
La guerra de Inés
JAIME DESPREE
CAPÍTULO PRIMERO
Abril de 1931
En un día como hoy de hace sesenta años falleció en mis brazos mi amada, y siempre añorada, Inés Valiente. Apenas habían transcurrido tres meses desde el alzamiento militar que degeneró en la larga y fratricida guerra civil que puso un sangriento fin a la II República española. En 1931 Inés y yo éramos dos aldeanos adolescentes, ingenuos y analfabetos, hijos de una miserable aldea de algo más de un centenar de familias. Inés había comenzado a asistir a unas clases de alfabetización, porque sabía que aquellas primeras letras harían que se sintiera más digna y respetada. Yo, por el contrario, me sentía bien con mi rutinaria ocupación de llevar a pastar al rebaño familiar a los cerros cercanos, y no tenía ningún interés por aprender a leer y escribir. Hoy recuerdo con enorme dolor y tristeza, que fue Inés quien venció mi tozudez enseñándome ella misma a leer y escribir, y hoy he decidido mostrarle mi póstuma gratitud escribiendo este libro con mis recuerdos de una primavera republicana y un otoño fascista, en que transcurrió su corta y desdichada vida. Flor rota cuando liban en ella las abejas; cuando la primavera da paso al verano y agitan las tiernas alas las nuevas golondrinas; cuando el relente matutino se hace pronto bochorno abrasador; es decir, en lo mejor de su vida.
Mis recuerdos se remontan a los primeros días de abril de 1931, cuando «con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros», según cantara nuestro inmortal Antonio Machado, Inés subía como de costumbre por el camino hacia el pueblo mientras yo intentaba cuidar un par de docenas de tercas ovejas y una cabra imposible de dominar. Ella venía jugando con su cuaderno de escritura, garabateado por cada espacio disponible, y lo lanzaba al aire como si fuera una cometa, volviéndolo a recoger como si estuviera amaestrado. Al llegar a mi lado se reía, tal vez de mi terquedad de adolescente analfabeto, al tiempo que me miraba provocativa, ensayando esas artes de mujer que surgen de forma natural en todas las adolescentes sin que nadie se las enseñe. Al acercarse parecía como si el viento se agitara con más fuerza, las ásperas jaras parecían florecer, como si fueran madreselvas, y el canto de los monótonos chichipanes parecían ser jilgueros o ruiseñores.
Cuando estaba cerca se sonrojaba, o hacía ver que se sonrojaba, porque Inés nunca tuvo vergüenza de mí, lo que me hacía perder la entereza, como si ella fuera veinte años mayor que yo y supiera todo lo que hay que saber de la vida, mientras que yo, un mocetón de quince años, casi dieciséis, apenas si sabía de dónde venían los niños, porque había visto parir a las ovejas, no sin cierto embarazo, pues me repugnaba la placenta y la viscosidad del cordero recién nacido.
Cerca ya, en el ribazo, a cierta altura de donde estaba yo, Inés se arreglaba su tosco vestido estirando de aquí y de allí, colocándose bien las hombreras y ajustándose el delantal, como si se preparara para una actuación:
—¡Ea, Andrés, no me mires tanto que me vas a desgastar!
Lo decía sabiendo que la miraba de reojo, cuando en apariencia estaba atento a varios corderos que remontaban la ladera en busca de hierba fresca, pero yo ni los veía.
—¿No ves que la cabra se te desmadra?
Era verdad, aquella maldita cabra, que no todas las criaturas deben ser de Dios, se echaba siempre al monte y no había nada que hacer. Para un cuartillo escaso de leche que nos daba al día el trabajo de tenerla junto a las ovejas no compensaba, pero mi padre insistía en tenerla, más por nostalgia que por utilidad. Desde que murió mi pobre madre teníamos aquella cabra díscola e ingobernable como si fuera su alma que seguía en el mundo, y que sólo a ella respetaba. La compró ella misma en el mercado de ganado de Sigüenza, en el otoño del 27, porque quería que a mí no me faltara la leche, aunque fuera de cabra. «Si quieres ser un hombre de bien, y lo serás, aunque tenga que molerte a palos, tienes que beber mucha leche de cabra». Lo decía como si aquella leche fuera el ungüento de confirmar del señor obispo.
—¡Eres un pastor tonto, que no sabe ni tener firme a una cabra vieja! —me recriminaba Inés.
Pero yo sabía que desde que murió mi madre Inés me tenía afecto, pero no sólo por compasión femenina, sino que era por otras razones que mejor no quiero mencionar todavía. Pero disfrutaba martirizándome como si creyera que tenía la obligación de hacerlo. Era como si quisiera reemplazar a mi difunta madre y se propusiera la misión de espabilarme y hacer de mí un hombre de «bien» a base de rapapolvos y recriminaciones, tal y como lo dejo dicho mi pobre madre. Se detenía, metía el cuaderno en el amplio bolsillo del delantal, y me volvía a reprender.
—¿No ves que la cabra se te va al monte?
Yo la silbaba, le gritaba, le arrojaba un guijarro y trataba inútilmente de hacerla volver al rebaño, porque no quería salir en su busca y alejarme de Inés. Ella era mi única alegría en el mundo y esperaba ese momento, cuando regresaba de la escuela, como se espera el sol tras una fría noche de helada. Todo a mi alrededor era silencio y desconsuelo. Mi padre no volvió a sonreír tras la muerte de mi madre; mis tías parecían esperar el momento de entrar en nuestra desangelada y fría casa para alejar de sus semblantes cualquier muestra de alegría, y parecían creerse en la obligación de compadecerse de mí a cada instante. «¡Pobre hijo mío! Sin una madre que lo cuide, ¡cómo va a hacerse un hombre de provecho!». Yo era para todos el «pobre Andresito», el niño sin madre, casi huérfano, porque mi padre parecía ya un cadáver. Los otros niños del pueblo, crueles y despiadados como todos los niños, me mostraban todo aquello que sólo una madre puede hacer, como sus bien remendadas camisas y pantalones, las suculentas meriendas, y me sonreían maliciosamente cuando sus madres los llamaban para recogerse al anochecer. «Vaya, me voy porque me llama mi madre. Claro, tú como no tienes puedes quedarte hasta cuando te de la gana. ¡Vaya suerte!».
Su crueldad era tan inmensa como su ignorancia.
—¡Estoy harto de esa cabra, tan harto que un día… bueno, que no sé lo que haré con ella!
—¡Ni se te ocurra, Andrés! ¡Esa cabra la compró tu madre y tienes que respetarla!
Como todos los demás, al mencionar a mi madre también Inés se creían en la obligación de compadecerse de mí, pero apenas si dejaba ver un instante de melancolía e inmediatamente su rostro volvía a brillar, sus mejillas se encendían y sus labios volvían a sonreír, como si tratara de alejar de sí cualquier pensamiento triste en alguien que parecía haber nacido para hacer propaganda de la alegría. Además, sentía la muerte de mi madre con la naturalidad de un cura que da la extremaunción a un moribundo, porque pienso que quien ama la vida también ama la muerte, de la misma manera que quien se presta a ser mártir puede llegar a ser verdugo.
Yo hacía lo que ella esperaba que hiciera: reunía el rebaño, reducía las aspiraciones revolucionarias de la maldita cabra, y una vez todo en orden, volvía y me sentaba a su lado, como un niño que espera el beso de su madre por su buen comportamiento. Pero ella seguía su metódico sistema de provocar mi dignidad.
—¡Yo nunca me casaría con un pastor tan tonto; vaya, que ni siquiera me casaré con un pastor, conque espabila!
—No digas tonterías, Inés, ¡hablar ya de casorios!
—Cuando sea mayor seré como esas señoritas veraneantes de Sigüenza. Llevaré bonitos vestidos de organdí, con un buen escote para que rabien los chicos. Porque yo no me pienso casar con cualquiera. ¡Para eso voy a la escuela, que no gano para suelas de zapatos!
Al mencionar la escuela su expresión se volvía solemne, su mirada se perdía en algún lugar del valle, permanecía unos instantes en el más absoluto silencio, raros en ella, como si comprendiera que sólo con los cuatro garabatos que empezaban a surgir de su cuaderno rayado su dignidad de persona podría estar a la altura de sus sueños. Entonces se volvía todavía más agresiva, sacaba su gastando cuaderno del bolsillo de su delantal, lo habría por cualquier página mostrándome filas de frases repetidas, más o menos ajustadas a las líneas, y casi con arrogancia me recriminada:
—¿Cómo un pastor ignorante que no sabe hacer ni la o con un canuto puede comprender lo importante que es ir a la escuela? ¡Una señorita necesita saber leer y escribir, porque…—y se detenía súbitamente, como si supiera que aquellas letras garabateadas en un cuaderno de beneficencia no fueran suficientes para hacer de ella una señorita. Sin embargo a mí aquellos signos me acobardaban, porque, en efecto, no había tenido la oportunidad de aprender a leer y escribir, y ella me parecía una persona importante y con futuro. Tenía la sensación de que encerraban significados que a mí se me negaban por mi ignorancia. Puede que contaran historias, hablaran de la vida, de la naturaleza, de todo aquello que era necesario saber para comprender todos los misterios que encierra el mundo. Sólo contemplar aquellos signos que me ocultaban su varadero significado me angustiaban—, ¡por lo que sea! ¡Ea, que ya he dicho bastantes tonterías!
Casi siempre terminaba sus reflexiones de aquella forma tan desconcertante, pero casi inmediatamente recuperaba su jovialidad. Era como si regresara de un viaje imaginario por su futuro, después de haberse paseado luciendo sus deseados vestidos por la alameda, provocado a los muchachos por su descarado escote y, no obstante, no hubiera encontrado la satisfacción esperada. Por ello, regresaba al pueblo; al polvoriento camino de la escuela; a la ribera del arroyo cubierto de carrizales donde croaban las ranas; al sonido lejano de la campana de la iglesia, las esquilas de las ovejas y el silbido de las alondras entre los sembrados. Como si en realidad aquel sueño suyo de señorita de ciudad no fuera realmente suyo, sino que se lo habían tratado de inculcar aquellos garabatos mal escritos en su cuaderno desvencijado.
De pronto Inés se volvía otra vez maternal, perdía su atractivo de joven casadera, y me recriminada duramente:
—¿Por qué no vas también tú a la escuela?
—¿Yo a la escuela? ¡Y quién hace todo el trabajo de mi casa!
—¿Qué será de ti siendo un analfabeto? ¿No ves que un hombre no tiene provenir si no sabe leer y escribir y las cuatro reglas?
—Teniendo tierras y ovejas ¿para qué hace falta saber de cuentas?
—Pero ¿y si las pierdes; si viene un mal año o les coge un mal a las ovejas y se mueren? ¿Qué harás entonces?
—Trabajo no me faltará mientras tenga dos brazos
—¿De peón en el campo y morirte de miseria?
—¡De lo que sea, mujer!
Indignada por mi terquedad, se levantaba airada y me restregaba su cuaderno gastado por la cara, como si tratara de que las letras me entraran en la cabeza a fuerza de golpearme con ellas.
—¡Si no aprendes a leer y escribir no te querré como marido, aunque me lo pidieras de rodillas!, ¡para que lo sepas!
Ella creía que aquella era la mejor forma de estimular mi inconsciencia y mi terquedad pueblerina, porque para Inés la vida se reducía a vivir alegremente hasta el inevitable día en que tuviera que casarse. Entonces la vida dejaría de ser un juego para convertirse en algo serio; una especie de misión natural a la que toda mujer está obligada a cumplir, como es cuidar un marido, llevar una casa y criar unos hijos. Por tanto, todo lo que hiciera antes de este trascendental cometido no era sino un juego sin importancia, que había que aprovechar lo mejor posible.
—¡Yo no sirvo para hacer letras como ésas! —me defendía yo, pero en mi interior sabía que no era así, es más, creía entenderlas aun sin saber lo que significaban.
—Tampoco sirves para pastor, ¡ni quiero que seas pastor! Yo quiero que seas alguien importante, porque yo sólo me casaré con alguien que sea importante, como esos señores que vienen en automóvil de Madrid a veranear en Sigüenza.
—¿Pero qué ideas tan tontas se te meten en la cabeza? ¿Qué tiene de malo el pueblo, eh? Además, ¿de dónde sacas esas ideas siendo una mocosa que, total, no hace ni medio año que va a la escuela? ¿Qué te crees, que con saber leer y escribir y las cuatro reglas ya puedes aspirar a todas esas tonterías de señoras y señores veraneantes? ¡Anda, baja ya de la higuera, Inés, que las cosas no son como tú las sueñas! No somos más que dos campesinos como son todos los campesinos. Tu serás como tu madre, te casarán con uno del pueblo, cuidarás ovejas, escardarás los cebollinos, cavarás las judías, engordarás un cerdo para la matanza de San Martín, segarás y trillarás la mies cada verano, y Dios quiera que te de siquiera cuatro o cinco hijos y puedas criarlos con salud para que te cuiden en tu vejez. ¿A qué vienen todas esas tonterías de señores y señoras? ¡Para eso más te valdría no ir a la escuela!
Era como si la hubiera abofeteado. Apretando los labios con violencia, se levantó airada, me crucificó con la mirada, que si hubiera sido una espada se me hubiera clavado en el corazón, y, poniéndose en jarras, me dijo todo lo que sin duda merecía y todavía por su buen natural se calló:
—¿Lo ves? ¡No eres más que un analfabeto tonto que no sabe nada de la vida! Para que lo sepas, en la escuela no sólo nos enseñan a leer y a escribir y las cuatro reglas, sino a ser personas… Bueno, yo no quiero decir que sea malo ser un campesino, pero hay que aspirar a ser algo más que unos analfabetos muertos de hambre y de miseria. Tú crees que esto es bueno porque no conoces nada más. ¿Por qué? ¿Qué puedes aprender de la vida si todo el día estás en el monte, o arreando la mula en el sembrado o cavando el huerto? ¿Crees que todo se acaba aquí? ¿Qué los pobres no tenemos derecho a comer algo más fino que el tocino rancio, o los chorizos y las morcillas? Que no es que no me gusten, pero hay otras cosas: pasteles, dulces y cosas para beber que no sea sólo agua y vino. ¿Crees que no tenemos derecho a vestirnos con otras cosas que no sean estos harapos remendados? ¡Mira tus pantalones, están más remendados que el tejado de mi casa! ¿Para qué crees que están las tiendas llenas de cosas bonitas? ¿Para adorno, eh, so tonto? ¿Y cómo vamos nosotros a comprar esas cosas si no vemos el dinero más que cuando hay bautizo y nos echan cuatro perras de aguinaldo!
Yo callaba porque no entendía muy bien lo que me quería decir. Para mí la vida estaba bien como estaba. Me gustaba el olor intenso del tomillo, el espliego, el romero, la salvia o la mejorana, incluso la acidez de la flor de la retama; respiraba con satisfacción aquel aire serrano y limpio; disfrutaba contemplando el corretear de las liebres por los sembrados o la procesión de los pichones detrás de la madre; me gustaba imitar el canto del asustadizo cuco, con su imagen recortada en la lejanía sobre la copa de las encinas. Yo era feliz viendo declinar el sol al crepúsculo, cuando las nubes se encendían de bermellón, como si ardieran. Todo aquello tenía para mí la solemnidad de lo divino y no sabría vivir sin ello.
De pronto Inés se puso a llorar, y lo supe porque brotaban dos gruesas lágrimas de sus ojos grandes y verdes, resbalando por sus sonrojadas mejillas.
—Y ahora, ¿qué te pasa?
—¡No sé, tengo ganas de llorar, eso es todo!
—¡Vaya, así sin más!
—¡Sí, así sin más! ¡Las mujeres lloramos porque sí, sin más!
—¡Pues vaya tontería! —siempre hablaba de sí misma como de una mujer, a pesar de no haber cumplido todavía los catorce años
—¡Lloro porque algo, que no sé qué es, me oprime el pecho, y si no lloro reviento!
—¿Pero tiene que tener alguna explicación?
—¡Claro que tiene una explicación! ¿Te parece poca explicación que seamos pobres, viviendo aquí en esta aldea medio en ruinas, abandonados de Dios, sin una mala bombilla en la plaza del pueblo, alumbrándonos con candiles. ¿Te parece poca explicación que a tu madre se la llevara una gripe, que los médicos ya saben curar con cuatro pastillas?
—¡Deja a mi madre, que descansa en paz, y si se ha ido Dios sabrá por qué!
—¡Eso, siempre lo mismo; lo bueno o lo malo, todo lo quiere Dios! ¿Pues qué Dios es ese tuyo que no sabe distinguir entre lo que es justo y lo que no? ¡Va, que me perdone Dios si existe, pero no hay justicia en el mundo y Él debe saber por qué, pero yo no lo sé!
—¡No blasfemes, Inés, que Dios te castigará con algún mal!
—¡Déjame en paz! ¡No, si tú vas para cura, y si no el tiempo!
—y se alejó airada, guardando con rabia su cuaderno en el delantal, hasta perderse tras la ermita del humilladero, sin ni siquiera volverse para ver la cara de estúpido con la que me había dejado.
Aquello fue una premonición, porque Inés sabía de mi carácter más que yo mismo. Lo sentí como una maldición del cielo y no como una bendición. Ser cura era apartarme de ella, renunciar a ella, cuando de alguna manera vivíamos con la ingenua convicción de que estábamos hechos el uno para el otro, pero que sólo era cuestión de dejar que el tiempo arreglara nuestras diferencias. Esto ocurriría tan pronto como yo dejara de ser un adolescente para convertirme en un hombre, pero no sabía cuándo ni cómo sabría que ya lo era. Sólo estaba seguro de que todavía no lo era. Sin embargo ella hacía tiempo que era una mujer, pensaba como una mujer y se comportaba como una mujer. ¡Incluso lloraba como una mujer!
Aquella nueva discusión no enfrió nuestra amistad y hasta yo diría que nuestro mutuo afecto que podría ya ser amor. Al contrario, a mi regreso del campo la encontré sentada en la fuente, con un cántaro que rebosaba desde hacía bastante tiempo, porque sin duda me esperaba. Pasé por su lado confuso, temoroso de que, después de nuestra discusión no me volviera a dirigir la palabra, y le di un severo golpe de vara a una pobre oveja que se detuvo a mordisquear una hierbas que crecían junto al pilón, justo donde ella estaba sentada. El animal, asustado, brincó sobre sus patas traseras, y estuvo a punto de estrellarse contra la piedra de la fuente de no haber sido porque ella lo detuvo.
—¿Quieres matar al pobre animal? ¡Mira que eres bestia, Andrés! —me recriminó Inés.
Yo no dije nada, pero estaba arrepentido. Cogí a la pobre oveja por el collar de la esquila y traté de calmarla, como si quisiera disculparme por mi mal comportamiento, pero el animal no quería otra cosa que librarse de mí. Inés cogió el cántaro, lo cargó sobre su cadera y caminó a mi lado en silencio.
—Lo que te he dicho de que serás cura no lo he sentido… —dijo al rato de caminar juntos y a pocos metros de su casa—. Yo no quiero que seas cura… Los curas no son hombres de verdad; no saben nada de la vida porque no se casan— de pronto se detuvo, cambió el pesado cántaro sobre su otra cadera, y riendo me gritó—: ¡Pero si tú te metes a cura yo me hago monja!
Yo, una vez más, me quedé confuso y desconcertado, porque algo en mi interior me decía que nunca podría gozar del amor de aquella muchacha, que, sin embargo, ya se veía a sí misma como una mujer.
Ambiente de elecciones
Faltaba una semana para las elecciones municipales de 1931 y el pueblo se había convertido en un circo. Forasteros que nunca habíamos visto antes por allí, aparecían a pie, en cabalgaduras. Incluso llegaron en algunos automóviles rotulados con grandes siglas blancas, correspondientes a los partidos políticos a los que representaban, y que a duras penas eran capaces de remontar la ladera, especialmente porque con el rocío de la mañana el camino se hacía resbaladizo. También aparecieron letreros con consignas políticas, pintados con poca maña y hasta con alguna que otra falta de ortografía en todas las paredes, en especial en la revocada del frontón. «Campesino, acuérdate de tus cosechas, que no sean otra vez para el señor. Vota tu candidato del PSOE, el partido de los campesinos». Pero en nuestro pueblo las elecciones no parecían tener más importancia que la de ratificar al alcalde, don Mariano. Éste era el único hacendado del pueblo, con más de quinientas cabezas de ganado y el mejor pedazo de valle para el cereal, además de otras tierras baldías, pero buenas para el jabalí y el corzo, donde cazaban gentes venidas de Madrid, y hasta de Aragón y Cataluña. El coto estaba bien guardado de furtivos con un par de guardas jurados, padre e hijo, que no preguntaban antes de disparar a los que merodeaban por él. Don Mariano había sido nombrado a dedo durante la dictadura de Primero de Rivera. El candidato opositor era Genaro Martínez, apodado el «Tejero», porque trabajaba como oficial en el tejar del pueblo, una miserable industria destartalada propiedad de alguien de Guadalajara que casi nadie sabíamos quién era y que sólo habíamos visto alguna vez por el pueblo, para la temporada de caza del corzo, por fiestas o con ocasión de alguna solemnidad local. Aún había otro candidato de un partido republicano, pero que se retiró a última hora para favorecer al socialista. No es que el pueblo fuera importante, pero para los partidos de la coalición de izquierdas y republicanos todos los alcaldes o concejales que pudieran conseguir eran importantes. En cambio los conservadores parecían dar por ganadas las elecciones, porque a penas se movieron.
Los comentarios de taberna eran apasionados y todo el mundo en el pueblo parecía saber de política sin ni siquiera ser capaz de leer el nombre de los líderes que aparecía en los periódicos, apoyando con sus artículos a los candidatos de sus partidos. «Éste es ese Gil Robles. Pa’mí que es una persona instruida de verdad y, además, es el más preparao, porque es de buena cuna, no como nosotros», comentaban unos y otros. «¡Va!, que to’s los políticos son iguales. Ahora se acuerdan de nosotros para que les votemos, pero yo me astengo o como se diga. Ni me gusta uno ni el otro; el uno por cebao y el otro por enterao. Na, ¡que no voto y se’cabó!». «Pues yo sí que votaré, no vaya a ser que por desgana se lleven la alcaldía los rojos, que con los socialistas este pueblo sería un putiferio». «¡Que te digo yo que está to apañao! Al final habrá todos lo votos que quieran, que hasta los muertos resucitarán para las elecciones. Yo con la papeleta hago lo mismo que con los cantos cuando cago en el campo». «¡No seas bruto, que estas elecciones son serias!; que las cosas ya están bastante caldeadas desde lo de Marruecos, y este Almirante Aznar no vale ni para mandar en un convento de monjas. Que sin mano dura y alguien con buena cuna que mande y templa este país se desmadra en dos jornadas». «¡Toma!, que el Romanones ya no caza tanto por estas tierras como cuando estaba el Primo de Rivera, que deben estar todos con el cuello que no les llega a la camisa».
Al atardecer venían grupos de jóvenes en cabalgaduras de Guadalajara, de Madrid y hasta de Zaragoza. Unas veces para anunciar un mitin en Sigüenza, otras ellos mismos, acompañados de su candidato, improvisaban uno en la plaza del pueblo, que casi siempre terminaba en acaloradas discusiones, cuando no a garrotazos.
Los socialistas, los más activos, leían alguna proclama de Lenín y después las comentaban rebajando ostensiblemente sus pretensiones y sin mencionar la propiedad privada.
—El producto del trabajo no puede ser entregado al capitalista, sino que debe ser repartido con justicia entre todos los trabajadores.
A lo que algún campesino respondía agitando el bastón en el aire.
—¡Anda y vete con tus cuentos a otra parte!, que aquí no sabemos de capitalismos ni de productismos, que todos semos gente honrada y nadie nos va a quitar lo que hemos ganao con el sudor de nuestra frente, ¡y menos ese Leni, o como se llame!
—¿Pero es que no lo entendéis? —se esforzaba el improvisado orador—. Todos somos iguales porque a todos nos ha parido una mujer, por lo que todos tenemos derecho a una vida digna y sin penalidades. La propiedad latifundista y la mala explotación de las tierras son la causa de la miseria del campo español. Hace falta una política agraria moderna. Necesitamos hacer una reforma agraria en profundidad, que reparta mejor el fruto del trabajo del campesino y sea más rentable su trabajo.
Pero el campesino insistía, sin dejar de blandir amenazador su garrota:
—Cada cual tiene lo que merece, porque hay vagos y trabajadores, que las gentes semos como las golondrinas, las hay listas y las hay tontas. Los listos bien está que tengan propiedades y los tontos no valen más que para ser peones. ¿Qué carajo ese eso de que todos semos iguales?
A lo que algún otro campesino replicaba:
—Mira quién habla de listezas, que to lo que tienes lo has heredao; y trabajar, lo que se dice trabajar, no te cansas, no, que lo hacen tus peones, que los tienes medio muertos de hambre y de miseria. Que aquí todos sabemos lo que les pagas…
Entonces era inevitable la trifulca.
—¿Y a ti, so muerto de hambre, quién te ha dao vela en este entierro? Heredao y con honra, y no dejaré que nadie me venga con esas de que todos semos iguales ¡El primero que cruce mi sembrao probará ésta, que algunos aquí presentes ya saben cómo escuece en sus riñones!
Finalmente se hacía un clamor caótico en el que cada uno expresaba en voz alta sus opiniones: «¡Si no puede haber justicia sin mano dura!». «¡Que el ser humano no tiene arreglo!». «¡Sin una revolución como Dios manda no puede haber solidaridad ni justicia!».
Don Mariano pronunció un discurso de compromiso para complacer a los del partido de Sigüenza, pero por sus malas dotes de orador, fue un rotundo fracaso y casi una mofa, compensada por la acritud de sus correligionarios:
—A mí no me gusta andar de sermoneos, que para ser alcalde basta con tener buen juicio y sentido común. Yo de política no sé na de na, ni me importa, porque para un pueblo como éste contri menos política mejor. Mientras yo sea alcalde tendremos tranquilidad, que es lo más importante. ¿De qué nos vale el progreso ese de la ciudad si nos viene envenenao de maldades y corruciones. Lo que importa es la tranquilidad y la buena salud, de la que tenemos a carretones y d’eso aquí no nos falta.
Pero sus correligionarios de Sigüenza no estaban satisfechos con la simpleza de aquellos argumentos pueblerinos, y metían sus puyas mal intencionadas contra el candidato socialista.
—Los socialistas y comunistas quieren quitaros las tierras, quemar la iglesia y declarar el amor libre, para que todos se puedan acostar con vuestras mujeres. ¿Es eso lo que queréis que aprendan vuestros hijos?
A pesar de la provocación, las réplicas eran jocosas.
—¡Anda y vete pa’tu pueblo, marquesito, que aquí no queremos señoritos!
—¡Éste es también mi pueblo, porque esto es España, y España es lo más sagrado! ¡Los rojos los manda Moscú y si ganan las elecciones aquí mandarán los rusos y no los españoles!
Pero los campesinos recelaban de los políticos conservadores tanto como de los socialistas.
—¡Muy lejos está Rusia pa que vengan a mandarnos! Que pa cuatro fanegas de trigo que recogemos al año, media docena de corderos y unas cuantas caballerías que se caen de viejas no creo que se molesten en venir de tan lejos pa gobernarnos.
—¡Pero, desgraciado!, ¿y los valores universales, y la patria, la religión, Dios, y todo lo sagrado que hay en nuestra tierra?, ¿vamos a permitir que esos rojos los profanen?
—¡Sin insultar, chalao, que pa’eso están las lecciones! Pa mí lo único sagrao es un jamón bien curao y el vino tinto de Aragón, y de eso creo yo que no nos faltaría, ¡aunque vinieran los rusos!
Las carcajadas eran unánimes, y los conservadores finalmente comprendían que sus argumentos catastrofistas no impresionaban a nadie.
Para mí todo aquello de las elecciones no era sino una oportunidad para salir de mi rutina. Nunca el pueblo había estado tan animado ni había llegado tanta gente forastera. La taberna estaba siempre repleta de parroquianos, donde no se discutía de otra cosa que de política. Mis paisanos parecían haber recuperado la ilusión por el futuro. Era estimulante ver a la gente en la taberna hablar de temas sociales, como el trabajo, la educación, el derecho a expresarse libremente, a criticar a los políticos o a la monarquía. Los instruidos leían los pasquines políticos entre baso y baso de vino, mientras los analfabetos mordisqueaban los cigarros mal liados por la premura al hacerlo por no perder detalle de lo que se estaba leyendo. De vez en cuando, si no entendían algo, se rascaban las greñas apartando momentáneamente la gorra que mostraban sus calvas blanquecinas.
—«El doce de abril será la primavera de España, porque los trabajadores votarán en masa por la República —leía el campesino ilustrado—. El voto de los trabajadores pondrá fin a los históricos sufrimientos que ha padecido la clase trabajadora de este país por la opresión de la oligarquía formada por militares, nobles envilecidos y financieros sin escrúpulos, que dejará paso a un Gobierno honrado, del pueblo para el pueblo. Un nuevo gobierno democrático, honesto y comprometido con el bienestar del pueblo y no sólo en defensa de los privilegios de unos pocos».
Los hermanos de Inés, Juan, Damián y Benjamín Valiente, eran los más atentos y no dudaban en interrumpir la lectura si no entendían algo. Parecían ávidos de conocimientos y sufrían visiblemente por su ignorancia.
—¿Qué significa pri… pri…?
—¿Privilegios? Hombre, pues qué va a significar, que unos pocos se quedan con todo lo que debe ser repartido entre todos…
—¡Sigue, sigue, que ya lo entiendo!
—«En esta histórica consulta electoral el trabajador no puede tener dudas a la hora de votar, porque la coalición de las izquierdas y los republicanos es la única que defiende sus intereses…»
Así daban las tantas de la noche. El candil se quedaba sin aceite y el tabernero se quejaba de que hablaban mucho, pero bebían poco, y que ya estaba bien de mitines en su taberna; que la política no podría traer sino desgracias a la gente, sobre todo a los pobres. Al final, como si despertaran de un sueño, estiraban las piernas, se colocaban bien la boina y lentamente iban abandonando la taberna, sin dejar de comentar lo que habían escuchado. Afuera sólo el resplandor del mortecino candil de la taberna iluminaba la callejuela mal empedrada. Los gatos, que permanecían acurrucados en la puerta de la taberna a la espera de alguna raspa de sardina arenque, saltaban ágiles las tapias y se enzarzaban en peleas territoriales. Algún gallo cantaba prematuramente el amanecer del nuevo día y de alguna ventana llegaba el llanto monótono de alguna criatura hambrienta o dolorida.
—Lo tengo decidido —comentaba el mayor de los hermanos Valiente—, votaré al «Tejero».
—¡No me fío de los socialistas, que estuvieron con Primo de Rivera! —dijo el mediano.
—¡Pero ahora es distinto!, aquello era por lo que era…
—Yo votaría a un candidato que fuera anarquista o comunista.
Aquí no valen medias tintas, ¡o todo o nada!
—Yo también votaría a los anarquistas —añadió Benjamín Valiente—, pero más vale el «Tejero» que el burro de don Mariano. Aunque para lo que se puede arreglar aquí no creo que importe quién gane. Como dice el Damián, ¡lo que hace falta es una buena revolución que lo cambie todo de raíz!
—¿Te crees que eso de la revolución es un juego o qué? ¡Eso es una cosa muy seria y puede traer mucho sufrimiento al pueblo! — replicaba el mayor de los hermanos.
—¡Todas las cosas que valen cuestan conseguirlas y nacen con sufrimiento!
—¡Déjate de revoluciones y vamos a votar por el ¡«Tejero», que más valen los socialistas que estos caciques monárquicos!
Yo, que había estado sentado en un rincón de la taberna, seguí discretamente a los hermanos Valiente con la esperanza de que Inés estuviera despierta, esperando a sus hermanos, y pudiera charlar un rato con ella antes de irme a dormir. Pero no fue así.
Al llegar a casa mi padre permanecía despierto pero, como siempre, inmóvil y sentado en su taburete, frente al fogón, atizando las ascuas una y otra vez con el mismo monótono movimiento, como si estuviera hechizado. Ni siquiera se movió ni me dirigió la palabra cuando entré. Pero yo estaba habituado a su silencio, me acerqué a la alacena para coger un trozo de pan, y me senté a su lado mordisqueando el mendrugo, al tiempo que seguía sus monótonos movimientos con el atizador. Así estuvimos un buen rato hasta que me atreví a preguntarle:
—Padre, ¿está usted bien? —pero no me respondió. Yo sabía que no me contestaría, pero me animé a seguir hablando sobre cualquier cosa con la esperanza de que le interesara—. La gente del pueblo anda revuelta con esto de las elecciones. He oído que los hermanos Valiente van a votar al «Tejero», pero el Benjamín dice que votaría a los anarquistas. Si yo tuviera la edad no sé ni por quién votaría, porque los socialistas me parecen extremados... que no son lo que este país necesita… creo yo... —no sé si me escuchaba porque su rostro permanecía inmutable y su interés seguía centrado en las ascuas del fogón, pero yo seguí con mi monólogo porque suponía que pudiera estar interesado—. A mí los hermanos Valiente me parecen buena gente, no sé por qué han de votar a los anarquistas. Dicen que si ganan las izquierdas habrá una revolución. Pero ¿qué significa eso de la revolución? Yo no creo que esté bien quemar iglesias y matar curas y monjas, como creo que hicieron en Rusia.
Cuando dije lo que quemar iglesias y asesinar curas y monjas, mi padre reaccionó, dio un golpe con el atizador que levanto una nube de ascuas incandescentes iluminando el cuartucho, y dijo una lacónica frase:
—¡Un pueblo sin Dios, eso son los rusos!
No dijo nada más. Yo me retiré tratando de imaginar lo que pudiera estar pensando después de su lacónica frase. ¿Imaginaba a todos los rusos ardiendo entre las ascuas del fogón? Apenas me recliné sobre mi camastro me quedé dormido, y mi último pensamiento, como cada noche, fue para Inés.
La víspera de las elecciones el alcalde instaló un altavoz en el balcón de Ayuntamiento, conectado a una radio de un coche traído por los miembros de su propio partido de Sigüenza. El artilugio sonaba poco pero suficiente para radiar los discursos de Gil Robles y del propio conde de Romanones con un tono de voz metálica y chillona. Un grupo de campesinos se arremolinaron alrededor del artilugio y aprobaban con metódicos gestos afirmativos de cabeza las razones por las que deberían votar a los conservadores.
Yo me fui temprano al campo con las ovejas. Las elecciones no me importaban, aunque si me inquietaban, porque había visto nuevas miradas de odio en mis paisanos, y recelar unos de otros por causa de las ideas políticas, y eso no podía ser nada bueno. Desde el campo podía escuchar el lejano murmullo de los exaltados candidatos, pero era incapaz de entender apenas algunas frases sueltas.
Como era sábado Inés no iría a la escuela y no pasaría por el camino de Sigüenza. Lo más probable es que fuera a la iglesia a la misa de diez, por lo que don Gregorio no tardaría en aparecer por el sendero. Por entonces me parecía un cura bondadoso y paciente, pero tenía un pronto que era temido por todo el pueblo. Ejercía su inútil apostolado con cierta resignación y conformismo. No era lo que se dice un cura de pueblo, cazador, buen comedor y hasta generoso bebedor, sino un hombre comedido y de hábitos casi monásticos. No era de la comarca sino valenciano. Había estado en Italia y conocido al Papa, y por alguna razón que nunca me desveló, terminó siendo capellán de un convento en Sigüenza y cura párroco de nuestro pueblo, al que llegaba a pie, fuera en el crudo invierno o en el agobiante verano. Por suerte para él, estábamos en primavera, y los campos se mostraban generosos y hospitalarios, y andar por sus olorosos senderos no era ya un sufrimiento sino un placer para los sentidos, y don Gregorio sabía disfrutar de ellos sabiamente.
—Buenos días, Andresito, ¡mañana te quiero en la misa de doce!
—Mañana no habrá misa, don Gregorio —le contesté sin saber muy bien por qué lo decía, pero que sin duda tenía algo que ver con la «revolución» que significaban las elecciones municipales.
—Llevas razón, Andrés, que casi lo había olvidado… —y quedó en silencio contemplando mis ovejas, que como si sintieran afecto por el cura, le contemplaban con ojos cándidos. Al cabo de unos reflexivos instantes prosiguió cambiando su jovialidad inicial por un cierto desconsuelo—. ¡Mañana van a pasar cosas graves en este pueblo!… Sí, llevas razón, lo más probable es que no haya misa de doce.
Yo sabía el por qué de su desconsuelo, porque tenía el mismo presentimiento, por eso le había comentado lo de la misa. Al cabo de un rato, en que el cura recorrió con la mirada la amplitud del valle como si se estuviera despidiendo de él, prosiguió cambiando totalmente de tono y recuperando su habitual sobriedad y templanza:
—¡Pero Dios seguirá existiendo mañana, y pasado, y después de que todos nos hayamos muerto y dejemos este mundo!
—¡Hombre, Don Gregorio, Dios ha existido siempre! —contesté yo, sólo por complacerle, pero sin saber realmente de lo que estaba hablando. Don Gregorio aprovechó la oportunidad para probar la consistencia de mi fe.
—¡Qué sabes tú de eso! A ver, Andrés, ¿por qué Dios ha existido siempre?
—Hombre, don Gregorio, yo no soy muy listo para explicaciones, pero lo siento así… —contesté balbuceando. Don Gregorio me lanzó una mirada penetrante, como si tratara de leer dentro de mi mente cosas que ni yo mismo era capaz de ver.
—Tú serías un buen cura, porque la fe no se razona, sino que se siente… pero yo te diré en dos palabras porque Dios existe. El mundo es como un árbol y algunos de nosotros somos los frutos y otros las hojas. Las hojas no sirven para otra cosa que para sustentar el mundo y para que éste puede dar sus frutos. Pero los frutos son codiciados por los pájaros y tienen que sacrificarse para cumplir con su misión. ¿Comprendes? Ahora viene la segunda parte: los frutos no saben de la realidad más que lo que ven durante su corta vida en el árbol, o sea, que desconocen el invierno del árbol. Esa es la otra vida. ¿Comprendes?
Yo asentaba mecánicamente con la cabeza pero no tenía ni idea de lo que me estaba hablando, aunque confieso que aquella breve charla marcaría toda mi posterior existencia, pues me demostró con sencillez demoledora que la realidad no es más que pura apariencia. Pero don Gregorio, consciente de mi incapacidad para comprender la metáfora del árbol, resumió su pensamiento lo más brevemente que le fue posible.
—En la otra vida es donde se puede ver a Dios, por eso en ésta no podemos verlo. ¿Crees que tu pobre madre ya no existe porque está muerta? Piensa en lo que te he dicho sobre el árbol y verás que tiene que seguir existiendo en la otra vida; la que no puede ver el fruto. Allí está y estará esperándote el día en que Dios te lleve también a ti a la otra vida. ¿Comprendes?
—¡Claro, don Gregorio!
—No, no comprendes, pero es igual, ya lo comprenderás algún día —me dio una amistosa palmada sobre el hombro, apretó su devocionario, lanzó un profundo suspiro y prosiguió su ascenso hacia la aldea, al tiempo que seguía murmurando—. ¡Eso sólo lo comprendemos los que tenemos fe!
Naturalmente que yo me quedé sumido en una profunda desazón, pues si don Gregorio había dicho que mi madre seguía existiendo, tal vez incluso andaba por allí, como una alma en pena, recorriendo los montes, contemplándome y tratando de hablarme sin que yo pudiera escucharla. Instintivamente me giré varias veces mirando en todas las direcciones, por si se aparecía. Sugestionado por esta idea, incluso creí ver que algunos guijarros se movían, o como si las zarzas se agitaran más de lo habitual, cuando apenas había viento. Estuve a punto de llamarla y preguntar si andaba por allí y no podía verla, pero afortunadamente me recuperé de la sugestión y me dije que aquella idea debía significar alguna otra cosa que don Gregorio no quiso aclararme por mi ignorancia. «Por desgracia —pensé más tranquilo— los muertos están bien muertos y sus huesos están en el cementerio. Si queda algo de ellos no debe de ser en este mundo y si hay otro mundo ¿cómo saberlo si es otro mundo?». Aquella fue la primera vez que utilicé mi mente con cierto sentido lógico, lo que marcaría mi posterior educación y mi afición por la filosofía
Las elecciones municipales
El domingo 12 de abril de aquel año el día amaneció fresco y húmedo. Las primeras lluvias de abril habían tardado en llegar, pero ahora que por fin habían llegado para bendición de los campos, no parecían dispuestas a marchar. El suelo de la plaza Mayor estaba encharcado y el empedrado resbaladizo. Algunos perros famélicos deambulaban empapados hasta los huesos, fáciles de ver por ambos costados. Acababan de sonar la siete en el desvencijado reloj del Ayuntamiento y ya se notaba movimiento de gente por las callejuelas. Para mí era un día cualquiera y tendría que llevar las ovejas al monte, pero por ser domingo no madrugaba como un día normal.
Mi padre gracias a Dios respetaba el domingo, y como si viviera mi madre, acudía a misa de doce después de afeitarse. A su modo se vestía de domingo, con su gastado traje de casado, la faja nueva y una camisola blanca de cuello postizo pero sin cuello, que llevaba sólo las horas que mediaban entre la misa, el chato de vino que tomaba en la taberna con una o dos sardinas arenques, y alguna rara vez se entretenía conversando con alguna de nuestras tías sobre lo único para lo que parecía tener tema de conversación, el tiempo y las cosechas. A duras penas éramos capaces de sembrar y cosechar un par de fanegas de cereal en unas tierras cercanas al río, que hubieran rendido mucho más si tuviéramos más brazos que emplear. Gracias a mis tías y sus maridos, podíamos recoger la cosecha, trillar el grano y guardar algo de forraje para el ganado. Sólo en este último año yo fui capaz de mantener firme el arado, porque mi padre ya era incapaz de hacerlo. Una parte de la cosecha era para mis tías, por su ayuda, la otra para nosotros, con lo que al menos pan no nos faltaba, y si quedaba algo, lo vendíamos a los comerciantes mayoristas de Sigüenza.
El huerto era una labor exclusiva de mi padre. Lo trabajaba en silencio, pero era como si estuviera hablando con las lechugas y las coliflores. Doblado como la rama de un sauce, casi tocaba las plantas con la cabeza. Cavaba y cavaba, aunque no hiciera falta. Mimaba los plantones de tomates como si fueran hijos suyos. Encañaba las judías con arte haciendo auténticas filigranas. No había en el huerto más hierbas que las que producían algo comestible ni más bichos que los inofensivos. El escarabajo de la patata lo retiraba uno por uno y los mataba con detenimiento y a conciencia, chafándolos minuciosamente para que no quedara ni rastro de ellos, no fuera que se volviera a reproducir. Teníamos un frondoso parral de uvas negras, jugosas y dulces, pero también los pájaros eran de la misma opinión, y las picoteaban hasta dejar los racimos en los cascajos. Cuando las uvas empezaban a madurar, mi padre pasaba horas sentado en un poyato, espantando los pájaros tirando de una cuerda atada al parral, que agitaba unos trapos de colores y espantaban a los mirlos y a las grajillas, los mayores ladrones de la naturaleza. Nuestra austera dieta vegetal se completaba con un peral viejo, que un año sí y otro no, daba abundantes peras, que no alcanzaban a madurar hasta bien entrado el otoño, y dos ciruelos claudios que con regularidad y abundancia daban cada año sus frutos de ciruelas, suficientes para toda la familia, y aún vendíamos alguna canasta en el mercado de Sigüenza, lo mismo que las uvas, si los pájaros las respetaban. Como decía, aquel domingo a esa temprana hora de la mañana no había ya ningún campesino que no estuviera despierto, afeitado y vestido con lo mejor de su escaso vestuario y listo para ir a votar.
Los herm anos Valiente liaban cigarrillos sentados en el poyato de su casa y hablaban animadamente entre ellos. Parecía vivir aquel día como si el país entero estuviera pendiente de sus votos. El padre, un hombre taciturno y de mal carácter, no estaba con ellos y era probable que no fuera a votar. Era un hombre débil, sin voluntad, aficionado al juego y a la bebida. Parece como si la naturaleza se regocijara en dar padres débiles a hijos fuerte; hijos perversos a padres virtuosos; o hijos perezosos a padres laboriosos. El caso era que los hermanos Valiente tenía que salir al paso un día sí y otro también de las trifulcas y peleas en las que el padre se veía envuelto por causa del alcohol y del juego.
De no haber sido por la habilidad de la madre para esconder escrituras y las pocas cosas de valor que poseían, ya se hubiera jugado las tierras y hasta la casa con el ganado.
La madre de los hermanos Valiente era una mujer menuda e insignificante, que no hacía pensar que de sus entrañas hubieran nacido aquellos tres vástagos, hombretones fuertes y con temple, e Inés, una muchacha, no muy corpulenta, más bien menuda, pero que con tan sólo catorce años tenía ya el cuerpo de una mujer madura, los cabellos morenos, rizados y abundantes, las mejillas sonrosadas y saludables, algo moteada de pecas, que parecían desaparecer con la edad. Sin duda que la naturaleza encierra sus misterios que son difícil de desentrañar.
Yo no era un chiquillo pero tampoco podía decirse que hubiera dejado completamente de jugar, así es que cuando llegaba la ocasión me unía a otros chavales algo más jóvenes que yo para hacer alguna que otra diablura. Ese día los críos, atraídos por el incesante parloteo electoral, intercalando canciones de partido y otras más conocidas y populares, también habían madrugado y se arremolinaban alrededor del coche del partido de los monárquicos, de donde salía todo aquel jolgorio amplificado por el altavoz que pendía del balcón del Ayuntamiento.
Sobre las ocho llegó al pueblo un grupo de hombres, algunos bien trajeados, que a lomos de una mula traían una caja de cristal que debía ser la urna para las elecciones y los paquetes de las papeletas. En la puerta del Ayuntamiento esperaban varios del pueblo, que habían sido elegidos como comisarios de la mesa electoral, y al llegar las mulas observaron la urna como si trataran de comprender como funcionaba, pero no se atrevían a tocarla. Preguntaron si tenía su precinto y los hombres les dijeron que todo era legal, que no tenían por qué preocuparse. En otra alforja traían paquetes de papeletas bien empaquetadas. También los del pueblo preguntaron si habría bastantes para todos, a lo que los hombres volvieron a insistir que todo era legal y que habría para todos.
Descargaron todo el material electoral sin que los presentes perdieran detalle de ninguno de los movimientos, como si desconfiaran de los recién llegados. Los niños molestaban las operaciones, empujándose unos a otros, pidiendo aguinaldos, como si se tratara de un bautizo. Uno de los hombres, tal vez para quitárselos de encima, les tiró unas monedas, lo que sin duda fue un grave error, porque por arte de magia aparecieron todavía más niños en la plaza cuando corrió la voz de que aquellos hombres venía a repartir dinero entre los del pueblo y que en eso consistían las elecciones.
A las nueve menos cinco, de los casi trescientos votantes que había en el pueblo, al menos una veintena ya habían formado una improvisada cola ante la puerta, sin que por el momento hubiera aglomeraciones. Se pasaban la petaca de la picadura de tabaco los unos a los otros, por turnos, según se les consumía el cigarro, era de uno o de otro, y siempre volvía por las mismas manos a su dueño original, mientras cada uno sacaba su papel de fumar de su propio librillo, mientras comentaban su parecer sobre aquellas elecciones. «Ya ni me acuerdo la última vez que votamos, que fue pa’l año 22 ó el 23, me parece». «¡Bien poco duró la alegría! A ver esta vez en qué queda la fiesta». «Aquí repite don Mariano, que no hacía falta ni elecciones para saberlo. Pero por ahí, vete tú a saber. Si salen los republicanos nos quedamos sin rey». «Pa’mí que será una desgracia». «¡Quia!, si da igual que estén los unos como los otros. ¡Pa’l campo siempre habrá miseria!».
Eran comentarios sin discrepancia, como si realmente les diera igual el resultado de las elecciones. Sólo algunos parecían realmente interesados en que ganaran unos u otros, pero tampoco mostraban gran decisión a la hora de defender sus posiciones. Realmente el campesino castellano había perdido el interés por la política, o tal vez no la había tenido nunca.
Cuando sonaron las nueve en el reloj del Ayuntamiento, hora oficial para dar comienzo a las elecciones, se produjo un murmullo general en la improvisada cola. Los votantes escupían los cigarrillos como si estuviera prohibido fumar y votar al mismo tiempo, pero el alguacil no abrió la puerta del Ayuntamiento y la gente empezó a impacientarse. «¡A ver esos de ahí adentro, que ya es la hora, no vamos ya a tener pucherazo antes de empezar!». Gracias como ésas, acompañadas de carcajadas, ayudaban a serenar los ánimos. Quince minutos después la puerta seguía cerrada y por una de las ventanas el alguacil tuvo que dar explicaciones. «¡A ver si os creéis que hacer unas elecciones es cosa de coser y cantar, que hay su preparación. Un poco de pacencia que hay disconformidad de criterios y no se puede abrir hasta que no haya acuerdo!». En efecto, al parecer había disputas acerca la lista electoral. Algunos comisarios habían comprobado que sus vecinos, supuestamente empadronados, no figuraban en ella, pero la verdad es que muchos ni se habían molestado en registrarse en el padrón y no podrían votar.
Así es que volvió a salir la petaca de la picadura y pasar de unas manos a otras, al tiempo que la improvisada cola se agrandaba y ya se desbordaba por la calle Mayor en dirección a las eras. Como era natural los chavales seguían importunando con sus peticiones de aguinaldo, pero, a parte de aquel forastero despistado, a nadie se le ocurrió que aquello era una fiesta para tirar perras o caramelos.
Sobre las nueve y media por fin se abrieron de par en par las puertas del Ayuntamiento y dio comienzo la votación. El primero en votar fue recibido con toda clase reverencias por parte de los comisarios, como si aquel primer voto fuera en realidad el que contaba, por lo que debía ser para el candidato de su propio partido. Los chiquillos, yo entre ellos, nos colamos dentro del Ayuntamiento, como si creyéramos que era allí donde estaba el convite. De nada sirvió que el alguacil nos amenazara con su vara, porque seguimos allí importunando a los votantes. Si yo los seguía, a pesar de no ser ya un chaval, era sobre todo por la curiosidad de ver una elecciones «por dentro», porque me parecía algo importante y trascendental que no podía dejar de contemplar.
Los comisarios leía en voz alta los nombres, introducían la papeleta y corroboraban que fulano de tal había votado, volviéndola a cerrar con un gran sobre de estraza. Había muertos que fueron denunciados y muchos apellidos estaban mal escritos y no coincidían con la cedula de identificación personal, por lo que les impedían votar, salvo que hubiera unanimidad y fuera una persona muy conocida del pueblo. No fueron unas votaciones fáciles, y más de una vez tuvo que intervenir el alguacil amenazando a alguno de los descontentos con arrestarlo por desacato a la autoridad, porque las listas eran realmente un desastre. Pero, finalmente, al filo del medio día, dio por finalizado el escrutinio. El alguacil echó a los chiquillos a golpes de vara y cerró la puerta del Ayuntamiento para que diera comienzo el recuento.
Don Gregorio no dio comienzo la misma a las doce como era habitual, sino que la retrasó hasta que concluyeran las elecciones. Tenía ordenado al monaguillo más espabilado que se informara del resultado tan pronto como corriera algún rumor. Le interesaba conocerlo para saber cuál debía ser el tema y hasta el tono del sermón, no fuera a decir algo inconveniente según cuál fuera el candidato ganador. Daba por seguro que repetiría don Mariano, de Unión Monárquica, porque conocía bien a sus feligreses. En la taberna todos parecían ser de izquierdas pero a la hora de la verdad, no eran de unos ni de otros, sino de la costumbre. Es decir, sabía que votarían por la continuidad de lo que ya conocían.
Como no tenían derecho al voto en aquellas elecciones, la práctica totalidad de las mujeres ocupaban ya las bancadas de la izquierda. En las de la derecha sólo algunos hombres, los más madrugadores y abstemios, ya estaban en la iglesia, pero la gran mayoría se había desplazado a la taberna, para esperar allí los resultados, que no tardaría mucho en saberse.
Yo también me fui a la taberna, más por curiosidad que porque me interesara realmente quién iba a ser el nuevo alcalde. Los hermanos Valiente parecían preocupados, como si ya supieran de antemano que el resultado no sería el que ellos deseaban. Pasadas las doce y media el monaguillo encargado de llevar a don Gregorio noticias sobre los resultados, se acerco antes a la taberna, y desde la puerta, gritó a los parroquianos:
—¡180 votos contra 110. Ha ganado don Mariano!
Y se fue corriendo para la iglesia a informar a don Gregorio para que pudiera dar comienzo la misa.
En la taberna no hubo demasiada agitación por los resultados, porque en su mayoría ya los esperaban. Sólo los hermanos Valiente parecía realmente contrariados.
El campesino que se había enfrentado a los comunistas levantó la garrota, y haciendo un gesto con aire solemne, invitó a los parroquianos a una ronda a su cuenta.
—¡Pa que vean esos rojos que en los pueblos no queremos historias de’sas de colectismo ni zarandajas! Ha ganao quien tenía que ganar, porque es de sentido común. ¡Venga, Juliano, pon una ronda gratis a los presentes que la ocasión bien vale un dispendio!
Los hermanos Valiente rehusaron la invitación, y salieron de la taberna, pero el resto la aceptaron, y hasta brindaron a la salud del nuevo alcalde.
La misa empezó casi a la una pero la iglesia ya estaba repleta, como era habitual en domingo. Los hombres pasaron de la taberna a la iglesia, y al entrar, algo eufóricos por los efectos del vino, se santiguaban con verdaderos garabatos en el aire. Las mujeres los fulminaban con la mirada, recriminándoles su tardanza y su falta de respeto por llegar a misa de aquella manera. Yo entré con los hombres, pero sin perder la compostura y con el debido respeto al lugar. Inés, que estaba en la primera bancada, me dirigió una complaciente mirada, como dando a entender que estaba orgullosa de mi comportamiento, tan distinto del resto de los hombres. Luego se volvió hacia el altar y se arrodilló al escuchar el sonido de la campanilla del monaguillo que anunciaba el comienzo de la misa.
El sermón de don Gregorio fue de circunstancias, pero no podía ocultar su satisfacción que se hizo patente ya en el comienzo con su habitual «Queridísimos hermanos», como si aquel día fueran más queridos que el anterior.
Cuando se armó el revuelo fue a la salida de misa. Don Mariano, ya confirmado como vencedor, se presentó con sus colegas de partido a las puertas de la iglesia, y radiante de satisfacción, estrechaba las manos de sus paisanos agradeciéndoles su confianza.
—Esta noche, si el tiempo nos acompaña, habrá verbena en la plaza para celebrar el evento. Quedan todos invitados, que habrá vino y tortas para quien quiera acompañarnos.
El tiempo fue bueno; el vino corrió en abundancia y las bandejas de tortas de anís se agotaron rápidamente. Los dos músicos del pueblo, Jacinto y Tomasón, que solían animar todas las fiestas con una dulzaina y un tamboril, interpretaron varias jotas castellanas que animaron la improvisada fiesta y hacían volar los pies callosos de las viejas, como si volvieran a tener veinte años. Sólo los hermanos Valiente, que no obstante se acercaron también a la plaza, permanecían resignados y pensativos, y no parecían disfrutar de la fiesta. Inés, por solidaridad con sus hermanos, tampoco se animó a bailar, pero sus pies se movían en el empedrado al ritmo de la dulzaina, como si no tuviera dominio sobre ellos y se esforzara inútilmente en retenerlos.
Mientras el pueblo entero celebraba el triunfo de la costumbre, en España entera se gestaba ya el cambio político más trascendental de nuestra historia, y nosotros, infelices, sin enterarnos, porque el coche del partido monárquico, que gracias a su aparato de radio hubiera sido el único medio de saberlo, había vuelto a Sigüenza finalizadas las elecciones.
Proclamación de la II República
Para nuestro pueblo la fiesta de las elecciones había concluido. Genaro, el «Tejero», candidato socialista, volvió con sus 110 votos en el bolsillo a su trabajo en la fábrica de tejas, calificativo que no merecía porque no empleaba más que al propio Genaro y a tres peones más que acarreaban la arcilla roja con mulos para las tejas y las carretadas de leña de encina para el horno. Pero su imponente chimenea le hacia parecer una fabrica real, porque era más alta incluso que la torre de la iglesia.
El día amaneció turbio pero ya a primera hora de la mañana se veía que la borrasca llevaba camino de Aragón y despejaría bien entrada la mañana. Yo, como de costumbre, llevé el ganado al monte, pero hasta pasadas las diez de la mañana lo tenía en el ribazo próximo al camino, para disgusto de las ovejas que tenían el prado tan mordisqueado que no encontraban otras cosas que raíces. Tan pronto como Inés pasara hacia la escuela, y me lanzara sus bien intencionadas pujas y alguna que otra gracia de las suyas, llevaría el ganado monte arriba, hasta bajar por la otra ladera a una fuente que llaman del Rebolledo, donde siempre había hierba fresca. Al mediodía, después del acostumbrado rezo del Ángelus, una avemaría mascullada más que rezada, tenía por costumbre sentarme en un poyato que los pastores habíamos apañado para este fin, bajo la sombra de una noguera silvestre que crece al pie del manantial que lleva a la fuente. Allí, lejos de la vergüenza de mi mal talante para la música, interpretaba para las ovejas algunas cancioncillas aprendidas del dulzainero en las fiestas del pueblo, con una flauta tosca hecha por mí mismo de una gruesa rama de saúco, siguiendo las explicaciones que me diera el propio dulzainero. No sé si sonaba afinada o desafinada, y si las ovejas apreciaban o no aquel soniquete, pero no parecían desagradarles porque se arremolinaban bajo la encina, apretadas unas a otras como sólo las ovejas saben hacerlo, y ni siquiera balaban mientras duraba mi concierto. Sólo Chispa, mi perra pastora, aullaba de vez en cuando con más afinación que yo mismo. Y así pasaba las mañanas hasta la hora del almuerzo. Después un buen trago de agua fresca del arroyo y una corta siesta, a medio duerme vela, y vuelta al cerro, para estar como una clavo a las seis en el borde del camino, para ver a la Inés al regresar de la escuela.
Ese día estaba yo sentado sobre el ribazo cuando vi subir al cartero, sudoroso y excitado, dando grandes zancadas desiguales y a trompicones, como si andara borracho, pero al parecer lo que sucedía era que la cartera pesaba más que de costumbre y le hacía perder el equilibrio. Cuando llegó a mi lado se quitó la gorra, se secó el sudor de la frente con el dorso de la manga, dejó la pesada mochila un rato en el suelo y cuando le volvió el resuello, me dijo como si yo supiera de qué iba el comentario:
—¡Vamos a tener República!
Yo no sabía de qué me estaba hablando, así es que por cortesía le contesté lo primero que me vino a la mente:
—Yo creo que está despejando.
—¡Mira que eres burro, Andresito! Me refiero a las elecciones de ayer; que las hemos ganado los republicanos y se va a acabar la monarquía… ¡eso si no hay follón y se arma el lío!
—¿Qué follón?
—Hombre, tú verás; como ha dicho el Almirante Aznar a los periodistas: que el país no puede irse a dormir monárquico y despertarse republicano, así sin más. Veremos a ver qué hacen los del Gobierno provisional, y si el rey se aviene a los resultados y se da las de Villadiego, ¡que aquí, en vista de los resultados, ya está de más!
Yo seguía sin entender, pero el cartero parecía necesitar un interlocutor para expresar sus opiniones en voz alta. Pero no quería parecer un ignorante, así es que le repliqué lo primero que se me ocurrió.
—Hombre, el rey es el que más manda, ¿cómo va a estar de más?
—¡Ay, que país de ignorantes! Quien manda, Andresito, es la soberanía del pueblo, y ésta se expresa en las urnas, ¿comprendes, so borrico?
Me dolía que me trataran de ignorante, pero me lo tenía bien merecido y ésa era la única forma de aprender. Así es que replique con la humildad del ignorante pero voluntarioso.
—¿¡Qué se yo sobre esas cosas si no voy a la escuela!?
—¡Ya, hijo, ya! ¡Pero para eso hemos ganado estas elecciones, para que vayas a la escuela y sepas lo que hay que saber sobre la vida y la democracia! Bueno, te dejo Andresito, que hoy tengo reparto extra —volvió a cargar su pesada cartera, se ajustó la gorra, me palmeó la espalda como hacían todos los que me trataban, y chasqueando los labios, se alejó mirándome con cierta condescendencia—. ¡El que se va a llevar un buen soponcio es don Mariano! —dijo ya mientras se alejaba.
En el camino se encontró con Inés, que bajaba ya hacia la escuela. Parece que debió decirle la misma cantinela y que la Inés tampoco debió de estar al corriente de la situación, porque el cartero hacía gestos de resignación, como los había hecho conmigo, alzando el único brazo disponible al cielo, como clamando justicia a Dios.
Cuando Inés llegó a donde estaba esperándola, me miró recelosa y ausente, como si las noticias del cartero la hubieran afectado. Estuvo un rato en silencio dibujando cosas en el suelo con la punta de su sandalia, y por fin me dijo:
—Mis hermanos sí que se alegrarán, que estaba ayer más mustios que si se les hubiera muerto el caballo.
Yo tenía miedo de volver a meter la pata, y con Inés no quería parecer un patán desinteresado por las cosas del país, así es que callé como asentando, a la espera de que ella prosiguiera la conversación.
—¿Es que tú no dices nada? ¿Te da igual que ganen unos como los otros?
—¡Es que no sé quiénes son los unos ni quiénes son los otros!
—respondí espontáneamente, porque era así como lo sentía—. Para mí todos son iguales y dicen las mismas cosas. Si escuchas a don Mariano, pues que lo arregla todo; si escuchas al «Tejero», lo mismo. A ver, ¿dónde está la diferencia? Explícamelo tú, que pareces saberlo todo.
—Mira hijo, tengo otras cosas mejor que hacer que enseñar a un palurdo lo de la política, así es que adiós y con Dios, que llego tarde a la escuela.
Lo que sucedía era que ella tampoco tenía la respuesta, a pesar de que por fuerza tendría que escuchar las conversaciones de los hermanos, siempre enfrascados en política, pero sin que realmente ellos supieran muy bien de lo que estaban hablando. Eran charlas de taberna, resumidas en cuatro conceptos básicos: explotación, injusticia, caciquismo y lucha obrera. Lo que realmente significaba cada uno de ellos no era lo importante, porque los cuatro se resumían en uno: ¡Revolución! ¡Todo lo arreglaba la revolución!
—¡Ea, no te enfades que no era mi intención insultar! —rectificó conciliadora Inés—. Si te digo la verdad, estoy hasta el moño de política, que para lo único que sirve es para desunir familias y enfrentar a las personas. Si yo mandara no habría política, sólo pan para todos y se acabaron todos los males del mundo…
Se alejó caminando al ritmo de improvisados pasos de baile, lanzando su gastado cuaderno en el aire, que de seguir con aquel trajín no llegaría con hojas al final del curso. Yo volví al cerro para hacer mi recorrido habitual; toqué la flauta para las ovejas, pero al atardecer cambié de plan, y en lugar de volver al camino, rodeé el pueblo para encerrar algo más temprano a las ovejas y pasar por la taberna, por si allí se sabía ya el resultado de las elecciones y podía enterarme de algo y no vivir en aquella ignorancia.
Lo que sucedía en la taberna sí que era una verdadera revolución. El «Tejero» había reunido allí a medio pueblo, y les arengaba sobre la situación creada en el país tras el triunfo de las izquierdas:
—¡Hay que ir al Ayuntamiento y proclamar al República, porque el pueblo se ha expresado en las urnas y ya no quiere al rey ni a su camarilla! En Madrid la gente se ha echado a las calles y por todas partes se ve la bandera republicana. Aquí tengo yo una, ¡ya es tarde para que se vea en el balcón del Ayuntamiento!
El candidato socialista derrotado agitó una bandera republicana que todavía mostraba las marcas de las dobleces de haber estado empaquetada largo tiempo. Yo, al verla ondear en la taberna, me estremecí, no sé si por la impresión de aquel morado de una de sus franjas o porque intuía que aquella bandera significaba realmente la «Revolución».
No había unanimidad, y la mayoría consideraban más prudente esperar al día siguiente, a ver en qué quedaba todo y si el Gobierno provisional encabezado por Alcalá Zamora se hacía definitivamente con el poder y el rey se exiliaba, como era el rumor más insistente.
Al parecer, también a esa hora don Mariano, el alcalde vencedor de Unión Monárquica, estaba reunido con miembros de su propio partido en el Ayuntamiento, porque sin duda tendría que saber a qué atenerse si finalmente en Madrid se proclamaba la República.
—Aquí hay un compañero ferroviario —prosiguió el «Tejero»— que viene de Zaragoza, donde hoy mismo, o a lo más mañana, se proclamará la República, y lo mismo han hecho en San Sebastián y en otras ciudades y pueblos. Somos las masas las que tenemos que proclamar la República, para que ya sea un hecho y no haya más que rubricarlo.
—Pero ¿y si sale el ejército? ¡Que no sería la primera vez!…
—Eso ya es agua pasada, aquí ya no hay más golpes militares; ahora la política es la que manda, ¡que el pueblo ya está maduro!
—¿Y si don Mariano se opone?
—¡Peor para él, coño, no puede ir en contra de la voluntad soberana del pueblo!
—¡Pero él ha ganado limpiamente, no podemos echarle!
—Ni hace falta, que él también tendrá que jurar la República. Vaya, menos cháchara y al Ayuntamiento, ¡a proclamar la República en nombre de pueblo soberano!
Seguidos del «Tejero» y su bandera republicana, casi medio centenar de personas, con los inevitables chiquillos importunando con su griterío, el grupo recorrió los escasos cincuenta metros entre la taberna y el Ayuntamiento. Como si todo el pueblo hubiera tenido las misma idea, la plaza estaba ya llena a rebosar de gente, probablemente no habría nadie del pueblo que no estuviera en ella. Al ver al grupo del «Tejero» aparecer con la bandera republicana, se levantó un murmullo que se convirtió casi en un griterío. «¿Dónde vas tan deprisa, “Tejero”?, ¡no nos vengas con tus jodiendas!». «Guarda esa bandera, “Tejero”, que no ha traído a este país más que desgracias», decían otros. «Siempre son los mismos armando yesca, más valdría que se fueran del pueblo», protestaban algunas viejas. En general el pueblo no era partidario de proclamar la República, pero el «Tejero» estaba decidido a hacerlo, tal vez para resarcirse del fracaso electoral. El grupo se abrió paso formado un corro apretado de gente a su alrededor. El «Tejero» se subió sobre el pescante de un carro y agitando la bandera republicana, gritó tanto como le fue posible:
—¡Viva la República! ¡Viva España republicana! ¡Viva Castilla republicana! ¡Abajo la monarquía!
Pero sólo su grupo respondió con un «¡viva!» de compromiso y sin demasiado entusiasmo, tal vez temerosos de las reacciones de la gente del pueblo. Entonces se abrió el balcón del Ayuntamiento y apareció don Mariano, demudado y sudoroso, más por su gordura que por el prematuro sofoco de aquel atardecer, barrido por vientos sureños, como anticipo ya del próximo verano.
—¡Paisanos, paisanos! —grito agitando las palmas de las manos de arriba abajo pidiendo silencio—. ¡Aquí no se proclama nada que no sea legal y como Dios manda! Si hay República, sea, y a acatar la voluntad soberana, pero cuando llegue, ¡no vayamos a comernos la liebre antes de cazarla! —el comentario fue aprobado con unanimidad con un clamor de murmullos—. ¡Aquí la autoridad soy yo por la gracia de Dios y de las urnas, y no hay más República que la que venga firmada y rubricada del Gobierno de Madrid, así es que cada uno a su casa y todos con Dios, ¡que se acabo el mitin!— e hizo ademán de salir del balcón.
Pero el «Tejero» estaba decidido a proclamar la República y con la agilidad de un gato, escaló el balcón, saltó dentro, quitó la bandera monárquica del mástil y ató como pudo la republicana, mientras el asustado alcalde, a medio camino entre el balcón y su despacho, era incapaz de reaccionar, cada vez más sudoroso y congestionado por el nerviosismo. Entonces los hermanos Valiente acompañaron al «Tejero», y a unísono volvieron a lanzar vivas a la República, y sea por su entusiasmo o porque el hecho parecía ya consumado, esta vez si se escuchó un clamor casi general de «vivas», de manera que el pueblo mudó de opinión en apenas unos minutos y se hizo, en su gran mayoría, republicano. Así se proclamó la República en mi pueblo.
Los acontecimientos posteriores a las elecciones fueron un auténtico cataclismo para nuestro pueblo. El 14 de abril la gente no se movió de la taberna, y los que no cabían dentro, se trajeron sillas y taburetes para sentarse en la calle y esperar noticias entre baso de vino, olivas negras de Aragón y sardinas arenques del Cantábrico. El «Tejero» se había hecho con una radio de galena y seguía las noticias de la Radio oficial, pegándose un auricular a la oreja y pidiendo silencio, mientras uno de los hermanos Valiente se cuidaba de la larga antena, empalmada a un hilo de cobre, que pendía del balcón del piso de arriba del local.
Al medio día ya sabíamos que el Gobierno provisional pedía la salida del rey de España antes de que se pusiera el sol y Romanones estaba negociando las condiciones para el exilio. De manera que la República era un hecho y ya se había proclamada en casi todas las capitales de provincia y en miles de pueblos como el nuestro. Don Mariano, el alcalde elegido en mala hora, permanecía en el Ayuntamiento con los suyos y corría el rumor que iba a dimitir si finalmente obligaban al rey al exilio, porque era un monárquico convencido y no estaba dispuesto a seguir de alcalde en un país sin un rey que lo mandara, que era como una casa sin un padre que la gobierne.
—¡Ya está decidido, el rey se marcha al exilio! —dijo el «Tejero» pidiendo silencio a la multitud, y apretándose contra el oído el auricular.
—¿Quién lo ha dicho? —contestó un campesino desconfiado.
—¿Quién lo va a decir?: ¡el Gobierno legítimo de la República, don Niceto!
Mis paisanos no aprobaban la salida del rey, y menos en aquellas condiciones. Así es que meneaba la cabeza en señal de desapruebo. «¡Esto no puede traer na bueno! ¡Por malo que sea el rey no es cosa de echarlo del país como si fuera un perro! ¡Que culpa tiene el hombre de tener malos ministros! ¿Es que no puede haber toda la Republica que se quiera pero con un rey?»
—¡La Guardia Civil ha rendido honores en Madrid al nuevo Gobierno! —seguía informando el «Tejero»—. Se ve que está con el pueblo y con la legitimidad, ¡como tiene que ser! El que le está echando lo que hay que echar es el ministro Maura, les ha dicho a los guardias: «¡Señores, paso al Gobierno de la República!», y los guardias se han cuadrado presentando armas. Y es que Madrid es un clamor a favor de la República, todo el mundo está en la calle. Dice el que radia que no cabe un alfiler desde la Cibeles a la Puerta del Sol. «Ya no es por el rey, pero ¿y esa familia? —seguían los comentarios aislados de los campesinos—; ¿y esas criaturas? ¡Qué culpa tienen ellas de las cosas de la política! Que se vayan los malos ministros y se quede el rey, que a mí no me parece tan mala persona. Una vez lo vi así como está ahora el “Tejero” y no me pareció mala persona, un poco melindroso y con poco temple pa mandar un país como éste, tan encabritado y rebelde, pero mala persona, na d’eso.»
Serían ya las ocho y los parroquianos no dejaban la taberna. Inés pasó del brazo de sus dos tías abuelas, tocada con el velo, por lo que deduje que irían a la iglesia. Don Gregorio había organizado unas vísperas para rezar un rosario y rogar por la vida de la familia real en aquellos momentos tan críticos. Muchos monárquicos, como él mismo, temían que se produjera un magnicidio, con todas esas masas enardecidas en la calle, y sólo se le ocurría interceder ante Dios para que lo evitara. Otro tanto se debía hacer en miles de iglesias de todo el país. No creo que Inés fuera a la iglesia por devoción ni a favor del depuesto de rey de España, sino por no quedarse en casa en un día tan señalado. En la taberna, en la iglesia o en la plaza del Ayuntamiento, el pueblo entero estaba en la calle haciendo algo para disimular su inquietud y nerviosismo. Saludó a sus hermanos, que estaban al cuidado de la antena, y como era de esperar me lanzó su puya habitual:
—¡Pachasco no estuvieras tú también en la taberna!
Yo, también como de costumbre, no me daba por aludido, porque sabía que lo decía sin mala fe, sólo era una manera de decirme «hola» o «cómo estás», pero a su manera mordaz.
De pronto el «Tejero» mandó callar a todo el mundo, agitando el brazo y chistando silencio.
—¡A callar todo el mundo, que Alcalá Zamora está pidiendo un minuto de silencio en memoria de los mártires de la república Galán y García Hernández!
Los campesinos por respeto a los muertos, más que por homenaje a los jóvenes oficiales, se quitaron la boina y con expresión de circunstancia quedaron en silencio, sin ni siquiera mover la boca para terminar de comer las arenques. Alguien sacó un reloj del bolsillo del chaleco y controló el tiempo. Inés se sumó al homenaje y las tías abuelas se santiguaron como si vieran pasar un entierro, sin saber por qué la gente estaba tan callada. Trascurrido el minuto, se volvió a los murmullos.
Aunque nadie lo supo hasta el día siguiente, a esas horas salía el rey de España camino del exilio por la puerta de atrás del palacio de Oriente, camino de Cartagena, donde se embarcaría rumbo a Roma en el crucero «Príncipe de Asturias», dando así fin al reinado de los Borbones en España, hasta la reinstauración de la monarquía en 1976.
A última hora de la noche ya estaba claro que la II República era un hecho en España y las últimas noticias que se captaban por la radio de galena no hacían sino confirmar que la transición se había hecho sin violencia en toda España, por lo que la gente fue abandonando progresivamente la taberna, recogiendo sus banquetas y retirándose ya más tranquilos y relajados a sus respectivas casas. Sobre las diez de la noche, Inés regresó con sus tías de la iglesia, convencidas de que habían sido sus rezos los que habían evitado un baño de sangre, porque Dios había escuchado el clamor y había intercedido por España, país por el que sentía, según don Gregorio, una debilidad especial, por ser el más católico de la cristiandad, fuera de Roma y el Vaticano, claro está. Y pienso yo que tal vez fuera así.
De regreso a casa vi salir a don Gregorio de la iglesia, quien, a pesar de la hora, se disponía a regresar a Sigüenza a pie, tomando el sendero del río, que es más angosto pero acorta algo el camino. No sé por qué, pero en ese momento sentí una gran admiración por aquel cura, fiel a sus convicciones y que no eludía sus responsabilidades, fueran o no penosas o arriesgadas.
—Buenas noches, don Gregorio —le dije acercándome a él casi corriendo, porque había emprendido ya un vivo paso para su retorno—. ¿No tiene usted una cabalgadura?
—Buenas noches, Andresito, ¡para cabalgaduras está el patio!
—¿Qué le parecen las noticias?
—¡Malas, Andresito, muy malas!… pero Dios sabrá por qué lo ha hecho... Si lo quiere así ¡por alguna razón será! Ya te digo ahora mismo que no tardaremos ni diez años en matarnos unos a otros. ¡Y que me perdone Dios por ser tan claro, pero lo he visto como si fuera en una revelación!
—¡Hombre, don Gregorio!
—¡Que Dios me perdone!, y no vayas diciendo por ahí que te he hecho este comentario, que no lo he podido evitar. ¡Es que lo veo venir, porque yo conozco bien este pueblo, Andresito! Días vendrán que tú mismo te verás envuelto en esta violencia que se nos viene encima…—volvió a santiguarse, me bendijo, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso sin mediar más palabras.
Yo me quedé como petrificado. Sentía frío en los huesos, a pesar de que la noche no era de las frescas. Se me había erizado el cabello y permanecí mudo y espantado allí, en la puerta de la iglesia, un buen rato sin saber cómo tomarme aquellas proféticas confesiones. Como si despertara de un mal sueño, conseguí recuperarme, respiré hondo, sacudí la cabeza como si quisiera sacarme aquella impresión a golpes, y me dije que don Gregorio había exagerado como cosa de curas, pero que las noticias no eran como para alarmarse.
La noche se tornó clara, con la luna ya en cuarto creciente, así es que pude ver la silueta del cura alejarse por el sendero del río, como si fuera la de un fantasma que se desvaneciese en las tinieblas.
Cuando desapareció, proseguí mi camino hacia mi casa, pero sentí como si aquel encuentro me hubiera hecho cuatro o cinco años mayor, y desde esa misma noche se hubiera esfumado la inocencia de mi tardía infancia. Por alguna razón me dejé contagiar de aquellos funestos presentimientos y acabé por sentir sobre mí el peso de aquella terrible premonición.
CAPÍTULO SEGUNDO
El retorno de las golondrinas
Pasó el mes de abril con más de un sobresalto, pero en el pueblo, ocupados con las tareas propias de la primavera, la gente no volvió a preocuparse más de la política. El día 16 bajamos la mitad del pueblo al apeadero del tren, porque nos habían dicho que en el rápido de Barcelona de las cinco de la tarde venía medio Gobierno provisional, que se había exiliado en París tras la dictadura. Creo que eran Indalecio Prieto, Marcelino Domingo, Martínez Barrio y Martínez de Aragón, a quién el destino le traería otra vez por nuestra tierra durante la Guerra Civil. Eran, por tanto, gente destacada y que habían sufrido persecución por sus ideas republicanas y merecían un reconocimiento público. Así es que armados con banderas tricolores, hechas de papel pegadas en carrizos, bajamos en procesión por el sendero del río Henares en una tarde casi veraniega y reluciente. Cantábamos sanjuaneras porque era lo único que sabíamos cantar al unísono y nadie sabía nada de canciones republicanas. La verdad es que la mitad del cortejo lo formaban chiquillos desarrapados, para los que no había otra ocupación que tirar piedras a los perros y ayudar, cuando llegaba el caso, en las tareas del campo. A las cinco el tren no apareció. Dieron las seis y el tren seguía sin aparecer por la curva del túnel que lleva a Torralba. Lo que pasaba era que fueron tantos los homenajes que les dispensaron a lo largo del trayecto que el maquinista se vio más de una vez obligado a detener el tren para no atropellar al personal. Algo desconsolados y defraudados, con la mitrad de las banderas rotas o despegadas, ya estábamos decididos a volver al pueblo cuando se escuchó el silbido de la locomotora como era habitual al pasar por el cruce del camino a la salida del túnel. Los chiquillos se alborotaron y el «Tejero» tuvo que emplearse a fondo para que la canalla permaneciera pegada a la barandilla, en el extremo del andén.
—¡En orden y pegados a la barandilla, que el tren no para y os puede absorber el rebufo! Cuando aparezca el tren, agitar bien las banderas y, todos a una, a gritar «¡Viva la República!», ¡que se escuche hasta en Madrid!
El tren pasó y los chiquillos se desgañitaron gritando sin orden ni concierto su «Viva la República», pero no debieron ni enterarse de nuestra presencia, porque pasó velozmente dejando un rastro de vapor y carbonilla, que más de un chiquillo tuvo que escupir para no atragantarse. El tren llevaba dos grandes banderas republicanas en la locomotora que se agitaban con violencia y que ya estaban algo deshilachadas. Los críos se quedaron algo confusos y desilusionados, pues esperaban algún obsequio de gente tan importante, pero les compensó la visión siempre imponente de un tren de vapor, engalanado, además, con banderas tricolores.
—¡Hala, cada uno a sus tareas que ya hemos cumplido con nuestro deber de buenos ciudadanos! —les sermoneó el «Tejero», con su permanente sentido político de la existencia.
Pero el mes de abril trajo nuevas e importantes novedades a nuestro pueblo. Tal y como había prometido, don Manuel renunció a la alcaldía por negarse a jurar fidelidad a la nueva República, y ésta pasó al candidato opositor, al frente de una comisión gestora, hasta que, una vez promulgada la nueva Constitución, se volvieran a celebrar nuevas elecciones municipales. Así es que para últimos de mes el «Tejero» era ya «don Genaro Martínez», y la gente dejó de apodarle el «Tejero» porque parecía que rebajaba la importancia y solemnidad que debe tener un alcalde, aunque fuera de un miserable pueblo de seiscientos habitantes. El día de la jura el nuevo alcalde pronunció un discurso a los más de cien paisanos que llenaban la sala de actos del Ayuntamiento que nos dejó una idea de cómo era el nuevo espíritu de la joven República.
—¡Pan y cultura! Lo primero es la educación: ni un analfabeto o analfabeta en este pueblo; ni un niño sin colegio ni un enfermo sin médico ni un viejo sin atención, y quien no esté por la labor será reprendido y avergonzado por sus propios paisanos. Porque el pueblo no es de nadie, sino de todos, y todos somos responsables de lo que pase en el pueblo.
Tanto buen juicio en un sencillo oficial alfarero sorprendió a los propios y extraños. Hasta los monárquicos asentían y se congratulaban de tan buenas intenciones. «Eso es lo que le faltaba a don Mariano, voluntad para ocuparse de los chiquillos y los viejos, que no pueden estar todo el día detrás de las liebres o haciendo diabluras». «No empieza mal el Genaro, pero ¡a ver de dónde sacará las perras para tantas maravillas!». «Pa’mí que los socialistas no son tan malos como los comunistas. A ver si al final va a ser mentira todo lo que nos ha metido el cura en la cabeza sobre estos rojos y ateos».
El primero de mayo el «Tejero» convocó a los del pueblo a una «Fiesta del trabajo», donde habría discursos y baile. Trabajadores asalariados en el pueblo no había muchos, todo lo más una veintena de peones, miembros de familias numerosas que no podían ocuparse en el laboreo de sus propias tierras y hacían lo que surgiera y supieran hacer, que no era mucho y tampoco eran muy hábiles en nada. Pero el «Tejero» tenía un profundo sentido de la historia y no quería dejar pasar aquella solemne fecha sin complementarla como era debido. Además, estaba previsto poner la «primera piedra» de las obras de la nueva «Casa del Pueblo». En realidad se trataba de rehabilitar, con nuevo encalado, ventanas, puertas y una buena mano de pintura en la fachada, una vieja casona abandonada tras la muerte de su último propietario y sin herederos conocidos, por lo que fue expropiada para uso público. Los monárquicos protestaron y amenazaron con denunciar el caso ante los juzgados de Guadalajara, pero por pereza o desinterés pronto se olvidaron del tema y dejaron que prosiguieran las obras de remodelación. El tabernero también protestó, porque le habían ido con el cuento de que en la Casa del Pueblo iban a dar el chato de vino por cinco céntimos, cuando él lo vendía a diez, y que, además, servirían gaseosas con sabor a frutas, para que los chiquillos no se hicieran al vino en tan temprana edad. Pero tampoco llegó la sangre al río.
En la planta baja se tenía proyectado un centro social, con una pequeña tarima a modo de escenario, donde estaba previsto ofrecer sesiones de teatro, como las que se ofrecían en la otra Casa del Pueblo de Sigüenza, y si llegaba el presupuesto, traer de vez en cuando un cinematógrafo, pero tenían el problema de la luz eléctrica. No obstante, también estaba ya en tramitación traerla, tendiendo una línea desde el «Salto Pepita», una pequeña central eléctrica a orillas del Henares, siquiera para iluminar la plaza del pueblo, el Ayuntamiento y la nueva y flamante Casa del Pueblo, y si el cura se avenía a dar su bendición a la nueva casa, también para la iglesia.
En la segunda planta, se instalaría una escuela de adultos, una consulta que tendría un médico una vez a la semana, y un pequeño cuarto para un asistente social, que de tanto en tanto vendría para asesorar sobre jubilaciones, pleitos de tierras con el Estado o terratenientes, y ponerles al corrientes de los nuevos derechos, sueldo mínimo, pago por jornadas de siega, etc., pero sin olvidar leerles también sus obligaciones.
Pero lo más sorprendente fue que Inés, apenas una analfabeta unos meses antes, se hiciera cargo de la escuela, donde se supone que ella misma debía enseñar a leer y escribir a quien lo quisiera. La verdad es que había progresado mucho desde que comenzara a ir a la escuela, y sobre todo su buen talante y disposición de ánimo era el mejor reclamo para que otras mozas de su misma edad se animaran a acudir a sus clases vespertinas. Yo me vi en el humillante dilema de decidir si acudiría a sus clases, sabiendo que no tendría piedad de mi ignorancia y me trataría todavía peor de lo que solía hacer habitualmente, y en presencia de los demás. Pero no podía dejar pasar aquella oportunidad y, por otro lado, aquel inesperado cargo docente también supuso para Inés un cambio radical en su carácter. Se hizo más pausada, paciente y hasta maternal. Hablaba con lo chiquillos del pueblo como lo hace una maestra de escuela, argumentándoles casi con caricias la necesidad de la educación y la inutilidad de andar por ahí todo el día cogiendo nidos y apedreando perros.
Para ayudar en las tareas una maestra profesional vendría de Sigüenza una vez a la semana, comprobaría los cuadernos de caligrafía, propondría los ejercicios y revisaría las cuentas, además de traer paquetes de cuadernos de caligrafía, tablas de multiplicar y algún libro de letras grandes y claras para las primeras lecturas.
Se pusieron cadenetas en la plaza, algunas mesas cubiertas de manteles cuadriculados, rojos y azules, dos tinajas de considerable tamaño, una con vino de Aragón, pero algo rebajado con agua fresca del mismo chorro de la fuente pública, para que no causara problemas, y otra con un jarabe de zarzaparrilla, dulzón y empalagoso, para las mujeres y los niños, ya que desde que llegaron los socialistas estaba mal visto dar vino a los niños, y menos en público.
Al medio día comenzaron los actos oficiales, consistentes en la lectura de un breve discurso a cargo del secretario del Ayuntamiento, ya que el «Tejero» no era muy buen orador, a parte de su destreza para los «vivas», ilustrando al pueblo sobre el origen histórico del «Primero de Mayo». Pero antes de que concluyera los mozos ya estaban pidiendo al dulzainero que empezara la fiesta.
«¡Que manera de perder el tiempo! —comentó el secretario con el «Tejero», doblando cuidadosamente el papel con la reseña, para la que se había tomado un gran trabajo copiándola a mano de una enciclopedia de la biblioteca municipal de Sigüenza—. ¡Donde las cabezas están hechas para llevar la boina no les vengas con monsergas de la historia!»
La fiesta se animó y se bailaron jotas y fandangos, unos con más destreza, otros con menos, por no ser muy populares en la comarca; se bebió el vino aguado que estaba destinado para la ocasión, y los chiquillos, como siempre, haciendo todas las travesuras y maldades que les venía a su fértil imaginación. Tal vez fuera en esa fiesta donde yo me di cuenta de que mi infancia estaba ya más que concluida, pues en ningún momento se me ocurrió unirme a ellos en sus travesuras, antes al contrario, por primera vez censuré sus perversiones, y hasta me vinieron deseos de darle algún sopapo a alguno de ellos.
Como no había costumbre de una festividad tan novedosa, y ni siquiera habría procesión, la gente del pueblo se fue retirando tan pronto como se terminó el vino y la zarzaparrilla, y hasta los músicos se enmustiaron, porque faltaban los cohetes y las cucañas, algo imprescindible en toda verdadera fiesta. El nuevo alcalde, presidiendo con dignidad la aguada verbena, comentó con el secretario.
«Es cuestión de tiempo, ya se irán haciendo a la costumbre». A lo que replicó el secretario: «¡Es que las fiestas políticas no son verdaderas fiestas, y menos sin santo ni procesión!» Por supuesto que don Gregorio no apareció por el pueblo, lo que evitó los consiguientes roces protocolarios.
Pero el lunes 11 nos llegaron noticias alarmantes de Madrid, donde masas de incontrolados, al parecer favorables a la nueva República, habían quemado las Carmelitas de Ferraz, y varios conventos de la ciudad, desde Chamartín a Cuatro Caminos, y no contentos, habían prendido fuego también a varias iglesias. Por fortuna no se habían producido víctimas entre los religiosos, pero la noticia cayó en el pueblo como un verdadero jarro de agua fría y supuso el fin de la buena disposición del pueblo para la «Niña bonita», como era corriente denominar a la nueva República, pues los temores de que ésta traería violencia, sobre todo para la Iglesia y sus miembros, parecía que se confirmaba. Yo recordé mi conservación con don Gregorio y se me volvieron a erizar los cabellos, y otra vez el temor me caló hasta los huesos.
Por la noche se escucharon comentarios en la taberna que agravaban más el tenso ambiente que se había creado. «¡A ver si estos rojos del pueblo se les ocurre quemar también la iglesia del pueblo y tenemos que volver a sacar las escopetas del Somatén!»
Las noticias del día siguiente no fueron mejores, sino todo lo contrario. Alguien trajo un ejemplar de «El Debate», en el que se culpaba a la misma República y a su Gobierno provisional directamente de las quemas, y proclamaba la necesidad de la reinstaurar la monarquía para asegurar otra vez la paz y el orden en el país. «El Tejero» trajo varios periódicos de «El Socialista», con su propia versión de los hechos, en que se decía que todo había sido una provocación de los monárquicos, que no admitían el nuevo régimen, yque no había que exagerar con el número de conventos quemados, pero sea por morbosidad o con intencionalidad, los de la taberna no le prestaron la mínima atención y creyeron la versión del periódico conservador.
Al día siguiente las cosas todavía fueron a peor, y ya era en media España donde ardieron iglesias y conventos, sobre todo en el sur, donde además se produjeron los primeros enfrentamientos serios con la Guardia Civil, y si ésta intervenía siempre había muertos o heridos, que no estaban para sermonear, sino para disparar a quien se desmadraba.
En todos esos días no apareció don Gregorio por el pueblo y yo temía que el domingo se podría liar alguna seria en la iglesia, porque el ambiente contra la nueva República ya estaba muy caldeado y don Gregorio no tenía pelos en la lengua, por lo que temía que su sermón inflamara más los ánimos y se acabarse con la relativa armonía que todavía reinaba en el pueblo.
Llegó el domingo y la iglesia se abarrotó, tanto de los unos como de los otros, porque todos querían saber lo que diría en el sermón don Gregorio para que no les pillara después desprevenidos. Pero gracias a Dios don Gregorio, fuera por temor o por convicción, no dijo una palabra de lo sucedido, y se limitó a recordarnos que el mes de mayo era el mes de la Virgen María, y que debíamos venerarla como se debía, acudiendo a los rosarios vespertinos del sábado, además de engalanar como era costumbre la imagen de la Virgen. La del pueblo se apodada «del río», porque según la tradición apareció flotando en el Henares cuando las peste asolaba el pueblo, pero que nadie sabe a ciencia cierta en qué año fue. No hizo sino aparecer la Señora en el río y milagrosamente se terminaron todos los males del pueblo. Al menos eso es lo que cuenta la leyenda de la «Virgen del río». Además de esta imagen, teníamos un San Antonio, oscurecido por el humo de los velas, que no cabía una más en la peana de tanto que le pedían las mozas del pueblo; un San Cristóbal con el niño algo desportillado, porque se cayó en una procesión al escaparse un becerro del encierro, que corneó a los que llevaban el santo, y un cristo bastante antiguo, casi románico, de mala factura pero impresionante por su dramatismo y los chorretones de sangre que le caían por el rostro desde la corona de espinas.
A la salida de la misa el «Tejero», que como alcalde y por protocolo se creía en la obligación de ocupar los primeros bancos de la iglesia, para que fuera bien visible su asistencia a misa, parecía satisfecho y aliviado. «Este cura tiene más sentido común que ese cardenal Segura, por muy primado de Toledo que sea —comentó al mayor de los hermanos Valiente—. Si la clase religiosa fuera toda de este talante liberal el pueblo no tendría aversión por la iglesia, que hay países donde el clero es hasta republicano y reina la armonía y la concordia».
Pero la consigna del «Boletín Eclesiástico» para el sermón dominical era incitar a los católicos a tomar cartas en el asunto y moverse para elegir candidatos católicos en la nuevas Cortes constituyentes, pero don Gregorio debió considerar que semejante consigna carecía de sentido en nuestro pueblo. No puede haber otra razón para explicar su silencio.
Afortunadamente el resto del mes trascurrió sin más sobresaltos y yo pude volver a mi rutina habitual, como era esperar a Inés al borde del camino, mañana y tarde, tocar mi flauta de saúco bajo la encina a mis ovejas, entre aullido y aullido de mi paciente perra y el valido de alguna oveja, que ya habían cogido el tono y no desafinaban.
Así, una tarde de mediados de mayo, cuando ya las obras de la Casa del Pueblo estaban para concluir, vi a la Inés llegar por el camino más tranquila y pensativa que de costumbre. Ya no sólo llevaba su cuaderno, sino un grueso libro que debía de ser donde aprendía otras cosas, además de leer y escribir, y donde aparecían las figuras de dos niños leyendo, pero como si en lugar de estudiar estuvieran jugando.
—¡Es una enciclopedia! ¿Sabes lo que es una enciclopedia? — me dijo metiéndome el libro casi en la narices. Yo lo negué con un gesto de cabeza, avergonzado como de costumbre—. Una enciclopedia es un libro para aprender de todo, no sólo a leer y escribir. ¿Lo entiendes?
No esperó mi respuesta y se sentó sobre un corro de hierba ya crecida, porque parecía cansada de la caminata, y permaneció pensativa como era habitual en ella, perdiendo su mirada en algún punto lejano del ya florido valle del Henares.
—¿Tú crees, Andrés, que sabré hacerlo; que sabré hacer de maestra cuando no soy más que una palurda medio analfabeta?
Me sorprendió la pregunta, porque era la primera vez que pedía mi opinión sobre alguna cosa, ya que siempre me hacía de menos y no parecía esperar que yo supiera nada de lo que le preocupara. Por eso me alegró tener la oportunidad de mostrarme como realmente me sentía, responsable y con buen juicio.
—¡Qué sé yo, tú lo sabrás mejor que nadie, pero si te has ofrecido, tus razones tendrás!
—Las única razón es que me da coraje que la gente sea analfabeta, como tú, ¡cuando es tan bonito saber leer y escribir y hacer las cuatro reglas; y da tanto aliento que parece que nace una otra vez a la vida!
—Pues con eso ya tienes bastante.
—Pero ¿qué se yo de enseñar?
—Si no lo sabes lo aprenderás, que no hay como la necesidad para aprender las cosas pronto y bien.
—Hablas como si fueras tú el maestro, que seguramente lo serías y mejor que yo, ¡si no fueras tan cabezota!
—¡Tenía que salir el reproche de día! Ya sabes que tengo mis razones.
—Ahora ya no las tienes, porque ahí tienes una escuela para aprender lo que necesitas, y olvídate de que yo sea la maestra, que todo el que venga lo trataré de igual modo.
Era inevitable que surgiera el tema, así es que tenía que tomar ya la decisión, porque no estaba el humor de Inés para darle más reveses. Más por cariño y respeto hacia ella que por otra cosa, me comprometí a acudir a sus clases de alfabetización. Pero no sin refunfuñar.
—Para que te calles de una vez, voy a dejar que me enseñes a leer y escribir, pero sin chanzas ni mofas, que bastante desgracia tengo ya con ser analfabeto para que todavía…
Inés no me dejó terminar, se volvió hacía mí con una amplia y radiante sonrisa de satisfacción victoriosa, y me dio un beso sonoro y triunfal en la mejilla que me dejó señal en la cara.
—¡Así me gusta, Andrés, que aspires a ser un hombre de provecho! ¡Ponte ajo en la mano que te la voy a poner roja a reglazos! — y se alejó con ímpetus renovados, dando grandes zancadas, al tiempo que agitaba el brazo despidiéndose de mí. Yo, todavía estremecido por la impresión suave de sus labios en mi mejilla, la imité como atontado. El destino había hecho su trabajo: sería en la Casa del Pueblo del Partido Socialista Obrero Español donde empezaría mi carrera eclesiástica. ¡Ironías del destino!
A la mañana siguiente me despertó el gorgojeo de las golondrinas que cada año anidaban bajo el alero del patio de nuestra casa. Me sorprendió porque era la primera vez que las escuchaba desde el pasado verano, por lo que deduje que habían regresado de su larga hibernación sabe Dios en dónde. Me levanté y con cuidado para no espantarlas, entreabrí el ventanuco de mi dormitorio y, en efecto, ahí estaban otra vez, pero no supe reconocer si era la misma pareja de adultos de cada año o los retoños del año pasado. No sé por qué pero el corazón se me alegró con aquel monótono soniquete, como si esos pájaros elegantes trajeran la armonía de la vida misma allí donde anidaban. Pensé que sí las golondrinas regresaban al pueblo debía ser porque seguía bendecido por Dios y nada malo nos podría suceder. Si no fuera así, las primeras en saberlo debían ser ellas mismas, y anidarían en cualquier otro lugar.
La Casa del Pueblo
Llegó el mes de junio y en el pueblo reinaba una relativa armonía. Incluso parecía que la gente había recobrado su tradicional buen humor y disposición de ánimo, porque no era raro escuchar llegando de los campos o las huertas cercanas el canto desgañitado de algún gañán ejercitándose para las fiestas de San Juan con sus rutinarias coplas, las más picantes y mal intencionadas. Las golondrinas del patio ya estaban de arrumacos y la hembra no paraba de mejorar el nido mientras el macho nos despertaba al alba con sus sonoros trinos rutinarios, casi con deje y estribillo. Las mujeres cantaban también camino del río o de la fuente y las mozas se probaban las sayas de sus abuelas, las medias caladas y las redes negras para sujetarse los moños, pero siempre tocadas de alguna margarita en vivo contraste con el negro de sus cabellos, o de una tosca amapola. En lugar de andar parecían bailar, que si no fuera por el peso de los cántaros o de los cestos de ropa para lavar, seguramente que no andaría, sino que bailarían.
Lo que sucedía era que se acercaba San Juan y la que más y que menos tenía ya echado el ojo amoroso a algún mozo del lugar, encendido su media docena de velas a San Antonio y rezadas unas docenas de avemarías, alteradas a conveniencia, pidiendo novio para ese año a la misma Virgen María, que por ser tan escasa de santos la iglesia, también servía para esa función. La religión en mi pueblo no era sólo devoción, sino algo tan vivo y real como si los santos fueran miembros de la propia familia; los que estaban en contacto con Dios y sabían hacer esos milagros.
Inés no era una excepción, pero había cambiando tanto desde su nueva responsabilidad que parecía estar ya por encima de aquellas ingenuidades y miraba la vida con otro aire, sabiendo que los santos no hacían los milagros, sino la cultura, por lo que ya no era tan frecuente verla aparecer por la iglesia, salvo los domingos, para acompañar a su madre y a sus tías abuelas, y porque nadie en el pueblo podía dejar de asistir a la misa del domingo sin sufrir las consiguientes murmuraciones y la callada censura del pueblo. Como si acudir a misa no fuera sólo un precepto religioso, sino una obligación social propia de gente honrada y de buenas costumbres, como se jactaban de ser la mayoría de los aldeanos.
Las clases de alfabetización dieron comienzo a mediados de mes y mis temores iniciales sobre mi incapacidad para las letras se esfumaron rápidamente. Los rápidos progresos se debían sin duda a la naturalidad, paciencia y buen hacer con que nos enseñaba Inés, que por haber sido ella misma una analfabeta apenas unos meses antes, estaba en la situación de comprender a los que nos reuníamos en aquella clase recién encalada, con su mapa de España, su cartel de la U.G.T. del campo, con un joven matrimonio y su retoño, exultantes de vitalidad, trabajando la mies casi en éxtasis con la naturaleza, una pizarra recién estrenada, una pequeña estantería con cuadernos de caligrafía, tablas de multiplicar y los cuatro libros de lectura que esperaban pacientemente a que supiéramos distinguir las letras unas de otras y los pudiéramos leer ya de corrido. No había bancos como en una escuela normal, sino una gran mesa rectangular en el centro de la sala y dos bancos corridos de madera a cada lado, toscamente elaborados, donde nos sentábamos unos casi encima de los otros.
Inés no hacía excepciones conmigo ni con nadie, y conocía bien sus propias limitaciones, así es que cuando algún alumno, por cierto mayoritariamente muchachas y hasta mujeres ya maduras, pero a penas media docena de muchachos de mi edad, entre los que estaba el hermano menor de Inés, que también era analfabeto, parecía no salir de algún atolladero, buscaba alguna metáfora divertida para relajar la tensión y la vergüenza:
—Esto es como los chicos, dan respeto hasta que se los conoce, después se ríe una por lo tonta que había sido —y comenzaba la rutina simple para ella pero endiablada y complicada para nosotros—: «La eme con la a, ma; la eme con la e, me; la eme con la i, mi», etcétera.
Era gracioso vernos allí, mozos y mozas en edad de andar por la taberna y en pleitos ya de amoríos, como niños pequeños leyendo la cartilla de primaria, con más atención y ansiedad por saber que si fuéramos verdaderamente niños. Y era solemne ver a una sencilla campesina, casi analfabeta como nosotros, instruir a sus propios paisanos, compañeras de juego y candidatas a novios, con la mayor naturalidad y sin que nadie osara ni por hacer una gracia faltarla al respeto. Y es que la cultura nos dignificaba, tanto que aprendíamos más de lo que nos enseñaban, pues hay cosas que están en uno mismo y sólo es necesario un buen ambiente para estimularlas. De manera que aquellas mozas en apenas unas semana habían dejado de ser una ingenuas campesinas, incapaces de tomar parte en una conversación, para atreverse a opinar sobre casi cualquier cosa, como si sus mentes se hubieran librado de unas cadenas invisible que las tenían presas.
Para estimular su entendimiento, Inés leía algunas noticias del
«El Socialista» y pedía que las comentáramos y expresáramos nuestra opinión. Aquella iniciativa había surgido de ella misma, convencida de que leer y escribir no era suficiente, sino que se aprende a leer sobre todo para poder entender.
—«Los precios de los productos agrícolas han aumentado un 6 por ciento en lo que va de año, y de persistir la sequía podían llegar al 10 por ciento, con lo que es previsible que suba el precio del pan entre 5 y 10 céntimos.»
—¿Qué es eso de «porciento»…? —preguntaba alguna moza levantando disciplinariamente el brazo, sin que nadie la hubiera dicho que eso era lo que había que hacer para intervenir.
—Si te digo la verdad, yo tampoco estoy muy al corriente — contestaba Inés, sin mostrar el menor embarazo, pues asumía que ella no era más lista que los presentes—. Debe ser que sube el trigo, porque si dice que el pan subirá diez céntimos es porque el trigo valdrá más, digo yo.
El Benjamín asentía con la cabeza las explicaciones de su hermana, porque él sabía la respuesta por haberla escuchado comentar en la taberna entre sus hermanos y el «Tejero», precisamente refiriéndose a esa misma noticia. Y eso era lo hermoso de aquellas clases, que no había maestro, sino que cada uno enseñaba a los demás lo poco o mucho que sabía.
—Quiere decir —explicó Benjamín levantándose ceremoniosamente y tragando algo de saliva para no atragantarse— que de 100 partes se toman 6 o las que sean del por ciento y se aumentan al precio que tenía. O sea, que si el trigo valía cien pesetas el quintal, ahora valdría 106 pesetas, y si fuera el 10 por ciento, pues valdría 110 pesetas y así según sea el tanto por ciento.
Satisfecho por su explicación, se volvía a sentar con aire de catedrático de economía, mientras que los demás tratábamos de hacernos una idea cabal de la explicación. Así aprendimos, no sólo a leer y a escribir, sino a entender lo que leíamos o nos leían, y nos dimos cuenta de que todos juntos sabíamos muchas más cosas de las que suponíamos, cada uno en lo suyo y con su propio entendimiento. Inés no era sino la barita mágica que estimulaba nuestra inteligencia. Otras veces nos leía algún poema de Antonio Machado, con tan buena entonación y cadencia que más de una vez se nos saltaron las lágrimas, sobre todo los inspirados por su amada mujer, Leonor, a la que se llevó la tuberculosis siendo casi una niña.
«¡Álamos del amor que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas, álamos que seréis mañana lirios al viento perfumado en primavera!
Álamos del amor, cerca del agua que corre y pasa, y sueña,
álamos de los márgenes del Duero conmigo vais, mi corazón os lleva.»
Tras cada lectura quedábamos tan profundamente impresionados que no acertábamos a explicarnos la razón, porque aquello de la poesía era tan nuevo para nosotros que nadie de los presentes sabíamos entender su magia, y por qué tan sencillas palabras llegaban tan hondo en el sentimiento. Todos habíamos visto álamos en la ribera del río, y mil veces ver a los lírios florecer en primavera, pero hasta no escuchar esos poemas de Machado no nos habíamos dado cuenta de lo distintos que eran de como los veíamos de corriente. Así es que Inés nos trajo también el amor por la poesía casi sin proponérselo.
Nunca después asistí a un colegio con mejor pedagogía que aquella improvisada aula de la Casa del Pueblo, ni nunca aprendí más de mí mismo que en aquellos felices meses en los que un ángel paso por nuestro lugar y nos dejó a todos los jóvenes la gracia del entendimiento y de la inteligencia sin apenas esforzarnos ni guardar nada en la memoria. ¡Pero ese era, en realidad, el verdadero espíritu de la II República española!
San Juan se acercaba y su magia dejaba el rubor en las mejillas, el frescor en las riberas del henares y el armonioso canto del jilguero entre las ramas de los viejos álamos del río, tal y como lo cantara Machado. Ya habían hecho la puesta las golondrinas, y se afanaban las cigüeñas de la torre de la iglesia, haciendo tabletear con más insistencia su largos picos, como poniendo urgencia a la vida para hacer bien su trabajo antes del próximo invierno. Se balanceaban ya los trigales como un mar verde de olas suaves en el reseco campo de Castilla y zumbaban las abejas en el romero. Las clases progresaban, pero la proximidad de las fiestas del equinoccio del verano alteraba la disciplina y se pensaba más en los bailes y en los trajes que en las letras, las rimas o las cuentas.
Con no poca vergüenza para nosotros, las mozas hablaban más de amoríos que de consonantes o vocales, verbos o predicados.
—Pues te digo que cuando venía a la Casa del Pueblo me ha mirao y de largo, como midiéndome de arriba abajo, ¡y las partes que no se mentan por vergüenza!
—¿Quién, el bruto del Nemesio? ¡No hagas caso mujer, que lo hace así de descarado con todas nosotras! ¡Ése se cree un figurín de catálogo!
—¡Pues lo que se dice buena planta, sí que la tiene!
—¡Pero si da coces como un borrico!
—¡Ea! —protestaba la chica—. A ver si ahora va a resultar que todos los mozos del pueblo son unos borricos y las únicas listas somos nosotras. ¡Con alguien nos tendremos que casar! ¿De qué nos sirve tanta cultura si no nos quiere nadie?
Era una observación muy sensata y, al mismo tiempo, un auténtico drama de difícil solución. En efecto, cuanto más aprendían más lejos estaban de su propio pueblo y de su gente. A veces llegué a pensar, sobre todo en los trágicos sucesos del 39, si no hubiera sido mejor haberlas dejado a todas aquellas alegres muchachas en su ingenua ignorancia, porque las relaciones entre ellas y el resto de los mozos se hicieron más tensas y hasta surgió algún que otro roce, provocado por los celosos muchachos, humillados en su hombría por las chicas.
—¡No estudies tanto que se te pone cara de borrica apaleada! — les censuraban.
—¡Y tú no aprendas las letras no vaya a ser que se te ensanche la cabeza y no te quepa la boina!
Se reprochaban mutuamente con un cierto sentimiento de amargura, al ver lo distante que estaban los unos de los otros y como aquellos modestos conocimientos abrían un enorme abismo entre ellos. A veces, incluso, las discusiones llegaban a la grosería y provocaban el llanto de las pobres muchachas.
—¡Pa’qué quieres que me ilustre, si lo que tiene que interesarte es que tenga un buen cipote, y no tantas letras ni tantas leches!
A pesar de todo, no dejaron de acudir a las clases, pero la Inés ya empezaba a correr de boca en boca como una agitadora revolucionaria, que estaba volviendo ariscas y respondonas a las mozas que acudían a sus clases. Pensaban que debía de sermonearlas con ideas políticas en lugar de enseñarlas a leer y escribir. La maldad propia de los pueblos se encargaba de aumentar los rumores y comentarios hasta que, como era de temer, en las vísperas de San Juan Inés apareció en una copla, que inevitablemente se cantaría en el pueblo por las fiestas:
«La hija del tío Valiente s´ha metido a docente, porque le pone caliente el hijo del tio Lafuente.»
Cuando sus alumnas, no sin violentarse, le susurraron al oído esta copla que habían escuchado la noche anterior, Inés me dirigió una confusa mirada, como si lo sintiera más por mí que por ella misma, se encogió de hombros y se limitó a comentar con las muchachas, más apuradas que ella misma, que «esas cosas pasan en todos lo pueblos por San Juan, pero pronto se olvidan». Así es que se lo tomó con resignación y entereza, lo que demostraba lo lejos que estaba ya del pueblo y de su propia gente. Pero lo que en realidad sucedía era que Inés estaba tan segura de que estábamos hechos el uno para el otro que no le importaba que nuestra supuesta relación estuviera ya en boca de todos. En cuanto a las mozas, entre ellas comentaban la mala intención de los muchachos, pero creo que también suponían que Inés y yo manteníamos relaciones más íntimas de las que la formalidad de nuestro trato durante las clases hacía suponer. Quienes realmente se indignaron fueron los hermanos Valiente, que amenazaron con desnucar al autor y al primero que la cantara en su presencia. Pero cuando en un pueblo surge una copla difamadora nunca se sabe quién o quiénes son sus autores. Es como si se tratara de un pacto de silencio: alguien la canta por primera vez y dice que la ha oído por ahí y así queda el asunto, sin que nunca se llegue a saber quién es su autor. A veces es un trabajo conjunto: varios mozos en la taberna se propone difamar a alguien y cada cual aporta una idea, unos riman lo que otros sugieren, agudizan la mordacidad de la crítica, hasta que, finalmente, la copla está concluida y nadie sabe quién la ha creado. En realidad, el autor es el pueblo entero, por su complicidad y regusto morboso por este tipo de maldades.
En la Casa del Pueblo, además de las clases para analfabetos, empezaron a celebrarse otros actos con más carácter político y social, como reuniones de campesinos para informales sobre la conveniencia de afiliarse al sindicato agrario de la U.G.T. La sequía que padecíamos mermaba considerablemente la producción de grano, y los precios por quintal no se habían movido desde los tiempos de Primo de Rivera, cuya compra estaba monopolizada por dos comerciantes y prestamistas usureros de Sigüenza. Precisamente la usura en los préstamos hipotecarios, para compensar las pérdidas en las cosechas, iba dejando un continuo goteo de pequeños propietarios que pasaban a ser arrendatarios de sus propias tierras, que iban a parar a manos de los usureros o de los bancos. En esta usura, más o menos legal, participaba también una «Caja Agrícola» de la Iglesia, creada para «invertir» los cuantiosos fondos acumulados por el cabildo y el obispado, como consecuencia de las muchas tierras y heredades que acumulaban, bien por testamentos o cesiones por parte de sus feligreses difuntos, o donadas para ser atendidos en su asilo de Sigüenza, el único de toda la comarca. De esta manera, la mitad de las tierras de cultivo del pueblo y casi todas las de baldío ya no eran de la gente del pueblo, sino de los cuatro o cinco usureros de Sigüenza, entre los que estaban testaferros del propio conde de Romanones, y de los bancos y cajas agrícolas, y cada vez había más campesinos que no tenían otra opción que trabajar como arrendatarios las tierras que habían sido por siglos propiedad de la familia. Por esta razón, las reuniones del nuevo sindicato agrario de la U.G.T. en la Casa del Pueblo estaban cada vez más concurridas y provocaban los recelos de los más hacendados, que ya veían a los socialistas del pueblo haciendo huelgas, como las que ya se producían en media Andalucía, cuando no la «revolución social», que proclamaban en Sevilla y sin el menor reparo el médico anarcosindicalista Pedro Vallina y el héroe de la aviación, Ramón Franco.
La más concurrida fue para informar de las primeras leyes de urgencia de la República, que afectaban directamente a esta situación, pues se prohibió temporalmente el desahucio de los campesinos que fueran arrendatarios. Pero, sobre todo, lo que provocó un mayor revuelo fue la prohibición del nuevo Gobierno provisional de que se emplearan peones en las labores agrícolas de fuera mientras los hubiera desocupados en el propio pueblo; del nuevo jornal mínimo de 5,50 pesetas, y de 11 pesetas por jornada de siega, cuando lo normal es que los patronos locales pagaran entre 2 y 3 pesetas de jornal y 8 ó 9 por jornada completa de siega. Por todo esto cundía ya el malestar entre los patronos. Donde peor calló la nueva ley fue en el «Círculo Social» del Casino de Sigüenza, verdadero cuartel general de los cuatro caciques que todavía ejercían con despotismo su actividad, como en los mejores tiempos de la dictadura, entre cuyos socios estaba don Mariano, el ex alcalde del pueblo. Los comentarios de don Mariano a don Gregorio, a la salida de misa, no dejaban duda sobre lo tenso de la situación.
—¡Yo ni decreto ni hostias!, y perdone padre por la expresión, pero tengo ya apalabrada las cuadrillas de segadores y no voy a coger estos vagos y chulos del pueblo, que no sirven más que para alborotar y enredar con la política. Antes prendo fuego la cosecha que bajarme los pantalones ante esta chusma de socialistas —finalmente, y con media voz, como si tratara de no ser escuchado por el cura, amenazaba veladamente—. Lo que hay que hacer es pegar fuego a la Casa del Pueblo, con todos ellos dentro, y se acabaron todos los males.
—¡Sin violencias, don Mariano, sin violencias!, que ya están las cosas bastante enredadas para que las enredemos todavía más.
—Usted perdone, don Gregorio, pero le digo yo que esto acabará ¡como el Rosario de la Aurora!
—Dios nos ayude, y nos libre del mal, amén.
Concluyó don Gregorio, sin mostrarse demasiado severo por las exaltadas opiniones del ex alcalde. Pero parecía como si el santo más amoroso del calendario trajera la tregua y la concordia a las tensiones que se iban acumulando en el pueblo, y ya las vísperas, unos y otros, enfrentados y amigos, se ponían manos a la obra para engalanar las calles, los arquillos y las fuentes con arcos formados por frescas ramas de chopo entrelazadas, rosas de junio, de tantos colores como el arco iris, menudas rosas de Jericó, madreselvas, flores del romero, de albahaca y de esparraguera, y alguna maceta de geranios rojos y ásperos. Las muchachas ya andaban engalanadas y canturreaban la no por archiconocida menos alegre y festiva copla sanjuanera:
«Las mañanas de San Juan cuando te jaleabas,
con tus zapatitos blancos y la media calada.»
Eran arcos de bienvenida al productivo verano; homenajes al sol que madura las cosechas; cantos a la culminación de la naturaleza. Pórticos para la pasión y la sensualidad de la noche mágica de San Juan, engalanados de fuego y exultantes ellos de optimismo juvenil y fuerza viril, y sobrecogidas ellas por el drama de la vida a la que lleva el sentimiento inevitable del amor. De manera que todos dimos una tregua al pesimismo y nos dispusimos a gozar la fiesta religiosa más pagana del calendario eclesiástico español y del mundo entero, supongo yo. Inés nos soltó un discursillo de despedida, animándonos para la fiesta:
—¡Ea, se acabaron los deberes y las obligaciones, ahora a bailar como un trompo hasta que se acabe el vino y el aguardiente! Y a ti, Andrés, te quiero ver más limpio y aseado que un San Luís, con los calzones limpios y sin remiendos, que algunos tendrás que guardes para las fiestas. Y a vosotras, que San Antonio reparta suerte, y si tanto porfiáis, que se os arrime un buen mozo con sanas intenciones, que de eso aquí no se aprende y cada cual tiene que saberlo por ella misma. Y a la que dejen cardos en el balcón, que no se amohíne que no son sino bromas de muchachos despechados, que cuantos más cardos borriqueros os dejan más os quieren.
Fue aquel sin duda un breve pero soberbio discurso que nos dispuso el ánimo para la fiesta. Inés había alcanzado tal grado de seguridad en ella misma que, a pesar de su edad, cualquiera hubiera dicho de ella que tenía siquiera un par de carreras de letras y alguna de ciencias sin usar para una eventualidad.
Al medio día empezaron los festejos con una misa sin sermón, casi de compromiso, porque no podía haber santo sin responso. En la plaza se había levantado el arco del Ayuntamiento, que por ser oficial estaba coronado por una bandera tricolor y una ilustración de una matrona republicana, con su gorro frisio, sus generosos y abundantes senos, además de cumplidas caderas, que escandalizó a las viejas, pero no desagradaba a los jóvenes, a juzgar por sus jocosos comentarios: «Si la República fuera tamaña hembra, no le faltarían pretendientes», o «Con ese par de... ¡tú ya me entiendes!, no faltaría de comer al pueblo».
La dulzaina, posiblemente el instrumento musical más pequeño y escandaloso del mundo, empezó a entonar las primeras jotas castellanas, acompañada del repique alegre del tamboril, y para la ocasión el nuevo alcalde había hecho traer un acordeonista de Guadalajara, con lo que la orquesta quedó completa y con varios estilos. Así, el acordeonista tocaba piezas de moda y algún que otro pasodoble, mientras que el dulzainero, como había hechos cada año desde que yo tuviera uso de razón, seguía con su repertorio local, compuesto de una docena de jotas, no por conocidas menos alegres y solicitadas. Yo no era mal bailarín, aunque algo tímido, pero Inés, como no podía ser de otro modo, pues no había cosa que no hiciera a conciencia y con temperamento, era una consumada bailarina. Lo mismo le daba un baile del montón que bien coordinado; lo mismo el del bastón que el del pañuelo; igual se movía con gracia en pareja que en corro o por grupos. Cuando nos juntábamos porque los pasos lo requería, me sujetaba la mano con fuerza, me regalaba una sonrisa generosa y pasaba como una ráfaga de viento cálido y sensual, perfumado de aroma de albahacas y tomillo.
Cansados y satisfechos de tanta sensualidad, terminábamos postrados, más que sentados, en el poyato de piedra de la fuente refrescándonos la frente con agua fresca del caño, que era como si nos pasara la mano un santo, porque de nuevo nos devolvía las ansias de vivir y sin apenas descanso, volvíamos de nuevo al baile.
—¡La vida debería ser siempre como un baile de San Juan! — comentaba Inés chapoteando el agua en sus mejillas ardientes—. Y después de la fiesta, irse a dormir y ya no despertarse más, para que la alegría de la fiesta durase eternamente…
No me gustó el comentario, pero estaba de acuerdo en que era un desaprovecho que hubiera días en que no hubiera fiestas. Inés estaba alegre y triste a la vez; jovial y pensativa; ausente y provocadora. De pronto, me miró fijamente a los ojos, tan intensamente que parecía estar sujeto por dos cadenas a los suyos.
—¿Tú me quieres, no es verdad, Andrés? Quiero decir, con cariño de hombre y no sólo de amigo... —me preguntó de improviso, sin dejarme respiro para prepararme siquiera para una respuesta medianamente razonada.
No supe qué responder porque la pregunta era demasiado directa para que mi lento cerebro, agobiado por el calor y los efectos del aguardiente, fuera capaz de dar con la respuesta más conveniente. En realidad no sabía si la quería con el sentido que ella lo decía o si realmente no era más que un encariñamiento infantil, de juegos y rechufas, tal y como había sido hasta ese mismo día. Pero así, de pronto, contestarle si estaba enamorado de ella, no cabía ni siquiera la posibilidad de que pudiera concebirlo, cuando menos darle una respuesta. Me senté como cansino en el borde del pilón, hice un amago de responder algo que no sabía qué podría ser, pero ella me interrumpió al ver mi creciente embarazo.
—¡Calla, no digas nada, no vayas a estropearme la fiesta! ¡Ea, vamos otra vez al baile que bastante andan las lenguas hablando de nosotros como para que nos vean tan juntos, y con cara de tortolitos enamorados!
Se levantó y me dejó con un «¡Claro, mujer!» en la boca, que a lo mejor no hubiera sido de su agrado, por sonar a compromiso. Pero Inés me hizo aquella pregunta el día en que su intuición le dijo que había llegado el momento de hacerla. Sin embargo, se dio cuenta a tiempo de que aquel no era el momento, sino que para esas cosas estaba precisamente, en el pueblo y en el mundo entero, la mágica noche de San Juan. Pero entonces la pregunta debía hacérsela yo y no ella. Prosiguió la fiesta, pero yo ya estaba ausente, porque mi mente ya no estaba en el pueblo, sino en algún recóndito lugar de mis sentimientos. Yo también me di cuenta de que había llegado el momento de preguntarme a mí mismo si estaba realmente enamorado de Inés. Era una de esas preguntas que te envejecen; que acaban con los restos de tu infancia, que te urgen a poner orden en tus emociones y alarmantes nuevas pasiones. En apenas unas horas tenía que reconocer lo que había en mí de hombre, recién estrenado, con todas sus partes incluidas las más inquietante y perturbadora, como era el sexo. Si la respuesta era que sí y si la suya no me contrariaba, era como un desgarro interno; un pasar de la niebla infantil al abismo adulto.
Era abrir la puerta del deseo con la posibilidad de que pudiera ser satisfecho, porque el amor correspondido no tenía límites ni barreras; era perderse en un mundo nuevo lleno de peligros, misterios de la naturaleza con sabor a sangre; con desgarros, gritos y dolores que a veces terminaban en muerte. Tal vez exageraba, pero el cuerpo me temblaba de los pies a la cabeza cada vez que creía escuchar de labios de Inés, «¡Sí, yo también te quiero!», porque no sabía lo que vendría después.
Aquello ya no era un juego ni pertenecía al mundo conocido, sino al desconocido y, con franqueza, tengo que reconocer que aquella noche, tan dulce y amarga a la vez, estaba aterrorizado de lo que pudiera suceder. Inés se dio cuenta de mi nerviosismo porque más de una vez la pisé durante el baile, y fui a parar a donde no debía en más de una vuelta de las jotas, en las que nunca había cometido el mínimo fallo. Pero lejos de inquietarla, parecía comprender la causa de mi perturbación y estaba secretamente complacida. Me lanzaba miradas llenas de misterio e interrogación, como si me estuviera preguntando cómo andaban mis sentimientos: si estaba ya a punto o necesitaba algo más de tiempo.
Al anochecer, el alguacil encendió la hoguera oficial, la que estaba en el centro de la plaza del Ayuntamiento, y los chiquillos armaron una algarabía del demonio, tirando petardos correfuegos, que al explotar saltaban y se metía entre las sayas de las muchachas, quemando a más de una las enaguas. Inés se retiró asustada a un extremo de la plaza, que por la hora empezaba a quedar en la penumbra. Yo la acompañé y no subimos a un balcón para ver las llamaradas de la hoguera y el chisporretear de los petardos como hechizados. Lenguas doradas iluminaban a intervalos sus mejillas, pero ella no miraba la hoguera sino a mí, como si me preguntara si tenía ya la respuesta. Debió comprender que la tenía porque me propuso algo desconcertante:
—¡Ven, Andrés, vamos al río que esto es un sofoco!
Un baño a la luz de la luna
Apenas podía seguirla y tropezaba con todo lo que se cruzaba en el camino. Y eso que la noche era clara y la luna, en su cuarto menguante, brillaba con su luz mortecina dejando una suave patina plateada sobre los trigales, y haciendo que las menudas hojas de las encinas relucieran como si fueran cuentas de collares. El siempre lejano cuco lanzaba su monótono canto desde algún lugar en la frondosidad de las choperas y los ruiseñores competían en sus trinos de un lado a otro de la ribera del Henares, reclamando su reinado y provocando la atención de las calladas hembras. Al fondo del valle eran visibles las crestas de los cerros, que daban a frondosos pinares, donde moraban a sus anchas el taciturno jabalí y el asustadizo corzo.
—¡Corre, Andrés, no nos vayan a ver juntos camino del río, que es lo que nos faltaba!
Yo no contestaba porque estaba pendiente de los altibajos del camino, pero Inés me tomó por la mano y prácticamente me arrastró sendero abajo, hasta que llegamos a un pradillo que bordea el río. Bajamos todavía por un angosto sendero, abierto entre frondosas hierbas y carrizos, y que Inés debía conocer perfectamente o de otro modo nos hubiéramos caído de bruces en el río. Atravesamos una chopera, espantando a unas lechuzas y otros pájaros que dormitaban en ella, y tuvimos que sortear todavía un tupido zarzal florido, hasta que, por fin, llegamos a un pequeño recodo del río, donde había una poza de agua remansada, bordeada por un pequeño prado, acorralado de altas choperas, que dejan en el medio un círculo por donde, como si fuera la cúpula de una iglesia, aparecía el cielo estrellado en toda su solemnidad y grandeza. Inés se dejó caer acalorada y sudorosa sobre la hierba, pasó los brazos por detrás de la nuca, y mirando fijamente el cielo, exclamó.
—¡Bendito sea Dios, que ha hecho las estrellas del cielo!
La observación casi me sobrecogió por lo inesperada en Inés, que no parecía ser precisamente una gran devota, pero la visión de aquel pequeño trozo de cielo, como si hubiera sido bordado por algunas manos sobrenaturales con millones de lentejuelas, algunas chispeantes, realmente hacía creer que Dios necesariamente debía de existir, y no estaría muy lejos de aquel sobrecogedor lugar.
Me senté a su lado dejándome sugestionar por aquella visión y el conjunto misterioso del lugar, y confieso que temeroso de las sombras impenetrables que se abrían tras los zarzales y las choperas, pues nunca he sido muy valiente para la oscuridad. Por el contrario, Inés parecía despreocupada y segura de la quietud y soledad del lugar.
—¡Ea, Andrés, di algo y no te quedes callado como si no tuvieras espíritu! —me estrechó la mano y se volvió hacia mí sobresaltada—. ¡Pero si estás temblando! ¿Es que tienes frío o qué?
—No Inés, pero es que estoy nervioso… porque…
—¡Me tienes miedo! —me interrumpió.
—¡No!, ¿cómo va a ser eso? ¡Pero es que no sé si estamos haciendo lo que debemos!
—¿Y qué estamos haciendo? ¿Es algo malo corretear por el campo y mirar las estrellas?
De pronto me di cuenta de lo ridículo de mi comportamiento y otra vez el desgarro de la edad y la voz de la naturaleza que exige lo que le corresponde y reniega del pasado y de la inocencia; de los pantalones cortos, las caricias maternas, la condescendencia de la familia, los sencillos regalos de los Reyes Magos, los dulces y las golosinas, el vapor de aquella ensoñación que de pronto, se revela y manifiesta en la parte del cuerpo más ignorada, la más censurada y amonestada. Y me di cuenta que ésa debía ser una clara señal de que me había hecho un hombre. Súbitamente perdí el temor a la oscuridad, me tendí junto a Inés y la contemplé por primera vez como lo que realmente era, una mujer. Sin saber cómo ni por qué, y sin la mínima experiencia, la besé en los labios. Inés comprendió lo que me estaba sucediendo y no hizo nada, pero estaba vez no era yo el que temblaba sino ella. Había recuperado, como por obra de magia, la seguridad en mí mismo y la convicción de que sin duda estaba enamorado de ella, pero, sobre todo, que la deseaba como mujer y con urgencia.
Pasaron unos instantes angustiosos mientras mis labios no se podían separar de los suyos. Inés permanecía callada con los ojos cerrados, como si mi beso paralizara su voluntad y no pudiera moverse. Pero, de pronto, reaccionó, abrió los ojos como si despertara de un largo y mágico sueño, y fuera la princesa encantada del cuento de la bella durmiente. Se zafó de mi abrazo con delicadeza pero con decisión y, después de contemplarme unos instantes con gesto complaciente, como si hubiera conseguido su gran triunfo esperado desde la infancia, se sentía de nuevo Inés Valiente, pero la mujer y no la niña.
—¡Vamos a bañarnos, que este sofoco no hay quien lo aguante!
La idea me pareció divertida pero insensata, porque así sin más no podíamos meternos en el agua.
Inés no esperó mi respuesta y empezó la complicada tarea de despojarse de sus ropas festivas.
—¡No seas loca Inés, que nos puede ver alguien! ¿No irás a quedarte en cueros en medio del campo?
—¡Como no sean los búhos! ¿Crees que hay dos chiflados más como nosotros dos en todo el pueblo? ¡Ea, no seas vergonzoso y desnúdate!, ¿no te iras a bañar vestido? —ya no sentía vergüenza alguna a desnudarme ante Inés, pero tenía cierto pudor por mostrar mi excitación—. Si te apura que te vea desnudo, ya puedes imaginarte que viviendo con tres hermanos mayores sé muy bien cómo son los hombres. ¡Anda, y déjate de vergüenzas, que lo que necesitamos es un baño en agua bien fresquita para no cometer un disparate!
Comprendí la indirecta y me desnudé delante de ella mostrando ya sin pudor mi excitación que, por otro lado, la penumbra de la noche disimulaba convenientemente.
Resbalé en el lodo de la orilla y caí de bruces en el agua, lo que provocó una sonora carcajada en Inés, que reprimió tapándose apresuradamente la boca con la mano. El agua estaba helada, pero resultaba casi balsámica. Pasada la primera impresión mi cuerpo se hizo al frescor y, como era de esperar, hizo su efecto en mi excitación. Concentrado en mis desventuras no había prestado atención al cuerpo desnudo de Inés, que con más precaución y tino se deslizaba en las remansadas aguas, hasta sentarse sobre el fondo arenoso y cubrirla hasta los hombros. Chapoteamos unos instantes como dos niños en un barreño y no parecíamos darnos cuenta de que estábamos en medio del campo, desnudos y enamorados, poniendo a prueba toda nuestra capacidad para salir airosos de aquella primera difícil prueba de nuestra recién estrenada madurez.
—Ahora debería contestar a tu pregunta de la fuente —le dije sentándome yo también sobre el fondo arenoso del río.
—¡Calla, tonto, que hablan más claro los besos que las palabras!
¿Pues que más quieres decir que no me hayas dicho ya? Para mí es suficiente, pero si te complace, pues dime lo que sientas, que no estará de más.
—No, si la verdad es que me cuesta decírtelo, no por no sentirlo, sino precisamente por sentirlo, pero es que es una cosa tan nueva que...
—¿Decir el qué? —me interrumpió Inés, que ya empezaba a impacientarse por mi cortedad y nerviosismo.
Yo solté lo que tenía que decir de corrido y sin pensar muy bien en cómo lo decía.
—¡Pues eso, que... que te quiero; que te amo, mujer!
—¡Valiente manera de declararse a una muchacha: tiritando de frío y tartamudeando! Anda, déjalo ya, que por esta noche ya hemos tenido bastantes emociones, y volvamos al pueblo ¡que ya nos estarán echando de menos las alcahuetas!
A partir de ese momento mis relaciones con Inés empezaron a tener cierto aire de familiaridad. Ayudé a secarla y ella hizo lo mismo conmigo y aun intercambiamos varios besos furtivos, pero ambos sabíamos que aquello tenía que terminar de aquella manera. De pronto Inés me preguntó:
—Entonces, Andrés, ¿ya somos novios?
—¡Claro, mujer!
No dijo más, y emprendimos decididos el regreso al pueblo.
Todavía brillaba el resplandor de la hoguera en la plaza cuando pudimos entrar en el pueblo sin ser vistos, cada uno por un sitio distinto para que no sospechara nadie de nuestras relaciones, lo que era una ingenuidad, porque los dos estábamos ya en boca de todos.
Al entrar por una calleja, vi a un grupo de mozos que se acercaban junto a la casa de Inés y a gritos, y con voz de borrachos, empezaron a cantar la copla con la clara intención de que fuera escuchada por todo el que viviera en la calleja. Yo no pude evitar mi indignación. Furioso y sin ser consciente de mis limitaciones, me dirigí a ellos y les grité, como si con ello ya creyera poder intimidarlos:
—¡A ver quién se atreve a cantar esa copla en mi presencia! Los muchachos se sorprendieron y parecieron algo corridos, pero bajo los efectos del alcohol, que sin duda no les permitían coordinar sus emociones, el más grande de todos siguió cantando, o mejor, balbuceando la copla.
Entonces yo me abalancé sobre él, agité el puño como si fuera una guadaña y quisiera rebanarle el cuello, pero antes de que mi puño alcanzara su objetivo sentí un duro golpe en la nariz, un resplandor y caí al suelo medio atontado, perdiendo por unos instantes el conocimiento. Sólo escuché, como entre sueños, al mocetón que me había pegado farfullar algunas frases y alejarse.
—¡Si será so gili, el tío!
—Anda, déjalo ya, que tendrá quién le cure del mamporro —comentaron los otros al ver llegar a Inés, alarmada por mi lamentable estado.
Cuando recobré completamente el conocimiento tenía mi cabeza sujeta por los brazos de Inés, que había contemplado la escena pero no tuvo ni tiempo de prevenirme, lanzado como fui contra el mozo grandullón. Me limpiaba la sangre que brotaba en abundancia de mi dolorida nariz, y con una expresión entre burlona y compasiva, comentó:
—¡Pobre Andrés, bien te han marcado en tu primera noche de noviazgo.
CAPÍTULO TERCERO
Aires republicanos
Eran muchas las necesidades de los españoles y mermados los recursos de la República, a lo que había que sumar las diferencias de criterio en tan variado Gobierno provisional, pues había ministros progresistas y con buenas ideas, como Fernando de los Ríos o Marcelino Domingo, que en medio año hizo construir más de veinte mil escuelas en toda España, junto con otros profesionales de la política, como el camaleónico Alejandro Lerroux; o intelectuales y buenos republicanos, pero con escaso sentido de la perversidad de la política, como don Manuel Azaña, y oportunistas como Miguel Maura, por no citar el imprevisible Largo Caballero, que se hizo cargo de la cartera de Trabajo, la que más decretos sacó en menos tiempo, junto con la de Instrucción Pública.
Lo que más acució al nuevo Gobierno fue el problema del reparto de la tierra. En un país donde más de la mitad de su población vivía, o mejor hay que decir que malvivía, todavía del fruto de la tierra, se comprende que la Reforma agraria fuera lo que más apremiaba. Pero no era un asunto fácil de resolver, porque el problema era desigual y, sobre todo, más acuciante en el sur que en el resto de España. Como ya he dicho, en nuestro pueblo el que más y el que menos tenía su pedazo de tierra de secano, escaso pero suficiente para proveerse de pan y aún le sobraba algo para vender, y su trozo de huerta, junto a la ribera del Henares, buena para las judías y los garbanzos, pero no muy favorable para tomates, por estar parte en la umbría. Muchos ni siquiera tenían títulos que lo acreditara, y su legalidad estaba ratificada por la costumbre. Ese fue, precisamente, uno de los problemas para llevar a cabo la reforma, y el que cada familia, por heredad, tenía sus tierras desperdigadas por toda la comarca, lo que significaba un auténtico quebradero de cabeza para elaborar un nuevo catastro.
Los sindicatos, anarquistas, comunistas y socialistas, le dieron una tregua al Gobierno, siempre que viesen que tenían voluntad y estaban por la labor. Pero aun así, fueron inevitables las ocupaciones de tierras y los intentos de subversión en Andalucía, donde la mayoría de los colonos y temporeros estaban convencidos de que lo que había que hacer era una auténtica revolución social, sin esperar nada de un Gobierno que, en su parecer, era tan burgués como los de la depuesta monarquía.
Por si fueran pocas las apremiantes tareas del nuevo Gobierno, estaba el problema catalán. Ya desde la reunión de San Sebastián para preparar el Frente Popular y traer de nuevo la Republica, se había acordado conceder la autonomía a Cataluña tan pronto como se proclamara la República. Por su parte, los vascos, después del fracaso del Guernica del mes de abril, se reunieron en Estella para aprobar su estatuto, pero su tradición católica y su apego por las costumbres y fueros locales, crearon bastante confusión sobre las competencias que debería tener y su relación con el Estado español. Lo que ocurrió fue que el Gobierno se vino atrás y le pareció poco adecuado conceder estatutos de autonomía antes de tener una nueva Constitución que dejase claras sus competencias.
No habíamos digerido todavía las elecciones municipales que dieron el vuelvo político republicano, cuando nos volvimos a ver metidos en otras, esta vez para elegir Cortes constituyentes, porque el país necesitaba una nueva Constitución republicana, a celebrarse unos días después de las fiestas de San Juan, en las que yo quedé descalabrado y humillado, pero satisfecho de mi decisión y valentía para defender el honor de Inés, ahora que ya era mi novia, aunque no lo hiciéramos oficial.
La diferencia con las anteriores elecciones fue que aquella vez la política llegó al púlpito. Cogidos casi por sorpresa en las elecciones municipales, en que estaba cantado el resultado, con la reelección de don Mariano, esta vez los del Casino de Sigüenza hicieron notar su presencia en el pueblo con más medios y discursos. Aparecieron los primeros carteles con imágenes de los candidatos a Cortes, entre los que no reconocí a ninguno, como no fuera al propio conde de Romanones, de expresión vivaz y de rostro menudo y algo calvo, cuyo feudo electoral eran aquellas recias tierras castellanas, hasta más allá de Guadalajara, o lo que es la comarca de la Alcarria.
Don Gregorio no calló esta vez, y en su sermón dominical, con la presencia de más de un destacado comerciante y hacendado de Sigüenza que tenía intereses en el pueblo, advirtió de los peligros que corríamos si se consumaba una nueva derrota de lo que él consideraba como los «candidatos de la cristiandad». «Bien está que haya elecciones —nos sermoneó—; bien está que la gente se exprese en las urnas, pero no hemos de llegar al extremo que condenarnos renegando de Dios y de nuestras tradiciones. ¡Hasta ahí no puede llegar la democracia! —remarcó esto último sin disimular su animadversión por ella—. Los católicos, que somos todos los españoles desde que nos evangelizara el apóstol Santiago, tenemos que apoyar a los que defienden las buenas costumbres, el orden y la convivencia, porque de un tiempo a esta parte ya se está viendo lo que trae esta República». No hacía falta decir nada más para que la mayoría de mis paisanos supieran a qué atenerse.
A la salida de la iglesia, un grupo de jóvenes bien trajeados, por lo general hijos de los hacendados presentes y sus más fieles peones, auténticos mercenarios y sabandijas, armados con un altoparlante conectado a un automóvil, empapelado con pasquines de los políticos de sus candidaturas conservadoras, se dirigieron a los desprevenidos campesinos en un tono más amenazador que electoral:
—¡Gentes de este pueblo, si queréis tener paz y no meteros en polémicas innecesarias, votar a las derechas! ¡Si os andan diciendo que las izquierdas traerán el progreso y todas esas zarandajas, aprenderos bien la lección de lo que hicieron en Madrid, que no harán menos en este pueblo! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!
El «Tejero», visiblemente indignado, trató de que moderaran su lenguaje, pero apenas se acercó al grupo lo recibieron con un empujón que a punto estuvo de hacerle caer al suelo.
—¡Sin empujar y con mejores modales, que éste no es vuestro pueblo!
A lo que los jóvenes contestaron con agresividad:
—¡Calla, palurdo! ¡Ya te daremos a ti y a tu pueblo!
El «Tejero» pareció confuso, porque no podía liarse a tortas con aquellos jóvenes a la puerta de la iglesia, en medio de todo el pueblo. Parecía preguntar a los hermanos Valiente, que había contemplado con indignación la escena, qué hacer en aquellas circunstancias. Juan, el mayor de los hermanos, comprendió que tenía que evitar aquellas provocaciones.
—¡Déjalos, Genaro, que sólo vienen a provocarnos porque ya saben que éstas también las pierden!
Algo corrido y farfullando algún que otro insultó para desahogarse, el «Tejero» siguió los sensatos consejos de los hermanos Valiente, y se alejaron del grupo, en dirección al pueblo.
Aquella fue la primera vez que comprendí las razones de los temores de don Gregorio, quien no hacía precisamente nada por evitar lo que él mismo había preconizado, sino todo lo contrario, con aquellos sermones no hacía sino meter cizaña y empezar a crear las primeras disputas serias en el pueblo por causa de la política.
Los jóvenes lanzaron todavía nuevas y veladas amenazas, hasta que el propio don Gregorio, al salir de la iglesia, les rogó que se callaran y regresaran a Sigüenza, que ya habían hecho su «trabajo», como él había hecho el «suyo». Los jóvenes, con desgana, recogieron el altoparlante, los pasquines, lo metieron todo el coche y comentando entre ellos, volvieron a dejar claro cuáles eran sus intenciones. «¡Aquí no se vota más a los comunistas ni a esa basura de los socialistas, que para chulos ya estamos nosotros!». Y arrancaron el coche haciendo patinar las ruedas traseras, lo que levantó una gran polvareda y asustando a los pobres chiquillos que estaba admirando el flamante automóvil.
Lo que sucedió después, ya en vísperas de las elecciones, fue desconcertante. La política se estaba convirtiendo en una excusa para exacerbar las diferencias personales. Si uno de mis paisanos mostraba interés por las izquierdas, sus enemigos personales, por la razón que fuera, ya por unas disputas sobre tierras, por una valla que separa las casas y no se ponían de acuerdo en dónde estaba el lindero, por un cerdo que se escapaba y entraba en el corral ajeno, o por cualquier nimiedad, éste se hacía de algún partido conservador, sólo por llevar la contraria y no tener que estar de acuerdo en algo. Así es que se formaron dos bandos políticos que en realidad no tenían relación alguna con los mismos partidos que apoyaban. No obstante, había la tendencia natural a que los pequeños propietarios se alienasen con los conservadores y los arrendatarios o peones con los progresistas, pero no siempre era necesariamente así. A veces, incluso, se recurría a la ambigüedad a la espera del resultado, para estar con los que ganaran y evitarse las represalias, que en vista de los acontecimientos, podrían llegar a ser incluso violentas.
Nuestro pueblo, que por siglos había vivido en una relativa buena armonía, si pasamos por alto las mezquindades propias de la vida rural, se dividió en dos bandos irreconciliables y cada vez más encrespados, azuzados por unos y por otros, como si lo que en realidad estuviera en juego no fuera el signo político de la nueva Constitución española, sino el destino de cada casa y de cada familia, y, por ende, de toda la cristiandad, de la que mis paisanos se creían sus defensores contra el mundo entero.
A pesar de que en España volvieron a ganar las izquierdas, en el pueblo las ganaron holgadamente los conservadores, pero nos enteramos de que había una docena de radicales, media de republicanos y un liberal, que debía ser el secretario, porque no podía haber otra persona en el pueblo que votara a esa candidatura, el resto eran del partido de Romanones, que sacó su escaño gracias a los votos de los campesinos alcarreños.
—Y ahora, ¡a ver qué Constitución hacen estos políticos! Si no protegen los derechos del trabajador, no durará más que las anteriores, pero si se pasa de liberal aún dudará menos —comentaba Juan Valiente en la taberna al grupo de socialistas que se había reunido allí tras el escrutinio—. En este país salimos de Málaga y entramos en Malagón; no tenemos término medio. Que somos como el clima, que igual no lleve en un año que le dan por diluviar durante semanas.
Yo volví con mis ovejas, pero ya no sentía el menor apego por aquel trabajo, tanto que mi padre, siempre ausente y callado, como si viviera ya en el otro mundo, me reprendió más de una vez porque los animales venían del campo más hambrientas que habían salido, y no dejaban de balar en toda la noche. Lo que sucedía era que salía al campo cargado de lecturas, de los libros que había en la Casa del Pueblo y otros que me traía Inés de la biblioteca pública de Sigüenza. Me sentaba bajo una encina, un frondoso nogal o al frescor de las choperas y me embelesaba en la lectura, sin poner atención a los pobres animales, que más que yo los cuidaba el buen juicio de mi perra, que pareció hacerse cargo de la situación y se volvió más juiciosa que de costumbre. Recuerdo que llegué a aprenderme de memoria un buen número de las fábulas de Samaniego, porque al ser en su mayoría metáforas relacionadas con la vida campesina, entendía perfectamente su moraleja. Por la parte que me tocaba, la que mejor se me quedó grabada fue la de «El zagal y las ovejas», de la que recuerdo los dos últimos versos de su moraleja:
«¡Cuántas veces resulta de un engaño contra el engañador el mayor daño!»
También intenté leer «Los amantes de Teruel», libro que me recomendó la propia Inés, tal vez por lo romántico del título, pero que fui incapaz de leer de corrido, por estar en verso, y no digamos retener el extraño nombre de su autor en la memoria.
Sobre nuestro noviazgo, no estaban las cosas en la casa de Inés como para andar con alegrías. El padre parecía cada vez más aturdido por la bebida, en tal grado de alcoholismo que bastaba un chato de vino para que volviera a casa dando tumbos. Mi casa no estaba lejos de la de Inés y por las noches, cuando el viejo se recogía, las más de las veces ayudado por sus hijos al ser incapaz de hacerlo por sí mismo, escuchaba sus gritos de borracho, incongruentes y blasfemos, sin causa ni motivo.
—«¡Me cago en el copón bendito y todos los santos, y que venga si quiere el cura a excomulgarme, que yo me cago también en él si se tercia!» —gritaban sin ton si son.
Su pobre mujer, cuyo resignado sufrimiento era ya visible en las profundas arrugas de su rostro, trataba inútilmente de calmarle, porque en realidad no había razón para aquellos juramentos, simplemente los decía para desahogarse de alguna pérdida en las cartas, o porque el tabernero le hubiera recriminado su mal comportamiento.
—«¡Aquí mando yo, y me cago en la Virgen, y eso va otra vez por el cura, a ver si tiene lo que hay que tener y me excomulga!»
Si la había tomado con don Gregorio era porque más de una vez le había recriminado entrar borracho en la iglesia y quedarse dormido, roncando en el momento solemne de la consagración. Tal vez por eso, cada vez que se emborrachaba y tenía ganas de blasfemar era inevitable que mentara a los santos, a la Virgen, y que terminara por retar al cura a que lo excomulgara.
Inés sufría en silencio el progresivo deterioro del carácter de su padre, por lo que no era el momento de hacer oficial nuestro noviazgo. Por si fuera poco, tampoco en mi casa reinaba la armonía y mi padre se quejaba constantemente de males que estoy seguro de que no padecía. Unas veces era el reuma, otras el estómago. Las noches eran un constante duerme vela, porque se levantaba cada hora con urgencia para ir al retrete, descompuesto y sin que hubiera nada que pudiera contener su diarrea o su vejiga. Mi vida empezaba a ser un auténtico tormento, y no parecía que las cosas pudieran ir a mejor, sino que sin duda irían a peor, por lo que llegué a preocuparme realmente y pensar en buscar una solución radical, y cuanto antes mejor.
Llegan los segadores
No sé si fueron las tareas de la inminente siega, porque la sequía y la ola de calor que padecíamos había adelantado la cosecha del cereal, por lo que la vida en el pueblo volvió a recobrar cierta normalidad. Los que disponían de más tierra y no podían hacer por sí mismos la cosecha, tuvieron que enfrentarse a la U.G.T. a la hora de contratar las cuadrillas de segadores y ajustarlas según las nuevas condiciones decretadas por el Gobierno. Pero, en realidad, la medida no afectó al pueblo, porque los pocos segadores disponibles ayudaban a sus parientes o vecinos y sólo los propietarios que no eran del pueblo, y que eran dueños de las fincas más grandes, tuvieron este problema. Un sábado, días antes de la apertura de las nuevas Cortes constituyentes, acompañé a los hermanos Valiente al mercado de Sigüenza, porque necesitaban reponer algunas herramientas de labor para la inminente cosecha.
Al llegar a la altura de la alameda, ya se notaba el ambiente que creaban en el pueblo las numerosas cuadrillas de segadores venidas sobre todo de Extremadura y de Andalucía, recostados a la sombra de los frondosos y centenarios olmos, sin separarse de sus utensilios de siega, que por otro lado era todo cuando poseían. Estos se resumían en un par de hoces, con la punta protegida con un corcho, un morral donde se supone que guardarían la piedra de afilar, y aquello que necesitaran para su aseo personal, una botella de anís, pero con agua del caño de las fuentes públicas, protegida por una funda trenzada de esparto y un cordel para colgarla de hombro; una gruesa manta de paño seguramente de Zamora, un delantal de tejido grueso y el necesario sombrero de paja, con alguna cinta o adorno que era toda la ostentación que podían hacer de sí mismos. Los había ya de avanzada edad, con la piel curtida y arrugados como higos chumbos y requemados por centenares de jordanas al sol tórrido de los campos castellanos, y adolescentes, casi niños, que a duras penas podían con el equipo de segador, que acompañaban a sus padres. Permanecían juntos, recostados en los bancos del parque, o en las aceras de las calles principales, atentos a los del pueblo, cerrando tratos, ajustando precios y jornadas, fanegas o celemines, según fuera la medida utilizada o la comarca de donde venían los segadores; acordando los alojamientos, la comida o el vino. En ocasiones se formaban numerosos grupos en torno a un sindicalista local, por lo general de la U.G.T. del campo, que aleccionaba a los segadores sobre las nuevas leyes y de sus derechos: «Ni un real menos de 11 pesetas, que si cedéis hacéis un mal a vuestros compañeros. La ley es para todos y hay que repletarla por igual, patronos y trabajadores.»
Pero los segadores, preocupados por encontrar cuanto antes una contrata, hacer su trabajo y seguir hacia el norte, donde el trigo maduraba más tarde, recelaban de estos buenos consejos: «¿Y si no quieren pagar ese jornal, qué hacemos nosotros, vamos al sindicato a que nos paguen lo perdido? A mí to’eso de las nuevas leyes me parece muy bien, pero en mi tierra se las pasan por la entrepierna, y aquí no creo que sea menos, ¡que quien tiene la tierra es quien tiene la ley!». «Eso era antes, ahora, con la República, nadie está por encima de la ley.»
Los campesinos abandonaban el corrillo temerosos de que los patronos pudieran discriminarlos si los veían en ellos y, finalmente, los sindicalistas se encontraban rodeados de chiquillos ociosos, que les miraban como embobados sin saber de qué estaban hablando.
—¡Hala, al colegio, que aquí no pintáis nada!
—¡Pero sin hoy no hay colegio, despistao!
El mercado estaba abarrotado y los puestos de arreos y albarderías se desparramaban calle abajo, hasta la salida de la ciudad, hacía la carretera de Madrid y al Prado de San Pedro, donde estaba en mercado del ganado. De allí venía numerosos campesinos, acarreando muchos de ellos alguna caballería recién adquirida o la suya propia, con las alforjas repletas de todo lo que iban adquiriendo desde la otra punta del abigarrado mercado local. Al calor asfixiante de aquel día de julio se unía el sofoco de las calderas con aceite hirviendo, donde se freían churros y buñuelos, que con razón se apodan de viento, porque parecían que el lugar de freírlos los inflaran. Compramos dos nuevas hoces, relucientes y engrasadas, una correa para el menor de los hermanos y un cucurucho de buñuelos, para ir matando el hambre hasta que regresáramos al pueblo. Algún charlatán vendía plumas estilográficas que probaba con destreza en un cuaderno lleno de garabatos, al tiempo que con acento catalán, ofrecía su mercancía con una dilatada verborrea difícil de seguir:
—Plomas de punta de oro, de lo mejor que se fabrica en Europa. No se trencan, ni se despuntan, ni manchan, ni se secan. Para el regalo o la tarea; para l'escola o la profesión. El millor regalo de cumpleaños; para el nadó y la nena. No se pierdan esta oportunitat que no habrá otra. Y no vale ni lo que se piensan. ¿Tres pesetas? En las tiendas valen cinco, y en las capitales no se compran por menos de siete pesetas. Pero yo estoy aquí para tirar la casa por la finestra, y las vendo por lo que me quieran dar. A ver, el caballero de la boina: ¿cuánto quiere dar por esta preciosa pluma de punto de oro? ¿Dos pesetas? ¡Suya!, y por el mismo precio le regalo este secante con la imagen de la virgen de Montserrat, ¡la más milagrosa de todo el orbe... sin hacer de menos a la virgen local! —y besaba el secante con devoción, dando las gracias a la Virgen de Montserrat por la venta, al tiempo que hacía llegar la pluma al comprador y recogía con presteza las dos pesetas, por si el campesino se arrepentía.
Yo compré para la Inés una medalla de la Virgen, con adornos de bisutería, a una tendera madura de aspecto agitanado, embadurnada de aceites y pinturas hasta desfigurarle el ajado rostro, que me preguntó para quién la quería. Yo no puede evitar contestarle ufano como si fuera un privilegio:
—¡Para mi novia!, ¿para quién quiere que sea?
La gitana me miró fijamente a los ojos, sujetó la medalla como si no quisiera vendérmela, y con cierto azoramiento me dijo:
—¿Por qué no le compras una pulsera, que las tengo finas y baratas, y a las muchachas les alegra más que las medallas?
Me desconcertó la sugerencia, sobre todo por lo misterioso de su mirada y su expresión, casi angustiada, como si con la medalla me estuviera vendiendo una pócima envenenada.
—¿Y qué tiene de malo la medalla?
—De malo, nada, pero para la novia es más apropiado una pulsera.
—Me quedo con la medalla, y no se hable más.
La vieja me la dio, pero con una inquietante respuesta:
—¡Allá tú, joven, pero acuérdate de que te lo he advertido, y no se la vayas a dar sin que la bendiga entes el cura de tu pueblo!
Los hermanos Valiente me llamaron desde el otro lado de la calle y no pude pedir aclaraciones a la gitana sobre de tan misteriosa advertencia. ¡Por desgracia, ya lo sabría por mí mismo! Dos días después, el 14 de julio, volví a bajar a Sigüenza, a despedir al alcalde y a una comisión «oficial», que bajaron a Madrid para no perderse la solemne apertura de las nuevas Cortes constituyentes.
Tiempo de siega
Dieron comienzo las faenas de la siega y el ambiente hubiera sido casi festivo de no ser por los trágicos sucesos de Sevilla, que comenzaron ya el 18 de julio, y que volvieron a traer al pueblo el malestar y el ambiente tosco y desconfiado. «Gracias a Dios que aquí no tenemos gente de la C.N.T., que parece que no les cuadra el orden y no quieren más que armar gresca», comentaban los campesinos en los campos durante la siega. «Si con tiroteos y maldades no se arreglan las cosas. Si no están conformes pues que lo manifiesten, pero en orden y sin armar algarabías». «Es por culpa de ese médico anarquista, Vallina o como se llame, que va a conseguir que nos matemos unos a otros con eso de la revolución. ¿Es que no hemos tenido ya poca revolución con la República? ¡Si no han hecho más que empezar los diputaos y ya les están pidiendo el oro y el moro!». «¡Que este país no está todavía pa’repúblicas! Ni lo estará hasta que cada familia no tenga asegurado el sustento; su hogaza de pan y su matanza, y para eso lo principal es el orden, tal y como expresa don Gregorio, con más argumentos y elocuencia que la mía».
Lo cierto era que las cosas no empezaron bien para la nueva República, no sólo por los muertos, tanto de obreros como de guardias civiles, que los hubo en buen número, sino por la incapacidad del Gobierno para controlar la situación, que se les escapaba de las manos. Había ya quien hablaba de «guerra civil», y hasta tuvo que intervenir el Ejército, provocando todavía más muertes innecesarias.
Nuestro sembrado ya estaba para la siega, pero como cada año la labor la realizarían mis tíos, con la poco eficaz ayuda de mi deteriorado padre. Yo no había aprendido a segar. Por alguna razón mi padre no estaba interesado en que lo aprendiera, le bastaba con que sacara las ovejas al campo y realizara con poca destreza y apaño, las cuatro labores de la casa.
Los que sí empezaron las labores fueron los hermanos Valiente, ayudados por la Inés, que ataviada para las circunstancias, tocada de un amplio sombreo de paja, recogía las brazadas de mies amontándolas para que fueran cargadas en el carro, tirado por un mulo viejo y testarudo, que manejaba el padre, sobrio pero con notoria torpeza, para llevarlas hasta la era cercana. De vez en cuando, apoyado sobre la cadera, llevaba un botijo con agua recalentada a los hermanos para que se refrescaran, porque aquel mes de julio fue extremadamente caluroso y seco.
Para estar cerca de ella llevaba el ganado a pastar por el rastrojo que dejaban los hermanos Valiente tras de la siega de la mies. Aunque era poco los que los animales podía aprovechar, siempre encontraban algún cardillo tierno o matorral de hierba fresca.
—¿Por qué no andas en la siega, Andrés? —me preguntaba extrañada Inés.
—No lo sé, mi padre no quiere que me ocupe de esa labor; sus razones tendrá.
—Será que no te ve todavía buen mozo para la hoz.
—Será eso, pero si me pusiera lo haría tan bien como cualquier otro.
Una mañana aparecieron en el pueblo otra vez los jóvenes del Casino de Sigüenza, que ociosos y sin otra cosa mejor que hacer, recorrían las tierras de sus padres para ver cómo estaba la labor y si las cuadrillas cumplían con lo acordado. Circulaban con el coche por los caminos entre los sembrados, levantando una gran polvareda, haciendo sonar la bocina y llamando la atención de los campesinos. Al llegar a donde estaban los hermanos Valiente, detuvieron el coche, descendieron y desde el borde del sendero empezaron a comentar los sucesos de Sevilla, casi a gritos con la clara intención de provocar de nuevo a los hermanos.
—¡Aquí no tenemos anarquistas, porque al primero que aparezca le medimos las costillas a correazos! Y a los socialistas, que se anden con cuidado, porque los tenemos vigilados. Inés se asustó y rogó a los hermanos que no respondieran a la provocación.
—Estate tranquila, hermana, que ya sabemos a lo que vienen. Cuando se cansen de rebuznar se irán con viento fresco, a molestar a otros, que no tienen nada mejor que hacer en todo el verano.
Pero los jóvenes no dieron por terminada su provocación y sacaron una botella de coñac del coche, se la pasaron de unos a otros y, provocadores, le ofrecieron con gestos un trago al padre de los Valiente, porque ya sabían su afición por la bebida. El padre parecía temblar, y estaba indeciso, frotándose las manos sudorosas en el calzón, cambiando significativas miradas con sus hijos, pero afortunadamente estaba lo suficientemente sobrio como para evitar la provocación. Por un momento pensé que habría pelea, porque los hermanos dejaron de segar y permanecieron tensos e inquietos, pendientes de la decisión del padre. Cuando vieron que rechazaba la invitación y volvía a las tareas de la siega, llevando el carro a otros montones de mies, se relajaron y volvieron a lanzar la hoz, pero con tanta furia e indignación que caían las brazadas con el doble mies que de normal.
Los jóvenes se encogieron de hombros, riéndose entre ellos y pasándose de nuevo la botella de unos a otros, y cansados de la inutilidad de sus provocaciones, volvieron a montar en el coche y continuaron su marcha hacia sus propias tierras de labor. Yo respiré aliviado, porque de haber pelea no me hubiera quedado más remedio que intervenir en ayuda de los hermanos Valiente, pero sabía que aquellos jóvenes solían llevar pistolas y una pelea podría terminar con muertes. Además, llegados a las manos, los hermanos Valiente tampoco se estarían a contemplaciones. Tal vez por eso ambos no iban más allá de las provocaciones, pero evitaban las peleas.
—Deberíamos denunciar estas provocaciones a la Guardia Civi o un día tendremos un disgusto serio y nos echarán la culpa a nosotros —comentaba inquieto el menor de los hermanos.
—¿Y quién han dicho que lo que hacen sea un delito? Todo el mundo puede opinar lo que le venga en gana, lo mismo podríamos hacerlo nosotros. Éste ya es un país libre, ¡que para eso se han ganado las elecciones!
—Pero, ¿y las amenazas?, ¿y las rechuflas? ¿Es que no somos hombres para tener que aguantar los caprichos de estos señoritos?
—Déjalo ya, Benjamín —le cortó el Damián—, ¿crees que la Guardia Civil está para defender a tres muertos de hambre? ¡Déjalos en su cuartel, que el día que salgan habrá muertos en este pueblo!
—Algo habrá que hacer, si no estos pollitos se nos subirán encima de las narices y nos harán la vida imposible… —comentó el mayor casi a media voz.
—¡Lo que habría que hacer es como en Sevilla, una buena revolución y acabar de una vez con estos señoritingos y sus malas artes, que son la gangrena del pueblo! ¡Hay que extirpar el mal de raíz o no se cura! —comentó airado el menor.
—¡Y vuelta con tus ideas revolucionarias, Benjamín! ¿Es que no tenemos ya bastantes provocaciones para que todavía les vengas tú con ésas? Sólo faltaba que te escucharan decir por ahí que estás con los anarquistas para que los tuviéramos aquí cada día, ¡pero armados con pistolas! ¡Anda, calla y aguanta, que las cosas cambiarán cuando menos se lo esperen!
Confieso que me sentía impotente e indignado, porque no comprendía como gente de tan buen juicio y honradez tenía que soportar aquellas burlas y amenazas. Por eso, a la par que arreaba las ovejas, no dejaba de pensar que si los sucesos de Sevilla no se calmaban y cundía el descontento, no pasarían muchos meses sin que también en nuestra tierra nos viéramos obligados a plantar cara a tanta chulería y nos viéramos también envueltos en violencias.
El cumpleaños de Inés
Inés cumplió 15 hermosas primaveras precisamente el 15 de Agosto, coincidiendo con la Virgen, por eso le compré la medalla, pero todavía no la había hecho bendecir, tal y como me recomendó la gitana. Lo que sucedía era que no veía en don Gregorio el talante y disposición adecuada para aquella importante labor. No me parecía un cura honrado, sino partidista y hasta mal intencionado. A mi entender, no miraba bien por los del pueblo, sino que estaba claramente del lado de los señoritos de Sigüenza. Por eso estuve esperando otra oportunidad, por si me encontraba con otro cura que me fuera más simpático.
No sucedió, por lo que tenía que entregarle la medalla aun sin haber sido bendecida. Se me ocurrió que podíamos bajar a las fiestas de Sigüenza, que coinciden con la Virgen y su patrón, San Roque, donde seguramente que no nos faltaría la oportunidad. Pero los hermanos Valiente creyeron conveniente, tal y como estaban las cosas, no bajar a Sigüenza y evitar posibles provocaciones.
Así es que dispusimos vernos otra vez en la poza del río, pero a plena luz del día, para bañarnos y pasar allí la tarde, junto con otros muchachos y muchachas del pueblo, para no levantar sospechas.
Bajamos unos cuantos chicos y chicas, pero una vez en la poza, la mayor parte decidieron marchar a Sigüenza, para disfrutar de sus fiestas y, finalmente, nos quedamos solos los dos, como la primera noche, con la extrañeza de los otros chicos y chicas que lo interpretaron como era de esperar.
—¡Si yo fuera tú, Inés, no me fiaría del Andrés, que tiene aires de curilla pero te come con la mirada!
—Que no mujer, que es más bueno que el pan! Es que mis hermanos me han prohibido bajar a Sigüenza, por si hay líos con los señoritos del Casino, que la tienen tomada con nosotros.
Inés se quedó desconsolada y triste, porque era el primer año que se perdía las fiestas de Sigüenza, que por ser las de agosto, eran sonadas y con mucho despilfarro de cohetes, verbenas, música en la alameda con la banda municipal en el templete, carreras de bicicletas, de sacos, cucañas en palos engrasados con una jamón para el ganador, y sin que faltaran las procesiones de San Roque, sobre todo la más concurrida de todas, que llamaban «Procesión del Rosario de los Faroles», que salía al atardecer de la catedral entre cánticos y rezos, y que con gran solemnidad recorría las calles de la ciudad, que parecían enmudecer para escuchar la letanía del rosario que se rezaba durante su recorrido. Para poner buen final y dejar a los críos sin aliento, estaban los fuegos de artificio de la última noche, con castillos de fuego en la alameda. Cuando los encendían, la alameda entera se veía envuelta en una nube de polvo y humo de los cohetes, con un intenso y agobiante olor a pólvora, mientras ríos de fuego blanco surgía a borbotones de los caños giratorios de los castillos, para terminar con una serie de estruendos atronadores que hacía temblar el suelo y provocaba el griterío de la canalla. Cuando callaban los fuegos, la gente parecía retomar el aliento y aplaudía entusiasmada.
No cabía un alfiler en la alameda durante esa semana grande de fiestas populares, y las muchachas, engalanadas con guirnaldas y toda clase de tocados, recorrían cogidas del brazo de arriba a bajo el paseo central, provocativas y alegres, como si se dieran licencia para hacer pequeñas maldades, pero que confesarían sin falta pasadas las festividades.
Eran fiestas de reunión familiar, y buena oportunidad para mostrar al pueblo los últimos adelantos en tenderetes a lo largo de la amplia avenida. En una plazoleta, al final del paseo, el mayor comerciante local y distribuidor en nuestra comarca de los primeros automóviles americanos que llegaban a España, exhibía sobre una tarima de madera un flamante coche para los más afortunados del pueblo, no más de media docena, incluidos el notario y el boticario, y que a duras penas podía mantener fuera del alcance de las travesuras de los chiquillos.
Yo intenté consolar a Inés como mejor pude:
—¡Otro año será, Inés, que esta situación no durará siempre! — y saqué mi pequeña medalla, envuelta en papel de cebolla, entregándosela a cambio de un beso de agradecimiento. Ella me lo dio sin esperar a abrir el pequeño paquete, pero cuando vio el contenido quedó algo desconcertada.
—¿Para mí? —preguntó extrañada— ¡Pero si yo no soy muy devota de nada, para serlo de la Virgen!
La gitana llevaba razón y el regalo no fue muy acertado. Pero Inés no quiso herir mis sentimientos y se lo colgó sin demasiado entusiasmo. Además, era evidente que se trataba de una bisutería de dos reales y, para colmo, sin bendecir.
No estábamos para amoríos, y amustiados nos tendimos en el pradillo, agostado por los calores tórridos de aquel verano. Cuando el sol se puso, emprendimos el regreso al pueblo, meditabundos y cansinos.
—¡Tengo miedo, Andrés! Tengo miedo de que les pase algo a mis hermanos. Esos señoritos de Sigüenza no traen buenas intenciones y me temo que esto acabará en alguna desgracia —me confesó de pronto Inés, cogiéndome fuertemente de la mano.
—¡Mujer, no seas pesimista!, que tus hermanos ya tienen juicio y sabrán lo que tienen que hacer.
—¡Ojala te oiga esta virgen que me has regalado, que a ti a lo
mejor te hace más caso que a mí! —terminó diciendo, apretando con la mano libre la modesta imagen contra su pecho.
No era yo la persona adecuada para consolarla, porque en mi interior tenía el mismo presentimiento, y los hechos no tardaron en darme la razón.
CAPÍTULO CUARTO
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