma cosa, que, aunque simpaticemos en lo esencial, cada uno tiene su propio credo! Logré zafarme del grupo pero no me alejé demasiado, pues una vez más mi temeridad pudo más que mi sentido común, y no pude evitar seguir de cerca los acontecimientos. Quiere a veces el destino complicar más las cosas de lo que ya están, porque esa misma mañana se habían reunido de urgencia la mayoría de afiliados de la Casa del Pueblo para discutir la marcha de la huelga, que había sido prácticamente rota por la Guardia Civil. Era tan corto el trayecto entre la catedral y el local que apenas tuvieron tiempo de reaccionar, y cuando quisieron salir se encontraron prácticamente de frente con los falangistas. Estos, creyendo que trataban de huir, y enardecidos por los gritos de unos y de otros, se lanzaron contra los sorprendidos sindicalistas. Cuando comprendieron que era imposible evitar el enfrenamiento se volvieron contra los falangistas y en un momento la calle quedó convertida en un campo de batalla, cruzándose insultos, al tiempo que se liaban a puñetazos, patadas o bastonazos, porque algunos habían encontrado alguna rama seca en los jardincillos cercanos. Se empezaron a ver narices ensangrentadas y gente rodar por el suelo, que eran pateados con saña hasta que podían ser ayudados por sus compañeros. Pero parecía que los falangistas estaban llevando la peor parte, pues la mayoría de los obreros eran gente fornida y, una vez encolerizados por la provocación, peleaban con más coraje que los falangistas. El propio hijo de don Román recibió un fuerte puñetazo en la nariz que le hizo rodar calle abajo. Cuando se recuperó y vio la sangre que le brotaba en abundancia de la nariz, grito fuera de sí: —¡Hijos de puta, os voy a matar a todos como a perros rabiosos! —y sacó su pistola, amenazando a unos y a otros, pero por el barullo de la pelea no se decidía a abrir fuego. Gracias a Dios que en aquellos mismos momentos llegaron al galope varios guardias civiles, quienes dispararon una ráfaga de ametralladora al aire y consiguieron detener la pelea. Asustado, el Romanín se guardo el arma precipitadamente. Sin descender de los caballos, un guardia civil les gritó: —¿Qué pasa aquí? ¿Quién ha empezado esta pelea? —¿Quiénes van a ser? —gritó un sindicalista—, ¡los de siempre! ¡Pero seguro que dirán que hemos sido nosotros! Los guardias parecieron comprender la delicada situación y que no podían detenerlos a todos. El que mandaba la patrulla descendió pausadamente de la montura, se acercó al que había replicado y le amenazó: —Si no queréis dormir todos en el calabozo ¡arreando a vuestras casas! Si hay más altercados, la próxima vez no dispararemos al aire, ¿comprendes «dirigente»? —se dirigió luego hacia los falangistas y también les amenazó, pero era evidente que sin la misma acritud—. Y vosotros, ¡a tranquilizar los ánimos y a no meterse en más líos, que tenemos órdenes muy severas y si hay más jaleos puede haber una desgracia! Conque, a vuestras casas ¡y sin rechistar! De mala gana los falangistas, descalabrados y magullados, recogieron sus banderas y se volvieron a la plaza de la catedral, donde aún permanecieron algún tiempo concentrados, pero vigilados de cerca por la Guardia Civil. Los sindicalistas obedecieron también, y en silencio se dispersaron, poniendo fin a otro enfrentamiento que hubiera podido acabar en tragedia. Mientras sucedieron estos hechos, en Madrid, en efecto, el mismo José Antonio Primo de Rivera había concentrado un numeroso grupo de simpatizantes en la Puerta del Sol, y después de improvisar un mitin de exaltación patriótica, fue recibido por el propio Lerroux, quien no podía ocultar sus simpatías por el hijo del dictador, con cuyo padre también había simpatizado. A primera hora de la tarde todo había concluido en Barcelona. Companys y el gobierno de la Generalitat en pleno, excepto el responsable de los Mossos d’Escuadra, José Dencás, que pudo escapar y huyó a Francia, fueron detenidos y encarcelados en un barco fondeado en el puerto. El Estat Català había durado horas. Dos importantes dirigentes catalanistas, Jaime Comte y Manuel González Alba, habían caído en la refriega. Por la noche, una bandera del Tercio, compuesta en su mayoría por extranjeros, desfilaba por las calles de Barcelona entonando marchas militares, terminando así de humillar a la ciudad tras su derrota. De poco sirvió el encendido discurso que en los momentos más críticos dirigió Companys por radio a los catalanes, quienes, a decir verdad, tampoco se movilizaron en defensa del nuevo Estado, reviviendo el espíritu de Maciá y con este final casi épico: «Cada uno en su lugar y la República en el corazón de todos. ¡Viva la República y viva la libertad!». Un baño de sangre Cuando el lunes regresé al seminario no se hablaba de otra cosa que de la persecución anticlerical que se estaba produciendo en Asturias. «¡No dejan a un cura vivo en las parroquias, pero tampoco respetan a las monjas de los conventos!». «¡A Dios gracias, aquí no hay huelga ni revoluciones!». Estos eran los comentarios más generalizados. No había ninguna posibilidad de que nos concentráramos en los estudios y pasamos la mañana comentando cualquier rumor o noticia que nos llegara por algún conducto. Aquel lunes no hubo una sola ciudad en España donde no se produjeran enfrentamientos con la Guardia Civil, la de Asalto o con los carabineros. Fueron constantes los asaltos a cuarteles, fábricas, edificios públicos, comandancias o ayuntamientos, pero lo sorprendente era que no se hablaba de que nadie en particular dirigiera todo aquel movimiento revolucionario. En cuanto al Ejército, la clave en todo este revuelo, sólo había sido movilizado en Cataluña y en Asturias, en el resto del país fue suficiente con las fuerzas policiales. Por espíritu corporativo, nuestra preocupación se centraba en la suerte que pudieran correr nuestros hermanos y hermanas de Asturias, y la coyuntura fue utilizada por nuestros tutores para probar que lo que los revolucionarios perseguían, en realidad, era la destrucción de la Iglesia católica como primera medida, y después la instauración de un régimen ateo e igualitario. —¡Aquí se está viendo cómo piensan los unos y los otros — comentaba el padre como alternativa a las inútiles clases de «Introducción a las Sagradas Escrituras» o «Lengua Griega», que correspondía aquella mañana—, y cómo no hay diferencias entre socialistas, comunistas o anarquistas, y muchos de los republicanos, que no ocultan sus simpatías por ellos. Yo me atreví a replicar, pues no me parecía justo no hacer distinciones, que las había y de fondo. —Diferencias las hay, que hay países donde los socialistas respetan a la Iglesia, como en Francia, donde el Frente Popular no ha hecho ninguna represión anticlerical ni quemado iglesias, porque, además, son del Estado. Lo que ocurre es que en España las circunstancias sociales son muy enfrentadas y enconadas, y unos y otros practican la intolerancia. Solté mi discurso casi de corrido. Pocos eran los seminaristas que comprendieron el sentido de mi intervención. Sólo el Jordi asentía con la cabeza, pero el padre no parecía estar de acuerdo. —¡No hay ateos más grandes que los gabachos, que son los culpables de todo por su dichosa Revolución! ¡Ésa si que fue anticlerical! ¡Y no digamos de Napoleón y sus desmanes en España. ¡Entonces si que ardieron iglesias y murieron guillotinados muchos curas y monjas! No estaba muy al corriente de aquellas circunstancias, por lo que tuve que aceptar aquellos hechos como verdaderos y la discusión prosiguió con el mismo tono agrio y crítico contra las izquierdas, que se habían ampliado de tal forma que parecía que los únicos de derechas del país éramos los religiosos, porque incluso los falangistas eran también «revolucionarios», y, por tanto, contrarios a la humildad y docilidad del buen cristiano. Por la noche, el obispo en persona, inquieto y con signos claros de nerviosismo, celebró una misa en la capilla del seminario para rogar por los mártires que se estaban produciendo en Asturias. No hubo sermón, sino tan sólo la lectura de varios pasajes del evangelio relacionados con la pasión de Jesucristo, alegóricos a su martirio, que, dadas las circunstancias, consiguieron sobrecogernos más de lo habitual, pues en el fondo sentíamos como en nuestras propias carnes las persecuciones a otros miembros de la Iglesia. En mi recogimiento yo me preguntaba por qué razón gentes honradas y pacíficas como el Juan o los hermanos Valiente podían, en un momento dado, desear mi muerte. Lo que me angustiaba era no encontrar la verdadera causa de este odio histórico hacia la Iglesia católica, que obviamente no se comentaba en el seminario ni había elementos para poderlo averiguar. Toda la biblioteca puesta a nuestra disposición estaba convenientemente censurada, y no había más libros de historia que aquellos que ensalzaban la labor evangelizadora y pedagógica de la Iglesia católica a lo largo de su historia, incluida su «positiva» valoración de la evangelización de América, pero ni una palabra de su intervencionismo en los asuntos temporales; sus maquinaciones políticas; su intolerancia hacia las ideas liberales o su concubinato con las monarquías absolutistas, causa principal de la rigidez y obcecación de las clases sociales que gozaban de privilegios. Lo que más torturaba mi conciencia era mi impotencia para poder expresar libremente todas estas ideas, pues incluso la Reforma luterana no era estudiada con ecuanimidad, sino que se veía también como una agresión, de inspiración satánica, contra la Iglesia de Jesucristo, la única verdadera y que por supuesto no era otra que la Iglesia Católica y Apostólica Romana. Sin duda que de haber nacido en Alemania o incluso en la laica Francia, hubiera sido un buen sacerdote protestante, pero dadas las actuales circunstancias, estaba condenado a ser un mal cura católico. El martes 8 de octubre, la C.N.T. de Barcelona, ciudad que había sido militarmente ocupada y donde la huelga general ya había fracasado, lanzó por radio la orden de desconvocar la huelga y la vuelta al trabajo. El mensaje no tuvo en cuenta la situación que ya se había creado en Asturias, donde 30.000 obreros habían instaurado ya un régimen comunista y se preparaban a hacer frente a cuatro columnas del Ejército, con un total de 18.000 soldados, la mayoría Tercios de extranjeros y rifeños, que fueron trasladados con urgencia desde el protectorado de Marruecos al mando del general Franco, quien desde el Estado Mayor, en el ministerio de la Gobernación, dirigía las operaciones. Fue otro día inútil para cualquier estudio y lo pasamos entre rezos, misas y juegos en el patio, pues tampoco aquel día nos permitieron salir, a pesar de que la huelga ya había sido desconvocada y en la ciudad reinaba una calma total, y ni siquiera rondaban ya las patrullas de la Guardia Civil. Pero la situación en España estaba lejos de normalizarse. Al contrario, el Gobierno de Lerroux tomó nuevas medidas que ayudaron a enconar todavía más las diferencias ideológicas, como la detención del Manuel Azaña en Barcelona, encarcelado en otro barco de guerra anclado en el puerto, donde todavía estaba estacionado un Tercio de la legión extranjera. El cerco sobre Asturias se estrechaba y aviones sobrevolaban las principales ciudades lanzando octavillas invitando a los obreros a que se rindieran, pero la lucha prosiguió y los mineros seguían asediando cuarteles y dependencias militares. Fuerzas del Gobierno seguían resistiendo en Oviedo, sobre todo en la torre de su catedral. La aviación mandada por Franco bombardeó posiciones de los huelguistas, causando decenas de muertos. Los heridos se amontonaban en los hospitales, donde ya no había gasas ni nada para esterilizar las heridas, y mucho menos sangre para transfusiones. El jueves se reunió el comité de huelga, al frente de González Peña, y se empezó a plantear la capitulación. Yagüe había entrado ya en Gijón con una bandera de legionarios y un regimiento de regulares. Por la tarde se luchaba ya casa por casa. Allí se dio el caso de heroísmo de la joven Aída Lafuente, que ayudada por otra muchacha mantuvieron a raya a todo un Tercio de legionarios, mientras sus compañeros evacuaban la iglesia donde estaban atrincherados. Finalmente fue abatida sin abandonar su posición. Por la tarde, el general Yagüe desfilaba con sus tropas por la ciudad, abanderadas por un legionario moro. Ese mismo día en Madrid era detenido y encarcelado Largo Caballero. Tres días después, el 18 de octubre, con lluvias torrenciales en Asturias, los mineros sublevados hicieron un último desesperado intento por resistir, consiguiendo que los gubernamentales, mandados por López Ochoa, tuvieran que replegarse. Finalmente, tras una semana de sangrientas luchas, más de mil quinientos muertos y la destrucción parcial de Oviedo y de otras ciudades, los sublevados aceptaron la rendición, con la única condición de que no fueran los moros los que entraran en primer lugar. Pero la frase final del comunicado dejaba las puertas abiertas para un nuevo conflicto armado: «¡Al proletario se le puede derrotar, pero jamás vencer!». En el pueblo las repercusiones fueron mínimas, pero se clausuró la Casa del Pueblo, y el Juan fue nuevamente detenido pero puesto en libertad el mismo día, pues no había nada que pudiera incriminarle, ya que sólo los ferroviarios de Sigüenza secundaron la huelga, y apenas si pudieron paralizar la salida de algún tren, que igualmente se vieron afectados por la huelga general, tanto los que partían de Madrid o Zaragoza, como los de Barcelona. En el seminario no se podía ocultar la satisfacción general por el desenlace de la huelga, y se celebraron varias misas de «acción de gracias». El domingo 21, el mismo obispo celebró una en la catedral, donde asistió prácticamente toda la ciudad, pues se llenaron las dos amplias naves laterales y aún la gente tenía que acomodarse en la capilla adyacente de la Virgen de la Mayor. Al salir, los falangistas, uniformados y abanderados, entonaron el «Cara al Sol» coreado sin disimulo por buena parte de los presentes, al tiempo que hacían el habitual saludo fascista. La ciudad entera vivía momentos de exaltación patriótica y nadie hablaba de los muertos y heridos en Asturias, sino del heroísmo y valentía de las tropas gubernamentales, sobre todo de los legionarios, quienes, según expresiones fáciles de escuchar, «le echaron más cojones que ninguno». La familia Beltrán ocupó un sitio de honor frente al altar, junto con las autoridades y otros notables locales. A la salida de la catedral se formaron corros en animada charla entre algunos funcionarios locales del Estado, el notario, cargos directivos de los cuatro bancos y cajas de ahorro locales y algún canónigo, quienes, y sin el menor reparo, argumentaban lo sucedido en tono de chanza y desafío: «¡Esto para que se les quiten las ganas de volver a las barricadas!». «¡Lo que ahora hay que hacer es una limpieza a fondo y fusilar a unos cuantos cabecillas, si no los tendremos otra vez revolucionados a la primera de cambio!». «¡Para empezar ya tienen al Largo Caballero y al Azaña. ¡Los mayores criminales de este país! ¡Vamos a ver si le echan cojones y los fusilan, y perdone usted padre por la expresión un poco altisonante, pero es que esos dos personajes son lo peor que ha dado este país en toda su gloriosa historia y no merecen más que la horca!». Yo me junté al grupo de las mujeres, porque doña Virtudes tenía la habilidad de desaparecer cuando sabía que su marido quería hablar de política. —Ven con nosotras, Andresito, que estos hombres sólo saben hablar de política, ¡como si ya no tuviéramos bastantes males por esta causa! En efecto, el Gobierno hizo limpieza, encarcelando a más de 40.000 personas y reprimiendo con dureza a los sublevados, tras someros juicios dirigidos por un juez de instrucción nombrado para el caso, un tal Alarcón. La tarea fue encargada a 400 guardias civiles, que se excedieron en su celo profesional y aquello fue más una venganza por la muerte de sus 100 compañeros, según las estimaciones oficiales, que una mera labor policial. Las consecuencias de la rebelión también se hicieron sentir en nuestro pueblo, pues los temores de Inés desgraciadamente pronto se confirmaron: el Benjamín había vuelto a ser detenido y volvió a ser ingresado en la cárcel modelo de Barcelona, esta vez con el cargo de intento de asalto y robo a mano armada a una entidad bancaria de la localidad de Tarrasa, acusación apoyada por un testigo presencial, un empleado de dicho banco, casualmente afiliado a la conservadora Lliga Catalana. El otro hermano, Damián, estaba en paradero desconocido, pero también pesaba sobre él una orden de busca y captura relacionada con el mismo delito. Más tarde llagaríamos a saber que ambos hermanos se habían refugiado en esta entidad al ser sorprendido por los Mossos d’Escuadra, durante el primer día de la huelga, pero, por desgracia, Benjamín llevaba una pistola, por lo que el empleado creyó que se trataba de un atraco. A esa acusación se sumaba, además, la de sedición, actos de terrorismo y alteración del orden público. En total el fiscal del Estado pedía un total de 20 años y un día de prisión, los mismos que para el hermano, en paradero desconocido. CAPÍTULO DECIMOTERCERO Rumores de golpe Hasta la Navidad no se habló de otra cosa que de las condenas a muerte de los cabecillas de la revolución de octubre, sobre todo de sus líderes más destacados: Pérez Farrás y González Peña. Don Román no perdía oportunidad para mostrar su opinión favorable a la ejecución de las sentencias y nadie en el pueblo, y menos en el seminario, se atrevían a expresar en público opiniones favorables al indulto. Durante la habitual cena de todos los Santos en casa de los Beltranes, a la que volví a asistir en compañía de don Gregorio, fue inevitable que el tema del indulto surgiera en la sobremesa. —¡Quién a hierro mata, a hierro muere, don Gregorio! Ellos empezaron la carnicería matando a gente inocente, sobre todo a pobres sacerdotes de pueblo que no tenían culpa alguna! Por tanto, el Gobierno de la nación no puede tener clemencia con asesinos que, además, están a sueldo de Moscú —comentó don Román, dando después una larga chupada a su puro habano a la espera de la réplica de don Gregorio. —¡Esos mineros han cometido atrocidades contra la Iglesia! — replicó don Gregorio, tratando de ver las cosas desde su personal punto de vista—. Y no sólo contra sacerdotes, que es lo que más debe condenarse, pero también contra sus símbolos, ¡que la catedral de Oviedo ha quedado casi en ruinas, y otras muchas iglesias no valdrá la pena ni reconstruirlas! Como en otras ocasiones, yo nunca intervenía en estas conversaciones, porque conocía perfectamente la intolerancia de don Román, quien no aceptaba una replica contraria a sus ideas. Por otro lado, gracias a la Inés mis visitas a esa casa resultaban mucho más agradables. Ya me había habituado a su presencia en aquella casa, a pesar de que apenas si aparecía durante el servicio de la comida y los aperitivos, después se reunía con la gente del servicio en la cocina y allí permanecía hasta que doña Virtudes la reclamara para alguna ocupación o atender algún deseo de los invitados. Por alguna razón me trataba de «señor Andrés» en presencia de los demás, y aunque no me gustaba la frialdad que me mostraba, comprendí que era por causa de lo que seguramente la habían inculcado. Al Romanín incluso lo trataba con el vejatorio tratamiento de «señorito Romanín», que pronunciaba como si lo estuviera leyendo, y sin demasiado entusiasmo. Sus modales era casi exquisitos y doña Virtudes estaba encantada con ella, y no paraba de hacer elogios de sus progresos y lo bien que se había hecho a la casa. —¡Que buena recomendación me hiciste, Andresito, que esta muchacha se ha ganado ya a todos los de la casa! Con decirte que la cocinera, que es mala hasta con ella misma; que si la retenemos es por la mano que tiene para el lechón, le hace comida especial sólo para ella! Y hasta las niñas, que son de lo más remilgadas, la tienen afecto y le dejan sus vestidos. ¡Figúrate que las acompaña hasta al baile de la alameda! Yo estaba satisfecho de aquella buena sintonía, aunque algo celoso por lo del baile, y me atreví a elogiar al resto de la familia Valiente, que, en mi opinión, y a excepción del padre, todos tenían el mismo buen talante. —¡Es toda la familia, doña Virtudes! Lo que pasa es que los muchachos se han visto envueltos en líos por culpa de la situación en que estamos viviendo, que si no serían gente tratable, ¡porque todos son de buen corazón! —Sí, hijo, en eso llevas razón, que en estos tiempos los buenos y dóciles se vuelven demonios y asesinos…¡Ay, Señor, cómo acabaremos todos si esto no se arregla! Pero lejos de arreglarse se estropeaba cada día más. Ya a finales de octubre corrían rumores de que Alcalá Zamora iba a dimitir y Franco encabezaría un directorio militar y volvería a instaurar una nueva dictadura como la de Primo de Rivera. Por las confidencias que pude escuchar en la casa de los Beltranes, el mismo José Antonio le había ofrecido el apoyo de la Falange para un golpe de Estado. No sé si estos rumores tenían fundamento o no, pero Franco fue ascendido a general y, más que destinado, «deportado» a Canarias, así como a otros mandos supuestamente complicados en este nuevo complot contra la República. La tensión entre los militares creció cuando el Gobierno indultó a Pérez Ferrás y a varios militares republicanos involucrados en la sublevación de Barcelona. Quedaba por ejecutar la sentencia de González Peña, lo que fue motivo de constantes controversias entre los seguidores de Gil Robles, José Antonio y Calvo Sotelo, que exigían su ejecución; las izquierdas en bloque, que pedían su indulto; y en medio estaba el propio Gobierno, dividido sobre su aplicación. Pero el caso no se vería hasta el año siguiente, porque el Gobierno encargó un informe jurídico para valorar la sentencia. Unos días antes de Navidad fue puesto en libertad don Manuel Azaña, quien, desde el primer momento que pisó de nuevo la calle, se propuso reconstruir la unidad de las izquierdas, fueran de la línea ideológica que fueran. Como reacción, las derechas formaron un «Bloque Nacional», cuyo objetivo parecía ser ya la conquista del poder, incluso si fuera necesario por medio de la violencia, y ya no tenían el menor reparo en hacer públicas sus intenciones, pues después de los sucesos de octubre, todos parecía estar ya legitimados para recurrir a este medio. Así es que la democracia en nuestro país ya sólo servía para las elecciones, que todavía se intentaban respetar, pero desde los sucesos de Asturias y Cataluña ya no formaba parte de las convicciones políticas de la mayoría de los españoles, quienes, en realidad, carecían de tradición y hasta de práctica. Pero no sólo la gente corriente empezaba a renegar de las ideas democráticas, sino que también lo hacían los intelectuales, como, por ejemplo, el contradictorio y polémico don Miguel de Unamuno, quien llegaría a comentar sin el menor reparo que «la democracia es la nivelación mental, la igualdad en la ramplonería». Pero también antiguos grandes defensores de los valores republicanos y democráticos durante la dictadura de Primo de Rivera, como don José Ortega y Gasset, también empezaban a perder su fe en la capacidad del pueblo para darse un gobierno adecuado. Por tanto, en ambos bandos cundía ya un cierto «idealismo platónico», por el que yo sentía aversión ya desde que tuve mis primeros conocimientos de filosofía, y todos empezaban a creer que el pueblo sólo podría ser bien gobernado por «custodios», es decir, por una elite, cuando no un solo «jefe», fuertemente apoyado por una organización política bien coordinada y engrasada, sin miramientos con aquellos que estuvieran en desacuerdo, ya fuera la Falange y las JONS, la CEDA, el PSOE, la C.N.T. o la U.G.T. Ya no se aspiraba a otra cosa que al dominio y al totalitarismo, fuera del bando que fuera, pero unos creían poderlo conseguir con las urnas y los otros con las armas. Tal vez sólo Azaña, y cuatro viejos republicanos y «pequeños burgueses», seguían teniendo fe en que la democracia saldría finalmente ilesa de tantos ataques indiscriminados, no sólo en España sino en toda Europa. La venganza Pasé la mayoría de los días de las vacaciones de Navidad de 1934 en el asilo, a los pies de la cama de mi moribundo padre, que ya ni me reconocía. La hermana que lo atendía no me daba esperanzas y temía que no llegada ni al año nuevo. Estaba postrado, agobiado por sus dificultades para respirar, pero con aspecto tranquilo y sereno, no sé si porque ya no estuviera consciente; porque andaría en sabe Dios qué pensamientos, o porque la angustia de la muerte inminente lo tenía sobrecogido. Yo nunca había pesando antes en la muerte, a pesar de que no era la primera vez que la veía de cerca. Pero pensaba en ella como algo que sucede a los demás y que estaba lejos de sucederme a mí. La muerte debía ser algo natural, como era el caso de mi pobre padre, y por tanto no había nada que lamentar. Había vivido ya la vida que le correspondía, porque nadie podía aspirar a más, y lo hizo de acuerdo a como él creía que debía de vivirla. Ahora podía morirse tranquilo, porque ya no le quedaba nada más por hacer en este mundo. Aquel era mi pensamiento entonces y por esta misma razón lo único que me angustiaba era no poder hacer yo lo mismo, y vivir mi vida como yo deseaba y no como los demás querían. Mientras velaba en la penumbra de aquella sala fría, pero limpia, con olor a alcanfor mezclado con el propio de la gente mayor, hacía planes para mi futuro una vez que ya no estuviera mi padre. Si quedaba algo de dinero, y era suficiente como para tomarme algún respiro, pensaba abandonar el seminario, al menos por un año, hasta ver si era capaz de ganarme la vida por mí mismo. Aunque sin hacerme demasiadas ilusiones, empecé a planear la manera en que podía recuperar a la Inés, y, si accedía, nos casaríamos y nos iríamos a vivir a cualquier otro lugar tranquilo, fuera de aquella ciudad, abrumada por la Iglesia católica, que todo lo dominaba y lo impregnaba con su milenaria intolerancia y fanatismo. Aquel sentimiento era fácil de albergar sólo con ver la desproporción entre su catedral, que por su estilo e imponente aspecto parecía construida más para la guerra que para honrar a Dios, y la miseria e insignificancia de su población. Especialmente los barrios populares, próximos al castillo, por entonces cuartel de la Guardia Civil, y el de los agricultores, que tenía el despectivo sobrenombre de «El arrabal», compuesto de casuchas insalubres, medio en ruinas, cuyas cuadras y abundante ganado terminaban por darles un aspecto deplorable, sucio y marginal. No había probablemente otra ciudad en España que tuviera mayor desproporción entre lo religioso y lo civil, que cualquier paso que se diera y en cualquier dirección, terminaba uno por dar de bruces con alguna iglesia, convento o edificio de uso religioso, del episcopado o del cabildo. Por no citar aquellos que aparentemente eran civiles, pero estaban también vinculados a la Iglesia local, como la sede de Acción Católica, La Caja Agrícola Rural, y las muchas propiedades civiles que tenía arrendadas la misma Iglesia por toda la ciudad. La tarde del 24 de diciembre, a pesar de la gravedad de mi padre, no pude eludir mi ya habitual responsabilidad de ayudar a don Gregorio en la Misa del Gallo, pero habíamos acordado que no llegaría al pueblo hasta bien entrada la noche, por si se producía el desenlace. A media tarde me sorprendió la visita de doña Virtudes, que acompañada por la Inés, vino al asilo para interesarse por la salud de mi padre. —¡Se muere, doña Virtudes; en realidad creo que no ha vivido desde la muerte de mi pobre madre! —le dije con tono más afectado de lo que estaba realmente, para no parecer despiadado. La buena mujer se santiguó, y con voz temblorosa y callada, trató de reconfortarme. —Eso nos llega a todos cuando Dios lo quiere, Andresito, ¡es algo natural! Lo importante es que no sufra el buen hombre… Creo que Inés también se compadecía de mí, pero no dijo nada porque aquello debía de recordarle la situación en que se encontraba su propia madre, también muy quebrantada por los sufrimientos, y que hacía días que yacía en cama, aunque sin una enfermedad aparente, sino porque debía de estar profundamente deprimida. —Perdona si este año no voy a la Misa del Gallo, Andrés —me comentó—, pero me quedo con mi madre en casa, que la pobre también anda algo decaída… —Rezaré por ella… y por todos vosotros —le contesté yo, pensando sin duda en el hermano preso y el otro huido. Me susurró un «gracias», pero apenas lo escuché, porque no debió de parecerle suficiente el rezar para solucionar sus muchos problemas. Después de aquella protocolaria visita, Inés acompañó a su señora a su casa, e inmediatamente después se encaminó también ella hacía el pueblo. Era ya noche cerrada y soplaba un viento gélido, que probablemente venía de la nevada sierra de Ayllón, cuando abandoné el asilo dejando a mi padre en la misma agonía. Pasé por la estación del ferrocarril en el momento en que llegaba el tren correo procedente de Barcelona. No descendió nadie y el tren volvió a emprender su parsimoniosa marcha, entre nubes de vapor, y yo tuve la sensación de que el maquinista estaría contrariado por haber tenido que hacer aquella inútil parada. El reloj de la estación marcaba las diez, algo pasadas, pero por ser noche sin luna y medio nublada, parecía que fueran ya las doce. Apresuré el paso, enfilé por el sendero del río y espanté varias aves, seguramente lechuzas y urracas, a juzgar por los chillidos y graznidos de unas y otras. Suerte que ya estaba acostumbrado a los chillidos de las lechuzas, porque de otro modo los confundiría con ánimas en pena salidas del purgatorio. Vi las luces del pueblo, que parpadeaban porque el viento agitaba las tulipas que colgaban del centro de las calles, pero no vi luz en la Iglesia, lo que me alarmó, pues se suponía que don Gregorio ya debía de estar allí, preparando él mismo todo para la misa. Al llegar ante la portezuela exterior nuevamente me sorprendió el verla entreabierta y ni el menor ruido en el interior. Desde la misma puerta, y ya sin disimular mi inquietud, grité: —¡Don Gregorio!, ¿está usted aquí? Pero no hubo respuesta y mi voz se escuchó resonando en todas las rincones de la nave. No sabía qué hacer y supuse que don Gregorio debió haber ido un momento a la taberna, pero recordé que a esas horas ya debía de estar cerrada. Cada vez más alarmado pensé que tal vez hubiera podido sufrir algún accidente fortuito por causa de su torpeza para moverse en la oscuridad, y sin pensarlo más empujé la doble puerta que daba directamente a la nave, asomé la cabeza y pude ver que había luz en la sacristía, pero que debía ser de un candelabro y no eléctrica, porque no la había visto desde la calle. Ya sin preocuparme por otra cosa que por salir cuanto antes de dudas, corrí hacia la sacristía, no sin tropezar yo mismo con algún reclinatorio mal colocado, y al llegar a la puerta creí escuchar como si alguien hubiera tropezado a su vez con algo. No pude evitar sobresaltarme y el temor me volvió a paralizar. Plantado detrás de la puerta de la sacristía, sin poder ver otra cosa que el resplandor de una vela proyectarse sobre el altar Mayor, volví a preguntar, sin poder disimular ya el temor que me angustiaba: —¡Don Gregorio!, ¿está usted ahí? —pero inmediatamente comprendí que si no me contestaba era porque el ruido lo habría producido otra persona, por lo que volví a preguntar, temiendo encontrarme con alguien extraño— ¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien ahí? No podía quedarme allí en medio, pero tampoco podía marcharme sin saber lo que estaba sucediendo, así es que instintivamente me persigne y sacando todo el coraje que me fue posible, entré por fin en la sacristía. No hice sino doblar la puerta cuando la mortecina luz de la vela iluminó el cuerpo de don Gregorio, que yacía en el suelo, junto a un charco de lo que debía ser su propia sangre. Imprudentemente, movido más por la impresión que por la razón, me acerqué al cuerpo e intenté incorporarlo, al tiempo que le preguntaba angustiado: —¡Don Gregorio, don Gregorio! ¿Me escucha usted? ¿Qué le ha pasado? De pronto, una voz fuerte y resuelta me heló la sangre, sentí que el cabello se me erizaba y un escalofrío de muerte me recorrió violentamente todo el cuerpo. —¡No te escucha porque está muerto! ¡Lo he matado yo! —era la voz del Agustín, que sujetaba todavía el candelabro con el que debió golpear al cura. Llevaba barba de varios días, y estaba demacrado y desencajado. Tratando de exculpar su asesinato, volvió a decirme—: ¡Se ha hecho justicia! ¡Por culpa de este mal cura, en esta misma iglesia murió de mala manera mi hermano; juré que lo mataría en el mismo sitio y ya está hecho! —yo me recuperé de la primera impresión y comprendí que no podía recriminarle su acción, pues sujetaba todavía con fuerza el candelabro como si estuviera dispuesto a volverlo a utilizar conmigo—. ¡Tú eres un buen chico, Andrés, aunque hayas elegido un mal camino, pero no tengo nada contra ti, así es que apártate y no vayas a alarmar al pueblo ni denunciarme a la Guardia Civil o me veré obligado a… —no concluyó, pero levantó amenazador el candelabro. ¿Qué podía hacer yo si el mal ya estaba hecho? Sin abrir la boca me incorporé lentamente y me aparté tal y como me había ordenado. Él arrojó el candelabro contra el cuerpo del infeliz párroco, escupió con violencia, y sin decirme nada más, desapareció en la oscuridad de la nave, saliendo precipitadamente de la iglesia. Yo estaba tan conmocionado que durante unos instantes no pude hacer otra cosa que déjame caer sobre el banco de la sacristía, y tratar de poner en orden mis ideas tras la primera impresión. No cabía duda de que no había justificación posible para aquel asesinato y no tendría más remedio que confesar la verdad cuando llegara la Guardia Civil. No me preocupaba tanto por las amenazas del muchacho, sino por su propia suerte, quien de ser detenido no se libraría de la pena de muerte, y sería ejecutado a su vez probablemente a «garrote vil», que todavía se utilizaba para casos como aquel. En cuanto al pueblo, no quería ni pensar en las consecuencias, porque la muerte violenta de un cura nos colmaría de oprobio y nos estigmatizaría para siempre, de tal manera que en adelante todos los de mi pueblo seríamos los que «matamos al cura párroco en nochebuena». No faltaba mucho para la media noche y la gente no tardaría en llegar. Reaccioné y pensé que lo primero era cerrar la iglesia e impedir que nadie entrara, denunciar el caso a la Guardia Civil y ya se enterarían de por qué no había misa cuando llegaran los guardias y el juez para levantar el cadáver. Camino ya de regreso a Sigüenza, me preguntaba si las demás muertes de curas que se habían producido durante la revolución de octubre habrían sido por la misma razón, y si los asesinados habría estado también envueltos en el pasado en otros sucesos parecidos a los que causaron la muerte por venganza de don Gregorio, porque no podía creer que alguien matara impunemente a un semejante, sólo por llevar sotana y tener colgado un crucifijo. Fue un pensamiento innoble y cruel, dadas las circunstancias, pero en aquellos momentos ya no sabía qué pensar ni de qué lado estar. Sentía tanto la muerte violenta de unos como de otros, pero era evidente que ¡los polvos siempre traen lodos cuando llega el mal tiempo! Convencido de que no era capaz de discernir con claridad sobre la culpabilidad de unos y de otros, decidí volver al pueblo sin denunciar el caso a la Guardia Civil, y hacer como si acabara yo también de llegar, pues tenía la coartada del asilo, y que fuera todo el pueblo, como en la comedia de Lope de Vega, «Fuenteovejuna», quienes cargaran con su muerte, puesto que de cualquier forma todos seríamos acusados de asesinos de curas. Suerte que tuve la inspiración de abrir la iglesia y dejarla tal y como yo mismo la había encontrado, porque de otro modo las sospechas hubieran sido para el alguacil del pueblo, la única persona que tenía llave de la misma. El cuerpo lo descubrió un grupo de mujeres que, sin el menor temor, entraron en la iglesia sin sospechar lo que iba a encontrarse. Yo permanecía oculto para aparecer en el momento preciso, y al escuchar los gritos de las pobres mujeres corrí a la iglesia mostrando total ignorancia. —¿Qué ha pasado? ¿A qué vienen esos gritos, señoras? Una de ellas, la más arrojada, había salido de la iglesia dando gritos de «¡Han matado a don Gregorio!», lo que empezó a formar el revuelo entre la gente que ya venía hacia allí. Al verme, me cogió de los brazos y tomando aliento, me volvió a repetir lo mismo, pero reaccionó con más sentido de la responsabilidad que yo mismo. —¡Hay que avisar al alguacil, que vaya en busca de la Guardia Civil! ¡Ay Dios, que desgracia ha caído sobre este pueblo! ¡Si el chico del Agustín se lo tenía jurado! —¿Cómo sabe usted que ha sido él! —pregunté indignado, porque no se podía hacer una acusación como aquella sin pruebas, y el único que las tenía era yo mismo. —¿Y quién ha podido ser si no? ¡Aquí no somos asesinos! Comprendí que aún sin mi testimonio, el pueblo entero estaría dispuesto a jurar que lo había matado el Agustín, tal vez para librarse ellos mismos de sospechas, porque era evidente que todos habían extendido el rumor de sus amenazas, o por la maldad que ya había en todo el pueblo de unos contra otros. Desde la llegada de la Guardia Civil y el juez de guardia todo el pueblo acusó al muchacho y esa misma noche se organizaron cuadrillas para ir en su búsqueda, apuntándose incluso algunos del pueblo, los más devotos y afines a la Iglesia. De madrugada, casi muerto de frío, fue detenido el muchacho, quien había caído en un barranco por lo apresurado de la huida, rompiéndose una pierna. Entablillado y apoyándose con torpeza en una gruesa rama de encina, fue conducido al cuartel de Sigüenza, pero atravesando antes el pueblo, tal vez para que sirviera de escarnio y ejemplo de la eficacia de la Guardia Civil. Salió la pobre madre a su encuentro, que con él ya perdía sus dos hijos, y le permitieron que le diera un hatillo con comida y ropa, pero el padre le escupió a la cara, apartando violentamente a la pobre mujer del muchacho, quien, derrumbado y atemorizado, rompió a llorar como si fuera un chiquillo. Un guardia terminó con aquella patética escena y de un culatazo, obligó al muchacho a seguir su penosa marcha hacia Sigüenza. No hubo «Fuenteovejuna» porque aquel no era el pueblo imaginado por un poeta, amante de la justicia y de la libertad, sino uno real, habitado por campesinos asustados y rencorosos. Dos días después, en medio de una fuerte nevada, se celebró un solemne funeral en la catedral de Sigüenza, oficiado por el mismo obispo y ayudado por todos los canónigos, en el que se interpretaron réquiems de Bach y Händel, para lo que hicieron llamar a un joven y virtuoso organista de la diócesis de Valencia, tierra natal del cura asesinado. En su largo panegírico, don Martín elogió la figura de don Gregorio, a quien calificó de «mártir del terror rojo, que un día asolará nuestro país si alguien no pone antes remedio», y reproduzco sus palabras textuales porque fueron objeto de duras críticas en medios socialistas y comunistas provinciales, por entonces todavía en la clandestinidad, y hasta tuvieron repercusión en algunos madrileños. El muchacho fue conducido a la prisión provincial y no volví a saber cuál fue su condena. Al cura lo enterraron en su tierra natal. CAPÍTULO DECIMOCUARTO 1935 En mayo cumplía yo 19 años, cuatro de diaconato y estaba a punto de tomar las órdenes menores. Era un experto en latín y dominaba con soltura el griego. Empezábamos a estudiar la «Teología Sacramental» y la «Sagrada Liturgia», lo que me aproximaba cada vez más al sacerdocio sin que, por otro lado, mi fe se fortaleciera. Sobre la Historia de la Iglesia me interesaba la asignatura, pero disentía en muchas valoraciones, y seguía echando a faltar una visión más realista e histórica de la Reforma luterana, así como una revisión más crítica del periodo de la Inquisición. Del Antiguo Testamento ya no había profeta ni monarca judío del que no supiera hasta los detalles más insignificantes, además de aprovechar para introducirme casi con pasión en la historia de Egipto y de la Grecia antigua, sobre todo la correspondiente la era de Pericles. Sabía todo sobre el proceso seguido a Sócrates, del aristócrata Platón y sus circunstancias históricas, hasta sus absurdos experimentos políticos en Siracusa, y no había libro de Aristóteles que no hubiera leído, sobre todo los de metafísica, que me apasionaban. Pero seguía siendo Parménides mi filósofo favorito, tal vez fuera debido al encanto de sus versos y a la fuerza y simpleza de su metafísica. Ni que decir tiene que el país andaba ya a la deriva y el viejo Lerroux, desbordado claramente por las circunstancias históricas, ya no era capaz de constituir un solo gobierno estable. Lo que más alteraba la vida política del país seguía siendo el indulto de todas las penas de muerte que pesaban sobre los alzados en octubre. La derecha más reaccionaria opinaba que Lerroux había pactado con los masones extranjeros el indulto, pero que daba largas para evitar nuevas crisis en su gabinete. Los revolucionarios fueron, en efecto, indultados, pero el precio político fue tener que dar hasta seis carteras a los de la CEDA, tras un Gobierno provisional, formado por radicales e independientes, que apenas duró entre abril y mayo. Así es que cinco años después de la proclamación de la República ya no había republicanos en el Gobierno, y sólo era cuestión de tiempo para que terminaran con ella. Había en ese Gobierno representantes de la gran oligarquía nacional de toda la vida: banqueros, terratenientes, comerciantes, funcionarios de alto rango y también la Iglesia estaba bien representada. Lerroux asumía la presidencia, pero Gil Robles se hizo con la cartera de Guerra. El Estado estaba ya en manos de políticos que eran claramente contrarios al régimen republicano, y hasta democrático, porque los favorables habían sido apartados. No era de extrañar que las izquierdas, debilitadas pero no vencidas, se preparasen para el contraataque y vieran en la formación de un Frente Popular y en la convocatoria de nuevas elecciones la única esperanza de derribar al Gobierno «cedista» y a la extrema derecha instalada ya en él. Acción Popular ya veía inevitable el derrocamiento de la República y la instauración de un régimen fascista y pedía «todo el poder para un jefe». Al fin y al cabo los espectaculares éxitos económicos de Hitler y de Mussolini, así como la influencia de Maurrás en Francia y de Dollfuss en Austria, por no decir de otros fascismos que ya surgían en el este de Europa, llegaron a crear la opinión muy extendida de que ésa era la opción política del futuro en Europa y que resistirse a ella era como ir en contra de la historia. La «Internacional Comunista», desde Moscú, reaccionó dando prioridad a la lucha contra el fascismo, dejando la ortodoxia marxista para tiempos mejores, circunstancia que favoreció el acercamiento de todas las fuerzas progresistas y democráticas de España, pero, sobre todo, al Partido Comunista, que desde entonces se convirtió en el abanderado contra el fascismo en España. Para completar esta sensación de liquidación de todo lo que representaba la revolución del 31, el general Franco, quien para el nuevo Gobierno conservador era el que había salvado a España del comunismo y de sus desintegración territorial, fue nombrado Jefe del Estado Mayor Central, personaje en quien ya había fijado sus esperanzas toda la derecha favorable a un golpe militar. No contentos con esto, fue nombrado el golpista general Fanjul subsecretario de la Guerra; es decir, que para finales de mayo de 1935 el país estaba totalmente en manos de políticos claramente favorables a liquidar la República e instaurar un régimen similar al que ya había en Alemania o en Italia. Por entonces ya nadie pensaba seriamente en los Borbones en el exilio, aunque estos, desde Roma, seguían conspirando para conseguir su retorno con alguna fórmula monárquica pero no democrática. La detención de Damián Valiente No se equivocó la hermana del asilo y mi pobre padre murió placidamente el penúltimo día de 1934, evitándose así los grandes sufrimientos que estarían por llegar. Tras el entierro y lo funerales, el obispo me hizo llamar para ponerme al corriente de mi situación financiera. Yo seguía albergando la esperanza de que me habría dejado algo de dinero con el que rehacer mi vida y empezar de nuevo, pero penas me hizo sentar frente a la mesa de sus despacho, por su expresión comprendí que mis planes tendrían que esperar. —¡Bueno, Andrés, ahora ya sólo te queda la Iglesia! —me dijo sin andarse con rodeos, de los que no era muy amigo el prelado. Me mostró un documento que no tuve oportunidad ni de ojear por mí mismo y exclamó—. ¡Ésta es la última voluntad de tu pobre padre, en el que expresa su deseo de que te ordenes sacerdote. No es mucho lo que deja, pero descontados los gastos del entierro, la nueva inscripción en la lápida y el funeral, además de los del asilo, llegará para cubrir tus gastos hasta la ordenación… Incluso la casa del pueblo la deja al seminario, porque el pobre hombre no quiere que abandones esta casa hasta que seas destinado a una parroquia, donde ya tendrás tu consiguiente alojamiento. Por tanto, Andrés, si quedara algo de tu herencia, lo recibirás el día que te ordenes —dejó el documento sobre la mesa, se quitó las gafas de lectura, y volvió a limpiarse imaginarias motas de polvo de su sotana, síntoma de que estaba pensando en lo que diría a continuación— ¡Por supuesto que si sigues trabajando como capataz para don Román puedes seguir utilizando tu casa durante los veranos. En realidad no vale mucho esa casa y más que beneficios nos va a reportar perjuicios, ¡pero esa fue la voluntad de tu padre y tenemos que respetarla, Andrés! No hubo opción a la réplica, porque, dicho esto, dio por concluida la entrevista y el tema. De manera que me quedé sin padre y sin herencia al mismo tiempo, y mis anhelados planes de libertad y romance tuvieron que posponerse sine die, por utilizar la expresión latina que mejor se acomodaba a la situación. Viendo el ambiente que reinaba en la ciudad, nadie pensaría que el país entero estaba ya a la greña, pero lo que sucedía era que la mayoría de la población, y aún de la comarca, eran favorables al nuevo Gobierno, y albergaban la esperanza de que los enfrenamientos y rivalidades habían concluido o estaban por concluir. Los que no estaban de acuerdo habían quedado tan escarmentados tras la última intentona revolucionaria frustrada, y eran vistos con tantos recelos y prevenciones, que parecían que ya no existían. La Casa del Pueblo había sido clausurada y lo mismo sucedía con la de nuestro pueblo. Tan «buen ambiente» había en la ciudad que ya se pensaba en el cartel de los toros para la feria de San Roque, y se rumoreaba que ese año traerían toreros de cierto renombre nacional. Los bailes dominicales habían dejado de ser conflictivos, pues ya la banda municipal no interpretaba el himno de Riego, y los pocos músicos de izquierdas que tenía, habían sido represaliados y expulsados. De manera que aquella fue la Semana Santa más espectacular y concurrida de cuantas recuerdo. Salieron todos los pasos profusamente engalanados, los cofrades estrenaron nuevos uniformes de «romanos», ardieron miles de velas en las iglesias, cuyo ambiente era casi irrespirable, la Guardia Civil acompañó las procesiones con uniforme de gala y hasta el Gobernador civil de Guadalajara asistió a las más importantes, sobre todo a la del «Silencio» del «Viernes Santo», pues Sigüenza era la sede de la diócesis provincial. Nunca había visto al obispo tan solicitado ni tan invitado en las casas notables de la ciudad, y ya ni siquiera se preocupaba de que fuera armado, pues hasta tal punto creía que había vuelto la normalidad y el orden al país. Tal era la confianza en que las izquierdas habían sido aplastadas y desarticuladas, que personajes vinculados a la extrema derecha se permitían comprar cargamentos enteros de armas en el extranjero para ir preparando un «alzamiento nacional», que de una vez por todas acabara con los restos de la política iniciada en 1931. Tuvo que intervenir el propio rey de Bélgica para impedir que un barco con miles de fusiles, ametralladoras, bombas de mano y millones de cartuchos llegara a España. Pero eso no impidió que siguieran comprando armas, sobre todo para los requetés navarros, al mando del general Varela, y para los miembros de la Falange. Desde Estoril el general Sanjurjo planeaba su «revancha» y presidía una Junta Militar carlista, porque tenían ya planes avanzados de una intervención armada desde Portugal. Un grupo de generales habían revivido la Unión Militar Española, disuelta durante los gobiernos de Azaña, y, para finalizar este panorama prebélico, que al parecer no se percibía en aquella ciudad, los falangistas, reunidos en el Parador de Gredos, decidieron por unanimidad apuntarse a una insurrección armada si los militares finalmente se decidían a iniciarla. El mismo José Antonio dirigió una carta a los militares de la UME en la que les conminaban a que «cumplieran con su deber, y se hicieran con un Estado que ya era inexistente», pero por el momento los militares declinaron la oferta del líder falangista. Mientras tanto, en todo el país las cárceles rebosaban de presos políticos, y cientos de jóvenes, como el caso de Damián Valiente, permanecía fugados, viviendo de forma clandestina, apoyados por organizaciones izquierdistas, escondiéndose donde podían, porque seguía pesando sobre ellos acusaciones de sedición. Lo único que la izquierda pudo hacer fue crear un «Comité de ayuda a los presos políticos» y seguir su labor clandestina de intentar reagrupar sus organizaciones políticas y obreras. Durante las celebraciones de la Semana Santa tuve numerosas oportunidades de verme con la Inés en casa de los Beltranes, y me interesé por sus hermanos menores. —Del Benjamín sólo sabemos que no se ha celebrado todavía el juicio, y del Damián ni una palabra, pero parece que anda escondido por algún sitio, ayudado por los anarquistas. Por mal que me sepa, he tenido que recurrir a esta familia para que nos ayude con el Benjamín, el otro, sabe Dios qué será de él —me comentó resignada. —¡Si pudiera hacer algo, lo haría gustoso, pero no se me ocurre qué! —No hay nada que hacer, Andrés, lo que nos falta es dinero para un buen abogado, que ya no podemos contar con los de la Casa del Pueblo. —Pues en eso si que no puedo ayudarte, Inés, porque entre unos y otros me han dejado con lo puesto, ¡que ni la casa del pueblo ya es mía! —¡Ya nos apañaremos, Andrés… ya se verá!… ¡Y no digo que Dios nos ayudará, porque parece que se ha olvidado de los pobre y desgraciados y sólo ayuda a los ricos! Realmente había motivos para tener serias dudas sobre la existencia de Dios en aquellos momentos, o, al menos, que fuera el de todos los españoles, y no solamente de unos cuantos, aquellos que lo mencionaban cada día en sus arengas políticas y nacionalistas, olvidándose de que uno de los Mandamientos es: «¡No tomarás el nombre de Dios en vano!» El último día de vacaciones quise despedirme de mi casa y recoger aquello que pudiera haber de cierto valor, aunque no fuera más que sentimental, como viejas fotografías o algunas de las labores de mi pobre madre, que todavía decoraban los cuatro miserables muebles que había en ella. Llegué a la casa al atardecer, cuando las primeras golondrinas se recogían en sus nidos, que parecía que sólo ellas no hubieran notado los cambios en la casa. Volaban rasantes por la callejuela en un incesante ir y venir, en medio del gorgojeo de sus interminables trinos. Alternaban el vuelo con algún vencejo, que solían anidar en los alerones de la iglesia, pues por alguna razón estos ágiles pájaros aman las alturas, tal vez sea por su curiosa incapacidad para remontar el vuelo una vez que caen al suelo. Los mirlos, encarados en los alerones de las casas, lanzaban sus variados y melodiosos silbidos. Era una tarde agradable, que me recordaba el esplendor de la primavera en tiempos en que tenía el ánimo dispuesto para gozar de ella. Enrojecía ya el cielo por el horizonte y las nubes de lluvia de abril, formando grandes cúmulos, se tornaban rosáceas y transparentes, pues perdían pronto la humedad por los prematuros calores del anticipo del verano. La casa olía a vieja, y de haber sido un poeta hubiera dicho que a pasado y sin el menor aroma de futuro. Era la ruina de una España secular indestructible, reacia a cambiar sus hábitos medievales y entrar de una vez en el siglo XX sin miedo ni recelos. Amante de la discreta miseria, del hábito y la costumbre, que remienda sus rotos y desgarros con ropa vieja, porque sentía aversión y desprecio por lo nuevo o lo moderno. Era, en fin, la mejor imagen de la España que se desgarraba, cayéndose a trozos pero sin decidirse a construir una casa nueva y bien cimentada, sino aprovechando los viejos leños podridos para reconstruir su desvencijado tejado, por donde se colaba ya el agua a borbotones. Aquel pensamiento me tuvo entretenido un buen rato, sentado sobre el taburete que solía utilizar mi padre y que hubiera arrojado al fuego de haber estado encendido. Estaba tan concentrado en mis melancólicos pensamientos que no escuché unos siseos que llegaban de la ventana que daba al corral. Pero fueron tan insistentes que finalmente me sobresalté y me levanté de un salto, con tanta precipitación que me golpeé la cabeza contra el palo de una horca que pendía del techo. —¡No te asustes, Andrés, que soy yo, Damián; Damián Valiente! ¿O es que ya no te acuerdas de mí? No pude evitar un extraño sentimiento de alegría mezclado con otro de temor a la vez, pues si lo detenían en mi casa no había duda de que me considerarían su encubridor. Pero reaccioné y me reproché mi cobardía, acogiéndole con enorme alegría por volverle a ver sano y salvo. —¡Damián! ¡Tú aquí, en el pueblo! Pero, ¿cómo has llegado; cómo has entrado en el corral? ¿No te habrá visto alguien del pueblo? Damián, tranquilizado por mi actitud, entró con extrema cautela en la sala, mirando nervioso hacia todos los rincones y cerrando la puerta del patio tras de sí, por lo que nos quedamos casi en penumbra. A pesar de la poca luz, pude ver su lamentable aspecto, pero parecía haber crecido casi una cuarta, además de haber perdido sus rasgos aniñados por al barba crecida. Su rostro era ya el de un joven adulto, de mejillas pálidas y descarnadas. Permanecimos unos instantes sin saber cómo reaccionar, tal vez recomponiendo nuestros recuerdos comunes de la infancia, y, finalmente, no abrazamos en silencio. Ya más tranquilos y relajados, le puse al corriente de la situación en mi casa y la de su familia, pues por no comprometer a sus hermanos, todavía no los había visto. —¡De criada en la casa de ese fascista! —exclamó indignado cuando le hablé de su hermana—. ¿Cómo ha podido la Inés hacer algo así? —¡Tranquilízate, Damián, no había otra solución! ¡Con todos vuestros problemas y los de la política, tu familia lo está pasando mal! ¡Ella sola os está sacando a todos adelante! Damián se sintió abatido y humillado, porque sin duda se sentía culpable de la situación. No se atrevió a replicar y dio un fuerte puñetazo contra una de las paredes, que hasta la casa retembló. —¡Juro por Dios que algún día nos pagarán tanta humillación y vergüenza, como me llamo Damián Valiente! No había terminado su juramento cuando escuchamos un estruendo y la puerta de la casa cayó por los suelos, arrancada de los goznes por el golpe. Sin poder reaccionar, nos vimos de frente a un guardia civil, que, apuntándonos con el mosquetón, nos gritó: —¡Las manos en alto, rápido; y ni un movimiento o disparo! Damián hizo un gesto instintivo, como si intentara huir hacia el corral, pero al ver la puerta cerrada, desistió. —¡Damián, no te resistas, haz lo que te mandan, no tengamos aquí otro asesinato! —le grité yo, porque sabía como actuaban los guardias civiles en aquellos casos. No le debió gustar al guardia mi comentario, porque sin tener en consideración mis hábitos de seminarista, me intentó golpear con la culata del mosquetón. Suerte que tuve buenos reflejos y esquivé el golpe, porque de otro modo tal vez hubiera sido yo la víctima. Damián debió comprender que si resistía estaba también mi vida en peligro, y con un gesto de rabia y desesperación, se resignó a ser detenido, alzando lentamente los brazos, tal y como nos había ordenado el guardia. Cuando salimos a la calle le estaban esperando otros tres guardias, todos apuntando sus armas en dirección a la puerta. Algo retirado y medio escondido, estaba el mismo campesino que había escupido a su propio hijo por la muerte de don Gregorio. Al ver al Damián, comentó frotándose maliciosamente las manos: —¡Otro rojo menos! Y el curilla no es menos comunista. ¡Que lo metan preso también! Aquella sabandija había visto al Damián saltar la tapia de mi corral y corrió a avisar a la Guardia Civil, y tal vez ahora esperaba las treinta monedas, pero los guardias lo despacharon sin miramientos. —¡Usted a su casa, que esto es cosa de la ley! El viejo alcahuete se sintió herido y aún se atrevió a protestar: —¡Pero, coño!, ¿de qué lado están ustedes? —pero los guardias ya no le escuchaban, porque, después de poner las esposas al Damián, que por alguna razón a mí me dejaron libre, a empujones, nos pusimos todos en marcha apresuradamente en dirección a Sigüenza. Uno de los guardias, que había quedado algo rezagado, le ordenó en tono amenazador, al tiempo que se echaba el mosquetón al hombro. —¡Coño, a su casa le hemos dicho, y déjenos hacer nuestro trabajo, que usted ya ha hecho el suyo de chivato! Me pareció una extraña reacción para un guardia civil, pero aquel número no debía ser muy favorable a los fascistas, ¡que también los había republicanos! El viejo, estaba rojo de ira, pero se retiró tal y como le habían ordenado. Su figura, ramplona y encorvada, parecía la imagen del mismo lucifer reencarnado. Gente como aquella, por desgracia, abundaban, no sólo en mi pueblo, sino en toda la España rural de aquel tiempo Libres sin cargos Corrió la voz de nuestra detención rápidamente por el pueblo y el Juan se enteró en la taberna. Salió precipitadamente y los dos hermanos se volvieron a encontrar en medio de la calle, pero los guardias apenas les permitieron que se abrazaran y que pudieran intercambiar unos breves saludos, interesándose Juan por su salud y el Damián por la de sus padres. Antes de que saliéramos del pueblo, los inevitables chiquillos rodeaban la comitiva y nos lanzaban sus, no por infantiles menos maliciosas puyas: «¡Al cura lo llevan preso, al cura lo llevan preso!». «¡El medio cura se ha hecho rojo y lo llevan preso!». «¡No le ha valido ni la sotana!». No hacía falta que me indicaran el camino de la cárcel local, pues por desgracia ya lo conocía. Por el camino no nos permitieron conversar entre nosotros, pero uno de los guardias, el que había despachado al chivato de malas maneras, se interesó por nosotros: —¿De qué se os acusa, si puede saberse? —me preguntó, como si él mismo lamentara tener que haber participado en nuestra detención. —A mí de nada, y a éste de tener ideas políticas, ¡que eso no es un delito, creo yo! —Con los tiempo que corren ya no se sabe lo que es delito y lo que no, ¡que andan los ladrones sueltos y los trabajadores encarcelados! Me sorprendió el comentario del guardia, que, por otro lado, procuró hacerlo sin que le escucharan los compañeros. Yo asentí con un gesto, convencido de que no se podía haber expresado mejor, y por precaución terminamos aquella comprometida conversación. Otra vez tuvimos que cruzar el pueblo y tener que pasar por la vergüenza de vernos conducidos por dos parejas de la Guardia Civil, pero al verme a mí libre y al Damián esposado, debería pensar que yo era su consejero espiritual, o algo así, porque no les podía pasar ni por la mente que en aquella ciudad un sacerdote, ni siquiera aprendiz de cura, pudiera ser detenido por la Guardia Civil. No nos condujeron a la cárcel local, sino al castillo, donde estaba su cuartel. El aspecto que ofrecía era deplorable, pues tan sólo podía aprovecharse una décima parte de la enorme construcción, ya que el resto estaba completamente en ruinas. Allí nos esperaba el mismo capitán que nos interrogara la primera vez que fui detenido, pero tenía mucho menos cabello y se había dejado un denso y negro bigote, por lo que me costó reconocerle. —¡A ti ya te conozco, chaval! —me dijo, poniéndome la mano sobre el hombro con un gesto casi familiar—. ¿Por qué siempre tienes que estar envuelto en los líos de estos hermanos, que no nos dan descanso? No supe qué contestar, así es que me encogí de hombros. —¡Bueno, tú ya puedes irte cuando quieras, que estás libre, pero éste se queda a prestar declaración y después ya veremos! —¿De qué se le acusa? —me atreví a preguntar. —¡De nada grave!, pero tenemos una denuncia de uno del pueblo que le ha visto robando en una casa… —Pero, ¡ésa es mi casa, y no estaba robando! —contesté yo asombrado e indignado a la vez por la maldad del chivato. —¿Y tenía que saltar la tapia y andar a escondidas para verte? ¡Joder, eso es muy raro, y perdona por la expresión, muchacho! Si era aquella la acusación, significaba que no tenía su orden de busca y captura o ya no la había. El capitán dudó unos instantes y le interrogó al Damián directamente. —¿Por qué andabas saltando la tapia? Si sólo querías visitarle, se llama a la puerta y si no está se vuelve más tarde, ¡eso es lo que hace la gente honrada! ¡Algo andarías buscando que no es honrado! La situación era embarazosa pero tuve una inspiración que nos sacó del atolladero. —¡Es por mi culpa, oficial! Le tenía encargado que de vez en cuando saltara la tapia y entrara al corral para dar de comer a mi gato, que no quiere abandonar la casa y anda siempre por ahí medio muerto de hambre… El capitán consideró mi argumento, dio un par de paseos arriba y abajo y se volvió a dirigir al Damián directamente: —¡Juras por Dios que esa es la verdad, chaval! El Damián, sin dudar ni un instante, lo juró y el guardia pareció convencido. Llamó al cabo y le ordenó que le quitara las esposas. Después redactó algo sobre una hoja de papel en la máquina de escribir y se la dio a firmar. —¡Firma aquí, chico, y que sea la última vez que te vea por aquí, ni por gatos ni por leches! Cuando nos vimos en la gran plaza del castillo, libres los dos y sin el menor contratiempo, no pudimos evitar una contenida carcajada. —¿Es verdad lo del gato, Andrés? —¿Qué gato ni que narices? A veces hasta los curas tenemos que inventar una mentira piadosa, pero a ti, Dios, si existe, te tiene ya fichado por el falso juramento. —También de vez en cuando se podrá hacer un juramente en falso, ¡pero piadoso, claro está! —¡Hereje! —le recriminé, pero de tal forma que se los tomó como una chanza, y volvió a contener una carcajada. Yo tuve que dar toda clase de explicaciones al pobre portero del seminario y el Damián regresó al pueblo, libre de cargos, lo que debió ser un motivo de gran alegría para su deprimida madre. Pero, bien dice le refrán que «no dura mucho la alegría en la casa del pobre», porque el juicio del Benjamín se vería ese mismo mes y sobre él pesaba la condena de veinte años y un día. Así es que otra vez el Juan y la madre tuvieron que emprender viaje a Barcelona, para contratar un buen abogado y hacer lo que se pudiera para que lo dejaran libre, o, al menos, que le redujeran la condena. La clave estaba en saber si el testigo se dejaría sobornar con los cuatro duros que todavía les quedaban de la venta de la hacienda y rectificaba su declaración. El testigo rectificó y los Valiente se quedaron en la más completa ruina. Damián, libre ya también de cargos, marchó con ellos a Barcelona, y los dos hermanos se volvieron a quedar allí, intentando buscar algún empleo con lo que atender las necesidades de la familia, pero dada su condición de ex presidiarios, no les resultó tarea fácil. A su regreso, el Juan supo que su hijo había pasado el sarampión. Tuvo fiebre alta y complicaciones respiratorias y la pobre madre creía que se les iba de este mundo, sin haber hecho mucho sitio en él, pero tal y como yo había profetizado, el crío no por insignificante era de débil de constitución, y superó la enfermedad infantil sin dejarle señal alguna. Cuando vio de nuevo al padre hasta le dedicó un caluroso recibimiento, agitando sus esqueléticos bracitos y balbuceando un chapurreo, al tiempo que le sonreía como si lo hubiera reconocido y se alegrara de verle. Gracias a Dios que siempre quedan alegrías inesperadas en este mundo, que las da la naturaleza sin que cuesten dinero. CAPÍTULO DECIMOQUINTO Verano de 1935 Aquel verano de 1935 se vivía una tensa calma, aprovechada por cada bando para organizar sus planes e ir tomando posiciones. Las derechas pensando ya en un alzamiento militar, mientras que las izquierdas, después de la mala experiencia de octubre y de las otras revoluciones anteriores, confiaban más en una derrota electoral. Pepe Díaz, el líder de los comunistas, llegó de Moscú, tras asistir al VII Congreso de la «Internacional Comunista», con una propuesta de «Frente antifascista» que fue bien acogida por los socialistas y republicanos. En Mestalla, Azaña daba su primer mitin de llamamiento a la unidad «en campo abierto», como se llegaron a denominar popularmente, porque el Gobierno impedía que se celebraran en lugares cerrados, como estadios o plazas de toros, y concentró una multitud cercana a las cien mil personas. A principios de junio el President Companys y sus consellers fueron condenados todos a la pena de treinta años y no se libraron de la prisión, pero el Gobierno de Lerroux, no contento con esto, también intentó reformar la Constitución, de manera que se redujeran drásticamente las competencias de la Generalitat, y si no se llevó a cabo fue para evitar la disolución de las Cortes y tener que convocar nuevas elecciones. Tanto Calvo Sotelo como Gil Robles ya no quería reformas, sino disoluciones. Pero Alcalá Zamora se resistió y las reformas quedaron pendientes hasta después del verano. Como cada año por aquellas fechas fui a casa de los Beltranes para ajustar mi trabajo en sus campos, pero para mi sorpresa aquel año sería su hijo, el Romanín, el encargado, porque el padre quería que empezara a tener responsabilidades. —¡Lo siento, Andrés, pero ya va siendo hora de que el chico se gane lo que gasta, que no es poco! Pero, si quieres, puedes quedarte de segador, o ayudando en las faenas de la cosecha, pero con sueldo de segador. Como sabía de la situación tan precaria en la que estaba el Juan, me atreví a pedirle trabajo en su nombre, aún sin saber si lo aceptaría. —Por mí, bien está cualquier empleo, don Román; y sobre el sueldo, el que usted crea conveniente, pero quisiera pedirle otro empleo para otra persona, aunque no sabe nada de esto y a lo mejor se lo pido para nada… Es para Juan Valiente… —no me dejó terminar, y me replicó casi enfadado —¿Es que quieres que me haga cargo de toda la familia, Andrés? ¡Bastante tengo ya con la chica! —¡Ya, don Román, y se lo agradecen!, pero es que el hombre tiene familia, y con el problema de los otros hermanos ya no tienen qué llevarse a la boca. Además, no tiene que pagarle casa ni comida, que tiene la suya… —¡Eso pasa por meterse en política, Andrés! Quien no tiene bienes ni educación suficiente, mejor es que se quede en su casa, haga su trabajo, poco o mucho, y se haga a esa vida, sin andar con aspiraciones imposibles… —encendió un cigarro habano y le dio reiteradas chupadas hasta que se avivó el ascua. Cuando parecía ya bien encendido, lanzó varias bocanadas, olisqueó el aroma del humo, y mirándome maliciosamente, me propuso: —Pero si se da de baja del sindicato… ¡a lo menor puedo hacer algo por él! —¡Hombre, don Román, tanto como eso no creo que haga! ¿Pero, qué le importa a usted eso si hace ya tiempo que no va ni por la Casa del Pueblo? —¡Tú se lo dices y que él decida! Ocho pesetas la jornada y sin comida. ¡Anda, vete ya, Andresito, que tengo que hacer! Salí de la casa indignado, porque aquel hombre no rectificaba ni que se lo pidiera el mismo Papa, y disfrutaba humillando a la gente. Era evidente que el Juan no aceptaría, y hasta dudada si debía o no trasladarle la oferta, pero no se perdía nada con hacerlo y me acerqué a su casa, temeroso de que lo tomara por la tremenda. —¿Ocho pesetas? ¡Y además tengo que darme de baja de la U.G.T.! ¿Es que me ha tomado por un muerto de hambre como los que acostumbra a explotar? ¡Antes robo que trabajar para ese mal nacido! —dijo airado, escupiendo violentamente en el suelo— ¡Dile que se meta sus ocho pesetas por el culo, y que yo sigo en el sindicato, y, hasta que no se decida lo contrario, de presidente! Dile más todavía: que aquí no vamos a permitir otra vez abusos… Bueno, eso no se lo digas, porque no tenemos ya ni fuerza ni ganas de andar en peleas sindicales… Además, no tengo más remedio que formar una cuadrilla y marcharme por tierras de Valladolid y Salamanca, como otros años, o acabaremos comiendo judías secas… ¡Si no fuera por el crío, Andrés, esta vez no se saldría con la suya! —permaneció en silencio, derrotado e impotente, tal vez pensado en las sonrisas angelicales de aquella insignificante criatura que le tenía maniatado. Miraba a los campos de trigo como si le entraran por los ojos, con nostalgia y angustia—. ¡Maldita miseria, Andrés; maldito país y maldita la tierra que mata de hambre a quienes las siembran! —dijo con desesperación. Después entró en la casa y yo comprendí que no valía la pena insistir. Lentamente, como saboreando la amargura que me oprimía el pecho, que parecía que en Castilla no hubiera más sabor que el de la tristeza, me encaminé a mi casa, recordando los versos de don Antonio Machado sobre mi tierra, que tanto la sintió y comprendió: «¡Castilla varonil, adusta tierra! Castilla del desdén contra la muerte, Castilla del dolor y de la guerra, tierra inmortal, Castilla de la muerte.» Para colmo, y para mi sorpresa, la que fuera mi casa se había convertido en residencia temporal de los segadores de don Román, por lo que ni allí pude gozar de la tranquilidad que necesitaba para serenar mi espíritu y librarlo del agrio sabor de la amargura. La sospecha Una tarde de julio, después de una dura jornada de trabajo en la trilladora, donde volví a trabajar aquel verano, decidí ir a visitar a la madre de los Valiente, porque la pobre mujer debería de estar sola, pues, no sólo todos sus hijos estaban fuera del pueblo, sino que al marido no había quien lo sacara de la taberna, bebiéndose lo poco que le debía quedar de dinero. Precisamente, al pasar por la taberna lo vi sentado en una silla, bajo la sombra que proyectaba la fachada a esa hora de la tarde. —¡Con Dios, Andresito! Saluda de mi parte al señor obispo, y si te coge de camino, saluda también al Papa! —me dijo con voz de borracho y creyendo que estaba haciendo una gracia, al tiempo que alzó pesadamente el brazo que volvió a caer sin fuerza ni control. Sabía que era inútil intentar hablar con aquel hombre, pero por cortesía, pase por alto su falta de respeto y me detuve un rato a tratar de conversar con él. —¡Lo haré, señor Juan, pero al Papa va a ser más difícil! ¿Qué se sabe de los chicos? El viejo se encogió de hombros como si no estuviera interesado por ellos —¡Qué sé yo, por ahí andan; en la siega por tierras del Duero! ¡Como si aquí no hubiera campos para segar! Y la chica, ¡de señorita en Sigüenza! ¡Anda, tómate un vino, Andresito, que lo pago yo! Me indignó su falta de responsabilidad y no pude evitar reprocharle enérgicamente: —Pero, por el amor de Dios, ¿cómo va usted a invitar a nadie si no deben tener ya ni para comer? Pero el hombre, ladeándose pesadamente sobre la silla, se metió la mano al bolsillo y sacó un puñado de pesetas. —¡Quia, Andresito; mira si no tengo dinero! Anda, tómate los chatos que quieras y no te preocupes ¡que en casa hay más! —¡Guárdelas, señor Juan, y no vaya por ahí presumiendo de que tiene dinero! —realmente no parecía estar preocupado, tal vez por su inconsciencia de borracho o porque yo estaba mal informado y no estaban tan mal como yo pensaba—. ¡Gracias por la invitación, señor Juan, pero no tengo el cuerpo yo ahora para vino! ¿Sabe si está su señora en casa? —¡Allí estaba cuando me vine a la taberna, con la cuñada y ese nieto de pacotilla que tengo! La verdad es que el hombre se hacía odiar, pues no perdía oportunidad para despreciar a cualquiera, fuera o no de la familia. Lo dejé medio adormilado por el alcohol y me dirigí a su casa. Las dos mujeres estaban en la calle, aprovechando los últimos rayos del sol y porque a esa hora ya se estaba bien a la fresca. Charlaban animadamente y la mujer de Juan sujetaba al enclénquico niño por los bracitos, porque ya intentaba dar sus primeros pasos. —¡Benditos los ojos que te ven, Andresito! ¿Qué te trae por esta casa? —me saludó la buena mujer, que contrariamente a lo que espera, estaba de buen humor y hasta animada—. ¡Has visto la criatura, que ya se sostiene solito! ¡Y eso que no dábamos un real por el pobre cuando llegó a este mundo! Acaricié al niño, que tenía siempre una sonrisa en los labios para todos, pues sin duda era de buen natural, pero no quise perder más tiempo y salir de dudas cuanto antes. —¿Cómo le va la vida, doña Maria? ¿Qué sabe de los chicos? La mujer no parecía tener ganas de perder su buen humor y me contestó con una evasiva que me desconcertó: —¡Ya son buenos mozos y se espabilarán! ¡Déjale solito, Julia, que verás como ya se aguanta la criatura! —dijo a la cuñada, eludiendo el tema de sus hijos. Aunque sabía que la curiosidad es un pecado, no puede evitar volver a preguntar, pero esta vez siendo más concreto: —¡Entonces, se van apañado; están todos bien! —¡Ay, Andresito, tú que vas para cura ya debes saberlo: Dios aprieta pero no ahoga! Siempre hay un alma caritativa que se apiada de la gente pobre. Pero no está bien decir nada más, que ya dice la Biblia «que no sepa tu mano derecha lo que da la izquierda», o como se diga, que yo sé poco de esas cosas. Era evidente que la buena mujer trataba de ocultarme algo y tantos rodeos me desconcertaron. Sin embargo no insistí y me alegré de que, al menos, no les faltara qué comer. No obstante, algo me torturaba la conciencia, sin saber muy bien qué. ¿Cómo era posible que yo no creyera en la caridad cuando iba para cura? ¿Quién podía ayudar a aquella familia, que más bien era odiada y repudiada por todos? Desconcertado y confundido, me despedí tratando de disimular mis dudas y desconfianzas. —¡Me alegro de verla tan animada, doña María, que su hija Inés debe estar también contenta! —¡Y tan contenta, que menuda suerte hemos hecho con el empleo que le buscaste! —y volvió a pedir a su cuñada que dejara suelta a la criatura, por lo que supuse que no quería que continuásemos con el tema. —¡Bueno, pues, las dejo entretenidas, y voy a ver si me refresco un poco y me doy un paseo por el monte! —¡Adiós, Andresito, y ven cuando quieras, que en esta casa tienes siempre las puertas abiertas! A partir de aquella entrevista el diablo mismo debió de entrar en mi cuerpo, porque ni siquiera era capaz de conciliar el sueño. Lo que sucedía era que me turbaba un presentimiento que, poco a poco, se convirtió en una sospecha ¡contra Inés! ¡Y Dios sabe que hice todo lo posible por alejarla de mi mente! Pasaron varios días en que no era capaz ni de concentrarme en el simple trabajo que se me había encomendado, como era vigilar la máquina trilladora, y más de una vez se atascó produciendo un auténtico estropicio, que tuvieron que parar la trilla durante varios días, hasta que alguien vino a recomponerla. Sin embargo, estaba firmemente decidido a quitarme aquella sospecha de la cabeza, aunque fuera a golpes. Pero lo que me atormentaba no era sólo la duda, sino la curiosidad. ¿Quién podría estar ayudando a la familia Valiente? ¡No podía ser otra que los Beltranes! Sin duda que sería la buena de doña Virtudes, pues ya era sabida su generosidad y su activa participación en todas las organizaciones de caridad que había en la ciudad, sobre todo con los niños del orfanato. Gracias a que mi casa estaba tan concurrida como el seminario y no había posibilidad alguna de concentrarse en nada ni estar un momento a solas, se me fue yendo de la cabeza aquella mortificante sospecha, y entre partida de brisca con los segadores o juego a las chapas con el hijo de uno de los segadores, que había vuelto al pueblo como cada año, pasaron los días y ya casi me había olvidado del tema. Al terminar la temporada de la cosecha en el pueblo, doña Virtudes me invitó, como era habitual, a que la acompañara a la misa de la Virgen de la Mayor, para que pudiera contemplar y admirar su hermoso matón sobre sus hombros. Yo no estaba de buen humor, es más, me había vuelto bastante irascible e irritable, tal vez porque mi edad pedía menos hábitos y avemarías y más diversiones. Eran las fiestas de Sigüenza y me irritaba ver a otros chicos de mi edad divirtiéndose por la alameda, correteando detrás de las muchachas, en el baile, o alternando en los bares y quioscos con otros amigos, mientras yo deambula de iglesia en iglesia, del brazo de doña Virtudes y otras viejas amigas suyas, viudas o solteronas. Aquellos paseos francamente me irritaban, y, a duras penas, era capaz de mantener el tono y la buena educación ante los disparatados comentarios de las señoras: —¡Para ser cura hay que ser más hombre que ninguno, porque hay que tener voluntad de hierro para no caer en tentaciones! ¿No es verdad, doña Virtudes? —¡Que queréis que os diga yo, chicas, eso el Andresito debe saberlo bien, que es el afectado! Yo no contestaba tamaña simpleza, pero les regalaba una patética sonrisa, que hasta les hacía gracia, y se apretaban más del brazo cuchicheando entre ellas, supongo que preguntándose si yo era o no un hombre, para lo que ni yo mismo tenía una clara respuesta. Tal vez fuera por causa de mi mal humor por lo que volví a darle vueltas a mi sospecha, y harto ya de reprimirme y deseando salir de dudas de una vez, no puede evitar hacer un solapado comentario a doña Virtudes para acabar ya con aquella insoportable situación. —¡Por cierto, doña Virtudes, que la madre de la Inés está muy agradecida con usted; que les está sacando usted de apuros! —¿Yo? ¡Virgen santa, que agradecida es la buena mujer! Pero ¿qué puede hacer la pobre mujer con las tres pesetas que le damos a la Inés? Y que coste, Andresito, que no paro de insistirle al Román para que le suba siquiera una peseta! ¡Pero nada, no cede, que para el dinero es muy suyo! Yo ni siquiera escuché las últimas explicaciones que me daba doña Virtudes, porque me sobrevino una súbita angustia que me había paralizado. Era como si algo dentro de mí se retorciera y me oprimiera el corazón. Como si los hermosos recuerdos que guardaba de la Inés en algún recóndito lugar de mi alma, surgieran de repente enlodados y sucios. Su rostro, permanentemente fresco y seductor, se crispara y afeaba hasta hacerse repugnante; su imagen virginal, idealizada en el recuerdo, se deformara hasta parecer la de una prostituta, porque mi sospecha era que la Inés estaba vendiendo su cuerpo con lo que sostenía a la familia. Sólo cuando me di cuenta de lo grave de mi acusación sentí el escalofrío del horrendo pecado que acababa de cometer con aquella acusación sin fundamento. y, en fin, que todo aquello que odiaba de los demás estaba ahora dentro de mí mismo. Pero la más remota posibilidad de que fuera verdad me dolía como si me apuñalaran, porque, sin duda, y en aquel momento lo comprendí como nunca antes, ¡aún seguía amando a Inés! La confirmación Fueron aquellos últimos días los más amargos de mi vida, y hasta estuve pensando seriamente en abandonar el seminario, porque mi alma estaba en pecado y no había confesión que fuera capaz de aliviarla. Sólo saliendo de dudas podría volver la calma a mi espíritu; calma de vida o de muerte, ¡pero calma al fin! Pasé de la indignación a la comprensión y, ya para finales de agosto, creo que incluso a la resignación. Si mi sospecha era cierta, nadie más que yo era el responsable, por tanto, más que censurarla debería comprenderla y perdonarla. Pero, después de hacerme todas estas reflexiones, todavía me indignaba más el darme cuenta de que no eran más que conjeturas. Finalmente, me armé de valor y tomé la firme decisión de enfrentarme a la realidad y averiguar de una vez por todas lo que pudiera haber de cierto en mi sospecha sobre la virtud de Inés. Era una tarde fresca de finales de agosto, porque durante la mañana había estado lloviendo y al descampar se había levantado una brisa que traía restos de humedad y cogía desprevenido, con ropas todavía de verano. Me encaminé decidido a la taberna, para ver si estaba el padre de la Inés y sin miramientos sonsacarle lo que pudiera sobre el origen de aquella aparente bonanza económica. Juan seguía por tierras de Castilla la Vieja, porque tal vez había conseguido otros trabajos además de la siega o andaría empleado en otras cosechas. Como era de esperar el padre estaba allí, junto con tres parroquianos más, que jugaban una partida de cartas. Al verme ni siquiera me reconoció, de tan concentrado que estaba en la partida. Sobre la mesa, a cada lado de los jugadores, había dinero, tal vez más de dos o tres duros en pesetas y reales, por lo que deduje que estaban jugando por dinero. El propio cantinero se asombró de mi presencia y no pudo evitar una broma de mal gusto. —¡Si vienes a decir misa, la iglesia está más abajo, Andresito! —¡Déjate de bromas y sírveme un chato de vino; no, mejor una copa de coñac! —pedí aquella bebida porque mi estado de ánimo necesitaba algo más fuerte que el vino—. ¡Vaya partida que tienes aquí! ¿Desde cuándo se juega por dinero en esta taberna? —No creas que me gusta, Andresito, ¡que un día tendremos un disgusto serio! ¡Se juegan hasta lo que no tienen! Bebí la copa de un solo trago y pedí al cantinero que me la volviera a llenar. —¡Es por culpa del borracho del Valiente, que no sé de dónde saca tanto dinero! Sólo me faltó aquel comentario para sentirme otra vez en el infierno. Con malicia, y esperando la respuesta que intentaba no escuchar, le pregunté: —¿Y de dónde lo saca, si se puede saber? —¡Psché, qué sé yo!… —era evidente que el tabernero tenía su propia idea, pero parecía no atreverse a comentarla, y menos conmigo. Pero pudo más su malicia pueblerina que su discreción, y terminó por confiarme su propia versión—. No me hagas caso, Andrés, pero por ahí andan comentando que la chica… bueno… que la Inés les trae los duros por capazos. ¡Y ya me contarás de dónde los saca de criada en Sigüenza!… Pero, en esa casa… Con ese chico atolondrado… En fin… bueno, ¡que ya he dicho demasiado! Pero lo que pasa que él mismo padre anda presumiendo de hija generosa, ¡que ayer mismo me enseñó tres duros que le acababa de entregar la chica! Eso me dijo, por lo menos. Si es verdad o mentira, ¡allá él con su conciencia! Bebí la nueva copa de un trago y, medio atolondrado, salí de la taberna con el ánimo destrozado, hasta el extremo de que, por efecto del alcohol y de la amargura por la confirmación de mis sospechas, estuve a punto de ponerme a llorar como un crío. Caminé durante horas por los cerros sin un rumbo concreto y aparecí bajo la encina donde solía descansar mis días de pastoreo. Poco a poco me fui serenando, y sentí que mi amor platónico por aquella muchacha, guardado celosamente durante años como la esperanza de una vida más grata y feliz, una vez fuera del seminario, se había desvanecido y en su lugar no pude encontrar sino un vacío amargo, como si el amor ocupara un lugar en alguna parte del alma y, al desvanecerse, el hueco se llenaba de amargura y ahí se quedara. Lo que más me angustiaba era no ser capaz de perdonarla y seguir amándola, lo que me demostró que no era tan distinto de los demás, y que cuatro años de lecturas religiosas y rezos obsesivos no habían servido de mucho. Por otro lado, quedaba la confirmación por ella misma; sólo cuando lo escuchara de sus propios labios debería estar seguro de que la Inés se prostituía. Por tanto, antes de condenarla necesitaba su propia confesión, y, a partir de aquel mismo día, me propuse conseguirla. Pero la situación se agravó cuando a primeros de septiembre volvió el hermano mayor. No había hecho mala campaña y venía satisfecho de poder entregar unos duros a su mujer, pero cuando vio que no les faltaba de nada y que todo venía de la Inés, no pudo evitar tener las mismas sospechas que tuve yo. En vano la asustada madre se esforzaba en tranquilizarlo, jurando una y otra vez que aquello eran donativos de la caritativa doña Virtudes, porque él, como yo, no creyó semejante posibilidad. Pero apenas fue un par de veces por la taberna, donde coincidí con él, porque yo también me estaba aficionando a la bebida, para que se enterara de los rumores que corrían ya de boca en boca en todo el pueblo sobre la dudosa moralidad de su hermana. Incluso alguien se había preocupado en modificar aquella copla difamadora que en su momento nos hicieron a la Inés y a mí, y ahora rezaba así: «La hija de los Valiente es la moza más caliente, que anda en tratos carnales con todos los Beltranes.» Estábamos los dos en la taberna, cuando alguien le susurró al oído la letra de esta maliciosa copla. El Juan intentó calmar su indignación, se acercó a mí y me preguntó, esperando que yo supiera la verdad de la procedencia del dinero: —¿Qué sabes tú de esto, Andrés, que paras mucho por esa casa? —¡Igual que tú, Juan!… Pero yo que tú no haría caso de estos rumores, que esta gente disfruta haciendo daño… Ni siquiera se despidió de mí y salió precipitadamente de la taberna. Yo me asusté y traté de seguirle porque temía que pudiera cometer alguna locura. —¡Espera Juan!, ¿dónde vas tan deprisa? ¡Para, hombre, y cálmate! —¡No te metas en esto, Andrés, que es cosa de la familia! —Pero ¿dónde vas tan alterado? —¡Voy a matar a una alimaña! Conseguí adelantarlo y lo retuve con fuerza del brazo, impidiendo que pudiera seguir caminando. —¡No seas loco! ¿Qué pruebas tienes, Juan? ¡Cálmate, que yo hablaré con ella y después tú verás lo que haces. Pero ¡ni menciones esa idea de matar a nadie, que si te oye alguien del pueblo no tardarán ni cinco minutos en detenerte otra vez! ¡Piensa en tu criatura y en tu mujer, o en tu pobre madre! El Juan, a regañadientes, y mordiéndose los labios con violencia como solía hacer siempre que estaba alterado, pareció aceptar mis argumentos. —¡Habla con ella y que te diga la verdad! Y si es como dicen, ¡te juro como que hay Dios, que esa sanguijuela las paga todas juntas, no sólo por esto, sino por todo lo que ha hecho a nuestra familia! ¡Que no podemos vivir más humillados ni con más vergüenza! No era aquel un encargo fácil ni creía tener yo ningún derecho a meterme en la vida de la Inés, pero me pareció que tal vez podría evitar una nueva desgracia si conseguía encontrar alguna solución después de hablar con ella. Tal vez consciente de que circulaban ya estos rumores por el pueblo, la misma Inés evitaba dejarse ver por allí y si lo hacía era para pasar unos momentos, ver a la madre, entregarles lo que fuera y volverse inmediatamente a Sigüenza. La única posibilidad era esperarla en el camino, el mismo donde nos solíamos encontrar cuando yo era pastor, que de buena gana hubiera cambiado en esos momentos todos mis latines y teologías por aquellas dos docenas de ovejas tercas, y que nunca hubiera yo entrado en el seminario. Como sabía el día en que libraba, la esperé medio escondido tras un viejo nogal que había en el cruce con el río, junto al paso a nivel. Vi pasar un tren, renqueante y quejumbroso, porque cuando salía de la estación de Sigüenza hacia Zaragoza la vía es empinada y les costaba volver a coger la marcha. Me saludaron varios chiquillos desde los vagones y yo les devolví el saludo por cortesía no porque pusiera atención en lo que hacía. El sól se ocultó entre unos cirros que prolongaban el contorno de las montañas, y bandadas de estorninos se agrupaban haciendo curiosas figuras en el cielo, preparándose ya para posarse sobre las altas choperas y pasar la noche. Pero la Inés no aparecía y dada ya la hora no era probable que lo hiciera. Temí que hubiera decidido no volver ya por el pueblo. Me dejé caer apesadumbrado al pie del nogal, tirando piedras al río mecánicamente, sin dejar de pensar en las amenazas de muerte que había hecho el Juan. Si perdía la cabeza la desgracia se cebaría definitivamente sobre toda la familia Valiente y también le salpicaría a la misma Inés. Tan concentrado estaba en mis funestos pensamientos que no me percate que la propia Inés estaba detrás de mí, contemplándome sin decidirse a dirigirme la palabra o seguir su camino. Yo sentí su presencia y me giré sin poder evitar sobresaltarme al verla allí, indecisa y hasta violenta. —¡Inés!, ¿estabas aquí? —Voy para el pueblo... y tú ¿qué haces aquí, si puede saberse? —me preguntó extrañada, sin atreverse a mirarme de frente, sino haciendo como que contemplaba el baile de los estorninos, sobre los que preguntó evasiva—. ¿Cómo harán esos pájaros para ir tan juntos y tan al tiempo? —Te acompaño, Inés, que yo también voy para el pueblo. —¡No, Andrés; no quiero que me acompañes!… Conque, si estás bien, sigo mi camino que tengo que volver antes de que sea muy de noche. —¿Estás enfadada conmigo por algo, Inés? —¿Por qué había de estarlo? ¡Es que voy con prisa! No quise andarme con rodeos porque no podía dejar pasar aquella oportunidad, así es que fui al grano. —¡Espera Inés, que tengo que hablar contigo! No era la Inés una muchacha lerda y parecía que la vida la estaba enseñando más deprisa de lo que ella misma tal vez deseara, porque comprendió perfectamente de qué quería hablarla y me replicó casi con violencia: —¡No te metas en mi vida, Andrés! Te aprecio como amigo, pero ya nada más. Vive tu vida que yo vivo la mía… ¡y como mejor me parezca! —¡Entonces, es cierto!… —dije casi sin darme cuenta. —¿Qué es cierto?: ¿que soy una puta, como andan diciendo ya por el pueblo? ¡Sí, a lo mejor soy una puta! ¿Y eso a ti qué te importa? Por duro que me resultara, la Inés llevaba razón. Sólo que me destrozaba el alma el que ya no sintiera nada por mí. En esos momentos no sé por qué me vino a la mente la historia de María Magdalena y la parábola de la pecadora, y lo primero que se me ocurrió decir fue un auténtica barbaridad. —¡Por mí, yo te perdono!… El rostro de la Inés se transfiguró como si la hubiera abofeteado. Me miró con desprecio y hasta con odio, y me dijo airada: —¿Perdonarme? ¿A mí?; ¿perdonarme tú a mí? ¿Y de qué culpa, si puede saberse?: ¿de haber salvado la vida de esa esquelética criatura?, ¿o es que te crees que los médicos son gratis?; ¿de haber llevado cuatro duros a la casa para que mi madre pudiera echar un trozo de chorizo en las judías y sacarla de la muerte, que ya no quería otra cosa que morirse? Además, ¿y quién eres tú para perdonar a nadie? ¿Es que ya te crees el Papa? —tomó aliento, tragó saliva porque la excitación la estaba ahogando, y prosiguió cada vez más airada conmigo—. ¿Qué sabes tú de la vida? ¿Qué sabéis todos los hombres de la vida? ¡A vosotros con tener una mujer en la cama y santo patrón en una peana, ya tenéis bastante! —hizo como que empezaba a caminar, pero se detuvo; volvió a mirarme con una expresión ya claramente de odio y terminó de recriminarme—. Además, ¡toda la culpa es tuya, Andrés, que una vez te dije, y aquí mismo, que si no era para ti sería para el diablo! ¿Y qué mejor diablo que don Román? Conque, ¡quédate con tu Dios que yo me quedo con el diablo, que por lo menos me pagó bien los servicios! Con violencia, dio media vuelta y se alejó de mí apresuradamente. No sé si creí escuchar algún sollozo, pero yo me quedé tan deprimido y avergonzado que no supe cómo reaccionar, porque no me había hecho ningún reproche que no fuera verdad. Todo había terminado entre nosotros, y lo peor era que presentía que una nueva tragedia se cernía sobre nuestro pueblo. ¡Y otra vez el culpable había sido yo y mis buenas intenciones, que todas se volvían diabólicas sin poderlo remediar! CAPÍTULO DECIMOSEXTO Las dos Españas Llevaba razón el obispo cuando me dijo que ya sólo me quedaba la Iglesia como refugio, aunque no como consuelo, pues no había penitencia posible para perdonar todos mis pecados. Volví al seminario decidido a entregarme obsesivamente a los estudios, pero entre las asignaturas había una cuya sola mención me repugnaba, como era la de «Moral». ¿Qué moral podía enseñar la Iglesia católica, cuyos más fieles devotos, además de sus protectores, eran corruptos, usureros, conspiradores y explotadores? Pero de todo lo nuevo en el programa, lo que más atrajo mi atención fueron los «Libros Proféticos», en especial el «Apocalipsis» de Isaías, o los «Oráculos de las naciones» de Jeremías y Ezequiel, pues en mi fuero interno albergaba la esperanza de que el mundo se acabara cuanto antes, y yo con él, y me volví algo paranoico tratando de ver analogías entre las profecías y los acontecimientos del mundo en aquellos turbulentos tiempos que corrían, que eran asombrosamente coincidentes. Veía a los «Cuatro Jinetes» del fin del mundo configurarse con las huestes fascistas de Hitler y Mussolini, de Maurràs o del canciller austriaco Dollfuss. Pero la mayoría de los líderes de la izquierda me parecían la personificación del «Anticristo», en especial el dictador ruso Stalin o el anarquista Durruti. Cualquier epidemia de gripe lo interpretaba como una nueva «plaga bíblica». Tal fue mi afición por este tipo de libros que solicité que me permitieran consultar los archivos del cabildo, pues no había por entonces bibliotecario visible y estaban los incunables sin clasificar, abandonados en polvorientas estanterías, y algunos hasta carcomidos por la humedad y la herrumbre. Obtuve el cargo de «Auxiliar del Archivero», aunque nunca supe quién era el archivero oficial, pero, al menos, pude acceder a estos extraordinarios fondos bibliográficos, y en lugar de pasar mi tiempo libre en casa de los Beltranes, los pasaba en la vetusta biblioteca de la catedral. Aquella ocupación me salvó de la depresión y pronto me dejé obsesionar de tal manera que regresaba al seminario a altas horas de la noche, para disgusto del portero, que ya estaba recogido y en la cama. Por algún tiempo no quise saber nada de lo que sucedía en el mundo ni qué había sido de la Inés o de sus hermanos. Pero resultó imposible ignorar algunos de los acontecimientos más destacados de la agitada vida política nacional, como la multitudinaria concentración en la explanada de Comillas, en Madrid, para escuchar a un Azaña decidido a plantar batalla a las derechas y desbaratarles sus planes de golpe militar. Las universidades volvieron a ser foco de atención, donde los estudiantes afiliados al FUE volvieron a revivir sus «Universidades Populares» y sus itinerantes representaciones teatrales o actividades deportivas por los pueblos de España. Pero no fue ni la izquierda ni la derecha quienes derribaron finalmente al gobierno de Lerroux, sino una ruleta de casino, el «Estraperlo», preparada para que ganara siempre la banca, y en cuya implantación en España estaba involucrado un hijo adoptivo del propio Lerroux. El soborno era una miseria, pero Gil Robles aprovechó para plantear la disyuntiva de «o él o elecciones». Alcalá Zamora se resistió una vez más y consiguió que Portella Valladares formara la misma nochevieja un nuevo Gobierno, pero fue inevitable la disolución de la Cortes y, por tanto, la convocatoria de nuevas elecciones generales. Gil Robles, desairado por Alcalá Zamora, respondió una vez más con su habitual tono desafiante y propuso la creación de un «Frente Nacional» «contra la revolución y sus cómplices», pero la verdad era que los más revolucionarios en aquellos momentos eran, precisamente, los que estaban en su lado político, es decir, los tradicionalistas de la Falange y de las JONS. Salieron los dos ministros de la CEDA del nuevo Gobierno y todos empezaron a preparase para la inminente consulta electoral, a pesar de que todavía no se había decretado la disolución de las Cortes. Por su parte, las izquierdas habían aprendido la lección durante su sangriento octubre y esta vez todos los grupos, prácticamente sin excepción, estaban decididos a formar parte de un nuevo «Frente Popular» y movilizar el voto de las izquierdas. A diferencia de las elecciones anteriores, también participaron los anarquistas de la C.N.T. La fiebre de «unidad» llegó incluso a pequeños grupos políticos escindidos del Partido Comunista, como los del «Partido Obrero Unificado Marxista», de orientación trotskista: o anarquistas, como el «Partido Sindicalista», de Pestaña. Todos ellos, con buena sintonía entre los jóvenes revolucionarios y libertarios, se apuntaron también al nuevo «frente antifascista». La verdad era que ninguno de ellos firmó el pacto pensando en la misma cosa, sino que cada uno esperaba sacar su propio provecho de un hipotético triunfo electoral de las izquierdas. Finalmente, fueron convocadas nuevas elecciones generales para el 16 de febrero de 1936, en las que ya no se enfrentarían partidos políticos, sino «frentes»: el «Frente Popular» y el «Frente Nacional», es decir, las dos Españas. Por Navidad no puede evitar aceptar una invitación de doña Virtudes, que estaba la pobre mujer profundamente preocupada por mi repentino aislamiento, pero que interpretó como un proceso normal de recogimiento propio de un seminarista con vocación. No me importaba por ella, pero no estaba todavía preparado para volverme a encontrar con la Inés, y sentía verdadera repugnancia por su marido, sin duda el causante de todas mis desgracias. Pero tanto me acosó y tantos emisarios envió para que intercedieran, que, finalmente, tuve que aceptar. Cenaría en su casa por Nochebuena y, acto seguido, iríamos juntos a la Misa del Gallo de la catedral, pues desde la muerte de don Gregorio conseguí excusarme de acudir al pueblo para ayudar al nuevo párroco interino, un cura tosco y de avanzada edad, sencillo y sin ideas políticas, y que hacía su trabajo como un albañil construye una casa, sin más pasión ni vocación. Serían las ocho cuando salí del archivo de la catedral. Me crucé en la nave, casi a oscuras, con un canónigo que terminaba de dar la confesión, y varias mujeres enlutadas, que creyendo que yo también era canónigo, intentaron besarme la mano. Las desengañé lo más amablemente que puede y salí de la catedral en compañía uno de los padres, cambiando cuatro frases sobre el tiempo. —¡Ya está helando, Andrés, esta noche tendremos que abrigarnos bien para la Misa del Gallo! —Siempre he creído que debería hacerse la misa en un sitio más recogido y no en el altar Mayor, que es lo más parecido al Polo Norte. —comenté yo, con ese sentido práctico que no debe tener nunca un seminarista. —¡Esta noche es de sacrificarse, como Nuestro Señor se sacrificó por nosotros en la cruz, Andrés! La respuesta era casi obvia. Nos despedimos y, vacilante, hasta el extremo que me pasó por la cabeza buscarme alguna excusa de enfermedad repentina, terminé por encontrarme ante las puertas de la casa de los Beltranes. Una vez allí no pude evitar llamar y que fuera lo que Dios quisiera. Como era habitual nos abrió la puerta el chófer y yo esperaba que tras la siguiente apareciera la Inés, pero me sorprendió ver a la Rosarito, que con los años había engordado ostensiblemente y resultaba la pobre casi grotesca, y le gritó a la madre. —¡Ya está aquí el Andrés, madre!, ¿le digo que pase? Apareció doña Virtudes casi alarmada por la pregunta, y se excusó como pudo. —¡Claro hija!, ¿no ha de pasar? ¡Esta Rosarito en lugar de ir para mejor es cada día más lerda la pobre! —y cogiéndome del brazo me hizo entrar en el salón, donde ya estaba puesta la mesa y los comensales sentados pendientes de que les sirvieran la cena—. Te esperábamos a ti para comenzar, Andrés… ¡Anda hija, di al servicio que ya pueden servir la cena, que ya está aquí don Andrés! — era aquella la primera vez que me trataban de don, pero estaba tan pendiente de la aparición de Inés en el salón que no protesté. Pero no fue la Inés quien apareció, sino una nueva criada que yo no conocía. Doña Virtudes, al notar mi extrañeza, me aclaró la situación. —¡Ay, Andrés; que no te lo había dicho! ¡La Inés nos dejó sin avisar siquiera, así por las buenas! Un día me dijo que iba al pueblo ¡y ya no volvimos a saber nada más de ella! A lo mejor tú sabes qué ha sido de esta muchacha, porque no me explico qué ha podido pasarle… Era tan educada y formal que… ¡En fin, anda, tómate la sopa que se te enfría! Instintivamente cambié una mirada con don Román, que al encontrarse con la mía debió comprender lo que le estaba reprochando, porque altanero y con una hipocresía asombrosa, me dijo para evadir cualquier nuevo comentario sobre la Inés: —¡Estas chicas de servicio son todas iguales! Al principio son muy dóciles y modositas hasta que el día menos pesado, ¡si te he visto no me acuerdo!, y se fugan con el primer hombre que encuentran. ¡Va, ya sabremos de ella cuando menos lo esperemos! —y como si no hubiera pasado nada, ordenó a la nueva criada—: ¡Anda chica, trae otra botella de vino, pero que esté freso! ¡A ver si aprendes que el vino blanco tiene que estar fresco y el tinto del tiempo! ¡Estas chicas!… Si en lugar de ser un pobre y cobarde seminarista hubiera sido realmente un hombre, en aquellos momentos hubiera saltado sobre él y le hubiera golpeado hasta que pidiera perdón de rodillas y ante su propia familia, y mostrara un mínimo de honestidad y arrepentimiento, pero el seminario había hecho de mí un dócil corderito, al que se le podía humillar con aquella impunidad y estar seguro de que seguiría tranquilamente sentado, comiendo su lenguado al horno, acompañado de un buen vino blanco de la Ribera del Duero, ¡y a su temperatura ideal! Así era yo por entonces, cuando el país había descartado ya cualquier posibilidad de entendimiento pacífico, y aquella denigrante escena en casa de los Beltranes era la mejor ilustración de las causas de toda esa crispación nacional. La huida de Inés Me había propuesto no volver a pensar ni en el pueblo, donde no quedaba ya nada que me atara, si no fuera por el nicho familiar en el cementerio, ni en los hermanos Valiente, de los que temía escuchar cualquier día alguna noticia de tragedia si el Juan cumplía sus amenazas. Pero las dudas sobre lo que hubiera podido sucederle a la Inés me torturaban la conciencia y, finalmente, no pude evitar tomar la decisión de subir nuevamente al pueblo y preguntarle a su hermano sobre su paradero. Aproveché el último domingo de enero, probablemente el día más frío y desapacible del todo aquel invierno, para hacer la temida visita a los Valiente. Había nevado copiosamente durante todo el sábado y buena parte del domingo, pero a media mañana empezaba a despejar la ventisca. Salió un sol tímido al principio y brillante hacia el medio día, y el blanco de la nieve me dañaba la vista, lanzando brillantes reflejos porque el intenso frío la cristalizaba. Con dificultad, ascendí el camino del pueblo, donde me crucé con el nuevo párroco, quien volvía de decir misa. Nos saludamos como dos colegas, intercambiando los obligados comentarios sobre el tiempo, y me puso al corriente de las cuatro cosas más destacadas del pueblo, como defunciones y bautizos, pero comentando su sentimiento por aquellas gentes, que sufrían severamente las inclemencias del tiempo en aquellas casas mal acondicionadas y mal abrigadas. Quise entrar primero en la taberna y calentarme un poco, no sólo al calor de la estufa, sino con una buena copa de coñac, el mejor remedio contra el frío. Apenas entré en la sala, ennegrecida por el humo de la estufa y donde se respiraba un aire denso y sucio del aroma de tabaco de picadura y, por qué no decirlo, de la poca higiene de los parroquianos, cuando me encontré de bruces con el Juan, que estaba sentado en una de las mesas con expresión taciturna y amargada. En otra mesa estaba el padre, como siempre jugando una partida de cartas con otros parroquianos, pero esta vez no había dinero sobre la mesa, porque se le había acabado o lo ocultaban por causa de la presencia del hijo mayor. El Juan me vio entrar pero apenas si hizo un leve gesto con la mano, sin mostrar el mínimo interés por hablar conmigo. Supuse que debía considerarme culpable de lo de su hermana, y no supe cómo reaccionar, hasta que, finalmente, y puesto que había subido para ello, cogí mi copa y, sin pedirle permiso, me senté a su lado. Al cabo de unos instantes, tras acabar de un trago el coñac, me decidí a preguntarle: —¿Qué sabes de la Inés? —el Juan ni me miró, como si le sorprendiera la pregunta viniendo de mí, pero no me contestó —. Bueno… yo sólo quería saber si estaba aquí y con salud… Pero estás en tu derecho de reprocharme lo sucedido… ¡por haberla metido yo mismo en aquella casa! —¡Está en Madrid; de puta, supongo! —me soltó, sin tratar de bajar la voz para que no lo escucharan los otros parroquianos. Era evidente que estaba profundamente dolido, pero no sabía si sólo contra don Román o también contra su hermana, a la que ya debía considerar de la misma catadura y maldad. Me indignó que él mismo fuera tan cruel con su propia hermana y no tratara de comprender que lo había hecho para salvar la vida de su propio hijo. Pero, en cuestiones de honor y castidad femenina, en los pueblos nunca han sido muy condescendientes, y resultaría inútil que yo le hiciera ver estas razones. Aunque decepcionado, y más avergonzado y angustiado que llegué al pueblo, yo no era quién para recriminarle nada al Juan. Como supuse que no deseaba seguir hablando conmigo, me levanté, pagué mi copa, y con un cortés y breve saludo me despedí de él, saliendo de la taberna como si fuera un perro apaleado. De haber sabido el paradero de la Inés tal vez hubiera cogido el primer tren y me hubiera marchado a Madrid para saber qué había sido de ella, decidido de una vez por todas a enfrentarme a mi propia cobardía y demostrarme a mí mismo, con pruebas y sacrificios, lo que sentía realmente por aquella desgraciada muchacha, pero parece que todo se confabulaba para que yo siguiera mi incompresible destino y no pudiera apartarme de la Iglesia, la misma a la que hacía culpable de todas mis desgracias. La convocatoria de elecciones generales produjo tal revuelo en el seminario y en toda la ciudad, que los mismos acontecimientos me ayudaron a sobrellevar mi mala conciencia. El obispo no ocultaba su contrariedad y temía que se repitieran las circunstancias de 1931, con nuevas quemas de iglesias y persecuciones de miembros del clero. Durante un viaje a Guadalajara, donde estaba prevista una reunión de obispos para discutir su posición frente a esta nueva consulta electoral, el prelado expresó abiertamente sus puntos de vista. —¡Aquí no valen ya democracias, sino mano firme y asegurar el orden público! ¿Qué nos ha traído la democracia desde que la tenemos?: ¡Nada más que enfrenamientos y violencias, sobre todo para la Iglesia! ¡Qué razón llevaba el cardenal Segura cuando dijo que cuando la Iglesia y la monarquía se entendían, cada una en su sitio y sin estorbarse, se hicieron las mejores obras que ha dado este país al mundo! Y ahora, ¡vuelta a empezar con las dichosas elecciones! ¿Es que ya no hemos tenido bastantes elecciones sin que se solucione nada, ni para unos ni para otros? Yo, como de costumbre, asentía con gestos mecánicos de cabeza, porque sabía que no eran sino monólogos del señor obispo y que no admitían réplica ni mucho menos oposición. No es que el obispo fuera abiertamente anti demócrata, sino que no tenía ni la menor idea de qué se podía hacer en aquellas críticas circunstancias. Pero lo mismo les sucedía a los militares, que eran incapaces de hacerse una idea cabal de la utilidad de la política en general, y empezaron a concebir drásticas soluciones de carácter castrense, y aplicar a todo el país el rigor y la disciplina de los cuarteles. Esa era la visión de Sanjurjo, o de Franco, pero aún quedaban los que seguían teniendo ideas políticas para después de un alzamiento, como el general Emilio Mola o el requeté Fal Conde. En realidad lo que sucedía era que cada vez estaba más claro que ni unos ni otros aceptarían de buen grado los resultados de aquellas nuevas elecciones. Si ganaba el Frente Popular, habría alzamiento militar, pero si ganaba el Frente Nacional, habría alzamiento popular, y esta vez no sería como el de octubre, sino que con toda probabilidad, también hubiera terminado en una sangrienta guerra civil. En realidad, empecé a comprender que dados los tiempos que corrían y las circunstancias tan revueltas en que se encontraba el mundo, en transición entre el absolutismo reaccionario de las monarquías todavía medievales y los efectos liberalizadores de la revolución industrial, ningún país podría librarse, tarde o temprano, de una guerra civil, pues todos terminaban formando dos frentes irreconciliables: el del pasado y el del futuro. Lo que quedaba por ver era la violencia y duración del enfrentamiento y cuál de los dos bandos se alzaba con la victoria. ¡Pírrica victoria!, porque tarde o temprano, con sangre o sin ella, no podía haber más que un bando ganador: ¡el del futuro! Las elecciones del 36 A primeros de febrero, cuando todavía no se habían retirado las nieves de las umbrías, el inicio de la campaña electoral volvió a crispar y enrarecer el ambiente de la ciudad. Cada vez más fuerte dentro del partido falangista, y bien protegido por otros jóvenes del pueblo que compartían plenamente su ideología tradicionalista, el Romanín volvió a protagonizar nuevas provocaciones y enfrentamientos y, como era de esperar, la tomó con los de la Casa del Pueblo. Sin embargo la Falange no se presentaba con el Frente Nacional, porque no los querían por su actitud violenta y pretensiones revolucionarias, pero ellos mismos se consideraban legitimados para obrar de aquella manera. Los de la Casa del Pueblo no se acobardaron, sino, todo lo contrario, los ferroviarios de la U.G.T., que era el grupo más activo y numeroso, unidos a los cada vez más concienciados peones y trabajadores desempleados o subempleados que había en la ciudad, y que se organizaron en sus respectivos Sindicatos de Oficio, se prepararon para la lucha electoral con todos lo medios posibles, dispuestos a no ceder a las presiones ni amenazas y, si era necesario, responder con la misma violencia. Esta fue también la oportunidad que Juan Valiente debía de estar esperando para llevar a cabo su venganza contra los Beltranes, porque también movilizó a casi todos los jóvenes del pueblo, que por aquellas fechas no tenían labores que hacer en el campo, y, no sólo presentó batalla electoral en el pueblo, sino que se unió a los socialistas de Sigüenza para recorrer la pedanía y no dejar un solo pueblo o aldea sin que llegara el mensaje del Frente Popular. Sin embargo de poco servirían todos estos esfuerzos en una provincia como la de Guadalajara, donde presentaba su candidatura a diputado el conde de Romanones, quien por tradición o costumbre había salido siempre elegido, y por amplia mayoría. Por si fuera poco, los campesinos, que no habían visto cambiadas sus condiciones de vida ni por unos ni por otros, estaban ya cansados de elecciones y muchos pensaban abstenerse. Yo volví a mis labores en los archivos y me tomé el trabajo con más interés que nunca, pues cada día era capaz de leer más incunables, algunos en castellano antiguo o en otras lenguas romances de otras regiones de España. Aunque en su mayoría se trataba de libros de actas y escritos referidos a la propia diócesis y a sus bienes, prerrogativas o beneficios adquiridos, de vez en cuando descubría alguna rareza editorial sobre temas de historia medieval local, o incluso de otras regiones de España, que me apasionaban y me pasaba las horas sin darme cuenta, acodado en la mesa de la biblioteca, a la luz de una lámpara de petróleo, porque todavía no se había instalado la luz eléctrica en aquel lugar. Una semana antes de la consulta electoral, estando yo en el archivo de la catedral, escuché un griterío que venía de la nave central. Salí precipitadamente para ver qué sucedía y me encontré con el Romanín y sus seguidores, que desde el interior de la catedral increpaban a otro grupo de personas que permanecían en el atrio, gritando a su vez a los de adentro. —¡Aquí no os atrevéis a entrar, rojos de mierda, no sea que os vaya a salir urticaria! Gritaba el Romanín a los de afuera desde uno de los batientes de la gran puerta central. No había en la catedral ningún canónigo, tan sólo algún sacerdote dando la confesión a las habituales beatas, así es que yo mismo tuve que intervenir y tratar de poner orden, hacerles callar y respetar el lugar donde se encontraban. —¿Qué pasa aquí, Romanín; a qué vienen esos gritos dentro de la catedral? —¡Hombre, el curilla; y como siempre, metiendo las narices donde no le llaman! —¡Esta es la casa de Dios y tengo la responsabilidad de evitar estos alborotos dentro de ella! —le repliqué enérgicamente. —¡Aquí no se terminarán los alborotos hasta que no acabemos con todos esos rojos! —me dijo con desprecio, señalando hacia la calle. Me asomé al atrio y vi a un grupo visiblemente alterado, que debían ser socialistas de la Casa del Pueblo, porque algunos enarbolaban banderas de la U.G.T. y del PSOE, y que gritaban, a su vez, contra los que estaban dentro de la catedral. —¡Vamos a por ellos y terminamos de una vez con sus provocaciones! —¡Ahí no entramos nosotros, que si pasa algo dirán que lo hemos hecho nosotros! —gritó otro, pidiendo calma—. ¡Déjalos, que después de ésta no creo que se atrevan otra vez a reventar nuestros mítines, que alguno lleva ya unos cuantos morados en las costillas, y más que tendrán como no se comporten de aquí a las elecciones! El grupo, a regañadientes y visiblemente alterados, salieron del atrio y descendieron hacia la alameda, donde, al parecer, estaban celebrando algún mitin electoral que habían intentado reventar los falangistas. —¡Están cagados de miedo! —comentó cínicamente el Romanín a sus acólitos—. ¡Estos no dan más mítines comunistas en esta ciudad como me llamo Román Beltrán! —e hizo un gesto de juramento juntando los dedos y escupiendo después en el suelo. Aparecieron los sacerdotes, que no se habían decidieron a dar la cara hasta que no vieron calmados a los falangistas, y con afectada calma, casi con dulzura, les invitaron a salir de la catedral sin más violencias. —¡Andar con Dios, hijos, que en esta casa no se pueden armar estos escándalos! —¡Perdone, padre, pero Dios sabe que lo hacemos por su bien! Calmados, pero sin abandonar su tono arrogante, fueron abandonando uno a uno la catedral después de persignarse, tomando unos de otros el agua bendita. Siempre que sucedía algo así, en que estaban envueltos los tradicionalistas, yo me preguntaba qué clase de catolicismo se había encubado en nuestro país, que parecía no haber superado la intolerancia nacida de la persecución de herejías en épocas medievales, donde los soldados de los Papas y emperadores católicos, abanderados por la cruz de San Pedro, eran capaces de degollar una familia entera sólo porque pertenecieran a una comunidad religiosa reformada. ¿De dónde venía tanta intolerancia y por qué se escudaban en la religión cuando lo que más les importaba era la defensa de sus privilegios? ¿Cómo podía la Iglesia católica presentarse ante el mundo como ejemplo de humildad, justicia y amor teniendo entre sus fieles a semejantes individuos? ¡No tenía entonces la respuesta ni la tuve después! Lo cierto era que las derechas tenían más problemas internos que las izquierdas para lograr su unidad, porque los más extremistas ya recelaban de la capacidad de liderazgo de Gil Robles, a quien consideraban demasiado liberal y demócrata, y alejado de sus pretensiones de acabar de una vez por todas con la República. Finalmente, sin la Falange, lograron presentar candidaturas en coalición con un amplio abanico, desde radicales hasta monárquicos, como la del propio conde de Romanones por nuestra provincia, pero también con agrarios y hasta con los de la reaccionaria «Lliga Catalana». Su mensaje político se convirtió en un obsesivo llamamiento contra «los revolucionarios y sus cómplices», pero ellos mismos hablaban ya más de revolución y rebelión que los mismos izquierdistas. La verdad es que hicieron una campaña confusa, que lo único que dejó claro era que cada uno de sus candidatos lo único que le importaba era sacar su acta de diputado, porque estaban ya tan hechos a vivir de la política y llevaban ya tanto tiempo en ella que ya no sabrían hacer otra cosa, y eso era también válido para las izquierdas moderadas y de centro. El retorno de Inés El 16 de febrero amaneció frío y lluvioso, como era propio de la época en esta ciudad de la serranía alcarreña. Como ya tenía edad de votar, se me presentó el dilema de por quién decidirme, pues votar a las izquierdas significaba estar de acuerdo con los que querían anular la influencia de la Iglesia, y hasta su persecución, pero votar por las derechas significaba hacerlo por todo lo que defendían gente tan deshonesta y corrupta como los dos Beltranes. Así es que asumiendo todas las consecuencias me decidí por las izquierdas, procurando que nadie en el seminario supiera para quién había sido mi voto. Como tenía que votar en mi pueblo, a pesar del aguacero que estuvo cayendo desde primeras horas de la mañana, armado de paraguas y un amplio chubasquero de hule, emprendí el camino apenas terminamos el desayuno. Eran muchos los seminaristas que habían salido ya el día anterior para ir a votar a sus respectivos pueblos, por lo que ya no quedábamos en el seminario ni una cuarta parte. Solapadamente, en sermones y charlas, habíamos sido aleccionados para votar por los candidatos del Frente Nacional, pero el seminario tuvo que aceptar una comisión de las izquierdas para verificar que se cumplía con todos los requisitos para permitir que los seminaristas que tuviéramos la edad pudiéramos ejercer nuestro derecho al voto. Tanto fue el celo de las izquierdas que incluso controlaron los votos del asilo, para que no votaran los muertos, o que las hermanas no obligaran a los viejos a votar a las candidaturas con las que simpatizaba la Iglesia y no a las de sus preferencias. En la estación me encontré con la calesa que solía hacer el viaje los días de mercado en Sigüenza, lo que me alegró, porque no creía que con aquel diluvio pudiera llegar a pie hasta el pueblo. —¡Para allí voy, Andrés!, pero tenemos que esperar el tren correo de Madrid, que no tardará ya mucho en llegar, por si viene alguien para votar, que me pagan los de la U.G.T. el viaje. —¡Me espero, que con este diluvio no podría llegar ni al paso a nivel! Me refugié dentro de la estación y con el ruido de la lluvia no escuché el silbido de la locomotora al entrar en agujas, y cuando quise darme cuenta apareció el tren en el andén. Los que descendían corrían a resguardarse dentro de la sala de espera. Yo estaba pendiente de las caras por ver si reconocía a alguien del pueblo y, para mi sorpresa y casi consternación, pues hacía ya tiempo que había conseguido quitármela de la cabeza, entre ellos apareció la Inés. Al principio no la había reconocido, porque no vestía realmente como una mujer, sino, en mi opinión, algo desfasada sin duda, como un hombre: con pantalones y un traje de chaqueta que pude ver cuando se abrió el abrigo para sacudirse el agua. Ella no debió reconocerme vestido con aquel chubasquero y porque, instintivamente, me volví dándole la espalda, lo que me pareció absurdo y una nueva prueba de mi cobardía y poco carácter, cada vez más tímido y asustadizo por todo. Así es que reaccioné y me dirigí a ella para saludarla, pues dado el tiempo que habría trascurrido no era probable que me guardara rencor. Al verme no pudo evitar sobresaltarse también ella, porque probablemente yo era la última persona que esperaba encontrarse en la estación. —¡Andrés! ¡Vaya una sorpresa, hijo! Pero, ¿qué haces tú aquí a estas horas con lo que está cayendo? —Voy al pueblo a lo mismo que tú, supongo, ¡a votar! Cuando pude verla más de cerca me impresionó su nuevo aspecto, que no era ni remotamente el que yo recordaba. Llevaba el cabello corto y a lo chico, pero luciendo dos aros de plata en las orejas, además tenía los labios pintados de un rojo intenso y algo de maquillaje en los ojos, pues no parecía que fuera su color natural. Se rodeaba el cuello con un pañuelo azul moteado, probablemente de seda por su delicado brillo, y se cubría con una boina roja, que se colocó ladeada apenas entró en la estación, preparándose ya para el viaje. Era evidente que aquella ya no era ya la Inés que yo guardaba en algún remoto lugar de mi memoria, a pesar de que la hubiera dado ya por perdida, sino una mujer joven y atractiva, que vestía a la moda, supongo yo, y de mirada desdeñosa y altiva. Pensé que cuando los del pueblo la vieran así, la mayoría sacarían sus propias conjeturas, que no serían muy favorables para su moralidad, porque aquel no era precisamente el aspecto de una criada. Supongo que ella era perfectamente consciencia y por esa misma razón había adquirido aquella expresión indiferente y altiva. Por suerte la calesa llevaba toldo, así es que protegidos de la lluvia emprendimos la marcha, la Inés, dos más, también del pueblo, y yo, sin que en todo el camino cambiáramos más palabras que las estrictamente necesarias para acomodarnos y algún comentario sobre el tiempo. La Inés, como era de esperar, mató el tiempo fumando varios cigarrillos, en los que dejaba la marca del carmín de sus labios. Era evidente que me hizo sentir más cura que nunca, casi tan ridículo como en aquellos tiempos de pastor, cuando disfrutaba haciéndolo, pero ahora no podía saber si lo hacía a propósito o ya le era indiferente. Algo mojados a pesar del toldo de la calesa, llegamos por fin al pueblo y nos condujeron directamente hasta la misma puerta del Ayuntamiento. Bajé yo el primero e intenté ayudar a la Inés, pero ella me rechazó y bajó por sus propios medios. Fue sin duda un error entrar juntos en la sala donde se celebraban las votaciones, porque estaba abarrotada de gente y al vernos, sobre todo al reconocer a la Inés, se levantó un murmullo que evidenciaba la sorpresa y los comentarios sobre su apariencia, tal y como yo suponía. Pero la Inés no parecía preocuparse de nada, como si en realidad no fuera del pueblo, sino una forastera. Pero su aplomo decayó bruscamente cuando vio a su hermano mayor sentado en la mesa electoral, porque hacía de comisario. Éste, alertado por los murmullos, levantó la vista y al ver a su hermana se quedó lívido e inmóvil, sin saber cómo reaccionar, pues debía ser él mismo quien tendría que controlar su cédula de identificación y dar por válida la votación. Los dos hermanos permanecieron un rato indecisos, y el pueblo entero contuvo la respiración. Pero la Inés estaba claro que sabía a lo que venía y, reaccionando con frialdad y naturalidad, mostró su documento al hermano. Éste, temblándole la mano, lo comprobó en la lista y lo dio por válido, pronunciando el mismo y en voz alta, el nombre de su hermana: «Inés Valiente Sarmiento. ¡Vota!». Inés introdujo su papeleta en la urna y cambió una última mirada con su desconcertado hermano, entre suplicante y severa. Me pareció que el hermano estaba a punto de levantarse para abrazar a su hermana, pero no sé si por la confusión del momento, por las responsabilidades ante el resto de los votantes o por la testarudez de sus caracteres, lo cierto es que ambos reaccionaron con frialdad y siguieron con lo previsto en la votación. Inés hizo un gran esfuerzo para serenarse y volver a dar la espalda al hermano, que finalmente hizo con un gesto rápido y muy airado, y se encaminó con paso firme y decidido hacia la salida. No había llegado a la puerta cuando el Juan la llamó desde la mesa de votaciones: —¡Inés! —Ella se volvió bruscamente, miró a su hermano casi como suplicándole una palabra amable—. ¡Madre ha hecho matanza y estará contenta de que te quedes unos días en el pueblo! —le dijo aparentando total normalidad, pero sin poder ocultar su deseo de que aceptara. Noté que a la Inés se le humedecían los ojos y aceptó la invitación con un leve gesto de cabeza, saliendo precipitadamente del Ayuntamiento. El Juan, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse sereno, tomó la filiación del siguiente votante. Ya en la plaza, la lluvia evitó que se notara que estaba llorando. Yo la seguí, porque estaba deseando decirle cuánto me alegraba de aquella reconciliación, pero al encontrarme con ella, bajo aquella torrencial lluvia, permanecí unos instantes indeciso, sin saber qué decir ni qué hacer. Entonces, Inés se volvió hacia mí, y secándose el agua de la lluvia mezclada con las lágrimas que le chorreaba ya por las mejillas, con una leve sonrisa entre tierna y amistosa, me dijo: —¡Ea, Andrés, no me mires tanto que me vas a desgastar! Sentí deseos de abrazarla, pero no estaba seguro de que ella lo aceptase, así es que me conformé con aquella feliz evocación, que me devolvía al cielo, cuando creía estar ya abrasándome en las llamas del infierno. CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO La victoria del Frente Popular La noche del día de las votaciones en el seminario se respiraba cierto optimismo porque en la ciudad ya se sabía que en nuestra provincia habían salido los diputados del Frente Nacional, y corrían rumores de que, en general, llevaban ventaja las derechas. Me retiré a los dormitorios con la confusa sensación de no saber si alegrarme o entristecerme por aquellos rumores, pues, aunque había votado a las izquierdas, en el fondo temía que una victoria del Frente Popular me cambiaría totalmente la vida, y no estaba todavía preparado para salir de mi refugio, mucho más cuando había encontrado una ocupación que me apasionaba. Pero de madrugada el padre celador entró en mi dormitorio y me urgió a que me vistiera y me fuera al palacio episcopal. —¡Espabila, Andrés, que el obispo te llama! No sabía la hora que era, pero a juzgar por el profundo sueño del que me habían despertado y las dificultades para recuperar plenamente la consciencia, debían ser las tres o las cuatro de la madrugada. —¿A estas horas? ¿Se ha puesto enfermo don Martín? —pregunté, más por el enfado de haberme despertado que porque me interesara realmente por su salud. —¡Date prisa y no hagas tantas preguntas! Terminé por despabilarme y me vestí tan rápido como pude. Recorrí casi a oscuras los largos pasillos del seminario que comunican con el palacio episcopal. Cuando subía las escaleras de los aposentos del prelado, él mismo apareció en el rellano y cogiéndome por el brazo, me hizo entrar en la sala de visitas. —¡Estate quieto aquí y atento a la calle! Si ves que se forman alborotos, ¡ya sabes dónde está la pistola! No hacía falta que le preguntara la razón de aquella advertencia, porque ya conocía esa actitud histérica suya. Sin duda que las elecciones las habría ganado el Frente Popular y temía que asaltaran el palacio. Yo me alegré, pero, al mismo tiempo, me alarmé, porque sin duda que se avecinaban graves acontecimientos para la Iglesia. Y allí, en la oscuridad de la sala, a la que entraba tan solo el resplandor de la luz del despacho a través de su puerta acristalada, permanecí sentado, sin saber qué debería hacer en caso de que realmente hubiera altercados frente al palacio. Pero no sucedió nada, excepto que explotaron algunos cohetes de feria, tal vez lanzados por los de la Casa del Pueblo, que celebraban así su victoria. Aquella misma histeria se producía en el Estado Mayor Central, donde el general Franco, quien estaba obsesionado por el orden público, llamó al director de la Guardia Civil, el general Pozas, para que sacara los guardias de los cuarteles, porque, según él, aquella misma noche estallaría una revolución bolchevique en España. Pero éste, que no debía simpatizar mucho con el joven general, desdeñó su sugerencia y hasta la calificó de exagerada y alarmista. Gil Robles tampoco durmió aquella noche, y llamó al jefe del Gobierno para sugerirle que inmediatamente declarase el estado de guerra, a lo que Portella, que se había ido a dormir tranquilamente confiando en un triunfo de las derechas, se negó. Por último, el propio José Antonio Primo de Rivera llamó también al presidente para pedir armas para la Falange, ya que temía que fueran agredidos por los exaltados vencedores. Pero tampoco el jefe del Gobierno accedió. Ya al amanecer, y en vista de que no sucedía nada anormal en la ciudad, el obispo, tan somnoliento y cansado como yo mismo, me permitió que me retirara a echar una cabezada, pero me advirtió que estuviera vestido y listo por si me volvía a llamar. La verdad era que ni aunque las derechas hubieran ido unidas habrían ganado aquellas elecciones, cuyas claves estaban en la campaña para la liberación de los miles de presos políticos que todavía abarrotaban las cárceles de todo el país y el voto de los anarquistas. Pero también porque el periodo del Gobierno «cedista» no había convencido al centro republicano, formado en su mayoría por las nuevas clases medias urbanas. Es decir, que el Frente Popular arrasó en las principales ciudades españolas, pero perdió en las dos Castillas y Extremadura, donde todavía dominaban los caciques, como era el caso de don Román; o en Navarra, donde los requetés se movilizaron el mismo día de las elecciones, tomando militarmente Pamplona, lo que coaccionó a los votantes; además de en las provincias más pobres de Aragón y en la conservadora Granada. Los anarquistas consiguieron buenos resultados en Zaragoza, su feudo histórico. Pero los vencedores fueron sin duda alguna los socialistas, que obtuvieron 85 de los 453 diputados de la Cámara y de los 257 que sacó el Frente Popular. Yo me alegré por el Juan, quien finalmente vería reivindicados todos sus esfuerzos y sacrificios. En las autonomías vencieron las candidaturas nacionalistas y salió elegido Companys por Barcelona y José Antonio Aguirre por Vizcaya. Los políticos del primer bienio republicano obtuvieron en su mayoría actas de diputados: Azaña por Madrid, Casares por La Coruña, Albornoz por Oviedo, Indalecio Prieto por Bilbao. Pero el Frente Nacional también sacó sus diputados históricos, como Gil Robles por Salamanca, Calvo Sotelo por Orense, Miguel Maura por Soria, Serrano Súñer por Zaragoza, Romanones por nuestra provincia, Chapapietra por Alicante o el financiero Juan March por Baleares. En definitiva, las nuevas Cortes las formarían los mismos de siempre, pero de nuevo la correlación de fuerzas era favorable a las izquierdas y al centro republicano. Una vez más se planteaba la colaboración de socialistas con los republicanos, y de nuevo surgían las dudas de los anarquistas de aceptar reformas, más ágiles y rápidas esta vez, o aprovechar la coyuntura para desencadenar de una vez por todas la revolución social, tan deseada y madurada por sus correligionarios. Por tanto Azaña se vio de nuevo en la disyuntiva de tener que formar un gobierno con gente de su propio partido. Largo Caballero, dimitido de la dirección del PSOE, alentaba desde la U.G.T. una acción sindical casi revolucionaria, cada vez más próxima en sus planteamientos a los comunistas, y no consideraba posible colaborar con el nuevo Gobierno. Pero los comunistas, siguiendo los dictados de Moscú, eran favorables a un Gobierno con representantes del Frente Popular, que no llegó a prosperar. Por su parte, las organizaciones sindicales, quienes tenían más afiliados presos en las cárceles, se centraron en la promulgación de la amnistía general, que fue decretada el 21 de ese mismo mes. A finales de febrero los liberados eran recibidos en las grandes ciudades como verdaderos héroes revolucionarios, entre un clamoroso entusiasmo popular. El primero de marzo, los trabajadores despedidos por causas políticas eran readmitidos en sus puestos de trabajo, y cientos de campesinos jornaleros empezaron de nuevo a ocupar fincas, pero esta vez de forma más organizada y hasta «legal», porque, una vez ocupadas, enviaban al Ministerio los papeles para que fueran legalizadas, lo que sucedía por regla general. En Cataluña se restituyó plenamente el Estatuto de autonomía y, como era de esperar, Companys fue reelegido presidente de la Generalitat. Todas estas rápidas medidas del nuevo Gobierno de Azaña ayudaron a calmar los ánimos de las izquierdas más radicales favorables a una revolución, pero no sucedía lo mismo en el bando contrario. Ya desde el día siguiente de las elecciones una docena de generales empezaron a conspirar contra la República, entre los que destacaban Franco, Varela, Orgaz, Villegas, Fanjul, Mola, Saliquet, Goded y Sanjurjo, este último todavía en Estoril. Calvo Sotelo arremetió contra Gil Robles y fue autorizado a recomponer el Frente Nacional con «urgencia para contrarrestar las fuerzas revolucionarias, para una eficaz defensa del orden social», según sus propias palabras. En San Juan de Luz, el candidato Borbón de la rama carlista presidía la Junta Suprema Militar Carlista, ya con planes de alzamiento, y que había conseguido reunir a 40.000 requetés en Montejurra, dispuestos a cualquier aventura militar si fueran movilizados. Por último, la Falange, que había sido repudiada por unos y por otros, decidió en un principio quedarse al margen de alianzas con derechistas o tradicionalistas. Resentimiento que no les duró mucho, porque se unieron poco tiempo después a los militares golpistas. Azaña, que conocía los planes de los militares, intentó desbaratarlos destituyendo a Franco como Jefe del Estado Mayor Central y enviándolo a Canarias y a Mola a Pamplona. Pero unos días después todos estos militares volvieron a reunirse para acordar los primeros detalles de un plan militar de alzamiento coordinado, al mando de Sanjurjo, y donde Franco no tendría más labor que la de alzar el protectorado de Marruecos y las Islas Canarias. De manera que la Guerra Civil española ya quedó decidida en aquella reunión, a mediados del mes de marzo de 1936, porque ningún militar podía dejar de considerar que no conseguirían llevar adelante sus planes de golpe de Estado sin la reacción violenta de los vencedores de aquellas elecciones generales, es decir, algo más de la mitad de los españoles. Si en lugar de tanta pasión patriótica hubieran tenido algo más de sentido común, hubieran comprendido fácilmente que tal y como estaban las cosas en el país, al menor ruido de sables miles de jóvenes afiliados a sindicatos obreros o estudiantiles, partidos políticos y hasta asociaciones recreativas y culturales de izquierdas, se apuntarían en avalancha para formar milicias armadas y detener cualquier golpe militar fascista. Pero los generales golpistas nunca se han destacado por su inteligencia, sino por su brutalidad, y éste era el perfil de la mayoría de ellos. Militares de cuartel, burócratas sin experiencia en los campos de batalla, listos para pasar revistas, vestir uniformes de gala o asistir a paradas militares, pero que no habrían estudiado la astucia política de Napoleón o la estrategia militar de Wellington. Todos, excepto los «africanistas», es decir, los que habían hecho la guerra en Marruecos, entre los que destacaban el propio Mola, Yagüe, Goded o el joven Franco. Pero el general Franco, al que no se la había encomendado ninguna misión vital para la consecución del golpe, todavía tuvo la osadía, a título personal o comisionado por los conspiradores, de advertir a Azaña de que existía el peligro de una revolución comunista, pero el presidente le replicó, a su vez, que ni habría revolución comunista ni tampoco «alzamiento militar». Franco debió regresar a las Islas Canarias convencido ya de lo inevitable del planeado golpe militar. Despedida en la catedral En marzo los seminaristas vivíamos en un permanente estado de alarma, y ni siquiera salíamos tranquilos a nuestro habitual partido de fútbol en los prados cercanos. El ambiente anticlerical se acentuó y los insultos a sacerdotes, que por alguna razón se consideraban cercanos a los caciques locales, ya porque fueran asiduos de Acción Católica, confesores de gente influyente, o por haberlos visto asiduamente en celebraciones y procesiones al lado de los falangistas, eran constantes y, en ocasiones, de una grosería y brutalidad execrable. Los agresores eran gente sin convicciones políticas, ni por lo general letrados, sino jóvenes analfabetos que se creían con derecho a representar el sentir anticlerical de las izquierdas y disfrutaban haciendo daño, pero que lo hubieran hecho igual si el caso hubiera sido al contrario. El Romanín también pasó por momentos de serios apuros, y en una ocasión estuvo a punto de ser linchado por sindicalistas de la Casa del Pueblo. Pero, además, fue detenido por la Guardia Civil, denunciado por el mismo Juan Valiente por tenencia ilícita de armas, quien había comenzado su acoso a la familia Beltrán por cualquier resquicio legal posible. Pero se salvó del procesamiento por sus influencias y las buenas relaciones que el padre tenía con el comandante local. De hecho, la Falange estaba siendo perseguida en todas partes porque se le atribuían todos los atentados contra gente de izquierdas que se cometían en el país, y que no eran pocos. Incluso el propio Largo Caballero sufrió uno en la puerta de su casa del que salió ileso, y que fue seguido del incendio de una iglesia en la calle Montera. A mediados de marzo, finalmente la Falange fue ilegalizada, y el propio José Antonio encarcelado. Era evidente que Azaña estaba decidido a que en esa nueva oportunidad no se le fuera la situación del orden público de las manos. En estas tensas condiciones en que se vivía en la ciudad, yo volví a encerrarme en mis lecturas, además de las tareas propias del seminario. Procuraba hacer el trayecto entre éste y la catedral lo más rápido y discreto que me era posible, y evitar toda provocación con unos y con otros. Aun así, también yo mismo, que había votado por las izquierdas, tuve que sufrir alguna que otra agresión de alguno de sus fanáticos militantes. Un día, ya a finales de marzo, estaba yo en el archivo descifrando un incunable que debía de estar escrito en provenzal, y que se refería a la fundación de la Orden de Cluny, orden que se revelaría contra la ostentación y la corrupción de la Iglesia de Roma, produciendo la primera revolución dentro de ella, cuando entró al archivo el sacristán para comunicarme que alguien preguntaba por mí. Siempre me alarmaba en estos casos, porque nunca podía estar seguro de las intenciones de la gente desconocida. Pero, para mi sorpresa y, lo confieso, enorme alegría, quien deseba verme era la misma Inés Valiente. —¿Dónde andas metido, Andrés, que ya no se te ve por el pueblo? —me preguntó con una alegre tono de reproche. No había cambiado mucho desde la última vez que la vi por las elecciones, pero ahora llevaba un vestido estampado, ceñido por un gran cinturón tachonado de lentejuelas, sujetando bajo el brazo una gabardina. Aunque se había cubierto con el mismo pañuelo que llevara al cuello, sin duda que había hecho por fin realidad su sueño de lucir un amplio escote, y confieso que me turbó, porque sus senos apretaban contra las costuras haciendo evidente que el vestido se le había quedado ya pequeño. Tal vez notó mi turbación y se cubrió lo que pudo con los flecos del pañuelo. —¡Inés, que alegría de verte... y en la catedral! —¡De haber sabido el frío que hace aquí adentro, Andrés, no hubiera venido tan descotada, pero es que en la calle ya es primavera! ¿Es que aquí no entra nunca el sol? —preguntó, como si le reprochara al mismo Dios por tener su casa tan desangelada. No quería preguntarle por nada personal, por evitar cualquier motivo de disputa, y sólo se me ocurrió interesarme por sus hermanos. —¿Qué sabes del Damián y del Benjamín? Tal vez Inés esperaba que hablásemos de algo en particular, aquello que le había hecho decidirse a entrar en la catedral y hacerme aquella inesperada visita, por lo que me contestó con una evasiva, para que no siguiéramos aquel tema de conversación. —¡Ah, mis hermanos, parece que no les va mal!… —dijo como distraída. Después recorrió lentamente la mirada por todo lo que le rodeaba y terminó por fijarse en la inscripción mortuoria de una de las lápidas que había en el enlosado de la nave central, y, sobresaltada, me preguntó—: ¿Estamos pisando un muerto, Andrés? —Así es, Inés, pero no me preguntes quién es. Supongo que alguno de los obispos de esta diócesis. Se apartó como si sintiera bajo sus pies el cadáver del obispo, y permaneció unos instantes en silencio, volviendo a recorrer con la vista cada detalle de la imponente catedral. —¿Por qué hacían estas catedrales? ¿Es que Dios no cabe en una iglesia como la de nuestro pueblo? —sabía que la Inés no le interesaba una posible respuesta documentada, sino que por la razón que fuera estaba tratando de evitar hablar de lo que realmente le preocupaba—. ¡Enséñame la catedral, Andrés, que ya debes de conocerla al dedillo! No tenía nada mejor que hacer ni trabajo más agradable, así es que iniciamos un metódico recorrido, mostrándole con toda clase de explicaciones el origen y autoría de cada cuadro, deteniéndonos de forma especial en uno del Greco, los nichos de alabastro de los obispos más destacados, las capillas de familias ilustres, incluida naturalmente la de la familia Vázquez de Arce, y la estatua yaciente de su malogrado hijo Martín, el famoso «Doncel de Sigüenza», los altares e imágenes, los bajorrelieves de los púlpitos del altar Mayor, el esplendido coro y el fantástico órgano, las cristaleras emplomadas, de brillantes colores, para luego entrar a la sacristía de las Cabezas, el cementerio de canónigos, el claustro y, finalmente, mi lugar de trabajo, el archivo catedralicio, donde todavía estaba abierto el libro en el que estaba trabajando. Le mostré los espectaculares libros de cánticos gregorianos y otras piezas de extraordinario valor histórico, como un precioso mapa de la Aquitania francesa, del siglo XIV, primorosamente ilustrado. Finalmente, cansado del exhaustivo recorrido pero satisfecho por haber conseguido tener a Inés tanto tiempo a mi lado y con tanto interés en mis explicaciones, creí que había llegado el momento de que habláramos de lo que realmente la preocupaba. Ella se sentó también con muestras de cansancio, ojeó el incunable, admirando sus ilustraciones que acariciaba con los dedos como si sintiera aquellas delicadas ornamentaciones florales. —¡Y pensar que fuiste tú quien me enseñó a leer! —le dije intentando provocar nuestros viejos recuerdos, pues tal vez era algo del pasado lo que la preocupaba. —¿Tú confiesas ya, Andrés? —me preguntó de pronto, como si no hubiera escuchado mi halago. —¡Inés, no digas locuras, si ni siquiera soy diácono! Pero, si quieres confesarte, todavía debe de haber algún sacerdote en la catedral… ¡Nunca supe estar a la altura de las circunstancias y aquel día menos que nunca! La Inés me dirigió una airada mirada, como si la hubiera ofendido profundamente por mi sugerencia, y, poniéndose de pié de un salto, me replicó airada: —¿Tú estás loco o qué? ¡Contar mis pecados a otro que es más pecador que yo! ¿Pero, es que nunca vas a conocerme, Andrés? ¿Es que vamos a tener que acabar siempre peleándonos como cuando éramos dos críos? Intentó ponerse la gabardina sobre los hombros con tanta prisa y tan enojada que se le cayó de las manos. Yo, desconcertado, sólo tuve reflejos para recogerla, pero no sabía qué decir ni estaba seguro de lo que había podido ofenderla. —¡Adiós, Andrés! A lo mejor soy yo la equivocada… y no tengo ningún derecho a… Bueno, ¡que, después de todo, puede que realmente hayas nacido para ser cura! Ni siquiera permitió que la acompañara. Cogió la gabardina de mis manos, me dirigió una mirada de despedida, entre compasiva y resignada, y desapareció tras la puerta del archivo, dejándome, una vez más, desconcertado y mortalmente herido en mi dignidad y mi amor propio. Me senté pausadamente, porque mi cerebro no era capaz de reaccionar con más rapidez, y me pregunté a mí mismo en qué la había ofendido, y como una luz me vino la inspiración con la respuesta, pero ya era demasiado tarde: Era evidente que Inés había intentado confesarme algo personal que le debía remorder en la conciencia, ¡y yo la había mandado a un extraño para que se lo contara! Azaña, Presidente Ajena a los acontecimientos, la primavera llegó con el mismo esplendor y vitalidad de cada año. Los castaños de indias de la alameda echaron sus primeras hojas, tiernas y minúsculas; los sembrados verdeaban en los cerros pelados, moteados de pequeñas encinas y pinos enanos por falta de humedad; algunas golondrinas madrugadoras reconstruían ya sus nidos para volver a sus instintivos hábitos anuales; las dos cigüeñas de iglesia de Santa María ya estaban instaladas y en el fragor de sus ritos nupciales, tableteando sus picos sin parar desde la mañana a la tarde. Viendo todo aquello con tanto sentido de la normalidad y la costumbre, la situación en que se vivía en el país se hacía todavía más angustiosa, y yo me preguntaba por qué sólo las personas teníamos que cambiar constantemente nuestros hábitos y costumbres, y que no hubiera un siglo igual al anterior, sino que cada nueva centuria significaba una inevitable revolución de los valores y de las costumbres. ¿Qué pecado habíamos cometido los seres humanos para que nos viéramos obligados a condenar el pasado apenas éste adquiría consistencia, sin poder salvar nada ni aprovecharnos de nada? Yo no tenía la respuesta, pero en el seminario se empeñaban en inculcarme una razón que ya no tenía sentido alguno: el mundo no debía ser una creación divina, inmutable e imperecedera, sin pasado ni presente ni futuro, sino fruto de la poderosa razón de la evolución, y, por tanto, estaba hecho de un inestable presente, que, en realidad, no era sino pura expectativa de futuro. Es decir, que lo importante era aceptar los cambios en lugar de defender lo inmutable. ¡Y otra vez surgían mis antipatías por el idealismo platónico y su concepción de un mundo estático, que no podía sino acabar en violencia y destrucción de sí mismo! Mientras yo entretenía mi mente con éstas y otras reflexiones filosóficas que me sugerían el momento presente, en Madrid las cosas, lejos de calmarse, se agitaban todavía más. Ahora le llegaba el turno al presidente de la República, Alcalá Zamora, quien ya había rebasado ampliamente su ciclo de vida política y llegaba su retiro. El 7 de mayo hubo una decisiva votación en el Congreso y fue destituido por amplia mayoría, en su lugar fue nombrado de forma interina Martínez Barrio, con el encargo de preparar los mecanismos para la elección de nuevo presidente de la República. Mientras tanto, los falangistas, perseguidos, se volvieron mucho más agresivos y violentos y no pasaba día que no protagonizaran algún atentado o agresión. El 14 de abril, con motivo del aniversario de la tambaleante República, desencadenaron una serie de atentados contra desfiles militares y fiestas conmemorativas que acabó con la muerte de un alférez de la Guardia Civil en Madrid. El entierro fue aprovechado para convertirlo en un acto de exaltación fascista, pero fue contestado violentamente por obreros de la construcción que trabajaban por los alrededores. Al final, unos y otros acabaron a tiros y tuvo que intervenir la Guardia de Asalto, con el resultado de tres muertos y numerosos heridos. Al día siguiente fue declarada una huelga general de 24 horas en todo Madrid. En nuestra provincia los altercados fueron también graves, y los falangistas trataron por todos los medios de boicotear el desfile conmemorativo de Guadalajara. Sin duda que los seguntinos, al frente del Romanín, debieron estar entre los revoltosos. En la ciudad sólo hubo un acto protocolario en el Ayuntamiento, que estaba presidido por un alcalde de Unión República, después de que fuera imposible lograr la mayoría para que fuera envestido un alcalde de la CEDA. No había buena sintonía entre este alcalde y el pueblo, pero al ser una persona de consenso, sabía contentar a todos. El asunto del orden público se convirtió en arma arrojadiza entre unos y otros. Calvo Sotelo culpaba al Gobierno de «persecución de las derechas», y de favorecer a los «soviets» para la implantación de un régimen comunista en España. Los socialistas replicaban argumentando que la violencia era la respuesta a las provocaciones de los falangistas y lo mismo argumentaban los comunistas. En medio de este enrarecido ambiente, los militares golpistas ya tenían fecha para su alzamiento: el 20 de abril. La conspiración, coordinada desde la ilegal Unión Militar Española, tenía ya preparado su comunicado, que justificaba su acción por el estado de caos y violencia generalizada que reinaba en todo el país, concediendo máxima autoridad y poder, tanto a los propios militares como a la Guardia Civil. Pero el golpe se pospuso y el general Mola, verdadero instigador, aprovechó para incluir en la lista de golpistas a otros generales indecisos, como Queipo de Llano y Cabanellas. De paso, Sanjurjo fue nombrado jefe supremo de la UME, para que sirviera de motivación a los requetés navarros, para quienes Mola no era de su confianza ni agradaban sus absurdos planes políticos para después del golpe. Por entonces también se unificaron las juventudes comunistas con las socialistas, promovida por la izquierda del PSOE, formando la Juventudes Socialistas Unificadas. Por su parte, la C.N.T. tampoco estaba inactiva, pues en su congreso de Zaragoza acordaron la unificación de todos los sindicatos que estaban en la oposición y no pactar con partidos políticos, sino tan solo con la reconvertida U.G.T. de Largo Caballero, si finalmente asumía un programa revolucionario similar o compatible con el de los anarquistas. Por fin, el 10 de mayo, de los 847 diputados y compromisarios nombrados para la elección de nuevo presidente de la República, 754 votaron por Azaña, uno por Largo Caballero, otro por el inevitable Lerroux y uno también por el mismo José Antonio Primo de Rivera, quien había presentado su candidatura; 88 diputados se abstuvieron. Por tanto, don Manuel Azaña fue elegido nuevo presidente de la República española y juró su nuevo cargo al día siguiente. Pero si Azaña fue un buen presidente del Consejo de Ministros, como presidente de la República no tuvo tanto acierto, pues encargó formar Gobierno a la persona menos indicada para hacer frente a los graves acontecimientos que se avecinaban, como era el inseguro y taciturno Santiago Casares Quiroga. Bien es verdad que Largo Caballero impidió que lo hiciera Indalecio Prieto, porque los socialistas no estaban dispuestos a repetir la misma situación creada durante el primer bienio republicano. El primer error de Santiago Casares fue su total ceguera ante los planes de golpe militar que se estaba fraguado y que eran ya casi del dominio público; el segundo fue formar un gobierno de burócratas, abogados y profesores, tan temerosos e indecisos como el propio presidente. Por si fuera poco, el ambiente internacional también adquiría tonos alarmantes, pues las tropas de Mussolini había invadido Etiopía, aunque, por contraste, en la vecina Francia ganaban las elecciones otro Frente Popular, formado por radicales, socialistas y comunistas, pero que dadas nuestras históricas reservas, cuando no abierta antipatía contra todo lo de este lado de los Pirineos, tampoco fue de gran ayuda para la amenazada República. La desautorización de Largo Caballero a Prieto produjo una profunda brecha entre los socialistas, y los nuevos altercados entre terratenientes y los sindicalistas de la Federación de Trabajadores de la Tierra, de la U.G.T., decantaron a estos por una colaboración más estrecha con la C.N.T., así es que el campo era un hervidero, donde se prodigaban los enfrentamientos entre campesinos y la Guardia Civil, con muertos y heridos por ambas partes casi a diario. Esta tensa situación se vivía también en mi pueblo, donde la influencia de la C.N.T. de Aragón, en el límite con nuestro término municipal, era evidente. Juan Valiente, cada vez en mejor sintonía con los anarquistas, se propuso dar la batalla sindical y no permitir que aquel verano entrara un solo segador en los campos del pueblo si no venía asesorado por el sindicato, cobraba su sueldo legal y hacía la jornada estipulada. Naturalmente que aquello fue una declaración de guerra contra don Román y el resto de hacendados que tenían necesidad de contratar segadores para la inminente cosecha. A principios de junio, cuando empezaron a llegar los primeros segadores, también se produjeron, como era de esperar, los primeros altercados. El asesinato de Juan Valiente Los primeros incidentes en el pueblo tuvieron lugar el día en que, al igual que otros años, llegó la máquina trilladora para ser instalada en las eras. A pesar de que sabía a lo que me arriesgaba, no me quedó más remedio que aceptar el mismo empleo que el año anterior, de encargado de aquella monstruosa máquina, porque las pocas pesetas que ganaba era todo cuanto disponía para mis gastos extras, que por lo general empleaba en libros y revistas y algún capricho de vez en cuando. Ni el Juan ni los campesinos podían tener nada contra aquella máquina, pues era evidente que no estaba contemplada en ninguna legislación laboral y no empleaba más que a dos peones. Pero ese año los ánimos estaban exaltados y todo cuanto viviera de don Román era visto con recelo, de manera que los campesinos afiliados a la U.G.T., que ya eran muy numerosos, dificultaron cuanto pudieron su instalación. La traíamos remolcada penosamente por un vetusto camión de la primera guerra mundial, que tuvo dificultades para remontar el camino del pueblo y maniobrar por las callejuelas, ya que para llegar a las eras era necesario atravesar el pueblo. Los campesinos se interponían a su paso, y sólo cuando el camión les rozaba ya la ropa, decidido a continuar su marcha, se apartaban de mala gana. Don Román, que viajaba conmigo y el Romanín en su coche, detrás de la máquina, presionaba al chofer para que continuara, haciendo sonar insistentemente la bocina. A regañadientes y dispuestos a seguir boicoteando su instalación, los campesinos tuvieron que permitir que la máquina llegara por fin a las eras. El Juan, que estaba al frente de aquella maniobra, cuando me vio descender del coche de don Román no pudo evitar un notorio gesto de reproche, por lo que me acerqué a él y me apresuré a justificarme. —¡No hay nada de ilegal en que se trille con esta máquina, Juan! —No es por lo ilegal —contestó visiblemente irritado conmigo—, ¡es por los jornales que quita a gente necesitada! —Pero ¿no podéis ir contra del progreso? No puedes negarte a que se mecanicen las labores del campo. ¡Tarde o temprano todo se hará con máquinas! ¡También el sindicato tiene que tener eso en cuenta! —¡Bueno, déjate ya de sermones, Andrés! —me gritó, ya sin la menor consideración por nuestra amistad—. ¡Si estás del lado de los fascistas, allá tú, pero atente a las consecuencias! —¡Yo sólo digo lo que me parece justo, y creo que tengo derecho a opinar libremente, sin que eso quiera decir que estoy con unos o con otros! —respondí yo, indignado por la injusta acusación. Don Román debió comprender que estábamos discutiendo por causa de la máquina, aunque no llegó a escuchar nada de nuestra conversación, pero se acercó a nosotros y en tono amenazante, advirtió al Juan: —¡Ya está avisada la Guardia Civil, de manera que si le pasa algo a esta máquina ya sabremos quién será el responsable! Pero la sola presencia de don Ramón ya irritaba al Juan, y mucho más si todavía le hablaba con su habitual arrogancia y prepotencia. Los dos se miraron como dos perros rabiosos, retándose mutuamente, y el Juan perdió los nervios, y sin replicar a las advertencias se abalanzó sobre él con intención de golpearle. Yo no tuve otra alternativa que ponerme entre los dos y el primer golpe del Juan lo recibí yo en la cara, haciéndome caer al suelo atontado y casi sin sentido. Sólo sé que se produjo un alboroto y que los campesinos sujetaban al Juan mientras el hijo de don Román intentaba agredirle, pero que, a su vez, era sujetado por los de su cuadrilla. Cuando me recuperé, no había en las eras más que don Román, su hijo y los que le acompañaban. Sentí un intenso dolor en la mejilla y alguien me trajo un pañuelo mojado que me consoló algo los dolores. —¡Bien te ha puesto el ojo esa acémila! —escuché que me comentaba don Román. Después me subieron en el coche y nos volvimos a Sigüenza. Por el camino padre e hijo comentaban lo sucedido sin preocuparles mi presencia.— ¡A ese Valiente habrá que arreglarle las cuentas de una vez por todas para que deje de alborotar la comarca! En ese ambiente bronco y violento comenzamos las labores de la cosecha. La presión del sindicato produjo sus efectos y los Beltranes tuvieron que ajustar los nuevos jornales de acuerdo a la ley y respetar las horas por jornada, así como los demás extras de comidas y alojamiento. No había venido la familia de segadores de cada año, porque, al parecer, habían obtenido tierras en su propia comarca y estaban ya instalados. Los nuevos segadores eran muy jóvenes y algunos incluso inexpertos, pues aquella era su primera temporada, por lo que la siega se demoraba más de lo previsto. Los Beltranes estaban indignados y se quejaban de que aquel año mejor hubiera sido no recoger la cosecha, pues entre los gastos de la máquina, los elevados jornales y el bajo precio del trigo, no tendrían beneficios. Juan estaba satisfecho de su labor sindical, pero quería dar la puntilla a los Beltranes y los denunció por prevaricación y estafa en la compra de sus antiguas tierras, juicio que se vería al final del verano. El odio entre ambos había alcanzado ya sus límites y el desenlace, aunque imprevisto, parecía inevitable. A mediados de junio las labores de la cosecha iban muy lentas y, para colmo, las huelgas de diversos oficios, que se declararon durante aquellas fechas, afectaron también a sus otros negocios, entre los que estaba el de la construcción, empresa que realizaba todas las obras del cabildo y del obispado. En la política nacional, socialistas y comunistas advirtieron repetidas veces al jefe del Gobierno que era inminente un alzamiento de los militares, pero Casares Quiroga, no sólo no les prestó atención, sino que amenazó con dimitir si seguían incordiándole. Algo debería saber don Román que mandó a doña Virtudes y a sus hijas de vacaciones precipitadas, pero no a San Sebastián, como era habitual, sino a la ciudad menos adecuada para tal fin, como era Valladolid. Calvo Sotelo advirtió al mismo Congreso en una interpelación que los militares no podían permanecer impasibles si peligraba la integridad de España y reinaba la anarquía, caldeando así todavía más el ambiente. Entre tanto, la Falange volvió a ser legalizada y sus dirigentes puestos en libertad, excepto José Antonio, acusado de tenencia ilícita de armas. Esta inesperada medida dio alas a los falangistas del Romanín, que volvieron a vestir sus camisas azules y a pasearse por la ciudad con aires marciales y provocativos, recomponiendo su escuadra local. El 29 de junio los militares conjurados tuvieron oportunidad de reunirse por última vez durante unas maniobras en Marruecos, reunión que fue aprovechada por Franco para hacer contactos con agentes de Hitler para que, en caso de necesitarlo, le ayudasen a transportar los Tercios a la península. El resto de los militares, demasiado confiados y orgullosos, desdeñaron la ayuda económica que les ofrecieron los nazis alemanes. Allí mismo se decidió que la Falange estaría, con sus escuadras, al frente de las fuerzas rebeldes. No sucedió lo mismo con los tradicionalistas navarros, que seguían recelando de Mola. Éste decidió que el golpe debía producirse entre el 9 y el 10 de julio, y que sería suficiente con alzar los cuarteles para derribar el Gobierno e instaurar su «dictadura republicana», grotesca idea política que sólo un personaje tan engreído e ignorante como él podía concebir. Su plan era simple y decimonónico. Una vez que las guarniciones se sublevasen, tres columnas de regulares leales, falangistas y requetés, partiría hacia Madrid desde las ciudades que suponía ya fieles, como eran Valladolid, Burgos y Zaragoza. El jefe supremo sería Sanjurjo, a quien le correspondía moralmente el mando, por haber sido el único militar represaliado por un intento de golpe de Estado contra la República. Éste volaría el mismo día del alzamiento desde Estoril a Burgos, donde se establecería el Estado Mayor rebelde. No contaba Mola, por tanto, con los requetés, porque Faz Conde seguía sin sumarse al alzamiento, lo que retrasó la fecha del golpe. El propio Sanjurjo convenció a Mola para que modificara sus estrambóticas «ideas políticas» y aceptara una dictadura militar, sin más miramientos, y la revisión de toda la legislación republicana. Éste aceptó de mala gana, pero, a cambio, contó ya con la adhesión de los tradicionalistas navarros, quienes habían puesto en aviso del golpe al pretendiente carlista, Javier de Borbón-Parma, en su residencia de San Juan de Luz, creyendo tal vez que, tras el alzamiento, sería reinstaurada una monarquía con su rama. Todo estaba pues, conjurado y listo para el inminente alzamiento. Mola creía que todo quedaría resuelto en una semana o, a lo sumo, dos. ¡Tal era su poca visión de la realidad del país! España entera vivía ya con el alma en vilo y cualquier comunicado o rumor de movimientos de tropas era interpretado como el inicio del golpe. Pero el desencadenante fue un nuevo y confuso acto de violencia, que trajo también funestas consecuencias a nuestro pueblo. El 12 de julio cuatro pistoleros, que no pudieron actuar sino bajo las órdenes de los fascistas, asesinaron en Madrid al teniente de la Guardia de Asalto, José del Castillo. Sus compañeros no midieron el alcance de la represalia y eligieron como víctima nada menos que al líder de la extrema derecha, Calvo Sotelo, y su cuerpo apareció en el depósito de cadáveres de Madrid. Ese mismo día, 14 de julio, me desperté al despuntar el alba, agobiado por el bochorno y el mal ambiente que se respiraba en mi casa, abarrotada de segadores. Me lave en el pozo lo mejor que pude y ni siquiera tuve ganas de prepararme algo de desayuno, tal era el caos y la suciedad que reinaba en la casa. Estuve paseando sin rumbo fijo, disfrutando del frescor y la pureza del aire de la sierra a esas gratas horas de la mañana, y cuando observé movimiento en las eras, volví a la casa para comer si quiera algo para que me tuviera en pie la dura jornada de calor y asfixia que me esperaba. Aquellos jóvenes segadores, sucios y desordenados, no vivían para otra cosa que para sus juegas, que ya comenzaban empinando el codo y bebiendo largos tragos de vino de una grasienta bota ya de buena mañana, y las terminaban en la taberna, agotados del trabajo, pero dispuestos a dejarse la mitad de sus jornales en bebida y en el juego. No parecían estar interesados por los que sucedía en el país, y, aunque se consideraban simpatizantes de las izquierdas, la verdad era que lo hacían más por las ventajas laborales que les reportaba que por convicción ideológica. Bajé a las eras y estuve esperando a que llegaran caballerías con espigas para poner en marcha aquella monstruosa máquina, que, por muchas razones, ya detestaba. En otro lado de las amplias eras los campesinos del pueblo iniciaban la misma labor con sus medios tradicionales y los mulos tiraban de los trillos de madera con paso cansino y mirada resignada. Las mujeres, con aquellas grandes y negras sayas, que me daban calor a mí sólo de verlas, montaban con habilidad y hasta gracia sobre las tablas, arreando las caballerías, más con jotas que con la vara. «Antón, Antón, no pierdas el son Porque en la alameda dicen que hay Un hombrón con un camisón Que a las chicas lleva.» Las más jóvenes parecían disfrutar haciendo aquel rutinario trabajo, por lo que comprendía que me mirasen a mí y a mi máquina con desconfianza y enfado. Al atardecer, en el cielo se fueron formando nubes de tormenta por el lado de Aragón, que no vendría mal algún chaparrón para calmar aquel bochorno, aunque no sería bueno para la siega ni para la trilla, por lo que las chicas miraban de vez en cuando al cielo y chasqueaban los labios, arreando con más brío a las mulas, que apenas si reaccionaban. Ya por la tarde, el cielo estaba cubierto, pero no amenazaba lluvia porque la brisa aventaba las nubes y el calor las evaporaba, sólo se veían algunos lejanos relámpagos por el lado de Molina de Aragón. —¡Gracias a Dios no tendremos tormenta, que nos mataría ahora con la trilla! —me comentó uno de los campesinos, que se había acercado a la máquina, subyugado por su eficacia, pero tan receloso de ella como todos los demás. Por el camino del pueblo vi llegar al Juan en compañía de su mujer, y delante de ellos la criatura, que ya se tenía en pie y no había manera de sujetarla. Estuvieron contemplando la trilla de uno de los del pueblo y la mujer pidió a la campesina que dejara subir a la criatura sobre el trillo, a ver si así se estaba quieto. El Juan aprovechó para acercarse a donde estaba yo, no sin cierto titubeo, porque tenía sobrados motivos para odiar la trilladora mecánica, y cuando estuvo junto a mí me comentó con expresión preocupada: —Andrés, ¿te has enterado de lo de Calvo Sotelo, Andrés? — Yo no me había movido de la era en todo el día y no estaba al corriente de la trágica noticia. Negué con la cabeza porque con el ruido de la máquina no me hubiera escuchado, y el Juan me puso al corriente—. ¡Lo han matado unos guardias de asalto! Paré la máquina sobrecogido por la noticia, no porque sintiera mucha simpatía por el asesinado, sino porque presentí inmediatamente que aquello traería graves consecuencias al país. La mujer de Juan parecía disfrutar del paseo y el niño agitaba feliz las manitas, gritando por la excitación del juego. Juan sonrió con la satisfacción de un padre primerizo ante aquella bucólica escena y pareció olvidarse de todos sus trágicos presentimientos. —¿Qué te dije, Juan?, ¡dentro de nada lo tienes hecho un campeón de boxeo! —le comenté yo, realmente asombrado de la transformación del crío. Pasó la familia un buen rato en las eras y cuando el niño empezó a mostrar síntomas de cansancio y aburrimiento, decidieron regresar a la casa. El Juan vino a despedirse y a invitarme a una reunión en la Casa del Pueblo, donde se hablaría de lo sucedido y de qué medidas tomar en el caso de que hubiera algún alzamiento de los militares. Le dije que intentaría acercarme, pero tarde, porque la máquina requería una limpieza diaria y me llevaría bastante tiempo. Después vi como besaba a la mujer y abrazaba al chiquillo que pateaba como si no fuera de su agrado, y el Juan se fue solo hacia la Casa del Pueblo. Al ponerse el sol ya no había nadie en las eras y raseaban las golondrinas entre frenéticos cantos, tal vez en busca de insectos o porque estos animales sienten deseos de volar de esa manera apenas declina el sol por las colinas y sienten el frescor de la tarde. No podía creer que en una tarde como aquella, tan plácida y serena, con aquel intenso olor a paja reseca, el familiar canto de los grillos entre el frescor de las hierbas de los ribazos, y el esplendor de un sol grato y acogedor, que había hecho madurar las espigas, pudiera pasar algo fuera de aquella beatífica normalidad. Ensimismado en aquellos gratos pensamientos me sobresalté al divisar por el camino del río la polvareda de un automóvil, sin duda el del Romanín. No sé por qué pero sentí un escalofrío como si me hubiera atravesado una ráfaga de viento helado. El automóvil entró en el pueblo y ya no había duda de que era el del hijo de don Román. Pensé que tal vez vendría a la era, a tratar algún asunto conmigo, pero cuando se perdió entre las casas y no lo vi aparecer por este lado del pueblo, me alarmé. De un salto salí corriendo hacia la Casa del Pueblo. No sabía por qué pero estaba seguro de que se dirigían allí, y con malas intenciones. Cuando, sin poder evitar la angustia por el presentimiento de una nueva tragedia, llegué a la calle donde estaba el local, mis temores se confirmaron. Juan estaba siendo sacado casi arrastras de la casa del Pueblo, sujetado por sus matones, mientras el Romanín le encañonaba con una pistola. Creo que grité algo, pero todo fue tan rápido que no pude hacer nada por evitar aquella nueva desgracia. Sólo pude escuchar los gritos histéricos del Romanín, al tiempo que descargaba dos disparos a bocajarro contra el Juan, que cayó al suelo llevándose las manos al vientre, en un gesto de dolor y crispación. —¡Se te acabaron las chulerías, rojo hijo de puta, que aquí lo únicos chulos somos nosotros! ¡Esto por lo de Calvo Sotelo! Lo dejaron tendido en medio de la calle y emprendieron de nuevo la huida en el coche, sin preocuparse de mi presencia. Todavía estaba con vida cuando llegué y, fuera de mí, empecé a pedir ayuda a gritos, pero no había nadie en la calle, porque los que estaban dentro de la Casa del Pueblo había huido precipitadamente y nadie del pueblo se atrevía a salir de sus casas. Juan, respirando con dificultad y con la boca ensangrentada, porque había recibido un disparo en los pulmones y otro en el estómago, intentó decirme algo. Lo incorporé, y sujetándole la cabeza con mi brazo, permanecí pendiente de cualquier susurro. —¡Andrés, Andrés, me han matado!… —noté que su cuerpo se convulsionaba y no podía apenas mover los labios. Pero hizo un nuevo esfuerzo y consiguió articular algunas palabras más—. Dile a la Julia… que esa criatura no olvide que a su padre… lo mataron los fascistas… y que me perdone… por no haber podido vivir para criarlo… —¡Calla, no digas tonterías, Juan! ¡Ahora mismo te llevamos a Sigüenza y en cuatro días estás otra vez como nuevo! —le susurré tratando de mostrar entereza. Pero el Juan ya sólo pudo mover la cabeza con un gesto de negación y tras una nueva convulsión se desvaneció y sentí que su cabeza me pesaba como si fuera de plomo. Había muerto. Quedó en sus ensangrentados labios un rictus de amargura, tal vez porque se fue con el pensamiento de que su vida había sido un completo fracaso y su sacrificio totalmente inútil. Y en verdad que lo fue, porque durante más de 70 años nadie, excepto su mujer y su hijo, reconocieron su valor y su supremo sacrificio. El entierro El entierro se decidió para el día 17, tal vez para dar tiempo al sindicato a organizar una auténtica concentración de protesta con presencia de gentes de toda la provincia. Pero también coincidió con el mismo día en que se produjo la primera sublevación militar en el protectorado de Marruecos, con un día de adelanto sobre lo previsto por Mola. Durante aquellos dos días en mi pueblo no se hablaba de otra cosa que del asesinato de Juan Valiente. La noticia apareció en los periódicos provinciales de izquierdas, «Abril» y «Avante», con sus correspondientes panegíricos, en lo que se glosaba su «trayectoria de lucha sindical comprometida en defensa de los más débiles y necesitados» y que los periodistas confeccionaron preguntando a unos y a otros, y con llamadas telefónicas a la Casa del Pueblo de Sigüenza. No habría funeral religioso, sino tan sólo un acto público en el cementerio del pueblo, en su homenaje y de reivindicación de la causa que defendía el asesinado, presidido por el secretario de la U.G.T. provincial, de la rama de Trabajadores del Campo. Fueron pocos los del pueblo los que pasaron a velar el cadáver a las casa de los Valiente, donde la mujer y la madre, enlutadas y destrozadas, no paraban de llorar o lamentarse con angustiosos gemidos de dolor durante todo el día. El niño, asustado por la severidad de las expresiones de los mayores, se limitaba a empujar una y otra vez un pequeño camión de hoja de lata arriba y abajo, sin que la criatura supiera realmente lo que le había sucedido a su padre, a quien debía creer dormido en su ataúd de pino, pagado por el sindicato. Yo sí estuve velando el cadáver, y en la medida de mi poca capacidad para estas cosas, tratando de consolar a las dos mujeres, además de ocuparme del crío, tratando de participar en su simple juego, animándole a que prosiguiera cuando parecía que estaba ya cansado. Otro extraño suceso vino a unirse a la desgracia de los Valiente. El padre, tal vez asustado por la violenta muerte de su hijo, desapareció el mismo día se su asesinato. Sólo el tabernero lo había visto salir precipitadamente de la taberna, donde había estado escondido durante el transcurso de los sucesos. Ebrio, y sin duda que afectado ya por demencia senil, desapareció del pueblo sin dejar rastro. Es probable que sobreviviera de la mendicidad por la comarca, pero la verdad es que su desaparición no causó dolor a nadie de la familia, porque ya tenían bastante de qué sufrir como para ocuparse de dar con el paradero del pobre desgraciado. Por la mañana todavía no habíamos podido localizar a ninguno de los hermanos para comunicarles la trágica noticia, por lo que no era previsible que acudieran a su entierro. Sólo cabía esperar que las gestiones que hicimos entre algunos conocidos que podían saber su paradero, tanto en Madrid como en Barcelona, tuvieran éxito y, a última hora, aparecieran en el tren correo de la tarde, a tiempo para el entierro. En cuanto a los asesinos, por una vez me sentí orgulloso de la Guardia Civil, pues alguien del sindicato denunció lo sucedido y, ante la gravedad del caso, comunicaron las descripción del vehículo a varías comandancias provinciales y fueron detenidos cuando intentaban huir hacía Burgos, a la altura de Atienza. Lo que en realidad sucedió fue que las carreteras están en tan mal estado por esta parte de la comarca que el coche, que circulaba a más velocidad de la prudente, sufrió un accidente saliéndose de la carretera y fueron detenidos mientras intentaban sacarlo del riachuelo donde se había precipitado. Pero en lugar de llevarlos a Sigüenza, los condujeron a la prisión provincial, donde fueron recluidos a la espera de las diligencias. A media mañana empezaron a llegar al pueblo coches y caballerías que transportaban gente de toda la comarca, sobre todo de Guadalajara, en su mayoría afiliados al sindicato. Fueron pasando con expresión de circunstancias ante el cadáver y pronunciando alguna que otra frase de elogio o promesa de venganza. Al caer la tarde esperamos para saber si en el tren correo llegaba alguien de la familia, por lo que habíamos enviado la calesa a la estación. Vimos pasar el tren de Zaragoza, por lo que ya estaría al llegar el procedente de Madrid. Media hora después ascendía la calesa por el camino, que traía a la Inés, pero sin sus demás hermanos. La escena del encuentro de la Inés con su hermano muerto fue dramática pero no tanto como yo temía, porque la Inés parecía que había tenido tiempo de hacerse a la idea y resignarse. Por otro lado, últimamente su carácter se había endurecido, como yo mismo pude comprobar en nuestro último encuentro. Ni siquiera guardaba luto riguroso, sino que acudió con un vestido azul oscuro, sencillo pero tal vez poco adecuado para asistir a un entierro, pues parecía no tener ninguno sin grandes y generosos escotes. No obstante se cubría los hombros con un chal negro, pero con adornos, que tampoco respondía a las circunstancias. Parecía que la Inés culpara a todo el pueblo de la muerte de su hermano, porque no cambió ni una palabra con nadie, y si alguien se le acercaba para darla el pésame lo rechazaba ostensiblemente. Pero cuando vio a la madre, abatida y destrozada por el dolor, la abrazó y permaneció así en silencio hasta la salida de la comitiva hacia el cementerio, pero sin mostrar tampoco signos de tristeza y menos de llanto. Daba la impresión de que ya se lo esperaba. No se separó de la madre, a la que acompañó en su penoso y titubeante caminar hacia el cementerio, presidiendo la numerosa comitiva, en la que no estaban todos los del pueblo, sino tan solo sus compañeros del sindicato y alguna vieja, más por curiosidad que por compasión hacia los familiares del asesinado. Lo que sucedía era que a esas alturas ya todos los del pueblo temían significarse públicamente sobre cuáles eran sus simpatías políticas, porque en el ambiente ya había aires de sublevación, que sin duda vendría acompañada de represalias y nuevas violencias. Casi con desconsideración para la pobre madre se leyó un comunicado más político que en memoria del Juan, quien no parecía tener más meritos personales que los de su militancia sindical y política. La hermana aguantó lo que parecía más un mitin que un entierro, sin poder evitar cierta crispación y, cuando finalmente se dieron sepultura al hermano, por cierto sin acto religioso alguno y bendiciones de ninguna clase, la mayoría de los asistentes terminaron en la taberna, donde, entre lamentos y juramentos contra los fascistas asesinos, se comentaron los últimos sucesos del país. Por entonces ya se había confirmado los rumores del alzamiento en el protectorado de Marruecos, pero Casares Quiroga, al habla con el delegado del Gobierno, creyó que no había motivos de alarma, y como ya era costumbre en él, permaneció indeciso y sin tomar ninguna medida especial contra los sublevados, excepto ordenar a una compañía de guardias de asalto para reprimirlos, pero que fueron fácilmente dominados y algunos incluso fusilados. CAPÍTULO DECIMOCTAVO El «Alzamiento» El viernes, 17 de julio, después del entierro yo regresé al seminario, porque había sido advertido por el obispo que no durmiera en mi pueblo por si me pudiera necesitar. Cuando llegué, ya oscurecido, el portero me advirtió de que el prelado me había hecho llamar y que no estaba de buen humor, sin duda preocupado por los acontecimientos. Estaba ya cansado de aquella fastidiosa ocupación de paje del obispo y esperaba tener la mínima oportunidad para librarme de ella, pero se había hecho de tal manera a mi discreción y lealtad que no veía a nadie que pudiera sustituirme. Resignado volví a repetir el acostumbrado recorrido entre el seminario y el palacio, que ya era capaz de hacer con los ojos vendados, y llamé tímidamente en las cristaleras de su despacho, pues era evidente que me esperaba. —¡Gracias al cielo que has llegado, Andrés! —me dijo apenas me abrió la puerta, mostrando claramente su excitación—. ¿Es que no te interesas por los acontecimientos? Hace tiempo que deberías de haber regresado de ese… acto político, porque ¡ya me dirás qué clase de entierro ha tenido que ser sin un sacerdote! ¡No sé ni cómo hemos consentido en que lo enterraran en el cementerio! No es que no lo sienta por ese hombre, ¡pero aún estaría vivo si no se hubiera metido en tantos líos con los Beltranes! Y ahora, ¡uno muerto y el otro en la cárcel! ¡Válgame Dios y la santísima Virgen, cómo acabará todo esto! Se sentó en su amplio sillón como si pesara sobre sus espaldas el país entero y sus muchas calamidades. Trató de serenarse juntando las manos como si estuviera rezando, y después de reflexionar unos instantes me advirtió: —Tenía pensado marchar de viaje, pero a última hora he decidido posponerlo… porque las cosas están tan confusas que que tal vez sea más conveniente no salir ahora de la diócesis —yo le dejaba hablar esperando a que me dijera para qué me había hecho llamar con tanta urgencia. Después de otro corto silencio, prosiguió—: ¡Andrés, se avecinan acontecimientos muy graves que van a cambiar la situación política del país! Por fin comprendí lo que trataba de decirme y yo me adelanté. —¿Se refiere a lo que se dice del levantamiento de Marruecos? —¡Sí, a eso me refiero! Y quiero advertirte que mejor será que no te vuelvan a ver con gente de izquierdas o no podré hacer nada por ti… ¡cuando llegue el momento! —iba a pedir aclaraciones sobre sus insinuaciones, pero me interrumpió, prosiguiendo con sus advertencias—. No, no, Andrés; no me pidas ahora explicaciones, pero haz lo que te digo y mejor no salgas ya del seminario durante los próximos tres o cuatro días, ¡a menos que sea una urgencia! ¿Me entiendes? —¡No mucho, don Martín, esa es la verdad! —le contesté sin rodeos. —¡Alma de Dios, si no puedo hablar más claro! Dentro de unos días los militares se harán con el Gobierno y habrá algunas depuraciones… necesarias, sin duda… De manera que si no quieres verte entre los represaliados quédate aquí, y cuando llegue el momento yo mismo intercederé por ti… ¡que te has creado una reputación de rojo que ya veremos si aún con mi intercesión podemos salvarte! Este era el sentir de la mayoría de los que estaban al corriente de los planes del golpe militar, que daban por hecho que no duraría más que lo que tardasen las tres columnas, mandadas por Mola desde Navarra y Castilla la Vieja, en llegar a Madrid; es decir, una semana o, a lo sumo, dos. Yo no era tan optimista, y desde que escuché rumores de golpe militar comprendí que podría convertirse en una auténtica tragedia nacional, peor incluso que la de octubre. Tal vez mi convencimiento se debía a que sabía bien cómo pensaban los «rojos», según la expresión del propio obispo, y el odio acumulado contra los militares golpistas y los valores que representaban, incluida, por desgracia, la propia Iglesia católica. Pero resultaba inútil que se lo hiciera ver así al prelado, quien al parecer estaba plenamente convencido del éxito de los conjurados. —¡Lo que usted mande, don Martín! —contesté sabiendo que era la única respuesta posible, es decir, la misma de siempre. No obstante saldría del seminario cuando me pareciera oportuno, sobre todo para informarme de los acontecimientos, porque ya no sentía ningún respeto por el prelado y me daba igual que por desobedecerle pudiera represaliarme. En realidad, hacía tiempo que estaba esperando que sucediera algo así y me expulsaran de una vez por todas del seminario. Sólo me retenía la sospecha de que la primera víctima de una nueva revolución podía ser el valiosísimo archivo de la catedral, por lo que empecé a pensar en la manera de ponerlo a salvo en caso de disturbios. Aquel 18 de julio fue sin duda uno de esos días que prueban que la historia de un país, y del mundo entero, lo decide el azar y las circunstancias, casi siempre fortuitas, y no los planes y los proyectos minuciosamente elaborados. Si la víspera del golpe el comandante Romerales hubiera sido capaz de abortar y desbaratar los planes de levantamiento en Melilla, esto hubiera desmoralizado al resto de los conjurados, que tal vez hubieran desistido y todo habría quedado en una nueva «Sanjurjada», como creo que esperaba que fuera el propio Azaña. Pero el Gobierno no permaneció inactivo, como se creyó después, sino que hizo lo que suele hacerse en esos casos, anticipándose a los hechos y enviando contra los sublevados a la policía, sin movilizar el Ejército, que dada las divisiones internas, hubiera sido peor el remedio que la enfermedad. Pero los guardias de asalto fueron fácilmente derrotados y su comandante fusilado, así es que ya el 17 por la noche caían Ceuta y Melilla en manos de los sublevados, un día antes de lo previsto. Esta circunstancia dio «alas» a Franco, y nunca mejor dicho, porque voló a Marruecos en el «Dragon Rapid», un avión pagado por Juan March, donde tenía gran ascendencia entre los Tercios, por su pasado «heroico» al frente de aquellas tropas, en su mayoría mercenarias. Tan pronto como fue evidente que habían triunfado los sublevados, el agente nazi, Beigbeder, movió sus influencias en la zona y convenció al monarca marroquí para que secundaran el golpe, alertando a Berlín para que prestara apoyo a los sublevados cuando lo requiriesen, es decir, la Alemania nazi entró en la contienda española un día antes de que fuera oficial. El Gobierno de Casares no pudo hacer otra cosa que seguir los acontecimientos de cerca, y tan pronto como tuvieran noticias precisas iniciar la represalia. Pero los gobernadores civiles de ambas ciudades, aislados pero todavía libres, tal vez temerosos de ser posteriormente represaliados, seguían enviando mensajes a Madrid de que había «normalidad en Marruecos», lo que, sumando a la propia indecisión del presidente, agravó la situación, permitiendo que los conjurados siguieran adelante con sus planes sin apenas impedimentos. Sin embargo, la actitud pasiva y prudente del Gobierno no fue secundada por los partidos de izquierdas y organizaciones sindicales, que vieron en aquella nueva provocación de los militares golpistas la excusa para movilizarse y desencadenar, por fin y de una vez por todas, la histórica revolución social tan largamente esperada y anhelada, como era de esperar, y que, al parecer, sólo los militares sublevados no parecían comprender! La ciudad aislada Todavía estaba en el despacho del obispo cuando sonó el teléfono. El prelado se sobresaltó tropezando con un tintero cuando iba a descolgar, que se hizo añicos al caer sobre el enlosado, desparramando la tinta y salpicado una de las alfombras. Yo me apresuré a reparar el estropicio, mientras el obispo atendía nervioso el teléfono. —¿Diga?… ¡Ah, Román, eres tú!… No, no sé nada de tu chico… ¡está todo tan confuso! A ver si llegan en tres o cuatro días y se puede hacer algo para sacarlo de allí!... ¿Qué han sacado a la Guardia Civil?... ¿Acuartelados en Guadalajara?.. ¡Dios nos libre! Y ahora ¿qué va a ser del pueblo sin autoridad?... ¡Eso esperamos todos y que Dios te oiga, Román!... ¡Pobre mujer, me imagino lo que estará pasando esa santa!... Rezaré por todos vosotros… y por el chico… Sí, sí; aquí estaré, ¿dónde quieres que vaya? ¿Quién sabe lo que puede uno encontrarse por esas carreteras? ¡No, Román, yo los espero aquí y que sea lo que Dios quiera! ¡Adiós, y no dejes de llamarme si tienes novedades! Colgó el teléfono el prelado, volvió a juntar sus manos como retomando su anterior plegaria, alzó la vista al techo como si viera a Dios en la lámpara que iluminara el salón, y tras lanzar un suspiro de congoja y preocupación, exclamó: —¡Estamos en la anarquía, Andrés, que ya no tenemos ni a la Guardia Civil! Mañana mismo te vas al Ayuntamiento y que te diga el alcalde qué medidas tiene pensadas para protegernos de cualquier desmán de los rojos, ¡si no se producen esta misma noche! Lo haría yo mismo, pero no estamos muy en concordia por razones que ahora no vienen a cuento. ¿Pero, qué pueden proteger un par de alguaciles que ni siquiera van armados? Sin duda que el prelado estaba profundamente alarmado, pero también era evidente que temía más por su vida que por la del resto de los miembros de la Iglesia local o de sus más devotos feligreses. Suerte que no había seminaristas en la casa y tan solo quedaban el portero, el ama y el chofer. Casi por venganza por los agravios sufridos por el obispo, se me ocurrió reprocharle su excitación, tratándose de una personalidad tan importante dentro de la Iglesia, cuyo ejemplo y fortaleza era fundamental en aquellos momentos: —Pero don Martín, ¿por qué está usted tan asustado? —¡Que pregunta tan ingenua, por no decir estúpida, Andrés! ¿Es que no sabes lo que nos sucedería a los dos si… si fracasa el alzamiento? ¡Que te lo tengo que decir con todas las palabras: nos mataría a los dos como a perros sin mediar palabra! Derrotado y alterado, tenía al prelado en mis manos y disfruté provocándole. —Pero, ¿qué hemos hecho nosotros de malo para que nos maten, así, sin más? ¡Yo estoy cansado de tratar con «rojos» y ninguno me ha amenazado con matarme! —¡Bien te han engañado, Andrés! ¿Es que es necesario que un cura haga algo malo para que esos… nos maten? ¡Lo hacen sólo porque llevamos sotana; que tanto nos odian y desprecian! —¡Pues quítesela y asunto concluido, don Martín! —Mira, Andrés, aunque noto en tu tonillo algo de maldad contra mí, tal vez después de todo lleves razón. ¡Anda, prepárame la ropa de seglar, que si pasa algo esta noche mejor es que no nos cojan con sotana! Se vistió de seglar y se propuso permanecer toda la noche pegado al teléfono, fumándose uno de sus puros habanos y aprovisionándose de una botella de coñac, supongo que para calmarse. Pero una hora después se quedó adormilado sobre la mesa del escritorio. Yo no quise despertarle y me retiré a mi dormitorio, rendido, más que por el cansancio por la inquietud, pues en mi fuero interno no creía que aquellos militares fueran capaces de llevar a cabo su rebelión con éxito. Pese a que media España estaba ya revuelta, en la ciudad reinaba la más absoluta calma, hasta el extremo de que eran perfectamente audibles las campanadas del reloj de la catedral y, como cada día, a las seis menos cuarto en punto, sonaba el campanillo del convento de clausura de Las Huertas, que llamaba a las religiosas a matinés, como si no pasara nada, pues creo que en aquellos dramáticos momentos sólo las monjas de clausura eran, probablemente, las únicas felices en todo el país, ya que debían ignorar lo que se estaba fraguando aquella tenebrosa mañana del 18 de julio de 1936. Cuando desperté debían ser las diez de la mañana porque también el campanillo de llamada a misa de canónigos tocó, tal y como lo había hecho durante puede que cientos de años. Me había quedado dormido vestido y tenía la ropa pegada al cuerpo por el sudor de una noche que había sido bochornosa. Con el seminario vacío daba gusto utilizar las duchas, así es que me lo tomé con calma y permanecí bajo al agua fría un buen rato, hasta que me tableteaban los dientes. Cerré el grifo y sentí una sensación de bienestar casi angelical. El país podía estar revuelto, pero después de aquella ducha fría me sentía capaz de afrontar lo que viniera, y lo que vino fue nuevamente el obispo. —Hala, Andrés, haz el mandado que te dije anoche, y de paso compra el ABC, ¡si es que ha llegado hoy al pueblo! Parecía más tranquilo y relajado que la noche anterior, tal vez porque tenía nuevas noticias favorables a sus deseos. —¿Qué se sabe del golpe, don Martín? —le pregunté, porque obviamente también yo estaba inquieto. —¡No se más que tú, y mejor que no hables de eso por ahí! — contestó lacónico, marchando apresurado en dirección a la capilla del seminario. La verdad es que para ser el día en que supuestamente se estaba produciendo un golpe militar en el país la ciudad no parecía darse cuenta o lo ignoraba, porque se habían montado ya varios puestos del mercado semanal y las tiendas abrieron sus puertas con normalidad. Vi al panadero que tenía el horno contiguo al seminario con su caballería, repartiendo sus hogazas puerta a puerta, como era habitual, y el barrendero recogiendo los excrementos de las caballerías. En la ferretería habían colgado de las paredes cubos, rejillas, horcas, hoces y otros utensilios para la cosecha, como cada día de mercado. Habían llegado dos autobuses de viajeros, el de la zona de Molina y el de Atienza, que estaban aparcados ya en la calle del Seminario, y no tardaría mucho en llegar el de Jadraque, con campesinos de los alrededores. Los segadores seguían dormitando bajo los plataneros de la calle principal a esas horas de la mañana, a la espera de una contrata. Es decir, la ciudad había despertado casi como un día normal, lo que probaba hasta qué extremo la gente se había acostumbrado ya a estos sobresaltos. No me resultó fácil dar con el alcalde, pero finalmente lo encontré reunido con otros concejales en su despacho del Ayuntamiento. No le agradó mi encargo y casi me despidió con malos modales, pero debió comprender que yo no era el culpable y se reprimió. —Dile al obispo que aquí se acatará lo que diga el Gobernador civil de Guadalajara, y que si ha decidido sacar a la Guardia Civil del pueblo ¡él sabrá por qué lo ha hecho! Ah, y dile también que ¡a qué viene ahora recurrir al alcalde cuando hasta ayer mismo era yo el demonio reencarnado! ¡No, no le digas eso, Andrés, que bastante tenemos ya con la que se está liando para liarla todavía más! En fin, ¡que lo que sea será y aquí acataremos la legalidad de la República! —no era aquella una respuesta para tranquilizar al prelado, pero noté que el mismo alcalde estaba confuso e indeciso, pero era evidente que por alguna razón estaba resentido con el obispo. Todavía me dio un último mensaje, como si lo acabara de recordar—. Por cierto, Andrés, dile al obispo que si tiene algún arma de fuego que la entregue hoy mismo, porque vamos a sacar un bando para requisar todas las armas del pueblo. Quien sea cogido con una, aunque sea de caza, será encarcelado, ¡y eso va también para el mismo señor obispo! ¡Órdenes del Gobernador civil! Sin duda que la situación debía ser delicada porque aquella medida parecía incluso imposible de cumplir, ya que casi cada campesino tenía en su casa una escopeta de caza. Yo pensé en la pistola y hasta me alegré del bando, porque ya estaba harto de tener que llevar encima aquella arma, cuyas desgraciadas consecuencias ya había podido experimentar, pero al obispo no le gustaría y dudaba que la acatase. Tal vez por lo excepcional del momento, don Martín me invitó a almorzar con él, para tenerme más a mano si me necesitaba. El ama también estaba inquieta, pero, dada su avanzada edad, seguramente que no le preocupaban ya mucho las cosas de este mundo. Nos hizo un conejo escabechado que parecía que estuviéramos celebrando algo, de tan sabroso y bien presentado. Después hubo fruta del tiempo y unos pastelillos de crema acompañado de un aromático café. Finalmente no pude rechazar el habano que me ofreció y la consabida copa de coñac. En fin, que ahora pienso que el prelado tal vez estaba ya celebrando la victoria de los insurgentes, que debía dar por rápida y segura. Durante la sobremesa sonó el teléfono y corrió al despacho para atenderlo, yo me quedé medio amodorrado recostado en un sillón del comedor, contemplando cómo se balanceaban los visillos del balcón y escuchando el frenético piar de los nuevos gorriones que por docenas anidaban en las dos gigantescas secuoyas del jardín del palacio. Volvió don Martín sonriente, chupando con ansia su puro habano y, después de sentarse en el otro sillón y lanzar una gran bocanada, me comentó, como si yo fuera su compinche: —¡Ya tenemos casi toda Andalucía, Castilla la Vieja, Navarra y, como aquel que dice, todo Aragón, y no tardará en caer Barcelona, que ya se han rendido las Baleares! Lo que no está claro es lo que pasa en Madrid, pero acabará cayendo también, ¡qué remedio le queda! ¡Franco está en Marruecos al frente de los Tercios! Ya es cosa de días el que lleguen por aquí y, ¡por fin podremos respirar tranquilos, Andrés, y andar sin miedo por la calle con nuestra sotana, que para eso hemos hecho los votos! ¡Bendito sea el Señor, y que proteja a esos patriotas! Y la pistola, Andrés, ¡ni se te ocurra entregarla, que se la daremos al primer nacional que entre en el pueblo! Armas para el pueblo Dadas las primeras noticias del desarrollo del golpe, el obispo tenía buenas razones para estar optimista, pues parecía que el alzamiento era secundado en toda España. No hay libro de historia que no diga que Azaña obró con imprudencia, y que perdió un tiempo fundamental para detener el golpe militar, pero yo no estoy de acuerdo. Don Manuel no tenía la mentalidad de un militar, por tanto no vio la crisis en términos militares, sino políticos. El hombre todavía creía que una acertada maniobra política detendría el golpe. No podía llamar a formar nuevo Gobierno a Gil Robles, porque eso era imposible, pero creyó que alguien como Martínez Barrio, que no era del Frente Popular, podría ayudar a calmar los ánimos de los sublevados y facilitar una salida negociada. Naturalmente que Azaña no comprendió que los alzados habían sobrepasado ya su deseo de acabar con la República y estaban pensando en acabar también con la misma democracia y con el sistema político de partidos, fueran de derechas o de izquierdas. Esta pretensión no era fácilmente comprensible, cuando en toda Europa hasta los regímenes fascistas se apoyaban en algún tipo de organización política, como el partido Nazi en Alemania o el Fascista en Italia, y esto mismo pensaban los falangistas y tradicionalistas, así como, con bastante confusión ideológica, el propio inspirador del golpe, el general Mola. Pero los militares golpistas estaban decididos a inaugurar la historia europea con un nuevo régimen basado en «ordenanzas» de inspiración cuartelaría, de disciplina y acatamiento a la autoridad superior y bajo un estado de excepción permanente. Para instaurar ese nuevo régimen no había que pensar mucho, y los militares sublevados parecían decididos a reservar su poca inteligencia para consumar sus planes y llevar a cabo una profunda y radical «limpieza ideológica», poniendo en el mismo saco a comunistas, republicanos, liberales, radicales o simplemente, demócratas. Para ellos todos eran conjurados de las logias judeo-masónicas, además de agentes de Moscú, y había que exterminarlos de raíz y sin muchos miramientos ni preguntas complicadas. Pero esta simpleza de miras no sólo era compartida por los militares, sino por media España, la misma que reinstauró la monarquía absolutista de Fernando VII, o que «comulgaba como rueda molino», por utilizar una expresión que ilustra su fanatismo religioso y el profundo arraigo a las viejas costumbre del caciquismo y su correspondiente servilismo consentido y resignado. Ésa era la España que ya el 18 de julio estaba en manos de los sublevados y que les abrió sus puertas, y hasta sus corazones, engrosando sus filas y denunciando a sus propios vecinos, sólo por recordar haberle escuchado gritar «¡Viva la República!» el 14 de abril de 1931. Por tanto, mientras las organizaciones obreras y sindicales pedían armas para defender la República, Azaña nombraba de urgencia a Martínez Barrio para encabezar un nuevo Gobierno e inmediatamente ponerse al habla con Mola y negociar un arreglo pacífico. Pero el general golpista creyó interpretarlo como una debilidad y le contestó con impertinencia y aun retándole: «¡Ustedes tienen sus masas y yo tengo las mías!», le dijo. Estas negociaciones duraron 48 preciosas horas, lo que permitió a los insurgentes consolidar sus zonas de influencia y hacer caer otras, como Cádiz y Huelva, apoyados por dos compañías de regulares trasportados desde África, las primeras que cruzaban el estrecho, o Zaragoza, donde fueron detenidos los delegados del Gobierno enviados para negociar con Cabanellas. A última hora del día 19, Azaña debió comprender lo inevitable de un enfrenamiento armado generalizado y pidió a José Giral, de Izquierda Republicana, que formara un nuevo Gobierno con el apoyo de los obreros, y, de esta manera, se permitiera el temido reparto de armas entre los miles de voluntarios que abarrotaban las sedes de sus organizaciones. Mientras ese día los obreros de Madrid pedían armas al Gobierno, los de Barcelona no esperaron a que se las entregaran y las tomaron ellos mismos de un barco fondeado en el puerto, almacenándolas en el Sindicato del Transporte, a pesar de que la Generalitat ordenó que fueran requisadas por la Guardia de Asalto. Así, mientras Martínez Barrio intentaba inútilmente negociar con Mola, la Guardia Civil y de Asalto, leales a la Generalitat y al mando del coronel Escobar, apoyados por columnas de obreros armados, encabezados por Durruti, Ascaso, García Oliver y otros anarquistas, conseguían frustrar la sublevación en esta ciudad, tras una sangrienta batalla callejera. A pesar de que Goded había movilizado todos los regimientos, la decidida oposición de guardias y obreros consiguieron su rendición. Por tanto, al anochecer del día 19 de julio, España ya estaba claramente dividida en dos bandos enfrentados y relativamente consolidados, no sin una ensangrentada resistencia: la España rural había caído en manos de los insurgentes y la industrial permanecía fiel a los republicanos. Todavía quedaba por decidir la suerte de Madrid, Bilbao, Valencia y alguna otra capital de provincia. Lo que más angustió al obispo no fueron las noticias de Barcelona o de Madrid, sino las de Guadalajara y de la propia ciudad, donde nadie parecía tomar la iniciativa en un sentido o en otro. Con la Falange descabezada y sin la Guardia Civil, la ciudad siguió fiel a la República, pero sin defensa posible, por lo que estaba a merced de cualquiera que dispusiera de armas y voluntad de tomar el Ayuntamiento. Como era domingo debían seguir celebrándose los oficios religiosos con normalidad. El obispo decidió atreverse y celebrar una misa vespertina en la catedral, más que nada para cambiar impresiones con la gente de Acción Católica, por si se decidían a dar ellos mismos el golpe en esta ciudad. —¡Prepárate, Andrés, que vamos a la catedral a decir misa! ¡No vayas a salir desarmado, y atento a todo lo que pase en la calle! Me dijo, después de salir del balcón del palacio, desde donde había estado observando la calle para asegurarse que estaba tranquila. Pero yo me negué rotundamente a ir armado, después de que el Gobierno civil hubiera ordenado que fuera requisada. El obispo, a regañadientes, comprendió que no podía obligarme, y cedió. —¡Bueno, déjala aquí! Pero abre bien los ojos, y mientras yo diga la misa no pierdas de vista a la gente y al menor movimiento sospechoso no tengas apuro en intervenir y avisarme. Fuimos hasta la catedral en el coche y en el atrio se encontró con don Román, quien hablaba con el presidente de Acción Católica. Al ver al obispo se sobresaltó, tal vez por lo inesperado de su presencia o porque lo que estaban tratando debía ser comprometido. Se saludaron con el ritual de siempre, y sin dejar de andar en dirección a la entrada, don Martín intentó sonsacarle toda la información que tuviera sobre el desarrollo del golpe, teniendo cuidado de no ser escuchado por algunas mujeres, que al verle se apresuraban a besar su anillo y comentar los sucesos con gestos de alarma y excitación: —¡Dios nos coja confesados, señor obispo, que el diablo se ha adueñado de este país! ¡Que Dios nos proteja! —y se santiguaban repetidas veces, sin soltar la mano del contrariado prelado. Pero él se las quitaba de encima sin demasiados miramientos con algún «Dios te bendiga» o «Alabado sea Dios», para poder charlar tranquilo con don Román. —¿Qué pasa en la ciudad, Román; se toma o no se toma? —¿Y quién quieres que la tome, los cuatro viejos que quedamos? ¡Si estuviera aquí mi chico y los suyos, ésta ya sería zona nacional! —¿Y qué pasará entonces? ¿Qué hace el alcalde? —¡Ése no tiene más mando que nosotros! —Entonces, ¿tú cómo lo ves, Román? —Estamos pendiente de Guadalajara, si cae ya no habrá problemas y nosotros mismos nos hacemos con la alcaldía, pero… hay que esperar, Martín, ¡que la situación es muy confusa todavía! —¿Y qué sabes de Mola, y el Requeté? —¡Ya están en camino, que deben andar ya por Soria o por Almazán! —¿Crees tú que pasarán por Sigüenza? —¡No lo creo, Martín; a Mola le urge llegar a Madrid y no se detendrá por los cuatro gatos que estamos aquí! Además, si cae Madrid ¡ya triunfa en alzamiento y asunto concluido! La llegada de nuevas mujeres, asustadas y alteradas, no les dejó continuar su conversación, y el obispo, sin poder evitar gestos de fastidio y contrariedad, se dirigió a la sacristía para prepararse para el oficio religioso. La verdad era que no había mucho que vigilar, porque en la catedral no estaban más que las beatas de siempre y los de Acción Católica, porque nadie se atrevió a salir a la calle en una tarde como aquella. Finalizada la misa volvimos al palacio, pero el obispo no abrió la boca ni siquiera a la hora de la cena, porque estaba pendiente del teléfono y de las noticias que podíamos sintonizar de emisoras madrileñas. Al día siguiente me propuse desobedecerle y acercarme por el pueblo. Sabía que la Inés había decidido no volver a Madrid hasta que la madre no estuviera más tranquila y recuperada de la nueva desgracia, y dada la ubicación del pueblo, cercano a los límites de Aragón, prácticamente en poder de los sublevados, me preocupaba que hubiera podido haber sucedido algo, o que los del sindicato hubieran tomado el Ayuntamiento y causado alguna nueva desgracia. No obstante don Mariano había abandonado el pueblo el mismo día del asesinato del Juan y no había vuelto a aparecer por allí. Mis temores no eran infundados y el domingo habían agredido al viejo párroco, expulsándolo de la iglesia con malos modales pero respetándole la vida, tal vez porque el buen hombre no se había significado políticamente en ningún sentido. Pero, una vez que expulsaron al párroco, prendieron fuego a la iglesia. Gracias a que no dispusieron de líquidos inflamables para avivar el fuego, sólo ardió parte del altar mayor y todos los santos, que fueron arrojados por los enardecidos jóvenes a la pira y se consumieron en minutos al ser de madera reseca, que puede que tuvieran más de cien años. Nadie se atrevió a denunciar el incendio y el obispado ignoraba el suceso. Cuando entré en la iglesia y vi aquel estropicio, no pude evitar mi indignación y fui en busca de los que la había quemado para que me dieran una explicación. Sin duda que fue un gesto temerario, dada la crispación del momento. Encontré alguno de los compañeros del malogrado Juan en la taberna, y sin pensarlo dos veces les recriminé: —¿Por qué habéis cometido esa barbaridad? ¿Qué habéis ganado quemando la iglesia? ¡Ahora habrá que reconstruirla! El que a vosotros nos os guste no quiere decir que no haya gente en el pueblo que tenga fe y le sirva de consuelo. —¡Por eso la hemos quemado, porque la religión es el opio del pueblo! —¡Ya salió el marxismo! —Pero ¿tú de qué lado estás?, ¡rediela! ¡A ver si tenemos que hacer lo mismo contigo y quemarte dentro! ¿No has visto cómo mataron al Juan? ¿Y quién lo hizo, eh?: ¡Gente devota de la Iglesia! —¡No es cierto, lo hizo el Romanín, que es un malcriado hijo del demonio, y no tiene nada que ver con la Iglesia! —¡Va, no nos vengas con monsergas, Andrés, que todo es lo mismo! ¡Y se acabó la charla, coño! Y por tu bien, mejor es que te vayas y no vuelvas por el pueblo, porque tal y como están las cosas ¡no sé si la próxima vez podremos tener esta charla! ¡Aquí la Iglesia ya está de más, y lo mismo digo de los curas! Comprendí que era inútil seguir aquella conversación y, resignado por el destrozo pero aliviado en cierta manera porque no hubiera habido víctimas, me encaminé a la casa de los Valiente. Al menos esperaba que allí no me trataran de aquella misma manera y me vieran como quién era y no como un seminarista. Inés estaba sentada junto a la madre, a la puerta de la casa. La mujer, cubierta por una toquilla, estaba ya tan arrugada y encogida que parecía mucho mayor de lo que debía ser en realidad. Al verme llegar, la Inés se levantó sobresaltada y enseguida comprendí que no iba a ser mejor recibido que en la taberna. —¿Qué quieres tú ahora? ¡En buen momento vienes por el pueblo! Ni siquiera me permitió acercarme a la madre para saludarla, quien, en realidad, ni se percató de mi presencia. —¡Déjala tranquila, que lo único que harás es traerla malos recuerdos. ¿Qué quieres?, ¡suéltalo rápido y marcha a tu seminario! Si es por lo de la iglesia, yo misma ayudé a pegarle fuego, ¡y lo que siento es que todavía esté en pie! ¿No sabes que los fascistas y beatos están asesinando ya a cientos de trabajadores por toda España? ¡Si tuvieras lo que hay que tener y fueras un hombre de verdad ya debías estar empuñando un arma para defender la República! Yo estaba indignado porque aquellas acusaciones me parecían profundamente injustas, pero comprendí que la violenta muerte de su hermano y la extraña desaparición del padre le había cambiado el carácter. Estaba en su derecho y yo no era quién para juzgarla, ni venir con consejos y juicios morales, así es que una vez más, y como siempre me había sucedido ante aquella mujer, bajé la cabeza humillado, di media vuelta y, tal y como me aconsejó, volví al seminario. Por el camino me preguntaba si la Inés, después de todo, no llevaba razón, porque no había derecho a que unos militares golpistas, ignorantes y engreídos, abusaran de su prepotencia y de su autoridad sobre los indefensos y asustados soldados de reemplazo, y se permitieran matar impunemente a trabajadores, que lo único que hacían era defender el derecho a vivir dignamente y expresar sus opiniones libremente. Realmente todo era demasiado confuso y sentía que me estaba llegando el momento en que debía tomar una grave decisión. Pero ¿de qué lado estar y con quién comprometerme? En Madrid fracasa el golpe Abatido y más confuso que nunca, al regresar al seminario no deseaba encontrarme con el obispo, y me hubiera quedado a dormir en el pueblo si hubiera tenido la llave de la que fuera mi casa. Pero, por otro lado, no era una noche para estar lejos de la radio, así es que hice acopio del poco sentido común que todavía me quedaba y regresé directamente al seminario. Por supuesto que don Martín me había estado buscando, pero finalmente se había retirado a sus aposentos y no había vuelto a preguntar más por mí. Le pedí al portero si podía quedarme un rato con él y escuchar las noticias por su aparato de radio y el buen hombre accedió, pues por alguna razón ya desde el primer día en que llegué a esa casa habíamos congeniado. —¡Ay, Andrés, la que se está liando por ahí! —me comentó con un gesto de gran abatimiento y desconsuelo—. ¡Con la de cosas que he visto ya y tener que ver todavía más, y peores! Si te digo la verdad, envidio a los muertos, que ya están tranquilos y ni sienten ni padecen, ¡como tu pobre padre, que en paz esté! ¿De qué le hubiera servido seguir viviendo? —¿Qué dice la radio, Angustiano?, ¡que vaya nombre que te pusieron! —Completo el de mi abuela Angustias, Andrés, porque el del abuelo se lo pusieron a mi hermana, que se llama Josefa… ¿La radio?, ¡qué se yo!… Que si unos han tomado tal ciudad; que si lo otros lo han evitado; que si Madrid ha caído; que si no ha caído… ¡No sé, Andrés, a ver si tú lo entiendes y me lo explicas! No era de extrañar que el pobre hombre estuviera agobiado, porque la situación era realmente confusa. Sobre Madrid lo único que se sabía era que habían repartido miles de fusiles a los afiliados de la Juventudes Unificadas Socialistas y a la U.G.T., pero que no estaban operativos, porque los cerrojos estaban en el cuartel de la Montaña. Pero allí se había atrincherado el general Fanjul a la espera de que en Carabanchel y en Cuatro Vientos triunfara en golpe, para sublevarse él también. Como no había más noticias que ya no supiera, apagamos la radio y estuvimos charlando de cosas de su tiempo, que el Angustiano recordaba como si tuviera quince años. Después, cansado y sin nada más de qué hablar, me retiré a los dormitorios y aún escuché las tres en el reloj de la catedral cuando conseguí conciliar el sueño. Como era de temer, a la mañana siguiente me despertó el portero urgiéndome a que volviera al palacio, pues nuevamente el obispo me llamaba y parecía todavía más asustado e irritado que lo que ya era habitual durante aquellos críticos días. Ni siquiera se preocupó de darme los buenos días y, como si tratara de desahogarse conmigo, me dijo, haciéndome sentar nuevamente en el sillón del despacho: —¡Andrés, ayer estuve preguntando por ti y nadie me dio señal, pero a última hora supe lo de la iglesia de tu pueblo y me dijeron que te habían visto por allí! ¿Qué sabes tú de todo esto? —¡Yo también estoy indignado, don Martín, pero ya estaba hecho cuando llegué! —¿Y cómo ha quedado la iglesia? —Por dentro destrozada, pero se aguanta en pie. —¡Bueno, esto ya se esperaba!, ¡pero que haya tenido que pasar precisamente en tu pueblo!… En fin, ¿has desayunado, Andrés? — negué con la cabeza y llamó al ama con la campanilla. Cuando apareció le pidió que nos preparara dos cafés con leche y unas magdalenas. Cuando salió el ama me advirtió con severidad—. ¡Hoy ni se te ocurra moverte del seminario, Andrés! Corren rumores de que los ferroviarios están armados y van a tomar el Ayuntamiento. ¡No se les vaya a ocurrir venir por aquí! En efecto, había ya un plan para crear una milicia local alentada por los ferroviarios y asegurar el pueblo para evitar que otros intentaran lo contrario. Pero los ferroviarios que debían encabezar la acción cayeron en una emboscada de la Guardia Civil en el depósito de máquinas de Arcos de Jalón, que allí ya estaba sublevada, y no llegaron a Sigüenza. Sin consideración alguna, los fusilaron a todos, incluido el hijo de uno de ellos que les acompañaba. De manera que los sublevados no estaban ya lejos de la ciudad. A primera hora de la mañana nos enteramos de que en Madrid un numeroso grupo de obreros, armados con los fusiles sin cerrojos, se habían dirigido al cuartel de la Montaña y fueron recibidos a tiros, por lo que comenzó su asedio. El golpista Fanjul estaba al frente de la tropa sublevada que ya no contaba con ayuda del exterior, porque los demás cuarteles que debían sublevarse habían fracasado. A media mañana la radio informaba que la aviación republicana bombardeaba el cuartel. Entonces se produjo una situación confusa, puesto que parte de los asediados izaban banderas blancas, pero apenas los obreros se acercaban volvían a disparar. Finalmente, la multitud enardecida tomó el cuartel al asalto y Fanjul no fue linchado porque lo protegió la misma Guardia Civil y de Asalto. Cuando la radio confirmó la caída del cuartel de la Montaña y el fracaso del golpe en Madrid, el obispo se persignó, y con voz entrecortada y acongojada, exclamó: —¡El cielo nos proteja: Madrid no ha caído! ¡Ya sólo queda esperar a las tropas de Mola! No se por qué, pero yo me alegré, quizás porque me alegraba todo lo que contrariaba al obispo, pero no estaba justificada, porque era evidente que de fracasar el golpe yo también tendría serias dificultades. Pasamos el resto del día pegados a la radio y pudimos saber que tras vencer a los sublevados las milicias madrileñas, junto con algunos regimientos leales, se dirigían en medio de un gran entusiasmo y moral de combate, hacía la sierra de Guadarrama y Toledo, pero lo que más inquietó al obispo fue saber que también tenían intención de tomar Alcalá de Henares y Guadalajara, donde el militar al mando de la sublevación, Ortiz de Zarate, no se había pronunciado todavía y la capital de provincia seguía fiel a la República. Pero lo que a mí más me inquietaba era la posibilidad de que a los guardias civiles sublevados en Arcos de Jalón se les ocurriera hacer una incursión por nuestra comarca y cometieran alguna masacre en el pueblo. Sobre todo temía por la vida de Inés, porque no me cabía la menor duda de que los del pueblo la denunciarían. Pensé en buscarle algún alojamiento para ella y su familia en Sigüenza, pero sólo se me ocurría alojarlas provisionalmente en algún convento, a lo que sin duda que Inés se negaría rotundamente. Todavía me alarmé mucho más cuando el obispo me comunicó que, según le había informado don Román, la columna Navarra llegaría a nuestra comarca al día siguiente. El pueblo no estaba en la ruta, pero podían dejar algunos en la retaguardia y tomar la ciudad, que sería todavía peor que si lo tomaba la Guardia Civil. Me retiré a los dormitorios dispuesto a pensar seriamente en mi situación en medio de todo aquel conflicto. Necesitaba urgentemente saber de qué lado estar, porque sin duda que muy pronto me llegaría la oportunidad de demostrarlo claramente y sin ambigüedades. Ya en la cama recapitulé todo cuanto ya sabía y traté de sacar alguna conclusión para tomar una decisión y obrar en consecuencia. La primera reflexión era preguntarme a mí mismo si la sublevación tendría alguna posibilidad de triunfar. Pero algo ya no me casaba desde el principio, porque no podía creer que aquellos militares hubieran tenido por sí mismos la idea del golpe de Estado. Estaba seguro de conocer perfectamente su mentalidad y su falta de iniciativa. Alguien, por encima de ellos, tendría que haberles inducido a creer que esta nueva sublevación tendría éxito. Entonces empecé a unir cabos sueltos y recordé el viaje de los monárquicos a Roma para entrevistarse con Mussolini y el depuesto Alfonso XIII. Pero, por la misma razón, tampoco creí que hubieran sido ellos los que tomaran la iniciativa de visitar al Duce, porque los españoles, por orgullo o por soberbia, aunque lo necesiten nunca llaman ellos a las puertas, sino que esperan a que llamen los demás a las suyas, para así jugar con ventaja. Algo así sucedía con Franco, cuya astucia consistía en no jugar ninguna carta hasta que, ya fuera por un error o por exceso de confianza del contrario, no conocía su jugada. Además, utilizaba sus tropas como si fueran los garbanzos en una partida familiar de brisca o tute. Tal era el desprecio que sentía por sus vidas. Pensé que desde Roma Alfonso XIII empezó a conspirar contra la República desde el mismo día en que fue depuesto, si no él directamente, sus consejeros. Estos debieron llamar a los monárquicos españoles a Roma para alentarles a promover un golpe de Estado, ofreciéndoles apoyo moral y ayuda económica. Este podía haber sido el primer paso desencadenante, pero debían de producirse otros nuevos para ir gradualmente haciendo más densa la trama, involucrando más intereses y hasta países. Como ya era buen lector de Hegel, sabía que cuando algo pasa en un país es por causa de las necesidades de otro distinto. Desde el ascenso de Hitler y Mussolini al poder, ambos países estaban empeñados en rehacer sus respectivos imperios. En mi opinión, sólo las mentes imperialistas conciben las guerras, por tanto, lo que estaba ocurriendo en España tendría que tener su origen en lo que sucedía en Italia y en Alemania. No era un gran experto en política internacional, pero ya me había vuelto lo suficientemente pragmático como para comprender que detrás de grandes discursos políticos y patrióticos siempre había intereses económicos. Era evidente que España era un alfil de la partida de ajedrez que se estaba jugando en Europa. Había que sacrificarlo, pero para que facilitara el jaque mate que a cada cual le interesaba. Italia quería tener hegemonía en el Mediterráneo hasta las Baleares; Alemania necesitaba controlar el paso por el estrecho de Gibraltar para sus planes coloniales en el norte de África; Inglaterra no estaba dispuesta a ceder el Peñón ni sus intereses mineros en España, pero tampoco estaba interesada en un enfrentamiento con Alemania; Francia, tras la victoria del Frente Popular, se conformaba con mantener su influencia en el protectorado de Marruecos y en Argelia. ¿Y la temida Rusia soviética? Lo había dejado claro en su VII Congreso, su interés era contar con la paz y estabilidad necesaria para llevar adelante sus «Planes Quinquenales», y no estaba interesada en aventuras imperialistas ni militares, al menos por el momento. Pero tampoco quería una Alemania fascista, rearmada y amenazando sus fronteras. Para comprender el segundo paso de la trama tenía que ver qué les habían ofrecido unos y otros a los militares conjurados para que se decidieran a dar el golpe. Al parecer Hitler les debió ofrecer abundante material de guerra y, una vez invadida y conquistada toda Europa, les daría Portugal a cambio del Peñón de Gibraltar, una vez desalojados los ingleses. Esto tenía sentido, porque la «cruzada nacional» de los golpistas tenía sus fundamentos en la España de los Reyes Católicos, por lo que el país vecino debía reintegrarse al territorio nacional. Los italianos debieron ofrecerles también ayuda militar, como aviones y tropas regulares, pero sobre todo «ideología», y además contaba el hecho de que Alfonso XIII había sido acogido en este país. Inglaterra debió de ofrecerles «neutralidad» a cambio de que a, última hora, traicionáramos a los alemanes y se quedaran en el Peñón y con sus minas de Andalucía, territorio que ya estaba bajo el control de los sublevados. En cuanto a los franceses, supongo que debieron mostrarse indecisos y favorables también a la neutralidad con tal mantener el status quo de Marruecos, porque, en realidad, no tenían nada que ganar o perder con nuestra guerra. Por último, lo rusos sólo movilizarían recursos en ayuda del Frente Popular, pero no para los grupos anarquistas o trotskistas sino para la República, porque un nuevo régimen comunista en Europa haría crecer el fascismo, por tanto debían preferir un régimen claramente republicano. El tercer paso de la trama del golpe era el que se acababa de producir, y que a buen seguro influiría de forma decisiva en todas las cancillerías de Europa, que a esas horas la mayoría de ellas apostarían ya sin reservas por los sublevados. Ese paso había sido la entrega de armas a las milicias, razón por la que Azaña se había negado hasta que la presión se hizo insostenible. Era evidente que si los milicianos paraban el golpe militar, y era bastante probable, esas armas se volverían después contra la misma República, y no sería posible evitar ya una guerra civil, pero no entre fascistas y republicanos, sino entre republicanos y anarquistas. Es decir, lo que estaban era «¡armando la revolución!». ¡Y ya se sabe lo que significa este dicho popular! En Europa, incluida Rusia, nadie quería un nuevo régimen comunista en España, y menos todavía, anarquista y libertario, porque Europa, después de todo, y con excepción de la retrasada y empobrecida Rusia, era la «Europa de los negocios», del liberalismo y de la iniciativa privada, ¡fueran nazis, fascistas o demócratas! Aquella noche comprendí que, después de la entrega de armas a las milicias, la II República española tenía ya los días contados y que el triunfo de los nacionales era inevitable. Y eso, a pesar de la escasa capacidad de los militares sublevados y sus muchos errores y desaciertos. España sería el primer paso del inevitable nuevo enfrenamiento entre la Alemania nazi de Hitler, que quería un nuevo imperio y la Gran Bretaña de su Graciosa Majestad, Jorge V, que no quería perder el que ya tenía. Por tanto, mi opción era clara, ¡estaría con la República y todo aquello que representaba! ¿De qué otro lado podía estar si no del de la libertad, la democracia, la tolerancia, el humanismo cristiano y la cultura? Por eso, a partir de aquella misma noche, sin una idea de acción clara en favor de la República, pues de ninguna manera me sentía con valor suficiente como para empuñar un fusil, al menos me propuse salvar, a toda costa, los fondos del archivo de la catedral, ¡que también representaban el «espíritu de la República»! CAPÍTULO DECIMONOVENO Una semana decisiva El día siguiente conseguí permiso del obispo para subir a la catedral, argumentándole lo prioritario que era empaquetar y proteger los archivos, al menos los códices, incunables y otros libros de gran valor. Aceptó a regañadientes, pero me advirtió que no me moviera de allí, porque finalmente estaba planeando salir de la ciudad. —No te digo que hoy o mañana, pero si las cosas siguen con este cariz tendremos que salir de la ciudad y hasta de la diócesis. Pero si no he tomado ya la decisión es porque aún tengo que dejar resueltos algunos asuntos… de gran importancia. Aquellos asuntos no eran sino poner a salvo su gran fortuna personal, depositada en las entidades bancarias locales, así como los bonos y acciones bien guardados en las cajas fuertes del obispado y del cabildo, valorados en varios millones de pesetas, y que no quería que cayeran en manos ni de unos ni de otros. Y esa era la razón de las frecuentes visitas de otros sacerdotes y personas vinculadas a los bancos y empresas de la ciudad y que tenían negocios con el obispado, incluido don Román, quien el día anterior había estado en el palacio reclamado algunos pagos atrasados. Al parecer no sólo él sino la mayoría de los ciudadanos más notables estaban también haciendo discretamente las maletas, pero temían no poder volver a la ciudad, y la dificultad de poner a salvo todos sus bienes complicaba y retrasaba su salida. Al medio día, durante el almuerzo, pues ya era habitual que almorzáramos juntos, el obispo parecía haber recuperado el optimismo, pero sin pasarse al triunfalismo. —¡Vaya, parece que por fin se han sublevado en Guadalajara y ya está en manos de los nacionales! —pero su escaso entusiasmo se debía a que también estaba al corriente de que los milicianos de Madrid habían recuperado Alcalá de Henares, y marchaban ya sobre la capital de la provincia—. ¡Pero aún no está asegurada, que tendrán que vérselas todavía con masas de rojos que vienen de Alcalá de Henares! Menos mal que los navarros deben andar ya por Atienza. Pero ¡me da a la nariz que no van a ser suficientes! No sé por qué ese capitán, García Escámez, no han mandado una compañía para tomar Sigüenza, cuando ya debería saber que aquí no hay autoridad ni rojos ni nadie que la defienda. Aquello más que el comedor del palacio del obispado parecía el Estado Mayor de los sublevados. Incluso el obispo trazaba líneas sobre el mantel con el tenedor y el cuchillo, marcando las posiciones de unos y de otros, y dando su punto de vista sobre la mejor estrategia a seguir. —¿Cómo vamos a entrar en Madrid por Guadalajara, si eso es un embudo que debe estar ya atestado de rojos? ¡Pues mira que la idea de tomarla por la sierra de Guadarrama! Madrid hay que tomarla por el sur; por el Jarama, llegando por los campos abiertos y sin defensas del valle del Tajo. Pero ¿qué hace Franco parado en África? Y suspendía momentáneamente sus explicaciones para trinchar un trozo de carne de cordero asado, otra de las especialidades del ama, y que es lo único que recuerdo con agrado de aquella mala época. En efecto, la columna enviada por Mola para tomar Madrid parecía ya un auténtico disparate. No sólo estaba mal armada, con apenas alguna pequeña pieza de artillería y varias ametralladoras, sino que la larga marcha desde Pamplona y sus constantes enfrenamientos con obreros armados, debía de haber producido ya su efecto en la moral de los soldados regulares. Puede que la mantuvieran los falangistas y requetés, ¡pero no se podía pretender tomar Madrid con un millar de fanáticos, cansados y mal armados! Realmente hasta el obispo era mejor estratega que el engreído general Mola. Guadalajara fue recuperada tras la intervención de la aviación republicana y el Estado Mayor de la amenazada República organizó rápidamente la defensa de Madrid, creando un frente, formado mayoritariamente por milicias, de unos 100 kilómetros de perímetro. Por tanto nuestra ciudad estaba fuera de su influencia y nos quedamos en «tierra de nadie». El cuartel general republicano de nuestra zona se instaló en las proximidades de Guadalajara, al frente del comandante Jiménez Orge, que contaba con unos miles de milicianos de las J.S.U. y de la U.G.T., coordinados, con más o menos lealtad y mando, por el líder anarquista Cripriano Mera, además de con la Guardia Civil leal, y sobre todo, con los de Asalto, la única fuerza disciplinada y conocedora de las tácticas militares. En aquella situación no era posible salir ya de la ciudad y el obispo se temía lo peor, porque a mediados de semana supimos que la columna de los navarros había decidido replegarse a la altura de Jadraque y unirse a las que, desde Burgos y Valladolid, intentaba tomar Madrid por Guadarrama, ¡que también fracasaron! No es que se pudiera hablar todavía de «frentes», pero los «nacionales» cercaban la ciudad en los límites de Aragón y Castilla la Vieja, con la ayuda de la Guardia Civil sublevada, y los republicanos se desplegaron a lo largo de la Sierra de Guadarrama y la de Ayllón, hasta el kilómetro 90 de la carretera de Madrid a Barcelona. Por tanto, nuestra ciudad estaba justo en medio y amenazada por ambos bandos, sin que nadie dentro de ella se atreviera a tomar una decisión en un sentido o en otro, y seguía oficialmente fiel a la República. El primer golpe circunstancial en favor de la República fue el aparatoso accidente aéreo en el que perdió la vida el previsto jefe del alzamiento, el general Sanjurjo, cuya avioneta capotó apenas despegar de un hipódromo cercano a Estoril, según parece por el exceso de equipaje, pues incluso para llevar a cabo un golpe de Estado el general necesitaba su amplio ropero de uniformes de gala, sables y demás ornamentos militares, así como la fatal conjunción de un piloto aficionado a la bebida y su extrema obesidad. Por tanto a finales de aquella semana podía decirse que el golpe había fracasado, porque los sublevados carecían ya de fuerzas ofensivas suficientes como para seguir adelante con sus disparatados planes y consolidar sus posiciones. La contraofensiva, hacia Zaragoza para aislar a Navarra de Castilla la Vieja, así como hacia el sur, desde Toledo, para retomar la parte de Andalucía caída en manos de los rebeldes, ya estaba en preparación. Fue en aquellos cruciales momentos cuando, en mi opinión, se dio un nuevo paso adelante en la trama del golpe, urdido desde Roma y Berlín. Los nazis alemanes retiraron su confianza al inepto Mola y se centraron en el general Franco, quien estaba bloqueado en África, porque la Marina, gracias a los mismos marineros que en su mayoría se habían mantenido fieles a la República, cercaba las ciudades de Ceuta y Melilla, donde resistía el general. Por entonces en la inoperante Sociedad de Naciones ya se discutía el asunto de España y se hablaba de «no intervención», pero en mi opinión, y como ya he dicho, todo estaba ya pactado para dejar sola a la República y permitir a nazis alemanes y fascistas italianos, que ya no formaban parte de ella, intervenir descaradamente en favor de los alzados. El Gobierno de la República ni siquiera tuvo la oportunidad de presentar las pruebas de esta intervención, bloqueando los británicos cualquier iniciativa en este sentido. El viernes el obispo parecía fuera de sí y al borde de un ataque de histeria. Estuvo dando largos paseos por el jardín del palacio tratando de serenarse. Recibió a varios padres de su confianza, a quienes debió entregar un sobre con todo el dinero que guardaba en el palacio para que lo pusiera a salvo en algún sitio seguro. A media mañana pude librarme de él y marchar, como solía hacer siempre que podía, a terminar con mi labor de empaquetar los fondos del archivo. Al pasar por una tienda de sombreros caí en la banalidad de comprarme una gorra de visera, barata y algo desfasada, pero no para librarme del sol de justicia de aquel mes de julio, sino de la ridícula coronilla, donde el cabello parecía no querer crecer, y que me comprometía. Tal vez fuera esa la primera vez que temí también por mi vida si, al menos momentáneamente, fracasaba el alzamiento y llegaban milicianos armados a la ciudad. No había mucha gente por la calle a esa hora, no sé si por el calor abrasador o porque la ciudad entera contenía la respiración y la gente procuraba no salir de sus casas. Lo cierto era que me encontraba yo sólo en la calle que conduce a la catedral cuando vi llegar un automóvil que, para mi alarma, se detuvo de un frenazo cuando llegó a mi altura. El corazón me dio un vuelco y me temí lo peor cuando vi descender de él a un guardia de asalto, sudoroso y excitado, tanto que pensaba que por alguna razón me había reconocido y pretendía agredirme. Sin embargo el guardia, que comprendió la causa de mis temores, se apresuró a tranquilizarme: —¡Tranquilo, hombre, que no somos fascistas! ¿Dónde está el hospital del pueblo?, ¡pero rápido, que traemos un accidentado grave! —algo conmocionado, acerté a señalar la calle por la que debía seguir, pero el guardia me invitó a subir al coche para que les condujera yo mismo—. ¡Indícanos tú el camino, que no estamos para adivinanzas! Al entrar el vehículo vi que llevaban a un compañero con la cabeza ensangrentada, mal vendada y un brazo en un improvisado cabestrillo. Arrancó el coche a toda velocidad y siguió mis indicaciones. Sin preguntar, el guardia me puso al corriente de lo sucedido. —Hemos tenido un accidente cerca de aquí y nos han dicho que aquí había un buen hospital, ¡a ver si es verdad porque el compañero ha perdido mucha sangre! Al llegar al hospital, que por cierto pertenecía al obispado, pues además era el orfanato local, el guardia golpeó con tanta fuerza la aldaba de la puerta que debió alarmar a las monjas enfermeras, porque no contestó nadie. El oficial se impacientó, interrogándome con la mirada. Volvió a llamar con más fuerza y al cabo de unos tensos instantes escuchamos a una hermana, que con voz asustada preguntaba quién era con aquella urgencia. Comprendí que era mejor que yo mismo le dijera la razón para tranquilizarla. —¡Hermana, son unos guardias de asalto que traen un herido grave! ¡Abra, por favor, que se desangra! Se hizo un sepulcral silencio y el guardia iba ya a intervenir con violencia, cuando la hermana nos contestó más asustada todavía: —¡No podemos abrir... a gente así sin el permiso del obispo! Comprendí que si no abrían pronto los guardias tirarían la puerta abajo a tiros, así es que me identifiqué sin pararme a pensar en las consecuencias. —¡Hermana, que vengo de parte del obispo! ¿Es que no me reconoce? ¡Soy Andrés; Andrés Lafuente, el paje del obispo! El guardia me dirigió una mirada de asombro y yo sentí que había cometido un disparate al descubrirme a la primera de cambio, a pesar de mi traje de paisano y llevar puesta la gorra para ocultar mi coronilla. Pero aquello surtió efecto y la moja nos abrió. Entraron al herido y al menos pudieron hacerle una cura de urgencia. El capitán, después de dejar al compañero ingresado, volvió al coche y antes de reemprender la marcha, me miró de arriba abajo como si fuera un bicho raro, y me dijo en tono jocoso: —Si nos volvemos a ver dentro de unos días, recuérdame esto, no vaya a ser que me olvide de tu cara. ¡Ah, y cuando seas cura, vente a mi pueblo, que curas como tú son lo que nos hacen falta en la República! Yo sonreí la gracia sin ocultar mi inquietud, y me di por satisfecho de que todo hubiera quedado en un susto. Lo cierto es que aquel capitán, que se llamaba Ernesto, llegaría a interceder más de una vez por mí ante los exaltados anarquistas. Relajado y hasta satisfecho de mi osadía, volví a mi plan inicial y me dirigí de nuevo hacia la catedral. Al entrar en el atrio me tropecé con el deán, quien me saludó casi de compromiso, pues al parecer también él andaba con prisas. No pude desaprovechar aquella oportunidad para hacerle alguna sugerencia sobre los tesoros de la catedral, que también estarían en peligro si entraban los milicianos: —Por cierto, don Honorio, perdone usted que me entrometa, pero ahora que lo veo me voy a permitir sugerirle que deberían poner a salvo lo más valioso de la catedral, porque me da la impresión de que no tardarán mucho los milicianos de Guadalajara en entrar en la ciudad, ¡y ya puede imaginar lo que harían con todo! El Deán pareció contrariado y hasta ofendido, porque casi sin detenerse, me contestó sin disimular su enfado: —¡Andrés, porque te hayamos dado permiso para entrar en los archivos no quiere decir que te permitas meterte en asuntos que no te conciernen. ¡Ya sé yo lo que hay que hacer, y cuando sea menester! De manera que, ¡sigue tu camino y no te metas en lo que no te llaman! Lo que sucedía era que el Deán y el obispo andaban más preocupados por su seguridad personal que por la de los valiosos fondos de la catedral, y, por si fuera poco, estaban también enfrentados por el asunto de los bonos y de las acciones. De manera que uno por el otro nadie se preocupó. Cuando entré en la catedral tuve el presentimiento de que ya no pasaría mucho tiempo con aquella calma y silencio sepulcral, y que se avecinaban sucesos que podían destruir lo que había costado cientos de años crear y conservar. La llegada de los milicianos No me engañó mi instinto y 24 horas después entraron en la ciudad las primeras columnas de milicianos. Pero antes de describir aquella aparatosa y violenta irrupción, conviene aclarar las circunstancias que los habían llevado a nuestra ciudad, cuando en realidad no estaba previsto. Como ya he dicho, la primera semana del golpe fue favorable a la República y hubiera bastando con llevar a cabo las consiguientes contraofensivas contra las columnas que intentaban tomar Madrid para terminar con él. Por tanto se organizaron varios trenes con destino a Zaragoza abarrotados de enardecidos milicianos, que ya daban por hecho la recuperación de la capital maña, y sin duda lo hubieran conseguido con relativa facilidad de haber marchado aprovechando que la columna Navarra se replegaba hacia Aranda de Duero. Pero, en mi opinión, el Estado Mayor de la República debió suponer que si los milicianos, en su mayoría cenetistas, comunistas y socialistas radicalizados, cercanos a las ideas de los anarquistas, recuperaban la ciudad, no lo harían para la República, sino que inmediatamente hubieran declarado en todo Aragón el comunismo libertario, pues se encontrarían por el flanco este con la columna de Durruti, que se ponía en marcha casi al mismo tiempo desde Barcelona, también con la intención de recuperar Zaragoza. Por tanto la República tenía que defenderse en dos frentes a la vez: en el exterior, contra los sublevados, y en el interior, contra los milicianos anarquistas, obviamente, sin que fuera evidente. Pero este mismo problema también lo tenían los militares sublevados con los falangistas, quienes apenas tomaban un pueblo, y después de hacer la consiguiente y sangrienta «depuración de rojos», declaraban su sistema fascista, dejando las poblaciones al mando de un «jefe» de escuadra. Por tanto el Gobierno debió pensar que era mejor mantener a toda esa gente en el frente de Madrid, para poderlos controlar y asegurar su defensa, y posponer la marcha sobre Zaragoza para cuando el Ejército regular republicano pudiera reorganizarse y contar con efectivos suficientes. Por tanto miles de milicianos armados quedaron bloqueados en Guadalajara, indignados porque el Gobierno no les permitía marchar hacia Zaragoza. Como estaban deseosos de entrar en acción, Jiménez Orge debió comprender que no los podía retener en la ciudad sin hacer nada, pues el frente estaba sobre todo en Somosierra, y debió permitir que, al mando de sus mismos líderes, como el anarquista Feliciano Benito, y en sus propios vehículos, que habían requisado el día antes por todo Madrid, ostensiblemente rotulados con las siglas de sus organizaciones, marcharan hacia Sigüenza para «taponar el Henares» y tener una fuerza de choque en vanguardia, pero sin ofrecerles muchas garantías para acudir en su socorro si se veían en apuros. La única condición era que se pusieran al mando de un militar republicano, cuya responsabilidad recayó sobre el moderado y sensato Martínez de Aragón. Éste llegaría unos días después con una compañía de guardias de asalto como escolta personal, entre los que estaba el capital Ernesto. Así, los milicianos, que no querían otra cosa que entrar en acción cuanto antes, aceptaron asumir los riegos y debieron pensar que tomar la ciudad de Sigüenza, desarmada y sin alzados, no era lo mismo que la gloriosa empresa de recuperar Zaragoza, pero para empezar no estaba mal. De manera que el sábado 25 de julio, que amaneció un día claro y luminoso, ideal para una «excursión campestre», como calificaría a estas marchas la miliciana austriaca Mika Etchebéhère, que acompañó más tarde a estos milicianos con una columna del P.O.U.M., subieron en sus camiones, y enardecidos por la perspectiva de un primer bautizo de fuego contra los fascistas, se dirigieron a nuestra ciudad. Sin duda que el obispo debió recibir alguna llamada alertándole de la inminente llegada, porque apenas lo supo empezó a preparar con precipitación las maletas para salir del palacio, ya que seguía sin atreverse a dejar la ciudad. —¡No te quedes ahí parado, Andrés, y asegúrate de que todas las puertas de la calle están cerradas! ¡Ah!, y avisa también al chofer, que tenga el coche listo y se asegure de que tiene gasolina. ¡Sabe Dios si todavía tendremos tiempo de salir de aquí! —y haciéndome gestos con la mano para que me apresurara, descolgó el teléfono y pidió a la centralita el número de don Román. Cuando lo tuvo al aparato, escuché que le pedía si podía alojarse en su casa, pero la respuesta debió ser negativa, porque contestó contrariado: —¡Esas tenemos ahora, Román! ¿Cómo quieres que me quede en el palacio si será éste el primer sitio que asaltarán?... Sí, lo comprendo, pero en algún sitio me tendré que esconder hasta ver que pasa, y si los nacionales toman Sigüenza... ¿Y dónde irás con las carreteras infectadas de rojos?.... Bueno, bueno, te cuelgo que tengo que hacer otras llamadas… ¡a ver si encuentro dónde esconderme! Yo hice de mala gana lo que me había ordenado, pero no encontré al chofer por ninguna parte. Era probable que hubiera abandonado el palacio al correr los primeros rumores de la llegada de los milicianos. Pero sí me encontré con el atribulado portero, que no sabía si abandonarlo o quedarse, pero dada su edad, y puesto que era allí donde vivía, optó por quedarse. Cerramos las puertas y nos retiramos los dos a su vivienda, dejando al obispo ocupado en buscar inútilmente una familia notable que quisiera acogerlo. —¡Si esos vienen por aquí, que se queden con lo que quieran, pero no creo que a mí me hagan daño, que no soy más que un trabajador como ellos! —Tranquilo, Angustiano, que el obispo exagera. ¡Ya verás como no pasa nada! No había terminado de hablar cuando escuchamos ruido de automóviles subir por la calle del seminario, me asomé a la ventana y la imagen me pareció propia de un relato épico de aquellos que solía leer en los libros del archivo de la catedral, referido a las apoteósicas entradas de caballeros medievales y sus huestes una vez rendido el asedio a la ciudad amurallada de turno. Venían varios camiones cargados con una multitud de milicianos, entre las que pude ver muchas mujeres por el cabello que les agitaba el viento, enarbolando multitud de banderas rojas con la hoz y el martillo o el puño y la rosa, y rojinegras de los cenetistas, en medio de un eufórico griterío, en el que destacaban amenazas a los posibles fascistas de la ciudad. Más que milicianos parecían los mozos de las carrozas de alguna feria o fiesta mayor, si en lugar de monos azul mahón hubieran venido vestidos con ropas festivas, y en lugar de banderas llevaran los estandartes de sus santos patronos. ¡Tal era la euforia y la alegría de aquellos inconscientes muchachos! Encabezaba la comitiva el automóvil de Feliciano Benito, perfectamente visible por las siglas de la «C.N.T.-F.A.I.» y un letrero que rezaba «Comandante». Avanzaron lentamente hasta que el coche de cabeza se situó en el centro de la plaza donde se celebraba el mercado, en la que aquel sábado, que además era festivo por ser el día del Apóstol Santiago, patrono de España, no se habían montado puesto alguno. No pude seguir contemplando aquella fascinante escena porque escuché los gritos del alarmado obispo desde la puerta que comunicaba el palacio con el seminario. —¡Ya están aquí, Andrés; ya han llegado los rojos! ¿Qué hacemos ahora? ¡Bendito sea el Señor, y nosotros aquí atrapados como conejos! ¡No vayas a abrir la puerta, Andrés, que a lo mejor pasan de largo y suben al Ayuntamiento! Si ves que siguen, ¡aprovechamos para salir por la puerta del garaje! ¿Me entiendes, Andrés? ¡Ya veremos después qué hacemos! Ah, y no vayas a buscar la pistola que la he ocultado, ¡porque si entran y la ven ya no nos salvamos! A pesar de su histeria, yo seguía tranquilo y, por el aire festivo de los milicianos, tenía la impresión de que sus intenciones no eran tan agresivas como temía el obispo. Le dije que permanecería con el portero, pendiente de la puerta, y el prelado volvió a entrar en el palacio mascullando quejas y sin dejar de lamentarse. Los camiones se detuvieron a lo largo de la calle y empezaron a descender los milicianos, pasándose el pesado fusil de unos a otros, por lo que noté cierta torpeza y falta de hábito para usarlo. La mayoría llevaban algún adorno personal que no tenía ninguna relación con lo militar, como un amplio sombrero mejicano, una pata de conejo colgada del cinturón, o un pañuelo rojo atado al cuello o a la cintura, sobre todo las muchachas. Se fueron agrupando según sus organizaciones y se llamaban más por apodos que por nombres. Había algunos que se apodaban «Ladrillo», «Stalin», «Chata», «Calzones» o «Garbancito», apodo de un muchacho que no tendría ni quince años cumplidos, y que era más grande el fusil que él mismo. La verdad es que más que asustar daban risa, y me entraron ganas de abrir las puertas y salir a saludarles, pero el portero no las tenía todas consigo, así es que permanecimos a la expectativa y ver cuál sería su primer movimiento. Cuando se reagruparon, se formó un cierto revuelo en la plaza, donde al parecer Feliciano Benito daba las primeras órdenes. Una de ellas fue, precisamente, ¡venir al palacio y llevar al obispo ante un comité revolucionario! Comité que se estaba formando en esos momentos en la oficina de Correos y Telégrafos, presidido naturalmente por el líder anarquista de la C.N.T. ¡Viva la República! Cuando vi que un numeroso grupo de milicianos, con más o menos orden de marcha, se dirigían al palacio, comprendí sus intenciones, y entonces sí que me asusté realmente. Instintivamente me retiré de la ventana y la cerré con violencia. El obispo debía de estar ya buscando también dónde esconderse, y el pobre portero palideció y me preguntó angustiado: —¡Ya vienen, Andrés!, ¿y ahora, qué hacemos? —¡Qué se yo! ¡Veremos las intenciones que traen! Cuando estuvieron concentrados entre las escalinatas y la puerta del palacio, uno de ellos, extrañado de encontrarla cerrada, llamó con fuerza utilizando el pesado aldabón de la entrada. Yo no supe cómo reaccionar, pero siguiendo las indicaciones del obispo no les contesté. Uno de los milicianos sugirió que tal vez por ser verano no habría nadie en el palacio, pero alguien del pueblo les gritó desde la calle que habían visto entrar el día anterior al obispo y que debíamos de estar dentro, pero que no contestábamos. Los milicianos respondieron con un griterío confuso exigiendo que abriéramos la puerta. —¡Abran de una vez o tiramos la puerta abajo! Por el tono agresivo de aquel miliciano temí que el obispo después de todo tal vez llevara razón, y las intenciones de aquella gente no eran tan pacíficas como yo ingenuamente creía, por lo que permanecí callado, pero consciente de que la situación no se podría mantener durante mucho tiempo. Una miliciana, a la que apodaban la «cartucheras», porque llevaba una pistola y dos grandes cartucheras con municiones colgando de sus correajes, gritó airada: —¡No esperemos más, si no abren tiramos la puerta abajo, y si no cede, le pegamos fuego al palacio entero! Un miliciano perdió los nervios y golpeó la puerta con la culata del fusil, pero lo debía tener con el cerrojo cargado, porque se disparó y por el revuelo que se armó y el gemido de dolor que escuchamos, debió herir a alguno de los presentes. Entonces los ánimos se enardecieron y por el nuevo griterío deduje que estaban intentando prender fuego a la gruesa puerta del palacio. —¡Escóndete donde puedas, Angustiano, que voy a abrir la puerta, porque tarde o temprano entrarán y será todavía peor! — advertí al aterrado portero. Yo no estaba menos asustado, pero comprendí lo absurdo de aquella situación tan desigual y, pasara lo que pasara, me decidí a abrir la puerta y buscar alguna excusa para calmar los ánimos de los milicianos. Cuando escucharon el cerrojo tuve la impresión de que todos los fusiles estarían apuntándome a mí tan pronto como abriera la puerta. ¡Y así era! Pero aun así, tuve el coraje suficiente como para exponerles mi excusa: —Lo siento, señores, pero no he podido llegar antes porque, como no hay nadie en el palacio, pues cerramos la puerta y… —no pude continuar porque el miliciano me quitó de enmedio de un empujón, y airado me gritó: —¡Joder con el retraso, que casi matamos a uno de los nuestros por tu culpa! ¿Dónde está el señor obispo? La pregunta era de esperar, pero ya no valían engaños, porque tarde o temprano lo encontrarían, así es que les dije que me parecía haberle visto por sus aposentos. —¡Llévanos allí, y sin más engaños ni tonterías o perdemos la paciencia! Entraron todos en tropel, pero por detrás de la que llamaban«cartucheras» y una compañera suya, no menos armada y d ecidida. Por el camino iban comentando todo lo que veían como si les pareciera un exceso y una obscenidad, con comentarios que no dejaban la menor duda de su desprecio, como: «¡Cuánto santo y cuánta ostentación!»; «¡Mientras el pueblo vive en chozas, este desgraciado vive en un palacio para él solo!»; y otros similares. No valía la pena llamar para entrar en su despacho, donde esperaba encontrarlo, así es que les abrí la puerta y, en efecto, don Martín les aguardaba sentado en su mesa de escritorio, sujetando un rosario y con expresión desencajada, y tan pálido que parecía que ya no le quedara sangre en el cuerpo. El miliciano que encabezada la marcha, que parecía una persona con cierta educación y hasta con buenos modales, dada la anarquía que reinaba en el grupo, preguntó si era él el obispo, éste lo confirmó con un golpe de cabeza, como si creyera que aquello era lo último que haría ya en este mundo, pero el miliciano simplemente le reprochó el no haber ordenado abrir la puerta antes y le pidió que se preparara porque tenía que comparecer ante un comité para decidir que se hacía con su persona. No es que la perspectiva alegrara al prelado, pero aquello era mejor que una ejecución sumaria, como debía esperar que sucedería. La «cartucheras», que al parecer venía ya sedienta desde que emprendieron la marcha desde Guadalajara, se le ocurrió incluso pedir al prelado que le trajera un baso de agua, a lo que el desconcertado pero ya más aliviado obispo respondió, como si aquella mujer fuera una de sus visitas habituales: —¿No quiere mejor una copa de coñac, señorita? La miliciana le miró desconcertada y hasta sonrió la ocurrencia, pero le volvió a pedir el baso de agua. Yo mismo fui en busca del ama para que les sirviera una jarra de agua bien fría, porque la mayoría también estaban sedientos. Al volver no podía creer la escena que estaba contemplando. El obispo, que había recuperado el aliento, trataba de contemporizar con los milicianos, ofreciéndoles coñac y hasta un puro habano de la caja que tenía sobre la mesa del escritorio. El joven que mandaba el grupo tomó tantos cigarros como le cupieron en la mano, y los fue repartiendo entre los demás, guardándose él mismo uno en el bolsillo de mono. Cuando calmaron todos la sed, emprendimos la marcha hacia la plaza del mercado. ¿Cómo poder describir el espectáculo? El obispo parecía Luís XVI conducido a la guillotina, entre los enfebrecidos gritos e insultos del pueblo de París, sediento de ver correr sangre noble hasta que el Sena se volviera de color rojo. La mayoría de la gente que simpatizaba con los milicianos se echó a la calle y le lanzaban algún insulto o improperio. En aquellos dramáticos momentos debió comprender el prelado que no era tan querido en la ciudad como las beatas le habían hecho creer, y tuvo que escuchar palabras más fuertes y obscenas que las habituales frases piadosas de sus correligionarios. Asustado pero asombrado de seguir todavía con vida, caminó los cincuenta metros del recorrido escoltado por las dos milicianas, que con cinismo y hasta crueldad innecesaria, comentaban entre ellas, pero sabiendo que les escuchaba el prelado: —Al obispo por mí ya lo pueden condenar a muerte, pero al criado ¡sería una lástima, que no es mal mozo y aún me iría con él esta noche a la cama! —y reían la picardía, mientras el obispo se estremecía de terror. Finalmente nos condujeron a la oficina de Correos, ante el propio Feliciano Benito, una persona de mirada tosca y astuta, con barba de varios días y desaliñado. Debía tener órdenes precisas de respetar la vida del obispo, porque aquello fue más una mascarada absurda que un juicio sobre su fidelidad a la República. Pero el líder anarquista no quería perder la oportunidad de humillar al prelado y le dijo sin andarse con rodeos: —¡Si jura usted fidelidad a la República, salva la vida, pero si se niega ¡tendremos que ejecutarle! Conque, ¡usted decide! El prelado sólo pudo articular un «juro» sin pensarlo mucho, por lo que el anarquista comprendió que lo único que deseaba era salvar su vida a cualquier precio. —¡Entonces salga ahí afuera y diga bien alto, que todo el pueblo lo escuche, «¡Viva la República!» El obispo se dejó conducir por los anarquistas al balcón de la oficina de Correos, que daba a la plaza, abarrotada de milicianos y gentes del pueblo, y que ya habían perdido el miedo a los milicianos. Al verle aparecer, el clamor fue unánime, porque creían que tenían la intención de arrojarlo por el balcón. —¡Venga, el brazo en alto y el puño cerrado!, y grite bien alto «¡Viva la República!» —le volvió a repetir el anarquista, mostrándole él mismo cómo debía de hacerlo. No he visto a nadie en toda mi vida más asustado y dócil a la vez, ni siquiera durante los combates más feroces a los que por desgracia tuve que asistir. El prelado, con torpeza y con el rostro desencajado, seguía las indicaciones del anarquista, alzó el brazo sin demasiado vigor y cerró el puño, tal y como le indicaban, pero no le salió la voz y apenas pudo pronunciar lo que le pedían. La gente de la plaza parecía asistir a un espectáculo de circo y le gritaba toda clase de insultos, exigiéndole el grito de fidelidad, fuerte y claro, que todos pudieran oírlo. El hombre lo intentó una vez más, y esta vez, con voz chillona y rota, pronunció finalmente el «¡Viva la República!». Rojo y descompuesto, le permitieron salir del balcón y el líder de los anarquistas aún se permitió humillarle con un nuevo comentario: —¡Así me gusta, señor obispo, que la Iglesia esté con la República y con los trabajadores! Pasada aquella humillación, que por otro lado en otras condiciones y en otro país no hubiera sido necesaria ni siguiera humillante, nos permitieron volver al palacio, dejando una guardia apostada en la puerta, con la prohibición absoluta de que el obispo pudiera abandonarlo, y el prelado pudo, por fin, recuperar el aliento y hasta, creo yo que la conciencia, porque durante el tiempo que duró aquella pantomima no estuvo realmente consciente. En cuanto a mí nadie me dio órdenes precisas, por lo que ni siquiera debieron considerar que era un seminarista. Por precaución cubría mi coronilla con aquella desfasada pero socorrida boina de visera que tan buenos servicios me prestaría en aquellos críticos momentos. Libre de moverme, la primera idea que me pasó por la mente fue marchar inmediatamente a mi pueblo, para ver que había sido de la Inés. CAPÍTULO VIGÉSIMO Un juicio revolucionario Mientras los acontecimientos de la plaza del mercado tenían lugar, grupos de milicianos habían recibido órdenes de controlar todos los accesos de la ciudad, y algunos, por su propia cuenta, se desplazaron en varios coches por los pueblos de los alrededores para comprobar cuál era su situación y si había sublevados. Uno de estos grupos había llegado hasta nuestro pueblo y, por desgracia para don Román y del alcalde, don Mariano, el grupo los habían interceptado en sus coches, cuando cargados de maletas, se disponían a abandonarlo por el camino casi impracticable que lleva a Aragón. Una vez más su deseo de poner a salvo su patrimonio les había perdido, porque pasaron por el pueblo para recoger del Ayuntamiento documentos con los que poder reclamar después sus propiedades, una vez que la zona fuera retomada por los nacionales, lo que ellos creían que sucedería en breves días. En el coche viajaban además su mujer, doña Virtudes y la hija menor, Rosarito, porque tras la detención del Romanín la mujer había regresado para visitar al hijo en la cárcel provincial. El vehículo iba tan cargado que se atascó por el camino y no pudieron continuar la huída. Los milicianos habían sido alertados de la huida por los mismos del pueblo, que no ocultaron su satisfacción cuando los trajeron y los encerraron a todos en la Casa del Pueblo, a la espera de celebrar un «juicio revolucionario» para decidir su suerte. Cuando llegué al pueblo jadeante y sudoroso, y pude refrescarme en la fuente metiendo la cabeza en el pilón hasta el cuello, ya se había formado un tumulto delante de la Casa del Pueblo, que estaba vigilada por varios milicianos armados. Apenas me acerqué para preguntar la causa de aquel alboroto, alguien gritó detrás de mí: «¡Ése también es un cura!». Me giré indignado y vi que había sido el mismo que denunció al Damián por robo en mi casa y que escupiera a su propio hijo, tras matar a don Gregorio y ser conducido por la Guardia Civil. El pueblo entero reaccionó, porque entonces pude comprobar que la mayoría me tenían simpatía, y casi al unísono le acusaron a su vez: «¡Él sí que es un fascista! ¡Deberíais meterle con esos de ahí dentro!». El chivato se asustó e intentó escabullirse, pero los del pueblo le impidieron el paso. Un miliciano se acercó y cogiéndolo por la solapa le dijo: —¡Tienes que ser fascista, por chivato! ¡Venga, pa’dentro! —y le obligó a entrar en la Casa del Pueblo. Yo quise aclarar mi situación ante los milicianos, y sin miramientos ni más precauciones, les dije la verdad: —¡Sí, soy seminarista, pero republicano! Lo dije con tanta decisión y coraje que el miliciano, desconcertado en un principio, terminó por darme una palmada en la espalda y considerarme uno de los suyos. Con la agitación de mi llegada y la confusión de los primeros momentos, no me di cuenta de que la Inés estaba entre la multitud, pero sentí la fuerza de su mirada e instintivamente me giré, y nos encontramos cara a cara, en un mágico y feliz reencuentro, pues la Inés parecía sonreírme tímidamente, como si, por fin, después de tanto años de dudas, ambigüedades y cobardías, acabara de conocer al Andrés que ella deseaba desde aquella feliz primavera republicana. Yo comprendí el sentido de su sonrisa y parecía que el pueblo entero se había desvanecido a mi alrededor, porque por unos instantes intercambiamos nuestros pensamientos, sentimientos y hasta deseos con el lenguaje inequívoco de las miradas. No había duda, ¡Inés por fin estaba orgullosa de mi comportamiento! Pude convencer a los milicianos para que me dejaran visitar a los detenidos, sobre todo a doña Virtudes y a la hija menor, que estarían aterrorizadas. No muy convencidos me permitieron entrar y el espectáculo no pudo ser peor de lo que esperaba. Los milicianos habían golpeado a don Román, que sangraba por la cabeza y trataba de contener la sangre con un pañuelo, don Mariano no mostraba herida alguna, pero estaba sentado con la cabeza gacha, totalmente abatido. Doña Inés, con más entereza de la que yo esperaba, estaba abrazada a su hija menor, y miraba a los milicianos como si estuviera frente al mismo Lucifer, pero, por alguna razón, debía tener su conciencia tranquila, porque no mostraba temor y lo único que le preocupaba era el sufrimiento de la Rosarito, que desconcertada y horrorizaba, miraban de un lado para otro, abriendo los ojos como si estuviera asombrada pero no pudiera comprender lo que pasaba. Era evidente que la pobre criatura era inconsciente de lo que estaba sucediendo. Cuando me vio doña Virtudes, su expresión cambió como si en medio del infierno se le hubiera aparecido un arcángel en persona, mensajero de Dios, para salvarla de las torturas, y me dijo sin poder ocultar la emoción del encuentro: —¡Andresito, hijo mío, por el amor de Dios, diles a estos jóvenes que yo no he hecho nunca mal a nadie! Y era verdad, pero dudé que los anarquistas lo vieran así. Intenté tranquilizarla, y dirigiéndome a quien parecía que los mandaba, me atreví a preguntarle: —¿Qué haréis con ellos? —¡Los vamos a juzgar, y sin son culpables los fusilaremos a todos! —dijo, sin la menor prudencia para los aterrorizados detenidos. Don Román me dirigió una imprecisa mirada, entre suplicante y de desprecio. —Pero, ¿quién los va a juzgar? —me atreví todavía a preguntar. —¡Un comité revolucionario! Pero, ¡coño!, ¿quién eres tú para hacer tantas preguntas? —el miliciano, nervioso y tenso, me apartó violentamente de doña Virtudes y me ordenó sin buenos modales que saliera de la habitación y no hablara más con los detenidos. Entonces volví a tener una de mis ocurrentes ideas, con la única intención de demorar la ejecución y evitar, sobre todo, que pudieran cometer una barbaridad con doña Virtudes y su hija. Así es que dirigiéndome al grupo en general, les hice una sugerencia: —Este hombre es un pez gordo de Sigüenza y debe saber muchas cosas, además de nombres de otros fascistas como él, que seguro interesarán a vuestro comandante. Llevarlo allí y después de que hable podéis juzgarlo. La sugerencia no pareció gustarles, porque tuve la impresión de que los milicianos estaban sedientos de venganza, y habían cogido a quien tenía muy pocas posibilidades de probar su inocencia, porque todo el pueblo, de un bando y de otro, lo acusaba sin miramientos. Sin embargo, debió de parecerles sensata mi sugerencia, porque, tras cambiar impresiones entre ellos, tomaron la decisión de llevarlo a Sigüenza. Pero no tuvo la misma suerte el alcalde, a quien decidieron hacerle un juicio sumarísimo e improvisado. Mejor suerte tuvo el campesino que me había delatado, con quien fueron condescendientes por ser el padre de alguien que había ejecutado a un cura, y lo dejaron libre. El miliciano que llevaba la voz cantante, improvisó sus alegatos contra el alcalde: —Hemos visto en el coche que este hombre se llevaba documentos importantes del Ayuntamiento, causando daño a la propiedad de los trabajadores, por lo que es culpable de traición, y pido que lo ejecutemos ahora mismo… ¿Alguien le quiere defender? — preguntó, dejando claro que se trataba de una formalidad innecesaria, porque nadie del improvisado comité se prestó a ello. Me pareció un juicio absurdo e ilegal y con la inconsciencia que ya era habitual en mí, se me ocurrió levantar el brazo, dando a entender que yo estaba dispuesto a intentar defenderle, porque el alcalde no podía decirse que fuera merecedor de aquel radical castigo. Pero el anarquista me replicó indignado—: ¿Quién coño eres tú, si puede saberse? ¡Cómo vas a defenderle si no eres del comité! —y sin más demora, sometió la sentencia a votación—. ¡Que levanten la mano los que estén a favor de la pena de muerte! La decisión fue unánime y todos los brazos se levantaron al unísono. Don Mariano me miró aterrado, esperando que volviera a interceder por él, pero la decisión ya estaba tomada. Se levantó de un salto, y fuera de sí se precipitó a la calle, derribando a uno de los milicianos que estaba junto a la puerta. Estos, cogidos por sorpresa, sólo pudieron alertar de la huida a los que estaban en la calle. El pobre hombre, apenas habo traspasado la puerta cuando fue abatido por varios disparos de los milicianos, que con dificultad y torpeza a duras penas fueron capaces armar el fusil para dispararle. Cayó el buen hombre de bruces en la calle y los milicianos que salieron tras él, al verlo abatido, sólo se les ocurrió comentar: «¡Ya estaba condenado, así es que nos ahorramos todo el trabajo de ejecutarlo!». Sacaron después a los otros detenidos y, antes de que los montaran en los coches, me acerqué a doña Virtudes, que seguía sin perder la entereza a pesar de la violenta muerte del alcalde, y traté de consolarla: —No se preocupe, doña Virtudes, ya veré qué puedo hacer para que las dejen libres a ustedes dos. ¡Qué pueden tener contra usted, y menos contra la Rosarito! Ella me dirigió una bondadosa mirada de agradecimiento, pero sin ocultar su desconsuelo, porque estaba convencida de que su marido ya no saldría con vida del lugar a donde lo llevaran. Lo que la pobre señora no sabía era que, por entonces, ya habían ejecutado a su hijo en la cárcel provincial, para quien no hubo piedad tan pronto como los milicianos que la ocuparon supieron el crimen que había cometido. Arrancó el coche con los detenidos y la gente del pueblo empezó a despejar la calle. Al final se quedó un grupo de milicianos que viajaban en otro coche, y que charlaban animadamente con la Inés. Ella les había dicho quién era y los jóvenes la trataban como si fuera una auténtica heroína. —¡Quiero apuntarme de miliciana, y hoy mismo si puede ser! —les dijo con decisión. —¿En qué organización? —¡En la que estaba mi hermano Juan; en los socialistas! —¿Con las Juventudes Socialistas Unificadas? —debió gustarle el nombre, porque la Inés asentó enérgicamente con la cabeza—. Entonces, vente con nosotros al pueblo y te presentaremos al delegado. Iban ya a subir al coche, como si allí no hubiera pasado nada, mientras el cuerpo de don Mariano permanecía en la calle sin que nadie indicara que tenían que hacer con él, cuando el «Tejero» sugirió que podía hacerse cargo la alcaldía y hacer que lo enterraran con cargo al municipio. —¡Haz lo que debas, compañero, que el pueblo se queda en tus manos! —le contestaron, y acto seguido salieron precipitadamente del pueblo acompañados de la Inés, a quien ya no volvería a ver vestida normal, sino con el reglamentario mono azul mahón, gorra con la insignia de la J.S.U., correajes, fusil al hombro y dos cartucheras con munición. A pesar de todo, no pude por menos que admirarla, porque ¡era la miliciana más guapa y airosa de todo el batallón! La ejecución del obispo Poco a poco la imagen de la muerte iba haciéndose cada vez más familiar. No es que fuera extraña en un país donde los cementerios tenían su apartado dedicado a los niños, que morían por centenares por cualquier diarrea, infección de tétano, viruela, paperas o tifus. No era la muerte desconocida entre ellos, pero aquella era otra muerte, no la enviada por Dios, sino la traída por la violenta mano del hombre. Pero debía tener alguna clase de fascinación, porque los jóvenes se apuntaban a las milicias sin que les pasara por la cabeza que las balas mataban, como rezaba en uno de sus letreros de propaganda revolucionaria: «¡Milicianos! ¡Ni el ruido de los disparos, ni la bala, cuyo silbido se oye, matan!». Estaban cegados por una revolución, que era más de las conciencias que de las arcaicas estructuras económicas y políticas, como lo mostraban el nombre de sus organizaciones: «Ateneo ecléctico», «Liga ibérica de esperantistas antiestatales», «Asociación de naturistas pentálficos», «Federación estudiantil de conciencias libres», etc. La de los milicianos era la España que soñaba, cantada por Rubén Darío, Machado o García Lorca, y no la que dormía el profundo sueño de la historia intransigente. Cada miliciano llevaba al frente su sueño particular, y disparaba balas como si disparara ilusiones, a cuál más utópica y disparatada, pero tan rebosante de futuro que no había lugar para el presente, y menos para pensar en la muerte. Mientras, en el otro bando, las balas eran de plomo, frío y metálico; los soldados hablaban en árabe o en un castellano incomprensible de puro antiguo y gastado. Cada soldado voluntario o mercenario llevaba hiel en la cantimplora, y fanatismo en las cartucheras, y nada de ilusión ni de futuro en la mente. No eran esperantistas ni eclécticos ni gustaban de las conciencias libres, sino de las ataduras, de las cadenas, de los grilletes y de las mordazas. Aquellos días, mientras en un bando se amaba, en el otro se violaba; mientras en uno se recitaban versos de García Lorca, en el otro se cantaban marchas patrióticas, brazo en alto, cegados por el sol, abriendo sus pechos a la muerte, acariciando sus pistolas pensando en el exterminio de media España. Era, sin duda, la España que dormía contra la España que soñaba… Pero no era aquel el momento para nostalgias, porque aquellos fueron dos días de gran violencia y deseos de venganza, porque no todos los milicianos era como los he tratado de describir, sino que por desagracia algunos hubieran podido militar en el otro bando si las circunstancias les hubieran obligado, y hubieran obrado de la misma manera, pero contra los «otros», sin pararse a pensar quiénes eran realmente. No eran sino puros camorristas y oportunistas, cuervos carroñeros a los que apenas les salía ese temido «temperamento español», que algunos han confundido con valentía, se convertían en simples y vulgares asesinos sin conciencia. Afortunadamente, cuando se crearon los primeros tribunales militares dentro de las milicias, muchos de ellos fueron fusilados por sus propios compañeros, acusados de traidores a la revolución, por su crueldad innecesaria, por la saña con que se entregaban al pillaje y la destrucción gratuita de la propiedad civil. Pero los primeros días del golpe estos nefastos personajes camparon a su aire y trajeron la negativa imagen de que los milicianos eran todos unos desalmados, que sin duda no fue así. Uno de estos grupos fueron los responsables de la ejecución del obispo. Pero, aunque me duela decirlo, también el prelado puso todo de su parte para provocar tal injustificado crimen. Regresé a Sigüenza a pie y sin prisa, porque empezaba a darme cuenta de que estaba jugando con fuego y en una de aquellas inconscientes intervenciones sería yo el ejecutado. Pero no había nada que yo pudiera hacer para contenerme, así es que ya me daba por muerto, sólo era cuestión de tiempo. Si no me mataban los unos serían después los otros, pero ya empezaba a tener el presentimiento de que no saldría con vida de todo aquello. Mi despecho por la vida debía ser causado por la sensación de que mi vida había sido un completo desacierto y, para colmo, acababa de ver como la Inés montaba alegre y sonriente en un coche con milicianos, dispuesta a hacerse matar a la primera de cambio, pues era evidente que, como a los demás, le cegaba el deseo de luchar por el mundo que defendiera su hermano. Aquel crepúsculo se me antojó el del mundo y, por fin, mis jinetes del Apocalipsis hacían su acto de presencia y el fin se acercaba. Así es que quería saborear aquellas últimas horas, aliviado, además, por la fresca brisa serrana, con fragancias de espliego y tomillo. Esta sombría imagen terminaba de hacerse patéticamente presente en los sembrados, donde las espigas maduras y cargadas, se doblaban sobre sí mismas, sin nadie que las segara y cosechara. ¡Aquel, sin duda, sería un año de hambre, de dolor y de muerte para todos los españoles! Aquella era una ciudad tomada al asalto sin razón alguna y sin enemigos visibles, pero ya desde el monte se veían las humaredas de algunas casas incendiadas, sobre todo las de los notables, y que las habían abandonado saliendo precipitadamente de la ciudad. Por las calles no se veía otra cosa que el trajín de camiones de un lado para otro, llevando camas y colchones hacia los improvisados cuarteles que habían elegido cada organización. Por desgracia para la hermanas religiosas, incluidas las de clausura, la mayoría eligieron conventos como sus cuarteles generales y lo primero que hicieron fue quemar los santos y derribar las imágenes de las fachadas, haciéndolas añicos al estrellarse contra el suelo. Lo segundo fue embadurnar las paredes con frases revolucionarias, siglas de sus organizaciones o cualquier otra ocurrencia que les venía a la cabeza. Uno de estos grupos desvalijó todas las casas que encontraban abandonadas de la calle Mayor, arrojando los muebles y enseres por las ventanas, haciendo después una pira con todos ellos, hasta que finalmente se instalaron en el convento de Franciscanas, que estaba en la misma calle y que sirvió de cuartel general a la columna comunista «Pasionaria». Las hermanas desalojadas por la fuerza de los conventos comprobaron entonces que el miedo destruye toda virtud y valores humanos, porque nadie del pueblo se ofreció a darles alojamiento y las pobres mujeres tuvieron que deambular de un sitio para otro, para, finalmente, repartirse entre las dos o tres casas de huéspedes, que por aquellas circunstancias estaban vacías por falta de segadores, incluso algunas tuvieron que pasar la noche en la prevención del Ayuntamiento. Y eso gracias a la intercesión del alcalde republicano, porque de otro modo se hubieran tenido que quedar en la calle. Sólo algunas familias que contaba con religiosas entre sus propios miembros se atrevieron a abriles las puertas, pero aún con reparos. Esto, en una ciudad mitrada, con quinientos años de dominio absoluto de la Iglesia, parecía una grotesca contradicción, pero hasta tal punto la Iglesia local no había ayudado a crear conciencia cívica entre la población, preocupada únicamente por sus privilegios. En el seminario se había dicidido que lo ocuparían los socialistas de las J.S.U., que en su mayoría llegarían con Martínez de Aragón dos días después, y el trajín era el mismo que en el resto de la ciudad, pero aquí tuvieron más facilidades, porque todo estaba ya instalado para ser ocupado inmediatamente. Por suerte para la historia, no tocaron nada en la Iglesia, porque estaba al final del edificio y no tenían necesidad de pasar por ella. De cualquier manera es justo decir que estos chicos no eran tan fanáticos como los anarquistas, y no sentían tanta aversión y odio por lo religioso. Al entrar en el seminario fui directamente a la casa del portero, porque me preocupaba que hubiera podido pasarle algo. Pero el hombre estaba allí, anonadado y compungido, sin trabajo ni ocupación alguna, porque la puerta era guardada por milicianos. —¡Ay, Andrés, cuánta destrucción y cuánta violencia! ¡Cómo acabará todo esto! —me dijo sin apartar la vista de la ventana, fascinado tal vez por el incesante ir y venir de vehículos y de milicianos. —¿Qué es del señor obispo? —le pregunté, porque aquel hombre se había convertido ya en un hábito para mí. —En el palacio debe de estar, ¡que lo tienen bien vigilado! —Y qué más novedades hay por la ciudad, Angustiano —¡Han matado al presidente de la Acción Católica y al deán! Al primero parece que lo pillaron con una pistola, y al pobre deán dicen que se negó a darles la llave del cuarto donde guardan el tesoro de la catedral y otros papeles comprometidos. ¡Pero los matan porque son curas y lo mismo harán con el señor obispo, Andrés! Me quedé consternado por la muerte del deán, a quien, a pesar de nuestras diferencias, respetaba sinceramente, porque además era un excelente organista. —Pero ¿quién manda a toda esta gente? —me pregunté a mí mismo en voz alta. —Dicen que mañana o pasado vendrá un militar de la República para hacerse cargo de la comandancia de la ciudad, pero si no viene pronto ¡no encontrará más que escombros y cadáveres por todas partes! No pude volver a mi dormitorio y tuve que acomodarme en la casa del portero hasta ver que hacía o si buscaba un alojamiento más seguro y tranquilo. Apenas me relajé y pude hacerme una idea general de la situación me vino a la mente la catedral y lo que hubiera podido pasar en su interior. El deán, por desgracia, no había seguido mis consejos y a esas horas podía haberse producido ya la catástrofe que más temía. Pero era inútil pretender salir ya a la calle, y mucho menos ir a la catedral, por lo que me resigné y rogué porque aquellos primeros desmanes no hubieran afectado seriamente a sus extraordinarios fondos artísticos. No había conciliado todavía el sueño cuando escuché gritos en la puerta del palacio. Debían ser las dos o las tres de la madrugada y las voces parecían más de borrachos que de milicianos. Me levanté sobresaltado y desperté al pobre portero para que estuviera listo por si teníamos que salir precipitadamente del seminario. Tan rápido como pude me dirigí al palacio, donde seguía el alboroto en la puerta, que, al parecer, era debido a que los milicianos que vigilaban la entrada no permitían el paso a los otros compañeros, empeñados en ver al obispo a esas horas de la madrugada. Quise alertar al prelado para que estuviera listo ante cualquier eventualidad y nos cruzamos en la antesala del Provisorato. El hombre estaba aterrado porque intuía que aquella visita, a esas horas de la madrugada, no podía tener más que la intención de hacer con él lo mismo que habían hecho con el deán. Aquellos milicianos seguramente habrían ido de taberna en taberna celebrando el «éxito» de su primera operación militar y no deberían estar muy contentos con la idea de que el obispo, a quién debían hacer responsable ante la historia de todos los males del país, siguiera con vida, porque cuando llegase el militar republicano era probable que fuera conducido fuera de la ciudad. Preso del pánico, me advirtió el prelado: —¡Andrés, si preguntan por mí tú no me has visto y no sabes dónde estoy! —¿No intentará ahora salir del palacio, don Martín? —¡No preguntes y haz lo que te he dicho! Y, sin más conversación, desapareció por la puerta del claustro, donde no había a esas horas milicianos ni vigilantes. Al cabo de unos instantes, y tras un forcejeo, el grupo de alborotadores entró en el palacio y yo no tuve tiempo de esconderme porque al verme me obligaron a que les condujera al obispo. Yo hice lo que me pedían, pero sin delatar al prelado, sino que les acompañé de nuevo a las dependencias del palacio donde sabía que ya no estaba don Martín. Contrariados por no dar con él, después de registrar sin miramientos toda la casa, me amenazaron con matarme si no les decía su paradero, pero yo sólo pude contestarles la verdad. —¡No sé dónde está, y ni siquiera sé si sigue en el palacio! —¡Coño, del palacio no ha salido porque está vigilado! Insistí, con el convencimiento de quien dice la verdad, que no tenía ni la menor idea de su paradero y debieron quedar convencidos, pero no se resignaron a no dar con él. Tuve que acompañarles a registrar el palacio de arriba abajo y, para su desgracia, también el portero y la asustada ama tuvieron que acompañarnos, pues ella tenía las llaves de las dependencias que registramos una por una sin dar con don Martín. Cansados de buscar y cada vez más alterados, se reunieron entre ellos para tratar de encontrar la manera de hacerle salir de donde estuviera escondido, y no se les ocurrió otra cosa que amenazar con fusilarnos a los tres si no les decíamos dónde se escondía, pues no se creían que lo ignorásemos. —¡Venga, al patio con ellos y a fusilarlos a todos, verás como así hablan! Ni el ama ni el portero sabían qué decir y no podían creer que fueran a cometer semejante crimen, sabiendo sin duda que ignorábamos su paradero. Pero nos sacaron violentamente al patio, nos pusieron contra la única pared iluminada, formaron un pelotón, y sin que tuviéramos ni tiempo para reaccionar, uno de ellos empezó a dar las órdenes a gritos para fusilarnos. Entonces comprendí que mis presentimientos de aquella tarde se hacían realidad mucho antes de lo previsto y, por alguna razón, pasé de una primera alarma y desesperación a cierta resignación, pues era evidente que ya daba por hecho que algo así me tendría que suceder, pero no imaginaba que fuera a morir de aquella forma tan indigna y absurda, sin el mínimo acto de heroísmo, sin ponerme a prueba en ese momento supremo, ni tener oportunidad de algún acto noble que calmara mis remordimientos y mi conciencia. Así es que me olvidé de mi suerte y pensé en la de la pobre ama y del desgraciado portero, y traté de consolarles de la manera en que me parecía que lo entenderían. —¡Valor, hermanos, que dentro de un instante estaremos todos al lado de nuestro Señor, porque ninguno de nosotros hemos hecho nada malo y podemos morir en paz! No sé si me escucharon, porque noté que el pánico contraía sus rostros y, sin duda, había colapsado sus conciencias, pero hice lo que debía y me preparé para morir en paz. Después escuchamos lo gritos de rigor en todo fusilamiento, pero tal vez me pareció que eran más fuertes que lo necesario para que los oyeran el pelotón: —¡Pelotón… carguen… apunten… fuego! Llegué a escuchar las descargas y me sorprendió que la muerte fuera tan poco dolorosa, y ya sólo esperaba que pasara algo sobrenatural, pues ya no debía de estar en aquel mundo. Pero no sucedió nada y escuchamos las carcajadas de los milicianos y la maldición del que había ordenado el fusilamiento. —¡Nada, que ese cabrón no sale de su escondite ni que fusilemos al Papa! Inmediatamente comprendí que había utilizado cartuchos de fogueo. La pobre ama se desvaneció y el portero tuvo que apoyarse sobre la pared para no desplomarse, mientras el vientre se le descomponía. ¡Pero seguíamos vivos! Frustrados pero decididos a dar con el obispo, aunque les llevara toda la noche, idearon otra estratagema más sutil y en la que caería el asustado prelado. Algunos de ellos salieron del palacio en busca de uno de los padres que habían detenido el día anterior. Uno de ellos era el mismo al que el obispo había confiado su dinero un día antes de su llegada. Cuando llegó al seminario, en silencio y amenazado por los milicianos, le obligaron a que fuera llamando al obispo por todas partes, como si el padre estuviera solo y a salvo y viniera a sacarlo del palacio para huir de la ciudad hacia las líneas de los nacionales, que ya estaban en Calatayud. El obispo cayó en la trampa y salió de su escondite, un improvisado refugio bien disimulado entre el tejado y las bóvedas de la iglesia, desde donde sin duda pudo escuchar nuestra simulación de fusilamiento. Apenas apareció, los indignados milicianos lo detuvieron y, sin mediar palabra, lo sacaron a la calle montándolo en un coche que arrancó a toda velocidad. Apenas superaron las afueras de la ciudad, lo ejecutaron de dos disparos y dejaron su cuerpo abandonado junto a la carretera, volviendo al pueblo sin duda satisfechos de su acción, al haberse salido con la suya, y porque con aquella nueva ejecución habían conseguido decapitar a la Iglesia local. Al la mañana siguiente, cuando sus propios compañeros supieron el suceso, volvieron al lugar del asesinato y no se les ocurrió otra cosa que incinerar su cuerpo, para que no quedara rastros de él ni se pudieran establecer las causas de su muerte. No sé qué fue de los asesinos, pero ese mismo día el comandante Martínez de Aragón llegó en la ciudad, pero marcado por este luctuoso suceso, que sin duda él hubiera deseado evitar. CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO Los preparativos A pesar de todos aquellos desgraciados sucesos todavía no se hablaba de «guerra civil», sino de un golpe militar que estaba alcanzado proporciones alarmantes. El inepto general Mola estuvo a punto de mandar replegar sus tropas hasta la altura del Duero, porque los milicianos de la sierra prácticamente los habían vencido en el Alto de los Leones. Pero recibió nuevos refuerzos de las dos capitales castellanas y de Navarra, y de esta manera el primer frente de la guerra se estabilizó en ambas laderas de la sierra. Tampoco culminaron con éxito sus ofensivas sobre Bilbao y San Sebastián. Como es de sobra conocido, este general no se destacó por su heroísmo en los campos de batalla, sino por su ferocidad represora en la retaguardia. No sólo era despiadado con los trabajadores o milicianos que caían en sus manos, sino también con sus fábricas, porque llegó a justificar el bombardeo de la zona industrial de Bilbao argumentando que sin fábricas ya no habría obreros, que todos eran comunistas. En estos cruciales días fue cuando, en mi opinión, se desencadenó realmente la guerra civil española, que como he dicho, debía de estar ya en los planes del Estado Mayor nazi. Gracias a una argucia diplomática, apoyada por Francia y el Reino Unido, la flota republicana fue obligada a levantar el cerco contra Ceuta, y Franco pudo, por fin, organizar el paso del estrecho. Sólo él tenía capacidad ofensiva suficiente como para proseguir el golpe y convertirlo en una larga y cruenta guerra civil, los demás generales habían fracasado, porque se lanzaron a la aventura sin medir sus fuerzas ni contar con la reacción entusiasta y combativa de los milicianos. Si Franco no hubiera recibido en esos cruciales momentos aviones de transporte alemanes e italianos para llevar sus tropas a la península, el golpe habría concluido en una semana. Pero, como ya he sugerido, en mi opinión los milicianos no hubieran depuesto las armas, sino que seguramente hubieran aprovechado para hacer su revolución, sin que la República tuviera ya capacidad para evitarla, con el Ejército dividido y humillado. Esta debió ser, sin duda, la razón por la que la supuesta Europa democrática, y en algunos casos también republicana, no trató de impedir aquella decisiva intervención extranjera. De manera que si ya por entonces había en España algún agente al servicio de potencias extranjeras, ése era sin duda el general Franco. Así, mientras Franco llevaba sus tropas a Sevilla, Mola, que nombró a otro militar al mando de las operaciones, debió decidir que Madrid se podía tomar por Guadalajara, para lo que necesitaba ocupar nuestra ciudad, a medio camino entre Zaragoza y Madrid, y sobre la vía del ferrocarril que unía ambas ciudades. Para ello movilizó algunos batallones, una vez consolidado el frente de Somosierra, para que se unieran a la división que en aquellos días partía de Zaragoza con esta misma intención. Como Jiménez Orge debía conocer estos nuevos planes, puso en marcha desde Guadalajara una columna, formada por milicianos, a los que se añadirían los trotskitas del P.O.U.M., y varias compañías de guardias de asalto, para tomar Atienza, detener la columna de García Escámez, y cortar sus comunicaciones con Navarra. Por entonces en esta ciudad no había más que una compañía de guardias civiles atrincherados en su castillo rocoso y algunos falangistas locales, pero que fueron capaces de repeler los primeros intentos de tomar esta ciudad por los optimistas milicianos de Sigüenza. De manera que Atienza iba a ser el verdadero bautizo de fuego de aquellos muchachos, que apenas sabían desmotar su fusil y disparaban a las perdices y a los conejos para hacer prácticas de tiro. Para mi desgracia y alarma entre ellos ya estaba Inés, que había sido aceptada en las milicias del J.S.U. y se alojaba, con otras muchachas de su compañía, en el mismo seminario. La primera vez que nos vimos, vistiendo ya de miliciana, salía del seminario en compañía de otras muchachas, y al verme me saludó llevándose la mano a la frente en actitud militar, y con el mismo aire decidido y marcial, me dijo: —¡No me puedo entretener, Andrés, que vamos a prácticas de tiro! Noté que sujetaba el pesado máuser con dificultad sobre su hombro y hasta que debía tenerlo ya resentido de las primeras prácticas con aquel arma descomunal para ella. Era patético verla tan feliz y animada, cuando no sería más que un hermoso blanco para los guardias civiles apenas se pusiera a tiro, lo que podría suceder por desgracia en unos días, antes incluso de que supiera cómo utilizar su arma. Pero las otras muchachas no parecían tener más soltura que ella, incluso había una de ellas, a la que llamaban «Emma», a la que le rozaba la culata por el suelo de lo bajita y menuda que era la muchacha. ¿Cómo iba ese ejército de inocentes criaturas a enfrentarse a los curtidos legionarios o a los fanáticos y bien estrenados requetés? ¿Cómo podrían esas chiquillas lanzarse a tomar una posición defendida por los fríos y profesionales guardias civiles? Intenté sonreír y desearle buena suerte en sus prácticas, pero no me salía sonrisa alguna, porque estaba viendo ya a la Inés desangrada en medio de aquellos páramos yermos y áridos, como eran los montes cercanos a Atienza. Ella debió intuir mis funestos pensamientos, por lo que siguió su camino sin despedirse. Tal vez Inés ya temía que pudiera sucederle algo así y no podía permitirse el desmoralizarse, porque si se sacrificaba se lo debía sin duda a la memoria de su hermano. No podía dejar sola a la Inés, pero no tenía ni el coraje ni el convencimiento necesario para alistarme yo mismo con los milicianos. Nuevamente me las arreglé para unirme a ellos sin empuñar las armas. Por entonces ya estaba en la ciudad Martínez de Aragón, al que acompañaba el capitán al que había ayudado en el hospital, y le pedí que me permitieran acompañar a los milicianos como enfermero, enlace o cualquier otra misión sin que tuviera que empuñar armas, ni participar directamente en los combates. El capitán debió de comprender mis reparos por mi condición de seminarista y consiguió que el oficial médico de la Cruz Roja me tomara a su servicio. Me hizo tomar clases aceleradas de primeros auxilios: de cómo parar una hemorragia con un torniquete, suturar una herida, desinfectarla, entablillar un brazo roto, mover un herido con hemorragias internas, etc., y hasta asistí a varias curas de disparos accidentales de algunos de los milicianos durante las prácticas de tiro, hasta que el médico militar consideró que estaba preparado para mi nueva labor. ¡Al menos, si Inés caía, y sólo era herida, yo mismo la podría atender y salvarle así la vida! Los preparativos para la ofensiva contra Atienza pusieron nerviosos a los milicianos y se crearon situaciones de mucha crispación y violencia entre ellos mismos. La tensión se debía a sus recelos de ponerse al mando de un oficial republicano y obedecer sus órdenes, porque querían ser mandados por aquellos líderes libremente elegidos en sus comités o asambleas, y no militares que ellos consideraban «burgueses». Estaba previsto que una columna mixta, formada por compañías de todas las organizaciones, y los guardias de asalto, partirían de Sigüenza en varios vehículos, algunos acondicionados como «blindados» con simples chapas metálicas que no soportarían el primer obús de mortero, y se unirían a la principal de Guadalajara, casi a las puertas de Atienza, para, una vez agrupados y a las órdenes de Jiménez Orge, comenzar la ofensiva. Por entonces ni Inés ni yo sabíamos que sus hermanos venían con la columna del P.O.U.M. ni ellos que su hermana era miliciana en el J.S.U. La víspera de la marcha yo intenté darle algunos consejos a la Inés para el caso de que resultara herida, de lo que yo mismo había aprendido con el médico militar, pero con todo el revuelo que había en el seminario no me fue posible localizarla. Era aquella una noche extraordinariamente clara y estrellada, sin duda que ideal para dar un romántico paseo por la alameda o por los senderos del río Henares, donde, como siempre, cantaban ruiseñores en las frondosas arboledas. Inquieto por la suerte que pudieran correr aquellas criaturas no pude conciliar el sueño y no paraba de decirme a mí mismo que el destino no podía ser tan cruel como para permitir que Inés cayera en su primer bautismo de fuego. Me propuse ser optimista y convencerme a mí mismo de que era así, pero a pesar de los malos presagios pudieron más y no pude ya apartar de mi pensamiento la imagen sin vida de Inés, lo que me atormentaba. A pesar de que por fin concilié el sueño, me volví a despertar sobresaltado y sudoroso, justo en el momento en que un guardia civil encañonaba su arma contra mí, mientras sujetaba entre mis brazos a la Inés, quien, ensangrentada, parecía estar ya muerta en mi pesadilla. No hubo nada que hacer y ya no pude conciliar de nuevo el sueño hasta el amanecer, en que el revuelo de los milicianos me despertó definitivamente. Me sentía cansado y profundamente deprimido cuando se empezaron a hacer los preparativos para la ofensiva de Atienza. El reencuentro No era aquel un día para ir a la guerra, sino de romería, y no eran aquellos chicos los adecuados para participar en una batalla sangrienta, sino en una fiesta campestre, a juzgar por su entusiasmo, al menos el que aparentaban tener, porque era evidente que aquel alboroto no era más que la consecuencia de sus temores. En sus expresiones se veía claramente que no podían apartar de su mente la imagen de lo que les esperaba, pero parecían luchar contra aquellos malos pensamientos y compensarlos con bromas, chistes y bravuconadas contra sus futuros enemigos. La columna se formó cuando apenas había amanecido y la calle permanecía todavía en esa tenebrosa media luz del amanecer. No creo que la mayoría hubieran podido dormir mejor que yo y que no hubieran tenido también sus pesadillas, porque parecía como si se hubieran quitado el sueño bajo el grifo del agua, porque la mayoría tenían los cabellos todavía mojados. Como siempre sucede, en cada grupo surgía el líder natural y espontáneo, capaz de levantar el ánimo a sus compañeros, con su optimismo, generado en algún recóndito e inexplicable lugar de su espíritu. La verdad era que aquellos muchachos creían que Atienza no estaría defendida, y que ellos eran tan superiores y numerosos que tomar el pueblo sería un juego de niños. Sólo con que se ocuparan de ellos un grupo de los más valientes y decididos caerían prácticamente sin lucha. Con esta equivocada idea partieron los camiones entre gritos, vivas y canciones revolucionarias. Yo me reuní con el médico militar en un vehículo acondicionado como ambulancia y que no era sino una camioneta de reparto de uno del pueblo, con la que solía hacer de recadero entre Sigüenza y Madrid, y con una cruz roja pintada con poca traza en los laterales y sobre el techo. Pero ya se olía el formol y se veía que había sido cuidadosamente desinfectada. Lo que me extrañó era el optimismo del doctor, que creía tener suficiente con aquel vehículo en el que, a lo sumo, podríamos evacuar a cuatro o cinco heridos, y en malas condiciones. Arrancamos y nos pusimos a la cola de aquella ruidosa columna y ya en la primera cuesta algunos camiones tuvieron dificultades para remontarla, tal era su edad y el estado en que se encontraban. Al enfilar las rectas del valle del río Salado tuvimos el primer sobresalto, porque vimos aparecer un pequeño avión por el oeste y los milicianos lo tomaron por enemigo. Pararon los camiones y saltaron a la carretera, arrojándose al suelo y a las cunetas, y ya estaban a punto de dispararle cuando reconocieron al «Negus», el pequeño avión que solían repartir «El Socialista» cada mañana, lanzándolo desde baja altura. El piloto, que llevaba la carlinga abierta, saludo a los milicianos en su vuelo rasante y estos respondieron con entusiastas «¡Viva la madre que te parió!», «¡Viva el Negus!», haciendo referencia a su condena de la invasión de Etiopía por Mussolini. No había duda de que el oportuno vuelo de aquel pequeño avión, que esta vez en lugar de periódicos tenía previsto arrojar bombas sobre las posiciones enemigas, levantó la moral de los milicianos, quienes el resto del camino ya lo hicieron cantando a gritos canciones y estribillos revolucionarios: «Arroja bombas que escupe metralla. No importa que nuestra sangre tiña las piedras de nuestro camino. ¡Arriba los pobres del mundo!» «Con realidad no queremos rey, queremos presidente que gobierne bien. Abajo el clero, monjas y frailes. Abajo todos los generales. Abajo todo el que sea un bribón. ¡Arriba la revolución!» Para terminar con el que era más coreado por todos: «¡Ay, Maricruz, Maricruz, maravilla de mujer! ¡Ay, Trinidad, Trinidad, la de la Puerta Real!» Con este buen ánimo, llegamos al cruce con la carretera de Guadalajara y contactamos con la columna de Jiménez Orge sin que, por el momento, se produjera ningún encuentro con los sublevados. Los camiones se detuvieron y una vez más cundió el entusiasmo entre los milicianos, que al ver aquella fila de vehículos y coches, alguna pequeña pieza de artillería y ametralladoras instaladas en vehículos, ya les debió parecer que la sola presencia de tanto material bélico y personal sería suficiente para rendir la ciudad. Yo acompañé al médico miliar a presentarse al comandante de la columna y recorrimos con nuestra improvisada ambulancia la hilera de camiones en dirección al coche del mando. En uno de los camiones, rotulado con las siglas del P.O.U.M. me pareció ver al Benjamín, pero me resistía a creer que fuera él, de tan cambiado que estaba, y a quien hacía en la columna de Durruti, en aquellos momentos en dirección a Caspe. Pero era tan parecido que le grité: —¡Eh, compañero!, ¿no eres tú Benjamín Valiente? Cuando el Benjamín me reconoció, saltó del camión y se puso al paso de la ambulancia, gritándome sorprendido y, sin duda que feliz, por aquel inesperado reencuentro. —¡Andrés Lafuente! Pero ¿qué coño haces tú aquí? Yo pedí permiso al médico para saludar a los hermanos Valiente y salté del vehiculo, abrazándole tan fuerte como me fue posible. Detrás de él estaba el Damián, pero también tan cambiado que no fui capaz de reconocerle en un primer momento. El Benjamín llevaba una poblada barba y parecía incluso mayor que el Damián, sin duda porque habría sufrido más penalidades que él. —¡Benjamín; si pareces un general! —¿Dónde está tu sotana, Andrés? ¿No me digas que ahora vas para médico? En medio de la emoción del aquel fortuito encuentro, no sabía cómo decirles que la Inés estaba en la columna de Sigüenza, porque sabía que se alegrarían de verla, pero, al mismo tiempo, sufrirían como yo mismo por la suerte que pudiera correr en aquella peligrosa ofensiva. Así, mientras ansiosos esperaban que les pusiera al día de las cosas del pueblo, de la madre y de la hermana, yo pensaba la manera de decirles la verdad. No le di más vueltas y les dije sin pensar más en su reacción: —¡La Inés está aquí, en la columna de Sigüenza! Los dos hermanos se miraron asombrados e inmediatamente pude ver por sus expresiones su profunda preocupación. —¿Es que se ha vuelto loca esta chica? ¿Es que se quiere hacer matar? ¿Dónde está, Andrés? ¡Venga, hay que convencerla para que ahora mismo se vuelva al pueblo! Me presionaron de tal forma que no tuve ni oportunidad de pedir permiso al médico para ausentarme, y volvimos a recorrer apresurados la larga columna hacia el cruce, donde estaba estacionada la nuestra. Inés, subida todavía en un camión, nos vio llegar, pero no parecía reaccionar, porque, como me pasó a mí, tampoco ella reconoció en un primer momento a sus dos hermanos. Cuando por fin se dio cuenta de que eran ellos, les gritó agitando como loca los brazos al aire, para que la viéramos: —¡Benjamín, Damián, hermanos; estoy aquí, aquí! El Benjamín fue el primero que, de un salto, se encaramó al camión, y todavía con el fusil al hombro, se abrazó a su hermana, sin que ninguno de los dos pudiera contener las lágrimas. Luego lo hizo el Damián y los tres permanecieron un buen rato abrazados en silencio. Sus compañeras contemplaban la escena sin poder evitar dejarse contagiar de la emoción, porque inmediatamente comprendieron lo extraordinario de aquel reencuentro en tan dramáticas circunstancias. Aún estaban abrazados los tres hermanos cuando empezaron a sonar los silbatos que indicaban que se reemprendía la marcha. Se escucharon órdenes y gritos por todas partes llamando a los milicianos para que ocuparan sus camiones y se prepararan para el avance. Yo tenía que regresar a mi ambulancia, y vi como los dos hermanos, agitados y confusos, no sabían qué hacer. Por fin, no tuvieron otra alternativa que reincorporarse a sus unidades, y el Benjamín, volviendo a abrazar a la hermana, saltó del camión y le gritó desde la carretera, marchando ya para su columna: —¡Inés, por nuestra pobre madre, no te arriesgues y no hagas locuras, que tú no tienes experiencia! Inés, todavía desecha en lágrimas, intentó forzar una sonrisa y asentía con la cabeza, dando a entender al hermano que le haría caso. Arrancó el camión y se balanceó torpemente agarrándose a sus compañeras. Los dos hermanos la saludaron por última vez, mientras corrían hacia sus respectivos vehículos. Yo también me reintegré a mi ambulancia, y el Benjamín, como si temiera lo mismo que yo, me rogó angustiado: —¡Andrés, si puedes, no la pierdas de vista! ¡Que no se arriesgue… que se quede en la retaguardia hasta que tenga más experiencia! ¡Pero si no puede ni con el máuser! El bautismo de fuego El sol ya brillaba con intensidad cuando nuestra columna enfiló el último tramo del recorrido antes de plantear la batalla. Superamos las sinuosas curvas de la ladera y pronto estuvimos a la vista de la meseta, desde la que se dominaba el castillo y las cumbres brumosas de la sierra de Ayllón. También allí los trigales estaban sin cosechar y las espigas rotas y caídas. Jiménez Orge detuvo la columna, emplazó las pocas piezas de artillería disponibles y después de cambiar impresiones con Feliciano Benito, de la C.N.T., y Martínez Vicente, del P.O.U.M. ordenó avanzar y desplegarse a los milicianos. Pero por la falta de experiencia en tácticas militares, estos no comprendieron el sentido de aquella orden, y después de bajar de los camiones cada grupo hacía lo que mejor le parecía. Empezaron el avance sin tener ni tan siquiera la elemental precaución de buscar un terreno apropiado para cubrirse en caso de que fueran atacados ya desde las posiciones rebeldes. Éstas no estaban situadas sólo en la ciudad, sino que, advertidos de la ofensiva, habían emplazado varias ametralladoras en un cerro cercano, desde donde también se dominaba la meseta y en las estribaciones del montículo donde está ubicado el pueblo. Apenas habían comenzado el despliegue cuando apareció de nuevo el «Negus» y dejó caer varias bombas sobre los supuestos emplazamientos enemigos, lo que provocó de nuevo el entusiasmo entre los milicianos. Después Jiménez Orge ordenó que se abriera fuego de artillería para preparar el terreno a los milicianos, que, prácticamente al descubierto, avanzaban optimistas porque todavía no se había escuchado un solo disparo enemigo, excepto las ráfagas de ametralladora contra el avión republicano, que logró salir ileso. Vimos las explosiones de los morteros en varios puntos de la colina, pero no parecía que hubieran hecho algún blanco importante. Yo no perdía de vista el camión de la J.S.U. donde iba la Inés y pude ver que se desplegaban por el flanco oeste, no con dirección al pueblo, sino a la colina que divide la meseta, por donde pasaba el camino hacia Aranda de Duero. Al menos, pensé, que aquel era un terreno más protegido y habría donde resguardarse, pero desconocía que en aquel lugar era donde estaban emplazadas las ametralladoras de la Guardia Civil, esperando a los confiados milicianos. Siguió disparando nuestra artillería sobre posiciones enemigas y algún obús impactó contra el mismo castillo, donde estaban atrincherados los guardias civiles. Sólo las compañías de guardias de asalto permanecían todavía en la retaguardia, tal vez porque Jiménez Orge no confiaba en los milicianos y las tenía en reserva para presentar la verdadera batalla, una vez que se supieran dónde estaban los principales puntos de resistencia. Yo no estaba lejos del comandante y pude escuchar que, con expresión profundamente preocupada, comentaba con uno de sus oficiales: —¡Esto va a ser una carnicería! ¡Estos chicos no saben ni desplegarse! ¡Mira como van, sin cubrir los flancos; sin dejar asegurada la retaguardia! ¡Como si esto fuera la novillada de su pueblo y los fascistas fueran los novillos! Ves preparando dos compañías de los de Asalto para que cubran los flanco y la retirada, ¡que no tardaremos ni cinco minutos en que empiece la fiesta! ¡Y que esté listo el médico y los enfermeros, que van a tener trabajo! Llevaba razón el comandante, y en un momento la meseta se convirtió en un infierno. Empezaron a disparar las ametralladoras desde la colina y las laderas próximas a la ciudad y a caer obuses por todas partes, que disparaba la artillería rebelde emplazadas en algún lugar del pueblo. No era fácil desde mi emplazamiento ver realmente lo que sucedía, pero era evidente que los milicianos se vieron sorprendidos y trataron de cubrirse donde podían. Mi primera reacción fue pensar alarmado en la suerte que podría correr la Inés y me apresuré a urgir al capitán médico para que fuéramos en ayuda de los posibles heridos. El médico no lo dudo, porque era evidente que ya debían de haberse producido alguno, ante aquel inesperado fuego del enemigo. —¡Dos camilleros por el oeste y los otros, con cuidado, por el llano, pero que les acompañen dos guardias a cada uno! Sin dudarlo, elegí la zona donde se había desplegado la Inés, y sin poder contener la angustia por lo que me pudiera encontrar, fuimos recorriendo con dificultad, para no quedar en descubierto, el abruto terrero cubierto de aliagas, retamas y recios cardos, en dirección a los milicianos. A medida que nos acercábamos se escuchaban más próximas las explosiones de los obuses disparados desde Atienza y las ráfagas de ametralladora que salían de cualquier sitio de la colina. No era fácil moverse bajo aquel fuego y tuvimos que detenernos y cubrirnos en más de una ocasión al escuchar los silbidos de los morteros, que caían ya a cincuenta metros de donde estábamos y todavía no habíamos contactado con los milicianos. En uno de los pocos momentos en que no caían obuses me pareció escuchar los sollozos entrecortados de un posible herido. Casi arrastras me deslicé por el terreno hacia la pequeña vaguada de donde procedía el llanto, ¡y allí estaba la Inés!, acurrucada, tapándose el rostro con las manos, presa del pánico y sin poder evitar un llanto histérico, sobresaltándose con cada mueva explosión. No parecía estar herida pero era evindente que a la primera explosión el pánico había podido más que su buena disposición de ánimo y se había venido abajo estrepitosamente, incapaz de moverse del hoyo del terreno en que se había resguardado. Di gracias a Dios porque siguiera viva y traté de tranquilizarla. —¡Inés, soy yo, Andrés! ¿No estarás herida? Al verme, como si fuera una niña perdida y asustada que reencuentra a la madre, se estrechó a mí con fuerza y noté que estaba ardiendo y le temblaba todo el cuerpo con violencia, y que no era capaz ni de articular palabras. Por fin abrió los ojos, y aterrada sólo pudo exclamar: —¡Tengo miedo, Andrés! ¡Sácame de aquí; sácame de aquí! Pero al no estar herida el compañero y los guardias que nos acompañaban no estaban de acuerdo en evacuarla, así es que traté de tranquilizarla y prometerla que lo haríamos tan pronto como nos fuera posible. —¡Tranquila Inés, que te sacaré, pero tienes que esperar a que regresemos con algún herido! No te muevas de aquí, ¡y que Dios nos proteja a los dos! Pareció serenarse por mi buen ánimo, pero seguía aterrada y tapándose los oídos y el rostro con cada nueva explosión cercana. Con todo el pesar de mi corazón, tuve que dejarla en aquel lugar y seguimos avanzando con dificultad, aproximándonos a las líneas de los milicianos y nos topamos con un grupo que discutían entre ellos sobre la táctica a seguir. El que parecía más decidido gritaba a los otros: —¡En menuda ratonera nos ha metido este general burgués! ¿Cómo vamos a tomar Atienza con fusiles si ellos tiran con ametralladora? De pronto escuchamos una ráfaga golpear con violencia las piedras del terreno donde nos encontrábamos resguardados y uno de los milicianos, que estaba al descubierto, recibió un impacto en el pecho, cayendo desplomado y muerto en el acto, porque la bala le había dado en el mismo corazón. Fue tan rápido que apenas fuimos capaces de reaccionar. Yo me acerqué al cuerpo y sólo puede confirmar que el pobre muchacho ya estaba sin vida. Entonces salió el temido temperamento español, y el que llevaba la voz cantante, rojo de ira, empezó a gritar como un loco: —¡Hijos de puta, fascistas asesinos, ahora veréis cómo lucha un comunista! Y fuera de sí, abandonó el repecho y se lazó al descubierto hacia el lugar donde habían salido los disparos. Pero los compañeros, presos de la misma ira y ceguera, le imitaron y armaron tal griterío que los de la ametralladora abandonaron el puesto, aunque lo más probable es que se les encasquillara el arma, porque eran un blanco seguro hasta para un niño sin experiencia. En su asalto suicida aún pudieron abatir a uno de los guardias civiles en su precipitada huida, lo que se convirtió en un clamor de triunfo. —¡Ya hemos matado a uno, compañeros! ¡Éste es el primero, pero los vamos a cazar a todos como a conejos! ¡Viva la revolución! —gritaban eufóricos, sin la menor preocupación por cubrirse. Lamento tener que reconocer que estaba esperando que cayera alguno herido para regresar cuanto antes y que Inés me acompañara, pero, afortunadamente, esto tardó todavía en suceder, porque parecía que los enardecidos milicianos se hacían con la colina y tomaban los puestos de las ametralladoras. Finalmente la explosión de un mortero alcanzó a uno de ellos en un brazo, produciéndole un terrible desgarro que le alcanzó hasta el hueso. Le hice un torniquete y lo entablillé como pude, porque prácticamente le colgaba, y lo evacuamos, regresando a por la Inés, que seguía acurrucada en el mismo lugar donde la había dejado, afortunadamente sana y salva. No sin dificultades y riegos por los obuses que no cesaban de caer, alcanzamos el puesto de socorro y pudimos atender al primer herido. No habían tendido tanta suerte los otros camilleros, que al ser terreno descubierto, habían tenido dificultades para evacuarlos y, a pesar de que habían traído ya a varios, era posible que quedaran desatendidos algunos más. Inés, destrozada y avergonzada por su cobardía, intentó compensarlo atendiendo a los heridos de acuerdo a las indicaciones mías y del médico. Los más graves eran los de metralla y nos vimos en la necesidad de evacuarlos con urgencia al hospital de Sigüenza o allí mismo se desangraban y morían. La pobre Inés sacó fuerzas de flaquezas y el poco valor que le quedaba después de recuperar algo el ánimo, para no desmayarse ante aquellas terribles heridas. A pesar de todo Jiménez Orge estaba esperanzado de tomar la ciudad, y a media mañana preparaba ya el avance de los guardias de asalto. Pero inesperadamente aparecieron cuatro aviones por el lado este y el comandante debió comprender inmediatamente que, en contra de los informes que le habían dado sobre la situación de los sublevados de Atienza, estos contaban con varias piezas de artillería del 15 ½ y, sobre todo, con aquella aviación, que habría despegado del cercano aeródromo de Barahona. Después supimos que al iniciarse la batalla, una compañía de requetés estacionada en Medinaceli salió precipitadamente hacia Atienza, con más de media docena de piezas de artillería del 15 ½, pero en medio del fragor del combate sólo pudieron emplazar dos piezas. En cuanto a los aviones, eran los primeros bombarderos «Heinkel» alemanes que había enviado Hitler a Franco burlando el acuerdo de «no intervención». Cuando aparecieron en el cielo, los milicianos creían que se trataba de aviones republicanos, pero al ver que les arrojaban las primeras bombas comprendieron que se trataba de aviación enemiga. Los aviones no sólo bombardearon las posiciones avanzadas sino también las indefensas retaguardias y el propio puesto de mando de Jiménez Orge, ya que no disponíamos de armas antiaéreas. Algunas bombas destrozaron parte de los camiones de transporte y las pocas piezas de artillería todavía disponibles, que también quedaron inutilizadas. Finalmente, a primera hora de la tarde, sin ninguna posibilidad de continuar la ofensiva y con la mayoría de los milicianos en desbandada, sorprendidos por el bombardeo de la aviación, Jiménez Orge tuvo que ordenar la retirada, no sin ser violentamente contestado por los milicianos, que prácticamente habían tomado ya la colina próxima al pueblo. ¡La ofensiva había fracasado aparatosamente! Para colmo, tendríamos que sufrir la humillación de tener que regresar a Sigüenza a pie, porque no había suficientes medios de transporte, lo que fue un duro golpe para la moral de los destrozados milicianos. En los campos de Atienza quedaron al menos una docena de cadáveres, y en los camiones disponibles evacuamos a medio centenar de heridos, algunos no llegarían con vida al hospital. Yo regresé en la ambulancia y conseguí que la Inés me acompañara también, con la excusa de atender a los heridos que transportábamos. No hablamos una sola palabra en todo el camino, no sólo por la desoladora frustración en la que había terminado aquella eufórica marcha sobre Atienza, sino porque los dos deberíamos de estar pensando en que aquello había sido el primer acto de una guerra civil y en nuestro primer bautizo de fuego le habíamos podido ver su rostro amargo y sangriento. CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDO La represalia A partir del desastre de Atienza puede decirse que estalló la guerra civil en la ciudad, y el deseo de venganza era prácticamente la única motivación de los derrotados y humillados milicianos. En vano Martínez de Aragón intentó calmar los ánimos, y no menos inútiles resultaron los esfuerzos de las autoridades municipales de evitar desmanes y proteger intereses del clero y de las familias notables. Ya por el camino de regreso de Atienza los milicianos no pensaban en otra cosa que desquitarse de aquella amargura de la derrota con lo que cada uno consideraba que era culpable del levantamiento. A partir de aquellos días el conflicto fue radicalizando a la gente y, poco a poco, se empezó a fraguar en sus mentes la fraticida idea de que para que el futuro fuera como ellos lo deseaban era necesario exterminar a la media España que no pensaba igual. Por desgracia, este pensamiento no era sólo ya común en el bando nacional, sino que empezaba a ser sentido con la misma irracionalidad en el republicano, especialmente entre los anarquistas y los más extremistas de los comunistas y socialistas. De esta manera se rompió toda oportunidad de diálogo y entendimiento y se crearon dos bandos, grotescamente valorados, destinados a eliminarse mutuamente. Pero en honor a la verdad este era ya un sentimiento común en el bando nacional. Los falangistas, encargados de la limpieza ideológica en la retaguardia, asesinaban a cientos de personas a escasos metros de las cárceles, de donde eran sacados y abandonaban sus cuerpos para que fueron los propios familiares quienes, casi en secreto para no ser también represaliados, se las arreglaban para darles sepultura, cuando no eran enterrados en fosas comunes. En el bando republicano, los mandos y hasta delegados de milicias, pronto se esforzaron en poner freno a este tipo de comportamientos, creando tribunales más o menos ecuánimes, pero que al menos frenaban la ira y las orgías de muerte que se producían entre los nacionales. Pero si bien las represalias contra los civiles fue relativamente contenida, la que se llevó a cabo contra la Iglesia y sus miembros no tuvo tanta suerte y los clérigos fueron perseguidos y acusados de «sedición y complicidad con los rebeldes» por el simple hecho de ser parte de la Iglesia, a la que consideraban inductora y causante de todos los males del país, tal y como se podía leer en el periódico anarquista «Ruta»: «El pueblo oprimido incendió con su antorcha cuantas guaridas de oscurantismo y de engaño encontró a su paso: Iglesias, conventos, centros de oración, todo cuanto oliera a incienso y oscuridad fue pasto de las llamas». O éste otro, tanto o más significativo: «Los antros católicos no existen ya. Las antorchas del pueblo las han reducido a cenizas». Esto mismo era lo que el día después de la derrota se proponían hacer los milicianos más exaltados de la ciudad, y después de recuperarse tras el descalabro y la larga caminata empezaron su tarea entregándose a ella con verdadero entusiasmo. Pero no estuvo exenta de cierta teatralidad, porque hasta tal extremo odiaban todo lo relacionado con la Iglesia que era necesario el mayor escarnio y mofa posible para desmitificar lo que pudiera haber de sagrado en sus símbolos. Así, desde primeras horas de la mañana un enardecido grupos de milicianos empezó saqueando la iglesia del convento de Los Huertos, de origen visigodo, derribando santos, altares, iconos y exhumando tumbas, poniendo sus calaveras en palos que eran exhibidas en una grotesca procesión entre toda clase de insultos y obscenidades contra los símbolos de la Iglesia. Después intentaron hacer lo mismo con la pequeña ermita del Humilladero, que por estar en ruinas, la abandonaron pronto, para dirigirse después a la iglesia de Santa María, de un sencillo barroco, y aquí se entretuvieron más tiempo, porque la iglesia contaba con una gran cantidad de ornamentos, imágenes y altares, y para colmo era depositaria de algunos de los pasos de Semana Santa más venerados por la ciudad. Entraron en la sacristía y saquearon armarios, vitrinas y sacaron del sagrario la misma custodia, una bella pieza de plata, repujada con adornos de oro y con alguna piedra preciosa. Uno de los milicianos, de esos que en otra ocasión califiqué de simples «camorristas», se vistió con ropas religiosas y, tomando la custodia en las manos en actitud teatral y hasta obscena, quiso parodiar al mismo Papa. Se encaramó sobre uno de los pasos y propuso a sus compañeros realizar una grotesca versión profana de la Semana Santa, recorriendo la ciudad desde Santa María hasta la catedral, dejando claro de esta manera su mofa y desprecio por todo lo religioso. La idea fue aprobada por unanimidad y emprendieron la grotesca marcha, después de desvalijar completamente la iglesia. Pero antes, para calentar un poco el ambiente, la prendieron fuego. Martínez de Aragón intentó por todos los medios posibles poner fin a aquella grotesca bufonada, sobre todo porque temía que en el transcurso se produjeran sucesos todavía más lamentables y que, una vez en la catedral, se les ocurriera la misma idea y también la prendieran fuego. Afortunadamente el propio comandante había puesto a salvo el tesoro de la catedral y lo había guardado en la caja fuerte de un banco local, pero aún quedaban en ella, no sólo mis libros, sino infinidad de obras de arte religioso, unas por su calidad en sí mismas y otras por su antigüedad. Pero el mismo comandante no pudo hacer otra cosa que colaborar con la gente del pueblo para apagar el incendio de la iglesia, que hicieron una larga cadena desde una fuente cercana, una vez que los milicianos iniciaron su peculiar procesión. Yo estaba tan deprimido y cansado que por un momento me desentendí de la suerte que pudiera correr la catedral. Lo único que deseaba era descansar y poner orden en mis ideas, porque, poco a poco, me estaba significando claramente del lado de aquellos enardecidos milicianos, y no me hubiera importado estarlo de no haber sido precisamente por aquellos ataques de furor vengativo, absurdo y gratuito, con lo que sólo conseguían ganarse la enemistad y antipatía de toda la población. Aunque ellos no le concedían valor, cada cosa que destruían, fuera religiosa o civil, lo consideraban de propiedad de la ciudad y patrimonio de todos. Por esta razón, desde aquel mismo día la población dejó de contemporizar con los milicianos y secretamente no deseaban otra cosa que ver entrar a los nacionales. Poco sabían ellos que las represiones de estos no serían tan grotescas y contra objetos religiosos, sino despiadadas y contra las personas y por el simple hecho de haber vendido un pollo o una jamón a los milicianos. Pero tampoco pude disfrutar de ningún rato de ocio, porque yo mismo me había creado la responsabilidad de ayudar al oficial médico. Éste era un coronel de sanidad, delgado de la Cruz Roja Internacional, que, por desgracia para el bando republicano, su solo nombre provocaba la repulsión en el bando nacional y bombardeaban sus hospitales por «rojos» y por «internacionales», tal era la irracionalidad de aquellos momentos. Alto, con gafas, de expresión sobria y tranquila, parecía estar al margen de las pasiones del momento y tenía la virtud especial de calmar a los heridos tan pronto como les ponía la mano encima, como si sólo aquel gesto aliviara sus dolores. No perdía nunca la calma ni levantaba su tono de voz ni en los momentos más críticos. Era, por supuesto, un republicano de corazón y creía con fe absoluta que aquella guerra la ganaría la República, por ser el bando de la razón, del sentido común y de la historia, elementos suficientes como para ganar todas las guerras. Había conseguido instalar un hospital en un palacio que llamaban del «Infantado», que era la sede de una comunidad religiosa de origen italiano, y donde por aquellas fechas vivían y ensayaban los niños del coro de la catedral. Era un edificio de estilo barroco, sobrio y equilibrado, y sin más adornos que los de la fachada, y en poco tiempo conseguimos improvisar unas instalaciones relativamente eficaces, aunque la falta de sangre era acuciante, a pesar de que eran bastantes los milicianos que se ofrecían voluntarios para ofrecer la suya para sus compañeros. En cuanto al pueblo, ni que decir tiene que ni siquiera venían al nuevo hospital cuando lo necesitaban, sino que seguían acudiendo al del obispado. Por tanto aquel día, mientras los milicianos representaban su grotesca comedia por toda la ciudad, yo estaba ya en el hospital haciendo lo que me mandaban, asistiendo a operaciones de urgencia, extirpando órganos heridos o destrozados, incluso amputando algún brazo o pierna irrecuperable. No sé de dónde saqué el valor para aquel trabajo, pero lo cierto es que el ser humano se hace a todo, y pronto lo consideré como una rutina, sin dejarme llevar por las pasiones, sino imitar al coronel médico y comportarme en todo momento con su misma sobriedad y profesionalidad. A primeras horas de la tarde el hospital estaba tranquilo y la mayoría de los heridos estabilizados y sedados, por lo que reinaba una relativa calma. Como el hospital era contiguo a la catedral, a la que se podía acceder por la puerta que comunicaba con el claustro, quise comprobar que todo estaba en orden y que los milicianos no se atreverían a cometer la monstruosa barbaridad de incendiarla. Siempre he pecado de optimista y he confiado demasiado en la buena fe de la gente, porque cuando llegué ya habían desvalijado parte de la capilla de la Virgen de la Mayor, sacado sus imágenes, bancos y los pasos de la Semana Santa que había en ella y se disponían a hacer con todos ellos una pira en el atrio. Horrorizado, no pude evitar entrometerme y volver a poner en riesgo mi vida, porque era evidente que aquello no sería más que el comienzo y después acabarían por desvalijar toda la catedral. Ya se disponía uno de ellos a prender fuego la pira cuando le empuje con violencia impidiendo que lo hiciera. El miliciano, que me había visto con el coronel médico en Atienza, quedó confuso en un primer momento, pero la violencia con que lo derribé le indignó, y levantándose del suelo se abalanzó sobre mí con la intención de golpearme. Gracias a que el Benjamín estaba con el grupo y salió en mi defensa pude evitar que aquel indignado miliciano me golpeara. —¡Aquí no tiene que haber peleas entre nosotros! Y tú, Andrés, mejor será que te marches… lo que estamos haciendo es lo que hay que hacer… ¡Hay que acabar con la Iglesia y con sus símbolos o en este país nunca habrá justicia ni paz! Yo mismo estaba convencido de que la Iglesia católica española no había obrado como se esperaba de una comunidad que debe promover la paz y la concordia, pero eso no era motivo para arrasar la historia y sus obras. Por ello me sentí con inspiración y valor suficiente como para improvisar un alegato a favor del indulto de aquellos objetos. —Dentro de unos años nadie se acordar de ninguno de vosotros como personas, pero se os recordará como los que quemasteis la catedral de esta ciudad. Para entonces esta locura habrá terminado y se habrán curado sus heridas y olvidado los rencores, y la gente volverá a este lugar y no verá más que un montón de escombros, donde habían obras de arte de incalculable valor… Tengo fe en que algún día, como ya ocurre en otros países más civilizados, la religión será un sentimiento personal, que cada uno entenderá como mejor le dicte su conciencia y que ninguna Iglesia se aprovechará de la ingenuidad y buena fe de las gentes para servirse de ella en su provecho. Nadie utilizará la religión como un instrumento para sus fines políticos o económicos. Todas estas imágenes que queréis quemar no tienen ningún valor por las personas que representan, que no son más que mitos y leyendas, pero sí son importantes es por las razones por las que fueron talladas, y es necesario que estén para poder recordarlas y no olvidarlas. No se recuerda a los hombres, santos o ilustres, por lo que fueron sino por las obras que nos dejaron. Podéis destruir todas las imágenes de Jesucristo pero con ello no acabareis con su ejemplo ni con su mensaje… ¡y no dudéis que el mismo Jesucristo hubiera estado de nuestro lado!… No pude continuar mi alegato porque los ánimos estaban tan alterados que alguien me interrumpió, gritando que yo era un cura camuflado de miliciano. —¡Este es un fascista camuflado, vamos a fusilarlo y que deje de soltarnos ya ese rollo! Estaba tan alterado que se encaró el fusil apuntándome amenazador. En ese momento nuevamente el Benjamín tuvo que salir en mi defensa o de otro modo con toda seguridad que no estaría ya en este mundo. Se puso delante de mí cubriéndome del excitado miliciano y les gritó: —¡Venga, ya esta bien por hoy! ¡Mejor es que guardemos esta misma furia para matar fascistas! ¡Cada uno a su cuartel y que se acabe ya la fiesta! Debía tener gran ascendencia el Benjamín entre los milicianos de su grupo, porque todos obedecieron y los demás también calmaron los ánimos. Finalmente, y sin dejar de jurar y blasfemar contra la Iglesia y todos sus santos, abandonaron el atrio y se retiraron a sus cuarteles. Benjamín estaba contrariado y tal vez enfadado por mi intervención, pero nuestra amistad pesó más que sus principios revolucionarios. No obstante, me advirtió sin poder evitar un cierto tono de reproche: —¡La próxima vez no te metas o no podré hacer nada por ti! ¡Tú no entiendes nuestro punto de vista, Andrés! La historia también puede ser manipulada. Las ciudades están llenas de estatuas de bandidos, ladrones y asesinos que presiden los parques públicos donde juegan los niños... ¡No sólo hay que acabar con los santos, sino también con los héroes! Hay que borrar la historia y no pensar más en ella. ¡Sólo vivir y listo! No estaba de acuerdo con su punto de vista, pero sí con que, en efecto, la historia, como la religión, también podía ser utilizada como un ariete contra la razón y el progreso, ¡y de eso sabían más en el bando nacional que en el nuestro! La ejecución de don Román Pero las represalias no se limitaron a las iglesias, sino que la furia desatada por el fracaso alcanzó también a las personas. Después de que terminasen aquellos alborotos regresé al hospital atravesando la catedral y saliendo por el claustro, y en la nave me encontré con doña Virtudes y su hija Rosarito. No había misas en la catedral, pero tanto ella como algunas otras beatas, seguían viniendo y rezando en ella en solitario y casi en secreto. Desde la llegada de los milicianos doña Inés temía por la vida de su marido, que seguía retenido en la cárcel local, y la verdad es que yo mismo me extrañaba de que todavía siguiera con vida. La razón era la pertinaz resistencia que ofrecía el funcionario de la prisión, un hombre de una integridad irreprochable, que no consentía entregar el detenido sin una orden judicial. Esa misma tarde, después de abandonar el atrio de la catedral, los mismos milicianos que habían detenido a don Román subieron a la cárcel decididos a ejecutarlo, se opusiera o no el funcionario. Doña Virtudes había sido alertada por unos vecinos y corrió en mi busca por si podía hacer algo por él. No era sin duda una persona por la que yo arriesgara mi vida, pero en algunas de mis lecturas sobre filosofía, tal vez fuera de Hume o algún otro filósofo inglés, había leído que la verdadera democracia consistía en arriesgar la vida para defender el derecho de tu enemigo político a opinar libremente. Animado con este utópico principio, le dije a la buena mujer que haría cuanto estuviera en mis manos, pero la verdad era que no le di ni la más mínima esperanza. —Doña Virtudes, me duele decirle esto pero su marido se ha ganado muchos enemigos en el pueblo, y los que podrían ayudarle han huido o están muertos… Mejor es que no se haga muchas ilusiones porque estos chicos están muy alterados. La mujer, que parecía realmente resignada, comentó sin que lo escuchara su hija menor, que por otro lado con todos aquellos acontecimientos su estado mental se había deteriorado. —La verdad es que, ¡y Dios me perdone por los que voy a decir!, no es que desee su muerte, pero incluso a mí me ha tratado siempre como a una criada… Y entre nosotros, y tómalo como una confesión, Andresito, pero ¡no ha respetado a ninguna de nuestras pobres criadas! Pero, aun así, es mi marido y tengo el sagrado deber de ayudarle. De manera que no había salido de un lío y ya me estaba preparando para meterme en otro. Subí a la cárcel y, tal como me dijo doña Virtudes, los milicianos estaban forcejeando con el funcionario para que les entregaran todos los prisioneros, entre los que había dos sacerdotes y alguna otra persona notable de la ciudad que no conocía. —¡No se entrega ningún preso sin un mandato del juez, es la ley! —argumentaba una y otra vez el funcionario, aun sabiendo que con su actitud él mismo arriesgaba su vida. —¡Qué ley ni que leches; la ley ahora somos nosotros! ¡Esa gente es culpable de traición a la República y tenemos que juzgarlos y fusilarlos! —¡Valla un juicio si ya los habéis condenado! —protestaba el buen hombre. —¡Eso ya se verá; tendrá su juicio, si eso le preocupa, pero revolucionario! Y ya está bien de charlas, o nos da el preso o prendemos fuego la cárcel con usted dentro. El hombre comprendió que no tendría ninguna oportunidad de hacer valer los derechos de los presos, y resignado tuvo que ceder y entregarlos. —¡Allá vosotros, pero yo tengo la conciencia tranquila de que os doy las llaves por amenazas, no por mi voluntad! Entraron en tropel y minutos después apareció don Román demacrado, con barba de varios días, desaliñado, pero sobre todo aterrorizado, pues debía ser consciente de que ya no habría nada ni nadie que pudiera salvarle. Ni yo mismo me atreví esta vez a mediar por su vida, a pesar de mis convicciones, porque aquel hombre era ya un cadáver al que sólo le faltaba el tramite de la pantomima del juicio, y habría hasta cola de voluntarios para ejecutarlo, tal era el odio que le tenían. Allí mismo, en la plaza, se llevó a cabo el juicio y para mi asombro llevaba la voz cantante el propio Benjamín, quien sin duda veía por fin llegado el momento de su venganza. —¡En nombre de los trabajadores y de la revolución, acuso a este hombre de haber robado al pueblo, engañado, difamado y… violado a pobres muchachas inocentes! —sin duda que esta última acusación se refería a su propia hermana, por lo que él mismo se avergonzó de hacerla pública. Noté que ardía en deseos de terminar cuanto antes y acabar con su vida, ejecutándolo él mismo—. Las pruebas son de sobra conocidas por los de mi pueblo y por los que por desgracia están muertos por su causa y ya no pueden presentarlas, como mi pobre hermano Juan. ¡Digo que hay que condenarlo a muerte… Los que estén a favor que levante el brazo! Nuevamente fue unánime la condena y don Román debió sentir el escalofrió de la muerte, porque parecía un alimaña acorralada, con los ojos desorbitados, mirando hacia unos y hacia otros, como tratando de ver la manera de salir del corro que le rodeaba. Sin más preámbulos ni otras consideraciones, Benjamín desenfundó su pistola y se aprestaba ya a ejecutarlo, cuando de improviso apareció la Inés en medio del corro y le gritó al hermano: —¡Yo lo mato, Benjamín, que es a mí a quien más daño me ha hecho esta alimaña! Yo en un primer momento confieso que me quedé fascinado por la transfiguración de la Inés y por aquella escena, pero no podía permitir que cayera sobre su conciencia aquella ejecución, por muy justificada que estuviera. Salí del grupo y, otra vez haciendo uso de mi proverbial inconsciencia, le grité: —¡No Inés, perdónale; no cargues tu conciencia con un crimen! El griterío fue unánime y todos pedían su muerte a manos de la misma Inés, tal vez fascinados como yo por aquella imprevista escena. El Benjamín me sujetó violentamente y me obligó a que me callara a punta de pistola. —¡Basta ya, Andrés; no sigas metiéndote en nuestros asuntos! —y me amenazó con la pistola. Pero, airado, la volvió a enfundar, empujándome fuera del corro—. ¡No eres más que un ingenuo y un ignorante, y no sabes nada de la vida! ¡Deja que lo ejecute ella si es su deseo, que razones le sobran! ¡Esto no es un crimen, es una ejecución legal! La Inés encaró el fusil, le apunto a la cabeza y yo me sentí como si fuera el ejecutado. Pero pasaron unos instantes y la Inés no parecía ser capaz de disparar contra don Román. Empezaron a escucharse murmullos, mientras el pesado fusil le temblaba en sus manos, pero seguía sin poder apretar el gatillo, entonces me di cuenta de que estaba sollozando, presa del mismo ataque en que la encontrara en los campos de Atienza. No sé qué me pasó por la cabeza, pero intenté quitarle la pistola al Benjamín y ejecutarlo yo mismo, pero éste lo evitó volviéndome a empujar violentamente. Le miré rogándole que pusiera fin al sufrimiento de su hermana, y debía de pensar lo mismo que yo, porque desenfundó su arma y, sin titubear, se acercó al aterrorizado don Román y él mismo lo ejecutó. El rumor de los milicianos mostraba su decepción, pero al mismo tiempo su satisfacción porque se había cumplido la sentencia. En medio de aquella confusión, Inés estaba a punto de desvanecerse y me adelanté para sujetarla. Le aguanté el fusil y traté de consolarla, porque no sólo estaba abatida, sino nuevamente humillada y avergonzada por su cobardía. —¡No es cobardía, Inés, es humanidad! Jesús perdonó a sus asesinos estando agonizando en la cruz… ¡Has hecho lo que debías! No sé si aquel argumento la conmocionó pero, ocultando su rostro con las manos, apoyó su cabeza sobre mí, llorando desconsolada en silencio. La miliciana a la que llamaban Emma, se acercó a nosotros, tomando a Inés por los hombros la apartó de mí, como dándome a entender que estaría más consolada con ella que conmigo, y dijo apenas perceptible para que sólo lo escucháramos nosotros tres: —No es fácil para una mujer quitar la vida a una persona, cuando somas nosotras quienes se la damos, ¡pero esto era de justicia, Andrés! Ambas mujeres se abrazaron y permanecieron en silencio, en medio del revuelo que se armó tras la ejecución. Benjamín y Damián contemplaban también la escena sin intervenir, y me pidieron que yo mismo notificara la muerte de don Ramón a su mujer, porque sabían mi buena relación con la familia. Al regresar, armándome de valor, fui a visitar a doña Virtudes para comunicarle la ejecución. La mujer lo aceptó con resignación porque ya se lo esperaba, pero la Rosarito no pareció comprender lo que le había pasado a su padre, por lo que casi agradecí al cielo que, dados los violentos tiempos que corrían, que la hubiera dado aquella «cualidad» de poder vivir aislada en su mundo personal. La resistencia Pasados aquellos días de venganzas y represalias, en los que todavía fueron ejecutados varios civiles más y al menos tres sacerdotes, acusados de posesión de armas, es decir, de escopetas de caza, y otros cargos sin demasiado fundamento, Martínez de Aragón reunió a los delegados de las milicias y les planteó la situación en que estaba la ciudad. Sin duda que los culpables de las guerras son aquellos que las inician, pero una vez comenzadas otras decisiones erróneas hace que sean todavía más cruentas de lo que pudieran haber sido. Esa fue sin duda la decisión de los milicianos de resistir en una ciudad que estaba condenada a caer en manos de los nacionales sin defensa posible por su situación estratégica, en una hondonada del valle del alto Henares y rodeada de montículos, que una vez tomados hacían imposible la salida de la ciudad. Tras la victoria en Atienza, la columna de García Escámez, apoyada por los refuerzos tanto de artillería como de tropas y armamento procedentes de Zaragoza y Navarra, tomaba sin apenas resistencia pueblo tras pueblo, hasta llegar al valle del río Salado, a sólo 15 kilómetros de la ciudad, amenazando con tomar las alturas de la parte norte del Henares, y dominando así la vía del ferrocarril. Por su parte, a mediados de agosto otra división de rebeldes que avanzaba desde Zaragoza ya estaba en Medinaceli, controlando de esta manera el otro lado de ferrocarril y amenazando con llegar a las mismas puertas de la ciudad por los extensos pinares que las separaban. De esta forma la ciudad quedaría cogida en una pinza de la que sólo quedaría libre un estrecho corredor por la carretera de Madrid, que tampoco tendrían demasiadas dificultades para cortar con ayuda de piezas de artillería o de la aviación. Jiménez Orge ya había renunciado a la defensa de la ciudad y decidido concentrar todas sus fuerzas, sobre todo los guardias de asalto, en fortificar la carretera nacional a la altura del kilómetro 100, justo en la pequeña localidad de Almadrones, que pasaría a la historia de nuestra guerra tras el descalabro de los italianos, en marzo del año siguiente. Acudieron a la reunión los hermanos Valiente, Feliciano Benito, Martínez Vicente, Mika Etchebéhère, el coronel de la Cruz Roja, y algunos más que no recuerdo sus nombres. Tal y como se esperaba la reunión fue tensa y no faltaron los insultos contra el militar republicano, a quien muchos milicianos ya consideraban un traidor porque no había sido capaz de conseguir más refuerzos, municiones y piezas de artillería de mayor calibre, por no decir cobertura de la aviación republicana con algo más que el pequeño avión «Negus». Martínez de Aragón debía ser consciente de la situación, pero estaba decidido a defender la ciudad y no dudaba en que convencería a Jiménez Orge para que le proporcionara los necesarios refuerzos. —No podemos contar con más armamento que el que tenemos, y aparte de las pocas ametralladoras que hay dispersas por las columnas y cuatro piezas de artillería, que ya habéis visto para lo que sirven en Atienza, sólo contamos con fusiles, ¡y de tres calibres distintos! Si nos encierran en este pozo y nos atacan con artillería y la aviación no tendremos muchas posibilidades de resistir, pero nuestra misión es contener a los rebeldes y evitar que tomen la ciudad, porque desde aquí pueden organizar su ataque sobre Madrid, ¡que tenemos la obligación de evitar! —les trató de argumentar Martínez de Aragón. Pero los milicianos tenían otro punto de vista. —Si tan importante es la posición, ¿por qué no nos envían más armas y más tropas de refuerzo? —comentó Feliciano Benito. —¡Porque son necesarias en el frente de Madrid! —replicó Martínez de Aragón, quién en el fondo creo que estaba de acuerdo con este líder de la C.N.T. —¡Aquí lo que hay que hacer es tomar el Ayuntamiento y declarar el comunismo libertario y obligar a la población a que se movilice para defenderla —argumentó Benjamín—. Echándole valor podemos defender la ciudad y resistir hasta que Durruti entre en Zaragoza, y en otra semana los tenemos aquí. ¡Así es como se defiende Madrid y no con estas tácticas militares burguesas! —¡Pero qué tácticas militares burguesas ni qué ocho cuartos! — le replicó Martínez de Aragón, sin duda que irritado por aquella descabellada sugerencia—. ¡No se puede ganar una guerra sólo con coraje y valentía, sino con estrategia y disciplina! ¿Qué creéis que hacemos los militares en las academias?, ¿estudiar piano y danza? —¡Que comunismo libertario quieres imponer en una ciudad que es un nido de fascistas! —le replicó su propio hermano. —¡Pues los eliminamos a todos si hace falta! ¡Nosotros no estamos aquí sólo para ganar una guerra, sino para hacer una revolución! ¡Todo lo que no sea luchar por la revolución es traicionar nuestra causa! —volvió a replicar el Benjamín. Martínez de Aragón debió comprender que resultaba inútil proseguir aquella reunión, porque era evidente que aquellos delegados todavía no habían asumido el punto de vista del Gobierno. La reunión terminó con una votación por la que se decidió permanecer y resistir, pero se dio libertad para que aquellos milicianos que quisieran abandonaran la ciudad, lo que hicieron muchos de ellos, reintegrándose a sus organizaciones en Madrid o de donde hubieran partido. Franco y Yagüe ya estaba avanzando por Extremadura, y de no haber sido por la decisión de liberar a los sitiados en el Alcázar de Toledo, y porque sus avances eran demasiado rápidos y no contaba con tropas de refresco, hubiera llegado a Madrid para finales de agosto, antes de que la ciudad tuviera tiempo de prepararse para una férrea defensa, y la hubiera tomado con toda probabilidad. Era evidente que el general golpista temía que la guerra se internacionalizara y llegaran brigadas internacionales para la defensa de la capital. De hecho, ya estaban en el frente de Aragón personajes tan conocidos como los anarquistas Rosselli, Scotti, Angeloni y Nino Nanetti. También por estas fechas se formaron otros grupos de combatientes extranjeros, como el alemán «Thaelmann», los franceses de la «Commune de Paris», y ya operaba la escuadrilla de aviación dirigida por el francés André Malraux. Incluso en la ciudad había una miliciana austriaca afiliada al P.O.U.M., Mika Feldman, esposa de un médico argentino, Miguel Etchebéhère, caído en Imón, y que era una mujer de fuerte personalidad, culta y firmemente convencida del ideario trotskista que defendía. Martínez de Aragón, hasta el último momento, estuvo negociando con Madrid y con Jiménez Orge para que le proporcionaran refuerzos para la defensa de la ciudad. Así es que se tomó la decisión de resistir con la esperanza de estos refuerzos, y con que la ofensiva de Durruti tuviera éxito y entrara en Zaragoza, lo que no sucedió. A partir de entonces fueron constantes las salidas en forma de guerrillas, para detener el avance de los nacionales, y tratar a toda costa de que no tomaran los cerros que formaban el perímetro de la ciudad. Cada milicia se asignó la defensa de uno de ellos, y con métodos burdos y poco profesionales se improvisaron trincheras amontonado piedras o en la parideras del ganado. En el hospital no nos faltaba el trabajo, pues después de cada escaramuza en los cerros llegaban numerosos heridos, en su mayoría de bala, porque la aviación no volvió a utilizarse hasta finales de agosto, y la artillería no era eficaz para ese tipo de guerrillas. En realidad lo que sucedió fue que ni unos ni otros presionaban porque ninguno de los dos bandos contaba todavía con el armamento y las fuerzas suficientes como para asegurarse la victoria. Eso provocó un cierto relajamiento en los frentes y los milicianos por lo general se limitaron a las guardias, en las que, también por lo general, se dormían, y el resto trató de pasar el tiempo casi como si fueran uno más de los veraneantes habituales en la ciudad por aquellas fechas. Durante todo el mes de agosto no parecía que en el país hubiera ya declarada una guerra civil, y con sus 10 pesetas de sueldo compraban lo mejor que se ofrecía en la ciudad. Ni uno solo probaba el rancho de sus cuarteles, sino que se alimentaban de jamón, queso, chorizo, tocino y buen y abundante vino, que ya no traían de Aragón sino de Valdepeñas. Sin duda que si la medida de armar a las milicias favoreció una posible revolución comunista, la de otorgarles un sueldo de 10 pesetas favoreció una contrarrevolución burguesa. Seguían llegando a la ciudad camiones de intendencia de la República de la zona de levante, pero también de los comerciantes locales, que, nunca mejor dicho, «hacían su agosto», cargados de vino, arroz, aceite, galletas, melones y no faltaba el bacalao y las sardinas en aceite del cantábrico. Por otro lado, a esta abundancia de alimentos había que sumar las facilidades sexuales que sus convicciones libertarias le facilitaban, pues la mayoría de las milicianas estaban convencidas de las nuevas ideas del amor libre, y si había alguna profesional aceptaba los vales de la milicia como forma de pago por sus servicios. No era difícil ver correr por los cuarteles vales, firmados y sellados por la milicia correspondiente, que rezaban: «Vale por una noche en la cama con fulanita de tal». No sé si la Inés estaría también a favor del amor libre, porque las chicas criadas en el ambiente rural eran más reacias que las urbanas a liberarse de sus ancestrales ataduras morales, pero no era ya una mujer con tabúes ni, sin duda, preocupada por su virginidad. Solía frecuentarla un miliciano de aspecto taciturno e intelectual, tal vez más joven que ella, y que probablemente sería universitario, quien, además del fusil, siempre llevaba algún libro en las manos, que solía leer a la Inés en los ratos que pasaba descansando junto a la madre. Pero la verdad es que ella no parecía mostrarse muy afectuosa con él, a lo sumo cortés y educada, por lo que no llegó a causarme celos. De manera que las penalidades de las guardias nocturnas y las eventuales escaramuzas armadas se veían ampliamente compensadas con la buena vida que se daban, al menos durante aquel extraño pero tenso mes agosto del 36. Mientras la República languidecía y a todas luces estaba ya perdiendo la guerra. El otro aspecto que cambiaría también la vida en la ciudad fue las masas de campesinos refugiados, que huían de los pueblos que estaban a punto de caer, porque sabían ya de la saña con que se empleaban los falangistas y requetés cuando entraban en ellos. Ya estaba en la mente de todos la matanza de Badajoz, donde el sanguinario general Yagüe fusiló en unas horas a más de 3000 milicianos y civiles, retenidos en la plaza de toros de la ciudad. En declaraciones a un periódico extranjero el militar dijo que no podía permitirse tomar prisioneros ni dejarlos vivos para que «volvieran a las andadas», lo que dejaba claro la política de exterminio de los nacionales. Así es que las calles estaban abarrotadas de gente desorientada y angustiada. Familias enteras, que en mulos o burros, acarreaban todo cuanto pudieron llevarse consigo, incluso traían con ellos sus vacas, cabras o conejos, y vagaban de un lado para otro buscando inútilmente dónde alojarse. Martínez de Aragón, ante la catástrofe humanitaria que se estaba creando en la ciudad, habilitó la misma catedral y sus dependencias como refugio provisional de estos campesinos, y las capillas se convirtieron en viviendas improvisadas, donde rumiaban las cabras y guardaban los conejos en pesebres improvisados sobre las tumbas de alabastro de los históricos obispos, o incluso había también algunas vacas en el claustro, que mordisqueaban las hierbas del patio. En el hospital empezaron a llegar los primeros casos de diarreas estivales, porque, hasta el agua, que siempre había sido abundante y saludable en aquella ciudad, empezó a escasear y, para colmo, algunos inconscientes milicianos se bañaran en los depósitos municipales. Agosto, por tanto, fue un mes caótico para la ciudad y sus habitantes, quienes no ocultaban ya su animosidad contra los milicianos, a quienes consideraban jóvenes inconscientes, cuya única preocupación era divertirse y gozar de la vida, la poca o mucha que todavía les quedara. La verdad era que no tenían otra cosa mejor que hacer, pero siempre era mejor eso a que se dedicaran a otras actividades más violentas y sanguinarias, como ya por aquellas fechas era frecuente en el bando nacional. Entre los refugiados estaba la madre de los Valiente, con su cuñada y el niño, a quienes yo mismo les busqué alojamiento en las viviendas abandonadas de los canónigos, donde me alojaba yo mismo, y que habían conseguido huir o, por desgracia, habían sido ejecutados. Así es que por aquellos días era frecuente que coincidiera con al Inés en el patio del recinto, porque al atardecer solía sentarse a la fresca a charlar con la abatida madre o a jugar con su sobrino, quien finalmente había burlado a la naturaleza y estaba cada día más fuerte y hasta saludable, además de ser una criatura siempre risueña y de buen carácter; es decir, un crío realmente encantador. Pero la Inés no parecía mostrar demasiado afecto a la criatura, aunque reía sus gracias y soportaba con paciencia sus agotadores juegos, como si quisiera evitar que el niño se encariñara demasiado con ella y temiera hacerle sufrir si le sucedía alguna desgracia. En aquellos días todos vivíamos dando gracias al cielo cada atardecer por seguir vivos, porque la muerte ya empezaba a sernos familiar. Además, la Inés poco a poco fue haciéndose también a la violencia de la guerra y fortaleciendo su carácter, y ya era habitual verla regresar de una guardia y comentar con sus compañeros las incidencias de algún tiroteo con los rebeldes. Lo único que yo pedía era que, si algún día le sucedía algo, la trajeran con vida al hospital, ¡con eso ya me conformaba. CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO Otoño del 36 Tras las primeras lluvias de septiembre las noches eran frescas en nuestra comarca. Un viento húmedo barría con violencia las colinas de los cerros y se metía de tal manera en el cuerpo que hasta los pastores, a pesar de sus gruesas mantas de paño, tenían que protegerse en refugios improvisados construidos con montones de piedras formando una pared, a cuyo abrigo solían hacer un fuego con ramas secas de encina. En estas condiciones las guardias eran cada vez más penosas y los milicianos, todavía con el regusto de aquel plácido verano, rehusaban hacerlas. Por entonces en ambos bandos se estaban produciendo importantes cambios políticos, porque la guerra civil estaba a punto de pasar a una nueva fase, por decirlo de alguna manera, «más profesional», sobre todo en el bando republicano, donde la anarquía entre las distintas milicias parecía ser la causa de sus lentas pero progresivas derrotas en todos los frentes. Azaña tuvo que llamar a Largo Caballero para que formara un nuevo Gobierno con ministros del Frente Popular, donde estuvieran comunistas, lo que debía favorecer la «militarización» de las milicias y establecer como prioritario la victoria sobre los sublevados por encima de otras consideraciones políticas o revolucionarias. A finales de ese mismo mes se firmaría el decreto de militarización de todas las milicias. Por su parte los nacionales se encontraron con tres zonas militares separadas entre sí: el norte, controlado por Mola; el este, por Franco y en la retaguardia andaluza, por Queipo de Llano, que lo había convertido en un nuevo «reino de Taifás» despóticamente gobernado. Fue entonces cuando, en mi opinión, una vez más la diplomacia nazi o la italiana debió sugerir a los civiles de la trama golpista, quienes manejaban el entramado financiero de la sublevación, la necesidad de unificar el mando, no sólo militar sino también el político, en el momento en que ya estaba próxima la toma de contacto entre ambos generales. Franco era sin duda el favorito de los nazis alemanes porque Mola hacía tiempo que había sido apartado. Tras varias reuniones, en que todos los generales se oponían a la candidatura de Franco, algo debió influir en Mola, porque finalmente cambió de opinión y apoyó al general. Pero la coyuntura fue aprovechada hábilmente por sus consejeros, quienes consiguieron concentrar en él todos los poderes, haciendo que fuera nombrado «Generalísimo» de todos los ejércitos, y además, en ausencia de una fuerza política significativa, pues los falangistas ni siquiera fueron invitados a estas reuniones, jefe del Estado y de una junta de Gobierno provisional. De manera que Franco, como en su momento lo hiciera Hitler en Alemania, asumió todos los poderes del nuevo Estado «nacional», que ya tenía el control de más de media España. También por entonces si hizo patente la debilidad diplomática de Francia, y Léon Blum tuvo que negarse a firmar la orden por la que se autorizaba la venta de aviones a la República. Finalmente la diplomacia europea, en medio de una profunda crisis motivada por el ascenso del fascismo en toda Europa, llegó a tomar el acuerdo «oficial» de «no intervenir» en la guerra de España. Acuerdo que firmaron tanto Alemania como Italia, pero también Rusia. A partir de ese momento la guerra de España se convirtió oficialmente en un «asunto interno», pero ni Hitler ni Mussolini dejaron de apoyar a los sublevados. Si firmaron fue simplemente para evitar que los otros países apoyaran a la República, aunque, como ya he comentado, todo debía de estar pactado de antemano. Ni Feliciano Benito, de la C.N.T. ni la por entonces ya capitana local del P.O.U.M., Mika Etchebéhère, estaban de acuerdo con la militarización de las milicias y amenazaron con abandonar el frente o, simplemente, no obedecer las órdenes de Martínez de Aragón. Pero los de la J.S.U. y los comunistas, que tenían dos ministros en el nuevo Gobierno, estaban por la militarización, y empezaron a considerarlos traidores, por estar haciendo el juego a los fascistas. Los recelos eran más evidentes contra los trotskistas del P.O.U.M., los más radicales en cuanto a sus ideas libertarias, en las que no cabía la posibilidad de otros mandos que no fueran elegidos por ellos mismos, pero sobre todo por su frontal oposición a la política de Stalin en Rusia. La C.N.T., reacia al principio, no se opuso al decreto, pero en la práctica tampoco obedecía de buen grado las órdenes de los militares profesionales. En estas circunstancias la situación de los hermanos Valiente se hizo crítica y hasta dramática, pues los dos hermanos eran acusados de traidores por los milicianos comunistas, mientras la Inés no sabía qué hacer ni de qué lado estar. Este enfrentamiento hubiera podido haber sido violento, como ya lo era en Cataluña, de no haber sido porque la reactivación de los frentes obligó a las milicias a olvidarse de sus diferencias ideológicas y volver a ocuparse de defender sus respectivas posiciones. Por entonces yo me había alojado en la que fuera la casa del Deán, justo entre el hospital y la catedral, para estar más cerca de los dos lugares que centraban mi interés. El domingo 27 de septiembre amaneció un día ventoso y desapacible, propio del principio del otoño en esta zona de la serranía alcarreña. A primera hora de la mañana yo me dirigía al hospital como de costumbre, pero abrigado hasta las orejas, porque aquel viento se metía hasta en los huesos. Al cruzar el patio me encontré con un grupo de guardias de asalto de la escolta de Martínez de Aragón, entre los que estaba el capitán Ernesto, que se dirigían a la residencia del comandante para cumplir su misión y relevar a los compañeros. Al verme se acercó a mí y con cierto aire confidencial me hizo una alarmante confidencia: —¡Estar preparados en el hospital que hoy puede ser un día de mucho trabajo! —¿Por qué?; ¿qué puede pasar? —le repliqué yo tratando de tranquilizarme a mí mismo—. Que yo sepa no hay previstas operaciones importantes, al menos no estamos informados en el hospital. —¡Aviones, Andrés; pueden venir y bombardear algún emplazamiento, tal vez los cuarteles! No te puedo decir más. Bueno, hablando claro: tenemos informes de que hay bombarderos alemanes en Barahona, así es que estar atentos por si vinieran. Cuando llegué al hospital no puede evitar comentar la información con el coronel médico, quién sólo pudo asentir con la cabeza y confirmar los temores de un posible bombardeo, del que él también había sido alertado. No sólo eso sino que inmediatamente nos emplazó a todos los auxiliares del hospital y a las hermanas que nos ayudaban, por cierto camufladas de civiles y protegidas por el mismo médico militar que las ocultaba, para que realizásemos con piezas de tela roja una gran cruz para colocar sobre el tejado, no sólo en nuestro hospital, sino también en el del obispado, que ya sólo hacía funciones de orfelinato y de hospital de enfermos locales, porque los heridos de guerra eran ingresados en el nuestro. Inmediatamente nos pusimos manos a la obra y salimos hacía la parte alta de la ciudad con la intención de colocar cuanto antes aquellos símbolos, que según las convenciones internacionales de Ginebra sobre la guerra debían proteger de los bombardeos, pero por el camino uno de los compañeros comentó con sorna: —¡Menuda cruz les vamos a poner para que puedan apuntar dónde lanzar las bombas! Yo pensaba como el coronel médico y estaba seguro de que, incluso en la guerra, se respetaban aquellas humanitarias convenciones, y traté al compañero de escéptico y mal pensado. Como pudimos nos encaramamos al tejado del hospital, un hermoso palacio, que guardaba en su farmacia históricos y valiosos tarros de opalina, primorosamente rotulados con los nombres de las hierbas y medicinas que contenían, y desplegamos las enormes cruces rojas que sin duda serían perfectamente visibles desde el aire. Terminamos el trabajo y regresamos a nuestro hospital atravesando la plaza Mayor. Bajo los soportales dormitaban todavía los refugiados que no habían encontrado alojamiento. Por ser festivo se concentraban en la plaza gran número de personas que intentaban comerciar con lo poco que tenían, cambiando cualquier cosa de valor por mantas para el inminente invierno, o tratando de vender alguna caballería para conseguir algo de dinero y poder sobrevivir. La casa de los Beltranes permanecía con las contraventanas cerradas y supuse que doña Virtudes se habría encerrado en ella tras lo sucedido con su marido y no debía salir sino era para comprar lo necesario, porque ya no se celebraban misas. Yo aproveché para entrar en la catedral y comprobar cómo estaba la situación de los refugiados, muchos de los cuales habían salido ya a la plaza para calentarse con los primeros rayos de sol, pues en el interior de la catedral ya se había instalado ese frío peculiar y húmedo, propio de aquella descomunal mole de piedra, mal ventilada y peor iluminada. Al entran coincidí con una niña que salía de la catedral y que reconocí por ser de mí mismo pueblo, y que salía mordisqueando un trozo de pan de su frugal desayuno. —¿Niña, no me conoces? —le pregunté, porque todo lo que venía de mi pueblo seguía interesándome—. ¡Soy Andrés; Andrés Lafuente! ¡El hijo del tío Lafuente! La niña se me quedó mirando con aire desconfiado, y negó con la cabeza. Comprendí que, dada su edad, tal vez diez o doce años, era demasiado joven para acordarse de un seminarista que ayudaba a misa con el desgraciado don Gregorio. No quise molestarla más y siguió su camino, curioseando por el gentío de la plaza, sin nada mejor que hacer. En el interior se escuchaba el trajín de las familias tratando de despabilar a los numerosos niños y prepararles algo de desayuno. La mayoría había recibido de manos de Martínez de Aragón paquetes con leche en polvo, harina, aceite, sal, arroz, galletas y alguna cosa más según se iban recibiendo de los suministros que todavía seguían llegando. El crucero y las naves olían a guisos y salían columnas de humo de los improvisados fogones instalados en el interior de las milenarias capillas de familias y obispos ilustres. Muchos de los críos iban vestidos sólo de cintura para arriba, porque no tenían ropa que ponerles si se hacían encima sus necesidades. De manera que al olor de los guisos se unía también el de las defecaciones de los pobres críos, que lo hacían en cualquier rincón oscuro. Cruzamos el claustro y ya salíamos al patio que comunicaba con el hospital cuando el rumor de motores, sin duda de aviones, nos hizo temer el posible bombardeo. —¡Ya están aquí lo aviones! —gritamos todos casi al unísono, echando a correr hacia el hospital para ponernos a cubierto. —Puede ser el Negus —comentó un compañero—, que es la hora en que suele repartir los periódicos. Aquella posibilidad nos tranquilizó, pero el zumbido se hacía cada vez más intenso y pronto comprendimos que no era uno sino varios los aviones que se acercaban, por lo que volvimos a reemprender la carrera hacia el hospital. Conseguimos entrar dentro antes de que llegaran, y alarmados y confusos fuimos en busca del coronel médico para que nos indicara lo que debíamos hacer, pues en aquellos momentos todas las salas del hospital estaban a rebosar de heridos. Tranquilo y sereno, confiado en que los aviones respetarían las cruces que habíamos colocado sobre el techo, el oficial médico nos dio las primeras órdenes: —Los heridos que puedan andar, que bajen a la planta baja hasta que pase la alarma, a los demás cubrirlos con colchones por si se desprendiera algo del techo… ¡y que Dios se apiade de nosotros! Las hermanas se santiguaron, confiadas porque sabían que el coronel era también creyente, pues es un error creer que en el bando republicano todos eran ateos, pero aquellas no eran las mejores circunstancias para manifestarlo públicamente, sino tan sólo en aquellos críticos momentos, en los que sin duda era inevitable. El primer bombardeo Siguiendo las órdenes de coronel médico recorrimos las salas tan rápido como nos fue posible, advirtiendo a los que podían incorporarse que bajaran a la planta baja, pero algunos no podían hacerlo sin nuestra ayuda. Yo tomé a dos milicianos con heridas en los brazos y en la cara, y apoyados en mis hombros nos apresuramos a descender las escaleras hacía la planta baja. Apenas había conseguido incorporarlos cuando todo el edificio tembló y escuchamos el estruendo de motores, como si los aviones pasaran rozando los techos del edificio, pero pasaron de largo sin bombardear el hospital. Respiramos aliviados y proseguimos nuestro penoso camino. Instantes después volvió a temblar el edificio, pero esta vez por la onda expansiva de varias violentas explosiones, y pensamos que no se habría producido muy lejos de allí. Supuse que las primeras bombas habrían caído sobre la misma catedral, y me alarmé por los daños que hubiera podido causar entre los inocentes refugiados. Seguimos nuestra accidentada marcha, y antes incluso de llegar a la planta baja volvimos a escuchar nuevas y más numerosas explosiones, esta vez debían de haberse producido por el barrio que llamaban de las «Travesañas», donde vivía la gente más humilde la ciudad. Dejé a los heridos en la planta baja, y tan rápido como pude volví a por más, mientras se escuchan las quejas y llantos de algunas milicianas, que me pedían ayuda para desalojar la planta, pero por sus heridas a penas se podían mover. Yo trataba de consolarlas diciéndoles que sobre nuestro hospital no caerían bombas, y parecieron tranquilizarse. El ruido de los aviones volvió a ser intenso, como si regresaran de su primer vuelo sobre la ciudad y me temí que aquella vez descargaría sobre nuestro hospital. Sin pensarlo me arrojé sobre la cama de una de las heridas y la cubrí con mi propio cuerpo, mientras gimoteaba presa del pánico. El ruido se hizo estremecedor y escuché el silbido de la caída de proyectiles e, inmediatamente después, tres violentas explosiones, que por suerte no impactaron en el hospital, sino en algún lugar cercano. Saltaron los cristales hechos añicos y algún trozo debió de alcanzarme en el brazo, porque sentí un dolor intenso y vi que había sangre sobre la cama. Con gran alivio pude comprobar que se trataba de un simple corte. Los heridos gritaban pidiendo socorro y los enfermeros no parábamos de un sitio para otro para calmarles o evacuarlos si nos era posible. El coronel en persona ayudaba también y noté que casi en voz baja se decía así mismo conteniendo la ira: «¡Asesinos! ¡Nazis asesinos!». En efecto, aquellos eran nuevamente bombarderos nazis alemanes, que por decirlo de alguna manera, estaban «haciendo prácticas» en la guerra de España, con el consentimiento de Mola y Franco, y nos bombardeaban indiscriminadamente, sin respetar convenciones internacionales ni tampoco a la población civil. Volvieron a dar una nueva pasada, pero al regresar fueron más hacia el oeste, descargando nuevas bombas sobre la parte alta de la ciudad. Antes de volver a su base, en el improvisado aeródromo de Barahona, aún hicieron dos nuevas pasadas prácticamente rasantes, pues los milicianos no disponían de defensas antiaéreas y también ellos habían sido sorprendidos en sus cuarteles, y los atacaban con sus fusiles, saliendo al descubierto y disparando desde la misma calle. Cuando comprendimos que se retiraban, respiramos aliviados y felices de que no hubieran sido capaces de acertar en el hospital, pero alguien nos gritaba desde la calle que acudiésemos urgentemente a la plaza Mayor, donde se había producido una auténtica masacre. Precipitadamente el coronel cogió todo cuanto creyó que podríamos necesitar y atravesamos nuevamente por la catedral, para salir por la puerta del crucero. Cuando cegado por la claridad entré en la plaza, el espectáculo era tan sobrecogedor que sentí que se me encogía el estómago y me venía arcadas de nausea, porque en medio de la plaza yacían, en un auténtico río de sangre, caballerías y personas revueltas y destrozadas por la metralla. Era difícil aceptar que un ser humano, por muy fanático y frío que fuera, hubiera sido capaz de bombardear impunemente una plaza pública un domingo por la mañana, repleta de personas inocentes, en su mayoría desgraciados campesinos ignorantes e incapaces de comprender las causas reales de aquella violencia irracional. Ni el médico, horrorizado como el resto de los sanitarios, ni nosotros sabíamos a quién atender primero, porque eran tantos los heridos que pedían ayuda que era imposible saber por dónde empezar. Pero mi entereza se vino abajo cuando vi, a unos metros de la puerta de la catedral, el cuerpo de la misma niña de mi pueblo con la que me había cruzado hacía apenas unos instantes. Todavía sujetaba el trozo de pan en la mano, pero tenía medio rostro destrozado por la metralla y ensangrentado, y yacía probablemente muerta. Abatido, caí de rodillas sobre la pequeña para comprobar si seguía con vida, pero por desgracia ya había fallecido. La tomé en mis brazos, y sin poder evitar un llanto amargo y de profunda rabia, alcé la vista como interrogando al mismo Dios por aquella injustificable muerte. En esos momentos apareció la madre y al verla inmediatamente comprendió lo que había sucedido. Yo se la puse en sus brazos y le confirmé con un gesto que no había nada que hacer. La pobre mujer se contraía por el dolor sin poder decir ni una palabra ni siquiera le brotaran las lágrimas, sólo miraba fuera de sí a la pobre criatura, y me miraba a mí como preguntándome por qué la habían matado. Obviamente yo no tenía la respuesta ni podía haber nadie en ese desquiciado mundo que pudiera tenerla. ¡Simplemente el mundo se había vuelto loco! Afortunadamente el coronel de la Cruz Roja, con más entereza que yo, atendía a otros heridos y me llamó para que le asistiera. Reaccioné, y como si echara tierra sobre el fuego que ardía en mi corazón, traté de serenarme y procurar, al menos, hacer algo por los que habían sobrevivido aquella monstruosa e indescriptible atrocidad, no sólo contra esas inocentes personas, sino contra toda la humanidad. Acudieron milicianos de todos los cuarteles en ayuda de los heridos, indignados y sin dejar de blasfemar contra los que habían cometido aquella masacre y pudimos evacuar los heridos más graves a nuestro hospital, que por desgracia ya no disponíamos de medios suficientes para atenderlos a todos. Pero las atrocidades del aquel primer bombardeo no se terminaron allí, sino que todavía fueron más irracionales y salvajes en otra parte de la ciudad. Llevaba razón el miliciano que me advirtió de que las cruces rojas que habíamos puesto servirían de blanco, porque bombardearon precisamente el hospital y orfelinato del obispado. Apenas consideramos que la situación estaba controlada en la plaza no dirigimos precipitadamente hacia allí, y por el camino ya fuimos advertidos por excitados milicianos de que lo que nos esperaba era todavía peor de lo sucedido en la plaza Mayor. —¡Han asesinado a todos los huérfanos y hasta a las hermanas, mi coronel! ¡Los católicos han matado a todos niños y a las monjas! ¡Esto no es una guerra, es una carnicería! No fue fácil llegar al hospital, porque las calles de acceso estaba cortadas por los escombros todavía en llamas de algunas viejas casas que habían sido bombardeadas, y también de ellas se escuchaban gritos de socorro y lamentos de heridos, pero desebamos llegar al hospital, porque el coronel, ya visiblemente afectado, no podía creer que los aviones no hubieran respetados el edificio, visiblemente marcado con cruces rojas. Es difícil describir lo que nos encontramos allí, pero a pesar de los años transcurridos es una imagen que nunca se me podrá borrar de la mente. Quien como yo ha visto algo así, ya no recupera jamás la fe en el ser humano. Siempre he creído que si volvieran a repetirse aquellas mismas condiciones en que se encontraba nuestro país, es posible que volviéramos a cometer las mismas atrocidades, por eso me he propuesto rememorarlas con toda la crudeza que me sea posible, porque la única manera de no repetir los mismos errores en no olvidarse de ellos. Veinticinco niños huérfanos, atendidos en aquel orfelinato del obispado por ocho hermanas, yacían sin supervivientes sepultados bajo toneladas de escombros y vigas de madera todavía en llamas. Al caminar por entre aquellos restos era fácil pisar un cuerpo o lo que quedara de él. El que conservaba el rostro todavía tenía la expresión de terror con que fue sorprendido, seguramente jugando en el hermoso patio del claustro del que fuera un noble edificio. Algunos estaban agarrados al cuerpo de alguna hermana, que seguramente trataría de protegerlos, otros aparecieron despedidos fuera del edificio, sobre la calle, con todo su menudo cuerpo ensangrentado por la metralla. Algunas niñas permanecía abrazadas a sus muñecas de trapo, también ensangrentadas, y sus pequeños cuerpos no estaban enteros, el resto habían sido sepultados. Los milicianos ya habían intentado encontrar supervivientes antes de que llegáramos nosotros, pero, al parecer, sólo un pequeño gato parecía haber salido ileso, que asustado, me bufaba cuando intenté cogerlo. El coronel se sentó sobre una de los sillares desprendidos de las sobrias columnas, y profundamente abatido, tal vez la primera vez que se vino abajo en toda su carrera profesional, nos dijo desconsolado: —Tengo sesenta años y he estado en la guerra de Marruecos. He visto los horrores cometidos por nuestros propios ejércitos contra los inocentes rifeños, pero nunca podría creer que los españoles pudiéramos también matar a otros españoles, y además ¡pobres monjas y niños huérfanos! ¡Esto ya no es una guerra, es un campo de exterminio! ¡El mismo en que se convertirá toda Europa cuando los nazis, con nuestro consentimiento, terminen de probar sus armas en hospitales y orfelinatos españoles! Dejamos a los milicianos encargados de recuperar los cuerpos de los niños para que al menos tuvieran un digno entierro, y abatidos y deprimidos continuamos con nuestra desesperada tarea de intentar rescatar heridos y procurarles siquiera un analgésico, porque de lo demás ya no quedaba prácticamente nada. Buena parte de las reservas de antisépticos y otros medicamentos habían sido destruidos por el bombardeo. Años después supe que los aviones tenían la misión de bombardear el hospital, creyendo que estaría lleno de milicianos heridos, porque sus informes debían ser antiguos y no sabían que estos habían sido trasladados al nuevo hospital. Cuando, al ver las cruces lo comprendieron, ya habían descargado su mortífero cargamento en el orfelinato. Por suerte para nuestro hospital, fallaron con las únicas tres bombas que nos arrojaron, que cayeron en el patio de una casa colindante sin causar daños personales. El último tren Tras aquel cruento bombardeo los nacionales debieron pensar que los milicianos abandonarían la ciudad sin más lucha, y tal vez lo hubieran hecho de no haber sido por la perseverancia en su defensa de Martínez de Aragón y de Feliciano Benito. No sé a quién de los dos se le ocurrió la idea de que si cercaban la ciudad la mejor manera de defenderse era encerrándose en la catedral, porque los sublevados, católicos fanáticos, no se atrevería a profanarla, y mucho menos a bombardearla. El comandante republicano estaba convencido de obtener refuerzos y Feliciano Benito ya se debería ver como el «Moscardó» del bando republicano. Aquel primer bombardeo tampoco había afectado a los cuarteles, salvo al del P.O.U.M., situado en una casa de varias plantas junto a la estación del ferrocarril, en cuyo patio cayeron varios obuses, pero ninguno resulto muerto ni herido de gravedad. Por desgracia aquel primer bombardeo sólo afectó a civiles y religiosas. Por otro lado, la vía del ferrocarril había sido también bombardeada, pero fue posible repararla. Por cierto, que por entonces estaba en la ciudad el famoso médico anarquista Vallina, que protagonizaría los alzamientos anarquistas de Sevilla. Fue él quien, en compañía de su hijo y de otros milicianos de la C.N.T., convirtieron el convento donde se alojaban en un auténtico cuartel laico, quemando todo cuanto encontraron que tuviera alguna connotación religiosa, incluidas algunas piezas de ropa religiosa de un extraordinario valor artístico, y, sorprendentemente para el lugar donde se encontraban, también de un gran valor material, pues estaban bordadas con hilo de oro y tenían gemas y piedras de gran valor engastadas. Aquellos eran algunos de los trabajos que, por encargo del obispado, realizaban las hermanas del convento. Muchos de los milicianos se vieron sorprendidos haciendo guardias o patrullando por los cerros cercanos y pudieron contemplar horrorizados la evolución de los aviones sin poder hacer otra cosa que dispararles con sus fusiles, más por indignación que por creer que podían derribarlos. Al regresar precipitadamente de los cerros se concentraron nuevamente ante el cuartel de Martínez de Aragón para exigirle a gritos y con malos modales los refuerzos prometidos o que diera la orden de evacuar la ciudad. Los guardias de su escolta tuvieron dificultades para impedir que fuera agredido cuando apareció en uno de los balcones de la casa donde habían instalado el cuartel general. Intentó aplacarles con denodados gestos con los brazos, y por fin consiguió que le prestaran atención. —¡Camaradas milicianos, tenemos el deber de quedarnos aquí y de combatir en la ciudad! —les arengó a los escépticos milicianos, que no dejaban de murmurar y hacer gestos despectivos contra él—. Si es necesario la defenderemos calle por calle, y cuando se haya perdido el último palmo de terreno, nos encerraremos en la catedral, que es una fortaleza inexpugnable. Mirad los fascistas que han resistido en el Alcázar de Toledo, el prestigio que esto les vale para su causa —la sola mención del Alcázar alteró todavía más los ánimos y se escucharon silbidos e insultos, pero el comandante, todavía con más entusiasmo, continuó su arenga—. ¡Nuestra página de gloria será la catedral de Sigüenza! Entre sus muros aguardaremos a las tropas que mandará Madrid para salvarnos —alzó el puño con el signo comunista, porque aunque era republicano moderado debía saber perfectamente el efecto moralizador que producía entre comunistas y anarquistas aquel simbólico gesto, y concluyó—. ¡Confianza, camaradas! ¡Viva la República! Tal vez hubiera debido terminar también con un «¡Viva la revolución!», lo que hubiera evitado que se produjera una auténtica desbandada de milicianos hacia Madrid. Aquella misma tarde el propio comandante había conseguido que el único tren disponible en el trayecto entre aquella ciudad sitiada y Guadalajara llegara por última vez para traer municiones y, de regreso, evacuar a los civiles que por temor a ser represaliados quisieran abandonar la ciudad. Ya a primeras horas de la tarde cientos de personas, en su mayoría refugiados de los pueblos cercanos, se apretujaban en los andenes, porque según se comentaba aquel sería el último tren que circularía antes de la ya inminente caída de la ciudad. A la hora en que estaba prevista su llegada se formó tal tumulto que era evidente que no todos podrían ser evacuados, y las escenas de violencia empezaron a generalizarse. Los más fuertes se abrían paso empujando a unos y otros, sin importarles que fuera mujeres o niños. Yo estaba en la estación con el coronel de la Cruz Roja, tratando de organizar la evacuación, pero estaba claro que habíamos sido ya desbordados, y al no ir armados tampoco pudimos imponernos para que las mujeres y los niños tuvieran prioridad. No había entrado el tren todavía en agujas cuando una muchedumbre de milicianos que habían decidido evacuar la ciudad se presentaron con sus macutos y fusiles en la estación. Al comprender sus intenciones, el coronel se encaró con ellos y les advirtió: —¡Este tren es para evacuar a civiles, orden del comandante Martínez de Aragón, así es que aquí no sube un solo miliciano! Pero el increpado, con impertinencia y agresividad, le gritó: —¡Ni ese, ni ningún otro militar no manda más, así es que paso libre que nos volvemos a Madrid!… ¡Por las buenas o por las malas! El coronel trató de interponerse pero lo apartaron de un violento empujón y hubiera caído al suelo de no haberlo sujetado un compañero del hospital. El pobre hombre sólo pudo murmurar indignado «¡Cómo vamos a ganar la guerra si los enemigos están también entre nosotros!». Cuando apareció el tren todos fuimos desbordados por la muchedumbre que desesperada intentaban no sólo entrar en los vagones sino siquiera agarrarse a sus estribos. Pero los milicianos no tuvieron contemplaciones y a empujones y con algún que otro golpe de culata subieron todos al tren, y todavía tuvieron el cinismo de argumentar que ellos eran más necesarios en Madrid que los civiles. Amenazado por los propios milicianos, el maquinista tuvo que poner el marcha el tren entre el griterío de las pobres mujeres y el desconsolado llanto de la mayoría de las criaturas, que seguramente lloraban más por el terror que veían en los rostros de sus madres que por otra cosa. Así es que partió el último tren hacía Madrid dejando en la ciudad a todos los asustados civiles, para los que tuvimos que pensar también la manera de protegerlos de las violencia represiva de los nacionales sin tomaban la ciudad. Los hermanos Valiente decidieron permanecer en la ciudad y la Inés no tuvo más remedio que quedarse también, porque la madre, demasiado débil y quebrantada, se negaba a salir de la ciudad, aunque la mataran. Por entonces había caído ya en manos de los nacionales nuestro pueblo y llevado a cabo la consiguiente limpieza de rojos, pero no sólo eso, sino que prendieron fuego a la casa de los Valiente, indignados por no haber encontrado a ninguno de sus moradores. Fue en nuestro mismo pueblo donde instalaron una batería de gran calibre con la que desde mediados de septiembre nos cañoneaban periódicamente, sin importarles dónde impactaban los obuses. De manera que inmediatamente empezamos los preparativos para el encierro en la catedral. En total quedaban unos quinientos milicianos. Pero lo peor fue los numerosos civiles, en su mayoría mujeres y niños, que al no poder evacuar la ciudad tuvieron que refugiarse junto con los milicianos también en su interior. Yo tuve que emplearme a fondo y con dedicación y riesgo de mi vida para proteger de la destrucción no sólo el archivo sino todo lo demás. Pero, a pesar de todo, los fondos artísticos de la catedral sufrirían por aquellos días grandes destrozos, no sólo por la intención expresa de algunos milicianos sino por los preparativos para organizar la defensa. CAPÍTULO VIGESIMOCUARTO Preparando el encierro Al día siguiente del bombardeo Martínez de Aragón en persona dirigió los preparativos para el encierro en la catedral, y desde primeras horas de la mañana todos los camiones cargados con provisiones, municiones o cualquier cosa que pudiera ser útil para la resistencia, fueron llegando y formando una larga fila desde la entrada que daba a la plaza junto a la catedral. Incluso pensaron en meter dentro los vehículos requisados de los propios milicianos con la intención de hacerlos servir de alojamiento, más cómodos sin duda que la dura piedra del enlosado. También se decretó que fuera entregada toda la comida que hubiera almacenada en los cuarteles, sobre todo los jamones, embutidos o quesos, de los que había en abundancia. Pero el menú del rancho iba a ser casi a diario arroz con bacalao, ¡donde escaseaba el agua! Poco a poco los grandes camiones fueron entrando en la nave central y aparcándose en las laterales, en medio del estruendo de los motores y del humo irrespirable de la combustión de aquellos viejos armatostes. Todo lo que molestaba el paso de los vehículos era arrinconado y amontonado para hacerles sitio. Finalmente las tres amplias naves y parte del crucero parecían más un garaje que el interior de una catedral. Muchos de los camiones contenían cosas inservibles, como fusiles checos sin la munición correspondiente. Pero el cargamento más apreciado era el de los cartuchos de dinamita que habían hecho transportar unos milicianos, mineros de Pozoblanco, de la columna «Pasionaria», y que sería fundamental para la resistencia cuando llegara el inevitable asedio. Yo me esforzaba por estar presente en todas las maniobras y evitar en lo posible daños irreparables, pero era evidente que no era esa la preocupación de los milicianos, por lo que ya desde el principio fueron inevitables graves destrozos de todo tipo. A intervalos regulares caían obuses, disparados desde mi propio pueblo, pero que impactaban a las afueras de la ciudad, sobre los prados donde solíamos jugar los seminaristas al fútbol. Los milicianos ya se habían habituado a ellos, y al escuchar los impactos comentaban con sorna: «¡Ya está tocando el Nicanor el tambor!». Pero lo que más nos preocupaba era la posibilidad de un nuevo e inesperado bombardeo. Los milicianos de las guardias en los cerros se las ingeniaron para crear un sistema de señales para que pudiéramos ser advertidos con tiempo y refugiarnos, para que no ocurriera como la otra vez, que nos sorprendieron prácticamente en la calles. Con grandes dificultades por lo angosto del acceso los milicianos del P.O.U.M. instalaron su única ametralladora en el campanario de la torre del reloj, que daba a la plaza y desde donde se dominaban todas las calles adyacentes. Aparte de esa ametralladora no había más armamento que los fusiles, las pistolas y la dinamita. Pero sin duda lo más dramático fue que, tras el bombardeo, en el hospital habíamos acabado prácticamente con todas las gasas y vendas, y casi con todos los analgésicos, y en el último tren de abastecimientos no vino una sola caja de material sanitario, tal vez porque el comandante debió pensar que no sería necesario. De manera que íbamos a encerrarnos en la catedral confiados en que no hubieran heridos, porque no habría con qué curarlos. En medio de este trajín había que tener cuidado de no atropellar a alguna criatura, porque no paraban de meter las narices en todas partes. Para ellos, a pesar de que los más mayores eran conscientes del peligro, corretear detrás de los camiones y subirse a los pescantes era sin duda un juego divertido. Tardamos dos días en acomodar tanto vehículo, organizar el rancho, aposentar los estados mayores de las milicias en las capillas más resguardadas y recorrer cada rincón de la catedral para decidir su posible defensa. En esta labor yo mismo fui de gran utilidad, ya que conocía a la perfección todas aquellas complicadas dependencias, franqueadas por pasillos, habitaciones medio secretas, pasadizos olvidados y llenos de telarañas o, incluso, las letrinas y sus desagües. A pesar de la confianza de los milicianos en su resistencia, estudiamos lugares por donde podríamos evacuarla, en el caso de que rompieran nuestras defensas. Varias veces tuvimos que entrar precipitadamente en la catedral y cerrar apresuradamente las puertas al escuchar rumor de aviones, pero se trataba del pequeño «Negus» que repartía «El Socialista». Pero mejor hubiera sido que no lo hubiera hecho, porque informaba de la caída de Irún y de San Sebastián, y del dramático exilio de miles de refugiados hacia la frontera francesa. Por desgracia nosotros no teníamos esa extrema posibilidad. El tercer día alguien sugirió que con los depósitos de los camiones repletos de gasolina una sola chispa bastaría para matar a todos los que estábamos allí adentro, y se inició una macabra operación para deshacernos de aquel combustible. Con picos y palancas levantaron todas las fosas de obispos y otros prelados enterrados en la nave y fueron derramando el combustible dentro de ellas, que era absorbido fácilmente por la tierra arenisca del fondo. Gracias a mi sugerencia los restos eran metidos en sacos y rudimentariamente marcados, para reincorporarlos a sus tumbas una vez terminado el sitio de la catedral. Lo peor fue que en algunas aparecieron anillos de gran valor y ya no quedó tumba sin profanar, no sólo las de la nave sino también las de las capillas. No sé por qué pero tuve la intuición de que alguien pudiera intentar hacer lo mismo con la tumba del «Doncel», y al llegar a la capilla pude detener a un miliciano que, armado de un pico, ya se disponía a descargar el primer golpe. Le grité tan airado que se detuvo asustado, como si temiera que al descargar el golpe pudiera estallar. Con tantos argumentos como pude encontrar, le hice ver la atrocidad que estaba a punto de cometer, pero el miliciano me replicó con un «¡No es más que un cura, como todos los demás!». Se salvó del pico el «Doncel», pero todas las demás tumbas fueron profanadas. Con las losas removidas, levantaron parapetos frente a los lugares más vulnerables, como la puerta del crucero que comunicaba con la plaza Mayor, justo bajo el altar de Santa Librada, patrona de la ciudad, donde se suponía que permanecían las reliquias de la santa. Otro se levantó frente a la puerta de la nave central, la más vulnerable y en apenas un día el interior de la catedral parecía una trinchera. Los civiles permanecían todo el día acurrucados entres sus miserables enseres, sin hacer otra cosa dormitar y contemplar el trajín de los milicianos. Por si éramos pocos en la catedral, además de los animales de los campesinos, metieron dentro varios tiros de caballos militares con armones sin ninguna utilidad, que los acomodaron en el claustro, junto con las vacas y las gallinas que todavía ponían huevos, aunque el problema era saber dónde estaban. Éste era el panorama que presentaba la catedral cuando finalizó todo el trasiego para su defensa. Los rebeldes no daban señales de intentar un asalto a la ciudad, y seguíamos entrando y saliendo con cierta normalidad. Sobre todo los civiles, que de esta manera podían aprovisionarse de lo más esencial. Pero todo cambió la primera semana de un frío y húmedo octubre. Sin duda que no hay mes más melancólico en aquella tierra que éste. Las golondrinas ya han migrado, los campos están yermos, los frutales despojados, las primeras escarchas blanquean las umbrías y aparecen los primeros tímpanos de hielo en las riberas del Henares. Es tiempo de recogerse, acumular leña de encina antes de que las lluvias la humedezcan y reparar las goteras de los tejados, en muchos casos producidas por el testarudo quehacer de los mirlos entre las tejas viejas y quebradizas. En este triste y apático ambiente los nacionales tomaron las primeras medidas para asaltar la ciudad. La primera fue cortar el suministro de energía eléctrica a la ciudad, pues habían alcanzado ya el lugar donde se encontraba la central que lo suministraba, la segunda fue mucho más cruel por afectar a toda la población. No se les ocurrió otra cosa que salinizar las aguas del río Henares, arrojando cientos de sacos de sal de las cercanas salinas de Imón, con lo que la población se vio en la necesidad de echar mano de los pozos que, por lo general, había en la mayoría de los corrales, pero de precaria salubridad, lo que supuso una nueva oleada de diarreas y algún ataque de fiebres tifoideas. La víspera del día ocho de octubre, todavía se discutía en los cuarteles la conveniencia de resistir o evacuar la ciudad, la mayoría decidieron permanecer. Aquella fue su última oportunidad porque al día siguiente se desencadenaría la ofensiva final. El primer ataque Aquel 8 de octubre de amargo recuerdo amaneció un día lluvioso y frío. Durante toda lo noche no había dejado de lloviznar y en ocasiones con cierto intensidad. Todavía estaba mi habitación a oscuras cuando me despertó el capitán Ernesto, de los guardias de asalto, golpeando con fuerza en la puerta, quien como cada mañana acudía al cuartel de Martínez de Aragón. —¡Andrés, despierta, que nos vamos a Madrid! —medio dormido bajé y abrí la puerta al oficial. Me tendió la mano sin que en un principio supiera cuál era la razón, pero que me aclaró inmediatamente—. ¡Bueno, seminarista, adiós y que tengas suerte, que el comandante evacua la ciudad y salimos para Guadalajara ahora mismo! —¡Así, por las buenas, y sin avisar a nadie! —¡Cosas de arriba! —dijo el oficial señalando a algún lugar en lo alto, que desde luego no se refería a Dios, sino al Estado Mayor del Ejército republicano—. Pero creo que quiere pedir refuerzos personalmente, porque parece que no están muy convencidos de la utilidad… Bueno, lo dicho, Andrés, que voy con prisa. ¡Cuídate, y a ver si un día, cuando hayamos ganado esta puta guerra, nos vemos y tomamos unos vinos y nos podemos reír de todos estos sufrimientos! Le estreché la mano sin poder ocultar mi asombro por lo precipitado de la decisión, precisamente el día en que probablemente él mismo ya supiera que se produciría un nuevo y más sangriento bombardeo sobre la ciudad. No es que considerara a Martínez de Aragón un cobarde, que cayó en el campo de batalla del frente de Madrid meses después, simplemente que me extrañaba que dejara la ciudad sin autoridad ninguna, abandonándonos a nuestra suerte y sin más mandos que los de cada milicia, cada vez más resentidos y recelosos, incluso entre ellos mismos. Todavía no comprendo por qué ese mismo día, sabiendo que todo estaba ya perdido, no abandonaron la ciudad también las milicias, en lugar de hacer aquella locura de encerrarse en la catedral. Antes de acudir al hospital quise ver cómo estaba la situación en su interior, y volví a entrar por la puerta del claustro, donde dormitaban las bestias y cacareaban un gallo subido sobre el brocal del pozo. En el interior reinaba un silencio casi sobrecogedor, sólo roto por el entrecortado llanto de algún niño de pecho y los susurros de la madre para consolarlo y volverlo a dormir. Los milicianos yacían envueltos en mantas en los coches y camiones, o sobre las alfombras de los altares. A algunos, los que estaban de guardia, se les podían ver el rostro barbudo y cansado cada vez que daban una chupada al cigarrillo. En el aire se respiraba el hedor de orines y defecaciones, unido al peligroso vapor de la gasolina, que todavía salía por las fosas abiertas de los obispos, y que ahora servían de trincheras. Era difícil creer que se hubiera podido llegar a esa dramática situación, sobre todo por la incertidumbre que pesaba sobre todos nosotros, más dolorosa todavía que los sufrimientos físicos que ocasionaba. Quise cerciorarme de que en la sacristía de las Cabezas, el lugar que habíamos reservado como enfermería, seguía todavía el escaso material sanitario que pude traer yo mismo del hospital. También allí dormitaban milicianos que protestaron por mi presencia a esas horas de la mañana, como si allí no estuviera sucediendo nada fuera de lo normal. Por suerte todo el material seguía en su sitio y a punto, por si era necesario. Antes de salir contemplé con el mismo asombro de siempre las decenas de cabezas que decoraban la bóveda del techo, sin comprender cuál podría haber sido la intención de quienes la hicieron. Parecía como si quisieran decirme que eran los testigos mudos de nuestros nuevos errores presentes, por haber olvidado los suyos del pasado. Pero lo que más me sobrecogió fue volver a encontrarme con la imagen del enorme cristo, toscamente tallado y de escaso valor, que colgaba de una de las paredes de la sacristía, en un lugar que no le correspondía. Era como si la religión católica estuviera obsesionada por el culto a las imágenes, y no podía tener otra explicación que la poca convicción religiosa de sus creyentes, que parecían necesitar la doliente imagen de Jesús en cada esquina, en cada rincón o en cada pared, como si temieran poderla olvidar y volverlo a crucificar. A pesar de su grotesca hechura, la imagen me produjo un escalofrío de presagio de muertes o desgracias, tal era la patética expresión de su rostro mal tallado, medio iluminado por el pálido reflejo de la claridad que empezaba a entrar por la angosta ventana de la sacristía. De pronto, todo aquel silencio se convirtió en un griterío descomunal, porque un miliciano había alertado desde la torre del reloj de la llegada de una oleada de aviones, tal vez ocho o diez, o incluso más. En un instante todo el mundo estaba en pie o tratando de buscar dónde protegerse. Medio adormilados los milicianos corrieron hacia la torre para preparase a la defensa desde la balaustrada de la catedral. Los civiles no se movieron de sus sitios, porque creían que sería más seguro que refugiarse en las capillas. Yo salí corriendo hacia el hospital cruzando de nuevo por el claustro, pero cuando salí al patio me encontré con los hermanos Valiente, que venían jadeantes de sus cuarteles para socorrer a la madre, a la cuñada y al niño, obligándoles a encerrarse también en la catedral. Cuando la Inés me vio, me gritó horrorizada: —¡Corre, Andrés, refúgiate con nosotros en la catedral, que vienen aviones! La madre se resistía, pero finalmente casi la arrastraron hacia la puerta del claustro. Cuando llegamos alguien la había cerrado. Golpeamos con todas nuestras fuerzas la gruesa puerta, sin que al parecer nadie nos escuchara. No había otra solución que salir a la calle e intentar entrar por la puerta del atrio. Por el momento no se escuchaba todavía el ruido de los aviones, por lo que la alarma había sido eficaz, pero no tardarían mucho en aparecer. Corrimos a la calle llevando a la madre casi en voladas y cuando salimos a descubierto, aparecieron los primeros aviones. No eran bombarderos, sino cazas Junker, que en vuelo casi rasante ametrallaban a los milicianos que corrían hacia la catedral desde sus cuarteles. Vimos impactos de metralla por el centro del empedrado, que levantaban chispas y esquirlas de granito del pavimento, pero Dios quiso que no nos acertaran. Por fin, con la madre ya prácticamente desvanecida y llevada a cuestas entre los tres hermanos, pudimos entrar en el atrio y pedir ayuda a gritos a los milicianos que estaban en la puerta, quienes salieron en nuestra ayuda. Los cazas volvieron a ametrallar a los milicianos en sus frenéticas carreras hacia la catedral, ocultándose en los portales para no ser alcanzados. Finalmente, no pudieron entrar todos y muchos tuvieron que resguardarse en otros edificios, sin poder llegar hasta la catedral y optaron por intentar salir del pueblo por la carretera de Madrid, la única que hasta aquel mismo momento seguía libre de rebeldes. Cuando entraron los últimos que habían alcanzado la catedral con vida, cerramos apresuradamente las grandes puertas de la entrada y, de esta forma tan abrupta y precipitada, dio comienzo nuestro encierro. La primera víctima fue la madre de los Valiente. Cuando pudieron tumbarla sobre un improvisado lecho que nos había cedido una de las familias refugiadas, tenía el rostro lívido y desencajado, y los labios amoratados. ¡La desdichada mujer, tal y como lo presintiera, no pudo superar ese nuevo sobresalto y había muerto de un ataque la corazón! Inés se abrazó al cuerpo de la madre y lloró en silencio, porque había aprendido a soportar el sufrimiento con serenidad y resignación. Los hermanos, cabizbajos y desorientados por la inesperada muerte de la madre, se preguntaban entre ellos si no hubiera sido mejor dejarla fuera de la catedral, pero les consoló comprender que ella hubiera sido la primera víctima de las represiones de los nacionales. Benjamín, volviéndose hacia mí, me comentó sin ocultar su dolor: —¡Aunque es una crueldad decirlo, casi me alegro que haya muerto y que se ahorre todos estos sufrimientos! ¡Ahora ya podrá descansar en paz donde haya ido, que si existe Dios no puede ir más que al cielo! Con un gesto de resignación, terminó su sentido pésame y se encaminó él mismo hacia las posiciones de defensa que tenía asignada su milicia. Damián le siguió y la Inés, cuando por fin se separó de la madre secándose las lágrimas con el pañuelo rojo con que se rodeaba siempre el cuello, me rogó que buscáramos un lugar apropiado donde enterrarla. Yo sugerí hacerle un sitio entre los canónigos, pues sin duda que ella merecía un lugar así, tanto o más que los prelados que yacían en él. Pero tuvimos que esperar a que cesara el bombardeo para poderla enterrar. El asedio Una vez más la aviación de Hitler tuvo oportunidad de hacer prácticas sobre suelo español, como si aquella ciudad no fuera más que un campo de entrenamiento y en ella no vivieran seres humanos. Esta vez no fueron tres bombarderos Heinkel sino oleadas de al menos ocho o diez aviones, que siguieron a los cazas, después de que estos «barrieran» las calles de milicianos, aunque la razón era proteger a los bombarderos de la posible defensa de la inexistente aviación republicana, que no pudo adquirir aviones y los que tenía no podían enfrentarse a aquellos modernos cazas alemanes. Subí precipitadamente a la balaustrada de la catedral, porque aun a riesgo de mi vida no podía dejar de ser testigo de esta nueva atrocidad que se cernía sobre nosotros. Apenas había clareado ya el día y las nubes, densas y oscuras, seguían cubriendo al cielo, cuando pude ver las reluciente formas de los aviones, sin duda nuevos y flamantes, acercarse en formación con aparente lentitud por la distancia. El macabro zumbido de los motores se hacía cada vez más intenso y sólo esperaba ver dónde soltarían su mortífera carga. Desde mi escondite, que no resistiría un primer impacto, no perdía de vista la gran cruz del hospital, que seguía sobre el tejado, y trataba de identificar el resto de los edificios más significativos, como el palacio episcopal, el seminario, el convento de las Franciscanas, las Ursulinas o el de Los Huertos, por si se atrevían a bombardearlos. Uno de los aparatos venía directo hacia la catedral y temí que también descargara sus bombas sobre ella. Pasó tan bajo que los milicianos le dispararon una nutrida descarga de fusilería entre insultos y gritos de desesperación y odio, pero no descargaron sus bombas sino que lo hicieron, una vez más, sobre el castigado barrio de las Travesañas. No podía creer que el comandante Marzo o Moscardó, por muy sanguinarios que fueran, hubiera podido ordenar un nuevo bombardeo sobre la población civil, por lo que pensé que aquello no era más de un «ejercicio de destrucción total», anticipo de las futuras tácticas de la aviación alemana para la inminente Segunda Guerra mundial, y que se repetiría en otras poblaciones españolas cada vez con más eficacia y poder destructivo. Los ocho o diez aviones al unísono dejaron caer sus proyectiles y el estruendo de las explosiones conmovió hasta los cimientos de la milenaria catedral. Llamaradas de fuego surgían de entre las viejas casas, acompañadas después de densas columnas de humo negro. Los aparatos remontaron el pueblo y viraron en dirección a la carretera de Madrid, la única vía de evacuación todavía libre, y volvieron a descargar sus bombas sobre la misma carretera, destruyendo un pequeño viaducto que salvaba un torrente y dejándola intransitable. Después viraron nuevamente de regreso a su base en Barahona. Pero no habían salido del perímetro de la ciudad cuando una nueva oleada de aviones apareció por los cerros, con las mismas intenciones, y volvieron a descargar con estudiada organización sus bombas en el mismo barrio, que tras esta nueva oleada era ya una densa bola de fuego y humo y seguramente no quedarían muchas casas en pie. Siguieron nuevas pasadas sucesivas e ininterrumpidas y cada una bombardeaba una parte de la ciudad, pero los pilotos nazis debía tener más amor por la historia que por las vidas humanas, porque, aun sabiendo que los milicianos estábamos encerrados en la catedral, tan solo un bomba impactó en ella y por error, probablemente destinada a las viviendas que sirvieran de cuartel a los guardias de asalto. A media mañana, después de sucesivas y constantes pasadas, tenía la impresión por las llamas y el humo negro y denso que salía de cualquier punto de la ciudad que la destrucción había sido realmente apocalíptica y que cientos de cuerpos yacerían heridos o sin vida bajo los escombros, en especial en la parte alta de la ciudad, que debía de estar completamente destruida. Por lo que pude observar desde mi punto de observación, también habían destruido completamente el seminario, el convento de las Franciscanas, cuya iglesia románica ardía violentamente, dañado gravemente el de las Ursulinas, pero seguía milagrosamente intacto el hospital, donde sabía que resistían el coronel de sanidad, con sus auxiliares, al cuidado de más de 150 heridos, algunos de extrema gravedad. No sólo habían arrojado pesadas bombas de metralla, sino que iban acompañadas de bombas incendiaras, unos cilindros con orificios por donde salían llamaradas una vez que impactaban en el suelo, con la intención de terminar de destruir lo que ya había sido impactado. Aquella misma táctica y con los mismos sangrientos resultados se repetiría meses después en Guernica, pero la localidad vasca pasaría a la historia por la presencia de corresponsales de guerra internacionales. En nuestra ciudad no hubo periodistas ni testigos, tan sólo un tal Mauro Bajatierra, un cronista autodidacto, que sólo contaba las victorias de los milicianos y ocultaba sus derrotas, por lo que el mundo no se enteró de aquella primera atrocidad de la aviación nazi en nuestro país, y ningún Picasso le dedicaría una obra magistral y tristemente conmemorativa. Daban las doce en el reloj de la catedral cuando los últimos aviones desaparecieron por los cerros y no volvieron más, sin duda que quedaba ya poco por destruir. Pero aquello no fue más que el inicio de la ofensiva, porque ya con los prismáticos era posible ver a las fuerzas rebeldes desplegarse por la ciudad y tomar posiciones entre las primeras casas cercanas a la estación del ferrocarril. Entraron en una ciudad arrasada, donde no había más resistencia que la de los milicianos encerrados en la catedral. Los que quedaron fuera, algunos se hicieron fuertes en las casas próximas a la carretera de Madrid, pero en su mayoría y al no poder contenerlos, huyeron precipitadamente campo a través por los pinares o las vaguadas libres de rebeldes, con la intención de alcanzar las líneas del frente de Madrid, a sólo unos kilómetros de allí. Yo volví a bajar a la nave, porque si se producía el temido asalto a la catedral sería más útil entre los civiles y atendiendo a los posibles heridos. Lo que me encontré fue una escena desoladora. Las mujeres histéricas y llorosas, abrazaban a sus criaturas presas del pánico, y se agarraban a los milicianos para pedirles a gritos que se rindieran o de otro modo matarían a todos. Pero estos se las quitaban de encima con violencia y les ordenaban que permanecieran quietas y calladas en sus sitios, y que no pasaría nada porque resistirían hasta que llegaran refuerzos. La Inés misma trataba de calmarlas con argumentos que si bien no eran tranquilizadores sí eran convincentes: —¡Hay que resistir porque si toman la catedral tampoco respetarán vuestras vidas, que os considerarán cómplices de los milicianos y esta gente no respeta ni mujeres ni niños! Sólo una anciana, de gran ánimo y serenidad, se atrevió a apoyarla: —¡Si hija, yo sé bien como las gastas esos bandidos, que no sé por qué se llaman católicos! Me han contado que en mi pueblo, Imón, han fusilado a mujeres y niños, ¡sólo porque les vendieron jamones a los milicianos! Algo calmadas, las mujeres volvieron a acurrucarse entre sus pertenencias y, conteniendo en llanto, no paraban de maldecir su mala suerte y reclamar su inocencia. Al entrar en la ciudad los rebeldes, requetés a juzgar por el color rojo de sus boinas, además de falangistas y regulares, se desplegaron desde el primer momento con la intención de cercar y asaltar la catedral. A pesar de que fueron hostigados desde la torre, donde los milicianos del P.O.U.M. disparaban ráfagas de ametralladora a todo cuanto se movía por las calles, consiguieron emplazar varias piezas de artillería de grueso calibre, apuntando a todos los flancos de la catedral. Dos estaban ubicadas en la entrada de la alameda, resguardas por los dos grandes obeliscos de la entrada, que apuntaban contra la fachada principal, pero sobre todo contra la torre donde estaba emplazaba la ametralladora; otra en la carretera de acceso a mi propio pueblo, desde donde se alcanzaba el lado norte del crucero; otra en la misma calle Mayor, desde la que podían alcanzar la torre del Santísimo, el crucero y la puerta de acceso a la plaza Mayor. Para evitar cualquier posibilidad de huida habían instalado piezas pequeñas y ametralladoras en las calles adyacentes y en la parte trasera, al otro lado de una vaguada, cubriendo cualquier fuga por este lado de la catedral. No había, por tanto, escapatoria posible, ¡había que resistir a toda costa. CAPÍTULO VIGESIMOQUINTO Una noche en vela Al atardecer todavía continuaba cayendo una persistente y fría llovizna, que colaboró, dentro del siniestro estado en que se encontraba la ciudad, a apagar los incendios, pero aparte de esporádicos disparos y ráfagas de ametralladora que se escuchaban por otras partes de la ciudad, los rebeldes no parecían decididos a tomar la catedral aquel mismo día. Por entonces ya estaban febrilmente ocupados en sus masacres habituales de limpieza de «rojos», con toda la ambigüedad y generosidad que para ellos tenía este calificativo. Fueron ejecuciones contrarias a la más somera dignidad humana y a todas las convenciones humanitarias internacionales, incluso en tiempos de guerra. La primera víctima fue el honesto y valiente coronel médico y sus auxiliares, excepto las hermanas, que al identificarse salvaron la vida, no sin suplicar inútilmente para que le fuera perdonada la vida al oficial, que nunca había ido armado ni, con toda seguridad, matado a nadie, sino todo lo contrario. Esta vez no utilizaron el método habitual de ametrallar en sus camas a los milicianos heridos, como hicieron en Toledo, sino que les obligaron a levantarse y caminar ayudados unos de otros los cincuenta metros que separaban nuestro hospital del cercano convento de la Ursulinas, que había sido cuartel de la C.N.T. Una vez allí, después de obligar a los más fuertes a cavar su propia fosa común, los ametrallaron contra una de las milenarias paredes del convento. La segunda atrocidad fue ejecutar sin miramientos a todos los campesinos que se encontraban refugiados en las casas de huéspedes, tal vez para hacer sitio a sus enardecidas y agotadas tropas, a los que también obligaron previamente a cavar su propia fosa común. Pero durante todo el resto del día fue un trasiego de «sospechosos», denunciados sin pudor por sus propios vecinos o, por desgracia para la ciudad, por miembros de la colonia de veraneantes, por lo general de tendencias conservadoras, y que habían llegado con los rebeldes para liberar a sus familiares, atrapados en la ciudad cuando comenzó la sublevación. Estos fueron todavía más despiadados que los naturales, porque los despreciaban igual que a los milicianos, especialmente a los más humildes del barrio alto de la ciudad, y que había castigado duramente la aviación. En aquella primera limpieza de urgencia ni siquiera permitieron a los familiares de los ejecutados recuperar sus cuerpos y darles sepultura en el cementerio, porque, al ser propiedad de la Iglesia, ésta consideró que no merecían yacer en «tierra santa», sino en cualquier fosa, abierta con precipitación por todos los huertos de la ciudad, o arrojados a los pozos, o simplemente abandonados en las cunetas, según los iban ajusticiando. Tal vez fuera por lo ocupados que les tenía esta primera orgía de sangre y represión que decidieron posponer el asalto a la catedral hasta el día siguiente, y llegó el anochecer sin que notáramos movimiento alguno ni señales de los rebeldes. Ni que decir tiene que el ambiente entre la población civil en el interior de la catedral era patético, pero sin embargo los milicianos parecían haberse crecido tras creer que si no habían iniciado ya la ofensiva era porque, en efecto, debían haber tomado la decisión de respetar la catedral. Aquella misma noche hubo una reunión general de las milicias para estudiar la situación y Feliciano Benito parecía convencido de que habían hecho lo mejor. —¡Estos fanáticos católicos no se atreverán a tocar la catedral! Si los aviones no la han bombardeado ya ¡es porque no querrán condenarse con semejante acción! Sin embargo aquel optimismo no era compartido por todos. Mika Etchebéhère argumentó que el asedio no podría durar más de una semana, porque se agotarían las reservas de agua, por lo que propuso sacrificar a los animales, a los que se les daba de beber alegremente sin pensar en esta posibilidad. —¡No estaremos aquí ni tres días, que Martínez de Aragón ya debe de estar en camino! —le replicó el líder de la C.N.T. con ese optimismo irracional y poco previsor de nuestro pueblo. La austriaca no insistió, pero creo que desde aquel momento comprendió que la causa revolucionaria en nuestro país no era tan pura y consistente como la romántica idea que debió hacerse para decidirse venir a España, tras haber participado en todas las fracasadas revueltas revolucionarias de Viena y Berlín. Nadie parecía tener sueño aquella noche ni se atrevían a dudar de nuestra pronta liberación para no desmoralizarnos. Inés había hecho gran amistad con la austriaca, hasta el extremo de que se había pasado a su milicia, donde estaban sus propios hermanos, porque en su cuartel era tratada con discriminación por ser mujer, y más de una vez había tenido que discutir las órdenes que obligaban a las mujeres a hacer la colada de los milicianos o a zurcirles los calcetines. —Estos chicos son muy revolucionarios, pero si hay mujeres por medio se les olvida cómo se fríe un huevo o se lavan unos calzoncillos. ¡Aún serán necesarias muchas revoluciones en este país para que os traten como a iguales! —comentaba la austriaca con sus compañeras españolas. Animados por las bromas y la falta de sueño, entre baso y baso de vino, del que al menos no faltaba, se formó una animada charla en torno a las velas, que ardían en un hermoso candelabro de plata, tomado del altar Mayor. —¿Y cómo os tratan en vuestro país, si puede saberse? —preguntó curiosa la Inés. —No mucho mejor que aquí, ¡pero ya no creemos en príncipes encantados ni en cuentos de hadas! Inés debía tratar de imaginar algo porque miraba abstraída el llamear de las velas como si lo estuviera viendo en ellas. —Si salgo con vida de esta catedral no volveré a Madrid, ¡Me echaré un novio rico y guapo y viajaré por todo el mundo! Pero ¿qué digo?, ¡si ya tengo novio! ¿Verdad Andrés que tú y yo somos novios? —y me tomó del brazo, dándome a entender que no debía tomármelo en serio, sino como un juego. Yo le seguí la broma y asentí con un contundente «¡Claro mujer!», y la Inés prosiguió hablando ya del futuro con el mismo entusiasmo—. ¡Si me invitas, iré a tu país! ¿Cómo es tu país, Mika, es bonito? La miliciana austriaca pareció sorprendida por aquella inesperada pregunta. Meditó la respuesta unos instantes y con cierta melancolía, le contestó: —Es curioso, cuando salí de allí, después de lo de Dollfus, me dije a mí misma que Austria era el lugar más horrible de la tierra, y ahora, de pronto, cuando me has hecho esa pregunta, he sentido nostalgia de Viena, de sus palacios aristocráticos, de sus calles burguesas, de sus teatros de la ópera para los ricos, ¡y hasta de los valses de los Strauss! ¿Cómo puedo decirte ahora que añoro todo contra lo que siempre he luchado? ¡La verdad es que no sé qué contestarte, Inés, porque a veces las cosas se vuelven tan confusas! ¡Y no digamos de las montañas! No sé lo que daría por estar ahora tumbada en la hierba recién segada de una de nuestras praderas, escuchando las esquilas de las vacas o alguna polca local, ¡y eso que siempre me habían parecido ridículas y aburridas! La mujer parecía apenada, por lo que me atreví a intervenir. —Tal vez los países tengan algo que esté por encima de sus propios habitantes, de sus banderas, de sus héroes y de sus mitos; algo mágico que esté en su remoto y milenario pasado. —¡Qué bonita es la ópera! —exclamó de pronto Inés, suspirando casi emocionada—. Una vez en Madrid un señorito algo chulito, pero buena persona, me pagó para que le acompañara a la ópera. Yo creía que eso era un sitio donde unas mujeres chillaban tonterías y otros señores les contestaban otras tonterías, pero más grandes. Se titulaba… «Madam… ¡no sé qué!» —¡Madama Butterflay, de Giacomo Puccini! —interrumpió la austriaca. —¡Sí, eso! ¡Qué cosa más bonita! ¡Qué sacrificio el de aquella japonesa! ¡Qué realismo y cómo cantaba aquella mujer! ¡Y el marinero, qué voz tan varonil y armoniosa! ¡Con qué carácter la abrazaba! ¡Yo me sentía como flotando en el aire! Figúrate que al final lloré y me enfadé porque se había terminado. Cuando salí le devolví el dinero a aquel señorito y aún le di un duro. «¡Toma, le dije, te pago mi entrada, que no es justo que me des dinero después de lo que he disfrutado!» ¡Y decimos que esas cosas son de «burgueses»! ¿Cómo podía ser burguesa aquella mujer con aquella voz, o los demás cantantes, que lo hacían tan bien? La pregunta quedó en el aire sin que nadie tuviera realmente una respuesta, pero alguien del corro se atrevió a responder lo primero que le vino a la cabeza: —¡Es la maldita religión, que lo corrompe todo! —¿La religión? —replicó Inés, que parecía estar inspirada para cualquier reflexión—. La mujer más bondadosa y caritativa que he conocido ha sido doña Virtudes, ¡una beata de cuidado! No se perdía ni un rosario ni un vía crucis, pero nunca me trató con desaire ni con desprecio, y no permitía que nadie, ni sus melindrosas hijas ni el bruto de su hijo, se rieran de mí ni me hicieran de menos. ¡No es la religión, es el natural de cada uno! ¡Se es una buena persona o un demonio! ¿Qué tiene que ver la religión? Si yo fuera cura no predicaría el amor a Dios, que vete tú a saber si existe, sino a las personas, que ésas si que existen ¡y son las que necesitan amor! Se hizo un emotivo silencio, como si aquellas últimas palabras de la Inés resonaran en las frías bóvedas de la catedral, sacudiendo hasta sus milenarios cimientos, después de negar a Dios en su propia casa. Poco a poco fue decayendo la conversación y, para intentar quitarnos el miedo y la angustia que no nos abandonaba, echamos una mano de cartas a la luz de las velas. Aún conseguimos dormitar algunas horas hasta que llegó el amanecer del día siguiente. Tal vez si hubiera salido el sol en lugar de aquella persistente y plomiza llovizna me hubiera levantado con mejor ánimo, pero la humedad y el frío se me metió en los huesos y me levanté entumecido y aterido, presagiando nuevas desgracias. Rendición incondicional Los hermanos Valiente tomaron el relevo en la torre del reloj y la balaustrada. Inés había sido asignada al parapeto que habían levantado junto al altar de Santa Librada, frente a la puerta de la plaza Mayor, y yo estuve recorriendo el improvisado campamento de civiles, por si había alguna necesidad. En aquella penumbra no se veía otra cosa que bultos donde se suponía que había seres humanos acurrucados, tratando de librarse de frío y de la humedad. En medio de aquella tensa calma escuchamos que alguien gritaba desde el atrio: «¡Abrir, compañeros, que traigo un mensaje del comandante Palacios!». Los milicianos que estaban apostados en los parapetos, junto con montones de cartujos de dinamita por si los necesitaban, se preguntaban unos a otros extrañados quién podría ser y cuál sería el mensaje del que ya sabían que era el nuevo comandante rebelde que había entrado al frente de las tropas rebeldes en la ciudad. Alguien reconoció por la voz del mensajero que se trataba de un miliciano de la «Pasionaria», probablemente hecho preso por los rebeldes, a quien debieron encargarle alguna misión negociadora. Preparándose para una eventual trampa, entreabrieron la puerta y pudimos ver, en efecto, a uno de los milicianos capturados que enarbolando una bandera blanca intentaba entrar en la catedral. Al ver que le abríamos la puerta se decidió a salir al descubierto y correr hacia nosotros. Entró tan rápido como pudo y volvieron a atrancar al gruesa puerta tras del él. El miliciano, excitado y asustado, pues seguramente no creía poder atravesar el atrio y seguir con vida, les comunicó inmediatamente el mensaje del comandante: —¡Dice que si os rendís sin condiciones salvaréis la vida! — tragó saliva, recuperó el aliento y para sorpresa de los milicianos, que ya desconfiaban de las buenas intenciones de los rebeldes, continuó—. ¡Pero yo no creo que os perdonen; no sabéis la carnicería que han hecho en la ciudad! ¡Han fusilado a todos los heridos del hospital! ¡Ni yo mismo quiero ya salir de aquí! Lo mejor es resistir hasta que vengan refuerzos, que por lo que he visto, no son tantos ni tan difícil de desalojar si Martínez de Aragón cumple su palabra. —¡Nada de rendiciones! ¡Resistimos, que mientras nos quede dinamita aquí no entran! ¡Abre la puerta que les voy a dar la respuesta! —dijo uno de los mineros, mientras ponía un cartucho de dinamita en una honda. Los compañeros abrieron una de las contrapuertas y después de prender la mecha, salió precipitadamente a descubierto y lanzó el cartucho, pero los rebeldes debería de estar preparados para ejecutar al primero que saliera, incluso el mismo mensajero, porque se escuchó una descarga de fusiles, después una gran explosión y, volvieron a cerrar precipitadamente la puerta, confirmando la desgraciada muerte de dinamitero suicida. Los ánimos se exaltaron y desde la torre los milicianos de la ametralladora abrieron fuego contra los lugares de donde habían partido los disparos, y en un momento se produjo el primer violento intercambio de fuego, sin que ninguno supiera realmente dónde disparaba. En el interior, como era de esperar, las mujeres gritaban aterrorizadas sin saber qué hacer ni adónde ir. Los milicianos disparaban desde cualquier parte por donde se pudiera divisar la calle: sobre la balaustrada, desde las ventanas de las torres o desde la balconada del reloj que daba a la plaza. Los que permanecían en la nave se apostaron en las improvisadas trincheras, temiendo que pudieran hacer uso de la artillería y disparar contra las puertas, las más vulnerables, razón por la que se habían levantado los parapetos. Por un momento cesó el tiroteo y contuve la respiración, porque tuve el presentimiento de que el próximo ruido sería el de algún obús, y en efecto así fue. Desde las baterías situadas en la puerta de la alameda dispararon un primer obús a la torre de la catedral, donde estaba emplazada la ametralladora. Escuchamos la explosión que hizo retumbar el suelo y, al instante, el aterrador ruido de los sillares desprendidos de la torre caer sobre el atrio, como si la torre entera se hubiera venido abajo. Nuevamente se produjo el histérico grito de las mujeres y el llanto desconsolado de los niños, pero en el interior no había sucedido nada ni nadie había resultado herido. Entonces pensé en los hermanos Valiente, que debían estar en la torre y supuse que podrían haber resultado heridos. Fui a la sacristía en busca del equipo médico y al cruzar por la trinchera donde estaba la Inés, parapetada contra losas y lápidas, me miró angustiada, pero yo no pude decirle nada, porque también ignoraba lo que hubiera podido suceder. Al entrar en la angosta escalera de caracol que comunica con la torre, una densa nube de polvo hacía imposible el acceso y temí que, en efecto, la torre entera se hubiera venido abajo con ellos dentro. Con extrema dificultad conseguí ascender, hasta que una bocanada de aire fresco disipó el polvo y pude llegar a la puerta de acceso a la balaustrada, que no había sido afectaba por aquel primer obús. Era tan recia la torre que tan solo una pequeña parte de la esquina se había desprendido, pero el resto seguía en pie. Me asomé a la balaustrada y vi al Damián, que estaba apoyado sobre una de los soportes de la barandilla, protegido de los disparos, y a gritos le pregunté si estaba bien. Pero en esos momentos la ametralladora volvió a disparar en dirección a la alameda, de donde había procedido aquel primer disparo y supuse que no podría escucharme. No comprendía por qué no se ponía a cubierto ante la posibilidad de que volvieran a cañonear la torre, así es que sin pensar en el riego que yo mismo corría, y cubriéndome como pude, me acerqué a él para prevenirle. Cuando lo cogí del brazo para obligarle a resguardase se desplomó al suelo. ¡Tenía una esquirla de metralla incrustada en la frente y se había quedado apoyado grotescamente sobre la balaustrada! Lo arrastré hasta el interior de la torre y lo único que pude hacer por el fue cerrarle los párpados: había muerto en el acto. No sabía qué hacer, pero era evidente que tenía que ponerme yo mismo a cubierto o con el próximo disparo sería yo también la víctima. En esos momentos de violencia extrema ni siquiera hay tiempo ni queda nada en la conciencia como para sentir la muerte de un amigo, y ahora recuerdo que Gabriel Celaya, en las mismas circunstancias, supo plasmar aquella desesperación en uno de sus versos de guerra: «Vi que no sentía ni pena ni horror. Vi como mi mente buscaba a los hechos justificación. Vi el cáncer del odio Vi que no era nadie. Vi como la guerra quemada furiosa cuanto en mí pudiera ser un corazón.» En efecto, en aquellos momentos ni siquiera me entretuve para llorar al amigo muerto. Corrí a refugiarme, y apenas estuve a resguardo volvió a impactar un nuevo obús contra la torre. De nuevo los grandes y milenarios sillares de piedra arenisca saltaban por los aires y caían con un estruendo indescifrable sobre el atrio, porque nadie puede describir cómo suena la historia cuando es atacada por la barbarie y el fanatismo de unos exaltados, que se creían exculpados por el mismo Dios para destruir su casa a cañonazos. Volví a arriesgarme y, sobreponiéndome a la tristeza y la desesperación por la muerte del Damián, puse su cuerpo a cubierto de nuevos cañonazos y me apresuré a subir a la torre para ver cómo estaba la situación allí. Por suerte los abuses habían impactado por debajo de las troneras y la torre era bastante recia y gruesa como para aguantar. Dentro, el mismo Benjamín manejaba la ametralladora, ayudado por la miliciana austriaca y dos más, una de ellas la muchacha menuda que llamaban Emma, que, junto con la Inés, se había pasado también al P.O.U.M., y no dejaban de disparar mientras humeaba el cañón recalentado por los disparos. No sabía si era aquel el mejor momento adecuado para decirle al Benjamín la nueva desgracia que se había cernido sobre su familia, pero tampoco ganaba nada con ocultarlo. No era fácil acercarse a ellos, porque impactaban las balas de los rebeldes en todas partes y era un milagro que ninguno de ellos resultara alcanzado. Algo debió comprender el Benjamín cuando me vio aparecer por la dolorida expresión de mi rostro y la mirada que intercambiamos que parecía decirlo todo. En un respiro, mientras las milicianas volvían a poner un nueva cinta de balas en el arma, me preguntó como adivinando la muerte del hemano: —¿La Inés? —¡No, el Damián; lo ha matado el obús! —le dije, sintiéndome ya como un mensajero de la muerte, pues parecía que aquella era mi única misión en este mundo. El Benjamín no dijo nada. Miró al cielo, sin duda retando al mismo Dios, apretó los dientes y cuando las milicianas, que estaban demasiado ocupadas para escuchar nuestra conversación, recargagaron el arma, parecía como si no disparase balas, sino ira que surgía de las profundidades más tenebrosas de su alma. De esta manera se fue quitando el dolor por la muerte de su hermano, hasta que, agotado y destrozado, se vino abajo y no pudo evitar un amargo sollozo tapándose la cara con las manos, tal vez avergonzado de su debilidad. Las milicianas comprendieron entonces lo que había sucedido y le relevaron en la ametralladora. Un obús contra la Virgen Tras la inesperada muerte del Damián, el ataque a la catedral se recrudeció. Seguían disparando contra la torre y no tuvieron más remedio que abandonar la ametralladora, porque no había ninguna posibilidad de seguir disparando sin riego de sus vidas, ni acertar a la batería que les disparaba desde la alameda. Al callar la ametralladora cesó también el cañoneo de la torre, porque tal vez creyeron que les habían acertado y destruido. Se quedaron en la torre, apostados sobre el balcón del reloj, vigilando los movimiento de los rebeldes por la plaza Mayor, por si intentaban tomar la catedral por la puerta del crucero, pero no intentaron nada. Lo que no podíamos ver desde aquella posición era que otra pieza de artillería, también de gran calibre, estaba lista para hacer fuego sobre la puerta que daba a la plaza. El primer disparo impactó contra la misma puerta, que saltó en pedazos por los aires. Al ver la humareda oscura que salía de ella, un escalofrío de terror me recorrió el cuerpo, porque pensé que la Inés estaba defendiendo esa posición y profundamente alarmado decidí bajar precipitadamente. Todavía estaba contemplando el denso humo que salía del interior cuando se escuchó un nuevo disparo y el silbido del obús, que esta vez entró dentro de la catedral, explotando en el interior. Algo me cegó la mente, como si un relámpago me la hubiera atravesado, porque no pude evitar ver a la Inés herida de muerte y desangrándose, tal y como tantas veces la había imaginado y que ahora me negaba a creer que hubiera podido suceder en realidad. No sé por qué pero la noche anterior, al ver lo ilusionada que estaba con su fascinante futuro, pensé que aquel optimismo la libraría de cualquier mal. Pero para su desgracia lo mismo que para la mía por lo que me reste de vida, no fue así. Atolondrado, y a punto de matarme yo mismo precipitándome por aquellas horribles escaleras que parecían negarme el paso y evitar que fuera en socorro de las personas que más quería de este mundo, bajé a la nave y alguien ya me advirtió antes de llegar: —¡La Inés! ¡Tiene una pierna destrozada por la metralla! ¡El obús ha impactado contra el mismo altar de Santa Librada! Ingenuamente me alegré de que siguiera viva, porque, por grave que fuera la herida, siempre habría alguna posibilidad de salvarla. Pero ¿con qué, si en la catedral no había más que cuatro gasas que no servían más que para curar un rasguño? Por el camino una mujer me agarró de la chaqueta y me gritó histérica: —¡Dígales a los milicianos que se rindan o nos matarán aquí adentro a todos! Yo había perdido los nervios y le respondí de mala manera: —¡Nos van a matar igual, señora! La pobre mujer me soltó aterrorizada, llevándose la mano a la boca, sin saber que responder, presa ya del pánico. Yo, como loco, corrí al lugar del impacto y sólo vi dos cuerpos destrozados y ensangrentados sobre los restos del altar destruido, pero a la Inés la habían llevado ya a la sacristía de las Cabezas. Nunca había sentido tanto miedo de traspasar una simple puerta porque algo en mi interior se negaba a creer lo que podía haber al otro lado. Me quedé paralizado ante la entrada, negándome una y otra vez a aceptar que Inés pudiera estar allí, desangrándose y acaso muriéndose. Era evidente que mi valor se vino abajo cuando llegó el momento de la verdad, esos instantes en que te das cuenta de que un grave suceso cambiará completamente tu vida, aunque pudiera vivir cien años. Ése era mi caso y tenía que aceptarlo. Al fin el destino parecía cumplirse y mis temores se hacían realidad: Inés caía herida, tal y como lo había visto mil veces en mis pesadillas. Pero había sucedido y ya no había remedio, sólo queda resignarse y afrontar la realidad. Respiré hondo y traté de calmarme para no inquietarla más si realmente estaba mal herida. Cuando por fin entré, la Inés yacía medio desvanecida, sentada sobre la tarima de madera y apoyada torpemente sobre los cajones donde se guardaban los devocionarios y ropas para la eucaristía. Tenía el rostro contraído por el dolor, y de una de sus piernas manaba todavía abundante sangre, pero la ropa chamuscada y hecha jirones del mono no me permitía ver la gravedad de la herida. La acompañaban los dos milicianos que la habían evacuado de la improvisada trinchera, quienes al verme no pudieron evitar hacerme un gesto de gran preocupación. —¡Casi le ha cortado la pierna! ¡Ha sido la metralla! Me acerqué a ella, pero parecía no reconocerme, porque seguía crispada por el intenso dolor. Retiré la tela chamuscada del mono y estuve a punto de no poder contener una nausea de repugnancia por el desgarro que la metralla le había producido en el muslo. Inmediatamente pedí a los compañeros que me buscaran algo para hacerle un torniquete o allí mismo se desangraría. Encontraron unas camisas blancas que desgarraron en tiras y al menos pude contenerle algo la hemorragia. Cuando la Inés sintió mi mano, entre abrió los ojos y mirándome con una profunda expresión de tristeza más que de dolor, me susurró: —¡Andrés, gracias a Dios que tú siempre apareces cuando más lo necesito!… —y volvió a cerrar los ojos, porque debería estar sufriendo terribles dolores, ¡y no teníamos ni un solo analgésico! Yo no era médico y no sabía qué hacer ante heridas de aquella gravedad. Mientras yo desesperaba, sin saber qué hacer, en la catedral se libraba ya una dura batalla, porque un grupo de requetés, aprovechando la confusión tras la explosión, intentaron el asalto por la puerta derribada. Pero los milicianos los rechazaron con la dinamita, lanzada con hondas y dentro de botes con clavos y tornillos, desde detrás de lo que quedaba del parapeto. Sorprendidos por las violentas explosiones y los efectos de aquella improvisada metralla, retrocedieron los rebeldes y fracasó aquel primer asalto, permitiendo que los milicianos se reagruparan y volvieran a fortificar la entrada. Mika Etchebéhère había bajado precipitadamente también de la torre y acudido a la sacristía de las Cabezas para interesarse por la suerte de Inés. Al igual que yo, ella también comprendió que la herida necesitaba algo más que unas gasas y el poco desinfectante que todavía nos quedaba. También el Benjamín estaba ya junto a su hermana, y entre todos sólo podíamos intentar darle el mayor afecto y calor que nos fuera posible, pero ninguno tenía lo que realmente necesitaba. Nadie se atrevió a decirle que su hermano Damián había caído momentos antes, pero la Inés pareció haber tenido el presentimiento de la muerte de su hermano, porque volvió a entreabrir los ojos, miró a su alrededor y, al no verlo, nos preguntó: —¿Dónde está el Damián? Con precipitación y hasta torpeza el Benjamín se apresó a buscar una rápida excusa: —¡Está en la torre, Inés, sano y salvo!... ¡No te preocupes por él. Pero ella, entre gestos de dolor, insistió: —¡Lo han matado!, ¿verdad, Benjamín? El hermano no pudo seguir ocultando la verdad, porque parecía como si ella lo hubiera presentido, así es que lo confirmó con un resignado gesto de cabeza, totalmente abatido por el dolor de todas aquellas desgracias. Inés volvió a cerrar los ojos y debía de sollozar por el hermano muerto, pero entre tanto sufrimiento era difícil saber por qué razón lo hacía. Mika la estrechó entre sus brazos y trató de calmarla, acariciando sus cabellos y secándole el sudor de su frente. Inés, con una mueca de amarga sonrisa, le dijo: —¡Ya no podré ir a tu país, Mika! ¡Dónde voy a ir con una pata menos! La gangrena Tras fracasar en su primer intento, el comandante Marzo debió tomar la decisión de evitar a cualquier precio que el asedio a la catedral se convirtiera en el nuevo Alcázar del bando republicano. El propio Moscardó debió dar órdenes precisas al coronel para que hiciera lo que fuera necesario para obligarnos a salir de la catedral, aunque el precio fuera derribarla a cañonazos. Martínez de Aragón, quien había comprometido su palabra, seguía buscando refuerzos de despacho en despacho sin demasiado éxito. Era evidente que los nacionales tenían órdenes para que el encierro no se prolongara. Pero no sabían que en la catedral ya se vivía una total desmoralización, y la mayoría comprendió que no podríamos soportar muchos ataques como aquel. Además de la pobre Inés, la sacristía estaba ya llena de heridos sin que tuviéramos otra cosa que jirones de tela hervidas para calmar los dolores con paños calientes, en heridas que cada hora que pasaba se agravaban e infectaban. Entre la miliciana austriaca, el Benjamín y yo nos fuimos turnando para estar siempre al lado de la Inés y de los otros heridos. Ya que no podíamos calmar sus dolores, tratábamos de distraerlos con cualquier tema de conversación. La Inés, debido a la intensidad de los dolores, de vez en cuando perdía el conocimiento. Cuando lo volvía a recuperar, lo primero que hacía era llamarme, como si temiera que me hubieran matado a mí también. Yo regresaba de donde estuviera, por lo general atendiendo a los civiles o discutiendo con los milicianos para que dieran la poca leche en polvo que todavía quedaba a los famélicos niños de pecho, cuyas madres habían interrumpido su lactancia por el estado de excitación y pánico en que se encontraban. Cuando volvía a la sacristía Inés me reprochaba que estuviera siempre preocupándome por los demás dejándola a ella abandonada, pero después me pedía disculpas. Al día siguiente del ataque, mientras cuidaba de ella, me miró melancólica, pero sin parecer asustada, y me dijo. —Andrés, aunque te parezca que digo tonterías por la fiebre, creo que ya estoy empezando a hacerme a la idea… Sé que no tenemos escapatoria y que voy a morir aquí adentro, por eso quiero que no te apartes de mi lado… En realidad ya me importa poco… Mi madre ha muerto; mi padre ¡sabe Dios dónde estará!; Juan está muerto; Damián también está muerto y el Benjamín se hará matar cualquier día… Debe ser el destino de toda nuestra familia... ¡que muramos todos en esta asquerosa guerra! —yo la escuchaba en silencio, porque la verdad es que no tenía ningún derecho a darla esperanzas, porque también yo sabía que si no nos rescataban pronto no saldríamos ya ninguno con vida de aquella catedral, así es que casi me alegré que tuviera aquella entereza de ánimo—. ¡Andrés, por lo que más quieras, ten cuidado no vayas a morir tú antes que yo! Ya sé que es de egoístas, pero es que para mí eres… eres como un hijo; te quiero como si te hubiera criado yo..., pero también te quiero como hombre… Bueno, ¡tú no sabes cómo somos las mujeres!… Yo siempre te he querido, ¡incluso cuando te odiaba! Pero no es como tú crees… Es como si las mujeres naciéramos para ser de un solo hombre… como si estuviéramos cojas o mancas, ¡y maldita sea la comparación!, si nos falta un hombre… pero no uno cualquiera, sino el que nos tiene preparado el destino… Y ése eras tú, Andrés, hasta que te metiste a cura. ¡Menuda faena que me hiciste! —calló durante un rato en que parecía que iba a volver a desvanecerse, pero debía sentirse reconfortada por aquellas confidencias, por lo que prosiguió hablando—. Y ahora, esta guerra, ¡fíjate lo que son las cosas!, nos ha vuelto a juntar… Y tú estás a mi lado y sin sotana; y te estoy hablando no como a un cura sino como a un hombre. ¡Te has hecho un hombre de verdad, Andrés!… Si sales con vida se te rifarán las mujeres. Pero cuando yo muera, puedes seguir de cura ¡que ya bien poco me importará! Llevaba razón, había dejado de pensar como un adolescente y mucho menos como un seminarista. Después de contemplar el verdadero rostro del sufrimiento y de la muerte, todo lo que aprendí en el seminario me parecía de una frivolidad inconcebible. ¡Cómo si se pudiera penetrar en el interior de la conciencia de un ser humano con sólo padrenuestros y avemarías! ¡Cómo si hubiera arrepentimiento posible para perdonar todos aquellos pecados que se estaban cometiendo contra toda la humanidad, y no sólo contra aquellos cientos de desgraciados que estábamos encerrados en aquella catedral, que realmente parecía hecha para la guerra y no para la oración! ¿De qué servían todos esos crucifijos, ricamente ornamentados y primorosamente decorados, si no tardarían en caer sobre nuestras cabezas y servirnos de sepultura, violentamente arrancados de sus cruces por los propios católicos? Y ¿qué pecado habíamos cometido para merecer aquel celestial castigo? ¡Mil veces que volviera Jesucristo al mundo mil veces lo volverían a crucificar! Tenía que haber otra forma de religión, sin cruces, sin padrenuestros ni avemarías; sin credos ni plegarias; sin flagelaciones ni humillaciones. Una religión simple como un amanecer y el alegre canto de un ruiseñor; una religión de la vida y no de la muerte, ¡y con un Dios de la paz y no de la guerra, como parecían ser todos los dioses de este mundo! Al tercer día del asedio murió uno de los heridos y el olor a la temida gangrena ya podía sentirse al entrar en la sacristía. La herida de la Inés tenía un aspecto alarmante, con signos de gangrena por el color de los coágulos y el olor que desprendía. Inés debía saberlo, porque ella era la primera en sentirlo. Soportaba el dolor con asombrosa entereza y la fiebre subía al atardecer hasta hacerla delirar. En esos momentos me llamaba a gritos, pero también a sus dos hermanos muertos y a la madre, a quién pedía agua desesperadamente. Precisamente el agua era el mayor problema, tal y como nos había prevenido la miliciana austriaca, porque al ser el rancho a base de bacalao que no podía ser convenientemente desalinizado, la gente estaba sedienta todo el día y hubo que poner un miliciano de guardia en el pozo del claustro. Pero esto no fue lo más grave sino que ya a primeras horas del tercer día la paciencia del coronel Marzo debió de agotarse, y ordenó un ataque suicida con los dos camiones que los mismos milicianos habían blindado para el asalto a Atienza. Apenas aparecieron por el atrio, los disparos de los fusiles mejicanos de los milicianos traspasaron las chapas y mataron a los pobres soldados, que eran regulares, y muchos de ellos seguro que habría sido movilizados a punta de pistola. Una vez más, la ira del fracaso lo pagaron con la catedral y nos dispararon el primer obús destinado a destruirla completamente, impactando contra una de las bóvedas del crucero, que se vino estrepitosamente abajo. Yo estaba con la Inés en la sacristía y cuando escuchamos aquel horrible estruendo de piedras y cristales rotos caer contra el suelo tuve la impresión de que todo el edificio se venía abajo. En la sacristía los cientos de cabezas del artesanado parecían que fueran a desprenderse sobre nosotros. Pero inmediatamente pensé en las familias que dormitaban en la nave y temí que se hubiera producido una nueva masacre entre los pobres civiles. Unos instantes después entró en la sacristía la miliciana austriaca, fuera de sí, lo que no era normal por su templado carácter, y me puso al corriente de la situación: —¿Pero es que se han vuelto locos estos fascistas españoles? ¿Cómo pueden cañonear tan bárbaramente una catedral llena de mujeres y niños? ¡Gracias al cielo que no hay heridos, Andrés, que estaban todos en la nave y sólo ha caído parte de la bóveda del crucero! ¡Que locura de guerra! ¡Cómo se puede llegar a estos extremos de barbarie y deshumanización! Al menos consiguió que los civiles abandonaran la nave y se decidieran a encerrarse en las capillas, porque el siguiente obús impactó contra la techumbre y tiró abajo parte de las bóvedas de la nave. Durante toda la mañana prosiguió aquel infernal cañoneo, y al medio día la lluvia caía libremente sobre el altar Mayor, sin techo que lo cubriera. Todo el interior de catedral era una nube irrespirable de polvo con olor a pólvora y moho milenario, de los altares removidos y de los viejos encofrados incendiados. Las hermosas vidrieras también saltaron hechas añicos. Amontonados entre los escombros yacían imágenes de vírgenes y santos y hasta las sagradas reliquias de Santa Librada debían estar esparcidas entre los escombros humeantes. Pero lo que yo no sabía todavía era que el archivo, aquel por el que yo me había desvivido y cuidado con infinito esmero, había sido parcialmente destruido y todos mis trabajos fueron inútiles. Aquellos fascistas españoles no se molestaron en hacer una pila con sus libros y prenderles fuego, como antes habían hecho Hitler o el cardenal Mendoza, sino que aquí simplemente los destruyeron a cañonazos, y no libros cualquiera, sino de inestimable valor cultural e histórico. Pero la historia ya no les preocupaba, ¡porque la estaban reescribiendo a cañonazos! EPÍLOGO La huida Transcurrieron dos angustiosos días de una terrible incertidumbre y no había ni señales de la ayuda prometidaherida de Inés empeoraba, y aunque era una idea que trataba de desterrar desesperadamente de mi cabeza sabía que su única salvación era amputarle la pierna. Pero, no sólo no había nadie con el valor y los conocimientos para hacer algo así, sino que todos sabíamos que no serviría de mucho, porque los nacionales la matarían apenas entraran en la catedral. En este estado de pesimismo generalizado cundió la idea de intentar una salida a la desesperada. Yo mismo había sugerido a los milicianos que saltando de noche por el alto muro del cementerio de los canónigos y bordeando una segunda valla que limita la vaguada, tenían alguna posibilidad de escapar hacia los pinares, si no eran descubiertos. Al otro lado de la vaguada los rebeldes habían emplazada una ametralladora y una pieza de artillería de pequeño calibre, pero con la oscuridad cerrada de aquellas noches nubladas siempre cabía la posibilidad de tener suerte y alcanzar los pinares. Después, sólo era cuestión de sortear las patrullas y alcanzar las líneas republicanas. Convocaron una reunión para discutir si intentaban la huida o resistían hasta el último hombre, a la que no permitieron acudir a los civiles, quienes les pedían con desesperación que se rindieran, llegando a los insultos y hasta a las agresiones, pero sabíamos que en aquellas circunstancias no se les podíamos pedir mucha comprensión. Más que asustados los milicianos parecían cansados y frustrados, pero en su mayoría estaban decididos a resistir. —¡Si las cosas se ponen realmente feas salimos a tiros y a golpe de dinamita! —comentó uno minero, empuñado amenazador uno de los cartuchos. —¡No llegaríamos ni a la acera de enfrente! ¡Que nos tienen rodeados por todas partes! Aquí no hay más que dos alternativas: o intentar escapar o resistimos, porque no hay que hacerse muchas esperanzas de que vengan ya a rescatarnos. A estas horas la ciudad estará fortificada y no dejarán de llegar refuerzos. ¡Martínez de Aragón necesitaría una división entera para echarlos fuera! No estaba equivocado el miliciano, pero lo que no sabían era que, a pesar de todo, el comandante republicano había cumplido su palabra y estaba haciendo los preparativos para acudir en nuestro socorro con una compañía del batallón Pasionaria, junto con dos compañías de guardias de asalto, apoyados de artillería de varios calibres y dos tanquetas, y que debían llegar a Sigüenza el 17 de octubre, cuatro días después de aquella reunión. Yo sugerí que permitiéramos a los civiles abandonar la catedral, pero el miliciano que nos había traído el mensaje de rendición incondicional comentó que los nacionales sólo aceptarían el desalojo total de la catedral, para forzar así a los milicianos a rendirse, y que no admitirían otra condición. Yo me preguntaba una y otra vez ¿por qué la Iglesia católica no medió a favor de los civiles, como había hecho en Toledo? ¿Por qué aquel inhumano abandono a su suerte de más de doscientas personas inocentes, entre los que había decenas de niños? ¡Para colmo de males hasta nos había nacido uno en la misma catedral! ¿Dónde estaban los periodistas de medios internacionales que no perdieron detalle de lo que pasó en Toledo o después en Guernica? ¡Estábamos abandonados del mundo a nuestra suerte, que ya era mínima! Nadie habló de rendición y se aprobó el que cada noche intentaran la huida un grupo de unos veinte milicianos, hasta conseguir escapar el mayor número posible. Cuando terminó la reunión, Mika, Benjamín y yo regresamos a la sacristía, junto a los heridos, pero por el camino nos preguntábamos angustiados qué podíamos hacer con la Inés. No había ninguna posibilidad de alcanzar la vaguada trasportándola a hombros ni podíamos dejarla allí sola, a merced de la furia de los nacionales cuando tomaran la catedral. De todas formas, yo estaba decidido a no apartarme de ella y correr su misma suerte. —Yo me quedaré con ella. Cuando sepan que soy seminarista ¡seguro que si se lo pido yo la respetarán! Por sus expresiones comprendí que a duras penas era seguro que yo pudiera salvarme, como para pretender que dejaran con vida alguien que todavía tenía la señal de la culata del fusil en el hombro amoratado. —¡La matarán sin piedad, pero antes la humillarán o la torturarán! —De todas formas yo no me voy y me quedo con los heridos, ¡que algo podré hacer por ellos! Cuando entramos en la sacristía alguien se había anticipado a nosotros, y ya todos sabían que a partir de aquella misma noche los milicianos intentarían huir en grupos de la catedral, porque, después de darle un poco de agua, la Inés me preguntó: —¿Tú también te vas, Andrés? —¿Estás loca, Inés? ¿Cómo iba a dejarte aquí sola? —¡Ya lo sabía, Andrés! Sé que tú no me abandonarías porque eres una buena persona… pero es una tontería que si puedes salvarte no te vayas con los demás… —¡A mí no me harán nada, Inés, que de algo tendrá que servirme el haber estudiado para cura! Sonrió con dificultad, porque su rostro estaba cada vez más pálido y contraído. El sudor de la fiebre no dejaba de empaparle la frente, y las ojeras, profundas y azuladas, hacían resaltar sus ojos verdes, tristes, pero serenos, como si lo único que sintiera fuera el tener que permanecer postrada y no el que estuviera herida y hasta desahuciada. —¡Benjamín!, ¿tú te irás, verdad? ¿No dejarás que te maten aquí adentro? —preguntó a su hermano, haciendo un inútil esfuerzo por incorporarse y poder verlo mejor. —¡Sí, Inés; lo intentaré! ¡Todavía tengo que arreglar unas cuantas cuentas con esos de ahí fuera, por lo tuyo y por toda la familia! Mika se acercó a ella para comunicarle que también intentaría salir, pero que confiaba en que si me quedaba yo respetarían su vida. —¿Y para qué la quiero ya, si de todas formas me quedaría coja? ¡Vete y cuenta en tu país y al mundo entero lo que has visto en esta guerra, para que vean estos horrores y ya no haya más guerras! Después de aquel nuevo esfuerzo volvió a permanecer en silencio y todos nos miramos entre sí, como dejando clara cuál era nuestra decisión, y hacer cuanto antes los preparativos para la huida. Mika y el Benjamín decidieron huir al día siguiente, después de que el primer grupo, entre los que estaba el mismo Feliciano Benito, lo intentara y vieran si realmente era posible según lo habíamos planeado. Pasaron las últimas horas junto a la Inés, pero ya no sabíamos de qué hablar, porque tampoco ella parecía tener ya fuerzas ni ganas de conversar. No dejaba de lloviznar y la catedral se había convertido en un auténtico barrizal. La sacristía estaba casi siempre en penumbra, iluminada por una sola vela junto al tosco crucifijo, que parecía contemplar nuestra propia pasión, y sólo se escuchaban el esporádico lamento de algún herido y el trajín de los milicianos que transportaban las escaleras y todo lo necesario para preparar la huida. Sin duda que aquella lluvia les ayudaría a escapar porque la visibilidad desde el otro lado de la vaguada debía ser escasa. Sobre las tres de la madrugada Mika y el Benjamín nos dejaron para ayudar a los que escapaban en aquel primer grupo. Cuando nos quedamos solos, Inés pareció estar esperando aquella oportunidad porque reabrió los ojos y me susurró con voz cansada y entrecortada: —He estado pensando, Andrés, que esta vida dura tan poco que no debe ser la verdadera... la verdadera tiene que ser la otra, la que pronto voy a vivir yo… y donde nos encontraremos todos otra vez… para siempre, pero de otra forma… No sé cómo, pero de otra forma. —noté que tenía la boca reseca y dificultad para seguir hablando. Le acerqué un baso con agua, pero lo rechazó—. No sé por qué dicen los curas cuando te casan eso de que «hasta que la muerte os separe», si lo que hace es juntarnos… —cerró de nuevo los ojos, cansada y dolorida, y al volver a abrirlos hizo un extraordinario esfuerzo para que escuchara lo que me quería decir—. Andrés, he pensado que si no me muero antes de que entren los nacionales… ¡me quites tú mismo la vida! —la sola sugerencia me produjo tal angustia que instintivamente le puse la mano en los labios, para que no siguiera diciendo semejantes locuras, pero sacando fuerzas hizo un gesto enérgico para librarse de ella y siguió hablando—. ¡Déjame hablar y no te asustes de lo que voy a decirte! No tengo miedo de morir… pero sí de condenarme… Si me matan los nacionales tendré seguramente malos pensamientos de odio contra ellos y no podré morir en paz, pero si muero de tus propias manos, en tus brazos, sé que me salvaré… porque moriré feliz y sin rencores contra nadie… Andrés… ahora lo comprendo: ¡lo importante no es cómo se vive, sino cómo se muere! ¡Tienes que hacer lo que te he dicho; por favor! ¿No ves que es lo mejor? ¡Mi muerte no te pesará en tu conciencia, porque te lo he rogado yo! Ya no podía seguir hablando, pero todavía mantuvo los ojos abiertos, esperando mi respuesta. ¿Qué podía hacer sino cumplir lo que era la última voluntad de un moribundo? ¿Cómo podía negarme? Sin pensar si cuando llegara el momento tendría el valor de hacerlo, asentí con la cabeza y la Inés sonrió levemente, apretándome la mano hasta que volvió a desvanecerse. El primer grupo tuvo suerte y consiguió evadirse sin que los nacionales, apostados en el otro lado de la vaguada, se percataran de la huida, porque no esperaban que los milicianos pudieran intentar escapar de su asedio, de manera que al día siguiente se hicieron los preparativos para el próximo grupo, pero esta vez las cosas no salieron tan bien. fusiles contra los pobres civiles que, con las manos en alto, gritaban que ellos no eran milicianos. Todavía reinaba la oscuridad y no era fácil distinguir a los unos de los otros. Cuando confirmaban que se trataba de un miliciano, no tenían piedad y a golpes de culata y a patadas los obligaban a ponerse con los brazos en alto contra la pared o las recias columnas de la nave. Yo seguí caminando hacia ellos empuñando la pistola, pero apuntando hacia el suelo por evitar que perdiera la cabeza y disparase contra alguno de ellos. De pronto surgió de detrás de una de las columnas un joven soldado de los de reemplazo, tal vez un adolescente, demacrado y sudoroso, todavía barbilampiño, como si no hubiera podido dormir en las últimas noches. No debió esperar que alguien se pudiera resistir, y al principio me hizo un enérgico gesto con el fusil para que me pusiera contra la columna, tal y como me habían ordenado, pero yo me quedé quieto en el mismo lugar, lo que confundió al muchacho. —¡Vamos, contra la columna o disparo! —me gritó nervioso, pero yo seguí sin obedecer. Cuando vio que tenía la pistola en la mano, se encaró con precipitación el fusil y volvió a gritarme, tenso y desconcertado—: ¡Coño, te he dicho que contra la columna, y tira el arma o… te mato! Aquel pobre muchacho me recordaba a la desgraciada Inés cuando intentó ejecutar a don Román, porque tampoco él parecía tener el valor suficiente como para matar fríamente a otro ser humano. Temblaba de arriba abajo y debió ser porque se avergonzara de sí mismo, por lo que finalmente se armó de valor y me disparó. Pero quería el destino que no muriese en aquella guerra, después de tentarlo tantas veces, y una vez más sucedería lo imprevisto. Justo en ese preciso momento el páterde la compañía, que había entrado con ellos, le empujó gritándole: —¡Qué haces, loco, que es un seminarista! En efecto, aquel fue mi profesor de «Moral fundamental» en el seminario y me había reconocido. La bala, que me hubiera liberado y permitido reunirme con la Inés ese mismo día, me pasó rozando la cara y salvé la vida. Después el páter se acercó a mí, y poniéndome la mano amistosamente sobre el hombro, me preguntó: —¿No eres tú Andrés Lafuente? —era inútil ir contra el destino, y asentí con un resignado gesto afirmativo de cabeza—. ¡Dios mío, lo que habrás sufrido aquí adentro! ¡Es un milagro que no te hayan matado estos rojos del demonio! —después contempló el estado en que se encontraba la catedral y dando un largo y profundo suspiro me comentó—: ¡Bien sabe Dios que ha sido necesario este destrozo, pero pronto la volveremos a levantar y, para su gloria, todavía más alta, que no le vendrá mal una nueva torre más alta en el crucero! En efecto, cuatro años más tarde el pueblo seguía en ruinas, pero Franco en persona pudo asistir en su «Primer año victorioso» a la nueva consagración de la catedral de Sigüenza, totalmente reconstruida y con una nueva torre más alta que la original en el crucero, tal y como había sugerido el páter. También fue reconstruido el seminario, y a los dos años de su reapertura yo me ordenaba sacerdote. De esta manera me enterraba en vida y alejaba de mí toda tentación que pudiera hacerme olvidar o profanar el recuerdo de la Inés y de sus hermanos. Me dieron la parroquia del pueblo, también reconstruida, y allí hice lo que la misma Inés sugiriera: intenté predicar el amor a las personas sin hablar apenas de Dios, salvo cuando el protocolo o el ritual lo disponían. Cuando todo se había calmado y Franco celebraba ya su «Décimo año victorioso», conseguí que fuera exhumados los cadáveres de la madre y del Damián, tal y como prometí al Benjamín, y les di sepultura en el cementerio del pueblo, junto a la de mis padres. En cuanto al cuerpo de la Inés fue enterrado en alguna fosa común, así como el del Benjamín, y aún hoy desconozco su paradero, pero esté donde esté sólo es su cuerpo, porque su alma, que mora sin duda en el Cielo, debe de estar presente en la de todos los que creemos en la tolerancia y el respeto, y, juzgando por mí mismo, que la vida es demasiado breve como para desperdiciarla peleando unos contra otros, cuando el más grande y poderoso de los reyes, políticos o potentados no tiene una vida más larga ni más feliz que la del más humilde de los seres humanos. Si nos detenemos a mirar con paz y sosiego el cielo en una clara noche estrellada, fácilmente sentiremos la presencia de la Inés. Pero lo que en realidad veríamos es a todas esas personas que murieron durante nuestra Guerra Civil, y en tantas otras guerras, convencidos de que defendían su derecho a ser ellos mismos y a brillar con luz propia, como brillan las estrellas en el firmamento, ¡tal y como lo hizo Inés Valiente y sus hermanos! FIN NOTA DEL AUTOR Esta novela no es fruto exclusivo de mi imaginación, sino que en gran parte está basada en hechos y circunstancias que sucedieron realmente. Para que el lector tenga una idea precisa de la relación entre lo real y lo ficticio le ofrezco un resumen de las coincidencias, tanto de los personajes como de las circunstancias: Inés Valiente: Personaje inspirador de toda la obra y a quien está especialmente dedicada. Sólo sé de ella que se trataba de una miliciana llegada de Madrid con las J.S.U., de la que sólo conozco su apodo de «La chata». Lo único coincidente con el personaje de la novela es su fatal herida en el muslo y su muerte a manos de sus propios compañeros, antes de abandonar la catedral, el resto es ficción. Las circunstancias de su muerte están magníficamente narradas por Mika Etchebéhère, en su extraordinario libro documento «Mi guerra en España», que recomiendo especialmente. Juan Valiente: En la realidad fue un cartero de Sigüenza, afiliado al PSOE y presidente de la Casa del Pueblo de esta ciudad. Era menudo y de baja estatura porque le apodaban «El carterillo». Casado y con tres hijos, fue realmente asesinado por los fascistas la víspera de la Guerra Civil en la puerta de la Casa del Pueblo de Sigüenza. Andrés Lafuente: Personaje completamente de ficción. No obstante la idea de hacer que un seminarista fuera en eje de toda la acción me la inspiró un sacerdote, que se vio obligado a encerrarse con los milicianos en la catedral, llamado Galo Vadiola, y que por su entereza y valentía, no sólo salvó su vida, sino que negoció la rendición de la catedral. El otro personaje inspirador fue el verdadero paje del obispo, pero cuya personalidad e historia en absoluto coinciden con las de este personaje de ficción. Román Beltrán: En la vida real fue un empresario local llamado Román Pascual, enfrentado a la Casa del Pueblo, y autor del asesinato del presidente de la Casa del Pueblo. No obstante, las circunstancias las he recreado, haciendo que fuera un ficticio hijo suyo el autor del crimen. Al entregar esta primer edición a la imprenta su nombre sigue presidiendo una calle de esta localidad. Los hermanos Damián y Benjamín Valiente son personajes de ficción. La recreación de las circunstancias en que se vieron envueltos los personajes históricos que cito con sus nombres reales, son fruto de mi propia investigación, llevada a cabo para mi ensayo histórico «La batalla de Sigüenza». Fueron precisamente estas investigaciones las que me permitieron conocer la dramática anécdota de «La chata», y, desde aquel mismo momento, me prometí a mí mismo revindicarla en una nueva novela, la que el lector tiene ahora en sus manos. En cuanto al obispo, cuyo verdadero nombre era Eustaquio Nieto Martín, he recreado el personaje de acuerdo a declaraciones de su propio paje y de testigos supervivientes, por lo que asumo la responsabilidad de mis propias valoraciones sobre su carácter y personalidad, así como sus ideas políticas, favorables a los rebeldes. Las circunstancias de su muerte son las expuestas en el libro. Los fundamentos históricos del periodo republicano están basados en los libros de Manuel Muñón de Lara, «La España del siglo XX» y de Paul Preston, «Franco, Caudillo de España» entre otros, y cuya bibliografía completa está en mi ensayo histórico citado. Los de la guerra en Sigüenza están basados, sobre todo, en el relato de los últimos testigos supervivientes, entre quienes deseo destacar y agradecer encarecidamente por sus testimonios, fruto de una extraordinaria memoria casi fotográfica, a pesar de sus casi noventa años, al miliciano local, Ignacio Costero, y al comunista, hijo del nuevo presidente de la Casa del Pueblo tras el asesinato de «El carterillo», Carlos Arjona. Por último, me siento moralmente obligado a agradecer a la ciudad de Berlín por haberme permitido gozar del ambiente de sosiego y de paz necesarios para realizar este trabajo, por su profundo respeto e interés por la literatura hispanoamericana y por la cultura en general, y, en especial, al «Instituto Iberoamericano» de esta ciudad, que me ofreció la oportunidad de hacer una primera lectura pública de esta obra. Berlín, domingo, 4 de junio de 2006 BREVE RESEÑA BIOGRÁFICA DE LOS PERSONAJES HISTÓRICOS CITADOS Alcalá Zamora, Niceto (Priego de Córdoba, España, 1877 Buenos Aires, 1949) Estadista. Ministro en diferentes ocasiones en el gobierno de García Prieto y representante de España en la recién creada Sociedad de Naciones, se enfrentó a la dictadura de Primo de Rivera y participó en los acuerdos del pacto de San Sebastián para reinstaurar la República. Después de las elecciones de abril de 1931, fue elegido presidente provisional de la II República, pero pronto quedó patente su oposición a la legislación religiosa y dimitió. La importancia de su partido, el Progresista, garantizaba el apoyo a la República de amplias capas burguesas conservadoras, por lo que fue elegido de nuevo presidente. Como primer presidente constitucional de la Segunda República (1931-1936), se enfrentó con la izquierda en el primer bienio, y con la derecha en la segunda etapa del régimen. Con la disolución de las segundas Cortes y el triunfo del Frente Popular, su intento de articular un grupo neutralista fracasó, y las nuevas Cortes decidieron su destitución. Alfonso XIII (Madrid, 1886 Roma, 1941) Rey de España (1886-1931). Hijo póstumo de Alfonso XII. Declarado mayor de edad en 1902, el 17 de mayo, con 16 años, juró la Constitución. El 31 de mayo de 1906 contrajo matrimonio con la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg. Acorralado y falto de apoyo político, favoreció el golpe de Estado del general Primo de Rivera, quien asumió el gobierno en septiembre de 1923. Las urnas demostraron que el país prefería la opción republicana, por lo que, ante el temor a un enfrentamiento civil, emprendió el camino del exilio, primero en París y posteriormente en Roma, si bien en ningún momento abdicó, sino que se limitó a «suspender el ejercicio del poder real». En 1936 apoyó el levantamiento del general Franco y, dos semanas antes de morir, renunció al trono y cedió sus derechos a la Corona a su hijo, el infante don Juan. Azaña, Manuel (Alcalá de Henares, Madrid, 1880 Montauban, Francia, 1940) Político y escritor. En 1900 se doctoró en Derecho por la universidad de Zaragoza. Militó en las filas republicanas y participó en la fundación de Acción Republicana. Colaboró intensamente al advenimiento de la II República como miembro del comité revolucionario de 1930. Tras la abdicación de Alfonso XIII, formó parte del gobierno presidido por Alcalá Zamora. Como ministro de Guerra reorganizó el Ejército, y como parlamentario influyó en el tono laico de la nueva Constitución, que limitaba la influencia de la Iglesia en el país. Fue encarcelado sin prueba alguna, bajo la acusación de haber intervenido en el enfrentamiento de la Generalitat de Cataluña con el gobierno central. Fundó Izquierda Republicana. Tras la destitución de Alcalá Zamora, asumió la presidencia de la República. En 1939, poco antes de finalizar la guerra civil, Azaña pasó a Francia, donde se refugió en la embajada española, en la que dimitió de su cargo. Ascaso Abadía, Francisco (Almudévar, Huesca, 1901 Barcelona, 1936). Militante anarcosindicalista de la C.N.T. Panadero y camarero, integró el grupo de acción llamado «Los Justicieros», en torno a la C.N.T. Llegó a Barcelona en 1922, donde el grupo, que también integraban Durruti, Ricardo Sanz, Antonio Ortiz, Juan García Oliver y Gregorio Jover, pasó a llamarse «Los Solidarios», enfrentados a los pistoleros de la patronal catalana. En 1932 fue deportado a las colonias españolas del África. En 1934 fue nombrado secretario general del Comité Regional de la C.N.T. de Cataluña. Murió durante el asalto al cuartel de las Atarazanas de Barcelona. Besteiro Fernández, Julián (Madrid, 1870 Carmona, 1940) Dirigente socialista. En 1912 ingresó en las filas socialistas. Sucesor de Pablo Iglesias. Elegido presidente de las Cortes constituyentes de la República, pasó a representar los postulados más moderados y reformistas del socialismo, frente al ascenso del radicalismo de Largo Caballero. Al final de la guerra civil apoyó al coronel Casado frente al gobierno de Juan Negrín y su política de resistencia a toda costa. Se negó a exiliarse al final del conflicto y fue condenado a treinta años de prisión. Murió en la cárcel de Carmona. Calvo Sotelo, José (Tuy, Pontevedra, 1893 Madrid, 1936). Político y abogado, ministro de Hacienda en la dictadura de Primo de Rivera 1925. Fundó CAMPSA, en mayo de 1934. Diputado a Cortes por Renovación Española. Pronto se destacaría como uno de los políticos de derechas más prominentes del país. Fundó el Bloque Nacional. Como represalia por el asesinato por los fascistas del teniente Castillo, de los guardias de asalto, fue asesinado en Madrid el 13 de julio de 1936 por guardias de asalto y miembros de las Juventudes Socialistas dirigidos por el Capitán de la Guardia Civil, amigo personal del asesinado, Condés. Casares Quiroga, Santiago (La Coruña, 1884 París, 1950). Político galleguista y abogado. Líder y fundador de la Organización Republicana Gallega Autónoma (ORGA). Amigo personal de Azaña, participó en el Pacto de San Sebastián (1930). Encarcelado por su presunta participación en la insurrección de Jaca. Ministro de Marina y Gobernación en el Gobierno provisional. Presidente del Gobierno cuando se produce la sublevación militar del 18 de julio. Dimitió por su negativa a armar las milicias. Murió en el exilio en Francia. Companys, Lluis (El Tarròs, 1882 Barcelona, 1940) Político y abogado catalán, líder de Esquerra Republicana de Catalunya. Fue uno de los fundadores de la Unió de Rabassaires en 1922. En 1931 fue elegido diputado por Barcelona. Ministro español de la Marina (1933). En 1932 fue elegido primer presidente del Parlamento de Cataluña, un año después de la Generalitat. Impulsó la polémica Ley de Contratos de Cultivo. En octubre de 1934 protagonizó una sublevación contra la legalidad republicana a raíz de la entrada en el gobierno de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) y proclamó el Estado Catalán dentro de la República Federal Española. Fue detenido y condenado a 30 años y liberado tras el alzamiento militar. Se enfrentó a Negrín durante la estancia del Gobierno en Barcelona. En 1939 se exilió en París. Detenido por la Gestapo, es extraditado y ajusticiado en el Castillo de Montjuïc, el 15 de octubre de 1940. Domingo, Marcelino (Tarragona, 1884 Francia, 1939) Político. En 1911 funda Unión Nacionalista Republicana. En 1917 el Partit Republicà Català y en 1929 el Partido Radial Socialista. Se exilia tras el fracaso de la insurrección de Jaca. Ministro de Instrucción Pública (1931) y de Agricultura (1932). Funda con Azaña y Casares Quiroga, Izquierda Republicana (1933). El 1936 volvió a ocupar la cartera de Instrucción Pública. Muere en el exilio en 1939. Durruti, Buenaventura (León, 1896 Madrid, 1936). Sindicalista y anarquista revolucionario. Mecánico-ajustador. Participó en la huelga general revolucionaria de 1917. En 1920 se trasladó a Barcelona, donde se afilió a la C.N.T. Tomó parte en las insurrecciones de 1932 y 1933. Al estallar la guerra fue uno de los protagonistas de la defensa de Barcelona contra los sublevados. A propuesta de Lluis Companys, participó en «Comité de milicias antifascistas». Formo la «Columna Durruti» para recuperar Zaragoza, pero fracasó por el boicot de la Generalitat y del Gobierno central, declarando, no obstante, el «Comunismo libertario» en los pueblos liberados. Murió de un disparo de dudosa procedencia. Etchebéhère, Mika (Viena, Austria) Miliciana austriaca afiliada al P.O.U.M., esposa del revolucionario argentino Miguel Etchebéhère (Feldman de soltera), destinada a Sigüenza al inicio de la Guerra Civil. Ascendida a capitana en el frente de la «Ciudad Universitaria», durante la defensa de Madrid. Autora de «Mi guerra en España». Franco Bahamonde, Francisco (El Ferrol, 1892 Madrid, 1975) Militar. Destinado a Marruecos, intervino en diversas acciones militares. En 1917, con el grado de comandante, regresó a España e intervino en la represión de los mineros asturianos, a las órdenes del general Burguete. En 1926, es ascendido general (el más joven de Europa). Al año siguiente, Primo de Rivera lo nombró director de la Academia General Militar de Zaragoza. En 1934, el gobierno de Lerroux le encomendó la represión de la huelga revolucionaria de Asturias. Tras el triunfo electoral del Frente Popular (1936), el nuevo gobierno lo nombró gobernador militar de Canarias, donde se encontraba al inicio de la Guerra Civil. Tras el alzamiento militar y la accidental muerte del general Sanjurjo, la junta militar rebelde instalada en Burgos lo nombró generalísimo de los ejércitos y jefe de Estado de la España llamada nacional (29 de septiembre). Franco condujo a la victoria al ejército sublevado, que concluyó el 1 de abril de 1939. Gil Robles, José María (Salamanca, 1898 Madrid, 1980) Durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera fue secretario de la Confederación Católico-agraria. Diputado por Salamanca en las primeras elecciones de la II República (1931). En el año 1932 fundó la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), con la que triunfó en las elecciones de 1933. Formó parte del Gobierno hasta octubre de 1934, sin llegar a presidirlo. La entrada de tres miembros de su partido en el Gobierno provocó un movimiento revolucionario (Revolución de Octubre de 1934). En 1935 fue ministro de la Guerra. Nombró a Franco jefe del Estado Mayor del Ejército. Cuando el Frente Popular venció en las elecciones de 1936 pasó a ser el jefe de la oposición parlamentaria. Durante la Guerra Civil recomendó a sus seguidores apoyar al bando franquista y entregó los fondos de su partido al general Lafuente, Aída (1918-1934). Apodada «La Rosa Roja de Asturias», militante comunista libertaria asturiana. Caída en la iglesia de San Pedro de los Arcos de Oviedo cuando sólo contaba 16 años de edad, defendiendo casi en solitario con una ametralladora la entrada a la ciudad contra las tropas legionarias del general Franco. Símbolo del ímpetu revolucionario juvenil y heroína revolucionaria asturiana. Largo Caballero, Francisco (Madrid, 1869 París, 1946) Político y líder sindicalista. De profesión estucador, ingresó en la U.G.T. y fue miembro del PSOE. Preconizó una política de entendimiento con la dictadura de Primo de Rivera. Proclamada la II República, fue ministro de Trabajo en el gobierno de Manuel Azaña, enfrentado con Julián Besteiro. Iniciada ya la guerra civil, presidió el gobierno del Frente Popular, hasta mayo de 1937. Exiliado en Francia desde enero de 1939, el gobierno de Vichy lo detuvo y fue internado en el campo de concentración nazi de Oranienburg, del que sería liberado en 1945. Lerroux, Alejandro (La Rambla, Córdoba, 1864 Lisboa, 1949) Político. Abogado y periodista. Dirige «La Publicidad» en Barcelona, anticlerical y populista, además de anticatalanista. Tras varios escándalos pierde el apoyo en Barcelona y consigue salir elegido diputado por Córdoba en 1914. Participa el la Reunión de San Sebastián. En 1933 pacta con los conservadores y asume la presidencia del Gobierno. Dimite como consecuencia del escándalo de la ruleta de juego «Estraperlo». Fracasa en las elecciones de 1936 y se exilia en Portugal al inicio de la Guerra Civil. Regresa a España en 1947, reconciliado con el nuevo régimen. March, Joan (Santa Margalida, 1880 Madrid, 1962) Político y financiero mallorquín. Hijo de un tratante de ganado, se casó con Leonor Servera, hija de un político de Manacor vinculado a la banca. En 1906 se inicia en el negocio del contrabando de tabaco en Argel y en 1911 obtuvo el monopolio de Marruecos, desde donde empezó a hacer contrabando hacia la península. El 1926 fundó la Banca March. Fue uno de los principales financieros del bando sublevado, y quien pagó el avión que trasladó a Franco desde Canarias para sumarse a la sublevación. Martínez Barrio, Diego (Sevilla, 1883 París en 1962). Político. Miembro del Partido Republicano Radical. Ministro de Gobernación con Lerroux. Fundó Unión Republicana. Presidente interino de la República, en mayo de 1936, con motivo de la destitución de Alcalá Zamora. En la noche del 18 al 19 de julio de 1936, Manuel Azaña le encargó formar gobierno para intentar detener la sublevación que daría origen a la guerra civil, pero fracasó en su intento. Su gobierno duró sólo 3 horas. Exiliado en Francia, fue nombrado presidente de la República en el exilio. Maura Gamazo, Miguel (Madrid 1887 ?) Hijo del político Antonio Maura y Montaner. En el año 1916 fue diputado en las Cortes por Alicante. Partidario de la dictadura de Primo de Rivera, evolucionó hacia un republicanismo moderado. En 1930 formó parte del primer comité revolucionario republicano y firmó en agosto el Pacto de San Sebastián. Cuando se proclamó la II República fue Ministro de la Gobernación en el gobierno provisional. Dimitió en octubre de 1931 por la aprobación de los artículos de la Constitución contrarios a la Iglesia católica. Al iniciarse la guerra civil se exilió. Regresó a España en 1953. Mola Vidal, Emilio (Cuba, 1887 Pamplona, 1937) Militar. Fue uno de los principales instigadores de la rebelión de 1936. Director de Seguridad en 1930. En 1936 fue nombrado gobernador militar en Pamplona. Mola se alzó contra la República el 19 de julio, pero el golpe fracasó en su objetivo de controlar la mayor parte de España. Tras la muerte de Sanjurjo en Portugal, Mola fue nombrado máximo responsable del Ejército del Norte. Murió el 3 de junio de 1937 cuando su avión se estrelló durante un temporal regresando a Vitoria. El poeta chileno Pablo Neruda le dedicó uno de sus más feroces versos de su libro «Residencia en la Tierra», titulado «Mola en los infiernos». Moscardó Ituarte, José (Madrid, 1878Id. 1956) Militar. Al producirse el Alzamiento, del que tenía noticia, se encerró en el Alcázar de Toledo, entonces Academia de Infantería, tomando varios rehenes civiles, junto con una guarnición de guardias civiles, donde resistió del 22 de julio al 28 de septiembre de 1936. El general Varela obligó a los milicianos republicanos a levantar el sitio. Durante la guerra mandó la división acorazada de Soria. En 1948 Franco le otorgó el título de conde del Alcázar. Prieto, Indalecio (Oviedo, 1883 México, 1950) Político. A los ocho años, tras fallecer su padre, se trasladó con su madre a Bilbao. Elegido diputado por Bilbao en 1918, ocupó varias carteras ministeriales a lo largo de los años que duró la II República. Bajo el gobierno de Alcalá-Zamora, Prieto fue nombrado ministro de Hacienda; más adelante también ocuparía la cartera de Obras Públicas, de Marina y Aire y de Defensa. Izquierdista convencido, Prieto se rebeló contra la vuelta del gobierno de derechas en octubre de 1934. Se exilió en México, donde organizó la Junta Española de Liberación Primo de Rivera, José Antonio (Madrid, 1903 Alicante, 1936) Político y abogado. Hijo del general golpista Miguel Primero de Rivera. En 1933 funda Falange Española (F.E.) y obtiene un escaño de diputado. F.E. se unificó en 1934 con las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) y junto a Ruiz de Alda y Ledesma Ramos formaron el triunvirato que dirigió los designios del movimiento. Bajo el clima de violencia de 1936, José Antonio fue detenido y trasladado a la cárcel de Alicante. Juzgado por un tribunal popular fue condenado a muerte y fusilado el 20 de noviembre. Romanones, Conde de (Madrid 1863 Madrid 1950) Álvaro de Figueroa y Torres era hijo segundo del Marqués de Villamejor, de familia con raíces y posesiones en Guadalajara. Perteneció al partido liberal de Sagasta y Canalejas, y fue Alcalde de Madrid, Presidente del Senado, 17 veces ministro y 3 veces Presidente del Consejo de Ministros con Alfonso XIII. Fue nombrado en 1893 primer Conde de Romanones (localidad alcarreña en Guadalajara). Sanjurjo Sacanell, José (Pamplona, 1872 Estoril, Portugal 1936) Militar. Principal conspirador de la sublevación militar de julio de 1936 que condujo a la guerra civil. Después del desastre de Annual (1921), fue ascendido a general. Tras las elecciones de 1931 se pone a las órdenes del Comité Revolucionario republicano y fue confirmado en el cargo de Director General de la Guardia Civil. Contrario a la reforma militar y al proyecto de estatuto de autonomía para Cataluña preparó, con algunos carlistas de Manuel Fal Conde y el conde de Rodezno así como otros oficiales militares, una rebelión en Sevilla el 10 de agosto de 1932. Tras el fracaso es conmutada la pena de muerte por cadena perpetua, que cumple en el Penal de El Dueso. Es amnistiado tras el triunfo conservador de 1933. Tras la caída de Lerroux se exilia en Portugal. El 20 de julio el aviador Juan Antonio Ansaldo fue a Estoril a recogerle con su avioneta para trasladarle a Burgos. El aparato se estrella en el despegue y Sanjurjo murió en el accidente. A la memoria de «La chata», miliciana de las J.S.U. caída durante el asedio a la catedral de Sigüenza, en octubre de 1936, y de Francisco Gonzalo, alias «El carterillo», socialista y presidente de la Casa del Pueblo de Sigüenza, asesinado por los fascistas la víspera de la Guerra Civil Los tres hermanos Valiente, los tres a la misma hora murieron el mismo día naciendo para la gloria Los tres hermanos Valiente salieron a hacer la guerra armados de su apellido más que de lanza guerrera Fernán Silva Valdés. CAPÍTULO PRIMERO Abril de 1931 En un día como hoy de hace sesenta años falleció en mis brazos mi amada, y siempre añorada, Inés Valiente. Apenas habían transcurrido tres meses desde el alzamiento militar que degeneró en la larga y fratricida guerra civil que puso un sangriento fin a la II República española. En 1931 Inés y yo éramos dos aldeanos adolescentes, ingenuos y analfabetos, hijos de una miserable aldea de algo más de un centenar de familias. Inés había comenzado a asistir a unas clases de alfabetización, porque sabía que aquellas primeras letras harían que se sintiera más digna y respetada. Yo, por el contrario, me sentía bien con mi rutinaria ocupación de llevar a pastar al rebaño familiar a los cerros cercanos, y no tenía ningún interés por aprender a leer y escribir. Hoy recuerdo con enorme dolor y tristeza, que fue Inés quien venció mi tozudez enseñándome ella misma a leer y escribir, y hoy he decidido mostrarle mi póstuma gratitud escribiendo este libro con mis recuerdos de una primavera republicana y un otoño fascista, en que transcurrió su corta y desdichada vida. Flor rota cuando liban en ella las abejas; cuando la primavera da paso al verano y agitan las tiernas alas las nuevas golondrinas; cuando el relente matutino se hace pronto bochorno abrasador; es decir, en lo mejor de su vida. Mis recuerdos se remontan a los primeros días de abril de 1931, cuando «con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros», según cantara nuestro inmortal Antonio Machado, Inés subía como de costumbre por el camino hacia el pueblo mientras yo intentaba cuidar un par de docenas de tercas ovejas y una cabra imposible de dominar. Ella venía jugando con su cuaderno de escritura, garabateado por cada espacio disponible, y lo lanzaba al aire como si fuera una cometa, volviéndolo a recoger como si estuviera amaestrado. Al llegar a mi lado se reía, tal vez de mi terquedad de adolescente analfabeto, al tiempo que me miraba provocativa, ensayando esas artes de mujer que surgen de forma natural en todas las adolescentes sin que nadie se las enseñe. Al acercarse parecía como si el viento se agitara con más fuerza, las ásperas jaras parecían florecer, como si fueran madreselvas, y el canto de los monótonos chichipanes parecían ser jilgueros o ruiseñores. Cuando estaba cerca se sonrojaba, o hacía ver que se sonrojaba, porque Inés nunca tuvo vergüenza de mí, lo que me hacía perder la entereza, como si ella fuera veinte años mayor que yo y supiera todo lo que hay que saber de la vida, mientras que yo, un mocetón de quince años, casi dieciséis, apenas si sabía de dónde venían los niños, porque había visto parir a las ovejas, no sin cierto embarazo, pues me repugnaba la placenta y la viscosidad del cordero recién nacido. Cerca ya, en el ribazo, a cierta altura de donde estaba yo, Inés se arreglaba su tosco vestido estirando de aquí y de allí, colocándose bien las hombreras y ajustándose el delantal, como si se preparara para una actuación: —¡Ea, Andrés, no me mires tanto que me vas a desgastar! Lo decía sabiendo que la miraba de reojo, cuando en apariencia estaba atento a varios corderos que remontaban la ladera en busca de hierba fresca, pero yo ni los veía. —¿No ves que la cabra se te desmadra? Era verdad, aquella maldita cabra, que no todas las criaturas deben ser de Dios, se echaba siempre al monte y no había nada que hacer. Para un cuartillo escaso de leche que nos daba al día el trabajo de tenerla junto a las ovejas no compensaba, pero mi padre insistía en tenerla, más por nostalgia que por utilidad. Desde que murió mi pobre madre teníamos aquella cabra díscola e ingobernable como si fuera su alma que seguía en el mundo, y que sólo a ella respetaba. La compró ella misma en el mercado de ganado de Sigüenza, en el otoño del 27, porque quería que a mí no me faltara la leche, aunque fuera de cabra. «Si quieres ser un hombre de bien, y lo serás, aunque tenga que molerte a palos, tienes que beber mucha leche de cabra». Lo decía como si aquella leche fuera el ungüento de confirmar del señor obispo. —¡Eres un pastor tonto, que no sabe ni tener firme a una cabra vieja! —me recriminaba Inés. Pero yo sabía que desde que murió mi madre Inés me tenía afecto, pero no sólo por compasión femenina, sino que era por otras razones que mejor no quiero mencionar todavía. Pero disfrutaba martirizándome como si creyera que tenía la obligación de hacerlo. Era como si quisiera reemplazar a mi difunta madre y se propusiera la misión de espabilarme y hacer de mí un hombre de «bien» a base de rapapolvos y recriminaciones, tal y como lo dejo dicho mi pobre madre. Se detenía, metía el cuaderno en el amplio bolsillo del delantal, y me volvía a reprender. —¿No ves que la cabra se te va al monte? Yo la silbaba, le gritaba, le arrojaba un guijarro y trataba inútilmente de hacerla volver al rebaño, porque no quería salir en su busca y alejarme de Inés. Ella era mi única alegría en el mundo y esperaba ese momento, cuando regresaba de la escuela, como se espera el sol tras una fría noche de helada. Todo a mi alrededor era silencio y desconsuelo. Mi padre no volvió a sonreír tras la muerte de mi madre; mis tías parecían esperar el momento de entrar en nuestra desangelada y fría casa para alejar de sus semblantes cualquier muestra de alegría, y parecían creerse en la obligación de compadecerse de mí a cada instante. «¡Pobre hijo mío! Sin una madre que lo cuide, ¡cómo va a hacerse un hombre de provecho!». Yo era para todos el «pobre Andresito», el niño sin madre, casi huérfano, porque mi padre parecía ya un cadáver. Los otros niños del pueblo, crueles y despiadados como todos los niños, me mostraban todo aquello que sólo una madre puede hacer, como sus bien remendadas camisas y pantalones, las suculentas meriendas, y me sonreían maliciosamente cuando sus madres los llamaban para recogerse al anochecer. «Vaya, me voy porque me llama mi madre. Claro, tú como no tienes puedes quedarte hasta cuando te de la gana. ¡Vaya suerte!». Su crueldad era tan inmensa como su ignorancia. —¡Estoy harto de esa cabra, tan harto que un día… bueno, que no sé lo que haré con ella! —¡Ni se te ocurra, Andrés! ¡Esa cabra la compró tu madre y tienes que respetarla! Como todos los demás, al mencionar a mi madre también Inés se creían en la obligación de compadecerse de mí, pero apenas si dejaba ver un instante de melancolía e inmediatamente su rostro volvía a brillar, sus mejillas se encendían y sus labios volvían a sonreír, como si tratara de alejar de sí cualquier pensamiento triste en alguien que parecía haber nacido para hacer propaganda de la alegría. Además, sentía la muerte de mi madre con la naturalidad de un cura que da la extremaunción a un moribundo, porque pienso que quien ama la vida también ama la muerte, de la misma manera que quien se presta a ser mártir puede llegar a ser verdugo. Yo hacía lo que ella esperaba que hiciera: reunía el rebaño, reducía las aspiraciones revolucionarias de la maldita cabra, y una vez todo en orden, volvía y me sentaba a su lado, como un niño que espera el beso de su madre por su buen comportamiento. Pero ella seguía su metódico sistema de provocar mi dignidad. —¡Yo nunca me casaría con un pastor tan tonto; vaya, que ni siquiera me casaré con un pastor, conque espabila! —No digas tonterías, Inés, ¡hablar ya de casorios! —Cuando sea mayor seré como esas señoritas veraneantes de Sigüenza. Llevaré bonitos vestidos de organdí, con un buen escote para que rabien los chicos. Porque yo no me pienso casar con cualquiera. ¡Para eso voy a la escuela, que no gano para suelas de zapatos! Al mencionar la escuela su expresión se volvía solemne, su mirada se perdía en algún lugar del valle, permanecía unos instantes en el más absoluto silencio, raros en ella, como si comprendiera que sólo con los cuatro garabatos que empezaban a surgir de su cuaderno rayado su dignidad de persona podría estar a la altura de sus sueños. Entonces se volvía todavía más agresiva, sacaba su gastando cuaderno del bolsillo de su delantal, lo habría por cualquier página mostrándome filas de frases repetidas, más o menos ajustadas a las líneas, y casi con arrogancia me recriminada: —¿Cómo un pastor ignorante que no sabe hacer ni la o con un canuto puede comprender lo importante que es ir a la escuela? ¡Una señorita necesita saber leer y escribir, porque…—y se detenía súbitamente, como si supiera que aquellas letras garabateadas en un cuaderno de beneficencia no fueran suficientes para hacer de ella una señorita. Sin embargo a mí aquellos signos me acobardaban, porque, en efecto, no había tenido la oportunidad de aprender a leer y escribir, y ella me parecía una persona importante y con futuro. Tenía la sensación de que encerraban significados que a mí se me negaban por mi ignorancia. Puede que contaran historias, hablaran de la vida, de la naturaleza, de todo aquello que era necesario saber para comprender todos los misterios que encierra el mundo. Sólo contemplar aquellos signos que me ocultaban su varadero significado me angustiaban—, ¡por lo que sea! ¡Ea, que ya he dicho bastantes tonterías! Casi siempre terminaba sus reflexiones de aquella forma tan desconcertante, pero casi inmediatamente recuperaba su jovialidad. Era como si regresara de un viaje imaginario por su futuro, después de haberse paseado luciendo sus deseados vestidos por la alameda, provocado a los muchachos por su descarado escote y, no obstante, no hubiera encontrado la satisfacción esperada. Por ello, regresaba al pueblo; al polvoriento camino de la escuela; a la ribera del arroyo cubierto de carrizales donde croaban las ranas; al sonido lejano de la campana de la iglesia, las esquilas de las ovejas y el silbido de las alondras entre los sembrados. Como si en realidad aquel sueño suyo de señorita de ciudad no fuera realmente suyo, sino que se lo habían tratado de inculcar aquellos garabatos mal escritos en su cuaderno desvencijado. De pronto Inés se volvía otra vez maternal, perdía su atractivo de joven casadera, y me recriminada duramente: —¿Por qué no vas también tú a la escuela? —¿Yo a la escuela? ¡Y quién hace todo el trabajo de mi casa! —¿Qué será de ti siendo un analfabeto? ¿No ves que un hombre no tiene provenir si no sabe leer y escribir y las cuatro reglas? —Teniendo tierras y ovejas ¿para qué hace falta saber de cuentas? —Pero ¿y si las pierdes; si viene un mal año o les coge un mal a las ovejas y se mueren? ¿Qué harás entonces? —Trabajo no me faltará mientras tenga dos brazos —¿De peón en el campo y morirte de miseria? —¡De lo que sea, mujer! Indignada por mi terquedad, se levantaba airada y me restregaba su cuaderno gastado por la cara, como si tratara de que las letras me entraran en la cabeza a fuerza de golpearme con ellas. —¡Si no aprendes a leer y escribir no te querré como marido, aunque me lo pidieras de rodillas!, ¡para que lo sepas! Ella creía que aquella era la mejor forma de estimular mi inconsciencia y mi terquedad pueblerina, porque para Inés la vida se reducía a vivir alegremente hasta el inevitable día en que tuviera que casarse. Entonces la vida dejaría de ser un juego para convertirse en algo serio; una especie de misión natural a la que toda mujer está obligada a cumplir, como es cuidar un marido, llevar una casa y criar unos hijos. Por tanto, todo lo que hiciera antes de este trascendental cometido no era sino un juego sin importancia, que había que aprovechar lo mejor posible. —¡Yo no sirvo para hacer letras como ésas! —me defendía yo, pero en mi interior sabía que no era así, es más, creía entenderlas aun sin saber lo que significaban. —Tampoco sirves para pastor, ¡ni quiero que seas pastor! Yo quiero que seas alguien importante, porque yo sólo me casaré con alguien que sea importante, como esos señores que vienen en automóvil de Madrid a veranear en Sigüenza. —¿Pero qué ideas tan tontas se te meten en la cabeza? ¿Qué tiene de malo el pueblo, eh? Además, ¿de dónde sacas esas ideas siendo una mocosa que, total, no hace ni medio año que va a la escuela? ¿Qué te crees, que con saber leer y escribir y las cuatro reglas ya puedes aspirar a todas esas tonterías de señoras y señores veraneantes? ¡Anda, baja ya de la higuera, Inés, que las cosas no son como tú las sueñas! No somos más que dos campesinos como son todos los campesinos. Tu serás como tu madre, te casarán con uno del pueblo, cuidarás ovejas, escardarás los cebollinos, cavarás las judías, engordarás un cerdo para la matanza de San Martín, segarás y trillarás la mies cada verano, y Dios quiera que te de siquiera cuatro o cinco hijos y puedas criarlos con salud para que te cuiden en tu vejez. ¿A qué vienen todas esas tonterías de señores y señoras? ¡Para eso más te valdría no ir a la escuela! Era como si la hubiera abofeteado. Apretando los labios con violencia, se levantó airada, me crucificó con la mirada, que si hubiera sido una espada se me hubiera clavado en el corazón, y, poniéndose en jarras, me dijo todo lo que sin duda merecía y todavía por su buen natural se calló: —¿Lo ves? ¡No eres más que un analfabeto tonto que no sabe nada de la vida! Para que lo sepas, en la escuela no sólo nos enseñan a leer y a escribir y las cuatro reglas, sino a ser personas… Bueno, yo no quiero decir que sea malo ser un campesino, pero hay que aspirar a ser algo más que unos analfabetos muertos de hambre y de miseria. Tú crees que esto es bueno porque no conoces nada más. ¿Por qué? ¿Qué puedes aprender de la vida si todo el día estás en el monte, o arreando la mula en el sembrado o cavando el huerto? ¿Crees que todo se acaba aquí? ¿Qué los pobres no tenemos derecho a comer algo más fino que el tocino rancio, o los chorizos y las morcillas? Que no es que no me gusten, pero hay otras cosas: pasteles, dulces y cosas para beber que no sea sólo agua y vino. ¿Crees que no tenemos derecho a vestirnos con otras cosas que no sean estos harapos remendados? ¡Mira tus pantalones, están más remendados que el tejado de mi casa! ¿Para qué crees que están las tiendas llenas de cosas bonitas? ¿Para adorno, eh, so tonto? ¿Y cómo vamos nosotros a comprar esas cosas si no vemos el dinero más que cuando hay bautizo y nos echan cuatro perras de aguinaldo! Yo callaba porque no entendía muy bien lo que me quería decir. Para mí la vida estaba bien como estaba. Me gustaba el olor intenso del tomillo, el espliego, el romero, la salvia o la mejorana, incluso la acidez de la flor de la retama; respiraba con satisfacción aquel aire serrano y limpio; disfrutaba contemplando el corretear de las liebres por los sembrados o la procesión de los pichones detrás de la madre; me gustaba imitar el canto del asustadizo cuco, con su imagen recortada en la lejanía sobre la copa de las encinas. Yo era feliz viendo declinar el sol al crepúsculo, cuando las nubes se encendían de bermellón, como si ardieran. Todo aquello tenía para mí la solemnidad de lo divino y no sabría vivir sin ello. De pronto Inés se puso a llorar, y lo supe porque brotaban dos gruesas lágrimas de sus ojos grandes y verdes, resbalando por sus sonrojadas mejillas. —Y ahora, ¿qué te pasa? —¡No sé, tengo ganas de llorar, eso es todo! —¡Vaya, así sin más! —¡Sí, así sin más! ¡Las mujeres lloramos porque sí, sin más! —¡Pues vaya tontería! —siempre hablaba de sí misma como de una mujer, a pesar de no haber cumplido todavía los catorce años —¡Lloro porque algo, que no sé qué es, me oprime el pecho, y si no lloro reviento! —¿Pero tiene que tener alguna explicación? —¡Claro que tiene una explicación! ¿Te parece poca explicación que seamos pobres, viviendo aquí en esta aldea medio en ruinas, abandonados de Dios, sin una mala bombilla en la plaza del pueblo, alumbrándonos con candiles. ¿Te parece poca explicación que a tu madre se la llevara una gripe, que los médicos ya saben curar con cuatro pastillas? —¡Deja a mi madre, que descansa en paz, y si se ha ido Dios sabrá por qué! —¡Eso, siempre lo mismo; lo bueno o lo malo, todo lo quiere Dios! ¿Pues qué Dios es ese tuyo que no sabe distinguir entre lo que es justo y lo que no? ¡Va, que me perdone Dios si existe, pero no hay justicia en el mundo y Él debe saber por qué, pero yo no lo sé! —¡No blasfemes, Inés, que Dios te castigará con algún mal! —¡Déjame en paz! ¡No, si tú vas para cura, y si no el tiempo! —y se alejó airada, guardando con rabia su cuaderno en el delantal, hasta perderse tras la ermita del humilladero, sin ni siquiera volverse para ver la cara de estúpido con la que me había dejado. Aquello fue una premonición, porque Inés sabía de mi carácter más que yo mismo. Lo sentí como una maldición del cielo y no como una bendición. Ser cura era apartarme de ella, renunciar a ella, cuando de alguna manera vivíamos con la ingenua convicción de que estábamos hechos el uno para el otro, pero que sólo era cuestión de dejar que el tiempo arreglara nuestras diferencias. Esto ocurriría tan pronto como yo dejara de ser un adolescente para convertirme en un hombre, pero no sabía cuándo ni cómo sabría que ya lo era. Sólo estaba seguro de que todavía no lo era. Sin embargo ella hacía tiempo que era una mujer, pensaba como una mujer y se comportaba como una mujer. ¡Incluso lloraba como una mujer! Aquella nueva discusión no enfrió nuestra amistad y hasta yo diría que nuestro mutuo afecto que podría ya ser amor. Al contrario, a mi regreso del campo la encontré sentada en la fuente, con un cántaro que rebosaba desde hacía bastante tiempo, porque sin duda me esperaba. Pasé por su lado confuso, temoroso de que, después de nuestra discusión no me volviera a dirigir la palabra, y le di un severo golpe de vara a una pobre oveja que se detuvo a mordisquear una hierbas que crecían junto al pilón, justo donde ella estaba sentada. El animal, asustado, brincó sobre sus patas traseras, y estuvo a punto de estrellarse contra la piedra de la fuente de no haber sido porque ella lo detuvo. —¿Quieres matar al pobre animal? ¡Mira que eres bestia, Andrés! —me recriminó Inés. Yo no dije nada, pero estaba arrepentido. Cogí a la pobre oveja por el collar de la esquila y traté de calmarla, como si quisiera disculparme por mi mal comportamiento, pero el animal no quería otra cosa que librarse de mí. Inés cogió el cántaro, lo cargó sobre su cadera y caminó a mi lado en silencio. —Lo que te he dicho de que serás cura no lo he sentido… —dijo al rato de caminar juntos y a pocos metros de su casa—. Yo no quiero que seas cura… Los curas no son hombres de verdad; no saben nada de la vida porque no se casan— de pronto se detuvo, cambió el pesado cántaro sobre su otra cadera, y riendo me gritó—: ¡Pero si tú te metes a cura yo me hago monja! Yo, una vez más, me quedé confuso y desconcertado, porque algo en mi interior me decía que nunca podría gozar del amor de aquella muchacha, que, sin embargo, ya se veía a sí misma como una mujer. Ambiente de elecciones Faltaba una semana para las elecciones municipales de 1931 y el pueblo se había convertido en un circo. Forasteros que nunca habíamos visto antes por allí, aparecían a pie, en cabalgaduras. Incluso llegaron en algunos automóviles rotulados con grandes siglas blancas, correspondientes a los partidos políticos a los que representaban, y que a duras penas eran capaces de remontar la ladera, especialmente porque con el rocío de la mañana el camino se hacía resbaladizo. También aparecieron letreros con consignas políticas, pintados con poca maña y hasta con alguna que otra falta de ortografía en todas las paredes, en especial en la revocada del frontón. «Campesino, acuérdate de tus cosechas, que no sean otra vez para el señor. Vota tu candidato del PSOE, el partido de los campesinos». Pero en nuestro pueblo las elecciones no parecían tener más importancia que la de ratificar al alcalde, don Mariano. Éste era el único hacendado del pueblo, con más de quinientas cabezas de ganado y el mejor pedazo de valle para el cereal, además de otras tierras baldías, pero buenas para el jabalí y el corzo, donde cazaban gentes venidas de Madrid, y hasta de Aragón y ääCataluña. El coto estaba bien guardado de furtivos con un par de guardas jurados, padre e hijo, que no preguntaban antes de disparar a los que merodeaban por él. Don Mariano había sido nombrado a dedo durante la dictadura de Primo de Rivera. El candidato opositor era Genaro Martínez, apodado el «Tejero», porque trabajaba como oficial en el tejar del pueblo, una miserable industria destartalada propiedad de alguien de Guadalajara que casi nadie sabíamos quién era y que sólo habíamos visto alguna vez por el pueblo, para la temporada de caza del corzo, por fiestas o con ocasión de alguna solemnidad local. Aún había otro candidato de un partido republicano, pero que se retiró a última hora para favorecer al socialista. No es que el pueblo fuera importante, pero para los partidos de la coalición de izquierdas y republicanos todos los alcaldes o concejales que pudieran conseguir eran importantes. En cambio los conservadores parecían dar por ganadas las elecciones, porque a penas se movieron. Los comentarios de taberna eran apasionados y todo el mundo en el pueblo parecía saber de política sin ni siquiera ser capaz de leer el nombre de los líderes que aparecía en los periódicos, apoyando con sus artículos a los candidatos de sus partidos. «Éste es ese Gil Robles. Pa’mí que es una persona instruida de verdad y, además, es el más preparao, porque es de buena cuna, no como nosotros», comentaban unos y otros. «¡Va!, que to’s los políticos son iguales. Ahora se acuerdan de nosotros para que les votemos, pero yo me astengo o como se diga. Ni me gusta uno ni el otro; el uno por cebao y el otro por enterao. Na, ¡que no voto y se’cabó!». «Pues yo sí que votaré, no vaya a ser que por desgana se lleven la alcaldía los rojos, que con los socialistas este pueblo sería un putiferio». «¡Que te digo yo que está to apañao! Al final habrá todos lo votos que quieran, que hasta los muertos resucitarán para las elecciones. Yo con la papeleta hago lo mismo que con los cantos cuando cago en el campo». «¡No seas bruto, que estas elecciones son serias!; que las cosas ya están bastante caldeadas desde lo de Marruecos, y este Almirante Aznar no vale ni para mandar en un convento de monjas. Que sin mano dura y alguien con buena cuna que mande y templa este país se desmadra en dos jornadas». «¡Toma!, que el Romanones ya no caza tanto por estas tierras como cuando estaba el Primo de Rivera, que deben estar todos con el cuello que no les llega a la camisa». Al atardecer venían grupos de jóvenes en cabalgaduras de Guadalajara, de Madrid y hasta de Zaragoza. Unas veces para anunciar un mitin en Sigüenza, otras ellos mismos, acompañados de su candidato, improvisaban uno en la plaza del pueblo, que casi siempre terminaba en acaloradas discusiones, cuando no a garrotazos. Los socialistas, los más activos, leían alguna proclama de Lenín y después las comentaban rebajando ostensiblemente sus pretensiones y sin mencionar la propiedad privada. —El producto del trabajo no puede ser entregado al capitalista, sino que debe ser repartido con justicia entre todos los trabajadores. A lo que algún campesino respondía agitando el bastón en el aire. —¡Anda y vete con tus cuentos a otra parte!, que aquí no sabemos de capitalismos ni de productismos, que todos semos gente honrada y nadie nos va a quitar lo que hemos ganao con el sudor de nuestra frente, ¡y menos ese Leni, o como se llame! —¿Pero es que no lo entendéis? —se esforzaba el improvisado orador—. Todos somos iguales porque a todos nos ha parido una mujer, por lo que todos tenemos derecho a una vida digna y sin penalidades. La propiedad latifundista y la mala explotación de las tierras son la causa de la miseria del campo español. Hace falta una política agraria moderna. Necesitamos hacer una reforma agraria en profundidad, que reparta mejor el fruto del trabajo del campesino y sea más rentable su trabajo. Pero el campesino insistía, sin dejar de blandir amenazador su garrota: —Cada cual tiene lo que merece, porque hay vagos y trabajadores, que las gentes semos como las golondrinas, las hay listas y las hay tontas. Los listos bien está que tengan propiedades y los tontos no valen más que para ser peones. ¿Qué carajo ese eso de que todos semos iguales? A lo que algún otro campesino replicaba: —¡Mira quién habla de listezas, que to lo que tienes lo has heredao; y trabajar, lo que se dice trabajar, no te cansas, no, que lo hacen tus peones, que los tienes medio muertos de hambre y de miseria. Que aquí todos sabemos lo que les pagas… Entonces era inevitable la trifulca. —¿Y a ti, so muerto de hambre, quién te ha dao vela en este entierro? Heredao y con honra, y no dejaré que nadie me venga con esas de que todos semos iguales ¡El primero que cruce mi sembrao probará ésta, que algunos aquí presentes ya saben cómo escuece en sus riñones! Finalmente se hacía un clamor caótico en el que cada uno expresaba en voz alta sus opiniones: «¡Si no puede haber justicia sin mano dura!». «¡Que el ser humano no tiene arreglo!». «¡Sin una revolución como Dios manda no puede haber solidaridad ni justicia!». Don Mariano pronunció un discurso de compromiso para complacer a los del partido de Sigüenza, pero por sus malas dotes de orador, fue un rotundo fracaso y casi una mofa, compensada por la acritud de sus correligionarios: —A mí no me gusta andar de sermoneos, que para ser alcalde basta con tener buen juicio y sentido común. Yo de política no sé na de na, ni me importa, porque para un pueblo como éste contri menos política mejor. Mientras yo sea alcalde tendremos tranquilidad, que es lo más importante. ¿De qué nos vale el progreso ese de la ciudad si nos viene envenenao de maldades y corruciones. Lo que importa es la tranquilidad y la buena salud, de la que tenemos a carretones y d’eso aquí no nos falta. Pero sus correligionarios de Sigüenza no estaban satisfechos con la simpleza de aquellos argumentos pueblerinos, y metían sus puyas mal intencionadas contra el candidato socialista. —Los socialistas y comunistas quieren quitaros las tierras, quemar la iglesia y declarar el amor libre, para que todos se puedan acostar con vuestras mujeres. ¿Es eso lo que queréis que aprendan vuestros hijos? A pesar de la provocación, las réplicas eran jocosas. —¡Anda y vete pa’tu pueblo, marquesito, que aquí no queremos señoritos! —¡Éste es también mi pueblo, porque esto es España, y España es lo más sagrado! Los rojos los manda Moscú y si ganan las elecciones aquí mandarán los rusos y no los españoles! Pero los campesinos recelaban de los políticos conservadores tanto como de los socialistas. —¡Muy lejos está Rusia pa que vengan a mandarnos! Que pa cuatro fanegas de trigo que recogemos al año, media docena de corderos y unas cuantas caballerías que se caen de viejas no creo que se molesten en venir de tan lejos pa gobernarnos. —¡Pero, desgraciado!, ¿y los valores universales, y la patria, la religión, Dios, y todo lo sagrado que hay en nuestra tierra?, ¿vamos a permitir que esos rojos los profanen? —¡Sin insultar, chalao, que pa’eso están las lecciones! Pa mí lo único sagrao es un jamón bien curao y el vino tinto de Aragón, y de eso creo yo que no nos faltaría, ¡aunque vinieran los rusos! Las carcajadas eran unánimes, y los conservadores finalmente comprendían que sus argumentos catastrofistas no impresionaban a nadie. Para mí todo aquello de las elecciones no era sino una oportunidad para salir de mi rutina. Nunca el pueblo había estado tan animado ni había llegado tanta gente forastera. La taberna estaba siempre repleta de parroquianos, donde no se discutía de otra cosa que de política. Mis paisanos parecían haber recuperado la ilusión por el futuro. Era estimulante ver a la gente en la taberna hablar de temas sociales, como el trabajo, la educación, el derecho a expresarse libremente, a criticar a los políticos o a la monarquía. Los instruidos leían los pasquines políticos entre baso y baso de vino, mientras los analfabetos mordisqueaban los cigarros mal liados por la premura al hacerlo por no perder detalle de lo que se estaba leyendo. De vez en cuando, si no entendían algo, se rascaban las greñas apartando momentáneamente la gorra que mostraban sus calvas blanquecinas. —«El doce de abril será la primavera de España, porque los trabajadores votarán en masa por la República —leía el campesino ilustrado—. El voto de los trabajadores pondrá fin a los históricos sufrimientos que ha padecido la clase trabajadora de este país por la opresión de la oligarquía formada por militares, nobles envilecidos y financieros sin escrúpulos, que dejará paso a un Gobierno honrado, del pueblo para el pueblo. Un nuevo gobierno democrático, honesto y comprometido con el bienestar del pueblo y no sólo en defensa de los privilegios de unos pocos». Los hermanos de Inés, Juan, Damián y Benjamín Valiente, eran los más atentos y no dudaban en interrumpir la lectura si no entendían algo. Parecían ávidos de conocimientos y sufrían visiblemente por su ignorancia. —¿Qué significa pri… pri…? —¿Privilegios? Hombre, pues qué va a significar, que unos pocos se quedan con todo lo que debe ser repartido entre todos… —¡Sigue, sigue, que ya lo entiendo! —«En esta histórica consulta electoral el trabajador no puede tener dudas a la hora de votar, porque la coalición de las izquierdas y los republicanos es la única que defiende sus intereses…» Así daban las tantas de la noche. El candil se quedaba sin aceite y el tabernero se quejaba de que hablaban mucho, pero bebían poco, y que ya estaba bien de mitines en su taberna; que la